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N|119 DOMINGO 8 DE SEPTIEMBRE 2013 Especial: Los 22 días que sacudieron a Chile Por Ascanio Cavallo, Manuel Délano, Bárbara Fuentes y Karen Trajtemberg. Coordinación: Paula Susacasa. Escuela de Periodismo UAI.

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Domingo 8 de septiembre de 2013

LA TERCERA

0302

EL SEMANAL

La importancia que el historiador Paul E. Sigmund atribuye al período que comienza en la tercera semana de agosto de 1973 y cul-mina el 11 de septiembre en la historia chi-lena se debe, desde luego, a su perspicacia académica, pero también –y en forma muy prominente– a la percepción del observador que vive y sigue los actos del drama mientras están ocurriendo. Sigmund estaba tan aten-to a los acontecimientos que día por día sa-cudían a Chile, que pudo publicar su primer análisis sobre el golpe de Estado en la edición de Foreign Affairs de enero de 1974. Su con-clusión provisoria en aquel artículo: “La po-lítica de Allende (…), que combinó inflación con deliberada polarización de clases, era una fórmula para el desastre”. Más tarde, Sig-mund exploraría con mayor detalle en el vértigo político de esos 22 días, además del papel que en él tuvo Estados Unidos.

La mayoría de los chilenos de entonces vi-vió esa época como la describe Sigmund: como un proceso de aceleración de la histo-ria, jalonado por tensiones privadas e inci-dentes públicos y por la sensación genera-lizada de que todo tendría una salida violen-ta, un golpe de Estado o una guerra civil. No hay sobreviviente de aquellos días –inclui-dos los principales líderes políticos– que no identifique esas últimas tres semanas del go-bierno de Salvador Allende como una pro-gresión hacia la tragedia.

Para entonces ya habían ocurrido extensas paralizaciones productivas, la inflación y la emisión inorgánica estaban desatadas, las calles eran escenarios de desórdenes co-tidianos y se había alzado un regimiento, el Blindados N° 2, que el 29 de junio rodeó con sus tanques La Moneda e intentó el derroca-miento del gobierno. Ese gravísimo inci-dente fue visto por algunos como un “ensa-yo”, por otros como una victoria del gobier-no y todavía por otros como una “oportunidad” por dar un vuelco decisivo en la correlación de fuerzas. Esta diversidad de enfoques para analizar un mismo fenóme-no refleja con nitidez cuán teñidas por la

ideología estaban las capacidades cognosci-tivas del país.

La pregunta que persiste después de 40 años es: ¿Por qué nadie hizo algo eficaz para evitar el desastre? ¿O acaso era inevitable a esas alturas? Todos, o casi todos, los prota-gonistas dirían que en muchas oportunida-des, desde la asunción de Salvador Allende en 1970, realizaron esfuerzos por impedir el quiebre de la democracia en los términos en que se produjo. Pero a partir del 20 de agos-to, esos intentos cesaron o se convirtieron en meros manotazos de ahogado.

¿Qué ocurrió en esos días? Este trabajo se

concentra en ese período, que hasta ahora no ha sido hollado en forma explícita, y en-saya una respuesta a partir de una investi-gación periodística de seis meses de los au-tores, basada en entrevistas a los actores y testigos y en una revisión de la amplia biblio-grafía existente.

La evidencia empírica muestra, sin lugar a dudas, que para 1973 la sociedad chilena es-taba literalmente dividida en dos. Las elec-ciones parlamentarias de marzo de ese año

dieron una mayoría consistente a la oposi-ción constituida por el centro y la derecha y al mismo tiempo registraron un avance de los adherentes a la Unidad Popular, que de to-dos modos era demasiado lento como para que el gobierno hubiese alcanzado la mayo-ría incluso al final de su mandato, en 1976. Para un país tan enervado por la cuestión de las mayorías, era el peor de los resultados po-sibles, uno que no resolvía nada.

Se puede decir que esa división reflejaba un desacuerdo fundamental en la sociedad acer-ca del agotamiento de la estrategia de desa-rrollo y el ordenamiento político posterior a la crisis del 30, que quizás no haya sido de-bidamente ponderado, o acaso exagerado, por las partes en conflicto.

Pero sobre ese desacuerdo se encuentra otro, quizás más profundo y más dramáti-co, que afectaba a todos los actores sociales y políticos relevantes: disensiones internas que, en mayor o menor medida, les hacían creer a todos ellos que su propia superviven-cia estaba en peligro. Así como es cierto que los partidos del gobierno estaban profunda-mente divididos –y en a algunos casos, en-frentados–, también lo es que no había to-tal unidad en las Fuerzas Armadas, la dere-cha y la Democracia Cristiana, e incluso en la Iglesia Católica y los movimientos obre-ros y estudiantiles.

Muchas de esas diferencias no nacieron durante la Unidad Popular ni son atribuibles a ella. Algunas se remontan a la historia de tales grupos, y otras a la vorágine ideológi-ca que se inició en los años 60; por supues-to, están también los casos que se incuban o potencian con la llegada al gobierno de la UP. Pero, vistas en conjunto, confirman lo que es evidente en todo proceso político de la enver-gadura que tuvo este: que ningún grupo es-taba por sí solo en condiciones de producir un desenlace. Si había un colapso en algún momento, lo sería por la convergencia más o menos desgraciada de un conjunto de cau-sales: una falla multiorgánica, para usar una metáfora clínica.

El camino al desastre

Llegó a Chile casi por casualidad. El fotógrafo y corresponsal holan-dés Chas Gerretsen venía de cubrir las guerras del sudeste asiático a fines de los 60 y comienzos de los 70. Su primera parada fue Argenti-na, donde muy rápido le dijeron que no había trabajo para él. Le su-girieron que podía tener más suerte al otro lado de los Andes. Arribó a Santiago en enero de 1973.

No sabía prácticamente nada del país, ni de la UP, ni de Salvador Allen-de. Como extranjero recién llegado, no notó nada extraño en el ambien-te. Pero con el pasar de los meses, mirando a través del lente de su cáma-ra empezó a darse cuenta de que eran tiempos densos y complicados.

Estuvo afuera de La Moneda el día del golpe de Estado y se quedó en Chi-le hasta octubre de ese año. En todo ese tiempo, tomó cerca de 220 rollos fotográficos en blanco y negro, y unos 150 de película color. Una buena

parte de ese material ha permanecido inédito y hoy está bajo el resguar-do del Museo Fotográfico de Holanda.

Para esta edición especial, Gerretsen facilitó más de 120 hojas de contac-to -con más de 4.300 imágenes en blanco y negro- y cerca de 100 diapo-sitivas a color. La labor de producción y edición del material gráfico para este número especial estuvo en manos del fotógrafo Roberto Candia.

Gerretsen retrata lo que era Chile durante los meses previos, duran-te y después del golpe militar del 11 de septiembre. Las imágenes se-leccionadas para este número muestran ese Santiago que Gerretsen retrató hace cuatro décadas. Cuentan una historia por sí misma. Por eso, se pusieron al azar, sin la necesidad de estar relacionadas ni ex-plicar al texto que va junto a ellas. Una trama gráfica que corre por cuenta y riesgo propios.

Sobre las imágenes de Chas Gerretsen

No hay sobreviviente de aquellos días que no identifique esas últimas semanas como una progresión hacia la tragedia.

“La semana más importante en la política chilena… comenzó el lunes 20 de agosto de 1973”.

“¿Están locos? ¿Y qué vamos a hacer después de derrocar a Allende?”.

“Aquí hay una tropa de locos planteando que las Fuerzas Armadas deben adoptar una definición ahora”.

-Paul Sigmund, The overthrow of Allende and the politics of Chile, 1977

-José Toribio Merino, noviembre de 1972

-Augusto Pinochet, 3 de septiembre de 1973

“En ese entonces, todos éramos muy loquitos”.

-Carlos Altamirano, 4 de julio de 2013

Disturbios en el centro de Santiago entre partidarios y opositores al Presidente Salvador Allende.

26 de junio, 1973:Por Ascanio Cavallo, Manuel Délano, Bárbara Fuentes y Karen Trajtemberg. Coordinadora: Paula Susacasa. Escuela de Periodismo Universidad Adolfo Ibáñez.

Domingo 8 de septiembre de 2013

LA TERCERA

0504

EL SEMANAL

El lunes 20 de agosto de 1973, el Comité Cuarenta del go-bierno de Estados Unidos aprobó un apoyo adicional de un millón de dólares para los partidos de oposición y el movimiento de los gremios del transporte terrestre y el comercio, en huelga en ese momento. El Comité Cuaren-ta coordinaba, al máximo nivel, las actividades anticomu-nistas globales del gobierno, el Pentágono y la CIA. Lo pre-sidía el asesor de Seguridad Nacional del Presidente Ri-chard Nixon, Henry Kissinger.

La evidencia del volumen de la intervención desesta-bilizadora de la Casa Blanca en Chile fue objeto de espe-culaciones hasta 1975, cuando una comisión del Sena-do, encabezada por el demócrata Frank Church, inició las revelaciones con el informe Acción Encubierta en Chi-le 1963-1973. Por iniciativa del Presidente Bill Clinton, se inició una nueva desclasificación revelada en 1999. Esta se amplió en el 2000 con el Informe Hinchey sobre las actividades de la CIA. Los 25.000 documentos des-clasificados en EE.UU. sobre Chile forman una monta-ña de más de 50.000 páginas, todavía incompleta, ade-más de las grabaciones y las memorias de varios prota-gonistas. Este cúmulo de información refleja que Washington dio una atención desproporcionada a Chi-le en relación a su tamaño.

El punto más dramático de esa intervención se registró antes de la asunción del electo Presidente Salvador Allen-de, entre septiembre y noviembre de 1970. El Presidente Nixon enfureció al conocer el triunfo de Allende y lo tomó de forma personal: “¡Ese hijo de puta! ¡Ese bastar-do!”, exclamó, mientras golpeaba con el puño la palma de su mano el 15 de octubre de 1970, en la oficina oval de la Casa Blanca. Nixon, que había criticado de modo áspe-ro a los Kennedy por permitir la consolidación de Fidel Cas-tro en Cuba, creía que debía impedir la ratificación de Allende por el Congreso si más del 60% había votado por los otros candidatos. La percepción de Kissinger era peor, según su colega en el Consejo de Seguridad Nacional, Ro-ger Morris: “No creo que nadie en el gobierno compren-diese cuán ideológico era Kissinger en la cuestión de Chi-le. (…) Ocurrían en ese momento hechos desastrosos en el mundo, pero sólo Chile asustaba a Henry”.

Las instrucciones de Nixon a Kissinger y al jefe de la CIA, Richard Helms, fueron categóricas: un plan en 48 horas. Las notas de Helms registraron sus lineamientos: - “Es una probabilidad de uno en 10, tal vez, pero ¡sal-ven a Chile!”. - “Vale la pena gastar”. - “No nos preocupan los riesgos que implica”. - “US$ 10.000.000 disponibles, más si fuese necesario”. - “Los mejores hombres que tengamos”. - “Hacer aullar la economía”.

Kissinger calificó después estos esfuerzos como “tardíos y confusos”. Se intentó sobornar a parlamentarios para que votaran en el Congreso por Jorge Alessandri, de modo que éste renunciara y Eduardo Frei se presentara a nue-vos comicios, convocando el voto anticomunista. Se alen-tó un golpe militar a través del proyecto Fubelt (Fu era la clave para Chile, belt significa cinturón), una idea que de-rivó en el intento de secuestro y asesinato del comandan-te en jefe del Ejército, el general René Schneider. Y se in-tentó intervenir, hasta último momento, en las Fuerzas Armadas chilenas, hasta que el propio Kissinger desalen-tó esas iniciativas.

El crimen de Schneider produjo el efecto inverso y el Par-tido Demócrata Cristiano, sometido a fuertes presiones centrífugas, reconoció finalmente la mayoría relativa de Allende tras imponerle un “estatuto de garantías consti-tucionales”. Allende fue ungido Presidente en el Congre-so sin los votos de la derecha. Washington reconoció su fracaso.

Pero, ¿por qué esta preocupación desorbitada de Esta-dos Unidos? Las primeras razones parecieron económi-

cas. El gobierno de la Unidad Popular expropió la ITT, la empresa monopólica de las telecomunicaciones que, ade-más, había participado en las conspiraciones contra Allen-de, y en 1971 nacionalizó la gran industria del cobre –con la votación unánime del Congreso- sin compensación. La empresa más perjudicada, Kennecott, persiguió por todo el mundo los negocios cupríferos de Chile en los siguien-tes años. Pero, en lo formal, los programas oficiales de cré-ditos e intercambios entre Estados Unidos y Chile se man-tuvieron sin muchas variaciones.

De modo que los motivos económicos no eran los prin-cipales para la Casa Blanca. La razón principal era otra: la Unidad Popular incluía al Partido Comunista. Esto no se hizo evidente para el gobierno chileno sino hasta diciem-bre de 1972, cuando, durante la visita de Allende a la ONU, el embajador de EE.UU., George H. Bush, le sugirió explo-rar una negociación formal de alto nivel. Poco después, siete representantes del gobierno chileno y siete del De-partamento de Estado se reunieron en Washington para debatir el problema de las compensaciones a las empre-sas expropiadas.

Según uno de los enviados chilenos, el diputado de la Iz-quierda Cristiana Luis Maira, “era una maniobra casi sin destino, como para no dejar gestión sin hacer”. La visita del Presidente a la Unión Soviética había dejado en claro que no tendría ayuda de Moscú y las conversaciones con el Club de París en torno a la deuda externa avanzaban a tranco lento. En paralelo, Chile intentaba servir sus com-promisos internos con emisión de moneda, lo que empe-zaba a lanzar la inflación a las nubes. Por lo tanto, la ne-gociación con EE.UU. era, aunque fallase, indispensable.

La delegación chilena fue encabezada por el embajador Orlando Letelier. Después de dos días sin avances, en un descanso, el secretario de Estado William Rogers y Hen-ry Kissinger invitaron a Letelier a una reunión privada de casi una hora. Rogers le dijo que Washington no cedería en dos puntos: el descuento a la rentabilidad excesiva de las empresas nacionalizadas, que conducía a no pagarles nada. El otro lo describió Kissinger:

-América Latina es una región de casi ninguna impor-tancia… Chile no tiene ningún valor estratégico. Nosotros podemos recibir cobre de Perú, Zambia, Canadá. Ustedes no tienen nada que sea decisivo. Pero si hacen ese proyec-to de camino al socialismo del que habla Allende, vamos a tener problemas serios en Francia e Italia, donde hay so-cialistas y comunistas divididos, que con este ejemplo po-drían unirse. Y eso afecta sustancialmente el interés de Es-tados Unidos. No vamos a permitir que tengan éxito. Cuenten con eso.

Era el segundo aviso que Allende recibía en este sen-tido. El primero le había llegado cuando era Presidente electo y aún no lo ungía el Congreso. El diplomático Ar-mando Uribe le había contado al canciller de Frei, Ga-briel Valdés, y también a Allende de un dato que le en-tregó el periodista Irving Stone: que en una reunión en Chicago con editores del Chicago Tribune, The Wa-shington Post y The New York Times, Kissinger les ha-bía explicado que el problema con Chile era no sólo el influjo en América Latina, sino el antecedente que su elección significaba para la izquierda en Francia e Ita-lia. El PC era el problema final, aunque fuese el más mo-derado de la coalición y a pesar de que la URSS de Leo-nid Brezhnev estuviese, no en su período más agresivo dentro del Tercer Mundo, sino en la detente, con diálo-go en medio de las tensiones. El ojo del águila norteame-ricano estaba en muchas latitudes.

Para agosto de 1973, ya parecía que la entrega del millón de dólares a la oposición chilena sería la última. Las pre-cisas informaciones de la CIA así lo sugerían. El 7 de sep-tiembre, su estación local avisaba de una acción conjun-ta de las tres Fuerzas Armadas. El 9, el agente encubier-to Jack Devine precisó: “Tendrá lugar el 11”.

Estados Unidos: Los ojos y las garras del águila

Trabajadores a las afueras de la Democracia Cristiana.

17 de junio, 1973:

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LA TERCERA

0706

EL SEMANAL

La Fuerza Aérea:La estrategia del “diversionismo”

mera fantasía. Contribuían a esa idea, de modo paradójico, los diarios y revistas de la UP que desde agosto venían publicando listas de ofi-ciales “golpistas”; los mandos se preguntaban de dónde salían esas informaciones.

Leigh no ocultó sus intenciones en un aspec-to: la aplicación de la Ley de Control de Armas, una norma dictada en 1972 para limitar lo que entonces parecía un creciente incremen-to del armamento en manos privadas. Después del “tanquetazo” del 29 de junio de 1973, las Fuerzas Armadas decidieron aplicarla con más severidad y la vanguardia de ese endure-cimiento la tomaron la Armada y la FACh.

Los sectores revolucionarios la consideraban una ley represiva y denunciaban su uso abu-sivo por parte de las Fuerzas Armadas. No cabe duda de que esas operaciones frenaban las actividades de entrenamiento militar, dis-tribución de armas y acumulación de fuerzas irregulares en los bastiones del “poder popu-lar”; los obligaban, por lo menos, a sumirse en el disimulo y la clandestinidad.

Entre agosto y septiembre, la FACh tomó ini-ciativas que iban algo más allá de sus simples entornos. Aunque el Presidente apoyaba la ley, las denuncias de sus partidarios lo llevaron a plantear varias veces sus reparos al jefe de la FACh. Leigh, extremando sus capacidades de disimulo, hizo notar a Allende lo “extraño” que era el hecho de que nadie denunciara el arma-mentismo de derecha.

El ahora ministro de Defensa, Orlando Le-telier, desconfiaba mucho más de Leigh. Con-sideraba, como diría más tarde a Joan Garcés, que era el líder del “diversionismo” con que trataban de apaciguar al gobierno los que pre-paraban el golpe de Estado.

Dos operaciones militares llevaron las cosas a un punto límite. La primera ocurrió el 4 de agosto en Punta Arenas, en la fábrica Lanera Austral, donde tropas combinadas bajo el mando del jefe de la V División, el general Ma-nuel Torres de la Cruz, entraron al amanecer y sometieron a los obreros a un violento pro-ceso de registro e interrogatorio. Uno de ellos,

Manuel González, fue muerto de un balazo. Las tropas no encontra ron armas.

Allende envió a dos ministros -Jaime Tohá y Sergio Insunza- para investigar en forma in-dependiente. El informe que elaboraron atri-buía uso excesivo de fuerza a los soldados de la IV Brigada Aérea. Cuando lo recibió Leigh, todavía jefe del estado Mayor de la FACh, dijo que lo estudiaría, pero que en principio esti-maba que había elementos exagerados.

Un mes más tarde, en la noche del 7 de sep-tiembre un fuerte contingente de la FACh se dirigió a allanar una casa contigua a las indus-trias Sumar, en el área de San Joaquín. Según la versión militar, mientras se desarrollaba esa operación, los soldados fueron atacados des-de el interior de la fábrica Sumar-Nylon, por lo que decidieron allanarla. Mientras los obre-ros eran sacados a la calle, se inició un concier-to de sirenas y alarmas, y “unos 500 hombres” comenzaron a acercarse. Para evitar un en-frentamiento, los camiones de la FACh se re-tiraron… con 23 detenidos.

Esa noche, el ministro Letelier cenaba en casa del general (R) Prats y habló varias veces con Leigh, instándolo a retirar a las tropas. Luego lo citó a su despacho para la mañana del sá-bado 8, a donde también había citado al direc-tor de Investigaciones, el socialista Alfredo Joignant. Para irritación de Leigh, Letelier dijo que la investigación oficial la llevaría la po-licía civil y que en adelante las Fuerzas Arma-das no realizarían allanamiento alguno sin consulta y consentimiento previo del mismo ministro.

Leigh no se opuso a estas medidas. Pero se sentía en el borde. Muchos años después, el en-tonces comandante Ernesto Galaz estimaría en el programa Mentiras verdaderas de La Red que entre la oficialidad de la FACh había un 10% que simpatizaba con la UP y se oponía a un golpe de Estado, y otro 10% que tenía “una inquina enorme contra el gobierno”. El 80% restante, dijo, era gente que no apoyaba ni a unos ni a otros y que sólo “se quedaron con los que ganaron”.

En la mañana del lunes 20 de agosto de 1973, el Presidente Salvador Allende abordó un he-licóptero de la Fuerza Aérea con rumbo a Chi-llán, donde encabezaría la conmemoración del 195 aniversario del natalicio de Bernardo O’Higgins. Los pilotos habían pensado en una idea extrema; desviarse de la ruta y secuestrar al Presidente en algún lugar del sur. Con ello pretendían responder a la crisis que vivía la FACh, aunque su acción también podía ser el inicio de un golpe de Estado. Sin embargo, en el camino desecharon el plan.

La FACh había despertado ese día en estado de exaltación. Apenas unas horas antes, en la noche del domingo, el comandante en jefe, ge-neral César Ruiz Danyau, se había presenta-do de uniforme en el programa de Canal 13 “A esta se improvisa” y los representantes de la oposición, el joven dirigente gremialista Jai-me Guzmán y el democratacristiano Jorge Navarrete, se habían dado un festín exploran-do sus contradicciones con el gobierno de la UP. Un festín algo sombrío, porque ninguno de los inteligentes panelistas ignoraba la gra-vedad de que un general participara en un de-bate político. Con un detalle aún más serio: Ruiz Danyau ya no era el comandante en jefe.

Ruiz Danyau era el único de los comandan-tes en jefe al que Allende conocía desde antes de asumir el mando y por ello creía tener con él una cierta amistad. Cuando convocó a los co-mandantes en jefe para integrarse a un gabi-nete de “Seguridad Nacional”, cuyo principal objetivo sería desmantelar un nuevo paro de los camioneros (iniciado el 26 de julio), le per-mitió elegir la cartera que preferiría. El 9 de agosto, Ruiz Danyau juró como ministro de Obras Públicas y Transportes. La selección tenía una intención inconfesable: Ruiz Danyau quería evitar que el gobierno aplastara a la or-ganización de los transportistas.

Pero seis días después, el subsecretario de Transportes Jaime Faivovich lanzó un ulti-mátum anunciando la requisición masiva de camiones en caso de continuar el paro. Vién-dose sobrepasado, Ruiz Danyau presentó su re-

Soldados leales a Salvador Allende llaman a los rebeldes a abortar el intento de golpe durante el Tanquetazo.

29 de junio, 1973:

El Partido Nacional:La derecha fantasmal

El martes 21 de agosto, los principales dirigentes del Partido Nacional se dedica-ron a afinar los últimos borradores del proyecto de acuerdo que presentarían en la Cámara de Diputados para declarar que el gobierno de Allende estaba sobrepa-sando la Constitución.

Era la acción política más contundente que habían tenido durante el gobierno de la UP. El documento original fue redactado por el abogado Enrique Ortúzar, ex ministro de Jorge Alessandri y principal constitucionalista de la derecha.

- El, un hombre muy considerado, me llamó para que discutiéramos este tema en la casa de [el senador] Francisco Bulnes –recuerda el entonces diputado Her-mógenes Pérez de Arce–. Pero ya estaba listo. Bulnes le hizo algunas anotaciones y [el diputado] Mario Arnello se puso en contacto con [el diputado] Claudio Orre-go para que fuera revisado en la DC. Se lo llevaron a Patricio Aylwin. Ellos, obvia-mente, lo suavizaron, pero lo que quedó, el fondo del documento, era lo mismo.

El gran triunfo del PN no era, en estricto sentido, la formulación del documen-to, sino más bien la participación de la DC, el partido en el que tantos esfuerzos empeñó para formar la alianza denominada Confederación Democrática (CODE), donde estarían también el segmento de derecha escindido del Partido Radical, la Democracia Radical, y otro fragmento del mismo partido emigrado desde la UP, el Partido de Izquierda Radical.

El PN fue el principal partido opositor a la UP. Su decisión quedó instalada en el Congreso Pleno, en 1970, cuando sus parlamentarios se negaron a confirmar a Allen-de como Presidente. A partir de ese momento, la UP y el PN se declararon una ene-mistad absoluta y vociferante. Pero alguien exageraba en algún punto.

Después de los desastrosos resultados obtenidos por los dos partidos de derecha, el Conservador y el Liberal, en las elecciones parlamentarias de 1965, que según el historiador Juan Carlos Arellano confirmaron “el naufragio de su larga decaden-cia” con su 12,5%, se fundó el PN en 1966. El origen inmediato de esta devastación estuvo en las presidenciales de 1964, cuando, aterrados ante el avance de Salva-dor Allende, conservadores y liberales apoyaron sin condiciones a Eduardo Frei Montalva y abandonaron a su candidato, el radical Julio Durán. Después de eso, era unirse o morir.

El aglutinador fue el nuevo Partido de Acción Nacional, cuyas figuras más des-tacadas eran Sergio Onofre Jarpa, Jorge Prat y Mario Arnello. Ellos convocaron a

SIGUE EN PAGINA 8 R

nuncia como ministro. Allende le pidió conti-nuar, en vista de que el paro estaba por que-brarse. Ante la insistencia de Ruiz Danyau, el Presidente intentó que asumiera el cargo otro general de la FACh. Pronto percibió que nin-guno lo haría sin una oferta más tentadora, como la comandancia en jefe. Fue lo que ofre-ció a los dos generales siguientes en la línea de mando, Gustavo Leigh y Gabriel van Schou-wen. Pero ninguno quiso aceptar hasta que se resolviera la situación de Ruiz Danyau.

En la tarde del 17 de agosto, después de una presión insoportable, Ruiz Danyau firmó su renuncia al ministerio y a la FACh. El Presi-dente la llevó en su bolsillo a la cena secreta que tendría con el senador de la DC Patricio Aylwin en la casa del cardenal Raúl Silva Henríquez.

El general Leigh condicionó su aceptación a no asumir el ministerio; el Presidente aceptó que ese cargo fuese asignado a otro general, Humberto Magliochetti, quebrantando la exi-gencia que había hecho a Ruiz Danyau. Indig-nado por este cambio, el general decidió que, aunque había firmado una carta pero no su ex-pediente de retiro, su situación final no esta-ba sellada. Se sentía burlado.

Sin embargo, el nombramiento de Leigh como comandante en jefe fue cursado el sá-bado 18. Por eso, la aparición de Ruiz Danyau en “A esta hora se improvisa” era, además de irregular, una perturbación muy seria.

*** En la mañana del 20, los oficiales de las ba-ses aéreas de El Bosque, Cerrillos y Colina or-denaron un “autoacuartelamiento” que, se-gún el comunicado emitido por el jefe de re-laciones públicas de la FACh, comandante Ramón Gallegos, tenía por objetivo rechazar el procedimiento del gobierno para sacar al general Ruiz Danyau. Otras bases de provin-cias se unieron. Era una insurrección en gran escala. Poco después del mediodía, el minis-tro de Defensa y comandante en jefe del Ejér-cito, general Carlos Prats, ordenó a su jefe de

Estado Mayor, el general Augusto Pinochet, y al comandante en jefe de la Armada, almi-rante Raúl Montero, acuartelar en primer grado a sus unidades principales para preve-nir hechos mayores.

Prats se restó en forma deliberada de la cri-sis de la FACh, ante las seguridades del gene-ral Leigh de que sería controlada. Con Allen-de ausente de La Moneda, fue Letelier, enton-ces ministro del Interior, quien enfrentó la situación. Pidió al PC que Orlando Millas lo acompañara en su gabinete. Dio instrucciones a Prats y a Carabineros y ordenó al intenden-te Julio Stuardo clausurar la radio Agricultu-ra e informar de lo que ocurría a todos los par-tidos, salvo al Partido Nacional.

Ruiz Danyau se fue en la mañana a la base de Cerrillos, donde lo esperaban unos 80 oficiales que exigían su restitución en el mando. Después de avisar al general Leigh, se trasladó a la base El Bosque, donde se ha-bían juntado unos 200 oficiales en el anfitea-tro principal. La reunión no fue apacible. En el clima de exaltación dominó la idea de obligar al gobierno a reponer a Ruiz Danyau. Pero ya estaba claro que ni el Ejército ni la Armada se plegarían, en ese momento, a semejante aventura.

Cuando llegaron Leigh y otros generales, se reunieron con Ruiz Danyau. Le reprocharon su conducta ambivalente, la excitación en las bases aéreas y, en especial, su asistencia al pro-grama “A esta hora se improvisa”. Antes de las 19, Ruiz Danyau aceptó irse y reconocer el mando de Leigh. El nuevo comandante en jefe partió a La Moneda e informó al Presiden-te y a los ministros Prats y Letelier. Al regre-sar de Chillán, Allende leyó esa noche un co-municado apaciguador por cadena nacional. *** El coletazo de la crisis se produjo en la maña-na siguiente, el 21, cuando una cincuentena de mujeres, más tarde identificadas como espo-sas de oficiales de la Fuerza Aérea, se reunió frente al Ministerio de Defensa a gritar consig-

nas en apoyo a Ruiz Danyau y en contra de Prats, a quien atribuían la caída del general. Prats, agripado y con fiebre, contempló el in-cidente y después de almuerzo se fue a su casa. No imaginaba lo que vendría.

Tampoco Leigh permaneció tranquilo. A lo menos desde la segunda mitad de 1972, se ha-bía embarcado en una sucesión de reuniones con altos oficiales de la propia FACh, la Arma-da, el Ejército e incluso Carabineros, con vis-tas a derrocar al gobierno de la UP. Hacia ju-nio de 1973, tales encuentros ya tenían la for-ma de una conspiración: no involucraban a los comandantes en jefe, se realizaban en secre-to y estaban al margen de las reglas.

En cuanto asumió la jefatura de la FACh, Leigh notificó a sus contertulios que no po-dría seguir asistiendo. Lo representaría el subjefe del Estado Mayor Conjunto, el gene-ral Nicanor Díaz Estrada, un hombre más vehemente que él mismo, que se venía en-frentando al gobierno con sus esfuerzos por inculpar a la ultraizquierda del asesinato del edecán naval del Presidente, el comandante Arturo Araya, a pesar de las crecientes evi-dencias que acumulaba la policía de Inves-tigaciones sobre la ultraderecha.

Leigh debía cuidarse. Era la primera pieza en la estrategia de copar los mandos superiores de las Fuerzas Armadas. El gobierno no con-fiaba en él, pero carecía de alternativa. Esta-ba entregado a su obediencia constitucional.

La FACh también se sentía amenazada des-de dentro. Dos de sus generales trabajaban para el gobierno y simpatizaban abiertamente con él: Alberto Bachelet, designado en la Dirección de Abastecimiento y Comercialización; y Car-los Dinator, auditor. Ambos habían sido ais-lados delicadamente del cuerpo de mando, pero Leigh sabía que otros oficiales y subofi-ciales simpatizaban con la UP; algunos te-nían hijos o sobrinos que militaban en parti-dos de gobierno o, peor aún, en el MIR. No ha-bía forma de calcular la capacidad de deteriorar el mando que ellos tendrían en caso de una in-surrección de la FACh. El quiebre no era una

Domingo 8 de septiembre de 2013

LA TERCERA

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EL SEMANAL

los huérfanos de los dos conglomerados históricos, a algunos independientes y a un sector de los nacionalistas. El PN nacía como un ave Fénix aún herida.

La irrupción de la UP le dio una razón más poderosa para existir, pero en ningún momento de los tres años de Allende esta derecha tuvo el peso ne-cesario para frenar por sí sola el avance del proyecto socialista; no había opo-sición plausible sin el concurso de la DC. Durante todo ese tiempo no emer-gió de sus filas ningún líder que pudiera equiparar la figura histórica de Jor-ge Alessandri.

La CIA, aunque apoyaba su trabajo, tenía una opinión muy crítica sobre el PN. Ya el 9 de febrero de 1972, un informe concluyó: “Organizacionalmen-te el partido es aún débil, con poca actividad continua. Aunque parece estar libre de divisiones ideológicas y faccionalismo, carece de liderazgo a tiem-po completo y de profundidad para planear y organizar apropiadamente a sus bases nacionales”.

La CIA responsabilizaba a Jarpa de estos problemas. El 22 de febrero de 1973, poco antes de las parlamentarias, otro cable señalaba que el PN “no está organizacio-nalmente listo para estas elecciones. El principal responsable de esta falla es el pre-sidente del PN, Sergio Onofre Jarpa. Jarpa no se ha interesado en construir un par-tido de bases amplias, y lo que la estación ha sido capaz de lograr, ha sido a pesar de Jarpa o sin su conocimiento. En el segundo peldaño existen líderes talentosos, como el actual secretario general, Patricio Mardones, el candidato a diputado Gus-tavo Alessandri y los candidatos senatoriales Fernando Ochagavía y Sergio Diez, quienes sueñan con construir un partido liberal moderno y tratarán de reempla-zar a Jarpa después de la elección”.

En agosto de 1972, el PN organizó un grupo de “autodefensa”, el Comando Ro-lando Matus, integrado por jóvenes aficionados y destinado a proteger las mar-chas de protesta. Ni siquiera era muy original: se inspiraba en las Brigadas Ramo-na Parra del PC y Elmo Catalán, del PS. Tomaba el nombre de un militante de la juventud asesinado en Pucón y entrenaba en una bodega en Estación Central. “Era todo muy marcial, usaban linchacos, pero no eran más de 80 o 100 personas en Santiago”, dice el ex dirigente juvenil Roberto Palumbo. El líder era Patricio La-gos, un agricultor de Curicó que respondía en línea directa a la dirigencia de la JN, presidida por el abogado Juan Luis Ossa. “El mayor aporte”, dice Palumbo, “fue dar mística a la juventud”. Su grito de guerra: “¡Compañero Rolando Matus! ¿Quién

lo mató? ¡Los comunistas¡ ¿Quién lo vengará? ¡Los nacionalistas!”. El PN buscó la vía institucional para frenar al gobierno hasta comienzos de 1972.

En enero de ese año consiguió su primera alianza importante con la DC en una acusación constitucional para destituir al ministro del Interior, José Tohá. En los siguientes intentos, el gobierno replicó cambiando a los ministros de posiciones, unos “enroques” que la Constitución no prohibía. Este fue uno de los “resquicios” que un agudo abogado del gobierno, Eduardo Novoa Monreal, ideó para hacer avan-zar el socialismo dentro de los marcos de la legislación. El PN se dedicó a detectar y denunciar estos “resquicios”.

Pero su problema permanente era la renuencia de la DC a establecer una alian-za entre la derecha y el centro. Los momentos propicios fueron el paro de los trans-portistas en octubre de 1972 –respaldado, pero no guiado por el PN– y las parla-mentarias de marzo de 1973, donde esperaban reunir los dos tercios necesarios para destituir al Presidente. Como no lo consiguieron, una parte del PN entró en la ló-gica del golpe de Estado.

Sólo una parte. En julio de 1973, los senadores Aniceto Rodríguez (PS) y Alberto Jerez (IC) se acercaron al jefe del comité senatorial del PN, Sergio Diez, para abrir una línea de diálogo con el ejecutivo. Sabían que Jarpa no lo aceptaría. Diez les pro-puso trabajar en la idea de un gobierno de transición para los siguientes tres años. El proceso, con Allende incluido, quedaría presidido por el abogado radical Raúl Rettig, entonces embajador en Brasil. Como era previsible, Allende rechazó la idea de manera virulenta y les recordó a los negociadores que había sido elegido, no por todos los chilenos, sino por una mayoría popular, y que no abandonaría la fi-nalidad de construir el socialismo.

Para agosto –cuando se acercaba a su triunfo–, el PN estaba agotado y malamen-te unido. Le pesaba un defecto de nacimiento, las tres cabezas de su tronco origi-nal: los conservadores del mundo agrario, los industriales proteccionistas de la sus-titución de importaciones y los liberales de cuño clásico partidarios del libre mer-cado. El PN no tenía un proyecto de desarrollo unificado. Esto explica por qué cuando la Armada decidió emprender la destitución de Allende no fue a hablar con el PN, sino con la Sociedad de Fomento Fabril, entonces liderada por el empresario me-talúrgico Orlando Sáenz. Y explica también por qué el vicealmirante José Toribio Merino hizo sus sondeos, no con los líderes políticos de la derecha, sino con sus amigos empresarios de la Cofradía Náutica del Pacífico Austral.

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La DC:

La procesión va por dentroLos democratacristianos “nos fuimos enmierdando

con el tiempo”. Esta afirmación del entonces diputa-do Mariano Ruiz-Esquide resume el sentimiento de la que fue la primera fuerza electoral durante todo el go-bierno de la UP. El martes 22 de agosto de 1973, ese sen-timiento se materializó en una decisión inesperada de todos sus parlamentarios: sumarse en masa al proyec-to de acuerdo de la Cámara de Diputados propiciado por el PN.

El texto, que en lo principal denunciaba el quebran-tamiento del orden constitucional por parte del go-bierno y pedía al Presidente y –más peligrosamen-te– a los ministros militares que velaran por la le-galidad, fue visto en la UP como un llamado al golpe de Estado y como el fin práctico de las conversacio-nes entre la DC y el gobierno... cuando éstas apenas cumplían un día.

El acuerdo se había gestado sólo unos días antes, cuando los diputados Claudio Orrego y César Fuen-tes recibieron una propuesta del PN, que revisó y aprobó Patricio Aylwin. Hasta la mañana del 22, sólo había un borrador escrito a mano. Poco antes de las 11, la directiva del PDC tuvo una nueva reunión, esta vez con parlamentarios del ala izquierda, Mariano Ruiz-Esquide y Claudio Huepe y el ex candidato pre-sidencial Radomiro Tomic, que venía de conversar con Allende y quería transmitir su preocupación.

En el encuentro se decidió aprobar el texto, a con-dición de que quedara establecido que el acuerdo no era un llamado al golpe, dice Ruiz-Esquide. El sena-dor del Partido de Izquierda Radical (PIR) Luis Bos-say reforzó esa perspectiva del texto. El encargado de presentar la postura del PDC era su secretario na-cional, Eduardo Cerda. Sin embargo, él no llegó al de-bate y finalmente fue el jefe de la bancada, José Mo-nares, quien hizo las observaciones. El mismo Mo-nares estaba inseguro de ellas; junto a Huepe y Ruiz-Esquide, intentó representar las dudas al líder de su sector, Bernardo Leighton: “Su respuesta fue clara: ‘Es peor que no hagamos nada como Cámara, porque le dejamos el punto libre a la derecha y a los militares que quieren golpear’. Eso nos llevó a votar”, recuerda Ruiz-Esquide.

Quienes presentaron el proyecto fueron los nacio-nales Mario Arnello, Silvio Rodríguez y Mario Ríos, el PIR Roberto Muñoz y los DC José Monares, Carlos Sí-vori, Eduardo Sepúlveda, Lautaro Vergara, Arturo Frei, Alfonso Ansieta y Gustavo Ramírez. El debate se prolongó por varias crispadas horas.

Pasadas las 21.30, según recuerda el ex diputado Luis Pareto, “me llamó Renán Fuentealba y me dijo que las conversaciones habían fracasado”. El ex diputado Maira, asignado para dar el discurso en defensa de Allende, le dijo a Ruiz-Esquide que esto era como “la destitución de Balmaceda”.

Finalmente, el proyecto se aprobó a las 21.49 por 81 votos contra 47, en bloque, sin deserciones ni sorpre-sas, toda la CODE contra toda la UP.

El 24 de agosto, Allende respondió al acuerdo afir-mando que no tenía ninguna validez jurídica y que el único camino para que el Congreso se pronunciara so-

bre la legitimidad del gobierno era a través de una acu-sación constitucional, para la cual la oposición no te-nía los votos suficientes.

Con esa votación, la DC culminaba otro capítulo de su larga historia de desgarros frente a la izquierda. Des-pués de su fundación en 1957, el partido había tenido un ascenso tan espectacular, que en siete años ganó el gobierno con Eduardo Frei Montalva. El sesgo an-ticomunista de la campaña enojó a su amigo y com-petidor socialista, Allende, que le devolvió los ataques con el desaire de no visitarlo nunca en La Moneda. El secretario general de PS, Aniceto Rodríguez, puso el broche a la enemistad: “Les negaremos la sal y agua”.

El gobierno de Frei tomó medidas de avanzada en sus dos primeros años (y con ello obligó al PS a desplazar-se más hacia la izquierda), pero ya en el tercero se su-mía en la tensión de tres sectores: los “freístas”, fieles al Presidente; los “terceristas”, que apoyaban la futu-ra candidatura de Tomic con una convocatoria de uni-dad hacia la izquierda; y los “rebeldes”, que se agru-paban en la Juventud y agudizaban sus críticas hacia

el gobierno. Los “rebeldes” se fueron para formar el Movimiento de Acción Popular Unitaria (Mapu) en 1969; los “terceristas” permanecieron para empujar la candidatura de Tomic; y Frei -criticado por la de-recha como el “Kerensky chileno”-recibió con enojo el triunfo de Allende.

Tras las elecciones de 1970, la DC impuso un “Esta-tuto de Garantías Constitucionales” como condición para confirmar a Allende en el Congreso. El 8 de ju-nio de 1971, el ex ministro del Interior de Frei, Edmun-do Pérez Zujovic, fue asesinado por el grupúsculo de ultraizquierda Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP), en un episodio que sacudió a toda la DC y des-de luego a quienes habían sido sus adversarios inter-nos. En la DC se impuso la idea de que el gobierno era incapaz de controlar a la ultraizquierda.

Peor aún, tenía continuas sospechas sobre la infil-tración de la izquierda en sus filas. Dos de sus desga-rros –el Mapu en el 69 y la Izquierda Cristiana en el 71- se habían ido hacia la UP, y aunque importantes figu-ras del Mapu habían “retrocedido” hacia la IC, ningu-na había vuelto a su alma mater.

“Dentro de la DC había sectores que eran muy ac-tivos en promover el diálogo y otros que no tenía-

mos fe en que tuviera efecto”, recuerda el entonces senador Andrés Zaldívar. En mayo de ese año, la di-visión volvió a expresarse en la Junta Nacional. La mesa presidida por Renán Fuentealba, situado en el flanco izquierdo, cayó a manos de Patricio Aylwin, jefe del freísmo. “Nuestra posición, que era llegar a entendimientos con el gobierno para asegurar la con-tinuidad democrática, perdió frente a una postura que pedía actuar más drásticamente”, dice el enton-ces secretario nacional, Belisario Velasco. La nueva mesa quedó conformada, además de Aylwin, por el diputado Eduardo Cerda en la secretaría general y por los vicepresidentes Osvaldo Olguín y Felipe Amunátegui.

La lucha interna también se volvió más áspera. Ve-lasco recuerda un consejo nacional de ese año, don-de Leighton intervino con crudeza:

–Aquí hay consejeros nacionales, como Juan de Dios Carmona y Juan Hamilton, que han participado de re-uniones con la derecha y estarían en apoyo de una cosa que atentara contra la institucionalidad.

–Bernardo –replicó uno de los aludidos–, no acep-to que tú insinúes que yo estoy por algo que quiebre la democracia.

–Te equivocas –dijo Leighton–. No insinúo nada: lo estoy afirmando.

El entonces presidente de la Cámara, Luis Pareto, dice que, en efecto, “había un grupo, encabezado por Juan de Dios Carmona, que se resistía a cualquier acuerdo. Era el Altamirano de la DC”.

Hacia agosto de 1973, cada grupo seguía su propio rumbo. Allende sabía que no ganaba nada esencial sin convencer al líder de la DC, Frei, aunque Leighton, Fuentealba y Velasco explorasen con él un acuerdo que incluía un plebiscito. En los últimos días de julio Allende pidió al cardenal Silva Henríquez que gestio-nase una reunión privada con Frei. Pero el líder de la DC se negó una y otra vez, hasta que el cardenal acu-dió a Aylwin. Antes de la cena, el Presidente mostró la renuncia del general Ruiz Danyau y desplegó su elo-cuencia para describir la posición del gobierno y su de-seo de acuerdo con la DC. Aylwin lo enfrentó con los conflictos más concretos y Allende designó para re-solver algunos de ellos al empresario Víctor Pey y los restantes, al conciliador dirigente socialista Carlos Briones, al que Allende pretendía nombrar ministro del Interior.

Pero el martes siguiente la DC apoyó el acuerdo de la Cámara y el diálogo con Briones se fue disolviendo entre las disensiones de la UP y el rechazo frontal del PS. “Desde ese momento, el país entró en un tobogán, todo el mundo sabía que íbamos a caer en algo… El fra-caso en las conversaciones entre Allende y Aylwin pro-vocó el quiebre definitivo”, dice Zaldívar.

En los primeros días de septiembre, Frei y la direc-ción de la DC concibieron la idea de que todos los po-deres elegidos renunciaran a sus cargos para reba-rajar las posiciones. El domingo 9, a petición de los presidentes regionales, los parlamentarios entrega-ron sus renuncias a la mesa. Frei redactó la suya.

Ya no servía.

Manifestación en contra de la Unidad Popular en el frontis de la casa central de la Universidad Catolica.

26 de junio, 1973:

“...el país entró en un tobogán, todo el mundo sabía que íbamos a caer en algo”.Andrés Zaldívar

Un trolebús es quemado en el centro de Santiago durante disturbios entre opositores y partidarios del gobierno del Presidente Allende.

Agosto, 1973:

La Iglesia Católica:El jueves 23 de agosto, una gran multitud

se agolpó en la Plaza de la Constitución para repudiar el acuerdo de la Cámara de Dipu-tados y reforzar su respaldo a Allende. Al tér-mino de la concentración hubo incidentes en las calles del centro de Santiago. Los transeúntes se enfrentaron a gritos, se in-sultaron y a veces se trenzaron a puñetes.

El cardenal Raúl Silva Henríquez contem-pló los sucesos con desaliento. Parecía im-posible que en este clima pudiese prosperar el diálogo al que estaba llamando y que ha-bía tenido una expresión culminante en su propia casa, en la cena entre Allende y Aylwin, el viernes 17. Después de esa noche, el lunes 20 se habían reunido Aylwin con el socialista Carlos Briones y ya habían re-suelto algunos conflictos menores. Pero el 22, la DC se había sumado en bloque al acuerdo contra el gobierno, mientras el PS se oponía a que el Presidente nombrara a Briones como ministro del Interior. El país estaba demasiado fracturado. El insistente llamado del cardenal a “matar el odio” caía en tierra yerma.

Las filas de la Iglesia también sufrían esa división. Para mediados de 1973, se distin-guían dentro de ella a lo menos tres secto-res: una mayoría del Episcopado, dirigido por Silva Henríquez, que quería mantener a la Iglesia lejos de los partidos políticos, aunque era proclive al cambio social; algu-nos obispos, más bien minoritarios, que pugnaban en favor de una Iglesia tradicio-nal, conservadora y antimarxista; y un gru-po significativo de sacerdotes que apoyaban a la UP y que en algún caso habían entra-do en la liza política.

Estos últimos habían comenzado a traba-

jar en el mundo pobre con la inspiración del sacerdote jesuita Alberto Hurtado, duran-te los 50, pero su eclosión tuvo lugar en 1963, durante la Gran Misión de la Iglesia de Santiago, organizada por Silva Henrí-quez y sus vicarios. Los sacerdotes se tras-ladaron a las zonas rurales y a los barrios obreros de la capital, creando nuevas parro-quias y grupos cristianos populares. Cua-tro años después, tomó un nuevo impulso con el Sínodo Pastoral de 1967, que de-mandó más participación de los laicos en las decisiones de la Iglesia.

*** En 1968 surgió en una parroquia de Ba-rrancas la “Iglesia Joven”, cuya primera ac-ción fue repudiar la visita del Papa Paulo VI a Colombia, donde dos años antes había sido abatido Camilo Torres, el primer sacer-dote integrado a la guerrilla en el conti-nente. En el grupo “Iglesia Joven” partici-paban laicos, pero también algunos sacer-dotes. Ocho de ellos lideraron al grupo (de unas 200 personas) que en agosto de 1968 ocupó la Catedral de Santiago y colgó un lienzo llamando a la Iglesia a estar “con el pueblo y su lucha”.

Al año siguiente se produjo la ruptura de la DC que dio origen al Mapu. La mayoría de sus fundadores había pertenecido a la Acción Católica y eran amigos de muchos sacerdo-tes. Uno de sus líderes, Enrique Correa, ha-bía sido seminarista, y otro, José Aguilera, presidente del Movimiento Obrero Católico mundial. Ambos formaron parte de la comi-sión política del Mapu.

En abril de 1971, mientras la Conferencia Episcopal sesionaba en Temuco, en Santiago

se presentó un grupo de sacerdotes, liderados por el jesuita Gonzalo Arroyo, que se denomi-nó Cristianos por el Socialismo. Decían ser 80 y pertenecían a diferentes diócesis y congre-gaciones. Entre sus inspiradores estaba el sa-cerdote peruano Gustavo Gutiérrez, que el año anterior había publicado su Teología de la Li-beración. En cuatro meses, “los 80” se convir-tieron en “los 200” y para abril de 1972 anun-ciaban un encuentro latinoamericano.

En respuesta, sacerdotes cercanos a Silva Henríquez prepararon un documento de re-chazo a la politización y de respaldo a los obis-pos. Lo firmaron unos 600 sacerdotes de todo el país. Como otros grupos de la sociedad, el mundo sacerdotal también estaba quebrado. Curiosamente, varios de los fundadores de los Cristianos por el Socialismo –como los padres Alfonso Baeza, Mariano Puga y Pablo Fontai-ne– mantuvieron su cercanía con Silva Hen-ríquez, quien les profesaba simpatía. No fue así con Arroyo, a quien el cardenal convirtió en el símbolo de una división provocada por la obsesión ideológica.

Silva Henríquez se enfrentó a “los 200” y a sus invitados externos en una ya legenda-ria reunión en el auditorio de Cáritas. Con su peculiar energía, les dijo que el prestigio de la Iglesia chilena se debía a su temprana de-fensa de los más pobres, a su trabajo pasto-ral en los sectores populares y a su convic-ción de que Cristo, y no Marx, era la fuente de salvación. Nadie podría acusar a esta Igle-sia de ser reaccionaria.

El encuentro sembró la indignación en-tre los invitados extranjeros y la confusión en los chilenos. El movimiento Cristianos por el Socialismo no volvió a realizar nin-guna reunión de esa envergadura y su po-

der expansivo original se fue disolviendo mes por mes.

Para 1973, ya no era una fuerza importante y el lenguaje de sus declaraciones estaba más cerca del “polo revolucionario” de la UP que del gobierno. Percibiendo la amenaza que el grupo representaba para la Iglesia, el propio Allende tomó distancia: eran más valiosas sus relaciones con el cardenal –siempre invi-tado a las celebraciones del Día del Trabajo– y el Episcopado que con una facción que los contrariaba.

El quiebre interno del Mapu terminó por demoler al grupo. De la densa red tejida entre ese partido y los curas populares, mu-chos se vieron en la encrucijada de optar por unos u otros, y la mayoría prefirió no tomar partido y mantener sus relaciones con todos.

En mayo de 1973, el Presidente Allende acudió al cardenal Silva Henríquez para in-tentar un acercamiento con la DC y, espe-cialmente, con Frei. Allende le pidió una gestión para reunirlos en privado. El car-denal lo intentó, pero Frei, que se sentía agraviado por los insultos de la prensa oficialista en su contra, rechazó la idea.

Mientras la polarización aumentaba y las salidas políticas se cerraban, el cardenal in-sistió en su petición, esta vez ante el pre-sidente de la DC, el senador Aylwin, que pi-dió la autorización de Frei antes de con-currir. En la cena del 17 de agosto hubo una discusión respetuosa y dura, y cuando los comensales se despidieron, Silva Henrí-quez quedó con la esperanza de que podría abrirse una ventana para salir del entram-pamiento.

En la semana siguiente, esa esperanza co-menzó a desvanecerse.

El rebaño inquieto El Ejército:Al filo del quiebre

El 24 de agosto, el Presidente Allende comu-nicó el nombramiento del general Augusto Pi-nochet como nuevo comandante en jefe del Ejército. Era lo que habían recomendado su an-tecesor, el general Carlos Prats; el ministro José Tohá y otras personas cercanas al Presi-dente. Pinochet llegaba a la cima de su carre-ra en el medio de un gobierno socialista. Pero llegaba –y lo sabía– dentro de un territorio mi-nado. El Ejército estaba en estado de alteración y Prats había caído por la presión de su propio alto mando. No había cómo ignorar este hecho, que se precipitó en sólo unas pocas horas.

En la tarde del 21 de agosto, Prats regresó a su casa abatido por la fiebre. Un par de horas después, unas 300 mujeres se reunieron fren-te a su puerta con el objeto de entregar una car-ta a su esposa, Sofía Cuthbert. Entre ellas es-taban algunas de las esposas de oficiales de la Fach que en la mañana habían gritado consig-nas en su contra frente al Ministerio de Defen-sa. Pero el grupo mayor estaba constituido por las señoras de numerosos oficiales del Ejército y, en especial, las de nueve generales. La intervención de un pelotón de Carabineros caldeó los ánimos y la reunión callejera deri-vó en una bulliciosa protesta contra el coman-dante en jefe del Ejército.

El general Oscar Bonilla, sexta antigüedad en el mando, entró a la casa y le explicó a Prats que SIGUE EN PAGINA 12 R

los oficiales lo acusaban de haber apoyado al gobierno en la presión contra el general Ruiz Danyau y que su imagen estaba ya muy dete-riorada en las filas. Esto de la “imagen” –una idea repetida varias veces– parecía un eufemis-mo para significar que el mando se volvía cada vez menos seguro.

Prats hizo salir a Bonilla y luego recibió a los generales Pinochet y Guillermo Pickering, que venían a ofrecerle su respaldo. Tras una noche amarga, Prats llegó a la conclusión de que la afirmación de Bonilla sólo podía ser contras-tada en los hechos. Dijo a Pinochet que se mantendría en su cargo sólo si los generales fir-maban una declaración pública en su apoyo. Al día siguiente, el 22, después de una segui-dilla de reuniones, Pinochet informó que no to-dos los generales estaban dispuestos a ofrecer semejante gesto. En el intertanto presentaron sus renuncias los generales Pickering, coman-dante de Institutos Militares, y Mario Sepúlve-da, jefe de la Guarnición de Santiago, en pro-testa por la actitud de sus compañeros. Prats se quedaba cada vez más aislado.

En la madrugada del 23 de agosto, Allende citó a su residencia a los generales Pinochet y Orlando Urbina, inspector general y segun-do en antigüedad del Ejército. Acompañaban al Presidente sus ministros Letelier, que se pre-paraba para asumir en Defensa, y Fernando

Flores, secretario general de Gobierno; el di-rector de Chile Films, Eduardo “Coco” Pare-des, y el secretario general del Partido Comu-nista, Luis Corvalán. El Presidente hizo un bre-ve análisis de la situación política y se quedó esperando la reacción de los generales. Pero sólo habló Urbina, quien estimó que el gobier-no debía llegar a un acuerdo con la oposición o convocar a un plebiscito. Pinochet asintió sin explayarse.

En verdad, Allende intentaba cerciorarse de las ideas y las capacidades de quienes podrían ser los sucesores de Prats. El comandante en jefe estimaba que quien ocupara su cargo debía ser la segunda antigüedad, para mantener la tra-dición del Ejército. Pinochet cumplía ese requi-sito y también otro más importante: había mostrado su lealtad a Prats. Lo mismo opina-ba el anterior ministro de Defensa, José Tohá, que había llegado a entablar cierta amistad fa-miliar con Pinochet. Cerraba el círculo el he-cho de que los generales más exaltados en contra del gobierno –Manuel Torres de la Cruz, Oscar Bonilla, Sergio Arellano, Javier Pala-cios, Arturo Vivero- no lo consideraban fiable y tampoco se le conocían vínculos con la opo-sición política.

Sólo el Partido Socialista puso reparos contra del nombramiento de Pinochet. El secretario ge-

neral, Carlos Altamirano, se entrevistó con Allende y le planteó que el PS no confiaba en el segundo hombre del Ejército. Su candidato era el tercero, el general Urbina. Pero esto no podía decirlo abiertamente, porque la princi-pal “fuente” del PS era… el propio general Ur-bina. Nunca se sabrá si este general transmitió esa información al PS o si éste la obtuvo de su hermano, que era simpatizante socialista.

El 23, Allende almorzó con Prats y el minis-tro Flores, que se había convertido en un ami-go cercano del general. Preocupado por su sa-lud quebrantada y por el estrés que vivía, el mi-nistro le había ofrecido al general que se tomara un descanso en una casa de playa de un em-presario de su confianza, Andrónico Luksic. Prats lo agradeció y aceptó el ofrecimiento.

En el almuerzo, Prats presentó su renuncia indeclinable, a pesar de la insistencia de Allen-de. Lo convenció de que su alejamiento le brindaría el espacio a Pinochet para pasar a re-tiro a los oficiales sospechosos de golpismo, y al gobierno, el tiempo para alcanzar acuerdos con la oposición. Allende terminó por acep-tar. ¿Por qué lo hizo, si sabía que Prats era el dique de contención de un golpe? Se lo dijo a su ministro Pedro Felipe Ramírez cuando éste se lo preguntó unos días después: “¿Qué que-ría que hiciera, si él me dijo llorando que no podía más?”.

Al día siguiente fue oficializada la designación de Pinochet, cuya primera medida fue exigir la presentación de las renuncias de todos los generales, según la tradición militar. Bonilla y Arellano se negaron y Pinochet encargó a Ur-bina que las obtuviera. Pero los generales se las arreglaron para eludir al ahora jefe del Estado Mayor, y cuando el ministro Letelier le dijo a Pinochet que este era un acto de insubordina-ción, el general prometió que lo resolvería cuanto antes. Nunca lo hizo.

El Ejército hervía de agitación. Los altos ofi-ciales estaban presionados por sus esposas y por sus familias, que les exigían no formar parte de un gobierno que los hacía participar de la inestabilidad política. Entre los jefes con man-do de tropas crecía el disgusto por el empleo de sus fuerzas en tareas de orden público y en la vigilancia de bencineras, comercios y carre-teras. Para muchos de ellos, Prats, Pickering y Sepúlveda eran los principales obstáculos al golpe, una limitación que se había mostrado decisiva durante el alzamiento del Blindados N° 2, cuando esos generales, además de Pino-chet, redujeron a los rebeldes.

Pinochet sabía que un gesto hostil contra los generales sediciosos podría significar la insu-rrección de una o más unidades. Dos días des-pués de su nombramiento y mientras el gene-ral Urbina aún buscaba a Arellano para exigir-

le la renuncia, el 26 de agosto la Escuela Militar se acuarteló con el fin de defender al principal activista del golpe. Para controlar a un alto mando cada vez más enervado, Pinochet ne-cesitaba cautela y astucia, más astucia que to-dos ellos. Sólo contaba con dos hombres de con-fianza: el general Herman Brady, nuevo jefe de la Guarnición de Santiago, y César Benavides, nuevo comandante de Institutos Militares.

En la primera semana de septiembre el Ejér-cito parecía estar rumbo a un quiebre interno. El general (R) Prats estimaba que una acción violenta podría desencadenarse el viernes 14 de septiembre, o unos días antes; se reunió con el Presidente y le planteó que junto con llamar al diálogo pidiera permiso constitucional y dejara el país por un año. La mirada feroz de Allende hizo que no insistiera en ello.

En el gobierno se expandió la percepción de que ese viernes era el límite final y que, si lo-graba trasponerlo, tendría un nuevo período de alivio. El PS, en cambio, creía que todas es-tas eran exageraciones de La Moneda y, en al-gún caso, parte de las argucias del Presidente para seguir cediendo ante la oposición. ¿La opi-nión del general Prats? Bueno, el general (R) estaba con mala salud.

En los primeros días de septiembre, los com-plotados en el Ejército aún estaban desconcer-tados con el silencio de Pinochet. Ya pensaban

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Mujeres apoyadas por el Partido Demócrata Cristiano asisten ese mes a un cacerolazo en contra de Allende.

Septiembre, 1973:

El proceso que desató las pasiones más in-tensas durante el gobierno de la UP no ocu-rrió en las ciudades, sino en los campos. Fue la extensión de la Reforma Agraria. La rela-ción con la tierra es más intensa que con cual-quier otro bien de capital. Para muchos, la tie-rra es la madre -lo que nadie podría decir de una empresa- y en los pueblos originarios se sitúa en la base de sus creencias. Perder un fundo que durante generaciones había esta-do en manos de una familia debía desencade-nar en los propietarios sentimientos tan in-tensos como contradictorios con los de quie-nes, después de décadas de privaciones, por fin accedían a la tierra. A escala microeconó-mica, el conflicto se multiplicó de manera des-garradora en cada predio de Chile.

Para mediados de 1973, con la Reforma Agraria “se había acabado el latifundio en el país”, dice Jacques Chonchol, quien dirigió el proceso en los gobiernos de Frei y Allende. La excepción fueron las tierras muy productivas, como las viñas. Pero ese tránsito costó vidas, generó conflictos fratricidas, exacerbó la lu-cha política en cientos de pequeñas localida-des, aportó a la crisis económica –aunque inicialmente subió la producción– y, sobre todo, puso fin a un modo de producción ar-caico, que a menudo amparaba abusos y atro-pellos contra inquilinos en precarias condi-ciones al interior de los fundos.

La extensión fue extraordinaria. En total, in-cluyendo la tímida “reforma del macetero” del Presidente Jorge Alessandri, se expropia-ron 9,5 millones de hectáreas: tres millones en el gobierno de Eduardo Frei y 6,5 millo-nes en los tres años de la UP. Chonchol fue su motor desde el Instituto de Desarrollo Agropecuario en la mayor parte del período de Frei y como ministro durante dos años en el de Allende. “Como es un proceso que pro-voca inestabilidad, la Reforma Agraria debe ser rápida, drástica y masiva”, fue su receta.

Hoy parece extrema la ley que puso en mar-cha esta reforma. Pero el Chile de los 60 y 70 era distinto. El campo atrasaba el desarrollo, porque como su producción era insuficiente, se debían importar alimentos. Con el lati-fundio, muchas tierras se dedicaban a la ga-nadería extensiva, producían poco, se usaban como garantías, casi no pagaban impuestos y tenían un campesinado servilizado.

La singularidad de la reforma chilena se re-monta a fines de los años 30. Para lograr en el Parlamento el apoyo de la derecha a la crea-ción de Corfo y las industrias básicas, el Pre-

sidente Pedro Aguirre Cerda accedió a no promover la sindicalización en el agro. El re-sultado del “compromiso histórico” fue un campesinado sin organización para luchar por sus derechos. Ese pequeño detalle haría que la Reforma Agraria fuese en sus inicios un proceso vertical, desde las instituciones hacia los campesinos, a diferencia de otros países, donde el cambio partió en las bases.

La reforma comenzó, oficial aunque no le-galmente, con el traspaso de tierras desde la Iglesia Católica a los campesinos, iniciativas lideradas por el obispo de Talca, Manuel La-rraín, y el arzobispo de Santiago, Raúl Silva Henríquez. Sin embargo, el impulso más fuerte provino de la Alianza para el Progre-so, creada por la administración de John F. Kennedy, que demandaba a América Latina reformas estructurales como antídotos con-tra el influjo de la revolución cubana. Así que-dó para la historia de Chile algo insólito: fue

un gobierno de derecha, el de Alessandri, el que inició la Reforma Agraria.

Allende aplicó la misma ley de Reforma Agraria de Frei Montalva, porque carecía de mayoría parlamentaria para modificarla. Se limitó a usarla a fondo. Establecía que todo predio mayor de 80 hectáreas era expropia-ble. Si el dueño era muy eficiente, tenía de-recho a una reserva de hasta 80 hectáreas y se expropiaba el excedente; si no trabajaba sus tierras productivas, se expropiaba todo. Otra causa de expropiación era que el propie-tario fuera una sociedad. Cuando el Estado construía obras de riego, las tierras de seca-no eran expropiables; si eran eficientes, has-ta la reserva; si no, no se le devolvía nada. Los

terrenos expropiados podían ser entregados a unidades familiares indivisibles por he-rencia (para evitar el minifundio), a coope-rativas campesinas o alguna combinación de ambas.

Las expropiaciones se pagaban a valor fis-cal, mediante un bono de la Reforma Agra-ria, 10% al contado y 90% a 25 años plazo, una renta que sería corroída por la inflación.

El gobierno de Frei dictó en paralelo la ley de sindicalización campesina, que permitió formar sindicatos comunales cuando cien campesinos lo acordaban. Esto expandió la organización de los trabajadores agrícolas.

La ingeniería de la reforma tembló ante lo inevitable: conflictos por doquier. “Cuando uno comienza ese proceso y empieza a ace-lerarse, la propia dinámica social lo lleva a acelerarse más. Eso ha pasado en todas las re-formas agrarias”, afirma Chonchol.

Allende tuvo una pequeña ventaja: la dis-posición de que la tierra mal explotada era ex-propiable en forma independiente de su ta-maño comenzó a aplicarse desde mediados de 1970, de acuerdo con la ley; además, se co-menzó a bajar la reserva de 80 a 40 hectáreas. “Eso nos dio más instrumentos”, dice Chon-chol. Tales terrenos eran, sin embargo, casi la mitad de lo permitido como propiedad privada en la gran reforma promovida por la Revolución Mexicana, a comienzos del siglo XX, acaso la más extensa del continente.

Si un propietario quedaba con reserva, man-tenía la maquinaria y el ganado -no expropia-bles-, y como los campesinos permanecían descapitalizados, con frecuencia se moviliza-ban para impedir la reserva o exigir que el Es-tado adquiriera el capital del propietario.

Chonchol trasladó los técnicos del minis-terio a Temuco el verano de 1971 y, con el apoyo de Allende, “expropiamos todo lo que era expropiable”, para restituir unas 200.000 hectáreas a mapuches. “Pero esto no resolvía todo, porque a veces las tierras usurpadas se habían subdividido, esta-ban en manos de pequeños agricultores o habían sido vendidas. No podíamos quitár-selas. Habría sido una locura”. La decisión de no reprimir las tomas ilegales, porque entre ellas había base social que votaba por la UP, las estimuló y extendió.

El MIR captó el potencial político de estas transformaciones. “Primero acompañamos a los mapuches a los juzgados de indios, para que vieran que no había esperanzas por esa vía”, relata Andrés Pascal, entonces miem-

El campo:El parto de la tierra

bro de la comisión política. Después instaron a los mapuches a correr los cercos para recu-perar tierras y más tarde a tomarse los pre-dios. La acción produjo reacción. “Los due-ños chilenos, que tienen inquilinos, los pu-sieron contra los mapuches y hubo enfrentamientos”. El MIR acudió donde los inquilinos a convencerlos de avanzar con los mapuches: “Júntense y vamos entre todos a tomar el fundo. No es que nosotros hayamos montado las movilizaciones; nos montamos sobre una dinámica de ascenso creciente”, dice Pascal.

En 1971, la producción aumentó 6%, pero el consumo 12% y el déficit debió ser suplido con importaciones. En 1972, esto ya no era posi-ble: no había recursos ni capacidad portua-ria para importar más. El desajuste trajo con-sigo inflación, a lo que se sumó el caos que provocó la huelga de los transportistas, que en la práctica impedía sacar la producción de los puertos y llegar a los fundos con semillas y fertilizantes. Los trabajos voluntarios de mi-les de personas que viajaban desde las ciuda-des a apoyar a los campesinos fueron insufi-cientes.

En la opositora Confederación Democráti-ca (Code) existían visiones diferentes sobre la Reforma Agraria. En la DC había voces con-trarias y otras favorables, aunque todos dis-crepaban de las tomas y la radicalización en la UP. Para la derecha –con fuertes tintes agrarios- la defensa de la propiedad era un tema de principios.

“El golpe comenzó a operar antes en el campo”, afirma Pascal. “Había una articula-ción mucho más desarrollada entre oficiales del Ejército, camioneros y grupos armados ci-viles, latifundistas con gente leal a ellos, que hicieron la represión del 11 para adelante”.

Hacia agosto de 1973, la situación del cam-po se había vuelto caótica. La administración de las tierras reformadas era muy a menudo ineficiente, los dueños de fundos se armaban para enfrentar las ocupaciones ilegales, la agi-tación de ultraizquierda movilizaba campe-sinos hacia predios cada vez más pequeños y la producción no crecía. El campo vivía una guerra civil “de baja intensidad”.

El lunes 10 de septiembre, Chonchol lle-gó agripado a Santiago. Venía de un congre-so de antropología en Chicago y había an-ticipado su regreso ante las alarmantes no-ticias de Chile. A los pocos días aparecería entre los primeros nombres de los políticos más buscados de Chile.

en sobrepasarlo poniendo al frente al general Torres de la Cruz, incluso con el problema nada menor de que estaba destinado en Pun-ta Arenas. Pero el domingo 9 llegaron a casa de Pinochet el general Leigh y, poco después, los contraalmirantes Patricio Carvajal, jefe del Estado Mayor de la Defensa, y Sergio Huido-bro, jefe de la Infantería de Marina, que traían una nota de José Toribio Merino, jefe del Esta-do Mayor de la Armada, fijando la fecha del le-vantamiento conjunto para el martes 11, a par-tir de las 6 de la mañana. Tras algunas vacila-ciones, sabiendo que se jugaba la vida, Pinochet firmó el acuerdo.

Quedaba el problema de Urbina, en quien los demás generales no confiaban. Pinochet anun-ció que lo enviaría a revisar las investigaciones sobre una escuela de guerrillas descubierta en La Araucanía y luego juramentó a un pequeño grupo de generales. Allí estableció que, en caso de no llegar a su puesto de mando al día siguien-te, su reemplazante sería el general Bonilla. Au-torizaba en ese momento un golpe interno: otros cuatro generales –Urbina, Torres de la Cruz, Ernesto Baeza y Rolando González– más antiguos que Bonilla, serían sobrepasados de facto. Ese mediodía, Urbina partió a Temuco.

Era el costo que pagaba Pinochet por liderar el golpe militar. El costo alternativo era que le pasara por encima.

“Expropiamos todo lo que era expropiable” para restituir unas 200 mil hectáreas a mapuches”.Jacques Chonchol

Domingo 8 de septiembre de 2013

LA TERCERA

1514

EL SEMANAL

Jóvenes integrantes del ultraderechista movimiento Patria y Libertad marchan por el centro de Santiago.

Agosto, 1973:

Patria y Libertad:Alma de sabotaje

En la noche del domingo 26 de agosto de 1973, la Policía de Investigaciones llegó hasta el concurrido restaurante Innsbruck, en Las Condes, y arrestó al secretario general del movimiento Patria y Libertad, Roberto Thie-me, junto a dos militantes, Saturnino López y Santiago Fabres. Thieme se entregó, no sin an-tes advertir: “Derrocaremos al gobierno de la Unidad Popular sea como sea. Si es necesario que haya miles de muertos, los habrá”.

Pero se trataba de un arresto voluntario. Thieme había avisado a la policía sobre su pa-radero:

–Esto trabajaba como un comité político –re-cuerda–. Le decíamos el consejo de ancianos. Y pensamos: ‘Subió Pinochet, se fue Prats, gol-pe ad portas, hay que parar los sabotajes’. Para hacerlo creíble, decidí entregarme. Como era un líder clandestino, debía hacerlo en un lugar público.

Tras su detención, su hermanastro Ernesto Müller asumió la dirección del movimiento. Este hecho se conoció a través de una procla-ma que difundió Canal 13, en la que Patria y Libertad reconoció que había participado en la ola de atentados del último mes. Un comu-nicado entregado por el gobierno hablaba de 320 acciones violentas, con un resultado de ocho muertos y un centenar de heridos.

A pesar de su continuación aparente, Patria y Libertad cerraba esa noche la etapa más in-tensa de su breve existencia. Su origen direc-to se remontaba al segundo semestre de 1970, cuando el abogado Pablo Rodríguez Grez or-ganizó, con otras figuras de la derecha juve-nil, como Jaime Guzmán –que después se re-tiró– el Comité Cívico Patria y Libertad, con el fin de impedir la asunción de Allende. Inspi-rado en ideales nacionalistas, corporativistas y anticomunistas, el movimiento sostuvo una oposición durísima contra la UP. El famoso símbolo de la araña del grupo (tres eslabones

de una cadena rotos en sus extremos), estuvo en todas las manifestaciones de la oposición y sus militantes, premunidos con cascos mi-neros y lanzas de madera, parecían la garde de corps de las protestas callejeras.

Aunque en número no eran más de 500 mi-litantes, se organizaron en cinco secciones: hombres, mujeres, juventudes, frente de ope-raciones y el frente invisible, integrado por em-presarios que no podían aparecer como miem-bros oficiales. Entre los más prominentes es-taban Benjamín Matte, presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura (SNA), y Juan Eduardo Hurtado, funcionario del Ban-co Central. “El auto en el que me movilizaba en ese tiempo -dice Thieme- era un Fiat 125 a nombre de Javier Vial”.

*** Después de lo que consideró como el fracaso del paro de octubre de 1972, Patria y Libertad optó por la acción directa y creó unas Briga-das Operacionales de Fuerzas Especiales. In-ternaron clandestinamente desde Argentina un centenar de fusiles semiautomáticos Mar-catti. El adiestramiento fue encargado a oficia-les en retiro del Ejército y la Armada, a quie-nes se les pagaba, según Thieme, con los apor-tes de las cuotas de los militantes y de los principales financistas, Juan Costabal Echeñi-que, socio de Ladeco, y el banquero Jorge Ya-rur. Orlando Sáenz, entonces presidente de la Sociedad de Fomento Fabril, dice que algunos de los dineros que recolectó en el exterior fi-nanciaron las acciones de Patria y Libertad.

Los dirigentes del movimiento se involu-craron con los oficiales del Regimiento Blin-dados N° 2, que lanzó a sus tanques a la calle el 29 de junio de 1973, en un esfuerzo fallido por emular el golpe de los coroneles griegos en 1967. Ante la derrota del alzamiento, esa mis-ma tarde se asilaron en la embajada de Ecua-

dor los cinco principales dirigentes de Patria y Libertad, admitiendo que habían sido los ins-piradores de la asonada y atribuyendo su fra-caso a una traición.

Patria y Libertad podría haberse acabado en ese momento. Pero menos de un mes después fue revivida por una oferta de la Armada. El 18 de julio de 1973, en un departamento en Vita-cura, Thieme y su jefe de operaciones, Miguel Cessa, se reunieron con el capitán de navío Hugo Castro y el oficial retirado Vicente Gu-tiérrez, quienes requerían su participación en dos planes: un gran paro del transporte que se iniciaría el día 25, al que se sumarían luego los gremios del comercio y los profesionales; y algunas acciones de provocación al gobier-no que se realizarían en Santiago.

Ambas cosas ocurrieron en la noche del 26 de julio, fecha del aniversario de la revolución cubana. Allende concurrió al cóctel oficial de la embajada de Cuba con su edecán naval, Ar-turo Araya Peters. Al salir, se despidieron y Araya marchó a su departamento de la calle Fidel Oteíza, en Providencia. Apenas pasada la medianoche, un estruendo y una sucesión de balazos lo hicieron salir al balcón. Estaba en bata, pero portaba su arma de servicio. Un disparo en el tórax lo botó desde el segundo piso y la muerte fue instantánea.

Al día siguiente, el teniente del Servicio de In-teligencia Naval Daniel Guimpert, junto al capitán del Servicio de Inteligencia de Cara-bineros Germán Esquivel, eligieron a un cul-pable: el militante radical José Luis Riquelme Bascuñán, que esa noche había sido detenido por ebriedad. Le fabricaron un carné del PS, lo torturaron y lograron una confesión falsa: era el asesino y había actuado bajo las órde-nes de uno de los jefes del GAP, Domingo Blanco, y de un grupo de cubanos.

Pero unos días después, Investigaciones de-tuvo como autores materiales a un grupo de

jóvenes de Patria y Libertad, incluyendo a Odilio Castaño, hijo de un empresario panifi-cador, y a Guillermo Claverie, como presun-to autor del disparo fatal. Investigaciones puso a su mejor prefecto, Hernán Romero, para encontrar a los culpables. Pero al día siguien-te Allende le informó al jefe de la policía civil, Alfredo Joignant, que para que hubiese máxi-ma transparencia, había decidido que actua-ran coordinados los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas y Carabineros. A car-go quedaron el general de la Fach Nicanor Díaz Estrada, el capitán Esquivel por Carabineros, el coronel Pedro Espinoza (que después del gol-pe será el segundo de la Dina) por el Ejército, y por la Armada un comandante de apellido Vergara. Cuando Romero supo de la confesión de Riquelme, pidió interrogarlo. En la Briga-da de Homicidios, los policías le dijeron a Ri-quelme que se bajara los pantalones. Le encon-traron los testículos hinchados por las tortu-ras. De inmediato Investigaciones lo dejó de lado y comenzó a seguir el hilo hacia Patria y Libertad.

El caso sigue abierto, pero Thieme sostiene que “la bala que mató a Araya Peters no venía desde abajo, sino desde un lugar más alto y fue disparada por un francotirador”, que en su opi-nión debió ser de la Armada. Las armas que usó el grupo de distracción de Patria y Libertad fue-ron proporcionadas por el ex oficial de la ma-rina Jorge Elhers.

¿Por qué atentar contra Araya? Los indicios sugieren que los autores del crimen querían sacar de escena a un personaje cercano al Pre-sidente, que compartía la línea del almirante Montero, y enviar un mensaje a la Armada. Araya había sido una figura importante en la defensa de Allende durante el “tanquetazo” del 29 de junio y su muerte tenía el rango suficien-te como para propinar un golpe sicológico al Presidente, como en verdad ocurrió. El asesi-

nato contribuyó a dar aliento al golpe y a ra-dicalizar a la ultraizquierda, complicando el clima para el diálogo.

El segundo acontecimiento que se inició en ese mismo momento fue la llamada “Noche de las Mangueras Largas”. El objetivo era, me-diante una seguidilla de atentados, cortar el su-ministro de combustible y energía en Santia-go. Cuando Thieme planteó que carecían de los recursos para tal empeño, el capitán Castro le aseguró que tendrían las instrucciones y los ex-plosivos necesarios. Patria y Libertad ya era casi un brazo clandestino de la Armada.

Ese día 26 volaron varios ductos de combus-tible. El 8 de agosto habían dinamitado en Curicó una sección del oleoducto de la Enap que iba desde Talcahuano hasta Santiago. El 14 de agosto, una torre de alta tensión en la planta de Rapel que llevaba energía a la cen-tral Cerro Navia en Santiago, produciendo un corte de energía de al menos media hora en-tre Coquimbo y Rancagua, justo cuando el Pre-sidente llamaba a la conciliación en un discur-so que debía ser emitido por televisión y radio: “Estamos al borde de una guerra civil y hay que impedirla”.

El 23 de agosto, Patria y Libertad realizó un ataque dinamitero en un puente a la entrada de Concepción, y el 25, una serie de sabotajes en contra de instalaciones eléctricas, vías fé-rreas y camiones no adheridos al paro de los transportistas.

Pero el 27 decidió detener los atentados, a la espera del golpe militar que era cosa de días. Pablo Rodríguez, el líder supremo de Patria y Libertad, regresó a Chile el 10 de sep-tiembre, cuando el grupo ya estaba casi inactivo. Esa noche, sus principales diri-gentes sabían que la sublevación militar comenzaría al amanecer. Ese día, junto con el gobierno de la UP, terminaba también la agitada vida de Patria y Libertad.

La Unión Soviética:El informe Andropov

SIGUE EN PAGINA 16 R

En algún momento de la segunda mitad de agosto de 1973, un convoy de buques soviéti-cos en ruta hacia Chile cambió de rumbo y se dirigió a otros países a vender su material. La carga era un número aún indeterminado de tanques y piezas de artillería, por un valor de 100 millones de dólares, que el ministro de De-fensa de la Unión Soviética, el mariscal Andrei Gretchko, había comprometido con el gene-ral Carlos Prats durante la visita de éste a Mos-cú, en mayo de 1973. ¿El propósito? Moderni-zar y equilibrar las fuerzas del Ejército chile-no con las que el general Juan Velasco Alvarado venía reuniendo en Perú. La URSS simpatiza-ba con la línea de izquierda nacionalista de Ve-lasco Alvarado, pero consideraba catastrófica la idea de una guerra con el gobierno de Sal-vador Allende.

La orden de detener el convoy sólo pudo ser dada por el máximo líder de la URSS, Leonid Brezhnev. El fundamento mediato era un aná-lisis de viabilidad del proyecto de la Unidad Po-pular, encargado por el jefe del KGB, Yuri An-dropov, a propósito de la solicitud de un nue-vo crédito de 30 millones de dólares para el gobierno chileno. La conclusión fue taxativa: la UP ya no tenía destino y la URSS no podía comprometerse en el sustento económico de una segunda Cuba. Pero la razón inmediata fue otra: la reacción “blanda” de Allende ante el

asesinato de su edecán naval Arturo Araya había mostrado que su gobierno carecía de vo-luntad (o de capacidad) para imponer una mí-nima mano dura en contra de sus adversarios. Como evaluaban que el golpe militar sería cosa de semanas, temían que los tanques so-viéticos terminaran siendo usados en contra del propio gobierno.

Chile fue siempre una pesadilla ideológica para la URSS. El PC chileno, fundado en 1922, apenas unos años después que el soviético, en-tró de inmediato a la III Internacional y en 1924 sufrió la división entre Stalin y Trotsky que su-cedió a la muerte de Lenin. En 1935, fiel al dic-tado del 7° Congreso de la Internacional Comu-nista, adoptó la estrategia de los frentes popu-lares y llegó a La Moneda con Pedro Aguirre Cerda, Juan Antonio Ríos y Gabriel González Vi-dela, en tres gobiernos sucesivos. Durante esos años, el PC chileno fue el más leal a la política soviética en toda América Latina. En junio de 1948 apoyó la expulsión de Yugoslavia y en 1956 respaldó la invasión represiva contra Hungría.

La URSS seguía su propio camino. En el XX Congreso del PCUS, en 1956, junto con denun-ciar los crímenes de Stalin, el nuevo secreta-rio general Nikita Kruschev legitimó la “vía pa-cífica” en la conquista del socialismo, pero al mismo tiempo inició una era de agresiva inter-

Augusto Pinochet, tercero de izq a der., junto al comandante en jefe del Ejército, gral. Carlos Prats, recorren la Alameda luego de desarticular el intento de golpe de Estado durante el “tanquetazo”.

29 de junio, 1973:

esta vez dejó que Sadat se adelantara, encarce-lara a los conspiradores y rechazara el pago de una deuda de 3.000 millones dólares a Moscú. Hay quien estima que la expresión perfecta de la “detente” y del apoyo a la “vía pacífica” por medios políticos y no militares fue el respaldo inmaterial de Brezhnev a la Unidad Popular.

*** En Chile, la URSS había abierto una pequeña oficina comercial en 1962. Dos años después, Eduardo Frei estableció relaciones diplomáti-cas y en 1967 Moscú concedió un crédito blan-do de 57 millones de dólares para la compra de fábricas completas. El intercambio comercial pasó de 300 mil dólares en 1969 a 28 millones de dólares en 1973, y el gobierno de la UP espe-raba elevarlo a 300 millones de dólares en los años siguientes, aunque para ello la URSS de-bía entregar productos que le eran escasos y comprar otros que no necesitaba. Ya en 1972 un informe del Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias de la URSS había nota-do que Chile esperaba más ayuda de la URSS de la que podía devolver, y que el gobierno de Allende no cumplía con el principio básico de la revolución formulado por Lenin: la destruc-ción del aparato del Estado.

La dirección política de Moscú sentía la obligación de apoyar a unos comunistas tan

vención en los países del Tercer Mundo desti-nada a ampliar la influencia militar y territo-rial de la URSS. El clímax de esa política fue la instalación en Cuba de 40 mil soldados rusos y 150 ojivas nucleares, en 1962. El Presidente John F. Kennedy actuó con la determinación de declarar una guerra total y Kruschev no fue capaz de sostener el desafío. A pesar de la fu-ria de Fidel Castro, la URSS retiró su fuerza ató-mica de Cuba.

Esa derrota estuvo en la base de la caída de Kruschev en 1964, el ascenso de Brezhnev y el giro hacia la política de la “coexistencia pací-fica”. Además del fracaso de los misiles, la URSS enfrentaba el agrietamiento del bloque socialista (las insurrecciones de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968), los roces con Cuba por la aventura guerrillera de Ernesto “Che” Guevara en Bolivia, que la URSS no co-noció hasta su trágico desenlace de 1967, y la lucha contra China durante todos los 60, que llegó a grandes choques fronterizos en 1969.

En función de esa necesidad de contención, la URSS abandonó incluso ciertas posibilidades de tomar posiciones estratégicas, como en el “Complot de los Cocodrilos” de 1972 en Egip-to, cuando un grupo de ministros y oficiales ofreció tumbar a Anwar Sadat y realizar una re-volución a la soviética. Aunque la URSS había construido allí la inmensa represa de Assuan,

leales como los chilenos. En 1966 le enviaba 300 mil dólares por año, la cifra mayor des-pués del PC venezolano. En 1973 subió su aporte a 645 mil dólares, casi el triple de lo que enviaba a los comunistas brasileños.

El triunfo de la UP había sorprendido a los soviéticos. Recién hacia 1969 el KGB había abierto su primera oficina en Chile y la agen-cia soviética de informaciones TASS comen-zó a dar cobertura internacional a la UP a fi-nes de 1970, según reportaba la CIA a Lan-gley. Luis Corvalán se reunió con la delegación de la URSS que viajó a la asunción del mando de Allende y le declaró su insa-tisfacción por la falta de propuestas para una colaboración económica y comercial más intensa con Chile. El informe de los de-legados recomendó tomar en serio la exigen-cia del jefe del PC chileno de “una ayuda so-viética más significativa”. Corvalán fue in-vitado al XXIV Congreso del PCUS en 1971 y el secretario de organización del PCUS, An-drei Kirilenko, fue huésped en el Congreso del PC chileno de 1971.

Pero ese apoyo chocaba contra las necesida-des estratégicas de la URSS. En la visita que Allende realizó a Moscú entre el 6 y el 9 de di-ciembre de 1972 hubo abundancia de homena-jes y una gran presencia noticiosa, pero esca-sos avances económicos. Los asistentes a las re-

uniones con la jerarquía soviética recuerdan que los recibían siempre unos ceremoniosos co-mités que solían empezar explicando la carac-terización de los países: “socialistas”, “de orien-tación socialista”, “progresistas antiimperialis-tas”, “con fuerzas progresistas”, “capitalistas”, y así por delante. Chile no estaba nunca en los primeros lugares. El informe Andropov mos-traba sus primeros efectos.

Al ver que había escasas posibilidades de conseguir un crédito por 80 millones de dó-lares que Chile necesitaba con premura, además de 240 millones de rublos que el mi-nistro de Odeplan, Gonzalo Martner, nego-ciaba sin éxito desde hace días en Moscú, Allende se reunió con Brezhnev a solas y le expuso la petición. Brezhnev accedió a que se revisaran de nuevo los créditos. El últi-mo día de la visita, a pocas horas de partir de regreso a Santiago, Allende insistió ante los dirigentes soviéticos y le pidió a Luis Corvalán hacer lo mismo. Corvalán explicó a Kirilenko lo grave que sería que Allende volviera con las manos vacías. Hubo nuevas consultas entre los soviéticos a Brezhnev y finalmente accedieron a un crédito por 45 millones de dólares. En cuanto a los 240 millones de rublos, replicaron que no enten-dían la solicitud si hacía pocos meses habían abierto para Chile un crédito por 200 millo-

nes y no se habían usado ni siquiera dos. La situación desgarraba a la nomenklatura.

Los ideólogos Kirilenko, Boris Ponomarev y Mijail Suslov defendían, con energía pero sin resultados, un compromiso más decidido con Allende; la política de la “detente” no po-día llegar tan lejos como para abandonar a su suerte a unos amigos tan frágiles. Ninguno de sus argumentos logró alterar la convicción ge-nerada por el aséptico Andropov.

Es bastante claro que las expectativas de la UP respecto de la URSS superaban lo posible. Aún no se sabía, pero el poderío económico del blo-que soviético ya empezaba a crujir. A pesar de eso, en su mensaje al Congreso del 21 de mayo de 1973, Allende enumeró créditos comprome-tidos en Europa Oriental por un total de 342,4 millones de dólares (234,4 de la URSS).

También mencionó otros 50,2 obtenidos en China y Corea del Norte. El coqueteo con Chi-na no era del agrado soviético, por lo que Allen-de lo confió al socialista Clodomiro Almeyda, que se había interesado en el maoísmo a co-mienzos de los 60. Pero el gobierno chino no aparecía interesado en financiar la revolución chilena. En febrero de 1973, el primer ministro Chu En-lai envió una carta en que respondía a la solicitud de apoyo de Allende aclarando que China “sólo podrá desempeñar, naturalmen-te, el relativo papel de cubrir sus necesidades

urgentes”. Chu hacía ver que China tenía un li-mitado poder económico y, además, soporta-ba el esfuerzo de la guerra de Vietnam. En el seg-mento más insolente, el premier chino reco-mendaba a Allende “no apoyarse demasiado en la ayuda externa, particularmente en los cré-ditos de las grandes potencias, en lugar de ba-sar la economía en los propios esfuerzos del país”. La llegada a Chile de toneladas de chan-cho chino enlatado fue una de las respuestas a esas “necesidades urgentes”.

Para agosto de 1973, la URSS consideraba al chileno como un “caso perdido” y su expre-sión invisible fue la detención del convoy con los tanques.

Los contactos que el KGB tenía con la CIA en Occidente indicaban que el golpe de Estado era inminente. En la noche del 10 de septiembre, la embajada de Bulgaria ofreció un cóctel para celebrar el 29 aniversario del Frente de la Pa-tria que en 1944 se levantó contra los nazis. El embajador soviético Alexei Basov concurrió con una tarea: verificar con Corvalán los infor-mes recibidos ese día acerca de una insurrec-ción militar en curso. El secretario general del PC hizo un par de llamados y tranquilizó al em-bajador: eran sólo rumores desprendidos del zarpe de la Armada para la Operación Unitas, los ejercicios conjuntos con Estados Unidos.

Nada para preocuparse.

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El PS:El verbo flamígero

El 28 de agosto, con el paro gremial abul-tándose día por día, Allende tomó juramen-to a un nuevo gabinete, orientado al diálo-go con el PDC, con el socialista Carlos Brio-nes en el Ministerio del Interior. Allende se lo había anunciado a Aylwin en la casa del cardenal Silva Henríquez. Briones debía asu-mir el lunes 20, pero la dirección del Parti-do Socialista comunicó al Presidente su ta-jante rechazo. El nombramiento se paralizó, hasta que el senador de la Izquierda Cristia-na Alberto Jerez le notificó al comité políti-co de la UP que él y “otros tres senadores” abandonarían la coalición si no se nombra-ba a Briones. El Presidente confirmó a su mi-nistro, mientras Altamirano declaraba que Briones “no es socialista”.

Las relaciones entre Allende y el PS podrían llenar una enciclopedia, aunque siempre se llegaría a la conclusión de que su partido no facilitó la tarea del Presidente.

El PS ya acumulaba una larga historia de fac-ciones y arrebatos izquierdistas. Fue funda-do en abril de 1933. Irónicamente, su antece-dente inmediato era una asonada militar ini-ciada en la base aérea El Bosque, desde donde el comodoro Marmaduque Grove encabezó una columna para ocupar La Moneda y decla-rar la “República Socialista”. La aventura duró, según el punto de vista que se escoja, sólo 12 días o algo menos de cinco meses, y dejó a la deriva a numerosos grupos que reconocían filas en el socialismo mundial. Su declaración de principios adoptó el marxismo “como mé-todo de interpretación de la realidad” y pron-to entró con especial ímpetu en la arena elec-toral. En menos de 10 años ya tenía el 17% del electorado. Fue parte esencial del Frente Po-pular en los 30 y del Frap en los 50. El triun-fo de la Revolución Cubana en 1959 vino a cambiar las cosas. No hubo ningún sector más sacudido en Chile por la gesta de Fidel Castro que el PS.

Para 1964 se había formado una facción trotskista, que se identificaba con la IV Inter-nacional, la organización creada por Trotsky en contra de Stalin y la jerarquía de la URSS. El líder indiscutido del PS, Raúl Ampuero, que llevaba dos décadas a su cabeza, expulsó a los trotskistas y se embarcó en su siguiente disputa, ahora contra su archienemigo Salva-dor Allende, que era nada menos que el can-didato presidencial de 1964. La derrota de aquel año lo convenció de que Allende nun-

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ca llegaría a La Moneda. Para el XXI Congreso del PS, celebrado en Li-

nares en junio de 1965, Ampuero ya estaba ais-lado y no repostuló a la secretaría general, que quedó en manos de uno de sus seguidores, Aniceto Rodríguez. Dos años después, Am-puero fue expulsado y se dio a la tarea inútil de dividir al partido creando la Unión Socia-lista Popular (Usopo), que años después, bajo la conducción del apacible Ramón Silva Ulloa, apoyó desde fuera a la UP.

Rodríguez presidía el PS para el famoso XXII Congreso de Chillán de 1967, donde se decla-ró marxista-leninista y proclamó que “la vio-lencia revolucionaria es inevitable y legítima”. Seguía en esto al pie de la letra a Lenin: “Sólo destruyendo el aparato burocrático y militar del Estado burgués puede consolidarse la re-volución socialista”. Como ha recordado con sutileza el ex miembro del comité central Luis Jerez, aquella declaración estuvo fuerte-mente influida por la muerte, unas semanas antes, del “Che” en Bolivia, aunque ninguna práctica orgánica del PS apuntaba en la direc-ción de su flamígero voto político. Su redac-ción había estado en manos del antiguo mé-dico trotskista Jorge McGinty y su revisión, a cargo de Clodomiro Almeyda. Era un acuer-do que “no tenía músculo, pero expresaba in-definibles estados de ánimo”, escribió Jerez.

Para 1969, el PS se vio enfrentado a la obli-gación de presentar un candidato competiti-vo dentro de la recién nacida Unidad Popu-lar. Aniceto Rodríguez creía tener la mayoría del comité central, pero Allende concitaba el respaldo de quien había participado en tres elecciones presidenciales; unos terceros pro-movían una candidatura “testimonial”, con Carlos Altamirano. Allende maniobró con destreza y fue dejando atrás a sus rivales, hasta que en enero de 1970 consiguió su pro-clamación como candidato de la UP.

El PS se puso a disposición de la estrategia gradualista del Presidente durante el primer año de gobierno, sin que cesaran sus quere-llas internas y sus reproches al PC y al PR por sus posiciones moderadas, que interpreta-ban como “burocráticas”. Mientras afirmaba con fiereza su tesis del “Frente de Trabajado-res”, excluyente de otros segmentos sociales, reconocía la necesidad del eje socialista-co-munista como conductor del proceso.

Lo que no se sabía en el congreso de Chillán es que ya entonces alojaba en el PS una fracción clandestina, organizada como la sección chile-

na del Ejército de Liberación Nacional (ELN) del “Che” Guevara en el inicio de sus operaciones en Ñancahuazú. Su gestor, el periodista Elmo Catalán, reclutó a un grupo de militantes socia-listas, incluyendo a una hija de Allende, Bea-triz, para dar apoyo logístico al “Che”. Adhe-rían al “foquismo”, la tesis del foco revolucio-nario desde donde se expande la revolución, y contrariaban la política de masas que propicia-ba el PS. En 1970, con el triunfo de Allende, los miembros de ELN aceptaron sumarse a la ló-gica electoral de la UP y fueron claves para or-ganizar el Dispositivo de Seguridad Presiden-cial, que la oposición bautizó como Grupo de Amigos Personales (GAP) del Presidente.

Pero su presencia no vino a hacerse públi-ca hasta 1971, en el XXIII Congreso del PS ce-lebrado en La Serena, donde el partido radi-calizó sus tesis revolucionarias previas. Más importante que eso fue el hecho de que los “elenos”, en alianza con los trotskistas y los allendistas –y en contra de los anicetistas- con-siguieron 37 de los 47 asientos del comité cen-tral, un 78,7%, y designaron secretario gene-ral a Carlos Altamirano, que se proponía como intermediario entre la “tendencia insurreccio-nal” y el propio gobierno, un oxímoron que mes a mes se volvería inviable. Como subse-cretario general asumió Adonis Sepúlveda, un vehemente líder del trotskismo que se quedó con la mayoría real del comité central.

*** Tras el “ensayo” de la Asamblea Popular de Concepción, y sobre todo después del paro de octubre de 1972, la dirección del PS se embar-có en la idea de crear un “polo revoluciona-rio”, con el MIR, el Mapu y la IC. Cuando Allende quiso declarar al MIR fuera de la ley, Altamirano se opuso y hasta insinuó que el partido podría irse del gobierno.

A partir de entonces, los socialistas más cer-canos a Allende y el grupo de Clodomiro Al-meyda se propusieron reordenar la UP con acuerdo al programa, la realidad política y los deseos del Presidente. Tenían el consenti-miento de los comunistas. El objetivo inicial fue el Mapu, al que lograron dividir en mar-zo de 1973. La operación falló porque los dos segmentos mapucistas siguieron en la UP, pero sobre todo porque mostró que inducir el quiebre del PS produciría la destrucción irre-mediable de la coalición… y no en términos pa-cíficos. A lo más, habría que postergar esta de-finición para 1976, cuando, si las cosas iban

bien, se discutiría la sucesión de Allende. La siempre bien informada CIA anotaba en mar-zo de 1973 que los favoritos de Allende eran sus ministros Almeyda y Tohá (“formidables candidatos”) e incluso su amigo Letelier.

Durante 1973, Altamirano insistió ante Allen-de en la necesidad de intervenir sobre los mandos de las Fuerzas Armadas, que estarían en manos poco fiables. Se enfrentó, una y otra vez, con el terco rechazo del Presidente. Cuan-do Altamirano le planteó sus dudas sobre el nombramiento de Pinochet en el Ejército, Allende replicó con un argumento irrebatible:

- Mira, ¿a quién le voy a creer más? ¿A tus informantes o a Prats, que me dice que mete las manos al fuego por Pinochet?.

*** El 5 de septiembre, sintiéndose inmovilizado, Allende planteó al comité político de la UP, que presidía Adonis Sepúlveda, que se pronuncia-ra sobre tres medidas posibles y combinables: plebiscito; diálogo con la DC; o gabinete ente-ramente militar. De no lograr acuerdo, el Pre-sidente pedía un período de libertad de acción.

Al día siguiente, mientras el comité aún no respondía, el senador socialista Erich Schna-ke pidió una reunión de urgencia con el Pre-sidente, que esa noche lo invitó a cenar en su casa junto a Altamirano y los comunistas Luis Corvalán y Orlando Millas. Schnake contó que había sido convocado a Viña del Mar por el contraalmirante Sergio Huidobro, jefe de la Infantería de Marina, para alertarlo acerca de un inminente golpe de Estado. La solución, se-gún Huidobro, sería pasar a retiro a Merino y nombrarlo a él, junto con destituir a Leigh en la Fach, a Yovane en Carabineros y al menos a cuatro generales de Ejército: Arellano, Bo-nilla, Nuño y Torres de la Cruz, además, qui-zás, de Washington Carrasco.

Allende escuchó sin mucho interés. El PS in-sistía en interferir en su política hacia las Fuerzas Armadas. Parecía no entender que su gobierno había logrado que los militares no sólo fueran prescindentes, sino que incluso respaldaran al gobierno (“sus ejemplos pre-dilectos” eran Prats y Montero). Un descabe-zamiento de los altos mandos precipitaría el golpe de Estado en lugar de contenerlo.

Los contertulios se fueron desalentados a eso de las 3 de la madrugada, con la sensación de que un desenlace violento se acercaba y el Pre-sidente no confiaba en sus partidos. El sába-do 8 se realizó en La Moneda una reunión de

emergencia de la UP, a la que asistieron de nuevo Altamirano con Schnake, y Corvalán con Volodia Teitelboim, donde el ministro Letelier expuso la situación de las Fuerzas Armadas y se planteó el anuncio del plebis-cito como forma de frenar a los conspirado-res. Aunque el plebiscito no sería acerca de su permanencia en el gobierno, sino sobre la propiedad social de las empresas, Allende en-tendía que si lo perdía debía renunciar. En for-ma sorpresiva, Altamirano replicó:

- Si perdemos el plebiscito, claro que hay que renunciar… Quiere decir que eso es lo que quiere la mayoría.

Altamirano restituía el papel que se atribuía sin que ya nadie se lo reconociera: el de me-diador entre el partido y el Presidente. Salía por un instante de la lógica del ultraizquier-dismo al que solían empujarlo el dirigente Ni-colás García y, de manera más comedida, Adonis Sepúlveda. Pero esa noche, Allende, envió a su médico Danilo Bartulín a buscar la respuesta redactada por Sepúlveda: todo re-chazado, incluyendo el plebiscito.

El domingo 9, Altamirano se encaminó ha-cia el Estadio Chile con un discurso que de-bía ser pronunciado por Adonis Sepúlveda, pero que el secretario general tuvo que asu-mir ante la renuencia de sus compañeros. El público estaba enardecido y las consignas del “poder popular” remecían las galerías. Testi-gos recuerdan que Altamirano comenzó con un lenguaje moderado, respaldando vaga-mente la idea del plebiscito, pero ante las re-chiflas cambió de tono, dejó de lado el texto y se lanzó a una proclama incendiaria en la que desafió a la Armada y a los militares, afirman-do que se reuniría con todos los oficiales y su-boficiales que quisieran denunciar la sedición.

El discurso tiene hoy un estatuto legenda-rio, aunque parece cierto que no tuvo ningu-na influencia –salvo emocional– en la decisión de los jefes militares que ya habían resuelto el día y la hora del golpe de Estado.

En la noche del lunes 10 de septiembre de 1973, toda la dirigencia del PS durmió crispada y di-vidida. “Si pasamos la semana”, había dicho Allende, “las cosas pueden cambiar en nuestro favor”. Prats le había sugerido que la fecha lí-mite era el viernes 14. Después vendría un lar-go feriado de Fiestas Patrias y el Presidente vol-vería a encabezar, con la solemnidad del jefe su-premo, la siempre animosa Parada Militar.

El despertar de aquella noche sería una pesadilla.

VIENE DE PAGINA 17 R

El martes 28 de agosto, el gremio de los co-merciantes, dirigido por Rafael Cumsille, anunció su adhesión al paro de los camione-ros, que encabezaba el vehemente León Vila-rín. El transporte completaba cinco semanas en huelga y se vislumbraba un escenario aún más duro que el de la paralización de octubre de 1972. Ese día, por primera vez, durante el juramento de los nuevos ministros, el Presi-dente Allende mencionó una posibilidad dra-mática: “No dudaría un momento en renun-ciar si los trabajadores, los campesinos, los téc-nicos y profesionales, los partidos de la Unidad Popular, así me lo demandaran o sugirieran”.

Pero la confrontación ya estaba planteada en otros términos. El subsecretario de Transpor-tes, Jaime Faivovich, había diseñado un plan para confiscar los camiones parados y los due-ños de las máquinas les habían quitado piezas claves para impedir que funcionaran. La huel-ga era sostenida con financiamiento externo.

¿Cómo se había llegado a esto? El origen re-moto estuvo en mayo de 1971, cuando Allen-de cumplía cinco meses en La Moneda. El en-tonces presidente de los industriales metalúr-gicos, Orlando Sáenz, y un grupo de empresarios fueron invitados a un viaje oficial a Cuba. “Como no quisimos pasar el 1 de mayo en La Habana para no ser parte de un show, el 30 de abril nos fuimos a México. En la ma-drugada del 2, Eugenio Heiremans me llamó para que volara urgente de regreso a Chile”, cuenta Sáenz. En una reunión en la casa del empresario Pedro Menéndez le informaron que Pedro Lira, presidente de la Sociedad de

Fomento Fabril desde marzo de ese año, ha-bía renunciado al cargo y que entre todos ha-bían decidido que Sáenz era el indicado para sucederlo: “Como condición para asumir, dije que Allende era el legítimo Presidente de Chi-le y que si me hacía cargo de la Sofofa iba a co-laborar con el gobierno. Si luego veía que la in-tención final era instaurar una dictadura del proletariado, entonces haría un alto y entra-ríamos en otra etapa o me iría para la casa”.

En tres meses fijó su diagnóstico: las inter-venciones de empresas, la galopante estatiza-ción de la banca y las tomas de fundos eran ina-ceptables. Poco antes de las Fiestas Patrias de 1971, Sáenz convocó a una reunión de hom-bres clave, que se realizó en Viña del Mar, pri-mero públicamente y luego en un encuentro secreto, entre las 22 horas y las 3 de la madru-gada, en un salón del Hotel O’Higgins. Allí ex-puso su apreciación: “El régimen se encami-na a una dictadura como la de Cuba. El timón del gobierno no está en manos de Allende, sino en el grupo que lo rodea, particularmente del ministro de Economía, Pedro Vuskovic. Yo sigo bajo la condición de que declaremos una pelea a muerte, una guerra. Si no, es mejor que cada uno tome sus bártulos y nos vamos, por-que este es el final del cuento”.

La Sofofa tomó esa noche la decisión de en-frentarse con todo su poder al gobierno. Na-die tenía muy claro lo que eso significaba. Al comienzo no se hablaba de un golpe militar, pero poco a poco los empresarios fueron tra-bajando en varios frentes: recolección de fon-dos para financiar las actividades; inteligen-

Los gremios:La guerra como un paro

cia; propaganda; coordinación con otros gre-mios; creación de un centro de estudios para elaborar un plan económico; relación con los partidos de oposición y las Fuerzas Armadas.

La tarea de buscar fondos la asumió entera-mente la Sofofa. “Había que traerlos del ex-tranjero”, dice Sáenz. “Lo que hicimos fue cap-tar buenos agentes en los mercados más im-portantes para nosotros”. En cada lugar ubicaron a un representante que organizaba reuniones con empresarios: “Entonces al-guien viajaba, generalmente yo, y contábamos lo que estaba pasando y para qué necesitába-mos la plata. Teníamos que financiar a gru-pos de resistencia como Patria y Libertad y a los partidos políticos, así es que necesitába-mos cerros de plata”.

En Europa, el agente fue un alemán que vi-vía en Suiza, Harald Lunherhausen, gerente general de Adela, una compañía creada para fomentar el emprendimiento en América La-tina. En Estados Unidos, el hombre clave fue James Green, vicepresidente ejecutivo de Ma-nufacturers Hannover Trust. En Venezuela trabajó Raúl Sáez, ex ministro de Frei, mien-tras que en México la conexión fue Humber-to Lobos, presidente del grupo Protexa de Monterrey. Sáenz calcula el monto recolecta-do entre 10 y 12 millones de dólares. Los fon-dos financiaron paros y gran parte de las campañas parlamentarias del PN y la DC de marzo de 1973.

Para fines de 1971, también los comercian-tes y los transportistas ya se habían declara-

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10 de septiembre, 1973:El Presidente Allende llega a La Moneda acompañado por sus asesores y seguridad, entre los que se ve a Danilo Bartulín.

11 de septiembre, 1973:El ministro José Tohá llega hasta La Moneda, momentos antes de que comience el bombardeo al Palacio de Gobierno.

El 29 de agosto, las federaciones de estudian-tes de la Universidad Católica de Chile y de la Universidad Católica de Valparaíso, ambas controladas por el movimiento gremial, publi-caron un documento titulado “Hacia una nue-va institucionalidad a través de la renuncia de Allende”. Como todos los textos de ese grupo en esos años, había sido revisado por Jaime Guz-mán. Declaraba que “sólo bajo la dirección unitaria de nuestras Fuerzas Armadas, Chile puede reunir a sus mejores hombres en la mi-sión de proponer la nueva institucionalidad que el país necesita para restablecer su democracia”.

Aunque las actividades de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (Feuc) lograron “cada vez más convocatoria”, dice su ex presidente Javier Leturia, la coordinación con la Federación de Estudiantes Secundarios (Feses), que encabezaba el DC Miguel Salazar, era bastante informal. Tampoco estaban ente-rados de los planes del golpe más allá de los ru-mores. “Lo más concreto que supimos fue cuando una vez alguien llegó con el aviso de que si los militares salían, nosotros teníamos que hacernos a un lado”.

El movimiento estudiantil estaba partido en dos. En 1969, la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, la más antigua y ma-yor del país, había elegido presidente al co-munista Alejandro Rojas, conquistando un bastión clave para la iz-quierda. En la noche del 4 de septiembre de 1970, Salvador Allende pidió celebrar su vic-toria en la sede de la Fech, en la Alameda. Desde uno de los balco-nes del segundo piso le dijo a una multitud his-tórica: “He querido ha-blar al pueblo desde los balcones de la Fech porque los estudiantes han sido vanguardia en esta lucha”.

Rojas fue reelegido presidente en los años 1970, 1971 y 1972, y en marzo de 1973 se con-virtió en uno de los 25 diputados de la nueva bancada del PC. Sus rivales lo llamaban “el es-tudiante eterno” –cursaba Odontología– y también “la Pasionaria Rojas”, porque era tan intenso como la española Dolores Ibárruri (una vez interrumpió una conferencia de pren-sa del rector Edgardo Boeninger bailando cue-ca sobre el escritorio). La Fech de Rojas fue una defensora leal y movilizada de la UP. “La Fech contra el imperialismo yanqui”; “Fidel, Fidel, ¿qué tiene Fidel, que los imperialistas no pue-den con él?”; “A los momios, pala, a los fachos, bala”, eran algunas de sus consignas favoritas.

Nunca antes en la historia de Chile los estu-diantes habían tenido un papel tan activo en la política. Los proyectos del gobierno se dis-cutían en la calle, entre pancartas, pedradas y guitarreos. No todo fue violencia ni todo fue una comparsa de marchas amables, pero los exce-sos se fueron incrementando a medida que la situación del país se polarizaba.

El debut en las calles de los estudiantes secun-darios fue responsabilidad de la Feses, que agrupaba a 70 liceos fiscales de Santiago. Cuan-do asumió Allende fue bastante moderada, pero en 1972 comenzó a llamar a paros en re-chazo a la designación por criterios políticos de nuevos directores de establecimientos. Otras federaciones de regiones siguieron su ejemplo.

En 1973, los estudiantes secundarios y uni-versitarios pasaron más tiempo en la calle que en las salas. El trasfondo fue una gran cau-sa: la Escuela Nacional Unificada (ENU), uno de los proyectos más polémicos de la UP. Las

Los estudiantes:Los dueños de las calles

Disturbios entre opositores y partidarios del gobierno del Presidente Salvador Allende.

Agosto, 1973:

do en la oposición. Recuerda Cumsille: “El 2 de diciembre, el mismo día en que Fidel Cas-tro hablaba en el Estadio Nacional, juntamos en el Caupolicán una multitud inmensa. Fue quizás el primer acto público de malestar ”. La primera gran paralización del comercio ocu-rrió el 21 de agosto de 1972.

Dos meses después, los reclamos de los ca-mioneros ante la congelación de tarifas y la carencia de repuestos cristalizaron en un paro nacional que comenzó con inespera-da fuerza el 7 de octubre. Calculando mal el clima empresarial, el gobierno anunció el procesamiento de sus dirigentes. La res-puesta se escuchó en todo Chile: hubo blo-queo de carreteras y se sumaron taxistas, bu-ses, distribuidores de combustibles y el co-mercio menor, que permaneció cerrado por 26 días. “Un día, a las 3 de la madrugada, Allende me llamó por teléfono y me dijo: ‘Usted es un dirigente con autoridad moral, puede terminar con el paro’. Pero yo no te-nía ese poder”, recuerda Cumsille.

Pronto se añadieron el Colegio Médico, la Fe-deración de Estudiantes Secundarios, los gre-mialistas de la Universidad Católica, los abo-gados y otros colegios profesionales, con el apoyo de los partidos de oposición. “Un fenó-meno nuevo había surgido en la lucha políti-ca: la vanguardia opositora había sido puesta en manos de gremios de la pequeña empresa. Los grandes empresarios no podían paralizar sus actividades sin riesgo de ser intervenidos por el Estado”, escribiría más tarde el ex mi-nistro Sergio Bitar.

El 20 de octubre marcó un hito: se creó el Comando Nacional de Defensa Gremial, que reunió a todas las asociaciones de empresa-rios y a la mayoría de los colegios profesio-nales. De este megaorganismo salió el “Plie-go de Chile”, que pedía el respeto a los dere-chos gremiales; el fin del control estatal; el alza de los precios congelados de la Compa-ñía Manufacturera de Papeles y Cartones, y la disolución de los organismos encargados de la distribución de bienes de consumo y de los Comités de Autodefensa de la Revolución, entre otros puntos.

La defensa de la UP quedó, más que en las manos de la CUT, en las de los cordones indus-triales y del gobierno, que decretó estado de emergencia en 20 de las 25 provincias y con-vocó al gabinete de “Seguridad Nacional”. El centro de la lucha era mantener funcionando las empresas, los servicios públicos y el apa-rato de distribución. Miles de voluntarios y mu-chos artistas se sumaron a la defensa de la UP, descargando y distribuyendo mercaderías, requisando camiones y tomándose fábricas contra lo que llamaban el “paro patronal”.

Pero después de este paro, la relación entre los gremios y los colegios profesionales de oposición se volvió cada vez más sólida. Esta solidaridad explica el gran apoyo que tuvieron los mineros de El Teniente, que en abril de 1973 declararon una huelga indefinida que duró 74 días. El 4 de agosto, los transportistas volvie-ron a la carga por la escasez de repuestos y sa-lieron a la calle bajo el lema “Chile sin ruedas”. Y el país no se movió.

En buena parte de ese período, la Confede-ración de la Producción y del Comercio inten-tó mantener relaciones fluidas con el gobier-no. Su presidente, Jorge Fontaine, lo logró parcialmente, aunque su empresa (una con-cesionaria de Ford en Chile) fue intervenida después del paro de octubre de 1972. Pero el asesinato del edecán Araya tensionó las rela-ciones con el gobierno. La radio Agricultura, de la que Fontaine era presidente, lanzó la ver-sión de que los asesinos eran miembros de la UP y un grupo de cubanos. Allende llamó a Fontaine para increparlo y lo amenazó con clausurar la radio. Un periodista emblemáti-co de la emisora, Alvaro Puga, fue arrestado, aunque al día siguiente fue puesto en libertad, después de que, por recomendación de Allen-de, Fontaine se reuniera con Briones.

A pesar de la fuerza exhibida por el paro de octubre, los empresarios se sentían inermes, descapitalizados y sin capacidad para frenar a la UP. Por sí solos, no podrían hacer mucho más que seguir con los paros, que también los perjudicaban a ellos. Entonces comenzaron los contactos con las Fuerzas Armadas. En no-viembre de 1972, un grupo de hombres de empresa, miembros de la Cofradía Náutica del Pacífico, se reunió con el vicealmirante Me-rino y le planteó la posibilidad de tomar el po-der mientras el Presidente estuviera en la gira internacional prevista para diciembre. Si la Ar-mada iniciaba la insurrección, el general Prats se sumaría desde su cargo de Vicepresidente de la República, decían.

¿Están locos? –contestó Merino– ¿Y qué va-

mos a hacer después de derrocar a Allende? ¿Cómo vamos a gobernar un país que está en ruinas?

¿Y si contaran con un plan de reconstruc-ción? –preguntó uno de los presentes.

Merino se interesó y encargó el seguimien-to a un oficial retirado, Roberto Kelly.

Recuerda Sáenz: “Me junté por primera vez con Merino en el verano del 73, cuando los em-presarios estábamos de brazos cruzados por-que nos habían quitado muchas fábricas. Re-cibí una invitación para ir a un asado a la casa del capitán de navío Charles LeMay, en Reña-ca. Había un lote de ellos y apareció la reina de espadas, que era Merino. Ahí empezamos a calentar motores. Pero todavía nadie men-cionaba la palabra golpe”.

A fines de abril de 1973, Sáenz recibió un lla-mado del general Prats, que estaba por iniciar su gira a EE.UU. y la URSS. “Me contó que es-taba muy inquieto ‘por todo lo que hemos es-tado conversando en estos meses’. Tenía la teo-ría de la pera madura, es decir, que cuando Allende viera que la situación se volvía insos-tenible, armaría un gobierno con militares y la DC”. Sáenz lo cuestionó: “Me encantaría que fuera así, pero eso no va a ocurrir. Antes de que ese momento llegue, habrá divisiones inter-nas en las Fuerzas Armadas”. Prats le pidió que le avisara en caso de que ocurriera algo grave. El interlocutor sería el general Augusto Pino-chet. “El entró a la reunión. Yo lo había visto un par de veces, pero nunca en los encuentros con Merino. Me miró con esos ojazos azules grandotes y me dijo: ‘Don Orlando, le voy a dar

dos teléfonos en los que me puede ubicar cuando quiera’”.

El 6 de julio, los dirigentes de la Sofofa se re-unieron con el presidente del Senado, Eduar-do Frei. De la conversación quedó como cons-tancia un documento que Hermógenes Pérez de Arce llama “el Acta Rivera”, redactado por Rafael Rivera, secretario de la Sofofa. Los em-presarios expresaron su inquietud por la toma masiva de industrias que se produjo después del “tancazo”. Frei respondió: “Nada puedo ha-cer yo ni el Congreso (..). Desgraciadamente, este problema sólo se arregla con fusiles (…). Les aconsejo plantear crudamente sus apren-siones, las que comparto plenamente, a los co-mandantes en jefe de las Fuerzas Armadas”.

Después del “tancazo” se iniciaron los con-tactos con la Fach y, más prudentemente, con el Ejército. En agosto, un almirante se acercó a dirigentes de la Sofofa para prevenirlos acer-ca de su propia seguridad. El recado para Sáenz fue que la señal de la Marina sería “la in-sulina para su mamá”.

El 10 de septiembre, Sáenz asistió a un acto en la Universidad de Chile donde el principal orador fue Jaime Guzmán. Al salir, recibió una llamada de su vicepresidente Raúl Sahli, para comunicarle que el general Arturo Vive-ros quería reunirse con él en la esquina de Huérfanos con San Antonio. Esa noche Sáenz se fue a una cena en casa de Jaime Celedón. Sahli lo volvió a llamar y le transmitió el men-saje final de Viveros:

-Dile a tu jefe que la insulina para su mamá llega mañana.

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bases de esta gran reforma se fijaron en el Con-greso Nacional de Educación de 1971, convo-cado por la CUT, el ministerio y el gremio do-cente. Consistía, en lo grueso, en una demo-cratización del sistema; la creación de un programa común para la educación parvula-ria, básica y media, y una mayor intervención estatal en los colegios privados.

El proyecto final que se conoció en abril de 1973 fue apoyado con fuerza por los partidos de la UP y rechazado con igual vigor por la opo-sición, la parte del movimiento estudiantil que la acompañaba y, al fin, por la Iglesia Ca-tólica, que pidió al Presidente su retiro. El se-nador DC Patricio Aylwin fue uno de los pri-meros en calificar al plan como “manifiesta-mente destinado a servir de instrumento al objetivo político partidista de concientizar a los niños y jóvenes chilenos dentro del ideario marxista-leninista que inspira a los partidos go-bernantes”. La Conferencia Episcopal lo sen-tenció con una carta firmada por el obispo Carlos Oviedo, que declaró su oposición “al fon-do del proyecto, por su contenido, que no res-peta valores humanos cristianos fundamenta-les, sin perjuicio de sus méritos pedagógicos en cuestión”. Luego, el contraalmirante Ismael Huerta aseguró que los oficiales de las Fuerzas Armadas consideraban la ENU como un inten-to por concientizar a los jóvenes.

La polémica sorprendió a la Feses en una situación particular. En las eleccio-nes de noviembre de 1972, dos listas se atribu-yeron el triunfo: la del so-cialista Camilo Escalona y la del DC Miguel Salazar. En esos comicios, la ju-ventud del PN llevó de candidato al dirigente Andrés Allamand, que un año antes, a instancias de Sergio Onofre Jarpa, se había retirado del cole-gio Saint George e ingre-

sado al Liceo Lastarria sólo para participar en la Feses. Su compañero de lista era Francisco Vidal. “La derecha nunca había tenido preo-cupación por los estudiantes secundarios. Cuando Allamand hizo este gesto, fue una es-pecie de ídolo para todos”, recuerda Roberto Palumbo, dirigente de la JN en esa época.

Mientras el sector de Escalona apoyó la ENU, el otro bando, apoyado por la Juventud Nacio-nal, construyó una dura oposición contra la re-forma. El primer gran paro fue el 17 de abril y contó con el respaldo de la Federación Unica de Estudiantes de Colegios Particulares, que di-rigía José Manuel Correa, y la Confederación de Estudiantes de Colegios Particulares, enca-bezada por Osvaldo Artaza. A la paralización adhirieron cerca de 200 mil estudiantes de todo Chile. Los de Santiago (unos 50 mil) se mo-vilizaron en masa por la Alameda: “¡Allende, escucha: la ENU se va a la chucha!”.

El 26 de abril, Escalona se reunió en el Tea-tro Caupolicán con los estudiantes de izquier-da para apoyar al gobierno. El líder socialista condenó a “esa gente que se opone a cual-quier tipo de cambios... que se niega al diálo-go de cualquier manera, usando la ENU para oponer a los trabajadores al gobierno popular”.

Ese mismo día hubo otra concentración opo-sitora que culminó con una lluvia de piedras hacia el Ministerio de Educación. “El ministro Tapia es un miserable, porque trata de enga-ñar a los estudiantes”, proclamó Salazar fren-te a la Biblioteca Nacional. Otros estudiantes de los liceos Lastarria, María Auxiliadora y de colegios del sector oriente levantaron inéditas

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“Allende, escucha, la ENU se va a la chucha”, gritaban los estudiantes.

Domingo 8 de septiembre de 2013

LA TERCERA

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EL SEMANAL

El jueves 30 de agosto de 1973, el vicealmi-rante José Toribio Merino, jefe y juez de la Pri-mera Zona Naval, pidió a la Corte de Apelacio-nes la suspensión de los fueros parlamentarios del senador Carlos Altamirano y el diputado Oscar Guillermo Garretón, bajo el cargo de “in-tento de subversión” en la Escuadra.

La acusación tomaba como base una inves-tigación de contrainteligencia de la Armada, que el 7 de agosto denunció que “en los últi-mos días fue detectada (…) la gestación de un movimiento subversivo en dos unidades de la Escuadra, apoyado por elementos extremistas ajenos a la institución”.

La verdad era que un grupo de suboficiales de los buques de la Escuadra, liderados por el sargento Juan Cárdenas, había llegado al con-vencimiento de que los oficiales de la Armada preparaban un golpe de Estado para el 7 de agosto. A lo largo de diversas reuniones en los buques y en tierra –muy documentada por Jor-ge Magasich en los dos volúmenes de su libro Los que dijeron “No”– elaboraron un plan para asaltar por sorpresa los buques y obligar al gobierno a intervenir en el alto mando. En julio, los líderes del movimiento decidieron contactar a dirigentes del MIR, el Mapu y el PS de Valparaíso y Talcahuano, para luego con-certar reuniones con Altamirano, Garretón y el líder del MIR, Miguel Enríquez. “Querían lle-gar a Allende, avisarle que se estaba preparan-do un golpe en la Marina”, recuerda Garretón.

Las reuniones tuvieron lugar en un departa-mento de Recreo y en una casa de Puente Alto. Altamirano asegura que asistió debido a la fuerte presión de Enríquez, y que dijo a los ma-rinos que su proposición era “una locura. En ese entonces todos estábamos un poco loqui-tos”. Garretón también dice haber desaproba-do el plan. Sólo Enríquez mostró algún entu-siasmo. En todo, Altamirano y Garretón se comprometieron a informar al Presidente.

La Armada descubrió el circuito y en los pri-meros días de agosto arrestó a 72 suboficiales y marineros de la dotación de seis buques. A partir de ese momento, se empezó a hablar de “infiltración”, aunque los arrestados perte-necían a las dotaciones regulares.

El anuncio del vicealmirante Merino era una bomba política. Consciente de ello, el Presidente sopesó que si Altamirano renun-ciaba a su cargo de secretario general del PS, evitaría que el juicio fuese una confrontación con el partido y el gobierno. En vista de sus reiterados fracasos con Altamirano, enco-mendó la propuesta al canciller Clodomiro Almeyda. Pero éste no logró convencer al se-cretario general.

De todos modos, Merino sabía que su deci-sión caía en medio del estado de agitación de la Armada y que podía precipitar una nueva crisis con el comandante en jefe, el almiran-te Raúl Montero. La situación de Montero era mucho peor que la de Prats en el Ejérci-to. El Consejo Naval venía sugiriendo su re-tiro desde meses antes.

El 9 de agosto –dos semanas después del ase-sinato del edecán naval Arturo Araya y dos días después de la denuncia de la “infiltración” –, Allende convocó a Montero a asumir el Minis-terio de Hacienda. Los altos mandos y la ofi-cialidad rechazaron esa designación. Merino y los contraalmirantes Ismael Huerta y Sergio Huidobro trataron de persuadir a Montero de que no aceptara ningún cargo de gobierno. Este desestimó la presión.

Pero el 21 de agosto, el comandante en jefe, afectado por una dolorosa úlcera, presentó su renuncia, que el Presidente rechazó. Lo mis-

mo volvió a ocurrir el 23. Hasta que el 26 con-siguió que Allende aceptara su salida.

No era suficiente. Apenas tres días después, el 29, Merino y Huidobro viajaron a Santiago para expresarle a Montero “la conveniencia de que su retiro se efectuara a la brevedad”. En un golpe de audacia, el comandante en jefe llamó al Presidente y le dijo que dos almirantes es-taban pidiendo su renuncia. Allende los citó de inmediato a su casa y reprendió a Merino y Hui-dobro por intervenir en un tema que era de su exclusiva atribución. Ante la insistencia de Merino, el Presidente pronunció una frase que pasaría a la historia dentro de las filas navales:

–Entonces, quiere decir que estoy en guerra con la Marina.

Con todo, Allende comenzó a considerar la debilidad del comandante en jefe, aislado y en-fermo. La situación se volvió a discutir el 1 de septiembre, en una tensa reunión del minis-tro de Defensa, Orlando Letelier, y Merino. Pero

el 3, Allende rechazó la dimisión a través de una carta pública en la que planteó a Montero que consideraba “sólidas” y “respetables” las razo-nes para retirarse del cargo, pero que el “bien del país” lo obligaba a no aceptar su petición.

Letelier y el asesor Joan Garcés creían que era urgente pasar a retiro a los almirantes comprometidos en la desobediencia. En esto, coincidían con Altamirano, Garretón y otros que pensaban que un golpe de mano desarmaría una conspiración en curso. Allende, por el contrario, estimaba que cual-quier acción agresiva desataría una suble-vación. Montero era el dique para contener-la. Pero estaba agrietado.

El 7 de septiembre citó a Merino a un almuer-zo en el que lo nombraría nuevo comandante en jefe. Ese día, el diario Tribuna tituló: “Hoy vence el plazo de la Armada a Allende”. No es claro que tal reunión haya existido; no hay nin-gún registro de ella, ni siquiera las fotos de prensa que cabría esperar dado que Merino describió a “una nube de fotógrafos” que lo ha-bría recibido en La Moneda. De cualquier modo, Merino volvió a salir sin su nombra-miento. El último recurso se agotaba: ahora ha-bría que sobrepasar al comandante en jefe.

El clima no era ya soportable en la institución. En la sesión del Senado del 5 de septiembre, el senador comunista Jorge Montes había de-nunciado que los suboficiales detenidos por el complot de la Escuadra estaban sufriendo tor-turas en el Cuartel Silva Palma. Cuando el mi-nistro Letelier exigió a Montero investigar esa acusación, el comandante en jefe sólo respon-dió que “no puede ser así”.

Ese mismo día, 109 tenientes y subtenientes enviaron una carta a Merino donde condicio-naron su permanencia en la institución a que “ésta actúe decididamente para desterrar el marxismo de Chile” y anunciaron que se ne-garían a zarpar para la Operación Unitas. Se di-rigieron a él como “comandante en jefe”. Era una insubordinación mayor. Según un subte-niente que firmó esa carta –y que pidió reser-va de su nombre–, “para nosotros, que éramos más impulsivos, [Montero] ya había perdido as-cendiente y no tenía posibilidad de presión ante Allende”, mientras que Merino les parecía al-guien “hábil, que trataba de contener las in-quietudes de la institución”.

Había algo peor, de acuerdo a la misma versión: “Tuvimos reuniones donde se nos informó que Inteligencia había detectado la infiltración de la tropa y nos dieron instruc-ciones para cuidarnos, sobre todo quienes estábamos en la Escuadra. Por primera vez, teníamos que dormir con el camarote cerra-

do con llave y con nuestras armas a mano”. Para entonces, los almirantes en que confia-

ba Merino –Patricio Carvajal, Ismael Huerta, Sergio Huidobro– ya habían extendido sus re-des de contactos con la Cofradía Náutica, los empresarios y los partidos de la Code, mien-tras el capitán de navío Hugo Castro coordina-ba las operaciones de Patria y Libertad.

El ministro Letelier afirmaría después: “Yo tenía la impresión, desde los primeros días, que el almirante Carvajal, como jefe del Estado Mayor Conjunto, era el hombre de enlace de todo el grupo de los oficiales reac-cionarios. Y se los había comentado al Pre-sidente y a Montero, quien no me lo había rebatido con mucha fuerza, pero me había planteado que, bueno, tenemos que espe-rar la calificación de todos los almirantes a fin de año para la salida de Merino y Carva-jal”. Con quien no esperó fue con el contra-almirante Huerta, cuyo retiro fue cursado en secreto el día 3.

Tal vez nunca se llegue a conocer qué día se decidió la fecha del golpe, porque circulan va-rias versiones al respecto. Si fuera cierto que la historia la escriben sus protagonistas, aquí habría que agregar que la escriben según sus intereses. De acuerdo al general Arellano, el 7 de septiembre se reunió con Merino y Car-vajal, y juntos pusieron la fecha para el golpe. Otras versiones aseguran que fue el sábado 8, después de misa, cuando Huidobro, junto al ca-pitán Ariel González Cornejo, jefe de la inteli-gencia naval, tomaron la decisión. Como es vi-sible, Huidobro no había dicho nada acerca de su reunión con el senador socialista Erich Schnake, a quien le propuso que se le nombra-ra como comandante en jefe para detener la in-surrección.

Lo cierto es que el domingo 9, Merino envió a Huidobro y González a Santiago con una breve carta destinada a los comandantes en jefe del Ejército y la Fach, Pinochet y Leigh, fijan-do el “Día D” para el 11 de septiembre a las 6 horas. Ese mismo día, en su discurso en el Es-tadio Chile, Altamirano reconoció sus reunio-nes con los suboficiales y anunció su decisión de tener todas las que fuese necesario.

El 10 se activó el plan antiinsurgencia “Co-chayuyo” para tomar el control de todas las zo-nas de jurisdicción de la Armada. La Escuadra zarpó hacia la Operación Unitas, con órdenes de regresar durante la madrugada. En su casa de calle Sánchez Fontecilla, el almirante Mon-tero dormía, sin saber que sus teléfonos esta-ban siendo cortados, se quitaba la gasolina de su automóvil y las rejas de su casa eran clau-suradas con candados.

La Armada:El primer golpe

barricadas en Apoquindo y Providencia. Con todo, el grupo estudiantil más activo en

contra de la ENU (y de la UP) fue el Movimien-to Gremial de la Universidad Católica, que na-ció como reacción al proceso de Reforma Uni-versitaria, cuyo momento culminante fue la toma de la Casa Central en agosto de 1967. Su líder y fundador era Jaime Guzmán, presiden-te del centro de alumnos de Derecho, seguido, entre otros, por Jovino Novoa, Hernán La-rraín, Ernesto Illanes, Felipe Lamarca y Raúl Lecaros. Los gremialistas tenían un rumbo se-parado del PN. Eran antipartidos y proclama-ban la autonomía de los cuerpos intermedios, cuya expresión eran “los gremios”.

En 1969 conquistaron la Feuc con Ernesto Illa-nes y la retuvieron durante toda la UP. En el paro de octubre de 1972, la Casa Central de la universidad se convirtió en sede de las reunio-nes de los gremios. Guzmán y Eduardo Boetsch, líder del movimiento alessandrista, redactaron ahí el “Pliego de Chile”.

La Feuc gremialista participó en varios hi-tos opositores importantes, como la campa-ña para que Canal 13 llegara a todo Chile, la que rechazaba la intervención de la Compa-ñía Manufacturera de Papeles y Cartones (“¡La papelera, no!”) y la huelga de los mine-ros de El Teniente en abril de 1973. Para en-tonces, su presidente era Leturia, un estudian-te de Filosofía que había ganado con un men-saje que llamaba a “asegurar la derrota del marxismo en la UC”.

A mediados de junio, un grupo de mineros que marchó desde Rancagua se instaló en la Casa Central de la Católica. “Llegaron en un día de lluvia y la DC quiso ofrecerles su sede de la Alameda, pero a partir de conversaciones con nuestros dirigentes salió la idea de que era mejor no estar en un partido. Así fue como les abrimos las puertas”, recuerda Leturia. El rec-tor Fernando Castillo Velasco no pudo oponer-se. “Se encontró con hechos consumados”, dice Leturia. “Pero como un homenaje a él, pue-do decir que en una manifestación declaró que aunque era un democratacristiano de iz-quierda, estaba con nosotros”.

El combate contra la ENU fue sin tregua. La Feuc declaró que bajo esta reforma se busca-ba “transformar la educación en un gran apa-rato proselitista y de control de conciencias”. Los argumentos de su campaña “No a la ENU” aparecieron en El Mercurio y en un libro ti-tulado ENU: el control de las conciencias. Este y la mayoría de los panfletos, documen-tos y manifiestos del movimiento gremial eran obras de Guzmán. “Lo redactaba casi todo. Le gustaba conversar sus propuestas, pero la pluma era de él”, afirma Leturia.

Con los estudiantes de las dos principales universidades enfrentados (las siguientes, la Universidad Técnica del Estado y la Universi-dad de Concepción estaban en manos de la iz-quierda), el movimiento estudiantil replicaba la fractura que atravesaba el país. Ambos gru-pos sentían que su futuro estaba amenazado.

El 11 de septiembre, los gremialistas te-nían organizada una nueva marcha junto a los secundarios. Cuando se enteraron del golpe, Leturia, Alberto Hardenssen, su vice-presidente, y Carlos Bombal, presidente del centro de alumnos de Derecho, fueron en auto hasta la Casa Central: “Las calles ya es-taban desiertas. Luego nos juntamos con otro grupo en el departamento de Jaime Guzmán, a esperar. El quería ver el asunto consolidado y no estaba tan eufórico como nosotros”. En la UTE, donde Allende iba a anunciar su llamado a plebiscito, permane-cieron el mismo día cerca de 600 estudian-tes, académicos y funcionarios, con la sede tomada en defensa del gobierno.

VIENE DE PAGINA 21 R

Soldados leales a Salvador Allende obligan a los rebeldes a abortar el intento de golpe durante el “tanquetazo”.

29 de junio, 1973:

“Entonces quiere decir que estoy en guerra con la Marina”, le dijo el Presidente Allende a Merino.

Domingo 8 de septiembre de 2013

LA TERCERA

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EL SEMANAL

En los últimos días de agosto de 1973, el vicealmirante Merino encargó a un hom-bre de confianza, el ex capitán de navío Ro-berto Kelly, que viajara a Sao Paulo para realizar un contacto secreto con el gobier-no de Brasil. Merino ya asumía que habría un golpe de Estado en Chile, pero aún no sabía cuál sería la situación del Ejército. Te-mía que en el caso de una sublevación no unitaria, que tomaría un cierto período para imponerse, el gobierno peruano del general Juan Velasco Alvarado –con un doble sesgo, izquierdista y antichileno– quisiera aprovechar la conmoción interna para movilizar tropas al sur de la Línea de la Concordia, satisfaciendo el irredentismo sobre la provincia de Tarapacá.

Kelly fue contactado en Sao Paulo por personas que le exigieron desplazarse a Brasilia, donde fue interrogado por otros in-dividuos a los que nunca vio. Al final de una larga sesión de verificación, pudo plantear la inquietud que era el motivo de su viaje. Horas después le dijeron por teléfono: “No deben preocuparse. Perú no va a ir”. Y lue-go le exigieron regresar de inmediato a Chile. Merino culminaba en ese momento su control externo del golpe.

El interés de Brasil por Chile era histó-rico y tenía sus orígenes en el interés geo-político brasileño de contener la even-tual hegemonía de Argentina. Pero a par-tir de la asunción de la Unidad Popular, se agregó una nueva preocupación: la in-surgencia de izquierda en el continente.

Lo más duro de ese desafío le tocó al tercer dictador del régimen iniciado en 1964, Emilio Garrastazu Médici, que ade-más de desterrar a guerrilleros brasileños hacia Chile, se ofreció ante Estados Uni-dos como un punto de triangulación en las operaciones contra la UP. El ex embaja-

dor de Washington en Santiago, Edward Korry, un “duro” de la administración Nixon según la UP, declaró ante el Sena-do estadounidense en 1977 que “tenía mo-tivos para creer que los brasileños acon-sejaron a los militares chilenos”. Su suce-sor, Nathaniel Davis, escribió en sus memorias: “La conexión brasileña ha sido confirmada por muchas fuentes”.

Los archivos desclasificados de la CIA publicados en agosto de 2009 confirman que Nixon discutió con el general Médici la necesidad de intervenir en Chile para desestabilizar al gobierno socialista. “Hay muchas cosas que Brasil como país sud-americano puede hacer y que Estados Unidos, no”, dice un memorando fecha-do el 9 de diciembre de 1971 y que refiere una reunión realizada en el Salón Oval de la Casa Blanca.

“En el escenario de la Guerra Fría, de contactos entre Estados Unidos y sus alia-dos latinoamericanos que ya se conocen, estos documentos revelan un nivel de co-laboración mucho mayor al que se creía”, dijo a The New York Times el presidente del Diálogo Interamericano, Michael Shif-ter, cuando se conoció esta información.

*** A través de estos archivos no es posible constatar si Brasil ayudó o no como Esta-dos Unidos quería, pero de la conversa-ción entre Nixon y Médici se infiere la importancia de la relación con Chile. En un momento de la reunión, Nixon le pre-guntó al general si los militares chilenos se encontraban trabajando para destituir a Allende. “El Presidente Médici contes-tó que sí, que Brasil estaba ofreciendo un intercambio con oficiales chilenos, y dejó claro que Brasil estaba trabajando para lo-

Brasil:A conexão secreta

grar el mismo objetivo”. Nixon respondió: “Si lo que necesita es dinero u otra ayuda discreta, quizás podemos ofrecerla”.

Los primeros contactos fueron los em-presarios chilenos, que en 1971 comenza-ron a recibir de sus pares en Brasil dine-ro y consejos sobre cómo construir una oposición efectiva. Ellos ya habían pasa-do la prueba con el golpe de 1964 y su ex-periencia podía ser valiosa. En un repor-taje de The Washington Post publicado en 1974, el ingeniero Glycon de Paiva dijo que “luego de la asunción de Allende al gobier-no, hombres de negocios de Chile vinie-ron aquí y pidieron consejo y yo les expli-qué que ellos, civiles, tenían que prepa-rar el terreno para que los militares se moviesen”.

Orlando Sáenz coincide. En 1971 se rea-lizó el encuentro de la Asociación de In-dustriales Latinoamericanos (Aila), cuya presidencia rotativa debía asumir Chile. Debido a la situación política, los empre-sarios brasileños sugirieron que Argenti-na estaba en mejores condiciones de tomar esa responsabilidad. “Nosotros nos nega-mos. Era importante en ese momento te-ner a todas las empresas latinoamericanas aquí. Por eso viajamos a Río”. En una re-unión con dirigentes de la Confederación Nacional de la Industria de Brasil, Sáenz y Hernán Errázuriz, secretario general de la Sofofa, hablaron sobre la situación de Chi-le y la necesidad de contar con el apoyo de la Aila. Mientras estaban en la reunión, re-cuerda Sáenz, el presidente del gremio se comunicó telefónicamente con el minis-tro de Hacienda brasileño, Antônio Delfim Netto, para repetirle con asombro lo que le iban diciendo los chilenos. “Querido colega”, dijo al terminar, “nosotros los vamos a apoyar con todo. No hay límites”.

Al congreso de Aila en Santiago llegó una voluminosa delegación brasileña, casi ma-yor que la del país anfitrión.

Según De Paiva, la receta que entrega-ron a los chilenos incluía la creación del caos económico, el fomento del descon-tento, el bloqueo legislativo, la organiza-ción de movilizaciones y actos de terroris-mo si fuese necesario. De Paiva también “se vanaglorió de haber enseñado a los chilenos cómo usar a las mujeres ‘contra los marxistas’, como había hecho en Bra-sil con la creación de la campaña de las Mujeres por la Democracia”. Pero según el historiador Luis Alberto Moniz, en rea-lidad esta idea venía de la CIA.

Los chilenos sí aprendieron de Brasil la importancia de contar con un servicio de inteligencia. De Paiva lo hizo con la crea-ción, a comienzos de los 60, del Institu-to de Investigaciones Sociales que sirvió de fachada para otras actividades. “El Ipes tenía datos archivados sobre 40 mil personas”.

Patria y Libertad fue el otro de los recep-tores de ayuda de Brasil. El Movimiento Anti Comunista (MAC) envió a dos perio-distas, Aristóteles Drummond y Faustino Porto, con dinero para la organización dirigida por Pablo Rodríguez. Drummond desmintió estas afirmaciones (publica-das por The Washington Post), pero Por-to nunca rechazó lo que declaró al diario estadounidense: “El dinero venía desde Sao Paulo y era muchísimo”.

En el otoño de 1973, el MAC también ofreció hombres. Drummond dijo a su gente en Río que “se van a deshacer de Allende y nosotros vamos a poner 500 hombres a su disposición”. A comienzos de junio, en una reunión en Antofagasta a la que asistió Pablo Rodríguez, un ofi-

cial retirado del Ejército chileno –llama-do Jorge Marshall– que decía actuar en nombre de “los amigos brasileños”, ofre-ció ocho millones de dólares.

Roberto Thieme asegura: “John Schae-ffer, que fue secretario general [de Patria y Libertad] y mi gran amigo, tenía a tra-vés de su padre en Brasil contacto con las Fuerzas Armadas de ese país. El viajó con Eduardo Díaz Herrera a contactarse con militares que estaban tan interesados en el golpe como la CIA. No alcanzaron a lle-gar antes del 11, pero aterrizaron en Chi-le el 12 en un avión de la Fuerza Aérea Bra-sileña. Nuestro contacto allá era el coro-nel [João Baptista] Figueiredo”, que sería el último presidente de la dictadura.

Sólo el MIR detectó la conexão: su secre-tario general, Miguel Enríquez, denunció en el invierno de 1973 que se habrían pro-ducido reuniones “sediciosas” entre ofi-ciales de las marinas chilena, brasileña y estadounidense, precisando que fueron en Arica, en el acorazado Prat, el 24 de mayo, a la 1,30 de la madrugada. Los marinos eran su fuente.

Para septiembre de 1973, Antonio da Cá-mara Canto, el embajador de Brasil nom-brado en 1969, era el diplomático mejor relacionado con los militares chilenos. Muchos años después (el 7 de septiembre de 2001), el alcalde de Río de Janeiro, Cé-sar Maia, denunció en el diario Jornal do Brasil que el golpe chileno se fraguó en un cóctel de la embajada de Brasil el día 7, fiesta de la independencia brasileña. Aun-que esto no parece ajustado a los hechos, Maia recordó que el 11 (otros dicen el 13), Cámara Canto entró al Club de la Unión de Santiago y gritó “¡Ganamos!”.

Hoy, una calle lleva su nombre en la co-muna de Pedro Aguirre Cerda.

Curiosos y periodistas escapan de la esquina de calle Moneda con Morandé cuando aviones comienzan el bombardeo al Palacio de La Moneda.

11 de septiembre, 1973:

El Mapu:La división salvaje

El viernes 31 de agosto de 1973, la petición del vicealmirante Merino a la Corte de Apelacio-nes de Valparaíso para desaforar al senador Al-tamirano y al diputado Garretón se trasladó a la Corte Suprema. La acusación eran las reu-niones con suboficiales de la Armada que que-rían denunciar una conspiración contra el go-bierno y tomarse la Escuadra. Garretón infor-mó al Presidente Allende, que ya lo sabía y no le dio gran importancia.

Garretón sentía una empatía especial con Allende, a pesar que el Presidente había orde-nado unos pocos meses antes la escisión del Mapu y que la oratoria del parlamentario pare-cía cada vez más antiallendista. “Barbas”, como lo llamaba Bernardo Leighton, era afable y res-petuoso y había servido a la UP en la dirección de la Corfo con indiscutible disciplina.

Las raíces del Mapu se hallaban en lo que en cualquier otro momento histórico habría sido una de las instituciones más conservadoras de la Iglesia: la Acción Católica. En la segunda mi-tad de los 60, esos jóvenes –todos de colegios de elite, profesionales o en camino a serlo, muchos de la Universidad Católica- fueron miembros de la Juventud Demócrata Cristia-na y bajo los influjos de la revolución cubana y el movimiento estudiantil de mayo de 1968 en París se hicieron críticos del gobierno de Eduardo Frei Montalva.

Para comienzos de 1969, ya conformaban el sector “rebelde” del PDC, que en conjunto con el “tercerismo” de Radomiro Tomic impulsa-ba la alianza con los partidos de izquierda para

impedir que la derecha recuperase el poder en 1970. El 9 de marzo de ese año, una toma de te-rrenos por parte de 90 familias en el sector de Pampa Irigoin, en las cercanías de Puerto Montt, terminó con un violento desalojo poli-cial que dejó 10 pobladores muertos. El presi-dente de la JDC, el ex seminarista Enrique Co-rrea, emitió una declaración feroz contra el go-bierno y el partido decretó su suspensión.

Pero al frente de la juventud permanecieron otros “rebeldes”, Juan Enrique Vega y Rodri-go Ambrosio. El 6 de mayo, uno de los más pro-minentes líderes “terceristas”, el senador Ra-fael Agustín Gumucio, renunció al PDC por “un problema de conciencia personal” que le im-pedía adherir al gobierno. En los siete días si-guientes dejaron el partido otro senador (Al-berto Jerez), dos diputados (Vicente Sota y Ju-lio Silva Solar) y los departamentos campesino y sindical, además de la JDC.

Sin perder un minuto, los promotores de la ruptura organizaron un acto con 550 personas en el sindicato de la Empresa de Transportes del Estado y fundaron el Movimiento de Acción Popular y Unitaria, con el ex “tercerista” Jacques Chonchol como primer secretario ge-neral, aunque el líder intelectual era el joven Rodrigo Ambrosio.

Este último había estudiado Sociología y De-recho en Chile y luego en L’Ecole Practiques des Hautes Etudes de París, donde fue influencia-do por el hipnótico y obsesivo Louis Althusser, el filósofo que venía ensayando relecturas la-

SIGUE EN PAGINA 26 R

canianas y estructuralistas de Marx en virtud de las cuales lo esencial era la descripción cien-tífica de la sociedad a partir de sus fuerzas productivas. Esa comprensión debía ser el mo-tor de la revolución socialista.

En su origen, el Mapu no pretendía ser un par-tido. Su aspiración central era producir cuadros de alta calificación profesional, que contribu-yeran a la construcción de un gobierno socia-lista aportando un nuevo estilo, más moder-no y superior al del Frap. Se definía por el “movimientismo”, igual que su más encona-do adversario intelectual dentro de la izquier-da, el MIR. El Mapu deploraba del MIR su in-clinación guerrillerista, su frivolidad intelec-tual y su tendencia a sustituir a las masas por su frente de vanguardia.

Fieles a sus orígenes y pretensiones, los jóve-nes del Mapu eran estudiosos y metódicos y por ello se revestían de un aire de superioridad. Pre-tendían convertirse en la fuerza transversal para la unidad de la izquierda. En el 69 decla-raron su desconfianza hacia Allende, a quien consideraban un representante de la política “vieja”, y simpatizaron con su contendor den-tro del PS, Aniceto Rodríguez, aunque desig-naron como precandidato a un hombre de sus filas, Chonchol. “El Mapu está de moda”, pro-clamaba con alegría Jaime Gazmuri.

El Mapu entró a la UP por la puerta grande. Sin haberse medido nunca en elecciones, te-nía cinco parlamentarios y Allende les confi-rió dos ministerios, Agricultura (Chonchol) y Salud (Juan Concha); dos subsecretarías, Eco-

nomía (Garretón) y Justicia (José Antonio Vie-ra-Gallo), además de la dirección de Corfo (Fernando Flores) y la gerencia agrícola (Fran-cisco González).

En octubre de 1970, asumió el liderazgo Ro-drigo Ambrosio, con una línea de “lealtad crí-tica” hacia Allende y la tesis del “cuchillo de dos filos”, que significaba moverse entre el poder de las superestructuras –el gobierno y el Par-lamento– y el poder popular. Hacia mediados de 1971, el Mapu ya estaba fuertemente tensio-nado entre dos grupos: los que deseaban man-tener su identidad cristiana y quienes querían declararse como el tercer partido marxista-le-ninista de Chile.

*** Cuando el Mapu inició la campaña para ins-cribirse como partido, el PDC sufrió una segun-da escisión, en la que se fueron Luis Maira y Bosco Parra para formar la Izquierda Cristia-na. A ellos se adhirieron los cinco parlamen-tarios del Mapu. Aunque la izquierda celebró el nuevo desgarro del PDC, el verdadero per-judicado fue el Mapu. Peor aún, su propósito de inscribirse a lo grande, con 100.000 firmas por sobre las 10.000 que necesitaba, se redu-jo a 34.000 suscriptores.

La siguiente desgracia ocurrió el 19 de mayo de 1972, cuando Ambrosio murió en un acci-dente de auto. Sin el líder que amalgamaba a los sectores en disputa, el Mapu comenzó una deriva sin destino. Aunque aún no lo sabía, se encaminaba hacia su fin. La crítica hacia la “bu-

rocratización” del gobierno de la UP empezó a imponerse junto con la tentación de construir un “polo revolucionario” con el MIR y el PS. El II Congreso partidario, en diciembre de 1972, proclamó su condición marxista-leninista y puso a la cabeza a Oscar Guillermo Garretón, acompañado de los subsecretarios Eduardo Aquevedo (figura eminente del ala más radi-calizada) y a Juan Enrique Vega (representan-te del ala moderada de Jaime Gazmuri).

En las parlamentarias de marzo de 1973, el Mapu mostró lo que era: un magro 2,79% de la fuerza electoral (101.987 votos), capaz de ele-gir un solo diputado, el mismo Garretón, en el microclima “rojo” de Concepción. En la mis-ma elección, el PDC perdió sólo un 2,66% de su poderío, es decir, el Mapu más la IC.

Todo esto ocurría en el medio de una tormen-ta interna. El 2 de marzo, El Mercurio publicó un documento interno que concluía que el go-bierno sólo disponía de recursos hasta fines de abril. Los redactores (Aquevedo, Rodrigo Gon-zález, Enrique Olivares, Kalki Glauser y Car-los Montes) pertenecían al ala radical y el go-bierno exigió sanciones en su contra. Garre-tón se negó a aplicarlas. Cinco días después, utilizando sus posiciones dentro de los apara-tos disciplinarios del Mapu, Gazmuri y Flores, ya ministro secretario general de Gobierno, ex-pulsaron a Garretón, Aquevedo y otros 13 miembros de la dirección. En represalia, dos días más tarde Garretón y Aquevedo expulsa-ron a Gazmuri y Flores.

La disputa fue salvaje. Hubo incendios, robo

de automóviles, atentados y grescas callejeras. El partido de los amigos se había convertido en una guerra de patotas. Unos y otros se acusa-ban de pequeñoburgueses, infantilistas y con-trarrevolucionarios. Traición y cobardía pasa-ron a ser las palabras dominantes. El PS, la IC y el MIR reconocieron como legítima a la frac-ción de Garretón, mientras el PC y Allende apo-yaban a la de Gazmuri.

En una entrevista con la revista del MIR Pun-to Final, Garretón se preguntó si la ruptura del Mapu no era “el aperitivo de un largo banque-te”. Quería decir lo que también entendieron Altamirano y la dirección del PS: que la ope-ración de quiebre, con el evidente auspicio de Allende, era el experimento previo a la inter-vención del mismo PS para terminar de una vez con los desbordes por la izquierda que atena-zaban al gobierno.

Los meses siguientes fueron una ordalía para el Mapu. La moda, como todas, se había esfu-mado. Garretón, que había sido parte del go-bierno, se sentía arrastrado por el verbalismo incendiario de sus compañeros. Dos veces in-tentó renunciar antes de septiembre. Aun así, el 31 de julio concurrió a la reunión con los su-boficiales de la Armada en Recreo, que fue de-nunciada con estruendo como un intento de infiltración. La decisión de pedir su desafue-ro y el de Altamirano demolió el liderazgo del almirante Montero y consolidó el de Merino.

El 3 de septiembre, la Corte Suprema acogió la petición de Merino y abrió paso al procesa-miento de ambos. Ya no había retorno.

VIENE DE PAGINA 25 R

Cuba: El mojito revolucionarioCuba siguió el proceso chileno minuto a mi-

nuto. Era el gobierno con mejor y más detalla-da información acerca de la UP. Además de los 119 miembros de su embajada, tenía el canal privilegiado de Beatriz, hija del Presidente, que se había casado con el cubano Luis Fernán-dez Oña. Las Tropas Especiales del Ministerio del Interior habían ayudado a organizar la se-guridad de Allende y dirigido la de Fidel Cas-tro durante su visita de 1971. El jefe del Depar-tamento América del PC cubano, Manuel Pi-ñeiro, estuvo varias veces en Chile y se mantuvo siempre al día en la evolución de los hechos.

Pero la eventual victoria del proyecto de Allende, la instauración del socialismo por la vía pacífica, podía ser una aporía para el cas-trismo, la contradicción radical de todas las te-sis cubanas acerca de la revolución. Así lo su-girió el propio Castro en el discurso de despe-dida de su visita, en el Estadio Nacional, cuando empleó tres adjetivos para calificar lo que vio en Chile: algo “extraordinario, insólito, único”. “Un proceso revolucionario donde los revolu-cionarios tratan de llevar adelante los cambios pacíficamente (…) por los cánones legales y constitucionales, mediante las propias leyes es-tablecidas por la sociedad o por el sistema reaccionario, mediante el propio mecanismo (...) que los explotadores crearon para mante-ner su dominación de clase”.

Curiosamente, la relación de Castro con la iz-quierda chilena comenzó cuando combatía en la Sierra Maestra. Para este espectro políti-co, la revolución suscitó un embrujo irresisti-ble. Más que el triunfo militar sobre una dic-tadura, el mojito que los chilenos degustaron fue el acento latinoamericano independen-tista, de recuperación de las riquezas básicas y desafío al imperio desde un pequeño país.

Todavía las columnas guerrilleras de Fidel y Raúl Castro, el “Che” Guevara, Camilo Cien-fuegos y Juan Almeida no derrotaban al dicta-dor Fulgencio Batista cuando en 1958, Carlos Rafael Rodríguez, representante del PC cuba-no, visitó Chile durante una semana. Se reu-nió con Orlando Millas, miembro de la comi-sión política del PC chileno, en las oficinas del diario El Siglo, y transmitió el mensaje de que ese año sería decisivo para la caída de Batista.

Rodríguez, quien después fue vicepresiden-te del consejo de ministros de Cuba, transitó por Santiago con Millas - lo presentó al senador ra-dical Hermes Ahumada como “el periodista González”-, y alojó en casa de la familia Badi-lla, en el sector sur de la capital, donde se re-unió un día completo con la comisión política del PC. Les contó que el Ejército de Batista no era moderno y tenía más capacidad represiva que de combate, y que para gobernar iban a de-signar a una personalidad independiente que diera garantías a todos. El PC se comprometió a apoyarlos y a enviar después de la victoria a periodistas destacados, de todas las tendencias, para la “Operación Verdad”.

Pero pronto el PC se fue distanciando del castrismo. El 26 de julio de 1966, para la con-memoración del asalto al Cuartel Moncada, Mi-llas rechazó públicamente el diagnóstico de que Latinoamérica vivía una situación revolucio-naria generalizada y la receta de Castro sobre la lucha armada. Pablo Neruda, el más famo-so de los comunistas chilenos, sufrió de vuel-ta los embates castristas. Más tarde, el PC dis-crepó frontalmente de la estrategia del foco guerrillero promovida por Castro y el “Che” y confirmó sus ideas cuando el argentino cayó abatido en Bolivia en 1967.

La revolución fue perdiendo amistades a me-dida que se desgastaba y desdibujaba, en me-dio de su proclamación socialista y la adhesión al campo soviético, el bloqueo estadouniden-se y la represión a los opositores, el sabotaje y

las ineficiencias, Bahía Cochinos y las aventu-ras guerrilleras en América Latina y Africa, lo que culminó con un termidor que devoró a mu-chos de sus progenitores y concentró el poder absoluto en los hermanos Castro.

“Fui amigo del ‘Che’”, le contó Allende al fi-lósofo francés Regis Debray y le mostró la de-dicatoria de su libro La guerra de guerrillas: “A Salvador Allende, que por otros medios trata de obtener lo mismo. Afectuosamente, Che”. La cuestión de los “otros medios” fue siempre una grieta entre Allende y los cubanos.

Para Castro, el triunfo de la UP implica-ba romper el bloqueo de Cuba en la región. Fue el primero en llamar a Allende tras su triunfo en 1970. Un cable del 6 de octubre, enviado por la estación de la CIA en San-tiago, reportaba que Castro le había dicho a Allende que no viajaría a la asunción del mando por el posible “impacto adverso en la opinión pública mundial”. “No le des a la contrarrevolución un pretexto para ata-carte prematuramente”. Y le recomenda-ba mantener buenas relaciones con los militares: “No les des razón para derribar tu gobierno antes que tengas tiempo de consolidar tu apoyo popular”.

Ocho días después de asumir, desoyendo una petición del embajador estadounidense Edward Korry para que no estableciera rela-

ciones con Cuba, Allende anunció la norma-lización diplomática con la isla. En la distribu-ción de cargos, la embajada quedó para el Mapu. El Senado rechazó la primera propues-ta de Allende para embajador, Jaime Gazmu-ri, y aceptó la segunda, Juan Enrique Vega.

Pero mientras la legación chilena en La Ha-bana era pequeña y modesta, la de Castro en Santiago se convirtió en un epicentro de in-fluencia. La inteligencia cubana (DGI) llegó a tener 54 agentes que reportaban al propio Cas-tro, según la CIA. La desmesura máxima fue la visita oficial de Castro, que se extendió desde los 10 días previstos hasta tres semanas, duran-te las cuales se apoderó de la agenda chilena.

La recepción a Castro el miércoles 10 de no-viembre de 1971 fue entusiasta, con bosques de banderas rojas y rojas y negras. “¡Fidel, amigo, el pueblo está contigo!”, gritaban las masas iz-quierdistas. Era su primera visita al exterior en siete años. Recorrió el país con un séquito de 400 periodistas. Estuvo en el norte con los mi-neros del cobre, en Concepción con los estu-diantes y en Santiago con la UTE, la Cepal, la comuna de San Miguel, los Cristianos por el So-cialismo, las mujeres, el cardenal Silva Henrí-quez y los militares. Su despedida en el Estadio Nacional, el jueves 2 de diciembre, que califi-có de “relativamente débil”, enfrentó su orato-ria con la de Allende. Mientras Castro declara-

Enfrentamientos en el centro de Santiago entre opositores y partidarios del gobierno del Presidente Salvador Allende.

Agosto, 1973:

ba su curiosidad por el proceso chileno, el Pre-sidente lanzó una advertencia histórica:

–Yo no tengo pasta de apóstol ni de mesías. No tengo condiciones de mártir. Soy un lucha-dor social que cumple una tarea, la tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile. Que lo sepan: ¡Dejaré La Moneda cuando cum-pla el mandato que el pueblo me diera! Que lo sepan, que lo oigan, que se les grabe profun-damente: defenderé esta revolución chilena y defenderé el gobierno popular porque es el mandato que el pueblo me ha dado. No tengo otra alternativa. ¡Sólo acribillándome a bala-zos podrán impedir mi voluntad, que es cum-plir el programa del pueblo!

En sus reuniones con la izquierda, Castro enfatizó en la importancia de la unidad sin ex-clusiones, una sugerencia para incorporar al MIR. En una oportunidad, Castro le preguntó a Allende cuándo comenzaría a aplicar los mé-todos de dirección socialista de la economía. Allende le replicó que eso no estaba en el pro-grama de la UP.

Con su prolongada visita, Castro se integró como un actor del debate local, incomodó a la UP e indignó a la oposición, que lo despidió con una marcha de cacerolas que terminó con 96 heridos. El edecán para su visita fue Augusto Pinochet. Castro, que como ex combatiente se preciaba de saber valorar a las personas, que-dó impresionado con este general obsequioso.

Castro opacó otra visita que coincidió con la suya (aunque sólo fue de seis días), la del lla-mado “Allende francés”, François Mitterrand, secretario general del Partido Socialista Fran-cés. En una curiosa coincidencia con lo que pensaba Kissinger, Mitterrand declaró que Chile es “una síntesis interesante y original [porque] el movimiento popular puede plan-tearse la victoria por la vía legal. (…) Se trata de demostrar a los franceses que esta vía es posi-ble”. Pierre Kalfon, corresponsal de Le Mon-de, despachó a su diario: “Chile parece un la-boratorio en el que se está realizando una ex-periencia de la que la izquierda europea tal vez algún día saque fruto”.

Poco después, Castro apoyó con entrena-miento y armas livianas al GAP: eso fueron los bultos que llegaron en un avión cubano y que el director de Investigaciones, Eduardo Pare-des, bajó sin pasar por Aduanas, con el apoyo del ministro del Interior, Hernán del Canto. Para La Habana no era un envío importante, pero las explicaciones falsas que dio la UP con-tribuyeron a magnificar el escándalo.

En materia de suministros militares, Castro mantuvo una línea intransable, aunque con-trariase sus instintos : nada sin la autorización de Allende. Cada vez que el MIR, el PS y el Mapu le pidieron apoyo se encontraron con la mis-ma respuesta o, lo que es igual, con migajas como cursos de instrucción y becas de estudio.

Hacia mediados de 1973, Castro se mostraba impaciente con la agitación de Chile. Todavía creía posible un golpe de mano: “Mil hombres entrenados y organizados podrían decidir la si-tuación en Santiago”. Pero Allende no cedía.

Para el 10 de septiembre, la embajada cuba-na en Santiago estaba acuartelada y con órde-nes de repeler ataques sin salir del recinto, y prestar ayuda a Allende, pero sólo si éste la re-quería. La dirección político-militar estaba al mando del embajador Mario García Incháus-tegui, el encargado político Juan Carretero, el oficial Patricio de la Guardia, Ulises Estrada y Fernández Oña.

Castro estaba de visita en Vietnam del Nor-te. Al día siguiente compararía el ataque mili-tar contra Allende con el bombardeo sobre Quang Tri.

“Sólo acribillándome a balazos podrán impedir mi voluntad, que es cumplir el programa del pueblo”.Salvador Allende

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LA TERCERA

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EL SEMANAL

Carabineros:La táctica Yovane

Ningún carabinero, de ningún rango, fue tan activo para incorporar a la policía militariza-da en la lógica del golpe militar como el gene-ral Arturo Yovane. Contaba con una ventaja es-tratégica: la confianza del Presidente Allende en la lealtad de Carabineros como un cuerpo que, situado en la frontera del mundo cas-trense y el civil, familiarizado con la pobreza y todas sus secuelas colectivas, actuaría en una crisis de lado del gobierno, como lo había demostrado la Guardia de Palacio durante el “tancazo” del 29 de junio.

El lunes 3 de septiembre, el general Yovane intensificó sus visitas a todas las unidades de Santiago, amparado por su cargo de director de los servicios, una posición puramente ad-ministrativa, que lo sacaba de la línea de las tro-pas, pero le permitía moverse por todas ellas. Al día siguiente, alertado de esos trajines, Allende pidió al general subdirector de Cara-bineros, Jorge Urrutia, que cursara el retiro de los generales Yovane y César Mendoza, pero la consistente defensa que el subdirector hizo de Mendoza lo disuadió. En cuanto a Yovane, lo retiraría en unos días más. Un tercero, Mario McKay, quedaría en suspenso.

Los afectados no lo ignoraban. Tal como los jefes de la Armada, creían que estaban al bor-de de un descabezamiento de los mandos. Sólo había algunas diferencias.

Carabineros de Chile fue creado en abril de 1927 por el entonces Vicepresidente del país, el coronel de Ejército Carlos Ibáñez del Cam-po, a partir de la fusión del Regimiento de Ca-rabineros, la Policía Fiscal y otros cuerpos po-liciales de las provincias. Desde entonces se le asignó el control del orden público, la vigilan-cia de las fronteras y la acción de policía pre-ventiva. Quedó bajo la dependencia del Minis-terio del Interior, por lo que siempre se le vio como un brazo del gobierno. Para 1973 tenía unos 25 mil hombres en 1.700 cuarteles, y era la única institución armada instalada en todas las comunas del país, con funcionarios y fami-lias que convivían con la población civil.

Esto proyectaba una cierta imagen equívoca acerca de su percepción política. Bajo un go-bierno con alta movilización callejera, como había sido el de la UP desde el primer día, los carabineros eran percibidos por la oposición como el brazo represivo del gobierno. La iz-quierda, siempre más proclive a la agitación pú-blica, los consideraba como fuerzas del gobier-

no, pero también solía irritarse con sus actua-ciones disuasivas y su apego a la “justicia de cla-se” representada por la Corte Suprema. Esa misma corte se quejaba de que Carabineros no cumplía las órdenes judiciales con la energía necesaria. Poco a poco, la oposición fue descu-briendo que no era conveniente atacar a una fuerza que, por sobre todo, sería siempre “del orden”. El Mercurio publicó la fotografía de un manifestante golpeando a un carabinero que fue usada para demostrar que el verdadero ene-migo de la policía era la izquierda.

Carabineros era, en todas las ciudades, los pueblos y las tierras de Chile, el campo de re-sonancia donde interactuaban las frecuencias internas con las inmanejables fuerzas externas. Yovane supo interpretar este desconcierto desde su propia posición política.

Hasta agosto de 1973, fue el prefecto de Val-

paraíso y desde ese rango estableció contactos frecuentes con los almirantes Merino y Carva-jal, y con el general Arellano, tres de las prin-cipales figuras de la insurrección militar. El 20 de ese mes –el mismo día en que estallaba la de-liberación en la Fach–, Yovane llegó transfe-rido a la menguada Dirección de los Servicios.

Pero se sirvió de ese lugar de apariencia irre-levante para recorrer las principales unidades de Santiago, hablar oblicuamente de política con decenas de coroneles y capitanes y soste-ner charlas comprometidas con seis de sus compañeros generales: el ex subdirector Artu-ro Viveros, Alfonso Yáñez, Enrique Gallardo, Mario McKay, Néstor Barba y, desde luego, Mendoza. El aguileño, compacto y nervudo ge-neral usaba con todos ellos un lenguaje cam-pechano y desafiante, pero nunca directo,

siempre rodeado de ambigüedades y compli-cidad. Cada vez que comprometía a un oficial, se aseguraba de tener ya en su lista al segun-do, o al tercero si era necesario. Era el conspi-rador perfecto, el Fouché del Chile de los 70.

La comparación no es inexacta. Al comienzo Yovane fue considerado allendista, pero en Valparaíso ya había cambiado de posición. Du-rante 1973, sus reuniones crearon una densa te-laraña política y si alguien hubiese seguido sus pasos habría descubierto, por su sola amplitud geográfica, la extensión de una práctica que ya no era sólo profesional. Pero nadie lo hizo.

Ni Allende ni la UP sabían lo fangoso que es-taba el terreno entre los policías. Ya en mayo de ese año, un cable enviado a la central de la CIA en Langley afirmaba que “un carabinero informante” había asegurado que en caso de un alzamiento militar, “los carabineros no apoyarán al gobierno” y que dentro del alto mando sólo los generales Rubén Alvarez y Fa-bián Parada se oponían al golpe de Estado.

La información era prodigiosamente preci-sa, aunque se saltaba el hecho de que la reac-ción de los generales director y subdirector po-dría ser distinta si el golpe era sorpresivo. Le-jos de esta exactitud, Carlos Altamirano pidió en junio, a nombre del PS, la remoción del ge-neral director José María Sepúlveda, a la luz de la conducta represiva de la policía durante los desórdenes callejeros que proliferaron en San-tiago con la huelga de los mineros de El Tenien-te. Altamirano deseaba que el general Rubén Alvarez fuese nombrado en el lugar de Sepúl-veda. Allende rechazó la propuesta y envió a Sepúlveda a una gira por Europa para sacarlo del caldeado ambiente local.

Entonces ocurrió el “tancazo” del viernes 29 de junio. El general subdirector, Ramón Vive-ros, se hizo cargo del mando y organizó la de-fensa de La Moneda. El lunes siguiente, duran-te la reunión del Consejo Superior de Seguri-dad Nacional destinada a analizar los sucesos, un enojado Allende anunció su decisión de re-mover a Sepúlveda por no haber regresado al país de inmediato. Viveros, que la consideró in-justa, ofreció al Presidente su propia renuncia.

Pero cuando Sepúlveda volvió al mando, Allende negó que hubiese pensado en destituir-lo. Viveros debió renunciar ante el brusco giro presidencial. Altamirano volvió a la carga para que Alvarez asumiera la subdirección. Como fue usual en esos días, Allende prefirió acep-

tar la proposición del general director y nom-bró al general Jorge Urrutia, hasta entonces prefecto de Concepción. Esta era casi una afrenta para el PS. Urrutia se había enfrenta-do a los dirigentes socialistas de esa ciudad en julio del año anterior, cuando cinco partidos de izquierda (el MIR, el Mapu, el PS, la IC y el PR) y más de cien organizaciones de base con-vocaron a una “Asamblea del Pueblo” que de-rivó en numerosas refriegas callejeras. Allen-de rechazó más tarde esa asamblea como un acto divisionista, pero la agitación continuó.

Para la segunda mitad de 1973, Yovane ocupaba el lugar número 13 dentro de los ge-nerales de Carabineros. Era evidente que a pesar de su protagonismo en el activismo in-terno, no podría asumir el liderazgo en el golpe. Cualquier ruptura en la larga fila de sus 12 predecesores podía significar la divi-sión caótica de la policía, lo que le suscita-ba imágenes pesadillescas: pobladores refor-zando cuarteles, campesinos aliados con retenes, extremistas usando las armas de la policía... Estudió por meses a sus superio-res hasta que se concentró en el general Mendoza, director de Bienestar, sexto en la jerarquía, que concitaba gran simpatía in-terna y del que se sabía que estaba entre ojos para el gobierno. Mejor aún, Yovane estaba enterado de que Mendoza sería pasado a retiro antes de fin de año…, exactamente lo mismo que sabía la CIA.

Los primeros contactos políticos entre ambos generales se remontaban a febrero de 1973. Yo-vane insistió cuando advirtió que Mendoza estaba dispuesto a ponerse al frente de la su-blevación de la institución y al mismo tiempo aceptó que este último no realizaría ningún movimiento, ninguna reunión que pudiese incrementar las sospechas sobre él.

Así fue. Hasta la mañana del 10 de septiem-bre, cuando el general Leigh le pidió firmar la proclama que se emitiría al día siguiente, muy pocos de los oficiales de las Fuerzas Armadas sabían que el nuevo jefe de Carabineros sería Mendoza. El mismo dudó ese mediodía cuan-do vio el documento que debía suscribir sobre el rango de “general director”. Yovane ya ha-bía dispuesto la unidad desde donde podría controlar a la totalidad de las unidades: la Cen-tral de Comunicaciones, en el edificio Noram-buena, a unas pocas cuadras de la ya aislada di-rección general.

De haber un alzamiento, “los carabineros no apoyarán al gobierno”, informó la CIA.

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LA TERCERA

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EL SEMANAL

Los radicales:Partidos en tres

El 4 de septiembre, la sede central del Par-tido Radical fue incendiada por manos anó-nimas. En las horas siguientes, circuló por Santiago el rumor de que el PR había deci-dido retirarse del gobierno de Allende. Sin embargo, era una versión totalmente infun-dada: mientras estuvieran en la dirección del PR algunos de los más fieles allendistas, como Hugo Miranda, Anselmo Sule, Aníbal Palma, Orlando Cantuarias, Edgardo Enrí-quez y otros, el PR nunca abandonaría al Presidente.

En cambio, sí era verdad que el PR estaba indignado con la intransigencia del “polo re-volucionario”. Muchos de sus dirigentes creían que ya era hora de que Allende se im-pusiera en el PS y que el gobierno definiera una posición clara frente al MIR, lo que ve-nía pidiendo desde 1972. Pero, igual que otros sectores, el PR llegaba exangüe a 1973.

El partido más antiguo del país (1888), con la juventud más antigua (1917), había repre-sentado con nitidez a las clases medias –ar-tesanos, comerciantes y profesionales- has-ta pasada la mitad de siglo XX. En 1937 con-currió con el PS, el PC, el Partido Democrático y otras organizaciones a la for-mación del Frente Popular, y lo lideró du-rante tres gobiernos y toda la década del 40.

El último de sus gobernantes, Gabriel González Videla, dictó en septiembre de 1948 la Ley de Defensa de la Democracia para proscribir a uno de sus aliados, el PC. En las elecciones siguientes el PR no pudo elegir a su candidato y sólo volvió al gobier-no con el conservador Jorge Alessandri, un giro a la derecha que inició la emigra-ción de sus militantes jóvenes. En 1964 presentó como candidato a Julio Durán, en-cabezando la coalición de la derecha, que, sin embargo, se volcó hacia Frei ante el te-mor del triunfo de Allende. Durán no se re-tiró, pero obtuvo un magro 4,98%.

Ese abandono de su tronco de centroiz-quierda produjo en 1965 la rebelión de su ju-ventud, que pasó a llamarse Radical Revo-lucionaria, en línea con los vientos de los tiempos. Su primera acción fue exigir la ex-pulsión de Durán, lo que logró en una tor-mentosa convención donde Durán se en-frentó con Luis Bossay en un duelo retóri-co del que salió victorioso el segundo. En respuesta, en 1969 Durán fundó con otros lí-deres históricos la Democracia Radical y se alió al PN para formar el primer frente de oposición a Allende.

El PR, en tanto, se sumó a la Unidad Popu-lar y presentó como precandidato a Bossay. Luego adhirió a la proclamación de Allen-de. Y en su XXV Congreso, en agosto de 1971, se declaró marxista. Era el cuarto y úl-

timo partido que adoptaba esa definición, una decisión que el líder del PC Luis Corva-lán consideraría “un error”, puesto que ale-jaba al PR de su misión de allegar a la UP a las clases medias, la pequeña y la mediana burguesía. En esa misma reunión se eligió presidente al diputado Carlos Morales, se negó el voto a unos 400 delegados y en la práctica se dejó fuera del partido al sector li-derado por los moderados Bossay y Alber-to Baltra. ¿La consecuencia? Se formó el Partido de Izquierda Radical (PIR), que per-maneció en la UP hasta el año siguiente, cuando se pasó a la oposición.

En ese momento, el PR completaba dos fraccionamientos en menos de 10 años, igual que la DC. Más paradójico era el hecho de que la dirección del PS detestaba intensa-mente a los radicales, a quienes considera-ba autores de la mayor “traición” del siglo XX, la proscripción de los comunistas. Iró-nicamente, no era el partido víctima de ese acto, el PC, sino su socio, el PS, quien desea-ba cobrar aquella cuenta. Los socialistas se opusieron a la presencia del PR en la UP, y sólo la tenacidad de Allende y el apoyo del PC consiguieron quebrar esa intransigencia. La razón de estos últimos era incontestable: el PR era la segunda fuerza de la UP en la Cá-mara, con 19 diputados, tres menos que el PC y cuatro más que el PS. Casi la mitad de ese vigor se fue con el PIR.

Para 1973, el PR estaba del lado de los par-tidos que defendían el programa de la UP, la vía parlamentaria y de consolidación del socialismo y al Presidente Allende. Su pre-sidente, Anselmo Sule, y el senador Hugo Miranda empeñaron esfuerzos ingentes por detener la polarización promovida por el PS y el Mapu, lo mismo que, en el otro bando, trataba de hacer Bossay entre la DC y el PN.

Cuando ya casi no quedaba espacio, el 10 se septiembre, el senador Miranda, amigo personal de Allende desde los años 50, al-morzó con su colega Orlando Cantuarias y, compartiendo preocupaciones, se diri-gieron a ver a los dirigentes del PC Corva-lán, Millas y Víctor Díaz. Estos les conta-ron que habían enviado a Allende un me-morando con sus ideas sobre el plebiscito. Luego Miranda y Cantuarias partieron a La Moneda, donde Allende los recibió tocán-dose un bolsillo donde tenía el documen-to del PC: “Aquí hay un solo partido que realmente colabora”, le dijo.

Miranda le ofreció escribir una minuta que podría servir de base para su discurso anunciando el plebiscito. La redactó en el mismo Palacio y se la entregó al Presiden-te, que se la llevó para analizarla en la que sería su última noche.

“Usted no se ha apoyado en las masas”, le es-cribieron a Allende el 5 de septiembre la Co-ordinadora Provincial de Cordones Industria-les, el Comando Provincial de Abastecimien-to Directo y el Frente Unico de Trabajadores en Conflicto. Expresaban su alarma por hechos que conducirían “no sólo a la liquidación del proceso revolucionario chileno, sino, a corto plazo, a un régimen fascista del corte más im-placable y criminal” y le pedían ponerse a la ca-beza del “poder popular”, un “ejército sin ar-mas, pero poderoso en cuanto conciencia”, y la aplicación de medidas para evitar “la pérdi-da de vidas de miles y miles de lo mejor de la clase obrera chilena y latinoamericana”.

El día 7, la coordinadora, reunida en la fá-brica de pastas Lucchetti, evaluó que el gol-pe “ya viene” y hubo voces que pidieron ad-vertir a la gente que no acudiera a los cordo-nes y se guardara “para la resistencia, porque habría una matanza”. Esa noche, la Fach allanó las industrias Sumar, uno de los ejes del Cordón San Joaquín.

Los dirigentes de los cordones industriales, que era la parte más visible del llamado “po-der popular”, se sentían rodeados y no tenían el ánimo victorioso de tres meses antes. Obser-vaban las diferentes visiones de la UP y el MIR, percibían poco respaldo en el gobierno, veían cómo crecía la campaña opositora y el hosti-gamiento militar contra ellos era constante y creciente, amparado por una ley (N° 17.798) dic-tada por Allende en el vórtice más peligroso del paro de octubre, el 20 de agosto de 1972, la fa-mosa Ley de Control de Armas.

El “poder popular”, integrado por los cordo-nes industriales y los comandos comunales, tuvo una vida efímera pero intensa y casi le arre-bató la conducción del movimiento obrero a la CUT y los partidos. Hasta hoy prosigue el de-bate en la izquierda sobre si estas organizacio-nes se erigieron como un obstáculo a las polí-ticas de Allende o constituyeron, en termino-logía marxista, la expresión más avanzada de conciencia de clase. En la Code, el juicio fue siempre severo: el “poder popular” se erigió como el mayor peligro para la institucionalidad, el estado de derecho y la propiedad privada.

En la víspera del golpe existían 110 cordones industriales y varias decenas de comandos co-munales en el país. En Santiago tuvieron la ca-pacidad de movilizar a más de cien mil perso-nas. Ambas organizaciones se sostenían sobre el poder local. Los cordones industriales reu-nían a los trabajadores de fábricas cercanas; los comandos comunales eran más amplios: inte-graban a sectores sociales cercanos, incluidos los sindicatos, pero también a campesinos, pobladores, estudiantes y JAP.

Aunque el programa de la UP incluyó el con-cepto “poder popular”, fue la dinámica social la que ocasionó en 1972 el parto del cordón in-

El “poder popular”:Cordones y comandos

Manifestaciones en el centro de Santiago.

Mayo, 1973:

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dustrial Cerrillos-Maipú, el primero en su tipo. En abril de ese año, una asamblea reunió en la calle a unas 300 personas de campamentos y sindicatos cercanos por sus demandas vecina-les de locomoción colectiva, consultorios, hos-pital y viviendas. En pocos días hubo huelgas y paros en fábricas cercanas (Aluminios El Mono, balatas Indubal, muebles CIC y conser-vas Perlak), cuyos trabajadores pedían el tras-paso al área social, es decir, la estatización. El 18 de junio comenzó una huelga en maestran-za Maipú: 30 fábricas la apoyaron. Como no ha-bía respuesta del gobierno, un grupo de traba-jadores se tomó el 22 el gabinete de la minis-tra del Trabajo, Mireya Baltra (PC). Al día siguiente, ella fue a Perlak acompañada, entre otros, por un dirigente de la CUT. Santos Ro-mero, secretario del sindicato de Perlak, no aceptó que entrara a la fábrica el representan-te de la Central, porque nunca antes había ido a ver los problemas en terreno. Baltra replicó que en ese caso tampoco entraría ella. Rome-ro espetó a la ministra: “Usted es burguesa”, y ella le propinó una bofetada. En apoyo al diri-gente, se levantaron barricadas en la comuna. Días después, Perlak pasó al área social.

Tras ese estreno surgió el comando comunal Cerrillos-Maipú, que incorporó otros sectores sociales y el ejemplo cundió. Se formaron cor-dones industriales en Vicuña Mackenna, Esta-ción Central y Hualpencillo (Concepción).

El dominio de un territorio daba entonces una nueva perspectiva de poder, que pusieron en vigor durante el paro de octubre de 1972. Los trabajadores conocían el terreno, sabían qué accesos debían controlar y combinaban sus re-cursos. La CUT y el PC se negaron inicialmen-te a reconocerlos y los acusaron de paralelis-mo, entre otros factores, porque los cordones eran conducidos por el PS y el MIR, pero des-pués cedieron por pragmatismo: los necesita-ban para resistir la “insurrección de la burgue-sía”. El ex diputado PC Eduardo Contreras re-cuerda que algunas formas de “poder popular” “nos hacían sentido: aquellas que pasaban por los trabajadores, que no eran militares ni pa-ramilitares, sino de autodefensa. Los cordones se realizaron demasiado tarde y el PC demoró en la decisión de incorporarse a ellos”.

En Maipú, los comandos comunales ocupa-ron 39 fundos en un día y marcharon 5.000 campesinos. La influencia del MIR era mayor en los comandos que en los cordones, donde predominaban el PS y Mapu. En un discurso en el Teatro Caupolicán, a comienzos de 1973, Miguel Enríquez planteó: “La clase obrera co-mienza a ejercer su papel de vanguardia, gana fuerza, se independiza del orden burgués y del reformismo, y así comienza a crear embriona-riamente órganos de poder popular”.

En el agro, la mitad de las tomas ocurrieron

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EL SEMANALEn la capital chilena se ve escasez de transporte público.

Junio, 1973:

Economía: Tres días de harinaSu dramático anuncio del jueves 6 de sep-

tiembre de 1973, cinco días antes del golpe militar, de que casi no quedaba harina en el país pasó a la historia, pero el Presidente Allende en realidad quería informar de una crisis que, según creía, evolucionaba favorablemente. Eligió una actividad de la Secretaría de la Mu-jer para informar del desabastecimiento más crítico posible, en un país donde el pan cons-tituye un producto de primerísima necesidad.

- No tenemos el más mínimo stock de ha-rina. A lo sumo para tres o cuatro días más –advirtió.

Para terminar el año se requerirían 1,2 mi-llones de toneladas de trigo, “pero aunque tuviésemos el dinero para adquirirlas, no po-dríamos hacerlo, por falta de un puerto gra-nelero”, explicó. Luego contó que para sortear la situación llamó al Presidente argentino, el general Juan Domingo Perón, y consiguió que se estibaran tres buques chilenos con 45 mil toneladas de trigo, que ya habían recalado en San Antonio…, aunque el transporte se hacía difícil por los 28 atentados cometidos en la ca-rretera a Santiago.

Casi la mitad de las panaderías de la capital no podía abrir por falta de productos. Las que tenían harina, racionaban el pan a un kilo diario por persona y se formaban filas inter-minables desde la madrugada para asegurar marraquetas y hallullas.

Tampoco había medicamentos esenciales en muchas farmacias. “No pude conseguir in-sulina para un pariente”, recuerda Luis Guas-tavino, diputado comunista por Valparaíso.

Encontrar combustible era muy difícil, aun-que el precio estaba controlado. Microbuses y liebres que no adhirieron al paro de los trans-portistas igualmente debieron detener sus

máquinas, por falta de petróleo. Era frecuen-te observar a trabajadores y estudiantes cami-nando, en bicicleta o en camiones. Otros pro-ductos, como papel higiénico, arroz, leche condensada, cigarrillos y pollos eran casi ine-xistentes en las tiendas.

A la escasez se sumaba el acaparamiento. Bas-taba que llegara un producto escaso a un su-permercado o almacén de barrio para que rá-pidamente las personas compraran toda la existencia disponible, dejando el escaparate vacío. Nadie tenía certeza si alguna vez el pro-ducto volvería a aparecer a la venta. A su pro-pio nivel y escala, todos acaparaban. Para al-gunos era un negocio: en el mercado negro, que operaba en forma paralela a la economía formal, era posible encontrar todo lo que no estaba en las tiendas, pero a cinco o más ve-ces el precio oficial.

*** En los días finales de la UP, el sueño de implan-tar un modelo de economía con control esta-tal de los principales medios de producción para romper con la desigual distribución del ingreso y de la tierra y el carácter dependien-te del capitalismo chileno, en un momento en que el modelo de industrialización sustituti-va iniciado a fines de los años 30 mostraba sig-nos de fatiga estructural, terminó abatido por una combinación inseparable de errores de gestión, boicot interno y externo y el desbor-de de las propias fuerzas que querían avanzar hacia el socialismo.

Las añosas estructuras capitalistas se estaban desmoronando sin que hubiesen sido reem-plazadas por nuevas relaciones de producción ni una planificación centralizada. En septiem-bre de 1973, la economía estaba dislocada, en

recesión galopante. Había 507 empresas en manos del Estado o tomadas por sus trabaja-dores, incluidas la gran industria, la banca y los servicios. Miles de predios se encontraban en distintas fases de ocupación por la Refor-ma Agraria. Desde 1970, la inflación se mul-tiplicó por más de 14 veces y subió como en un ascensor hasta 508,1% en 1973. El desabaste-cimiento y el mercado negro competían con un aparato de distribución quebrantado por los paros opositores, sin que las JAP lograsen reemplazarlo. El déficit comercial era cre-ciente y la falta de divisas frenaba la adquisi-ción de bienes de consumo y de capital. Las cuentas fiscales arrojaban números rojos por la caída de los ingresos.

Los equilibrios y contrapesos con los que funciona el mercado se habían desvanecido en el fragor de la lucha política. Como había or-denado Nixon a la CIA en septiembre de 1970, la economía chilena estaba “aullando”.

La aplicación del programa económico de la UP comenzó con viento a favor. Aumentos de remuneraciones, pensiones, subsidios y del gasto estatal permitieron elevar el consumo e iniciaron una política expansiva sin preceden-tes, que aprovechó la capacidad ociosa, esti-mada en 20%. Las empresas elevaron la pro-ducción, el empleo llegó a un récord y hubo un incremento descomunal de la demanda. Quienes compraban autos y televisores espe-raban hasta tres meses para recibirlos, por ex-ceso de pedidos. Subió el consumo de proteí-nas y alimentos. En 1971 la votación de la UP llegó al 49,6% en la elección municipal y el PIB creció un 9%.

Pero este éxito incubaba también las cau-sas de su fracaso. Sin oír las advertencias, el equipo económico descartó los peligros

en fundos con menos de 80 hectáreas. El ob-jetivo del área social estaba desbordado por los hechos: en lugar de las 91 empresas que lo iban a integrar, a comienzos de 1973 había so-bre 250 incorporadas, con interventores.

Una marcha del cordón Santiago Centro en formación logró atraer a los trabajadores del Chez Henry, que se sumaron con entusiasmo. En una fábrica del cordón Vicuña Mackenna, las trabajadoras de Geka pidieron –y consiguie-ron– el concurso de trabajadores de otras em-presas para enfrentar las amenazas de sus pa-trones. Un caso extremo fue la toma de la Con-fitería Rorro, ocupada… por sus cinco trabajadores.

Altamirano era un visitante habitual en los cordones y comandos. “No creía que fueran una fuerza que iba a oponerse al golpe, que iban a venir a La Moneda”, dice. Era “una fuerza importante de apoyo, siempre que el go-bierno o el Presidente convocara esa fuerza. Pero si Allende no se decidía a llamarla, esa fuerza no iba a actuar”. Y el Presidente no que-ría hacerlo, en lo que Altamirano considera “una gran debilidad o mal cálculo de Allende”, porque argumentaba que “cualquier decisión o anuncio de que él pretendía apoyarse en los cordones industriales o en las fuerzas popu-lares provocaría el golpe, al igual que si que-ría llamar a retiro a altos mandos de la Arma-da o el Ejército comprometidos con el golpe”. Para Altamirano, el problema era que Allen-de “se negaba a tomar cualquier decisión que pudiera ser invocada por la derecha como un fundamento para el golpe”. Pero, a la vez, esto lo dejaba maniatado.

El “poder popular” se organizaba de forma muy distinta a como lo hacían la CUT y los sin-dicatos. Las asambleas podían deponer y re-emplazar a los dirigentes sin más trámite. Los trabajadores actuaban con una audacia y desplante que no se veía desde los días de la República Socialista de Grove. Varios cordo-nes requisaron camiones, buses y transpor-tes para mantener la producción, controlaron supermercados, se tomaron calles. En los campamentos bajo la influencia de los coman-dos comunales hubo formas de “justicia po-pular” para sancionar, por ejemplo, con la ex-pulsión del lugar a quienes golpeaban a las mujeres. Hubo también, desde luego, abusos y atropellos.

Después que una fábrica era intervenida, los trabajadores se negaban a devolverla. En el ve-rano de 1973, Gonzalo González y Hernán Or-tega, socialistas y dirigentes del cordón Cerri-llos, decían: “Nada puede esperarse de un Par-lamento que obstruye sistemáticamente todas las iniciativas del Ejecutivo y atenta contra los trabajadores. Sólo el empuje revolucionario puede superar estas trabas de la legalidad bur-guesa. Si la actitud de tomarnos fábricas y ca-

minos tiene repercusiones en las elecciones de marzo, no es nuestra responsabilidad. Este es un problema gremial y no devolveremos por ningún motivo las empresas intervenidas”. El presidente del sindicato de Vidrios Lirquén y dirigente comunista en el cordón Vicuña Mackenna, Juan Carlos Rodríguez, replicaba: “Todas estas bravuconadas sólo contribuyen a debilitar el gobierno”.

Cada empresa era un universo con sus pro-blemas singulares, señala hoy Rodríguez. Re-cuerda que en la mayoría de las industrias del cordón Vicuña Mackenna el PC era mayorita-rio. Su preocupación era elevar y ganar la ba-talla de la producción. Se tomaron Vidrios Lir-quén en agosto de 1972, porque temían que los propietarios estuvieran descapitalizando la fábrica. Cambiaron a los ejecutivos de la línea de producción y al jefe de personal, pero todos los ingenieros permanecieron. Los pedidos aumentaron por la mayor demanda, al punto que tuvieron problemas de materias primas. Hacían clases de marxismo y organización, pero también contrataron a Price Waterhou-se para recibir cursos de administración de em-presas. Instalaron una biblioteca, hicieron una olimpíada para los trabajadores y unificaron los comedores. Para el “tancazo” el cordón se tomó Vicuña Mackenna e instaló barricadas an-tes de marchar a La Moneda. Fueron allanados por la Fach en busca de armas, “pero no encon-traron, era sólo amedrentamiento”. Tenían cursos de defensa y entrenaban con linchacos. Fuera de piedras y palos, “no había nada más”.

La Coordinadora Provincial de Cordones surgió cuando estas organizaciones tenían 13 meses de vida. Sabían que, en conjunto, po-dían controlar los accesos a la capital y que del conocimiento al control territorial media-ba un paso, el de la organización paramilitar o de defensa. El “tancazo” multiplicó esta perspectiva. Los trabajadores se organizaron en escuadras, definieron roles, establecieron formas de alerta y alarmas y comenzaron a acumular medios de defensa, las “herra-mientas”. Con grúas armaban “blindados” ar-tesanales. Otros preparaban cócteles molo-tov. No habrían resistido ni cinco minutos a tropas profesionales.

Para el 11 de septiembre, en Vidrios Lirquén permaneció en la fábrica poco más de un cen-tenar de los cerca de 600 trabajadores. Varios miles más lo hicieron en las industrias del cor-dón Vicuña Mackenna. Esperaban por armas que nunca llegaron. En camiones, los milita-res entraron violentamente el 12. En tres mi-nutos coparon la empresa y obligaron a los tra-bajadores a tenderse en filas en suelo, al cen-tro de la Avenida Vicuña Mackenna, con las manos entrelazadas en sus nucas y mirando al suelo mientras esperaban ser trasladados a la pesadilla del Estadio Chile.

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de esta política expansiva. “Aquellos que anuncian una inflación desenfrenada no entienden nada de lo que está ocurriendo. Hay factores nuevos que hacen que no sean las puras magnitudes financieras las deter-minantes del funcionamiento económico, ni siquiera las que comandan el sistema de precios, ya que en la medida en que se eli-minan las trabas institucionales que tradi-cionalmente han frenado la economía chi-lena, se abren grandes posibilidades de ex-pansión”, explicaba el ministro de Economía, Pedro Vuskovic.

El impulso productivo requería del financia-miento de las empresas nacionalizadas y las traspasadas al área social. Hasta la derecha se plegó y votó por la nacionalización de la gran minería del cobre en 1971, una transformación que el general Prats comparó con la firma de la Independencia. El traspaso de empresas y bancos al Estado fue acelerado, mediante res-quicios –para expropiar legalmente se de-sempolvó el decreto 520, de la República So-cialista de 1932– y compra de acciones. En el campo, los trabajadores rurales avanzaban mucho más allá de las metas de la UP. Se ha-bía abierto la caja de Pandora de la lucha por la propiedad de los medios de producción.

La crisis comenzó en 1972. Por falta de inver-sión, la producción no pudo seguir el tranco de la demanda, y los precios se dispararon. En las empresas estatizadas cayó la producción. El sector externo se debilitó y, agobiado por la falta de divisas, el gobierno debió renegociar la deuda externa. Allende cambió los con-ductores del equipo económico y estos deva-luaron, lo que hizo subir los precios, pero se disparó la inflación y después las presiones sa-lariales se multiplicaron. El paro de octubre de

ese año agravó la recesión y la UP anunció el control de la distribución y la creación de las Juntas de Abastecimiento y Precios (JAP).

El número previsto de empresas en manos estatales había sido superado con creces por las tomas, pero frenar el proceso para el gobier-no era un haraquiri. La UP “estaba amarrada, porque eran trabajadores quienes se habían to-mado las empresas”, explica el ex ministro de Minería Sergio Bitar.

En vísperas del golpe, el problema se trans-formó de económico en político. “Los nuestros nunca fueron problemas económicos, fueron políticos”, dice Guastavino. A pesar de la cri-sis, la UP conservaba un apoyo importante en la población. “Había una identidad con noso-tros que iba más allá de lo bien que lo hiciéra-mos. Como decía un cartel: ‘Este será un go-bierno de mierda, pero es mi gobierno’”, re-cuerda Jaime Gazmuri, entonces secretario general del Mapu Obrero Campesino. Pero los partidos oficialistas tampoco encontra-ban acuerdo en esto. El PS y el MIR, con el apo-yo oblicuo del ex ministro Vuskovic, critica-ron duramente el plan de emergencia de los ministros Orlando Millas y Fernando Flores. Los negociadores de la deuda externa ante el Club de París recibían instrucciones para pos-tergar los programas de pago hasta 1976, es de-cir, cuando concluyera el gobierno. No había piso político para un programa de austeridad y contención de la demanda, como exigían los organismos multilaterales. El crédito externo estaba agotado.

A la derrota política y económica se sumó la militar el 11. Al cabo, la industrialización sus-titutiva fue reemplazada por el modelo expor-tador y la modernización del capitalismo.

Pero esa es otra historia.

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EL SEMANAL

El MIR:La vía de la insurrección

Soldados apuntan al despacho presidencial del palacio de La Moneda, durante el Golpe de Estado.

11 de septiembre, 1973:

En el último fin de semana de la UP, para el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) era claro que todo estaba perdido. Como otros dirigentes, Andrés Pascal estaba hastia-do de pasar noches acuartelado esperando el golpe. El diagnóstico final señalaba que habría un “golpe blando” o, si había plebiscito, Allen-de lo iba a perder. “Fue una incomprensión nuestra, porque hubo dos golpes. Uno, el de las clases dominantes para volver a imponer el orden. Otro, poco tiempo después, el de los que instalaron un nuevo modelo para resol-ver la crisis de desarrollo”, afirma.

Para el MIR, el día clave del proceso chileno no fue el del derrocamiento de la UP, sino uno previo, en que el escenario habría permitido un avance decisivo hacia el socialismo: el vier-nes 29 de junio, el día del “tancazo”. Entonces “había un proceso de creciente movilización y ascenso popular”, dice Pascal. Eso provocó una respuesta masiva de defensa del gobier-no de Allende. Cientos de fábricas fueron to-madas por los trabajadores organizados y marcharon por miles hacia La Moneda para ro-dearla. “Ibamos sin nada, con las puras manos, dispuestos a todo”, cuenta Juan Carlos Rodrí-guez, dirigente del cordón Vicuña Mackenna.

“Nunca he visto ni leído sobre una moviliza-ción tan grande como esa en Chile en defen-sa de un gobierno popular. La gente reclama-ba mano dura e intervenir en las Fuerzas Ar-madas”, sostiene Pascal. Parafraseando a Stefan Zweig, era un “momento estelar” del proceso, un cambio abrupto en la correlación de fuerzas. En el MIR se percataron de la im-portancia de la coyuntura. Creían que Allen-

de debía expulsar de las Fuerzas Armadas a los altos oficiales golpistas. Según Pascal, “el gol-pe se paró no sólo por el coraje y valentía de Prats, que hay que destacar. Se paró funda-mentalmente porque hubo unidades milita-res donde los oficiales y suboficiales se resis-tieron a salir”.

- Ese día nos contactaron (teníamos víncu-los y un sistema de contacto) suboficiales y ofi-ciales jóvenes de la base de El Bosque y nos di-jeron: “Estamos listos. Tenemos el control de los arsenales de El Bosque. Dígannos dónde sa-limos con las armas”.

La comisión política del MIR analizó la pro-puesta, que implicaba formar milicias arma-das. Era tentador para un partido joven, cu-yos militantes estudiaban la insurrección de octubre de 1917, que dirigió Trotsky en Petro-grado. La duda era asfixiante: “¿Qué hacemos? ¿Lo hacemos o no?”. De la respuesta depen-día el curso de la historia.

- El criterio que imperó fue el de Miguel [En-ríquez, secretario general del MIR] –recuerda Pascal–. Yo era más ultra. Tuve dudas también. Miguel dijo: “Esto puede ir a una situación ya no sólo de enfrentamiento con la derecha y el golpismo. Puede llevarnos a un quiebre abso-luto con el gobierno de Allende. Nos pueden aislar, reprimir y generar enfrentamientos en el campo popular, de los cuales no estoy dis-puesto a ser responsable”.

“También se puede pensar de otra forma”, evalúa hoy Pascal. “Si se hubiera hecho eso, ¿qué habrían hecho los suboficiales de la Ma-rina? Se hubieran alzado igual y tomado los bu-ques”, cree. Pero primó la moderación. “El mo-

mento fue desaprovechado por Allende y, quién sabe, también por nosotros”, dice.

A pesar que el PC y el MIR se repelían como el agua y el aceite, a los comunistas también les pareció un error que Allende no llamara a retiro a los jefes golpistas. Víctor Díaz, de la comisión política del PC, le pidió al minis-tro Millas proponer a Allende depurar los al-tos mandos porque, salvo Prats, hubo acti-tudes sospechosas de los jefes de la Avia-ción, Carabineros y de la Marina. El Presidente desestimó las propuestas, por-que creyó que la situación le permitiría avan-zar en un acuerdo con Patricio Aylwin.

Formado en agosto de 1965 al calor de la in-fluencia de la revolución cubana, en el MIR convergieron ex socialistas, trotskistas, anar-quistas y ex miembros de las JJ.CC. Un trotskis-ta, el médico Enrique Sepúlveda, fue el primer secretario general y entre los fundadores del movimiento estuvo el ex líder de la CUT y la ANEF Clotario Blest. Aspiraban a convertirse en la vanguardia de la revolución socialista. En su primer comité central había un grupo de jó-venes de Concepción, que encabezados por el médico Miguel Enríquez tomaron el control del movimiento en 1967.

La concepción del MIR fue que el modelo de industrialización sustitutiva iniciado en los años 30 se había agotado y en su camino dejó marginados a amplios sectores, los po-bres del campo y la ciudad, que junto con la clase obrera, los campesinos y capas medias empobrecidas serían los protagonistas de un cambio que incluía la expropiación de las ri-quezas básicas, la reforma agraria, el derro-

camiento de la burguesía y la imposición del socialismo. El camino incorporaba la vía ar-mada, porque los grupos dominantes iban a defender sus privilegios, pero descartaba el foco guerrillero. Para financiar sus activida-des, el MIR asaltó bancos y realizó acciones de propaganda armada, rompiendo con los métodos tradicionales de lucha de la izquier-da chilena. Irradió influencia desde Concep-ción hacia otras ciudades y el campo, a lo que contribuyó el escenario de ascenso de las

movilizaciones sociales. Después que en 1969 un grupo del MIR raptó por unas horas al pe-riodista Hernán Osses, director de Noticias de la Tarde, y lo dejó desnudo en pleno centro del barrio universitario de Concepción, el gobierno de Frei comenzó a perseguir a los dirigentes.

“El gobierno nos acusó de violentistas de iz-quierda, terroristas desquiciados. El PC nos ca-

lificó de aventureros y provocadores. Otros sectores de izquierda dijeron que discrepaban políticamente de las acciones que realizába-mos, pero que éramos jóvenes honestos. Por ejemplo, Salvador Allende, mi tío, me hizo lle-gar una caja de zapatos. Al abrirla, encontré una pistola Colt 45, nuevecita, y una nota que decía: ‘Tú escogiste ese camino. Sé conse-cuente con él’”, cuenta Pascal.

El MIR no creía en la vía electoral, pero en 1970 dejó en libertad de acción a sus adheren-tes. Tenía estrechos contactos con Allende a través de vías familiares: su hermana Laura, diputada socialista y madre de Andrés Pas-cal, y de su hija Beatriz. El tercer vínculo era el secretario de Allende, Osvaldo Puccio. En una reunión discreta que celebraron en el sec-tor de Colón Alto, Allende pidió al MIR ter-minar las acciones armadas, porque perju-dicaban su campaña y que lo apoyaran en su seguridad. Los miristas accedieron a ambas peticiones. Cuando un periodista le pregun-tó a Allende quién era la escolta armada que lo acompañaba, respondió: “Un grupo de amigos personales”.

Al llegar la UP, Allende indultó a los miris-tas y puso fin a la persecución policial de sus dirigentes. Después intentó atraer el MIR al gobierno. “Yo quisiera, Miguel, que tú fueras el ministro de la Salud”. La propuesta tenía mucho de simbolismo. Ambos eran médicos, se tenían cariño y Allende se había transfor-mado en una figura política desde que Pedro Aguirre Cerda lo designó ministro de Salud. La respuesta de Enríquez fue cuidadosa, pero negativa:

- Mire, doctor, me honra con su oferta, pero resulta que nosotros tenemos diferencias con usted y no queremos que esto se exprese den-tro del gobierno. Nosotros nos vamos a jugar por usted, lo vamos apoyar en la seguridad per-sonal, vamos a defender este gobierno, pero a la vez queremos la libertad para plantear nues-tras diferencias cuando sea necesario. El úni-co compromiso es que nosotros nunca vamos a plantear una crítica respecto de usted sin an-tes venir, conversar y decírsela.

Hoy Pascal piensa que esa respuesta pudo ser un error. “Me lo he preguntado. En cierto sen-tido, lo fue” porque si bien el MIR creció has-ta tener entre 40 mil y 50 mil miembros, de es-tar en el gobierno podría haber influido más en el proceso, “sobre todo en el tema de las Fuerzas Armadas”. Pero en ese caso no habrían podido ser “la mala conciencia de izquierda de Allende”, como escribió el corresponsal de Le Monde Pierre Kalfon.

El MIR contribuyó a radicalizar el proceso. Iba más allá de la UP. Impulsó tomas en el campo, las poblaciones y las fábricas y des-pués alentó la creación de los comandos co-munales y los cordones industriales. Traba-jó en la captación de adherentes e hizo inte-ligencia en las Fuerzas Armadas. A través de los llamados “frentes” multiplicó su activi-dad: Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER), Frente de Trabajadores Revoluciona-rios (FTR), Movimiento Campesino Revolu-cionario (MCR) y Movimiento de Pobladores Revolucionarios (MPR).

Al ir más allá de la UP, el MIR tuvo un cho-que frontal con el PC, en el que hasta hubo víc-

timas. Mientras los comunistas los acusaban de ser la “ultraizquierda”, el MIR replicaba que el PC era “reformista”. El PC se ceñía al pro-grama de la UP; el MIR se unía a la consigna socialista de “avanzar sin transar”. En sus Me-morias, Millas, uno de sus principales críticos, los acusa: “El MIR no ayudó en nada al movi-miento popular, sino que creó una confusión desfavorable para la izquierda y que aprove-chó la derecha. Durante los mil días de gobier-no, el MIR se mantuvo en la oposición, com-batió las medidas adoptadas, perturbó el cum-plimiento del programa de la UP”.

Pero el camino de la radicalización también les consiguió amigos, en especial en el PS, el Mapu y la IC, el “polo revolucionario” que no pasó mucho más allá de la tinta. Donde sí lo-graron actuar en conjunto con estos partidos fue en el “poder popular”.

Allende mantuvo siempre una actitud tole-rante con el MIR. En varias oportunidades Millas lo escuchó decir: “Si yo tuviera la edad de ellos, creo que habría corrido el riesgo de equivocarme y ser mirista”.

Durante los últimos meses de gobierno, Pas-cal no vio a su tío. En la última reunión que par-ticipó, Allende lo humilló con una artimaña. La comisión política del MIR estaba reunida con el Presidente discutiendo el tema de las Fuerzas Armadas y Pascal intervino. Medio arrinconado en el debate, Allende exclamó:

-¿Y qué me discutes tú, cabro de mierda? ¡Ten más respeto con tu tío!

Después de ese trago, Pascal le avisó a Enrí-quez: “No voy más a una reunión con Allen-de…”. Pasado el efecto del “tancazo”, la opo-

sición tomó la iniciativa. Para el MIR, la prin-cipal luz roja que les avisó de la inminencia del golpe fue la detención de los marinos que se reunieron con Enríquez, Altamirano y Ga-rretón. Con una orden de detención en su contra, los líderes del MIR estaban en la semi-clandestinidad desde antes del golpe.

La CIA estimó que el MIR contaba con cerca de dos mil personas con armas ligeras. Pascal es mucho más moderado en sus cálculos: “No-sotros sabíamos que no íbamos a poder derro-tar un Ejército. ¿Con qué? ¿Con las 200 armas, escopetas y fusiles que nos habíamos conse-guido por ahí?”. Junto con generar capacidad de autodefensa, el esfuerzo militar de este partido fue ganar adhesiones entre los subo-ficiales y tropa: “Soldado, no dispares contra el pueblo”, decía su propaganda callejera.

Su sistema de información de lo que ocurría entre los militares era el mejor de los partidos de izquierda. En 1973 el MIR detectó una reu-nión entre oficiales de la embajada estadou-nidense con altos mandos de las Fuerzas Ar-madas. “No recuerdo si fue en Iquique o An-tofagasta. Hablaron de Pinochet como una persona que podía participar en el golpe”, dice Pascal. “Este informe nos llegó de un su-boficial de la Marina que servía el café en la re-unión. Se lo llevamos a Allende y él nos dijo: “No, vayan a hablar con Prats”. Este los reci-bió en su despacho en la residencia y les res-pondió: “No, esto no es verdad. ¿Pinochet? Eso no puede ser verdad. Esto es una contrainte-ligencia que les están haciendo a ustedes”.

Si es que lo era, por esta vez además era verdad.

“Tú escogiste ese camino. Sé consecuente”, le dijo Allende a su sobrino cuando le regaló una pistola.

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La actuación más importante del más pe-queño de los partidos de la UP, Acción Po-pular Independiente, tuvo lugar en la dra-mática jornada del sábado 8 de septiembre, cuando los partidos de gobierno se reunie-ron en La Moneda para analizar la propues-ta del Presidente Allende de convocar a un plebiscito para salir de la crisis. La aproba-ron Luis Corvalán y Orlando Millas, del PC; Jaime Gazmuri, del Mapu-OC; y Anselmo Sule, del PR. La rechazó Bosco Parra, de la IC. Entonces habló el ex senador, presiden-te y líder indiscutido del API, Rafael Tarud. Dijo que por información de fuentes milita-res sabía que se preparaba un golpe militar que sería especialmente cruento.

Según las Memorias de Millas, Garretón, del Mapu, se acercó a él y le dijo que pen-saba votar en contra, pero que ante esta nueva información la aprobaría. Bosco Pa-rra también cambió su voto inicial. Cuan-do llegaron los representantes del PS, Ado-nis Sepúlveda y Erich Schnake, la reunión se convirtió en un infierno (en sus propias Memorias, Schnake afirma que fue con Al-tamirano). Los socialistas dijeron que se exageraba el peligro militar, que el plebis-cito era un paso muy peligroso y que, en caso de asonada, habría un contragolpe popular. Ante la discrepancia, Parra volvió a cambiar su voto y propuso una reunión entre las comisiones militares del PS y el PC para contrastar informaciones. Millas se opuso, porque temía que los informantes del PS (los generales Herman Brady y Raúl Benavides) fuesen, como les había insinua-do Prats, hombres leales al Pentágono. Ra-fael Agustín Gumucio, de la IC, que no ha-bía hablado, dijo que estaba con el voto anterior de Bosco Parra, pero como se tra-taba de una opinión personal, optaría por retirarse. Hugo Miranda, del PR, propuso llevar las posiciones de cada uno al Presi-dente. Adonis Sepúlveda se opuso porque los acuerdos debían ser unánimes. La orgía retórica siguió por unas horas, hasta que se levantó la sesión sin acuerdo, lo que signi-ficaba rechazo a la propuesta presidencial.

Tarud informó a Allende de inmediato. Su intervención había estado a punto de incli-nar a la UP en su favor, pero una vez más el PS la había hundido. El API se sentía frus-trado y enojado.

El API era una creación personal de Ta-rud, uno de los políticos más sagaces de la segunda mitad del siglo XX. Oriundo de Talca e hijo de una familia de inmigran-tes palestinos, se convirtió en el líder del Partido Agrario Laborista, la base políti-ca del gobierno de Carlos Ibáñez, y en 1953, a pocos días de cumplir los 35 años,

El API:La pieza pequeña Mujeres partidarias de Allende,

durante las celebraciones del tercer aniversario del triunfo de la Unidad Popular en el frontis de La Moneda.

4 de septiembre, 1973:

El domingo 9 de septiembre, Allende recibió en su casa a tres miembros de la comisión po-lítica del Partido Comunista, Luis Corvalán, Víctor Díaz y Orlando Millas, para decirles que creía inminente un golpe militar. No tendría la posibilidad de instalarse en algún regimien-to, lo que evaluó con el general (R) Carlos Prats, porque los oficiales leales con mando de tropas ya no las controlaban.

A las 11.30 lo interrumpió una llamada tele-fónica de la periodista Frida Modak, su secre-taria de prensa, para informarle que en su dis-curso en el Estadio Chile, Altamirano había di-cho que, así como se reunió con los suboficiales y marineros que denunciaron preparativos golpistas de sus jefes en la Armada, “concurri-ré todas las veces que se me invite para denun-ciar cualquier acto en contra del gobierno”. Allende comentó: “Esto no tiene remedio”.

La reunión terminó cerca del mediodía. Fue la última vez que los líderes comunistas estu-vieron con Allende. El lunes 10, la comisión po-lítica del PC coincidió con el diagnóstico ter-minal. A través del ministro de Economía, José Cademártori, el PC envió una carta al Presiden-te apoyando su idea de realizar un plebiscito, al revés del PS. Según Millas, el PS sólo aceptó en la noche del 10, después de una gestión per-sonal de Letelier. En cualquier caso, Allende iba a anunciarlo. Pero ya no había tiempo.

En las postrimerías del gobierno de la UP, los comunistas estaban más próximos a las polí-ticas de Allende que los socialistas. Era el cie-rre de un ciclo histórico, iniciado cuando se ges-taba la candidatura presidencial de la izquier-da para 1970. Los partidos de la UP reunidos en la “Mesa Redonda” no llegaban a acuerdo y cada uno levantaba su abanderado sin ceder. El PC puso a su máxima figura, el poeta Pablo Neruda. El PS insistió con Allende, aunque muchos de ellos a regañadientes. El Mapu le-vantaba a Jacques Chonchol, los radicales a Al-berto Baltra y Rafael Tarud iba por el API.

El PC inclinó la decisión. Aunque era el ma-yor partido de la izquierda -había subido su apoyo desde que terminó su proscripción en 1958-, retiró a Neruda y apoyó a Allende. Los demás partidos se sumaron. “Fue un parto difícil, el PS no se decidía por cuál so-cialista”, recuerda el ex diputado comunis-ta Luis Guastavino, secretario general de la campaña de Neruda.

Corvalán fue uno de los oradores en el acto que proclamó a Allende enero de 1970. Pero unos días antes, el secretario general del PC in-vitó al precandidato a su casa de calle Bremen y le anunció que su partido lo apoyaría, aun-que estimaba que su campaña no marchaba, que repetía discursos y caía en lugares comu-nes. Corvalán contó que Allende se molestó:

– Si ustedes consideran que no debo ser el can-didato, si no tengo la confianza de ustedes ni de mi partido y las demás colectividades, sim-plemente designen a otro.

- No, compañero Allende -respondió Corva-lán-. Estas observaciones no están dirigidas a bloquear su candidatura, de ningún modo. Están inspiradas en el propósito de ayudarlo a superarse. Nosotros hemos tenido con usted re-laciones políticas, relaciones de amistad, des-de hace largo tiempo. Lo apreciamos sincera-mente. Y si usted es designado candidato, el Partido Comunista trabajará por su victoria.

De los partidos de la UP, el más allendista y moderado fue el PC. La estrategia de uno de los partidos comunistas más incondicionales con el Kremlin , cuyos giros de línea coincidían con los del PCUS, que apoyó al “querido camara-da” de Stalin y después a la “desestaliniza-ción” emprendida por Kruschev y a la deten-te de Brezhnev, la única colectividad chilena que no condenó el Muro de Berlín ni las inva-siones de Hungría y Checoslovaquia, y que te-nía una fuerte tradición de ortodoxia marxis-ta leninista, vino a coincidir con la de un polí-

El PC: Stalin contra Trotsky

fue ungido como biministro de Econo-mía y Comercio, además de Minas. Su in-fluencia en el gobierno de Ibáñez ha sido ampliamente reconocida por los histo-riadores del período.

Ibáñez no dejó sucesión política -muchos de sus partidarios pensaban que debía ser Tarud- y el tenaz talquino pasó al Senado como independiente por la sexta agrupación provincial (Curicó, Talca, Maule y Linares). Ganó su reelección con la segunda mayoría (18,9%), detrás de Patricio Aylwin (27,9%) y en 1968 decidió formar el API, integrar la UP y presentarse como el primer precandida-to presidencial de la coalición. Llegó hasta el final en la competencia con Allende, li-brada en la “Mesa Redonda” de fines de 1969, pero la defección del PR terminó por derrotarlo.

De acuerdo con sus adversarios, Tarud tapizó Chile con propaganda y en los pri-meros días de 1970 resignó su postulación en favor de Allende sin más condición que la restitución de su inversión electoral. En cualquier caso, con o sin esa reivindica-ción, Tarud obtuvo algo mucho más no-ble: el título de generalísimo de la cam-paña allendista. En la noche del 4 de sep-tiembre de 1970, el líder del API se abrió paso entre el cordón de policías que ro-deaba La Moneda y fue a exigir al minis-tro del Interior de Frei, Patricio Rojas, el inmediato reconocimiento de la mayoría relativa de Allende, que estaba demo-rando más de lo conveniente.

La desproporcionada presencia del API en la UP fue alentada por Allende. Además de amigo, Tarud era un factor de moderación dentro de su coalición, que junto con el PC, una parte del Mapu, otra del PS, el Partido Social Demócrata y la pequeña Usopo, es-taría siempre del lado de su proyecto de so-cialismo republicano. Nunca se sabrá cuán-tas de las operaciones de micropolítica dentro de la UP fueron realizadas por el in-teligente Tarud, que se sentía socialdemó-crata y no marxista. Sus relaciones con los principales partidos de la UP se resumían en una frase: “Con los comunistas basta con un apretón de manos; con los socialistas, ni con un documento firmado”.

Fue elegido presidente de la UP en sep-tiembre de 1970 y en las elecciones de mar-zo de 1973 logró dos diputados, Silvia Ara-ya y Luis Escobar.

La historia ha sido algo mezquina con Tarud y con el API, una pieza pequeña pero importante en el turbulento trienio de la UP. Y sobre todo, con la acertada aprecia-ción de lo que ocurriría a partir del ama-necer del 11.

tico cultivado en la tolerancia de los templos de la Masonería, forjado en varias elecciones, con gran sensibilidad social y talento retórico, partidario de transformaciones estructurales, pero no de la dictadura del proletariado.

Allende era marxista, pero heterodoxo y más próximo a la socialdemocracia. Desde su juven-tud había convivido con los trotskistas, adver-sarios históricos del estalinismo. Sentía más simpatías por La Habana que por Moscú. Fren-te a la invasión de Checoslovaquia no se extra-vió: la condenó. El PC, que recibía un apoyo económico anual desde los países socialistas, reconocía a la URSS y el PCUS como la vanguar-dia del movimiento comunista internacional, mientras que los socialistas rechazaban que hu-biese “un centro” único. “La relación con el PCUS era como en una iglesia, con un Vatica-no muy fuerte”, dice Guastavino.

En medio del cisma chino-soviético, en su XII Congreso de 1962, el PC rechazó la tesis china de las dos vías, pacífica y armada, y mantuvo su fidelidad con Moscú. Su estrategia fue des-de entonces la vía pacífica, con la clase obrera como “motor de los cambios revolucionarios”. La concepción tenía similitudes con la confian-za de Allende en la “socialistancia” (una expre-sión del ministro Jaime Suárez) que reunía al pueblo socialista.

La derrota de Allende en 1964 provocó des-moralización, pero no interrumpió la alianza estratégica. El PC y el PS sufrieron deserciones

de grupos que ya no creían en ganar la presi-dencia a través de las elecciones.

¿Por qué se unieron Allende y los comunis-tas? La historia y el pragmatismo: se necesita-ban mutuamente. Allende no podía conquis-tar La Moneda sin los comunistas, y estos no podían hacerlo con alguien de sus filas.

Según Allende: “Los comunistas no son po-líticos improvisados (…), se dan cuenta de qué somos nosotros, dónde estamos situados, y comprenden (...) que habría que ser torpe, in-genuo, para pretender en Chile en esta época (...), hubiera un gobierno comunista (…) Si ma-ñana Chile eligiera un gobernante comunista, tengo la certeza de que la presión internacio-nal sería de tal magnitud que la voluntad so-berana del país se vería doblegada”.

En el escenario de la guerra fría, para Wa-shington el problema, más que Allende, era que el PC había llegado al gobierno en una coali-ción con el PS. Corvalán contó que estando en Moscú durante la elección municipal de 1971, la experiencia allendista concitaba atención porque socialistas y comunistas, “que andaban como el perro y el gato en casi todos los países donde coexistían”, eran la base de la UP.

El PC buscó el diálogo con la DC, preservar puentes y evitar una confrontación. Tenía una visión matizada de ese partido, reconociendo que en él convivían sectores muy diferentes. Buscó acercarse a los DC más cercanos a la iz-quierda y aprovechar lo que llamaba “las con-tradicciones de sectores de la burguesía chile-

na con el imperialismo”. Los socialistas desconfiaban de estos acerca-

mientos. En la campaña presidencial de 1970, Corvalán lanzó su famosa consigna, “¡Con To-mic ni a misa!”, mientras el candidato DC se de-finía contrario al capitalismo y planteaba que “cuando se gana con la derecha es la derecha la que gana”. Según Corvalán, este mensaje sólo pretendía aplacar la desconfianza socialista de que el PC pudiera ir con el candidato DC.

Cuando a Allende debía elegir su primer gabinete ministerial, el PS se opuso a que nombrara a comunistas en los ministerios políticos (Interior, Defensa y Relaciones Ex-teriores) y en embajadas clave (EE.UU., Cuba, Argentina y la URSS).

Los comunistas también desconfiaban de sus aliados. En una reunión en septiembre de 1972, Corvalán le expresó al embajador soviético, Alexei Basov, su preocupación por “el fortale-cimiento de las tendencias anticomunistas” en el PS. Y cuando Allende viajó a Moscú para ob-tener nuevos créditos, el PC sintió que las ob-jeciones del PS sobre la maquinaria soviética tenían ciertas resonancias anticomunistas.

El PC apostó a consolidar y defender a Allen-de en cada conflicto. Guastavino plantea que “el PC tuvo una conducta impecable durante la UP”, pero “no tuvo la fuerza para enfrentar al PS”. Luis Maira recuerda que los comunis-tas “estaban encantados con el hecho de estar en el gobierno” y no querían arriesgar ese ac-tivo, a diferencia del PS, que sufría su perma-nente lucha intestina de caciques y tendencias atraídas hacia el “polo revolucionario” y la consigna de “avanzar sin transar”.

Los choques eran cotidianos. Mientras el PC empujaba el trabajo voluntario (“¡Póngale el hombro a la patria!”) y priorizaba la “batalla por la producción”, el PS, el Mapu y el MIR impul-saban tomas para asegurar el control obrero y campesino de la producción. Durante 1973, sólo una vez el PC estuvo cerca del MIR, cuando este último estuvo por aprovechar el momento de derrota del “tancazo” para dar un golpe de mano y modificar en forma decisiva la corre-lación de fuerzas. Como señal de su desacuer-do con el apaciguamiento promovido por Allende, aquella noche Corvalán no asistió a la celebración frente a La Moneda del triunfo so-bre la asonada.

En los últimos meses del gobierno, el PC des-plegó la consigna “No a la guerra civil”, como “un modo de bloquear la operación norte-americana de echar abajo el gobierno del com-pañero Allende a como diera lugar” e indicar “que por las vías democráticas, incluyendo el plebiscito, era posible parar esto”, dice Jorge Insunza, miembro de la comisión política del PC. Esta fórmula era percibida en el “polo re-volucionario” como una forma de capitulación y de desarme de las fuerzas propias. La dere-cha creía que era una cortina de humo para ocultar el armamentismo de sus militantes.

Hacia septiembre de 1973, tanto Allende como el PC eran motejados de “reformistas” por la izquierda revolucionaria. ¿Era posible avan-zar hacia el socialismo dentro de la “legalidad burguesa”? Corvalán sostenía que era un fre-no, “pero no un obstáculo insalvable” y que se podía modificar con la lucha de las masas y la organización. Insunza dice que “no hicimos nunca un diseño que implicara que la vía ins-titucional limitara el proyecto. Partíamos de la base que la conquista del gobierno no era equi-valente a la conquista del poder”.

En vísperas del golpe, el partido que dirigía Corvalán era el más numeroso de la izquierda: 281 mil militantes, 195 mil en células del par-tido y 86 mil en las Juventudes Comunistas. Con eso llegaban a la tarde del 10 de septiembre.

En la mañana del día siguiente, conscientes de la imposibilidad de resistir la movilización militar, fueron los primeros en decidir el replie-gue. Empezaban la clandestinidad y el exilio.

El PS se opuso a que Allende nombrara comunistas en los ministerios políticos y en embajadas clave.

Domingo 8 de septiembre de 2013

LA TERCERA

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EL SEMANAL

El plebiscito:La última hoguera

Con fuentes de primera mano, el sábado 8 de septiembre la CIA informó a Washington que “varios acontecimientos” podrían fre-nar el golpe previsto para el lunes 10. Por el prestigio que tenía entre sus subordinados, Merino era capaz de convencer a los golpis-tas que esperaran algunos días si Allende lla-maba a un plebiscito o anunciaba la forma-ción de un gabinete integrado únicamente por uniformados. Para desactivar la amenaza de intervención militar, el Presidente tendría que adoptar medidas el sábado o domingo, porque después podría ser muy tarde e inclu-so era posible que las concesiones que hubie-se querido hacer carecieran de importancia.

El Presidente no tenía respaldo en los parti-dos de la UP para un gabinete militar, porque equivalía a un “golpe blanco”. Allende ni si-quiera podía saber si contaría con generales dis-puestos a sumarse a una iniciativa de ese tipo.

Sólo le quedaba una carta, a la que apostó todo: convocar un plebiscito. Era una jugada digna de su proverbial muñeca, que podría abrir un nuevo escenario. Llamar a un referen-do, consideraba Allende, facilitaría que la DC dejara de lado la petición de inhabilidad en su contra que quería presentar en el Congreso, daría piso para el diálogo y sobre todo, tiem-po. No perdía el optimismo: “Allende tenía mucha fe en ganar el plebiscito”, recuerda el ex senador radical Hugo Miranda, que el lu-nes 10 redactó una página para el discurso. El Presidente quería hacer el anuncio el lunes 10 por cadena nacional y el ministro del Interior, Carlos Briones, trabajaba hace días puliendo el borrador. Pero el sábado, en un almuerzo en El Cañaveral al que también asistió el mi-nistro Fernando Flores, Allende le contó su plan a Prats y este lo encontró irrealizable:

- Perdone, Presidente, usted está nadando en un mar de ilusiones. ¿Cómo puede hablar de un plebiscito, que demorará 30 o 60 días en implementarse, si tiene que afrontar un pronunciamiento militar antes de 10 días?

Allende llevaba semanas trabajando en la idea. Incluso dos años antes, en 1971, cuando su gobierno tenía mucho más respaldo que en vísperas del golpe, había advertido que podía llamar a un referéndum para reemplazar el Congreso por una asamblea popular de cáma-ra única. En una entrevista a la revista Chile Hoy, Altamirano sostuvo entonces que el ma-yor error político de la UP fue no haber llama-do a plebiscito “planteando la disolución del Congreso al día siguiente de la elección mu-nicipal, lo que habría permitido un cambio cualitativo en las fuerzas que hoy se expresan a través del Congreso”.

Pero en 1973 esto no era posible. Allende quería conocer a qué tipo de términos para un plebiscito adherirían personalidades uni-

versitarias cercanas a Frei. Sondeó a Fer-nando Castillo, pero un infarto lo dejó al margen. Después le pidió a Orlando Millas que operara con su primo, el ex rector de la Universidad de Chile Juan Gómez Millas, para conocer la exigencia mínima de Frei. Mi-llas y Gómez Millas tuvieron cuatro encuen-tros. Gómez Millas quería que incluyera un llamado a asamblea constituyente, paralela al Congreso, que se elegiría en elecciones. Si al anunciar el plebiscito Allende incorpora-ba esta convocatoria, un grupo de persona-lidades de alto nivel declararía que la crisis estaba resuelta y Frei daría su respaldo. Mi-llas relata en sus Memorias que informaba a diario de estas gestiones al PC y que recibía el respaldo de la comisión política. También Allende lo iba conociendo a diario, y “nos anunció que formularía en estos términos su mensaje al país”. Al conocer la propuesta Allende comentó con frialdad que eso lleva-ba al problema del poder y, en lugar de los tres años y meses que le restaban a su mandato, quedarían dos años para la asamblea. El de-safío era ganarla y, si la perdían, “seremos momentáneamente derrotados democrática-mente y no en golpe de Estado sangriento”.

Pero varios de los partidos de la UP pensa-ban distinto. El PS, el Mapu y la IC respon-dieron en principio en forma negativa a la so-licitud de respaldo de Allende en los térmi-nos que él quisiera, a diferencia del PC, el Mapu-OC, el PR y el API, que la apoyaron. Trenzados en este debate, los partidos se re-unieron en La Moneda tres días antes del gol-pe, el sábado 8, buscando dar la resolución unánime. No la hubo.

Millas informó al Presidente que la mayo-ría de los partidos lo apoyaba, que era muy pe-ligroso atrasar el anuncio de plebiscito y le pi-dió una reunión con la directiva del PC. Allen-de la difirió para el domingo 9, porque el sábado debía atender a Adonis Sepúlveda, “que me tiene hasta la coronilla”, y luego re-unirse con Prats para repasar en qué estaba el Ejército tras los cambios hechos por Pino-chet. El domingo, en esta última reunión en-tre Allende y la directiva del PC quedó claro que en ese momento era el partido más cer-cano al Presidente. Ante la insistencia del PC para llamar cuanto antes a plebiscito, el Pre-sidente replicó que no podía ser desleal con el partido de toda su vida y que Letelier rea-lizaría una última gestión para conseguir el apoyo del PS. Les contó que informaría a los comandantes en jefe de la salida plebiscitaria, lo que el PC no consideró prudente, porque podría anticipar el golpe.

En La Moneda, el lunes 10, los aconteci-mientos eran vertiginosos. Almeyda llegó des-de la Cumbre de Argel de los Países no Alinea-

dos y le dio una cuenta al Presidente. Al ter-minar la reunión, Hugo Miranda recordó unas declaraciones de Aylwin sobre la aceptación de un procedimiento pacífico para superar la situación, y Allende le pidió que redactara un memorando sobre eso. Con los recortes de prensa, Miranda escribió una página para el discurso de Allende que todavía permanece inédito. Luego Allende presidió un consejo de gabinete que se extendió hasta las 13. Uno de los presentes en esa reunión, el ministro de Vi-vienda Pedro Felipe Ramírez, cuenta que el consejo no fue deliberativo, sólo habló Allen-de. Por lo estructurado de sus palabras, “más que una intervención, fue un discurso”. El Pre-sidente se dirigió sobre todo a los militares que eran ministros, explicándoles que el progra-ma de la UP era patriótico e iba a modernizar el país. Al final del discurso dijo que “si inten-tan sacarme de acá, no crean que voy a ser como otros presidentes que han salido del país en un avioncito. No, yo voy a estar acá y me voy a defender hasta la última bala. Per-dón, hasta la penúltima. Yo sé lo que voy a ha-cer con la última”, recuerda Ramírez. El Pre-sidente no se refirió al plebiscito.

Después del consejo, Allende almorzó en La Moneda con varios de sus más cercanos: Gar-cés, Letelier, Bitar, Briones. El Presidente confiaba en que la DC aceptaría la vía plebis-citaria. “Aunque no haya borradores del tex-to, me consta que estaba fijada la fecha, la hora y el día” del anuncio y que Allende partió a ter-minar la redacción en su residencia de Tomás Moro, acompañado por Augusto Olivares y Letelier, relata Sergio Bitar. El plebiscito era “para discernir de una vez la posición de los chilenos respecto del área de propiedad social, que era el fenómeno que producía la mayor tensión con la DC”, dice.

Llegaron a La Moneda el líder del Mapu OC, Jaime Gazmuri, y el ex subsecretario de Jus-ticia José Antonio Viera-Gallo. Querían hablar con Allende. Después de esperar, le pidieron al edecán militar, Sergio Badiola, que les die-ra hora con el Presidente para el 11. Al volver del despacho, Badiola les dijo que se queda-ran. La espera se prolongó largo rato y Viera-Gallo debió partir. Cuando fue recibido, Gaz-muri le dijo a Allende: “Hay que descabezar la Armada”. “Eso es el golpe”, respondió el Pre-sidente. Gazmuri contestó: “El golpe viene igual”. Bromeando, Allende replicó: “¿Ah, sí? ¿Acaso quiere que le preste el sillón pre-sidencial?...”.

Allende había resuelto anunciar el plebisci-to el martes 11, en la Universidad Técnica del Estado. En Tomás Moro siguieron trabajan-do el discurso. Esa noche, por fin, consiguió la esquiva aprobación del PS. Después se fue-ron todos a dormir.

El lunes 10 de septiembre, un grupo de 60 po-bladores del MPR (uno de los frentes del MIR, dirigido por Víctor Toro) se tomó el Ministerio de Vivienda. El ministro Pedro Felipe Ramírez, representante de la Izquierda Cristiana (IC) en el gabinete, se reunió con ellos para resolver el conflicto. Cerca del mediodía, les dijo que de-bía asistir a un consejo de gabinete en La Mo-neda citado por Allende para las 12.

- Momentito -contestaron los pobladores-, nosotros tenemos que considerar si lo vamos a dejar salir o no…

Después de deliberar, los pobladores permi-tieron que partiera. A pesar de la situación, Ra-mírez no pensó en desalojarlos con Carabine-ros: reprimir no era parte del estilo cercano al mundo social que quiso imponer como su se-llo la IC, uno de los dos partidos creados du-rante la UP.

La IC surgió en octubre de 1971. Su vertiente principal provino del “tercerismo” DC, que dis-crepaba de la tendencia opositora a Allende. Partieron a la UP dirigentes como Ramírez, ex presidente de la JDC, y siete diputados –Bos-co Parra y Luis Maira entre ellos–, de los que sólo uno fue elegido en los comicios de 1973. Quienes salieron en 1971 creían que no era fac-

tible detener la “derechización” de la DC. No habían partido en 1969, con el éxodo al Mapu, porque querían lograr la unidad del centro y la izquierda y confiaban en Tomic para enca-bezarla. “Tomic nos dijo una vez: ‘Yo tengo una cornisa para pasar; Allende no tiene ninguna’”, recuerda Ramírez. El detonante para emigrar fue que en 1971 la DC presentó unida con el PN al médico Oscar Marín, de sus filas, para la elec-ción complementaria de un diputado en Val-paraíso.

Otros llegaron desde el Mapu porque discre-paban de su definición marxista, como los se-nadores Rafael Agustín Gumucio y Alberto Jerez, el diputado Julio Silva Solar y el minis-tro Jacques Chonchol. También llegaron inde-pendientes como Sergio Bitar, que había par-ticipado en la campaña de Tomic, y volvió desde Harvard, a pesar que tenía un problema personal: la UP le había expropiado a la fami-lia de su esposa, María Eugenia Hirmas, un campo y las fábricas Algodones Hirmas y Fi-restone . Sus suegros partieron a México.

“La opción que se dibujaba entonces era apo-yar o quedarse impasible, mientras se prepa-raba un golpe”, afirma Bitar. “O estabas con la UP o estabas con Kissinger y compañía, aun-que no lo quisieras”, sostiene Ramírez.

El primer debate que atravesó al nuevo par-tido fue si apoyar el proceso revolucionario des-de fuera o integrar la UP. Predominó el prag-matismo: en política, para cambiar la realidad

“hay que ensuciarme las manos, como los al-fareros”, dice Ramírez.

Igual quisieron conservar algo de la pureza de “profetas” con que algunos se sentían inves-tidos en el nuevo partido. Como eran críticos del cuoteo y el sectarismo, se negaron a tener cargos en el gobierno, una decisión que nadie comprendió mucho.

Chonchol, figura emblemática de la reforma agraria, siguió como ministro y siempre tuvie-ron sólo un ministerio: cuando salió él, llegó Bitar y después Ramírez. El único otro cargo que tuvieron fue el de gobernador de Consti-tución, donde fue designado Arturo Riveros a proposición del poder popular de esa ciudad.

En una bilateral con el PC, Corvalán le pre-guntó a Bosco Parra, líder de la IC, cuántas in-tendencias y gobernaciones querían. Parra re-plicó: “Senador, le acabo de decir, nosotros no vamos a postular a ningún cargo”. Corvalán ig-noró la respuesta y reiteró: “Entiendo esa fra-se de buena crianza, pero dígame cuántos in-tendentes quieren”. Parra se irritó y le espetó: “Usted no me ha entendido, senador…”.

La severidad en la IC se extendía a sus bases. “Ser militante de la IC era muy difícil, había que pasar por un período de premilitancia lleno de requisitos, exámenes prácticos y políticos”, afirma Ramírez.

Bitar hizo un diagnóstico de la marcha de la economía en la UP para proponer correccio-nes. El análisis, en que trabajó un equipo de ta-lentosos profesionales -Vittorio Corbo, entre otros- reflejó desequilibrios crecientes e insos-tenibles. Al escuchar que la inflación iba lle-gar al 100%, Gumucio llevó aparte a Bitar y le preguntó qué significaba eso. A esas alturas, los problemas eran políticos: si se frenaban los de-sequilibrios macroeconómicos, “la política se desbarataba”, sostiene Bitar.

A pesar de su origen en fuerzas moderadas, la IC se deslizó con rapidez hacia una posición más radical, encabezada por Bosco Parra y Antonio Cavalla. El paro de octubre y la cam-paña para las parlamentarias de 1973 acelera-ron la polarización. La distancia entre la UP y la DC se había transformado en un abismo.

Para las elecciones de la CUT la IC hizo un pac-to con el MIR y se presentó en lista conjunta con el FTR. La apuesta fue una derrota: obtuvieron 1,8%. Aunque no pasó mucho más allá de las palabras, el “polo revolucionario” que el MIR quería formar con el PS y el Mapu, atrajo a la IC. También la IC fue progenitora de la idea del racionamiento con tarjeta , “aunque al mismo tiempo estábamos en contra de utilizar a las JAP como un instrumento de opresión política”, sostiene Ramírez.

En las organizaciones del “poder popular”, la IC coincidió con el MIR, aunque había diferen-cias. La IC comenzó a prepararse para la auto-defensa del proceso a través de los cordones in-dustriales, “pero eso no significaba pasar a la insurreccional. Dentro de la IC había quienes sosteníamos que contra las Fuerzas Armadas profesionales no había nada que hacer. En eso tenía razón Allende”, afirma Ramírez.

Estas definiciones provocaron debates in-ternos en la IC. “Se empezó a producir la mis-ma tensión que existía en la UP, entre mode-rar para poder avanzar y los que decían que moderar era un signo de debilidad”, dice Bi-tar. A un lado estaban los encargados de la or-ganización, al otro los más políticos. A pesar de su tamaño y juventud, y de que quiso airear la política con la voz cristiana, en vísperas del golpe este partido se había transformado, en parte, en un espejo a menor escala de lo que pa-saba en la UP. Y era, como el original, un es-pejo quebrado.

La Izquierda Cristiana: El espejo quebrado

Bombardeo al Palacio de La Moneda, captado por el fotógrafo Chas Gerretsen.

11 de septiembre, 1973:

“La opción (...) era apoyar o quedarse impasible mientras se preparaba un golpe”.Sergio Bitar