odiseo. el juramento - valerio massimo manfredi

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VALERIO MASSIMOMANFREDI

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OdiseoEl juramento

Traducción deJosé Ramón Monreal

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www.megustaleerebooks.com

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For Christine,

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Ciò fu nei tempi che ai montistridevano ancor le Chimere,

quando nei foschi tramonticentauri calavano a bere.

[Sucedió en la época en que en los montescantaban las quimeras,

cuando en los atardeceres oscuroslos centauros bajaban a beber.]

GIOVANNI PASCOLI

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Prólogo

¿Cuánto tiempo llevo caminando?Ya no lo recuerdo, no consigocontar los días y los meses. La lunay el sol se confunden. El astro de lanoche brilla, a veces, iluminando lainfinita extensión nevada conintensidad similar a la del sol y el

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astro diurno surge del horizontevelado de nieblas como una pálidaluna. El hielo refleja la luz igualque el agua.

¿Cuánto tiempo hace que no veohombres? ¿Cuánto tiempo hace queno veo la primavera, el mar, losquejigos y los mirtos en los montesy entre las rocas? He encontradolobos. Osos. No me han hechoningún daño, no me han atacado. Nohe echado mano al arco y aun así hesobrevivido. Para que pueda llevara cabo mi viaje.

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El último.He aprendido a hablar conmigo

mismo, a tener de compañera a mimente para que no se evapore conlas nieblas. Echo de menos a miesposa, sus brazos tan blancos yblandos. Echo de menos su pechotibio y sus ojos negros, negros,negros. Echo de menos a mi hijo, ami muchacho, el único que heengendrado. Le he dejado quecontinuara durmiendo. Los chicostienen un sueño pesado. Me odiará:me había esperado tantos años…

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Añoro a mi diosa de los ojosverdes, de labios perfectos que nohan dado nunca un beso, ni a undios ni a un mortal. No deja huellani aunque camine a mi lado. Sualiento no se condensa: es frío,como la nieve. Me amaba en otrotiempo, se me aparecía bajo unafalsa apariencia, pero siempre lareconocía, en todas partes… Ahoraya no me habla, o tal vez soy yoquien no consigo ya oírla.

¿Me escuchas? ¿Me escuchas,hijo de una pequeña isla, hijo de un

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destino amargo? Incorregiblementiroso… ¿Cuántas veces hassumergido las manos desnudas en lanieve para lavarlas de la sangre?Sin conseguirlo. ¿Notas que temiran? Camina, camina, sigueadelante, cada vez más lejos porqueel horizonte huye, escapa, y estatierra que no termina nunca, vasta,ilimitada, informe y baldía como elmar, plana como la bonanza…

Y sin embargo, puedes nocreerme, soy un rey.

¿Tú, un rey? Me das risa.

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Ríete si es lo que quieres, perosoy un rey. Sin reino, sin súbditos,sin amigos, sin, sin, sin…, pero unrey. He llevado a cabo empresas,estaba a la cabeza de un grannúmero de naves… Guerreros.Amigos. Compañeros. Muertos.Tengo frío. ¿Me oís? ¡Tengo frío!¿Dónde estáis? ¿Tal vez a mialrededor? ¡Bajo tierra! ¿Bajo elhielo? También vosotros tenéis unaliento frío que no se condensa.Invisibles.

Adelante, siempre adelante. Ya

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no sé cuándo fue la última vez quecomí. No sé por qué mi destino nose aplaca, por qué no puedo vivircomo la mayoría de los hombrescon un hogar, con una familia, conla comida preparada tres veces aldía.

Atenea. ¿Me amas todavía? ¿Soyaún tu preferido? O tal vez es estami locura: mi mente se halla ligadaa realidades misteriosas mayoresque yo e incomprensibles. Los piesque avanzan uno tras otro envueltosen pieles de conejo que me he

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comido son mi única visión. Mispasos carecen de meta, a no ser laprofecía del adivino que en unanoche sin luna evocó desde el másallá. Una meta cualquiera que sabréque he alcanzado cuando hayallegado. He perdido la cuenta delos días y de las noches. No la hellevado nunca y no sé desde cuándoestoy de viaje. Ni siquiera sécuántos años tengo. Es cierto que yano soy joven.

Una montaña.Se yergue solitaria como una isla

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en medio del mar. Y hay una cueva.Encontraré refugio del viento queme corta el rostro, de la neviscaque se me mete en los ojos.

Una gruta. Es cálida, sobre todoen el interior, donde el viento notiene espacio para moverse.

Ha aparecido un conejo. Blancosobre blanco. Difícil apuntar, másdifícil aún no hacer caso al hambre.Y sin embargo sería hermosoabandonarse al agotamiento,dejarse morir lentamente, de unamuerte dulce. ¿Quién me

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encontraría nunca aquí? Un cuerporeseco, la mueca de una calavera dedientes hambrientos…

Atrapado. Desollado. Devorado.Yo, o el conejo. ¿Qué diferenciahay? Desde entonces se hanamontonado huesos sueltos en micueva. Y recuerdos en mi mente.Volverá la primavera y encontraréun hombre que me hará una preguntay tendré que responderle. Perodeberé recordarlo todo. Tambiénlos gritos y el llanto, ecos dedesgarro. He apoyado en la pared

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del fondo de la cueva el palo quellevaba sobre el hombro. Me loencontré abandonado en la orilla deÍtaca una mañana después de miregreso, derrelicto de un viejonaufragio. ¿Cuánto tiempo llevabaflotando en el mar? Años. Lo hereconocido por una mariposatallada en la empuñadura: en otrotiempo lo manejaba uno de miscompañeros. El cuarto remo de laderecha. Viejo amigo, ahoraduermes en la oscuridad delabismo. Pero me has mandado una

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señal. Es hora de reanudar el viaje.Mi nave. La echo de menos.

Tenía los costados curvos como unamujer, mórbida y sensual. Como ladiosa de los ojos verdes. Yacehecha pedazos en el fondo del mar.Y el corazón llora. ¡Deja de llorar,corazón mío! Has soportado bienotros dolores. Desventuras sin fin,sí. Recuerda más bien en sueños.Recuérdalo todo. Son hermosos losrecuerdos: son el nacimiento, lavida. El futuro es la muerte, muertede un héroe, muerte de un conejo.

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Ninguna diferencia, tremendacerteza.

La escasa luz es tragada por laoscuridad. El viento empieza denuevo a recorrer la llanura,gimiendo en la oscuridad,despertando largos ululatos delobos, llamando nieve, nieve, nieve.¡Qué noches más largas! Noterminará nunca. ¿Es que haexistido alguna vez el cálido solque se asomaba tras los montescubiertos de robles susurrantes?¿Ha existido de veras la isla besada

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por el mar, silenciosa bajo la lunallena, perfumada de arrayán y deasfódelos?

Y sin embargo, un día lejano,nació un niño en la isla, en elpalacio sobre el monte, un hijoúnico. No lloraba, trató enseguidade hablar, de imitar los sonidosaprendidos en la oscuridad del senomaterno.

Yo.

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Me llamaron Odiseo porque así lohabía establecido mi abueloAutólico, rey de Acarnania, llegadode visita al palacio un mes despuésde mi nacimiento. Y pronto me dicuenta de que los otros tenían unpadre y yo no. Por la noche, antes

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de dormirme, preguntaba a lanodriza:

—Mai, ¿dónde está mi padre?—Se ha ido con otros reyes y

guerreros en busca de un tesoro enun lugar lejano.

—¿Y cuándo volverá?—No lo sé. Nadie lo sabe.

Cuando se parte por mar no se sabecuándo se vuelve. Están lastempestades, los piratas, losarrecifes. Puede ocurrir que la navesea destruida y que alguien se salvenadando hasta tierra. Pero después

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debe esperar a que pase otro barcoy para ello pueden pasar meses,años. Si luego se detiene un bajelpirata, los coge y los vende comoesclavos en el puerto siguiente. Ladel marinero es una vidaarriesgada. El mar escondemonstruos terribles y criaturasmisteriosas que viven en losabismos y suben a la superficie enlas noches sin luna… Pero ahoraduerme, pequeño.

—¿Por qué ha ido a buscar untesoro?

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—Porque han ido todos losguerreros más fuertes de Acaya.¿Acaso podía dejar de hacerlo tupadre? Un día los cantores narraránesta historia y los nombres de loshéroes que tomaron parte en ellaserán recordados eternamente.

Yo asentía con la cabeza comopara aprobar, pero no comprendíadel todo por qué había que irse,aventurarse solo para que alguienun día te cantase contando quehabías tenido el valor de partir y dearriesgar la vida.

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—¿Por qué he de dormir contigo,mai? ¿Por qué no puedo hacerlocon mi madre?

—Porque tu madre es la reina yno puede dormir con alguien quemoja aún la cama.

—Yo no mojo la cama.—Bueno —respondió la nodriza

—, a partir de mañana dormirássolo.

Y así fue. Entonces mi madre, lareina Anticlea, dispuso que metrasladaran a un aposentoexclusivamente para mí con una

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cama de encina decorada conincrustaciones de hueso. Hizo queme dieran una manta de lana finarecamada con hilos de púrpura.

—¿Por qué no puedo dormircontigo?

—Porque ya no eres un niño yporque eres un príncipe. Lospríncipes no tienen miedo de pasarla noche solos. Pero durante untiempo te mandaré a Femio. Es unbuen chico: sabe muchas historiasbonitas y te las cantará hasta queconcilies el sueño.

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—¿Qué historias?—Las que tú quieras: las

empresas de Perseo contra laMedusa, de Teseo contra elMinotauro y muchas otras.

—¿Puedo pedirte una cosa?—Por supuesto —respondió mi

madre.—Esta noche me gustaría que

fueses tú quien me contara unahistoria, la que quieras. Una cosaque haya hecho mi padre. Cuéntamecuándo lo conociste.

Sonrió y se sentó cerca de mí

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junto al lecho.—Sucedió cuando mi padre lo

invitó a una cacería. Nuestrosreinos eran colindantes, el deLaertes a occidente en las islas, elde mi padre en tierra firme. Era unamanera de hacer causa común paraaliarnos contra los invasoresextranjeros. Fui afortunada. Bienhubiera podido casarme con unviejo gordo y calvo: tu padre, encambio, era apuesto y fuerte; teníasolo ocho años más que yo. Pero nosabía cabalgar. Fue mi padre quien

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le enseñó y le regaló también uncaballo.

—¿Eso es todo? —le pregunté.Me imaginaba una lucha para

liberarla de un monstruo o de uncruel déspota que la teníaprisionera.

—No —respondió—, pero nopuedo decirte más. Tal vez otro día.Cuando puedas comprender.

—Ya puedo.—No. Ahora no.Transcurrió otro año sin que

llegasen noticias del rey, pero

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ahora tenía un maestro que lo sabíatodo y me había contado cosas demi padre. Aventuras de caza,incursiones, batallas contra lospiratas: historias más hermosas quelas que me relataba mi madre. Él, elmaestro, se llamaba Mentor. Era unjoven de ojos oscuros y barbanegra, que lo hacía parecer mayorde lo que era. Sabía responder acualquier pregunta, excepto a laúnica que me interesaba: «¿Cuándovolverá mi padre?».

—Pero ¿tú te acuerdas de tu

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padre?Asentí con la cabeza.—¿Ah, sí? Entonces dime, ¿de

qué color tiene el cabello?—Negro.—En esta isla todos tienen el

pelo negro. ¿Y la mirada?—Penetrante. Color de mar.Mentor me escrutó hasta el fondo

de los ojos.—¿Lo recuerdas de veras o tratas

de adivinar?No respondí.

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Mi padre volvió al año siguiente,una vez terminada la primavera. Lanoticia llegó a palacio con lasprimeras luces del día y creó grandesconcierto. La nodriza hizopreparar enseguida un baño para lareina, luego la ayudó a vestirse y apeinarse y le llevó el joyero paraque eligiese las alhajas que más legustaran. A mí me hizo ponerme eltraje largo de cuando había visitas,rojo con dos listas doradas. Bonito.Me miraba cuando pasaba por

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delante de un espejo en losalojamientos de las mujeres.

—No te ensucies, no juegues enel polvo ni con los perros…

—¿Puedo estar en el porche?—Sí, si no te pones perdido.Me senté en el pórtico. Al menos

allí se veía entrar y salir gente, loscriados que preparaban la comidapara el rey. El cerdo chillaba bajoel cuchillo y luego era colgado porlas patas traseras. Los perroslameteaban la poca sangre quegoteaba al suelo. El resto la

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recogían en orzas para hacermondongo. A mí no me gustaba elmondongo.

En aquel momento llegó Mentor,cogió el cayado y tomó por elsendero que conducía al puerto.Observé a mi alrededor paraasegurarme de que nadie mirabahacia el lado donde yo estaba, y lealcancé cerca de la fuente.

—¿Adónde quieres ir? —mepreguntó Mentor.

—Contigo. A ver a mi padre.—Si Euriclea se da cuenta de

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que no estás, se pondrá como loca yluego tu madre mandará que le denunos azotes, y eso hasta con ciertogusto…

Mentor se detuvo al darse cuentade que lo que tenía en mente nopodía decirse a un niño de seisaños.

—Mi madre está celosa deEuriclea, la nodriza, ¿verdad?

Mentor no daba crédito a lo queoía.

—¿Y tú sabes lo que quiere decir«celosa»?

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—Lo sé, pero no podríaexplicarlo… sí, celoso es cuandoquieres algo solo para ti.

—Entendido —respondió Mentortomándome de la mano—; ven,vamos. Sujeta el traje con laderecha, así no lo pisarás y evitarásque te castiguen.

Echamos a andar.—¿Para qué necesitas el cayado

si eres joven y esbelto?—Para espantar a las víboras: si

te muerden, estás muerto.—Porque quieres parecer más

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importante y más sabio.Mentor se detuvo mirándome con

severidad a los ojos y apuntándomecon el índice.

—No me hagas preguntas siconoces ya la respuesta.

—Trataba de adivinar —mejustifiqué.

El sol estaba ya alto cuandollegamos al puerto. Había sidoavistada la nave real, cuando aúnestaba en alta mar, por el estandarteque izaba a popa, y acto seguidomuchas embarcaciones habían

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salido a su encuentro para darleescolta festivamente hasta elatracadero.

—Ahí le tienes —dijo Mentor—.Ese hombre del manto azul y de lalanza en la mano es el rey Laertes,tu padre.

Tras aquellas palabras solté mitraje y eché a correr rápidopendiente abajo en dirección alpuerto. Avancé a velocidad devértigo hasta que me encontrédelante del guerrero con el mantoazul. Allí me detuve y me quedé

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mirándole entre jadeos. Ojos colorde mar.

Me reconoció y me estrechóentre sus brazos.

—Eres mi padre, ¿verdad?—Sí, soy tu padre. ¿Te acuerdas

aún de mí?—Sí. No has cambiado.—Tú, por el contrario, has

crecido mucho, hablas como unadulto y eres veloz: te he observadomientras bajabas por la ladera delmonte.

Un siervo trajo un caballo, el

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único de la isla, para el rey. Laertesmontó y me hizo subir a la grupa,delante de él. Detrás se formó uncortejo: sus amigos, la guardiapersonal, los nobles, losrepresentantes del pueblo, loscapataces de sus propiedadesrurales y sus reses. A medida que elcortejo avanzaba, se concentrabagente a lo largo del sendero quesubía serpenteando hacia elpalacio. Mentor caminaba al ladodel rey a caballo, en una posiciónde deferencia, señal de que el

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soberano lo tenía en granconsideración.

Los festejos se prolongaron hastatarde, pero a mí me metieron en lacama inmediatamente después de lapuesta del sol. Me quedé despiertolargo rato por la algazara, lascarcajadas y la confusa vocingleríaque llegaban de la sala delbanquete.

Luego se hizo el silencio, laslucernas proyectaron sombrashuidizas en las paredes, las puertasde las habitaciones se abrieron y

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cerraron con ruido de cerrojos. Eranoche avanzada y aún no estabaprofundamente dormido, sino enduermevela, excitado por todos lossonidos, los cantos y los gritos quehabía oído. Estaba sumido en unsueño ligero y me despertó del todoel sonido de una puerta que seabría. Me deslicé hacia el pasilloen la oscuridad y vi entrar a unhombre en el aposento de Euriclea,la nodriza. Me acerqué. Oí extrañosruidos que venían del interior yreconocí la voz de mi padre.

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Comprendí que lo que estabapasando en ese cuarto en aquelmomento no era algo que un niñopudiese mirar. Regresé a la cama yme refugié bajo las mantas. Ellatido de mi corazón me mantuvodespierto un poco más, hasta quefinalmente se aquietó y me dormí.

Fue Mentor quien me despertó ala mañana siguiente. Tal vez lanodriza estaba cansada.

—Es de día. Ve a lavarte. Hoytenemos muchas cosas que hacer ytu padre tendrá ganas de estar

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contigo.—Mi padre ha dormido primero

con mi madre y luego con mai.—Ocúpate de tus cosas. Tu

padre es el rey y hace su real gana.—Antes era yo quien dormía con

la nodriza y ahora lo hace él. No loentiendo.

—Lo entenderás a su debidotiempo. Euriclea es suya. Lacompró. Puede hacer con ella loque le plazca.

Pensé en los extraños ruidos quehabía oído aquella noche y creí

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haber comprendido.—Sé lo que ha hecho.—¿Has estado espiando?—No, un día Eumeo, el

porquero, me hizo ver al verracomontando a la cerda.

—Habrá que darle unos buenossopapos a ese bastardo. Y ahoralávate —me ordenó Mentorindicando la pila llena de agua demanantial que brotaba del subsuelode los cimientos del palacio.

Me lavé y luego me vestí. Mentorme indicó una roca que dominaba el

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sendero a cien pasos de distancia.—Ve a sentarte allí arriba. Tu

padre ha salido de caza antes delalba. A la vuelta pasará por ahí. Teverá y se detendrá a hablar contigo.

Obedecí y me encaminé solo porla senda. Vi a los pastores incitar alganado fuera de los establos yllevarlo a pacer. Los perros losseguían, ladrando. Llegué a la roca,trepé hasta lo alto, luego me volvípara indicarle con un gesto aMentor que estaba allí. Ya no le vi.Había desaparecido.

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Me senté a observar abajo a lossiervos y campesinos, a lospastores con las ovejas y las cabrasque iban al trabajo mientras la luzdel sol iluminaba, a cada momentoque pasaba, también los valles másprofundos y los ocultos precipicios.Me puse a jugar con unos guijarrosde colores que siempre llevabaconmigo en el bolsillo de mivestimenta. Los tiraba y los recogíapara lanzarlos de nuevo, y cada vezobservaba la disposición en quequedaban. Nunca del mismo modo.

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Pensé: «¿Cuántas veces deberíatirar los guijarros para que caiganen la misma posición que la vezprimera? ¿Bastaría con toda unavida?».

—¿Juegas tú solo? —preguntó lavoz de mi padre detrás de mí.

—No tengo a nadie con quienhacerlo.

—¿Y qué esperas cuando arrojaslas piedras?

—Predicen el futuro.—¿Y qué dicen?—Que también yo haré un largo

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viaje. Como tú.—Eso es fácil de vaticinar.

Vives en una isla que ahora teparece grande. Dentro de poco laencontrarás pequeña.

—Iré donde no ha llegado nadie.—Miré los ojos verde mar de mipadre—. ¿Tú hasta dónde hasllegado?

—Hasta donde el mar confinacon las montañas. Son muy altas yestán siempre cubiertas de nieve.La nieve produce ríos quedescienden retumbando y

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espumando hasta el mar. Elrecorrido es breve, el agua no tienetiempo de calentarse al sol,permanece helada hasta que se juntacon la del mar.

—¿Y habéis encontrado eltesoro?

—¿Quién te lo ha dicho?—La nodriza.Mi padre agachó la cabeza.

Tenía algún mechón blanco entre lanegra cabellera.

—Sí —contestó—, pero ¿tú quéquieres saber: la verdad o lo que

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contarán los cantores?Me era difícil responder. ¿De

veras me interesaba la verdad? ¿Ypara qué? No es asunto de niños.Basta con contar una cosa para quese vuelva verdad. El rey de unapequeña isla parte rumbo a una granaventura. Participan todos losmejores de Acaya. ¿Acaso podíafaltar él? Y además, pensaba, en miisla solo hay hombres, cabras,ovejas y cerdos. Pero si uno valejos, lejos de verdad, quién sabequé se puede encontrar.

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¿Monstruos? ¿Gigantes?¿Serpientes marinas? ¿Por qué no?¿Los dioses? ¿Por qué no?

—Cuéntame, padre, háblame detus compañeros. ¿Es cierto que sonlos más grandes héroes de Acaya?

—Desde luego. —Sonrió y,alargando el brazo, agregó—:Heracles es el hombre más fuertedel mundo. Cuando flexiona losmúsculos da miedo. Podría matar aun león solo con sus manos, creoyo. Nadie puede batirse con él. Suarma preferida es una clava, no usa

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armas de metal. Con esa clavapuede matar a un toro. A veces, élsolo, tiraba de la nave hasta laorilla y ataba las maromas a unolivo… ¿Sabes? Fue él quien cortóel pino con el que se construyó elbajel. Un tronco gigantesco quedoce hombres no conseguíanabrazar. El último de su especieque quedó en el monte Pelión.Luego el hachero modeló la quillacon la hachuela y la ahuecó con lazapa. Y le dio también el nombre:Argo, porque es una nave

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rapidísima.No recuerdo cuánto tiempo

permanecimos en aquella rocaobservando el lento moverse de lassombras y de las luces en losperfiles de nuestra isla. Escuchabaatento, encantado por la voz de mipadre, mientras masticaba un tallode avena. Las palabras salían de suboca como bandadas de pájaros deuna fortaleza cuando asoma el sol.El sonido era como el del cuerno decaza cuando se eleva el tono. Meacompañaría toda la vida. Aún me

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despierta de noche. «¡Levántate,nos vamos de caza!» Ahora que yano está. Atta…, padre…, mi rey.¿Quién era el más fuerte después deHeracles? ¿Quién era?

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Me di cuenta de que ahora a mipadre le gustaba pasar parte de sutiempo conmigo. Me llevaba a daruna vuelta por los bosques con losperros; cuando yo estaba demasiadocansado, me aupaba sobre sushombros.

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—Uno sobre otro formamos unhombre más bien alto —decía entrerisas.

Me gustaba verle reír: mostrabauna hilera de dientes blanquísimos,apretaba los ojos hasta reducirlos auna ranura y tenía una carcajada queera como un gorgoteo.

—¿Cuándo iremos a ver alabuelo a tierra firme? —le preguntéen una ocasión.

—Pronto. También tu madrequerría hacerle una visita, hapasado mucho tiempo desde la

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última vez. Cuando yo estaba fuera,ella no quería dejar el palacio y elreino. Tres años… Es mucho.

Al final volvía a mi pensamientopreferido.

—No me has hablado nunca deltesoro. ¿De qué se trataba?

—Pregúntaselo a Femio. Tecontará una historia preciosa.

—Quiero la verdadera.—¿Estás seguro? La verdad no

es tan interesante…—Para mí lo es.—Hay un río que desemboca en

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el segundo mar. Se llama Fasis ytransporta oro. Pajuelascentelleantes bajo el velo del agua,pero inasibles. Los indígenascolocan vellones de oveja allídonde el río es poco profundo y losfijan con piedras. Las pajuelas seenredan en la lana y así se las coge.Cada dos días ponen a secar laszaleas y luego las sacuden sobre unpaño de lino y recogen las láminasde oro. Muchas.

—¿Y para eso había necesidadde una nave tan potente y de los

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guerreros más afamados de Acaya?Mi padre rió de nuevo.—Hablas bien, pequeño. Pero

¿quién te ha enseñado?—Mentor. Entonces ¿qué?—Ese lugar es un hervidero de

guerreros salvajes. Se escondenbajo la arena de la orilla y luegosaltan fuera como si los hubiesealumbrado de improviso la tierra.Lanzan gritos tremendos y noparecen sentir el dolor. ¿Cómohaces para abatir a un hombre queno siente el dolor?

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—Todo el mundo siente el dolor.—Ellos no. Tal vez posean un

secreto: una hierba, dicen, unaespecie de veneno. El oro de losvellones es custodiado en una grutadel interior y es vigilado día ynoche. Teníamos que encontrar eselugar, coger el tesoro, llegar a lacosta y zarpar. ¿Tú qué habríashecho?

Los ojos de mi padre brillaroniluminados, durante un instante, porel sol.

—Me habría hecho amigo de

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alguno de ellos.—Algo por el estilo: nuestro

capitán, Jasón, príncipe de Yolco,mandó unos presentes a la princesa;luego pidió hacer una visita al reyEetes, su padre. Jasón es apuestocomo un dios y ella se enamoró deél. Se veían a escondidas en elbosque…

Yo pensé en la noche de suregreso cuando se había metido enla cama de la nodriza y en lo quehabía oído. ¿Era aquelloenamorarse? Luego pareció como si

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hablase consigo mismo.—Se amaban salvajemente, sin

decirse una palabra. —La voz demi padre se hizo más fuerte—. Undía Jasón le mostró una pajuela deoro en la palma de una mano ymediante gestos le hizo comprenderlo que quería. Hasta ese momentonadie nos había atacado. Estábamosacampados en la playa, con la naveamarrada por la popa a un enormeolivo, y pasábamos los díaspescando: grandes atunes comocerdos se enredaban en nuestras

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redes y nosotros asábamos en lasbrasas pescados enormes. Hastaque un buen día Jasón decidióintentar la empresa. Partimos denoche con la muchacha que noshacía de guía, ágil y silenciosacomo una zorra. El cielo estabanegro y las nubes descendían de lasmontañas casi hasta la llanura. Eracomo estar ciegos.

»Estábamos todos armados:Heracles, gigantesco con su clava,yo con la espada y el arco, y luegoTideo y Anfiarao de Argos; Zetes y

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Calais, los hijos gemelos del vientoseptentrional (así los llamaban),rubios, de ojos glaciales y la pielsiempre fría; Telamón de Salamina,alto y poderoso con los cabellosrecogidos en la nuca con una fíbulade bronce; Ífito de Micenas, Oileode Lócride, Cástor de Esparta, elluchador, poco más que unmuchacho, y su hermanoPolideuces, el púgil; Peleo de Ftíade los mirmidones, Admeto deFeras, Meleagro de Etolia y luegotodos los demás. Cincuenta en total.

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Veinte de nosotros se quedaron enla nave prestos a izar la vela yzarpar. Anfiarao se quedó conellos, sentado en la proa mirandofijamente la oscuridad. Tenía unosojos negros y grandes; Anfiarao, laspupilas dilatadas como las de loslobos de noche, capaces de escrutarlos abismos del pasado y del futuro.Nos seguía con ojos tenebrosos einmóviles, nos observaba,invisibles para todos salvo para él.Sabía si volveríamos y si seríamosexterminados. Era un vidente…

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»Pirítoo, el rey de los lapitas, elguerrero que había luchado contralos centauros, estaba cerca delolivo blandiendo una segur,preparado para cortar las amarrasen cuanto regresásemos a la nave.

Miraba al rey Laertes, mi padre,y me lo imaginaba avanzando en lanoche con la espada empuñada enmedio de todos los demás héroes:los más fuertes de Acaya, los másfornidos del mundo, y me sentíadichoso. Miraba sus brazos, sucuello de toro, sus hombros

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cuadrados y me considerabaafortunado. Era su hijo. El único.Su historia me encantaba. Podríaescucharlo durante todo el día ytoda la noche.

—Continúa, atta, sigue contando.El tiempo había volado, el sol

estaba ahora alto a nuestra derechay hacía resplandecer el espejo deagua del puerto, prisionero de losmontes que disminuían, verdes,entre el azul del cielo y el tono másoscuro del mar. Nos cubría lasombra de una higuera veteada de

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luz. Chirriaban las cigarras. Losperros dormitaban.

—Atravesamos el bosque por unsendero estrecho e impracticable,una garganta rocosa por la quepasaba a duras penas un hombre porvez, un valle cenagoso cubierto dehierbas altísimas y, finalmente,llegamos al lugar de la gruta y lamuchacha nos hizo seña de que nosdetuviéramos. Había cincuenta desus guerreros erguidos en laoscuridad y apoyados en sus lanzas.Sombras entre las sombras. La guía

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los señaló uno por uno y entoncesse hicieron visibles también antenosotros. Las puntas de sus armasreflejaban una luz insistente que lashacía perceptibles en medio de lanoche. Las brasas casi extinguidasde una fogata. En la entrada de lagruta había un guerrero altísimocubierto con pieles de serpiente, detez oscura y la mano apretada en laempuñadura de la lanza.

»Jasón nos indicó que nosabriéramos en arco alrededor, yacto seguido, en cosa de un

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segundo, la muchacha disparó unaflecha a la hoguera casi apagada ylanzó un grito estridente y agudo. Enel mismo momento el fuego seavivó como un relámpago cegador eiluminó de lleno a todos losguerreros de guardia y al quedefendía la entrada: cubierto deescamas, parecía un dragón, y teníalos dientes afilados con lima comocolmillos de fiera. Todos arrojamosen el mismo instante nuestraslanzas, luego nos dirigimos haciadelante con las espadas empuñadas.

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Jasón se enfrentó con el hombre-serpiente y la noche resonó con elfragor de sus golpes. Nos batimoscomo leones. La potencia deHeracles causaba estragos; Tideo,incansable, soltaba un golpe trasotro sin respiro; Telamón, agotadaslas armas arrojadizas, lanzabapedruscos y rocas. Cástor yPolideuces propinaban puñetazoscon sus puños revestidos contachones y a cada golpe se oía unruido, siniestro, de huesos rotos.Cuando, jadeante y chorreando

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sudor, me di cuenta de que no teníaya a nadie delante, vi a Heraclesarrastrar por los pies a dos grandesguerreros masacrados, carnemuerta. Jasón abatió al final alhombre-dragón y acto seguido, trasencender una antorcha, siguió a lamuchacha hacia el interior de lagruta. Fue allí donde tambiénnosotros vimos un vellón totalmentecentelleante que colgaba de la ramade una encina petrificada. Indicabala cueva del tesoro. Jasón se lollevó consigo.

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Mi padre se interrumpió; yo lomiraba boquiabierto. Escrutó enmis ojos para buscar en ellos laimagen que ya se estaba formandodel tesoro de la gruta.

—Decenas de ánforas,recipientes de cobre relucientellenos de oro hasta los bordes.Hundimos las manos en ellos y susbocas desprendieron destellos, elbrillo de mil diminutos fulgores…

—Padre —dije—, ¿cuál esnuestra parte? ¿Puedo verla?

Pareció hacer caso omiso a mi

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pregunta.—Ensartamos unos palos en las

asas de las ánforas y lastransportamos así, de dos en dos ycon esfuerzo, en dirección al mar.

Me di cuenta de que jadeaba, deque mi respiración se habíaintensificado como si fuese atrasladar el peso del cobre y deloro. El corazón me latía en lagarganta y en las sienes.

—No pasó mucho rato cuando lanoche resonó con el doblar de lostambores, que no tardó en

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confundirse con el retumbo de unostruenos lejanos. Atravesamos elbosque, la ciénaga, hundiéndonosen el fango hasta las rodillas, elsendero estrecho y empinado… Laprincesa salvaje que nos guiabaparecía presa del terror y gritabapalabras que nadie podíacomprender, pero ciertamente nosincitaba a andar más rápido, cadavez más rápido, porque lostambores sonaban muy cerca, losteníamos casi encima. Brillaban conluz tenue relámpagos más allá de la

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bruma, superado el umbral de lanoche, fantasmas de pálida luz, yluego los fulgores de Zeustraspasaron cielo y tierra,incendiaron la niebla…

—Atta —dije—, te expresas conpalabras que encantan, como las deMentor y Femio. ¿Recuerdas ahoralo que de veras sucedió?

Ni siquiera entonces mi padre elrey pareció haber oído mi pregunta.Los perros levantaron el hocicopara olfatear algo que el vientotraía en sus alas, de lejos…

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—De improviso los teníamosencima y la princesa salvaje sepuso a chillar como un halcón quese lanza sobre su presa. Extrajo desu aljaba las saetas y abatió amuchos. Se debatían emitiendoextraños sonidos, pero no gritabanni gemían; otros se arrancaban lasflechas de la carne. Tal vez fueracierto que no sentían el dolor, oquizá estuvieran acostumbradosdesde siempre a ignorarlo.Reaccionamos a nuestra vez, peroestábamos turbados. Todos

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pensaban en las ánforas llenas deoro que podrían desaparecer en laoscuridad mientras combatíamos…

—Atta, ¿para qué quiere la genteel oro?

Esta vez mi padre contestóinterrumpiendo el relato.

—Podría responderte que es elmás bello de todos los metales,semejante al sol. Su color nocambia nunca, no se corrompe y nose oxida y cada cosa preciosa estáhecha con este metal, pero tal vez elmotivo es distinto desde el

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momento en que son muchos los quelo desean, todos lo ambicionan, y sieso es así significa que es lomáximo que un hombre puededesear. El oro es poder, de oroestán hechas las diademas de losreyes y las vestiduras de los dioses.

»No había tiempo que perder —prosiguió el relato—, reconocí aescasa distancia de mí la voz deZetes y Calais y grité: “¡Corred,corred como vuestro padre elviento, y llamad a los compañerosde la nave!)”.

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»Los dos comprendieron y selanzaron por el sendero hacia elmar a tal velocidad que parecía queno tocasen el suelo, mientras quenosotros continuábamoscombatiendo ahora cuerpo a cuerpocon nuestros atacantes. La princesasalvaje ardía de una energíasemejante a la del fuego y latempestad, como si el cansancio noafectase a sus miembros. Golpeabaya con el hacha, ya con el puñal y,cuando por un instante la tuvecerca, vi o sentí (no podría

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afirmarlo) que estabacompletamente cubierta de sangre.Jasón, a su lado, no le iba a la zaga,y Heracles, nuestro baluarte, seenfrentaba rugiendo como un león auna nube de enemigos que tal vez nisiquiera conseguían creer cuántafuerza era capaz de desplegar unsolo cuerpo.

»No sé cuánto tiempo pasó. Perosí que algunos de los nuestrosfueron heridos pero continuaroncombatiendo con todas susenergías. Pero ¿por qué no volvían

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Zetes y Calais? ¿Cuánto necesitabanlos hijos de Bóreas para cubrir ladistancia que los separaba de lanave y volver atrás?

»Entonces me dirigí a Tideo:“¡El cuerno, toca el cuerno, quepuedan oírte!”.

»Y Tideo empezó a soplar elcuerno reluciente y un grito no tardóen anunciar la respuesta. Los hijosdel viento habían traído consigo acasi todos los compañeros quecustodiaban la embarcación Argo.También Anfiarao estaba con ellos:

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cubierto de bronce, sus ojos en lanoche reflejaban la luz de lasantorchas como los de un lobo. Sedieron a la fuga. Cansados ydoloridos, no habrían aguantado elchoque.

»Por fin alcanzamos la navemientras el cielo comenzaba aclarear por levante. La princesasalvaje se despojó de sus ropashasta quedar desnuda y se lavó enel mar, luego trepó por la amarrahasta la proa. Levamos anclas.

El sol declinaba ya tras el Nerito

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y la sombra de la montaña cubría uncuarto de la isla por más que lanoche estuviera lejana. El vientoterral hacía susurrar las copas delas encinas en torno a nosotros. Yono era capaz de decir una palabraporque todavía no había logradovolver a la realidad. Me habíaquedado combatiendo con losguerreros en la oscuridad o tal vezen la nave observando la orilla quese alejaba.

—¿En qué piensas? —preguntómi padre levantándome y

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tomándome de la mano.—Creo que así es como debe

vivir un hombre. Como tú quesurcas el mar o combates yconquistas tesoros.

—Sí, tal vez es así como debenvivir los hombres como nosotros,pero hoy he estado a tu lado yhemos hablado largo y tendidomientras contemplábamos el pasode la luz y de la sombra sobrenuestra tierra. También esto eshermoso.

—Así pues, también yo surcaré

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el mar y conoceré pueblos salvajesen lugares lejanos…

—Por supuesto. Pero ahoramira…, la cena estará lista dentrode poco, carne y pan y buen vino; elhumo sale por el tejado del palacio,el palacio que un día será tuyo,hijo. Porque tú, ese día, serás reyde Ítaca.

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3

Mi padre partió de nuevo muchasveces para otras empresas o paraverse con otros reyes y príncipes,establecer alianzas, castigar aaliados indóciles, saquearterritorios de tribus del septentrióno de lugares más lejanos aún.

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No siempre y no todos volvían.Cuando los jóvenes guerreros quelo seguían perdían la vida se lesdaba sepultura lejos. Los padres notendrían nunca el consuelo de lloraren sus tumbas. Otras veces, si habíadado tiempo de erigir una pira, elrey traía a su regreso las cenizasguardadas en una urna, un ánforacerrada por una tapa, con asas, y lasentregaba a la familia tras haberlesrendido los honores de rigor. Otrosregresaban malheridos o mutilados.Mi propio padre volvía en

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ocasiones con las señales en elcuerpo de duros combates y sepasaba días y días inactivo pararecuperar las fuerzas y la sangrederramada, como un león que seesconde en el bosque para lamerselas heridas después de haber sidoatacado por una jauría de ferocesmastines.

Tenía ya catorce años cuando lotrajeron a palacio desde la navetendido en una angarilla, llevadopor cuatro hombres, pálido como uncadáver, con el tórax fajado con

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unas vendas manchadas de sangre.Las mujeres, que habían acudido aloír la noticia, se mesaban loscabellos y lanzaban gritos como sillorasen a un muerto. Yo tambiénlloraba, pero en mi corazón, sinhacerme oír, tragándome laslágrimas. Así me lo habíanenseñado.

En aquel período, el aposento enel que yacía mi padre erainaccesible hasta para mi madre.Solo Mentor podía verlo, tal vezpara curarlo. Mentor sabía hacer

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cualquier cosa y ciertamenteconocía los secretos de las hierbasy de los filtros que restablecen a unhombre. El rey estaba vivo, pero noquería que le vieran en esascondiciones. Recuerdo haberllamado un día a su puerta: «Padre,atta, ¿puedo entrar?». Pero al noobtener respuesta no me habíaatrevido a descorrer el pasador dela puerta. Me había alejado por elpasillo tratando de imaginar quéestaba haciendo, qué pensaba y porqué no respondía a mi llamada.

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¿Acaso no era yo su único hijo?¿Acaso no habíamos pasado tantotiempo juntos hablando y soñandoaventuras apoyados en la barandilladel tejado mientras la luna emergíadel mar? ¿Por qué no me habíadejado entrar?

Una noche me despertaron delsueño unos extraños ruidos y melevanté de la cama. Subí lasescaleras que llevaban al pisosuperior y luego a la azoteasujetándome al pasamanos en laoscuridad. Miré abajo, al patio. Un

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hombre hablaba muy nervioso conmi padre, que a duras penas seaguantaba en pie, apoyaba lasaxilas en dos palos bifurcados.¿Qué había sucedido? ¿Era unaalarma? ¿Nos estaba alguienrobando el ganado? ¿Acaso habíandesembarcado unos piratas y sehabían dispersado por los campospara someterlos a pillaje? ¿Y cómopodríamos defendernos si el rey noera capaz de empuñar las armas yde mandar a sus hombres encombate?

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Mi padre entró en el palacioseguido por el hombre con el quehabía estado hablando. Le daría sinduda hospedaje. Me acurruqué enun rincón y me quedé escuchandolos sonidos del bosque y de lanoche porque ya no tenía ganas dedormir. Se oían los pasos rápidosde los siervos que preparaban unayacija para el huésped. Percibí elruido que hacían los palosbifurcados en el pavimento y luegoen los peldaños de la escalera y porúltimo vi asomar la negra silueta

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del rey, que caminaba despaciohacia la baranda. Me levantélentamente y sin hacer el mínimoruido, descalzo como iba, meacerqué a él por detrás, de modoque, cuando se dio la vuelta pararegresar a su aposento, me loencontré delante. No habló y no semovió, pero sentía la angustia quele oprimía el corazón. No setrataba, pues, de un ataque: nihabían desembarcado piratas en elbien resguardado puerto ni corríansaqueadores por los campos

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robando el ganado. Era algo muchopeor, algo atroz.

—¿Qué te ha dicho el mensajero,padre?

No respondió y echó a andar denuevo hacia la escalera que llevabaal piso de abajo. ¿No quería hablarya conmigo o no podía?

Solo cuando me venció elcansancio volví a mi cama ypermanecí durante un rato comoexánime escuchando el viento deseptentrión que pasaba, bronco,entre las ramas de las encinas.

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Me despertó Euriclea.—¿Qué ha pasado, mai? ¿Quién

era el hombre que ha venido estanoche?

—No deberías andar levantadode madrugada. Tienes que dormir.Y ahora en pie y vístete. Ha salidoya el sol.

Me puse mi indumentaria y bajé ala sala grande, donde una de lassiervas había encendido un buenfuego y Euriclea me trajo de lacocina una rebanada de pan, lechecaliente y miel. Hacía un día claro y

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frío, por la ventana veía las cimasde tierra firme salpicadas de nieve.

—Mai, ¿cuándo iremos a ver alabuelo?

—Cuando quiera tu padre.Apareció un hombre en la sala.

Debía de ser el mensajero de lanoche anterior. Tenía los cabellosdesgreñados y ojillos estrechos dehurón. Inmediatamente despuésentró el rey y se sentaron unoenfrente del otro. Por la sala sehabía extendido un calor agradable.El trinchante asó carne enfilada en

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un espetón y la sirvió con pan yhierbas aromáticas. ¿Cuándocomería yo también carne para elalmuerzo? No podía seguir tomandocosas dulces como un niño.

Mi padre mantenía la cabezainclinada y no decía nada. Elmensajero hablaba en voz baja; yotan solo podía oír frases sueltas:«Un lago de sangre…, en tierra…,paredes…, la mujer, los hijos…, losiento…». Luego oía otraspalabras: «La nave…, la marea».Se levantó, hizo una profunda

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reverencia y se despidió. Euricleale llenó la alforja de pan reciénsacado del horno y añadió tambiénuna salchicha de mondongo y unpequeño odre de vino.

Me acerqué y me senté a los piesde mi padre.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.Suspiró y levantó la cabeza

mostrando unos ojos brillantes delágrimas. Nunca le había visto así.

—¿Te acuerdas de Heracles?—Sí, el gigante de fuerza

desmesurada que usaba un árbol

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como clava, tu amigo en la aventuradel vellocino de oro. ¿Es que hamuerto?

—Peor. Ha exterminado a sufamilia en Micenas, hará unas tresnoches. Lo encontraron derribadoen medio de la sangre de sus hijos yde su esposa, sumido en un pesadosueño. Roncaba como quien habebido mucho vino puro y tiene lamente confusa. En torno a él, loscuerpos yacían esparcidos,traspasados por la espada que aúnempuñaba.

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Las imágenes que mi padre mecontaba, como fuera de sí, sevolvían vivas a mis ojos. Ya noestaba en la gran sala con el fuegoencendido, las cestas colmadas defruta y de quesos traídos de loscampos y de los establos y losperros echados que dormitabanjunto al hogar, sino en un aposentooscuro, encerrado entre tétricasmurallas, y con el suelo resbaladizopor la sangre derramada. Temblabaante aquella escena y mecastañeteaban los dientes como

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cuando el viento de septentriónllega trayendo el anuncio de quenevará.

—¿Cómo es posible? —continuaba diciendo mi padre.

Las lágrimas le brotaban dedebajo de los párpados, rodabanpor sus mejillas.

Le observé aterrado: ¿un padrepodía, pues, matar a su propio hijo?¿Podría hacerlo también el reyLaertes si yo le enojaba? Me miró asu vez. Quizá comprendió lo queestaba pensando, pues me hizo una

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caricia.—Es propenso a la cólera, y en

el combate se abalanza como unleón, pero es bueno, le conozco. Noharía daño a nadie inerme, a undébil que esté sin defensa. ¿Cómoha podido levantar la espada contralos de su propia sangre? Tal vez seha vuelto loco, ¿comprendes? Quizáalguien, envidioso de su gloria, leha suministrado un tósigo que le hahecho perder el seso. El rey deMicenas es un hombre de miradaturbia, siempre lleva grabada en su

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cara una mueca siniestra.—¿Y ahora qué pasará?—No lo sé. Cualquiera que haya

sido la causa de su delito, tendráque expiar.

—¿Eso qué significa?—Que deberá pagar por lo que

ha hecho, aunque no tenga la culpa.Guardé silencio. Eran palabras

demasiado pesadas para micorazón.

—¿Cuándo iremos a ver alabuelo?

No sé por qué me vinieron estos

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vocablos a la boca. Me parecíaescapar al miedo de lo que era unasituación que me sobrepasaba. Encambio, es natural que un muchachodesee visitar a su abuelo para quele hagan regalos, le cuentenhistorias y no tenga que pensar ennada terrible. Del mío sabía muypoco, simples habladurías de lossiervos y de la nodriza, y nunca lehabía visto. Por eso teníacuriosidad por ver al hombre queera el padre de mi padre, rey de unpaís áspero y montañoso.

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—Todavía no es el momento.Irás el próximo año, cuando estéshecho un hombre.

El trinchante retiró de la mesa lassobras de la comida. Euriclea pusofruta, leche caliente, pan, miel enuna bandeja y lo subió, por laescalera tallada en la roca, a lashabitaciones de la reina. Mi padreprosiguió hablando:

—¿Sabes por qué tu abuelo sellama Autólico? Porque es «élmismo un lobo». Porque es duro,taimado, le traen sin cuidado las

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reglas y todo comportamientorespetable. Es un perjuro y undepredador despiadado que norespeta a nadie. Vive en unafortaleza escarpada, gris como elhierro, rodeado de feroces asesinosen la cima de una peña inferior enaltura solamente al monte Parnasoque la domina. Y su fama infundemiedo por un vasto territorio.

Agaché la cabeza, confuso. Miscompañeros tenían abuelosprudentes y cariñosos que losllevaban a pescar en barca y a sacar

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a pacer al ganado con el perro fiel.—La única vez que vino aquí a

hacernos una visita fue cuandonaciste. Tu madre te depositó sobresus rodillas y fue él quien eligió tunombre.

—¿Por qué él? ¿Por qué no tú,que eres mi padre?

—Porque él te había esperadolargo tiempo. Por más que le habíanasegurado que, de venir un varón,sería el primero en saberlo,mandaba de vez en cuando a algúnmensajero a preguntar si había

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nacido un niño. Te miró satisfechoy luego frunció el ceño y nos dirigióla palabra: «Hija mía y yerno,ponedle el nombre que os digo. Hevivido hasta ahora incubando en elcorazón odio hacia muchos, tantohombres como mujeres. Así pues,Odiseo se llamará el niño».

Me asomaron lágrimas a los ojosal oír aquella historia: me habíasido impuesto un nombre maldito.Mi padre no dijo nada. Meobservaba pensativo. Ambosestábamos turbados. En esto nos

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sentíamos cerca el uno del otro.—Es agua pasada. Un nombre,

una vez que ha traspasado labarrera de los dientes, ya no puedeser retirado si lo ha pronunciado unhombre de la misma sangre en líneadirecta. Y es lo que había sucedido.

»Pero no temas, serás tú, con tusacciones y empresas, con la fuerzade tus brazos y de tu mente, quiendé un sentido a tu nombre. Hasta enel destino más amargo puede habergrandeza y dignidad, si tu corazónes fuerte e impávido, si no tiemblas

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frente a ningún desafío, de humanoso de dioses, de hombres valerososy leales o de salvajes que norespetan las leyes del honor.Tendrás la vida que mereces.

Asentí para manifestar que habíacomprendido, aunque el breveretrato que mi padre había trazadodel abuelo me había trastornado. Élpareció darse cuenta.

—Sin embargo, antes de alejarse,de zarpar con la gran nave negra, tuabuelo se volvió sobre sus pasosdiciendo: «Deseo invitar a mi nieto

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a una cacería». «¿Ahora, wanax?»,le pregunté. «Cuando el primerbozo sombree sus mejillas y sulabio superior.»

—¿Cuántos años tenía cuando elabuelo me invitó?

—Seis meses. Pero él es así.Incliné la cabeza confundido: una

invitación a una cacería hecha a unniño de seis meses debía de tenerun sentido que se me escapaba, yseguía pensando que mi nombrellevaba escrito un hado inquietante.Mi padre me leyó los ojos.

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—Aunque hubiera una sombra enel nombre que llevas, ningúnpresagio podría oscurecer tucamino porque…, porque yo tequiero, Odiseo, hijo mío.

Tras decir esto, me estrechócontra sí. Sentí la calidez del fuegoque ardía en el hogar y el calor y elolor del gran cuerpo de mi padre, elhéroe Laertes, el rey de Ítaca.

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Aquel año transcurrió en medio deuna gran expectación: cuando meapuntase el primer vello en lasmejillas y el bozo en el labiosuperior sería ya un hombre ypodría ir a hacerle una visita alabuelo Autólico en tierra firme.

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Euriclea me explicó que él teníahijos varones que eran tíos míos yque también ellos eran temibles,formidables guerreros. Losaspectos inquietantes del abuelo loshabía ya casi olvidado y quedabasobre todo la curiosidad deencontrármelo delante y mirarlo alos ojos, de conocer a los tíos ytambién a la abuela. Y soñaba concómo entraría en la fortalezainexpugnable situada sobre unapeña del Parnaso y cómo conoceríacada rincón y cada uno de sus

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secretos.Mentor me había contado que el

Parnaso era el lugar preferido deldios Apolo, que moraba allí con lasMusas. ¿Cómo había podido miabuelo construir su fortaleza en unacumbre tan alta para enfrentarse a lamontaña del dios? ¿Cómo lo habíatolerado Apolo?

Mi padre me confió a uninstructor para que me enseñase elarte de la caza y del adiestramientode los perros. Era un hombre decuarenta años, de cabellos grises y

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brazos poderosos, oriundo de lallanura de Tesalia. Se llamabaDamastes, había sido el portadordel escudo de Jasón en la naveArgo y en Cólquide. Me costabacomprenderle cuando hablaba, perose hacía entender igualmente afuerza de gritos y bastonazos en laespalda. Pasé casi tres mesespersiguiendo con los perros aciervos, jabalíes, liebres y cabrassalvajes y manejando el arco, hastaque empezó el verano y el vello demi labio y de mis mejillas hubo

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crecido lo bastante como parasombrearme el rostro.

Estaba preparado, y llegó lavíspera del gran día, la del solsticiode verano. Aquella noche mi madrevino a verme y me contó unahistoria extraña.

—Mañana partirás para haceruna visita al abuelo. ¿Recuerdascuando te expliqué cómo habíaconocido a tu padre? Tú queríassaber más y yo te respondí: «Talvez otro día. Cuando puedascomprender». Pues bien, ese

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momento ha llegado. Es justo que losepas.

Mi madre tenía en los ojos unaluz fría cuando prosiguió hablando.Dijo:

—Una noche en que dormíaprofundamente oí extraños ruidosprovenientes de una habitación quesiempre me había estado vedada.Desde hacía poco más de un añodormía sola en la cama y fui presadel terror. Se oía un gruñido, unsordo lamento, como si un animalgordo se hubiera quedado

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prisionero y tratase de salir. Melevanté y sin hacer ruido avancé porel corredor. La puerta estabaentreabierta y dejaba salir elresplandor de la luna. Cuando meacerqué y, venciendo el miedo,miré al interior, vi algo que no iba aolvidar jamás. Mi padre searrastraba por el pavimentoretorciéndose como una bestiamalherida, el gemido que habíaoído salía de su boca abierta de paren par. Sus miembros estabancubiertos de un pelo hirsuto. En un

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instante (tal vez había advertido mipresencia) se lanzó al exterior.Corrí a la ventana y vi un lobo queatravesaba el patio y desaparecíaen el bosque.

Me hubiera gustado preguntarlesi estaba segura de no habersoñado, pero ya conocía larespuesta: si me estaba hablando deaquel modo era porque pensaba quelo que había visto era la purarealidad.

—Quería que tú lo supieses.Ahora decide si quieres partir aún

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para ese viaje.—Ahora más que nunca, madre

—respondí.—Entonces tengo para ti algo que

deberás entregarle a mi padre.Y diciendo esto me tendió una

pequeña ánfora de barro cocido,minúscula, que cabía en la palma dela mano.

—Se la daré de tu parte, madre.Me abrazó y me besó, luego se

volvió y salió de la estancia.Al día siguiente fue mi padre

quien me despertó y acompañó al

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puerto.—Partirás solo, como un hombre

—me dijo—. Viajarás por mar ypor tierra, hasta el palacio deAutólico…

—«Él mismo un lobo» —repetíde memoria.

—… Subirás al nido del águila,entrarás en la guarida del lobo.

En el puerto estaban todos. El reyy la reina, mis padres, la nodrizaEuriclea, que lloraba y se secabalos ojos con un pañuelo, Mentor,con cara de pocos amigos porque

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no podía subir conmigo, el armeroDamastes, que me entregó tresvenablos y me ciñó al costado unpuñal con su funda de bronce condecoraciones de plata, de lo másrefinadas, obra de un artesano deSame que se las había regalado alrey.

—Tu abuelo te llevaráseguramente de caza, que es elúnico ejercicio digno de un rey odel príncipe que tú eres —dijo mipadre—. Nos gusta cazar el jabalíporque ello nos recuerda otra bestia

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espantosa que fue abatida por losmás grandes reyes y héroes deAcaya: el jabalí de Calidón. Unmonstruo, un verraco gigantesco ysanguinario con unas patasdesmedidas, cortantes comoespadas. Ya te lo contará él, aunqueno fue invitado a la cacería…, elúnico, me parece.

Esperaba que cambiase elsentido del viento, una brisa a favorque hiciera posible la salida delpuerto. El cielo estaba diáfano y sinuna nube, el sol se reflejaba en el

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golfo como en una placa de platapulimentada. Oh, Ítaca…

—Lo mató Meleagro de Etolia,uno de mis compañeros en la naveArgo —intervino Damastes—.Presta atención: el jabalí es uno delos animales más peligrosos delmundo. Es fulminante y, lanzado ala carrera, pueda arrollar cualquierobstáculo, mandar al suelo a uncaballo cinco veces más pesado.Rodeado, puede destripar a losperros con sus colmillos. Si lo oyesllegar, estate a cubierto y

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preparado…; si lo ves lejos, usa elarco: tal vez no lo mates, perodemorarás su carrera; luego, cuandolo tengas a tiro, lanza la jabalina,con todas tus fuerzas.

—Ten cuidado, hijo —añadió mipadre, y me abrazó.

Besé a mi madre, que meestrechó fuerte contra su pecho.Euriclea no paraba de lloriquear.

—¡Deja de llorar, mai, que traemala suerte!

El piloto me hizo una señamientras los marineros izaban la

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vela y yo saltaba dentro de la nave.También mi madre tenía los ojoshúmedos, pero mantenía lacompostura. Mientras el bajel sealejaba de la orilla, me dijo:

—¡Recuerda el mensaje que te hedado para mi padre!

—¡Pierde cuidado! —respondí ysaludé con la mano.

Mi primer viaje.Dejaba Ítaca por primera vez.

Vería acercarse la tierra firme,resonar el mar entre las piedras dela orilla y luego quién sabe cuántas

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cosas más. ¡Qué pequeños sevolvían el rey y la reina y todos losdemás a medida que nosalejábamos y salíamos a marabierto!

Navegábamos a favor del viento,y antes de la noche echamos elancla en un pequeño puerto natural.

—Ese es tu abuelo.El piloto señalaba a un hombre

de cabellos grises pero de cuerpoesbelto y musculoso, vestido conburda lana, un cinturón de cuero,armado con espada y lanza,

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flanqueado por dos guerreros másaltos que él, con luenga barbanegra, pobladas cejas y brazosvelludos.

Salté a tierra y fui a su encuentrocaminando primero sobre los cantosrodados y luego por la arena.

—Wanax, dueño de esta tierra —dije—, soy Odiseo, el hijo deLaertes que reina en Ítaca. Vengo ati después de quince años porqueme invitaste a una cacería.

—Pero ¿cómo hablas, muchacho?—respondió—. Pareces un viejo

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maestro de ceremonias. Sé quiéneres, te estaba esperando. Yo soy tuabuelo y así quiero ser llamado.Estos dos son tus tíos, hermanos detu madre. Ahora ven, que nosespera la cena.

Subimos a un carro mientras elcielo se oscurecía dejando sobre elmar una franja de color púrpura ytomamos por un sendero queascendía hacia la montaña. Unasutil tristeza me dominó el corazónpor estar en medio de desconocidosa los que no había visto jamás.

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Pensaba en el palacio donde mispadres tenían su morada y sussiervos, y en la nodriza que mepreparaba la cena y la servía en lasmesas. Pero se impuso micuriosidad de ver nuevos lugares ypersonas con las que nunca anteshabía estado.

—¿No le dices nada a tu abuelo?—preguntó Autólico sentadodelante de mí, sin volverse.

—He esperado largo tiempo estedía —respondí.

—¿Por qué?

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—Un hombre que invita a unapersona quince años antes detiempo no es un ser corriente. Y sies mi abuelo, una parte de él estátambién en mí, y quisiera sabercuál.

—¿Te han dicho quién soy? Elmás malvado de los hombres:ladrón, mentiroso, depredadorsanguinario y perjuro.

—Lo he oído decir…, pero mispadres siempre me han hablado deti con respeto. Y me han explicadoque fuiste tú quien me pusiste el

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nombre que llevo.—Sí, porque estaba lleno de

odio hacia todos.No conseguí comentar nada más.

No quería saber cuál era la razónde un sentimiento tan duro.

Mis tíos no pronunciaron palabradurante todo el trayecto. Miraban entorno a sí constantemente y casisiempre tenían la mano en laempuñadura de la espada. Por finllegamos a una casa de piedra, alfondo de un calvero en medio de unespeso bosque de robles, y allí

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pasamos la noche después de habercomido pan y queso con una copade vino tinto.

—Mañana comerás mejor —dijoel abuelo, y yo hice una seña con lacabeza como para indicar quecualquier cosa me resultaba bien.

Me sorprendió que noshubiésemos parado en un lugar tansolitario y desprotegido, pero luegopensé que la fama del abueloAutólico debía de ser lo bastanteterrible como para mantener adistancia a cualquiera que no

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poseyese las fuerzas necesariaspara exponerse a un ataque o a undesafío.

Dormí en una cama quedesprendía aroma a pino y medesvelé varias veces en plenanoche, despertado por ruidosprocedentes del exterior: gruñidos,silbidos, voces de animalesnocturnos. En varias ocasiones mimano asió el puñal. La segunda vezque me desperté se me presentó unavisión que no habría de olvidar: lacumbre del Parnaso iluminada por

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la luna llena. Una nube delgadapasaba sobre la cima cubierta aúnde nieve y la claridad lunar creabareflejos y maravillosastransparencias, encantos velados.Me hubiera gustado subir a ella yestaba seguro de que el abuelo lohabía hecho ya y sabía todo lo quele es permitido conocer a un mortal.La tercera vez que me desvelé fuepor un aleteo: una lechuza se habíaposado en el antepecho de laventana. Me levanté, pero no semovió. Di algunos pasos y me

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detuve a escasa distancia del aveque parecía observarme lleno decuriosidad. ¿Por qué no volaba?Nos miramos el uno al otro un ratoquizá largo, quizá breve, un tiemposuspendido o fuera de la realidad;tal vez lo soñé. Pero hoy estoyseguro de lo que fue el primerencuentro con mi diosa de los ojosverdes, Atenea…

¿Dónde estás?El cielo se iluminó mucho antes

de que apuntase el sol desde lasmontañas, y salí al aire libre. Los

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pájaros comenzaban a cantar, ycuando me volví hacia el mar vi laextensión azul delante de mí que seencrespaba con la brisa de lamañana, así como las cimas de lasislas que brillaban una tras otragracias a la acción del sol.

—Esa de ahí es Ítaca, tu isla —dijo una voz a mi espalda—. Estáaún oscura, ¿y sabes por qué?Porque la cumbre de esa montañade detrás de nosotros aún la cubrecon su sombra.

—Pappo —dije dándome la

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vuelta, y yo mismo me asombré porhaber usado esta palabra íntima yfamiliar con un hombre que, pese aser el padre de mi madre, meresultaba de hecho desconocido.

Sonrió.—Pai… —Y me alargó un trozo

de cerdo—. Esta es una comida dehombres, come.

Por fin tomaba carne y pan paraalmorzar. Podía considerarme unadulto.

—Pappo —proseguí diciendo—,¿has estado alguna vez allí arriba?

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—Señalé la cumbre del Parnaso.—Sí, claro. Y no he visto a nadie

que tocase la cítara en medio denueve bellas muchachas.

Agaché la cabeza.—Aunque hubiesen estado, no

habrías podido verlos. No tenemosel poder de vencer las olas del maro el viento, de detener elmovimiento de las estrellas errantesen el cielo, de cambiar el ciclo delas estaciones, de vencer a lamuerte. Alguien, creo yo, rigenuestro mundo. Un ser que existe,

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pero que se muestra bajo distintasapariencias.

—Mírame bien, pai, yo los hedesafiado varias veces y no hanaceptado nunca mis retos. Hecometido todo tipo de cosasnefandas: he matado, heaterrorizado a regiones enteras yciudades, he jurado pactos queluego he infringido y nunca me hancastigado. Soy fuerte y poderoso yno le temo a nadie. Si no responden,es que no existen.

Medité unos instantes sobre

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aquellas palabras y respondí:—No se han dado cuenta

siquiera. Desafiar a los dioses esalgo muy distinto.

No dijo nada.Reanudamos el viaje hacia la

parte más alta de los montes yllegamos así a la morada deAutólico: un palacio hecho degrandes bloques de piedraescuadrados como el de mi padre,rodeado de un muro en el que seabría una sola puerta. Llegados alinterior, vi que alguien nos había

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precedido. Los siervos habíansacrificado un novillo y lo estabandescuartizando. «Nuestra comida—pensé— y tal vez también lacena.» En el centro de la sala ardíael fuego y los asadores estaban yasoasando la carne. Se comió y sebebió hasta la noche, pero yo mecontrolé para no embriagarme ypara no quedarme con el estómagodemasiado pesado. Prefería desdesiempre sentirme despierto ypreparado. No habría sabido decirde qué, pero era mi instinto y mi

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prudencia natural. Observaba a loscomensales: a los tíos y al abuelo ya nadie más. «Porque —pensé— nopodían fiarse de nadie.» Tambiényo tomé parte en la conversación.Especialmente cuando se decidió elplan para la caza del jabalí del díasiguiente.

—Es una cacería peligrosa —dijo el abuelo—, ¿has tomado parteen ella alguna vez?

—El rey Laertes, mi padre…—Pero ¿quién te ha enseñado a

hablar de este modo?

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—Me ha instruido Mentor, mieducador… Decía que mi padre meha confiado a un instructor tesalioque me ha adiestrado. Sé manejar elarco, el puñal y la jabalina.

—¿Y cuántos jabalíes hasmatado?

—Ninguno.El abuelo estalló en una

carcajada que imitaron sus hijos.Uno de ellos me dio un manotazo enla espalda que casi me tiró al suelo.Me volví de golpe hacia él y, con lamirada más dura de que era capaz,

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le hice comprender que no debíahacerlo nunca más.

—Mañana matarás a uno, elprimero de tu vida, pero no conesos alfileres que te has traído.Necesitarás esto para parar a unabestia de trescientas libras.

Se levantó, fue hacia la pared ycogió una lanza, pesada, maciza.Me la arrojó y la cogí al vuelo.

—Pero mañana podrías tambiénmorir —prosiguió—. ¿Quieres quete acompañen de vuelta al puerto?

—Haz que me despierten antes

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del amanecer —respondí y meencaminé, empuñando la lanza,hacia mi aposento, pero antes deentrar en él me volví—. Tambiényo tengo una pregunta: ¿por qué nofuiste invitado a la cacería deljabalí de Calidón? Estaban los másgrandes héroes de Acaya.

—Mañana por la tarde, sisobrevives, lo habrás comprendidopor ti mismo.

¿Qué había querido decir? Me fuia la cama, pero continué oyendo lascarcajadas y los gritos de los

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comensales durante un rato, luegome venció el sueño.

No hubo necesidad de que medespertaran. Los perros queladraban, las llamadas de lossiervos, el ruido de las armasinterrumpieron mi sueño cuandoestaba todavía oscuro. Me vestí, meapreté el cinturón, me puse elcoselete de cuero y los brazales,ceñí el cuchillo, empuñé la lanza yme puse el arco, dos venablos y laaljaba terciados.

—Estás decidido —dijo el

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abuelo ante mi presencia—, veamossi eres capaz de salir con bien deesta. Sígueme.

Caminamos en silencio por elbosque el uno al lado del otro. Yocontinuaba pensando en laspalabras que me había dicho latarde antes y él seguramente eraconsciente de ello. Antes de que elcielo comenzase a blanquear,llegamos a un calvero.

—A esta hora —comentóAutólico— mis hijos habránllegado a su apostadero y los

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ojeadores estarán en la otra partedel bosque. El rebaño más grandeal sur será empujado en dirección amis hijos; el rebaño pequeño, a lolargo del torrente que hemosatravesado, y yo estaré allí. Lospocos jabalíes dispersos llegaránaquí, donde tú te habrás quedadoesperándome. No te muevas de estaposición: solo desde aquí podrástenerlos a tiro.

Recogió del suelo estiércol dejabalí y me lo frotó en las piernas ylos brazos.

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—Así no te olerán. El viento noses favorable. Recuerda que lostendrás de frente.

Tomó el camino en dirección altorrente y desapareció entre lasencinas. Miré alrededor teniendo encuenta las recomendaciones de mipadre: debía apostarme detrás de untronco para estar a cubierto, perolos árboles más próximos solo loshabía delante de mí. Detrás,distaban al menos unos cien pasos yno podía retirarme tan lejos.Hubiera querido pedirle a mi

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abuelo que regresara parapreguntarle cómo podía encontrarun apostadero seguro, pero meavergonzaba. No tenía otra elecciónque quedarme donde estaba.Observé la superficie en torno a mípara comprender de qué modoprotegerme si uno de aquellosanimales me atacaba, pero soloconseguí ver una pequeñahondonada. De lejos llegaba hastamí un sonido de cuernos y unestrépito de maderas percutidas.¡Los ojeadores! Por el ruido, debía

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de haber más de un jabalí. Apreté lalanza en el puño. El corazónempezó a latirme más fuerte, perotraté de dominarlo. El sonido seacercaba. Sin percatarme ysiguiendo mi instinto, retrocedípaso a paso: presentía quenecesitaba más espacio paraapuntar.

De golpe, sentí un ruido de ramasrotas y de matojos arrancados. Meplanté bien firme con mi piernaadelantada en posición de disparo,tensé el arco y apunté. Nada. De

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nuevo el crujir de ramas rotas.Retrocedí. Nada. Gotas de sudorme chorreaban sobre los ojos,ardían. Luego de improviso ungrupo de jabalíes a galope irrumpióen el claro del bosque. No delante,ni detrás, sino por mi flancoizquierdo. Disparé y una hembra sedesplomó al instante.Inmediatamente divisé una sombraoscura, enorme; arrojé la lanza. Untremendo gruñido de dolor. Me tiréal suelo y me lo encontré encima.Un macho gigantesco. Sentí un daño

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profundo, desgarrador y un hedorinsoportable. Mi mano derechadesenfundó el puñal del cinto y loclavó hasta el puño en el vientre delanimal. Fui inundado de sangre. Novi ni oí nada más.

Fue el dolor el que me despertó,agudo, en el fondo del muslo, cercade la rodilla. Abrí los ojos yobservé.

Un enorme carnero albino, conunos grandes cuernos retorcidos,desmesurados. Tal vez estabasoñando. Pero el dolor era

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auténtico y cada vez más fuerte.Estaba tendido sobre el terreno enmedio de la hierba, totalmentecubierto de sangre. Una voz:

—Has matado a tu primer jabalí.Era Autólico, mi abuelo.—¿Es cierto?—¿El qué?—¿Ese? —Señalé el animal que

estaba inmóvil delante de mí.—¿El carnero? Claro. Es el jefe

de la manada de mi rebaño. Esmagnífico. No hay otros tangrandes. Se lo robé a los etolios

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que viven en el interior. Ofrecieronun rescate, pero lo rechacé.

—Me duele, mucho…—El jabalí te ha abierto el muslo

hasta el hueso.Se alejó.Un chaparrón de agua me

embistió de lleno y luego otro yotro más. Me estaban lavandoechándome encima cubos de aguaque habían sacado del torrente quediscurría allí cerca.

Autólico reapareció con uncuchillo al rojo vivo en la mano.

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—He de cauterizar tu herida yluego cosértela o morirás. Nogrites, me molesta.

La hoja quemó mi carne, el dolorme destrozó el corazón, mi vista seoscureció.

Únicamente quedó el carneroalbino, imagen blanca recortadacontra las tinieblas.

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5

La fiebre me abrasó durante cincodías y cinco noches, después cesó.Fue entonces cuando conocí a laabuela Anfitea, porque fue ella laencargada de coser mi piernadesgarrada y luego de curarme. Meesparció un ungüento en la herida

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cauterizada por el hierro deAutólico, que me atenuó mucho eldolor y me quitó el picor de debajode la costra que se había hecho.Cuando consideró que estaba ya envías de curación me permitiólevantarme de la cama y dar losprimeros pasos. Yo no dejabatraslucir mi preocupación: la heridahabía sido muy profunda, hasta elhueso. Muchos, en semejantescondiciones, habían quedado cojospara el resto de su vida. Me daba,sin embargo, ánimos pensando que,

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pese a no haber sido herido encombate, podía no obstanteenorgullecerme de haberme batidocuerpo a cuerpo con una fiera y, portanto, en un enfrentamiento honroso.

Toqué el suelo con un pie ydespués con el otro y me alcé. Unsiervo me alargó un bastón, pero yolo rechacé. Di un paso y luego otro:los músculos y los tendones noparecían haber sufrido dañosserios. Mi andar era fatigoso ytambién doloroso, pero normal. Micorazón se llenó de alegría: no

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quedaría impedido para luchar,para correr o para competir tanto entierra como en el mar. Di lasgracias en mi corazón a Atenea, quese me había aparecido la primeranoche bajo la forma más común queadopta cuando quiere ocultarse alas miradas de los mortales. Yagradecí asimismo a la abuela, queme había curado con sus manos.

También el abuelo vino ahacerme una visita, y como habíatenido tiempo de reflexionar, le dijelo que pensaba.

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—Mi accidente no fue unacasualidad. Esperaba a los jabalíespor septentrión y esa bestia se meechó encima por levante. Fuiste túquien me sugirió que me apostaraen ese lugar, al descubierto. Túhiciste incitar contra mí a eseanimal a sabiendas de que el sol mecegaría. ¿Pasa eso me invitaste a lacacería siendo aún un niño? ¿Paraverme morir? He aquí por quénadie te ha querido cerca en la cazadel jabalí de Calidón.

—Te dije que esa misma noche

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comprenderías por qué no fuiinvitado en esa oportunidad, pormás que fuese el mejor cazador.Eso hubiera tenido que ponerte enguardia. Era un aviso. Yo te hesalvado la vida, nadie más. Eres unmuchacho sagaz y valiente: dosvirtudes que raramente seencuentran en la misma persona.Muchos hombres valerosos sonestúpidos; muchos, avisados yastutos, son cobardes. Lo que hasucedido ha sido por mi voluntad.Has entendido que no puedes fiarte

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de nadie en este mundo y no loolvidarás mientras vivas. Por eso tehe llamado aquí. En Ítaca nohubieras aprendido nunca lo queahora sabes. Hoy tu carne lleva laseñal indeleble de tu ingenuidad. Lacicatriz será una advertencia parasiempre.

—Habría podido morir.—Pero no ha sucedido. Te he

observado desde el primermomento: cómo te movías, cómomirabas a tu alrededor, cómoescuchabas a los hombres, a los

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animales y a las plantas. No se meha escapado una sola de tuspalabras.

—¿Y si hubiese pasado? ¿Sihubiese perdido la vida?

—Hemos nacido mortales, peronadie puede decir si vivir más largotiempo es un bien o un mal. Para míha sido un mal y he conocido amuchos hombres que lamentabanhasta el hecho de haber nacido.Tengo una fama pésima porque noescondo lo que soy. Otros, muchosotros que son peores que yo, saben

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disimular su verdadera naturaleza.Soy el que has visto, y sin embargofui al palacio de tu padre porquehabía esperado con ansias quenacieras.

—Y me pusiste un nombremaldito.

—No, un nombre sincero. Queríaque te acordases de cómo es elmundo, de cómo son los hombres.El odio es con mucho el más comúnde los sentimientos humanos.

—¿Y por qué habías ansiadotanto que yo naciese?

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—Porque ninguno de mis hijosme gusta y esperaba que el nuevoheredero fuese distinto.

—¿Y bien?—Es cierto. Lo que deseaba se

ha cumplido. Tú no sabes lo quesucedió el día de la caza del jabalí:yo lo vi todo, tenía el arcoapuntando a ese grueso macho,dispuesto a traspasarlo, pero no fuenecesario. Tu instinto fue másrápido que el de la bestia, tu lanzagolpeó con precisión en un puntovital. Y tampoco tu arco había

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fallado. La flecha que había abatidoa la hembra penetró por la paletilladerecha, muy cerca del corazón.Solo faltó un poco de fuerza, que latendrás cuando hayas terminado decrecer. Tu cuerpo se adaptó alperfil del terreno para no seraplastado por el peso del verraco.Eres perfecto, Odiseo, el hijo queyo hubiera deseado.

No conseguí responder ni decirmás. Mi abuelo vivía en su locuraalimentada por el odio; eraviolento, arrogante, quizá también

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cruel, pero no malvado. Comprendíen los días que pasé con él que elmalvado es, en verdad, un ser ruinque no tiene el valor de mirar a lacara a sus víctimas, que prefiereconfiar a otros la odiosa tarea deinfligir sufrimiento. A su manerahabía querido mostrarme que meamaba y que había pretendidoprotegerme de un mundo quedespreciaba y detestaba,proporcionarme las armas con lasque podría defenderme inclusocuando él ya no viviera. El viejo

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lobo tenía ciertamente su propiosecreto, que se llevaría a la tumba,y no quiso revelarlo.

El último día antes de mi partidahizo un aparte conmigo y mepreguntó:

—¿Tu madre no te ha dado unmensaje para mí?

—Sí. Te lo habría entregadomañana antes de partir.

—Debes dármelo ahora. No iréal puerto. No me gusta verte partir.

Cogí de mi alforja la minúsculaánfora de terracota y se la entregué.

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Él la hizo trizas entre sus manos yde ella salió una laminilla debronce que llevaba grabados unossignos. Mientras la observaba, ledije:

—Debes comenzar a leer desdeel punto marcado por una estrella.

Debían de ser los signos de unlenguaje secreto porque nocomprendía nada de lo que veía y lafrase que había pronunciado era elmensaje que mi madre me habíapedido que aprendiera para poderreferirlo.

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Examinó largo rato la pequeñalaminilla de bronce y luego se laguardó en el cinto y me miródirectamente a los ojos.

—Dile a tu madre el nombre detres animales, los que te vengan a lamente… No, no me digas nada a mí—añadió cuando vio que estaba apunto de abrir la boca—. No quierosaberlo, pero ten cuidado, esos tresnombres podrían marcar tu destino.

Cuando llegó la noche cenamosjuntos los tres: la abuela Anfitea, elabuelo Autólico y yo. Los tíos se

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hallaban lejos a causa de una de susempresas. Les di las gracias por lahospitalidad, por las curas y portodo lo que él me había enseñado.La abuela me besó en la cabeza y enlos ojos y me hizo una larga caricia,luego se retiró a sus aposentos. Elabuelo se entretuvo todavía unpoco. Comentó:

—No sé si volveremos a vernos.Un hombre como yo vive en peligropermanente y cuando mis fuerzascomiencen a flaquear alguien querráaprovecharse. Pero para conjurar

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este hecho te invito a volver parauna segunda cacería cuando hayascumplido veinte años. Así deberéseguir por fuerza con vida pararecibirte. No faltes.

—Vendré, porque esta vez hecomprendido lo que me has dicho.

—Estoy seguro. Y… te habríadado una hembra esta noche, peroveo que no eres aún lo bastanteexperto en esta materia y tal vez mehabrías dejado un bastardo quecriar, cosa que no puedopermitirme.

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Nos despedimos.—Adiós, pappo.—Adiós, pai.A la mañana siguiente vi nada

más que a la abuela, la reinaAnfitea, y tomamos el desayunojuntos servidos por una de lassiervas. Luego, al clarear el día,llegó el hombre que había dellevarme al puerto. La abuela meabrazó fuerte con lágrimas en losojos.

—¿Volverás a visitarnos,criatura mía?

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—Volveré, abuela, si los diosesquieren, porque he sido invitado.

—Saluda a tu madre y a tu padre.Diles que los llevo siempre en micorazón.

Nos separamos y seguí a mi guíahasta el puerto, donde nos esperabala barca que me llevaría de vuelta acasa. En total había pasado un mes.

Mandé izar en la verga de lanave mi estandarte y así cuandollegué a Ítaca se repitió la mismaescena: mis padres vinieron arecibirme con la escolta, los

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dignatarios, el armero Damastes, miinstructor Mentor y mi nodrizaEuriclea, que lloraba y se secabalos ojos con el pañuelo repitiendo«criatura mía, criatura mía», justocomo la abuela.

En palacio se descuartizó otrotoro para honrar mi regreso y fueroninvitados los amigos de mi padre ytambién algunos de mis compañerosde infancia: Ántifo, Euríloco,Euríbates, Sinón. Eran buenoschicos, rápidos en la carrera ydiestros con las armas. Esta vez era

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yo quien tenía una aventura quecontar y mostrar orgulloso lacicatriz en la rodilla.

—Era una bestia enorme, de pelonegro y con unas patas largas comoespadas. Se me vino encima porlevante: tenía el sol que me daba enlos ojos y solo vi a esa mole oscuraprecipitarse sobre mí como unpedrusco que rueda del monte. Medio tiempo de arrojarle la lanzaporque ya había abatido a lahembra con el arco, pero estabademasiado cerca…

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Todos me escuchaban, tambiénmi padre, que había ganado gloriainmortal como uno de losargonautas. Se veía que estabaorgulloso de mí. En aquel momentopensé que, si el abuelo no hubiesehecho lo que había hecho, no habríapodido contar una historia tanhermosa y emocionante que tal vezFemio, el aedo, cantaría un díadurante los banquetes paraentretener a los huéspedes.Comprendí que había hecho laelección acertada para hacer de mí

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un hombre y me había enseñadocosas que nunca olvidaría. Élmismo, un lobo…

Se comió y se bebió hasta tarde.Mis amigos fueron llevados por sussiervos a casa más muertos quevivos, y al final también yo medespedí de mi padre y llegué a miaposento. Pero antes de entrar, mimadre apareció en la puerta deltálamo.

—¿Le transmitiste el mensaje ami padre?

—Sí, por supuesto.

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—¿Y él qué te respondió?—Me dijo que cuando te viera

debía decirte el nombre de tresanimales y que tuviera muy encuenta que esas tres palabraspodían marcar mi destino.

—Así pues…—Los animales son el toro, el

jabalí y el carnero.—¿Estás seguro?—Totalmente. El toro fue el

primer animal sacrificado parafestejar mi llegada. El jabalí mehirió y llevaré siempre la señal de

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ese encuentro en mi cuerpo; elcarnero fue lo primero que vicuando volví a abrir los ojos. Unanimal gigantesco, albino, con unosgrandes cuernos retorcidos y losojos rojos. No sé por qué mepareció un demonio. Estaba inmóvilcomo un ídolo y me mirabafijamente con ojos inexpresivos.

—Bien —respondió mi madre—,está escrito que un día estaspalabras tendrán un significadopara ti, tal vez sean la llave de lavida y de la muerte.

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No he olvidado nunca esediálogo tan enigmático porqueninguna madre, creo yo, le hablaríaasí a su propio hijo sin hacerlesentir el frío del misterio y de lodesconocido. Ella enseguida se diocuenta y me dio un besodeseándome una noche tranquila.

Me dejé caer agotado en eljergón y dormí durante bastanteshoras. Luego algo me despertó, mimano se deslizó sobre el mango delpuñal: notaba una presencia en mihabitación y al mismo tiempo sentí

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el olor de mi padre. No me moví,quién sabe cuánto tiempo llevabaallí, sentado, en la oscuridad,vigilando mi sueño.

Tal vez también él había notadoque era observado y se levantó paraalcanzar, silencioso como unfantasma, la puerta.

—Atta.Se volvió.—Atta, ¿sabes qué pasó en casa

del abuelo?—¿Qué es eso tan importante de

lo que no has hablado hasta ahora,

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en plena noche, en la oscuridad?—Vi a la diosa Atenea.—Duerme, hijo —repuso.

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6

En los días que siguieron, Euriclease ocupó de mi herida aplicándoleun ungüento preparado por ella ycon el paso del tiempo la costra seablandó y luego se desprendió;también la rojez se atenuó hastadesaparecer del todo. Quedó una

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cicatriz de marcado contorno, peromi rodilla dio muestras de no habersufrido daño alguno. Podía caminary correr como antes durante díasenteros por los bosques y lossenderos que atravesaban la isla.Damastes, mi maestro de armas, meseguía constantemente, corría a milado, me obligaba a trepar por laspendientes más escarpadas, adescender por las peñas másásperas, a zambullirme desde loalto de los arrecifes y nadar durantehoras a lo largo de la costa, y en los

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descansos me enseñaba a manejarla jabalina y la lanza y a dispararcon el arco con puntería cada vezmás certera, perfecta.

—El arco es un arma poderosa:mata de lejos y te permitepermanecer a cubierto. Muchoscreen que un verdadero guerrerodebe usar la espada y enfrentarse asus adversarios cuerpo a cuerpo,opinan que el arco lo usan loscobardes.

—¿Y no es así?—En absoluto. Lo más

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importante en la batalla es vencer:todas las armas son iguales sisirven para acabar con la vida de tuenemigo. Si vences, sobrevives; sipierdes, eres hombre muerto oesclavo para el resto de tu vida. Elarco es un arma noble. La flechavuela silbando a través del aire,más rauda que el viento, más quelos pájaros, que, sin embargo,tienen alas; da en el blanco a grandistancia, te permite procurarte lacomida allí donde cualquier otroinstrumento de ataque es ineficaz e

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inútil.Parábamos solo una vez durante

la jornada. Damastes extraía de sualforja pan y queso de cabra,bebíamos agua de manantial y luegocontinuábamos hasta la puesta delsol. Llegados al palacio, dábamoscuenta a mi padre de miadiestramiento y de mis progresos.

Por último me enseñó a usar laespada.

—Es el arma más terrible —dijo—. Para golpear debes acercarte alenemigo tanto que puedas mirarle a

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los ojos, sentir su aliento en la cara.Cuando propines el golpe debestraspasarlo de parte a parte; lasangre te salpica, las entrañas salenpor la herida, el olor esnauseabundo. Los gritos resultaninsoportables; el fragor del bronce,ensordecedor. Es lo que llaman«gloria». Por eso los cantoresnarran las gestas de los héroesacompañándose con la cítara.

No comprendía qué pretendíadecir con esas palabras. Sinembargo, parecía que mi paso a la

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condición de hombre debía pagarsecon el conocimiento de los peoreslados de la vida y de los otros sereshumanos.

A veces dormíamos en loscampos y en los bosques, envueltosen un manto sobre un lecho de hojassecas. Antes de conciliar el sueñocontemplaba las estrellas quebrillaban entre las copas de losárboles y me preguntaba qué eranen realidad. ¿Habían sido puestasallí arriba por los dioses para guiara los navegantes en su ruta a casa?

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Mentor me había enseñado areconocer las constelaciones: laOsa Mayor y Menor y Orión y lasPléyades y otras también, y un díasaldría de navegación para realizaruna gran travesía o para un largoviaje.

Una noche vi de nuevo a lalechuza; solo durante un instante susojos de reflejos dorados memiraron con fijeza, luego asomó ladiosa de detrás del tronco. Llevabaun vestido de color de luna, apenasrozaba, con los pies descalzos, la

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hierba del prado; unos pálidosresplandores danzaban en la puntade su lanza. La acompañaba unperfume, olor a metal forjado, aaceituna, a cedro y a flores delcampo. Seguí a ese éter leve queresultaba apenas perceptible y mesentí embriagado. Me hubieragustado llamarla, pero no me salióla voz: no es dado a los mortalesdirigirse a los dioses si estos noquieren. Y sin embargo, ella sevolvió como si me hubiera oído;sonrió y desapareció. La lechuza

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abandonó la rama, se perdióvolando en la noche perfumada.

—Esta noche has hablado ensueños —me dijo Damastes—.¿Qué soñabas?

—Nada —respondí—, estabademasiado cansado para soñar.Dormía y punto.

Durante todo aquel año, mientrasduró el buen tiempo, mi padre sehizo a la mar para viajes de quinceo veinte días: a veces con pocos

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amigos de confianza, otras con susguerreros. Supongo que se dirigía alas islas vecinas que constituíannuestro reino: a Same, a Duliquio, aLéucade, tal vez también a Zacinto,para ver a los nobles queproporcionaban lanzas a nuestroejército y naves a nuestra flota, bienconstruidas, negras y relucientes.En una ocasión, creo, salió paradepredar y lo seguían los guerreros.Volvieron con las señales delcombate en el cuerpo y en el rostro,trayendo esclavos de piel de color

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cobrizo y ánforas de vino, madera,piezas de tela de color y perlas devidrio a centenares, muy hermosas.Se repartió el botín después de queel rey hubo tomado su parte.

Algunos de los cautivos llorabanpensando que no verían nunca másel día del regreso y yo los mirabaturbado. Mi padre apoyó una manoen mi hombro.

—Es ley de vida, habría podidopasarnos a mí y a mis compañeros:convertirnos en esclavos dehombres insignificantes, de

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mercaderes o de patanes, o serintercambiados por un puñado deperlitas de vidrio colorado. Y nadiese habría apiadado de nosotros.Reserva este sentimiento por si laspersonas a las que quieres un díatuviesen que sufrir algún daño operder la vida o la libertad.

Dicho esto, se alejó sinesperarme y se dirigió al palacio,donde lo esperaban las mujeres y unbaño y ropas limpias sacadas de lasarcas de ciprés.

Fui detrás de él y asistí a su

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baño.—Padre —le pregunté—, ¿qué le

pasa a un rey si es apresado? ¿Lehacen esclavo?

—Un rey tiene forma de que leliberen porque posee muchosbienes: oro, plata y bronce, armas,ganado, telas preciosas. Nadiequerría tener un cautivo semejantesi, mediante un trueque, puedecomprar con el producto del rescatedecenas de ellos.

—Pero ¿y si sucede?Laertes guardó silencio,

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pensativo, durante unos instantes ycuando habló tenía en el rostro unaexpresión enigmática, como si fueseotro el que hablara a través de suboca.

—Pasaría a ser un esclavo comolos otros, obedecería para que no legolpeasen, trataría de satisfacer alamo para tener comida y ropamejor.

—Cualquier otro —repliqué—,tú no.

—¿Y quién te dice eso? Cuandoun hombre pierde la libertad, lo

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pierde todo. Solo hay una cosamucho peor que eso: perder la vida.

Salí al pasillo, subí a la terrazasuperior y esperé a que cayese latarde.

Al llegar el otoño y terminada laestación de los viajes, el reyLaertes hizo desmontar el timón desu nave y ordenó colgarlo encimadel hogar para que se impregnasebien del humo y se templase alcalor.

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Con frecuencia teníamosinvitados o huéspedes. Algunos,muy pocos en realidad, llegaban delejos en las naves que buscabanrefugio en el puerto. Mi padreconsideraba que eran los másinteresantes porque navegaban conla mala estación y, por tanto, debíanser valerosos o estar desesperadoso ambas cosas a la vez.

Uno de ellos nos trajo noticias deHeracles.

El rey de Micenas, Euristeo,como no se atrevía a enfrentarse a

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él, le había exigido expiar su culpallevando a cabo un número deempresas imposibles. Heracleshabía obedecido y estabadesaparecido. Nadie le había visto.Pregunté a mi padre qué trabajoseran esos que debía realizar comopenitencia el más fuerte de loshombres, pero no supo o no quisoresponderme. Ni siquiera estabaseguro de que Heracles se hubieraconfesado culpable de la matanzade su familia, pero quizásimplemente no podía creerlo. Me

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dijo que Euristeo era capaz decualquier abominación y que de élcabía esperarse cualquier cosa.

Hubiera querido saber a qué serefería, pero no insistí más.Pensaba en el gigante con su clavaque recorría páramos desolados ydesiertos para enfrentarse aadversarios dignos de él, hombres odioses o monstruos, en un duelo amuerte que le quitara la vida o lediera la paz.

—Tal vez el próximo veranosepamos mucho más —dijo mi

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padre—. Haremos un viaje.—¿Un viaje? —repliqué—. ¿Y

me llevarás contigo?—Sí. Será algo que no olvidarás.—¿Y no puedo saber más?—Todo a su debido tiempo —

respondió, lo que significaba queno quería más preguntas.

Con la vuelta del buen tiemporetiramos el timón de encima delhogar y lo volvimos a montar en lanave. Los siervos lo habían

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limpiado de toda incrustación yestaban tendiendo las maromas quemantenían la tablazón bienconjuntada. Asimismo vi querepasaban y abrillantaban conaceite las maderas de popa, de proay del casco tras haberlas rascado ypulido con piedra pómez. Partimosun día de principios del verano. Medespedí de mi madre y de minodriza, que me besó repetidamenteen los ojos llamándome «criaturamía» y llorando como solía en estasocasiones, hasta que mi padre hizo

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oír su voz para decir que era horade moverse. Empuñé la lanza y echéa andar al lado del rey. Recorrimosa pie la montaña mientras salía elsol y miles de flores amarillas yazules eran iluminadas por unaprístina luz. Tras rodear una ladera,nos encontramos frente a unaextensión de asfódelos atravesadospor esa misma luz oblicua que losvolvía traslúcidos e increíblementeluminosos. Me pregunté por quérazón se plantaban en las tumbasunas flores tan bellas y tan blancas

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y se las consideraba las flores delos muertos.

Bajamos al puerto principal yzarpamos con viento a favor.Tomamos mar adentro con buenavelocidad. La nave crujía, la velaestaba henchida y tensa. Esta veznos acompañaba también Mentor, yse sentía muy feliz. Sabía muchascosas y gozaba de la confianza demi padre. Nos sentamos sobre lasamarras enrolladas a conversar eimaginar adónde iríamos. TampocoMentor lo sabía, pero una cosa era

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cierta: nos estábamos alejando detierra firme rumbo a alta mar.

Pregunté a Mentor qué había poraquella parte.

—Hay otro territorio, cubierto debosques, habitado por pueblossalvajes que no respetan a loshuéspedes y no temen a los dioses:es la tierra de la noche y de laoscuridad, y pocos se atreven aviajar en esa dirección.

No hice más preguntas, pero veíaque a nuestra espalda la costa sehacía cada vez más baja hasta

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desaparecer como si fuese tragadapor el mar. Me sentía dominado poruna especie de espanto que no habíaexperimentado nunca antes. Delantede nosotros el horizonte estabavacío, y sin embargo mi padremantenía el rumbo. Mentor se habíapuesto en pie y se agarraba a labarandilla de la proa. A veces teníala impresión de que temblaba. Pasóaún un rato hasta que el solresplandeció casi en el centro delcielo y nuestras sombras seacortaron. En aquel momento mi

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padre dio orden de arriar la vela yde soltar el ancla. Hacían faltacuatro marineros para arrojar estaal agua, de tan pesada como era. Elmar estaba calmo, casi inmóvil, ymanchas de luz fluctuaban sobre elagua, deslumbrantes.

Por doquier la nada. El horizonteera un círculo vacío.

No había ya aves y también elviento había amainado. Nadie dijouna palabra, me dejaron a solas conmis pensamientos. Largo rato.¿Llegaríamos a destino antes de que

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se hiciera la oscuridad? Y en aquelpunto, cómo encontraríamos ladirección para volver atrás si todaslas vías marítimas se oscurecían?

—Mentor —susurré—. Mentor…—Tu padre ha querido que

sintieras la angustia del vacío, elextravío del infinito, suspendidoentre el cielo y el abismo. ¿Sabescuántos huesos de marineros yacenabajo en el fondo? ¿Sabes cuántosse han ahogado? Sus espíritus noencuentran la paz porque no hanrecibido sepultura…

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—Calla —dije—, no quiero oírestas cosas. No quiero…

No me atreví a decir más y medejé sumergir por el silencio. Pensélo que habría sentido si la navehubiera sido destruida, si mehubiera encontrado inmerso en elagua entre olas de tempestad, solo,sin tierra a la vista, sin orientación,sin fuerzas. Y sin embargo, esaextensión infinita e informe meencantaba. Imaginaba las criaturasque la atravesaban recorriendoespacios imposibles, los monstruos

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de los abismos y los dioses azules,con cabelleras de algas, líquidostambién ellos, transparentes. Un díadesafiaría al mar sin orillas, elespacio ilimitado. Lo presentía. Yo,hijo de un argonauta.

Mi padre dio finalmente la ordende echar mano a los remos y devirar de bordo poniendo proa hacialevante. Pasamos una noche en elmar y sentí la respiración del diosazul que subía del fondo,inquietante, inmenso. No se le debíadespertar.

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Recalamos en una pequeña bahía,en un territorio que no conocía.

—¿Dónde estamos? —pregunté.—Esta es la tierra de los heleos

—respondió el rey—. Más allá, aun día de navegación, se hallaMesenia, donde reina Néstor. Ya leconocerás: es un hombre sabio desienes plateadas, respetado portodos los reyes de los aqueos. Hetraído presentes para él y para suesposa que tú mismo entregarás. Hallegado la hora de que seasreconocido como aquel que un día

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será el rey de Ítaca. El soberano deMesenia tiene un palacio quedomina la ciudad de Pilos y unavasta bahía protegida por una largaisla, puerto amplio y seguro paralos navíos que buscan refugio en él.El rey tiene muchos hijos que le handado tanto las concubinas como lareina Eurídice. Algunos tienen pocomenos de mi edad; otros, los máspequeños, la tuya. Haz amistad conellos: alguno un día se sentará en eltrono. Está bien que el rey y lospríncipes sean amigos y aliados,

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cada uno respetando los límites ylos dominios del otro, porque sifuera a presentarse un enemigo esmejor enfrentarse a él todos juntos.

Pilos, el Pilos arenoso, se alzabaa los pies de un cerro y el palacioera semejante al nuestro, si bienmás grande porque carecía demurallas y de fortificaciones. Desdeallí arriba nuestra nave con susenseñas había sido avistada hacíaun buen rato, y cuando tomamostierra un pelotón de guerreros almando del príncipe Antíloco, algo

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más joven que yo, estaba presto arendirnos los honores y escoltarnoshasta palacio. Les seguimosdespués de habernos puesto lasmejores galas y, a medida quesubíamos la cuesta, podíamos verdesplegarse debajo de nosotros labahía limitada por una larga islaboscosa.

Era mi primera visita a un rey.

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7

El rey y la reina de Pilos nosrecibieron de pie en la gran sala yvinieron a nuestro encuentro dandomuestras de gran alegría, comocorresponde con unos amigos.

El rey abrazó a mi padre y lareina inclinó graciosamente la

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cabeza cuando le puse a los piesnuestros presentes: un collar decoral que había pertenecido a laabuela Calcomedusa, a la que yo nohabía visto nunca, pero que mimadre decía que me había tenido ensus brazos cuando era aún muypequeño. Además, una estola delana expertamente bordada por lasmujeres de Same, muy hábiles conel telar. Había representadas en ellalas divinidades de las cuatroestaciones con coronas de flores, deespigas doradas, de distintas frutas

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y de uva y, por último, de cañascubiertas de blanca escarcha.

Eurídice era mucho más jovenque Néstor y enseguida quisoprobarse el collar delante de unespejo que le trajo una de lassiervas. Dio muestras de gustarlemucho y nos expresó suagradecimiento.

Por la tarde se sirvió un opíparobanquete, mucho más abundante queel que había preparado el abueloAutólico cuando había ido a verlepara la caza del jabalí. Asistieron a

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él todos los príncipes de la casareal, incluidos Antíloco yPisístrato, que apenas daba susprimeros pasos. Mi padre estabasentado a la derecha de Néstor, y yolos veía conversar muy cerca el unodel otro, como si hablaran enconfianza. Los siervos pasaban conespetones de carne asada de buey yno dejaban de servir vino, pero mipadre bebía y comía conmoderación, como había hechosiempre. El haber visitado yexplorado países lejanos y salvajes

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le había dejado la costumbre de noperder nunca el control de sí mismoy de estar siempre alerta. ¿De quéhablaban? ¿De sus pasadasaventuras o de los asuntos defamilia de otros reyes y de otrasreinas?

También Néstor era un argonautay había compartido grandesaventuras con mi padre a pesar deno ser tan joven. Había armas portodas partes colgadas de lasparedes de la sala: escudos, lanzas,hachas, espadas con sus cinturones

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adornados de chapas de plata y confíbulas de resplandeciente bronce.Delante del palacio se hallabanreunidos cierto número demendigos en espera de las sobrasde la comida que tendrían quedisputar a los perros que tambiénaguardaban su parte.

Hablé con Antíloco, que estabasentado a mi lado, y le pregunté sihabía viajado alguna vez por mar opor tierra.

—Por tierra —me contestó—,hasta Esparta y hasta Argos. Son

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hermosas ciudades con grandespalacios, pero a mí me gusta estoporque tenemos esta bahíaabundante en peces en la queatracan muchas naves que vienen delejos; de Asia y de los países delsegundo mar, de Creta, dondemanda el rey Idomeneo, amigo demi padre. Un día también yo iré aCreta y tal vez incluso más lejos.¿Y tú?

—He estado en tierra firme encasa de mi abuelo para la caza deljabalí y fui herido aquí en el muslo,

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¿ves?—¿Tu abuelo? ¿No es ese viejo

depredador, ladrón de ganado?—Si no fueses tan joven —le

respondí—, te haría tragar tusofensas.

Antíloco se excusó.—No quería ofenderte: eres mi

huésped y es mi deber honrarte.Pero Autólico no tiene buena fama yno es culpa mía.

—Mi abuelo no es ningún ladrón,es un depredador, y si vive comovive tendrá sus razones. Yo me lo

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pasé muy bien con él y volveré ahacerle una visita en cuanto pueda.—Tras cumplir con mi deber dedefender el honor familiar, traté dereanudar la conversación con másgratas palabras—: Este es misegundo viaje y estoy orgulloso devisitar la casa del wanax Néstor.Nuestros padres están unidos poruna gran amistad y lo mismo debesuceder entre nosotros —dijepensando que tal vez Antíloco seríaun día el rey y mantendríamosrelaciones de alianza.

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No había aprendido aún que elhado es el que establece el futuro.

Nos quedamos en total tres días,luego partimos para ir a Esparta. Elrey nos proporcionó los carros ylos caballos y nosotros dejamosbajo su custodia la nave con unaparte de los compañeros. Yoadmiraba los caballos, animales degran fiereza, habituados al campode batalla, de cola inquieta y delustroso pelaje. Fue Antíloco quien

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nos los entregó: un honor reservadoa los visitantes más ilustres.

Subí al carro de mi padreagarrándome a un lateral. Mentorvenía detrás con el comandante denuestra nave; seguían otros trescarruajes con seis de nuestroshombres de escolta armados conuna lanza. En el último carro ibaúnicamente el cochero porquetransportaba los presentes quehabíamos traído para el rey. Parallegar a Esparta había que tomar uncamino muy pronunciado que

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atravesaba una cadena montañosa,luego bajar al valle que se abría alotro lado. El paso era muy estrecho,como una incisión en la ladera de lamontaña. Los carros debían pasaruno por uno y no sin peligro.Cuando estuvimos en lo alto se nosofreció una vista maravillosa: unavasta llanura con miles de olivos,árboles frutales, prados y pastoscon rebaños de ovejas y manadasde caballos. Nunca en toda mi vidahabía visto nada parecido. Jamástantos caballos juntos.

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—Es el reino de Tindáreo —dijomi padre—, señor de Esparta. Lareina Leda es famosa por subelleza. Tienen cuatro hijos, doshembras y dos varones. A pesar deque Leda haya dado a luz dosgemelos, su cuerpo es perfectocomo el de una diosa. Sus hijas,aunque muy jóvenes, prometensuperar a la madre. Cuando estemosen su presencia, rinde homenajeprimero a la reina y luego aTindáreo. Lo mismo haré yo.

Se requirió casi todo un día para

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bajar de la montaña, atravesar lallanura y subir a otra pequeña alturapor la parte opuesta, sobre la que sealzaba la ciudad de Tindáreo y deLeda. Llegamos a las puertas deEsparta al oscurecer y noté que, enaquel lugar, el sol se ponía muchoantes de lo que lo hacía en Ítaca,porque en occidente la gran sierralo cubría cuando estaba todavíaalto, mientras que en Ítaca lo veíabrillar hasta que se hundía en elmar.

Fuimos recibidos por la guardia

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real formada a ambos lados delcamino que conducía a la puertaprincipal. Mientras subíamos, mipadre volvió a hablar.

—Tindáreo reconquistó su tronohace unos años nada más, porque suhermano lo había expulsado de laciudad. Y no lo habría conseguidosin la ayuda de Heracles. Sudesmesurada fuerza resultódecisiva, pero lo habría sidotambién su sola presencia.Cualquiera que lo tenga en contrasabe que está destinado a la

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derrota, comprende que lucharcontra un ser semejante es comoalinearse contra los dioses.

—¿De veras es como dices,padre?

—Ningún mortal puedepresentarle resistencia. Es como unpeñasco que rueda monte abajo yarrolla pinos y olivos seculares; sugrito es como el rugido de un león.Nunca le he visto ponerse laarmadura: combate semidesnudo ysin embargo nadie ha conseguidotraspasarlo jamás…

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No pregunté más. Me imaginabaque un hombre que extermina a supropia familia había transgredidoun límite extremo y había entrado enun territorio del que es imposibleretornar sin hacer otra cosa que irhacia su propia destrucción. Nosabía si un héroe podía serconsiderado como tal después dehaber cometido un delito tan atroz,o si la misma espantosa crueldad deesa acción formaba parte, encambio, de su naturaleza. Pensé quemi padre, como Heracles, no solo

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pertenecía a otra generación, sinotambién a otra era, a una estirpe dehéroes que llevaba aún en las venaslas últimas gotitas de la sangre delos dioses. Nosotros seríamosdistintos. Seríamos solamentehombres.

Llegados delante del palacio, lospalafreneros se cuidaron denuestros caballos y fuimosconducidos a la sala de baño paraser lavados, perfumados y paraponernos las ropas frescas antes deser admitidos ante la presencia del

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rey y de la reina.Leda tenía unos ojos grandes,

relucientes, y el cabello, largo yondulado, le caía sobre loshombros y, detrás, sobre la espalda.Su mirada era verde e infundíaespanto, pero también unaadmiración atónita y casi extática.¿Era esa la mirada de Medusa quepetrificaba? Me parecía casi oír uncanto, complejo, de muchas vocesque formaban una sola armonía. Elviento de la tarde entraba en elpalacio real transportando aromas

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de tierras remotas, trayendo olor aheno y a violetas y el ululato,lejano, del búho.

Volví a la realidad de mi raptocuando mi padre me dio un codazoen un costado y me sumé a él en elhomenaje a Tindáreo. Fueronpresentados los dos príncipes, detal vez veinticinco años de edad.Cástor y Polideuces, los másjóvenes entre los argonautas. Erangemelos y a tal punto idénticos queera imposible distinguirlos a no serpor el color de los ojos. Cástor los

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tenía más parecidos a los de lamadre; Polideuces, a los del padre.Uno y otro, se nos dijo, eran atletasinvencibles. Haciendo caso omisodel protocolo corrieron a dondeestaba mi padre y le abrazarongritando de alegría. Él devolvióemocionado el abrazo, no seseparaba ya de ellos. Comprendí loque debía significar haberparticipado juntos en una granempresa: un vínculo muy fuerte,indisoluble.

El rey nos hizo sentar a la mesa

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para el banquete y yo miré a mialrededor para admirar la sala.También aquí, como en Pilos,colgaban de las paredes armasresplandecientes y grandes escudos,lanzas con la punta de bronce. Unaparte de los muros estaba pintadacon escenas de caza y de combate.Una de ellas representaba aHeracles en actitud de atacar alusurpador que había reinado sobreEsparta antes de Tindáreo. Mequedé estupefacto. Cada una de susacciones entraba en la leyenda antes

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de que se hubiese apagado el eco.También mi padre miraba esaspinturas, un tanto maravillado.

—Atta —susurré—, ¿se leparece?

—No. Ningún artista pinta unhéroe por lo que es, pues no seríacapaz, sino por los atributos por losque se le reconoce.

—La clava…, el cuerpoinmenso. ¿Le veremos alguna vez?

—No creo. Su camino llevalejos, muy lejos de nuestro mundo,a un lugar del que nadie ha vuelto

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jamás.Recuerdo cómo me hirieron estas

palabras. Palabras como muchasotras pero que pronunciadas por unmarinero cambian de tono, defuerza. Suponían dolor.

El banquete fue una demostracióndel poder del rey de Esparta por laabundancia de carnes asadas, depanes fragantes, de vino, por el grannúmero de invitados vestidos contrajes tejidos de lino y de púrpura,por los cinturones, las fíbulas deoro, de marfil y de ámbar, por las

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copas de oro repujado, por lasmaravillosas gargantillas ybrazaletes de la reina. ¡Qué pobreme pareció nuestro pequeño reinoinsular! Mi Ítaca escarpada ycubierta de bosques, pasto decabras y de puercos.

Al final del festín una de lassiervas trajo a las hijas de la reina,Helena y Clitemnestra, para quefuesen presentadas a los huéspedes.Tenían entre trece y catorce años yeran muy distintas la una de la otra.Helena parecía una criatura

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sobrehumana por la perfección delrostro, por los reflejos violáceos desus ojos, por los cabellos queresplandecían como auricalco.Estaban encrespados de ondas quereflejaban la luz en muchastonalidades distintas. Cuando movíala cabeza y los hacía ondear, laondulación se transmitía a todo elcuerpo, que parecía doblarsesuavemente como una flor en labrisa. Sus labios se asemejaban alos capullos de amapola demontaña cuando están a punto de

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abrirse y que al hacerlo muestranlos blancos dientes de una sonrisasin amor, pero por eso mismo aúnmás perturbadora. En aquelmomento hubiera querido tener lainspiración de un gran cantor comoFemio para expresar lo que sentía yveía, esa especie de encanto que labelleza en su forma absoluta ejercíasobre mí. Esbelta y alta, más queuna muchacha de su edad, era uncapullo todavía cerrado: ¿qué seríacuando fuera rosa?

Mi padre el rey pareció leerme

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el pensamiento.—Ni pensarlo, muchacho, no es

para ti. Ella es de oro, tú eres…—De madera, atta. La madera de

nuestras encinas del Nérito, quesolo el rayo de Zeus puede romper.Un material que siempre flota,mientras que el oro se va al fondo.

Mi padre sonrió.Clitemnestra era muy distinta.

Aunque gemela, de una bellezagélida y severa que resultabainquietante para su aún tierna edad.

Me encontré a Helena al día

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siguiente, hacia el atardecer. Estabasentado sobre una piedra cerca delrecinto de los caballos, admirandoel modo de moverse de esosmagníficos animales que en Ítaca nose podían criar. Me encantaba suimponente complexión, la curvapoderosa de su cuello, la armoníade sus movimientos, sus soberbiosandares majestuosos, los grandesojos húmedos, las crines queondeaban al viento. De pronto la viacercarse y traté de no mirarla.Comenzaba a pensar que quien la

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observase quedaría prisionero deella y sería infeliz toda su vida.

—Tú eres el príncipe Odiseo deÍtaca, ¿verdad?

—Sí —respondí sin volverme—,y tú eres Helena de Esparta.

—¿Ya sabes que el rey Teseo deAtenas me ha pedido por esposa?Es ese guerrero de ahí montado enel caballo negro.

—Ya lo veo.—Pero es demasiado viejo para

mí.—El que desafió y ganó al

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hombre-toro en el laberinto no seránunca viejo. ¿Tú qué has hecho enla vida? Nada. No eres más que unaniñita bonita y no por méritopropio.

Sonrió en vez de enrabiarse.—¿Y te parece poco?—No. Claro que no, pero…—¿Me pedirías por esposa, si

pudieses?—No.Se puso delante de mí y me miró

fijamente con dureza.—¿Por qué me odias? ¿Acaso tu

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nombre así te lo exige?Salté en pie y respondí con el

rostro encendido.—Mi nombre no me exige nada y

no te odio… No te pediría poresposa porque…

—¿Por qué? —insistió.—Porque cuando los dioses

hayan terminado de forjarte serásdemasiado hermosa para amar aalguien que no seas tú misma. Y poreso creo que serás la perdición demuchos hombres.

Los ojos de Helena parecieron

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mudarse al amaranto, mientras losrayos del sol ascendían detrás delas cumbres del Taigeto. Un velo demelancolía se extendió por susemblante.

—Estas cosas solo suceden porvoluntad de los dioses —respondió—, nosotros somos simplesmortales y no tenemos poderalguno. No soy mala, Odiseo, y sipudieras quedarte me gustaríahablar contigo todos los días.

—¿De qué?—Del sol y de la noche, del odio

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y del amor, de la vida y de lamuerte. Hay en tus ojos una luz quenunca he visto, ni siquiera en los demis hermanos, que son muyapuestos. Envidio a la esposa quellevarás al tálamo, que someterásen el lecho con la fuerza del amor,príncipe de Ítaca. Adiós.

Se disolvió en la luz del ocaso.

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8

Partimos al cabo de dos días convaliosos presentes en nuestro carro.El pensamiento de Helena volvía devez en cuando a turbarme, peroluego miraba a mi padre y me sentíafeliz de estar con él, de aprendermuchas cosas, de ser huésped de

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unos poderosos soberanos y dereinas radiantes, de ver lugares queno había visto nunca, montañasescarpadas y llanuras, ríos ybosques, rebaños pastando,manadas de caballos a galope,ocasos llameantes y amaneceressilenciosos.

Pasamos otra cadena montañosa.—¿Adónde vamos, atta? —le

pregunté—. ¿Volvemos a casa?—¿Ya tienes ganas de regresar?

Pero si el viaje apenas acaba deempezar… No, vamos a Micenas.

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Sentí un estremecimiento al oíreste nombre.

—Es un lugar maldito, atta. ¿Porqué vamos allí?

Mi padre seguía mirando delantede sí, al blanco camino que subíahacia el paso de montaña paraluego descender hacia la llanura deArgos. Respondió al cabo de unosinstantes.

—Porque he oído decir a Néstoren Pilos y a Tindáreo en Espartaque el rey de la más grande ypoderosa ciudad de Acaya es un

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hombre tremendo, un monstruo. Yesto me ha incitado a pedirleaudiencia.

—¿Por qué, atta?—¿Recuerdas esa noche en que

llegó un mensajero al palacio conuna noticia tremenda?

—Lo recuerdo perfectamente. Nopude seguir durmiendo.

—Todo sucedió en Micenas. ¿Yquién sabe si entre los muros delpalacio donde se llevó a cabo lamatanza podremos comprender?

—Tú no crees que él fuera capaz

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de hacerlo, ¿verdad?—¿Heracles? No, no lo concibo.—¿Cambiaría algo descubrir la

verdad?—Mucho, aunque los muertos no

puedan ser devueltos a la vida.No hice más preguntas y durante

muchas horas avanzamos por elblanco camino, atravesando la granllanura en la que pastaban manadasde caballos. A veces pasaban tancerca que casi podía tocarlos. Alatardecer, cuando hacíamos unaparada, yo me ocupaba de los

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nuestros. Les quitaba el yugo, lesdaba heno que recogía en loscampos y los cubría con un paño delana para protegerlos de lahumedad de la noche.

Alcanzamos Micenas a la caídade la tarde. La ciudad no era visibledesde el camino que recorríamos,que iba directo al puerto marítimo.Estaba escondida en el fondo de unangosto valle que había que volvera subir hacia septentrión, hastaalcanzar la vista de dos colinas: unamás grande y alta, la otra más baja

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pero más empinada. En la cimaestaba la ciudad, y el palacio,construido sobre una peñasuspendida sobre un abismo,dominaba todas las otras casas, elvalle, la llanura más distante.

Ascendimos, a lo largo de uncamino flanqueado por grandiosastumbas de piedra cubiertas portúmulos, hasta la puerta de laciudad, una construcción inmensaconsistente en dos jambasrematadas por un arquitrabegigantesco que ni siquiera cien

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hombres habrían podido desplazar.Solo un dios, de haber querido.Sobre el arquitrabe descansaba ungran peñasco triangular esculpidocon las figuras de dos leonesrampantes, uno enfrente del otro,con el cuerpo pintado de colorbermejo y la cabeza deresplandeciente oro.

—Esta es Micenas —dijo mipadre—. ¿Te das cuenta ahora deque ningún hombre debería morirsin haberla visto al menos una vez?

Llamó tres veces a la puerta con

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el asta de la lanza. Le abrieron.Veinte guerreros, diez a derecha

y diez a izquierda, nos rindieronhonores y nos dieron escolta hastael palacio. Mi padre me mostró, ala derecha, el recinto funerario queencerraba las sepulturas de losPerseidas, los primeros soberanosde la ciudad, y luego el palacio enlo alto, iluminado con antorchas. Acada paso que nos aproximaba a lagran morada real me sentía másangustiado o atemorizado. Meacerqué a mi padre, pero no me

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atreví a dirigirle la palabra paraque no pudieran oírme los hombresque nos escoltaban y para que nocreyese que tenía miedo. Pudeentrever solo raros viandantes, oír,aquí y allá, puertas que se abrían yse cerraban haciendo chirriar losgoznes. Me preguntaba por qué loshabitantes de un lugar tan tétrico nose marchaban, por qué no elegían uncollado plantado de olivos o unapradera recorrida por rebaños ymanadas. ¿Era solo la oscuridad dela noche la que me causaba esa

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impresión?Es cierto que cualquier pobre

pueblo de labriegos y pastores mehabría parecido más bonito y másfeliz, pero tal vez el rey Laertes, mipadre, había querido llevarme aaquel lugar para que comprendieselo que en apariencia no teníaexplicación. En el corazón del máspoderoso reino de Acaya, todoestaba al revés: el mal en el lugardel bien, la ofensa en el lugar delderecho, quizá asimismo lastinieblas en el lugar de la luz. Pensé

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que, mientras caía la noche entrelos muros de la ciudad de Euristeo,el sol resplandecía en Ítaca y en laarenosa Pilos y que el día nosaldría más en las silenciosascalles de Micenas.

Hubiera querido evitar ver alrey, porque en mi fuero internosentía que él era el mal y quetambién nosotros estaríamos enpeligro si comíamos de su pan ypasábamos la noche bajo su techo.Pero ahora ya estábamos en laentrada del palacio.

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Euristeo nos recibió, solo, en laarmería. Yo no había visto nuncatantas lanzas y espadas, tantosescudos, tantos yelmos con suscimeras. Cubrían completamente lasparedes. Las panoplias, iluminadaspor las lucernas, parecían espectrosde guerreros caídos. Se sentó conun suspiro en un banco y nos hizoseña de que tomáramos asiento. Nonos ofreció vino, ni pan, ni sal.

—¿Qué te trae por aquí, rey deÍtaca? —preguntó a mi padre.

—Mi hijo y yo nos dirigimos a

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Argos y, si hubiera tiempo, aSalamina para conocer a los reyesde estas ciudades e intercambiarcon ellos presentes de hospitalidad.Pasar por delante de tu soberbiafortaleza sin subir a rendirtehomenaje habría sido una falta porla que hubieses podido guardarnosrencor si alguien te lo hubiesehecho saber.

Mi padre mentía, disimulaba susverdaderos sentimientos y al mismotiempo me enseñaba cómo ocultarel auténtico sentir para no sufrir el

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atropello de quien era mucho másfuerte que yo.

—Te lo agradezco —lerespondió Euristeo sin mirarme.Era como si yo no existiese.

Desde las salas contiguas nollegaba ruido alguno, y sin embargodebía de ser la hora de la cena, elmomento en que en el palacio deÍtaca se encendían las luces, lasmujeres preparaban las mesas, lossiervos ponían en el fuego losasadores para cocinar la carne y lassiervas traían panes dorados del

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horno. ¿Era eso el poder? ¿Velar asolas en unas estancias desiertas?Eso parecía, y era cierto queEuristeo había de vigilar solo hastael amanecer, por temor a serasesinado, o por miedo a dormirsey ser visitado por pesadillas, porlas divinidades de la Noche y delos Infiernos. Cerraría los ojos alos primeros albores, sin haberdormido ni haber llevado a caboacción alguna. Mi padre habló denuevo.

—Tal vez hemos venido en un

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momento inoportuno, Euristeo, en elque preferirías estar solo. Pues serrey significa precisamente estocuando hay que atender los debereso las obligaciones de gobierno.

—Que no se diga que un huéspedtan ilustre no recibe la acogidaadecuada —respondió el rey deMicenas—. Lamentablemente nopuedo preparar para ti y para tu hijoun banquete porque me atormenta unmal que no me da tregua, unpinchazo agudo en la cabeza, comosi un dardo candente me quemase

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las sienes. Pero haré que os sirvanen una bonita habitación, amplia,todo tipo de platos y un vino tintogeneroso que os caliente el corazón,y mañana partiréis con lospresentes de hospitalidad como esla costumbre.

Dos de los guerreros nosescoltaron hasta nuestroalojamiento a través de un largocorredor con muros construidos congrandes bloques superpuestos dedesnuda piedra. El sonido denuestros pasos era dilatado por el

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silencio y el palacio parecíadesierto, pero varias veces tuve laimpresión de que nos seguían.Finalmente entramos en una salaadornada con pinturas murales yasientos de madera apoyados contralas paredes. En el centro del muromás largo se abría una ventanacomo un recuadro rojo sobre unamuralla gris. Era el reflejo del solque se había puesto hacía rato.Delante de dos de los asientoshabía mesas con pan, carne asada yhuevos de paloma. Aparte, uva e

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higos.—Padre —dije apenas se hubo

alejado en el corredor el ruido delas pisadas de los dos guerreros—,¿no has tenido la impresión de quealguien nos seguía, o nos espiaba?

—No —respondió—. Pensaba enotras cosas. ¿Por qué nos ha hechotraer Euristeo a esta habitación?¿Por qué ningún miembro de la casareal nos hace compañía?

—Tal vez no se fía de nadie y siél no puede o no quiere estarpresente no permite que lo estén

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otros. En el fondo estamos aquí conla esperanza de reconocer algúnelemento o signo de verdad oculta.

Entró un siervo con una jarra devino y dos copas de oro repujadocon figuras de pájaros con las alasdesplegadas. Mi padre lo probó.

—Es fuerte y puro —dijo—, nobebas más de una copa.

Luego, mientras el lacayo meservía a mí vino dándole laespalda, dejó caer al suelo su anillode bronce.

El siervo no se volvió.

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—Es sordo y probablementemudo —concluyó mi padre—. Enesta casa reina la sospecha.

Asentí.El vasallo encendió con una

lucerna que había traído consigo lasotras que pendían de las paredes yla sala se iluminó de una luz cálida,volviendo el lugar menos tétrico.

Cenar a solas con mi padre en lacasa en que Heracles habíaexterminado a su familia porrazones que no conseguíamoscomprender me producía una

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sensación de desconcierto y unestremecimiento de horror. Mehabía sentido mil veces mejor enAcarnania, en casa de mi abuelo,que sin embargo gozaba de unapésima fama y me había lanzadocontra un jabalí.

—Las paredes, en cambio,parecen hablar —afirmó mi padreen voz baja— y pueden también oír.

Comprendí lo que trataba dedecir: no debía hacer ningunaalusión al motivo de nuestra visita.Conversamos sobre otras cosas: de

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Argos, que yo no había visto nunca,y de Salamina, la isla de Telamón,un argonauta también, uno de loscompañeros de mi padre.

—Tiene un hijo algo mayor quetú, gigantesco, fuerte como un toro.Se llama Áyax. Y otro más joven,Teucro, diestro con el arco como tú—me dijo—. Haréis amistad.¿Comprendes? Un día seréisvosotros quienes regiréis losdestinos de nuestros reinos, cuandonosotros seamos demasiado viejoso hayamos muerto. Por eso estamos

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de viaje: para que conozcas y tehagas amigo de los otros príncipes.Esto evitará guerras. —Se levantó,fue hacia la puerta, abrió unaestrecha rendija y luego volvió asentarse y prosiguió—: No me gustaeste lugar, no me agrada cómo nosha acogido Euristeo, ni esteaislamiento. Y al fondo delcorredor hay uno de los guerrerosde su guardia. En el otro extremo,otros dos. No conseguiremos hablarcon nadie, ni nadie podrá conversarcon nosotros en estas condiciones.

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Y quedarse más no sería prudente.Mañana nos iremos al amanecer.

—Padre, ¿por qué reina Euristeoen esta ciudad?

Mi padre guardó silencio duranteunos instantes; se acercó a laventana y miró afuera, a laoscuridad de la noche. Casi podíaleer su pensamiento: sin duda habíavenido a encontrar algún signo,algún rastro que pudiera llevarlo aabsolver a Heracles de unmonstruoso delito al menos en sufuero interno y sentía que tendría

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que irse derrotado. Una ciudadmuda, un rey de mirada hosca, unahabitación aislada, una atmósferasorda e inmóvil era todo cuantohabía podido ver y oír. Nada.

—Euristeo y Heracles sonprimos… Un oráculo habíadecretado que el últimodescendiente de los Perseidasreinaría en Micenas y Tirinto, y esteno era otro que Heracles, pero unasacerdotisa de Hera juró que suprimo había nacido antes porque ladiosa, que asiste a los nacimientos,

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así se lo había revelado. Euristeose convirtió en el señor de las dosciudades, Heracles tuvo que irse ycomenzar una vida errante.

—Pero ¿cómo pudo suceder? ¿Ypor qué volvió precisamente aquí?

—Es lo que yo quisiera saber,pero no creo que sea posible. Nopodemos movernos ni hablar connadie. Pero ciertamente tienesrazón, hijo: ese es el nudo que hayque desatar. ¿Por qué tuvo lugaraquí la matanza? Tal vez en Argosnos enteremos de otras cosas,

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noticias que solo un rey puedesusurrar al oído de otro rey. Aquíno.

Terminamos de cenar y yo no viel fondo de mi copa. Nos retiramosluego a la estancia contigua, dondehabían preparado dos lechos conmantas de lino tejidas en el telar yrecamadas con púrpura. Mi padredejó la espada y la funda en elsuelo y yo puse mi puñal debajo dela almohada. Me dormí, aunque lasescenas de la carnicería palpitasende continuo bajo mis párpados.

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Luego, no recuerdo cuándo, creoque en medio de la noche, oí unruido en la puerta de la sala, comode un perro que raspase para entrar.Me arrodillé en el suelo y escuché.Alguien deslizaba sobre la maderaalgo áspero y rugoso, un sonidosolo audible a breve distancia.¿Acaso alguien que quería hacerseoír por nosotros, pero no por otros?

Me levanté y seguí la luz casimoribunda de la última lucerna queaún ardía en la sala. Descorrílentamente, sin hacer el mínimo

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ruido, el pasador y luego, rápido,abrí una rendija. Me encontré defrente a un niño con unos ojosaterrorizados.

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9 Le cogí de la mano y le hice

entrar.—¿Eras tú quien hacía ese ruido?

¿Y con qué?Me mostró un clavo hincado en

un pedazo de madera.—¿Quién es? —preguntó mi

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padre asomándose desde la otrahabitación.

—Un niño nada más… ¿Cómo tellamas?

—Eumelo.Mi padre se acercó y el pequeño

visitante se detuvo en la puerta,asustado.

—No queremos hacerte ningúndaño —dije—, somos amigos. ¿Dedónde vienes, Eumelo? ¿Qué hacesen este lugar?

—Soy de Feras, Tesalia…Mi padre se volvió hacia mí.

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—No puede ser un niñocualquiera, fíjate en suindumentaria. Seguro que es unpríncipe. Tal vez huésped,probablemente rehén… ¿Por quéhas acudido a nosotros? ¿Queríashablarnos? ¿Y de qué?

El niño enmudeció y yo hiceseñas a mi padre de dar un pasoatrás: su presencia lo intimidaba.Comprendió sin necesidad depalabras y se retiró. Busqué en mialforja algo que pudiera ser delagrado del chiquillo. Encontré un

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caballito de madera que habíatallado con el cuchillo y se loenseñé.

—Mira, lo he hecho yo, ¿sabes?Es bonito, ¿verdad? ¿Te gusta?

Eumelo asintió. Yo puse elcaballito en la palma de mi mano yse lo alargué. Él dudó un poco, peroluego lo cogió rápidamente y se lometió en el cinto.

—Esto es un regalo mío:acuérdate de Odiseo de Ítaca cadavez que lo agarres de tu cinturónpara jugar. ¿Y esto sabes qué

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significa? Pues que somos amigos:son los amigos los que seintercambian regalos.

—No tengo nada que darte acambio —respondió.

—Tu amistad será el regalo máshermoso. Y luego, ¿quién sabe?, talvez un día me recibas en tu palacioy también tú me hagas un regalo quehará que te recuerde. Pero ahoradime, ¿por qué raspabas el suelo dedebajo de la puerta? Querías que yote oyese y abriese, ¿no es cierto?

Eumelo asintió de nuevo. Me

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acerqué, le cogí una mano entre lasmías y le miré fijamente a los ojos.

—¿Qué querías decirme?Eumelo comenzó a hablar,

quedamente, sin cambiar en ningúnmomento el tono de voz ni laexpresión de su rostro. Dijo quiénera y describió lo que había vistouna noche tiempo atrás en la saladonde nos encontrábamos. Mientrasdormía le habían despertado unosextraños ruidos, luego gemidos yestertores. Tras levantarse, habíaseguido la dirección de donde

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provenían los ruidos y había vistoel horror al abrir una rendija en lapuerta. Escapó lo más rápidoposible para llegar a su cuarto delfondo del pasillo y sumergirse en laoscuridad antes de que alguien leviese.

Tras terminar la explicación, sequedó mirándome fijamente con dosojos tan grandes, tan negros y tanabiertos como si quisiesepermitirme entrar en el fondo de sucorazón.

—¿Estás seguro de no haber

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soñado? —le pregunté.Meneó la cabeza: no, no había

soñado; luego me enseñó para quéservía el clavo hincado en la tablade madera. Rascó entre una losa depiedra y otra del pavimento yrecogió el mantillo que quedabaentre los intersticios. Lo dejó caeren la palma de mi mano, luego mehizo ver que la pequeña bolsa quellevaba en el cinto estaba llena deél.

—Debes venir con nosotros,mañana. Te llevaremos a casa de

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tus padres. Seguro que no puedenimaginarse en qué condiciones teencuentras.

Hice una señal a mi padre paraque se acercase, seguro ahora deque ya el niño confiaba en nosotros,y le mostré el mantillo.

—Este clavo le sirve para rascaren las junturas del pavimento. Mira,parece sangre coagulada. Aunquelavaron el suelo, no se ha ido todo.

Mi padre acercó la nariz a losrestos que tenía en la mano, aspiróy asintió con aire grave.

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—Es sangre, no cabe ningunaduda.

—Debemos llevárnoslo —comenté—. No podemos dejarlosolo en este lugar y con este secretoen el corazón. Es demasiado paraél.

—No me permitirán irme —dijoEumelo— y en vuestros carros nohay espacio suficiente paraesconderme. Si me encontrasen, nosmatarían a todos.

—Eres el hijo de Admeto —puntualizó mi padre—, le

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contaremos lo que hemos visto ycómo te hemos encontrado.

—Tampoco él podría hacer nadaaunque quisiese. Solo hay unhombre que puede liberarme de estaprisión.

Ninguno de nosotros profirió unapalabra más porque todospensábamos en la misma persona:Heracles.

El día después, al amanecer,bajamos al patio del palacio.

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Euristeo esperaba ya rodeado porsus guerreros. Dos hombresllevaban los presentes para el reyde Ítaca: una piel de oso y unaespada antigua, de ceremonia, conla hoja trabajada al buril eincrustaciones de oro y unaempuñadura también dorada con laguarnición que terminaba con doscabezas de león. No había vistonunca una maravilla semejante.Nosotros le correspondimos conuna vara de mando de bronce yámbar que mi padre había

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conseguido en su incursión en Asia.Cuando partíamos miré hacia lo

alto e hice una seña a mi padrediciendo en voz baja:

—Arriba, en la tercera ventana.Había un niño que apenas se

asomaba, para no delatarnos, ysaludaba con la mano, o al menoseso parecía.

También Euristeo miró hacia laventana y sonrió ambiguo. Tal vezhabía querido asegurarse de que sujoven huésped estaba donde teníaque estar.

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Mi padre inclinó la cabeza, yocreo que para disimular la iraimpotente. Abandonar a un niño enun lugar tan tétrico en poder de unhombre despiadado y feroz ibacontra su carácter: seguro que en supecho el corazón ladraba como unperro. Pasamos bajo la puerta delos leones cubierta aún por lasombra. Allí tomamos a laizquierda.

—Despacito —pedí a mi padre—, lentamente.

Había llegado el momento de

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contarle todo lo que el niño mehabía dicho.

—Se había celebrado un granbanquete en honor a Heracles.Euristeo le mandó a decir quequería hacer las paces y restablecerlas buenas relaciones. Deseaba queel primo viniera con toda la familiay él aceptó. En un momento dado dela velada, su mujer Megara y sushijos se retiraron a dormir mientrasél era retenido por Euristeo y porlos otros comensales para seguirdisfrutando de la fiesta y del vino.

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Y Heracles bebió, hasta perder elconocimiento. Tal vez su vinocontenía un fármaco que le perturbóla conciencia. Le llevaron entrevarios a su habitación y se fueron.

»El palacio se sumió en elsilencio.

»Entrada la noche, Eumelo, quedormía en un cuarto al fondo delcorredor, oyó gemidos y gritos,ruidos de objetos derribados, quecaían. Aguzó el oído pensando quepronto los pasillos del palacioresonarían de gritos de alarma y de

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las pisadas de los guerreros deguardia. Pero no sucedió nada.Nadie hizo ningún movimiento,nadie gritó. No se podía interrumpirlo que estaba pasando. Entonces selevantó de la cama y recorrió,descalzo, todo el pasillo hastaencontrarse delante de la puerta dela que llegaban los ruidos. Ahoraoía de forma clara: era el sonido,horrendo, de la matanza.

»Entreabrió un poco la puerta yvio lo que estaba ocurriendo.Heracles yacía exánime en el

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pavimento y tres hombres armadosestaban acabando con los miembrosde su familia que respiraban aún.La mujer y los hijos. Luego uno deellos puso una espada en la manode Heracles. Eumelo huyó hacia suhabitación tras haber comprendidoque los tres asesinos se disponían asalir. No pudo pegar ojo durante elresto de la noche. Al amanecer, elgrito de una mujer despertó a todos.El palacio entero resonó dealaridos, de gemidos y de llanto.

Mi padre parecía petrificado por

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aquella narración.—¿Por qué quieres que vayamos

despacio? —me preguntó.El hilo de su pensamiento corría

siempre en la dirección que éldeseaba, no en la que queríacualquier otro.

—Padre, ¿recuerdas al niño en laventana?

—Sí, lo he visto, era Eumelo.—Me ha hecho señales.—¿De qué tipo?—Las que hacen los pastores

para comunicarse a distancia.

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También nosotros las usamos en laisla.

—Es cierto. ¿Y qué te ha dicho?—Dos cipreses.Mi padre tiró de las riendas y

detuvo el carro. Mentor, detrás denosotros, y nuestros hombres deescolta hicieron otro tanto.

—¿Y qué significa?—Un lugar, diría yo, a lo largo

de nuestro camino: sabe a dóndenos dirigimos. Un sitio señaladopor dos cipreses.

—Quizá una tumba. ¿Y allí

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podría suceder algo?—Creo que lo sabremos cuando

hayamos llegado.Retomamos el camino siempre

lentamente. Arribamos al cruce: ala izquierda, para Tirinto y el mar;a la derecha, para Argos. Miramosa nuestro alrededor: nadie nosseguía, nadie nos precedía.

En los campos, los labriegosestaban ya trabajando, segaban lacebada y recogían el heno. Losguardianes de rebaños y lospastores llevaban a pacer a sus

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animales. A nuestra espalda, Tirintose erguía sobre un espolón rocosoen medio de los campos cultivados.Me volví para verla mejor, blanca yazul en medio del verde de loscampos, hermosísima. Y se meaparecieron los dos cipreses.

—¡Allí, padre! ¡Ahí están!—Un lugar descubierto, no muy

lejos de Micenas… ¿Qué hacemos?—Ya voy yo. Si vamos todos, la

columna de nuestros carros se veráde lejos. Creo que nada escapa alos hombres de Euristeo. Si

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encuentro al niño, volveremos aquíjuntos. Si no doy con él, esperaré aque el sol se haya puesto en elhorizonte y luego regresaré solo.Vosotros esperadme aquí, detrás deesas plantas, así nadie os verá.Mientras, cuéntale a Mentor lo quete he dicho.

Me alejé a pie y me interné abuen paso en dirección al lugardonde estaban los dos cipreses,recorriendo una senda entre camposcultivados con plantas que no fuicapaz de reconocer. Eran dos

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árboles imponentes bien visibles delejos y se alzaban junto a un túmuloen el que debía de estar enterradoun antiguo héroe. Me acerquémirando a mi alrededor, pero ellugar parecía totalmente desierto.Dejé pasar un poco de tiempo,calculando de vez en cuando ladistancia que mediaba entre el sol yel horizonte. Mi padre y los suyosestaban escondidos en elbosquecillo y no se les veía.

Me lo encontré al lado de golpe,como aparecido de la nada.

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—¿Dónde estabas? —lepregunté.

El niño señaló la entrada de latumba.

—¿Allí? ¿Y no tenías miedo deque los muertos te llevasen bajotierra con ellos?

Meneó la cabeza: no sentíatemor. Ya sabía que los vivos sonmucho más de temer que losmuertos.

—¿Cómo has llegado?Me indicó un sendero que pasaba

serpenteando a través de los

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campos en medio de unas altasringleras de olmos y de chopos. Delejos nadie habría conseguidodistinguirlo. Debía de habersedescolgado por alguna ventana dela parte de atrás del palacio y luegohaber tomado un atajo entre loscampos.

—Vamos —dije—, si descubrenque te has escapado te buscarán portodas partes.

Asintió y se dejó llevar de lamano y conducir hasta el lugar decita con mi padre.

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En el tiempo que había pasado enpalacio debía de haberseacostumbrado a limitar sus palabrasa lo estrictamente indispensable,porque, si podía, evitaba hablar.

—Sin embargo —comenté—,cuando estemos ante mi padre el reydeberás decir todo lo que sabes. Élarriesga mucho por ayudarte y yotambién. Lo reconoces, ¿verdad?

—Lo sé —respondió Eumelo, ytal vez consideraba que había sidoexhaustivo en sus palabras.

Mi padre salió del bosque

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apenas nos vio cruzar el camino.—Partamos enseguida —dijo—,

pero separémonos: tú vendrásconmigo a Argos con el niño, porun camino secundario, y Mentor ylos demás irán por la vía principal,pero se separarán de nuevo encuanto sea posible, ¿de acuerdo?Nos encontraremos todos en elistmo dentro de seis días, a lapuesta del sol. Así llamaremosmenos la atención. Y ahora,¡vamos!

Nos despedimos y nos

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separamos. Cada carro dejó unalarga estela de polvo tras de sí allanzarse por el camino principal.Nosotros tomamos una sendasecundaria y poco frecuentada. Auna corta distancia nuestra vía,subiendo hacia las colinas, sevolvió poco más que un sendero.Eumelo parecía divertirse mucho yquería tomar las riendas paraconducir él mismo.

—No le falta pasión a estemuchacho —decía mi padre—, seconvertirá en cochero. —Y le

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dejaba hacer.Mientras tanto, yo reflexionaba:

había tomado el sendero secundariocontando con el hecho de queEuristeo y sus hombres hubieranvisto desde algún punto deobservación la estela de polvo denuestros carros que iban haciaseptentrión y hubieran decididoseguirlos para cogernos a nosotroscon el muchacho. Sin embargo, erajusto considerar que nos atribuíauna cierta astucia, vista nuestradescendencia, y que tenía poco

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menos que la certeza de que Eumelose había unido a nosotros. Hubierapodido, por tanto, buscarnos por loscaminos menos frecuentados ymenos practicables, que en el fondoera lo más probable. Finalmente,podría rastrearnos tanto por unaparte como por la otra, y en tal casono tendríamos escapatoria. Hacíafalta una mejor estrategia.

A la primera parada, pedí aEumelo que le repitiera a mi padre,sin descuidar nada, todo cuantohabía visto la noche de la

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carnicería. Y él aceptó. Lo contócon todo lujo de detalles y al finaldijo que a los cuerpos de la mujer yde los hijos de Heracles se leshabía dado sepultura en una fosacomún a extramuros. Por eso élhabía rascado la sangre coaguladaentre las junturas del enlosado, poresto quiso enterrar la bolsita decuero a la sombra de un pino a lavista del valle inundado de sol.

—Un lugar mejor.—¿Y qué hacías tú en Micenas?

—preguntó mi padre.

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—Estaba allí porque el rey se lohabía pedido a mis padres. Escostumbre que los príncipes pasenun tiempo en casa de otros reyescomo pajes. No pudieron negarse.

Mientras hablaban, me habíaalejado para observar el senderoque ascendía del valle y los diviséa poca distancia. Volví con mipadre.

—Ya llegan. Era de esperar.—Sí, pero ¿ahora qué harías tú

que eres tan astuto?—Tenemos dos posibilidades:

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convencerles de que no hemospasado nunca por aquí…

—Borrar las huellas —dijo mipadre—, recoger el estiércol,desmontar el carro y esconderlojunto con los caballos. Ocultarnos.Hasta que se hayan ido.

—Complicado, largo y difícil.Tal vez no nos dé tiempo. Si estánal llegar, quiere decir que nos hanvisto y, si nos encontrasenescondidos, sería peor. Más fácil esocultarle a él —dije indicando aEumelo—. ¿Ves ese pino enorme,

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allí arriba a media cuesta?El muchacho asintió.—¿Te ves capaz de trepar hasta

lo alto?—De niño no hacía otra cosa en

el monte Pelión.—Pues bien, corre cuanto

puedas. Cuando ellos se presenten,tú deberás estar ya en la copa, yquédate allí hasta que yo vaya abuscarte.

Eumelo desapareció en elbosque.

—Es un tesalio —afirmó mi

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padre—, su tierra está llena debosques: aprenden a esconderse y atrepar a los árboles antes que ahablar.

Abrí la alforja con lasprovisiones y se las di a mi padre.

—Hagamos que nos encuentrensentados y tranquilos comiendo,pero estemos listos para cualquiereventualidad. Lo primero que sepreguntarán será por qué nos hemosseparado de los otros. ¿Por qué?

Ahora era yo quien pedía ayuda ala mente de Laertes.

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—Porque vamos a Arcadia —respondió al punto—. ¿Nunca hasoído hablar del santuario del reyLicaón, el rey Lobo? Además, tuabuelo tiene un nombre que infundemiedo a todos. Deja que dialogueyo.

Eran una docena, bien armados,en cinco carros. Algunos loshabíamos visto en el palacio y losreconocimos.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntómi padre.

—Estamos buscando a un niño.

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Es un joven príncipe confiado anuestra custodia.

—¿Y lo buscáis aquí?—Claro. Ha desaparecido al

partir vosotros. ¿Y por qué oshabéis separado de los otros?

El rey Laertes y yointercambiamos una mirada ynuestro corazón reía porque lohabíamos previsto todo.

—Porque vamos a Arcadia. Alsantuario del rey Licaón…

La arrogancia desapareció delrostro de nuestros perseguidores.

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—Es una cuestión de familia. Elabuelo de mi muchacho, mi suegro,del que habréis oído hablar sinduda, tiene sangre mezclada con lade Licaón y yo quiero liberar aOdiseo de tal maldición. Nadiequerría que su propio hijo setransformase en lobo una vez al mespara matar a los caminantessorprendidos por la noche enlugares desiertos.

»Con mucho gusto osayudaríamos a buscar a vuestroestimado huésped, pero

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lamentablemente, como veis,tenemos prisa. Hemos de estar en elsantuario antes de la luna llena. Sino llegáramos a tiempo, sería enrealidad un terrible contratiempo,para nosotros pero también paravosotros, creedme.

No hizo falta decir más. Mirarona su alrededor y luego se volvieronpor donde habían venido. Esperé aque se hubieran perdido a lo lejos,en la llanura, antes de reunirme conEumelo, pero solo para rogarle quesiguiera en el bosque.

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Hasta que cayera la noche.

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Continuamos adelante hasta que elsol se hubo puesto y hasta queestuvimos totalmente seguros deque nadie nos había seguido hastaaquel punto salvo nuestro jovenpríncipe que caminaba por elinterior del bosque. Mi padre tiró

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de las riendas y detuvo loscaballos. Yo encendí un fuego,porque habíamos subido mucho yhacía frío. En el abandonado hogarde un pastor, encontramos unaspocas brasas bajo las cenizas y fuefácil reavivar la llama con hojassecas y ramiza fina. Llamé aEumelo, le dije que saliera delbosque. Pero no obtuve respuesta.

—¿Dónde estás? Pero ¿adóndeha ido? Le he dicho quepermaneciera en el bosque. Nopuede haberse perdido.

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Mi padre agachó la cabeza ysuspiró. No comprendía.

—Era un chico extraño —dijo—.Puede haber cambiado de idea. Talvez ya no le interesa hacer elcamino con nosotros. O quizá se haasustado por lo sucedido.

—También yo, atta, también yosi es por eso. Dime la verdad: ¿elabuelo lleva el nombre de «élmismo un lobo» porque fue alsantuario del rey Licaón enArcadia?

—Son historias que corren por

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esos lugares porque tu abuelo es unhombre tremendo y tiene unnombre… que no es como losdemás… Pero tal vez no tenía quehablarle de ello a los guerreros deEuristeo.

—Yo creo, en cambio, que sí:los has hecho volverse atrás.

—Calla —dijo mi padre echandomano a la espada.

Oí un ruido de ramas rotas yapareció Eumelo. Llevaba en lamano izquierda un conejo que habíacazado y matado quién sabe cómo.

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—¿No tendríais un cuchillo? —inquirió.

Le alargué el mío. Él despellejóel conejo, le sacó las tripas, separóel corazón, el hígado, el bazo, losriñones de las otras entrañas y losensartó en el cuchillo haciéndolosasar en las brasas. Le miramosestupefactos.

—¿Dónde has aprendido esto?—le pregunté.

—En mi país nos dejan en losbosques desde pequeños y tenemosque sobrevivir. Alguno a veces no

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vuelve. Pero la mayoría aprende.A continuación asamos la carne

y, una vez que saciamos el hambre yestuvimos envueltos en nuestrosmantos de lana, nos entraron ganasde hablar. El cielo estaba atestadode estrellas, grandes y luminosas,leves soplos de viento hacían zurrirlas encinas. Oía el canto estridentede la lechuza: ¡Atenea! Ella estabacerca, velaba sobre mí. Sentía, enel bosque, que me miraba con susojos de color verde y oro.

—Joven príncipe —comenzó mi

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padre—, ¿estás seguro de habervisto lo que nos has contado? ¿Nolo habrás soñado? A veces lossueños parecen más verdaderos quela realidad.

—¿Y qué me dices de la sangre?¿Has olvidado que te mostré lasangre?

—Es cierto. La sangre.—Pero ¿por qué lo hizo? ¿Por

qué no te mataron también a ti? —pregunté.

—Euristeo es demasiado listopara cometer semejante error —

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respondió mi padre—. El pueblo lehabría acusado a él de la fechoría,se habría insurreccionado y lohabría aniquilado. Heracles sehabía ganado el corazón de la gente.Todos lo adoraban y lo habríanquerido como rey de Micenas yTirinto. Euristeo tenía que destruirsu figura de héroe generoso, alservicio de todos. Tenía que hacerde él un monstruo sanguinario quehabía exterminado a su familia.Difundir por todas partes, no soloentre el pueblo sino también entre

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los reyes, esta noticia. ¿Recuerdas,hijo mío, la noche en que llegó anuestra isla el mensajero?

—Sí, claro.—¿Y luego qué pasó? —

preguntó acto seguido mi padre almuchacho.

Un espíritu cruzó la noche, lasencinas se estremecieron. Eumeloresopló hondo y luego comenzó ahablar y mi padre y yo nosquedamos estupefactos. Parecíaotro: el muchacho que hasta aquelmomento había pronunciado a duras

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penas unas pocas palabras se pusode improviso a contardilatadamente, como un río encrecida que rompe los diques, comoun cantor inspirado por los dioses.Y yo creo que fue Atenea quien ledestrabó la lengua, liberando laspalabras que le salían a borbotones.También el timbre de su voz sonadadistinto.

—Heracles se despertó con unaespada en la mano, en medio de loscuerpos masacrados de sus hijos yde su esposa. Nunca olvidaré su

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grito de desesperación y de horror.El palacio entero tembló, loscaballos huyeron de sus recintos,los cuervos se alzaron graznando delas torres. Los soldados de laguardia del rey recogieron laespada antes de que la aferrase élpara dirigirla contra sí, y actoseguido apareció Euristeo comosurgido de la nada y dijo: «¿Cómohas podido? ¿Cómo has cometidoun delito semejante?».

»Heracles parecía fuera de sí. Sedejó cubrir de cadenas y arrastrar a

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un subterráneo. Yo apenas loentreví. Y mientras se marchaba elrey le gritó detrás: “Lo que hashecho es demasiado para cualquierjuez mortal. Solo un dios podrájuzgarte e infligirte la pena quemereces”.

»Vi a muchos llorar en palacio,ya porque no creían lo que leshabían contado, ya porque lo creíany eran incapaces de aceptar quetampoco Heracles, en toda la tierra,era bueno y justo. Me hubieragustado llegar hasta la prisión y

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revelarle la verdad. Estoy segurode que habría roto las cadenas,echado abajo la puerta y, tras haberperseguido por todas las estancias aEuristeo, le habría machacado, perono lo logré. Nadie podía acercarsea él.

»Transcurrieron así días ynoches. Desde la ventana de mihabitación vi cómo sacaban loscuerpos de los inocentes en plenaoscuridad para arrojarlos en unafosa sin nombre de un punto secretodel valle. Divisé la figura del

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monstruo recortada contra el cielorojo en la torre del abismo. Aprendía esconderme y a no dejarme ver, avivir como si no existiese. Sialguien llegaba a enterarse de quelo había visto todo, mi vida dejaríade tener ya ningún valor. Ya casi nihablaba, a veces tenía hasta miedode pensar, como si Euristeo pudieraleer mi mente.

»Al final llegó el veredicto queahora todos conocen: “El oráculo”,declaró solemnemente Euristeo, “teha condenado a expiar tu delito

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liberando al mundo de losmonstruos que lo infestan: fieras,gigantes, depredadores salvajes quese alimentan de carne humana. Alfinal, si sobrevives, tal vez habrásredimido tu vergüenza, pero, sisucumbes como mereces, nadie tellorará: habrás pagado tu deuda”.

»Y esto era ciertamente lo queEuristeo esperaba que sucediese.Que su rival muriera en una de esasempresas imposibles, y que sumemoria y su honor quedaranmanchados para siempre. Por eso le

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devolvió la libertad.»Desde entonces, por lo que se

dice, Heracles vaga por losterritorios de la pesadilla, afrontatrabajos irrealizables. Harenunciado a toda arma, a todaindumentaria y adorno y vive comoun hombre salvaje. Lo ciñe solo lapiel de un león que mató con suspropias manos en Nemea, blande untronco de árbol como clava y sealimenta con lo que encuentra.

Mi padre apoyó una mano en unode sus hombros.

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—Has sido valiente y prudente ylo más importante de todo es queestás vivo y que conoces la verdad.Euristeo nos ha hecho seguir porquele atormenta la duda y, ante la duda,está dispuesto a matarte. No cejaráhasta que te haya quitado de enmedio. Por eso debemos ser muycautos. Recuerda: tu tarea serárevelarle a Heracles lo que hasvisto, cuando des con él.

—Pero ¿cuándo podré dar conél? Nadie sabe su paradero.

—Volverás a verlo con

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seguridad, cuando sea el momento.Y tu testimonio le quitará un pesoinsoportable del corazón. Ahoratrata de descansar. Mañana teespera un largo viaje.

Se acostaron cerca del fuego. Encambio, yo me adentré en el bosqueporque esperaba encontrar a midiosa. El canto de la lechuza mehabía inspirado, semejante a unreclamo, precisamente como laprimera noche que había dormidoen casa del abuelo en Acarnania.Caminé durante un rato, me parecía

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haber recorrido una larga distanciacuando vi a la luz de la luna unayacija de hojas al pie de un fresnosecular. La sentí cerca, tan cercaque tuve miedo. Luego me embargóun profundo cansancio y me tumbéen el lecho de hojas.

Vi, o tal vez soñé: siete ejércitosrodeaban los muros de una ciudadcon siete puertas. Cada uno estabamandado por un gran guerrero.Otros siete trataban de repelerlosdesde dentro. Sobre la cuarta puertareconocí a la diosa, armada,

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protegiendo la ciudad. Ninguno delos atacantes podría vencerla. Eratremenda, con un yelmo crestado enla cabeza, la gorgona en el escudo yla égida en el pecho. Mi visión sefragmentó en mil delirios de sangre,de gritos y relinchos, de caballoslanzados a galope contra laempalizada y los muros de lafortaleza. Y duelos, hombre contrahombre, rey contra rey. Vi a uno delos atacantes escalar el muro yabalanzarse sobre su contrincante.Las espadas se hundieron en los

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cuerpos y, aunque el asaltante fueherido en el costado, logró hundirla espada en el cuello deladversario, que se desplomó sinvida. El vencedor lanzó el grito dela victoria, pero inmediatamentecayó de rodillas viendo su propiasangre mojar copiosa el suelo.Comprendió que la diosa sepreocupaba por él y, saltando desdeuna torre a otra como un gavilán, lealcanzaba para salvarle de lamuerte. Su nombre era Tideo. El desu enemigo, Melanipos.

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Tideo se arrastró con sus últimasfuerzas hasta el cuerpo deladversario abatido, lo decapitó,golpeó su cráneo contra una piedrahasta romperlo y luego comenzó adevorar su cerebro. Atenea,horrorizada, emprendió el vuelopor los aires, dejándolo presa de laCer de muerte.

Me sobresalté como herido porun rayo a la vista de tanto horror yme vi despierto, cubierto de sudoren la yacija de hojarasca. En tornoreinaba el silencio, el aire estaba

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inmóvil, ni un soplo de viento, y sinembargo sentía que ella estabacerca de mí. ¿Acaso venía volandode la ciudad con las siete puertas?

«Oh, diosa de los ojos cerúleosque han visto la acción atroz —rogué—, no te reveles en tuverdadero aspecto: un mortal nopuede soportar la vista de un dios.Pero guíame, asísteme y yo nopensaré más que en ti, no te tendrémás que a ti en mis pensamientos yen el corazón.»

Alcé la mirada y vi la lechuza

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sobre la rama más grande delenorme fresno. Me miraba. Tuve laseguridad de que la diosa me habíaescuchado.

Volví junto al hogar casi sindarme cuenta, como si caminase ensueños. Mi padre dormía, con lamano en la empuñadura de laespada como solía. Eumelo estaba asu lado y parecía finalmentetranquilo. También dormía, como sise encontrase en su casa con suspadres. Yo estaba en cambiotrastornado por las visiones del

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sueño, no menos terribles de lo queEumelo había visto en casa deEuristeo, convencido de que no lashabía tenido por casualidad, quesolo la diosa las había traídoconsigo al huir de la ciudad de lassiete puertas. ¿Por qué?

Por fin comprendía el objetivodel viaje: debía acumularexperiencia de nuestro mundo, tandistinto de la paz de la isla en quehabía crecido. Ver hasta qué puntopodía llegar el ser humano, y de quéacciones era capaz para conseguir o

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conservar el poder.Eché otro trozo de leña al fuego,

reuní hierba seca y me tumbécubriéndome con el manto. Al finaltambién yo me dejé llevar por lapaz de aquel lugar, comprendí quelas imágenes del horror ya novolverían, al menos no aquellanoche, y que dormiría cerca de lafogata, bajo las estrellas, junto a mipadre.

Nos despertó la luz del día y vi

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palidecer la luna hasta perderse enla claridad del alba. Los caballospastaban, libres del yugo, al pie delos árboles del bosque. Algunosgorriones saltaban entre la hierba ylas flores del monte, nubes deestorninos se alzaban de las copasde los fresnos. Buscaban quédirección tomar y luego seguían elinstinto que les traía de vueltaabajo, hacia la llanura. No tuve elcoraje de contarle a mi padre lo quehabía soñado, en buena medidaporque, con la salida del sol, todo

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me parecía más confuso y no habríasabido decir nunca qué parte de misrecuerdos era realidad y qué sueño.

Nos pusimos en caminomanteniéndonos en la cresta de lamontaña mientras ello fue posible;luego, cuando el sendero parecióperderse en el bosque, comenzamosa descender para dar con una víapracticable para el carro. Desdeaquel punto en adelanteproseguimos más expeditos y antesdel atardecer vimos aparecer lasmurallas de Argos y el palacio

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sobre la colina de Larisa que ladominaba. Argos… ¡Cuántas veceshabía oído hablar de aquellaciudad! Y la vista no era inferior alas expectativas. Una fortalezaimponente, murallas formidables ytorres cubiertas de losas de piedrablanca. De ahí su nombre de«ciudad esplendente» que la hacíafamosa en toda Acaya. Pero cuandoestuvimos más cerca un mal augurioapareció ante nuestros ojos: pañosde lana que colgaban de losbastiones y de las torres, señal de

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gran luto.Y no tardamos en ver la razón: un

gran guerrero cubierto con suarmadura, envuelto en un mantorojo, era llevado a hombros en ellargo féretro por seis compañeros.Iban por una rampa de tierra batidahasta la cima de una pira de troncosde pino. Como pasaron cerca,desde mi posición elevada, sobre elcarro, pude verlo claramente.

—Es Tideo —dijo mi padre—,argonauta, el yerno del rey Adrasto.Le traen de una empresa aciaga,

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como puedes ver.—Es el hombre con el que soñé

la noche pasada. El guerrero que ladiosa, horrorizada, habíaabandonado a la muerte. ¿Por quéha venido a mí con esas imágenes?¿Por qué?

—Mira —siguió diciendo mipadre—, mira a ese muchacho depelo rubio y manto negro que sigueel féretro: es apenas un adolescentey podría convertirse un día en reyde Argos.

—¿Cómo se llama, padre? —

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pregunté.—Se llama Diomedes. Dicen

que, tan joven como es, es ya unformidable combatiente.

—Se ve —respondí.Le observé mientras seguía el

ataúd del padre hasta la hogueracon paso firme, erguida la espalda,la mano en la empuñadura de laespada, revestido de broncedeslumbrante. Sus colores erannegro y oro. Fue él quien prendiófuego a la pira tras descender hastala base del alto cúmulo de troncos

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que se vio enseguida envuelto en untorbellino de llamas; el que doblóritualmente la espada de Tideo y laentregó a los sacerdotes para que lacolocasen en su tumba cuandohubieron dado sepultura a suscenizas.

Me crucé con su mirada cuandopasó por delante de mí e incliné lacabeza en señal de homenaje.Apenas me miró.

Dormimos bajo el porche de laplaza del mercado, sobre la pajaque utilizaban para los animales,

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porque habíamos llegado en unmomento muy duro para la ciudad ypara la familia del rey y porque, sinos hubiésemos presentado enpalacio, habría parecido evidenteque el rey y el príncipe de Ítacaviajaban con un muchacho muybuscado por el rey de Micenas. Ala mañana siguiente, apenas elmercado se hubo poblado de gente,mi padre supo la verdad sobre losucedido a Tideo y a otros seisgrandes guerreros, que habíanpuesto cerco a la ciudad de Tebas

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con siete ejércitos en una guerraentre dos hermanos, que,finalmente, se habían dado muerteel uno al otro.

Y yo reconocí que lo que habíasoñado era cierto o tal vez solo losé ahora y en ese juego de espejosque es mi mente toda realidad serefleja mil veces como el eco en unvalle escarpado.

También se supo que el jovenDiomedes había juradoconjuntamente con otros seisamigos y compañeros prepararse

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cada día en el ejercicio de lasarmas para volver ante las puertasde Tebas, llegado el momento, a finde vengar a los padres derrotados.Pensé que no lo volvería a ver más,no sabía que los dioses teníanreservado para nosotros un destinodistinto.

Retomamos nuestro caminodespués de haber adquiridoprovisiones de comida y mantaspara la noche y viajamos cuatrodías hacia septentrión, hasta queapareció a nuestra vista la gran

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fortaleza de Corinto y luego,finalmente, el mar.

Esa misma tarde encontramos anuestros compañeros de viaje quenos esperaban en un bosqueconsagrado a Poseidón, señor delistmo.

Mentor fue el primero que vino anuestro encuentro: tenía la barba sincuidar y los cabellos desgreñados ysecos por el sol y la salinidad.

—Estábamos muy preocupados—dijo—, hemos oído noticiastremendas. Doy gracias a los dioses

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de que os hayan traído hasta aquísanos y salvos. —Besó la mano demi padre—. Wanax, verte llegar hasido como ver salir el sol.

—También nosotros estamos muycontentos de veros. Este tipo decitas casi nunca tienen un final feliz,pero te has comportado de la mejorde las maneras y has sido sensato.Por eso ha ido todo bien. Dime,entonces, ¿qué has oído decir?

—Heracles ha sido visto enCreta, donde está dando caza a untoro salvaje, enorme, invencible,

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que devasta los campos, destruyelas cosechas y luego desaparece.Ha escapado a los mejorescazadores y muchos han perdido lavida. Uno consiguió herirlo, peroél, de noche, embistió contra sucasa, echó abajo la puerta, machacólo que pudo con sus pezuñas ycorneó a todos los que habitaban enella… Heracles se enfrentará a él ymuy probablemente morirá.

—Es algo que no puedeasegurarse —respondió mi padre—. Aunque él no lo sabe, tiene

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razones para vivir. ¿Y qué más?—Siete reyes han puesto cerco a

Tebas por sus siete puertas, dondedeberían reinar por turno los hijosde Edipo, un año cada uno. Perohan sido derrotados…

—Lo sé. Hemos visto cómocolocaban el cuerpo de Tideo en lapira, su espada retirada de lahoguera y doblada en dos.

—Los hermanos se han dadomuerte mutuamente, han hundido lasespadas el uno en el pecho del otro.Un suplicio inenarrable. El nuevo

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rey ordenó que fueran dejadosinsepultos. Pero Antígona, lahermana, los ha cubierto con unvelo de arena violando así eldecreto… La han enterrado viva.En Micenas reina un monstruo queha masacrado a criaturas inocentes.Oh, wanax, rey mío, ¿por quéAcaya está trastornada por tantohorror? ¿Qué está sucediendo enesta tierra?

—No lo sé. Ni los mortales nilos dioses pueden impedir que secumpla el hado. Pero en nuestras

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manos está, en este momento, salvara un inocente. Dejadnos vuestrocarro: llama la atención…

—Ha estado oculto en todomomento en el bosque.

—Pero no podréis quedaros pormás tiempo. Embarcad con elmuchacho y navegad hasta Yolco.Allí tomaréis dos mulos yproseguiréis como mercadereshasta Feras. Tú, Mentor, tendrás laresponsabilidad mayor. Tu escoltase reunirá contigo por vía terrestrecon los carros, pero mantendrá las

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armas escondidas, para que nodeduzcan que son guerreros. EnFeras informarás al rey de quetienes importantes noticias que leafectan. Si te atiende, llévale almuchacho y entrégaselo.

—¿Y si no quiere recibirme?—Llevarás a Eumelo hasta el

umbral del palacio. Sabrá cómohacerse reconocer y cómopresentarse entre los soberanos. Aellos, y solamente a ellos, lescontarás lo sucedido y el muchachoserá testigo de ello. Dirás que te

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manda Laertes, que reina sobreÍtaca y sobre las islas. Ahora ve, yque los dioses os guíen por la buenasenda.

Los vimos partir sin haberpasado juntos una sola noche paracomer y beber vino al amor de lalumbre contándonos unos a otrostodo lo que nos había sucedido.Retomamos el camino antes delamanecer, después de haber hechoprovisión de comida y de agua,siguiendo primero la orilla del marhacia poniente y luego

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dirigiéndonos hacia el interior,remontando ásperas gargantasrocosas.

—Atta —dije—, ¿no habría sidomejor regresar a Esparta, donde elrey Tindáreo es amigo nuestro?

—No —respondió—. Porque nosdirigimos a Arcadia.

—¿A Arcadia? Pero yo creíaque…

—¿Que no era cierto? ¿Que lohabía inventado todo paraamedrentar a la guardia deEuristeo?

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—Sí, eso pensaba.—Pues dije la verdad —

respondió—. Vamos al santuariodel rey Licaón.

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Las montañas. No eran ciertamentemás altas que las que había visto enel reino del abuelo Autólico, sinomucho más escarpadas, ásperas,inaccesibles. Muchas tenían suscimas blanqueadas por la nieve.

—¿Puedo ver la nieve, padre? —

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pregunté.—No hay tiempo para subir hasta

allí arriba, ni podemos dejar sincustodia el carro y los caballos. Yala verás cuando vuelvas aAcarnania a casa de tu abuelo.Pídele que te lleve a lo alto delParnaso y podrás tocarla. Es comoespuma, pero muy fría: si sumergesen ella las manos se enrojecen yluego se amoratan y al cabo depoco ya no las sientes. Tu abuelo noteme a los dioses. Le divertirámucho acompañarte hasta la cima y

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te dirá: «¿Ves? No existen ni Apoloni las Musas, ni ninguna otra deesas falsas criaturas».

La nieve…, cuánta…, infinita,cruel. Ya entonces estaba en missueños, pesadillas.

En cambio, las cumbres que seerguían a derecha e izquierda de lasásperas gargantas eran maravillosascúspides de plata. En el fondo, elrío gorgoteaba y cabrilleaba sobrela grava de tantos colores,pedruscos, piedras, cantos rodados,arenas rosas, grises, verdes como

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prados. Recorríamos las orillas, aveces pasábamos de una parte aotra a través de los vados. Duranteun buen rato no vimos ningunapresencia humana, sino águilas.

Un grupo de ciervos. Una zorra.Atrapé peces con un palo con lapunta aguzada; cangrejos de río.Otros los traspasé con las flechasde mi arco. Estábamosacostumbrados a comer pescado ymi padre sabía asarlo con hierbasaromáticas que recogíamos por lasorillas.

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—¿Fue así, durante muchotiempo, el mundo después deldiluvio?

—Creo que sí. Cuando la lluvialavó el fango, las rocas brillaron,los ríos se volvieron cristalinos, lasplantas resplandecieron de colorverde y plata. Los cuerpos yacieronen el fondo del mar.

Largos silencios. Los recordaríaun día en medio del fragor de lasbatallas, del terror de yacerinsepulto. Silencios dorados,traslúcidos, brillantes, perfumados

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de mastranzo, de romero. Ypalabras, cuando me dominaba elmiedo a esos misterios de roca y debosque.

—Padre, entonces ¿decías laverdad cuando hablabas de ir aArcadia al santuario del reyLicaón?

—Nos dirigimos hacia allí, hijomío. No tienes nada que temer.Llevaremos a cabo el rito con elque es de rigor cumplir y no pasaránada horrible.

—Pero ¿por qué? El abuelo,

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estoy seguro de ello, no nos cree. Ypor tanto, ¿por qué ha de ser cierto?

—Nadie puede decir conseguridad lo que es cierto y lo queno lo es. Lo que en realidad existe ylo que no. Por tanto, iremos.

—¿Solo porque el abuelo tieneese nombre?

—Sí, porque tiene ese nombre yporque tu madre cree en ello, ytiene miedo.

Arcadia era aún más hermosa:colinas y montañas, gargantas ybosques, flores silvestres y puestas

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de sol, el disco de la luna estriadode finas nubes. El santuario, medijo mi padre, no estaba tan lejos,pero convenía descansar en un lugartranquilo antes de acercarnos. Nospreparamos para pasar la noche enla entrada de una cueva de la quebrotaba una fuente que vertía susaguas en un torrente.

—¿Tú qué crees? ¿Habránllegado Mentor con el chico ynuestra escolta a destino?

—Mentor es prudente yprevenido. Sabrá encontrar el

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camino adecuado y conseguiráentregar el muchacho a sus padres.Me hubiera gustado que hubiesesconocido a Admeto y a Alcestis, degran belleza y altiva, hija de Pelias,rey de Yolco. Todos la querían,pero solo Admeto, también élglorioso argonauta, logróconquistarla como esposa.

—¿Y cómo lo consiguió? —pregunté yo. Y no podía dejar depensar en Helena, en las palabrasque me había dicho en Esparta.

—Yo creo que demostrando ser

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el mejor, aunque los cantores narranrelatos extraordinarios e increíblescomo es su costumbre y por tantosolo el rey de Feras podría decirtela verdad si quisiera. Hay unaanécdota que se cuenta sobre él. Lamurmuraban mis compañeros casicon temor, tumbados en los bancosde la nave en las noches en vela,con el ancla echada por la ruta deCólquide.

—¿Qué historia es esa?—Un joven desconocido y de

gran belleza, nunca visto antes por

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aquellos parajes, se habíapresentado un día en palaciosolicitando trabajo. El rey le habíatomado como guardián de ganadodurante tres años. Le había cogidoquerencia, le trataba congenerosidad y respeto porque hacíasu labor concienzudamente y, desdeque él se ocupaba del ganado, estehabía crecido mucho en número,casi se había doblado.

»El muchacho, por su parte, sehabía aficionado mucho a su señory hacía todo lo que estaba en sus

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manos para complacerlo. Luego, unbuen día, tal como había llegado yantes de que se cumpliese el plazo,decidió irse…

Mi padre interrumpió su relatoaguzando el oído.

—¿Qué pasa?—¿No oyes? —respondió—.

¿No escuchas ese largo reclamo?Es un lobo.

Un ululato cada vez más fuerte ypróximo. Los caballos trataron deliberarse de las trabas, espantados.

—Atta, ¿tú qué dices? ¿Nos

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atacará? Ese largo grito hiela lasangre.

La voz del lobo aún me hiere elcorazón… en otro lugar cubiertode nieve…, en otro tiempo que nosé calcular…

—Esta es una región de pastoresy de rebaños. Y donde hay ovejashay lobos. Pero no temas, nosotrosno somos ovejas, somos guerreros ytenemos nuestras armas…

El lobo guardó silencio, como sihubiese oído las palabras del reyLaertes.

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—No has terminado tu relato…—El joven guardián de rebaños

antes de partir quiso despedirse delwanax Admeto. Se dice que pararecompensar su afecto le dejó comoobsequio, grande y terrible…

—¿Qué?—Lo que voy a decirte es lo que

cuentan los cantores que van depalacio en palacio para entretener alos reyes y a los héroes que sesientan en el banquete, para fascinarsu corazón con historiasmaravillosas. Nadie podría afirmar

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cuánto hay de verdad en ello…—¿Qué obsequio, padre? —

insistí.—Un regalo que solo un dios

podría hacer. Dicen que Apolo. Élhabría convencido a las Moiras, lasterribles, que hilan el hilo deldestino de cada hombre, para queconcedieran al rey Admeto elahuyentar la muerte por una solavez, cuando llegase su hora, siencontraba a alguien dispuesto amorir en su lugar.

—¿Y sucedió?

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—Aún no, por lo que ha podidosaberse. Una cosa es cierta: losdioses nos ponen a prueba y nosdan lecciones. No podemosreconocerlos por el aspecto, porquesiempre se presentan bajo una falsaapariencia, pero dejan señales…

Suspiró y prosiguió diciendo:—¿Quién sino un dios podría

prometerte el regalo más preciosoque existe, la vida, aunque solo seaun instante más? ¿Y hacerte pagar almismo tiempo un precio tan terriblecomo la vida ajena? La vida de una

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persona que te quiere hasta el puntode estar dispuesta a perderla paraprolongar la tuya.

—¿Cuál es, pues, la lección?—¿Y me lo preguntas? La

lección es que hasta el más breveinstante de felicidad en nuestraexistencia tiene un precio. Si se teconcede un regalo, aunque sea de undios, otras fuerzas oscuras ydesconocidas o bien el mismo diosexigen un precio que a veces tehace lamentar el haberlo aceptado.Pero ahora duerme. Mañana será un

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día que no olvidarás.Nos acostamos a la sombra en la

gruta no sin haber ofrecido primeroun presente votivo a las ninfas queseguramente la habitaban. Cuandonos despertó el sol de la mañana,tras dejar los caballos dentro de lacueva, mi padre y yo nos pusimosen camino en ayunas parapresentarnos en el santuario.

—¿Por qué, padre? —pregunté—. Quiero saberlo. Tú ya lo habíasdecidido antes de que dejásemosÍtaca, ¿no es cierto?

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—Así es, por voluntad de tumadre. Ella es…

—Distinta de las otras mujeres.Lo sé. Es hija de un padresemejante.

—Sí. Tiene presentimientos…, aveces visiones. Cree que tu abuelo,en su juventud, llevó a cabo el ritodel lobo. ¿Tienes idea de lo quesignifica?

No lo sabía y en ese momentohubiera preferido no saberlo.

—¿Ves esa montaña? Pues es lamás alta de Arcadia. Allí arriba,

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hace mucho tiempo, vivió Licaón,el rey Lobo. Lo llamaban asíporque se alimentaba de carnehumana. Todos en los alrededoresestaban asustados por esta oscurapresencia. Cuando desaparecía unhombre o una muchacha o unmuchacho sin dejar rastro, cadacomunidad, cada pueblo, cada casaaislada se veía dominada por elterror. La mirada de todos se alzabahacia la montaña, con la mentepuesta en el rey sanguinario quehabitaba la cima. Todo el mundo

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pensaba en la persona queridaconvertida en comida de un atrozbanquete.

»Hasta que, un día, Licaóndesapareció. Tal vez murió, tal vezfue asesinado, pero su memoria nosucumbió, de algún modo cabríapensar que él sobrevivía bajo otrasformas. El caso es que todavía hoyen ese santuario se practica un ritoterrible en ciertos hombresmarcados por un sello que solo lossacerdotes son capaces dereconocer. A partir de ese momento

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esa persona se convierte en lobouna noche de cada mes, durantesiete años; luego, superado eseplazo, vuelve aquí al santuario. Leofrecen diversos tipos de carne,entre ellos carne humana. Si larechaza, se ve redimido. Si ladevora, entonces seguirá siendo unlobo durante otros siete años.

—No es posible —murmuré—,no puedo creerlo… ¿Quieres decirque el padre de mi madre ha sido unlobo?

El santuario estaba más cerca,

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era ya visible. Un recinto detroncos de árbol rodeaba unaentrada que tal vez conducía a lasentrañas de la montaña.

—No exactamente. Tu madredice que podía adoptar esos rasgosen determinadas noches. En ciertaocasión me dijo que lo había vistorodar por el pavimento jadeando,con la boca abierta de par en parmostrando unos colmillosafilados…

—¿Mi madre da crédito a losfantasmas? Mi abuelo es duro,

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inflexible, despiadado, pero unhombre. ¿No es cierto?

—No obstante, le hice unapromesa. Y como tu padre que soyy como rey te ordeno que te sometasa esta prueba. No temas, yo estaré atu lado.

No tenía elección. Entramos ynos encontramos en una vastacueva. En el centro había una granlosa de piedra pulimentada, quedescansaba sobre cuatro bloques depiedra escuadrados. Aunque elinterior se hallaba a oscuras,

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llegaba desde el fondo el tremolarde una luz: un fuego, tal vez, o unaantorcha, o una lucerna. En elsilencio resonó el ululato de unlobo. Traté de pensar que era unhombre que lo imitaba, pero sinéxito: demasiado fuerte, intenso yprofundo era aquel grito ferino.Desde el fondo emergió una figuraque me hizo estremecer: un hombrecon el rostro cubierto por unamáscara de lobo avanzaba hacia mísosteniendo una copa de la que sedifundía un vapor de fuerte olor.

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Me la alargó y mi padre me hizoademán de que bebiera.

Obedecí. Mi mente sedesvaneció.

Me encuentro en una extensiónblanca, infinita, gélida, y avanzocon esfuerzo con el viento que meempuja hacia atrás y me corta lacara. El horizonte está desiertopor todas partes; el cielo, vacío.La luz, inmóvil. Tal vez es por lamañana o quizá de día o de noche,no hay diferencia. Luego, desopetón, un punto negro a gran

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distancia. Avanza hacia mí. Veloz,se vuelve cada vez más grande. Nosé cuánto tiempo ha pasadocuando finalmente está cerca demí. ¡Él, el rey Licaón montado enun carro tirado por lobos queparece volar!

Cuando recobré el conocimientoestaba tumbado sobre la hierba deun prado en el lindero de un bosquey veía las patas de nuestroscaballos.

—Ahora puedes estar tranquilo—dijo la voz de mi padre—. Si tu

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abuelo fue también un lobo, nada desu naturaleza ha quedado en ti. Tumadre estará satisfecha y tendrásueños apacibles.

Lo tenía enfrente, sonriente.—¿Significa esto que no me he

alimentado de carne humana?—Significa lo que tú quieras. Ha

habido intercambios de mensajesentre tu madre y su padre, y tú hassido el intermediario. Ha habido unrito en un antiquísimo santuario delque has sido partícipe, y antes quetú, tal vez, tu abuelo recibió el

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nombre. Pero guárdalo todo en tucorazón, hijo. Ahora te parece queno te acuerdas de nada, pero llegaráun momento en que los recuerdosvolverán a emerger en tu memoria ytodo adquirirá un significado.

—¿Por qué no recuerdo?—Porque estabas en otra parte y

en este momento estás de nuevo entu mundo. Pero las puertas de loinnombrable y del misteriovolverán a abrirse. Cuándo, nosabría decirte. Nuestro mundo esinestable, Odiseo. Pero ahora come

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y bebe; nos espera un largo viaje.El sol estaba ahora alto e

iluminaba las cumbres de lasmontañas. Las imágenes detinieblas estaban lejanas y nuestrameta era el Pilos arenoso, elpalacio que dominaba la bahía, lospeces de plata que se deslizabanpor el vasto espejo líquido. Elsabio Néstor nos serviría un ricobanquete.

Atravesamos Arcadia y luegoMesenia. Al cabo de cinco díasllegamos a nuestro destino. El rey

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salió a nuestro encuentro con sushijos y abrazó a mi padre. Antílocome saludó.

—Odiseo, el color de tu miradaes extraño. Estoy seguro de quetendrás muchas cosas que contarme.

—Y muchas otras quepreguntarte —respondí.

—¿Dónde está vuestra escolta?—inquirió Néstor—. ¿Qué hapasado?

—Han tomado otro camino —contestó mi padre—, pero volverán.

Así que decidimos esperar

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durante días y noches, hasta unatarde en que, a eso de la puesta delsol, vimos una nube de polvo en lascolinas.

—¡Son ellos! —dije, y me lancéa la carrera en dirección a los trescarros que tiraban los caballos agalope.

Mentor fue el primero en bajar yme abrazó, luego también yo subí auno de los carros sujetándome alpasamanos y así bajamos, rápidos,hacia la bahía. Los dos reyes nosesperaban en la playa dorada y se

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alegraron sinceramente de ver quetodos habían vuelto.

—Hemos devuelto a Eumelo asus padres —dijo Mentor— y ahorasaben la verdad. El wanax Admetoy la reina Alcestis mandan decir:«Nuestra gratitud, rey Laertes, noconoce límite. Es cierto que un diosos ha guiado. Mientras vivamos,nuestra casa será la vuestra; nuestrocorazón, el vuestro. Hagamos votosa los dioses para que también losdestinos de nuestros hijos esténunidos en el futuro como lo están

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hoy».Luego mostró los presentes que

nos habían mandado. Para mi padreuna copa egipcia de oro y de cuarzode exquisita factura, que habíapertenecido a un rey que tenía sumorada a orillas del Nilo.Mercaderes fenicios la habíanllevado al palacio. Para mí unbroche para el manto; maravilloso,de oro y de ámbar.

Néstor acogió a todos con granalegría pensando en las muchascosas que sus huéspedes tendrían

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que contarle a él y a sus amigosreunidos en el banquete en elpalacio. Y así permanecimosdespiertos hasta tarde disfrutandodel vino y de la comida que Néstornos hacía servir opíparamente. YMentor, esa misma noche, tuvo laatención de dos de los más famososreyes de Acaya como el más grandede los cantores.

Cuando al fin nos venció elcansancio y nos levantamos para ira dormir, mi padre le habló aMentor.

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—Por tus palabras hecomprendido que le has tomado ungran afecto al muchacho y quepiensas a menudo en él.

—Es cierto —respondió— ycreo que también él se acuerda demí. Hemos pasado mucho tiempojuntos durante el viaje, luego de quenos separáramos en Corinto. Ylloraba inconsolable al irme.

Mi padre sonrió.—Podemos prescindir de ti por

algún tiempo, pero no para siempre.Puedes volver a Feras, si así lo

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deseas, pero no olvidarnos. Díallegará en que Eumelo se sentirá denuevo parte de sus padres, notendrá ya necesidad de ti y túañorarás Ítaca. Entonces vuelve connosotros a ocupar de nuevo tupuesto en palacio. Puedesconservar dos de mis guerreros deescolta y le pediré al rey Néstorque te deje el carro mientras lonecesites. No me lo negará, estoyseguro.

Volvimos a partir tres díasdespués y la separación fue triste.

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Dejamos los carros y retomamos lanave, cargada como la teníamos demuchos presentes y de losrecuerdos de un viaje que nuncamás olvidaría. Pusimos vela haciaseptentrión.

Hacia Ítaca.

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Tuvimos viento a favor: viajamostodo el día y toda la noche yllegamos por la tarde del díasiguiente pasando entre elcontinente e Ítaca. Nuestra isla nosrecibió en el puerto más próximo alpalacio y encontramos como de

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costumbre esperándonos al armeroDamastes con un carro de cuatroruedas tirado por una yunta debueyes que nos llevarían hasta casa.La nodriza Euriclea me abrazóllorando de alegría y me besó comosiempre en la cabeza y en los ojos.Damastes y los dignatariossaludaron al rey y me rindieronhomenaje también a mí, aun asabiendas de que al volver de aquelviaje no sería ya el de antes. Era unhombre como ellos, capaz degobernar el reino de haber sido

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necesario.Los guerreros de la escolta

cargaron los regalos en el carro.Damastes se sentó delante e incitó alos bueyes hacia casa. Dos grandesbueyes blancos con unos largoscuernos. Durante un rato me parecióestar atravesando una tierra nueva ydesconocida, y solo cuando mehube acostumbrado a la vista delpaisaje sentí que había vueltoverdaderamente. Primero meresultó extraño, pero luegocomprendí que había visto tantas

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cosas extraordinarias y vividotantas experiencias maravillosasque de algún modo renegaba de lapequeña isla limitada en la quenunca pasaba nada. Una vezsaboreado el placer de volver a vera mi madre, mi nodriza, mi casa, losamigos más queridos, no conseguíaencontrar otro interés en haberregresado.

Durante algunos días experimentéun verdadero sentimiento de repulsapor mi tierra y una fuerte sensaciónde disgusto porque no me parecía

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justo y porque no conseguíacomprenderlo del todo. Luego medi cuenta de qué se trataba. Durantecasi dos meses (¡qué deprisa habíapasado el tiempo!) había viajadopor buena parte de Acaya siempreal lado de mi padre; había conocidoa tres soberanos, a dos reinas, a unbuen número de príncipes y deprincesas, una de las cuales era deuna turbadora belleza. Había vistolugares de un encanto increíble,montañas y ríos, picos nevados,espesos bosques y vastas, fértiles

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llanuras, recibido regalos deinimaginable valor y refinamiento,objetos que equivalían a un rebañoentero de nuestras ovejas o unapiara completa de nuestros puercos.

Había sido perseguido, habíatenido sueños y visiones,experimentado lo que era el miedo,el horror, la admiración, la ternura,la duda y, por último, el misterio.Había explorado, por tanto, lavariedad del mundo, los distintos ya menudo inquietantes aspectos delser humano. Ahora sabía que

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también las emociones másviolentas, más terribles yespantosas, eran preferibles a lainmovilidad, a la inercia, al tediode una vida siempre igual. Aunquefuese muy joven aún, mi padre,como mi abuelo, no me habíaahorrado nada.

Viéndome a menudo inquieto ypensativo, tras haber comprendidocuál era mi malestar, me habló.

—Sé lo que sientes: es unaespecie de enfermedad, un morboengañoso que no te da tregua, pero

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es también una profundacontradicción. Cuando estaba en lanave Argo en la lejana Cólquide,pensaba siempre en mi isla y en susperfumes, en mi esposa, en mi casay en ti, mi único hijo. Lo añorabatodo terriblemente, sentía una agudanostalgia. Tumbado en el banco deremos contemplaba las estrellaslejanas y no podía conciliar elsueño. Esperaba, inquieto, elamanecer. Pero cuando en elcorazón de la noche sonaba latrompeta de alarma y los

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compañeros se ponían la armadura,también yo me revestía de bronce,me echaba el cinturón sobre loshombros, desenvainaba la espada yme preparaba, temblando, para labatalla. En el furor del combate loolvidaba todo; la mente, ebria deldelirio y del frenesí de la refriega,no tenía otro pensamiento que elenfrentamiento feroz y sanguinario,la victoria y el botín. Es así, hijo:nuestro corazón desea los afectos,los recuerdos, las imágenes de lafamilia y de la casa acogedora, bien

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construida, pero tiene en el fondoun abismo de tinieblas poblado demonstruos a los que ni siquieraHeracles podría derrotar. Tú nadamás has rozado esa realidad oscura,has visto la mirada de loco deEuristeo y el terror en los ojos delpequeño Eumelo, has tenidopesadillas, pero no has pasadonunca por la experiencia delcombate, de una situación en la quecada uno busca infligir el mayordaño y sufrimiento posibles a losque tiene enfrente. Aún no has

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afrontado lo desconocido, que espara todos los hombres lo que másasusta.

»Espera tranquilo, ve a pescarcon tus amigos, dentro de poco teacostumbrarás de nuevo a Ítaca.Recuerda: esto es una suerte.Cuando regresamos, cuandovivimos en nuestra casa, tomamosnuestra comida, dormimos en ellecho con nuestra esposa, vamos acazar en nuestros bosques, la mejorparte de nosotros toma la delantera.Los monstruos se esconden en las

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tinieblas de nuestro corazón y escomo si estuvieran muertos. Por lanoche es agradable sentarse a lamesa con los amigos para tomarseun vino tinto, fuerte, y escucharhistorias hasta tarde en las nochesde invierno cuando no se puedenavegar y el viento Bóreas soplagélido e impetuoso.

—Padre —le pregunté—, ¿enalguna ocasión se ha producido unalucha frenética aquí en la isla? ¿Hantratado alguna vez los piratas detraer la muerte, el saqueo y las

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violaciones a Ítaca? ¿Nunca unpretendiente ambicioso ha intentadoderrocarte o, antes de ti, a tu padre?¿Jamás se ha visto Ítaca manchadade sangre?

—No, hijo, no lo recuerdamemoria humana. Y también esto esuna fortuna, un privilegio de losdioses. El mar nos protege, tal vezporque no he olvidado nunca, en losdías de tempestad, de sacrificar aPoseidón, el dios azul. Pero ademásporque los habitantes de nuestrasislas son eficaces y temibles

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guerreros y porque vivimos consencillez y sin ostentar riquezas.

—Es una gran suerte —respondí— crecer al lado de un padre comotú, que tiene una respuesta paratodas las preguntas, incluso para lasque no se formulan.

—Solo te he mostrado una partede lo que te espera cuando llegue elmomento, pero lo he hecho conamor, como se hace con un hijo, yesto nos quedará en el corazón.

Dijo estas palabras mirándome alos ojos con su mirada profunda

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como el mar.También ahora lo echo de

menos, quisiera oír su voz, suconsejo.

Luego llamó a Damastes para quepreparase a los perros para lacacería del jabalí.

Mentor no volvió hasta dos añosdespués, a comienzos de laprimavera, y su retorno fue todo unacontecimiento. El rey Néstor lehabía proporcionado una nave para

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que pudiera surcar el mar. Loshombres que estaban en el puertopudieron reconocer el bajel por lasenseñas y acompañaron a Mentor apalacio. Era la hora de la puesta delsol y los siervos preparaban lasmesas para la cena. Mi padre quisorecibirlo el primero no bien supoque se hallaba en la puerta y Mentorse inclinó para besarle la mano.Luego también yo le saludéabrazándole como a un amigo alque no se ha visto en mucho tiempo.

—Ahora no quiero saber nada —

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le dijo mi padre—, ya hablaremosdespués de haber comido y nosdemoraremos largo y tendido, unavez retiradas las mesas, tomando elmejor vino.

Era cierto que Mentor tenía unagrande y larga historia que contar.No podía haber permanecido dosaños en el palacio de Admeto sinoera por razones de mucho peso.

Una vez que hubieron terminadode cenar, Mentor esperó a que elrey hubiese tomado vino de su copay acto seguido comenzó:

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—Cuando volví a Feras y mepresenté en palacio, el rey y lareina se quedaron muy sorprendidosde verme, mientras que Eumelocorrió a mi encuentro y me abrazóestrechamente como si temiese quequisiera marcharme de nuevo. Suspadres comprendieron y me loconfiaron y yo descubrí el motivopor el que Eumelo quería estarconmigo. Creo que no lesperdonaba el que le hubiesenmandado a Micenas a vivir en eltétrico palacio de Euristeo. No sé

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por qué lo habían hecho, peroimaginaba que el rey de Micenashabía pedido al muchacho comopaje y que los padres no pudieronnegarse: ¿qué madre hubieraquerido separarse de su propiohijo, y qué padre?

»Me di cuenta, efectivamente, deque después de mi partida Eumelono había hablado nunca más con supadre o con su madre de lo quehabía visto y había llegado a sabercuando estaba en Micenas. Y ellos,pese a desear liberar a Heracles de

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su insoportable remordimiento, nopodían hacer nada. ¿Dónde estabaHeracles? ¿Dónde estaba el héroede la fuerza desmedida o del grancorazón? Nadie lo sabía. El eco desus gestas llegaba deformado en elcanto de los aedos. ¿En Tracia? ¿EnCreta? ¿En el Peloponeso o enBeocia o en Iberia o en los confinesdel mundo? ¿Habría vuelto?¿Habría sobrevivido a tantaspruebas inhumanas?

»Eso esperaban. No se sabíagran cosa. Aguardaban a que

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regresara Heracles, supongo. ¿Ahacerles una visita? Tal vez. Sedice que los argonautas seencuentran de vez en cuando (peroesto solo podrías confirmarlo tú, mirey), todos, aparte de su jefe, Jasónde Yolco. Se ha casado con Medea,la hija de Eetes, rey de Cólquide, laprincesa salvaje, y para él es comovivir con una tigresa del Cáucaso.Quisiera liberarse de ella, pero nosabe cómo hacerlo, porque mientrastanto han tenido dos hijos y loshijos son un vínculo fuerte. Temo

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que antes o después suceda algoterrible.

—Continúa —le exhortó mipadre—. No necesitas decir lo queya conozco. Pero me gustaría saberlo que ha pasado en Feras en estosdos años.

El rey había reaccionado demanera brusca, como para reafirmarel escalafón de los poderes queMentor parecía haber olvidado porun instante. Este reanudóhumildemente su relato.

—Un día el wanax Admeto se

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sintió mal, de un mal indefinible,imposible de localizar en ningunaparte del cuerpo. «Para no dejarsereconocer», pensaba yo, y de hecholos médicos no lo comprendían.Decían que solo Asclepio podríadar con un remedio, pero nadiepodía decir dónde se encontraba enese momento. Alguien dijo quehabía muerto. ¡Qué absurdo! Losmédicos no tendrían que sucumbir ala muerte ni a las enfermedades.

»Pasaron días, noches y más díasy el rey seguía empeorando. Le

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asistía su esposa dulcísima,Alcestis, la hija de Pelias, rey deYolco. Las lágrimas rodaban de susojos a su pesar. La vi varias vecesmientras pasaba por delante de lapuerta del tálamo junto a Eumelo.Una vez me detuve para explicarlelo que tenía cada día ante sus ojos:un gran amor, el más grande, elmismo amor que le había dado lavida. El muchacho se quedópensativo mirándoles, luego conpaso ligero se acercó al lecho.Dudó durante unos instantes;

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finalmente, tomó la mano de supadre entre las suyas, en silencio.

»Comprendí que estabaacercándose de nuevo a sus padresy que no tardaría en volver, perotambién era consciente de que mipreocupación no tenía muchosentido. ¿Acaso no habría sido másterrible para él perder al padredespués de haberlo reencontrado?

»Lo que sucedió a continuaciónlo cuento por haberlo oído decir ysolo en parte por haberloexperimentado personalmente. Sin

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embargo, no estoy seguro de ello ya mí mismo me cuesta creerlo.

»Admeto se acercaba cada díamás a la muerte, decía ver a laMoira aproximarse a su lecho,sentir el frío invadirle losmiembros. La noticia corría por laciudad y por el reino. Se alzabanlamentos a veces desde los bosquesy desde las cimas de los montes. Osjuro, la sombra de la muerte parecíadescender sobre toda la ciudad,sobre todo el reino. La luz del solestaba velada por una fosca calina.

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»Finalmente se anunció la visitade los padres del rey y entoncessucedió algo. Alcestis, exhausta, sehabía retirado para descansar unpoco mientras sus suegros estabancon el marido. Ya no le quedabanmás energías ni lágrimas. Se cuentaque fue un siervo quien refirió estahistoria que me dispongo acontaros. Tal vez el rey deliraba,quizá estaba lúcido, en posesión desus facultades; imposible saberlo.Su voz era ronca, pero las palabrasque pronunciaba eran perfectamente

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comprensibles. Refirió a los padresque un dios había estado a suservicio como esclavo para cuidarel ganado y como él lo habíatratado bien le había hecho unregalo: si, llegado el momentopostrero, encontraba a alguiendispuesto a morir en su lugar podríaevitar a la Moira.

»Primero imploró a su padre yluego a su madre: “Vosotros habéisvivido ya casi toda vuestra vida: yotengo una esposa que me adora, unapequeña familia, un hijo al que por

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fin he vuelto a ver después demucho tiempo. No quiero dejarlos.Os lo ruego: tú, padre mío, o tú,madre, ocupad mi sitio en laspuertas del Hades. La Moira notendrá en cuenta si la vida que le esofrecida es la de un anciano o la deun hombre vigoroso aún en la florde la vida”.

»El padre se mostró firme: “Tedimos la vida ya una vez, nopodemos dártela una segunda. Y nisiquiera deberías pedirlo.Compórtate como un hombre, por el

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contrario, y afronta el destino convalor”.

»En aquel mismo momento lareina Alcestis apareció en la puertadel tálamo y oyó la respuestadespiadada: “Ya iré yo”, dijo, “iréyo a las puertas del Hades y salvaréa mi amor”.

»Las siervas que la acompañabanestallaron en lágrimas: sabían quesu señora no hablaba nunca a humode pajas ni prometía nada que nopudiera o quisiera cumplir. Admetose quedó fulminado por esas

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palabras, solo de pensar en elinmenso regalo que le hacía sumujer. La noticia recorrió a lavelocidad del rayo el palacio y seextendió por la ciudad. Alcestis ibaa morir para salvar la vida de suesposo adorado. Un coro delamentos resonó por las calles yplazas de Feras.

Mi padre, pues solo él habríapodido hacerlo, interrumpió lanarración de Mentor.

—¿Cómo es posible? Conozco aAdmeto. Es un argonauta y le he

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visto arriesgar su vida en la batallavarias veces, en enfrentamientosásperos y muy duros. No es uncobarde.

Mentor escuchó con respeto,luego respondió:

—Oh, rey, las dos cosas son muydistintas, si me permites expresar loque pienso. Morir en la contiendaes como ser fulminado por un rayo.En la refriega no hay tiempo parapensar y menos aún para meditar.Imagina, en cambio, que sabes quehas de morir, no tienes idea de

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cuándo, pero bastante pronto, nosabes cómo, pero probablemente enun lecho empapado de tus propioshumores. Ver tu cuerpo empeorarhora tras hora, secarse losmiembros, desaparecer losmúsculos revelando, bajo la pielarrugada, el esqueleto. Esto esinsoportable aunque sepamos quehemos nacido mortales. Aún másinsoportable si sabes que habríauna manera de evitarlo, al menos deposponerlo hasta un momentodesconocido y secreto. Y si esto es

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duro para un hombre en la plenitudde su vigor, con más razón lo espara un viejo, porque cuanto más seacerca la muerte, más nos separa dela vida.

¡Sagaz Mentor! Había dado laúnica respuesta posible. Ni siquieraun dios puede hacerte un regalocomo ese sin que debas pagar unprecio exorbitante. Mi padre calló yél reanudó su relato:

—La reina fue preparada paraentrar, aún viva, en el reino de lassombras. Hermosa como nunca: en

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su cérea palidez destacaban losperfectos labios escarlatas; los ojosazules, relucientes de lágrimas, erancomo un cielo tras la lluvia. Enaquel momento comprendíaverdaderamente que, salvando almarido, tendría que separarse parasiempre de los hijos y, sin embargo,la pena no doblegaba su voluntad.Los abrazaba llorando parasentirlos por última vez, pero sedemoraba, no conseguía dejarlos.Eumelo, que había entendidofinalmente, lloraba también. No era

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aún un muchacho, pero tampoco yaun niño; debía asistir a unacontecimiento terrible: a la muerteno muerte de la mujer que le habíadado la vida.

»El wanax Admeto sentía, en elínterin, que la fuerza refluía a susvenas, que la vida volvía a tomarlentamente posesión de su cuerpo.Le embargaba un gran espanto, unaalegría de la que se avergonzaba,una sensación de infinita gratitudpor el heroico gesto de su esposa.Profería discursos absurdos, como

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de loco. “Yo te prometo”, decía,“que no tocaré nunca más a ningunaotra mujer en toda mi vida. Haréesculpir un simulacro de ti,perfecto, por un gran artista y loharé poner en la cama a mi lado.Ninguna mujer podrá ocupar nuncatu sitio.” La hija lo miraba sincomprender; el hijo, con desprecio.

»Finalmente, Alcestis se movió.Acompañada por un necróforoataviado de negro, con el rostrosurcado de arrugas y ojeroso, y porun gran grupo de plañideras, fue

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puesta sobre un carro tirado porcuatro caballos negros como ala decuervo. Se la llevaron.

—¿Se la llevaron? —repitió mipadre interrumpiéndole de nuevo—.¿Adónde?

Mentor suspiró.—Muchas son las entradas del

Hades, muchas cuevas resuenan conel ladrido de Cerbero y exhalandesde lo profundo venenososvapores sulfurosos, pero podríadecir también que muchos son losmodos de ir bajo tierra y se está

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vivo hasta un instante antes demorir. Y, si se es joven, se está aúnmás vivo.

Le tembló la voz. Habíapronunciado palabras de cantorinspirado y luego de testigoverídico, dejándonos a nosotrosbuscar donde fuera el verdaderosignificado. En la sala reinaba elsilencio. Vi llorar a mi madre,apoyada contra la pared en unrincón.

—Continúa —dijo mi padre elrey.

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—El cortejo desapareció alfondo del camino que llevaba aponiente. Ninguno de nosotros semovió, ninguno emitió un lamento,un silencio profundo se hizo sobrela ciudad. Las lágrimas, todas, eransilenciosas. También las de Eumeloy su hermana, que ahora le teníacogido tiernamente de la mano.

»No recuerdo siquiera cuántotiempo permanecimos así. ¿Horas?¿Días? En verdad, el tiempo sehabía detenido: la vida era muerte yla muerte, vida. Solo sé que en un

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momento dado vimos volver a lasplañideras y al necróforo. ¿Dóndeestaba Alcestis? ¿Habíadescendido, viva, bajo tierra? ¿Oalguien le había abierto la gargantacon un cuchillo de sacrificio y suscenizas habían ya sido dispersadaspor el viento? Nadie preguntó,nadie pronunció palabra.

»Algo pasó por el aire, y no erael tiempo. Un lamento, una agudanostalgia de cosas simples, dealegrías tranquilas perdidas parasiempre. Una voz, no sé de quién,

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no sé de dónde, dijo: “Ha llegadoHeracles”.

»Pensé haber soñado, que undeseo mío transmutado en sueñopareciera real, pero una mano meaferró por un brazo, un rostro deojos extraviados que buscaban mimirada repitió: “Ha llegadoHeracles, está en palacio y hapedido de comer”.

»Solamente entonces volví a larealidad y pregunté: “¿Dónde? ¿Encasa? ¿Y el rey dónde está?”.

»“Está allí”, respondió el siervo,

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“en la entrada. No sabe nada.”»“¿Y él? El huésped que acaba

de llegar, ¿qué sabe?”»“Nada. Nadie se ha visto con

ánimos de decirle lo que acaba depasar. Pero el rumor de que él hallegado está corriendo por palacioy también fuera. Heracles está depaso, desconocemos adónde sedirige para llevar a cabo una de susempresas.”

»“Llévame hasta él”, dije, “ymanda a alguien que asista al rey yle mantenga alejado por el

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momento.”»El siervo obedeció y me guió

hasta la cocina. Tenía a Heraclesenfrente. Sentado a una mesa,devoraba un cabrito asado al fuego.No había visto nunca a nadie comoél: gigantesco, cubierto tan solo conuna piel de león, los pies descalzos,sucios y polvorientos. Tenía unamirada turbia, perdida, como sipersiguiese imágenes lejanas y se leescapasen. En un rincón, apoyadacontra la pared, la clava erizada deramas cortadas, aguzadas, acusaba

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la huella de feroces combates. Noconseguí abrir la boca.

»“¿Quién eres?”, me preguntó.“Nunca te he visto en esta casa.”

»Mentí diciéndole un falsonombre, pero fui honesto cuandoañadí que desde hacía dos añosestaba al servicio del rey, le asistíaen el gobierno de la casa y en laeducación de su hijo varón. Almismo tiempo me acerqué y le servívino en una copa de madera. Élbebió y se limpió los bigotes y labarba con el dorso de la mano.

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»“¿Por qué andan todos con elsemblante sombrío? ¿Por qué nadieríe, ni se divierte en este lugar? ¿Aqué se debe este silencio mortal?¿Dónde están mis amigos, el reyAdmeto y la reina Alcestis? ¿Porqué no han venido a recibirme?”

»Todos los presentes se mirarona la cara, yo incluido. Nadie tuvo elvalor de abrir la boca.

»“¿Dónde están?”, vociferó.»Y su voz era como un trueno. Y

como nadie se atrevía aún a hablar,tomó la clava y la dejó caer sobre

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la mesa maciza de encina curadarompiéndola en mil pedazos. Tuveque responder: su ira habría podidodemoler el palacio.

»El rey está fuera, delante de laentrada. La reina… ha partido.

»Se levantó y se me acercó tantoque podía sentir el olor a fiera de lapiel de león mezclado con el delsudor. Volví a tomar la palabra sinque me lo pidiese: “La reinaAlcestis se ha ido para morir. Aentregarse, viva, a Tánatos”.

»Resonó un rugido en la cocina

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que pareció salido de la boca de unleón. Luego me cogió por el gaznatecon la mano izquierda ycomprendió que podía romperme elcuello como un niño parte un tallode avena. Tuve que contarle todo,sin omitir un solo detalle. Soloentonces aflojó la presión y me dejólibre, con un mohín extraño,incomprensible.

»“¿Ha prometido que no tocaránunca más a otra mujer? ¿Lo hajurado?”, me preguntó después dehaber hecho votos por la suerte de

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Admeto. No había observado aún elcolor de sus ojos ámbar conreflejos verdes; ardían en unasombría desesperación.

»“Así es, lo ha jurado.”»Mientras yo, tembloroso,

pensaba que no había tenido aún niun instante siquiera para revelarleque no era culpable de nada, que lamatanza de su familia era unainfamia perpetrada por su primoEuristeo, él se había ido ya,cogiendo, de paso, armas de lasparedes, de los armeros, de las

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cajas. Intenté correr tras él yhablarle, pero en aquel punto sehabía ya precipitado fuera delpalacio, escalinata abajo, habíasaltado sobre un carro y habíalanzado a los caballos a una carrerasin freno.

»¿Qué necesidad tenía de lasarmas?, reflexionaba yo para misadentros inmovilizado por elasombro, abrumado por la furia delos acontecimientos. ¿Cómo podíaderrotar al dios de la muerte conarmas humanas?

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Mentor se detuvo porque todoslos presentes en la gran sala sehacían la misma pregunta, porquetodos esperaban con ansiedad elretorno de Heracles, desde un lugardesconocido, tal vez desde losconfines del mundo subterráneo,poblado de vanas sombras.

—Su regreso fue anunciado sietedías después, siete días de angustiay de ansiedad. El rey Admeto noconseguía conciliar el sueño, y lanoche resonaba con sus gritos delocura. Varias veces Eumelo fue a

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buscarme a mi aposento llevandode la mano a su hermana, llorosa yaterrada, que seguía preguntandoentre sollozos «¿dónde estámamá?».

»Heracles entró en la ciudad porla puerta meridional entre dos alasde gente muda y asustada cuandome habría esperado gritos dealegría y de exultación. Y no tardéen darme cuenta del motivo. Elhéroe avanzaba montado en el carrocon los cuatro caballos a un pasolento, el cuerpo lleno de arañazos,

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cardenales y heridas, la piel casiquemada, la mirada fija. A su lado,inmóvil, había una figura velada.Tan erguida como para parecerinerte, una estatua. ¿Tal vez laimagen con las facciones de laesposa que Admeto hubiera queridoponer en su cama? En esto pensécuando los vi.

»El rey, avisado por los hombresde guardia, había salido por lapuerta principal para ir al encuentrodel amigo al que finalmente volvíaa ver después de mucho tiempo.

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Heracles había bajado del carropara abrazarlo. Estaba cerca y pudeasistir al reencuentro. El héroeinvencible había mudado laexpresión del rostro: ahora parecíadistinto, más soliviantado.

»“Sé que has perdido a tu esposay a mi amiga Alcestis, pero nopuedes pasar la vida sumido en elllanto y la desesperación. Tupueblo tiene necesidad de ti ytambién tus hijos. Y por tanto,aunque de mala gana, debesempezar a vivir de nuevo como lo

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has hecho siempre.” Admetoobservaba a la misteriosa figuravelada, inmóvil, del carro.“También yo he tenidocontratiempos, dolores, pero hevuelto a vivir; no hay alternativa.Un hombre joven aún no puedeprescindir del placer del amor. Poreso te he traído un regalo: estamujer. La he comprado en elmercado de esclavos en la últimaciudad por la que he pasado. Esmuy hermosa: no abierta por elparto, tiene unas caderas altas y un

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pecho firme, y unos ojos como ellucero del alba. Te curará de tumelancolía. Tómala.”

»Pero Admeto se volvió hacia elhéroe con ojos llenos de lágrimas.“No la quiero, amigo. He sido unhombre despreciable por aceptarque Tánatos se llevara a Alcestis enmi lugar. ¿Y sabes por qué? Porquela mía no es ya vida. Sin ella no hayalegría, y ni siquiera los hijos meproporcionan alivio y consuelo. Note ofendas, pero una mujeradquirida en el mercado, por más

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hermosa que sea, no puede sustituira mi esposa. No se puede comprarel perfume de sus cabellos, la luz yel calor de su mirada, su amor tanapasionado hasta el punto dellevarla a dar su vida para salvar lamía. ¡Qué locura he cometido, quécosa vergonzosa! Si no tuviese esoshijos, te juro que me reuniría conella allí donde esté. Lo que noquiere decir que no lo haga en algúnmomento, pues la existencia ya esde por sí para mí una carga.”

»Heracles sonrió. “Veo que eres

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sincero en lo que dices y por tantomereces ser perdonado. No esnecesario que te reúnas con ellaporque…”

»Todos se quedaron con elaliento en suspenso mientras elhéroe invencible retiraba el veloque cubría a la mujer.

»¡Apareció Alcestis!

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13

Todos los presentes en la gran salase alegraron por el final feliz de lahistoria contada por Mentor. Y élmismo sonrió al ver el efecto que elepílogo de la historia había tenidosobre su auditorio. También Femio,el aedo del rey, estaba presente,

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pero en aquel momento no dejabatraslucir ninguna emoción. Dirigíentonces de nuevo la mirada a mipadre y lo vi hacer un gesto aMentor. Dos dedos de la manoderecha trazaron en el aire unabreve línea horizontal: detente.Luego un medio círculo endirección frontal: ya me lo contarásdespués.

Ninguno de los dos gestos escapóa Mentor, que interrumpió sunarración, volvió a sentarse y tomóuna copa de vino para quitarse la

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sed.—¿Y Heracles? —preguntaron

muchos—. ¿Qué fue de él acontinuación?

—¿Y Admeto? ¿Y Alcestis?¿Cómo les va ahora a los dosesposos? —inquirieron otros.

Mentor esquivó las preguntaspidiendo al auditorio si podíadescansar y tomar un poco de vino,y anunció que tal vez continuasecontando aquella historia orespondiendo a las interrogantes enuna próxima ocasión. Y como el rey

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mostraba estar de acuerdo con él,nadie se atrevió a hacer máspreguntas.

Cuando todos se hubieronretirado y las voces de nuestroshuéspedes que volvían a casa sehubieron perdido en la lejanía, en lanoche nos quedamos tres sentadosuno enfrente del otro cerca de unaluz que pendía del techo: el reyLaertes, mi padre, Mentor y yomismo.

El primero en hablar fue el rey.—¿Dónde está Heracles? ¿Ha

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sabido que Euristeo le engañó?¿Que es inocente de la sangre de suesposa y de sus hijos?

—Sí, se lo dije. Y él partió paraMicenas inmediatamente después,el mismo día, en el carro con el quehabía traído de vuelta a Alcestis. Yos aseguro que las Furias, ceñidaslas cabezas de serpientes, corrían asu lado. Los cuatro sementalesnegros parecían echar fuego por losollares y saltaban chispas de debajode los aros de las ruedas mientrasla cuadriga atravesaba el

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empedrado de la plaza.»Admeto ordenó a su guardia que

fuera detrás pensando tal vez quenecesitaría ayuda y yo aprovechépara saltar sobre uno de los quincecarros de guerra que, uno tras otro,se lanzaron en persecución deHeracles. Llevaba tiempo enpalacio, todos me conocían, y migesto fue considerado natural.Corrimos, casi sin descanso;algunos de los carruajes losperdimos por el camino porque sequebraron o porque los caballos no

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aguantaban el esfuerzo, y sinembargo no conseguimos en ningúnmomento el contacto con lacuadriga de Heracles, que parecíavolar. Tal vez los cuatro sementalesnegros venían verdaderamente delos Infiernos, mandados porPerséfone.

»Únicamente tres carros de losquince que habían partido llegaronpoco después de que el héroeinvencible hubiera detenido sucuadriga y liberado del yugo a loscorceles. Pero enseguida fue

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evidente que no había tenidonecesidad de ayuda alguna. Escalólas murallas, se adentró en laciudad como un gavilán y, duranteun rato que a nosotros nos parecióinterminable, no se oyó nada. Elprimer ruido que nos devolvió a larealidad fue el de los goznes de lagran puerta de los leones sobre losque giraban los gigantescosbatientes. Inmediatamente despuésapareció Heracles arrastrando porun pie a Euristeo aún vivo, soloreconocible por sus ropas. Su

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rostro era una máscara informe ysanguinolenta. Lo apoyó en lamuralla sosteniéndolo por el cuellocon la mano izquierda para que nose resbalase al suelo. Con el dedode la mano derecha le sacó los dosojos, luego la izquierda se cerrócada vez más fuerte sobre el cuellodel rey de Micenas hasta romperlo.Llamó a uno de nuestros hombres yle entregó los ojos de su enemigo,que no había tenido siquiera fuerzasde gritar. “Llévalos a Tebas, a mimadre; dile de quién son y que esta

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es la justicia de Heracles.”»Euristeo yació inerte como el

cadáver de un animal descuartizadomientras él saltaba sobre el carro ydesaparecía en medio de una nubede polvo. Por septentrión.

—Recibió su merecido —dijo mipadre después de un largo y pesadosilencio.

—¿Y qué hará ahora? —pregunté.

—No lo sé —respondió Mentor—. A mí me pareció que lo que lefue revelado sobre la muerte de su

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familia no hizo sino encender su ira,pero que no curó sus heridas. Suesposa e hijos fueron masacrados ynadie se los puede devolver. Nisiquiera los dioses. De haberquerido, lo habrían hecho ya o,mejor aún, habrían impedido queello sucediese.

Siguió aún un largo silencio, tanprofundo en la casa dormida que sepodía oír el clamor de una bandadade gansos salvajes que cruzaba elcielo nocturno.

—¿Qué ha sido de Admeto y de

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Alcestis? —inquirí.Me preguntaba cómo un hombre y

una mujer que hubieran pasado porsemejantes experiencias podíanvivir juntos una vida tranquila.

—Nadie podría responder nuncaa esta pregunta —puntualizó Mentor—, ni siquiera ellos. La luz y lanoche, la alegría y la agonía, lavergüenza y el orgullo, el amor másallá de todo límite, más allá deltiempo y de la vida. Estas fueronlas líneas de demarcación en elcurso de esas vidas. A veces a

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nosotros los comunes mortales noses dado vivir pasiones que empujanal corazón hasta los límitesextremos del ser, arrebatos que nisiquiera los dioses pueden sentirporque no saben lo que significaamar hasta la desesperación, desearla vida hasta morir por ella, llorarde soledad y de abandono. Por todoesto pasaron Admeto y su esposa.Tal vez encuentren la fuerza deolvidar, de encaminarse de nuevohacia una muerte que no sea ya unabismo de tinieblas, sino un sereno

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crepúsculo.La noche estaba ya a mitad de su

curso cuando nos sentimos vencidospor el cansancio y deseosos deldescanso. Mentor había habladocomo un hombre cargado de años yde sabiduría, y era poco más que unmuchacho. Me di cuenta de que,sucediera lo que sucediese en elfuturo, él sería cada vez mi sostén ymi ayuda, por más próximo o lejanoque yo estuviese.

Aquella noche soñé quizá larespuesta a mis preguntas, pero

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cuando me desperté al día siguienteno tuve fuerzas ni tampoco voluntadde recordar.

Fui de caza con mi padre.

Heracles, por lo que pudimossaber, desapareció tal como habíaaparecido (casi de la nada en elpalacio real de Admeto en Feras) yse perdió su rastro. Pensé quequería, en todo caso, llevar a cabolo que le había mandado hacerEuristeo, porque se trataba de

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liberar al mundo de criaturasferoces y mortíferas que devastabany mataban. Una vez que estábamossolos en una barca Mentor y yo, lehice una pregunta de aquellas a lasque solo se puede responder con laverdad o negarse a hablar.

—Dime una cosa, ¿qué piensasque le sucedió a Alcestis entre elinstante en que desapareció y elmomento en que volvió con el carrode Heracles? Tú estabas allí. Tehabrás cuestionado qué pasó.

—Lo dije ya la tarde en que

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volví a Ítaca. No hay una respuestacierta para esta pregunta. SoloHeracles y Alcestis conocen laverdad, pero uno ha desaparecido yla otra no ha querido hablar nuncade ello. La puerta del Hades máspróxima para nosotros está enÉfeso, no muy lejos de aquí. Allíestá la laguna Estigia, allí está elrío Aqueronte.

No dije nada, pero la preguntaera demasiado importante ybuscaba la comprensión de Mentor.Prosiguió:

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—¿Has visto alguna vez a unapersona perder el sentido, parecertotalmente muerta y luego volver ala vida? La frontera entre la vida yla muerte es muy imprecisa. Elsueño es un territorio sin límitessituado entre los dos mundos: lofrecuentan tanto vivos comomuertos. De una cosa estoy seguro:Heracles sabía muy bien dóndeestaba Alcestis, tenía claro dóndebuscarla o cómo devolverla a casa.Cuando la trajo en su carro, ella ibacubierta con un velo gris que le

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llegaba hasta los pies. Parecía unespectro.

»Y cuando él se lo retiró paramostrarla al marido su rostro estabapálido, tenía las órbitas oscuras ylos ojos sin expresión. La muerteestaba en parte dentro de ella, no lahabía dejado del todo aún.

Mentor, de vez en cuando,conseguía enviar mensajes alpalacio de Feras, y un par de vecesrecibió también respuesta. Luegolos contactos se volvieron másraros hasta cesar.

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Pasaron así más de tres años y unatarde el mismo Mentor me anuncióque debía darme noticias que yahabía referido a mi padre el rey.

—Han sucedido cosas de sumaimportancia en el continente. EnMicenas, el trono vacante despuésde la muerte de Euristeo ha sidoocupado por Atreo, hijo de Pélope,que se había refugiado en su casajunto con su propio hermanoTiestes. Ahora es él el más

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poderoso soberano de Acaya. Tienedos hijos varones: Agamenón yMenelao. Tal vez los habéis vistomientras estabais en Micenas:Menelao es de pelo leonado,imponente, tiene la tez de colorbroncíneo. Siempre lleva el cabelloatado detrás de la nuca con un lazode cuero. Agamenón es su hermanomayor, más imponente aún que él,tiene los ojos negros, la miradasombría y los cabellos largos que lellegan hasta los hombros. Es muyfuerte con la lanza y se ejercita

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cada día en el patio del palacio.Atreo tiene también una hija,Anaxibia, hermosa y altanera. Estáya prometida al rey de Fócide.

»En Argos, el rey Adrasto notiene aparentemente herederos: a suyerno Tideo lo viste quemar en lapira durante vuestra visita a laciudad. Había caído en la luchaante las murallas de Tebas. Su hijo,el príncipe Diomedes, es unguerrero formidable. Desde quemurió su padre no ha hecho otracosa que ejercitarse en el combate

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junto con los hijos de los otros seisguerreros muertos ante las sietepuertas. Su única finalidad esvengar a sus padres. Quien los havisto dice que son como un grupode jóvenes leones sedientos desangre.

»Has conocido a los hijos deNéstor, los descendientes deTindáreo y de Leda, Cástor yPolideuces; tal vez, sin saberlo, hasvisto a los hijos de Atreo y al deTideo, el príncipe Diomedes. Perosi no te has topado con ellos no

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pasará mucho tiempo sin que losconozcas, pues se disponen aemprender viaje de vuelta aEsparta. Y tú también.

—¿Yo? ¿Y por qué? Ya heestado en Esparta.

—Muchos de los más valerosospríncipes de Acaya pidieron poresposa a la hija de Tindáreo y deLeda, Helena, que ha cumplidodiecisiete años. Su belleza es de talesplendor que cualquiera estaríadispuesto a poner en juego la vidapara llevarla, en sus brazos, al

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tálamo.—Yo no, Mentor.—Espera a verla, príncipe de

Ítaca. También tú podrías perder eljuicio.

—Lo dudo, estimado consejero.La cordura es lo que más meimporta: no quisiera perderla porningún motivo.

—Me alegra que lo digas, porquelos más fuertes príncipes de Acayaparecen dispuestos a dejarse matarpor esa hembra. Es parapreocuparse.

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Me quedé en silencioreflexionando. No quería unaguerra: había estado con mi padreLaertes en el continente parareforzar la amistad con los otrosreyes. Se derramaba sangre de unmodo o de otro, por un motivo opor otro; ciertamente se formaríandos o más grupos y yo no podríapermanecer al margen, tendría quealinearme incluso contra mivoluntad.

El resultado más importante de laaventura de los argonautas no había

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sido la conquista del tesoro deCólquide, el vellocino de oro,como ya todos lo llamaban, sino elunir a cincuenta reyes y príncipesde Acaya en una única empresa enla que cada uno había luchado allado del otro, había salvado la vidade un compañero. Mi padre eraamigo de todos, todos eran amigosde mi padre, y así debía seguirsiendo. La guerra acarreanormalmente luto y desgracias,puede tener un sentido si se luchafuera de Acaya, no dentro, en cuyo

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caso es una espantosa calamidad.—¿Para cuándo hemos sido

convocados en Esparta? —pregunté.

—Para la luna nueva del próximomes.

—Entonces partiré enseguida.Encuéntrame una nave y convoca amis amigos: Euríloco, Perimedes,Polites, Euríbates y los demás. Ventambién tú si puedes, me serás útil.

—No, es imposible, lo siento —respondió—. Debo permanecer adisposición del rey. Y este es un

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asunto que tienes que resolver túsolo.

Mientras Mentor se preocupabapor la nave y la tripulación, yo fui abuscar a mi padre para informarlede lo que me disponía a hacer. Loshijos de los argonautas comenzabanmal y era necesaria la cordura delos padres. Cada uno de nosotrosdebería hacer lo correcto, yo elprimero, porque una guerra enAcaya destruiría lo que ellos habíanconstruido.

Le conté lo que Mentor me había

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dicho y él no pareció sorprenderse.—¿Has visto a los carneros

cornearse hasta romperse la testapara disputarse a una hembra enprimavera? ¿Y a los ciervos y a losjabalíes? Pues bien, nosotros nosomos distintos, sobre todo losjóvenes. Encuentra una solución, sipuedes; tu mente conoce muchoscaminos ahora ya y no creo que tesea difícil. Recuerda: cuandoquieras convencer a alguien máspoderoso que tú para que haga unacosa que consideras necesaria,

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hazlo de manera que crea que hasido él quien ha encontrado lasolución. Pasa a despedirte antes deirte, pai.

—Me pasaré.—Deberás llevar regalos para

Helena, aunque no creoprecisamente que se convierta en tumujer, ella es…

—De oro, atta. Y yo soy demadera. De encina.

Durante los días siguientes mequedé en el puerto ocupándome dela nave con mis amigos. También

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dormíamos a bordo todos juntos,porque así nos parecía estar ya deviaje. El primer viaje sin tutela. Yoera el cabeza y el soberano y losmuchachos me trataban como tal.Comíamos, nadábamos,pescábamos e íbamos de cazajuntos si era el tiempo, peroconmigo tenían muchasconsideraciones, como reservarmela mejor parte de una pieza de cazao pedir siempre mi parecer antes detomar cualquier iniciativa, y estome llenaba de orgullo.

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La primera escala fue Pilos einmediatamente fui a rendirhomenaje al rey Néstor, que meacogió como a un hijo. Cuandovolví a partir, dejé la nave a losamigos y confié el mando a micuñado Euríloco. Habían pasadodeprisa los cuatro días de travesía.Cuatro días alegres durante loscuales traté de no pensar en lo queme esperaba en Esparta: éramoscomo un grupo de amigos quehubieran salido a pescar atunes. Devez en cuando me volvía a la mente

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ese primer atardecer de la puestadel sol cerca del recinto de loscaballos, cuando Helena se mehabía aparecido de improviso y mehabía hablado.

El rey Néstor quiso que aceptaseun séquito de guerreros revestidosde bronce con la cimera sobre elyelmo, más por prestigio que pornecesidad. Entre ellos estabatambién su hijo Antíloco, al que yahabía conocido. Con él, durante elviaje, estreché amistad. Además,me ofreció un carro con una gran

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tienda en la que guardar, durante miestancia en Esparta, víveres y trajeslujosos para cuando fuera invitadoa palacio. Cosas todas ellas a lasque no estaba acostumbrado.

El largo cortejo de hombres ycarros demoró mucho nuestramarcha, pero no había prisa por elmomento. Tras llegar a Esparta, elcomandante de mi guardia sepresentó para anunciarme enpalacio y volvió con una invitacióna cenar para la noche siguiente.

Me preparé durante un buen rato:

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tomé un baño en el Eurotas y mevestí con las ropas que me habíaofrecido Néstor, pero me sentíaincómodo. Nunca me había puestoatuendos tan lujosos y no meparecían adecuados para mí. Alfinal decidí ponerme el traje queEuriclea, mi nodriza, me habíacolocado en el cofre de viaje. Erabonito de todos modos, pero muchomás sencillo. Solo dos listas depúrpura orladas con un hilo de orohablaban de mi dignidad de hijo derey.

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Antíloco quería que mepresentase en palacio escoltado pordos gigantescos guerreros de laguardia de su padre, pero leconvencí para que me hicieraacompañar simplemente por dossiervos que llevaran los regalospara Helena.

El rey Tindáreo y la reina Ledame recibieron con grandes honoresy atenciones mientras mis siervosabrían una arqueta de marfil paramostrar el obsequio del príncipe deÍtaca a Helena de Esparta, una

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diadema de oro con decenas decolgantes que engarzaban piedrasde una maravillosa belleza:cornalinas, perlas, jaspes,lapislázulis, ámbares rojos ycuarzos azules.

—Helena quedará encantada —dijo la reina, y mientras cerraba laarqueta para devolvérmelarecomendó a las siervas presentesque no dijeran palabra de ello a laprincesa para no estropear lasorpresa, suponiendo que me tocasea mí ofrecerle el regalo nupcial.

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Luego el rey me llevó a la armería,donde había preparada una mesacon dos copas llenas de vino tinto.

—Tu obsequio es realmenteespléndido, príncipe Odiseo —dijoel rey.

—Ciertamente no es el homenajeadecuado a la belleza y a la graciade la más hermosa muchacha delmundo. Pero es cuanto podíaofrecer —respondí—, y lo he hechode corazón.

Tindáreo pareció ensombrecerse,como si oscuros pensamientos

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cruzasen por su mente. Suspiró.—Su belleza es un peligro.—Lo sé. Pero no para mí. Yo no

trato de echar mano a la espadapara conquistarla, aunque lomerecería.

—¿Por qué no? —preguntóTindáreo—. Eres hijo de un rey,como los otros pretendientes.

—Porque unos desposoriosdeben ser una fiesta, no unamasacre. Y en cuanto a mí, séperfectamente que no puedotampoco esperar que Helena se

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digne dirigirme una mirada. Elnuestro es un reino de pequeñasislas rocosas, wanax, no tenemosricas llanuras que alimentencaballos y den mieses frondosas.Nos contentamos con poco, ycuando nuestras naves salen adepredar, los hombres permanecenlejos también por largo tiempo.Helena puede aspirar a mucho más:los príncipes de los aqueos sonnumerosos, con reinos poderosos,riqueza sin fin, palacios fastuosos.Yo pienso en otra cosa, wanax.

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—¿En qué piensas?—Me temo que los príncipes de

Acaya acaben por batirse a vida omuerte para conquistar a Helena yllevarla al tálamo después dehaberla colmado de riquísimosregalos. Pero quien combata y seahumillado odiará al vencedor,seguirán luchas sangrientas, guerrasy contiendas sin fin.

—Es lo que yo también me temo.Pero oír tus palabras y tupensamiento tan agudo, pese a queeres tan joven, me da esperanza. Y

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en mi corazón de padre, si pudieseelegir, quisiera que fuese para ti miradiante hija, porque la mente y elcorazón valen más que el brazo y laespada, pai.

Me conmovió que el wanaxTindáreo, soberano de Esparta, mellamase con ese nombre, el que solomi padre, mi madre y mi queridanodriza utilizaban. Un heraldo pidióser recibido y una vez hubo entradodijo:

—Ha llegado Áyax de Lócride,mi rey, y ha instalado su tienda de

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campaña en la orilla derecha delEurotas. Las escoltas han avistadomientras tanto las enseñas delpríncipe Diomedes de Argos:resplandecen al sol como espigasmaduras.

—Resérvale un lugar ameno, conabundante agua y espacioso parasus tiendas.

—¿El príncipe Diomedes? —pregunté.

—Sí —respondió Tindáreomientras el heraldo salía paracumplir las órdenes recibidas—.

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Diomedes es el segundo en la líneade sucesión porque su madre es lahija del rey y es viuda. Tras lamuerte del padre, Adrasto le llamóa palacio, pero él rehusó,prefiriendo vivir en una austerafortaleza en la linde del bosque,junto a los seis compañeros que undía se batirán a su lado para vengara los padres caídos delante deTebas, la de las siete puertas. Nohacen sino ejercitarse en la lucha desol a sol. Es ciertamente uno de lospretendientes más temibles.

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Vi en sueños al fortísimo Tideo,mientras devoraba como un leónhambriento el cerebro deMelanipo caído cerca de laséptima puerta. La diosa huíahorrorizada por la puerta deAtenea Onca…

—Y otros príncipes llegarán deFeras, Arne, Micenas, Salamina,Ftía, de las islas y de los montes…

—Los hijos de los argonautas —respondí—. Nuestros padresestrecharon una alianza que unió atodos los reyes de Acaya y nosotros

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destruimos su obra. ¡Con que soloHeracles estuviera aquí! Lospondría a todos en su sitio, a estoscachorros pendencieros. Noobstante, he pensado en unasolución, wanax, que podría alejarel triste presagio que se ciernesobre nosotros.

—¿Una solución? Oh, príncipeOdiseo, hijo del gran Laertes,¿tienes una solución que podríaahuyentar este destino funesto? Siasí fuese, yo te cubriría de regalos,estrecharía con tu padre una alianza

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perpetua. Nunca le faltarían elgrano y el vino, nunca las telas máspreciosas y las esclavas de altascaderas, instruidas en las artes delamor. Y a ti quisiera destinar unaciudad hermosísima, en la costa siquisieras, y campos ricos en miesesy pastos. Habla, pues, te lo ruego.

El rey era sincero, comprendía eldesastre que se preparaba desdeque los dioses habían querido quetoda la belleza del mundo brillaseen una sola mujer, de manera quecualquiera al verla estuviese

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dispuesto a matar para hacerla suya.Dije:—El regalo más grande será que

la paz reine en Acaya y que la casade Tindáreo sea bendecida conherederos.

»Puedo hablar en tu nombre a lospríncipes, si así lo deseas, despuésde que cada uno se haya presentadoa Helena. Diré que la belleza de tuhija no deberá ser conquistada conla espada, porque sangre llama asangre y una cadena de inexorablesvenganzas afligiría a Acaya durante

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los siglos futuros. Será ella, encambio, quien elija, la radianteHelena. Pero antes de que estosuceda todos deberán jurar que, seacual sea el elegido, los otrosrespetarán la voluntad de laprometida. Después, túpersonalmente sacrificarás a Zeus,guardián de los juramentos, un toro,lo harás despellejar y reunirás atodos los príncipes. Les harás jurarde pie sobre la piel aún húmeda,uno por uno, que en el caso de quealguien quiera arrebatarle Helena al

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esposo que ella haya escogidotodos estarán dispuestos a batirse asu lado para devolverla a su casa.

—Eres increíble, pai —repuso elrey—. ¿Cómo puedes conocer a talpunto, siendo todavía tan joven, elcorazón de los hombres? Hascomprendido que todos aceptaránporque cada uno de los príncipesestará seguro de ser el único dignode llevar a Helena a casa y altálamo, y por tanto hará la promesaconvencido de que el juramentovincula a todos los pretendientes en

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su provecho.—Soy devoto de Atenea —

respondí—, a veces ella me hacesentir su presencia. Tal vez unreflejo de su infinita sabiduríailumina a veces mi corazón demodo que puedo hablar conpalabras juiciosas. Al menos así megusta creerlo.

El rey me abrazó.—Esta casa es tu casa, esta tierra

es tu tierra. Tú eres el hijo quequisiera todo padre. El marido quedesearía para su propia hija.

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Quédate conmigo, querido, hastaque todo se haya resuelto.

—Me quedaré, wanax, no soloporque me lo pides, sino tambiénporque la diosa esta noche me haconcedido una visión: un aveacuática de plumas color verde yámbar había hecho su nido en unolivo, en el palacio de Laertes, enmi casa.

El rey sonrió.—Las aves acuáticas no hacen su

nido en los olivos.—No, en efecto, pero cuando

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haya descubierto el significado delsueño sabré que he actuado comoquiere mi diosa, virgen, guerrera,que todo lo conoce… Ojos verdes.

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Salí del palacio meditando cómoera que los príncipes habían tomadouna decisión semejante: ¿cuándo sehabía visto que fuese la mujer laque eligiera y no el hombre? ¿Cómorenunciarían a jugarse a punta deespada a la mujer más hermosa del

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mundo? Debía convencerles con lapalabra y ofreciendo amistad. Nohabía otro modo. Hubiera tenidoque preparar con gran pericia midiscurso y evitar sobre todo elencuentro con Helena: no podíaestar seguro de no sucumbir.

Así, considerando pensamientosy palabras, había salido del palacioy me dirigía hacia el valle que seabría, esplendente de mieses queagitaba el viento, a lo largo de lasriberas del Eurotas.

Un canto me detuvo:

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Vuela, vuela lejos,mira el río desdearriba,mira el mar desdearriba,cuando se pone el soly el aire sabe a sal,amarga nostalgia,¡hazlo volver!

La voz de una muchacha llegaba

a mí, cristalina como el agua, suavecomo una caricia. ¿De dónde?

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Miraba alrededor y no veía a nadie.Había una cerca cubierta dejazmines floridos que circundaba unjardín de manzanos y de olivos,pues veía sus copas. La voz veníade allí. Me acerqué y caminépegado a la cerca para encontrar unpunto desde el cual poder ver elinterior. Me detuve en el puntodonde alguien había sustraídoalgunas piedras bien escuadradastal vez para utilizarlas comosillares en su propia casa y vi a unamuchacha vestida con un traje

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ligero, ceñido a los costados poruna alta faja, a cuadros, con mangascortas y un escote que revelabaunos hombros perfectos. En cadacuadro había recamado a colores unpato.

Estaba cogiendo flores delcampo, pero, al advertir mipresencia, se detuvo y fue hacia mísin temor.

—¿Quién eres? —preguntóacercándose—. Por el aspectopareces un príncipe. ¿Acaso hasvenido para conquistar a Helena?

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Ya han llegado otros y estánacampados a lo largo del río, sepreparan para unos duelossangrientos.

—También tú pareces unaprincesa: el vestido es precioso,obra de unas buenas tejedoras ybordadoras, y tu canto me haemocionado. ¿Tal vez pensabas enalguien cuando cantabas esaspalabras? Me llamo Odiseo.

—El príncipe de Ítaca. Quéextraño nombre.

—Eso dicen. Yo tal vez no lo

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habría escogido, pero ahora que esmío no lo cambiaría con nadie.¿Con Nadie?

—¿Combatirás, Odiseo? ¿Cómoserá la cosa? ¿Se echarán a suertelas parejas? Te deseo uncontrincante no demasiado difícil.

—¿Cantabas para alguien esaspalabras?

—Para nadie —respondió.—Para Nadie. ¿Y por qué

insistes en que tenga un adversariofácil? ¿Es que crees que no seríacapaz de enfrentarme a él?

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—Porque tienes unos ojospreciosos, luminosos. Cambian decolor cuando sonríes.

—Tú también tienes unos bonitosojos, relucientes. Uno se pierde entu mirada. ¿Quién eres?

—La hija de Icario, el hermanodel rey. Por tanto soy la prima deHelena —dijo picarona—. La hevisto desnuda, muchas veces.¿Quieres saber cómo es?

—Quiero saber tu nombre. ¿Note gustaría decírmelo?

—Penélope.

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—¡Qué nombre más extraño!¿Por eso llevas tantos patitosrecamados en el vestido?

—¿No te gustan?—Me encantan. Son de unos

colores muy hermosos. ¿Te veré denuevo?

—Si no dejas que te maten.¿Sabes lo grande que es Áyax deTelamón? Es gigantesco. Unamontaña andante. ¿Y qué me dicesde su primo Aquiles? Un rayo. Tecortaría en dos antes de que echesmano a la espada.

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—Yo soy más rápido que ellos—respondí—. Los he derrotado yaa todos.

Se quedó muda mirándome, lasflores se le cayeron de la mano.Retomé mi camino.

—¡Odiseo! —resonó su voz amis espaldas. Me volví.

Me sonrió. Morena y radiante.

Llegué al campamento de lospretendientes cuando el solcomenzaba a declinar y tras haber

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hecho un alto varias veces a lolargo del río, a la sombra de losárboles. Quería pensar, repetir laspalabras en voz alta, más y másveces. Solo me respondían lascigarras y el murmullo del Eurotas.Finalmente decidí entrar en elcampamento. Vi primero las tiendasde Aquiles, príncipe de Ftía de losmirmidones; luego la de Áyax deTelamón, príncipe de Salamina;venía después la de Diomedes,príncipe de Argos, así como las deÁyax, príncipe de Lócride, de

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Idomeneo de Creta y de Menelao,príncipe de Micenas, acompañadodel hermano mayor, Agamenón, queno competiría. Había ya pedido yobtenido como esposa a la hermanagemela de Helena, Clitemnestra, yesto debía de tener ciertamente unsignificado que por el momento noconseguía interpretar. Enseguida mesentí mal, comprendí que mi misiónsería mucho más difícil de lo quepensaba: sentía solo ruido dearmas, veía jóvenes batirse parasumarse a duelos mucho más duros.

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Letales.Llegué a un punto en el que se

abría un espacio entre las doslíneas de tiendas, allí dondealgunos escollos se reagrupaban enla orilla del río. Pensé que aquelera el mejor lugar para pronunciarmi discurso. Había tambiénguerreros de Tindáreo querecorrían toda la extensión de loscampamentos, tal vez para vigilarque los nobles huéspedes no seagredieran unos a otros, que nohubiera trifulcas o altercados. Aún

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no estaba preparado, caminé através del campamento para verquiénes eran los jóvenes quequerían conquistar a Helena, si deveras aspiraban solo a poseer a lamás bella de las mujeres o simiraban mucho más alto, cómo erasu talante, su actitud. Solo entonces,quizá, podría hablar.

Cuando vi que el sol se acercabaal horizonte llamé a uno de losheraldos que estaban en laexplanada libre de tiendas decampaña, cada uno con su propia

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enseña. Le dije que era Odiseo deÍtaca, que venía de parte del reyTindáreo, y le ordené llamar a lospríncipes a la asamblea. Él me miróy me reconoció: tal vez me habíavisto en palacio. Obedeció, subió auno de los bloques de piedra, elmás alto. Su voz tonante resonódesde las tiendas de Aquiles hastalas lejanas de Protesilao, luego untoque de trompeta llegó hasta dondesu palabra no podía alcanzar.

Uno a uno los pretendientesllegaron a la explanada cerca del

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río y también yo subí sobre unbloque de piedra para hablar.

—¡Príncipes de Acaya!Sus voces se aquietaron en un

rumor confuso.—¡Nobles príncipes,

escuchadme! Soy Odiseo, hijo deLaertes, rey de Ítaca. Sé por quéestáis aquí: todos vosotros queréisa Helena, la más hermosa sobre lafaz de la tierra. Pero vosotros soismuchos. ¡Ella una sola!

—¡Esto ya lo sabíamos! —gritóuno de ellos—. No había necesidad

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de convocarnos.Los otros rieron.—Mejor así. Entonces sabréis

también qué pasará, ¿verdad?—¿Por qué hablas de nosotros,

itacense? ¿Es que no tienes lamisma intención? ¿No te interesaHelena?

Le reconocí: era Diomedes deArgos. Y él me reconoció a mí:

—¡Te he visto ya antes!—¡Sí —respondí—, en Argos, el

día en que tu padre fue puesto en lapira! ¿Y ahora también tú quieres

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morir?Diomedes inclinó la cabeza en

silencio y luego me miró fijamentede nuevo con una expresión dedesafío.

—¿Y quién ha dicho que he demorir?

—¿Que quién lo ha dicho?Aquiles de Ftía o tal vez Áyax deSalamina o Filoctetes o…

—¡O yo! —puntualizó una vozque me pareció reconocer.

—¿Ese quién es? —preguntó denuevo Diomedes.

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—Eumelo de Feras, hijo deAdmeto —añadió la misma voz.

—¿Eumelo? ¿Qué haces aquí?—Lo que hacen los demás —

respondió, seco.—No sabes lo que dices. No

durarías mucho. Desde hace años,Diomedes no hace otra cosa quecombatir. —No le permití replicar,y como a él a ningún otro—: Lo queha dicho este muchacho casiimberbe os hará comprender en quépunto nos encontramos. Y ahoraescuchad, y luego decidiréis qué

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queréis hacer. No vengo poriniciativa propia, sino incitado porel rey en persona, el wanaxTindáreo, señor de Esparta, padrede Helena.

El rumorear confuso que estabacreciendo de nuevo se apagó degolpe y así pude pasear la miradasobre quienes estaban escuchando.Aquiles, más parecido a un diosque a un hombre, estaba revestidode bronce como si tuviera que ir ala batalla de un momento a otro; susbrazos relucían también como si

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fuesen de metal, los músculos secontraían a intervalos comoanimados por una energíaincontrolable; los cabellos, a cadasoplo de viento, ondeaban como lascrines de un león. Áyax deSalamina, enorme. ÚnicamenteHeracles debía de ser así;Heracles, a quien no había vistonunca. Menelao, de un rubiotrigueño pero de piel oscura y ojosde ámbar, el segundo de su linaje,no sería nunca rey. Filoctetes, elarquero infalible; decían que había

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heredado el arco de Heracles.Antíloco, hijo de Néstor, mi amigo;no tendría esperanza contrasemejantes gigantes, pero ¿cómoconvencerle de que volviera aPilos, la que se reflejaba en la mar?Áyax de Lócride, petulante yarrogante, ágil y fulminante en todossus movimientos; Idomeneo, señorde Creta, heredero de Minos, y, porúltimo, Eumelo, hijo de Alcestismás que de Admeto, poco más queun muchacho: ¿acaso quería redimirla debilidad de su padre afrontando

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un duelo imposible? Debía hacerlesentrar en razón.

—No serán sangrientos dueloslos que decidan. Cada uno devosotros que cayera o quedasedesfigurado por las heridas sería unmotivo de luto y de desgraciaincurables para la tierra y el pueblode los aqueos. ¡Por tanto, seráHelena quien decida!

Los príncipes se miraron unos aotros, incrédulos. Era lo último quese esperaban y lo peor.

—No hay necesidad de derramar

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sangre. ¿Por qué no luchamos ocorremos con los carros ocompetimos arrojando la lanza máslejos que los demás? Cualquiercosa es mejor que dejarse elegirpor una mujer —gritó Diomedes.

—No cambiaría mucho: ningunode vosotros aceptaría una derrota, yla guerra, las venganzas solo seríanpospuestas. No se trata simplementede una mujer, es Helena de Esparta,y será ella quien elija a aquel devosotros que quiera como marido.Todos los demás jurarán fidelidad a

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ese matrimonio como si Helena sehubiese prometido con cada uno devosotros. Juraréis uno tras otro amedida que seáis llamados por elheraldo, descalzos sobre la pielrecién descuartizada de un torogigantesco inmolado a los dioses delos Infiernos. Y sed felices: desdeeste momento, hasta que Helenahaya pronunciado un nombre, cadauno de vosotros puede soñar conser el elegido.

—¿También tú estarás connosotros, itacense? —preguntó

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Áyax de Salamina.—No puedo ignorar el honor que

me hacen el rey y la reina deEsparta y por tanto también yodepositaré a los pies de Helena losregalos de boda y juraré convosotros, pero no seré yo quien seaelegido, príncipe de unas islaspobres y rocosas, de aspecto nociertamente imponente comovosotros. El rey y la reina con suradiante hija os esperan mañana enel patio del palacio, después de lapuesta del sol.

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Durante un instante, vi, erguidoentre Antíloco y Aquiles, a miconsejero, Mentor, que me mirabafijamente con una sonrisaenigmática en los labios, y cuandoiba a llamarlo ya se había disueltoen el aire, como niebla. ¡Atenea!

Temblé por esa visión, pero conel corazón alegre. Estaba seguro dehaber vencido, de haber conjuradolo peor.

Regresé al palacio, pensando enPenélope. Caminé por los pasillos ypor las salas esperando verla, pero

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sabía que era imposible: una florsemejante era sin duda custodiadaen los aposentos de las mujeresporque el sol había ya desaparecidotras las cumbres del Taigeto. Volvísobre mis pasos para salir al granpatio en el que los siervospreparaban las viandas para lacena. De repente, algo cayó a mispies y me incliné para recogerlo;una piedrecita de arenisca roja.Levanté la mirada y la vi asomadaen el antepecho de la ventana. ¿Susonrisa estaba velada de melancolía

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o me equivocaba? Le hice seña deque bajara. Ella me indicó la paredmeridional del palacio ydesapareció.

Miré a mi alrededor paraasegurarme de que nadie se habíadado cuenta de nada, luego doblé laesquina y busqué un lugar adecuadopara tan imprevista y secreta cita.Un grupo de carrascas y de bojescreaba un pequeño espacioapartado; sin duda el que habíatratado de indicarme.

Entré allí y la vi salir al poco,

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cauta, por una portezuela yllamarme en voz baja. Con treságiles pasos se reunió conmigo yme la encontré delante.

—Me has hecho un regalo muyextraño y no tengo ciertamenteganas de corresponderte. Pero congusto te habría traído una flor.

—¿Por qué lo dices? Tienesfama de ser de una labia hábil y dehacer creer fácilmente lo que no es.

Le relucían los ojos en lapenumbra.

—No comprendo qué tratas de

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decir. Mis palabras eran sinceras ysalían del corazón.

—¿De veras? Entonces escuchaesta historia. Hace poco he oído aHelena hablar con su nodriza.Decía: «Mai, he tenido un sueñoesta noche, un sueño que creo esverídico».

»“¿Qué has soñado, niña,criatura mía?”, inquirió la nodriza.

»“Pues que estaba con elpríncipe de Ítaca, Odiseo, en unasala de baño revestida con unapiedra rara, de verdes reflejos; con

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jarrones de alabastro rebosantes deperfumes orientales. Estábamos enuna actitud como de… marido ymujer.”

»“¿Qué quieres decir?”, lepreguntó la nodriza, pero Helena lebisbiseó algo al oído que no pudeescuchar. Y luego añadió: “¿Creesque esto es un sueño verdadero?”.

»“Eso dependerá solo de ti, miniña”, respondió ella, “solo túpuedes hacer que se haga realidad.”

»“Pero ¿no consideras que losdioses me han mandado una señal

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para ayudarme a elegir?”»“Nadie puede asegurarlo, pero

si esto es lo que deseas, entonces estu corazón el que te envía estossueños.”

Aquí se detuvo y rompió enlágrimas. Traté de atraerla haciamí, pero ella me rechazó como sifuese un traidor.

—Si Helena habló así es porqueha hecho ya su elección y porque túhas respondido. La conozcodemasiado bien. Consigue siemprelo que quiere.

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No me dio tiempo de decir unapalabra cuando ella había escapadoya llorando.

La tarde después, a la caída del sol,todo estaba listo en palacio. Lossacerdotes arrastraban al gran torohasta el centro del patio mientraslos jóvenes héroes entraban uno trasotro vestidos con sus mejores galasy con sus más resplandecientesarmaduras. También yo me uní aellos luciendo mis mejores ropas y

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las armas que mi padre me habíadado para llevar el día delenfrentamiento. Sostenían el yelmobajo el brazo para que pudieraverse el rostro de cada uno.

El rey y la reina, con su séquitode dignatarios y de guerreros,accedieron por la puerta principalacompañando a la hija cubierta conun velo que le llegaba hasta elsuelo. Seguía el hermano del rey,Icario, con su esposa. Por último,entraron la princesa Clitemnestracon su esposo Agamenón, el hijo

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mayor de Atreo, rey de Micenas.Golpeado por el hacha, el toro se

desplomó en el acto inundando desangre las losas del empedrado, yfue despellejado de inmediato. Laspezuñas, las vísceras y la cabezafueron puestas sobre el altar yquemadas en sacrificio a los dioses.El cuerpo fue cortado en pedazos yllevado para el gran banquete quevendría después. La piel seextendió en el suelo con la partedespellejada y aún sanguinolentahacia arriba. Luego la nodriza

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desveló el esplendor de Helena.Hizo caer el paño azul que larecubría provocando voces deasombro por parte de todos lospresentes. Enfrente tenían a unadiosa más que a una mortal, unabelleza pura y perfecta como unarosa de oro, ardiente como un rayo,diáfana como la luz de la luna.

Uno a uno, pasando con los piesdescalzos sobre la piel de toro,hacía el mismo juramento. Elprimero de todos fue Aquiles.

—Yo, Aquiles, hijo de Peleo,

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señor de Ftía de los mirmidones, hellegado con los regalos de bodapara Helena de Esparta y juro,aunque ella elija a otro de lospríncipes aquí reunidos, quedefenderé su honor y su personacomo si fuera mi esposa.

Pronunciado el juramento, cadauno hacía seña a su escudero paraque depositara a los pies de Helenalos obsequios, luego iba acolocarse en el centro del patio allado de los compañeros que yahabían juramentado. Yo me

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encontré a la derecha de Menelao, ala izquierda de Diomedes.Finalmente, a los pies de Helena sehabía acumulado un tesoro, perosolo los regalos del hombre que secasase con ella serían retenidos.Los otros serían devueltos. Cuandotodos hubieron jurado llegó elmomento, y a cada uno de lospríncipes, y también a mí, le latía elcorazón en el pecho como en elinstante que precede a una tremendabatalla, la lucha feroz que puededar la victoria o la muerte.

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Helena se movió, y parecía mástemible que una pantera mientrasbajaba, uno tras otro, los escalones.Se dirigió hacia el primero de losjóvenes héroes, y el másresplandeciente, del comienzo de lafila: Aquiles. Todos pensaban quese detendría allí, pero solo sedetuvo por un instante y para unaleve sonrisa. Aquiles se mordió ellabio inferior. Pasó por delante deFiloctetes, el arquero infalible; deEumelo, hijo de una madre quehabía vuelto viva del mismísimo

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umbral del Hades; de Protesilao,señor de los tesalios indomables;de Antíloco, el más valeroso entrelos hijos de Néstor; de Menesteo deAtenas; de Áyax de Lócride, demirada impasible; de Diomedes,después de Aquiles, el más fiero, elmás brillante.

La tenía enfrente, yo, príncipe deuna pequeña isla rocosa, pastor decabras, modesto mi regalo frente alos otros tesoros. Pasaríaadelante…

Se detuvo.

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Se acercaba buscando mi mirada,buscando una respuesta. La recordécuando era chiquilla y me hablócerca del recinto de fogososcaballos. Comprendí. Le respondíno con la mirada, meneéligeramente la cabeza, solo ellapudo verme. En los ojos lebrillaban unas lágrimas apenascontenidas. Al final dio un pasocasi imperceptible hacia la derechay eligió el primero que encontró:Menelao, color del bronce, decabellos rojos como el cobre.

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Se alzó un grito entre todos, dealegría, de furia, de delirio. Habíapasado la prueba tremenda y nadahabía sucedido. Helena tenía unprometido, un príncipe sin reino. Yya el palacio hervía de lospreparativos para la gran fiesta debodas. Aquella noche el ÁtridaMenelao poseería en el tálamo a lamás bella mujer del mundo. Nadiese preocupaba de mí y me dirigí, alo largo del patio y luego delcorredor, hasta el jardín trasero. Notuve que buscar largo rato:

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Penélope corría hacia mí con subellísimo rostro lleno de alegría ylágrimas. Me abrazó fuerte y noquería ya separar sus blancosbrazos de mi cuello.

—Llévame contigo —dijo—,ahora, Odiseo. Tú eres el hombre alque quiero y al que amaré toda lavida.

—¡Corre —grité—, corre todo loque puedas, detrás de mí!

Y así llegamos jadeando a lascaballerizas. Uncí los caballos alcarro, la hice subir conmigo y

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fustigué con las riendas a loshermosos corceles de Néstor. Estosse lanzaron veloces por el camino.

Pero enseguida oímos un gritomás fuerte que el ruido del galope.

—¡Detente, detente, hija! —Einmediatamente después su padreIcario se plantó en medio delsendero. Tal vez habíacomprendido, quizá un dios que meera adverso le había dado aviso, yahora me cerraba el camino. Tuveque tirar de las riendas, detener elcarro para no arrollar al hermano

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de Tindáreo.—Baja —dijo vuelto hacia

Penélope—. No es este elprometido que tu madre y yo hemoselegido para ti. Queremos un reypoderoso, señor de unas vastas yfértiles tierras, que tenga a susórdenes numerosas filas deguerreros. El hijo de Laertesreinará sobre unas pequeñas islasdel mar de poniente, escarpadas yestériles, y vivirá como undepredador, como su padre o suabuelo. Para sobrevivir tendrá que

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provocar mucho odio como dice sunombre. ¡Vuelve atrás conmigo, hijamía, mientras estás a tiempo, te losuplico!

Me sentía humillado por aquellasofensas y hubiera queridoenfrentarme a él con la espadaempuñada, pero era el padre de lamujer que amaba y contuve la ira enmi corazón. Y también me dabalástima. Lloraba porque estabaperdiendo a la hija que adoraba.Pero Penélope se mostró firme. Secubrió la cabeza y el rostro con el

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velo que ceñía sus hombros, comouna novia ya prometida con unpacto solemne que se acerca alpretendiente el día de su boda.Fustigué de nuevo a los caballosdirigiendo su carrera fuera delcamino para dejar atrás a Icario,pero él se agarró con inesperadaenergía a los asideros y trató desaltar dentro del carro. Poco faltópara que fuera arrastrado por elcampo lleno de hierba; luego nopudo aguantar el esfuerzo y soltó lapresa, pero durante unos largos

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minutos oímos de nuevo sus gritosdesesperados que llamaban a suhija.

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Detuve los caballos al abrigo de unmuro derribado porque proseguirhubiera supuesto un gran peligro. Elcielo nebuloso tapaba la luna y yotenía conmigo a Penélope. Apartede esto, me sentía mal por dejarEsparta de aquel modo, como un

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ladrón. Tal vez había evitado quelos pretendientes de Helena seenfrentasen uno con otro en unaserie de duelos sangrientos, perome alejaba llevándome contra lavoluntad de sus padres a unaprincesa de sangre real yabandonaba a los hombres de miséquito en una situacióninsostenible. El propio Néstor, queme había ayudado, podía verseperjudicado a causa de micomportamiento. Mi misión,iniciada bajo los mejores auspicios,

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concluía de mala manera. Y, sinembargo, en aquel instante lo másimportante para mí era que meencontraba solo con la muchachaque amaba y que había deseadodesde el primer momento.

Tanto ella como yo habríamosquerido gozar del amor, enseguida,dominados por el ardor de nuestrajuventud y de nuestros sentimientos.Sentía su perfume, el de su piel demuchacha morena vuelto másprecioso aún si cabe por unosaromas de Arabia. Buscaba sus

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ojos en la oscuridad y ella buscabalos míos. Los besos tan soñados nopodían saciar nuestra pasión ynuestro deseo; de hecho, losencendían más aún, como cuando elviento sopla sobre las llamas quedevoran el bosque, pero yo refrenémi corazón que la deseabaardientemente y acercándome a ellale dije:

—Penélope, ninguna criatura enel mundo podría desearte más,porque no solamente amo tubelleza, sino todo cuanto te hace

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agradable y dulce, soberbia yradiante. Seguramente los dioses tehicieron para mí, para que no amenunca a ninguna otra; ahora que tehe conocido, a ninguna otra querríatomar por esposa.

—Lo sé —respondióacariciándome—. Has rechazado aHelena. Nadie se ha dado cuenta,pero a mí no me ha pasadoinadvertido. Ningún hombre en elmundo habría sido capaz. Me hecubierto la cabeza con un velo yvuelto hacia ti, para que

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comprendiesen que solo te quiero ati y a nadie más.

—Y por tanto no podemosescapar, debemos volver atrás.Hablaré con el rey Tindáreo y lerogaré que interceda ante suhermano para que no nos maldiga yacepte que seas mi esposa. Meescuchará. No quiero disfrutar delplacer del amor en este lugar tristey oscuro. Quiero llevarte a un sitioagradable como el nido de unapaloma en primavera. Un lugardigno solo de ti y de mí, mi alegría

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y mi amor. Ahora ven, vámonos.Le tendí la mano y la hice subir a

mi lado. Luego viré el carro endirección a Esparta y espoleé a loscaballos hacia delante, sin prisa. Elblanco camino se dejaba distinguiren nuestro lento avance y las nubestraslucían una débil claridad.Subimos la pendiente de una colina,pero apenas estuvimos en lo alto senos ofreció a la vista unespectáculo que me dejó sin habla:treinta carros de guerra abiertos enabanico avanzaban hacia nosotros,

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decenas de antorchas encendidasfijadas en la punta de las lanzas delos guerreros iluminaban el terrenocircundante. Me detuve y tambiénellos lo hicieron. Durante algunosinstantes hubo un silencio pesadocomo el cielo que se cernía sobrenosotros. Únicamente se oía elchisporrotear de las antorchas y elbufido de los caballos. Luego unode los carros, el del centro con lasenseñas reales en el estandarte,avanzó hasta encontrarse frente anosotros. El rey de Esparta habló:

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—¿Adónde vas a esta hora tantardía, príncipe de Ítaca, despuésde haber desertado de la boda demi hija? ¿Y quién es esa muchachatan desvergonzada para huir contigode noche y a escondidas?

Tomé a Penélope de la mano, nosbajamos y nos acercamos alcarruaje del rey.

—No huimos, wanax, y ningunaofensa ha manchado el honor de tusobrina, la princesa Penélope, pormás que ningún mortal puederesistirse al amor, que es un dios.

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Él nos ha arrollado y empujado ahuir, pero luego hemos pensado queno podíamos dejar tu casa de estemodo y volvemos para pedirteperdón. Y también parasolicitarte…

—¿El qué? —preguntó el rey.—Que intercedas ante tu hermano

Icario a fin de que acepte que suhija se convierta en mi esposa. Mipadre el rey mandará una grancantidad de regalos de boda dignosde su casa y acogerá a Penélopecon todos los honores, la querrá

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como una hija. Te lo ruego, wanax.Tindáreo pareció escuchar con

indulgencia mis palabras.—Te he encontrado volviendo

sobre tus pasos, Odiseo, y por tantocreeré en tu palabra. Y no puedoolvidar que tu labor ha sidoinestimable. Helena ahora tiene unesposo y todos los príncipes deAcaya están vinculados por mediode un juramento. Aunque hayasofendido a mi casa con el rapto demi sobrina…

—¡No me ha raptado! —exclamó

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Penélope—. Yo he ido con él yaunque quisierais retenerme yohuiría para reunirme con él, porquees el hombre de mi vida.

Tindáreo no respondió, pero mehabló de nuevo a mí:

—No creo que mi hermano Icarioesté ahora dispuesto a escucharte ya permitir a su hija que se conviertaen tu esposa. Pero haré lo posiblepara que os veáis en secreto con sumujer Policaste. Ya hablará ellacon su marido. A Icario le diré queel rey Laertes vendrá a verle para

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pedir a Penélope para su hijo.Le besé la mano

agradeciéndoselo y Penélope hizolo propio, luego reanudamos elviaje en dirección a Esparta,escoltados por el grupo de carrosde guerra que seguían al rey.

Llegamos avanzada la noche y fuiacompañado a mi aposento en unaparte del palacio poco frecuentada;Penélope, con el velo, fueconducida al alojamiento de lareina aprovechando la oscuridad.

Estaba cansado, pero no

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conseguía conciliar el sueño: habíapasado con Penélope un tiempo muybreve, y sin embargo el serseparado de ella me causabapreocupación y un hondo pesar.Sentía que, si la perdía, mi vida nosería ya la misma, la añoraría parasiempre. Me levanté y salí paracaminar por el olivar que lindabapor aquella parte con el palacio. Nosé cuánto tiempo había pasadocuando vi que la luna resplandecíaen el cielo casi llena y habíamuchas sombras impresas en el

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terreno. Otra se dibujó junto a lamía y resonó una voz a mi espalda:

—¿Por qué no me has querido?En la claridad lunar, Helena era

hermosa hasta la crueldad. Era unaespada que se clava en la carne.Solo una diosa habría podido sertal como ella se me aparecía en esemomento. La forma sublime de sucuerpo se traslucía a través delvestido ligero que se había puestopara la fiesta. Su noche de bodas.Los cabellos le caían sobre elpecho y los hombros, y acariciaban

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su rostro perfecto. El reflejo doradode los mechones relucía en susojos.

—Ningún hombre podríaresistirse a tu belleza y a la luz detu mirada. Yo temblaba frente a tuesplendor…

—Me has herido, príncipe deÍtaca, y ahora no me respondes.¿Por qué no me has querido?

—Yo pensaba en Penélope, tuprima, y ahora estoy seguro deamarla. Ella está hecha para mí y yopara ella. Tú habrías sido

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desgraciada en mi pequeña y pobreisla y me habrías despreciado. Amis ojos eres de oro y distantecomo la luna, demasiado alejadaaunque pudiese pensar solo en ti.No soy grande ni poderoso.Ninguno de los magníficos héroesque te querían habría soportado quetú me eligieses a mí. Habrías sidomaldecida y yo humillado…

—No digas más —contestó—,pero quiero que sepas que me hashecho desgraciada. Y una mujercomo yo, cuando es infeliz, se

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vuelve más temible que un ejército.De improviso sentí que las

fuerzas me abandonaban y la vistase me nublaba y comprendí quedebía irme.

—Te has casado con un jovenhermoso y fuerte que te hará feliz.Este es mi pronóstico. Adiós,Helena.

Me dirigí hacia mi alojamiento,pero su voz me detuvo de nuevo. Seme acercó, tanto que su perfumehacía que mi corazón temblase.

—Y sin embargo nos volveremos

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a ver, tú y yo, en un lugar muyhermoso, próximos y a solas comomarido y mujer. Lo he soñado. Nosé cómo ni cuándo, pero sucederá.

Desapareció en la claridad de laluna, entre las sombras de losolivos.

A la mañana siguiente volví a partircon mi escolta para llegar a Pilos.Tindáreo me dijo que había habladocon la madre de Penélope y que memandaría un mensaje cuando las

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cosas hubiesen cambiado. Le di lasgracias de nuevo por habermecreído y haber abogado en nuestradefensa. Pedí a Euríloco que nosprecediera viajando lo másrápidamente posible para avisar amis padres de que regresaba con miprometida. Estaba contento de quemi padre y mi madre la conociesen,pero durante días y noches elrecuerdo de la aparición nocturnade Helena y de sus palabrasamargas no me dio tregua. Llegadoal palacio de Néstor, le saludé y

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agradecí de corazón por habermetratado como un padre, y al díasiguiente emprendimos el retornocon una de sus naves. Pero él, eljinete gerenio, como todos lollamaban, mandó otras diez deescolta con cien guerreros a bordocubiertos de bronce esplendentepara que no corriésemos peligroalguno. Mi bajel lo había tomadoEuríloco para una más rápidanavegación.

El mar estaba calmo, el viento afavor. Era feliz porque había tenido

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que tomar muchas decisiones, perotodas habían sido acertadas. Aveces Penélope se daba cuenta deque mi mente estaba lejos o ausentey decía: «¿En qué piensas?». Yparecía que leyese en mi corazón.

—Pienso en nosotros, en la vidaque llevaremos juntos, los hijos quetendremos, el día en que seremos elrey y la reina de Ítaca y de las islasde poniente. Mi padre será miconsejero y su esposa Anticlea serácomo una segunda madre para ti.

—¿De veras no lamentas haber

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rechazado a Helena? No olvidarénunca ese instante. El mundo enterose había parado. También losdioses miraban desde las alturasquién sería el elegido.

—No la rechacé, le hicecomprender con una mirada que noseríamos felices. Estoy contentoporque lo que habría podido ser unenfrentamiento sangriento yprovocar la muerte de muchos delos más apuestos y valerosospríncipes de Acaya se resolvió sinviolencia. Ahora los hijos de los

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argonautas están en paz entre elloscomo lo estuvieron y lo están suspadres.

—¿En realidad ves la paz poralgún lado, Odiseo? Que los dioseste oigan. ¿Sabes quiénes son deverdad Agamenón y Menelao?¿Sabes quién era su padre Atreo?¿Sabes qué le hizo a la mujer que lohabía traicionado con su hermanoTiestes y qué le hizo a él cuando lodescubrió? Lo invitó a un banquetefingiendo querer reconciliarse…

—¡No quiero oír estas cosas! —

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grité—. Y aunque sean ciertas nome interesan. Atreo no era unargonauta.

La tarde del tercer día denavegación llegamos al puertogrande y pudimos ver enseguida queEuríloco hacía bastante que noshabía precedido: treinta naves,quince a derecha y quince aizquierda, asomaron por detrás delos promontorios y se unieron a laque ya nos escoltaba. Los remos

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batían con ritmo perfecto las olasorladas de espuma. Como lospendones ondeaban las banderas delas más poderosas familias delreino, de los flancos pendíanescudos bruñidos como espejos quereflejaban los últimos fulgoresrojos del día. Luego, apenas seoscurecieron las vías acuáticas yterrestres, cientos de antorchas seencendieron en las proas y en loscostados de cada nave, de modoque parecía que unos bajeles defuego surcasen el golfo; las llamas

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incendiaban también el mar y, amedida que nos acercábamos atierra, comenzaba a oírse un sonidodulcísimo, mientras aparecía uncoro de muchachas vestidas deblanco y coronadas de flores.Entonaban el canto nupcial,cantaban la belleza y la gracia de laesposa y el vigor del esposo que lalevantaría en brazos para llevarla asu casa. En el centro, mi padre elrey, rodeado de su guardia, se habíapuesto la armadura con la que habíacombatido en Cólquide, la coraza

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repujada y las grebas perfectas; laespada invicta pendía en su costadoizquierdo de un tahalí adornado deplata y de cobre bermejo. Cubríasus hombros el manto azul quellevaba la primera vez que le habíavisto bajar de su nave. A suizquierda, mi madre la reina vestidacon un traje nunca visto antes:amarillo a listas rojas de púrpura,con un velo prendido a los cabellospor una fíbula de ámbar y de orofinamente labrada.

Me asomaron las lágrimas a los

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ojos.—¿Has visto? —dije a Penélope

—. ¿Has visto cómo te honran mispadres?

Los marineros tendieron lapasarela sobre el muelle demaderos y de tablas de encina yPenélope y yo bajamos a tierra. Meincliné delante de mi padre, le beséla mano y le saludé, luego doblé lasrodillas frente a mi madre y a ellatambién le besé la mano. Dije:

—Os ruego, padres míos, queacojáis a mi prometida, Penélope,

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hija del noble Icario de Esparta,con afecto y benevolencia, y quetengáis a bien darle vuestrabendición para que pueda alegrarcon hijos nuestra casa.

—Hija mía —le dijo mi padre.—Criatura mía —añadió mi

madre abrazándola y besándola enlos ojos y en las mejillas—. Sébienvenida. Nosotros te querremos.

—Nosotros te querremos —repitió mi padre.

Detrás vi a mi nodriza Euriclea,que lloraba de la emoción mientras

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se secaba los ojos con un pañuelo acada instante.

En las naves, a un grito delheraldo, los marineros levantaronlos remos del mar, los alzaron conlas palas hacia lo alto y golpearonal mismo tiempo las empuñadurascontra los bancos haciendoretumbar la cavidad de los cascoscon un sombrío fragor, comocuando el trueno desciende sobre elmar resonando desde las cimas delos montes.

Subimos al carro tirado por unos

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blancos bueyes y cientos deguerreros que asían antorchasencendidas nos dieron escolta hastael palacio ya iluminado en losmuros del recinto amurallado y enlas ventanas.

Nos esperaba una fiestahermosísima, a la que estabaninvitados todos los nobles delreino, con la gran sala adornada deflores y de festones de pino, arrayány enebro. En los espetones seasaban carnes de todo tipo, losmejores trozos. Las cestas

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rebosaban de panes recién salidosdel horno. Y no faltaban tampocoflautistas y danzarinas venidas delcontinente.

Todos los ojos estaban puestosen Penélope. Pero ella me miraba amí y yo a ella.

Al día siguiente mi padre mellevó por la parte del palacio quemira a levante y me dijo:

—Aquí podrás construir tutálamo. Lo habría hecho yo, pero nome esperaba que volvieses con unaprometida. Una flor semejante, si

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puedo decirlo así. Mira, ahí viene.Madrugadora. Aún no nos ha visto.

—Te lo agradezco, padre. No tepreocupes. Proporcióname soloalgunos de tus siervos para que meayuden y en poco tiempocompletaré la obra. En primerlugar, unos leñadores con sushachas para que pueda cortar eseolivo que ocupa mucho espacio.

Los siervos llegaron deinmediato y dos robustos leñadoreslevantaron las hachas, peroPenélope, que se había percatado

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de nuestra presencia, exclamó:—¡Detenlos, por favor!¡Un relámpago!—He soñado que un ave acuática

se posaba en el nido de un olivo enmi casa.

Levanté la mano para contenerlas hachas y Penélope se me acercó.

—Es tan bonito este olivo… Porfavor, no lo destroces. Hazlo pormí.

—Lo haré por ti y lo queemprenda será el cumplimiento deun destino que me ha sido revelado

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en sueños, pero que ni yo ni túconocemos aún.

Me dirigí acto seguido a mipadre.

—¿Sabes, atta? Cuando la vi porprimera vez estaba en un jardínplantado de manzanos y de olivos yrecogía flores.

En los días siguientes, marqué elcontorno de los muros con harinablanca e hice traer piedras paraescuadrarlas y unos buenos

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canteros. Otros abrían los cimientoscon picos. En torno al olivo quegustaba a Penélope fueroncreciendo los muros, rectos y bienunidos entre sí con grandes sillares.Dentro de las paredes reservamossuficiente espacio para insertar lasvigas que otros buenos artesanoscepillaban y lijaban. Y dejé grandesaberturas para las ventanas. Enprimavera y verano la luz tenía queentrar e iluminar cada rincón; soloen invierno cerraría los postigospara evitar el soplo del Bóreas. A

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partir de ese momento despedí atodos, porque solo yo proseguiría eltrabajo y ningún otro debía ver loque hacía.

Introduje las vigas en lossustentáculos y encima puse lastablas fijándolas con clavos debronce. Las adapté con pericia paraque el tronco del olivo pudierapasar entre ellas y dejé otraabertura para la escalera. Luegollegó el gran momento. Corté lasramas principales con la sierra ylas podé dejando solo las más finas.

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Una vez terminado este trabajo,entallé con el escoplo las ramas quehabía cortado y en las que insertaríalos pies del lecho nupcial. Los fijécon espigas de madera metidas afuerza de martillo en los agujerosque había abierto con la barrena. Enlas bases clavé por fuera cuatrograndes tablones de encina demanera que abarcaran toda laestructura y fijé en estos unentramado de tiras de cuero debuey, tensadas con gran fuerza paraque aguantaran y no cedieran al

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peso. Encima coloqué el jergón quelas siervas habían preparado encasa, de prieta lana y acolchado conuna tela de lino. Por último, extendímantas de lana tejida blanqueadacon cenizas y finalmente uncobertor de púrpura que cubría ellecho entero y las almohadas. Lohabía aportado en dote mi madre alentrar, joven esposa, en casa deLaertes.

Las bodas se celebraroninmediatamente después ante elsacerdote de Hera, que protege el

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hogar doméstico. Levanté en brazosa mi esposa y la hice franquear lapuerta de mi casa. Luego, cuando sehizo de noche, las siervas laprepararon y la acompañaron conlas antorchas encendidas hasta elumbral del tálamo y, una vez quehubo entrado, se retiraron.

Oí su grito de maravilla y dealegría, y también mi corazón sellenó de una felicidad que nuncaantes había conocido. Esperé solo,en la oscuridad; miré la abertura deencima de la escalera por la que

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apenas se filtraba la luz rosada deuna lucerna. El latido de mi corazóncasi me ahogaba y tuve que esperarun poco a que mi respiración seapaciguase antes de subir al tálamoperfumado en el que me esperaba lamujer que amaba.

Yacía sonriente sobre la mantade púrpura, con los cabellosnegrísimos y relucientes sobre laalmohada, el cuerpo divino apenasvelado por una tela ligera que olía abrisa nocturna. Alrededor lacoronaban ramitas de olivo; las

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relucientes hojas verdes resaltabansobre el rojo encendido de lapúrpura. Los ojos de Penélopebrillaban ardientes en la oscuridad.

—Me has construido un nidoentre las ramas de un árbol. Aningún otro hombre en el mundo sele hubiera ocurrido. Aunque solofuera por esto te amaría parasiempre —susurró.

—Un ave acuática se ha posadosobre un olivo en la casa deLaertes. Los dioses te han dado miser, amor mío.

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Me abrió los brazos y yo levantéel velo ligero para contemplar a miesposa, para acariciarla, mientrasella buscaba mis ojos embargadapor el deseo de amor.

Nunca en mi vida fui tan feliz,nunca mi corazón latió con tantafuerza, nunca mujer mortal, nidiosa, me dio tanto placer como miesposa aquella noche, delicada ysuave, ardiente. La aurora nosencontró aún abrazados. Seoscureció el tálamo y el sueñodescendió sobre nuestros párpados;

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el perfume de ella llenó mis sueños.Oí susurrar su voz.—Los dioses nos envidiarán por

esto. Los inmortales no puedencomprender lo intenso y abrasadorque ha sido nuestro delirio,esplendente Odiseo, príncipe deÍtaca, esposo mío.

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Me levanté no obstante antes de queel sol estuviera demasiado alto enel horizonte, por que los siervos ylas siervas, pero también la nodrizay mis propios padres, no dieranpábulo a los chismorreos sobre loque había podido pasar esa noche.

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Encontré a mi padre, que estabacavando en el huerto como a vecesle gustaba hacer. Se levantó, seenjugó el sudor y vino a miencuentro.

—Has traído a esta casa unaesposa impecable, una jovenrespetuosa y sin soberbia, por másque sea la sobrina de Tindáreo yLeda, soberanos de Esparta. Yestoy orgulloso de ti, hijo mío. Lanoticia ha corrido ya y ha llegado aoídos de…, sí, los hombres deNéstor lo sabían. Lo que has

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llevado a cabo ha sido un prodigio:has restaurado la unidad y laconcordia entre los hijos de losargonautas antes de que estallaseuna trifulca de resultado desastroso.

—Padre, yo…—¿Sabes qué significa esto para

mí? Pues que pronto podréretirarme a mi finca de campo paraplantar vides y podar los olivos,porque serás capaz de gobernar enmi lugar con una prudencia superiora la mía.

— N o , atta —respondí—, te

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harás aún a la mar y te sentarás enel trono de Ítaca mientras vivas.Necesito aprender todavía muchascosas antes de ocupar tu sitio.

—No temas, yo estaré siemprecontigo si tienes necesidad de miconsejo. Y lo mismo hará tu madre.Mira, Euriclea está llegando con tudesayuno, particularmenteabundante si no veo mal.

Nuestros corazones rieron conuna alegría sin sombra. Hacía undía luminoso en nuestra isla, el aireestaba perfumado, tenía a mis

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padres y a mi esposa que meamaban y yo los amaba a ellos, y ami alrededor la gente estabaocupada en sus quehaceres…

—Te falta una cosa, ¿verdad? —dijo de improviso mi padre.

Es cierto que me había leído elpensamiento.

—¿El qué, atta? ¿Qué me falta?—No lo sé, pero tu abuelo

seguro que lo sabe. Y, en efecto,manda a decir que te espera paraentregarte su regalo de boda.

—El abuelo… Partiré con la luna

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nueva, dentro de cinco días.—Mañana, pai, a ese viejo

iracundo no le gusta esperar.—¿Mañana?Asintió.Cuando se enteró, Penélope se

quedó sorprendida, másprobablemente contrariada, pero nodijo nada y fue a despedirme alpuerto cuando zarpé con los mismoscompañeros que me habíanacompañado a Pilos al palacio deNéstor.

—Pensaré en ti a cada instante

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—me susurró al oído. Y añadiósonriendo—: Una vez bien y otramal.

También yo sonreí y la besé.Durante la travesía, mis

compañeros y yo hablamos largo ytendido sobre lo que había sucedidoen Esparta y ellos me hicieronmuchas preguntas sobre la bellezade Helena y sobre los otrospríncipes; si Áyax de Salamina eratan enorme; si el hijo de Peleo,Aquiles de Ftía, eraverdaderamente invencible.

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—Ningún hombre es invencible—respondí—, pero por ahoraparece que no exista nadie que seacapaz de derrotarlo.

No mencionaron a la esposa quehabía traído de Esparta, ni hicieronpregunta alguna. Por respeto. Metrataban ya como a un rey, y si poruna parte aquello me dabasatisfacción, por la otra medisgustaba.

Llegamos a puerto esa mismatarde con un viento de ponientefuerte y constante. Estaban

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esperándome mis tíos con un par desiervos que ofrecían comidaabundante a mis compañeros en lanave. Apenas nos saludamos. Conel paso del tiempo no se habíanvuelto menos taciturnos. Subí alcarro y nos encaminamos hacia lafortaleza de Autólico. El sol seponía a nuestras espaldas en la mar.Por un momento todo se tiñó derojo y me sentí turbado. Había algoen el aire y en el cielo, en la tierra yen las rocas que me superaba y queno comprendía, hasta que no estuve

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en presencia del señor de lafortaleza de Acarnania: Autólico.Vino a mi encuentro sonriente. Delinterior llegaba un perfume decarnes asadas y de pan fresco. Meabrazó y todo se desvaneció. Estabacon mi abuelo.

—¡Pappo, de nuevo juntos! —dije.

—Parece ayer cuando fuimos decaza y eras un chaval. Ahora estáshecho todo un hombre, y casado conuna princesa de una de las dinastíasmás fuertes de Acaya. Sé cómo te

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comportaste en Esparta y estoyorgulloso de ti. Pero ¿no quieresver tu regalo, pai?

—Por supuesto —respondí—,¿acaso no he venido por eso?

Autólico rió, me cogió por unbrazo y me llevó a las caballerizas.

—Aquí lo tienes: se llama Argo,tiene tres meses y es tuyo.

Un cachorro, de pelo rojo conuna mancha clara en medio de losojos.

—Será un gran cazador como supadre y su madre. Es de una raza

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muy robusta y longeva provenientede Tracia. Vamos, agárralo, debéishacer amistad.

Lo cogí en brazos y enseguidasurgió el amor entre nosotros. Melamía y movía la cola como si nosconociésemos desde hacía muchotiempo.

—Gracias, pappo, es un regalomuy hermoso. Me gusta mucho y yole agrado, ¿ves?

—¿Cuánto tiempo te quedarás?—me preguntó.

—Poco. Me he casado hace dos

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días.—Te comprendo, pero estoy

contento de haberte visto.—También yo, pappo —

respondí.Se quedó un momento en

silencio, luego me llevó de nuevohacia casa.

—Ahora vamos a cenar, yconservemos la alegría. Sabes…,pienso que será la última.

—¿Por qué, pappo? Eres fuertecomo un toro y no le temes a nadie.

—No es por mí, es por ti.

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No sabía qué contestar y tenía deimproviso miedo, el miedo quellaman cerval, aquel del que nopuedes defenderte. La felicidad delos días anteriores se habíadesvanecido en un instante. El viejolobo había hablado con un tonofirme y tranquilo. Debíaresponderle del mismo modo.

—Sé bien que se puede morirjoven, antes que los propios padresy hasta de los abuelos. Estoypreparado.

—No, no es eso. Simplemente

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pienso que no vendrás más ahacerme una visita antes de que yomuera. Lo presiento. Y por estoencontrarás en tu nave un arca quecontiene tu verdadero regalo deboda. No digas a nadie que te lo hedado yo, no la abras hasta que estésa solas en tu hogar y no permitasque lo hagan tus hombres. Losmarineros son curiosos. Uno no sepuede fiar. Y ahora escúchamebien: pase lo que pase, procura queno salga de casa. Nunca.

—Pappo, antes de que entremos

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y nos emborrachemos he depreguntarte una cosa.

—¿Si he estado alguna vez en elsantuario del rey Lobo? —lo dijodescubriendo los dientes en unamueca. Se divertía infundiéndomemiedo—. Sí, y no sé qué carne erala que comí, pero tú tranquilo, queno me ha asomado la cola. Digamosque esta historia me ha ayudado aconseguir cierto respeto.

Entramos y me hizo sentar a suderecha, me rompió el pan y cortópara mí un pedazo de la mejor

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carne. Lo miraba y estaba contentode pensar que había dicho la verdadporque era lo más natural de creer.Por otra parte, sabía que su artepredilecta era la mentira. Argoladraba de vez en cuando entre mispies y yo le echaba un pedazo decorteza de cerdo o un hueso conalgo de carne que roer. Creo quenuestro pacto de fidelidadrecíproca nació esa noche.

Cuando el abuelo borracho rodóregoldando debajo de la mesa, lostíos se lo llevaron a la cama y no

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tuve ocasión siquiera dedespedirme. Me había dicho y dadotodo y, por tanto, no lo vería al díasiguiente. Detestaba presentar losrespetos y también las despedidas eimagino que sabía el porqué.Prefería que lo imagináramosencerrado en su madrigueragruñendo contra el mundo entero.

Apenas me vieron, mis compañerosme dijeron que alguien había traídouna cosa para mí y me indicaron un

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arca de madera sellada, quedescansaba en popa cerca delpuesto del timonel. Quedaron muydesilusionados cuando la dejédonde estaba sin tocarla; tampoconadie se atrevió a preguntarme sisabía de qué se trataba.

Navegamos con mayor dificultadal regreso, porque un viento deseptentrión irrumpía a menudo entreisla e isla empujando sobre elcostado derecho de nuestra nave. Aveces hubo que amainar y recurrir alos remos. Llegamos por tanto

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tarde, casi a oscuras. Nadie estabaesperándonos porque seguramentepensaban que volvería al cabo dealgunos días. Dos compañerospasaron una cuerda en torno a lacaja e hicieron dos lazos a loslados para crear dos asas, y lallevaron conmigo a casa. No es quefuese pesada, era larga e incómoda.Yo sostenía en brazos a Argo paraque no se perdiese.

Todos dormían en palacio. SoloPenélope me esperaba yaparentemente no de buen humor.

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Las cosas tampoco mejoraroncuando vio el cachorro.

—¿No querrás tenerlo connosotros en el tálamo? —dijo.

—Podemos dejarlo fuera, pero looirás ladrar toda la noche y nodejará dormir a nadie.

Se resignó, pero no resultó fácilque me acogiera entre sus brazos,pues temía que el perro nosobservase.

Después de haber disfrutado delamor, mi esposa se adormeció y yosalí descalzo sin hacer ruido; las

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tablas juntadas y clavadas aconciencia no crujían ni chirriabanbajo mi peso. Argo levantó lacabeza y vino detrás de mí por laescalera. El arca descansaba en elsuelo en la planta baja. Salí alpasillo y encendí una lucerna, ladejé en el piso y rompí los sellosque mantenían cerrada la caja.

—¡Un arco!Un grande y magnífico arco de

cuerno con su cuerda suelta; unnervio de toro cortado en tiras yretorcido en una fina trenza. Lo

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saqué, aferré el extremo superiorcon la mano izquierda, apoyé larodilla en la empuñadura, así lapunta de la cuerda con la derecha yestiré con gran esfuerzo hasta que laanilla superior del nervio enganchóen el extremo del arco. ¿Cuántotiempo hacía que no se tensaba?Tanteé la cuerda y la oí hacer unruido sordo en su parte central conlos primeros punteos y luego unsonido estridente cuando la aflojabatras haberla tensado más fuerte.Debía de tener una potencia

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tremenda. Argo ladraba quedamentecomo si comprendiese para quéservía ese objeto.

Cerré la caja y volví a acostarmeal lado de Penélope, pero me quedélargo rato con los ojos abiertos enla oscuridad pensando en el regalode Autólico y en las palabras queme había dicho: «No debe salir decasa, nunca». Tanto él como mimadre tenían un don: no la videncia,sino una manera de sentir adistancia, como cuando losanimales advierten el terremoto

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antes de que Poseidón sacuda latierra con su tridente. Para nosotroses algo ajeno y no comprendía portanto el sentido de esas palabras.Llegado el momento, entendería.

Me levanté enseguida y cerré lasventanas para que Penélope pudieradormir hasta que le viniera en gana;luego bajé con Argo y le di lecherecién ordeñada, traída de lascaballerizas del rey. Mi padre bajóno mucho después y vioinmediatamente al perro.

—¿Es este el regalo de tu

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abuelo?—Sí —respondí.—Eres bueno mintiendo, como

sabe hacer él. Esta noche he oídovibrar la cuerda de un arco.Conozco la voz de un arma comoesa. Muchas veces he sembrado lamuerte entre mis compañeroscuando bajábamos de la nave parasaquear en tierras salvajes.

—Este es el obsequio de miabuelo —repetí señalando a Argo.

—Muéstramelo. He oído su vozesta noche. Cada arco tiene la suya

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y esta infunde terror.No podía continuar

ocultándoselo; lo llevé a lahabitación donde tenía el arca y laabrí ante sus ojos. El héroe Laertesse asombró al ver aquello y alargóla mano para rozar el cuerno, negro,reluciente.

—Es un arma que viene de muylejos —dijo—, tal vez fue el regalode un jefe o de un rey, quizá fueconquistada en el saqueo de unaciudad extranjera.

Su mano apretó la empuñadura.

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—El abuelo me ha dicho que estaarma no deberá salir nunca de casa.¿Qué significa?

—Pues que no deberá cruzar elmar, tendrá que permanecer en laisla. Tal vez sea un talismán, unobjeto mágico capaz de ahuyentarlas desgracias. Tu abuelo ha sidogeneroso, este es un regalo digno deun rey.

Mi vida tranquila en la isla sereanudó a partir de aquel momento.

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Mentor viajaba a menudo por elcontinente y nos traía noticias sobrelo que sucedía. En Micenas, Atreohabía muerto a manos de suhermano Tiestes y la historia que miconsejero había oído cantar era lade una atroz cadena de venganzasdifícil de creer. Agamenón, despuésde haberlo expulsado de la ciudadcon la ayuda del hermano, se habíaconvertido en rey. Menelao, esposode Helena, vivía aún en Esparta, yel rey Tindáreo pensaba que a sumuerte dos reyes, los gemelos

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argonautas Cástor y Polideuces,reinarían en la ciudad. Muy fuertes,como bien sabía mi padre.

Argo había crecido deprisa, bienalimentado en casa con las sobrasde los banquetes quefrecuentemente se preparaban paralos huéspedes, y venía conmigo acazar. Entonces siempre llevaba elgran arco que el abuelo Autólicome había regalado y habíaaprendido a manejarlo sinproblemas: parecía que siemprehubiese sido mío. También

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Damastes estaba asombrado deverlo tan ligero y manejable entremis manos. Era como si fuera elarco mismo el que fuese a darme lafuerza y no al contrario. Argo habíaaprendido a acosar ciervos y corzoshacia mi apostadero, donde yo losesperaba con el arco y losasaeteaba inexorablemente.

Un día Damastes vino adespedirse de mí mientras estabadespellejando un gamo y troceabala carne para que los cocineros lapurgasen de su sabor a caza y la

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preparasen para comerla.—He venido a despedirme —

dijo—. Ahora no tengo nada queenseñarte, príncipe mío, y acabaríapor aburrirme y sentirme inútil.

—Lo siento —respondí—. Tedebo mucho y he pasado contigonumerosos días llenos de aventurasy fatigosos, pero has forjado a unhombre del muchacho que recibisteen custodia. Si quisieras, te tendríaviviendo con nosotros como unmiembro de la familia en calidad deconsejero. Piénsatelo, si te parece.

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Con nosotros estarías bien.—Te lo agradezco mucho, pero

te he dicho, príncipe, que meaburriría esperando la vejez. Esmejor que vuelva al continente,arriba, a septentrión, a la tierra delos centauros, entre audaces jinetesy navegantes aventureros. Alguiencomo yo no puede esperar a que elsol se ponga para siempre, debeirle detrás, permanecer en su radiode luz mientras tenga fuerzas ymorir de pie, a ser posible.

Mi rudo instructor había

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aprendido a hablar como un sabio ysus palabras me quedarían grabadasen el corazón para toda la vida. Mipadre le recompensó generosamentecon lingotes de cobre de las minasde Chipre, con una espada deempuñadura de marfil tomada deuna armería, y le dio una nave paraque le llevase a la otra orilla. Argoladró fuerte cuando vio al bajelabandonar el puerto, como paradespedirle, y él respondió con ungesto de la mano. No lo vi más,pero seguí imaginándomelo

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caminando entre los bosques y lasrocas y esperando en silencio elatardecer para ver bajar a loscentauros de los montes y beber enlas fuentes. Con él también se ibami juventud. Aquella tardePenélope me dijo que esperaba unhijo.

La amé, si ello era posible, aúnmás. Un hijo sería la gloria de unavida perfecta y el regalo de vercuánto habría sobrevivido en él demí y cuánto de su madre. Deseabaun varón, pero una niña que

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renovase los rasgos de la únicamujer que había amado en mi vidahabría sido igualmente una alegríapara el corazón. Euriclea se habíavuelto más atenta aún con Penélope;la rodeaba de todo tipo deatenciones, bien diciéndole quehabía adelgazado, bien que estabademasiado pálida, ahora que debíatener más cuidado. A finales deaño, cuando se acercaba para miesposa el día que salía de cuentas,la llevé a la planta baja, dondehabía preparado otra cama con el

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pretexto de que todo sería máscómodo para ella. En realidad, losdos estábamos celosos de nuestrotálamo y no queríamos que nadiedescubriese el secreto. SoloEuriclea podía entrar en él.

Nació un varón y fui yo quien ledio el nombre antes de que algúnotro le impusiese uno que no megustara. Le llamé Telémaco porqueun día también él se convertiría enun arquero y le dejaría en herenciael arco del abuelo Autólico, el armamás poderosa y extraordinaria que

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había en palacio. Todos loshombres en casa dijeron que separecía a mí; todas las mujeresafirmaron que se parecía a sumadre. Por tanto sería un muchachoperfecto. Aquel día subí hasta lacima del Nérito para ofrendar aAtenea un cordero que había hechoelegir como el más hermoso delrebaño por mis pastores. Lo inmolésobre una roca en el centro de unclaro del bosque lleno de floresazules y de rojas amapolas y loofrecí en holocausto. Mi madre, en

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palacio, ofrecería un sacrificio aHera, que asiste a las parturientas,para agradecerle que todo hubieraido bien.

Argo se adaptó enseguida alrecién llegado y a menudo, cuandono venía a cazar conmigo, seechaba a los pies de la cuna. Si elniño emitía un gorgoteo, selevantaba, apoyaba las patas en elborde y le lamía la mano como parahacerle sentir que no estaba solo yque alguien velaba por él.

Penélope eligió a la nodriza entre

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sus siervas para estar segura de queel niño recibiera todos los cuidadosnecesarios. Permanecía conTelémaco el mayor tiempo posibley a veces subía a mi barca con elpequeño cuando salía de pesca.

Un día, mientras contemplábamosla puesta de sol sobre el marsentados en la escalinata de laentrada, me dijo:

—Has preparado un largoperíodo de paz en Acaya para quetu hijo pueda vivir el mayor tiempoposible en un mundo sin sangre. El

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triste pronóstico implícito en tunombre no se ha esfumado. Miracómo desciende el sol sobre el mar,oye las voces de los niños quejuegan abajo en el pueblo. Yo estoyfeliz de haberme puesto el velo porti, Odiseo. Y pronto llegará elmomento de volver a Esparta. Mipadre comprenderá que no son elpoder y los ejércitos los que noshacen felices, sino el desear lasmismas cosas, el vivir en paz, elcrecer de los hijos para que vivanmejor que nosotros.

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Tomé su mano y la sostuve entrelas mías hasta que el sol hubodesaparecido en el mar y la voz deEuriclea nos llamó para la cena.Pero Mentor dijo que mi padrediscutiría de cuestiones importantesy Penélope prefirió hacerse serviren las dependencias de las mujeres.Yo cené con mi padre el rey en lagran sala.

Estaban presentes algunos de misamigos: Euríloco, Perimedes,Elpenor, Euríbates, que me habíanacompañado al continente a ver al

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abuelo, así como los consejeros demi padre, su montero y Mentor.Estaba vacío el sitio de Damastes,cosa que desagradó a los presentes.Se sirvió carne de cordero enespetón, pan tostado, aceitunas yhuevos de perdiz con vino tinto deMesenia. Un obsequio que Néstornos mandaba cada año y quenosotros le correspondíamos conpieles de cabra y de oveja ysalchichas de cerdo.

Cuando por fin se levantaron lasmesas, Mentor se dirigió al rey

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diciendo:—El príncipe Odiseo, nuestros

huéspedes y yo estamos ansiosospor escuchar lo que tienes quedecirnos.

Mi padre hizo servir vino a todosy comenzó a hablar:

—A finales del verano, tú,Mentor, reunirás a la asamblea delpueblo en el ágora. Que cada unode vosotros se las apañe paraconvencer a todos los que conocepara que se hallen presentes. Detodos modos el heraldo saldrá muy

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pronto el día convenido paraconvocarlos. Os deseo a todos unanoche tranquila.

Le miré como para adivinar en sumirada lo que estaba pensando,pero no hice ninguna consulta. Unrumor corrió entre los circunstantes.Cada uno se preguntaba qué habíasucedido y qué estaba por ocurrirpara que el rey convocase laasamblea del pueblo. Pero como mipadre había concluido con palabrasde despedida, los presentes selevantaron y, tras haber saludado,

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salieron para dirigirse a sus casas.Al final, tras irse los amigos,quedamos solamente Mentor y yo,junto con mi padre, que nos sirviópersonalmente y prosiguióhablando.

—Hijo —manifestó—, ya eres unhombre que se ha demostrado capazde asumir grandesresponsabilidades…

Miré con expresión interrogativaa Mentor, pero parecía que nisiquiera él supiese adónde quería ira parar el rey con aquel discurso.

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—… En tu misión a Espartademostraste gran prudencia ysagacidad. Toda Acaya debe estarteagradecida. No has queridocompetir por la más bella mujer delmundo, pero has elegido a la que atus ojos era la más hermosa, ytambién la más prudente y digna.Construiste el tálamo nupcial contus propias manos, posees un armaformidable, signo de laconsideración y de la estima delhombre más despectivo e irascibleque yo haya conocido nunca: tu

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abuelo. Finalmente has engendradoun hijo, eres cabeza de familia.Puedes serlo de tu pueblo…

«¡No, atta!», gritaba mi corazón,pero la voz no salía de entre losdientes. Mi padre me mirófijamente con sus ojos de un azuliridiscente, hasta el fondo del alma.

—… ¡Puedes ser el rey de Ítaca!

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Traté de todos modos de disuadirlo,le supliqué que no tomara unadecisión semejante. Nunca habríaquerido que llegase ese momentoporque no estaba en mis planessuceder a mi padre. Era un hombreaún muy fuerte, era apreciado y

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conocido por todos los reyes deAcaya, podía contar con poderososaliados, gozaba de un prestigioenorme. Habría podido reinar aúnpor muchos motivos. Yo no habíallevado a cabo hasta ese momentoninguna empresa a no ser la muertede un jabalí después de haber sidoherido por él.

—Has hecho más —merespondió—, has evitado unenfrentamiento violento entre losmás grandes príncipes de Acaya ylos has vinculado mediante un

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juramento. Esto vale más que habervencido en duelo o ganado unabatalla. No debes creer que hetomado esta decisión de formairreflexiva.

Hablé de ello toda la noche conPenélope, que en cambio trató deconvencerme de que aceptase laresolución de mi padre.

—Tu padre es también tu rey,Odiseo. No puedes sustraerte a laresponsabilidad que te ha atribuido:sería una grave falta de respeto yuna ingratitud. Soy una mujer feliz,

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no es mi deseo ser reina, pero estoyconvencida de que serás un gransoberano, porque te conozco.Cuando ríes, tus ojos cambian decolor como el sol de la mañana. Telo dije en el jardín plantado demanzanos y de olivos…

—Lo recuerdo —respondí—,como si fuese ahora. También túsonreías mientras yo trataba deadoptar la expresión de un granguerrero.

—Lo eres, hasta el punto de queno necesitas demostrarlo. Así pues,

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acepta la voluntad de tu padre yhónrale para lo que le queda devida. Por lo que se refiere a la reinamadre Anticlea, te aseguro que sesentiría feliz por ello.

Incliné la cabeza y mi corazónestaba colmado de tristeza. Otroshabrían deseado el cetro y el trono.Yo no.

El acontecimiento fue anunciadopor el heraldo en todo el reino eldía del último novilunio de veranoy mi sucesión al trono de Ítacatendría lugar en el equinoccio de

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primavera, un lapso indispensablepara los preparativos. Fueronconvidados todos los nobles delreino y mi padre pensó largamentesi no debía invitar también a losotros reyes o a algunos de suscompañeros de aventura en labúsqueda del vellocino de oro,pero le pareció que sería imposiblepreparar un digno recibimiento atan poderosos soberanos. Su casano era lo bastante grande, porquecon los reyes estaban sus esposas,sus hijos, su séquito, las guardias

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personales, las siervas y lossiervos.

—Ítaca es demasiado pequeña,hijo mío. Pero será igualmente ungran día. Se avisará a los reyesdespués por un mensaje mío queentregará personalmente Mentordirigiéndose al continente.

Lo miré a los ojos, tantransparentes, tan profundos. Mehubiera gustado decirle muchascosas, suplicarle de nuevo para queno cargara sobre mis hombros unaresponsabilidad tan pesada; hubiera

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querido hacerle comprender quedeseaba seguir siendo libre para irde caza con mi abuelo, a solas y sinuna escolta de guerreros itacenses.Solo conseguí decir:

—Qué tristeza, atta, quétristeza…

El héroe Laertes, mi padre,suspiró. Me dio una palmada en elhombro y no respondió.

Pasé el tiempo que me separabade la sucesión hablando con él cadadía, tratando de hacer mía suexperiencia y su prudencia, su

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memoria y sus errores, sus secretosmás celosamente guardados, susaventuras, los sentimientos ocultosde su corazón.

Pasé el tiempo cazando conArgo, un animal extraordinario,potente, veloz, incansable. Llevabaa las presas hacia mí y apenas lasveía aparecer disparaba con el arcode cuerno que el abuelo Autólicome había regalado. Un tiro podíatraspasar por sí solo la durísimapiel de un jabalí y destrozarle elcorazón.

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Pasé el tiempo junto a mi esposa,que cada día me parecía máshermosa y deseable. E iba a lospastos y a los rediles para conocermi patrimonio: el ganado, lasmanadas, los esclavos.

Una vez Eumeo, el muchacho aquien mi padre había confiado lacría de los cerdos, me preguntó:

—¿Vendrás de nuevo a vermecuando seas rey?

—¡Si me invitas a cenar y measas una pierna de cerdo, porsupuesto! —respondí.

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Me besó la mano y seguívisitándolo varias veces, tras unacacería, para recuperar el aliento yque me diera de comer. Norecordaba quiénes eran sus padresni cuál era su país de origen. Mipadre lo había comprado cuandoera muy pequeño a unoscomerciantes fenicios. Su familiaéramos nosotros. Por el rey Laerteshubiera sacrificado la vida sinpensárselo un instante.

También con Mentor pasé muchotiempo, y fue él, el día de mi

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sucesión, quien tomó de las manosde mi padre el cetro y me loentregó, de marfil, adornado deámbar finamente tallado yengastado en oro y plata. Mi padreel rey Laertes (sí, continuaréllamándole así mientras viva,porque un rey lo es para siempre )puso sobre mis espaldas el mantoazul que llevaba cuando volvió dela expedición de los argonautas.

Mi madre lloraba, Euriclealloraba también, sin duda de laemoción. Había pasado en el fondo

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poco tiempo desde que mellevaban, siendo niño, en brazos.Alargué la mano izquierda yPenélope se colocó a mi lado.También sobre sus hombrospusieron un manto, blanco,recamado con un hilo de púrpura enel borde y en la cintura. Mi madrele había regalado un collar dejaspes con tres perlas de color rosapescadas en mares lejanos y unanillo con un cuarzo amarilloengastado en auricalco que habíapertenecido a la abuela

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Calcomedusa. Estabaincreíblemente hermosa, mi reina,con los cabellos recogidos en loalto de la cabeza y sujetos por unapeineta de hueso, pero yo noconseguía estar feliz. Sentía lamirada de mi padre, oía la voz delpueblo, pero mi corazón sabía quetodos los que me aclamabanestaban, sin embargo, más seguroscon mi padre en el trono queconmigo.

Nos dirigimos en procesión hastaun santuario a orillas del mar, una

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gruta sagrada habitada por lasninfas, y les ofrecí un sacrificiopropiciatorio; luego sobre lamontaña desnuda, empinada yescarpada, inmolé otro sacrificio aZeus, que protege al rey.

Pero a Atenea le dirigí la oraciónmás sentida y apenada. No pedínada a la diosa, salvo que estuvieracerca de mí.

—No me abandones nunca, diosade mirada verde azulada, estatesiempre a mi lado y muéstrame elcamino a seguir. Y te suplico que

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me hagas llegar una señal de queme has escuchado y atenderás misplegarias.

Mientras volvía a la ciudad y alpalacio, vi a un pastorcillo quellevaba un solo cordero a pastar ylo encontré extraño. Era demasiadopequeño para pacer. Por laizquierda me embistió una ventolerafría, como de tormenta, y me volvíen esa dirección murmurando:

—¿Dónde estás?Cuando me di la vuelta, el

pastorcillo había desaparecido y el

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cordero se había transformado en elcarnero albino del abuelo Autólico.

De la boca me salió un sonido, yno reconocí mi voz cuando dije:

—Llegará la tormenta y elcordero habrá de convertirse en elgran carnero… ¿Es este, diosa, elmensaje?

Por la noche se había preparadoen palacio un banquete magníficopara los nobles del reino y de lasislas vecinas. Me presentaron acada uno de ellos y nos rindieronhomenaje a mí y a Penélope. El

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estrecho parentesco de la reina conlos reyes de Esparta hacía de ellauna persona de gran prestigio eimportancia. Algunos eran hombresde la edad de mi padre y noconseguían ocultar una ciertaactitud de superioridad respecto amí. Todos manifestaron su fidelidady su lealtad, y en cualquier caso lapresencia de mi padre a mi ladotenía su influencia.

No pocos fueron hospedados enpalacio, otros encontraronalojamiento en casa de los nobles

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de Ítaca: una ocasión para cada unode ellos de confirmar amistades,concertar matrimonios, estrecharalianzas familiares. Cuando llegó lahora de retirarse, me reuní con mipadre en el porche en el que sehabía sentado para tomar el frescoantes de acostarse. Me sonrió.

—¿Cómo te sientes siendo elrey?

—Atta, ante todo quisiera saberuna cosa. ¿Por qué has decididocederme el cetro? Estás en laplenitud de tu vigor y experiencia y

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yo no quería ser rey. No lo deseomientras tú tengas fuerzas y puedasgobernar el reino con pulso firme.Sentarme en el trono sabiendo queno tienes ya el prestigio desoberano me sienta mal.

—Lo sé y te comprendo. Pero esnecesario. Han ocurrido muchascosas. En Argos, el rey Adrasto, alno tener hijos varones, ha cedido eltrono a su yerno Diomedes, al quehas conocido. La razón no es fácilde comprender, pero yo creo queestá convencido de que donde han

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fracasado los siete reyes, Diomedesy sus compañeros podrán reafirmarel prestigio de Argos. Diomedesdeclarará la guerra a Tebas paravengar a su padre, pero parahacerlo debe ser el rey de Argos.En Micenas, Agamenón es de hechoel rey. Si piensas que hace solo tresaños nadie le conocía y hoy es unode los soberanos más poderosos, sino el más poderoso, de Acaya,comprenderás lo que quiero decir.Y esto no es todo. En Esparta,Tindáreo está muy angustiado;

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desde hace tiempo no se sabe yanada de sus dos hijos, a los que yoconozco bien. Cástor y Polideucesparecen haber desaparecido. Traspartir para un viaje al septentrióncuyo motivo se ignora, no hanregresado todavía y existe una seriapreocupación de que esto vuelvainestable el trono de Esparta, queha quedado sin herederos. Porahora la cosa se ha mantenido ensecreto y se ha difundido unanoticia que tranquilice al pueblo.Pero si la situación no cambia,

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Menelao, como esposo de Helena,deberá suceder a Tindáreo. Almenos esto es lo que se dice y loque se ha llegado a saber.¿Entiendes lo que significa? Puesque Menelao y Agamenón juntosdispondrían de un poder superior acualquier otro en Acaya y que todala península meridional estará enmanos de una nueva generación dejóvenes soberanos y nosotrosdebemos estar a la altura de lasotras familias reales. Por eso te hecedido el cetro y el trono. No te

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preocupes, no tengo intención dedesaparecer y siempre estaré aquípara apoyarte con mi consejo ytambién con mis brazos, si fueranecesario. Pero no lo será. Estamosen una posición apartada ytranquila, somos amigos de todos.Y somos el centinela de Acaya deesta parte del territorio. No veonada en el horizonte que puedapreocuparnos.

Me dio una palmada en elhombro.

—Mantén la serenidad, pai; todo

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irá muy bien y recuerda que, si paralos habitantes de nuestras islas eresel rey Odiseo, para mí siguessiendo un muchacho y como taltengo intención de tratarte.

Mi padre, el héroe Laertes, meabrazó, y por un momento mepareció que volvía a ser el niño quefui.

Ser rey comportaba una grancantidad de compromisos, aunquenuestro reino era pequeño. Lo

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primero de todo, tuve que visitarcon Penélope todas nuestras islas.Los nobles habían venido ya averme el día en que había subido altrono y me habían besado la mano.Muchos de ellos tenían la edad demi padre, otros eran más jóvenes,lo cual significaba que sus padresno estaban ya.

De cada uno que era presentado,mi padre sabía todo y antes odespués del saludo me susurraba envoz baja al oído lo que pensaba deellos. Cuando los vi uno por uno en

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sus residencias, en sus casas ypalacios, comprendí que sus gestosde homenaje, la manera con que mehonraban era algo que acompañabasiempre a sus manifestaciones depoderío. Resultaba claro que mireinado duraría mientrasdemostrase que era el más fuerte yque nadie se atrevería siquiera apensar en desafiarme o rebelarse.Por eso viajé sin escolta.

Ninguno de mis amigos residíaen las islas de alrededor; todos eranitacenses y, cuando me di cuenta

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viajando de una tierra a otra, mepareció un límite. Era bonito teneramigos en todas partes, alguien enquien poder confiar. Al final, sinembargo, cuando partí de Samepara atravesar el canal que laseparaba de Ítaca, estabasatisfecho. Las islas eran tranquilas,la gente vivía bien, los noblesreconocían que mi padre habíahecho una elección prudente. Lamayoría de ellos le era seguramentefiel. Muchos le habían seguido ensus empresas y le habían visto ser

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siempre el primero en afrontar lospeligros.

A los seis meses de mi reinado,Telémaco comenzó a emitir losprimeros sonidos, pero durante untiempo Argo fue el único encomprenderlo. Penélope jugaba conél cada momento que tenía libre delas preocupaciones domésticas.También yo hubiera queridohacerlo, pero se suponía que un reydebía mostrar un ciertodistanciamiento de los sentimientoshumanos. Una tarde invité

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formalmente a cenar a mi padrepara decirle que iría a ver al abueloa Acarnania y que él deberíasentarse en el trono en el palaciopara administrar justicia, recibir alos huéspedes y por tantoreemplazarme durante mi ausencia.

Mentor no estaba. Por orden demi padre había ido al continente avisitar a todos los reyes paraanunciar mi sucesión. Nadie sabíacuándo volvería; lo que sí sabíantodos muy bien era cuánto legustaban estos encargos, el

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ceremonial palaciego, hablar con elrey y la reina. Yo le habíaproporcionado regalos paraAquiles, Diomedes, Áyax deSalamina y Áyax de Lócride,Eumelo, Antíloco, hijo de Néstor,Menelao y Agamenón, rey deMicenas.

—¿Para qué quieres ir a ver a tuabuelo? —me preguntó mi padre.

—Hace bastante que no lo veo.—Nadie va a visitar al lobo de

Acarnania sin una razón muyconcreta.

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Me quedé en silencio durante unrato, el necesario para cortar untrozo de hígado de ternera yservírselo en el plato.

—¿Entonces?—Te lo diré si no se lo cuentas a

mamá.—Hablas como un niño. En

cualquier caso, no lo haré.—Con ocasión de mi última

visita me despidió diciendo que esasería la última vez que nosveríamos, no por él. Por mí.

—Y por tanto quieres demostrar

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que estaba en un error. Que puedesdarle la vuelta al vaticinio, al cursodel hado. Estás loco, pai.

—No, solo deseo mostrarle quesi una persona decide ver a otra loconsigue antes o después.

—Es capaz de no recibirte solopara demostrar a su vez que lleva élrazón.

—Tanto mejor, querrá decir queestá bien.

—Te reemplazaré, pero no estésmucho tiempo fuera. Tengo trabajoque despachar: sembrar habas,

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esquilar, cortar leña para esteinvierno…, o bien simplementeholgazanear. También esto es unalabor y he descubierto que no medisgusta en absoluto.

—No estaré fuera mucho, atta.Nos quedamos hablando de otras

cosas hasta tarde y bebiendo vino.Al día siguiente di orden depreparar mi nave antes de la lunanueva, pero cuando faltaban solodos días para la partida meanunciaron que había llegado otrobajel del continente con la enseña

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de Esparta. Mi padre estabapresente y frunció el ceño al oíreste anuncio, luego me miró concara de preocupación.

—Esparta es amiga nuestra: notenemos nada que temer. ¿Por quépones esa cara?

—Esparta es la ciudad de Helenay ya sabes qué quiero decir conello. Y tu abuelo nunca yerra.

—¿Qué hacemos, vamos alpuerto a recibirles?

Mi padre dudó un momento antesde responder.

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—No. Esperémosles aquí ennuestra casa. Ponte el traje para lasaudiencias. Eres el rey.

Me hice vestir por mis siervos ymandé llamar a la reina. Penélopeapareció poco después en toda subelleza, luciendo unas vestiduras delino azul ceñidas en la cintura conuna faja de lana negra queterminaba en una fina franja dehilos de oro. Un velo del mismocolor que el traje estaba prendidode sus cabellos con un broche deauricalco. Se sentó a mi izquierda.

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Inmediatamente despuésaparecieron doce guerreros con susarmaduras de bronce refulgente y secolocaron seis a cada lado junto altrono. Mi padre se sentó en unescabel de olivo chapado de oro enla base de una escalinata, puesto dehonor para quien había sido rey ygozaba aún de todos los privilegiosde su condición.

Todo el palacio estaba enagitación, porque había corrido lavoz de que Mentor habíadesembarcado y estaba llegando a

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palacio por un atajo. Llegójadeando y chorreando sudor.

—Rey Odiseo, el rey Menelao deEsparta está subiendo a palaciopara ser recibido.

—¿Rey de Esparta?Las previsiones de mi padre se

habían cumplido antes de hora. Lobusqué con la mirada y leí lapreocupación en sus ojos; milpensamientos se le pasaban por lacabeza, ninguno de ellos bueno.También Penélope me miróinquieta. Hice una seña a Mentor

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para que se acercase y le preguntéen voz baja:

—¿A qué responde esta visita tanimprevista?

—Ha sucedido algo terrible —susurró Mentor—. Helena ha sidoraptada.

Nos estremecimos, Penélope yyo, impactados por aquellarevelación repentina y nos miramosespantados.

Raptada. En un instante mi reino,la paz de Acaya, mi familia y micasa, hasta ese momento felices,

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estaban en grave peligro. Habríaquerido preguntar más, pero seanunciaba ya la llegada del rey deEsparta y el patio resonaba con laspesadas pisadas. Entró un heraldoen primer lugar para declamar:

—¡Menelao, hijo de Atreo, reyde Esparta, solicita ser recibido porOdiseo, hijo de Laertes, rey deÍtaca!

Me levanté y fui a su encuentropara abrazarle. Era de una granapostura, alto de estatura y ancho dehombros, con los largos cabellos

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rubios recogidos por un lazo decuero tras la nuca, revestido conuna armadura de reluciente bronce,pero con el semblante sombrío, casienojado. En el instante en que lotenía abrazado contra mí pensaba enlo que me había dicho Mentor.¿Raptada? ¿Cómo era posible?¿Quién había sido tan loco comopara secuestrar a la reina deEsparta? ¿Y si había sido ella laque había querido escapar?También esto cabía: era unamuchacha tan hermosa como

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imprevisible.Estábamos uno enfrente del otro;

dos jóvenes reyes se sentaban en untrono que quizá no habían deseado.Penélope lo abrazó inmediatamentedespués y, fingiendo no saber nada,lo acogió con gran calor.

—¡Primo! Qué placer recibirteaquí en nuestra casa. Espero que metraigas noticias de mi padre.

—Lamentablemente —lerespondió Menelao— no tengobuenas noticias. Tu tío Tindáreo hamuerto. Una enfermedad imprevista

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se lo ha llevado…—Seguro que el rey Menelao se

quedará con nosotros algunos días—dije yo— y tendrás todo eltiempo del mundo para preguntarlesobre tu padre. Trae otras noticiasmuy graves de las que debemoshablar. Te ruego que impartas lasdisposiciones oportunas para quepreparen los aposentos para el reyde Esparta y para su séquito y hagasservir la cena en la sala de losargonautas.

Llamábamos así a una sala

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apartada en la que mi padre habíahecho pintar en una pared la naveArgo mientras levaba anclas y sehacía a la mar desde la rada deYolco. El mascarón de proarepresentaba a la diosa Hera ydetrás se podía ver al príncipeJasón. En esa estancia el reyacostumbraba a recibir a sushuéspedes para conversacionesreservadas. Pensando en él, hablé aMenelao en voz baja, en tonoconfidencial:

—Siento que esta es una visita

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insólita y totalmente especial. Loleo en tus ojos y en tu modo dehablar. ¿Te importa si invito acenar también al rey Laertes, mipadre? Es un hombre prudente y degran experiencia. Podría sernos deayuda.

—Me sentiré muy honrado decenar con el rey de Esparta —fue larespuesta de mi padre.

—Te ruego que nos sigas —dijea Menelao.

Y lo llevé a la sala. Sentía queno había tiempo para honores y

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ceremoniales. Por lo que podía verni siquiera había traído presentespara los intercambios dehospitalidad. «Señal de una partidaimprevista y urgente —pensé—,más que de la proverbial altivez delos hermanos Átridas.»

Penélope ordenó servir cabritoasado, queso de oveja y vino tinto;luego los siervos hicieron unareverencia y desaparecieron.

—¿Qué ha pasado, Menelao?¿Qué te trae a Ítaca? —le preguntémientras cortaba un pedazo de

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carne.—Helena ha sido raptada.—¿Cuándo?Los ojos azules de mi padre se

ensombrecieron como un mar bajoun cielo de tempestad.

—Hará unos quince días. Yoestaba en Fócide, en casa de mihermana Anaxibia, cuandodesembarcó una nave en Gitión, unbajel procedente de Ilión quellevaba a bordo al príncipe Paris,el hijo del rey Príamo. Una visitade cortesía, creo yo, pero no solo.

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Príamo quiere ciertamente estarinformado sobre la situación enAcaya, porque muchas cosas hancambiado recientemente. En miausencia, fueron los ancianosquienes le recibieron y escucharonlo que tenía que decir.

—¿Y qué tenía que decir?—Eso no tiene importancia —

respondió con brusquedad—, esebastardo ha violado mi casa y mihospitalidad, me ha deshonradoante todo el mundo. Tú, Odiseo,eres el garante del pacto de los

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príncipes, un acuerdo juradosolemnemente en presencia del reyTindáreo y en nombre de los diosesinfernales. Por eso estoy aquí. Tecorresponde hacerlo respetar,reclamar a los que juraron defenderno solo mi honor, sino el de todaAcaya. Si cualquier extraño puedepermitirse llevarse a nuestrasesposas de nuestras casas y quedarimpune, ello quiere decir que eldestino de esta tierra está marcado.Quiero estrangularlo con mispropias manos, arrasar su ciudad,

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exterminar a sus habitantes y llevara Acaya a sus mujeres comoesclavas y concubinas…

—Espera, muchacho mío —dijomi padre en un tono y con una vozprofundos, que infundían respeto yexigían atención.

Menelao se volvió hacia él conuna mirada torva y trastornada:estaba fuera de sí. Parecía quehabría fulminado a cualquier otroque no fuese el héroe argonauta, elamigo de Heracles, de Telamón yde Peleo y el cabeza de la casa en

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que se encontraba. Dejamos que mipadre continuase su discurso:

—Una guerra es siempre unacatástrofe. El país se ve privadodurante meses o años de sus reyes yde sus príncipes, de sus mejoreshombres. Muchos caen y ya novuelven. En el combate todospierden, quien más, quien menos.Cada uno de los contendientes parteconvencido de vencer, pero elresultado no es nunca seguro.Pueden intervenir poderososaliados invirtiendo la suerte de una

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guerra incluso en el últimomomento. Quien ha sido derrotadoprovoca la venganza de los amigosy de los aliados, la piedad de losdioses. La contienda es la última delas opciones, cuando todo ha sidointentado para obtener el resultadoapetecido. No se sacrifican milesde jóvenes en la flor de la vida y desu vigor para aplacar la ira, aunquesea justa, de un príncipe.Escúchame, muchacho mío, un reyes el padre de su pueblo y no quierela muerte de sus hijos, a menos que

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sea imposible evitar el conflicto.Menelao estaba a punto de decir

algo que tal vez habría podidoofender a mi padre y ponerme a míen una situación insostenible.Intervine justo a tiempo.

—Padre, ¿qué aconsejas hacer,pues? Es impensable que el rey deEsparta pueda sufrir una afrentasemejante sin reaccionar.

Menelao fue amansadomomentáneamente por mis palabrasy miró a mi padre con unaexpresión que habría podido ser de

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desconfianza pero también decuriosidad.

El rey Laertes habló:—Id a Ilión, inmediatamente. Tú,

Menelao, y tú, hijo mío. Acudid allímostrando buena voluntad,haciéndole comprender a Príamoque, detrás del acto insensato de suhijo, sabéis ver a un pueblo quenunca nos ha hecho daño alguno:hombres, mujeres, viejos y niñosque preferirían vivir en paz y cuyasvidas se verían rotas o arruinadaspara siempre por la guerra.

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Menelao se limitará a pedir larestitución de Helena. Si hay unanegativa, hablarás tú, Odiseo, yconfío en que sepas convencerlesde evitar el duelo y el desgarro dela guerra. Evoca los lazos desangre: la hermana del rey de Troyaes esposa de Telamón de Salónica.Si Príamo persiste en la negativa,deberás negociar con él en privado.Será más fácil.

Me volví hacia mi huésped.—¿Qué dices, Menelao?—¿Harías esto por mí? —

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preguntó a su vez.—Lo haría por ti, por mí, por mi

familia. Lo haría porque es lo justoy porque confío en la cordura y enla experiencia de mi padre.

—¿Cuándo estarías dispuesto apartir?

—Dentro de diez días. DesdeGitión.

—Dentro de diez días. A partirde este momento considérame ungran amigo tuyo, Odiseo.

Nos abrazamos y cada uno denosotros se retiró a su aposento

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para pasar la noche.Nadie había tocado la comida.

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Pasaron diez días en una exhalacióny llegó el tiempo para mí de dejarÍtaca, a Penélope y Telémaco. Micorazón estaba muy triste, pero misojos permanecían secos, porqueestaba aprendiendo cómo secomporta un rey. Los estreché en un

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único abrazo y era un tormento paramí separarme de ellos, pues noconseguía proferir palabra. Fue miesposa la primera en hablar:

—¿Partiréis con una escoltanumerosa de guerreros? Podríahaber peligro allí.

—No, quien lleva guerrerosacarrea la guerra y es lo que yotrato de evitar. En estos casos, o seva con un ejército invencible o seva solo. Iremos únicamente connuestros heraldos. Príamo es unviejo rey prudente, su ciudad es

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rica por el tráfico comercial en losestrechos, que le pagan un tributo;muchas veces son también nuestrasnaves las que enriquecen su tesoro.

»Nos devolverá a Helena,ofrecerá reparación por el gestoirreflexivo del hijo y asuntoconcluido. Dentro de un mes apartir de hoy habré vuelto y cadadía que esté lejos pensaré en ti.

—Llévate contigo al perro —dijo mi esposa—, los animaleshuelen el peligro y te avisan.

—No, Argo se ha encariñado

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mucho con el niño y Telémaco conél. ¿No ves cómo juegan juntos?

—Vuelve conmigo cuanto antes,vuelve para dormir a mi lado en ellecho que construiste entre lasramas de un olivo, vuelve a respirarentre mis brazos. Cada día que pasesin ti será un día gris.

—Si consigo evitar la guerraserá una jornada radiante paratodos y lo celebraremos en Ítaca yen todas las islas. Atenea measistirá. La he sentido próxima enestos últimos días.

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La besé para llevar conmigo pormar el sabor de sus labios, hundí lamirada en sus ojos, negros como elabismo, y besé a mi hijo, que ellatenía en brazos.

La observé durante todo eltiempo en que resultó visible desdela nave. Su figura esbelta seasemejaba a la sombra de una diosay casi me parecía oír la canción queme había revelado su voz antes quesu rostro, en un jardín de Esparta:«Vuela, vuela lejos…».

Cuando cayó la noche sentí un

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fuerte deseo de mi mujer, la echabamucho de menos, y el mar que sedilataba de continuo, el cielo que sereflejaba en él inmóvil hacían másamarga mi soledad. ¿Por qué mipadre no se había ofrecido a venirconmigo al menos hasta Gitión, dedonde regresaría la nave? ¿Dóndeestaban Cástor y Polideuces, losdos gemelos invencibles? ¿Dóndese encontraba Heracles, hastadónde lo había llevado ladesesperación? ¿Por qué losargonautas pasaban uno tras otro a

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la sombra? ¿De qué había muertoTindáreo, el rey de Esparta? ¿Porqué debía yo comparecer frente a ungran rey de Asia para ganar unaguerra sin combatir?

Mis compañeros que gobernabanel timón y que maniobraban la velaestaban taciturnos como si la nocheque se acercaba los embargase deoscuridad y de miedo. Ítaca anuestra espalda estaba hundida enel agua; solo la costa del continentese erguía, cual oscuro bastión, anuestra izquierda. Una luz palpitó

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débil, trémula, lejana. Se apagóentre los repliegues de los montes.

—Atenea —llamó mi corazón—.¡Hija de Zeus, virgen Tritonia,invicta, ven conmigo!

Y Atenea se reunió conmigo,escuchó mi voz, me inspiró otrospensamientos, los que la primeravez me habían infundido valor paracruzar el mar. ¡Más que valor!¿Deseo de todo lo que no habíavisto nunca, ni conocido, deseo deperseguir el horizonte que huía,hasta el punto de no retorno?

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Hasta allí donde el agua lo cubríatodo y ninguna tierra alzaba lacabeza sobre las olas, allende elmar, hasta las riberas de otrocontinente; tierras mágicas,misteriosas, fantásticas en las quetodo es posible. Pensé en Damastes,en mi maestro de armas que habíaquerido volver a sus montes paraapagarse en aquellos amaneceres yen aquellos crepúsculos, espiandoentre los troncos enormes sibajaban al valle los centauros, silas quimeras traspasaban en la hora

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incierta la frontera de la noche, elcielo de lo imposible, si hacíanresonar con sus gritos los vallesremotos.

Al final se impuso el cansancio alas preocupaciones, tal vez la diosame mandó el sueño paraconcederme un poco de reposo einspiración para lo que meesperaba al día siguiente.

Acunado por las olas y por elchapalear del agua contra elcostado de la nave dormíprofundamente, mientras los

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compañeros de turno vigilaban enla vela y en el timón. El alba sedemoró, la sombra de los montesalargada sobre el mar como unpaño oscuro me protegió de la luz yprolongó mi descanso, y cuandoabrí los ojos y miré a mi alrededorvi en la lejanía, blanco y ocre sobreuna colina, el palacio de Néstor quedominaba Pilos, la playa arenosa yla bahía. Las sombras de los montessobre el mar se acortaban a medidaque el sol ascendía en el horizontey, cuando se asomó sobre la cresta

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puntiaguda y remontó los picosásperos y puntiagudos,desaparecieron del todo. El mar sevolvió de plata y la nave pareciódeslizarse más rápido sobre lasolas; el viento nos empujaba haciatierra y llegó la bienvenida. Elprimer rostro que se me apareciómientras me incorporaba fue el deEuríloco.

—Creía que ya no despertarías,wanax —me dijo—, y mientrasdormías he dado orden de reducirla vela. Nos estamos acercando.

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—Has hecho bien —respondí yo—, pero no te dirijas a mí de esamanera. Eres mi primo y mi amigo,como todos vosotros. Me llamaréisentonces por mi nombre. Lo quedistingue a un jefe y a un rey es sucapacidad de tomar las decisionesacertadas y de rodearse de hombresque saben hacer otro tanto cuandoél duerme.

También los otros me oyeron y seacercaron.

—Estamos orgullosos de que nosconsideres amigos y nos exhortes a

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llamarte por el nombre pese a sernuestro rey —dijo Perimedes—. Loconsideramos un privilegio yqueremos que sepas que tu destinoserá el nuestro; los peligros quehayas de afrontar, los mismos. Perosiempre el mando será tuyo, asícomo tus privilegios tanto en lamesa como en el reparto del botíndespués de un ataque o una victoriaen el campo de batalla. Y si alregreso de esta misión quieresvolver a partir para dedicarte entierras lejanas al pillaje de

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cosechas y de vino, o de mujeres ode esclavos, sabes que en el cofregrande de popa y en el otro de proatenemos siempre listas las armas.

—Ni pensarlo, amigos. Esta naveha salido para una misión crucial:si va bien, viviremos tranquilos; siva mal, entonces recurriremos a lasarmas y tendré necesidad de vuestrafidelidad y de vuestro valor porlargo tiempo.

Quedaron mudos durante unosinstantes ante aquellas palabras,porque no comprendían su

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significado al no haber yo reveladoel secreto de mi viaje, pero prontoEuríloco ordenó las maniobras quehabía que hacer y se puso élpersonalmente al timón. La naveentró con buen viento, surcando latersa superficie del agua, en laembocadura entre la colina de Pilosy la larga isla que cerraba la bahía.Atracamos en el embarcaderomientras los hijos de Néstorllegaban del palacio: Antíloco y losotros y hasta el pequeño Pisístrato,avisados por los soldados de la

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guardia y por los vigías que habíanvisto la nave y la enseña.

—Rey Odiseo —me saludóAntíloco—, parece que fue ayercuando eras un muchacho como yo eibas de viaje con tu padre Laertes yahora reinas en Ítaca, Same y en lasotras islas. ¿Cuánto te quedarás? Elrey Néstor ha dado orden de matarun grueso toro para ti y para tushombres.

—Os lo agradezco, amigos míos,pero no puedo permanecer en laisla. Subiré a palacio para saludar a

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vuestro padre y pedirle agua parabeber, pan y pescado fresco, y fruta.

—Vamos —repuso Antíloco—.Todo está preparado y la nave teacogerá a la vuelta llena de todocuanto te haga fácil la travesía.

Néstor me recibió como a unhijo. Sabía ya muchas cosas.

—La nave de Menelao harecalado aquí mientras iba a Ítaca yde nuevo al volver al puerto departida. Tenía un semblantesombrío, y se podía leer el tormentoen sus ojos. Saber que tu mujer, la

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más bella del mundo, que nuncahabrías podido imaginar tuya, estálejos, con otro hombre, joven,capaz de seducirla con el tiempo,con sus miradas y caricias… Y túirás con él. Esto se dice. ¿Puedesconfiar en un viejo amigo de tupadre, joven rey?

—¿Cómo podría negarme? —dije—. Mi padre cree que eres elmás prudente de los hombres yciertamente no anda errado. Sé queconservarás mis palabras en tucorazón.

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»Iremos juntos a Ilión, para seradmitidos en presencia de Príamo.Esto es lo que quiere Menelao, quehable con el viejo rey, que le pidaque devuelva a Helena, de buenavoluntad, sin rescate; es más,ofreciendo una reparación por laofensa, por la violación de la ley dela hospitalidad. Yo tendré quedialogar, porque fui el garante delpacto de los príncipes cuando leshice jurar en Esparta, en presenciade Tindáreo y de Leda.

—La fama de tu ingenio

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multiforme, fecundo en ardides, hijomío, ha llegado a la orilla opuestadel mar y te precederá en Asia.Habla sinceramente, si puedo darteun consejo, habla con la fuerza delderecho de quien ha sido ofendido yherido después de haber ofrecidohospitalidad y una buena acogida.El rey Príamo es un hombre justo.Te escuchará.

—Es lo que muchos piensan,pero la realidad es a menudodistinta de las expectativas. Sinembargo, seguiré tu consejo. Una

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vez más gracias por tu acogida ypor tu amistad, gran rey. A miregreso haré escala de nuevo eneste puerto y en esta casa y ruego alos dioses que me concedan laalegría de traerte buenas noticias.

Me abrazó el rey Néstor, el jinetegerenio, como a un hijo, ymanifestó:

—Si no tienes éxito en tu misión,nos espera una época de luto y demasacres. Los jóvenes guerreros noven la hora de llegar a las manos,de demostrar lo poderosos que son,

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fuertes y valientes, pero no se dancuenta de lo que es la guerra. Solotú pareces ser consciente de elloporque sabes lo que es laresponsabilidad y el valor de lavida. Consigue un acuerdo, aunquesea en secreto, con Príamo, paradevolver a Helena a Acaya eimpedir la lucha.

Me hubiera gustado marcharme esemismo día, pero fue imposiblerehusar la hospitalidad del rey. Ni

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uno de mis compañeros durmió enla nave. Todos fueron hospedadosen el palacio o en las cercanías.Partimos antes de que se hiciese dedía, pero Néstor estaba ya en pie yquiso acompañarnos hasta elpuerto, y su figura, que se erguía enel muelle, resultó visible largo ratoa medida que nos alejábamos haciael mediodía.

Al cabo de dos días doblamos elcabo Malea y volvimos a subirhacia septentrión en dirección aGitión, al fondo del golfo de

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Argólida, empujados por el vientoNoto. Protegida a levante yponiente por los altos promontoriosy por las cadenas montañosas queemergían de las aguas cual dorsosde dragones, la nave avanzabarauda hacia su destino. Llegamos alpuerto de Gitión el quinto díadespués de la partida de Ítaca,enarbolando nuestro estandarte.Fuimos avistados cuando estábamosaún en alta mar y el rey Menelaoestaba esperándonos en el muelle,rodeado de sus amigos y de los

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guerreros de su séquito para rendirlos honores al rey de Ítaca.

En el muelle había atracadas dosnaves de guerra que embarcabanagua y víveres. Eran las que nosllevarían a Ilión, con vientofavorable o contrario o del través.Abracé a mis compañeros uno poruno y los miré maniobrar con elbajel y poner proa hacia elmediodía. Compartirían mi destinodurante muchos años, para lo buenoy para lo malo, en la suerte y en ladesgracia.

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—Decidle a mi padre quevolveré pronto y que no piense ennada malo. A la reina, mi madreAnticlea, que le traeré regalos muyhermosos y también a mi esposa.

Me aseguraron que así lo haríany que me esperarían con ansiedad ami regreso de Asia. Antes de que lanave se hiciese mar adentro meacerqué a Menelao. Pese a susemblante sombrío, y estarrevestido con la armadura, mesonrió y vino a mi encuentro conpalabras de bienvenida. Había

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pasado ya un mes desde que Helenahabía abandonado Esparta.

Partimos dos días después.Ambos en el mismo bajel, durantetoda la travesía aprovechamos parahablar largo y tendido. La mayorpreocupación de Menelao erademostrar que Helena había sidoraptada por la fuerza y que no habíahuido por su propia voluntad conotro hombre. Me dijo que habíadado a luz hacía poco una niña,Hermione, y que por nada delmundo la habría dejado, y mucho

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menos por un desconocido.—Y, además, fue ella la que me

eligió a mí —dijo—, no alcontrario.

—¿Es el amor el que te hacehablar así, o es el honor ofendido?

Me vino a la mente ese instanteen el que ella, la hermosa entre lashermosas, pareció venir hacia mí,pero luego en el último momento sedesvió de su camino cuando vio elgesto negativo, apenas perceptible,de mi cabeza.

—No puedo separar una cosa de

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la otra —respondió Menelao—.¡Helena es mía! Helena, haciendo elamor conmigo, me ha dado una hija.¿Acaso crees que un hombre que seha unido amorosamente con unamujer semejante puededesprenderse de ella? Te entra en lasangre, Odiseo, como unaenfermedad; ninguna otra mujerpodría nunca sustituirla niparecerme deseable, y su lejanía sevuelve un tormento insoportable.Cada noche, cuando cierro los ojos,la veo desnuda en los brazos de ese

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otro, haciendo lo que ha hechoconmigo, y es como si un lobo memordiese el corazón.

Había hecho una preguntainoportuna. Dejé de hablar para noexacerbar su ánimo. Sin embargo,durante el viaje conversamos denuevo largo y tendido mientrasdoblábamos el cabo Sunion,costeando la isla de Eubea…Pasamos cerca de la bahía deYolco, vimos en lontananzablanquear la ciudad y erguirsesobre la colina el palacio de Pelias

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y me pregunté dónde estabaentonces la nave Argo que habíaconquistado el vellocino de oro enCólquide, en los confines delmundo. Tal vez yacía acostadasobre un costado como un cetáceovarado en la arena, los mejillonesincrustaban su quilla, la gentecortaba el palo mayor y lasbatayolas para hacer leña para elinvierno. Demasiado grande,construida y hecha por hombresdemasiado grandes. Ahora ya inútil.

—Creo que las naves tienen un

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alma, ¿sabes? —decía—. Cantan enel viento, gimen en la tempestad,susurran en la brisa de la noche, ycuando exhalan su espíritu,derrelictos abandonados y tristes,lloran, y su voz se confunde con lade las olas y de los ojos que tienenen la proa corren lágrimas que sepierden en el mar.

Navegamos más allá de Tesalia,y Menelao indicó con el brazo tensouna cima rodeada de nimbos detormenta.

—El Olimpo —dijo—. Desde

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allí los dioses pueden ver todo elmundo.

Un viento de poniente nosempujó raudos a la altura de lapenínsula de los tres promontoriosy luego hacia Tracia, y, al cabo decinco días, avistamos la costa deAsia. Di las gracias en mi corazón ala diosa que me estaba ayudando yle rogué que me sostuviera cuandollegara el momento más difícil.

Otra montaña se erguíaimponente dominando aquella partedel mundo y solo entonces sentí la

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necesidad de hacer a Menelao unapregunta que habría podidoformularle mucho tiempo antes,pero que siempre había pospuesto.

—Si Príamo nos devuelve aHelena, ¿te declararás satisfecho?¿No pedirás otras reparaciones quepodrían provocar una negativa?¿Podría volver a casa y vivir enpaz?

—¿Tienes miedo de combatir?—preguntó Menelao.

Pensé que cuando un hombrecontesta a una pregunta con otra

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significa que quiere evitar unarespuesta que no te gustará. Y sentíun estremecimiento en el corazón.

—No tengo miedo. He sidoeducado y forjado como unguerrero, como tú. Me duele pensaren dejar a Penélope y a Telémaco,en no verlos más durante muchotiempo, tal vez para siempre. Temoque en mi ausencia alguien quieracoger la delantera respecto a micasa, a mi esposa, a mi padre, queno está ya en la flor de la vida;invasores, piratas, ¿quién sabe? El

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reino quedaría desprotegido de susmejores combatientes; los jóvenesmás valerosos y forzudos estaríanlejos, comprometidos en una guerrade resultado incierto. ¿Te parecetan difícil de entender? Lo que hepensado es lo mismo que nos dijomi padre el rey Laertes cuandollegaste de visita a mi casa.Menelao, fuiste a Ítaca a solicitarmi ayuda a sabiendas de lo quepensaba: dijiste que a partir de esemomento serías amigo mío paratoda la vida.

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—Así es —dijo el rey deEsparta.

—Pues sé claro en tusrespuestas. ¿Apoyarás mis intentospara conseguir a Helena y traerla devuelta a Esparta? Si de veras esesto lo que quieres, ¿me ayudarás aconseguirlo por medio de lostroyanos y del rey Príamo? Laverdad, Menelao.

—Te ayudaré —respondió, ydurante un buen rato no dijo nadamás.

Apareció a la vista la isla de

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Ténedos y luego el cabo Reteo alsexto día de haber dejado Gitión.Delante de nosotros se abrió ungolfo que penetraba en la tierra porespacio tal vez de cuatro leguas denavegación y que llegaba en suparte extrema a lamer la base deuna colina sobre la que se erguíanuna fortaleza poderosa y un granpalacio.

Ilión.

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La fortaleza se erguía sobre lo altode la colina que dominaba la bahía,rodeada de un bastión reforzadocon unos poderosos contrafuertes.Más abajo se descubría un segundorecinto menos recio y menosimpresionante que el otro, más

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antiguo, conectado al primero pormedio de una rampa. El palacio dePríamo podía adivinarse por la granterraza almenada que sobresalía ypor dos torres igualmentefortificadas. Enfrente de nosotros seentreveía una de las puertas, laorientada a poniente. Estabaabierta. Y había un gran tránsito, decarros, de ganado, de acémilas,asnos sobre todo, pero pude ver unpar de otras bestias que no habíavisto nunca antes: camellos.Muchos subían del puerto, muchos

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otros venían del campo. Habíaguerreros en las torres, en lasmurallas, al lado de los batientes dela puerta, pesadamente armados conyelmo, coraza, escudo, espada ylanza. La ciudad y su rey queríanmostrar su poder a quien llegabapor mar, ya fuesen mercaderes,viajeros, piratas. También anosotros.

Desde lo alto de la colina, desdeel lugar en el que debían deencontrarse los santuarios y losrecintos sagrados, se alzaba el

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humo de los sacrificios ofrecidosen honor de los dioses. Por levantedesembocaba en la bahía un río queluego supe que se llamabaEscamandro. Su curso estabaflanqueado por unos altos yesbeltos chopos, frondosos por laabundancia de agua. A los pies dela fortaleza se veía una poblaciónbastante extensa, de casas de una odos plantas, rodeada de una macizamuralla de adobe, con los flancosinclinados y refuerzos de piedra endeterminados puntos y en

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correspondencia con las jambas delas puertas. La calle principal deacceso estaba alineada con lapuerta principal de la fortaleza, dedos batientes, ladeada y con lospuntales sobre niveles diferentes.No había visto jamás unaconstrucción tan extraordinaria. Sunombre sería un día símbolo demasacre y de estragos, baluarteteñido de la sangre de muchosjóvenes héroes: ¡las puertas Esceas!Nombre que sabía a obstáculo y aagudo dolor.

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También había guerreros en elpuerto, a lo largo de losembarcaderos, en el mercado depescado y en el de las otrasmercancías. Parecían tranquilos;apoyados en la lanza, hablaban ymiraban a su alrededor de vez encuando. No veía nada más en aquelmomento, solamente a esoscombatientes, criaturas irreales. Melo tomé como un sueño de mi diosa.Una advertencia.

Algunos de ellos indicaronnuestra nave, gritaron algo y la

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situación se animó como deimproviso. Un hervidero dehombres y de voces. Fuertesllamadas, un sonido de cuerno, talvez un saludo, o una alarma. Lanuestra era una nave de guerra queentraba en puerto. A bordoteníamos una veintena de guerrerosalineados a lo largo de lasamuradas con escudos, lanzas yyelmos con altas cimeras. A popase erguía el estandarte con lasenseñas de Esparta, rojo y ocre condos leones enfrentados, el escudo

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de los Átridas, el mismo que habíavisto en el arquitrabe de la puertade Micenas.

Di orden de acercarse y recurrira los remos. El timonel lanzó uncabo y dos mozos lo aseguraron auna amarra. Un buen número deguerreros troyanos se habíareagrupado en el ínterin a lo largodel muelle. También el cielo seadensaba: nubes grises, foscas,húmedo y sofocante bochorno. Mifrente chorreaba, mis brazosrelucían de sudor.

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—¿Estaban enterados de nuestrallegada? —pregunté.

—Nosotros no les avisamos —respondió Menelao—, pero seguroque ellos lo sabían o se loesperaban. Lo que ha sucedido esmuy parecido a un acto de guerra.

Convoqué a nuestros heraldos.Uno era de los míos, de Ítaca, sellamaba Euríbates y era hijo de unnoble señor de Same. El otroacompañaba a Menelao y hablabala lengua de los troyanos. Se dirigióal que parecía, por el aspecto y por

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las enseñas, el comandante.—Este bajel es una nave real y

transporta a dos soberanos de latierra de Acaya.

El jefe clavó su mirada en mí yen Menelao.

— E l wanax Odiseo, hijo deLaertes, rey de Ítaca, y el wanaxMenelao, Átrida, rey de Esparta.Hemos venido para ver al reyPríamo, señor de esta poderosaciudad. Queremos hablar con tusoberano y solicitarle audiencia.Los reyes permanecerán a la espera

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en este bajel.El comandante habló en voz baja

con dos de sus hombres y estos, trashacer subir a nuestros heraldos enun carro, lanzaron los caballos decarrera hacia la ciudad y lafortaleza. Menelao y yo esperamosen silencio; ninguno de nosotrostenía ganas de conversar. Laspalabras solemnes con las que losheraldos nos habían anunciado medaban miedo en aquel momento.Observaba la fortaleza y me dabacuenta de que estaba explorando los

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puntos vulnerables; miraba loscampos y la playa y pensaba dónderecalar con una flota, por dóndelanzar un ataque. Dentro de mí mecomportaba ya como un hombre queno cree posible la paz. Menelaohacía ciertamente lo mismo. Mimisión nacía comprometida, y sinembargo no tenía intención derendirme, no quería dejar deintentar nada.

Observaba las puertas, la gente,la calina, el polvo. Tenía ante losojos las obras de la paz: el

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comercio, el tráfico mercantil, lasnaves que entraban y salían de larada. Un narrador de historiascallejero que buscaba quien leescuchara. Nadie se detenía. Eltiempo no pasaba. No tenía hambre,ni sed, solo un nudo en la garganta,duro. El sol comenzaba a declinar anuestra espalda. La luz cambiaba,todo se volvía más hermoso de ver,los colores se saturaban, la canículase abría a las golondrinas, el maradquiría el tono del vino, los pecesse deslizaban bajo la superficie del

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agua, las gaviotas volaban bajas ychillaban, fastidiosas, hambrientas.

—Ya llegan.También yo los vi. Bajaban por

las grandes puertas ladeadas: ¡lasEsceas! Eran dos, montados en uncarro conducido por un cochero.Otros dos conductorestransportaban otros carruajes,vacíos, para nosotros.

—Han venido para llevarnos —respondí.

Nos preparamos.—Nada de armas de ataque,

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Menelao, sino de defensa: lacoraza, las grebas, el yelmo bajo elbrazo. Nada más.

Asentí y desembarcamosescoltados por nuestra guardiamientras llegaban los carros ybajaban los heraldos. Busqué portodas partes, con la mirada, a midiosa, un signo de su presencia.¿Dónde estás?

«Aquí», dijo dentro de mí unavoz y los ojos se alzaron, rápidos;corrían como jóvenes guerrerosimpetuosos, más allá de las puertas

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Esceas, más allá del muro, más alláde la rampa, más allá del segundorecinto amurallado hasta alcanzar elsantuario. Una figura se erguíasobre la fortaleza, fluctuaba alviento; un escudo reflejó el ocaso,escarlata, pequeño sol.

«Ayúdame, te lo ruego», suplicómi corazón; muchos eran lospálpitos, lenta la respiración. Olora mar y griterío de aves. Habíallegado el momento.

Los heraldos se acercaron.—Wanax Menealo, wanax

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Odiseo, el rey Príamo aceptarecibiros y escuchar vuestraspalabras. Pero mientraspermanezcáis aquí seréis huéspedesde Antenor, uno de los nobles máseminentes de la ciudad, consejeroreal, padre de numerosos hijos,todos varones.

Subimos. Los cocheros incitarona los caballos, volvieron los carroshacia la ciudad y nosotros dejamosla guardia para custodiar la nave.Atravesamos las puertas sobre unoscarriles de madera, móviles;

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afrontamos la rampa, tanpronunciada que los caballosenarcaban el cuello y los aros debronce de las ruedas retumbaban enel empedrado. Se detuvieron,finalmente, delante del palacio.Primero fue el carro de Menelao; elsegundo, el mío. Los guerrerostroyanos, doce por cada lado, nosescoltaron hasta el interior. Loscorredores resonaban con susfuertes pisadas, con el metal sonorode las armas, hasta la gran sala,hasta el trono. El rey estaba sentado

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en el gran sitial de marfil, tenía loscabellos blancos, la barba gris biencuidada, entreverada también denegro; un cerco de oro ceñía sucabeza. Apretaba en la diestra uncetro de plata.

Todo a su alrededor hablaba desu poderío, de inmensas riquezas,de mujeres bellísimas, esposas yconcubinas, capaces de engendrarpríncipes altivos. Yo sabía lo quepensaba Menelao: que Helenaestaba cerca, tal vez le estabaobservando, sin ser vista, y quizá le

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pedía al príncipe Paris que nodejara que la llevasen de vuelta aAcaya.

En torno al rey se sentabanancianos y consejeros queescucharían nuestras palabras. Elprimero en hablar fue Menelao.

—Príamo, rey de esta grande ygloriosa ciudad, escúchame. Hevenido para pedirte un acto dejusticia. Hospedé a tu hijo en micasa, comió de mi pan. Y él,estando yo ausente, visitando a mihermana Anaxibia, raptó a mi

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mujer, Helena, esposa legítima queme eligió como marido suyo. Hacausado una afrenta a mi casa, y amí me ha deshonrado mortalmente.Pido que la devuelvas para quepueda llevarla a casa, con la hijanacida de nuestra unión que no havuelto a ver más.

El rey respondió inmediatamente:—Nobles soberanos, comprendo

vuestras razones, pero es costumbreen esta ciudad que sea la asambleala que delibere. Mientras estéisaquí en la sagrada ciudad de Ilión,

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vuestras personas serán igualmentesagradas e inviolables. Dirigiréis,pues, la palabra al pueblo ytrataréis de convencerle. Larespuesta de ellos será la quedecida. Roguemos a los dioses paraque os inspiren a vosotros y a migente las palabras y lospensamientos más acertados. Elnoble Antenor, persona muypróxima a mí y querido por su grancordura, os hospedará en su casa.Allí recibiréis el anuncio y lainvitación cuando la asamblea se

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haya reunido.Así concluyó el primero de

nuestros encuentros con uno de losmás poderosos reyes de Asia. Y nocomprendí por qué no se ofreció aconvencer él mismo a su pueblo. Sugran prestigio, su carácterimponente y la majestad de supersona, la autoridad de padresobre su hijo Paris habrían bastadopara desatar el nudo que amenazabacon estrecharse como un lazo entorno a su magnífica ciudad. Cadavez más sentía en torno a mí la

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presencia de potencias invenciblesque no era posible doblegar anuestra voluntad, de un hechooscuro que se adensaba sobrenosotros como una tempestad sobreel mar.

Traté de pensar en Penélope, ensu traje recamado de cien patitos,en Telémaco, que hablaba unalengua que solo Argo podíacomprender, el lenguaje de losinocentes. Los sentía en esemomento lejanos, como nunca.

Fuimos conducidos a casa de

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Antenor, un palacio con muchasventanas que se alzaba a escasadistancia de la rampa. Cada una deellas, pensé, debía de correspondera la habitación de uno de susmuchos hijos.

Era un hombre de aspectoimponente, alto de estatura, con unapoblada barba oscura, pese a suavanzada edad. Vestía con el lujode los orientales, llevaba aretes yanillos de oro y la casa estaba llenade bronce, de oro y de plata. Noconseguía dejar de ver aquella

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ostentación y las imágenes desaqueo y de expolio. Así era comoregresaba la nave de mi padre delos viajes armados: cargada deobjetos fruto de la expoliación enpaíses lejanos donde cada acto deconquista y de razia sobre unasgentes desconocidas era justo.

Antenor nos recibió rodeado desus numerosos hijos y nos trató deacuerdo con nuestro rango. Secomprendía que debían de haberleavisado porque los siervos estabanatareados con la preparación de la

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cena y porque del hogar seexpandía por toda la casa un olor acarne asada. A cada uno denosotros le fue preparado un bañocon las siervas a las que se mandóservirnos. También encontramosropas frescas que ponernos,indumentaria adecuada para nuestradiferente complexión. Menelao eramás alto y más imponente que yo ysiempre me había preguntado porqué con un hombre semejanteHelena había huido. En aquellaciudad sentía aletear su presencia

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por todas partes. Una sensación queme oprimía el corazón. ¿Qué seríadel pacto de los príncipes que yomismo había hecho jurar? Costabacreer que la belleza pudieradesencadenar la violencia hasta lasmás terribles consecuencias. Ycontinuamente me venían a lamemoria los momentos en quehabíamos estado el uno cerca delotro, tal como se me habíaaparecido la noche en que me habíallevado a Penélope de Esparta.¿Qué sentiría si volvía a verla?

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La cena se desarrolló según elceremonial. Los invitados debíande ser la flor y nata de los noblesde la ciudad a juzgar por lasvestiduras, las armas y los joyas.Los vi desfilar uno por uno paraocupar su sitio en la sala. Porúltimo, entró un anciano llevado enbrazos por cuatro siervos y asistidopor un joven guerrero.

Los troyanos hablaban una lenguamuy parecida a la nuestra, aunquede acento distinto. Antenor se hacíacomprender perfectamente y cuando

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no entendía algo se valía de unintérprete. Así nos fue posiblemantener una conversación. Sobrecacería, perros, caballos, armas,animales de caza y tiro con arco.¿Habíamos venido a Troya paraaquello? Nos dimos cuenta de queno era así apenas todos se hubierondespedido y solamente nosquedamos cuatro. El rey Menelao yyo, nuestro anfitrión y el jovenpríncipe troyano que asistía al viejoinválido con devoción filial. Sunombre era sonoro y vocálico como

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un grito de guerra o como el cantode una mujer, según como sepronunciara: ¡Eneas! Un muchachode tez cetrina, de cabello moreno yondulado y de ojos negros yrelucientes. Antenor se pusoinmediatamente a hablar:

—El príncipe Paris es hijo dePríamo y por respeto al rey no diréabiertamente lo que pienso de él,pero lo que ha sucedido es terribley, de haber sido hijo mío, lo habríacastigado duramente y habríadevuelto la esposa al rey Menelao

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con una reparación proporcional ala ofensa.

Menelao y yo nos miramos el unoal otro, cogidos por sorpresa porsemejante afirmación. Recobré laesperanza de que podría volver ami isla a amar a mi esposa entre lasramas de un olivo, a criar a mi hijo,a respetar a mis padres, a llevar ami perro a cazar.

—Noble Antenor —intervineentonces—, tus palabras mealientan porque hemos venido aquíen son de paz para obtener

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solamente lo que es el derecho delrey Menelao. Ahora te pregunto siestarás dispuesto a repetir delantede la asamblea del pueblo lo quenos has dicho a nosotros entre estascuatro paredes.

Eneas hizo un gesto con la cabezacomo para anticiparse a lo queafirmaría el dueño de la casa.

—Es esto precisamente lo quediré y me alegra haber tenido estaocasión para ofreceros mihospitalidad. No quiero quenuestros hijos hayan de enfrentarse

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con vosotros en la batalla y perderla vida o quitaros la vuestra. Peroahora no pensemos en cosas tristesy vayamos a descansar; estaréiscansados después de un viaje tanlargo. Estáis en vuestra casa.

Pasamos tres días en el palaciode Antenor y comenzábamos aconfiar que el litigio podríaarreglarse. Dediqué mucho tiempo aMenelao para hacerle comprenderque debería hablar antes decederme a mí la palabra.

—Esta es una ciudad orgullosa

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—dije—, por lo que no hay queherir el orgullo de sus habitantes yde sus guerreros. Aunqueconscientes de haberse equivocado,podrían ceder a la tentación dedemostrar que, cuando se posee lafuerza, se tiene la razón. Tambiénnosotros lo hacemos. Recuerda quela opción del enfrentamiento serevela siempre fácil, porque todospiensan que serán los vencedores.Hacer la guerra es otra cosa.

El día de la asamblea convencí aMenelao de que no se pusiera la

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armadura, sino solo las vestiduras,sin adorno alguno, sin joyas. Debíade dar la imagen de un hombreofendido que pide justicia ennombre del derecho. Cuando todosestuvieron reunidos en el ágora y elrey Príamo se hubo sentado en eltrono y a su lado la reina Hécuba,uno de los ancianos con un heraldoacompañó a Menelao hasta elcentro de la asamblea y reclamóatención. Al poco cesó el rumor yse hizo el silencio. Estabanpresentes todas las personas que

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había conocido durante nuestraestancia en Ilión: el rey y sus hijos,entre quienes resplandecía el máspoderoso y valiente, el heredero altrono, Héctor, y el príncipe de losdárdanos, Eneas; ambos ibanrevestidos con la armadura; estabael padre de Eneas, Anquises,inválido; y Antenor, así comomuchos de los nobles que habíaconocido en su casa. Fue esteúltimo quien invitó con un gesto aMenelao a tomar la palabra.

El rey de Esparta avanzó hacia el

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centro del ágora. Lucía unas largasvestiduras verdes orladas de oro,calzado de piel de ciervo concordones plateados y el sol hacíaresplandecer sus cabellos de llama.En la mirada era semejante a unleón que observa a su alrededorantes de dar el salto; en los andaresparecía un toro que se prepara paraembestir. Solo verle despertabaadmiración. Pensé que únicamentelos dioses podían haber hechoperder el juicio a Helenaconvenciéndola de que dejara a

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tamaño marido para seguir a unjovencito cobarde e inconsciente.No podía ser esa la Helena quehabía conocido cuando era pocomás que una niña, una tarde a lahora de la puesta del sol junto alrecinto de los caballos. O, encambio, era precisamente aquella laque dentro de mí presagiaba quecausaría la ruina de muchos por sudevastadora belleza.

Menelao comenzó a hablar:—¡Rey Príamo, reina Hécuba,

hombres y mujeres de la gran

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ciudad de Ilión, escuchad!»Estoy aquí para pediros que

reparéis una injusticia: el príncipeParis, llegado de visita a Esparta,fue recibido como un huésped en micasa, pero aprovechando miausencia se llevó a mi esposa,Helena, en su nave y luego huyó aTroya. ¡Tal vez está aquí entrevosotros y no tiene el valor demostrarse, de enfrentarse conmigode hombre a hombre! —Un fuerterumor acompañó sus últimaspalabras y yo temí que su carácter

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impetuoso le traicionase.Yo grité en mi fuero interno

«¡Cuidado!», esperando que sucorazón me oyese.

Prosiguió:—Devolvedme a mi esposa y

reparad conmigo la injusticia quehe padecido y olvidaré lo que hasucedido: si no lo hacéis… —Intenté detenerlo, pero inútilmente,con un gesto de la mano—. ¡Será laguerra!

Hubo un largo y pesado silenciodurante el cual decenas de

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heraldos-intérpretes diseminadosentre la gente y próximos al rey y alas autoridades difundieron eldiscurso de Menelao; luego unestruendo irrumpió en la asambleacon gritos confusos, frases de burlaque tal vez Menelao no consiguiócomprender, pero que no dejaron deherirle por cómo resonaban. Yo yahabía comprendido cuáles eran loselementos que diferenciaban lalengua de los troyanos de la nuestray en qué cosas se parecía, o tal vezAtenea, a la que sentía cerca, me

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susurraba al oído el significado delas palabras. Vi palidecer aAntenor, pero después se levantó yse dirigió al centro. Se hizo denuevo el silencio mientras llegabaal podio, se inclinaba ante el rey yel pueblo y reclamaba atención.

—Rey nuestro, y vosotros, hijosde nuestra amada patria, escuchadtambién las palabras del wanaxOdiseo, rey de Ítaca. También éldesea hablar.

Me tembló el corazón en elpecho: ahora el peso de evitar una

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guerra ya desencadenada porMenelao recaía sobre mis espaldas.Invoqué a la diosa para que measistiera, para que corriese a milado e inspirase mi discurso. Abríla boca y hablé en su lengua,convencido de que esto sería paraellos un signo de respeto, puesconfiaba en que Atenea llevaría acabo el milagro. Dije:

—¡Rey Príamo, reina Hécuba yvosotros, todos los nobleshabitantes de Ilión, grande ygloriosa!

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Y la asamblea enmudeció,asombrada.

—El wanax Menelao, que reinaen Esparta, ha hablado movido porla amargura y la ira. ¿No habríaishecho vosotros lo mismo de habertenido que soportar una humillaciónsemejante? ¿Si la hospitalidad y laamistad hubiesen sido pagadas conla ofensa y la traición? ¿Acasovuestro príncipe no fue tratadocomo el hijo de un rey amigo?¿Habéis olvidado que nuestrospaíses están unidos por vínculos de

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hospitalidad y hasta de sangre?¿Acaso la hermana de vuestro reyno es esposa de uno de los reyes deAcaya?

»Pero, si esto no bastase, pensadsi al final no quedase otra soluciónque luchar, ¡cuántos malesdeberíamos afrontar tanto vosotroscomo nosotros! ¡Cuántos denuestros hijos y de los vuestroscaerían en la batalla, cuya sangreembebería la tierra! ¡Cuántospadres y cuántas madres que meestán escuchando habrían de

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soportar una angustia indecible alver a sus hijos arder en la pira! ¡Ycuántos otros durante largo tiempoescrutarían el horizonte marinoesperando el regreso de los hijosperdidos para siempre!

Yo vi a Helena. La vi lejos,blanca y soberbia sobre la torredel palacio. Miraba y yo creo queme oía. Hubiera querido gritar:¡perra! Dije, en cambio, otraspalabras.

—Si nos negáis lo que pedimos,por el honor y por el derecho, nos

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veremos obligados a tomar lasarmas. ¿Acaso no haría lo mismocada uno de los hombres, de los quese sientan en la asamblea, si seviera privado de su dignidad?¿Cuánto duraría la guerra? ¿Cuántasfamilias se sumirían en el luto y ladesesperación? ¿Y todo por unamujer? Encontremos un acuerdo,troyanos; hay mil maneras de evitaruna guerra si existe voluntad dehacerlo. El rey Príamo tiene muchoshijos y ciertamente los quiere vercrecer y sentarse espléndidos en la

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asamblea entre los mejores,perpetuar en los tálamos su estirpe.Espero que os aconseje con sucordura. Nosotros nos quedaremosen la casa del noble Antenor hastaque hayáis tomado una decisión.

Empezaron a dispersarse y,mientras salíamos de la asamblea,oí las palabras de Antenor queexhortaba a sus ciudadanos adevolvernos a Helena.

—¿Lo conseguirá? —preguntóMenelao.

—Eso espero —respondí.

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Seguimos en silencio al guía quenos llevaba de nuevo a casa deAntenor, quien en cambio seausentó esa noche. Cenamos portanto solos, atendidos por un siervofrigio.

Mientras recogía y quitaba lasmesas le dirigí la palabra.

—¿Comprendes lo que digo? —inquirí.

—Sí, mi señor —contestó.—¿Sabes por qué estamos aquí?—Por la princesa Helena, mi

señor.

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—¿Qué piensas de esta historia?—Preferiría, si puedo, no

contestar.—No puedes —dije.—No os será devuelta.—¿Por qué?—Porque el príncipe Paris

siempre consigue lo que pide a supadre el rey. Y a quien él quiere esa Helena.

Menelao se encendió. De nohaberle yo parado, le habríaestrangulado.

El siervo se alejó rápidamente,

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huyó, podría decirse.—No es más que un esclavo —

dije a Menelao soltando su brazo.—También un esclavo puede

decir la verdad y él lo ha hecho.—No lo creo —respondió—. El

rey no aceptará afrontar una guerrapor no descontentar a su hijo.

A la mañana siguiente fuimosllevados de nuevo a la asamblea.Había un gran silencio y unas nubesaltas y finas velaban el sol. En el

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ágora el bochorno era sofocante. Unperro ladraba a lo lejos. El rey sepuso en pie y todos los presentes,millares, se levantaron. Héctorestaba al lado de su padre revestidode sus armas resplandecientes.Eneas, el príncipe dárdano, estabadetrás de él.

Príamo habló:—Nobles soberanos, el pueblo

ha pronunciado su veredictodespués de haber escuchado laspalabras del príncipe Paris. Nopodemos devolveros a Helena

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porque ella no quiere y siguió a mihijo por su propia voluntad. Ahoraes su esposa y mi nuera. Como unahija.

Me acerqué a él sin que lossoldados de la guardia tratasen dedetenerme y cuando estuve delantedije en voz baja para que nadie másme oyese:

—Gran rey, esto significará laguerra. Sangre y luto infinitos.¿Para qué? Detengamos la batallamientras estamos a tiempo. Hepropuesto negociar incluso en

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secreto. Llegaremos a un acuerdo.—No podemos pactar la libertad

de una persona que decide supropio destino, rey Odiseo, pero teagradezco de todos modos quehayas tratado de conjurar la guerra.Yo también lo habría hecho. Ymientras nuestras armas aún nohayan derramado sangre, te ruegoque saludes de mi parte a tu padre,el rey Laertes. Le conocí cuandopasó con la nave Argo directo aCólquide y recuerdo su valor y sucordura.

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—Así lo haré.Volví sobre mis pasos y miré a

los ojos a Menelao meneando lacabeza. El rey de Esparta arrugó elceño y su rostro adoptó un aspectotemible mientras gritaba con toda lafuerza de su voz tonante:

—¡Esto significa la guerra!¡Volveremos con un ejército comono habéis visto nunca y recuperaréa mi esposa legítima! ¡Asolaremosvuestra ciudad y os llevaremoscomo esclavos a Acaya!

No sé si el pueblo había

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comprendido, pero reaccionó comosi hubiera entendido cada una de laspalabras. Se lanzaron enfurecidoshacia nosotros, algunos de ellosblandiendo bastones o amenazandocon piedras. Aquella muerte queveía llegar corriendo no era la quehabía deseado para mí. Menelao memiró y vi por un instante extravío ensus ojos, pero enseguida estuveseguro de que se habría batido conuñas y dientes antes de dejarsemasacrar, y lo mismo habría hechoyo. En ese mismo momento más de

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cien guerreros se interpusieronentre nosotros y la enfurecidamultitud.

—Nadie os tocará un pelo —dijoHéctor con una sonrisa descarada—mientras estéis dentro de nuestroterritorio y bajo la protección delrey Príamo. Podéis llegar hastavuestras naves.

Salimos de la ciudadacompañados por los guerrerostroyanos, hasta el puerto dondenuestra escolta reemplazó a la suya.

Pasé en el bajel mi última noche

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en Ilión, esperando, a menudo conlos ojos abiertos de par en par, querayase el alba. Apenas apuntó el solordené soltar amarras.

—¡Remos al agua! —grité—.Volvemos a casa.

Tuvimos viento favorable ycosteamos Asia hasta el caboMimas, luego tomamos haciaponiente pasando de una isla a otra,hasta atravesar todo el mar y entraren el golfo de Gitión. El séptimodía de navegación echamos el anclasin izar las enseñas y los

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estandartes. No había nada de quéalegrarse.

Allí me separé de Menelao paratomar la ruta que había de llevarmea mi hogar. Nos abrazamos porqueaquel viaje que había concluido sinresultado consolidó, sin embargo,nuestra amistad. Antes de subir a minave pensé que siempre había unasalida y le comenté:

—Tienes el poder de dispensar alos príncipes de su juramento. ¿Loharás? Por mí, por ellos, por todaslas madres y las esposas que

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llorarán a sus hijos y a sus maridoscaídos.

—No —respondió.

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Mi nave parecía volar sobre lasolas, empujada por el viento delevante y más aún por nuestro deseode llegar a casa. No me extrañó queMenelao rehusase dispensar a lospríncipes del juramento de Espartay sin embargo había algo que no

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conseguía comprender del todo.Pero yo no había estado entre losbrazos de Helena, no había gozadode la flor de oro de su vientre nisabía qué significaba morir dedeseo y de rabia, enloquecer decelos. ¡Oh, Menelao de fuerte grito,de cabellos leonados, quéprivilegio y qué maldición!

Me venían a la mente mispalabras ante los troyanos: «¿Ytodo por una mujer?». Sí, era cierto.¿Acaso nuestras ansias no llevabanal final a ese punto oscuro y tórrido

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entre los muslos de una mujer? ¿Yquizá confluían en Helena lasmujeres del mundo? ¿Todas lasbellezas y las gracias, todos losperfumes en un solo cuerpo?¿Todas las miradas en una solamirada, para condenar a cualquierhombre y a cualquier dios?

A cualquiera, excepto a mí.Era capaz de reflexionar, pensar,

decidir, pero debía admitir que unaguerra por la mujer más bella delmundo era la única contienda quepodía tener sentido.

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Me volvía a la mente la últimanoche en nuestra nave, en el puertode Ilión, la víspera del regreso. Unregreso triste, sin esperanza. Esanoche tuve un sueño agitado y medesperté varias veces para ir a proaa mirar la luna, roja, enorme, quedescendía lenta sobre el mar. Bajéa tierra para caminar a lo largo delpuerto, respirar el aire salobre,escuchar el silencio.

—¿No puedes dormir, wanax?—resonó una voz desde un oscurorincón. El cantor callejero, el poeta

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que nadie escuchaba.—Pregunta inútil, viejo. Si

pudiese dormir, no pasearía a estahora por el puerto.

—Por favor, escucha mi canto.Calmará la angustia que oprime tucorazón. Lo haré por ti, singratificación.

—No, déjame. No es elmomento.

—Después estarás en paz. Nopuedo hacerte feliz, pero síproporcionarte visiones que tellenen el espíritu de tenue luz, dulce

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como una puesta de sol en el mar.Proseguí, pero escuché su

narración, voz solitaria, que meacompañaba en la oscuridad.

No había palabras; una sola,interminable melodía, inmensa,ilimitada. Lloraba el poeta, sí, puesel suyo era canto y llanto, lágrimasy gotas de luz en la oscuridad.Comprendí que lo que tenía en elcorazón y me oprimía, pedrusco,piedra molar, insoportable angustia,se disolvía en aquella poesíanocturna, invisible, incorpórea.

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Cuando me volví ya no estaba,pero había quedado su canto, llenode vida propia. ¿Resonaría parasiempre? Quién sabe…

Levanté la mirada hacia allídonde el canto parecía insinuarseempujado por el viento, con elpolvo entre los caminos de lasagrada Ilión, sobre las murallasconstruidas por los dioses, y vitambién oscilar una figura entre elser y la nada, entre nubes finascomo una hoja de espada,transparente: «¡Eres tú, soberbia

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Helena, maldita e implorada! ¡Túque llamas a falanges de bronce ahacerse pedazos en los baluartes, enlas puertas Esceas! ¿Eres divina yabyecta? Por ti millares de jóvenesvarones se inmolarán; clavándoseunos a otros la lanza en el pecho,descenderán, demasiado jóvenes, alHades sin luz».

Mi padre el rey Laertes habíadirigido la mirada al mar cada díadesde lo alto de una peña para

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escrutar el horizonte por si veíaaparecer la vela de mi nave, comoEgeo, rey de Atenas, esperando aTeseo cuando había partido paramatar al hombre-toro en sulaberinto. Me abrazó estrechamentey me susurró al oído:

—¿Mal, verdad, hijo mío?— S í , atta. Menelao quiere la

guerra. Y también Príamo, o sugente, no hay diferencia.

—Pues entonces, si ha de ser así,adelante. Te batirás, rey de Ítaca, terevestirás de bronce, ceñirás la

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espada y embrazarás el escudo;armas que adornan las paredes delpalacio, instrumentos de guerra sinmancha que fueron de nuestrosantepasados, antes de ti y de mí. Enlos días que te separan de la partidaestarás cerca de tu madre y de tuesposa y les darás el amor quedurante años no tendrán.

Subimos al palacio en lo alto delmonte donde me esperaba la reinamadre.

Lloré cuando le dije el resultadode mi misión.

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—He hecho todo lo posible, heintentado convencerles y uno deellos, el noble Antenor, ha tratadode persuadir a los troyanos de quedevolvieran a Helena, evitar laguerra con su infinito duelo. Envano.

Mi madre maldijo a Helena y subelleza y la locura que se apoderade los hombres y los empuja a lacontienda. Condenó el fulgor de lasarmas, las ansias de poder que loslleva lejos a perder a sus hijos, aabandonar a sus esposas que se

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quedan dominadas por el tormentode la espera. Penélope no apareció.Me esperó en el tálamo entre lasramas del olivo, cuando seapagaron las luces en la casa altasobre el monte y el silencio y laoscuridad la tragaron.

Sabía, había escuchado, lloraba.—No vayas, amor mío, no hagas

que maldiga el día en que te conocí,tus ojos que cambian de colorcuando sonríes. No nos dejes solos,a mí y a Telémaco, en esta islaoscura, de repente…, tan oscura.

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Me acerqué y ella se retiró hastael borde de la cama.

—Eres hija de guerreros y sabescuál es la regla. Yo hice unjuramento por los infiernos, el mástremendo que exista. Mecomprometí para que no sedesencadenase la guerra, ladiscordia, ni corriese la sangre. Yahora todo se vuelve contra mí y milabor. ¿Acaso crees que esto sucedepor casualidad?

—Tu abuelo —respondió—siempre ha roto los juramentos, no

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ha tomado nunca parte en empresaalguna.

—Y vive solo como un perro,odiado por todos. Yo no podría.

—En la elección de un hombredebe sopesar lo que vale y lo queno tiene valor o importa menos.¿Qué vale más que tu casa, tuesposa, tu hijo y tus padres? ¿Unalucha por una mujer que hatraicionado al marido que eligió?

—Escúchame, un rey vive en unpalacio, recibe hospitalidad de losotros reyes y la devuelve, tiene

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comida abundante, siempre, yvestiduras preciosas, disfruta demuchos privilegios, pero debedemostrar que es el mejor, el másvaliente, dispuesto a dar la vida sies necesario. ¿Cómo podríasoportar el desprecio de miscompañeros, de mis amigos, delpueblo y de los otros soberanos?También mi padre ha hablado conpalabras claras. No es tan simple.

—Sí que lo es. Simple como elagua, como el día y como la noche,como el amor y como el odio.

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Simple, Odiseo, mi señor, mi rey,mi único amor…

Y ocultó el rostro entre lospliegues del lecho. Traté demantenerla entre mis brazos y detransmitirle mi calor y mi pasión.En ciertos momentos me parecíaescuchar el canto del poeta que enIlión me había seguido en la noche,una voz melancólica ysobrecogedora, solitaria como elruiseñor que canta en las tinieblas.

Ninguno de nosotros dos durmió,lloramos el uno en los brazos del

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otro, en silencio en nuestro lechoentre las ramas de un olivo, porqueno había una salida y cualquierrecurso habría supuesto miseria yvergüenza.

Las primeras luces pálidas delalba nos encontraron abrazados,desnudos, rodeados de amor, tanintenso y profundo hasta resultardoloroso. Cuando me hubeseparado de sus brazos tan blancos,de sus ojos negros, negros, negros ;cuando me hube retirado de suregazo encendido, tan cálido como

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para disolver el miedo y la angustiacomo el horno funde el bronce, nosabandonamos exánimes el uno allado del otro y Atenea, yo creo,apiadada, nos derramó sueño sobrelos párpados. Y me pareció, enaquel descanso ligero y delicado,oírla entonar en voz baja sucanción.

¿Cuántas veces la habría decantar en los tiempos futuros?¿Cuánto tiempo estaría lejos?¿Cuándo volvería a su lado?Pensaba en cómo, aún niño,

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esperaba el regreso de mi padre.Recordé esa vez que volvió traídoen brazos de sus guerreros, con eltorso envuelto en vendasensangrentadas, el rostro pálidocomo el de un muerto, el llanto delas plañideras. En ese momento mesobresaltaba en el lecho como si undardo me hubiera traspasado, luegome sumía de nuevo en un sueñosemejante a la muerte.

Mi madre parecía inconsolable y,sin embargo, ¿cuántas veces habíaexperimentado la soledad, la espera

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de un retorno que no llegaba nunca?—Volveré, madre, y te traeré

preciosos regalos, joyas y preseassalidas de las manos de grandesartistas…

Sollozaba con la barbillaapoyada en el pecho y no queríaescuchar, ni hablar. Solo, de vez encuando, durante unos brevesinstantes, alzaba los ojos llenos delágrimas y me miraba fijamente conuna expresión desesperada que merompía el corazón.

—Es solo una guerra como tantas

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otras. Unos mueren, otros regresan.Volveré, no lo dudes. Te loprometo. Espérame, ayuda aPenélope, estate cerca de mi hijo,también te necesitará a ti, y tambiéna atta. Te ruego que no llores. ¡Nollores como si yo estuviese yamuerto!

Entonces callaba y se poníarígida. Como una estatua.

Pero ¿dónde estaba Mentor?¿Por qué no recuerdo dóndeestaba? ¿Lejos en uno de susviajes? ¿Acaso vagaba por tierras

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salvajes y desoladas? ¿Andaba trasel rastro de héroes perdidos,olvidados? Imaginaba a Heracles.¿Le asomaba ya algún cabello grisen las sienes? ¿Cómo vivíaAdmeto, señor de Feras, su segundavida después de haber escapado ala primera muerte? Y su esposaAlcestis. ¿Qué parte de su corazónse había visto helada por el alientodel Hades al asomarse al abismo?¿Dónde estaban Cástor yPolideuces, los luchadoresinvencibles? ¿Y Jasón, el héroe de

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la nave Argo? ¿Disfrutaba aún delamor de la princesa salvaje?

Me parecía que aquellashistorias estaban lejos como la luzde las estrellas. Meditaba,caminaba durante días enteros enlos bosques de mi isla. Argo meseguía, me escuchaba y me mirabatambién él con ojos húmedos:parecía que comprendiese… Aveces nos sentábamos, al caer latarde, en un espolón rocoso paracontemplar el sol que incendiaba elmar. Y le hablaba y él respondía

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con un quedo bisbiseo.Pensé que podría llevármelo

conmigo. ¡No! Debía acompañar aTelémaco para que lo protegiese ylo siguiese paso a paso. Bastaríacon poco: ganaríamos la guerra enun tiempo corto porque éramos losmás fuertes, los más poderosos, yluego volveríamos.

Llegó un día al pequeño puertouna embarcación rápida y ligera,que anunciaba una visita de granrenombre y prestigio: el rey deMesenia, señor de Pilos, el jinete

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gerenio. ¡Néstor!El rey atracó al día siguiente con

la puesta del sol, y encontró listo elcarro tirado por una yunta debueyes blancos de gran cornamentaque el pequeño Filecio, hijo denuestro boyero, sujetaba por elronzal, una escolta de veinteguerreros con armadura de broncereluciente y, para representarme, mipadre, el wanax Laertes, con susmejores galas, ceñida la espada yempuñada la lanza.

Recibí a Néstor sentado en el

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trono con Penélope a mi lado. Yano era solo mi esposa, sino tambiénuna reina que exhibía en su rostro yen la mirada la grave expresión dela responsabilidad y de laautoridad. Tenía los ojos pintadosalrededor de bistre y la frenteceñida por una rica diadema, regalode boda de mi padre; en un dedolucía el anillo que mi madre habíarecibido de la suya, de cornalinaroja engastada en oro. Llevaba unvestido de un rojo llameante y uncinturón blanco tejido con hilos de

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oro y de púrpura. Yo lucía unalarga vestimenta blanca con doslistas doradas, llevaba la corona demi padre y sostenía el cetro.Delante de mí había hecho colocarun asiento de bellísima factura, tanalto como el mío, para el wanaxNéstor, que rendía a nuestro reinoun honor semejante. Al lado, unbanco de un imponente y de unabelleza en poco inferiores,destinado a mi padre.

Apenas cruzó la puerta de la gransala, mientras mis guerreros y los

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suyos se disponían en abanicoalrededor, el rey de Mesenia vino ami encuentro con los brazosabiertos.

—¡Muchacho mío! ¡Qué gustosaludarte, deja que te vea en lamajestad de tus funciones reales! Ytú, criatura mía —dijo vuelto haciaPenélope—, si tu prima hubieratenido al menos una pizca de tucordura, yo estaría aquí de visita,dispuesto a sentarme en el banquetecon vosotros, y no para una misiónde guerra como me han confiado los

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Átridas.Nos abrazó a los dos sin ninguna

consideración para con elceremonial, como lo hubiera hechoun padre, y nos atrajo hacia supecho. Penélope le besó conmovidaen una mejilla mientras murmuraba:

—Wanax, querido padre yamigo…

—Rey mío —respondí—, laalegría que me embarga al vertenace del corazón y el afecto que tetengo es semejante al que siento porel héroe Laertes, mi padre…

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Agotados los saludosceremoniales y los honorescorrespondientes a un huésped detal rango, nos retiramos a la sala delos argonautas (nuestro huésped, mipadre y yo) para hablar libremente,sin que nos vieran ni oyeran.

—El motivo de mi visita —comenzó diciendo Néstor— es desuma importancia y necesito de tuayuda.

—Me tienes a tu disposición —respondí.

—Debes acompañarme a

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Tesalia, a Ftía, a ver a Peleo, amigomío y también de tu padre. Tiene unhijo, Aquiles…

—Le conozco bien. Es un rayo dela guerra, corre como el viento ynadie puede equipararse con él.Juró conmigo el pacto de lospríncipes.

—Sí, pero alguien está haciendotodo lo posible para lograr que noacuda a la contienda.

—¿Quién?Néstor dudó por un momento.—Lo desconozco. Dicen que su

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madre. No se sabe nada de ella,nadie puede afirmar haberla vistonunca y quien asegura lo contrariomiente. Le atribuyen poderessobrehumanos. Solo se conoce sunombre, Tetis, y únicamente Peleosabe dónde encontrarla. De ellatuvo ese único hijo, una criaturaquimérica, y dicen que es… —yaquí se interrumpió—, ¿vendrásconmigo?

—Iré, wanax. He hecho todo lohumanamente posible para impediresta guerra, pero ahora que está

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decidida haré todo lo que esté enmis manos para ganarla. SinAquiles no tendremos esperanza.Yo he visto el ejército de Príamo.

—¿Vienes también tú, Laertes?Tu presencia sería preciosa. Tuprestigio es grande y todos losjóvenes te respetan.

—Pídeselo a él —contestóseñalándome a mí—. Es él el rey deÍtaca.

—Mi padre sabe perfectamenteque puedo decidir cualquier cosa—respondí—, pero asimismo

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comprende que en mi ausencia elhecho de que él se siente en el tronopara administrar justicia, paramandar al ejército si fuesenecesario y para proteger a mifamilia es motivo para mí de granalivio.

—Como tú mismo has podidooír, he sido encargado de ocuparmedel reino en ausencia del rey —dijomi padre con una sonrisa irónica—.Por fortuna, conozco el oficio.Deberás contentarte con mi hijo,pero creo que bastará.

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Así habló, pero prosiguió durantebastante rato repartiendo consejosde todo tipo, y recomendándome alfinal que saludara de su parte al reyPeleo, su amigo y compañero deaventuras, y que le invitara, cuandola guerra hubiese acabado, a unapartida de caza en la isla de Samecon su muchacho.

Partimos al día siguiente ycuando me despedí de Penélope mepareció que este distanciamientotemporal la ayudaría a prepararsepara la separación mucho más dura

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que tendría que afrontar muy pronto.Me besó en la boca, pero noderramó ninguna lágrima.

—Vuelve cuanto antes —dijo—,pues quiero disfrutar de cadainstante, de cada día y de cadanoche que nos separe de tu partida.

—Volveré, reina mía y mi amor,volveré esta vez y también lasiguiente. Te lo juro.

Sonrió y los ojos le brillaroncomo perlas negras.

—Empiezo a creer que puedesdirigir tu propio destino y que tu

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diosa te ama de veras. Pero nisiquiera ella, que sin embargo esinmortal, puede amarte más que yo.

Se quedó en el embarcaderosaludándome con su mano blanca yligera como una hoja de plata y noaparté la mirada de ella hasta quedesapareció detrás de la cresta delas olas.

—Sé lo que sientes —resonódetrás de mí la voz de Néstor.

—¿Lo crees, wanax?—Sí. Esto es amor, una

enfermedad terrible de la que nunca

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podrás liberarte. Yo siempre hepasado de una mujer a otra:esposas, concubinas…, cuando unase ajaba tomaba otra más joven;también ahora. Pero, de todasformas, te envidio, ¿sabes?También yo sentí lo que es el amor,hace mucho tiempo. Un sentimientohumano que transforma a una mujermortal en una diosa y vuelve eternasu belleza y su encanto.Lamentablemente, para mí esafelicidad duró poco. Vivía porentonces en las montañas,

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defendiendo los pasos haciaArcadia. No sobrevivió a uninvierno muy frío, habituada al solsiempre cálido de Creta. Tenía lapiel oscura, reluciente y lisa comoel bronce y una sonrisa luminosa;era sinuosa, como una pantera. Sepintaba de rojo los labios y laspuntas de los pechos, como lasantiguas reinas de su tierra.

Me volví y vi que los ojos delseñor de Pilos brillaban delágrimas.

—Eres un hombre afortunado —

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siguió diciendo—, porque tienes ala suave, prudente y hermosísimaPenélope, dulce como la miel.

Costeamos Lócride, dondereinaba Oileo, que tenía un hijollamado Áyax, como el hijo gigantede Telamón de Salamina, yproseguimos hasta Corinto, queentonces visitaba por segunda vez.¡Quién nos hubiera dicho que Jasón,el héroe de la nave Argo, estaba enla ciudad!

—Quiero saludarlo, wanax —dije a Néstor—. No tendré nunca

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más ocasión en la vida de conoceral héroe que trajo el vellocino deoro de Cólquide y navegó con lanave más grande del mundo y unatripulación de cincuenta reyes yhéroes.

Néstor arrugó el ceño.—¿De veras quieres verlo? ¿No

sabes lo que ha pasado?Hizo echar el ancla y bajamos al

embarcadero.—Ahora atravesaremos el istmo

en el punto más bajo. A pie. Delotro lado nos espera otro bajel que

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nos llevará a nuestra meta y noslibrará de una larga navegaciónalrededor de la penínsulameridional de Acaya con suspromontorios y escolleras.

«He aquí por qué —pensé— elrey Néstor disfruta de tantaconsideración entre todos losaqueos. Por su saber, por suincreíble experiencia, por su granprudencia.»

Y el hecho de que él me quisieraa su lado para la misión másimportante de aquel momento,

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convencer a Aquiles para queparticipase en la guerra, me llenabade orgullo. Marchábamos durantehoras a través del istmo llevandocon nosotros mulos cargados denuestras provisiones y de todo lonecesario para nuestro viaje. Hastaque llegamos al punto desde el cualse veían el mar oriental, el golfo yel segundo puerto.

Por unos instantes permanecimosinmóviles en el lugar que separabalas dos pendientes. La vista que seofrecía ante mí era asombrosa.

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Néstor indicó una escollera en laorilla septentrional del golfo.

—Mira allí —dijo— ese enormederrelicto encallado entre losarrecifes.

Un frío terror me mordió elcorazón. No tuve fuerzas en aquelmomento para dejar escapar unasola palabra.

—¡Esa es la nave Argo! —añadió Néstor.

Retomamos nuestro caminoprofundamente afligidos hasta quellegamos, abajo, a la orilla del mar

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oriental y al embarcadero en el queestaba atracado el bajel que nosesperaba.

—Ahora podemos subir a bordo—puntualizó—, pero recuerda loque voy a decirte: lo que verás nova a gustarte. Y menos aún lo queoirás.

—No puedo creer, wanax, lo queme estás advirtiendo.

Néstor dio orden al barquero dedirigir nuestra embarcación hacia elenorme casco.

—¿Has visto alguna vez en tu

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vida una nave de esas dimensiones?Escucha. Jasón, cuando hubo vueltoa Yolco, se dio cuenta de que laprincesa salvaje no podía vivircomo cualquier otra persona; lagente la temía y la detestaba por sushechicerías. Odiada por todos,estaba locamente enamorada de él,el único al que aceptaba estarsometida y al que había dado doshijos. Cuando vio al viejo reyPelias, sabiendo que en el pasadohabía usurpado el trono de supríncipe, lo atrajo mediante un

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ardid a un lugar secreto, lo mató ylo hizo pedazos. Descubrieron queestaba cociendo esos pobres restospara luego devorarlos.

»Jasón tuvo que huir de la ciudadhorrorizada. Montó en su nave consu esposa y los hijos y con unatripulación de mercenarios sedirigió aquí, a Corinto, donde el reyera amigo suyo. Se enamoró de lahija del rey, Glauce, que era muyhermosa. Y ella de él. La princesasalvaje, Medea, loca de celos, setransformó en una tigresa como las

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que viven en su tierra. Fingióaceptar a la nueva esposa de Jasóny le dio un vestido nupcial comoregalo de boda. El día de losesponsales, acompañada por loshijos ataviados como pajes ycoronados de flores, se acercó aGlauce sujetando una de lasantorchas sagradas y la aproximó alvestido, que, impregnado de unasustancia desconocida, se incendióal instante. La bella Glauce setransformó en una tea, sus aullidosdesgarradores resonaron por toda la

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ciudad. Se redujo a una cosainforme, un negro tizón.Inmediatamente después, laprincesa salvaje dio muerte a losdos hijos que había tenido de Jasónante los ojos aún aterrados delpadre. Les cortó la garganta. Luegosaltó sobre un carro, fustigó a loscaballos y desapareció. Lapersiguieron, la buscaron por todaspartes, pero nunca la encontraron.Jasón enloqueció, subió a su navetotalmente solo, esperó que soplaseel viento de poniente e izó la vela;

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enseguida se puso al timón y selanzó contra los arrecifes.

No había terminado de hablarcuando del tétrico derrelicto deArgo, marchito, cubierto de algas,surgió un grito inhumano, una vozde pena y de locura que helaba lasangre. Por un instante me pareciódistinguir bajo la engañosa luz delcrepúsculo una silueta espectral quedaba vueltas entre los jirones de lavela, entre las jarcias enmohecidas.

—Sí —dijo Néstor—, esa era lavoz de Jasón, el héroe del vellocino

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de oro. Y este es su últimodesembarco.

Lloré.

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21

Aquella voz desgarradora y lavisión del casco destrozado deArgo me atormentaron durante díasmientras remontábamos la costaoriental de Acaya hacia Ftía de losmirmidones. Doblamos el caboSunion y recorrimos el canal que

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separaba el continente de la islaEubea. Néstor tuvo todo el tiempodel mundo para decirme lo quesabía de aquella tierra y quién lagobernaba, pero de muchas cosasya estaba enterado tras haberconocido a sus príncipes en Espartacon ocasión de la elección deHelena.

—Peleo es el hermano mayor deTelamón, rey de Salamina, y portanto Aquiles y Áyax, el gigante,son primos hermanos. El hecho deque dos jóvenes como ellos, con

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quienes nadie puede rivalizar enfuerza en toda Acaya, se encuentrenunidos por un vínculo de sangre tanestrecho ha provocado muchoscomentarios sobre su ascendencia.Aquiles nació cuando su padre eraya de edad muy avanzada y suinvisible madre, a la que nunca havisto nadie y ninguna personaconoce en realidad, ha dado pie amuchas historias que andan en bocade los poetas y de los cantores.

—¿Una diosa?—Una diosa marina, Tetis.

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Néstor continuó:—Ftía, la ciudad de Peleo,

domina la llanura en el mediodía.Y, por la otra parte de esa planicie,está Feras, la ciudad de Admeto yde Alcestis. Pero no iremos hastaallí. Su hijo Eumelo ha dicho quevendrá al puerto de Áulide, enBeocia, para la concentración detodas nuestras fuerzas…

—Eumelo —repetí en voz muybaja—, el pequeño, valerosotestigo de la inocencia de Heracles.¿Por qué?

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Néstor me oyó igualmente, o biendedujo mis palabras. Enseguidaañadió:

—Como ya conoces el pactoentre sus padres, sabes lo que hizoHeracles para traer de vuelta aAlcestis de la puerta del Hades. Talvez para Eumelo arrojarse alinfierno de la guerra es mejor quever cada día a un padre que hatemblado de miedo frente a lamuerte, una madre que ha regresadode donde nadie ha vuelto jamás yreconocer que no se sabrá nunca

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cuándo está viva y cuándo muerta…Hice un gesto con la cabeza.—Sí, tienes razón, wanax, han

sucedido cosas tremendas ennuestra tierra. Y me pregunto qué eslo que aún nos aguarda.

—Ya te encargarás de convencera Aquiles. Eres el único que puedehacerlo. Y si ves a Aquiles,conocerás también a su primoPatroclo. Son inseparables.

»Patroclo es un desterrado. Huyóde su ciudad porque dio muerte a unhombre tras una disputa por un

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juego de dados y los parientesandan tras él para darle muerte,pero mientras esté con Aquilesnadie se atreverá a hacer nada.Porque su destino estaría marcado.

»Lo que no consigo comprender—continuó— es por qué Aquiles noha sido el primero en presentarse:la guerra es su elemento. Como elagua para un pez, como el aire paraun pájaro. Es un asesino.

—¿Tú le has visto combatir,wanax?

—Sí. Infunde pavor solo de

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verlo. La armadura que lleva esdeslumbrante, el escudo reflejacomo un espejo la luz del sol, elyelmo deja entrever solo los ojoscolor hielo; es rápido como el rayo,nadie puede prever susmovimientos, mata casi siempre alprimer golpe, y si no lo hace esporque quiere prolongar la lucha yla agonía del adversario.

—Entonces ¿cómo se explica surenuencia?

—Es lo que deberás descubrir —respondió.

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Dejamos a la derecha la bahía deYolco de la que había partido laenorme Argo para arribar dondeninguna otra nave había llegado conanterioridad. Y recalamos en unapequeña ensenada resguardada,dominada por la cima imponentedel monte Otris. Desembarcamos ytrepamos por un sendero demontaña. Nos esperaban o quizánadie podía acercarse a Ftía sin servisto por los invencibles guerrerosmirmidones.

A medida que avanzamos se

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sumaron a nosotros en silencio ynos acompañaron hasta la ciudad.Parecían autómatas fabricados porel dios Hefesto: marchaban con elmismo paso, sus armadurasbruñidas y todas iguales, lascimeras que ondeaban a cada soplode viento. Parecían hormigasgigantes, como decía su nombre. Ytal vez lo habían sido en otrotiempo; ¿quién podía asegurarlo?Al final Ftía se mostró antenosotros desde la cima de lamontaña y casi me faltó el aliento.

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Peleo recibió a Néstor como unhermano, pero nos dimos cuenta deque no había preparativos para unafiesta ni para un gran banquete. Lasombra de la guerra apagaba laalegría.

—Deja que te presente al rey deÍtaca —puntualizó Néstor haciendoademán de acercarse a mí.

—Eres el hijo de Laertes…Aquiles me ha hablado de ti —dijopensativo Peleo—. ¿Cómo está tupadre?

—Te manda recuerdos y espera

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que un día aceptes una invitaciónpara ir a Ítaca cuando… —dudé—,cuando la guerra haya terminado.

Peleo suspiró.—Desde el mismo momento que

dejéis Acaya, tu padre y yo, y todoslos padres, no pensaremos en otracosa que en vuestro regreso, pero,si no fuerais a partir, ¿dóndepodríais esconderos?

—Mi deseo no es ocultarme —respondí—. He hecho todo loposible para que la guerra notuviese lugar, pero ahora que es

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inevitable hay que ganarla.—¿Has venido a llevarte a

Aquiles?—No podemos vencer sin él.—Es esta su maldición.—¿Dónde está ahora?Peleo indicó un punto en la

ladera de la montaña que teníamosenfrente. Una nube de polvo sedesplazaba muy rápida a mediacuesta. Era un carro de guerra. Unafigura íntegramente de metaldeslumbrante, con una cimera roja,dos caballos relucientes, con unas

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crines largas con flecos, testeras debronce, rostradas, como unicornios.

—Allí —contestó.Por la manera en que miraba

había ya comprendido que Néstorno llevaría la conversación, que mela dejaría a mí.

Estaba fascinado por lo que veía:el carro de Aquiles se precipitabacuesta abajo a una espantosavelocidad y luego irrumpía en lallanura, pasaba entre los camposcultivados, los rebaños pastando,las manadas.

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En poco tiempo, el ruido de lasruedas y la armazón del vehículo seoyeron cada vez más fuertes ypróximos, hasta que el carro entróen el patio y Aquiles saltó a tierra.Se despojó del yelmo y de laarmadura y se lavó en la fuente.Mojó el morro a sus magníficossementales.

—Balio y Janto —dijoseñalándolos mientras venía haciamí.

—Unos animales soberbios,Aquiles —respondí mientras los

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siervos les liberaban del yugo y lossecaban.

Fui a su encuentro y nosdetuvimos emocionados el unoenfrente del otro.

—Bienvenido, rey de Ítaca.—¡Aquiles! Es una alegría para

el corazón volver a verte.—¿Estás solo?—Estoy con Néstor. Está

conversando con tu padre.—¿Y tú?—He venido para hablar contigo.Aquiles inclinó la cabeza durante

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un instante en silencio, luego dijo:—Sígueme.Salimos del palacio y nos

encaminamos por un sendero que sedirigía hacia un robledal. Loscaballos vinieron detrás denosotros, paso a paso uno al ladodel otro. Nos detuvimos cerca deuna fuente que brotaba de unpeñasco enorme cubierto de musgo.Aquiles se sentó sobre un troncocaído. Lo tocó.

—Derribado por un rayo. Erauna planta muy hermosa y vigorosa.

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Comprendí lo que trataba dedecir.

—He venido para saber simantendrás el juramento hecho enEsparta.

El silencio me produjoestremecimientos.

—¿En qué piensas? —lepregunté.

—Un pacto puede serinterpretado de muchas formas.

—Yo estoy aquí porque creo queel pacto es claro. El troyano sellevó a la mujer de Menelao. Él y

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yo fuimos a Ilión y pedimos larestitución de Helena. Obtuvimosuna negativa. El pueblo se burló einsultó a Menelao.

—Helena se fue por su propiavoluntad. Y nuestro acuerdo tendríarazón de ser si hubiera habido unrapto.

—En cualquier caso, se trata deuna usurpación. Helena es deMenelao y le ha sido arrebatada.Me esperaba de ti otras palabras.

—¿Y tú por qué quieres partir?—Porque el juramento es obra

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mía. No puedo evitarlo. He tratadode conjurar esta guerra. Pero ahoraya no es posible y solo pienso enque debemos vencer. Pero sin ti espoco probable. ¡Dime por quédudas, Aquiles!

Los caballos se le habíanacercado y lo tocaban con losmorros. Parecían comprender lavoz de su corazón.

Aquiles los acarició.—Para mí son como personas.

Me hablan, ¿sabes? A su manera mehablan.

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—Ya lo veo… Responde,Aquiles, ¿por qué dudas? Erescomo un dios de la guerra, nadiepuede hacerte frente. ¿Por qué noeres el primero en presentarte?

Sonrió triste.—Te diré algo. Cada uno de

nosotros, cuando hay una contienda,se enfrenta a dos posibles destinos:partir, morir joven en combate y serrecordado para siempre por los quevendrán, o no partir y vivirtranquilo llevando una vida oscurasiempre idéntica y carente de

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sentido.—Hay una tercera posibilidad,

Aquiles: se puede conquistar lagloria y volver vivo a casa y con lafamilia. Y es lo que nosotrosharemos.

—Esta es para ti, Odiseo versátily astuto, no para mí. Para mí solohay dos destinos.

No comprendía.—Lo que afirmas no tiene

sentido. ¿Quién te lo ha dicho, unoráculo? ¿Un acertijo? ¿Tu madre,tal vez, el ser misterioso que nadie

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ha visto? He de saberlo, Aquiles,porque de esto dependerá la vida ola muerte de muchos miles dejóvenes combatientes y el futuro denuestro mundo.

—¿Qué importancia tiene? Estosson mis posibles destinos y hehecho ya mi elección. Cuandomorimos, lo único que queda denosotros es el nombre. El resto esconsumido por la hoguera. Yoquiero que mi nombre persista parasiempre. La gloria es la única luzde los muertos, Odiseo. Adiós, nos

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veremos en Áulide, en primavera.Partimos de vuelta al día

siguiente y vi, solo de pasada, aPatroclo. Aparentaba más años queAquiles y de repente recordéhaberlo visto entre lospretendientes de Helena, enEsparta.

Néstor y Peleo se estrecharon enun largo abrazo y cuando sesepararon ambos tenían lágrimas enlos ojos. Oí a Néstor murmurar:

—No soy capaz de esperarledesde los glacis de mi palacio,

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torturándome con la incertidumbre.Me voy con ellos, necesitarán losprudentes consejos de un viejo.

Luego retomamos en silencionuestro camino, escoltados como ala llegada por un grupo deguerreros mirmidones. Solo cuandohubimos llegado a la nave Néstorme dirigió la palabra:

—¿Vendrá?—Sí, en primavera estará en

Áulide, en Beocia.Néstor asintió sin decir nada

más. Me acompañó de vuelta hasta

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Ítaca.

Transcurrió el tiempo, demasiadorápido, y llegó el día. Los heraldosde Agamenón y de Menelaoatracaron en el puerto grande y yoconvoqué a los jóvenes másvaliosos, los hijos de las familiasmás importantes y mis amigos. Elmío era un llamamiento a las armas.De las islas vecinas llegó tambiénla flor de nuestra juventud;resplandecientes en sus armaduras,

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los mancebos no eran conscientesde que lejos, en el campo debatalla, podría esperarles la muerte.Parecían partir para una granaventura que cantarían los poetas,que fabularían los cantores, de laque volverían cargados de botín yde fama. Bromeaban entre ellos,reían insolentes, hablaban detesoros que someter a pillaje, de lasmujeres bellísimas de Asia que sellevarían a casa como esclavas yconcubinas.

Armamos doce naves, las

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cargamos de víveres, de armas, detiendas de campaña y de ropas, detodo cuanto sería necesario parauna larga guerra.

Desde que había vuelto de Ftía,mi corazón se preparaba para deciradiós a Penélope. Telémaco no eraaún capaz de comprender; quiénsabe si me recordaría, si mereconocería como yo lo había hechocon el héroe Laertes, mi padre,liberado de Cólquide.

Pero ¿cómo me despediría dePenélope? Hubiera preferido

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batirme contra un dragón que contrala angustia de su mirada, contra laexpresión de cierva herida de susojos. Porque sería yo quiendispararía la flecha. Y sin embargo,ella me ayudó, increíblemente. Bajóal puerto a pie como otra cualquierade las mujeres de la isla, con elmismo agudo dolor en el corazón.Esperó a que mis padres meabrazasen, a que mi madre llorasetodas sus lágrimas con los brazosrodeando mi cuello, a que mi padredijese:

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—Gana esta guerra, rey de Ítaca,haz que estemos orgullosos de tiy… vuelve, pai, vuelve a nuestracasa donde te esperaremos.

La nodriza Euriclea venció elinstinto de abrazarme como unamadre e inclinó la cabeza delantede su señora, de Penélope, que leconfió al niño para que losostuviera. Mi reina me arrojó alcuello sus brazos tan blancos yperfectos, me besó largamente, conpasión ardiente, como un amanteque no tiene ningún pudor; luego

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acercó la boca a mi oído ymurmuró:

—Recuerda mis labios, mi rey;recuerda cómo te he acogido estanoche entre mis brazos, recuerdacon qué pasión te he entregado micuerpo. Ninguna mujer en el mundopuede amarte como yo.

Inmediatamente después sedesprendió y me miró con los ojostrémulos de lágrimas.

—Y ahora sonríe para que puedaver una vez más tus ojos cambiar decolor.

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Me esforcé por sonreírle. Ellame echó sobre los hombros suúltimo regalo, un magnífico mantorojo, y me lo abrochó con una fíbulade oro que representaba un ciervoentre las patas de un perro de caza.Le susurré al oído:

—Pensaré en ti cada instante ycada noche; recuerda, cuando laluna surge del mar. Cuida denuestro hijo, de mi lecho, de miperro y de mi arco.

Euriclea se arrodilló a mis pies,me besó la mano y la oí que

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murmuraba en su llanto:—Criatura mía, criatura mía…Besé a Telémaco y me encaminé

a lo largo del muelle hasta laescalerilla de la nave real, peromientras apoyaba el pie en elprimer escalón oí un ladrido y mevolví hacia atrás: ¡Argo!

—No puedo llevarte conmigo —dije—, debes quedarte conTelémaco, tienes que protegerlomientras estoy fuera y cuandovuelva iremos a cazar juntos.

Pareció como que hubiese

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entendido. Me lamió la mano y memiró aullando mientras subía abordo. Un marinero soltó amarras ymi nave se fue alejando de la orilla,de Ítaca y de todo cuanto tenía demás querido en el mundo. Sentí quemi corazón se rompía en mi pecho,pero recordé que mis hombres enlos remos y en el timón esperabanel triple grito de los reyes de Ítacaque anunciaba el inicio de unaguerra, y subí a la proa. Las otrasnaves se estaban disponiendo enabanico, de modo que estaban todas

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igualmente distantes de la mía. Losmarineros retiraron los remos y losalzaron como si fueran lanzas deguerreros. Me puse la armadurareluciente y grité a grandes voces:

¡Eih! ¡Eih! ¡Eih!¡Eih! ¡Eih! ¡Eih!¡Eih! ¡Eih! ¡Eih!Y todos respondieron con un

estruendo, golpeando rítmicamentela empuñadura de los remos contrala madera de cubierta.

Partimos.

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22

Recuerdo y veo, como si fueseahora, cómo avanzaba nuestraexpedición. Tal vez nunca comoentonces comprendí por qué eraindispensable mi participación enla guerra. Mi pequeño reino era elmás septentrional. Era la fuente de

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poniente del ejército. Recuerdocómo desde la popa observaba alas otras once naves seguir al bajelreal construido por Laertes. Y amedida que descendíamos hacia elsur se iban sumando las otras flotasdesde los puertos, los golfos y lasensenadas, como riachuelos queafluyeran a un río principal: la deMeges de Calidón; la de Toante deCalcis; la de Áyax de Lócride, hijode Oileo; la de Anfímaco yPolíxeno de Élide, tierra costeraque tenía a septentrión el gran

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golfo, a poniente la mar abierta.Tras echar el ancla, nospresentamos con la imponentearmada en la bahía, delante delpalacio de Pilos. La escuadra deNéstor nos esperaba. Entramos endos formaciones por dosdesembocaduras entre la isla y elcontinente y nos reunimos en doslíneas de frente con la flotamesénica alineada en toda su granextensión. Noventa naves llenas deguerreros igualaban y superaban atoda nuestra escuadra agrupada

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hasta entonces.Subí personalmente a la nave

real de Néstor para cederle elmando de toda la formación. Lecorrespondía porque era el mayoren edad y porque su flota y suejército eran los más poderosos ynumerosos.

—Nos volvemos a ver, wanax —le dije a modo de saludo—, y tupoderío se manifiesta aquíindudablemente. Nunca lo habíavisto de igual modo.

—Mira a quién tengo conmigo,

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p a i —respondió afectuosamente ehizo acercarse a Antíloco, aquelentre sus hijos que en ese momentoera perfecto para la guerra. Perfectopara vencer, perfecto para morir.

—Antíloco…, ayer, sin ir máslejos, éramos unos muchachos yahora…

—Y ahora tú eres rey —merespondió.

—Y tú eres el orgullo y la gloriade Mesenia, de Pilos glorioso y delwanax Néstor, el jinete gerenio.

Sonrió.

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—Será un honor luchar a tu lado,rey de Ítaca.

Nos abrazamos dándonosmutuamente unas palmadas en laespalda recubierta de bronce.Había en el aire una fuerza y unavibración tremendas, un olor a pezy a pino, el sonido del bronce y eldel mar. En aquel momento, entretantos miles de jóvenes, nadiehabría querido faltar, estar en casacontemplando cómo desfilaban lasnaves a lo largo de la costa,escuchando el movimiento de la

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resaca, sentado inerte sobre unarrecife.

Tampoco yo.Permanecimos en el fondeadero

durante tres días para completar lacarga con otras provisiones en partesuministradas por Néstor. Las teníaen gran abundancia. La terceranoche estuve velando hasta tardeporque al día siguiente partiríamosde nuevo. Desde hacía tiempo unpensamiento turbaba mi mente, yera el de no haber visto a Mentor enel puerto en el momento de mi

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partida de Ítaca. Mi consejero nohabía venido a despedirse. ¿Porqué? ¿Dónde se encontraba? ¿Porqué no se había presentado pararecibir de mí las palabras con lasque le habría pedido que velara porTelémaco y toda mi familia? ¿Y porqué yo no lo había hecho buscar?Aquella noche me sentí de nuevo enese estado de lucidez que ya habíaexperimentado otras veces, enAcarnania y en Arcadia, conscientede hallarme en la frontera entre dosmundos: el uno visible y el otro

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invisible, pero no menos fuerte ypresente.

En mitad de la noche, cuando lasestrellas comenzaban ya a declinary las aguas de la bahía eran comouna losa de mármol, vi centellearsobre el mar una luz tenue. Unabarca se estaba acercando a minave, silenciosa como si los remosno tocasen el agua. ¿Quién podíaser a aquella hora? ¿Y cómo es queno había ningún centinela paravigilar? Estábamos a cubierto y enterritorio amigo, pero alguien debía

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en cualquier caso montar la guardiade noche.

—¿Quién es? —pregunté cuandola barca se hubo acercado alcostado derecho de miembarcación.

Un hombre se aferró a la cuerdadel ancla para subir a bordo y unavoz respondió:

—¿No me reconoces?—¿Mentor? ¿Qué haces por aquí

a esta hora? ¿De dónde vienes?—Si me ayudas a subir, te lo

diré.

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Alargué mi mano y le ayudé asalvar la barandilla. Era ligerocomo el aire.

—¿Tienes hambre? ¿Tienes sed?—No —respondió.—¿Cómo has encontrado mi nave

en medio de tantas otras y denoche?

—Normalmente el wanax Odiseono hace preguntas, sino que darespuestas. He visto el estandarte.

—¿En la oscuridad?—Hay luna.—Sí —contesté—, pero solo

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ahora.—También la había antes,

créeme, pero tú no la veías porquetu pensamiento estaba en otra parte.

—¿Por qué no estabas en Ítacapara despedirme?

—¿Por qué no me hiciste buscar?—Esta es una pregunta que me

atormenta desde que dejé la isla yno encuentro una respuesta.

—¿Porque presentías dentro de tique nos encontraríamos igualmente?

—Tal vez. ¿De dónde vienes?—De un largo viaje. Y tengo

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noticias.—¿Tristes? Lo veo en tu mirada.—Tremendas. Pero si quieres no

las diré, no las haré salir de miboca, me las guardaré en elcorazón.

—Quiero saber.—Heracles ya no está con

nosotros.—¡No puede ser!—Sabes que no te miento. No

hay duda de que, si estuviese vivo,nos esperaría en Áulide, en Beocia,su tierra. ¿Acaso crees que lo

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verás?—No. Tienes razón. Aquiles

estará, pero él no.—Ya no forma parte de nuestro

tiempo.—¿Cómo ha sido posible si no

existe hombre o monstruo o animalque pueda vencer su fuerza? ¿Acasouna enfermedad lo ha agotado antesde matarlo?

Entretanto mi corazón lloraba,porque Heracles había vivido, porpoco tiempo, en la misma épocaque yo, pero no en mi región ni en

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mi espacio y yo no había podidoverlo. No llegué a conocer alhombre más grande nacido sobre lafaz de la tierra de los mortales, solopude imaginarlo.

—Yo lo vi —respondió Mentor— no hace mucho, en una montaña,en un acantilado sobre el marespumeante de Palene, sobre el quese extiende la sombra del Olimpo.Se erguía inmóvil como unacolumna de piedra, semejante a undios, delante de una pira gigantesca.Un joven pastor empuñaba una

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antorcha encendida. Él le hizo unaseña y este prendió el fuego. Aescasos metros, una rampa de tierrabatida llevaba hasta lo alto. Creoque la había construido él. Lo viarrojar la clava al suelo, que rebotóun par de veces y se quedó inerte enel piso. Se despojó de la piel deleón y avanzó desnudo por la rampaen medio de un remolino de llamas.Estas se alzaban crepitando hacia elcielo, vomitando un torbellino dehumo y chispas contra las nubes delocaso. A cada paso que daba oía

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gritos, divisaba entre lasllamaradas imágenes de monstruos,de fieras, de criaturas salvajes queél había combatido y aniquilado;veía los espíritus del Hades quehabía desafiado y derrotado. Ahoratodos querían su venganza. Lodesgarraban.

—¿Por qué no trataste dedetenerle? Habías llevado aEumelo a Feras a fin de que lerevelase su inocencia y él habíalibrado a Alcestis de los Infiernospara devolvérsela al marido.

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Pasó por el mar un leve soplo deviento que hizo estremecerse lasjarcias como cuando un cantorexperto roza apenas con los dedoslas cuerdas de su instrumento. Elcorazón estaba colmado de dolorpor lo que evocaba el relato deMentor: el final del más grande delos héroes.

—No había nada que yo pudiesehacer. Heracles subía en vida a supropia pira fúnebre porque, pese aser inocente, no soportaba laimagen de su familia exterminada,

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no soportaba la soledad a la que elhado le había condenado. Llegado ala cima, se arrojó entre las llamas.

—¡No quiero seguirescuchándote! —grité—. ¡No losoporto!

Mentor prosiguió igualmente sudiscurso:

—Su grito de agonía quebró lasrocas del monte que rodaron haciaabajo, arrancó de cuajo los pinosque se precipitaron los unos sobrelos otros con retumbo de trueno,desgarró las nubes ya negras de la

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noche.Descendió sobre el mar y la nave

un largo silencio opresivo. Ahorami mente era transparente como elalabastro, como vidrio egipcio. Mispensamientos eran como piedras enel fondo reluciente del mar.

—¿Quién eres? —pregunté.Mentor no abrió la boca, pero oí

igualmente su voz que decía:—No hagas preguntas cuya

respuesta ya conoces.—Atenea… ¿Dónde está

Mentor? Dime dónde está, te lo

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suplico.Tuve la impresión de que sus

labios se movían.—Duerme. En un lugar secreto

que solo yo conozco. Y de estemodo yo puedo adoptar sus rasgos.

—¿Y desde cuándo eres Mentor?¿En qué momento Mentor hadesaparecido? ¿Dónde te heencontrado a ti creyendo que era él?¿Dónde puedo hallarlo?

—No te apenes. Yo he de hacercosas que él no sabría ni podríahacer. No temas, estaré siempre a tu

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lado.Dicho esto, se zambulló en el

mar e inmediatamente emergió bajoel aspecto de una blanca gaviota. Lamiré volar lejos, casi transparenteen la claridad lunar.

Me entró una amargura profunda,una melancolía infinita porqueHeracles había tenido que sucumbira la desesperación; porque Jasón,príncipe de Yolco, habíadestrozado su nave precipitándosecontra los arrecifes y con ellatambién su mente, su corazón;

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porque Mentor, mi fiel amigo, habíadesaparecido a fin de que mi diosapudiera ocultarse bajo suindumentaria. O tal vez estabamuerto.

Esperé al amanecer, esperé a quesaliese el sol y que el viento hicieseoír su voz entre las jarcias; luego vila nave real de Néstor atravesar labahía impulsada por muchosremeros que cantaban una viejacanción marcando la boga.Siguieron otras naves y yo me puseen su estela, y después de mí once

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barcos más y los otros reyes y elresto de las embarcaciones.

Trataba de olvidar las imágenesy los sonidos de la noche, de pensarque todo había sido un sueño, perodentro de mí una voz me decía queera todo cierto y que no habíaescapatoria a aquella verdad,porque en realidad nunca habíacaído presa del sueño.

Doblamos la punta extrema deMesenia donde dicen que hay unade las entradas del Hades, luego elcabo Ténaro en dos días de

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navegación. Entre este cabo y el deMalea se sumó a nosotros elcontingente de Menelao, rey deEsparta, con sesenta naves.Acerqué mi embarcación a la suya ynos encontramos en mi bajel.

—Salve, wanax Odiseo, amigomío —dijo, y me abrazó.

—Salve, wanax Menelao, amigomío —respondí.

El rey Néstor, Áyax de Oileo ylos otros soberanos se reunieroncon nosotros y les hice servir vino.Lo había traído en una gran vasija

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de terracota que hacía mojar decontinuo con agua de mar paramantenerla fresca. Cenamos todosjuntos tras haber anclado las naves,en una mar calma. Todo parecíafavorecer nuestro viaje. Los diosessabían de qué lado estaba la razón yde qué parte estaba el error.

—Nunca he bebido un vinomejor —dijo Menelao.

Derramó en el mar una parteinvocando al dios del abismo paraque nos fuera propicio en lanavegación.

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Avanzada la noche, cada uno demis huéspedes volvió a su nave y alapuntar el alba retomamos nuestroviaje. En el golfo de Argólida seunieron a nosotros las cien navesdel wanax Agamenón, rey de reyesde los aqueos, señor de Micenas, aquien no veía desde hacía tiempo, ylas de Menesteo de Atenas. Llegótambién con su flota Diomedes deArgos, comandante de los epígonosque habían vengado la muerte desus padres, los siete contra Tebas.Finalmente apareció Áyax de

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Salamina, natural de una islapequeña y pobre. Traía, al igual queyo, solo doce naves, pero unaenorme gloria y fama: era primohermano de Aquiles, así comogigantesco y fortísimo. De la proade la nave pendía su escudo, hechode siete pieles de bueysuperpuestas, fabricadoexpresamente para cubrir su enormemole. A cada flota que se añadía, elejército se engrosaba cada vez más,y sugerí a Néstor que distanciaralas columnas, porque si estallaba

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una tempestad se romperían unascontra otras.

Al cabo de cuatro días denavegación, llegamos a Áulide, enBeocia, adonde ya habían arribadoAquiles, Patroclo y Automedonte,el cochero que sujetaba a Balio yJanto, los caballos raudos como elviento. El príncipe de Ftía de losmirmidones había mantenido, pues,su juramento al pacto de lospríncipes. Allí estaba ancladatambién la gran flota de cien navesdel rey Idomeneo, señor de Cnossos

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y de toda Creta.Subí al monte que dominaba la

bahía y me encontré frente a unespectáculo que nunca habríapodido siquiera imaginar. Milnaves fondeadas y tal vez cincuentamil hombres. Casi no podía creeren lo que veían mis ojos. La mejorjuventud de Acaya estaba reunidaen aquel puerto para atravesar elmar y llevar la guerra a la ciudadde Príamo. Pero la vista de tantopoderío hizo nacer en mí otrospensamientos. ¿Cuándo tantos

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barcos y tantos guerreros habíansido agrupados para una batalla?¿Por cuánto tiempo perduraría en lamemoria una empresa semejante?¿Y de veras era posible que lafinalidad de un poderío ilimitadocomo era aquel que se extendía antemi mirada no fuese más que vengarel honor ofendido de uno de lossoberanos de Acaya? No soloestaban presentes los príncipes quehabían prestado juramento, sinotambién otros que no se hallabanpresentes en Esparta aunque

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afirmaran lo contrario. Tal vezAgamenón los había convencido.

No podía soportar que uno de losobjetivos de la guerra, distinto delque conocía, se me ocultara.

Cuando el sol, a mi espalda, sepuso tras los montes y los caminosde la tierra y del mar seoscurecieron, conté cuántas nocheshabía pasado en el mar, lejos dePenélope, y comprendí lo muchoque añoraba su amor, su perfume,su mirada y sus cabellos, susblancos brazos y su pecho

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rozagante. Entendí cuánto echaba demenos a Telémaco, el toque de susmanitas, el sonido de su vocecitaque un día, vuelta adulta y tonante,lanzaría el triple grito de los reyesde Ítaca. ¿Cuántas otras noches ycuántos otros días pasaría lejos deellos? ¿Cuándo tendría noticias deellos y ellos de mí?

Después de los primerosmomentos de entusiasmo, losbanquetes, las invitaciones entre losreyes y las fiestas entre losguerreros, los días que siguieron se

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hicieron pesados como pedruscos.El sol se alzaba sin que la aurora loanunciase, inmediatamentellameante. Un bochornoinsoportable sofocaba la tierra y elagua de la bahía estaba quieta yestancada en el fuego del mediodía.Parecía que el carro del sol sehubiera detenido en el centro delcielo y que nadie pudieradesplazarlo de esa posición. Elsudor corría copioso por las frentesy los aqueos, a millares, buscabanalivio en el agua. Las naves estaban

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inmóviles como los escollos y lasrocas; los estandartes pendíaninertes de sus pendones; las velas,enrolladas; las jarcias, aflojadas.Ni un soplo de viento, ni unaondulación en el mar. Parecía unamaldición y este fue el rumor quecomenzó a correr entre loshombres. Los dioses estabanseguramente irritados, por unarazón aún desconocida. ¿Quién leshabía ofendido y qué se podía hacerpara reparar el error?

Nos reunimos con Aquiles,

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Diomedes, Áyax de Lócride y Áyaxde Salamina, Néstor, Menelao yAgamenón. También el reyIdomeneo de Creta estaba muypreocupado: existía el peligro deque los hombres creyesen que laempresa era una ofensa para losdioses. Demasiado grande,demasiado soberbia y presuntuosa.Tal era también para mí lapreocupación, que a veces meparecía olvidar a mi familia, a mispadres, a mi isla, en el intento deencontrar una solución.

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Pero la solución no existía, si novenía del jefe supremo de lagrandiosa expedición: Agamenón,el rey de reyes de los aqueos.

Con este comentario dejé la juntade jefes y volví a mi tienda en tierrafirme. Subí al promontorio ycontemplé la bahía atestada denaves y la luna que surgía del mar.Me acordé de las palabras que lehabía dicho a Penélope antes dedejarla. Pensé en ella tanintensamente que sentía su piel bajomis dedos, sus labios en los míos y

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el sonido de su voz. Me volví y vi aMentor que subía lentamente por elsendero en dirección a donde yoestaba.

Parecía más maduro, alguna canadestacaba en sus sienes y tambiénen la barba que le enmarcaba elrostro.

—Te traigo noticias de tu familia—anunció.

—Te lo agradezco, amigo mío.Dime, pues, ¿cómo están?

—A Penélope… le has roto elcorazón, pero se comporta como

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una verdadera reina. Tu padrecumple con sus deberes desoberano tal como le pediste, perosiempre le pide a ella su parecer; latrata con gran respeto. Telémacocamina cada vez más expedito. Lehice una pequeña lanza de madera yuna pequeña espada y practicamosjuntos en la lucha…

Sonreí conteniendo a duras penaslas lágrimas.

—Sé que eres un buen instructor,si bien me fiaría más de Damastes.Quién sabe dónde se encontrará

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ahora ese viejo erizo.—En su tierra. Va a cazar,

enciende el fuego y prepara sucomida en el bosque, donde se haconstruido una cabaña de madera,su morada.

Le miré con fijeza a los ojos quese tornaron verdes y entonces lehablé sin contenerme:

—¿Por qué esta calma chichaletal? ¿Qué debemos hacer?Estamos en guerra, y si nosquedamos en esta charca de aguaestancada estaremos derrotados

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antes de partir. ¡Ayúdame!Oí su voz dentro de la mente,

clara y tajante:—Descuida. El poder supremo

no es tuyo. Un adivino hará unasugerencia. Luego el viento volveráa soplar. De la tierra hacia el mar.

Ninguno de nosotros la vio, perola fama de las mil bocas habló atodos. Una divinidad ofendidamantenía prisionero al viento en laslejanas cavernas del Hemo. Paradejarlo salir pedía al máximocaudillo del ejército el sacrifico

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supremo: inmolar a su hija en elaltar. La que más quería: Ifigenia,prometida a Aquiles cuandoalcanzara la edad casadera.

Nadie la vio.Se dijo que, en el momento en

que la hoja se hundía en el tiernocuello, la diosa, aplacada, la habíallevado a buen recaudo, a unnevado santuario de Táuride, y lasustituyó en el altar por una cierva.Nadie sabría de ella nunca más. Nola volvería a ver la madre,Clitemnestra. Concebí dentro de mí

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un odio inextinguible que no hizosino crecer, como un monstruo, conel tiempo.

Luego sopló el viento, unamañana silenciosa. Las jarciasvibraron, crujió el maderamen, elagua se encrespó de miles detemblores relucientes. Después unlargo sonido de cuerno; unestandarte flameó al viento, muchosotros desplegaron estupendoscolores e imágenes fantásticas. Lasvelas se hinchieron. Una nave semovió y se hizo a la mar, otra zarpó

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tras ella con los remos tomando unavelocidad cada vez mayor, luegodiez y cien; velas blancas comoalas de mariposa, que en cambiollevaban muerte allende el marorlado de espuma. Me coloquédetrás de la escuadra de Menelao;oía muy fuerte su grito, veía la nuberoja de sus cabellos, furioso. Lasotras naves de mi flota vinieronalrededor de la mía como cuandouna bandada de gansos salvajesalza el vuelo para emigrar lejos yuno solo los guía delante.

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Y finalmente, otras mil.

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La vista de la inmensa flota, decientos de naves, de miles de remosque batían la superficie del marbullente de espuma, me llenó deasombro. Aquella era una empresaque arrojaba sombra sobrecualquier otra aventura humana. El

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mundo de Heracles, de Jasón, delos siete reyes contra Tebas, deTeseo de Atenas, que había vencidoal hombre-toro en su laberinto, sedesvanecía en la bruma que elviento levantaba de la cresta de lasolas. Un mundo perdido parasiempre se disipaba en los vaporesde la mañana estival y el sol quesurgía por Asia iluminaba unailimitada extensión de navíos, unaselva de estandartes, una miríada derelampagueantes escudos. Elestruendo de los tambores que

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marcaban la boga y las trompetasque emitían sonidos de broncehacia el cielo terso por el quegalopaban blancas nubes eran laimagen y la voz del mayor ejércitoque el mundo hubiera visto nunca.Miles y miles de hombres cruzabanel mar; aquella vista soberbiagrababa en los corazones de cadauno de ellos un recuerdo quepasaría a los hijos y a los hijos deestos durante siglos y siglos futuros,durante miles de años.

Dejaron atrás esposas e hijos

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pequeños, o incluso bebés, padresdebilitados por la edad y por laangustia que ya no los abandonaríamientras viviesen. Ahora se sentíanparte de esa multitud, de los gritos yde los toques, del redoble incesantede los tambores, del estrépito de lasolas al romper contra la proa, de latripulación marina, de los chillidosde las aves; pero luego llegaría eltiempo de las terribles fatigas delcombate, de la pelea cruel, de lasangre, de las noches insomnes, delos ojos abiertos de par en par en la

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oscuridad. ¡Vendrían las heridas yla muerte y, peor que la muerte, elmiedo!

Muchos, demasiados, noregresarían jamás, descenderían alHades despiadado. Aquella visiónque llenaba mis ojos y mi corazónsería la última tan grande ygloriosa; lo presentía. No habríaotras tan brillantes. Ahora ya eldestino seguía su curso. La rutaestaba trazada, el viento soplabafuerte y constante, su enorme fuerzaempujaba mil naves en un solo

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soplo y decenas de miles dehombres revestidos de bronce.¿Dónde estaba la diosa? Tal vez sehallaba sentada en su trono demarfil sobre el luminoso Olimpo afin de contemplar también ella elespectáculo, y cerca de ella estabanlos otros númenes inmortales: Zeusy Hera; Apolo; Ares, que olfateabaya el olor de la sangre, y Afrodita,que protegía a la bella por la que selibraba aquella guerra. ¡Oh, Atenea!¿Acaso tus ojos glaucos mebuscaban entre la espuma del mar,

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entre las velas flotantes? Yo,erguido en la proa empuñando lalanza que me había regalado elw a n a x Autólico, señor deAcarnania, rastreaba tu mirada.¿Veía tu relámpago cegador?

El viento continuó hinchiendo lasvelas sin cambiar de direccióndurante dos días y dos noches. ¡Oh,cuántos, cuántos habrían sidonecesarios para recorrer haciaatrás el mismo camino! La fuerzade los remos añadía velocidad y lostimoneles mantenían firme la proa a

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rumbo levante. Era como si un dioshubiese abierto de golpe las puertasde la gran caverna del monte Hemo,donde había mantenido largotiempo prisionero al viento, y estese hubiera lanzado como un corceljadeante, a galope desenfrenado,ansioso de espacios infinitos.

Las naves de los reyes iban cadauna a la cabeza de su propiaescuadra: algunas más veloces,otras menos. Y yo los veía, a lossoberanos de Acaya, resplandeceren la proa. A veces nuestros navíos

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casi se tocaban y se intercambiabansaludos, superando a voz en grito elsilbido del viento. A mi izquierdapodía ver a Menelao de loscabellos cobrizos y me parecíavolver al día en que Helena lohabía elegido desviando en elúltimo momento de mí su mirada.

El bajel de Aquiles se acercó almío y hablamos. Queríadesembarcar en Esciros y ver alhijo de pocos años que había tenidode una joven princesa hija del reyLicomedes cuando había vivido

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como paje en su palacio. Elpequeño se llamaba Neoptólemo,pero él le decía Pirro, porque teníael pelo color de fuego. Hizo avisara Agamenón; la flota nos esperaríaanclada al socaire de unpromontorio aprovechando parareabastecerse de agua y de comida.Tan solo Aquiles y yo, seguidos pordos lapitas de su guardia, llegamosal palacio. No quiso verpersonalmente al hijo, sino solo enbrazos de su madre y desde detrásde una cortina. Lo contempló

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largamente en silencio. Yo, encambio, me reuní con él y le regaléuna pequeña armadura que habíahecho fabricar por uno de miscarpinteros de ribera con el cobrede un caldero. Dije:

—Te la manda tu padre que hapartido para la guerra. Prepárate, undía te reunirás con él para luchar asu lado.

El niño rió de forma estridente,aferró la espada y comenzó a soltargolpes como un pequeño guerrero.Sus ojos eran los de un lobezno,

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fríos e inexpresivos.—¡Se convertirá en un guerrero

como tú! —comenté a Aquiles—.Pero necesitará que alguien leinstruya y le prepare. Debemosdejar aquí a tus lapitas.

Asintió en silencio.Fui a despedirme del rey

Licomedes.—Wanax, te agradezco tu

acogida. No podemos quedarnospor más tiempo porque hemos deatravesar el mar, pero volveremos.Te dejo estos dos guerreros que

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deberán instruir al niño, deinmediato, como maestros dearmas. Tienen con qué pagar suestancia.

No sé por qué me vino esepensamiento ni por qué dije estaspalabras; era como si obedeciese auna orden que una voz desconocidame susurraba al oído. Aún hoy loque hice entonces no me dejatranquilo…

—Es mi sobrino —respondiócon dureza el rey—. Soy yo quiendecide cómo debe crecer.

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—Es la voluntad de su padreAquiles —repliqué.

Su solo nombre imponía miedo,silencio y obediencia. No añadínada más. Entonces hablé bajomano con los dos lapitas.

—Escuchadme, el resultado deesta guerra será muy incierto. Éldebe convertirse en nuestra últimaarma cuando no haya otraesperanza. Debéis criarle como unguerrero implacable, un asesino.Ninguna piedad, ningún afecto;separadlo de la madre desde

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mañana mismo.Al día siguiente nos reunimos

con el resto de la flota. Lastripulaciones expusieron la vela apleno viento, exhortaron a loscompañeros a agachar el lomo, ahacer hervir el mar con la fuerza delos remos. Cada uno quería ser elprimero en llegar a la orilla. Iliónse dibujaba ya en la lejanía, sobrela colina.

Parecía una carrera, como el díaen que se celebra la fiesta dePoseidón, el dios azul, señor del

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abismo; las naves, sin el mástil y lavela, se lanzaron a todo trapoempujadas por los remos; loscascos surcaron las olas y las proasse disputaron el espacio que lasseparaba de la línea de llegada.

Agamenón hizo proclamarenseguida por sus heraldos que todoel mundo se dispusieraordenadamente en la orilla con losnavíos, por grupos y por lugares deorigen. Yo fui a parar al centro,equidistante del extremo en el querecalaron las naves de Áyax por

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una parte y las de Aquiles por otra.Todos descargaron las tiendas juntocon todo lo necesario para instalarel campamento. Entretanto lasmurallas de Troya se llenaron deguerreros, pero también de gentedel pueblo: ancianos, mujeres,muchachos, hasta niños.Ciertamente, tras el resultadoinfructuoso de nuestra visita, nopodían esperar que aceptásemos elrapto de una reina de Esparta sinreaccionar. Príamo estaba alcorriente con toda seguridad de los

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preparativos y sabía cuántas navesy cuántos guerreros llegarían.

¡Yo veía los refuerzosconstruidos al lado de las puertasladeadas, las Esceas! Pero sobretodo me llamó la atención que suflota no se hubiera hecho a la marcontra nosotros. Me preguntaba porqué no nos habían atacado en elmomento del desembarco, en el quehabrían tenido todo a su favor. Eracomo si una ciudad, tan poderosacomo para dominar los estrechos,no contase con una armada. ¿Cómo

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era posible?La primera nave que tocó la

orilla fue la de Protesilao, quemandaba a los tesalios, y este selanzó adelante seguido por sushombres. Inmediatamente despuésdesembarcó Aquiles, acto seguidose encaminó Menelao con suslacedemonios, luego me tocó a mí yal resto de mis compañeros. Acontinuación apareció Agamenóncon sus micenos, Diomedes con losargivos, el Pequeño Áyax con suslocrenses, el Gran Áyax con los

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guerreros de Salamina al lado delos atenienses de Menesteo, yfinalmente todos los demás.Enseguida corrí a donde estaba elprimer Átrida para pedirle quellamara a Protesilao, pero erademasiado tarde. Una flecha habíatraspasado al rey de los tesalios enpleno pecho, y un grupo deguerreros troyanos, ya apostadosdetrás de la empalizada queprotegía la segunda puerta del ladode las Esceas, se lanzó desdederecha e izquierda y atacó al

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ejército de Protesilao. Sus hombresse habían estrechado en torno alcuerpo del rey caído paraprotegerle, pero estaban expuestospor todas partes, ¡y los troyanosatacaban con los carros!

—¡Aquiles! —grité—. ¡Aquiles!Pero el príncipe de los

mirmidones ya estaba al corriente.Sus guerreros habían hechodescargar ya los carros de lasnaves. Balio y Janto, espléndidosanimales, uno moteado de blanco yde color pardo, el otro rubio como

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el trigo, eran uncidos al carro. Losmirmidones, todos armados concorazas y grebas bruñidas, sejuntaban con rapidez y corrían entrelos carruajes en escuadras decincuenta. Grité a Diomedes y aMenelao que buscaran ayuda, ytambién ellos siguieron en unasegunda oleada de carros y deguerreros a pie. Yo formé a misarqueros para proteger su vueltacuando regresaran al campamento.

El contraataque rompió laformación troyana. Su cohesión no

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era lo bastante fuerte y numerosacomo para aguantar el impactofurioso de Aquiles y luego la fuerzade Diomedes y de Menelao. Escierto que el rey de Espartaesperaba que Helena, desde lo altode las murallas, le viese y lereconociese por el esplendor de susarmas y de las enseñas en su carro.Diomedes irrumpió inmediatamentedespués de Aquiles. Lanzó unanclote que había cogido de la navey trabó la rueda de un carruajeenemigo mientras su cochero,

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Esténelo, incitaba a los caballos enuna trayectoria oblicua quedesequilibró aparatosamente aladversario, derribándolo sobreotros carros en un revoltijo aullantede hombres, caballos, astillas yextremidades rotas, sangre negraque manchó la tierra. Yo ibaadelante con mis arqueros cuandovi abrirse las puertas Esceas anuestra izquierda y vomitar milesde guerreros en el campo empapadode sangre. ¡Cuántos, cuántos eran!Lancé el triple grito de los reyes de

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Ítaca y me volví hacia la izquierda.Inmediatamente todos los arquerosse alinearon en tres filas a misflancos. Plantaron en el suelo lasaljabas, embrazaron los arcos,empulgaron y esperaron.

¡Eih! ¡Eih! ¡Eih!¡Eih! ¡Eih! ¡Eih!¡Eih! ¡Eih! ¡Eih!Mi garganta ardía como el fuego.Sudaban copiosamente, sus

frentes relucían. El sol asaeteabapor nuestra derecha. Ninguno denosotros, ocupados en la lucha,

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advertía la amenaza. Yo recordabaal jabalí de Acarnania. La heridadel muslo me ardió de repente.

—¡Disparad! —exclamé, y unanube de dardos llovió dura comouna granizada, delante de laspuertas Esceas, sobre la formacióntroyana.

Se agacharon.—¡Disparad!Gritaron.—¡Disparad!Se volvieron hacia nosotros.

Desenvainamos las espadas,

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embrazamos los escudos. Reinabala confusión. No distinguía losaullidos y el sonido de losdiferentes metales; las armashablaban lenguajes distintos, peropronunciaban la misma palabra:¡muerte, muerte, muerte! Jadeaba enmedio de la refriega, con unresuello más acelerado, irregular,doloroso. Pero el estruendo de loscarros agrietó la tierra entrenosotros, la llenó de surcos conunas roderas profundas. ¡Losnuestros! ¡El carro de Aquiles! ¡El

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carro de Diomedes! ¡El carro deMenelao!

—¡Esceas! —aulló el troyano.Poderoso, yelmo rutilante al sol,alta cimera. ¡Héctor!

Las puertas ladeadas se abrieronde nuevo con un chirrido,estridencia ensordecedora. Laciudad se tragó a sus hijos para nodejarlos morir.

Se cerraron.El Gran Áyax avanzó. Le recibió

una lluvia de dardos, pero éllevantó el escudo, inmenso, hecho

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de siete pieles, de siete bueyesdespellejados. Con la otra manoblandía un hacha de dos filos; latierra temblaba a su paso. Hastadelante de las Esceas.

—¡Disparad! —grité de nuevo—. ¡A los bastiones! ¡Proteged aÁyax! ¡Cubridle!

Él estaba ya debajo de losparapetos. Blandió la enormehacha, la abatió contra la puertauna, dos, tres veces. Hizo temblarlos batientes, gemir los goznes y lospernos de bronce.

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Rió mi corazón dentro del pecho:¡Áyax llamaba a la puerta!

Muchos de los suyos quedaronsobre el terreno, pocos de losnuestros. Demasiados, sin embargo.Los tesalios habían retirado a su reyProtesilao, a hombros, cantando unlamento fúnebre. Antes de la nochelos aqueos habían levantado unapira y depositado su cuerpo en ella.Los días amargos no tardaron enllegar. Recién casado, había pasadouna sola noche de amor con sujoven esposa. Apenas puso el pie

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en Asia perdió la vida. Por estosería recordado: como el primeraqueo en pisar tierra y el primeroen morir.

En Troya los guerreros vigilabancon la mirada nuestro campamentodesde las torres más altas, mientrasotros abrían cautamente la puerta yrecogían deprisa a los muertos delcampo de batalla para rendirles lashonras fúnebres.

Apenas cayó la noche, unas altascolumnas de humo y de fuegoascendieron de una colina oscura,

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de negros cipreses, próxima albastión oriental de la fortaleza deIlión. Si, a la cabeza de un grupo deaudaces guerreros, hubiese subidohasta allí y hubiera atacado a todoslos que, ignorantes, esperaban eltriste cumplimiento de las exequias,habría exterminado sin duda amuchos, pero pensé que debía haberun límite a las iniquidades de laguerra. No había pasado aún muchotiempo. A continuación las cosasiban a cambiar.

Otras columnas de fuego

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ascendieron de nuestrocampamento. Jóvenes reducidos acenizas que nunca más lucharían y alos que sus padres y madres enduelo no volverían a ver. Lascenizas fueron recogidas en ánforasde bronce y enterradas. Esto era loque se había decidido: no se haríaretornar ninguna nave paratransportar los restos de lasincineraciones. Las familiaserigirían a orillas del mar tumbasvacías que mojar con sus lágrimas.

Entrada la noche, Agamenón

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envió a los heraldos para convocarel consejo de los jefes. Quiso saberel número de los caídos de uno yotro bando y cómo se habían batidolos troyanos; lo fuertes que eran enla refriega y en los enfrentamientoshombre contra hombre; cuántoscarros habían lanzado al campo debatalla. Rindió honores a Aquiles, aMenelao, a Áyax y a Diomedes y,por último, a mí por haberprotegido con los arqueros anuestros combatientes manteniendoa distancia a los troyanos. Todos

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nos congratulamos, comimos juntosy bebimos vino para revigorizar lasfuerzas. Entonces Néstor mepreguntó qué pensaba de laausencia de una flota troyana.

—Sí —intervino tambiénAgamenón en ese momento—,¿cómo lo explicas?

—Yo creo que han escondido lasnaves. No podían hacernos frente, yen lugar de asistir a su destrucciónhan preferido dispersar la flota porlos puertos de varias ciudades delas costas aliadas de Príamo.

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Agamenón meditó un rato sobremis palabras y asimismo Néstor,que luego comenzó de nuevo adecir:

—Tal vez deberíamos atacarlas ytomarlas una por una: privar aPríamo de sus amigos, aislar Troya,destruir la flota dondequiera que seencuentre y acto seguido estrecharel cerco en torno a la ciudad yhacerla caer.

Los jefes comenzaron a discutir yexistía discordancia de pareceres.Aquiles quería lanzar enseguida el

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ataque a las murallas. Menelao leapoyaba y todos podían comprenderel porqué: para asaltar la ciudad,exterminar a los habitantes, hacerpedazos a Paris y darlo en pasto alos perros, recuperar a Helena,llevarla de vuelta a casa y olvidarlotodo, si se tenía éxito. Pero no eratan simple. Troya estaba defendidapor una gran muralla, por unvallado; las puertas, porempalizadas. El ejército erapoderoso y seguramente Príamotenía muchos amigos, tal vez

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incluido el gran rey de los queteos,que se sentaba en su trono de piedraen su ciudad de piedra ubicada enel corazón de Asia. Finalmente seimpuso el parecer de que había quehacer incursiones en las ciudadesaliadas de Príamo, o situadas en lascercanías. Pero dejar, en cualquiercaso, el grueso de nuestras fuerzasmanteniendo el asedio de Troya.

La decisión se reveló prudente.En el curso del primer año deguerra Aquiles y Patroclo, a lacabeza de su flota y de la de

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Protesilao, asaltaron distintasciudades de la costa y lassaquearon, destruyendo las naves.Solo se quedaron fondeados con lamala estación y con el viento deBóreas, que barría el mar conráfagas violentas. Trajeron un granbotín del que se entregó una parte aAgamenón, supremo comandantedel ejército.

En la primavera siguiente,Aquiles, Patroclo, Menesteo,Meriones y otros atacaron la másgrande y próspera ciudad de la

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costa en torno a Troya. Se llamabaTebas y se alzaba al pie de unaenorme montaña llamada Plakos,habitada por cilicios del marmeridional. Aquiles mató por supropia mano al rey y tomó comoesclavos a sus habitantes. Fue unagran victoria, pero yo no conseguíalegrarme por ello. El rey muerto sellamaba Eetión y era el suegro delpríncipe Héctor, primogénito dePríamo, heredero del trono deTroya. A la esposa de Héctor,Andrómaca, la había visto cuando

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había ido con Menelao a pedir larestitución de Helena a fin de evitarla guerra. Era muy hermosa y teníaunos ojos profundos ymelancólicos.

La muerte violenta de su padre,el rey de Tebas, Hipoplaquia,encendió más aún los odios e hizocada vez más encarnizado elenfrentamiento. Los troyanosintentaron continuas salidas paraexpulsarnos hacia el mar oincendiar nuestras naves y nosotrosrespondíamos tratando de destruir

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su ejército y de forzar el vallado yel muro del primer recinto. Unaempresa que se hacía cada día másdifícil.

También yo tuve mis primerasbajas. No había sucedido nuncaantes y mi dolor fue mucho mayorporque esos muertos eran de Ítaca.Conocía a sus familias, a susesposas, y había visto nacer a susniños. Les vengaría matando otrostantos enemigos, porque esta es laley de la guerra: perpetuar losestragos, pese a saber que eso no

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devolverá a la vida a quienes hancaído. Lo que me hirió el corazónfue ver sus rostros, que estabanenrojecidos por el sol y por el mar,tan pálidos. Un color indescriptibley que solo tienen los muertos.¡Cabezas pálidas!

A continuación Aquiles atacóotras ciudades y las saqueó. Regalóa Patroclo una muchachahermosísima de nombre Ifis paraque le diese placer por la noche.Tenía unas piernas largas y esbeltasy unos pechos firmes y altos. Se

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quedó otra para sí, la espléndidaDiomedea, de alto talle.

De aquellos primeros tiempos dela guerra, más que las batallas y lasangre, más que las victorias y lasderrotas, más que las gestas mías yde mis compañeros, recuerdo laspalabras. Conmigo hablaron todos.

Áyax de Salamina, desmesurado,fuerza incontenible, montañaandante. Creo que ninguno de losreyes y de los príncipes de losaqueos llevó a cabo empresas comolas suyas, soportó inmensos

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esfuerzos sin pedir ayuda nunca anadie, ni hombre ni dios. Y sinembargo era simple e ingenuo comoun niño. Áyax era tan pesado comoun pedrusco, y Aquiles era ligero,raudo como el viento, mortífero,despiadado, pero frágil como unacopa de arcilla. Mataba para que nole matasen a él, combatía parasobrevivir a la Cer de muerte quesentía siempre a su lado. La veíacorrer, yo creo, sobre un carrotirado por cuatro caballos negroscomo ala de cuervo empuñando la

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guadaña. Invencible para cualquierotro, incitaba a Janto el rubio y aBalio el moteado a volar sobre elcampo de sangre, y ellos lerespondían con palabras que solo élcomprendía. No quería escapar a lamuerte, lo que quería era que elúltimo instante de su vida fuesecomo un fulgor, como un relámpagodeslumbrante. No ser olvidado, nidesvanecerse en el olvido.

Menelao, devorado por el rencory por la humillación, me confiabasus pesadillas, sus dudas, sus

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sueños. No hablaba de aquel modocon nadie más. Una vez mepreguntó:

—Ese día estabas cerca de mí.¿Por qué me eligió Helena a mí?¿Por qué me quiso para luegotraicionarme y abandonar mi casa?

Yo le miraba a los ojos y meparecía sincero. Pero ¿era de verasposible que mil naves y cincuentamil guerreros hubieran atravesadoel mar solo para traer de vuelta a suesposa? Buscaba dentro de mí otrosmotivos más verdaderos, aunque

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menos visibles. Tanto para loshombres como para los dioses.Pero no los encontraba. Aún no.

—No te tortures —le respondí—, mira a tu alrededor: mil naveshan atravesado el mar, miles ymiles de guerreros. ¿De veraspiensas que esto ha sucedido por loque creemos? La mejor juventud deAcaya derrama su sangre en estecampo abrasado por el sol. ¿Hayuna manera de explicar el porqué?No, no la hay, no aunque creassaberlo. Estamos aquí sin conocer

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el motivo ni la finalidad. Somoscomo pajuelas a merced de un ríoen crecida; soportamos esfuerzos,incomodidades, heridas, miedo yhambre, para luego terminar en laboca del implacable Hades.Alguien quiere que sea así, algunafuerza irresistible, arrolladora, sinrostro y sin voz. La única defensaque nos queda es la de estar juntos,como ahora, entre compañeros,entre amigos, para ahuyentar lastinieblas, el miedo.

—Sin embargo, había un pacto

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entre nosotros…—Ningún acuerdo podría

mantener aquí a cincuenta milguerreros tan largo tiempo, ¿nocrees? ¿Y puedes explicar por quéno hemos vuelto antes de quecomenzase el invierno? ¿Qué nosretenía aquí? Yo no lo sé. ¿Acaso túsí? ¿Es que lo sabe Agamenón, elrey de reyes de los aqueos? Sitienes una explicación, dímela;quisiera saber por qué estoy aquípara perder la vida. Helena no mebasta.

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Menelao guardó silencio y nosupe nunca si por propia voluntad oporque no sabía.

—¿No has notado algo extraño,algo que te vuelve inquieto y tellena de ansiedad el corazón?

Menelao me miró fijamente comosi me viese por primera vez, comosi se diese cuenta de que yo eracapaz de percibir cosas que a losotros se les escapaban.

—Dicen que la diosa Atenea tehabla. ¿Es cierto?

—No importa lo que la gente

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pueda decir de mí, sino lo que estásucediendo aquí. ¿No ves que eltiempo se nos va? ¿Serías capaz derecordar lo que ha sucedido haceapenas siete días? ¿O cuatro, o dos?¿Cuánto tiempo hace que estamosaquí?

Una noche llegué hasta casi la basede las murallas de Troya paraescuchar su voz, pero solo aleteabael silencio sobre la ciudad dormida.Era como si estuviera deshabitada,

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vacía. Aquel silencio me producíaescalofríos. ¿Acaso estábamosponiendo cerco a una ciudadfantasma? Pero acto seguidorecordé que había visto Troya, quehabía entrado en ella, habíadisfrutado de la hospitalidad deAntenor y habíamos habladodurante noches enteras. Caminétodavía largo rato hasta casi lospies de la ciudadela y llamé aHelena. Quería que oyese nuestravoz mientras yacía entre los brazosde Paris, quería que evocase días

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lejanos: un muchacho y una niña enel recinto de los caballos, el solque se ponía…

Volví entrada la noche y tuve quealertar a mis centinelas para que nome matasen. Aquella noche, ¿quénoche?, sentí de forma aguda lafalta de mi padre. Él había veladomuchas veces con los ojos abiertosde par en par en las tinieblas.

Vi a Diomedes cuandoAgamenón pasó revista al ejércitopor primera vez. Se dirigió a élcomo si dudase de su valor.

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—¿Por qué estás dubitativo?¿Por qué te da miedo lanzarte a larefriega?

—No temo nada —respondió—,no olvides que soy el único queantes de venir aquí ha luchado yvencido ante Tebas de las sietepuertas. He vengado a mi padre.

Agamenón no dijo nada más ycontinuó avanzando con el carropor delante del ejército formado delos aqueos. Diomedes se volvióhacia mí y tuve la certeza de que mehabía reconocido.

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—Eras tú —dijo, y comprendí loque pretendía decir.

—Sí —respondí—, era yo.—¿Y qué hacías en Argos?—Devolver a Eumelo de Feras a

sus padres: Admeto y Alcestis.Sabes qué quiero decir, ¿verdad?

—Lo sé —contestó—. Muchos lobuscaban…

—Pero nadie lo encontró.—Tú tienes algo que yo no tengo.

¿Qué es?—Sé que la mente es un arma

más poderosa que cualquier espada

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o lanza o garra o colmillo afilado.—Juntos podremos ser

invencibles.—Puedo serlo también solo —

respondí—, pero si me quierescontigo aceptaré con mucho gustoser tu compañero. Nuestros padresestaban juntos en la nave Argo.

—Nuestros padres estaban juntosen ese bajel —repitió con unasonrisa y subió al carro junto conEsténelo, su cochero, preparándosepara el combate.

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Aquiles conquistó también otrasciudades de la costa, pero no poreso mejoró la suerte de la guerra.Otros guerreros de diferentes paísesllegaban a Troya para ayudar aPríamo a repeler a los invasoresextranjeros. Asimismo los dioses en

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aquel punto habían elegido de québando estar, lo cual se podía sentiren el aire y en los acontecimientos.El tiempo, las manifestacionesinesperadas del cielo y de la tierra,truenos y relámpagos, y en unaocasión también el terremoto quehizo encabritarse a nuestroscaballos y rebullir el mar, lanzabanmensajes que los adivinos nodudaban en interpretar. Agamenónhabía traído consigo a Troya a suvidente Calcante, aunque este habíahecho un vaticinio horrible cuando

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una interminable calma chichamantenía inmóvil a nuestra flora enÁulide. Le odiaba, pero le manteníacon él. En una ocasión, molestadopor su actitud y por sus palabras, lehice una pregunta:

—Dime, profeta, ¿cuántos higoshay en este árbol?

Me miró gélido, se acercó.—Mis artes no sirven para contar

los higos —respondió— y tú losabes bien. ¿Crees que no te heoído cuando hablabas con alguienque los otros no ven?

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Me quedé estupefacto.Estábamos bajo una gran higuerafrondosa y no sé cómo ni cuándonos encontramos caminando por laorilla del mar mientras asomaba laluna, y sabía que en aquel momentoPenélope esperaba que yo pensaraen ella, amarga nostalgia… Élcontinuó: «¿Acaso no es cierto?»,como si estuviésemos aún bajo lahiguera.

No contesté. No quería que otrosse inmiscuyesen entre mi diosa yyo.

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—Ella te ama y te protege. Tú lasientes cuando está cerca de ti, perotambién yo la percibo cuando estápresente, ¿sabes? Pero te envidioporque la ves. Dime, ¿cómo es?

—Cuidado —respondí—, si ellaquisiera que la vieses, no deberíaspedirme nada.

Agachó la cabeza y seguimoscaminando en silencio.

—Quiero proponerte un pacto.Tú dime cuál será el día de mimuerte y yo te diré cuál será el tuyo.

—Nadie quiere conocer el día de

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su propia muerte —puntualicé.—Entonces lo anunciaremos sin

mover los labios, sin pronunciarpalabra. Así cada uno de nosotrossabrá la verdad, pero será libre deignorarla.

—¿De qué sirve? —pregunté—.Aquí es fácil morir. A diario.

—Vale para comprender si deveras somos distintos de todos losdemás, por qué motivo los diosesnos han concedido tan raro regalo.Hay fronteras que solo a muy pocosles es dado atravesar. Tú eres uno

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de ellos.—Aceptaré tu pacto a condición

de que respondas a esta pregunta:¿por qué se me escapa el transcurrirdel tiempo? ¿Por qué no sé cuántollevo en este lugar y miscompañeros tampoco hablan nuncade ello?

—Porque hay dos fronteras ennuestro mundo: la del tiempo y ladel lugar. Tú has franqueado laprimera y, si para ti pasa un mes,para los otros puede transcurrir unaño. O al contrario. Y un día

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rebasarás también el otro límite.Atravesarás una línea invisible paraalcanzar lugares que ningún otropuede ver. Atenea…, tal vez es ellala que así lo quiere. No sé decirtemás.

Me volví hacia él y, en elmomento en que me miraba a losojos, se abrió para mí un pozo detinieblas sin fondo. Le di unarespuesta y él me la dio a mí. Perosu réplica no era un día o un año.Era una imagen que me parecíahaber visto. No pensaría más en

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ello durante mucho tiempo. Laguerra siguió su curso, cada vezmás dura, cada vez más violenta ycruel, cada vez más difícil. Yaborrecida. Para sostener unejército tan grande habían saqueadotodos los lugares de losalrededores, habían tomado lascosechas, el ganado y los rebaños,mientras que el bronce y el cobre,el oro y la plata y las mujereshermosísimas eran para el rey. Yoquería que la contienda acabase,por eso luchaba en el campo de

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batalla con todas mis fuerzas, y mishombres conmigo. Debía servirlesde ejemplo, compartir con ellos losesfuerzos, los peligros, las vigiliasy también la comida. Únicamentecuando era invitado a la mesa deAgamenón con el resto de lossoberanos comía carne asada ybebía un vino puro, embriagador.Había banquetes interminables quetal vez servían para hacernosolvidar lo que estaba pasando.

Una noche me di cuenta de quehabía un huésped al que nunca

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habría imaginado encontrar. Elcantor callejero, aquel al que nadieescuchaba, en el puerto, y que sehabía ofrecido a cantar solo paramí. Recordaba su canto como unlargo lamento, misteriosa armoníade un llanto. ¿Era acaso un dios queideaba desgracias para nosotros yque andaba merodeando bajo unafalsa apariencia? ¿O era un numenamigo venido para traer ayuda? ¿Sehabría percatado Calcante de él?

Solo entonó su poema después determinado el banquete y yo escuché

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cada sonido que salía de entre susdientes. Ni Diomedes, ni Aquiles,ni el Gran Áyax, ni tampoco Néstor,el jinete gerenio, ni el espléndidorey de los cretenses Idomeneoprestaban oídos. Unas esclavasbellísimas se habían unido a ellos yhasta Néstor que era viejo deseabadisfrutar de sus cuerpos perfectos.Me di cuenta de que el poeta memiraba, que sus labios se movíansin emitir sonido alguno. Vi ycomprendí una palabra: «Antenor».Cuando se alejó fui detrás de él.

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—¿Cuándo? —pregunté.No se volvió. Repuso:—Ahora, en la higuera. —Y

desapareció en la oscuridad antesde que pudiera decirle nada.

Pasé por mi tienda, cogí un mantooscuro con la capucha y me ceñí laespada al costado. Dejé la fila denaves varadas en la playa y meadentré en los campos. Notaba lapresencia de muchas sombrasinquietas, espectros de héroescaídos en la durísima refriega, ydentro de mí percibía su dolor, la

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añoranza que sentían de la vidaperdida.

La higuera era una planta enorme,tan grande que cien hombreshabrían podido encontrar refugio ala sombra de su copa. Desde quehabíamos desembarcado, era unpunto seguro en medio de la llanuray mostraba las señales de nuestrasbatallas; flechas clavadas en eltronco y lanzadas, profundasheridas y rajas en la corteza y en lamadera, y sin embargo erafrondosa, y daba frutos que se

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comían los pájaros. Allí vi unasombra y, permaneciendo adistancia, dije:

—Un poeta me ha pedido queviniera a este encuentro, nobleAntenor. Y lo he hecho porqueestaba seguro de que no olvidaríaslos vínculos de la hospitalidad.

—Wanax Odiseo…, reconozcotu voz aunque mantengas oculto turostro. Ningún otro, aparte de ti,podría estar en este lugar a estahora. Sabía que aceptarías. —Nosencontrábamos el uno enfrente del

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otro, oscuros, estatuas esculpidaspor la luz de la luna—. Nosotrosfuimos los únicos en batirnos en laasamblea para evitar la inútilmasacre.

—En vano, wanax Antenor. ¿Quémotivo te ha empujado aconvocarme en este sitio?

—Tanto nosotros como vosotrossufrimos enormes bajas. Lo dicenlas piras que arden incesantementeal borde de vuestro campamento yen nuestra colina de los cipreses.Jóvenes en la flor de la vida caen a

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diario en el campo de batalla, lasmadres estrechan contra su pecholas urnas con sus cenizas y lloraninconsolables, dos pueblos sedesangran sin que nadie consigaprevalecer sobre el otro. Tiene quehaber una solución, una salida.

—¿Tú sabes ya cuál, nobleAntenor?

—Un duelo…—… entre los dos contendientes

principales: Paris y Menelao. Pero¿cómo convencer a Paris? Es unbellaco. Deja que miles de jóvenes

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mueran por un capricho suyo.Antenor dudó, reflexionó en

silencio a la sombra de la higueraveteada por la claridad de la luna.

—No es un capricho, es amor,pero ello no cambia las cosas.Héctor le convencerá. Paris estásiempre cerca de él en la batalla:tiene miedo de combatir solo.Escúchame, Odiseo, y prométemeque no te aprovecharás de lo quevoy a decirte para sacar ventaja…

—Te lo juro. Tengo interés igualque tú en lograr que acabe esta

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guerra sin sentido.—Héctor estará alineado mañana

a la derecha, su primo Eneas estaráen el centro, su hermano Deífobo ala izquierda. Convence a Menelaopara que desafíe a Paris a duelo. Esfácil reconocerle, pues llevarásobre la coraza una piel deleopardo. Di que se adelante, debegritar con voz tonante para dominarel fragor del choque. Mejor si lanzasu desafío antes de que los dosfrentes se encuentren. Paris, en esemomento, solo de verlo, querrá

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huir, pero Héctor se encargará dedetenerle y obligarle a combatir; esdemasiado orgulloso, noble eintransigente y no le tiene el menoraprecio. Lo empujará a redimirse, ademostrar que también él estápreparado para asumir riesgos, parano dejar que sean solo los otros, losque no son hijos de rey, quienesmueran por los muslos de Helena.Paris no tendrá elección y asíMenelao podría tener susatisfacción. No me interesa quienvenza. Se jurará un pacto y yo

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convenceré al rey Príamo para quesea personalmente su garante. Elrey está afligido por el gran númerode caídos, entre ellos no pocos desus hijos, y no creo que se oponga aun duelo por más que quiera a esedesgraciado de Paris. Tú convencea Menelao y a Agamenón, no te serádifícil. En ese punto, cualquiera quesea el resultado del combate entrelos dos, se acabará la guerra.

Mi corazón estaba exultante anteaquellas palabras. El regreso estabapróximo. Tal vez dentro de un par

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de días las naves surcarían el mardespués de haber comprobado quelos cascos estaban en condicionesde afrontar la travesía. Siete ocasosmás y dormiría al lado de Penélopeen el tálamo suspendido entre losbrazos de un olivo, volvería a ver ami hijo, a mis padres. No podíacreerlo y rogaba en silencio a midiosa para que me ayudase. Ahoratodo dependía de mí.

Nos dimos un apretón de manosy, antes de separarnos, dije:

—Si Agamenón acepta, verás

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flamear un paño amarillo en la proade mi nave.

Antenor asintió. Cada unoregresó buscando en la oscuridad supropio rastro.

Yo volví a la tienda deAgamenón, en la que el banquetehabía terminado, pero él todavía nose había acostado e hice llamar aMenelao. Referí mi encuentro y lapropuesta de Antenor apenas el reyde Esparta hubo entrado en latienda de su hermano. Se le iluminóel rostro.

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—¡Por fin! —exclamó—.Masacraré a ese bellaco a laprimera acometida. Escupirá sangreen el polvo y se sacudirá como unchivo degollado que está a punto demorir. Lo daré en pasto a los perroscomo he prometido. Seré yo mismoquien le coma el corazón.

—No —respondí—, así no. Elrey Príamo vendrá a sancionarpersonalmente el pacto. Se haránsacrificios solemnes a los diosesdel cielo y a los que reinan en elsubsuelo. El que caiga traspasado

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de muerte será devuelto a su gentepara que reciba las honras fúnebres.Luego, la victoria será nuestra…

—¡Puedes estar seguro! —interrumpió Menelao.

—Si es nuestra —proseguí—,los troyanos deberán restituir aHelena y una consistente reparaciónen oro, plata y bronce. Si fueranellos, por el contrario, nosotros noscomprometemos a levantarinmediatamente el cerco y volver aAcaya. Decidme si para vosotrosestá bien el acuerdo. Le he dicho a

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Antenor que, si por mí fuese,aceptaría estas condiciones.

—También yo las acepto —dijoAgamenón.

Le vi soltar un profundo suspiroy sonreír. Él sentía el peso de lasmuchas vidas desperdiciadas sinningún fruto y temía al mismotiempo la pérdida del prestigio delque siempre había gozado. En sufuero interno le pesaba también lapérdida de su hija, la más bella ydulce, Ifigenia; Ifí, como él lallamaba. Solo yo, tras el primer

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momento de entusiasmo, estabadudoso. Sabía cuánto el hecho o lavoluntad o el capricho de los diosespodían arruinar los planes de loshombres. Añadí:

—Héctor, el príncipehereditario, combatirá a la derechay Paris estará con él. Eneas, en elcentro, mandará las formaciones delos dárdanos y a la izquierdacombatirá con Deífobo, el hermanomás querido de Héctor. Tú, portanto, Menelao, estarás al mandodel ala izquierda de nuestro

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ejército. Serás el primero enadelantarte para desafiar a Paris.Nosotros te protegeremos, pero nocreo que tengas nada que temer,pues Antenor lo tiene todopreparado. Nadie más que él quiereque acabe la guerra, y ahoratambién Príamo lo desea. Situad aAquiles lejos de nuestra alaizquierda. Es demasiadoincontenible, podría echarlo todo aperder.

Salimos juntos y Menelao meabrazó.

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—Te juro que, si todo va comopienso, te regalaré tierras fértiles enmi reino, cerca del mar, y ciudadesen las que puedas establecerte parapasar al menos algún tiempo cercade mí, porque de todos los reyes deAcaya eres el más querido para micorazón y el que más aprecio.

—Te doy las gracias porhonrarme con tu amistad. Perorecemos a los dioses esta nochepara que nos sean propicios. Soloellos lo pueden todo, mientras que anosotros el hado puede arruinarnos

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los planes que hemos trazado ytambién nuestra propia vida.Duerme todo lo que puedas,descansa y acumula fuerzas paraque mañana tu brazo seaincontenible. Recuerda: sin dudaella te estará observando desde loalto de las murallas.

No dije nada más, pues esperabaardientemente que todo fuese talcomo habíamos ideado el nobleAntenor y yo. Al llegar a mi nave,icé junto a los pendones de proa unpaño amarillo que se vería de lejos

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antes de que hubiesen apuntado lasprimeras luces del día.

A la mañana siguiente, cuandolos rayos del sol iluminaron lasnubes detrás de la línea de losmontes, reunimos al ejército y locondujimos fuera del campamentohacia la ciudad. Las puertas de Iliónse abrieron, los carros del ejércitosalieron a campo abierto ganando elterreno que los separaba delenemigo. Faltaba ya poco, y mirabapor todas partes por si podíareconocer alguna presencia

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misteriosa que pudiera perturbarlos acontecimientos, pero no vinada. Si había dioses que nos eranadversos, sin duda estaban biendisimulados bajo rasgos humanos.Muy pronto vi resplandecer elcasco reluciente de Héctor y, juntoa él, a Paris. Una piel de leopardole cubría parcialmente pecho yhombros.

—¡Ahí está! —grité a Menelaoque avanzaba sobre el carro a nomucha distancia de mí.

Era imponente de ver: el bronce

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que recubría su pecho resplandecíacual oro y despedía a cadamovimiento destellosdeslumbrantes; una alta cimeraondeaba sobre el yelmo a cadaráfaga de viento. Cuando vio aParis gritó con voz tonante:

—¡Paris! Traidor, bellaco, hastaahora te has escondido, has evitadoen todo momento enfrentarte a mí.Muestra por fin lo que vales, si eressolo capaz de vencer a las mujereso si tienes el valor de luchar con unhombre.

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Dicho esto, tras embrazar elescudo y empuñar la lanza, saltó atierra y avanzó con paso pesadohacia su adversario. Paris trató deretroceder al resguardo de las filasde los guerreros troyanos, peroHéctor le detuvo y gritó alguna cosaque no comprendí. Paris se dio lavuelta y se dirigió, con pocoentusiasmo, hacia la primera fila.

—¡Troyanos! —gritó entoncesMenelao.

El ejército demoró la marcha ytambién los nuestros se detuvieron

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ante la señal de Agamenón, quealzó la lanza manteniéndola detravés.

—¡Troyanos, os propongo unpacto! No es justo que todosvosotros sufráis por culpa de unosolo. Estoy dispuesto a batirme conParis: ¡seremos solo dos los quearriesguemos la vida!

Ambos ejércitos estaban ahora apocos pasos de distancia; losguerreros de la primera líneamantenían las armas tendidas losunos contra los otros, prestos al

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más mínimo movimiento delenemigo para lanzarse al ataque.

Paris miraba en torno a élpreocupado, sin comprender lo queestaba pasando. Héctor,acompañado por su heraldo, seaproximó a Agamenón, que me hizoun gesto de que me acercara.

—Estamos dispuestos a escucharla propuesta de Menelao —dijo elpríncipe troyano.

El corazón me brincó en el pechode la alegría: otro paso decisivopara el final de la guerra. Los dos

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máximos jefes estaban de acuerdo.Aquiles se hallaba lejos.

Respondió Agamenón, nuestrojefe supremo:

—¡Príncipe Héctor! Hemossufrido demasiados males, nosotroslos aqueos y vosotros los troyanos,por culpa de uno solo. Dejemos quetu hermano, el príncipe Paris, sebata con mi hermano, el wanaxMenelao. Si vence Paris, dejaremosla Tróade sin pedir nada,zarparemos dentro de tres días parano regresar nunca jamás. Si vence

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Menelao, vosotros restituiréis aHelena con muchos bienespreciosos en reparación por losdaños que hemos sufrido.

Héctor pidió que el pacto fueraaprobado y sancionado por el reyPríamo y nosotros aceptamos.Todos los guerreros de los dosejércitos se sentaron y dejaron lasarmas en el suelo, como cuando elviento se abate sobre un gran campode espigas erguidas con las aristasapuntadas y las acuesta a todas enla superficie. El espectáculo era tal

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vez extraordinario e increíble parala mayoría, pero no para mí: lascosas estaban yendo precisamentecomo Antenor y yo habíamosprevisto. Sin duda, también Héctorestaba al corriente y de acuerdo.Tal vez el único que no sabía nadaera Paris.

Esperamos con ansiedad a que elrey, avisado por un mensajero, seacercara al campamento y jurasedelante de los dos ejércitosarmados el acuerdo ya decidido.Finalmente lo vimos llegar y,

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cuando el carro estuvo cerca ycomprobé que junto a él se hallabaAntenor, pensé que verdaderamenteaquella era la jornada en la queestableceríamos el regreso.

Se degolló a dos pares decorderos, dos de pelaje blanco ydos de pelaje negro, y se juró eltrato, se concretaron lasreparaciones. Solo por un instantemi mirada se cruzó con la deAntenor. Debía de sentirse mal enaquel momento, sin duda por haberaceptado un compromiso doloroso,

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humillante, pero necesario. ¿Acasoel orgullo valía lo que la vida detantos jóvenes? ¿La angustia detantas mujeres, tanta sangrederramada, tanto dolor? Mi apreciopor él en ese instante solo eracomparable al amor y a la estimaque sentía por mi padre, el héroeLaertes.

Y, sin embargo, en lo profundodel corazón sentía una extrañainquietud, una vaga desazón que noconseguía definir ni ahuyentar.Pensé que estábamos cerca de la

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conclusión porque ciertamenteMenelao haría pedazos a suadversario, todo apariencia y nadade fuerza, y la guerra terminaría.Por eso estaba inquieto: porquefaltaba poco.

Los dos adversarios estabanenfrente el uno del otro y ya muycerca, armados hasta los dientes,estudiando la fisura a la que arrojarla lanza, buscando el corazón delenemigo, la garganta o la ingle. Elprimero en hacerlo fue Paris, quientiró la lanza sin esperar un instante.

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Pero Menelao alzó rápido elescudo. Y aunque lo penetró lapunta del arma ofensiva, esta sedobló por el peso del asta.Entonces le tocó el turno a Menelaoy su lanza atravesó el escudo y lacoraza del adversario. Todosmiraron pensando que Paris habíasido herido, pero no era así. Nobrotaba sangre que manchase latúnica. Me mordí el labio de ladesilusión. Menelao, una vezabandonado el inservible escudo,se precipitó de nuevo al ataque

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pero ahora con la espada. Parisrompió la lanza enemiga paraextraerla del escudo y una vez máslo embrazó para protegerse.

Mi inquietud no hacía sinocrecer, del corazón a la garganta.

Menelao le atacó con furia, comouna fiera hambrienta; su espada caíacon martilleante violencia, de modoque el gran bronce que protegía aParis resonó, ensordecedor comoun trueno. El príncipe troyanoresistía retrocediendo como sibuscara refugio entre las filas de su

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ejército, pero no había protecciónposible, pues todos estabansentados; solo Héctor se hallaba depie, apoyado en la lanza; consemblante sombrío, se mordía ellabio inferior. Oí un ruido lejanocomo de viento que corre por lallanura, entre los árboles. Una leveneblina avanzaba por levante.

A la segunda acometida, laespada de Menelao quedó hechapedazos, tal vez un dios la quebró,y empecé a perder la esperanza. Nopodía creerlo. La bruma se hizo

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más densa, empujada por el vientoentre ambas formaciones. Menelaorecogió el trozo roto de su asta ycon él descargó un golpe tremendoen el brazo derecho de Paris, quedejó caer la espada. Menelao lesaltó encima, cargando con su molesobre el escudo del príncipe paraaplastarle pecho y corazón. Paris sedeslizó a un lado para escapar a lamuerte, pero el rey de Esparta leaferró por la cimera del yelmo y loarrastró por el suelo hacia las filasde los aqueos, que le incitaron a

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estrangularlo. La correa del cascose hundió en la carne. La neblina locubrió todo, a los dos ejércitos y alos combatientes encarnizados.

Luego el viento cambio de golpe,disolvió la niebla y vi a Menelao aescasa distancia de mí: apretabaentre las manos el yelmo de Paris,la correa arrancada, lágrimas derabia le caían de los ojos.

El príncipe troyano habíadesaparecido. Y ahora todos loshijos de Troya estaban de pie.

Un sordo zumbido, un silbido

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agudo.Un golpe seco, metálico.Un rugido.¡Menelao traspasado por un

dardo!La flecha se le había clavado en

un costado. Un riachuelo de sangrele descendía lentamente por elmuslo. Escarlata.

¿Viste la sangre, Helena? ¿Laviste? ¿La sangre de tu esposo, elpadre de tu niña?

Estaba demasiado lejos, muyalta, en la torre más elevada, junto

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al rey, al lado de Antenor. Junto aParis en el lecho donde todo seexalta y todo se aplaca.

Se había terminado. ¡Habíallegado a su fin el sueño, el plan tanbien preparado! Se violó el pactojurado por dos grandes reyes, y yoque estaba tan seguro de quepartiríamos, pronto, y tanpenosamente inquieto. ¿Cuántasveces aún había de experimentaresa desesperación en mi vida? Deser repelido hacia lo desconocidocuando todo estaba preparado y era

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seguro, fácil y visible; cuandoparecía al alcance de la mano.

Los dos ejércitos se enfrentaroncomo en el cielo unas nubes detempestad relampagueantes dedestellos; el odio, el rencor, ladesilusión incendiaban loscorazones de los hombres; la furialos arrojaba a la feroz pelea, losenvolvía en la sangre, en el aullido,en el bronce fragoroso. El horrorceñía sus sienes; apretaban elaliento entre los dientes y solo seoía el gruñido bestial; el odio

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emanaba de los ojos. ¡Cuántotiempo había de pasar antes de quecayese la tarde! ¡Antes de que laspiadosas tinieblas cubrieran loscuerpos, concediesen a los heridosla esperanza de la vida y a losmuertos, el llanto!

Lancé el triple grito de los reyesde Ítaca, lo modulé estridente yagudo, llamé a los míos en retirada.Muertos muchos, de lanza o deespada; otros heridos o mutiladosgolpeándose en los brazos, en laspiernas, en el rostro; otros incluso

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cegados, privados para siempre dela luz del sol. Mandé con furia amis compañeros para que ningunode nosotros quedase sin llevar acabo la justa escabechina.

Macaón estaba entre nosotros, granguerrero, el mejor de los médicos,hijo de Asclepio, el que derrotaba ala muerte. Lo mandaron llamar paraque mirase la herida de Menelao,sondease hasta dónde había llegadoel dardo a través de la carne. Puso

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al rojo vivo su puñal y lo empujósiguiendo la flecha hasta encontrarla punta. El músculo contraído lahabía frenado e impidió queperforara los órganos internos. Laextrajo, cauterizó la herida, cosiólos labios y aplicó un bálsamo queno conocía más que él, herencia desu padre. Luego dio a Menelao unapoción para que lo calmase,favoreciese el sueño, y el rey deEsparta, tras haber sufrido muchoen el corazón y en el cuerpo, sedurmió. Aquella noche, Diomedes

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me invitó a su tienda junto conAquiles. Este no padecía, pues laguerra era su elemento, como elaire para los pájaros y el agua paralos peces. Y Diomedes se leparecía en muchas cosas. Fui paraolvidar la amargura, para no llorarpor lo que había sucedido, para nodesesperarme.

—¿Por qué estás tan abatido? —preguntó Aquiles—. Menelaosobrevivirá y tendrá otrasocasiones para dar muerte a Paris.

Asentí con la cabeza. De haber

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respondido por cómo me sentía, nolo hubieran entendido. Entrada lanoche, volví a mi nave. No queríadormir en la tienda, lo que deseabaera tumbarme sobre los bancos deboga, tal como hacía mi padrecuando seguía a Jasón de Yolco enbusca del vellocino en Cólquide.

En mitad de la noche, cuando laOsa Mayor comenzaba a declinarhacia el mar, oí unos pasos en laoscuridad, un andar que conocíadesde chico. Salté a tierra y escrutélas tinieblas que tenía delante de

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mí. ¡Damastes!Me pareció más grande de lo que

era, pero idéntico a como lo habíavisto la última vez antes de supartida, revestido de las mismasarmas, las sienes entrecanas, losbrazos fuertes, los hombros anchosde combatiente.

—Te creía en tus montes,espiando las quimeras queemprenden el vuelo desde las peñasde Pelión y de la Osa, paraescuchar el eco de sus chillidos.¿Cómo has llegado hasta aquí?

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—Te sigo siempre, rey de Ítaca;de hecho, te protejo en todomomento.

Suspiré. A duras penas conteníael llanto.

—Entonces, oh, diosa, ¿por quéhas permitido hoy a Paris esfumarseen la espesa neblina, escapar a lamuerte, cuando Menelao estaba apunto de estrangularlo? Ahoraestaría preparando la partida,fijaría las chumaceras y tendería losestays entre el mástil y las cabillasde las batayolas. El corazón me

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cantaría en el pecho, a míimpaciente de empujar la nave almar. Y en cambio estoy afligido ypienso en cuánto se ha alejado demí y de mis compañeros el día delretorno. ¿Por qué me has hechoesto? ¿Por qué has roto misesperanzas y sigues engañándomeadoptando un falso aspecto?

—¿De veras no comprendes?¿No entiendes por qué tengo laapariencia de Damastes?

—¿Porque Damastes no haexistido nunca? ¿Eras tú por tanto

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quien me golpeabas con el bastóncuando me enseñabas a combatir?¿Y tampoco Mentor ha existidonunca?

—No puedes pretendercomprender, por más agudo yversátil que sea tu ingenio.Aprovecha en lo que puedas mibenevolencia y no preguntes más.Lo que ha sucedido hoy yo no podíacambiarlo porque era la voluntadde los dioses que habitan en elcielo. No era su deseo que la guerraterminase, pues quieren que este

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juego mortal prosiga para sudeleite. Algunos de ellos ayudan alos troyanos, otros a los aqueos.Así la lucha continuará sindescanso ni interrupción aún pormucho tiempo. Resignaos: a losmortales no les es dado sustraerse ala voluntad de los númenes.

—¿Por esa razón corre nuestrasangre, por eso muchos jóvenes seprecipitan al Hades?

—No, no solo por eso: lo queocurre es también un misterio paranosotros. El hado insondable no

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tiene rostro ni expresión, no tienefinalidad ni causa.

—¿Qué te mueve, pues, aayudarme si todo es inútil?

—El hado no es otra cosa que elresultado de mil y mil voluntades,infinitas, humanas y divinas, de lafuerza de las olas y del soplo de losvientos, del canto de los pájaros ydel movimiento de los astros, asícomo un gran río está hecho de mily mil corrientes y su potencia esinvencible. Yo estoy a tu ladoporque desde los orígenes de los

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tiempos hasta el final nadie ha sidonunca como tú, nadie lo será jamás.Yo amo tu miedo y tu coraje, tuodio y tu amor, tu voz y tu silencio ypor tanto vive tu vida, rey de Ítaca,mientras te quede aliento. Ningúndios podrá ser nunca lo que tú eres,ni aunque quisiera.

Se fue, y durante un buen ratoescuché su paso que se alejaba.

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Durante largo tiempo traté devencer mis dudas, misincertidumbres, mis miedos. Lo quemás temía era la locura que sentíapropagarse entre nosotros,infiltrarse en las mentes, tomarposesión de los más débiles, pero

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también de los más fuertes. Vivir ymatar eran, en realidad, dosacciones distintas, pero la una erala negación de la otra. Al inicio, mivida estaba ligada a los orígenes, auna tierra con sus aguas, susárboles, sus frutos, sus sonidos, suscantos y sus llantos. Venía de unafamilia con los padres, la esposa, elhijo, los siervos, el perro, losrebaños y el ganado. Un equilibriocasi divino.

Luego todo había cambiado.Antes de partir para la guerra no

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había dado muerte más que aanimales en las cacerías, ahoramataba a hombres, de continuo, aveces al primer mandoble, o bienlos remataba después de haberlosherido o dejado cojos o mutilados.Los veía estremecerse, dar lasboqueadas. Estaban aún vivoscuando mis hombres los despojabande sus armas. Un derecho mío y detodos los reyes. De este modo elvencedor podía adueñarse depreciosos trofeos que a su regresopondría en la armería del palacio,

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testimonio de su valor, de suriqueza y de su prestigio.

Por lo que se refería a mí, miscompañeros transportaban losrestos de los vencidos a mi nave ylos colocaban en el cofre de proa.Al comienzo me atormentabansobre todo los ojos; las miradas delos moribundos me observabandespués de que me hubiera dormidoy no me daban tregua durante todala noche. Luego me habitué porquetambién nuestros adversarios hacíanotro tanto. A veces, al intensificarse

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la refriega, en medio del delirio delos gritos y de la sangre, me veníana la mente las palabras de Damastescuando me enseñaba a batirme conla espada en el cuerpo a cuerpo:«Esto es lo que llaman gloria».

Con el paso del tiempo, ¿cuántotiempo?, me acostumbré y me dicuenta de haber cambiado, deparecerme más a Diomedes. Enefecto, Diomedes y yo noshabíamos hecho amigos. También élhabía dejado en palacio a una jovenesposa, muy hermosa, Egialea, y

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cada noche, cuando solo se oía elrumor del mar que nunca duerme, loveía sentarse en la orilla cabizbajopara pensar tal vez en su reinalejana, inalcanzable. No leconsolaba entonces el botín que sehabía traído del cruento campo debatalla. Algo nos diferenciaba, encualquier caso: el carro. Yo no lotenía y no habría sabido combatirdesde aquel podio que corría por elterreno de lucha, entre las filas,segando hombres lo mismo que elsegador con las espigas de trigo.

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El carro distinguía a los grandesreyes de los menos poderosos comoyo o como Áyax de Oileo, audaz,feroz, sin temor de los dioses, ocomo Áyax hijo de Telamón, elgigantesco príncipe de la áridaSalamina, isla tal vez aún máspobre que la mía. Áyax era élmismo una fortaleza, tan maciza quenadie ni nada podía moverlo delsitio cuando se situaba con laspiernas abiertas, un pie adelante yotro atrás, dominando a todos.Blandía una lanza hecha con el

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tronco de un joven fresno,irrompible, con una punta de casi uncodo de largo, y un escudo quecubría casi toda su persona, tangrande que conseguía protegertambién a Teucro, su hermano, perode distinta madre. Arqueroformidable, se asomaba por elborde del escudo, asaeteaba yenseguida se retiraba tras laprotección para empulgar otrodardo.

Néstor, el prudente señor dePilos, era de todos quizá el más

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tranquilo: tan solo una vez, para miasombro, lo vi combatir, entre susguerreros y siervos. Y fue un díaamargo, angustioso. Tal vez queríala embriaguez del combate que noexperimentaba desde hacía muchosaños, o tal vez aquel era unmomento en que prefería afrontaruna muerte que siempre habíaevitado, inmediata, sin un triste,largo declinar. Del mismo modo, aveces se hacía llevar a la tienda oal catre alguna bella muchacha,botín de guerra, para ver si los

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muslos suaves de ella y lasestupendas formas le despertabanlos sentidos.

En aquellos años ruidosos,ensordecedores, combatimos portodas partes y con el tiempo quefuera. A veces ni siquiera la lluviaimprevista, los truenos y los rayosconsiguieron desenredar la madejamonstruosa de cuerpos de hombresy de caballos, de metal retumbante.Y en aquellos momentos, sí, mesentía distinto de cualquier serhumano. Creía que explorar los

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límites extremos de lo que unhombre puede sentir y soportar enel curso de su existencia lo hacediferente e incapaz de volver a laque siempre había considerado unavida normal y deseable. No existeel regreso de los confines denuestro mundo, de nuestra mente.Y cuando un hombre hacomprendido esto está preso de untiempo por una especie de vértigoque lo hace sentir más semejante alos dioses, tanto a los del cielocomo a los del infierno. Pero

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también de una melancolíainfinita, la misma que sienten losmarineros cuando abandonan latierra que aman, en la que hannacido, la esposa y los hijos,porque el corazón les habla de untriste presentimiento, que tal vezno volverán nunca más.

Comprendía por qué aquellosque habían tomado parte endeterminadas empresas, si la suerteo los dioses les concedían regresar,sentían la necesidad de encontrarse,de hablar, de cazar, de comer y de

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gozar en el lecho con mujeres muyhermosas, quizá también solo paradormir, en la misma casa, en elmismo palacio. Juntos. Solo en esoscasos, durante las visitas, losbanquetes, las cacerías, se sentíanrodeados de sus semejantes. Solos,eran víctimas de la angustia.

No tenía otro sentido lo quehacíamos, ningún otro que ir másallá de todo límite y de todaimaginación en la furia o en elsufrimiento, en un campo del quecada día, a la salida del sol, podían

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medir la amplitud y la extensión conla mirada. Y de la misma maneraque los segadores se levantan adiario, cogen la hoz y salen alcampo a segar las rubias espigas,doblan el lomo bajo el solabrasador y al atardecer regresan asus hogares, cansados, para tomarla cena y luego dormir, tambiénnosotros volvíamos cada día alcampo de batalla para segarhombres.

Y aprendí cuántas maneras hayde morir, todas infinitamente

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dolorosas. Vi a un joven troyano serarrojado del carro por una lanzadade Diomedes. Tan fuerte, tancontundente que el cuerpo fueimpulsado hacia atrás. Había sidogolpeado en pleno pecho y la lanzale había salido por la espalda y ledestrozó el corazón. Su cochero,aterrorizado, había hecho dar lavuelta a los caballos para escapar,pero Diomedes había arrojado unasegunda lanza que le atravesó lanuca, cortó la lengua y asomó pordelante, entre los dientes. Mientras

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los siervos liberaban a los caballosde su yugo para llevarlos a lasnaves, vi a otro traspasado por unode los glúteos y la lanza asomarlepor el vientre, que chorreaba sangrey orina. Le había atravesado lavesícula.

Avisté a Diomedes asestar unmandoble tan violento contra uno delos guerreros de Licia que tratabade detener que le cercenó elhombro entero y lo separó delcuello y del busto, mostrando lacavidad interna y los órganos que

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contenía, y escapándosele la vidapor ese tajo horrendo. Y lo queobservé fue como si lo contemplaracon unos ojos ajenos porque yomismo, a escasa distancia con misformidables cefalenios, presionabacon todas mis fuerzas contra losenemigos formados y debía estaratento a no ser atravesado,traspasado por una de las millanzas, por innumerables espadas.

Y aprendimos a ignorar el dolor,acostumbrados como estábamos yaa él. Yo mismo vi a Diomedes

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hacerse arrancar por su cocheroEsténelo una flecha que le habíanclavado en un hombro. Apretaba losdientes para no gritar y gruñía comoun lobo, y acto seguido aferró lalanza y la arrojó contra aquel que lehabía herido. Y en otra ocasiónavisté a Teucro extrayendo undardo del muslo de su hermanoÁyax.

Muchas veces, en lo más reñidode la refriega, en medio del ruidoinsoportable del bronce quechocaba y de los miembros rotos,

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escuchaba resonar más alto el cantodel poeta, el mismo que aquellanoche en el puerto de Ilión habíaoído debilitarse por la lejanía ydesvanecerse. El mismo que mehabía guiado en el encuentro conAntenor, que habría podido ponerfin a la guerra. Un canto que era unlargo lamento, un gemido desolado,pero también una melodía sublime ysobrecogedora que lo dominabatodo, distinta como era de los gritosde lucha y de muerte. Nunca supequé era: tal vez mi corazón le hacía

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de eco, quizá aquel poeta era undios que tenía el poder de hacerresonar una voz incomparable:llanto de madres, de padres, deesposas, música del corazón quesiempre es más fuerte que cualquierotra cosa.

En varias oportunidades loscampeones troyanos se midieroncon nuestros héroes más poderososy el enfrentamiento era pavoroso.Entonces todos se detenían para verlo capaces que eran el príncipeHéctor, Eneas que mandaba a los

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dárdanos y Deífobo, hermano deHéctor, de enfrentarse a losguerreros más valerosos. Peroninguno se atrevió nunca a desafiar,solo, a Aquiles, pues sabía que ibaal encuentro de una muerte segura.A él se le oponía una masacompacta, escudo contra escudo yhombro contra hombro, a fin delimitar las bajas, rodearlo, pero sinexponerse jamás a solas. Al igualque hacen los pastores cuandotratan de expulsar del recinto delganado a un león. Permanecen todos

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juntos uno al lado del otro, agitansus puntiagudos bastones hasta quela bestia se detiene o salva la cercade un salto, pero nadie sería tannecio como para adelantarse por sísolo porque sería masacrado deinmediato.

Aquiles creía que debía morirjoven, que había hecho la elecciónfatal, y quería que la fama le hicieseinmortal, así como a todo lo que élhabía tocado; sus armas, susamigos, los enemigos a los quehabía dado muerte, uno por uno

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serían recordados. Pero si Aquilesmoría, ¿cómo podríamos vencer?¿No habría sido todo inútil? Noencontraba una respuesta a esteinterrogante, ni siquiera cuandohablaba con él. «Volveremos —ledecía—, volveremos ambos.» Élsonreía sin responder. Lo que meimpresionaba era la miradatranquila, casi serena, cuandoconversábamos en su tienda o en lamía mientras bebíamos vino. Perocuando se ponía la armadura ysubía al carro se transformaba, los

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ojos brillaban con una luz siniestradetrás de la celada del yelmo, lasmanos se apretaban cual garras alasta de la lanza, la voz resonaba enel interior del casco con un timbreprofundo y cavernoso. Su propiacarne y sus huesos vibraban comobronce sonoro.

Parecía que hubiese un acuerdotácito entre los dos máximoscampeones, Aquiles por nuestraparte, Héctor por parte de lostroyanos, de no enfrentarse entre sí:la apuesta era demasiado alta y no

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valía la pena arriesgarse. Mejorque cada uno ganase gloria inmortalabatiendo grupos de enemigosincapaces de resistir a su potencia.

La guerra se prolongó por largotiempo, durante años, y todoscambiamos. No creo que nosvolviésemos peores o mejores: tansolo distintos. Y como los cambioseran más o menos los mismos paratodos, cada uno de nosotrosmantenía la misma diferencia quelos otros, como al comienzo de lacontienda. Lo más importante era,

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cada día, tener un objetivo.¡Cómo me hubiera gustado hablar

con mi padre! Estaba seguro de quenunca tendría una experienciasemejante, aunque solo fuera por eltiempo, por el número, por lasfuerzas en el campo de batalla.Tampoco la empresa de losargonautas podía compararse con lanuestra.

Para Aquiles yo era un amigoespecial, de algún modo único ydifícil de entender.

—No consigo comprender qué es

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lo que te aleja tanto de mí.—¿Tal vez el hecho de que tenga

una esposa y un hijo? —fue mirespuesta.

Él sonrió, como cuando hablabade la muerte.

—¿Por qué te sonríes?—Lo sabes perfectamente y lo

has visto. También yo tengo un hijo,pero no de una esposa. Ahora debede tener doce o trece años.

Ciertamente, doce años…Aquella noche yo había traído

vino de Tracia. Mis hombres y yo

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habíamos salido, habíamosatravesado el brazo de mar que nosseparaba de la costa de enfrente yhabíamos desembarcado, cargandodos naves con ánforas de vino tinto,fuerte, dulce, que nos hacía buenacompañía.

—Ya sabes que mi padre Peleome mandó para que pasase unperíodo de tiempo en la vivienda deLicomedes, el rey de Esciros, conel fin de que aprendiese unos usos yunas costumbres distintos y vivieseen un palacio real más rico y

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refinado que nuestro tosco palacetede montaña. Yo tenía trece años yel rey era padre de seis o siete hijascuyas edades rondaban los diez ylos quince años. Una de ellas eramuy graciosa y me gustaba estar ensu compañía y jugar con ella. Nadiese preocupaba porque parecíamosunos niños, pero ni yo ni ella loéramos ya. Una tarde de inviernome metí en su cama y ella merecibió sin ninguna renuencia: sesentía protegida y el calor de micuerpo la confortaba y le daba

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placer. Lo hicimos como un juego,las caricias se volvieron cada vezmás atrevidas e íntimas y cuandoentré en ella nos sentimos envueltospor un calor intenso como nuncahabía experimentado, arrastrados enuna embriaguez semejante a la queme produce ahora tu vino…

—Y ella se quedó embarazada.—Efectivamente. Pero nadie

habría podido imaginarlo nunca. Yoera tan rubio y con un rostro tandelicado que casi me confundíaentre aquellas niñas. Te habría

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costado identificarme.—Oh, sí, no te creas. Yo te

habría reconocido enseguida.—¿Y cómo?—Como hice con tu hijo,

¿recuerdas? ¡Habría traído regalos!Ropas recamadas, muñecas, cintaspara el pelo o también una pequeñaarmadura, muy bonita y bien hecha,con una espada y una lanza, y unade esas niñas se nos habría echadoencima. ¡Tú!

—¡La zorra es un animal ingenuocomparada contigo! —exclamó

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Aquiles entre risas.—¿Y lo has vuelto a visitar

después de esa vez que fuimosjuntos a la isla?

—No, no le he visto más. El reyme odia. Estaba furibundo cuandosucedió y mandó decir a mi padreque viniera a buscarme deinmediato. Pero era invierno, ytambién la primavera fue muyventosa y agitada, y tal vez mipadre no pudo dejar el reino deimproviso. Cuando finalmentellegué, el niño había ya nacido.

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Tenía un pelo color de fuego, poreso le llamo Pirro. Pedí que esefuese su nombre. Ellos lo llamaronde otro modo, Neoptólemo, peropara mí será siempre Pirro, pelo defuego. Licomedes dijo a mi padreque me llevara de regreso a casa,tanto a mí como al bastardo, comolo tildó, pero la madre, midulcísima amiga, lo quiso tenerconsigo y amamantarlo como unaverdadera mujer.

—Pero para ti es como si noexistiese. En cambio, yo quise tener

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a Telémaco, así como he amado asu madre, Penélope.

—Te equivocas, a menudopienso en él, trato de imaginarcómo será actualmente. Y él sabede mí y me llama continuamente,quisiera venir aquí a combatir a milado. ¡Es un cachorro de león!

—Con esta guerra inacabable talvez lo consiga. Pero cuando llegueel momento no encontrará ya anadie. Los dos ejércitos se habránconsumido el uno al otro en unacontinua matanza feroz.

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—No —añadió Aquiles—,venceremos nosotros y la ciudadserá arrasada, borrada de la faz dela tierra.

Y mientras lo decía sus ojos seencendieron con esa luz fosca yturbia, como cuando empuñaba lalanza y saltaba sobre el carro.

A veces le gustaba cantar. Teníauna cítara consigo, obra de un buenartesano, con incrustaciones demarfil, y su voz era bonita, fuerte yaguda, casi cortante; en el campo debatalla, en el grito de guerra, se

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convertía en intenso terror para elenemigo, pero en el cantoencontraba su armonía sonora ymelancólica.

Patroclo era su sombra, suayudante de campo, pero tambiénuna especie de hermano mayor quetal vez conocía los secretos de sualma. Era originario de Opunte,había encontrado acogida entrePeleo, el padre de Aquiles, a raízde un homicidio en una pelea dejuego, un accidente involuntario,pero no por eso menos grave. Los

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parientes de la víctima no habíancreído en su testimonio, se habíannegado al rescate que su padreMenecio había ofrecido y le habíandado caza desde el primermomento. Consciente de ser unhombre muerto fuera de lasfronteras del reino de Peleo, quesimplemente le había aceptado, erafiel al linaje y estaba dispuesto alextremo sacrificio, de haber sidonecesario, en cualquier situación.Patroclo y Aquiles habían crecidojuntos, si bien Aquiles era unos

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años más joven, y se habíanejercitado al mismo tiempo en eluso de las armas. Por eso Patrocloconocía más que nadie la manera deluchar de Aquiles, la manera deasestar los golpes, de hacer lasfintas, de esquivar o de reaccionarde forma fulminante, pero nuncahabría podido igualarle. Le faltabanla ferocidad bestial, la reacciónfulgurante y el poder devastador, lavelocidad asombrosa en la carreraque le permitía, a pesar del peso dela armadura, alcanzar inexorable a

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sus presas en fuga.Aquella tarde había abierto poco

la boca, se había dedicado alcuidado de sus armas, afilando lasespadas y las puntas de lanza,bruñendo como espejos losescudos, las grebas y las corazas,pero seguramente lo habíaescuchado todo, no se le habíaescapado una palabra.

Cuando me levanté para volver ami tienda y tomarme un momento dedescanso, Aquiles me acompañódurante un rato, paseando conmigo

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a lo largo de la orilla del mar.—Hace una bonita noche —dijo

mirando las nubes que el vientoempujaba.

—Sí, este viento ha pasado pornuestras casas antes de llegar aquí.

—Querrías volver, ¿verdad?—No a cualquier precio —

respondí—. Si se entra en guerrahay que vencer y no hemos vencido.

—Aún no.—El ruido del mar me trae a la

mente mi isla. ¿Y a ti?—A mi madre —contestó.

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Recorrimos en silencio un brevetrecho, escuchando el rumor de laresaca.

—¿A tu madre? Dicen que es unadiosa del abismo.

Aquiles sonrió, como cuandopensaba en la muerte.

A partir de aquella noche seinstauró un pensamiento fijo en mimente: no me interesaba contar losenemigos que había abatido, pesarel botín que había acumulado en el

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cofre de proa. Quería encontrar lamanera de entrar en la ciudad,descubrir qué era lo que daba a esagente la fuerza para batirse contanta saña, y los recursos paraproveerse de todo cuanto seprecisaba para una tan larga guerra.No podía esperar de brazoscruzados el curso de losacontecimientos. No tenía noticiasde mi tierra, no sabía nada de mifamilia; no podía explicarme elporqué y la idea era insoportable.

Reflexioné que solo había dos

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vías de salida. La primera eravolver a casa. Había mantenido lafe en el pacto jurado; las cosas nohabían ido como yo esperaba. Nopodía seguir poniendo cercoeternamente a aquella ciudad, perosería el primero y tal vez el único.Una vergüenza que acabaría con elbuen nombre de mi familia y que noaceptaría jamás.

La segunda era caer sobre laciudad y yo debía encontrar lamanera.

Pocos días después reuní a mis

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compañeros: Euríbates, Sinón,Euríloco, y les expuse mi plan.

—Mañana entablaremos batalla,vosotros estaréis a mi lado y detrás.Si Atenea me concede, tal comoespero, abatir a un enemigo, osadueñaréis enseguida de su cuerpo,lo desnudaréis y pondréis a buenrecaudo sus ropas y armas. Cuandollegue el atardecer y los guerrerostroyanos vuelvan a la ciudad, yo meconfundiré con ellos, me cubriré lacara y el cuerpo de sangre, pareceréuno de los que después de una

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cruenta batalla regresa herido a laciudad para que le curen.

—Si te descubren, te buscarásterribles tormentos —me dijoEuríloco.

Le mostré una punta afilada.—No. Si fuera a suceder, usaré

esto, y dejaría en sus manos solo uncuerpo exánime.

—Que tal vez no será sepultado,sino dejado a los perros —replicóEuríloco.

—Lo sé, pero he tomado ya unadecisión y nada ni nadie podrá

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convencerme de lo contrario.No entablamos de nuevo combate

hasta ocho días después, porque lostroyanos no salieron por las puertasdurante todo ese tiempo a pesar deque nosotros les provocábamoscada día formados en campoabierto. Cuando finalmente sedecidieron, la batalla prendióáspera y cruel como, y más incluso,lo había sido hasta ese momento.Yo me alineé con mis guerrerosapartado de los combatientes másilustres, que avanzaban sobre los

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carros tirados por fogosos corceles,y cuando la caída de la tarde pusofin al enfrentamiento y cada bandoretiró a sus propios caídos, yo meescondí con mis más fielescompañeros detrás de la higuera,me despojé de mis armas y me vestícon las de un guerrero troyano queyo mismo había derribado con unalanzada y que Euríloco habíarematado con la espada. Empapé latúnica de sangre y me la pasé por elrostro, de manera que mi aspectofuese terrible a la par que

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miserable. Luego me uní a unpequeño grupo de enemigos que seapresuraban hacia la puerta antes deque los batientes se cerrasen.Algunos de ellos, viéndome cojear,incluso me asistieron,sosteniéndome por las axilas demodo que pudiese superar losescalones torcidos que llevaban alas puertas Esceas.

Poco después, tras quedar casisolo, desaparecí en un oscurocallejón.

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De vez en cuando encontrabaguerreros que patrullaban las calleso socorrían a los heridos, pero lamayoría de ellos llevaba losmuertos hacia la colina orientaldonde se alzaban las piras. Se habíatalado un bosque entero para

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levantarlas y celebrar unas dignasexequias a los héroes que habíandado su vida por la patria. Oíallantos y gemidos atenuados por ladis tancia, ecos de angustia…Cuando nadie me veía podía correrlibremente y desplazarme conrapidez de un lado a otro de laciudad. Quería alcanzar la fortalezay dominar desde allí arriba losmuros, las puertas, el palacio ycualquier otro punto importante. Enbuena medida ya la conocía, porhaber venido con Menelao, pero

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muchas cosas habían cambiado, sehabían preparado obras de defensa,se habían llevado a cabosupresiones en la fortaleza paraeliminar los puntos desde los que sehabría podido subir fácilmentehasta lo alto de los muros. Y unvallado, por la parte de septentrión(¡nunca lo había visto!), protegíalos campamentos de los aliados:tracios, frigios, licios y otrasnaciones de Asia. Millares ymillares de guerreros que a menudocombatían contra nosotros al lado

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del ejército de Príamo. Otras vecesestaban ausentes para dedicarse a lasiembra o a la cosecha de lasmieses en sus campos.

La fortaleza estaba ya próxima:desde allí podía ver arder las pirasen nuestro campamento y otrassobre la colina oriental de Ilión; yel puerto desierto, otrora unhervidero de naves. Trataba degrabar cada cosa en mi mente antesde que la noche lo oscureciesetodo. Y finalmente llegué casienfrente del más imponente de los

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santuarios, el de Atenea, en la partemás alta de la fortificación. Unmisterio para mí: ¿cómo podía ladiosa apartar su mirada de laciudad que la honraba en aquelpunto? Y en torno al santuario veíauna fila de guerreros revestidos debronce que empuñaban lanzasmacizas, de larga sombra. La luz delas antorchas las proyectaba sobreel suelo de la fortaleza.

Debía acercarme y esperar elmomento oportuno para descubrir elmotivo por el que tantos guerreros

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estaban formados para proteger untemplo, un recinto sagrado, ya depor sí resguardado por sucondición. Pero ¿cómo superar lafila de los guerreros que montabanla guardia? Me acerqué cuanto pudey permanecí a la sombra de la parteporticada que flanqueaba el muromeridional de la fortaleza, tratandode encontrar una rendija. Debíadistraerles de algún modo y lancé elyelmo lo más lejos posible hacia elextremo opuesto del porche. Elbronce resonó muy fuerte al chocar

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contra el muro y luego en cadarebote contra el pavimento. Algunossoldados de la guardia seprecipitaron en la dirección delsonido. Alguien encendió unasantorchas en los braseros para tenervisibilidad y mientras tanto mearrastré sin ser visto hasta laentrada. La puerta no estabacerrada, sino solo entornada, comosi alguien acabase de acceder ytuviese que salir. Entré. Desdedentro oía llamadas y ruidos yluego las pisadas de la guardia que

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se acercaba de nuevo. Miré afuerapor la rendija y los vi apretar lasfilas en torno al santuario: ¿cómosaldría de esta?

Me volví hacia el interior y viuna figura femenina inmóvil frente ala imagen de Atenea, una efigiepequeña, de no más de tres codos,que la representaba de pie, lanza enristre y tocada con el yelmo. No erade metal y ni siquiera de madera.Parecía tallada en una piedradesconocida, áspera y porosa conunos cristales que brillaban y se

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teñían de rojo reflejando la luz delas antorchas y de los braseros. Susojos eran de madreperla y teníanpestañas y cejas y parecían mirarfijamente a todo el que seencontraba en el interior delsantuario. La joven, erguida delantedel simulacro, debía de ser unaprincesa de sangre real por lariqueza de su atuendo y por ladiadema de oro que le ceñía loscabellos, lo cual explicaba elmotivo del cinturón de los guardiasarmados en torno al recinto

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sagrado. ¡Una hija de Príamo! Pero¿quién podía ser? ¿O acaso era laesposa de Héctor, el héroeexterminador?

Continué desplazándome ligerocomo un fantasma hasta que meencontré enfrente de ella. Vi surostro y su expresión, así comocorrer por sus ojos abundanteslágrimas. Unos ojos tristes yaterrados. ¿Y si la hubiera robado yllevado al campamento? No. Nocometería un acto execrable en elinterior del santuario.

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La princesa mojó los pies de laestatua con sus lágrimas ypronunció entre sollozos unainvocación que no comprendí; luegose dirigió finalmente hacia lasalida. Escuché el paso de losguerreros escoltándola hacia sumorada y oí cerrarse de nuevo lapuerta. Me quedé a solas con ladiosa y me acerqué al simulacro.

Había algo de inquietante enaquella imagen. Los ojos demadreperla, inmóviles y fijos, erancapaces de una mirada penetrante;

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la lanza parecía casi vibrar en lamano de la diosa. Aunque elesfuerzo que tenía que hacer anteuna presencia tan poderosa hacíaque desviara a ratos la vista haciaotras partes, estaba seguro de queen el mismo instante en los ojos dela diosa había disminuido elparpadeo. Lo sabía porque notabaagitarse el aire a golpes secos yrápidos, antinaturales en aquel lugarcerrado.

«¡Indícame una salida!», gritó micorazón, pero tan solo oía el

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retumbo lejano de un trueno. Unrelámpago imprevisto alumbró elcielo revelando la apertura quepermitía a los humos del incienso ya las antorchas ascender hacia elcielo.

¡La diosa me había respondido!Trepé por una pilastra hasta el

techo y me encontré al aire libre enel tejado. La luna asomaba en aquelmomento entre las nubes detormenta e iluminaba la ciudad conuna luz azulina.

Todo era ahora silencio, los

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troyanos buscaban en el sueño undescanso a sus penas y lutoscotidianos. Su vida debía de ser untormento permanente. Nosotroséramos tan solo guerreros,acostumbrados a causar y a recibirla muerte; ellos eran una comunidadde familias con esposas, maridos,prometidos, hijos e hijas, padres: eldolor se veía multiplicado endesmesura dentro del recintoamurallado como el eco de un gritoentre las paredes de un vallerocoso. Miré a la sagrada Ilión

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durante unos largos, interminablesinstantes, espléndida con sus torresy murallas, sus palacios ysantuarios, sus casas en terraza quedescendían hasta el valle exterior ylas empalizadas, los altares, lasestelas pintadas y esculpidas enmemoria de los antiguos reyes yhéroes, pináculos y manchones.Pensé que un día venceríamos y quetodo aquello sería nuestro botín,pero no conseguí sentir ningunaalegría en el corazón porque enaquel momento casi era parte de la

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visión hechizadora.Me descolgué al suelo sin hacer

ruido y, cuando me disponía adeslizarme en la sombra del porche,una mano se apoyó en mi hombro.Me volví de golpe con la espadaadelantada para matar. El bronce sedetuvo a escasísima distancia de uncuello de divina perfección, blancoy purísimo, de un rostro del quesolo podían enorgullecerse lasdiosas del Olimpo: ¡Helena! Miespada temblaba en la mano comovibraba mi corazón en el pecho el

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día en que ella estaba a punto deelegir un esposo en la lejanaEsparta.

—Odiseo —dijo—. El guerreroque primero cojeaba y luego corríacomo un joven carnero, saltando deun punto a otro del recintoamurallado, no podía ser otro quetú.

—¿Qué pretendes decir? —pregunté.

Un grito suyo y estaría muerto.Pero mi mano ahora había yatitubeado y no podía matarla. Y sin

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embargo esa habría sido unamanera de poner fin a la guerra.¿Por qué no se me había ocurrido?Ella pareció adivinar mispensamientos.

—¿Por qué ha dudado tu mano?¿Por qué no has dado muerte a laperra que se entregó a un visitantenunca visto con anterioridad, quetraicionó al marido que ella mismahabía elegido? Se habría acabadola batalla y habrías vuelto conPenélope.

Yo temblaba y jadeaba por la

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emoción que agitaba mi corazón ycerraba el paso a las palabras.

—Sígueme —añadió, y se volviódándome la espalda.

Fui detrás de ella, ¿qué otra cosapodía hacer? Helena, hermosacomo una flor púrpura, el tormentode toda una ciudad sacrificada a subelleza; la muerte de millares dejóvenes en el sangriento campo debatalla no la habían marcado enabsoluto; el cuerpo sinuoso,sublime, contoneante bajo el finovestido, casi transparente; los

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cabellos como la espuma del mar ala luz de la luna, pero centelleabandorados cuando los relámpagosincendiaban el cielo seguidos delruidoso trueno.

Abrió una portezuela bajo unarco y entró en un largo y estrechocorredor iluminado por algunalucerna, luego abrió otra puerta yaccedió a una magnífica morada,sin duda la casa en que vivía.

—Ven —dijo de nuevo, y abrióotra puerta.

Nos encontramos en una estancia

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revestida de alabastro con unapileta de agua perfumada al fondo yunos frascos llenos de esenciasraras.

—Lo había hecho preparar paramí —puntualizó—. Desnúdate ytoma un baño. En otro tiempo lospríncipes se bañaban en el mar,pero ahora están las naves de losaqueos y deben lavarse en suscasas.

Me quité las ropas, dejé laespada y me quedé desnudo einerme delante de ella. Helena

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cogió un cuenco de plata, sacó aguade una jofaina y me la derramó porencima lavándome la sangrecoagulada, el pelo, los hombros, elrostro. Me comentó:

—Mirando desde las torres, nohe conseguido ver en ningúnmomento a mis hermanos Cástor yPolideuces. ¿Dónde están?

—No se sabe. Partieron para unaexpedición militar haciaseptentrión. No han vuelto. Se diceque uno murió por salvar al otro. Entu ciudad son venerados como

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héroes inmortales.Suspiró escondiendo el rostro

mientras me hacía meterme en labañera. Luego se sentó cerca, en elborde, y me lavó la espalda y elpecho con una esponja de mar.¿Acaso estaba en una de lasmoradas del Olimpo? ¿Cómo eraposible lo que estaba sucediendo?Sus ojos brillaban con una luztrémula, una expresión que nadiehabría podido interpretar, creadapor sentimientos encontrados, y sinembargo por un momento, en esos

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gestos de ella, en la manera comome miraba, me pareció reconocer aPenélope.

—¿Por qué haces esto conmigo?—pregunté.

—Porque siempre lo he deseado—respondió—. ¿Recuerdas elrecinto de los caballos? ¿Lo que tedije?

—¿Cómo olvidarlo?Se oyó llegar de la calle unas

fuertes pisadas. Un grupo dehombres armados se acercaba.

—Paris vuelve del consejo de

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guerra en el que todos lodesprecian. Vete ya y no meolvides. Yo no te he traicionado.

Me puso unas vestiduras limpiasy me estrechó en un abrazo que nohabía de olvidar nunca para el restode mis días. Las lágrimasdescendían de sus ojos.

—¿Por qué? —seguícuestionando.

—Porque es esto lo que soñé lanoche antes de hacer mi elección: túy yo, como marido y mujer, en unhermosísimo lugar, en la intimidad

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de nuestra casa. Pensé que era unaseñal, un mensaje sobre mi futuro.Lo era, en efecto, pero no como yoimaginaba entonces. He aquí cómolos dioses me engañaron. Esta es lavisión de ese sueño y yo la hehecho realidad sin querer; soloahora me doy cuenta. Maldito sea eldios que me la mandó, pues se mofóde una muchacha enamorada. Noera ese mi destino, no. Mi destinoera esta guerra espantosa, cruel,sangrienta, cuya verdaderafinalidad sigue escapándoseme,

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pero que tanto gusta a los dioses…Y ahora vete, rey de Ítaca, que tuaudacia no te pierda.

Me besó. Un largo, loco besodesesperado.

Ahora me asemejaba de nuevo a untroyano, a un aristócrata conaquellas vestiduras, que andaba porla ciudad a esa hora de la noche.Pedí a mi diosa desde lo profundodel corazón que guiase mis pasos enla oscuridad, y mientras me movía

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con cautela, evitando las patrullas,los cuerpos de guardia, peroreteniendo todo en mi corazón y enmi mente sobre las defensas de laciudad, pensaba en esa imagen delsantuario, misteriosa, enigmática,tremenda con su mirada demadreperla y los cristalesrelucientes sobre el cuerpo. ¿Quéera aquel simulacro antiquísimo?

Llegué finalmente a la galeríaque llevaba a las puertas Esceas,las únicas que daban a campoabierto. Me descolgué agarrándome

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a los salientes de las piedras,despellejándome las manos entrelas grietas y los bordes cortantes delos bloques de roca. Luego me dejécaer al suelo. Rodé hiriéndome loscodos, los hombros, la espalda yme detuve contra un pedrusco quehabría podido matarme. Es ciertoque la diosa de ojos azules velabadesde su santuario por mí. Un perroladró a lo lejos, otro le respondiócon un largo ululato mientras caíanunas escasas gotas de lluvia. Lleguéjadeando a la higuera y de nuevo

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me puse mis ropas: vestido deaquel modo, en la oscuridad, algunode los nuestros habría podidomatarme.

Entré, no mucho después, en latienda de Agamenón einmediatamente fue convocado elconsejo de los jefes. Referí que laciudad no había cedido a ladesesperación: que se habíalevantado un vallado por la parteseptentrional para proteger loscampamentos de los aliados que nohabían podido ser alojados en el

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núcleo urbano, que había troyanos,licios, frigios y otras naciones deAsia. Referí que se habían hechotrabajos para aislar más las puertasEsceas del territorio circundante yhacer más difícil el acceso. Yexpliqué que un ataque frontal a lasfortificaciones sería de hechoimposible. Por el momento noquedaba más que continuar losenfrentamientos en campo abiertobuscando una victoria decisiva; sinesta no sería posible doblegar lafuerza de ánimo de los troyanos.

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—El dolor no se manifiesta enpúblico, solo durante los funeralescuando las madres y los padres vencolocar a sus hijos en la pira.Seguramente hay algo que les dafuerza para seguir soportando ladesesperación, las heridas y lasmutilaciones.

—¿Y qué es, prudente Odiseo?—preguntó Agamenón.

Me quedé un largo instante sinsaber qué decir mientras la imagende Atenea en el santuario de lafortaleza me volvía nítida y casi

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real a la mente. Luego respondí:—El amor por su ciudad y su

tierra. Por este amor estándispuestos a arrostrar cualquierpeligro y a perder la vida si fuesenecesario. Nosotros estamos solos.Ellos tienen ante sus ojos cada día asus mujeres e hijos, a los padres yhermanos, a las personas que aman.Esta es su fuerza. Espero que lanoche os sea buena consejera y quelos dioses nos concedan un sueñotranquilo.

Me encaminé hacia mis naves y

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mi tienda, y cuando hube llegado aescasa distancia noté una figuraoscura de pie delante de la entrada.Calcante me estaba esperando.

—He escuchado tus palabrasaunque no me hayas visto.

—¿Y no tienes bastante con loque has oído?

—La persona que has visto en elsantuario era Casandra, la hija dePríamo. También ella posee el don.

—A mí me ha parecidoúnicamente una mujer sola, asustaday triste.

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—Todos los que poseen el donestán solos. El don es también unamaldición. Dicen que, cuando nacióParis, ella, aún niña, entró en elaposento de la reina que acababa dedar a luz. Hécuba y sus siervassonrieron al ver que la pequeñahabía ido a conocer a su hermanito.Pero ella, mirando al recién nacidocon ojos de hielo, dijo: «Matadle».

»La reina rompió a llorar anteaquella espantosa sentencia, tantomás terrible cuanto que salía de laboca de una niña inocente. Nadie

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comprendió aquel acontecimiento.Se pensó que ella, hasta esemomento la predilecta de suspadres, odiaba al recién nacido quele robaría su afecto y sus caricias.El pequeño Paris fue mandado lejoscon una nodriza, la mujer de unpastor que vivía en el monte Ida,temiendo que Casandra pudierahacerle daño. Aún ahora Príamo ysu esposa se niegan a comprenderel mensaje, aunque vean caer a suspropios hijos bajo los golpes deAquiles.

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—¿Y cuál es el mensaje?—Lo comprenderás

perfectamente: Paris sería la ruinade su patria y por eso era necesarioeliminarlo.

—Y por lo tanto Troya caerá.—Así está escrito. Pero no

ahora.—No te burles de mí, el motivo

lo has visto con tus propios ojos.No es el amor a la patria, o no solo:es esa estatua de piedra cubierta deestrellas luminosas. Mientraspermanezca donde se encuentra la

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ciudad no sucumbirá.No quise preguntar nada más. La

imagen de la diosa con los ojos demadreperla todavía me turbaba y elbeso de Helena me envenenaba lasangre. Me limité a decir:

—Deseo que tengas una nochesin pesadillas, Calcante.

Y me despedí de él.

Aún pasó mucho tiempo y la tierratuvo que embeber mucha sangreantes de que la balanza de Zeus

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hiciese inclinarse la suerte de unbando o de otro. Sucedía a vecesque algunos de nuestros más fuertescampeones eran heridos y nopodían tomar parte en la lucha; enotras ocasiones nosotros éramossuperiores, pero entonces lasinexpugnables murallas de Ilión sevolvían un refugio seguro y nuestroímpetu se estrellaba contra lasjambas ensangrentadas de laspuertas Esceas. Tratamos, pues, envarias ocasiones de alinear contraHéctor al propio Aquiles, pero el

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troyano evitó el enfrentamientodirigiéndose con el carro a otraparte de la primera línea de ataqueque estaba cediendo ante el ímpetude Agamenón, Menelao yDiomedes. No ocurrió nada dedecisivo. Héctor se comportabacomo hombre prudente: sabía queno debía arriesgar la vida para noprivar a su ejército de un mandofundamental. Para él, estaba antes lavida de su gente y de su ciudad quesu gloria de combatiente.

Parecía que nada había de

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cambiar, que los dioses hubieranfijado con clavos de bronce nuestrodestino en el espantoso campo deestragos y de llanto, cuando sucedióalgo que cambió la suerte de todosnosotros.

Aquel año el verano fue tórrido,sofocante. El calor era taninsoportable que también la guerrase había diluido. Ningún griego nitroyano conseguía combatir yadentro de una armadura que el solvolvía candente, con las fuerzas quese desvanecían antes incluso de que

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comenzase el choque, por lo que loscombatientes fueron escaseandohasta casi desaparecer del todo.Pero en medio de la canículaestival se propagó en nuestrocampamento una enfermedad quesegaba la vida de numerosasvíctimas cada día y cada noche yque sumió a todos en laconsternación. Un guerrero puedesoportar las heridas, la sed y elhambre, la muerte en la batalla,pero no marchitarse en una fétidayacija empapada de sudor y de

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vómito, de morir de una muerte sinsentido.

El flagelo era ciertamente debidoa la ira de un dios. Era necesariocomprender cuál había sido laofensa y qué numen era precisoaplacar con sacrificios y ritos deexpiación. El mismo Aquiles quisoque se convocase la asamblea delos reyes y de los príncipes deAcaya y que se consultase aladivino Calcante.

Nos reunimos al atardecer cercade la orilla del mar, dentro de un

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círculo trazado en la arena ymarcado por doce antorchasencendidas. Agamenón estabaenojado porque la asamblea habíasido congregada por Aquiles y nopor él. Y fue Aquiles quien tomó lapalabra.

—Habla, pues, oh, vidente. ¿Quédios está tan irritado con nosotrosque nos manda un flagelosemejante? ¿Cuál es la causa de sudesdén?

Pero Calcante parecía reacio aresponder.

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—Dime, ¿qué te frena? —leapremió Aquiles.

—Lo que diré no gustará anuestro jefe supremo.

Aquiles, sin mirar siquiera aAgamenón, contestó:

—No debes temer nada y a nadieporque estás bajo mi protección.

Era un desafío pronunciadodelante de todos y contra elsoberano más poderoso de todaAcaya.

Calcante levantó su bastónagitando los cascabeles que

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adornaban la punta y en la asambleade los reyes y de los príncipes sehizo el silencio; se podían oír elrumor de la resaca y los lamentosde los moribundos. El humo de laspiras oscurecía de negra niebla eldisco solar que se ponía. En aquellaatmósfera de muerte resonó lapalabra del vidente:

—Apolo está airado connosotros porque su sacerdote,Crises, como alguno de nosotros havisto, ha venido al campamentotrayendo muchas riquezas a fin de

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rescatar a su hija que es esclava deAgamenón, pero ha recibido unanegativa. Afligido, el sacerdote hainvocado al dios para que vengasesu humillación y Apolo le haescuchado desencadenando sobrenosotros sus dardos mortales. Laúnica posibilidad de hacer que ceseel flagelo es que Agamenónrestituya la hija a Crises e inmolemuchas víctimas en el altar deApolo con la esperanza de que eldios quiera aceptar este acto deexpiación.

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Nunca en tantos años de guerra eljefe supremo de los aqueos habíasido tan humillado públicamente yobligado a agachar la cerviz frentea la arrogancia de Aquiles. Pero elrey de reyes de los aqueosreaccionó duramente a las palabrasde Calcante.

—¡Profeta de mal augurio, nuncame has dado una noticia quealegrase mi corazón, sino nada másque penas y desgracias! No hequerido privarme de mi esclava. ¿Ybien? Criseida me pertenece, es

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hermosísima de cara, de cuerpo, demente y quería tenerla aquíconmigo. Era mi derecho poseerla yera mi facultad aceptar el rescate orechazarlo. ¡Lo mismo habría sidopara cada uno de vosotros! Pero sies cierto lo que afirmas, no quieroque se crea que no me importa lasuerte de mis hombres, de losguerreros que combaten bajo losmuros de Troya, pues no pienso enotra cosa.

»La devolveré a su padre si estosirve para aplacar la ira de Apolo.

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Pero no es justo que yo me quedesin la parte más preciosa de miconquista de guerra. Y por tantovosotros, reyes y príncipes aquípresentes, deberíais hacerme unregalo del mismo valor y belleza.¡No es justo que yo, el cabezasupremo, me quede sin él!

Podía prever fácilmente lo quesucedería: Aquiles era el más fuerteguerrero de todo el ejército;Agamenón, el jefe supremo y el máspoderoso de los soberanos; suspalabras se volverían cada vez más

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duras y agresivas. No eranprevisibles, sin embargo, lasconsecuencias de un enfrentamientosi de las palabras se pasaba a loshechos. Tal vez el final de la granempresa. La vergüenza y laignominia de la derrota. Aunquedesease el regreso más quecualquier otra cosa, prefería morirantes que asistir a esa humillación.

Aquiles respondió:—Grandísimo Átrida, y no

menos codicioso, no hay ya botinesque repartir para darte satisfacción,

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pero si conseguimos conquistarTroya podrás elegir primero lascosas más preciosas y las mujeresmás bellas.

Respiré durante un instante. Elpríncipe de Ftía de los mirmidoneshabía conseguido al menos en partecontrolarse. Esperaba hecho untemblor la respuesta de Agamenón.

—No —rebatió con dureza el reyde Micenas—, quiero mi regaloahora y si no me lo dais me lotomaré: de ti, Aquiles, o de Áyax ode Odiseo.

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Sonreí con amargura ante esteúltimo nombre: no habríaencontrado nada en mi nave quevaliese tanto como su espléndidaesclava y también él lo sabía. Ytambién sabía cuánto había hechoantes por la paz y luego por laguerra. Se comportaba como unhombre de escasa importancia.Ahora cabía esperarse cualquiercosa. Y, en efecto, así sucedió.Aquiles lo insultó con ferocidad, leechó en cara su codicia yvoracidad, lo llamó «perro

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asqueroso» y «desvergonzado»,pero aquellas palabras no meimpresionaron mayormente; fue loque dijo a continuación lo que merompió el corazón.

—Siempre he luchado con todasmis fuerzas, he conquistado pueblosy ciudades, ganados y rebaños demiles de cabezas y siempre te hereservado la parte más rica por unrespeto que no mereces. Es sobremis espaldas que recae el pesomayor de la contienda. Estoy aquícon mis hombres porque ha sido

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raptada la mujer de tu hermano,para mantener la fidelidad a unapromesa —y sus ojos me miraronpenetrantes por un instante—, puesa mí los troyanos no me han hechoningún daño, no me han robado nihan invadido el reino de mi padre,por lo que me marcho, vuelvo acasa, no tengo ningunas ganas deestarme aquí acumulando riquezaspara ti, ¡haciendo tu guerra!

—Vete —replicó Agamenón—.No seré yo quien te retenga, otrosno menos valerosos que tú se

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quedarán luchando a mi lado y mesostendrá el rey de los dioses queprotege a los reyes de los hombres.¡No te añoraré, pendenciero,furioso, rebelde, siempre en buscade trifulca y de discusiones! Vete,tienes mi permiso, pero como seréyo quien deberá pagar devolviendomi esclava a su padre, entonces mequedaré con Briseida. Sí, me lallevaré a mi tienda.

Esto era demasiado, Aquiles nolo aceptaría. Estampó contra elsuelo el cetro, se le enfrentó con

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todo tipo de insultos y echó mano ala espada. Era el fin.

Pero he aquí que, de pronto, sentísu presencia, Atenea; no la vi, no.Pero ¿qué otro habría podidodetener de golpe, en pleno ataquede cólera, al más fuerte eincontenible guerrero que hubierapisado nunca la tierra? ¿Inducirlo aenfundar la espada?

Néstor aprovechó la ocasiónpara tratar de poner paz, pero yo nointervine. Se explayó como era sucostumbre, recordó las empresas de

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su juventud y el prestigio, por loque todos escuchaban sus consejos,trató de calmar a los doscontendientes recordándoles susdeberes. Demasiado tarde.Agamenón mandó a sus hombresque tomaran la mujer de Aquiles,una joven de resplandecientebelleza a la que él amaba y por laque era correspondidoapasionadamente, por más quehubiera dado muerte a su esposo.Luego hizo preparar la máspoderosa de sus naves de guerra y

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el más grande de sus barcos detransporte para embarcar losanimales destinados a la hecatombey me mandó llamar mientras meencaminaba pensativo y triste haciala tienda.

—Tengo necesidad de ti, Odiseo.Quiero que mandes los navíos eneste viaje y que me prestes tu ayudacuando veamos al padre de lamuchacha. No podemos cometererrores, han sucedido ya cosasterribles. Tengo mucha confianza enti.

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Acepté, aunque no lo mereciese,y al día siguiente me levantétemprano, hice empujar al agua lanave de transporte mientras estabavacía y solo después hice subir alas víctimas que había quesacrificar, a través de una rampa demadera. Luego, una vez que se hubocompletado la carga y tambiénCriseida, de cuerpo escultural, ojosde mirada profunda y húmedos,hubo sido embarcada en mi bajel,di orden de izar la vela y a losremeros de ponerse a la boga.

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Antes de hacerse a la mar,Agamenón vino a despedirse.

—¿Por qué has provocado alguerrero salvaje? —pregunté—. SinAquiles no tenemos esperanza. Nopodemos contar con la ayuda de losdioses. Ellos no ayudan a losnecios.

Agamenón no respondió ytambién yo me quedé en silenciocon el corazón oprimido. El soliluminaba con sus primeros rayoslas torres de Ilión mientras subía ala nave.

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27

Una vez más tenía en mis manos eldestino de Acaya, como habíasucedido en Esparta cuando habíapropuesto y obtenido el pacto delos príncipes. Una vez más todotenía como origen la disputa poruna mujer. La fuerza de Aquiles,

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pura, tajante e inexorable como elrelámpago, ya no existía; quedabanmi corazón y mi mente para guiar lamaciza potencia del gigante Áyax yla furia de Diomedes, la noblefuerza de Idomeneo y Menelao.¿Bastaría? Pero en el ínterin debíadetener el azote; no había tenidoéxito con Macaón, nuestro médicoguerrero, hijo de Asclepio, quedetenía la muerte. Había que llegara un acuerdo con hombres y dioses,reparar la ofensa: era mi hora.

Hablé con la muchacha durante el

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viaje y descubrí que su nombre eraAstínome, aunque todos se referíana ella llamándola, por el nombredel padre, Criseida.

—¿Cómo nos recibirá tu padre?—le pregunté—. He decidido venirsin guardia armada, desarmado yomismo por presentarme al dioscomo es justo y necesario.

Dudó, habituada como estaba aser propiedad de otro hombre y ano hablar con él como se hace conlos propios iguales y amigos. Luegoaceptó responder con una voz

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intensa y ligeramente ronca, acerbay por eso más perturbadora:

—Se sentirá muy feliz de volvera verme, soy su única hija, estabadispuesto a pagar mi libertad contodos sus bienes. Comprenderá quete lo debo a ti, porque serás túquien me restituyas.

—Esto me anima. ¿Cómo te hatratado Agamenón, nuestro jefesupremo?

—Como a una esclava —contestó.

No hubo más palabras tras

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aquella respuesta, pero aun asíquise continuar:

—También a los esclavos esposible atenderlos de maneradistinta. ¿Te ha tratado bien o mal?

—Me ha tratado como a unaesclava… hermosa.

Me impresionaron su menteclarividente y sus palabrassinceras.

—También yo poseo esclavos enel palacio y en los campos de miisla. Todos me quieren y yo lesquiero a ellos como parte de mi

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familia.—¿Tienes hijos, wanax?Era la primera pregunta que me

hacía. Estaba ganándome suconfianza.

—Uno nada más; se llamaTelémaco y me lo dio mi esposa. Ledejé cuando no sabía aún hablar,pero a veces me parecía que decíaatta.

Sonrió.—Todos los niños dicen esta

palabra cuando no saben hablar.No sé qué pensaba de mí, pero

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traté de hacerle comprender que erauna persona con mente y corazón,pensamientos y esperanzas. Sobretodo esperanzas. Y creo que loentendió.

Cuando llegamos a Crisa, habíaaprendido a hablarme sin que yotuviese que llevar la iniciativa, loque estaba bien. Tomé tierra con minave y con el bajel de carga, hicebajar a Astínome y también a lasvíctimas para los sacrificios.

Llegué al santuario y al altar conla muchacha. El padre estaba a

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punto de comenzar los ritos enhonor de Apolo y al vernos se leiluminó el rostro; la alegría lebrillaba en los ojos. Puse la manode ella en la de él y dije:

—El señor de nuestros pueblos,Agamenón, me ha mandado a ti paradevolverte a tu hija tan querida ypara ofrecer al dios una hecatombeque lo aplaque, si tienes a bieninvocarlo.

Oí que Astínome le hablaba en sulengua. No comprendí más que unapalabra: mi nombre.

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Él, el sacerdote, invocó al dioscon su plegaria:

—Dios del arco de plata quereinas soberano sobre nuestraciudad, escuchaste mis palabras yhas hecho pagar duramente a losaqueos su culpa, me has hechojusticia. Ahora es reparado el errory te será ofrecida una hecatombe yun coro que cante tu gloria. Retiratu cólera, te lo ruego, delcampamento de los aqueos.

Luego ofrecimos en sacrificio alos animales que habíamos traído, y

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por último se repartió la carne ytodos comieron y libaron con elvino. Pasamos la noche durmiendoen los bancos de las naves y en laplaya y yo rogué mucho a mi diosapara que intercediese ante Apolo, leconvenciese de que atendiese laplegaria de su sacerdote. Cuando laaurora nos despertó, largamos lasvelas y zarpamos. Únicamenteentonces me di cuenta de que lamuchacha caminaba por la playa,descalza por la arena fina. Habíavuelto a vivir.

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Incluso ahora pienso a veces enella. ¿Vive aún? ¿Qué fue de suvida? Fue para nosotros esperanzade salvación o amenaza decatástrofe durante el corto tiempoen que la vi y conocí. ¿Tuvo hijos?¿Un marido? ¿No afirmó alguiendespués que había compartido ellecho del rey de reyes de losaqueos? ¿Se dedicó, siendo aúnvirgen de corazón, al culto deldios de su padre? En mi mente viveaún en esa última imagen…

La ira de Apolo no se apagó

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enseguida. Tal vez quería agotar lasflechas que todavía le quedaban enla aljaba, tal vez era tan lento enrenunciar a la ira como rápidohabía sido en encenderse. Es difícilcomprender la mente y lasintenciones de los dioses. Al finalel flagelo cesó, pero se reanudaronlos combates. Aquiles no tomóparte en ellos, pero no se había idocomo había prometido. Se quedódonde estaba y se corroía por elhecho de no participar en la lucha.Estar lejos de la guerra era un

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castigo para él, no para Agamenón.No pasaron muchos días antes deque el enemigo reparase en suausencia y nosotros todavía loacusamos más. Aquiles infundíaterror y era imparable. Cada nocheretirábamos del campo de batallaun número creciente de muertos y sedifundía entre los hombres eldesaliento. Mi misión había sidoinútil. Sin embargo, no me rendía enningún momento.

Una vez encontré a Patroclo quevolvía de una cacería en el bosque

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trayendo sobre sus hombros ungamo que había abatido con el arco.Enseguida se dio cuenta de que noestaba allí por casualidad y sedetuvo al abrigo de un árbol, puesno quería que Aquiles nos viesesalir de la tienda, y mientrashablábamos había empezado adespellejar al animal y vaciarlo desus vísceras.

—Él te aprecia —me dijo— y nocomprende cómo un hombre comotú puede seguir reconociendo laautoridad de Agamenón. Pero lo

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que más le atormenta es que lamujer que ama esté en su tienda otal vez en su lecho. Ha demostrado,sin embargo, ser más prudente de loque se habría imaginado. Habríapodido matarlo y en cambio no loha hecho.

—Tal vez un dios le ha inspiradobuenos pensamientos. Yo aún sigoesperando. Aquiles no ha partido,sigue todavía aquí. A menos que túconozcas unas intenciones distintasque él te haya confiado. No tienesecretos para ti.

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Patroclo suspiró. También élsufría por nuestras desdichas, perono podía hacer nada.

—Esa misma noche, después deque los heraldos de Agamenónhubieran venido a prender aBriseida, lo vi sentado en la orilladel mar, sobre un escollo. Creo quelloraba. Un hombre que soporta eldolor y las heridas sin un lamento,siempre dispuesto a afrontarcualquier peligro…, lloraba derabia, de humillación, lloraba porsu amor ofendido.

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»La había dejado sin el marido,el rey de Lirneso, tras matarlo encombate. Se llamaba Mines y sebatió como un león, pero tuvo quesucumbir a la fuerza de Aquiles.Durante mucho tiempo ella lo odió.No hablaba, no le miraba nunca a lacara, temía que le clavase un puñalen la espalda cuando dormía o quele envenenase. Pero no sucediónada de todo ello. Antes lo sufríacomo una esclava tolera a su amo,sin participar de la excitación delamor, pero luego se vio arrastrada

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por su fogosidad, por su ardor, porsu pasión. Se enamoraron. Tambiénella era una reina, aunque fuera aúnmuy joven, lo cual volvía elevada ynoble su unión. Sus brazos eranpara él un refugio seguro. Las horasque pasaba con ella en el lechodespués de la batalla calmaban sufuror, amansaban a la fiera que viveen él. Ahora no puede soportar queesté en poder del hombre quedetesta. Ha hecho este sacrificio asabiendas de que de lo contrario eldesastre llegaría más allá de todo

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lo imaginable. Una renunciainmensa: Briseida era su amante, suhermana, su madre.

—Madre… —murmuré—. Nadiela ha visto nunca. Dicen que es unadiosa marina.

—¿Tú crees? —preguntóPatroclo—. Yo he visto muchasveces correr la sangre de Aquiles, yera la sangre de un hombre, puedescreerme.

—Y entonces ¿quién es su madresi no una diosa que puedeesconderse siempre de nuestras

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miradas y revelarse solo a él?—Tal vez no ha existido nunca.

Tal vez murió cuando él acababa denacer. Tal vez él habla con unfantasma cuando se sienta por lanoche en la orilla del mar y cantauna triste melodía tocando la cítara.

—O bien es una diosa delabismo —respondí—, pues no atodo lo que nos rodea conseguimosencontrarle una explicación. Solo élconoce el misterio. Un enigma tangrande que incluye el postrerepílogo de su vida.

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Patroclo inclinó la cabeza ycalló. Observaba cómo su cuchilloseparaba la piel, cortaba la cabeza;sus manos se hundían en lasvísceras del animal, arrancaban lasentrañas.

Proseguí hablando:—¿Has conocido a algún hombre

como él en toda tu vida? Yo no, fuiyo quien le convenció para queviniera aquí y ahora me siento malpor eso. ¿Lo comprendes?

—Sí, lo comprendo.—Has dicho que tal vez habla

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con un fantasma cuando se sienta denoche en la orilla del mar. ¿Y quépide a ese ser invisible?

Patroclo alzó la cabeza.—Venganza. Y hubo venganza.Los troyanos no tardaron en

darse cuenta de que Aquiles ya noestaba (desde ninguna parte sepodía ver, desaparecido su carroreluciente de plata y de auricalco,ausentes sus magníficos corceles

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con el frontal de bronce; Janto elrubio y Balio el moteado) y sevolvieron cada vez más audaces. Eldesaliento se propagaba entrenuestras filas. Hasta el punto de queun día, como cuando un pastorprende fuego a escondidas a unbosque frondoso para ganar espaciopara el paso de sus rebaños, sedifundió y corrió, no se sabe cómo,el rumor de que los jefes habíandecidido regresar a la patria ymiles se lanzaron a las naves ycomenzaron a empujarlas hacia el

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mar. El pánico se apoderó de todosy no sabíamos cómo reaccionar.Fue la diosa la que me hablóapoyando en mi hombro su mano debronce:

—Detenlos.Y yo obedecí. Grité como un

loco:—¡Deteneos, aqueos! ¿Adónde

vais?Hacía molinetes con el cetro

como si fuera una maza y repelía atodos los que se acercaban a unanave. A otros los golpeé en la

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espalda, en los hombros y en elrostro. Ninguno se atrevió areaccionar. En aquel momentotambién los otros reyes meayudaron y finalmente conseguimosreunirlos en una inmensa asamblea.Me encontré al lado a Calcante y ledije:

—¡Profetiza que Troya serávencida dentro de un año a partir deeste momento. ¡Hazlo!

Y él me contó en un instante, yafuese verdadero o falso, unprodigio acaecido en Áulide antes

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de la partida. Grité de nuevo:—¡Escuchadme! —Y en unos

instantes se hizo el silencio.Hablé de una serpiente de cabeza

roja que había salido de debajo delaltar de Áulide, había subido a unplátano y había devorado ochopolluelos de gorrión y que tambiénla madre se había convertido enpiedra. Lucharíamos nueve añosininterrumpidamente y al décimocaería Troya.

—¿Y querríais iros ahora? ¿Huircomo bellacos? ¡Quedaos y

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combatid! Troya será arrasada. ¡Oslo prometo! ¡Os lo juro!

No sabía lo que estaba diciendo,pero chillé tan fuerte que lagarganta me sangró. Debían oírmetodos.

Hasta los otros reyes me miraronasombrados; ¿qué estaba diciendo?

—¡Y ahora todos en línea decombate! —me hizo eco Agamenón.

Fue una jornada memorable,tremenda. Diomedes se habíaconvertido en el nuevo Aquiles.Una vez desaparecido del campo de

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batalla el hijo de Peleo con susmirmidones, el rey de Argosempezó a brillar como un nuevoastro de la guerra. En el primerenfrentamiento se lanzó con elcarro. Lo mandaba Esténelo, el hijode Capaneo, que había luchado enla Tebas de las siete puertas.Espoleó a los caballos a galope,irrumpió entre las filas de lostroyanos como un pedrusco querueda por una rápida pendiente,arrollando y aplastando todo a supaso. Golpeaba con la lanza y con

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la espada, sin descanso, animadopor una fuerza inextinguible. Amedida que avanzaba el terreno secubría de sangre y de cuerposmasacrados, sus siervos no teníantiempo de despojar a los caídos yde adueñarse de las armaduras y delos adornos preciosos.

Yo estaba en otro punto de laformación, con mis itacenses ycefalenios, y veía a los otros reyesbatirse con un vigor nunca vistoantes, como si quisiesen demostrarque no necesitaban la fuerza de

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Aquiles para derrotar a los troyanosy a sus más valerosos guerreros. Sedijo que Atenea en persona y Ares yApolo habían tomado parte en labatalla y que Atenea había quitadode los ojos de Diomedes la nubeque impedía a los mortales ver alos númenes. Visión espantosa quea mí me fue ahorrada.

Arrebatado por el torbellino dela batalla, de los gritos, de losrelinchos, del ruido de los carrosde guerra, del relampaguear de lasarmaduras, también yo me había

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lanzado a la refriega con unaviolencia que solo mostraría otravez en mi vida. Arrollé y maté conla lanza y la espada a todos los quese me pusieron por delante. Elcordero que pacía en el prado deÍtaca se había convertido en el grancarnero blanco de cuernos curvadosque tenía la fuerza de un toro y unacarga inexorable.

Vi, en un cierto momento, aDiomedes dirigir el carro haciaEneas, luego hacia Héctor, el másfuerte de los troyanos, y enfrentarse

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a él sin vacilación. Veía destellarsu yelmo al sol, oscilar la punta dela lanza mientras con el puñoaferraba el asta, dispuesto aarrojarla. Luego se perdió en mediode la pelea y no observé nada más;no podía distraerme de la lucha queme rodeaba por cada lado conensordecedor estruendo. Pero supe,al regreso, y vi, que Esténeloguiaba unos caballos de antiquísimay noble casta, regalo de los dioses auno de los antepasados de Eneas,quien sin embargo se había salvado,

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pese a ser derribado del carro, perohabía perdido los dos espléndidosanimales que desde entoncesseguirían a Diomedes. No murió depuro milagro y de nuevo,lamentablemente, lo íbamos a vercombatir contra nosotros. Al finalcompareció Héctor, revestido debronce, formidable, fresco defuerzas, y el destino de la batallacomenzó a decantarse a favor de lostroyanos. Lancé contra él, paradetenerlo, al Gran Áyax, el únicoque podía aguantar el impacto,

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firme como una roca, héroe queconfiaba solo en sus fuerzas, dequien nunca se había dicho quefuese ayudado por alguno de losdioses. Ya le habían regalado sumole desmesurada, más no podíandarle. Como jaurías de perros entorno a un jabalí, se habían lanzadoa su alrededor los guerrerostroyanos y él había abatido amuchos de ellos, pero no habíapodido despojarles de las armas yllevarse el premio de su valor, aduras penas conseguía arrancar la

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lanza del cuerpo de los adversariosabatidos pisándoles con el piemientras el enorme escudo eragolpeado por numerosos dardoscomo una granizada.

Áyax de Lócride se colocó a sulado como otras tantas veces, demanera que la rapidez fulminante seañadió a la potencia, pero no fueronsuficientes para contener el ímpetude Héctor; parecía que las flechas ylas lanzas no lograran acertarle,como si un dios las desviase con lamano. Así seguimos adelante hasta

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el atardecer, cuando la oscuridadseparó a los combatientes. Habíasido la jornada de Diomedes. Elguerrero formidable, feroz,resplandeciente en los rayos del solhabía brillado como un astro, yciertamente Eneas habría caídobajo sus golpes si un dios no lohubiese sustraído al día fatal.Aunque al final se hubiera echadoatrás, había dado muerte a muchosenemigos y contenido la fuerza deHéctor.

Mientras regresaba al

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campamento, volví a ver a Patroclo,que estaba sentado delante de sutienda. Detrás, al final de la playa,observaba a los poderososmirmidones nadar en el mar comomuchachos que juegan y no podíacreerlo. Veía, por la parte opuesta,a uno de mis compañeros, apoyadocon la espalda en un bloque depiedra, rugir de dolor mientras otrole extraía una flecha del muslo. Aotros arrastrarse hacia elcampamento mojando el suelo desangre.

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Las horas siguientes a la batallaeran las más penosas. Mientras secombatía, a uno le parecía vivir enotro mundo, en otro lugar, no sesentía el miedo ni el dolor, seestaba embargado de unaembriaguez delirante semejante a laque producen el vino, la fiebre y elamor juntos. Y la proximidad de lamuerte. Después, se hundía uno enuna especie de serenadesesperación y de frío vértigo, demiedo al vacío y a la oscuridad.

Hice una seña a Patroclo,

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levantando el mentón como parainterrogarlo. Él meneó la cabeza.La venganza no era aún suficientepara aplacar su ira. Quería verla ysaborearla: por eso se habíaquedado, no había levado anclaspara emprender el retorno a Ftía,donde su viejo padre le esperabaescrutando el mar cada día.

Se contaron los muertos y losheridos. También Diomedes estabaherido en un hombro. Esténelo lohabía arrastrado fuera de la primeralínea, al abrigo del carro y de los

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guerreros argivos apretujados unoscontra otros, y le había extraído elhierro mientras él aullaba:

—¡Llévame de nuevo atrás, he dematar al que me ha herido!

E inmediatamente después habíavuelto a la lucha buscando alarquero licio que le había lacerado.Se llamaba Pándaro, y cuando vioreaparecer a Diomedes se quedóparado e incrédulo como si vieravolver a un espectro del Hades yasí fue traspasado por la lanzainexorable del hijo de Tideo.

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En los días siguientes, se siguióluchando de forma incesante.Habría sido imposible evitarlo,aunque lo hubiésemos querido. Lostroyanos, al mando de Héctor,Deífobo y Eneas milagrosamenterestablecido, salían a diario por laspuertas y nosotros debíamospararles para que no llegasen hastanuestras naves. Un día Héctorapareció de entre las líneas y lanzóun desafío a uno de nuestroscampeones: cualquiera de elloshabría querido batirse con él. Era

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un comportamiento extraño que nome habría esperado. El príncipetroyano siempre lo había evitadoporque el adversario habría sidoAquiles. Ahora, seguro de vencer,nos desafiaba para arrebatarnostambién a otro de los más valerososcombatientes y doblegar el orgulloy la voluntad de luchar de todo elejército aqueo.

Recuerdo ese momento terrible.El miedo helaba a todos. Y nobastaba la vergüenza para hacernosencontrar el coraje. Menelao se

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alzó gritando:—¡Ya me enfrentaré yo con el

príncipe troyano, porque tal es mideber si ninguno de los que podríanhacerlo se adelanta!

Néstor, el rey de Pilos, noscubrió de insultos y de desprecio.Añoraba la juventud perdida ymaldecía sus canas que le impedíandesafiar al atrevido retador.Entonces se levantó, en primerlugar, Agamenón, el jefe supremo,lo hizo también Diomedes y, tras él,Áyax de Lócride y el Gran Áyax,

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hijo de Telamón, y luego Idomeneo,señor de Creta y del laberinto, yluego Meriones, su escudero, yToante, señor de Calidón. Al menoscuatro de ellos no tenían ningunaesperanza contra la fuerza mortíferade Héctor.

Fui el último en levantarmeesperando no ser elegido. Queríasobrevivir, quería volver conPenélope, a la que saludaba cadatarde cuando el sol se ponía en elmar de púrpura, quería volver conTelémaco para sentirme llamar

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atta, quería ver de nuevo Ítacabesada por el mar, pero lucharía sila elección recaía sobre mí.

Éramos nueve.Se introdujeron las tabas de la

suerte en el yelmo de Agamenón yfueron agitadas; un heraldo extrajouna y la paseó en redondo para quetodos la viesen: ¡Áyax, Áyaxcolosal! Todos estaban exultantes.Y él, baluarte de los aqueos,montaña andante, se levantó. Elescudo de siete pieles de bueysuperpuestas, recubierto de bronce,

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parecía una torre; sobre su rostrocayó la celada del yelmo; solo losojos negros brillaban siniestros enla oscuridad. La mano aferraba lalanza de cinco codos de largo,maciza. Sus pisadas hacían temblarla tierra. Héctor palideció, quizánunca se había encontrado frente afrente con el hijo de Telamón yahora el miedo, como un perro, degolpe le mordía el corazón.

Se situaron el uno enfrente delotro. Áyax gritó:

—¿Acaso creías que no había

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otros entre los aqueos capaces debatirse contigo? Es cierto, Aquilesya no combate, no lo ves entrenosotros, pues, si estuviese, nohabrías lanzado el desafío. Pero hayotros no menos capaces, aunque nosean tan famosos. ¡Y ahora,príncipe troyano, demuestra lo quevales!

Héctor respondió:—¡No me trates como a un niño

ignorante o como a una mujer,Áyax, pues soy experto en la guerray en matanzas! ¡Ea, vamos!

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E inmediatamente arrojó la lanzaque traspasó las seis pieles de bueysuperpuestas y se detuvo en laséptima. Lanzó Áyax, en segundolugar; el extremo del arma atravesóel escudo, la coraza de Héctor ydesgarró su túnica, pero apenasrasguñó la piel. Luego cada unoarrancó la pica del escudo del otroy se agredieron como leoneshambrientos. En el duelo cuerpo acuerpo, Áyax perforó de nuevo conla lanza el broquel de Héctor y lapunta le hizo un corte en la piel del

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cuello. Vimos la sangre y se alzó unbramido del ejército. Pero de nuevono era más que una leve herida.Héctor cogió un pedrusco y loestampó contra el arma defensivade su adversario, que sonó como untrueno, ruidoso, pero sin causardaño. Áyax arrojó a su vez unapiedra enorme y aplastó a suadversario bajo el escudo; casi lodestrozó. Estábamos a punto declamar victoria, pero el príncipetroyano se liberó increíblemente delpeso, recuperó el aliento y la fuerza

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y los dos se agredieron de nuevocon las espadas.

Combatieron durante horas confogosidad, con una energía queparecía inagotable, muertos de sed,chorreantes de sudor y sucios desangre, ante los ojos de los dosejércitos. La noche los separó.Apenas desapareció el sol en elhorizonte, Taltibio e Ideo, losheraldos de ambos ejércitos, seacercaron y arrojaron sus cetrosentre los dos contendientes. Lalucha cesó. Los dos campeones

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intercambiaron unas palabras decortesía y regalos de valor: la fajade púrpura de Áyax, la espadatachonada de plata de Héctor,objetos gloriosos que durante añoshablarían de una empresaformidable. Pero yo siempre me hepreguntado: ¿qué habría sucedidosi Áyax hubiese dado muerte aHéctor? ¿Qué habría parecido lacólera de Aquiles, que habíasacrificado la vida de miles decompañeros por orgullo? Peroestaba destinado que el más

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poderoso, generoso y fiel denuestros campeones no pudierallevar a cabo una gran empresa.

Regresamos para recuperarnosde una jornada de fatiga, de miedo,de ansiedad y de luto. El campo debatalla estaba lleno de muertos. Yoalcancé mi tienda y mi nave. Queríaarrojarme al mar para renacer delas aguas cristalinas, de las olascabrilleantes. Volví a emerger, enefecto, con el corazón más tranquiloy la mente más lúcida.

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28 Una voz que venía de lejos

resonaba cerca:—¡Wanax Odiseo!Me volví; un joven guerrero con

las señales de la lucha en el cuerpoy en el rostro, en la luz febril de losojos.

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—¡Eumelo!—Hace mucho tiempo que no nos

vemos, wanax, pero yo siempre tesigo y aprecio tu labor, tu ingenio,tu multiforme inteligencia.

—En un lugar como este, cuandono se ve a una persona desde hacemucho tiempo es fácil creer que yano vive… En otro tiempo no mellamabas así.

—Eres el rey de Ítaca, wanax, yyo te honro.

Me senté en un taburete e hicetraer otro de mi tienda, así como

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dos copas de vino de unas ánforasrefrescadas en el mar. Todo lotransportó una de las mujeres queme habían correspondido comojusta parte del botín tras laconquista de una ciudad de Asia.

—Hubieras tenido que venir abuscarme. Nos unen muchas cosas.

—Te pido perdón. No sé porqué, pero no me atrevía; cuanto másesperaba, más me avergonzabaindagar para saber dónde estabas.Ha pasado mucho tiempo. Heraclesestá muerto… —comenzó Eumelo.

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—Heracles no podía morir. Hadesaparecido de nuestra vista. Escierto que ha sido acogido entre losdioses, porque tuvo una vidaamarga, padeció dolores indeciblesy al final no consiguió soportar lafalta de las personas que quería,pero siempre llevó a cabo empresaspara socorrer a quienes no podíandefenderse. A veces pienso en esosdías y recuerdo a tus padres, elwanax Admeto, la wanaxa Alcestis,tu madre, una mujer sin igual, noble,bellísima y altiva, generosa como

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ninguna otra. ¿Cómo te despedistede ellos al partir?

Eumelo bajó la mirada y en susemblante pude ver pintado elespanto.

—Les prometí que volvería conlas naves cargadas de bronce yplata y telas preciosas.

—¿Nada más?—Todas las noches pienso en mi

madre, en cómo será ahora, encómo recordará lo que estaba apunto de afrontar.

—¿Es para esto para lo que

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viniste a hacer esta guerra? ¿Paraescapar de las lágrimas de tumadre? ¿De la mirada confusa de tupadre?

—También. Pero recuerdo conpasión esa noche en que rasqué laspiedras de debajo de tu puerta. Vivíen ese lugar un largo tiempo deterror, pero vi a Heracles y esa solaimagen vale para dar sentido a unavida. No lo olvidaré nunca.

Transcurrió rápido el tiempopara nosotros que recordábamosjuntos unos momentos y unos

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sentimientos pasados llamándolosdesde el fondo del corazón,mientras se oscurecía el aire y elmar se serenaba lentamente.También nos quedamos en silencioa ratos: era una manera decompartir nuestra memoria común yvivir de nuestros afectos. Nossacudió la voz de un heraldo y lasfuertes pisadas de un hombrerevestido de bronce.

—Wanax Odiseo, se te convocaal consejo de los reyes y de lospríncipes, con carácter urgente. El

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heraldo de los troyanos, el nobleIdeo, ha llegado al campamentopara solicitar audiencia y exponeruna petición.

El hombre revestido con laarmadura era, en cambio,Diomedes.

—Hace falta alguien que sepausar las palabras incluso mejor quela espada… —dijo.

Apoyé la mano sobre un hombrode Eumelo.

—He de ir, pai, tal vez hayanoticias importantes, pero veo que

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tienes unas espléndidas yeguasuncidas a tu carro y te espero un díapara ver cuánto valen lanzadas agalope.

Eumelo sonrió y me abrazó.—¡Cuando quieras, wanax,

cuando quieras!

Casi todos los jefes estaban yareunidos en corrillo cerca del mar,con las antorchas encendidas a todoel alrededor, y llegaban otros segúnlo lejos que estuvieran sus tiendas

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del lugar de reunión. LuegoAgamenón pidió silencio y dio lapalabra al heraldo.

—Vengo de parte del rey Príamo—dijo Ideo—, esta tarde se hacelebrado una asamblea. El nobleAntenor ha propuesto devolver aHelena y pagar además unareparación y ha planteado tambiénpedir una tregua para enterrar a losmuertos. A la primera petición elpríncipe Paris ha respondido que essu deseo restituir los tesoros y otrosque añadiría como compensación,

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pero no quiere retornar a Helenabajo ninguna condición. El reyPríamo apoya la petición de tregua.Estoy aquí para obtener vuestraaprobación y volver, si es posible,con una respuesta satisfactoria.

Antenor no cejaba en supropósito de detener una guerrasangrienta y restituir a Helena, peroParis era aún fuerte y Príamo no seveía capaz de contradecirlo.

Diomedes, que estaba derechodelante de mí, se adelantó pararesponder, antes incluso que

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Menelao:—Yo propongo rechazar la

primera propuesta. No podemosaceptarla. Y si hacen esta peticiónquiere decir que la gente está hartade la guerra y no quiere pagar conmás sangre los errores del príncipe.Han comprendido que incluso sinAquiles podemos vencer.Aceptemos, en cambio, laproposición de la tregua. Es justoque cada uno recoja a sus muertos ycelebre unas dignas exequias.

Acto seguido habló Menelao:

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—Diomedes ha expresado conpalabras lo que yo mismo pienso.Un derecho que todos juramosdefender ha sido violado y lareparación no puede ser más queuna sola, la que ha planteado elprudente Antenor. No pueden seraceptadas otras.

Me quedé sorprendido de quenadie me hubiera pedido interveniry que otros hubiesen tomado lapalabra para decir cosas que nodejaban margen a ningunanegociación, pero comprendí el

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porqué cuando Agamenón me pidióque acompañase a solas a Ideohasta el límite del campo de batalladespués de que hubieseintercambiado con el heraldo unaspalabras amables y le hubieserogado que diera las gracias aAntenor por las sensatas propuestasque había hecho en la asamblea.

—Noble Ideo —dije apenas nospusimos en camino—, el wanaxDiomedes y el wanax Menelao nopodían dialogar de un modo distintoa como lo han hecho, pero aquí

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nadie nos oye y podemos emplearotros términos distintos, buscandouna vía posible en un camino tanarduo.

—Te escucho, rey Odiseo.Muchos en Troya recuerdan aún tusprudentes palabras, que habríanevitado mucho duelo.

—Existe una posibilidad. Lo queel rey Príamo y el rey Menelao nopueden aceptar a la luz del sol ycon pactos jurados puede hacerseen la oscuridad de la noche y conacuerdos secretos.

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Ideo se detuvo y buscó mi miradaen la oscuridad.

—Habla —dijo.—Entregadme a Helena. Puedo

estar en el puerto viejo con unabarca, disfrazado, cuando medigáis. Con un regalo simbólico dereparación. Unas grandescantidades de bronce y oro y platano son adecuadas para alguien quequiere pasar inadvertido.

—Pero ¿Menelao aceptaría?—Nadie puede resistirse a la

belleza de Helena y él menos que

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nadie. Traerla de vuelta a Espartasería, en cualquier caso, para él untrofeo suficiente.

Esperé a que Ideo tuvieseautorización para negociar esaposibilidad que lo resolvería todo,que permitiría a dos pueblos vivirla vida y no encontrar la muerte adiario. Su breve silencio me llenóde ansiedad.

—Es muy difícil —respondiófinalmente—. Ahora Héctor es elobstáculo mayor. TampocoAndrómaca, su esposa, que le

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implora no exponerse, consiguerefrenarlo. Él ve la posibilidad dela victoria. Es un guerrero, la gloriade derrotar al más grande ejércitode todos los tiempos, de ahogarloen el mar, quemar las naves yconvertirse para su ciudad en pocomenos que en un dios es un premiodemasiado grande. Rechazaría loque tú propones y sin él esimposible hacerlo. Si la cosa esfactible, dentro de tres días verás,en este momento de la noche,encenderse una lumbre al pie de la

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higuera. Mañana estará en vigor latregua para recoger a los muertos.

Asentí. No comentó nada deAquiles, ni lo mencionó ni yo dijeuna palabra. Pero su fantasmaestaba entre nosotros, un gigantemudo que con su sola ausenciahacía inclinarse la suerte de laguerra de parte de nuestrosenemigos.

Cada uno de nosotros retomó sucamino.

Al día siguiente, antes de lasalida del sol, se abrieron las

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puertas de Troya y las familiasllegaron al campo de batallacubierto de muertos. Por nuestraparte, los aqueos se mezclaron conlos troyanos al desenredar y separarlos cadáveres presa aún de losúltimos espasmos del combate.Unos y otros los cargaban en loscarros.

Las piras ardieron durante todaslas noches que duró la tregua. Sololos jefes fallecidos recibían elhonor de su nombre gritado diezveces por unos guerreros formados,

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la espada ritualmente doblada, laurna de buena factura y adornada;los otros se convertían en cenizassin nombre cubiertas de tierra odispersadas por el viento. Al tercerdía pasé la noche escrutando lallanura, pero no vi ninguna lumbreiluminar el tronco de la higuera.Ninguna esperanza.

Cuando reanudamos el combate,pareció claro que nuestro valor ynuestra fuerza, y el mismo ahíncoque ponía en ganarme honores en elcampo de batalla, no bastaban para

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mantener lejos a los troyanos delcampamento: eran ellos los quearremetían, los que lanzaban elataque. Teníamos que resignarnos aexcavar un foso y levantar unaempalizada para defensa de lasnaves. Si las hubiesen quemado,nuestra suerte habría estadomarcada. Era una obra enorme quese veía de lejos y la levantamos enpoco tiempo: el monumento anuestro miedo.

La noche que terminamos, elcielo se cubrió de unas nubes

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negras, el retumbo del trueno hizotemblar la tierra. Estábamosreunidos en la tienda de Agamenóntomando vino. Vi el líquido rojo yreluciente temblar en mi copa. Vi aMenelao palidecer. Era un presagioinfausto.

Pero la tregua había ya vencido.A la mañana siguiente, Héctor lanzóa su gente al ataque; tambiénnosotros, tras salir del vallado y delfoso, formamos. El grito deAgamenón y su brazo blandiendo lalanza desde lo alto del carro nos

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arrojaron hacia delante. Corríamos,los unos al encuentro de los otros,sin pensar, con la mente en blanco,el corazón que parecía estallarnosen el pecho, la respiración que noencontraba el camino para salirentre los dientes, apretados,rechinantes; veíamos los piesrecorrer el espacio que nosseparaba todavía del momento delchoque, de la boca del Hades.Miríadas de escudos impactaronhaciendo alzarse un sonidoensordecedor. La tierra se volvió

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en un instante roja, resbaladiza porla sangre derramada. Encima denosotros el cielo estaba negro, unosnubarrones, lívidos, orlados deamarillo, henchidos de relámpagos,pero no llovió sino sangre, portodas partes, ¡y nosotros cegados derojo, lacerados, desgarrados ygritos, gritos, gritos!

Un rayo golpeó la punta de lalanza de Áyax de Telamón. Cayó elgigante, de rodillas. Nubes dedardos volaron de una parte a laotra; muchos se derribaron, muchos

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se resguardaron tras el escudocomo si fuera una torre. Aterradospor aquel prodigio comenzamos aretroceder. ¡Zeus personalmentecombatía contra nosotros! Reculó elpropio Diomedes, y los dos Áyax, eIdomeneo. Néstor, que se habíaadelantado demasiado con su carro,quedó aislado. Una flecha hirió auno de sus caballos, entre lasorejas, perforándole el cerebro yhaciéndolo desplomarse. El viejoguerrero cayó, volvió a levantarse,se quedó solo cerca del carro

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volcado. Héctor se le plantó encimaen una carrera desenfrenada, peroyo en aquel momento, aterrado,corría, huía. Diomedes gritó:

—¡Odiseo! ¿Adónde vas tanrápido? ¡Vuelve atrás, defendamosa Néstor, él solo no puede!

Pero yo no comprendía ya nada,no sentía, no respiraba, ya no teníanada: ni fuerzas, ni valor, nivergüenza.

Oí a Diomedes vociferar aún:—¡Morirás con una lanza en la

espalda, bellaco!

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Crucé el foso, la empalizada, fuia refugiarme en mi nave, aesconderme.

El fragor de la lucha que seestrellaba contra el vallado llegabafurioso hasta mí, pero no meafectaba gran cosa; lloraba dobladoen dos, oculto bajo los bancos.Luego sentí el frío y quise que sehiciera la oscuridad, que la nochenegra como la pez me cubriese, queenvolviera el campamento y lasnaves y los rostros de los vivos yde los muertos.

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Oscuridad, densas tinieblas,lágrimas ardientes. Y por último,silencio.

¿Cuánto tiempo pasó, cuánto dolor?Finalmente me levanté. El vientosoplaba desde los montes y trepé aun árbol, alcancé jadeando la cimay desde allí se desplegó la llanuraante mí. Ardían fuegos en la hondaoscuridad, cientos, miles, miríadasde hogueras. No había tregua, nohabía escapatoria. Héctor nos

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asediaba, esperaba al amanecer,paciente como un lobo hambriento,para desencadenar el último ataquey poner fin a la guerra. Luego viencenderse fogatas en elcampamento, en este lado delvallado; oí llamadas y el largosonido del cuerno.

Unos momentos más, silencio;luego una voz. La voz del hijo deTideo, salvaje, indomable.

—El viejo quiere hablar contigo—dijo— y también Agamenón, ensu tienda.

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—¿Hablar conmigo? ¿Para qué?—Tiene que volver Aquiles. No

hay otro modo de salvarnos. Lotenemos todo en contra.

No dijo nada de mi fugaignominiosa, por lo que le estuveagradecido. Lo seguí hasta la tiendade Agamenón.

Encontré a este sentado junto aNéstor, Idomeneo, los dos Áyax,Menelao y sus heraldos. TambiénDiomedes se acomodó, y yo junto aél.

Habló Néstor, que todavía tenía

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en el rostro y en el cuerpo lasseñales de la violenta caída:

—Agamenón ha comprendido suerror y está dispuesto a enmendar loocurrido, pero tú deberásconvencer a Aquiles para quevuelva a combatir a nuestro lado.Los troyanos son mucho más fuertesy valerosos ahora que saben queAquiles no lucha, y sin él nosotrosno tenemos ya la fuerza paravencer. Agamenón ofrece enormesriquezas en bronce, oro y plata, asícomo una de sus hijas como esposa

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con siete pueblos como dote ycampos frondosos con rebaños yganados, viñedos y olivares y sietemujeres hermosísimas, entre ellasBriseida, a la que él tanto amaba yque le fue injustamente arrebatada.Jura por su honor que no la hatocado, no ha yacido con ella, cosaque podrá confirmar personalmente.Vamos, Odiseo, solo tú puedesconvencerle. De ti se fía.

Tras él habló Agamenón, con elsemblante pálido, demacrado por elcansancio y la vigilia:

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—Lleva contigo a Áyax, que essu primo y al que aprecia mucho;convéncelo, Odiseo, y podráscontar con mi gratitud para siemprey también con la de Menelao, mihermano.

Vi que también Diomedes memiraba, tratando de leer misintenciones en el rostro.

Respondí:—Iré porque sufro de ver a mis

compañeros, a nuestros guerreros,caer masacrados en ese campoensangrentado. Y esperemos que

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Atenea nos guíe e inspire nuestraspalabras.

Salimos y nos dirigimos,caminando por la orilla del mar,hacia la tienda de Aquiles. Ardíauna lumbre bajo el pabellón ydifundía una tenue luz alrededor.Patroclo velaba y nos vio, vino anuestro encuentro y nos llevó adonde estaba su amigo, el guerreroceñudo e irreductible, lleno derencor.

Aquiles nos acogió como aviejos amigos.

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—Odiseo, Áyax, ¿qué os trae amí en plena noche? ¿No deberíaisestar en vuestro catre descansando?Me alegra en cualquier caso veros,me hace sentir mejor el recibiros enmi tienda, ofreceros vino eintercambiar algunas palabras.

—Aquiles, supongo que sabráspor qué hemos venido. ¿No hasoído los gritos de nuestroscompañeros? ¿No has visto arderlas piras durante días? Escucha,Agamenón ha comprendido quecometió un terrible error contigo y

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quisiera repararlo. Te ofrecegrandes riquezas. Una de sus hijascomo esposa con siete ciudades endote, siete bellísimas mujeres, entreellas Briseida, a la que amas. No laha tocado, ha sido respetuoso conella…

Aquiles meneó la cabezamientras aún hablaba y se memurieron las palabras en lagarganta.

—No, amigo mío, no me fío deél, no le aprecio, sus frases soncomo aire para mí. Y además es

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demasiado tarde, ahora ya estádecidido: me marcho, Odiseo;mañana zarparemos y siencontramos buen tiempo en tres ocuatro días estaremos en casa. ¿Encasa, comprendes? Hemos pasadoaños y años, descuidándolo todo,malgastando inútilmente nuestravida. ¡La vida, Odiseo! ¡Nuestroúnico verdadero tesoro! ¿Una hijasuya? No me casaría con ella niaunque fuese más bella queAfrodita. Hermosas muchachas haymuchas en mi tierra natal, ¿sabes?

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Hijas de hombres ilustres, nobles,de gran linaje. Y no necesito ningúnregalo. Mi padre tiene el palaciolleno de ellos. No puedo imaginarlo feliz que será mi viejo atta alverme. ¿Y además de qué tepreocupas? Habéis construido elvallado y la empalizada. Tendríaque bastar para detener a Héctor,¿no?

Se burlaba de nosotros. Pero lointenté de nuevo. No queríarendirme.

—¿Y no piensas en tus

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compañeros? Los has visto volverdel campo heridos, sangrientos. Loshas visto arder en las piras. ¿Nisiquiera por ellos estás dispuesto arenunciar a tu rencor?

—No, Odiseo, todo esto no hasucedido por mi culpa, él es dado atratarme como a un serinsignificante, a quitarme a la mujerque amaba, a humillarme delante detodos; yo que he luchado por élaños y años, he conquistadodecenas de pueblos y ciudades, lehe traído enormes riquezas. No lo

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merecía, no. Habría podido matarlecomo a un perro, pero le heperdonado la vida para no armarguerra entre nosotros y provocar ladestrucción del ejército. No, deveras, no le daré esa satisfacción;es más, di incluso a los otros de miparte que sigan mi ejemplo, y hazlotambién tú. Volved a casa: estamaldita ciudad no caerá nunca.

—¡No te vayas, Aquiles! —lesupliqué.

—Déjale estar —dijo Áyax—,no le importamos nada. Por él ya

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podríamos morir todos y no moveráun dedo. Y todo por una mujer.Pero ¡si le ofrecemos siete!

Sonreí amargamente ante laingenuidad de mi gigantesco amigo,pero tuve que admitir que teníarazón. No había nada que pudieseconvencer a Aquiles para queembrazase de nuevo las armas.

Patroclo no abrió la boca durantetodo el tiempo, ni tampoco Aquilesle dirigió en ningún momento lapalabra para saber qué pensaba.Patroclo era simplemente su

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sombra, su doble. Me puse encamino para regresar sobre mispasos y referir mi derrota, el tristeresultado de mi misión…

—Odiseo…Me volví. ¿Había todavía una

posibilidad?—Tal vez…, quizá no parta

mañana.No había otra cosa que pudiera

pedirle y no debía insistir, pero conesas palabras me dejaba un rayo deesperanza.

Volvimos entrada la noche. Los

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otros reyes nos habían esperado yla tienda de Agamenón estabailuminada.

—¿Qué? —preguntaronagolpándose en torno a nosotros.

—No hay nada que hacer. Esinflexible. Es más, ha dicho quetambién nosotros deberíamos seguirsu ejemplo e irnos.

—Que se vaya donde le plazca—dijo Diomedes—. ¡Al diablo!Lucharemos solos. Que cada uno denosotros les hable a los suyos ytrate de infundirles valor. Cada

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batalla tiene su suerte. Hoy tenemosproblemas, mañana podremosvencer.

La asamblea se disolvió, cadauno tomó por su lado.

Miré al fondo la larga línea denaves varadas, hacia septentrión; enla tienda de Aquiles había todavíaluz.

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El fracaso de mi misión habíadejado bien claro a todos que noteníamos otra posibilidad quebatirnos. Huir y volver a casa eraimpensable.

El más consciente de ello debíade ser Agamenón, el caudillo

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supremo, el rey de reyes de losaqueos. Lo sucedido con Aquileshabía empañado su imagen ante sushombres, les había quitado lasganas de combatir, de afrontarsacrificios cada vez mayores. Éldebía dar ejemplo, ser el primerodelante de todos, demostrar que eramerecedor del poder que ejercíacon el cetro.

Esto le aconsejé, y le exhorté aconcentrar la mayoría de los carrosen la parte del frente donde lostroyanos no se esperarían un ataque

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rápido e imprevisto, lejos de laentrada al vallado y al campamentonaval. Comprendió lo que queríadecir y se preparó para ello.

Apareció sobre el carrorevestido con una armadura nuncaantes vista ni llevada, la másespléndida y deslumbrante, deesmalte, de plata y de bronce,embrazando un gran escudo con lagorgona en el centro, tocado con unyelmo de doble cimera, alado,maravilla increíble. Todoscomprendieron que aquella sería su

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jornada, si solo el dios que protegíaa Héctor y le infundía un vigorinsostenible distrajera durante unrato su mirada hacia otra parte. Deaquel modo, con esas nuevas ydistintas enseñas, aparecería ante elenemigo como un guerrero nuevo ydesconocido, glorioso y temible, sino un dios o un semidiós. Y tal vezno les resultase siquierareconocible a los propios diosespor lo que era antes. Bajo aquellaapariencia distinta se sintióciertamente lleno de un poderío y

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de una energía arrolladores.Se lanzó hacia el frente

adversario flanqueado por los otrosgrandes campeones, de manera quela masa de los carros, de loscaballos y de los guerreros seabatió con espantoso estruendo ycon fuerza irrebatible contra losguerreros troyanos. Héctor estabaen la parte opuesta de la formaciónen la que con mayor facilidad podíaimponerse a unos hombres menosaguerridos y potentes. Yo llegué derefuerzo protegido por los carros

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con mis hombres para completar lamasacre y para ampliar la brechaque habían abierto.

Hasta mediodía, Agamenón sebatió como un león, con una furiaque habría asombrado a Aquiles, yderribó con su mano a una decenade enemigos. Durante todo aqueltiempo pareció que nada ni nadiepodía detenerlo, su figura eraespantosa. El efecto de sus golpesmultiplicaba su fuerza y la de losotros que luchaban a su lado.

Yo mismo no conseguía dar

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crédito a lo que veían mis ojos. Anuestra izquierda la tumba de unantiguo rey troyano se erigía comoun escollo entre las olas del mar enmedio de los guerreros en fuga y enun momento dado aparecieron antenosotros las puertas Esceas y elbaluarte principal de la ciudad. Amedida que avanzaba veía en tierramiembros y cabezas cortadas, lossignos tremendos de la furia deAgamenón y de los otroscombatientes.

Pero cuando teníamos el sol ya

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en su cenit, la suerte comenzó adecantarse en contra de nosotros. Viel carro de Agamenón correr haciaatrás en dirección al campamento yen su rostro, no cubierto ya por elyelmo, una mueca de dolor. ¡El reyestaba herido!

Héctor debió de darse cuenta delo sucedido y se dirigió hacianuestra parte. Era algo tremendo dever, pues llegaba a una increíblevelocidad arrollándolo todo a supaso. Sin duda había visto huir aAgamenón hacia el vallado y

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pensaba en poder desbaratarnos.También los nuestros retrocedíanhacia el vallado; el mismoindomable Diomedes cedía terrenocon los suyos y luego se replegabadecididamente ante la furia deHéctor, que quería alcanzar lasnaves para incendiarlas. Ahora metocaba a mí reclamarle a él, y gritécon todo el aliento de que eracapaz:

—¡Eh, valiente! ¿Qué ha pasadocon tu coraje? ¡No pretenderás quedetenga yo solo a toda esa furia!

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¡Échame una mano, que entre losdos podremos conseguirlo!

Diomedes se volvió hacia mí yme miró con esa misma extrañaexpresión con que me habíaobservado aquel día en Argos entrela multitud que seguía el funeral desu padre. A los pocos instantes lotenía a mi lado y apuntaba con lalanza. La arrojó con un impulso muyagresivo contra Héctor, que noestaba a más de veinte codos denosotros. La lanza voló derechacual una flecha disparada por un

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arco y le dio de lleno en el yelmo.Lo vimos tambalearse y luegodesplomarse dentro del carro. Sucochero volvió los caballos endirección a las puertas mientrasDiomedes le gritaba detrás todotipo de insultos y trataba de abrirsepaso entre los enemigos a golpes deescudo y de mandobles a fin derecuperar su lanza. Solo confiabaen esta. Fui detrás de él para nodejarle solo y me reuní con élapenas a tiempo: una flecha le habíaclavado un pie en el suelo.

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Me planté delante de élprotegiéndolo con el escudo ytratando de mantener a distancia alos enemigos que ahora ya merodeaban por todas partes.

—¡Resiste! —gritaba—. ¡Estoytratando de extraer el dardo!

Pero de inmediato me di cuentade que había perdido contacto conlos otros. Diomedes no se sosteníade pie y sus hombres lo habíanpuesto sobre el carro y lo hacíanllevar rápido por su cocheroEsténelo.

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Era el fin para mí.Sentí aún su voz que repetía:—¡Resiste, Odiseo! ¡Resiste, que

venimos a buscarte!Y en aquel momento recordé la

promesa que había hecho aPenélope, d e que regresaría de laguerra, y volví a ver sus ojos y sumirada reluciente. Hacía molinetescon la espada y la lanza en todas lasdirecciones manteniendofirmemente el escudo sujeto albrazo. No sabía por cuánto tiempotendría fuerzas suficientes. Me

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detuve un instante porque mefaltaba el aliento y en ese mismomomento fui blanco de undesconocido que no tardaría enrecibir un nombre: el hombre quehabía dado muerte al wanaxOdiseo, fecundo en ardides. Unalanza maciza, rápida, inició elvuelo desde su mano mientras yoemitía el triple grito de los reyes deÍtaca.

¡Eih! ¡Eih! ¡Eih!¡Eih! ¡Eih! ¡Eih!¡Eih! ¡Eih! ¡Eih!

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La lanza había traspasado elescudo, la coraza, sin ahogar migrito.

Pero estaba en las últimas, enbreve estaría vencido. Extraje lalanza del escudo y de la coraza paradefenderme y sentí la sangrecaliente chorrear por mi muslo.Bramó exultante el guerrerodesconocido, pero un clamor másfuerte, poderoso, chillón como unatrompeta tronó a mis espaldas:

—¡Estamos aquí, Odiseo!E inmediatamente un escudo

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enorme, un muro de bronce seplantó delante de mí, un cuerpodesmesurado me cubrió, otroguerrero resplandeciente se situójunto a mi costado herido. ¡El GranÁyax! ¡Menelao!

Menelao me aferró por un brazo,alguien me puso sobre un carro.Partimos raudos, saltando sobre loscuerpos caídos, sobre las armasabandonadas, hasta el vallado y laempalizada, hasta las naves.

Me acostaron con cuidado,alguien me despojó de la armadura,

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la arrojó al suelo, oí el fuerte ruido.A continuación un dolor agudo medesgarró el costado herido, peroapreté los dientes. Ya eran muchoslos gritos de dolor en todas partes.

Perdí la luz de los ojos por unmomento. No vi ya nada, pero denuevo sentí arder el fuego en micarne, un olor acre, a quemado, einclinado sobre mí vi a Euríloco,mi primo, con un puñal candente enla mano.

—He taponado la sangre —dijo—. Te curarás.

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—¿Qué está pasando?—Entre los grandes solo los dos

Áyax resisten, e Idomeneo yMenelao; los otros están todosheridos y son incapaces decombatir. Héctor está fuera de sí ylo flanquean los mejores: Eneas,Héleno, Deífobo; hasta ese cobardegusarapo de Paris se haenvalentonado y no para dedisparar con precisión con el arco.Han dejado los carros al otro ladodel foso y han bajado a pie eintentado salvar por nuestro flanco

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el muro de contención. Estánpresionando contra la empalizadacon todos sus medios, tratando dearrancar la puerta de sus goznes; lastrancas de refuerzo parece que vana ceder en cualquier momento. Elesfuerzo de los nuestros es yainsostenible. No descansan desdehace mucho rato, no comen desde elamanecer, están exhaustos.

Sentí que se me moría el corazónen el pecho. ¿Era posible que tantasfatigas, tanta sangre e infinitos lutoshubiesen sido inútiles? Mi diosa no

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se manifestaba desde hacía muchotiempo. Tal vez me habíaabandonado, no podía oponerse alhado, ni siquiera ella, o bien ya nome quería como en otro tiempo. Eranatural: ¿cómo puede un ser que nomuere experimentar verdaderossentimientos?

Dije:—Ve afuera, hacia el muro y el

vallado y luego vuelve a referirmelo que está pasando. Estaincertidumbre me mata. ¡Ve, yestate atento!

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Euríloco salió y yo me dejé caerexhausto sobre el catre. El costadome dolía mucho; el padecimientoera tan agudo que ninguna parte demi cuerpo podía acomodarse,reposar.

Pasó el tiempo y a mi oídollegaba un ruido confuso, miles deaullidos se fundían en un solo grito,en una sola lengua, en un solo,inmenso, insensato dolor.

¿Cuántos regresaríamos? ¿Quiénsobreviviría a la carnicería y quiénsería precipitado al Hades, dejando

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sueños, deseos, esperanzas amerced del viento?

Mientras seguía estospensamientos en el corazón, oí unasvoces muy próximas a mi tienda.Una de ellas me era familiar:¡Patroclo!

Me deslicé al suelo desde elcatre, me arrastré casi hasta laentrada de la tienda y miré fuera. Lovi a menos de cinco pasos de mí.Patroclo ayudaba a uno de nuestrosguerreros que había sido herido; elsoldado tenía una flecha clavada en

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el muslo y sangraba copiosamente.—Te extraeré la flecha del muslo

y te curaré, pero no podré quedarmemucho tiempo asistiéndote: Néstorme ha confiado una misiónimportante. He de hablar enseguidacon Aquiles.

Poco después Patroclo pasócerca de mí corriendo.

—¡Patroclo! —llamé.—¡Odiseo! También tú estás

herido.—Y así Agamenón, Diomedes y

tantos otros; asimismo Macaón,

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nuestro experto médico, ha sidoherido. El ejército sin mando.Únicamente resisten los dos Áyax,Menelao e Idomeneo. Néstor, viejocomo es, ha aceptado desafiar a lamuerte.

—Perdóname —respondió—, hede irme.

—Ve. Pero dime ¿qué misión teha confiado el viejo? Os he oído sinquerer.

—No puedo decírtelo. ¡No puedocontárselo a nadie! Nadie debesaberlo. Es la última esperanza que

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nos queda.Escapó, raudo como el viento. Y

mientras me arrastraba nuevamentehacia el catre entró Euríloco,sudoroso, jadeando.

—Héctor ha arrollado nuestrasdefensas —dijo—, los troyanosestán desparramándose por todaspartes. ¡Traen fuego!

—Asísteme —contesté—.Véndame la herida, muy apretada, yayúdame a ponerme la armadura.No moriré en la cama.

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Salí de la tienda, apoyándome en lalanza, y me dirigí a la deAgamenón, donde encontré aDiomedes. Decidimos reunirnoscon los nuestros que combatían parainfundirles valor, al menos connuestra presencia.

El enfrentamiento se hizo aúnmás feroz. Héctor sentía la victoriaya al alcance de la mano, estabaconvencido de que Zeuspersonalmente lo protegía y parecíaanimado por una energía inagotable.

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Por nuestra parte, el ver que yo yDiomedes estábamos todavía vivosdio fuerzas a nuestros guerreros quese reagruparon, formaron un murocompacto y siguieron a Idomeneo,los dos Áyax y Menelao.

La batalla se prolongó sin queninguno de los dos bandos seimpusiese, pero con bajasconsiderables para unos y paraotros. Vi cabezas cortadas rodandopor el suelo entre mis piernas; otrasfueron arrojadas por los nuestrosentre las filas adversarias. Avisté

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hombres traspasados de parte aparte desplomándose con fragor entierra y apretando con las manos laarena marina en el espasmo de lamuerte; vi en el rostro de Agamenónel color terroso de la angustia, losrasgos contraídos, la mano derechaapretada y temblorosa en laempuñadura de la lanza, y oía elaullido de la batalla subir deintensidad hasta horadar las nubes,hasta el paroxismo. Me encontré denuevo en la ventolera de la locura,en una especie de excitación, de

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deliro que me hacía sentir fuera demí, fuera de mi cuerpo, de mitiempo y del lugar no ya percibido,no ya medido por el ojo ni por lamente. Era en este tipo dedimensión en la que advertía lapresencia de los dioses y, si Ateneahubiese apartado de mis ojos laniebla, se me habría aparecido ensus verdaderos rasgos. ¡Si tan solohubiera podido empuñar un arma, sihubiera podido aguantar mi costadoherido!

Las antorchas de Héctor se

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acercaban cada vez más a lasnaves, la lucha se producía ya aescasa distancia de lasembarcaciones, en ciertos puntosarreciaba entre casco y casco. Lamayoría trataba de aislar la nave deProtesilao, la más lejana del centrodel campamento, la más próxima alvallado y la más expuesta al viento,la que podría propagar el fuego atodas las otras, y entonces Áyaxsaltó dentro del navío varado quedesde el momento del desembarcono se había vuelto a hacer a la mar.

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Se plantó sobre la proa y conambas manos aferró una lanzaenorme con la punta de metalmacizo, de combate naval.Normalmente la empuñaban varioshombres y con ella trataban deperforar con grandes impulsos laquilla de los barcos enemigos pordebajo de la línea de flotación conobjeto de hundirlos. Él la blandíapor sí solo segando a adversarios,traspasando a dos, tres a la vez,derribándolos en gran número alsuelo; saltaba de un banco a otro,

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rugiendo como un león salvaje. Losdardos llovían como granizo sobresu yelmo, sobre los hombrosrevestidos de doble placa debronce, pero él parecía no sentir.Ciertamente el corazón le gritaba enel pecho: «Resiste, combate, rocade los aqueos, montaña andante; nocedas al cansancio que destroza losmúsculos, que oprime el pecho.¡Resiste, amigo, Gran Áyax!».

Ahora ya todo era inútil, puestambién él, rodeado por todaspartes como un jabalí por una jauría

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de perros, se vendría abajo. Yasolo era cuestión de tiempo. Áyaxno pedía nunca ayuda a los dioses,solo a su brazo, a su gran corazón ya su amigo homónimo. En aquelmomento lo que veía cambiólentamente ante mis ojos, noconseguía ya seguir el movimientode la realidad, los colores seconfundían y el aullido desgarradorde la batalla, el coro agudo demiles de hombres golpeados,cortados, se mezclaba para mí conun único sonido, el mismo que el

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del poeta de aquella noche en elpuerto, muchos años antes. ¿Acasoera yo mismo llorando muyamargamente? Era como unhombre caído en un río tumultuoso,que no consigue ya vencer la fuerzade la corriente. Los dardos mesilbaban junto a la cabeza, no veía yno sentía. Y mientras esperaba elgolpe mortal buscaba las fuerzaspara el último asalto, para elúltimo, triple grito de los reyes deÍtaca.

Pero aquel sonido cambió de

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sopetón. Era ahora un estruendo, untrueno de tormenta, un estrépito demil y mil escudos percutidos pormiles de espadas. Algo habíainvertido el curso de losacontecimientos, la balanza delhado había cambiado de repente suequilibrio. El clamor antes confusoe irreconocible se volvió cada vezmás claro y nítido. El grito era:«¡Aquiles!».

¿Era posible? Sin preocuparmedel dolor, corrí hacia la nave yhacia las llamas que ya se

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propagaban. Cientos de hombrescon cubos y jofainas, con losyelmos, arrojaban agua paraapagarlas cuando nacían. Lostroyanos huían; de las tiendas de losmirmidones, negras sus armadurasrefulgentes, llegaba un guerrerorutilante como la estrella de Orión,magnífica, pero que trae luto, llantoy desventura.

¿Era él, deslumbrante en sucoraza divina, el que causabaestragos con la lanza y la espada,segador de hombres? Todos iban

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tras él, y él fulgurante sobre elcarro. Lo flanqueaban Menelao, elpoderoso Idomeneo, Áyax deLócride y el mismo Áyax deTelamón. Ya no sentía el cansancioinmenso, agotador, habíaembrazado de nuevo el escudo desiete pieles superpuestas de buey yavanzaba con los otros. Ahora medaba cuenta de que a mi ladoDiomedes y Agamenón observabanincrédulos cómo los aqueos,arrastrados por el guerreroimparable, pisaban los talones a los

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troyanos aterrorizados, en fuga,hacia las puertas Esceas.

Llegamos hasta la empalizadapara seguir con la mirada a lostroyanos que huían, atravesaban elfoso y buscaban escapar hacia laciudad. También el carro deHéctor. Y vimos el yelmo deAquiles, fulgurante, rematado por lacimera, atravesar a su vez elvallado. Automedonte, el cochero,incitaba a los caballos prodigiososde su patrón, Balio y Janto, a lapersecución. Lo perdimos de vista.

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Diomedes gritó:—¡Ha vuelto Aquiles!Pero yo no pude creer en sus

palabras, me volví hacia Agamenóny dije:

—No es Aquiles. Es Patroclo.—¿Cómo puedes asegurarlo? —

preguntó Agamenón.—He oído hablar a Patroclo de

una misión que le había confiadoNéstor y le pregunté de qué setrataba. Me ha respondido que nopodía decírmelo, que era unsecreto, lo único que podía

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salvarnos de una completa derrota.»He aquí lo sucedido: Patroclo

se ha revestido con las armas deAquiles, ha tomado su carro y sucochero. Rápido, wanax Agamenón,manda a alguien al campo debatalla para que nos cuente lo queestá pasando.

No hubo necesidad de decírselodos veces; Agamenóninmediatamente mandó a uno de lossuyos más fieles, Alcátoo. Le pidióque tomara un carro y dos caballosde refresco y siguiera a nuestro

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ejército y no perdiera de vista aAquiles. Así le llamó. Y luego quevolviera a informar. Y el hombrecumplió con lo que se le habíaordenado. Le seguimos durante unrato con la mirada, hasta que seesfumó en medio del polvo rojizoque lo cubría todo.

Entretanto nuestro ejército seguíaavanzando, nada parecía poderdetenerlo, continuaba acercándose alas puertas Esceas, en tropel, comolas olas del mar tempestuoso.

—Debe de ser Aquiles. ¿Quién

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podría hacer esto si no? —dijoAgamenón.

—Es el terror de Aquiles —respondí—, él no. Solo ver suarmadura, su carro, su cochero hainfundido miedo.

Nos quedamos en silencio largorato, no conseguíamos pronunciaruna sola palabra, manteníamos losojos fijos en el ejército ycalculábamos la distancia entre lahiguera y las puertas Esceas, que seacortaba cada vez más. Me mordíael labio inferior hasta hacerlo

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sangrar y el dolor en el costado seagudizaba precisamente como si lalanza me traspasase la carne en esemomento. ¿Qué se había hecho deAlcátoo, el escudero de Agamenón?¿Por qué no volvía? ¿Le habíanmatado?

No recuerdo cuánto tiempo pasó,pero fue el grito de Diomedes elque me devolvió a la realidad.

—¡Ha sucedido algo, mira! ¡Losnuestros retroceden!

Luego un carro atravesó lallanura hacia nosotros a una

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velocidad de locos: ¡solo loscaballos de Aquiles podían correrde aquel modo! Un negropresentimiento se apoderó de micorazón, pero no dije nada.Reconocí el carruaje de Aquiles y asu cochero e inmediatamentedespués, casi en su estela, llegó elcarro de Alcátoo y se detuvodelante de la puerta de entrada. Elescudero nos alcanzó jadeante y seveía que había tomado parte élmismo en el combate.

—¿Qué ha pasado? ¡Habla! —le

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ordenó Agamenón.—¡No era Aquiles, sino Patroclo

con su armadura! —respondió—.Al principio su avance ha sidoarrollador, nada ni nadie podíapararlo, pero luego ha sucedidoalgo. Tal vez ha llegado demasiadolejos tratando de alcanzar a Héctory de darle muerte, y así se haencontrado con él de frente y otrotroyano a su espalda, que le hagolpeado en el hombro con la lanza.E inmediatamente después Héctorlo ha tenido todo a su favor. Le ha

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dado muerte y le ha arrancado deencima las armas de Aquiles.

—¿Y el cuerpo? —pregunté—.El cuerpo de Patroclo, ¿qué ha sidode él?

—Se ha desatado una peleatremenda por el cadáver. Lostroyanos han conseguido atarle unpie con una soga y lo han arrastradoa viva fuerza en su terreno, peroluego el rey Menelao y los dosÁyax se han lanzado adelantecausando estragos y lo hanrecuperado. Al irme para venir a

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avisaros, Héctor se había enzarzadopersonalmente en la refriega,decidido a adueñarse de él; Áyax ye l wanax Menelao han conseguidolevantarlo del suelo y alzarlo sobresus hombros, de manera que todosvieran que el cuerpo de Patrocloestaba aún en nuestro poder ycobrasen nuevos ánimos. Se estánretirando para traerlo aquí, al otrolado del foso y del vallado, yentregárselo a Aquiles, pero no sési lo conseguirán, pues los troyanoslos atacan por todas partes como

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jaurías de perros rabiosos.—Solo Aquiles puede pararlos

—respondí.—¿Y cómo? Está sin armas y las

únicas que podría ponerse son lasde Áyax de Telamón, pero este lasnecesita más que nunca.

—¡Llévame a donde estáAquiles! —dije—. Enseguida.

Alcátoo me hizo montar en elcarro y lanzó los caballos hacia lastiendas de los mirmidones. Cadatambaleo me producía punzadasdesgarradoras y temía que se me

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reabriese la herida, peromantuvimos la velocidad yllegamos cuando Automedonte, elcochero, acababa de detener sucarro y estaba atando los caballos aun mástil de nave hincado en elsuelo. Aquiles había ya salido yestaba enterado. Parecía que lohubiese herido un rayo. Estabatrastornado y pálido, inmóvil.Nunca le había visto así.

—Aquiles —intervine—, nadiepodía imaginar…, pero ahora labatalla arreciaba para apoderarse

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de su cuerpo: no podemos dejárselopara que lo den en pasto a losperros y a los buitres. Áyax yMenelao no podrán resistir en todomomento, y el peso del cuerpo dePatroclo demora su paso. Ahora losenemigos están cerca delcampamento. Detenlos, Aquiles.Solo tú puedes hacerlo.

Aquiles me miró como si hubierahablado un loco. Acto seguidocomprendió. Subió al terrapléncorriendo raudo como el viento yallí se plantó con las piernas

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abiertas. Se llevó las manos a laboca y lanzó su grito de guerra. Yfue como si un estruendo surgiesede la tierra, como si el rugido de unleón se transformase en el agudoestridor de un águila herida,prolongado, interminable,ensordecedor.

Los nuestros reaccionaron comosi una energía misteriosa hubieseinvadido sus miembros exhaustos, ytodos gritaron uniendo sus voces alestrépito lacerante del príncipe delos mirmidones. Los aterrados

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troyanos huyeron, sus caballos seencabritaron delante del foso yvolvieron atrás lanzándose a ungalope desenfrenado.

Antes de que el sol se pusiera enel horizonte, Áyax de Telamón,Áyax de Lócride y Menelao,agotados, entraron por la puerta delvallado escoltando el cuerpo dePatroclo traído sobre los hombrospor cuatro guerreros mirmidones.El resto del ejército abría paso alhéroe que había perdido la vidapara salvarlos de la derrota y de la

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masacre.

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30

Encontré a Aquiles esa mismanoche muy tarde, cuando elcampamento estaba sumido hacíalargo rato en el silencio. Elcansancio de una jornada espantosa,interminable, que había extenuado atodos tanto el corazón como los

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miembros, había producido en losguerreros un sueño pesado,semejante a la muerte. Únicamentese oían las voces intermitentes delos centinelas que vigilaban junto alvallado y al foso.

Nadie había pedido una tregua talcomo había sucedido en otrasocasiones, porque no había un solohombre entre Ilión y el campamentonaval que considerase aún posibleuna suspensión temporal de laguerra. La muerte de Patrocloimponía a Aquiles el deber de una

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venganza brutal o sanguinaria, queno dejaría escapatoria a nadie. Lasangre reclamaría sangre hasta elpostrer límite de la vida y de lamuerte.

Noventa y nueve guerrerosmirmidones en tres filas y en tresposiciones, con túnica negra yarmaduras bruñidas, eran la guardiade honor para Patroclo, que yacíaen un catafalco, con un paño depúrpura sobre el cuerpo pálido ydesnudo.

Aquiles, que había derrotado a

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un ejército solo con su grito deguerra, lloraba desconsoladamentecon el rostro oculto entre las manos.

Lloraba Briseida, devuelta esamisma tarde por Agamenón, porquePatroclo la había tratado siemprecon afecto y consideración desde elprimer día de su cautiverio.También los guerreros mirmidones,inmóviles y rígidos como estatuasen la vela fúnebre, sufrían ensilencio, con las mejillas bañadasen lágrimas. Pero ese luto no erasolo por el guerrero caído, el amigo

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más querido y más fiel de supríncipe, sino también por el propioAquiles. Su inevitable regreso a laguerra significaría también sumuerte.

Asimismo Balio y Janto,liberados del yugo y de los arreos,con el lomo recubierto por unagualdrapa de púrpura recamada conoro, estaban quietos, con susgrandes ojos relucientes y febriles,como si llorasen. Nunca me habíanfaltado las palabras que el corazónme sugería en cualquier tesitura,

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aun la más difícil, pero en esemomento no me venía ninguna a loslabios, ante aquel dolor inmenso.

Fue Aquiles quien me habló:—De haberte escuchado y puesto

fin a la cólera, Patroclo no habríamuerto. Yo mismo le permití que sepusiera mi armadura para quetrajera alivio al ejército derrotado,y al hacerlo lo he condenado a lamuerte.

No tuve el valor de hablarle dela sugerencia de Néstor.

—Tampoco yo me lo hubiera

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imaginado, Aquiles. Cuando ocurreuna desgracia semejante, el dolornos induce a buscar mil otrasalternativas al destino que nos hagolpeado, ninguna de las cuales esreal. Solo una, la que nos hierecruelmente, es la verdadera. Somosmortales, Aquiles; debemos aceptarla muerte.

—Yo la elegí desde siempre, encambio quería que mi nombresobreviviese a mi breve existencia.Y si la ira me llevó a pensar paramí otro futuro ahora no tengo ya

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dudas; quien le ha matado deberámorir, y lo que me suceda luego amí carece de importancia. Ve a vera Agamenón, dile que acepto sureparación, pero que sobran susregalos. Lo que quiero es quemañana con las primeras luces delalba el ejército esté listo para elcombate. Yo y mis mirmidones loestaremos.

—¿Luchar? ¿Y cómo? ¿Desnudoy sin armas? Ya tres de nosotroshan sido heridos. ¿Acaso quieresañadir luto al luto? ¿Deseas que

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junto al cuerpo de Patroclo yazcatambién el tuyo en la pira? Calma.Deja que mañana tenga lugar lareconciliación con Agamenón enpresencia del ejército y esperemoshasta que un hábil artesano, pues nofaltan entre nosotros, te hayaforjado una nueva armadura, dignade ti. Hazme caso, Aquiles, pues yauna vez desoíste mi consejo y nofue una prudente elección.

Aquiles me miró intensamente alos ojos y esa mirada, melancólicay feroz a un tiempo, no la olvidaría

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nunca. Apoyé una mano sobre suhombro y me alejé hacia el centrodel campamento naval, hacia mitienda.

Al día siguiente se produjo lareconciliación entre Agamenón yAquiles en medio del corrillo de laasamblea. Agamenón juró sobre unavíctima sacrificial que jamás habíatocado a Briseida y no habíacompartido su lecho con ella. Losregalos prometidos me fueronconfiados a mí y yo los llevé con uncortejo hasta el campamento de los

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mirmidones. Aquiles anunció que ala mañana siguiente, al amanecer,atacaría, aunque fuese solo. Todosrespondieron que estarían con élpara vencer o morir.

Tuve un sueño agitado porpesadillas, pero antes del alba vicernerse a mi diosa sobre la proade mi nave y mirarme intensamente.Tal vez soñaba aún, tal vez Ateneahabía decidido hacerme sentir supresencia. La invoqué:

—Diosa de los ojos glaucos,dime, ¿cómo podrá combatir

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Aquiles hoy sin armas? ¿Acaso haconvencido al Gran Áyax para quele ceda las suyas?

La diosa me respondió con unasonrisa enigmática y se desvanecióen el aire ligero.

Abrí los ojos y me sentí másfuerte; mi herida estaba seca y lacicatriz se consolidaba. Me hizopensar en mi aventura durante lacaza del jabalí en la primera visitaal abuelo Autólico. Quién sabedónde estaba. Quién sabe si lellegaba el eco de esa guerra

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interminable, de esa masacre sinfin.

Euríloco me ayudó a revestirmecon la armadura y me encaminéhacia el extremo septentrional delcampamento naval donde seencontraba la tienda de Aquiles. Unviento salobre lamía el cuerpo dePatroclo y alejaba la corrupción desus miembros. Seis guerrerosmirmidones lo velaban insomnes.Aquiles había dado orden de que nofuese puesto en la pira antes de queél hubiese dado muerte a Héctor

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con sus manos. El campamentoestaba en silencio, solo las olas delmar nunca fatigado hacían oír suvoz borboteante. Me acerqué hastacasi la línea de la resaca paraobservar la salida del sol, y elprimer rayo hizo que me petrificarade estupor. Delante de mí pendía dedos lanzas cruzadas una panoplia deasombroso esplendor: un yelmocrestado con la cimera bermeja, unacoraza de deslumbrante brillo, unasgrebas repujadas y orladas conláminas de oro, y un escudo

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completamente esculpido en franjasconcéntricas con cientos de figuras.Una verdadera maravilla que elmejor de los artesanos alumnos ydevotos de Hefesto habría podidorealizar en el curso de un añoentero. No daba crédito a lo queveía, por lo que me acerqué pararozar el metal con los dedos ycerciorarme de que era cierto.

—¿Ves? Mis armas estánpreparadas y no he tenido quepedírselas a mi primo Áyax deTelamón.

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—¿Cómo las has conseguido?¿Quién las ha fabricado para ti?

—No lo sé. ¿Acaso tieneexplicación un prodigio?

Miré la grava esplendente a lolargo de la playa. Las olasespumosas acariciaban laspiedrecillas de todos los colores;mil reflejos hacían brillar loscantos rodados cual piedraspreciosas. Podía ver las armas deAquiles traídas por el oleaje ydejadas en la orilla. ¿Este portentohabía tenido lugar durante la noche

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salobre y amarga?Y pensé en el estado en que

estarían esa misma tarde lasmagníficas armas, maravilla dearte, melladas por miles de golpes,desfiguradas, deformadas por laviolencia del combate.

Aquiles me leyó el pensamiento.—Es despreciable, ¿no es cierto?—Sí, lo es. Pero no creo que

haya otra elección.Su rostro se volvió de golpe gris

como el hierro; su mandíbula secontrajo.

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—La guerra es la fiesta máscruel, pero es siempre un festejo.Hay que adornarse con las mejoresgalas para danzar con la muerte.Hoy Héctor morderá el polvo,traspasado por mi asta.

Lo vi acercarse a sus caballos.Hablaba con ellos.

—¿Qué les has dicho a Balio y aJanto, Aquiles?

—Les he pedido que me llevende nuevo a mi tienda esta tarde: nohagáis como con Patroclo, ledejasteis abandonado en medio del

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campo.—¿Y ellos? ¿Te han respondido?—Por supuesto. Me contestan

siempre.—¿Y qué te han dicho?Agachó la vista y le vi disimular

el llanto; el inexorable guerrero, elexterminador despiadado. ¿Por quéaquel luto tan desgarrador,interminable? Muchos compañeroshabían muerto, muchos amigos, ynunca había mostrado tantadesesperación. Volví la miradahacia el mar, al cuerpo blanco de

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Patroclo difunto. ¿Qué empresasgloriosas había realizado aparte dela que le había llevado a la muerte?Ninguna. Y si las había hecho nadielas recordaba, porque él era nadamás que la sombra de Aquiles. Lagloria había sido siempre del hijode Peleo y de la diosa marinamisteriosa e invisible. Pero nadiepuede vivir sin su propia sombra.Quien no la posee no tiene ya vida.Es un espectro nada más.

Dijeron los corceles:—También esta vez te

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devolveremos a tu tienda sano ysalvo, Aquiles. Pero, cuidado,después de que hayas dado muerte aHéctor, será tu turno. Te tocarámorir a ti, y nosotros no podremoshacer nada aunque seamos raudoscomo el viento.

Le sonreí.—Podrían tal vez fallar en la

predicción. En el fondo, no son másque caballos.

—No se equivocan nunca, amigomío —respondió—. ¡Nunca!

Saltó sobre el carro al que había

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subido ya el cochero Automedonte,y los dos caballos divinos, conpaso solemne, enarcaron el cuellopoderoso y avanzaron hasta el puntoen que estaban formados losguerreros mirmidones.

A ellos se añadían la multitud delos aqueos revestidos de bronce.Las puertas del vallado se abrieron,fueron arrojadas unas pasarelas demadera sobre el foso y los carrospasaron; el primero de todos, el deAquiles, refulgente como el sol.Cruzaron las escuadras; una selva

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de lanzas de haya con la puntaesplendente se movía ondeandocomo un campo de espigas alviento.

En lontananza, veía abrirse laspuertas Esceas y la puerta de laciudad inferior, y dos ríos deinfantes y de carros se mezclabanen un único frente poderoso. Losguerreros troyanos sabían quehabían resistido valientemente aAquiles durante muchos años yhabían hecho acopio ciertamente detodas las energías que les habían

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quedado en el corazón y en losbrazos para hacer frente al guerreroimplacable. Pero no conocían sucólera. O solo habían oído hablarde ella. Aquel día laexperimentarían.

Ni yo, ni Diomedes, ni tampocoAgamenón hubiéramos tenido quetomar parte en aquella jornada desangre y de delirio, pues nohabíamos recuperado nuestrasfuerzas y, si éramos derrotados,muchos perderían su vida parasalvar la nuestra. Pero yo no me vi

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con ánimos de quedarme bajo latienda en un enfrentamientosemejante, y me acordé de un armaque bajo las murallas de Troya nohabía usado nunca en el campo debatalla, sino solo en una cacería enlos bosques de Ida: el arco.

Lamenté no haber podido traer elque mi abuelo Autólico me habíaregalado, pero elegí en cualquiercaso un arma excelente, de granpotencia, y me dirigí a las tiendas ya las naves de los tesalios de Feraspara dar con Eumelo.

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—Pai —dije—, me prometisteque me dejarías probar tus yeguas.

—Y yo siempre mantengo mispromesas, wanax.

—Añadiste: «¡Cuando quieras!».Eumelo comprendió.—¿Hoy?Asentí.—Y tú deberás ser el cochero.

En Ítaca no tenemos calles, sinosolo senderos y por tanto no headiestrado nunca a un cochero ni heposeído un carro. Pero mi punteríaes de lo mejorcito, y si me llevas

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cerca de nuestra formación y corresdelante y atrás de las filas y sabesdetenerte allí donde veamos lapelea en su máxima intensidad, misflechas podrán diezmar a losasaltantes y ayudar a Áyax o aIdomeneo o a Menelao o acualquier otro.

Los ojos de Eumelo sonrieron amis palabras.

—Dame tiempo para uncir a misamadas y para pasar el mando demis tesalios a un amigo deconfianza y me reuniré contigo

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delante de tu tienda.Entonces me encaminé, me cubrí

cabeza y rostro con un yelmo quedejaba al descubierto tan solo losojos, me puse el coselete de cuero ycolgué la espada de mi hombro.Cogí el arco y dos aldabas. Lasllené de dardos, muy duros, de trespuntas, y esperé a que pasaraEumelo. Subí, él incitó a sus yeguasy volamos haciendo retemblar losmaderos del vallado. Atravesamosoblicuamente la gran llanura y elegíel primer dardo, que empulgué en el

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nervio.La jornada fue solo de Aquiles.

Los dos Áyax, Idomeneo y Menelaose batirían, como siempre, contralos hombres y, esta vez, quizátambién contra los dioses, pero enunas partes más oscuras del campode batalla. Yo vi desde el carrodonde se encontraba Aquiles, vi, oquizá creí ver también lo que uncomún mortal no puede ver cómohabía sucedido ya cuando Ateneapasó cerca de mí, en el sueño o enla vigilia, en el bosque, en los

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montes, en el mar.Entretanto la cima del monte Ida

se había oscurecido y cubierto denegros nubarrones. El retumbo deltrueno saludó el inicio de lacarnicería, los dioses se mezclaroncon los hombres: no tendría yanunca la suerte de dar muerte atantos mortales en una mismajornada.

El ejército de Héctor se habíadesplegado con todo su poderío.También guerreros queteos habíanllegado del corazón de Asia, de la

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lejana Hatti, para ayudar, así comolos tracios de la zona de losestrechos, los licios y misios delmediodía, los paflagones y énetosde las riberas del Termodonte.

Aquiles se lanzó hacia el centrode la formación esperandoencontrar a Héctor, el aborrecidoenemigo. Pero no halló más que alos que trataban de detenerlo. Envarios puntos el frente oscilaba,según quien consiguiese imponerse,o cuando un valeroso campeónlograba repeler a los enemigos con

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el escudo y con la potencia de lalanza.

Yo hice seña a Eumelo de quecorriera a lo largo de las filas yluego se detuviese. Armé el arco,disparé y volvimos a irnos. Tiré denuevo y otras veces sin descanso.Las yeguas de Eumelo eran raudascomo el viento y mi joven cocherolas gobernaba ligero con las riendasy el bocado.

La batalla continuó arreciandodurante toda la jornada y asimismola tempestad en el monte Ida. Zeus

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mostraba su cólera, pero tambiénél, que había tendido siempre sumano para proteger la ciudad, debíadoblegarse al hado. Vimoshincharse el Escamandro y elSimunte de aguas turbias yespumosas y por un momentopareció que los nuestros seríanarrollados, pero Aquiles no dejóque le detuvieran. Entró en elEscamandro enfrentándose a lacorriente con el escudo, pasandoentre los cuerpos de los troyanosmuertos que eran arrastrados hacia

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las murallas. Sus mirmidonesfueron detrás de él y asíconsiguieron atacar al ejércitotroyano por ese flanco,derrotándolo.

Las puertas Esceas se abrieron, ydel mismo modo la entrada de laciudad baja, para acoger a losguerreros en retirada. ¿Dóndeestaba Héctor?

—¡Mira! —gritó Eumelo—.¡Allí, entre la higuera y las puertasEsceas! Es él, lleva las armas deAquiles arrebatadas a Patroclo.

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—Es cierto. Será su fin siAquiles lo ve y consigue dejarlofuera.

Desde nuestro carro veíamos alos dos campeones, por las cimerasde los yelmos, de estatura superiora la de los otros guerreros. Héctor,dándose cuenta del peligro, trató dellegar a las puertas. Aquiles llamó asus caballos y saltó sobre el carro.

—No tiene escapatoria —dije—,para él es el fin.

Luego la masa de nuestroscombatientes que pisaban los

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talones a los fugitivos se detuvo, seagolpó delante de las Esceas.

Estas se estaban cerrando paraque el enemigo, ya muy próximo, noirrumpiese en la ciudad. Habíallegado el momento de la últimaprueba. Sobre las murallas seamontonaban hombres y mujeres ylos estandartes que siempreacompañaban al rey ondearon enlas torres que flanqueaban laentrada. Tal vez Andrómaca,angustiada, miraba a su esposoafrontar un riesgo terrible.

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No quise asistir al epílogo de lavida de un héroe valeroso y dignoque se había dejado deslumbrar porla sed de gloria y vencer por elamor a su patria. Tampoco habríapodido: decenas de miles deguerreros formaban una muralla yhabría sido imposible atravesar elenorme gentío.

—Volvamos atrás —dije—.Hemos hecho lo que podíamos.Ahora todo será decidido por elhado al que temen hasta los dioses.

Fuimos los primeros en llegar al

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vallado. Eumelo ató sus yeguas auno de los troncos de laempalizada, sin liberarlas del yugo,y ambos subimos a la galería. Elllano estaba sembrado de cuerpossin vida y ya los perros vagabundoscomenzaban a acercarse. Otrosguerreros, heridos, cojos, tratabande volver atrás hacia elcampamento. El sol a nuestraizquierda descendía hacia el mar.Las grandes nubes negras quecoronaban el monte Ida eranrasgadas por relámpagos. El sol

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moribundo las teñía de sangre enlos bordes desgarrados por elviento.

De improviso los truenoscallaron, los relámpagos seapagaron, también el rumor del marse desvaneció. En el gran silenciose oyó, amortiguado por ladistancia, un grito de desesperacióny de locura que subió como undardo hacia el cielo impasible y,finalmente, murió en un largo ydesgarrador lamento.

—Héctor ha muerto —concluí.

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Luego vimos al ejércitodesplegarse y abrir paso. Aparecióel carro de Aquiles, que atravesó lallanura y luego el foso y el vallado.Detrás, arrastrado por el polvo,despojado de las armas, el cuerpodesgarrado de Héctor, el príncipetroyano, el defensor incansable dela sagrada Ilión.

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Aquiles anunció unos solemnesjuegos fúnebres en honor dePatroclo, en los que participarontodos los reyes y príncipes, a fin deque la sombra del amigo pudieradescansar en paz. Se le habíaaparecido en sueños, decían, para

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pedirle el rito sagrado cuanto antes.Entretanto Meriones, el escuderod e l wanax Idomeneo, habíaconducido a hombres armados dehachas con recuas de mulos a cortarun gran número de encinas al monteIda. Los troncos fueronescamondados con segures yamontonados para levantar la pira.Luego, cuando esta estuvo lista,arrancó el cortejo fúnebre. Delante,los carros de guerra con lossoldados y los cocheros vestidoscon las armaduras más hermosas. A

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continuación los infantes, en grannúmero. En el centro, el féretrosujetado por seis guerreros; detrás,Aquiles, que sostenía la cabeza deldifunto entre sus manos. A medidaque el cortejo pasaba, losmirmidones se iban cortando loscabellos y los arrojaban sobre elcuerpo del fallecido. Por último,Aquiles se cortó la melena, quetenía sumamente larga por un votoque había hecho en su patria al diosdel río Esperqueo y que rompería asu regreso. Pero no habría retorno y

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sus cabellos honrarían al amigocaído. La pila, cuadrada, de cienpies de largo por cada lado, estabalista y el cuerpo de Patroclo fuedepositado en lo alto junto con suimponente espada.

Dieron comienzo a los juegos. Sedelimitó una parte del campamentopara las competiciones cuyo árbitrosería el propio Aquiles. Secompitió en la carrera de carros, apie, en el tiro con arco, en la luchay en el duelo con espada. Tambiényo tomé parte en ellos y conseguí

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ganar en la carrera de velocidad,porque Áyax de Oileo resbaló en elestiércol de los bueyessacrificados. Y también me batíhonrosamente en la lucha contraÁyax de Telamón. Nadie lo hubieracreído jamás. Áyax disputóasimismo el duelo a espada conDiomedes; el rey de Argos fue elprimero en herirle, ligeramente, conun corte superficial, pero Aquilesdio por terminado enseguida elcombate asignando la victoria enparidad a uno y a otro.

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Había llegado el momento de losúltimos honores al cuerpo delhéroe: el fuego y la sangre.

Todos los reyes y los príncipesestaban presentes en primera fila:los dos Átridas, Agamenón yMenelao, en el centro; Diomedes,Toante, Esténelo, Néstor yAntíloco, a la derecha; Áyax deTelamón, yo mismo, Áyax de Oileo,Idomeneo, Macaón y Menesteo deAtenas, a la izquierda. Detrás seamontonaba el ejército entero, cadauno revestido de las más hermosas

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armas. Cuatro mirmidones de laguardia de honor prendieron fuego alos cuatro ángulos de la enormepila.

Las llamas, estimuladas por elviento marino, se alzaronchisporroteando y zumbando y derojas se convirtieron de inmediatoen blancas, a medida que la masade madera se ponía candente.También el mar pareció incendiarsereflejando el resplandor del fuegoen un amplio trecho. Losprisioneros troyanos fueron

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arrastrados al lugar del rito fúnebrecon las manos atadas a la espaldacon ramas de sauce. Como bestiaspara el sacrificio, se les hizoarrodillarse y fueron inmolados unopor uno con un puntazo dado con laespada entre la paletilla y laclavícula. Cuando la punta sehundía en el corazón, una fuente desangre brotaba hacia lo alto y lavíctima se desplomaba inerte.

Uno tras otro los cuerpos de lostroyanos sacrificados fueronarrojados a la hoguera, oblación al

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señor del Hades y servidores deldifunto en el más allá.

Ahora ya me había habituado acualquier atrocidad en muchos añosde guerra y me di cuenta de que ungesto tan brutal no me trastornaba.Mi corazón no se horrorizaba. Perofue esta falta de terror la que mehirió como si me hubieran clavadouna flecha en el pecho.

El nombre del caído fue gritadodiez veces por los mirmidonesformados y luego por los reyes y acontinuación por todo el ejército

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que golpeaba las lanzas contra losescudos con retumbo de trueno.

Cuando la pira se huboconsumido, los sacerdotesrecogieron los huesos del difunto ydoblaron con unas tenazas suespada incandescente parasepultarla junto con la urna. Aquilesparecía fuera de sí: ya sin lágrimas,estaba erguido e inmóvil frente a lahoguera que despedía los últimosfulgores. Creo que se veía a símismo reducido a cenizas entre lostizones ya apagados de la pira.

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Habían quemado a su sombra yahora los ministros de la Muerte seapretujaban ladrando como perroshambrientos a su alrededor. Fuerade la tienda, el cuerpo de Héctoryacía insepulto, y su espíritu vagabaen aquella hora sin descanso por laorilla fangosa del Aquerontebuscando inútilmente un sitio en labarca de Caronte, de camino a losInfiernos. El espectro de Patroclopasaría corriendo por delante de él,sería el primero en atravesar lasnegras aguas.

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Lo miré por un instante, lívido,cubierto de grumos de sangre,irreconocible; no había quedadonada del glorioso guerreroresplandeciente como un astro queatacaba gritando nuestrastambaleantes defensas. Por uninstante me pareció contemplar mipropio cuerpo abandonado en unaplaya desierta de un lugar remotoy desconocido. Me vi a mí, acualquiera, a nadie. No habíaescapatoria al hado. ¿Y si tambiényo tuviese enseguida un destino

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semejante?Esperé a que todos se hubieran

ido; aguardé en la sombra hasta quela luna se ocultase, como si tuvieseun presentimiento. La Osa Mayorhabía descendido hacia los montes,en su punto más bajo del cielo,cuando apareció de la nada unafigura encapuchada que entrófurtivamente en la tienda deAquiles. No hizo ningún ruido,como si no tocase el suelo; lossoldados de la guardia no semovieron… ¿dormían? ¿Acaso era

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un dios que se movía en laoscuridad bajo el aspecto de unmortal? No di un paso, me quedéescondido en la sombra. No muchotiempo después, el hombre cubiertocon capucha salió de la tienda deAquiles, y apareció un carro tiradopor un caballo. Cuatro guerrerosmirmidones levantaron el cuerpo deHéctor y lo depositaron en él. Lafigura encapuchada, quienquieraque fuese, lo cubrió con un pañonegro, subió al carruaje, cogió lasriendas y se alejó lentamente sin

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hacer el menor ruido.Una voz a mi derecha dijo:—Aquiles ha dado muestras de

piedad.Me temblaron las rodillas. Solo

un dios podía haber obtenido tanto.—¿Quién eres?—Ideo, el heraldo del rey.—¿Príamo? ¿Ha venido hasta

aquí?—Sí. Creo que alguien más

poderoso que nosotros nos haguiado en la oscuridad. Príamo seha arrodillado a sus pies, ha besado

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la mano que dio muerte a su hijo, leha suplicado. Ese viejo reypostrado por el dolor le haconmovido el corazón. Héctortendrá el honor del llanto…, de sumadre, de su esposa abatida, de suscompañeros, de la ciudad entera. Esesta la verdadera gloria, wanaxOdiseo; el llanto de quien nos amacuando dejamos este mundo. ¿Quiénllorará a Aquiles?

—¿Quién? Su padre lejano ytambién Príamo derramaránlágrimas, porque se ha apiadado de

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su tormento y porque, cuando laguerra arrecia en el mundo entero,el dolor es de todos; cada padre espadre de todos los hijos; cada hijoes hijo de todos los padres.

Me volví de espaldas y meencaminé hacia mi nave.

En los días siguientes no sucediónada. Parecía que los dos ejércitosy los dos pueblos estuviesendominados por el luto y por elagotamiento. Muerto Patroclo,muerto Héctor, Aquiles no tenía yaningún objetivo al que dedicar su

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vida como no fuera luchar buscandouna muerte gloriosa. Y cuandovolvió a prender la batalla, empezóa desafiar y a golpear a guerrerostroyanos, que, tras la desapariciónde Héctor, habían ocupado supuesto: Deífobo y Eneas. Todospensaban que ahora la suertefavorable estaría de nuestra parte.Aquiles había vuelto a combatir,mientras que nuestros adversariosya no tenían a su guerrero másfuerte. Pero la suerte de la guerrano cambió mucho: los troyanos se

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exponían menos y alineaban a todossus mejores hombres contra nuestrocampeón. Aquiles los arrolló variasveces con su ímpetu y los obligó arefugiarse entre los muros de laciudad, pero las poderosasfortificaciones permanecíaninexpugnables.

Luego, un día, a comienzos deotoño, cuando finalmente parecíaque la derrota de los troyanos erairremediable, mientras se volvíahacia atrás para incitar a los suyosa seguirle y bloquear los batientes

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de las puertas Esceas antes de quese cerrasen de nuevo, una flechaenvenenada hirió a Aquiles en unapierna, cerca del talón. Se tambaleóy trató de arrancársela paraproseguir el ataque y entrar en laciudad, pero su ímpetu no tardó enextinguirse y se desmoronófinalmente en el suelo justo delantede las inexpugnables, malditasEsceas.

Los gritos de triunfo de Paris,que alzaba un arco en la manoderecha para que todos lo viesen,

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nos hizo comprender quecorrespondía a él la victoria sobreel más grande guerrero que hubiesepisado la faz de la tierra. ¡Una burladel destino! Pero su exultación duróbastante poco. Yo estaba en unaposición de retaguardia, cerca de lahiguera, porque de vez en cuandomi herida se dejaba sentir y teníaque recuperar el aliento, pero lo viclaramente. Coloqué la flecha. Nopodía lanzar en línea recta porquedelante de mí había demasiadosobstáculos y por eso disparé

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ligeramente más alto; un tiro curvo,muy difícil si no imposible, pero midiosa debió de escucharme:«Ayúdame —dije— y nadie sabráde dónde ha venido este dardo.Dedica tu victoria a Heracles,porque es en él en quien pienso eneste momento». Por un instantetomó la figura junto a mí deDamastes y oí en el corazón su voz:«¡Ten en cuenta el viento!». Laflecha, pesada, bien equilibrada,recorrió su arco parabólico, hastael punto más alto, luego comenzó a

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inclinarse hacia abajo adquiriendomayor fuerza y velocidad. Golpeóde lleno en el blanco clavándose enla garganta de Paris, que murió enel acto. En torno a él todos sequedaron estupefactos como si eldardo hubiese sido disparado desdela cima del monte Ida y desde elmismo Olimpo.

Enseguida se desató una ferozpelea por la posesión del cuerpo deAquiles y yo mismo me abrí pasoentre los guerreros para echar unamano. Los troyanos querían el

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cuerpo de aquel que habíaarrastrado por el polvo, atado de sucarro, a Héctor, el héroe generosohasta el último sacrificio. Nosotrosqueríamos impedirlo a toda costaporque ello hubiera significadonuestra derrota definitiva. Ymuchos de los nuestros y de lossuyos perdieron la vida en la florde la edad por la conquista de uncuerpo exánime. Estaba habituadoya, al cabo de muchos años de unaguerra sin cuartel, a ver cualquiercosa, incluso la más horrenda, la

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más macabra. Sin embargo,observar ahora totalmente inerte elcuerpo que hasta hacía pocodesprendía una fuerza invencible;verlo arrastrado, machucado,pisoteado por quienes pocosmomentos antes no se habríanatrevido a mirarle a los ojos, meproducía amargura y desesperacióninfinitas. Y furia. Luchaba gritando,llorando, gruñendo como un lobo.El único remedio a tanta desolaciónera combatir, irradiar energía,sudor, pasión ardiente. Avistaba el

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brazo del Gran Áyax abatiéndosecomo un mazo sobre los enemigos,la lanza haciendo estragos en manosde Diomedes, y comprendía quematar, en aquel momento, era laúnica manera de sentirse vivo.

La brutal pelea duró hasta lapuesta del sol; me había plantadoentre Menelao, a quien la muerte deParis había multiplicado la energía,y los dos Áyax, que ya se batíancomo un par de leones. Finalmente,la llegada de Diomedes con su astamortífera nos permitió dar cuenta

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de los troyanos. El Gran Áyaxcargó entonces sobre sus hombrosel cuerpo de Aquiles y abandonó lalucha después de haberse colocadoel gran escudo para proteger suespalda.

A la caída de la tarde, el cuerpode Aquiles fue depositado sobre elféretro que había acogido aPatroclo solamente cuatro mesesatrás. Nos oprimía el más negrodesconsuelo, por más que lospresagios desde hacía tiempo noshabían avisado de que esto

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sucedería. Pero, lamentablemente,todavía no había terminado. Meesperaba una desgracia, si ello eraposible, más amarga y desgarradoraaún.

El funeral de Aquiles se celebrótres días después al atardecer.Miles y miles de antorchasiluminaron la explanada junto almar, donde se alzaba la enorme pirade troncos de pino y de encina. Losguerreros se habían revestido conlas armaduras más preciosas yrefulgentes; calzaban yelmos de

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altas cimeras de crines de caballo yestaban formados, reino por reino,ciudad por ciudad, con suspríncipes, reyes y comandantes.Hacía una mar brava y grandesoleadas con encajes de espumarompían ruidosamente contra losescollos que delimitaban la bahíadel campamento naval. El truenoretumbaba a lo lejos, nubes detormenta cabalgaban en el cielolívido. El mundo entero, el cielo, elmar y la tierra se aprestaban a darel postrer adiós al guerrero divino y

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salvaje, el Pélida Aquiles, príncipede Ftía.

Mil guerreros mirmidones dabanescolta al féretro, y detrás venía elcarro del héroe, vacío, tirado porBalio y Janto, que caminabanmajestuosamente marcando el pasocon el sonido de las flautas y de loscuernos.

Luego cuatro guerreros, losprimeros dos de la derecha y de laizquierda de la primera fila,portaron a hombros el féretro con elcuerpo de Aquiles envuelto en un

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paño de púrpura. Avanzaron por larampa que llevaba a lo alto de lapira y lo depositaron sobre unpodio de madera chapada en oro.Pero no iba revestido con susarmas, su espada no descansaba allado del muslo izquierdo. Pendíande dos lanzas cruzadas delante de lapira y, también así, infundían terror.Alguien, no se supo nunca quiénhabía sido, quiso preservarlas. Suvalor era demasiado grande, lafuerza del Pélida tal vez aún lasimpregnaba. Su corazón había

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hecho vibrar la coraza hasta pocosdías antes, su mano habíaestrechado la empuñadura de laespada; esas armas habíanaparecido de improviso sin quenadie en el campamento, por lo quese sabía, las hubiera fabricado, y yohabía sido el primero en verlasdespués de él.

Llegó el momento y los cuatromirmidones que habían traído elcuerpo de Aquiles a lo alto de lapira prendieron fuego a las cuatroesquinas. De ahí a poco, el más

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grande guerrero nacido nunca sobrela tierra estaría convertido encenizas, abandonaría los avataresde la historia humana y entraríapara siempre en la leyenda, en elcanto y en el planto de los poetas.Briseida, en un ángulo oscuro ymedio oculta, lloraba a su amor y asu amo, y solo a ratos la llama quela consumía enrojecía sus mejillas.No supe ya nada de ella y tampocola vi más en el campamento. Aúnpienso en ella y en su destino.

Hubo quien me dijo que había

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oído un lamento que brotó de lasprofundidades del mar cuando lasllamas lamieron el cuerpo delhéroe, pero aquella noche fueronmuchos los sonidos, los gemidos ylos gritos que recorrieron el aire.

Cuando el cuerpo de Aquileshubo recibido los honores debidosy fueron sacrificados otrosprisioneros troyanos a su sombrainquieta, el campamento se sumióen el silencio. Agamenón se meacercó.

—Serás tú quien custodie las

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armas de Aquiles —dijo.—¿Por qué?—Porque de ti me fío. En espera

de que decidamos qué hacer conellas.

—Habría sido mejor revestir conellas a Aquiles en la pira. Ahoraserán objeto de disputa.

Agamenón me miró por algunosinstantes en silencio comomeditando sobre mis palabras,luego dijo:

—Creo que habrá cosas muchomás difíciles de afrontar mañana

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que disputarse las armas deAquiles. Los troyanos recobrarán elvalor. Ellos dieron muerte al mejorde los nuestros y, ese mismo día,perdieron al peor de los suyos.

No respondí nada.Dos hombres recogieron las

armas de Aquiles, las envolvieronen unos paños de lana y lascargaron en un carro tirado por uncaballo. Las llevaron a mi tienda ylas montaron en una percha. Meacordé de la armadura que habíavisto de chico en mi viaje a

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Micenas, en la sala de armas. Mehabía parecido el espectro de unguerrero caído. Me dormí tarde antela mirada vacía del yelmo deAquiles, y me desperté pronto.Había alguien en mi tienda.

—¡Áyax!—He tenido que tomar lo que es

mío, Odiseo.Volví la cabeza hacia la

panoplia.—¿Esas?—Sí. Aquiles era mi primo y por

tanto me pertenecían por línea

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hereditaria. Y ahora que él estámuerto soy yo el guerrero másfuerte de este ejército, el único quelas puede lucir, y por tanto son míaspor mi valor en el campo debatalla. ¡Fui yo quien le trajo a lasnaves, cargándolo sobre mishombros!

—El wanax Agamenón me las hadejado en consigna y enconsecuencia se quedarán aquíhasta que no se haya tomado unadecisión al respecto.

—No te entrometas. Eres un buen

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amigo y te aprecio, pero nopermitiré a nadie que coja lo queme pertenece.

—Y si yo me opongo, ¿quéharás? ¿Me matarás?

La mirada de Áyax era extraña.Pensé que era la luz incierta de lamañana la que le daba esaexpresión a su rostro, pero meequivocaba. La locura que brillabaen sus ojos de manso gigante eraverdadera.

Y me helaba el corazón.—No te pongas en contra de mí,

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no te pongas de parte de Agamenóno tendré que usar mi fuerza. Ahoracogeré las armas y tú te harás a unlado.

Desenvainé la espada.—Ahora tú sacas la tuya y dentro

de poco uno de nosotros dos estarámuerto.

—Tú —respondió él, y desnudóla espada regalo de Héctor.

Me vinieron a la mente laspalabras de Penélope la primeravez que la conocí: «¿Sabes logrande que es ese Áyax de

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Telamón?».Sonreí, a pesar de su expresión

amenazadora.—¿Y aunque fuese así? ¿Te

parecería bien? ¿Matar a un amigoque desde hace años combate a tulado? Y no por nada. Te derribé enla competición de lucha, ¿lorecuerdas?

—Con malas artes.—No, con habilidad. Yo pienso

antes de actuar. Por eso no merezcotu desprecio.

Aceptaba hablar. Tal vez había

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aún una manera de evitar laviolencia.

—Escúchame, estas armas seránsin duda tuyas. ¿Qué otro podríaenfrentarse a ti? Nadie, aunquefuera digno de ellas. Todosnosotros sabemos cuánto vales, quéempresas has llevado a cabo;muchos de los nuestros te deben lavida. Así pues, si las armas deAquiles son atribuidas a uno de losreyes o de los príncipes, lasobtendrás tú seguramente. ¿Para quéentonces tomarlas por la fuerza y

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deshonrarte a ti mismo? Juramos unpacto hace muchos años y túsiempre lo has honrado, conconstancia, con valor, congenerosidad. Respeta a quien tieneel mando y la responsabilidad delejército y recibirás el honor quemereces.

Su mirada se enturbió de nuevo.—No me gusta como hablas. No

me complace que las palabras seanmás fuertes que la espada. No esjusto.

—También los animales tienen

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cuernos, garras y zarpas, asimismolas bestias se enfrentan en una luchamortal. Nosotros tenemos elcorazón y la mente, Áyax. Te ruego,espera y verás.

Áyax permaneció en silencio, laespada troyana resbaló dentro de sufunda.

—Yo nunca he conocido lagloria —dijo—, jamás he logradouna verdadera victoria, nadie hareconocido nunca mi valor. Comoun buey paciente, como un muloterco que nunca es elogiado por lo

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que hace, y al final el corazón se lerompe al buey bajo el yugo, el mulose desfonda bajo el peso de laspiedras que transporta, peroninguno se da cuenta de ello, así hasido para mí. Nunca he pedido nadaa los dioses. Los dioses jamás mehan concedido nada. ¿Mecomprendes, Odiseo?

Sí, le entendía, y tenía razón.Áyax no había montado nunca encólera, no había abandonado jamásel combate dejando que loscompañeros muriesen superados

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por los enemigos para que luego leimplorasen, suplicasen quevolviera. Áyax era una montaña, ylas montañas no experimentan laira. Áyax había salvado las navesporque era el escollo que detienelos golpes de mar, y los escollos nose irritan. Siguen siendo escollos ymontañas, día tras día, año tras año.

Pero ahora el escollo, lamontaña, había descubierto quetenía un corazón y sentimientos deamistad, de melancolía, de dolor,como el resto de los mortales.

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Y de desesperación.Quería que se supiese. Que se

reconociese que un corazón latíabajo su coraza, detrás del escudo desiete pieles de buey superpuestas.Cómo había sucedido esto y porqué, en aquel momento, no podíacomprenderlo.

Se volvió antes de salir.—No me traiciones, Odiseo.

Hice trasladar y exponer lapanoplia de Aquiles en el centro de

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la asamblea. Agamenón decidió quelas armas serían para aquel que máslas mereciese y por eso habíapreguntado por separado a cada unode los miembros del consejo que sepronunciara, pero al final seencontró con un veredicto deparidad.

Dio media vuelta y miró haciamí.

—Tú no has votado, mientras queÁyax sí lo ha hecho. Expresa tuvoto y se tomará la decisión.

Hubiera querido hacerlo,

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decantarme por Áyax; sabía que eraél quien merecía esas armas yrecordé sus últimas palabras: «Nome traiciones, Odiseo».

Pero no lo hice.Y aún me pesa, siento un agudo

remordimiento.Traicioné al Gran Áyax, fortaleza

de los aqueos, cuando hubierapodido salvarlo y salvarme a mímismo con solo pronunciar sunombre tan corto y sonoro, comohabía hecho tantas veces en labatalla cuando había tenido

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necesidad de él.En cambio, dije:—Repitamos la votación y esta

vez que sea secreta. Cada uno sesentirá más libre.

Agamenón consintió.—Cada uno de vosotros recibirá

dos astrágalos, uno negro y otroblanco. Cuando oiga decir sunombre por el heraldo avanzaráhasta el centro de la asamblea ydepositará el suyo en el yelmo deAntíloco. Negro significa Odiseo,blanco significa Áyax. Luego

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contaremos los astrágalos.Comenzó la votación: el primero

en votar fue Agamenón. Actoseguido el heraldo Euríbates llamóal rey y a los príncipes, uno poruno. Y mientras los llamados seacercaban al yelmo que descansabasobre una mesita en el centro de laasamblea y depositaban suastrágalo, yo me preguntaba por quétantos habían votado por mí cuandoera evidente que Áyax habíasalvado el campamento naval, habíahecho frente valientemente a

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Héctor, había arrancado a lostroyanos y traído el cuerpo deAquiles después de haber peleadopor él. Pero en el fondo lo sabía,aunque no quería admitirlo siquieraante mí mismo: otros habríanpodido aspirar a esas armas pormuy distintas razones, pero alvotarme a mí nadie se sentiríaderrotado y todos dejarían fuera dela disputa al único que seguramentelos habría vencido a todos.

Al final salió mi nombre y todosme aplaudieron. Excepto uno. Áyax

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abandonó enfurecido la asamblea ydesapareció enseguida de la vistade todos. Las armas fueron traídas ami tienda.

Aquella noche no conseguíaconciliar el sueño más que porbreves momentos, pero aunque mehubiese dormido me habríadespertado el grito de Áyax.

—¡Sal fuera, traidor! ¡Ven a verla suerte que les toca a quienes hannegado mi derecho! ¡Los mataré a

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todos, aquí, delante de tu tienda y ati en último lugar!

En el sopor de la duermevelaprimero no conseguía comprenderqué estaba pasando, qué estabahaciendo Áyax. Me precipitéafuera, desarmado, y vi algo quenunca habría imaginado siquiera.Áyax había estampado contra elsuelo a los dos hombres queguardaban el ganado y los rebañosque servían para nuestro sustento,no daban señales de vida, y ahoraestaba matando a los animales, uno

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tras otro, sucio de sangre como uncarnicero, con una antorcha en lamano que iluminaba aquel desastre.Los balidos y mugidos de terror, elamontonarse de bestiasenloquecidas y un hedorinsoportable nos sumergían en unaniebla de locura y de pesadilla.Euríloco se me acercó, jadeante.

—Cree que son los que se hanpuesto en contra de él. ¡Haenloquecido, voy a dar la alarma!

—No —respondí—. No hagasnada. Está matando solo animales.

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El recinto estaba solo a unoscincuenta pasos de mi tienda y estase hallaba en el centro de laformación naval, a la mismadistancia que las de los mirmidonesy la de Áyax. Aunque había paradoa Euríloco, en poco tiempo unamultitud asustada de cientos y luegomiles de hombres se agolpó paraver aquel lamentable espectáculo;los príncipes y los reyes, losguerreros, los siervos, las esclavasy las concubinas. También vi a laesclava y amante de Áyax,

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Tecmesa, que sollozaba. Todoshabían comprendido lo que estabapasando, porque las noticias habíancorrido por el campamento ymuchos lloraban petrificados sindisimular las lágrimas. Otroshabían encendido antorchas parailuminar aquella escabechina. Elúltimo en llegar fue Teucro:espantado y sin decir una palabra,miraba a su hermano como si nopudiera creer lo que veían sus ojos.

Finalmente Áyax, extenuado,enronquecido, jadeante,

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ensangrentado de pies a cabeza,resbaló y cayó sobre las vísceras,la sangre y los excrementos deoveja y de vaca.

Ninguno de nosotros se movió,ninguno dio un paso ni trató deacercarse. También Agamenón,Menelao y Diomedes observabanconsternados. Néstor e Idomeneo semiraban a la cara el uno al otro yacto seguido dirigían la miradahacia mí para buscar una respuestaque nadie era capaz de dar. Nadieen tantos años de guerra había visto

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nunca nada parecido; ningunapersona habría querido contemplarjamás al gigante de cien batallascometiendo aquella abominación. Ysin embargo los destellos rojizos delas antorchas destacaban endeterminados momentos solofragmentos de la realidad yexaltaban colores saturados yviolentos. Pero cuando la luz fría ypálida de la hora que precede a lamañana volvió todo igual e inerte,la angustia creció entre nosotroshasta volverse insoportable. Habría

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querido gritar, arrancarme loscabellos, arañarme las mejillascomo las plañideras que asisten alos funerales en los pueblos decampo; en cambio, me quedé allíinmóvil como una estatua de sal.

Y llegó el momento del horrorextremo. Áyax se despertó, se pusoen pie con esfuerzo, miró en torno alos amigos y a los compañeros detantas batallas y luego a sí mismo.Segundo tras segundo su menteganaba ese poco de luz que veníadel cielo pálido y de la mar serena

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y gris, y se daba cuenta. Instantetras instante, el asco desfiguraba surostro, la vergüenza le llenaba losojos de lágrimas abrasadoras, seapoderaba de su corazón tangrande. Áyax emitió un grito igualal de cien hombres, un alarido dedesesperación, de repugnancia y detormento infinito. Empuñaba aún laespada que Héctor le había dadotras el largo duelo que solo la caídade la noche había interrumpido y,caminando a duras penas entre loscadáveres descuartizados, se

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dirigió hacia mí.No me moví, merecía que me

matase. Y por el contrario micastigo fue mil veces más amargo.Llegó hasta un paso de mímirándome en todo momento a losojos; sin emitir un sonido alzó laespada…

Sí, mi última hora había llegado.Tendría una muerte de hombredespreciable. Y, en cambio, volvióel arma en el último instante contrasí, la clavó justo debajo de sudiafragma y, como el cansancio

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mortal no le permitía empujarlahasta el corazón, plantó laguarnición en el suelo y se apoyósobre la punta con todo el peso desu cuerpo enorme. La hoja deHéctor traspasó su corazón y saliópor la espalda. La mole del gigantese desplomó. La tierra tembló bajonuestros pies.

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Los guardianes del recinto,golpeados por Áyax, no habíansobrevivido; su muerte había sidode lo más repugnante para quienhubiera estado presente sin pensarni preguntarse el porqué. Agamenónquería enterrarlo como a una

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carroña, pero yo me batí con todasmis fuerzas para que le fueraconcedido el honor de la pira, elfuneral de los héroes. Y no fueciertamente esto un mérito, solo unamanera de aliviar miremordimiento.

—Se ha quitado la vida con laespada para redimir la vergüenza ysiempre se ha batido como un león.¿No basta acaso para ganarse elfuego en vez de los gusanos?

—Creía matarnos a nosotrosmientras destrozaba a esas pobres

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bestias.—Debía de tener sus buenas

razones, ¿no crees? Estabaenloquecido. ¿Es que no lo ves? Deno haber estado loco no habríamatado ovejas, cabras y vacas, noshabría matado a nosotros, a losreyes de los aqueos, a loscompañeros de mil batallas que lohabían traicionado. Luego un diosha querido devolverle el juicio atiempo para que pudieraavergonzarse de sí mismo y parasentir el dolor más terrible de toda

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su vida. Ahora está muerto y hemosperdido al más grande de nuestroscombatientes, uno de los últimosque nos quedaban de esa raza.

Celebramos así el rito fúnebre deÁyax de Telamón, príncipe deSalamina, igual que habíamosoficiado el de Patroclo y el deAquiles. Solo entonces nos dimoscuenta de cuánto lo querían todos.Cada uno tenía de él un recuerdo,un gesto, una opinión; cada unoquiso dejarle algo suyo arrojándoloa la hoguera. Fui yo quien dobló

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ritualmente la espada de Áyax, lahoja cruel que había sido delenemigo, que el adversario no habíapodido clavar en su corazón.

Luego levantamos en el lugar dela sepultura de sus cenizas, en elcabo Reteo, un alto túmulo en surecuerdo.

Jamás nos habíamos sentido tansolos como después de sudesaparición; jamás tan tristes. Peroera necesario reaccionar. Elejército debía comprender quehabía aún la certeza de vencer.

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Áyax debía ser sustituido por otroguerrero de estirpe semidivina,formidable por su fuerza y su ardorcombativo.

—¡El hijo de Aquiles!—Pero si no es más que un

muchacho —dijo Agamenón.—Tiene diecisiete años —

respondí—. Es perfecto. No tienehijos ni mujer y tampoco patria. Hacrecido en una isla lejana de latierra de sus antepasados, que no havisto nunca. No ha conocido a suabuelo Peleo, y ha visto a su padre

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solo una vez cuando no era aúnconsciente. Lo que sabe de él es porhaberlo oído y su único objetivo essuperar su fama. Ha sido criadoúnicamente para una cosa:combatir. Carece de afectos y deraíces, no tiene sentimientos nirecuerdos que compartir con nadie.Es un animal de guerra.

—¿Y cómo sabes estas cosas?—Cuando partimos de Áulide

para atravesar el mar hicimosescala en Esciros paraaprovisionarnos de agua y de

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víveres y sobre todo porqueAquiles quería ver a su hijo. Fui yoquien dicté las reglas para sueducación a sus maestros de armas,dos lapitas gigantescos, dosverdaderas fieras. Presentía yaalgo.

—Si es así, entonces parteinmediatamente y vuelve cuantoantes.

—Iré, wanax. Mañana mismo.Armé mi nave, llevé conmigo a

Euríloco y a Elpenor y a otros entrelos mejores y zarpé al alba. Hasta

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ese momento solo había navegadoen tramos cortos, normalmente hastala costa tracia a fin de comprar vinopara el ejército. El mar me recibiócomo a un viejo amigo al que no seve desde hace mucho tiempo y mibajel surcaba las olas como siestuviese en su viaje inaugural.Había una brisa ligera peroconstante de septentrión, quedebíamos compensar en parte conel timón y a veces con los remos; elsabor y el olor salobres me hacíanrecordar mi hogar y muchas veces,

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sin quererlo, me di cuenta de quecalculaba cuántas jornadas,navegando a aquella velocidad,serían necesarias para llegar aÍtaca.

Esciros se halla en el centro delmar a igual distancia de Tróade yde Eubea.

Llegué allí en solo dos días yatraqué en el puerto principal. Meidentifiqué y el rey Licomedes meacogió con los honores debidos. Lafama del interminable asedio habíallegado a todas partes,

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distorsionada, ampliada,subdividida en mil historiasdistintas de las que se habíanapropiado los cantores que iban depalacio en palacio, de pueblo enpueblo. El rey ofreció una gran cenaa la que invitó a los notables de sureino y de las islas vecinas, que mehicieron muchas preguntas a las querespondí en parte y en parte evité.Al final, cuando todos hubieronvuelto a sus casas y los siervoscomenzaron a levantar las mesas, elrey se me acercó y me preguntó:

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—¿Cuál es el motivo de taninesperada visita?

—Aquiles ha muerto. He venidoa buscar al muchacho.

—Ya me he enterado —respondió el rey sin añadir nadamás.

—¿Él lo sabe?Licomedes asintió.—Quiere vengarle y superar al

padre en fama y valor.—¿Cuándo podré verle?—Mejor mañana. Ahora debe de

estar con sus concubinas. Cuando

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he sabido de tu llegada he esperadoque viniera para que te lo llevaras.Ahora se ha vuelto imposible vivircon él. Es como tener en casa unafiera en libertad. Si no fuera el hijode mi hija y no me lo impidiera elvínculo de sangre, me habríadesembarazado hace tiempo de él.Es indomable. Irascible, violento.A duras penas consigo frenarlo.

—Pasa una noche tranquila,wanax, mañana me lo llevaré.

Lo vi al apuntar la aurora. Sehabía zambullido en el mar y

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nadaba como un delfín, arrostrabacon decisión la fuerte resaca que elviento nocturno empujaba contra losescollos que guardaban el puerto.Luego volvió a la orilla y empezó acorrer por la playa, cada vez másrápido, tanto es así que casi eraimposible distinguir el movimientode sus pies. Era como si quisierasuperar y batir a un adversarioinvisible.

Su padre.Esperé a que se detuviese. Podía

advertir la energía que desprendía

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como cuando se está delante de ungran fuego encendido; teníacabellos de llama, largos hasta loshombros, ojos de color gélido yunos poderosos brazos, mucho másmacizos que los que solíadesarrollar un muchacho de suedad. Pero las manos eranextremadamente largas y ahusadas,con grandes venas azules bajo lafina piel.

—Soy Odiseo, rey de Ítaca.—Uno que usa más la lengua que

la espada, por lo que se oye decir.

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Desenvainé mi afilado bronce yse lo apunté a la garganta en unabrir y cerrar de ojos, y cuandotrató de retroceder mantuve lapresión hasta que vi sangre.

—La próxima vez te cortaré eltendón del cuello, de modo queestarás con la cabeza gacha el restode tus días, delante de quienesvalen mucho más que tú y tambiénde quienes valen menos. No olvidesque soy el hombre que tu padreapreciaba más que a nadie en elejército. Él te engendró, pero he

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sido yo quien ha hecho de ti lo queeres. Fui yo quien estableció cómodebías ser educado, adiestrado ycastigado cada vez que fueranecesario y también cuando no.¿Dónde están tus instructores?

—Uno tras otro han queridoprobar lo que había aprendido desus enseñanzas. Están muertos.

No dejé traslucir emoción algunaen mi rostro ante aquella noticia, nipestañeé. Dije:

—Prepara tus cosas, zarpamosdentro de una hora.

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Mientras duró el viajeintercambiamos unas pocaspalabras y nunca me preguntó nadade su padre, ni manifestó el deseode visitar su tumba y de hacersacrificios a su sombra. Cuandollegamos a la vista de nuestrodestino y apareció sobre la colinala ciudad, extendió el brazo paraseñalarla.

—¿Es aquella?Asentí.

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—Y en diez años, con mil navesy cincuenta mil guerreros, ¿nohabéis conseguido expugnarla?

—No. Como puedes ver. Por esohe venido a buscarte. Recibirás elcarro de tu padre y sus caballos,llevarás la armadura que Aquilesprestó a Patroclo y que él mismo learrebató a Héctor tras haberle dadomuerte.

—Tenía otra —replicó—, la quellevaba cuando lo mató. ¿Dóndeestá?

Nunca hubiera imaginado que

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supiera tantas cosas.—En mi tienda.Y cuando respondí le miré

directamente a los ojos. No añadínada más.

Esa misma tarde de nuestrallegada, vestido con la primeraarmadura de su padre, fuepresentado sobre un podioiluminado por ocho grandesbraseros y por decenas de antorchasencendidas, con el ejércitoformado, que le rindió honoresgritando siete veces su nombre,

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golpeando veinte veces las lanzascontra los escudos conensordecedor estruendo.

Cuando pasó por delante de mí ledije:

—Mañana estaré en la línea decombate a la cabeza de tusmirmidones.

Combatió todo el día hastadespués de la puesta del sol, sobreel carro con el cochero de su padre,Automedonte, o a pie, sin uninstante de descanso, sin tomaralimento ni agua, y su aparición

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tuvo un efecto espantoso sobre lostroyanos. Creyeron encontrarsefrente a Aquiles redivivo y noaguantaron su ataque. Hasta Eneasse expuso a perder la vidaenfrentándose con él.

El muchacho llegó hasta delantede las puertas Esceas y casiconsiguió forzarlas en el momentoen que se habían cerrado pero nohabían sido aún atrancadas. Elentusiasmo del ejército creció condesmesura. Pero los troyanosmultiplicaron las defensas,

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espaciaron los encuentros en campoabierto y cuando atacaban sabíandónde se encontraba Pirro y lomantenían bajo el tiro de cientos dearqueros que lo obligaban adefenderse.

Estábamos de nuevo en unasituación de tablas. Comenzaba acorrer la voz de que Troya nocaería nunca porque los dioses noquerían que la guerra concluyese.

Si esta habladuría se difundía,sería el final de la empresa. Perolos días pasaban y la presencia de

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Pirro, si por una parte había dado alejército la fuerza y la voluntad decontinuar y llevar a término lacontienda, por la otra corría elriesgo de consolidar elconvencimiento de que ni siquierala formidable energía del hijo deAquiles sería suficiente paravencer.

Además, Pirro era incontrolable,no soportaba la disciplina, variasveces atacó a solas a la cabeza delos mirmidones, que le habríanseguido a los mismísimos Infiernos

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de habérselo ordenado. En unaocasión estuvo a un paso del éxito,escalando las murallas de nochesolo con sus manos y exponiéndosea caer y descalabrarse. Nosoportaba el fracaso, se volvíadetestable o agresivo, incluso consus compañeros. Tal vez mi idea nohabía sido tan acertada como mehabía parecido muchos años antescuando, al mando de mis hombres yde mis naves, navegando haciaTroya, me había detenido enEsciros.

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Al final me convencí de quedebía encontrar yo la manera.Atenea me había otorgado fuerzassuficientes para batirme en primeralínea con los más grandesguerreros, pero sobre todo me habíadado una mente capaz de meditar,reflexionar y pensar otras cosas.Pero ¿cuáles? También de noche,durante el sueño, buscaba lasolución. Mi intelecto intentabacualquier sendero, y muchas vecespor la mañana, apenas despierto,estaba convencido de haberla

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encontrado; la alegría me llenaba elcorazón, pero todo se desvanecía.

Transcurrió el tiempo.Una tarde, a comienzos del

otoño, exhausto por una largajornada de combates, disgustadopor la inútil ferocidad de Pirro ypor los macabros trofeos quecosechaba en el campo de batalla,entristecido por el pensamiento quenunca me abandonaba de la muertede Áyax, estaba sentado en la orilladel mar escuchando el rumorsiempre parejo de la resaca. Me

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acunaba, calmaba el granresquemor de mi corazón y poníapaz en mi mente. Esperaba elinstante en que saldría la luna parami cita con la lejana Penélope.Sabía que, en ese mismo momento,estaría pensando en mí como yo enella.

Oí una voz:—Wanax Odiseo…—Eumelo.Se sentó a mi lado. Aún no se

había quitado la armadura, notabasu sudor, y su corazón todavía

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excitado por la lucha contra lamuerte. Me pareció endurecido,como tallado en madera; la luz grislo volvía más pálido, sufriente.

—¿Aún piensas en tus padres?—Siempre.—¿Y te acuerdas de Mentor?—Como si lo hubiese visto ayer

por última vez.Mientras hablaba observé que

había introducido una mano en lafaja que ceñía su cintura y habíasacado algo.

—¿Esto lo recuerdas?

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Sonreí incrédulo: daba vueltasentre las manos al caballito que yohabía tallado en madera muchosaños antes y que le había regaladopara hacerle comprender que era suamigo.

—¡Aún lo conservas! ¡No puedocreerlo!

—Es una de las cosas máspreciosas que poseo, mi amuleto.

—No es más que una figurita demadera.

—Sí, pero dentro de estapequeña talla está el corazón del

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rey de Ítaca, Odiseo el fecundo enardides, mi amigo. ¿En quépensabas, wanax?

Tomé de su mano ese caballito yle di vueltas entre las mías.

—Pensaba…, pensaba que hallegado la hora de volver a casa.

Eumelo me miró perplejo.—Sí, es cierto. Pero no antes de

haber llevado a término la empresa.—No antes de haberla terminado

—convine.Las yeguas de Eumelo, liberadas

del yugo, habían venido a buscarle.

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—Están acostumbradas a tomarel alimento de mi mano —dijo, ylas siguió.

Me vi dominado por unaansiedad misteriosa, tuve unescalofrío, y no era el viento. Era lomismo que había sentido la nocheen que dormí en la casa del bosquede mi abuelo Autólico. Sabía lo queello significaba.

—¿Dónde estás? —preguntémirando en torno de mí parabuscarla.

«Aquí —me respondió una voz

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interior—. Aquí, dentro de tucorazón.»

Esa misma noche hice saber aAgamenón que necesitaba hablarcon él y que convocase en unconsejo restringido solo a Néstor y,después, al maestro de los herrerosy de los artesanos, un locrensellamado Epeo.

—Lo que se diga aquí esta noche—comencé— deberá permaneceren secreto, porque os revelaré

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cómo podremos ganar la guerra enpoco tiempo.

Agamenón y Néstor sesobresaltaron.

—El tiempo dependerá de lo quenos diga Epeo. Ahora os explicarélo que vamos a hacer en realidad. Aél le preguntaremos únicamente siestará en condiciones de ejecutar laobra, pero no le dejaremos quecomprenda el verdadero motivo porel que la hará.

»Y ahora escuchadme:construiremos un gigantesco caballo

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de madera, tan grande que puedacontener en su cavidad a unatreintena de hombres, que yo elegirépersonalmente uno por uno lamisma noche en que actuemos.Haremos circular la voz de quevolveremos a casa porque la ciudades inexpugnable y porque los diosesson contrarios, que construiremosun presente votivo, un caballo,animal consagrado a Poseidón, parapropiciarnos el favor del dios azulen la travesía por mar. Cuando elcaballo esté listo, zarparemos, pero

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no para regresar a casa. La flota seocultará detrás de la isla deTénedos, algunos hombres subiránal punto más elevado y esperaránuna señal.

»En las cercanías del caballodejaremos, atado con las manos a laespalda, a uno de mis hombres, unamigo mío de confianza y muy hábilllamado Sinón. Cuando salgan lostroyanos de las murallas y se loencuentren, les dirá que es unfugitivo, que nosotros queríamossacrificarlo a las divinidades

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marinas y pedirá asilo y protección.A cambio revelará lo que es elcaballo y con qué fin ha sidoconstruido. Explicará que es unimportante presente votivo aPoseidón para garantizarnos elretorno. Así podremos atravesar elmar, embarcar otro ejército másgrande aún que ya nos espera yvolver la próxima primavera.

»Nada será dejado al azar, cadamomento de esta acción serápensado cuidadosamente y puestoen práctica. Nada de lo que

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hagamos deberá fracasar. De ahoraen adelante solo yo pensaré entorno a esto, vosotros alejaréis devuestra mente esta idea para que losdioses que nos son adversos no ladescubran. Yo sé que en esteinstante ninguno de ellos nos estáescuchando… Y por tanto lesengañaré también a ellos. A todos,excepto a uno.

Siguió un largo silencio, más deasombro, se hubiera dicho, que deincredulidad. Las cosas, sinembargo, debían seguir adelante e

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inmediatamente hice entrar a Epeo,a quien expuse nuestro proyectopara el presente votivo, rogándoleque no hablara de él con nadie,aunque sabiendo que no resistiría ala segunda o a la tercera pregunta.Juró repetidamente que por nadadel mundo dejaría escapar ni unsuspiro de lo que había oídoaquella noche en una conversaciónde tres reyes, y yo le expuse lascaracterísticas del gigantescopresente a Poseidón, que él tendríael honor de construir. Un caballo de

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treinta pies de alto por treinta ysiete de largo y doce de ancho. Lacola y las crines debían serauténticos cabellos de caballoentrelazados expresamente y teníanque descansar sobre unaplataforma.

—Creo que eres el único capazde dar forma a un objeto semejante—le dije lisonjeramente—. ¿Acasome equivoco?

— N o , wanax, claro que no,porque yo lo construiréprecisamente como tú me lo has

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descrito.—¿En cuánto tiempo?—En un mes, wanax.—Puedo darte diez días. Ni uno

más ni uno menos. Y todos loshombres que necesites.

Dudó unos instantes, luegorespondió:

—En diez días, wanax Odiseo.

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33

Antes de la puesta del sol deldécimo día, Epeo se presentó antemi tienda y me hizo seña de que leacompañara. Había seguido delejos el avance de los trabajos,porque no quería que se atribuyesea mí la construcción de aquel

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coloso y se sospechase por tanto unardid. Del mismo modo habíanobservado su desarrollo lostroyanos. Se los veía atestar, cadavez más numerosos, los bastionesde las murallas. La mole delcaballo crecía día tras día, rodeadade andamiajes de maderos defresno y de tablas hechas de troncosde chopo. Debía de parecer unacarrera contra el tiempo. El maltiempo.

La estación otoñal estaba yaavanzada, con el declinar de Orión,

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y todos podían percibirlo en lamanera en que refrescaba el aire ypor la creciente humedad.

Durante los días que duraron lostrabajos no tomamos las armas enningún momento y los troyanos nossecundaron. Tampoco ellos salieronarmados por las puertas. Alguno seaventuró a acercarse a nuestrocampamento, fuera del tiro de arco,para observar más de cerca lo queestaba sucediendo, pero había dadoorden de no reaccionar de ningúnmodo. Mientras tanto Epeo debía de

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haber hecho correr la voz de queregresaríamos a casa para elinvierno y se había propagado portodo el campamento una extrañaaura de alegría, ligera y secreta,como si nadie se atreviese a creeren lo que se decía.

Le había hecho saber a Epeo,apenas mediado su trabajo, que enel vientre del caballo se colocaríauna ofrenda a Poseidón, un ulteriortributo secreto y oculto; el resto losabría inmediatamente antes de laacción. La apertura del vientre del

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caballo debía ser preparada denoche solo por él y por nadie más.Llegué confundido en medio demuchos otros y me encontré bajo elvientre del enorme simulacro. Nose notaba nada, ningún desajuste enel entramado de los largueros, delas tablas, de las ramificaciones, delas gruesas cuerdas tensoras. Elsecreto del caballo era invisible,insospechable. Un trabajo perfecto.

Miré con fijeza a Epeo a los ojossin decir una palabra. Solo hice unleve signo con la cabeza para

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manifestarle mi aprobación. Élrespondió del mismo modo.

Durante todo el tiempo de laconstrucción ninguno de los reyes yde los príncipes había venido averme, excepto Eumelo.

—Los caballos siempre te hangustado, pero eres el único de losreyes que no tiene un carro deguerra. ¿Cómo es eso?

—En Ítaca no hay caminos, losabes bien, solo senderos decabras. Nuestros carros son lasnaves: en el mar somos los mejores.

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—En un breve espacio de tiempo—continuó él—, un caballito tanpequeño que cabe en mi mano haengendrado un caballo enorme quepodría contener a muchos hombres.¿Es correcto?

No respondí.—Entonces es así. También yo

quiero estar, porque tal vez soy elúnico que ha comprendido tupensamiento.

—No. Quiero que vuelvas sano ysalvo con tus padres a Feras.Entrarás en la ciudad con los demás

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en el momento del ataque. Hasta eseinstante no debes hablar de ello nisiquiera con el aire. Un diosadverso a nosotros podría oírnos.

—¿Y aquí no es lo mismo?—Aquí, en mi tienda, hay un

ruido permanente que ningún mortalpuede oír y que cubre nuestrasvoces y hasta nuestrospensamientos.

—¿Cuándo?—Pasado mañana por la noche

habrá luna nueva.Asintió y volvió a su tienda

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siguiendo la orilla del mar, peroantes de salir me mostró, sonriendo,el caballito que le había dadocuando era todavía un niño.

Aquella misma noche hiceconvocar por Agamenón el consejode los reyes de modo totalmenteinsólito. Debían venir uno por uno ami tienda, sin escolta, sin armas niinsignias, con la cabeza cubierta oembozados con el manto. Algunosantes de la puesta del sol, otrosdespués, y otros también con laoscuridad. Dudé hasta el último

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momento de si citar asimismo aPirro, pero luego, tras habérmelopensado mucho, decidí que tambiénél entraría en mi tienda.

Agamenón admitió que lashabladurías sobre nuestra vuelta aAcaya para el invierno y para unnuevo reclutamiento habían sidopropaladas hábilmente. La verdadera otra y yo la revelaría de ahí apoco. Por tanto me pasó la palabra.

—Amigos, valerososcompañeros de armas, durante añosy años Zeus ha extendido su mano

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protectora sobre la ciudad de Troyapara que no pudiera caer, noobstante la fuerza, el valor y elsacrificio de unos grandes héroescomo Patroclo, Aquiles, Áyax deTelamón y otros, muchos otros querecubren esta tierra. Tampoco ahorala ciudad parece a punto de perder;todo intento por nuestra parte se vefrustrado y tampoco el valor delhijo de Aquiles ha sido suficientepara expugnar las puertas Esceas.Ha llegado el momento de poner fina esta guerra interminable que

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podría acabar con nosotros. Es laúnica manera de conquistar Troya.Y lo haremos…

»¡Ahora!Los presentes, a excepción de

Agamenón y de Néstor, se mirarona la cara atónitos; algunos dejaronescapar palabras mordaces, otrosrieron.

—Mañana, al oscurecer, todanuestra flota será empujada al mar,se hará mar adentro de formasilenciosa al amparo de lastinieblas e irá a esconderse detrás

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de la muy próxima isla de Ténedos.Se quedaran conmigo, aquí en estatienda, los que ahora llamaré. ElÁtrida Menelao, por ti se ha libradoesta guerra, para ti ha llegado elmomento que mucho has esperado:¡ganarla y vengar tu honor! Áyax deLócride, después de Aquiles eres elmás rápido, rayo de bronce;golpearás sin descanso y serás elprimero en alcanzar el punto másalto. Diomedes de Argos, dicen queheriste en la batalla a Ares, elmismísimo dios de la guerra, y yo

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bien que lo creo, pues nadie puedecompetir contigo a la hora dearrojar la lanza maciza, pesada, quesiempre está sedienta, siemprederecha al blanco. Idomeneo,poderoso soberano de Creta, señordel laberinto, no te perderás aunquesea de noche, por las callesoscuras, intrincadas; volverás aaparecer donde sea echando fuego.Eurímaco, tu vista es penetrantecomo la de los depredadoresnocturnos, nunca te he vistotemblar; tus ojos perforarán la

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oscuridad también para nosotros.Macaón, alumno de Asclepio,médico de guerra, tú que sabesdevolver la vida infligirás lamuerte; Menesteo de Atenas, quedominas la ciudad que fue deTeseo, demostrarás que eres dignode sentarte en su trono; Meriones,Esténelo… —a medida quepronunciaba los nombres escrutabalos rostros de los llamados, tensos,contraídos, algunos espantados;nadie sabía aún el motivo de lallamada—… Toante de Calidón,

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eres el mejor aliado de Aquiles;Podalirio, inseparable compañerode Macaón, vamos a tenernecesidad de vuestra destreza;Polipetes el lapita, tu padre bajóvivo a los Infiernos, y tú no llevarása cabo una empresa menor;¡Teucro!, contigo el espíritu delGran Áyax, tu hermano, estaráciertamente presente para vencercon nosotros esta guerra…Neoptólemo, llamado Pirro, hijo deAquiles; el fuego que devorará laciudad será más rojo que tus

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llameantes guedejas; realizarás loque tu padre no pudo, pues un diosse lo impidió, nadie habría podido.

»Todos vosotros entraréisconmigo dentro del caballo. Y elcaballo será llevado al interior dela ciudad, os lo aseguro. Cuandoesto suceda, alguien hará una señaldesde la orilla a nuestroscompañeros en Ténedos. La flota sehará de nuevo a la mar, sin velas nimástiles; a fuerza de remos,invisible, regresará. En plenanoche, cuando la ciudad haya

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terminado de festejar el final de laguerra y esté sumida en el silencio yla oscuridad, saldremos ytomaremos el control de las Esceas.Abriremos desde dentro estaspuertas que no podemos forzardesde el exterior y haremos unaseña desde las torres. Los nuestroscorrerán rápido y se precipitarándentro de la ciudad. Y será el fin.

»Yo seré el comandanteindiscutido de la empresa y connosotros vendrá también Epeo, elartífice. Solo él sabe cómo abrir el

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vientre del monstruo, porque lo haconstruido. No está enterado aún denada, pero pronto lo sabrá. Os heelegido a vosotros porque sois losmejores, y vuestros nombres seránconocidos por los siglos futuros.¿Aceptáis seguirme en estaaventura? Aquellos de vosotros queestáis de acuerdo, poneos ahora enpie.

Pirro fue el primero en intervenircon arrogancia, como era sucostumbre:

—Nos hablas como si quisieras

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llevarnos a una empresa gloriosa,cuando lo que pretendes en cambioes tomar la ciudad mediante elengaño. Entraremos ocultos, en laoscuridad como ratones, parasorprender a los troyanos en elsueño. ¿Es esta la gloria que nosofreces?

—Sí, lo es —respondí—. Elhombre no está hecho solo demúsculos y tendones, la mente es suparte más elevada y noble, la que lovuelve semejante a los dioses. Elintelecto es el arma más poderosa.

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Te ha sido dada la posibilidad devencer combatiendo en campoabierto: no me parece que lo hayasconseguido. No tengo el cuerpo delGran Áyax, ni el vigor de tus añosni la fuerza de Aquiles que reviveen tus miembros. Yo soy Odiseo demultiforme ingenio, así me llaman.Esa es mi mayor fuerza. ¡Donde noha tenido éxito el brazo de tu padretriunfará mi ingenio! Pero tú eligeslo que deseas: entra conmigo en latrampa, porque necesito a losmejores y no a los cobardes, o bien

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quédate con el wanax Agamenón oen tu tienda.

Después pasaron unos minutoscargados de incertidumbre y luegolos elegidos se levantaron, uno trasotro, y aceptaron someterse a mimando desde aquel momento hastaque el Átrida mayor, el wanaxAgamenón, traspusiera las puertasEsceas.

Desde afuera llegaba el clamorde los guerreros que empujaban lasnaves dentro del mar, una por una,hasta que todas llenaron la bahía y

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se hicieron mar adentro envueltaspor la oscuridad.

En aquel momento, Sinón, con lasmanos atadas a la espalda y conseñales de golpes en cuerpo yrostro, estaba ya en su escondite,donde sería encontrado al díasiguiente. Nosotros salimos y nosreunimos con Epeo, que, finalmente,puesto al corriente, nos esperaba.La trampilla estaba abierta, y habíauna escalera apoyada en el bordede la abertura. Uno por unosubimos, primero yo y luego todos

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los demás. Epeo se incorporó connosotros y cerró la portezuela. Lalucerna que llevaba creaba unglobito de tenue luz que nospermitía existir allí dentro. La cogíde las manos de Epeo y pasé revistaa mis hombres. Pirro se había unidoa nosotros; le conté el primero yenseguida a los demás. Tuve unaspalabras para cada uno, unapalmada en el hombro, una mirada.Luego, de golpe, llegado al final,desenvainé fulminante la espada yla apunté a la garganta de un

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hombre con el rostro cubierto queno era parte del grupo que habíaconvocado.

—¿Quién eres, amigo? O hablaso eres hombre muerto.

Se quitó la capucha y sonrió.—¡Eumelo!—Estuve dos años en el palacio

de Euristeo, ¿no crees que puedopasar una noche aquí dentro? Nopensarás que le tengo miedo a laoscuridad.

Epeo se adelantó.—No puedo volver a abrir la

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trampilla ahora y luego cerrarla,mañana se podría ver el engaño.

Tuve que rendirme. Suspiré.—¿Y tus yeguas? ¿Quién pensará

en ellas?—Están escondidas en un lugar

seguro. No tardaremos en volver averlas.

Pasamos la primera parte de lanoche hablando en voz baja. De laempresa, de los aliados yadversarios, del hogar lejano y dela esposa, de las esperanzas, de losmiedos, de los amigos perdidos y

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de los que quedaron.—¿Y si se dan cuenta? ¿Qué

haremos? —preguntó Toante.—Ya pensaré en algo si eso

ocurre —respondí—, pero nosucederá.

—Y si venciéramos —preguntóDiomedes—, ¿qué haremos? ¿Quiénserá perdonado y quién habrá demorir? ¿Quién será reducido a laesclavitud y quién liberado? ¿Quiéndecidirá cómo repartir el botín?

No contesté, y siguió un largosilencio. Cada cual permaneció

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solo consigo mismo y con suspensamientos hasta el amanecer.

La luz de la mañana se filtró por lasjunturas de las tablas y de loslargueros y estrió de negro y grisnuestros rostros, tensos e inquietos.Algunos se habían dormido duranteun rato; Pirro, en particular; losmuchachos tienen un sueñopesado.

—¡Escuchad! —dijo Áyax deOileo—. Alguien anda alrededor.

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—¡Ha llegado el momento! Apartir de ahora todos callados einmóviles. Un error y estamos todosmuertos.

Se oía correr alrededor, seescuchaban llamadas y luego gritosde alegría.

—¡Se han ido, hemos vencido,hemos vencido!

Y luego también clamaban:—¡El rey! ¡Llega el rey Príamo!Epeo me mostró que había puntos

en las paredes que permitían miraral exterior, invisibles desde fuera

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por estar demasiado distantes oconfundidos en la superficie delcoloso. Y vi un río de personas quese derramaba por las puertasEsceas y por las puertas de laciudad baja. Hombres, mujeres yviejos. Y niños que habíanconocido únicamente la guerra.Miraban a su alrededor como si nopudiesen dar crédito a lo que veían;reconocían los surcos dejados porlas quillas de las naves empujadasdentro del agua, las huellas de lastiendas, los hogares que habían

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ennegrecido y endurecido el suelocomo piedra en años y años deardiente calor, los talleres quehabían forjado espadas y puntascrueles de lanzas y de dardosamargos. Muchos lloraban de laalegría y a mí me temblaba elcorazón, porque tramaba mientrastanto para ellos la última noche devida, el último día de libertad.

Luego el gentío se abrió y pasó elcarro del rey. No lo veía desde quehabía estado en Troya con Menelaopara pedir la restitución de Helena.

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Estaba desmejorado: una arrugaprofunda como una herida surcabasu frente, tenía las mejillasdemacradas y hundidas. ¿Cuántoshijos, legítimos y bastardos, habíaperdido en el campo de batalla?Pero entre todos y más que ningunoHéctor, baluarte del reino y de laciudad, hijo amadísimo, le habíadestrozado el corazón.

Bajó del carro y caminó hastadebajo del vientre del caballo. Yome desplacé hacia el centro, meincliné, sin hacer el mínimo ruido, y

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pude ver sus blancos cabellos, elbroche de ámbar que cerraba susvestiduras sobre el hombroizquierdo. Tenía la impresión deque habría podido tocarlo de haberalargado la mano. Un rumor confusocorría por todas partes, unapregunta: «¿Qué es?». Ningunarespuesta. Temblaba: si Sinón noaparecía, nuestra aventura tendríaun final terrible y vergonzoso. Ungrito:

—¡Han encontrado a un enemigo!¡Lo han apresado!

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La agitación iba en aumento.—Sinón —dije a los compañeros

—, lo han atrapado.Otro paso me acercaba al

cumplimiento.Finalmente lo vi, rodeado por la

multitud, atado, con las ropashechas jirones, el pelo enmarañado,grumos de sangre en el brazoizquierdo. Se arrojaba a los piesdel rey implorando. No podía oírlas palabras, pero deducía por laexpresión de los rostros, de losgestos y de la actitud del rey y de su

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séquito qué era lo que me esperaba.Ello me hacía cobrar ánimos ytransmitía a los compañeros congestos el aliento que necesitaban.Habituados a moverse en campoabierto, con el enemigo enfrente,vivían un momento de profundaincomodidad, prisioneros eimpotentes, rodeados por unamultitud enorme y ahora ya tambiénpor muchos hombres armados.

El viento cambió de dirección ypude oír las voces de Príamo y deSinón.

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—Pero ¿por qué tan grande? —preguntaba el rey.

—Para que no podáis llevarlo ala fortaleza —contestó Sinón—. Siasí fuese, está escrito que un díaAsia entera vengaría estos años deestragos, y sus ejércitos llegarían aderribar incluso las murallas deArgos y de Micenas.

De improviso un grito que todospudieron oír claramente:

—¡Quemadlo! ¡No es un presentevotivo, sino ciertamente unaamenaza! ¡Cualquier cosa que

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venga de nuestros enemigos es unpeligro y debe ser destruido!

Poco después, la punta de unalanza penetró en el vientre delcaballo y asomó en su interior casiun palmo. El impacto y la vibracióndel arma invadieron nuestra oscuracaverna.

Toante echó mano al pasador dela trampilla diciendo:

—¡No quiero morir en estamaldita trampa!

Lo bloqueamos Menelao y yo ylo mantuvimos firme hasta que se

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hubo calmado. Volví a mi punto deobservación: se había hecho un gransilencio y todos, desde abajo,miraban hacia mí… Luego le oídecir a Príamo:

—Si este es un presente votivo aPoseidón, solo él podrá asegurarlo,por tanto será Laocoonte quieninmole un sacrificio en el mar aldios azul constructor de nuestraciudad. Él seguramente nos dará larespuesta.

El hombre que había arrojado lalanza era, pues, un sacerdote. Un

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toro fue arrastrado dentro del mar yLaocoonte, asistido por dos hijosadolescentes, dejó caer el hachasobre el cuello del animal, que sedesplomó muerto. Un gran charcode sangre se extendió sobre lasaguas. Desde lo alto podía ver,cada vez más, las aguas azulesteñidas de bermellón. Luego, degolpe, rebullieron la superficie delmar, emergieron dos colas y unasaltas aletas hendieron las olas. Enun instante, el sacerdote y los hijosfueron arrastrados bajo el agua y

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devorados. Su sangre se unió a ladel toro sacrificado.

Como hombre de mar siempre hesabido que la sangre puede atraer alos depredadores de lasprofundidades, pero en aquellascondiciones la respuesta no podíasernos sino favorable: el dios azulno había acogido de buen grado quesu presente votivo fuera profanadopor una lanzada y que se amenazasecon darlo a las llamas. Y habíaenviado a dos de sus criaturas delos abismos a castigar el sacrilegio.

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Príamo dio orden de tirar delcaballo hasta la fortaleza parahonrar el presente votivo ydedicarlo a Poseidón. Hubo quedemoler el arquitrabe de las puertasinferiores para hacerlo pasar.

Mis compañeros me miraron conuna admiración que nunca habíaleído tan grande en sus ojos. Todolo que había previsto se estabacumpliendo a la perfección. Eumelose me acercó.

—¿Sigues pensando que hubieratenido que quedarme con mis

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yeguas?—La cosa no ha terminado aún,

Eumelo. Tú crees que ahora llegaráel momento de la victoria y de lagloria, del fuego y del aullido deguerra y, en cambio, lo peor estátodavía por llegar. Y si todo vasegún lo previsto, lo que vendrá yharás esta noche te dejará un hondaherida en el corazón, un dolorincurable porque cada vez quemates, inermes en su fuga, a unosadversarios ya derrotados,dispersos y aniquilados una parte

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de ti morirá también.No sé si Eumelo comprendió lo

que le quería decir y en cualquiercaso no iba a poder ya preguntarlelo que había experimentado. Loperdí de vista aquella nocheterrible y no lo volví a ver nuncamás.

Subía de la ciudad el eco de laexultación, de las fiestas y de lascelebraciones, del vino que corría amares. Nosotros teníamos elestómago atenazado de calambres,los miembros contraídos por la

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ansiedad de la empresa. Faltaba unsolo paso para su cumplimiento ysin embargo muchas amenazasestaban al acecho, y asimismo losdioses que habían apartado lamirada de la ciudad emanaban unafuerza temible que podía sentir.

Cuando finalmente todo se sumióen el silencio, oí resonar un pasoligero en torno al caballo. Preguntéquedamente:

—¿No habéis oído tambiénvosotros?

—Sí, pasos —respondió

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Diomedes.—Pasos —confirmó Menelao.—Sí, pasos —dijo Esténelo.—Pasos —murmuré.¿Quién era el que merodeaba en

torno a la trampa a aquella hora?—¡Soy Penélope! —dijo una

voz.—¿Penélope? ¿Eres tú? —

preguntó mi corazón y no podíacreerlo. No pronuncié palabra.

—Egialea, amor mío —llamóDiomedes, el guerrero implacable.

—¡Tecmesa! —exclamó la voz

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cavernosa de Áyax que venía delmás allá.

Y Teucro lloró al oírla.—¡Arete! —gritó Esténelo y

quería abrir la trampilla, pero yo ledetuve, le puse la mano sobre laboca hasta casi ahogarlo.

—Helena —dijo por últimoMenelao—, solo ella.

«Ella —pensé—, ella es todaslas mujeres…» En su voz cada unode nosotros había reconocido la desu esposa, su amante lejana,siempre en el pensamiento, siempre

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deseada. Sus pasos sedesvanecieron a lo lejos.

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34 Helena.¿Había venido a tentarnos?

¿Había ido hasta allí para tendernosuna añagaza y permitir que nosdescubrieran? ¿O tal vez habíavenido a decirnos que habíareconocido el ardid, pero que no

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había querido revelarlo? Aquellafue una noche de sangre y deengaños.

Bien entrada la noche, cuandotodo estaba en paz y en silencio, diorden a Epeo de que abriese latrampilla y uno tras otro nosdescolgamos a tierra con unacuerda. Observé las constelacionesen el cielo.

—A esta hora la flota ha tocadotierra. Id y lanzad la señal.

Cada uno de nosotros sabía loque tenía que hacer: Diomedes,

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Pirro y Áyax de Oileo debían quitarde en medio a los centinelas ysustituirlos ellos mismos en lastorres de las puertas Esceas.Eumelo tendría que indicar con unaantorcha que teníamos el control dela puerta. Los otros, junto conmigo,debían cubrir la acción de suscompañeros y, si era preciso,defender las posiciones hasta quelos nuestros llegasen.

Todo había salido a pedir deboca hasta ese momento. Vi laantorcha de Eumelo moverse a

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derecha e izquierda tres veces,detenerse y luego hacerlo de nuevo.Después tuvo lugar el intervalo detiempo más largo de nuestra vida.La empresa aún podía fracasar: unretraso, un malentendido, unaccidente…, pero finalmenteapareció otra luz que palpitabadesde la playa. Había arribado laflota y en aquel momento estuveseguro de que el destino de Ilión secumpliría. Pero no cantaría victoriahasta que viera a nuestro ejércitoirrumpir tumultuosamente por las

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puertas Esceas abiertas de par enpar.

El ruido de miles de fuertespisadas, el tintinear de las armas…

—¡Son ellos! —exclamóDiomedes.

—¡Abrid! —grité con todo elaliento de que era capaz. El instanteque llevaba esperando desde hacíaaños.

Los goznes de las puertasgimieron, luego los pesadosbatientes chapados de bronce seabrieron. El ejército se derramó

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hacia el interior de la ciudad comoun río en crecida.

Desde aquel momento Troyaestuvo completamente a merced delejército invasor. La alarma sepropagó cuando era ya demasiadotarde. Muchos de los defensores,despertados por el ruido, por losgritos de terror de la población, sepusieron la armadura y seprecipitaron a las calles decididosa batirse hasta la última gota desangre. Otros se plantaron delantede las puertas de sus casas para

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defender a sus esposas e hijos ycayeron traspasados por unosadversarios mucho más numerosos,embriagados por la matanza,furiosos por los años pasados eninterminables combates, por latenaz, insuperable resistencia de lasoberbia Ilión.

Toda la ciudad se precipitó en untorbellino de horror. No habíamanera ni voluntad de controlar anuestros guerreros que desahogaronsu furia durante horas y horas,matando, masacrando, violando y

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saqueando. En muchos puntosestallaron riñas y también choquessangrientos entre nuestros propioscombatientes para disputarse elbotín: objetos preciosos, telas,armas, mujeres. Y al cabo de unrato comenzaron a declararseincendios en varios puntos de laciudad, primero en los barriosbajos y luego, con el paso de lashoras, llegaron a lamer la fortaleza.El fuego se propagaba rugiendo deun punto a otro de la ciudad alta.

Fue allí donde se concentró la

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última defensa, allí estaban el reycon la reina, los hijos y las esposas,así como los últimos valientesdefensores de la ciudad y del reino:Eneas y Deífobo, hermano deHéctor. Allí estaba Andrómaca, suviuda, con su hijo pequeñoAstianacte.

Allí estaba Helena.Yo trataba de imaginar qué

estaría haciendo, qué sentiría al verel holocausto de la ciudad que lahabía acogido como una hija, cómoesperaría la llegada inevitable de

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Menelao, el esposo traicionado.En esa zona veía que arreciaba la

pelea más feroz, se alzaba el rugirde las llamas, el fragor de lasarmas.

Corrí hacia aquel lugar porquetenía una tarea que llevar a cabo.Dos veces había entrado ya en losintramuros de Ilión, una a la luz deldía y la otra a escondidas, y en mimente estaba viva la imagen de lascalles y de las plazas, los lugaresde las grandes moradas y de lospalacios.

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Buscaba la casa de Antenor, elhombre que había previsto la ruinay había visto en mí a aquel quequería, como él, evitarla. Habíasido su huésped y le debía el únicopresente de hospitalidad con el quepodía pagarle: su vida y la de sufamilia.

Encontré la calle, y la casa,asediada por cientos de guerrerosenfurecidos. Me abrí paso hacia lapuerta principal dándome aconocer. Les grité que se reunieranen la rampa que llevaba a los

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santuarios y a la fortaleza porquehabía un contraataque capitaneadopor Eneas y hacían falta refuerzos; aduras penas me obedecieron. Ycuando los vi partir, entré, recorrílos pasillos y las habitaciones,atravesé cortinas de fuego hasta queme lo encontré de frente. Empuñabauna lanza y la apuntó hacia mí.

—¡Soy Odiseo! —grité—.¡Sígueme con tu familia! ¡Indícameel camino para salir porseptentrión!

Comprendió. Me alejé yo

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primero e inmediatamente él secolocó a mi lado; detrás venía sufamilia con las mujeres y los niñosllorando. Corrimos a velocidad devértigo, pasamos por las calles másoscuras e impracticables, porbarrios ya arrasados por el fuegohasta que llegamos a una poterna.Le ayude a él y a sus hijos a salir.

Se detuvo durante un instante yme miró fijamente con una largamirada de infinito dolor, con losojos llenos de lágrimas.

—Así lo ha querido el destino —

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dijo—. Estaba escrito que acabaríade este modo, pero que los dioseste recompensen por habertemostrado piadoso.

—Corred —respondí—. No osparéis en ningún momento. Llegad aun lugar donde podáis encontrarayuda, en el mar o en los montes.Nadie os perseguirá.

Les seguí con la mirada duranteun rato en el que el reflejo de losincendios me permitió distinguirlos,hasta que la noche se los tragó.

Entonces volví hacia la fortaleza.

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El desenlace de todo estabapróximo: Pirro, flanqueado por dosguerreros gigantescos, asestabatremendos hachazos en los batientesde la puerta del palacio, que al finalvoló en pedazos. Se precipitódentro hecho una furia seguido porsus mirmidones. Volvió a aparecerno mucho después por una de lasgalerías superiores lanzando ungrito espantoso y levantando suhorrendo trofeo: la cabeza dePríamo. La ciudad más poderosa deAsia era decapitada con él. Llantos

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y gemidos agudos taladraban lanoche otoñal, bandadas de avesvolaban trazando ampliascircunvoluciones sobre Ilión, comoespíritus de la muerte, alaspurpúreas en el reflejo de lasllamas.

A medida que los últimos focosde resistencia eran aniquilados seformaba el largo desfile de losprisioneros, por lo común mujeres yniños, pero también hombres paravenderlos como esclavos. Los reyesy los príncipes se reunieron para el

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reparto del botín. Pirro vio aAndrómaca con su hijo llorando enbrazos; tal vez alguno de los suyosse la indicó, le dijo quién era. Él sela llevó del grupo exclamando:

—¡Esta es mía! —Pero luego,enojado por el llanto del niño, se loarrancó de los brazos, llegó a lagalería de lo alto de las murallas ylo estampó contra las rocasinferiores.

No hice nada por impedirlo, yaque había sido yo quien habíacreado a aquel monstruo. Él estaba

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haciendo lo que quiere la ley de laguerra y la batalla solo terminacuando la estirpe del enemigodesaparece. Así se extinguió, enaquellos pequeños miembrosdestrozados, la sangre de Héctorglorioso, desbravador de caballos,el hombre que había llegado aprender fuego a nuestras naves, quehabía defendido Troya durante diezaños incesantemente, y que al finalhabía tenido que sucumbir nada másque por la lanza de Aquiles.Andrómaca soltó un grito inhumano,

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el estrépito de un águila herida, y sedesplomó como muerta con unúltimo, desolado lamento.

Y no había terminado. Pirrollevaba consigo prisionera a laúltima de las hijas de Príamo, lajoven, la bellísima Políxena. Laarrastró por los cabellos hasta latumba de Aquiles, su padre, y allí lainmoló a su sombra enfurecida,abriéndole la garganta con laespada.

Traté de alcanzar el santuario dela fortaleza porque allí estaba el

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simulacro de Atenea que ya habíavisto una vez. Por el camino metopé con Diomedes, que veníaconmigo en la misma dirección, ysubimos juntos a la parte alta de laciudad. Vimos salir a Áyax deOileo del santuario y correr rápido.Entramos y avistamos a lasacerdotisa de la diosa, la hija dePríamo, Casandra, a la que ya habíaencontrado en aquel lugar bajo unafalsa apariencia. Yacía en tierrasemidesnuda con las señales de laviolencia física sufrida.

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Me miró y dijo con un hilo devoz:

—Está maldito…, él morirá.Y cuando posé la mirada sobre el

simulacro de la diosa me parecióque tenía los ojos cerrados para nover la carnicería.

Nos la llevamos con nosotroshacia las ruinas del palacio dondeestaban hacinados los prisioneros.Rogué en mi corazón a la diosa queno me abandonase y continuasemanteniendo su mano protectorasobre mi cabeza… Un trueno

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resonó lejano, la reverberación deuna hoguera iluminó en lo alto de larampa al wanax Menelao: con loscabellos rojos como el fuego,ensangrentada la armadura,conducía sujetándola por un brazo ala soberbia Helena, con el pechodesnudo. La había poseído, se dijo,en el lecho impregnado de la sangrede Deífobo, su último esposodespués de la muerte de Paris, quehabía sido masacrado.

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El amanecer del día siguienteiluminó una extensión desolada, undesierto gris veteado de jirones dehumo estancado. El monte Ida,rodeado de neblinas del color de lacera, ocultaba su cima en un cieloplomizo. El Escamandro y elSimunte arrastraban turbias,perezosas corrientes de fangocruento. Ni un solo pedazo de tierradejaba de tener resquebrajaduras yhendiduras, ni un edificio de lagloriosa Ilión se erguía tal comoera, ni un bosque había sobrevivido

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a las hachas que talaban troncospara las piras de los muertos. Lavictoria tenía el sabor amargo de lainfinita, ciega violencia; el llanto delas mujeres y de los niños eracortante como una hoja desacrificio, agudo, incesante.Únicamente las Moiras con su velonegro danzaban en el campo demuerte apareciendo ydesapareciendo en la fosca aura.

La empresa se veía anegada enun mar de lágrimas.

Reagrupado el botín, separadas

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las mujeres y las armas, el wanaxAgamenón, de semblante gris,convocó el consejo de los reyes yde los príncipes. Propuso que seofrecieran solemnes hecatombes alos dioses para aplacar a lassombras de los muertos y parapropiciar el retorno. En cambio,otros, siguiendo el consejo deNéstor, señor de Pilos, decían quese debía partir enseguida, antes deque comenzase el mal tiempo. Unavez en la patria se inmolarían lashecatombes sagradas. Tras la larga

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disputa, se dejó a cada uno lalibertad de quedarse o de partir.

Yo me uní a estos últimos,impaciente por iniciar el regreso,olvidar diez años de vida perdida,de llantos y de piras funerarias, develadas solitarias teñidas denostalgia, de amigos perdidos, decenizas apagadas que el vientodispersaba en el mar.

De mis doce naves solo meseguían siete, las otras ardíanporque no había ya los hombres quehabían partido conmigo de Ítaca

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para moverlas sentados con loságiles remos. Muertos, yacían enlos campos ahora desiertos de Ilión.Llorando, gritando diez veces elnombre de cada uno para que elviento lo llevase lejos hasta lascasas de sus padres destrozados porel dolor.

Llegamos, así, rápidos aTénedos, mientras el sol finalmentelibre del negro sudario del humoiluminó el mar. Respiré comovolviendo a vivir y por un instantevi un centellear bermejo de bronce,

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plata y auricalco: mi más preciadotesoro, oculto en el cofre de proa.Pero fue un momento nada más. Notardaron en concentrarse unasnegras nubes próximas al centro delcielo y un viento frío empezó asoplar.

Entonces sentí un dolor agudoherirme en el corazón; oí una voz yretumbar el trueno desde losmontes. ¿Quién me llamaba? Losupe en un instante, cuando mevolví para mirar la orilla que habíadejado. Grité:

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—¡Amainad la vela, desarbolad!¡Todos a los remos, volvemosatrás!

Los compañeros obedecieron ami orden, las naves viraroncolocándose en fila una detrás deotra. Las proas hendían olas cadavez más orladas de espuma, laorilla estaba paulatinamente máscerca; me servía de guía el túmulosobre el cabo Reteo. Tras arribar,los compañeros echaron el ancla.También ellos habían comprendido,creo yo. Saqué del cofre las armas

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de Aquiles, las até juntas con unarecia cuerda: el escudo historiado,las grebas repujadas, la corazarefulgente; el yelmo crestado y laespada invencible, y salté fuera dela nave tocando con los pies lagrava del fondo. Avanzaba con unenorme esfuerzo y el peso delbronce me arrastraba hacia atráscada vez que las olas refluían haciaalta mar.

Incliné la espalda como un bueybajo el yugo, jadeando, moviendocon gran esfuerzo un pie delante del

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otro; finalmente conseguí ganar laorilla. La frente, el rostro y loscabellos me chorreaban agua demar, gruesas gotas que ofuscaban lavista.

Delante de mí se erguía inmensoel túmulo del Gran Áyax, fortalezade los aqueos. Deposité sobre elaltar que cubría sus cenizas lasresplandecientes armas de Aquilesy grité diez veces su nombresobrepujando con mi voz el aullidodel viento. Zeus, tonante, se dejóoír. Mis lágrimas se unieron a las

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del cielo.

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Nota del autor

Esta novela, inspirada en el cicloépico troyano, narra la peripeciavital de Odiseo, hijo de Laertes, reyde Ítaca, desde su nacimiento hastasu último viaje y consistirá en dosvolúmenes.

El héroe es un protagonista

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absoluto tanto en la Ilíada como enla Odisea, que le está dedicada porentero, pero lo era también en lospoemas del ciclo troyano, por loque podemos deducir de lo queresta. Estos poemas, de los que haquedado poco más que el nombre,estaban disponibles aún en épocaromana y narraban tanto el epílogode la guerra y la caída de Troya porobra de Odiseo con la estratagemadel caballo de madera, como lahistoria del regreso de la guerra porparte de los principales héroes de

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l a Ilíada. Retornos casi en todoslos casos trágicos, que en parte almenos son recordados en el cantoIII de la Odisea y también en el XI,en el que el héroe, como un chamán,evoca desde el Hades las sombrasde los muertos.

A través de los relatos épicos delciclo, la figura de Odiseo llegóhasta los autores trágicos del sigloV: Esquilo, Sófocles y, sobre todo,Eurípides; fue retomada por lahelenística en forma críptica porLicofronte, y luego a través de los

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siglos, tantas veces por obra degrandes poetas y escritores, comoVirgilio, Dante, Shakespeare, hastaTennyson, Pascoli y, por último,Joyce.

Es evidente que cada una de lasinterpretaciones de la figura de estehéroe debe ser considerada en símisma porque ha nacido en épocasmuy distintas y también muydistantes entre sí, y es el reflejo delos hombres que la hicieron revivirde tiempo en tiempo comoparadigma de la humanidad, tal

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como aparecía ante sus ojos.No tendría, pues, sentido, como

en cambio ocurre a menudo, atribuiral héroe vagabundo caracteres,vicios y virtudes que pertenecen aperíodos, gustos y mentalidades tanalejadas entre sí. Por eso me heatenido esencialmente a la figurahomérica del personaje tal comoaparece en la Ilíada y en la Odisea,al menos según mi modo de ver, loque, es obvio, se convierte encualquier caso en unainterpretación, pero esta es la

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característica de los clásicos: queconsiguen hablar a los hombres decada época manteniendo intactos suvalor y su vitalidad.

El lenguaje que he utilizado tratade llevar al lector la atmósfera dela tradición homérica; y dentro delo posible tiende a una síntesisesencial, renunciando a períodosdemasiado complejos y a conceptosmuy abstractos, y la historia esnarrada en clave, por así decir,realista, precisamente porque esimaginada como un relato no

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tamizado aún y elaborado por elcanto de los aedos y de losrapsodas, y porque el narrador es elpropio protagonista.

He escrito este relato con unprofundo respeto por las fuentesantiquísimas de las que proviene ypuedo afirmar en esta primerapausa reflexiva que he aprendido,escribiendo, mucho más de lo quehe narrado. Lo que más me haimpresionado es el rigor lógico delépos, por el que a una determinadapremisa no puede si no seguir una

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sola y única consecuencia, como ellector avisado podrá fácilmentecomprobar.

Por lo que concierne a mipensamiento y a mis estudios sobrelos poemas homéricos y sobre lafigura de Odiseo en particular,remito a cuanto escribí en sumomento en el ensayo Mare greco ,firmado al alimón con mi amigoLorenzo Braccesi, y a labibliografía que lo acompaña,mientras que para los poemasperdidos del ciclo he tenido mucho

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en cuenta L’epica perduta deAndrea De Biasi y las referenciascitadas por el autor.

El mapa de la Grecia homéricareproducido en las guardas estábasado esencialmente en el«Catálogo de las naves» de laIlíada.

Por lo que a la onomástica serefiere, se ha elegido una víaintermedia; se citan en castellanolos nombres más conocidos yadaptados por el uso, en griego losmenos conocidos o bien los que,

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por motivos de ambientación y deatmósfera, nos han parecido máseficaces y sugestivos en la lenguaoriginal. La uniformidad ha sido enestos casos sacrificada a laemoción y a la sonoridad.

Agradezco sinceramente a miscolegas y amigos dentro y fuera dela editorial y a mi editores GiuliaIchino y Antonio Franchini quehayan sido generosos conmigo consus consejos y aliento leyendo coninteligente paciencia mis páginasantes de que el manuscrito fuera

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mandado a la imprenta.

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Valerio Massimo Manfredi esarqueólogo y académicoespecializado en la antigua Grecia yel Imperio romano. Ha sidoprofesor en diversas universidadesde prestigio, tanto en Italia como enel extranjero, y publica artículos yensayos en revistas académicas ygenerales. Es autor de 17 novelascuyas ventas totales superan los 12millones de ejemplares en todo elmundo. Su trilogía «Aléxandros»fue traducida a 38 idiomas ypublicada en 62 países.

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También ha escrito guiones paracine y televisión, y ha dirigidodocumentales y programasculturales.

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Título original: Il mio nome è Nessuno. Ilgiuramento Edición en formato digital: noviembre de 2013 © 2012, Valerio Massimo Manfredi© 2012, Arnoldo Mondadori Editore S.p.A.,MilánPublicado en lengua española por acuerdo conGrandi & Associati© 2013, Random House Mondadori, S. A.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona© 2013, José Ramón Monreal Salvador, por latraducción Diseño de la cubierta: © Giulia ManfrediIlustración de la cubierta: © Giulia Manfredi

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Quedan prohibidos, dentro de los límitesestablecidos en la ley y bajo los apercibimientoslegalmente previstos, la reproducción total oparcial de esta obra por cualquier medio oprocedimiento, así como el alquiler o cualquierotra forma de cesión de la obra sin laautorización previa y por escrito de los titularesdel copyright. Diríjase a CEDRO (CentroEspañol de Derechos Reprográficos,http://www.cedro.org) si necesita reproduciralgún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-253-5203-4 Conversión a formato digital: M. I. maqueta,S.C.P. www.megustaleer.com

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Índice OdiseoPrólogoCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10

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Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24

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Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31Capítulo 32Capítulo 33Capítulo 34Nota del autorBiografíaCréditosAcerca de Random House

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