pintar la libertad en la espaÑa del desastre: entre

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HAL Id: hal-01998999 https://hal.univ-lyon2.fr/hal-01998999 Submitted on 29 Jan 2019 HAL is a multi-disciplinary open access archive for the deposit and dissemination of sci- entific research documents, whether they are pub- lished or not. The documents may come from teaching and research institutions in France or abroad, or from public or private research centers. L’archive ouverte pluridisciplinaire HAL, est destinée au dépôt et à la diffusion de documents scientifiques de niveau recherche, publiés ou non, émanant des établissements d’enseignement et de recherche français ou étrangers, des laboratoires publics ou privés. PINTAR LA LIBERTAD EN LA ESPAÑA DEL DESASTRE: ENTRE BÚSQUEDA DE IDENTIDAD Y TRANSGRESIONES PICTÓRICAS Marion Le Corre-Carrasco To cite this version: Marion Le Corre-Carrasco. PINTAR LA LIBERTAD EN LA ESPAÑA DEL DESASTRE: ENTRE BÚSQUEDA DE IDENTIDAD Y TRANSGRESIONES PICTÓRICAS. Congrès SHF Libertés dans le monde ibérique et ibéro-américain, Jan 2019, Tours, Francia. hal-01998999

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Page 1: PINTAR LA LIBERTAD EN LA ESPAÑA DEL DESASTRE: ENTRE

HAL Id: hal-01998999https://hal.univ-lyon2.fr/hal-01998999

Submitted on 29 Jan 2019

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L’archive ouverte pluridisciplinaire HAL, estdestinée au dépôt et à la diffusion de documentsscientifiques de niveau recherche, publiés ou non,émanant des établissements d’enseignement et derecherche français ou étrangers, des laboratoirespublics ou privés.

PINTAR LA LIBERTAD EN LA ESPAÑA DELDESASTRE: ENTRE BÚSQUEDA DE IDENTIDAD Y

TRANSGRESIONES PICTÓRICASMarion Le Corre-Carrasco

To cite this version:Marion Le Corre-Carrasco. PINTAR LA LIBERTAD EN LA ESPAÑA DEL DESASTRE: ENTREBÚSQUEDA DE IDENTIDAD Y TRANSGRESIONES PICTÓRICAS. Congrès SHF Libertés dansle monde ibérique et ibéro-américain, Jan 2019, Tours, Francia. �hal-01998999�

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PINTAR LA LIBERTAD EN LA ESPAÑA DEL DESASTRE:

ENTRE BÚSQUEDA DE IDENTIDAD Y TRANSGRESIONES PICTÓRICAS

Marion LE CORRE-CARRASCO

Universidad Lumière-Lyon 2, PASSAGE XX-XXI

En un contexto de crisis, el prisma de la libertad permite poner de realce varios

epifenómenos que explican, e incluso nutren, esta crisis. Por lo tanto, cuestionar la libertad en

la España fin-de-siècle, la España turbada de la época del Desastre, recalca cómo, dentro de este

periodo de revoluciones exacerbadas (políticas, sociales, económicas, espirituales, etc.), brotó

una expresión artística peculiar, heredera de una tradición pictórica secular y, a la par, deseosa

de librarse de los códigos para mejor dar cuenta de las novedosas alteraciones que sacudieron

el país. Este retrato iconográfico de la España del Desastre plasma una libertad tempestuosa,

tan amenazada como reivindicada. De hecho, en 1898, al concluirse la guerra hispano-

americana, los españoles perdieron la isla de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam.

Bisagra decisiva en la historia nacional, esta derrota acarreó un verdadero trauma que sugiere

perfectamente, por ejemplo, el implícito título del compendio histórico retrospectivo Más se

perdió en Cuba (PAN-MONTOJO, 1998).

La crisis finisecular acaecida marcó una ruptura en el consenso nacional y empeoró el

pensamiento catastrofista. El artículo “Sin pulso”, publicado por Francisco Silvela en agosto de

1898 en el periódico El Tiempo de Madrid, expresa obviamente este dolorido sentimiento de

decadencia nacional. Pero no tardaron en salir unas tentativas regeneradoras, para proponer

análisis, causas y, por cierto, para impulsar reacciones. Los títulos de las dos obras siguientes

evidencian esta corriente: El desastre nacional y sus causas (ISERN, 1899), y El problema

nacional: hechos, causas y remedios (MACÍAS PICAVEA, 1899). El traumático episodio del

Desastre empeoró así una profunda crisis, seguida por una fase de desánimo y, luego, un

cuestionamiento nacional, una búsqueda de identidad colectiva. En todas estas dudas, se planteó

la libertad como valor fundamental y esta encontró una expresión original en la pintura

española.

En efecto, concomitante de la crisis, el fenómeno de la Modernidad sacudió el arte

nacional con un nuevo soplo estético, contemporáneo de las vanguardias europeas y de la

multiplicación de los – ismos. En medio de esta profusión, el motivo pictórico de la libertad se

revela como verdadero desafío tanto para la inspiración como para la expresión. Los pintores,

a la vez testigos y actores de La invención de España (FOX, 1998), en el paso del siglo 19 al

siglo 20, escenificaron las nuevas libertades contemporáneas que se presentarán en este estudio

según tres orientaciones: libertad y tiempo histórico, o la expresión de nuevas emancipaciones;

libertad e identidad, o la búsqueda de una cohesión idiosincrática mediante el arte; libertad y

renovación estética, o la agudeza de las interrogaciones metapictóricas.

La libertad, a finales del siglo 19, es la piedra angular de varias reivindicaciones

sociales, emanaciones del movimiento obrero en pleno auge. Bastan unas pautas para recodar

este contexto laboral conflictivo: creación de la Asociación Internacional de Trabajadores, en

1870; fundación del Partido Socialista español, en 1880; creación del sindicato de la Unión

General de Trabajadores, 1888; reglamento sobre la ley del trabajo de mujeres y niños en 1900;

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o incluso la huelga, que se consideraba como un delito hasta 1909. Precisamente, fue el enfoque

del afrontamiento el que eligió pintar Ramón Casas i Carbó, artista más bien conocido como

prócer del Modernismo catalán, y quien se expresó sin embargo en otro registro en La carga

(1903, 298 x 470,5, museo comarcal de la Garrocha, Olot). Esta obra, de majestuosas

dimensiones, ganó la Primera Medalla en la Exposición General de Bellas Artes de 1904,

recuperando directamente la anécdota de un movimiento social acaecido en Barcelona en 1902

(aunque en realidad la crítica demostró que se realizó la obra en 1899). La circunstancia

geográfica apenas se nota en La carga; se divisa, más o menos, la silueta de la iglesia de Santa

María del Mar en el último plano, pero, obviamente, los indicios de contextualización poco

importan en la composición de Ramón Casas ya que lo que sí cuenta es el drama humano puesto

en escena por el artista. De hecho, se puede llevar a cabo una doble lectura de la libertad en esta

obra.

Ramón Casas i Carbó, La carga, 1903, óleo sobre lienzo, 298 x 470,5.

© Museo comarcal de la Garrocha, Olot.

Por una parte, la elección del motivo, comprometido, daba cuenta por supuesto de las

reivindicaciones sociales de los obreros barceloneses de principios del siglo 20. Pero lo

impactante es que el vínculo texto/imagen – o sea título/motivo aquí – insiste más bien en la

privación de libertad. En 1902, la Guardia Civil reprimió con violencia esta manifestación de

obreros, y este es el enfoque del pintor: se detuvo en un instante de la represión, de la privación

de libertades todavía no reconocidas, no institucionalizadas. Los manifestantes se exponían al

castigo. Entonces, si nos fijamos primero en el asunto propiamente dicho pintado, lo que recalcó

Casas aquí fue la ausencia de libertad.

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Pero, por otra parte, paradójicamente, el artista se libró de ciertas normas, transgredió

reglas iconográficas para proponer una original expresión de este momento poco común. El

formato utilizado, primero, se vincula directamente con una corriente pictórica – muy en boga

en la época – la pintura de historia. Las majestuosas dimensiones solían poner de realce a los

héroes del pasado y celebrar las glorias nacionales, tan necesarias para luchar contra el

sentimiento de decadencia finisecular. Las pinturas que adornan hoy en día las paredes del

Senado español fueron encargadas por ejemplo en esta época, para conmemorar episodios

claves de la construcción de la identidad española, o sea: La Conversión de Recaredo, obra de

Antonio Muñoz Degrain (1888, óleo sobre tela, 350 x 550), La Rendición de Granada de

Francisco Pradilla (1882, óleo sobre tela, 320 x 550) o también La Jura de la Constitución por

María Cristina de Habsburgo, Francisco Jover (1890-1897, óleo sobre tela, 350 x 550). No

obstante, a todas luces, la similitud de dimensiones con la pintura de historia crea un choque en

el caso de La carga, porque Casas no retrató a ningún héroe en particular del pasado patriótico.

Muy al contrario: el pintor, testigo de los trastornos políticos, sociales y laborales de su época,

elevó al pueblo obrero a la postura de inusual protagonista de la historia nacional. Se podría

interpretar entonces como una verdadera licencia artística, en la medida en que Casas se valió

de normas pictóricas de un género para otro, confiriendo por lo tanto a esta escena callejera

cierto matiz histórico irrefutable, mediante esta transferencia genérica. Realizó un cuadro de

historia, basándose en sus vivencias contemporáneas, convirtiendo a los manifestantes en

protagonistas.

Con todo, el título de la pintura, así como la composición misma de esta, invitan a

matizar esta primera impresión de pueblo glorioso. Primero, “la carga” relega este proto-

proletariado a una pasividad total: no es el héroe epónimo del cuadro. Este, más bien, anuncia

de entrada la represión de la revuelta popular “carg[ada]” por representantes del orden público.

Además, la inclinación de Casas en esta obra consiste en dar cuenta de la instantaneidad de la

escena, para mejor sugerir su violencia. En el segundo plano, la rapidez de la carga se expresa

por un toque de pinceladas dinámicas en la ropa de los manifestantes. Las confusiones

cromáticas, borrosas, no permiten identificarlos: se convierten en una masa anónima, un cuerpo

social solidario, indiferenciado, que huye en la misma dirección bajo la amenaza de la Guardia

Civil.

El proceso es muy distinto en el primer plano: Casas aisló a dos figuras (a quienes ya

había retratado en la revista Pèl & Ploma en noviembre de 1899) que encarnan, cada una, las

fuerzas antagonistas. El Guardia Civil, aplastador, a caballo y con sable, domina toda la escena.

Se yergue, impasible, frente al espectador mientras que está cayéndose por el suelo un

manifestante, en una postura desbaratada, con un pie hacia arriba, un brazo tendido, y sobre

todo este sombrero que está rodando en el primerísimo plano, como si estuviera a punto de

salirse del marco, de cruzar esta frontera ficcional, lo que provoca gran impacto y efecto

sobrecogedor en el espectador – sobre todo si recordamos que la obra alcanza dimensiones a

escala humana. Los escorzos, muy dinámicos, empleados para representar al hombre, al jinete

y al caballo, refuerzan la fuerte impresión de verosimilitud, de profundidad y de escenificación

de la carga en espacios sucesivos desde el fondo hasta delante. La composición general y su

movimiento alimentan la ilusión visual: el hombre tendido y el jinete parecen a punto de salir

del cuadro.

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No obstante, entre las varias innovaciones y libertades pictóricas de La carga, cabe

insistir, por fin, en la originalidad compositiva de esta pintura que plasma, sin duda, la mayor

emancipación creativa del artista en esta obra. Por mucho impacto que tengan los dos

protagonistas del primer plano a la derecha – el manifestante tumbado y el jinete de la Guardia

Civil – no son sino un elemento más en la estratificación escénica de La carga, siendo como el

punto culminante de una mirada panorámica circular que lleva al espectador desde el fondo

izquierdo hasta esta vigorosa pareja antagónica. Este recorrido visual, curvado, gira en torno al

verdadero protagonista del cuadro, o sea, el vacío. El genio y la modernidad pictórica de Casas

estriban aquí en este largo espacio libre, pintado casi como un color liso, con pocos matices que

solo sugieren algún relieve, hojas caídas o prendas caídas y abandonadas por las prisas. El

protagonismo tan tremendo como inquietante de aquel lugar desierto estructura la obra,

paradójicamente, por su vaciedad. Muy lejos estamos, por cierto, de los cánones de la pintura

de historia en esta representación de una tentativa de emancipación laboral. La transgresión

pictórica y compositiva de La carga la convierte en parangón de osadía, de licencia estética.

Aquella libertad creativa sirve el supuesto testimonio del pintor (quien se inventó la escena

recordémoslo y recuperó, a posteriori, la actualidad barcelonesa), deponente y actor de su

época.

Después de este primer enfoque, dedicado a libertad y tiempo histórico, o la

expresión de nuevas emancipaciones, el análisis se centrará en libertad e identidad, o la

búsqueda de una cohesión idiosincrática mediante el arte. En primer lugar, es menester recordar

el papel que desempeñó la pintura de historia oficial en esta voluntad política de forjar

(¿inventar?) la unión nacional. En la introducción de su trabajo de investigación Pintura de

historia e identidad nacional en España (1995), Tomás Pérez Vejo lo determina de la manera

siguiente:

Si las naciones no son realidades objetivas, sino invenciones colectivas; no el fruto de una

larga evolución histórica, sino el resultado de una relativamente rápida invención histórica;

si no nacen, sino que se crean o, mejor, se inventan; si en esta metáfora de cuerpo construido

en que descansa la idea de lo nacional, “la voluntad cuenta más que la conciencia”1 y “los

mitos, las costumbres, las lenguas son ciertamente datos iniciales , pero no adquieren poder

sino por la repetición, la difusión y, en definitiva, la construcción”2, este proceso de

invención/construcción debería ser, necesariamente, algo observable y analizable, y su

reconstrucción en un tiempo histórico concreto debiera ser posible, siempre que se dispusiese

de las herramientas analíticas pertinentes. (PÉREZ VEJO, 1995: 8)

A continuación, vincula la instrumentalización del arte por la política con el “proyecto

historicista del conde duque de Olivares” (PÉREZ VEJO, 1995: 231), este periodo de crisis –

otra crisis, por cierto – del reinado de los Austrias coincidiendo con un nuevo proceso que puso

en marcha Olivares:

la utilización del eficaz sistema propagandístico desarrollado por la cultura barroca para

generar un consenso generalizado en torno a las acciones de la monarquía y de su gobierno,

una especie de cruzada ideológica de conquista de la incipiente opinión pública y de

reforzamiento del aparato del Estado. (PÉREZ VEJO, 1995: 231)

Como subrayado de paso, no por casualidad se armó esta propaganda iconográfica en

tiempos de crisis, tal y como se repitió en la época del Desastre. La oficial pintura de historia

se convirtió en la época en “instrumentos visuales del nacionalismo” (REYERO

HERMOSILLA Carlos, 2009: 1198). En segundo lugar, entonces, se aludía anteriormente a

1 DELANNOI (1993: 11). 2 Ibidem.

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famosas obras que adornan las paredes del Senado español, en particular las del Salón de los

Pasos Perdidos. Fueron obras de encargo, creadas con el propósito de conmemorar episodios

claves de la construcción de la identidad española. Dichas obras insisten el (seudo-) sedimento

patriótico, basándose en momentos que, supuestamente, señalaban los brotes de una

idiosincrasia y así definían una verdadera “iconografía nacional” (PÉREZ VEJO: 1995).

Partiremos ahora del análisis de una de ellas, para poner de realce el vínculo señalado aquí entre

libertad creadora e identidad nacional.

Con el encargo de La Conversión de Recaredo, obra de Antonio Muñoz Degrain (1888,

óleo sobre tela, 350 x 550), los comitentes senatoriales pretendían hacer hincapié en los orígenes

religiosos de la unidad española. De hecho, la historiografía decimonónica ensalzaba la

conversión del rey visigodo, abjurando del arrianismo, presentándola como una bisagra

fundamental en la historia peninsular.

Antonio Muñoz Degrain, La Conversión de Recaredo, 1888, óleo sobre tela, 350 x 550,

Salón de Pasos Perdidos. © Senado, Madrid.

Para cumplir con este pedido, Antonio Muñoz Degrain (exitoso artista, galardonado por

ejemplo de la primera medalla en la Exposición Nacional de 1884) buscó y consultó

información histórica, pero, al fin y al cabo, no se valió tanto de estos archivos, sino que dejó

riendas sueltas a su habitual genio creativo:

Desde un punto de vista formal, es una obra extraordinariamente audaz en cuanto a su

ejecución, aunque responde a la delirante imaginación artística que es habitual en la etapa de

madurez del pintor valenciano. La materia pastosa, como dada a brochazos, en la que

destacan los estridentes efectos refulgentes del raso carmesí y del amarillo broncíneo, se

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extiende por todo el lienzo para producir una extraordinaria suntuosidad cromática global,

que sugiere una ceremonia misteriosa y alucinante, más allá del hecho concreto que describe.

Los elementos arqueológicos no sólo son impropios y anacrónicos, sino que, utilizados con

tal desmesura acumulativa, terminan por generar un agobio sensorial, inusitado dentro del

género, pero profundamente incardinado en las corrientes finiseculares más avanzadas. Por

eso La conversión de Recaredo es una obra excepcional dentro de los parámetros habituales

de la pintura de historia, más cerca de la emoción y el delirio, gestados en elementos plásticos,

aunque también temáticos, que de la evocación edificante de un suceso patrio. (REYERO

HERMOSILLA, 1999: 292)

En relación con nuestro segundo enfoque libertad/identidad, destacaremos dos

argumentos de esta cita de Carlos Reyero Hermosilla. Primero, es de notar cómo, en el marco

de un encargo oficial, Muñoz Degrain se esmeró en buscar informaciones fidedignas de

archivos sobre el acontecimiento que le tocaba representar … ¡para mejor olvidarse de la

verosimilitud histórica! La modernidad anacrónica de varios elementos se explica en parte por

el cosmopolitismo de los pintores decimonónicos, que solían viajar, estudiar y exponer fuera

de España, en contacto con las vanguardias europeas (o incluso el arte oriental en el caso de

Muñoz Degrain). La función edificante de la obra se esfuma detrás de la escenificación

imaginada por el artista. Y cabe señalar que esta libre interpretación del acontecimiento, por

parte de Muñoz Degrain, entusiasmó a los comitentes senatoriales ya que, tal y como lo reseña

Carlos Reyero Hermosilla, estos le pagaron el doble de lo previsto.

En segundo lugar, La Conversión de Recaredo permite, asimismo, enfatizar la libertad

pictórica en la misma técnica y subrayar la profunda renovación del género histórico, para no

decir las premisas de su declive y desaparición. En efecto, si comparamos, por ejemplo, la

modernidad formal de esta obra de Muñoz Degrain con la composición hierática, teatralizada,

de La muerte de Viriato, jefe de los lusitanos, pintada en 1807 por José de Madrazo y Agudo,

notamos la evolución del género histórico.

José de Madrazo y Agudo, La muerte de Viriato, jefe de los lusitanos, 1807,

óleo sobre lienzo, 307 x 462. © Museo del Prado.

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El estilo neoclásico, en boga a principios del siglo 19, ya no podía seducir a Muñoz

Degrain, unos ochenta años más tarde, lo que explica la “materia pastosa, como dada a

brochazos” e incluso la impresión de “agobio sensorial”. La pintura de historia evolucionó, por

lo tanto, a lo largo del siglo 19, hasta que se llamó a sus últimas expresiones “segunda

generación”, formula que recalca las transformaciones llevadas a cabo en las últimas décadas

del siglo. La “sensorialidad” destacada en La Conversión de Recaredo tiene que ver con la

nueva corriente del realismo – “es decir la pintura como resultado de una experiencia sensorial”

(REYERO HERMOSILLA Carlos (2009: 1205), – y también con imperativos económicos: los

artistas tenían que llamar la atención a un público nacional o internacional de forma inmediata,

por lo que la truculencia o emotividad de los asuntos constituye un elemento narrativo más

eficiente que el tradicional discurso épico del nacionalismo ortodoxo” (REYERO

HERMOSILLA Carlos (2009: 1205). Dicho de otro modo, las licencias artísticas formales, que

fueron invadiendo el género histórico, acabaron por desacreditar sus cánones originales. Estas

libertades técnicas renovaron el género hasta aniquilarlo.

En el mismo Salón de los Pasos Perdidos del Senado madrileño, encontramos otro

ejemplo de encargo oficial que asimismo se comentará, pero según distintas modalidades. La

Rendición de Granada de Francisco Pradilla y Ortiz (1882, óleo sobre tela, 320 x 550) es una

imagen muy famosa de la iconografía nacional, pero esconde un tesoro menos conocido: una

carta escrita por el propio artista, mandada desde Roma, en donde Pradilla terminó La Rendición

de Granada, dirigida a los senadores comanditarios. La aclaradora relación que une

texto/imagen, es decir aquí dicha carta y el cuadro, nos permite destacar dos aspectos valiosos

para nuestro estudio. En primer lugar, considerando la libertad pictórica como voluntad

autónoma de creación, hace falta contextualizar esta obra de Pradilla y notar que tal y como La

Conversión de Recaredo de Antonio Muñoz Degrain pero, a diferencias de La carga de Ramón

Casas i Carbó, La Rendición de Granada es obra de encargo y no producción espontánea, libre

de todo marco. El Senado eligió a Pradilla poco tiempo después de la Exposición Nacional en

la que su cuadro Doña Juana la Loca (1877, óleo sobre lienzo, 340 x 500, Museo del Prado)

recibió la medalla de honor. El propio presidente del Senado escribió al pintor para indicarle el

asunto que tenía que representar: “entrega de llaves por Boabdil a los Reyes Católicos, como

representación de la unidad española; punto de partida para los grandes hechos realizados por

nuestros abuelos bajo aquellos gloriosos soberanos” (citado por REYERO HERMOSILLA,

1999: 296). El propósito historicista del Senado no podía expresarse más claramente y este fue,

entonces, el marco edificante y elogioso que guió a Pradilla.

En segundo lugar, y para volver a la insigne carta escrita por el pintor, se evidenciará

cómo, a pesar de las obligaciones inherentes a dicho pedido, Pradilla logró manifestar cierta

libertad creadora y, en particular, para diferenciar esta obra de la precedente – la de Muñoz

Degrain –, se señalará la libre interpretación muy consciente de Pradilla respecto a las corrientes

pictóricas en boga. El punto de partida de esta lúcida distanciación, el propio pintor lo indicó,

“confes[ando] que ‘el sentido realista’ no excluía para él ‘la poesía y la grandeza con que se

nos presenta envuelta la Historia’ ” (REYERO HERMOSILLA, 1999: 296, ídem para las

siguientes citas). Este breve extracto de la carta de Pradilla resulta sumamente llamativo porque

sitúa al artista en la encrucijada de las artes, y muestra cómo, en medio de las innovaciones de

la Modernidad, este pintor caracterizó sus orientaciones con gran clarividencia. Refiriéndose a

las influencias pictóricas contemporáneas, citó explícitamente “el sentido realista” – corriente

encabezada por Gustave Courbet – pero matizándolo en seguida puesto que, obviamente, tenía

que imaginarse la escena cometida por el Senado. No podía tratarse de realismo pintado d’après

nature, al natural. El pintor precisó que solo conocemos los acontecimientos históricos a través

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de filtros y, en el caso de la rendición de Granada, tenía que dar cuenta de la singular solemnidad

y relevancia de aquel momento, punto culminante de siglos de Reconquista y etapa fundamental

en el reinado de la emblemática pareja de los Reyes Católicos. La elección de los dos términos

“poesía” y “grandeza” pone de manifiesto el doble reto de esta obra maestra: no solo ensalza

aquel evento histórico clave – desde el punto de vista de la creación épica de un pasado

patriótico glorioso – sino que lo adorna con “poesía”. La inédita y libre convergencia entre el

arte pictórico de Pradilla y su afán de lirismo realza su vanguardismo en un género más bien

caracterizado por su tradicionalismo. Unos detalles de la carta revelan las intenciones del artista

y cómo, a partir de los documentos de archivo que él también consultó, compuso y acomodó

libremente su obra, tejiendo un diestro acuerdo entre Historia, Imagen y Lirismo.

Francisco Pradilla y Ortiz, La rendición de Granada,1882,

óleo sobre lienzo, 330 x 550, Salón de Pasos Perdidos. © Senado, Madrid.

Explicó, por ejemplo, de qué manera jugó con la estructura y el enfoque generales del

cuadro para lograr mayor efecto y legibilidad en el espectador: “Supongo el diámetro del

semicírculo algo oblicuo a la base del cuadro, y esta disposición permite, sin amaneramiento ni

esfuerzo alguno, se presenten los tres Reyes al espectador como más visibles”. El verbo

“suponer” insiste en la libre interpretación del pintor y justifica técnicamente su inclinación. A

continuación, comentó su selección cromática, basándose en el valor representativo de los

colores: “A ello contribuyen también las respectivas notas de color: blanco-azul-verdastro, la

Reina y su caballo; rojo, el Rey Fernando, y negro, el Rey Chico”. Más adelante, en la carta,

volviendo a este tema Pradilla indicaba: “He puesto los cipreses detrás de la Reina, para

destacarla por claro en su masa sombría, y caracterizan también el país”. La libre invención de

este detalle en la escena permite acercarse al proceso creativo del pintor: la colocación del árbol,

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tan alto como delgado, no solo realza a Isabel la Católica por contraste, aislando y señalando

su retrato, sino que permite al pintor sugerir, con un ejemplar, lo que consideraba como

representativo de la flora arborícola del lugar y de la época. El ciprés tiene un valor metonímico:

“caracteriz[a] también el país”.

En resumidas cuentas, la relación libertad/búsqueda idiosincrática en la pintura de

historia decimonónica (muy parcialmente esbozada aquí, mediante solo dos ejemplos)

evidencia la paulatina permeabilidad de este género, cada vez más híbrido, por la potencia

vanguardista y cosmopolita de los artistas. Superaron el marco historicista de los pedidos

oficiales para dejar brotar una libre interpretación de la Historia, fomentada por las

innovaciones técnicas y estéticas características de la época. Sin embargo, es imprescindible

subrayar el papel de estas imágenes en la invención/construcción del nacionalismo patriótico,

tan necesario en el contexto del Desastre. El Salón de Pasos Perdidos, para el que se realizaron

las dos pinturas evocadas en este estudio, es “el mejor testimonio de la apoteosis de la pintura

de historia, al servicio de los ideales nacionalistas del Estado, verdadero cénit que precede al

ocaso” del género (REYERO HERMOSILLA, 2009: 1206).

La última orientación de este trabajo se dedica a libertad y renovación estética, o la

agudeza de las interrogaciones metapictóricas. En cierto modo, seguimos el precedente hilo de

la búsqueda de identidad, pero ya no enfocado en el discurso historicista propagandístico, sino

en las cuestiones propiamente estéticas planteadas por los pintores. O sea, ¿cómo la Modernidad

sondeó tanto la forma como el fondo del arte pictórico? Destacaremos tres distintos elementos

de respuesta, no exhaustiva por supuesto, o sea dos causas y una consecuencia.

En primer lugar, hace faltar evocar la progresiva revolución que se operó dentro del

mundo cerrado de la crítica de arte a finales del siglo 19. Denis Vigneron lo precisa de la manera

siguiente:

Pour avoir frappé d’anathème les artistes – en particulier les impressionnistes vénérés

aujourd’hui –, condamnés de fait à l’opprobre, à la déchéance, à la misère, voire au suicide,

et pour avoir fait preuve aussi d’intolérance, la critique d’art, jusque-là réservée aux gazettes

et empreinte d’un certain snobisme petit-bourgeois de grande ville, perd tout crédit auprès

des artistes, qui, peu à peu, assument leur propre critique. Ainsi, sous l’impulsion d’auteurs

reconnus – des personnalités ouvertes, novatrices et libres –, la nouvelle critique devient un

véritable genre littéraire riche d’une réflexion fondée et durable sur la création. Assumée par

des peintres, poètes, écrivains, amateurs érudits, la critique d’art adopte le discours de la

découverte de l’autonomie et de la liberté, dans le domaine de la création artistique

(VIGNERON, 2009 : 20-21)

Las referencias a la libertad de creación subrayan el fuerte impacto que estos cambios

acarrearon en la producción misma del arte. Entre muchas, esta revolución de la Modernidad

permitió a los artistas librarse del peso de la crítica y también, poco a poco, del riguroso sistema

de las Exposiciones. El famoso “Salon des refusés” (en París, 1853) marcó un paso fundamental

en la independencia artística. El pintor catalán Pere Borrell del Caso ilustró este fenómeno con

un asombroso cuadro, un trampantojo sobrecogedor, en el que mezcló humor y cinismo. ¡El

protagonista, un joven modelo con mirada alocada, está a punto de salir del cuadro! Borrell

pintó en el lienzo el marco dorado, típico de los adornos de la pintura convencional, y su

personaje está cruzando la frontera ficticia de la obra de arte, agarrándose al marco y

asomándose hacia fuera, hacia el mundo “real” del espectador. Los perfectos escorzos de la

pierna y del pie aumentan todavía más el logro efectista de la obra. La dimensión metapictórica

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de Huyendo de la crítica es innegable: jugando con los límites estéticos del marco, con la

conocida frontera entre ficción y realidad, Borrell consiguió, con todo, sorprender al espectador

y plantearle (y plantearse) la cuestión de la postura de la obra de arte: ¿qué vínculo mantiene

con el mundo? ¿hasta qué punto lo representa o más bien lo escenifica? Por lo demás, la

anécdota elegida por el pintor no es cualquiera: el título orienta nuestra comprensión y denuncia

la huida hacia adelante del joven, viva y alocada encarnación del arte que quiere librarse de una

crítica amenazadora, acosadora y agobiante. Salirse del marco dorado es un acto simbólico para

rechazar los círculos elitistas que no fomentaban sino el estancamiento, según esta denuncia.

Por lo tanto, Borrell interroga el acto creativo mismo a partir del trampantojo del marco que

bien podríamos relacionar con un conocido análisis de Jacques Derrida a propósito de lo que él

llamaba “el parergon”:

Un parergon vient contre, à côté et en plus de l’ergon, du travail fait, du fait, de l’œuvre mais

il ne tombe pas à côté, il touche et coopère, depuis un certain dehors, au-dedans de

l’opération. Ni simplement dehors ni simplement dedans. Comme un accessoire qu’on est

obligé d’accueilli au bord, à bord. Il est d’abord l’à-bord. (DERRIDA, 1978: 63)

Pere Borrell del Caso, Huyendo de la crítica, 1874, óleo sobre lienzo, 76 x 63.

© colección Banco de España, Madrid

En Huyendo de la crítica, el marco desempeña el papel del “parergon” definido por

Derrida, y el mismo pintor está sujetando el caparazón de la crítica, para mejor romperlo,

consumiendo así la transgresión metapictórica. La individualidad del acto y la intimidad

(reforzada por el modesto formato de la obra) que alcanzamos con la reivindicación del pintor

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convierten a Huyendo de la crítica en una imagen prototípica de una necesaria y deseada

libertad creadora.

Ahora bien, el declive progresivo de la crítica y la autonomía estética correlativa son la

primera de las dos causas que evocaremos. La segunda tiene que ver con una circunstancia

técnica clave en el arte decimonónico: la invención de la fotografía. Esta revolución tuvo

numerosos impactos en la pintura: sacando provecho de los avances científicos de la fotografía,

unos artistas profundizaron sus investigaciones prácticas en torno a los colores, al tratamiento

óptico de la luz, a las posturas anatómicas de los cuerpos, a las representaciones del

movimiento, a los enfoques, por ejemplo. No se puede afirmar que se instauró una competencia

entre pintura y fotografía porque tomaron vías distintas, pero claro, en adelante los pintores

intentaron marcar cada vez más esta diferencia, buscando por la técnica pictórica todo lo que

se podía expresar y sobre todo más allá de la sencilla y básica reproducción mimética, al natural.

Estos cuestionamientos metapictóricos tienen que ver hasta con la legitimidad de la

supervivencia de la pintura.

Este aspecto se puede comentar a partir de un cuadro que Joaquín Sorolla pintó a base

de fotografías. ¿Por qué lo pintó basándose en fotos? Porque se trataba de un retrato de su propia

familia, en el que él mismo aparecía. El Museo Sorolla conserva en sus archivos ejemplares de

las fotografías que sacó Antonio García Peris, suegro del pintor. La originalidad del cuadro Mi

familia estriba entonces en sus orígenes fotográficos: Sorolla logró superar la mera escena para

pintar un cuadro en el que no se autorepresentó de pie detrás de su mujer (tal y como aparece

en las imágenes del fotógrafo), sino que imaginó una moderna composición con profunda

dimensión metapictórica. Abriendo un espacio abismal, en lo alto del cuadro, se autorretrató

pintando a su mujer y sus hijos que ocupan el primer plano. Estableció un juego especular con

el espectador: él está presente gracias a un espejo de ficción.

La espesura metapictórica proviene entonces de la intericonicidad original de la pintura

que vuelve a crear una composición a partir de hipo-imágenes, las fotografías. Por lo demás,

gracias al espejo especular, Sorolla se puso en escena pintando, acto sumamente metapictórico.

Está de pie, con su paleta, mirando a los ojos a su familia y, al mismo tiempo, al espectador.

Personaje admonitor, contemplaba a sus modelos y nos interpela sobre la potencia creadora del

arte pictórico. Evidentemente, jugaba con la composición y su propia puesta en escena: si

miramos la obra es porque la acabó, entonces no necesita sujetar paleta y pinceles. Sorolla abrió

nuevas dimensiones espacio-temporales en las que invitaba al espectador cómplice. Su genio

permitió esta brecha, basada en la afirmación ficticia del pintar. La libertad de Sorolla se

expresó aquí a raíz tanto de su pasión fotográfica como de su maestría pictórica.

El declive de la crítica tradicional, junto con las exploraciones pictóricas acarreadas por

la fotografía, propiciaron una decisiva pregunta a propósito de lo que se podía pintar, o no. Y

cómo. Estas interrogaciones desembocaron en el tema del mimesis y de la mera verosimilitud

que se fueron rechazando, para buscar “algo” que solo podría representar la pintura. La mayor

consecuencia entonces fue la revolución formal y el abandono de la figuración a favor de

investigaciones técnicas en distintos aspectos: la luz, los colores, el movimiento, las materias

primas usadas para pintar. El punto de ruptura en esta avalancha de libertades experimentales

fue el momento en que los pintores dejaron de pintar lo que habían visto (directa o

indirectamente) para centrarse en lo que sentían e imaginaban. Se abrieron entonces las vías del

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cubismo, del expresionismo y del arte no figurativo. Una obra expresa esta etapa clave,

cuajándola con una escasez de recursos muy eficiente. Se trata de una pintura de Cecilio Pla,

muy sobriamente titulada Caballete (1900, óleo sobre cartón, 33 x 24, colección particular, sin

derechos de reproducción de la imagen). Como lo indicó su autor, con este escueto título, solo

aparecen herramientas para pintar: paleta, pinceles y sobre todo, virgen, blanco, libre de toda

expresión, estalla la blancura del lienzo todavía sin pintar. Tomamos este último ejemplo como

punto culminante de estas preguntas metapictóricas: el suspense cunde por la obra y, contando

con el compromiso del espectador, Cecilio Pla le deja imaginar libremente lo que quiera o

incluso conformarse con este espacio vacío y libre. A diferencia de Sorolla, quien nos

interrogaba directamente representándose a sí mismo en el acto de creación, Cecilio Pla ubica

al espectador en la postura del artista a punto de crear. Todo pasa como si estuviéramos frente

a un caballete, listos para pintar. Dicho de otro modo, con esta obra, las libertades cruzaron

literalmente el universo ficticio del lienzo y, simbólicamente, de la creación pictórica: ahora al

espectador le toca heredar de esta autodeterminación estética, nosotros mismos recibimos el

tesoro de la libertad, convirtiéndonos en “spectateurs émancipés” (RANCIÈRE, 2008).

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