ortega y la educación
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Pensamiento de Ortega y Gasset sobre la Educación y el papel de la UniversidadTRANSCRIPT
ORTEGA Y LA EDUCACIÓN
Francisco Flecha Andrés
ORTEGA Y LA EDUCACIÓN
Ya lo dijo a su tiempo Ortega. También esto. También esto:
Las palabras no son palabras sino cuando son dichas por
alguien a alguien. Sólo así, funcionando como concreta
acción, como acción viviente de un ser humano sobre otro
ser humano, tiene realidad verbal. Y como los hombres
entre quienes las palabras se cruzan son vidas humanas y
toda vida se halla en un instante en una determinada
circunstancia o situación, es evidente que la realidad
‘palabra’ es inseparable de quien la dice, de a quien va
dicha y de la situación en que esto acontece
(El Hombre y la Gente, VII:242)
Y se dirá: “Bueno y qué”. No se alarmen. No quiero con ello hacer un
alegato referente a que, tal vez, y desde esta concepción, las clases
magistrales, el genero literario de las conferencias, los grandes
discursos, etc. carezcan de sentido, como carece de sentido y nos
inquieta, la cara que vemos asomando a la ventana, una milésima de
segundo, mientras dos trenes se cruzan en la noche, en mitad de
ninguna parte.
No quiero decir aquí, en este momento, que no haya ninguna
posibilidad de comunicación desde la liturgia que proclama
enseñanzas a un público reverente y silencioso.
Sólo traje esta cita al principio para algo tan simple como advertir que
el pensamiento de Ortega (y el de cualquier otro autor) sólo se
entiende desde las propias coordenadas espaciales temporales y
vitales del autor (y desde las mismas coordenadas espaciales
temporales y vitales del lector, no se olvide tampoco, pues explica,
por ejemplo, por qué a algunos de nosotros, encuadrados en algún
territorio de la izquierda, nos ha costado tanto acercarnos y entender
a un Ortega demasiado señorito, demasiado elitista, demasiado
liberal, demasiado burgués, demasiado despectivo con las masas)
LA EDUCACIÓN EN LA ARQUITECTURA VITAL E
IDEOLÓGICA DE ORTEGA
El análisis de la cuestión educativa en Ortega parecía, cuando recibí
el encargo, una tarea fácil y casi de puro trámite. Sólo fue una
ilusión. No porque en Ortega no puedan encontrarse suficientes
reflexiones para salir del paso. Sino por todo lo contrario. Hablar de
la educación en Ortega es hablar de todo Ortega, puesto que si su
obra, toda su obra, tiene algún sentido este es el sentido educativo.
Ortega reflexiona, filosofa para educar, como forma de educación,
como salida y solución de los problemas de una España que si tiene
alguna posibilidad de regeneración es, únicamente, a través de la
educación, de una educación que comienza con una visión del
mundo, del hombre, de la verdad, de la acción humana, sin las que
cualquier empresa educativa está condenada al vagabundaje o, lo
que es peor, al empobrecimiento personal y social.
Ortega reflexiona sobre la educación (como no podía ser de otro
modo) desde su propia experiencia vital e histórica.
Una experiencia que parte de una determinada circunstancia y se va
desarrollando, de forma casi narrativa, en un proceso de maduración
vital e ideológica que acompaña al permanente diálogo entre el
pensador y la situación cambiante, constituyendo con ello una
autentica biografía, siempre inacabada, siempre en proceso de
autoconstrucción.
Siguiendo, pues esta línea narrativa deberíamos hablar
De la circunstancia inicial
De las distintas etapas o momentos de la construcción de su
propio discurso educativo.
1. LA CIRCUNSTANCIA: EL DOLOROSO SENTIMIENTO DEL VIEJO
“PROBLEMA DE ESPAÑA”
Ortega nació en Madrid el 9 de mayo de 1883 en una familia que
respondía exactamente a la imagen de la burguesía liberal e ilustrada
de finales del siglo XIX, acunado por el sonido de las rotativas de “El
Imparcial” del que sus padres eran propietarios y periodistas.
¿Cómo podría extrañar esa permanente inclinación de Ortega a
utilizar la prensa como una de sus tribunas más queridas, verdadera
cátedra desde la que quería exponer su pensamiento, como un
verdadero magisterio ejercido desde esa cercanía cómplice e íntima
que se establece entre el periodista y sus lectores?
Este es, pues un dato que transciende lo puramente biográfico para
constituirse en el primer rasgo de su propia circunstancia.
En 1891 comienza a estudiar el bachillerato en un colegio de Jesuitas
de Málaga, una Málaga industriosa y fabril, cuyas convulsiones y
problemas quedaban fuera de los muros del colegio, habitado por los
hijos de una burguesía cuyos únicos conflictos eran las contiendas
académicas entre alumnos de Roma y de Cartago disputando
fieramente la supremacía en el dominio de pretéritos y supinos de los
verbos del latín.
Y sin embargo, a pesar de salir vencedor en múltiples torneos,
pareció sufrir la misma crisis que aquel Descartes, alumno también él
de los Jesuitas de “La Fleche”. Terminó también él con la conciencia
de una escasa fundamentación del saber recibido y una mínima
capacidad para la dinamización social entre aquellos que, al parecer,
habían sido preparados para capitanear las milicias culturales en
lucha permanente contra la barbarie y el error.
En 1897 Comienza sus estudios universitarios en la Universidad de
Madrid que respiraba los aires críticos y doloridos del Krausismo. Y,
por si esto fuera poco, el desastre del 98. Enorme aldabonazo que
despertó en no pocas conciencias el sentimiento de una insoportable
decadencia física y moral de España.
¿Cómo podría extrañar que, en los años en que se construye la
conciencia de un futuro en el que uno mismo puede intervenir,
tomara conciencia desgarrada del problema de España, como piedra
radical y primera de su propia circunstancia?.
“La idea de que ‘el destino concreto del hombre es la
reabsorción de su circunstancia’ no era para mí sólo una
idea, sino una convicción. Mis ideas no han sido nunca
‘sólo ideas’. La circunstancia es, a la vez, una perspectiva
y, como tal, tiene siempre un primer término y, tras éste,
otros, hasta uno último. Ahora bien, el primer término de
mi circunstancia era y es España”
(“Prólogo para Alemanes”, VIII, 54-55)
El problema de España, entendido, como lo hace Laín Entralgo como
“la dramática inhabilidad de los españoles… para hacer de su patria
un país mínimamente satisfecho de su constitución política y social”,1,
hace que no le sea permitido al intelectual en España andarse
perdido entre las rosas
“En otros países acaso sea lícito a los individuos
permitirse pasajeras abstracciones de los problemas
nacionales: el francés, el inglés, el alemán, viven en
medio de un ambiente social constituido. Sus patrias no
serán sociedades perfectas, pero son sociedades dotadas
de todas sus funciones esenciales, servidas por órganos
en buen uso. El filósofo alemán puede desentenderse, no
digo yo que deba de los destinos de Germania; su vida de
ciudadano se halla plenamente organizada sin necesidad
de su intervención. Los impuestos no le apretarán
demasiado, la higiene municipal velará por su salud; la
Universidad le ofrece un medio casi mecánico de
enriquecer sus conocimientos: la biblioteca próxima le
1 P. Laín Entralgo, España como problema, Madrid, 1962, pg.XI
proporciona de balde cuantos libros necesite, podrá viajar
con poco gasto, y al depositar su voto al tiempo de las
elecciones volverá a su despacho sin temor de que se le
falsifique la volunta. ¿Qué impedirá al alemán empujar su
propio esquife al mar de las eternas cosas divinas y
pasarse veinte años pensando sólo en lo infinito?.
Entre nosotros el caso es muy diverso: el español que
pretenda huir de las preocupaciones nacionales será
hecho prisionero de ellas diez veces al día y acabará por
comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa
y Gibraltar es España el problema primero, plenario y
perentorio.
(“La Pedagogía social como programa político” I, 506-507)
En tal situación, Ortega aventura
un diagnóstico sobre la causa semejante decadencia: el
individualismo de los hombres y las regiones de España que no
han sentido una inquietud común por los asuntos nacionales;
un remedio: la toma de conciencia de una misión nacional
un medio urgente y absolutamente necesario: la educación:
“El problema español es un problema educativo; pero
este, a su vez es un problema de ciencias superiores de
alta cultura. El verdadero nacionalismo, en lugar de
aferrarse a lo espontáneo y castizo, procura nacionalizar
lo europeo.
Es preciso, ante todo, que España produzca ciencia. Y
mientras tanto cuidemos de ocultar la bastedad nativa: no
descubramos, como malos hijos, el cuerpo del patrio Noé
cuando está beodo e impresentable. Y si lo hacemos, sea
suscitando, a fuerza de genio, idealidad sobre nuestras
lacerias, como ese pintor Zuloaga que anda por el mundo
removiendo las almas con la barbarie pintoresca de
nuestras llagas.
Hoy es muy difícil realizar trabajos científicos en España:
salvo algunas materias, es decididamente imposible.
Comienza por no haber una sola biblioteca de libros
científicos modernos. La Biblioteca Nacional es inservible;
apenas si basta para asuntos de historia y literatura
españolas, que son las disciplinas menos europeas. Las
demás ciencias se hallan por completo desprovistas de
material bibliográfico. Faltan las obras más elementales.
Apenas si hay revistas. Para colmo de desventuras, el
reglamento es paladinamente ridículo. El principio en que
se funda ese reglamento es que los libros están en la
Biblioteca para que no se los lleven; no para que sean
leídos bajo ciertas garantías, sino exclusivamente para
que no se los lleven, aunque nadie los lea.
Creo que una biblioteca de libros científicos (y claro está
que esto quiere decir libros científicos extranjeros) es
institución mucho más urgente que ese teatro nacional
proyectado. Puede vivir dignamente una nación sin un
Teatro Nacional: sin una biblioteca medianamente
provista, España vive deshonrada”
(“Pidiendo una Biblioteca” I: 84-85)
Unos protagonistas: para que esta misión evangelizadora y
salvífica pueda llevarse a cabo es necesaria la existencia de una
élite intelectual que, tomando lo mejor del mundo occidental
sepa educar políticamente a las masas:
“Para nosotros, por tanto, es lo primero fomentar la
organización de una minoría encargada de la educación
política de las masas”
(“Vieja y Nueva Política”, I: 302)
El pensamiento del joven Ortega enlaza, según ha podido deducirse,
con el regeneracionismo del Krausismo y de la Generación del 98 con
quienes establece una sincera relación de afecto y respeto aunque
difiera de ambos enlos principios, los medios y el talante.
Con el movimiento krausista e institucionalista coincide
más de lo que el mismo seguramente suponía:
o Viaja a Alemania para completar su formación (como hizo
en su día Sanz del Rio) aunque, justo es decirlo, iba con
una actitud mucho más cautelosa y vigilante que le
permitió un distanciamiento de los planteamientos
neokantianos aprendidos y asimilados con Cohen y
Natorp a los que, sin embargo consideró siempre sus
maestros:
“Durante diez años he vivido en el mundo del
pensamiento kantiano: lo he respirado como una
atmósfera y ha sido a la vez mi casa y mi prisión (…)Con
gran esfuerzo me he evadido de la prisión kantiana y he
escapado a su influjo atmosférico”
(Kant, IV: 25)
o Colaboró con los krausistas varias veces en su vida (en
1910 en la fundación de la Residencia de Estudiantes; en
1912 en la Sección de Filosofía del Centro de Estudios
Históricos.
o Coincidían en varios puntos clave:
La situación de España es negativa y debe ser
superada
La superación sólo es posible mediante la
aclimatación a España del pensamiento europeo
Para ello, es necesaria la existencia de grupos
dirigentes que permitan la puesta al día de la
cultura española
o Pero diferían en otras cuestiones no menos importantes:
Los krausistas veían con cierta sospecha y
preocupación la perspectiva aristocrática de Ortega
de la que eran enemigos declarados
Ortega no podía aceptar la ferrea disciplina
escolástica de los krausistas, ni su tinte doctrinario
y de un racionalismo rígido que rozaba, además con
ciertos ribetes de un misticismo laico, ni ese
“fariseismo ascético de los krausistas que les hacia
alardear de viajar en vagones de tercera, desde su
talante galante y rumboso
Con la Generación del 98 hay claras diferencias, como ha
señalado en Prof. Cerezo2:
o Los hombres del 98 proceden de la crisis finisecular de la
conciencia europea, motivada por la quiebra de la
ideología tradicional, de fondo metafísico/religioso, ente el
embate de la ciencia positiva, como la última generación
romántica, que vive el conflicto con un sentimiento
trágico, sin posibilidad de resolución. Es una sensibilidad
(como la llama Ortega) enferma de presbicia,
Que desestima lo inmediato y cercano y venera lo
lejano y misterioso
Que exalta frenéticamente lo individual
desconociendo lo universal y objetivo
Que se refugia en lo poético con un desprecio casi
obsesivo por lo político
Con una exagerada búsqueda del sentido en lo
religioso y no en lo cultural
Con una tendencia morbosa hacia el misticismo:
“le he de confesar (escribe Ortega a Unamuno, en
1904) que ese misticismo español-clásico, que en su ideario
aparece de cuando en cuando, no me convence; me parece
una cosa como musgo, que tapiza poco a poco las almas un
2 P. Cerezo Galán “Ortega y la generación del 14: un proyecto de ilustración”, en
poco solitarias como la de usted, excesivamente íntimas (no se
indigne) y preocupadas del bien y del alma del vicio
intelectualista.
Pues bien, esta es la circunstancia primera y los interlocutores con los
que se desarrolla el pensamiento educativo de Ortega. Pensamiento
que, como no podía ser de otra manera se va entretejiendo y
evolucionando con su propia experiencia vital. Se tarata de unos
itinerario fácilmente identificables y en los que nos vamos a detener a
continuación, siguiendo para ello lo escrito por el Prof Angel Casado3,
colega respetado, y cuyas clasificaciones y palabras utilizaré aquí
descaradamente, sin el menor ánimo de apropiación indebida del
trabajo ajeno.
2. MOMENTOS Y ETAPAS EN EL PENSAMIENTO EDUCATIVO DE
ORTEGA
2.1. La Etapa “Culturalista”
Para el cometido que nos proponemos analizar, el texto más
ginificativo de esta primera etapa juvenil es, sin duda, la conferencia
pronunciada en 1910 en la Sociedad “El Sitio” de Bilbao, con el título
“La pedagogía social como programa político” (I: 503-521)
Contrapone Ortega al hombre de la natura (“para quien sólo existen
los bravíos instintos”) y al hombre de la cultura, definido por las
grandes produccióne humanas:
3 Angel Casado. “Ortega y la Educación: perfiles de una trayectoria”, en Revista
Española de Pedagogía, año LIX, nº 220, septiembre-diciembre 2001, pgs. 385-402
“Ciencia, moral y arte son los hechos específicamente
humanos. Y viceversa, ser hombre es participar en la
ciencia, en la moral, en el arte” (I: 512)
Consecuentemente, un hombre lo será en tanto en cuanto participe
en la cultura (ciencia, deber, belleza) porque, en su opinión
El individuo aislado no puede ser hombre, el individuo
humano, separado de la sociedad –ha dicho Natorp- no
existe, es una abstracción (…) la realidad concreta
humana es el individuo socializado, es decir, en
comunidad con otros individuos” (I:513)
Partiendo de tales presupuestos, su propuesta se apoya en los
siguientes pilares fundantes:
1. Prioridad de lo socio-educativo
Frente a la pedagogía individualista, causa y efecto,
seguramente, del defecto nacional por excelencia, la educación
debe fomentar por todos los medios la dimensión social (“La
sociedad es la única educadora, como es la sociedad el único fin
de la educación”) (I:519) como ya lo quiso ver el propio Ortega
ver en el planteamiento platónico (“La pedagogía de Platón
parte de que hay que educar la ciudad para educar al individuo.
Su pedadogía es pedagogía social”) (I:515)
2. Valor ético de la pedagogía social
Parte del convencimiento de que “la comunidad verdadera se
funda en la unanimidad del trabajo”, entendida la sociedad
como una empresa comunitaria. Para conseguir tal objetivo
irrenunciable es necesaria una educación socializadora
(“Socializar al hombre es hacer de él un trabajador en la
magnífica tarea humana, en la cultura, donde cultura lo abarca
todo, desde cavar la tierra hasta componer versos”) (I: 517). La
dimensión ética de esta empresa resulta evidente. Se trata de
un autentico derecho a la propia realización, inseparable de su
condición humana (“Si todo individuo social ha de ser
trabajador en la cultura, todo tabajador tiene derecho a que se
le dote de la conciencia cultural” es decir, “de conciencia viva
del sentido de su labor”) (I: 518). Y todo ello,
independientemente de su adscripción a una determinada clase
social o a su destino en el mundo laboral. Nada, por tanto más
injusto y alejado de la función socializadora de la educación ,
verdadero crimen de “lesa humanidad” que la “doble escuela”
de ricos y pobres, los distintos “itinerarios” (por utilizar una
expresión más moderna y que recojo no sin una cierta mala
intención, lo reconozco).
3. Defensa de la escuela laica
El depositario del derecho básico a la educación no es el
individuo, ni la familia, ni la iglesia, ni determinados grupos
concretos, sino la sociedad (“Para un Estado idealmente
socializado lo privado no existe, todo es público, popular, laico,
la moral misma se hace íntegramente moral pública, moral
política”) (I: 519)
Sobre estos tres pilares levanta Ortega este primer proyecto, esta
primera filosofía de la educación de su etapa juvenil basada en la
participación cultural, única instancia que define lo «humano»,, una
cultura íntimamente ligada al trabajo. Aunque, en sentido estricto, lo
que libera al hombre no es el trabajo en si, sino la cultura/educación,
que favorece la capacidad critica, como vía para el desarrollo de una
personalidad autónoma.
No tardará, de todos modos, Ortega en reaccionar contra ese enfoque
«culturalista» y a perder aquella su primera fe en la cultura de la
ciencia – que, como hemos visto, llego a identificar con Europa-
(reacción que culmina en 1914, con las Meditaciones del Quijote),
circunstancia que repercute inevitablemente en su concepción de lo
educativo: la cultura no puede hipostasiarse como un mundo
autónomo, aparte de – y sin referencia a – la vida.
2.2. La Etapa de la “pedagogía de la contaminación”
El texto que refleja esta su segunda etapa evolutiva del pensamiento
educativo es conferencia pronunciada en la Escuela Superior del
Magisterio de Madrid (1917), centro en el que había iniciado su
actividad docente y cuyas vicisitudes siguió siempre de cerca. El
trabajo (Pedagogía de la contaminación) representa a nuestro juicio
uno de los momentos culminantes de su pensamiento educativo, con
planteamientos próximos a la Institución Libre de Enseñanza y
cercanos a propuestas actuales sobre educación y enseñanza.
Poco amigo de improvisaciones – el propio Ortega afirma que contaba
siempre con aquellos a quienes escribía o hablaba (VIII, 18) –, es de
suponer que también en esta ocasión tendría muy en cuenta que sus
palabras se dirigían precisamente a maestros y educadores. Sin
embargo, la conferencia se abre con una afirmación sorprendente:
«Lo que vais a escuchar no es una lección, no es una
enseñanza. Día a día se afirma en mi la sospecha de que
nada que en verdad merezca la pena ser aprendido
puede, en rigor, ser enseñado. Por muy grandes que sean
los afanes del maestro siempre habrá una ultima
precisión, una postrera claridad, una gota la mas sabrosa
del jugo científico o artístico que no podrá transmitirnos,
que habremos de conquistar con nuestro propio esfuerzo»
(1982, 88).
Claro esta que la intención de Ortega no era cuestionar el sentido de
esa profesión – «enseñar-, sino justamente profundizar en ella,
llevarla a su «plenitud de significado» – su ser como posibilidad –, a
fin de evitar la identificación entre maestro y «profesional de la
enseñanza»: también el sofista enseña, había dicho Sócrates, pero no
es un verdadero maestro (Prot. 317b). El requisito previo es que «lo
educativo» no quede restringido al ámbito pedagógico-escolar, sino
que se abra al universo mas amplio de la cultura, que es el suyo
propio. Desde planteamientos innovadores, entiende que el
protagonismo del proceso ha de recaer en el esfuerzo conjunto
profesor-alumno, basado en la capacidad de las propias fuerzas, en
lugar de fiarlo todo a «recetas» ajenas («rutinización» de la cultura).
Su análisis ahonda en los ámbitos culturales clásicos:
1. «La ciencia no se puede enseñar»,
salvo que se entienda que esa tarea, en un sentido viciado,
consiste en «llenar» la cabeza del discípulo de doctrinas o
métodos científicos, es decir, de productos ya hechos. Cuando
la ciencia del libro (conclusa, petrificada) o la enseñanza
(ciencia congelada, suplantada, inmovilizada) se toman sin
«ironía» (esto es, a-críticamente), «se toma exactamente lo
opuesto a la ciencia, que no esta hecha de conclusiones, [sino
que es la] actividad sin descanso del intelecto que se
enfrenta...con los problemas y pugna con ellos para darles
solución» (1982, 88). Antes, pues, que abrumar al alumno con
«datos», la educación ha de preocuparse por despertar y
alentar en el la «curiosidad», eje de la verdadera actitud
científica. Años después, en Que es filosofía? (1929), Ortega
seguirá manteniendo, como algo «obvio», que «en el problema
esta el corazón y el núcleo de la ciencia» (1997, 107).
2. La emoción artística no puede enseñarse
A semejanza de la ciencia, tampoco la «sublime emoción
artística » puede enseñarse mecánicamente: «No se enseña a
gozar ni se enseña a crear arte, porque ni una ni otra delicada
función de humanidad tolera ser mecánicamente enseñada »
(1982, 91).
3. La moral no se puede enseñar
Finalmente, dice Ortega, las escuelas prometen «enseñar
moral», o sea, como «se debe» vivir. Pero vivir es una tarea
individualísima e intransferible: Cada uno ha de «inventar» el
hombre que tiene que ser, para lo que contamos con una guía
(la «vocación») y una limitación (la «circunstancia»). No se
trata, por tanto, de vivir una vida abstracta, genérica: solo
puedo vivir mi vida, que no me es dada hecha, sino que la
tengo que hacer (por eso es biografía, y no mera biología). El
maestro, concluye, «solo puede enseñarnos, pues, a enterrar
nuestra propia vida posible, a morir nuestra vida personal»
(1982, 91).
Resulta, pues, que esas tres cosas supremas (ciencia, arte, moral: la
cultura, en sumo) no pueden, en rigor, ser «enseñadas» en el sentido
mecánico del termino: la cultura no es algo fijado de una vez para
siempre, sino que es el constante movimiento del espíritu en
incesante búsqueda, el proceso mismo de nuestra relación con la
«circunstancia». Si, pese a todo, la opinión publica parece satisfecha
del estado de la enseñanza, «es porque...se queda solo con esas tres
palabras (ciencia, arte, moral) y renuncia de antemano a las tres
cosas» (1982:92).
El cambio respecto a las ideas sustentadas por Ortega en 1910 es
evidente: educación no equivale ya a «adquisición» de contenidos
culturales (mera recepción de formulas vacías, que no se han creado
ni se entienden), sino precisamente el esfuerzo de elaboración
personal que autentifica y vivifica el sentido de esa cultura. La
cultura, como la filosofía no se enseña, se contamina.
« La filosofía, señores, no se enseña; la filosofía a lo sumo, se
contamina. Frente a la pedagogía mecanizada yo afirmo como
única verdadera y sin hipocresía la pedagogía de la
contaminación. No pretendo, pues, enseñaros nada de filosofía,
y habré hecho todo si consigo seduciros hacia ella (1982, 94).
Esta «contaminación », se convierte en el único medio posible para
alcanzar una «actitud creadora y critica ante “lo cultural.”
Desde una concepción cosificada o «petrificada» de la cultura, como
elenco de soluciones hechas, tiene sentido una pedagogía
mecanicista, destinada a transmitirlas en forma de «recetas», pero la
cultura renovada y autentica, es decir, vivida, no se puede poseer o
transmitir, sino contaminar, esto es, prender en el alumno el
«espíritu», la actitud, el gesto que pueda llevarle a encontrar su
verdad: «Quien quiera enseñarnos una verdad – había escrito en
Meditaciones del Quijote.–, que nos sitúe de modo que la
descubramos nosotros».
La presencia del autentico filósofo / maestro significará siempre un
«verdadero espolazo hacia la vida»; y esa es la profesión que el
propio Ortega reclama con humildad socrática al final del texto: «Me
contentaría con pasar junto a las almas mas quietas que la mía y
dejar caer en ellas fermentos de duda, ambición y esperanza» (1982,
95-96).
2.3. La etapa “vitalista”
«El Quijote en la escuela», uno de los dos ensayos incluidos en
Biología y pedagogía (El Sol, marzo-junio de 1920), anticipa – en clave
educativa – la tesis que Ortega desarrollará mas tarde en El tema de
nuestro tiempo (1923). El trabajo es la respuesta al krausista Antonio
Zozaya y You, que en el articulo «Aprendamos a vivir», publicado en
La Libertad, había censurado la R.O. de 1920 que obligaba a los
maestros a leer diariamente El Quijote en las escuelas nacionales. La
critica de Ortega a la «Real Orden quijotesca» se extiende también a
los argumentos expuestos por Zozaya: Cierto que la escuela debe
«preparar para la vida», pero ¿para que vida...?
En oposición frontal al «practicismo» pedagógico – utilitarismo de
corto alcance–, Ortega defiende que el objetivo de la enseñanza
primaria no es educar en problemas concretos: primero, porque esos
problemas serán muy diferentes cuando el que hoy es escolar tenga
que enfrentarse a ellos (tema del «anacronismo pedagógico», al que
alude en su dedicatoria a Domingo Banies). Pero, además, porque
una pedagogía orientada hacia formas especificas, definidas de la
vida, sigue una dirección equivocada:
«La vida organizada, la vida como uso de órganos, es vida
secundaria y derivada, es vida de segunda clase. La vida
organizante es la vida primaria y radical» (II, 280).
Este ultimo plano, que para Ortega constituye la «vida esencial», es el
que hay que potenciar durante la infancia: «...la enseñanza elemental
tiene que asegurar y fomentar esa vida primaria y espontánea del
espíritu» (coraje, curiosidad, imaginación...), manantial del que brota
la propia personalidad (II, 278-279).
Esa educación de la espontaneidad nada tiene que ver con la
«sensiblería naturalista» que Ortega advierte en la propuesta de
Rousseau: no se trata de fomentar lo natural y elemental, sin cultura;
pero tampoco quedarse en lo cultural como algo hierático,
cristalizado. En suma: nada de «derrocar» la cultura, pero si oponerse
al idealismo cultural, esto es, a la cultura desligada de la vida:
«La cultura – escribirá en “El tema de nuestro tiempo” –
solo pervive mientras sigue recibiendo constante flujo
vital de los sujetos. Cuando esa transfusión se interrumpe
y la cultura se aleja, no tarda en secarse e hieratizarse»
(III, 172.).
En la propuesta orteguiana de 1920, la educación de lo natural se
dirige a sustentar y reanimar la cultura, criticarla y darle autenticidad:
«Yo pido que se atienda y fomente la vida espontánea
primitiva del espíritu, precisamente a fin de asegurar y
enriquecer la cultura y la civilización (...) El valor de la
vida primitiva es ser fontana inagotable de la organización
cultural y civil» (II, 281-282).
Al hilo de estas notas, y frente a la pedagogía adaptativa al uso,
Ortega postula una pedagogía vitalista, «de secreciones internas»,
que se preocupe mas del deseo y de la vitalidad – esto es, del hombre
–, y menos del medio a que ha de adaptarse:
«El sentido de este ensayo no es otro que inducir a la
pedagogía para que someta toda la primera etapa de la
educación al imperativo de la vitalidad (...) Para cultivar
esta tendría que cambiar por completo de principios y de
hábitos, resolverse a lo que aún hoy se escuchará como
una paradoja, a saber: la educación, sobre todo en su
primera etapa, en vez de adaptar el hombre al medio,
tiene que adaptar el medio al hombre» (II, 295).
La propuesta trasluce una inequívoca preocupación por el
componente «socio-vital» de la educación: Menos de adaptación a
una realidad externa limitadora, y mas vitalidad que ensancha y
ahonda horizontes, que fomenta ímpetus de ensayo.
De aquí que, a juicio de Ortega, la acción educativa en esta etapa ha
de encaminarse a favorecer el pulso radical de las funciones psíquicas
internas (sentimientos, mitos...). En lugar de enseñar «ideas exactas
de las cosas» (practicismo), llevar el mito a la escuela:
«Para mi, los hechos deben ser el final de la educación;
primero mitos; sobre todo mitos. Los hechos no provocan
sentimientos... El mito, la noble imagen fantástica es una
función interna sin la cual la vida psíquica se detendría
paralítica (...) El mito es la hormona psíquica» (II, 295),
Tales consideraciones resumen las razones de Ortega para oponerse
a la lectura del Quijote en la escuela: no por un practicismo miope,
sino porque le parece un «libro de espíritu demasiado moderno para
el ambiente de las aulas infantiles, que debe mantenerse
perennemente antiguo, primitivo, siempre entre luces y rumores de
aurora» (II, 296). El maestro ha de promover, sobre todo,
sentimientos o impulsos ascendentes y creadores, y el Quijote, libro
de desilusión y decadencia, no es lo mas apropiado. La única cita del
texto cervantino es significativa: «’Derramósele la melancolía por el
corazón, dice Cervantes de Don Quijote en aquellos últimos capítulos
tan delicadamente tristes» (II, 294).
Naturalmente, discriminar lo que han de leer o no los niños, depende
de la noción de vida infantil que se tenga. De ahí que sea
particularmente relevante la su recomendación respecto a la
necesidad de que el maestro aprenda a captar cl sentido del «medio
vital» dcl niño, obviando un error gravísimo: la incomprensión de la
vida infantil; esto es, la interpretación de la infancia «como una etapa
enfermiza, defectuosa, que la vida humana atraviesa para llegar a la
madurez». Porque, en tal caso, se olvida que la madurez no es una
supresión, sino una integración de la infancia:
«El hombre mejor no es nunca el que fue menos niño, sino
al revés: el que al frisar los treinta anos, encuentra
acumulado en su corazón mas esplendido tesoro de
infancia » (II, 299).
En suma: ni el niño es un «homúnculo», un hombre en pequeño, ni la
niñez una mera etapa de transición hacia la madurez. Así, tampoco la
enseñanza puede concebirse como una «caza» al niño, o como un
«atajo» hacia la madurez. No se trata de «adaptar» al niño a nuestro
ideal de hombre «maduro», sino a la inversa: pensar en la infancia
como tal, como una etapa sui generis que tiene sentido en si misma.
2.4. Etapa institucionalizadora
Misión de la Universidad (El Sol, oct- nov. 1930), uno de los títulos
mas conocidos de toda la producción orteguiana, recoge –
reelaborada – la conferencia pronunciada en el Paraninfo de la
Universidad Central, a requerimiento de la FUE. El trabajo, que el
autor ofrece como «materia para un amplio debate», constituye una
seria reflexión crítica sobre la Universidad española, de la que derivan
amplias consideraciones sobre el sentido y funciones de la institución,
a partir de un supuesto: la Universidad ha de ser capaz de responder
al reto que implican los cambios sociales y el nuevo nivel de los cono-
cimientos. A la altura de 1930, España sigue siendo el problema de
fondo, pero ahora su preocupación básica será el «desarrollo
institucional»: diseñar instituciones (entre ellas, las educativas), que
estructuren y canalicen la vitalidad del país.
El tema central es de sobra conocido: Ortega critica duramente el
hecho de que en la universidad «aparezcan fundidas la enseñanza
profesional, que es para todos, y la investigación, que es para
poquísimos (...), quitando casi por completo la enseñanza o
transmisión de la cultura», que no es «ornamento», sino lo que
permite al hombre vivir una vida verdaderamente «humana» (1982,
33-36).
De esta «atrocidad» deriva el funesto «especialismo», que produce
profesionales alienados de su tiempo, insensibles al nivel de su propia
herencia cultural y propensos a destruir lo mejor de la misma.
Consecuencia: el ingles medio, el alemán medio, el francés medio – el
«hombre medio» europeo, en suma –, «son incultos, no poseen el
sistema vital de ideas sobre el mundo y el hombre correspondientes
al tiempo». Es la barbarie del especialista, «mas sabio que nunca,
pero mas inculto también» (1982, 36-37). Fragmentado en mil
pedazos, ese saber especializado es incapaz de proporcionar puntos
de referencia o criterios que permitan al individuo dar sentido al
mundo, orientarse en el. En consecuencia, Ortega esboza una tarea
ineludible:
«...crear de nuevo en la Universidad la enseñanza de la
cultura o sistema de las ideas vivas que el mundo posee.
Esa es la tarea universitaria radical. Eso tiene que ser
antes y mas que ninguna otra cosa la Universidad» (1982,
38).
La propuesta de reforma se engarza en torno a tres pilares:
1.– Principio de economía de la enseñanza:
“Nuestro tiempo ha acumulado una cantidad fabulosa de
información y conocimientos; la propia riqueza de la
herencia social la convierte en una especie de «selva »
donde corremos el riesgo de perdernos (la «angustia de la
cultura»). De ahí la reforma radical (pedagógica, no legal)
que precisa la Universidad: «En vez de enseñar lo que,
según un utópico deseo, debería enseñarse, hay que
enseñar solo lo que se puede enseñar; es decir, lo que se
puede aprender” (1982, 43) [5].
En consecuencia, sigue Ortega, hay que podar el «bosque
tropical» de enseñanzas que es la Universidad, y dejar
exclusivamente aquellos conocimientos que se precisan para el
objetivo primordial:
« Hay que hacer del hombre medio, ante todo, un hombre
culto – situarlo a la altura de los tiempos. Por tanto, la
función primaria y central de la Universidad es la
enseñanza de Ias grandes disciplinas culturales. Estas
son:
i. Imagen Física del mundo (Física).
ii. Los temas fundamentales de la vida orgánica
(Biología)
iii. El proceso histórico de la especie humana (Historia)
iv. La estructura y funcionamiento de la vida social
(Sociología)
v. El plano del Universo (Filosofía)» (1982, 53) [6]
Para devolver a la Universidad esa tarea central de
«ilustración», Ortega propone hacer de una Facultad de Cultura,
el núcleo de la Universidad y de toda la enseñanza superior»
(1982, 67).
2.– Distinción entre profesional e investigador.
El aprendizaje profesional requiere el conocimiento sistemático
de muchas ciencias, pero no precisa de la investigación. El
factor fundamental es un «buen profesor»; pero estos, dice
Ortega, no tienen que ser investigadores científicos: «Basta con
que sepan su ciencia. Pero saber no es investigar» (1982, 55).
Esa confusión entre profesional e investigador científico es una
«perdida de tiempo». Aunque volveremos sobre este tema,
conviene adelantar que de lo anterior no cabe deducir que
Ortega ignore el papel de la actividad investigadora en la
enseñanza universitaria, y su evidente repercusión en la calidad
de la tarea docente. En el fondo, la critica de Ortega no se
dirige tanto a la investigación en sí, cuanto a un sucedáneo de
la misma: el «cientifismo», provocado, en su opinión por la
pedantería y la falta de reflexión
3.– Racionalización pedagógica.
Tan importante como el contenido de las materias es la
metodología que se utilice en su enseñanza; así, además de
recortar las disciplinas a enseñar, hay que cambiar también los
«modos» de enseñarlas. Tanto las disciplinas culturales como
las enseñanzas profesionales han de ser impartidas en forma
pedagógicamente racionalizada; esto es, sintética, sistemática y
completa.
La tarea prioritaria para Ortega radica en el cultivo de talentos
específicamente sintetizadores, que aseguren la dimensión
integradora de la cultura y compensen la dispersión del
especialismo. Ahora bien: «Hombres dotados de este genuino
talento andan mas cerca de ser buenos profesores que los
sumergidos en la habitual investigación» (1982, 72).
Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué papel juega la Universidad en
aquella campaña a favor de la ciencia que juzgaba como punto de
arranque para cualquier proyecto de regeneración?
Como es obvio, Ortega es plenamente consciente de que la
enseñanza de la cultura y de las profesiones quedaría pronto
anquilosada sin el contacto y la fermentación vivificadora de la
investigación científica. A este tema dedica el ultimo apartado del
trabajo que comentamos: «Lo que la Universidad tiene que ser
”además”». La metáfora campamental utilizada es igualmente
conocida:
«Es preciso que en torno a la Universidad mínima
establezca sus campamentos la ciencia –laboratorios,
seminarios, centros de discusión (...) Todos los
estudiantes superiores al tipo medio Irán y vendrán de
esos campamentos a la Universidad, y viceversa (...) De
los profesores, unos, mas ampliamente dotados de
capacidad, serán a la vez investigadores, y los otros, los
que solo sean «maestros », vivirán excitados y vigilados
por la ciencia, siempre en ácido fermento» (1982, 75-76).
Universidad y laboratorio son, pues, para Ortega, órganos distintos,
aunque complementarios; pero el carácter «institucional»
corresponde a la Universidad:
«...la ciencia es una actividad demasiado sublime y
exquisita para que se pueda hacer de ella una institución
(...) la Universidad es distinta, pero inseparable de la
ciencia. Yo diría: la Universidad es, además, ciencia (...) La
ciencia … es el alma de la Universidad, el principio mismo
que le nutre de vida e impide que sea sólo un vil
mecanismo (1982:76)
Por otra parte, y desdiciéndose de la formula esgrimida en un articulo
de 1906 (la escuela educa, la universidad, enseña), Ortega aborda
este importante aspecto, aunque solamente de pasada: «Muy
deliberadamente no he querido en este ensayo nombrar siquiera el
tema educación universitaria, ateniéndome ascéticamente al
problema de la enseñanza» (1982, 79). Sin embargo, podemos
ampliar algo mas este punto si acudimos al citado proyecto para la
Escuela de Humanidades de Aspen (1949), en el que, además de
reiterar algunas propuestas de Misión de la Universidad, distingue con
claridad dos dimensiones en la enseñanza universitaria: docente y
educadora. Esta ultima, que se equipara a «estilo universitario » –
disposición interna y de sentimiento –, viene definida por tres notas o
rasgos básicos: espartanismo, elegancia («elegancia de sobriedad») y
entorno modélico (papel de la imitación o «emulación » de los
mejores) (1982, 222).
De aquí puede venir esa mentalidad, que (he de confesarlo) me
resulta extraña y sospechosa y que insiste, como si se tratara de un
signo de casta privilegiada, en aquello del “estilo universitario”,
“nosotros, los universitarios”, etc. O las mismas apelaciones a la
“excelencia”. Viejos hábitos que siempre parecen trasnochados pero
siempre dispuestos a reverdecer.
Ya lo decía al principio: Es Ortega: un punto señorito, un punto
elitista, pero humano, sugerente y seductor, que ofrecía un
pensamiento fresco y propio, escrutador de los aires e ideas que se
debatían más allá de aquel patio cuartelero que ha sido tantas veces
esta España nuestra, cuyos “oficiales” nos escamotearon, también, el
pensamiento de Ortega, no fuéramos a pensar de otra manera
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