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NUEVA YORK: UNA JORNADA DE HALLAZGOS CASUALES Por Gay Talese NOTA: “Mi primera colaboración en ESQUIRE fue en 1960, con un artículo sobre los desconocidos en Nueva York, una serie de viñetas sobre las personas que pasan desapercibidas, los hechos extraños y los sucesos fantásticos que habían impresionado mi imaginación en mis andanzas por la ciudad como periodista. Fue el principio de lo que más adelante se convirtió en un libro publicado en 1961 por Harper & Row titulado NEW YORK: A SERENDIPITER`S JOURNEY. Releyendo ahora este libro, en la sección final de FAMA Y OSCURIDAD, encuentro la visión de Nueva York por un joven que la contempla con una mezcla de maravilla y de asombro, pero también con conciencia de que la ciudad es destructiva, de que promete mucho más de lo que da, y de que tenía razón E. B. White cuando escribió, hace muchos años: “Nadie debería venir a Nueva York a vivir si no está dispuesto a tener suerte”. Hay también en SERENDIPITER`S JOURNEY algunos indicios precoces de mi interés por las técnicas de la ficción, de mi aspiración a dar al reportaje el tono que Irwin Shaw y John O`Hara habían dado al relato corto. En esta intención no logré ir muy lejos en SERENDIPITER`S JOURNEY, y al final tuve que apoyarme más en mi selección del material que en el estilo para reflejar el encanto y la lobreguez que con tanta intensidad siempre he sentido en Nueva York”. 1

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NUEVA YORK: UNA JORNADA DE HALLAZGOS CASUALES

Por Gay Talese

NOTA: “Mi primera colaboración en ESQUIRE fue en 1960, con un artículo sobre los desconocidos en Nueva York, una serie de viñetas sobre las personas que pasan desapercibidas, los hechos extraños y los sucesos fantásticos que habían impresionado mi imaginación en mis andanzas por la ciudad como periodista. Fue el principio de lo que más adelante se convirtió en un libro publicado en 1961 por Harper & Row titulado NEW YORK: A SERENDIPITER`S JOURNEY. Releyendo ahora este libro, en la sección final de FAMA Y OSCURIDAD, encuentro la visión de Nueva York por un joven que la contempla con una mezcla de maravilla y de asombro, pero también con conciencia de que la ciudad es destructiva, de que promete mucho más de lo que da, y de que tenía razón E. B. White cuando escribió, hace muchos años: “Nadie debería venir a Nueva York a vivir si no está dispuesto a tener suerte”. Hay también en SERENDIPITER`S JOURNEY algunos indicios precoces de mi interés por las técnicas de la ficción, de mi aspiración a dar al reportaje el tono que Irwin Shaw y John O`Hara habían dado al relato corto. En esta intención no logré ir muy lejos en SERENDIPITER`S JOURNEY, y al final tuve que apoyarme más en mi selección del material que en el estilo para reflejar el encanto y la lobreguez que con tanta intensidad siempre he sentido en Nueva York”.

1--NUEVA YORK, CIUDAD DE COSAS INADVERTIDAS

Nueva York es una ciudad de cosas inadvertidas. Es una ciudad de gatos dormidos debajo de coches estacionados, de dos armadillos de piedra que trepan por la catedral de San Patricio, y de miles de

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hormigas sobre el Empire State. Probablemente las hormigas fueron llevadas allí por el viento o los pájaros, pero nadie lo sabe a ciencia cierta; nadie en Nueva York sabe nada de las hormigas, como también lo ignora todo sobre aquel mendigo que va en taxi a la calle Bowery; o sobre el tipo elegante que hurga en los cubos de la basura en la Sexta Avenida; o sobre la “médium” de la zona oeste, en la Calle Setenta, que alega: “Yo soy clarividente, clarioyente y clarisensual”.

Nueva York es una ciudad para excéntricos y un centro de fragmentos desiguales de información. Los neoyorquinos parpadean veintiocho veces por minuto, y cuarenta si están en estado de tensión. La mayoría de los que comen rosetas de maíz en el Yankee Stadium dejan de mascar exactamente unos segundos antes del lanzamiento. Los que mascan goma en las escaleras mecánicas de los almacenes Macy detienen sus mandíbulas en el momento en que llegan a su destino para concentrarse en el último escalón. Los obreros del Zoo del Bronx encuentran monedas, clips, bolígrafos y bolsitas de niñas cuando limpian el estanque de los leones marinos.

Los habitantes de Nueva York cada día beben dos millones de litros de cerveza, comen siete millones de kilos de carne, y se limpian los dientes con treinta y cinco kilómetros de pasta dentífrica. En Nueva York mueren cada día cerca de 250 personas y nacen 460, y por las calles de la ciudad se pasean 150 mil que tienen un ojo de vidrio o de plástico.

El portero de una casa de Park Avenue tiene en su cabeza restos de metralla desde la primera guerra mundial. Varias hijas de gitanas, influidas por los estudios y la televisión, se escapan de sus casas porque cuando sean mayores no quieren dedicarse a decir la buena ventura. Cada mes se entregan cincuenta kilos de pelo a Louis Feder, en el número 545 de la Quinta Avenida, donde se hacen pelucas rubias con el cabello de mujeres alemanas; morenas, con el de francesas o italianas, pero ninguna con pelo de norteamericanas

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porque, según el señor Feder, está debilitado por los lavados y las permanentes demasiado frecuentes. Algunos de los hombres mejor informados son los encargados de los ascensores, que raramente hablan, pero siempre escuchan… como los porteros. El portero de Sardi escucha todos los comentarios de los estrenos hechos por los espectadores que pasan por delante de él después del último acto. Y escucha con atención y con cuidado. A los diez minutos de bajar el telón está en condiciones de decir qué espectáculo tendrá éxito y cuál no.

-----ESTO TIENE RELACIÓN CON EL REPORTAJE TITULADO “La vida secreta de los maniquíes”, publicado en ESQUIREen 1960 y que hace poco reprodujo EL MALPENSANTE-----

Por la noche, en Broadway, llega un Rolls Royce oscuro, modelo 1948. Se baja una pequeña señora armada de una Biblia y un cartel que dice: Los condenados perecerán. Se coloca en una esquina chillando a las multitudes de pecadores de Broadway y a veces se queda hasta las tres de la madrugada, en que el Rolls conducido por un chofer la recoge y a la lleva de vuelta a Westchester. A esta hora la Quinta Avenida está desierta, salvo algunos paseantes que padecen de insomnio, algunos taxis de paso y un grupo de féminas estilizadas que están en los escaparates de las tiendas toda la noche y todo el día con unas sonrisas frías y perfectas –sonrisas de labios de escayola, ojos de vidrio y mejillas que brillarán hasta que se les desgaste la pintura--. Estos maniquíes flanquean la Quinta Avenida como centinelas, mirando hacia la calle silenciosa con la cabeza alta, pies puntiagudos y largos dedos de goma buscando cigarrillos que no están allí. A las cuatro de la madrugada algunos escaparates se convierten en extraños países encantados de diosas delgadas y petrificadas en el momento de saleir para una recepción, de zambullirse en una piscina, o de deslizarse hacia el cielo en un nebuloso salto de cama azul.

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A pesar de que esta ilusión es debida, en parte, a una imaginación calenturienta, también se debe a la increíble habilidad de los fabricantes de maniquíes, que los han dotado de ciertas características individuales, según la teoría de que dos mujeres –aunque sean de plástico o de cartón piedra--, no son exactamente iguales. Como resultado, los maniquíes de Peck & Peck son de figuras juveniles y pulcras, mientras en Lord & Taylor parecen de muchachas más serias, bajo ráfagas de viento. En Saks son recatadas pero maduras, mientras que en Bergdorf no tienen edad pero sí aspecto de sobria riqueza. Las facciones de las figuras de la Quinta Avenida están inspiradas en algunas de las mujeres más atractivas del mundo –mujeres como Suzy Parker, que posó para los de Best & Co., y Brigitte Bardot, que inspiró algunos de los maniquíes de Saks. La preocupación por hacer a los maniquíes casi humanos, dotándolos de curvas, es tal vez responsable de la extraña atracción que tantos habitantes de Nueva York sienten por estas vírgenes sintéticas. Esta es la razón por la que algunos escaparatistas hablan con frecuencia a los maniquíes y les dan apodos, y por la que los maniquíes desnudos en los escaparates atraen inevitablemente a los hombres, disgustan a las mujeres y están prohibidos en la ciudad de Nueva York. Algunos maniquíes son asaltados por pervertidos. Hace poco fue descubierto un esbelto maniquí de una tienda de White Plains en un sótano con la ropa arrancada, el maquillaje estropeado y evidentes señales de intento de violación. La policía una noche organizó una trampa y cogió al atacante: un hombrecillo tímido, el portero de la finca.

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Cuando la circulación callejera va disminuyendo y la mayoría de la gente está dormida, en algunos vecindarios de Nueva York empiezan a pulular los gatos. Se desplazan con rapidez a través de las sombras de los edificios; los guardianes nocturnos, los policías, los basureros y los noctámbulos los ven, pero no por mucho tiempo.

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La mayoría de ellos se concentran alrededor de los mercados de pescado en Greenwich Village y en las zonas tanto del Este como del Oeste donde abundan los cubos de basura. Sin embargo, no hay parte de la ciudad que esté sin sus gatos vagabundos. Y los garajes abiertos toda la noche en lugares tan activos como la Calle Cincuenta y Cuatro, han contado hasta veinte gatos alrededor del Teatro Ziegfield por la mañana temprano. Tropas de gatos patrullan por la noche los muelles en busca de ratas. Los vigilantes de las vías del metro han descubierto gatos que viven en la oscuridad y que aparentemente nunca son atropellados por los trenes, aunque a veces son electrocutados por el tercer carril. Cerca de veinticinco gatos viven a veinticinco metros de profundidad en la estación Grand Central; son alimentados por los obreros del subsuelo y nunca salen a la luz del día.

Los gatos vagabundos y libres de las calles viven una existencia completamente distinta a la de los gatos mantenidos en los apartamentos de Nueva York. La mayoría están llenos de pulgas. Muchos mueren envenenados por lo que comen, por el frío y por la deficiente alimentación; su promedio de vida es de dos años, mientras los gatos caseros viven diez o más años. Cada año la ASPCA (Asociación Protectora de Animales) mata cerca de 100.000 gatos callejeros para los que no consigue encontrar casas.

La promoción social entre los gatos vagabundos de Gotham no es corriente. En raras ocasiones adquieren una dirección postal más distinguida. Normalmente se mueren dentro de la zona en que han nacido, aunque un espécimen lleno de pulgas, recogido por la Sociedad Protectora de Animales, fue adoptado por una mujer rica: ahora vive en un piso de lujo en la zona este y pasa el verano en una finca en Long Island. La American Feline Society llevó dos gatos errantes a la sede de las Naciones Unidas cuando oyeron que algunos roedores habían infestado los ficheros. “Los gatos se ocuparon de ellos—dijo Robert Lotear Kennedy, el presidente de la

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Sociedad--. Y parecían felices en la ONU. Uno de ellos solía quedarse dormido encima de un diccionario chino”.

En cada vecindario de Nueva York, los gatos vagabundos están dominados por un “jefe”: el macho más grande y más fuerte. Pero, aparte del jefe, no existe mucha organización en la sociedad gatuna. Dentro de ella existen, sin embargo, tres tipos de gatos: los salvajes, los bohemios y los de las tiendas de comestibles y de restaurantes. Los salvajes cuentan con alguna tapa suelta de cubo de basura o con las ratas para alimentarse y no quieren nada con la gente; ni siquiera con la que les da de comer. Estos gatos, que son los más desaseados entre los vagabundos, tienen el evidente aspecto de animales acosados; expresión salvaje y ojos desorbitados. Generalmente se encuentran en gran número por el puerto.

El bohemio, en cambio, es más tratable. No huye de la gente. A menudo los alimentan algunos sensibleros amantes de los gatos –en su mayoría mujeres—que los llaman “pequeños”, “angelitos”, “queridos” y se indignan cuando los objetos de su caridad son llamados gatos callejeros. Los bohemios son tan puntuales a la hora de la comida que un gatófilo ha insinuado la teoría de que conocen las horas. Ha citado el caso de un macho gris que aparece cinco días por semana a las cinco y media en punto de la tarde, en un edificio de oficinas en Brodway, en la Calle Diecisiete, en donde los encargados de los ascensores le dan de comer. Y nunca se presenta los sábados y domingos. Parece saber que esos días la gente no trabaja.

El gato de tienda de comestibles (o de restaurantes), muy a menudo es un bohemio convertido, come bien y tiene alejados a los roedores, pero normalmente hace uso discontinuo de la tienda y prefiere pasar sus noches merodeando por las calles. A pesar de su horario de trabajo libre, asume la mayoría de las ventajas de casta afín –el gato con pleno empleo de la tienda de comestibles, que

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nunca vagabundea--, incluido el privilegio de dormir en el escaparate.

El número de gatos con pleno empleo, sea dicho de paso, ha disminuido mucho desde la desaparición de las pequeñas tiendas y el advenimiento de los supermercados en Nueva York. Con los sistemas más avanzados de protección contra las ratas, con el mejor empaquetado de los alimentos y adecuadas condiciones sanitarias, las cadenas de supermercados rara vez necesitan gatos de pleno empleo.

Por el puerto, sin embargo, sigue inmutable la gran necesidad de gatos. Una vez, un descargador que era alérgico a los felinos, los envenenó. En el espacio de un día todo estaba invadido de ratas. Cada vez que un hombre se volvía, veía ratas encima de las cajas. En el muelle 95 las ratas empezaron a robar la comida de los descargadores y hasta llegaron a atacar a los hombres. Así que fueron movilizados todos los gatos callejeros de los barrios cercanos y ahora la mayoría de las ratas han desaparecido. “Pero los gatos no acostumbran a dormir mucho por aquí –dijo un descargador--. No pueden. Las ratas los atacarían. Hemos tenido aquí casos en que una rata ha destripado a un gato. Pero no es muy frecuente. La mayoría de los gatos del puerto son de cuidado”. --000—

A las cinco de la madrugada, Manhattan es una ciudad de cansados tocadores, trompetistas y barmans que se dirigen a sus casas. Las palomas son las dueñas de Park Avenue y se pasean con arrogancia y libremente en medio de la calle. Esta es la hora más tranquila de Manhattan. La mayoría de las personas noctámbulas han desaparecido y las diurnas aún no se ven. Los conductores de camiones y de taxis están alerta, pero todavía no turban el buen estado de ánimo. No turban al Rockefeller Center abandonado, o a los inmóviles guardianes del Mercado de Pescado de Fulton, o al

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encargado de la estación de gasolina que duerme al lado de Sloppy Louie con la radio encendida. A las cinco de la mañana, los habituales clientes de Broadway se han ido a casa o a los cafés abiertos toda la noche, en donde, bajo las vivas luces, se pueden observar sus barbas crecidas y su cansancio. En la Calle Cincuenta y Uno hay un coche-radio de la prensa parado al lado de la acera con un fotógrafo que no tiene nada que hacer. De este modo, está allí sentado durante algunas noches seguidas, mira a través del parabrisas, y en seguida se convierte en agudo observador de la vida a partir de medianoche.

“A la una –dice él—Broadway está lleno de tíos presumidos y de jovencitos que salen del Hotel Astor con smoking blanco—chicos que han ido al baile con el automóvil de su padre--. También hay limpiadoras que regresan a sus casas, siempre tocadas con pañuelos. A las 2, algunos de los bebedores pierden el dominio y es la hora de las riñas en los bares. A las 3 el último espectáculo en los centros nocturnos ha terminado y la mayoría de los turistas, los hombres de negocios y forasteros regresan a sus hoteles. A las 4, después del cierre de los bares, salen los borrachos, y también los alcahuetes y prostitutas que se aprovechan de ellos. A las 5, sin embargo, todo está en calma. Nueva York a las 5 es una ciudad completamente distinta”.

A las seis de la mañana empiezan a salir del metro los primeros trabajadores. La circulación, como si fuese un río, empieza a ponerse en movimiento en Broadway. La señora Mary Woody salta de la cama, se precipita a su despacho y telefonea a docenas de soñolientos habitantes de Nueva York para decir con voz alegre –que pocos aprecian--: “Buenos días. Es hora de levantarse”. En veinte años, como telefonista del servicio de despertador de la Western Union, la señora Woody ha hecho saltar de la cama a millones.

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A las siete de la mañana, un elegante hombrecito, de aspecto muy parisiense, con gorro azul y jersey de cuello alto, camina apresuradamente por Park Avenue para visitar a sus amigas ricas, para asegurarse que cada una de ellas recibe un vigoroso masaje antes del desayuno. Los porteros de uniforme lo saludan con cordialidad y le llaman “Biz” o “Mac” porque él es Biz MacKey, un extraordinario masajista de señoras.

El señor MacKey es ágil y estirado y lleva siempre una cartera de cuero negro que contiene los linimentos, las cremas y las toallas de su oficio. Sube en el ascensor; a la media hora vuelve a bajar para ir a casa de otra señora: una cantante de ópera, una actriz de cine, una teniente de la policía femenina.

Biz MacKey, un ex boxeador de peso pluma, empezó a hacer masajes con habilidad a las mujeres en el París de los años veinte. Había perdido un encuentro durante una gira europea y decidió que ya estaba harto del boxeo. Un amigo le sugirió que fuera a una escuela de masajistas y, seis meses después, tenía su primera cliente –Claire Luce, actriz que por entonces era la estrella del Folies Bergère--. Le gustó y le proporcionó más clientes –Pearl White, Mary Pickford y una soprano wagneriana metida en carnes. Hizo falta la segunda guerra mundial para sacar a Biz de Paris.

Cuando volvió a Manhattan, su clientela europea siguió haciendo uso de sus servicios siempre que venían aquí y, aunque ahora tiene más de setenta años, sigue viento en popa. Biz trata a unas siete mujeres al día. Sus dedos fuertes y sus brazos musculazos tienen un toque extraordinariamente suave. Es discreto, y por esto las señoras de Nueva York lo prefieren. Visita a cada una de ellas en su piso y tiene las llaves de sus dormitorios; es a menudo el primer hombre al que ven por la mañana y lo esperan acostadas. Él nunca revela el

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nombre de sus clientes, pero en su mayoría son ricas y de mediana edad.

--Las mujeres no quieren que las otras mujeres se enteren de sus asuntos –explica Biz--. Ya saben cómo son –añade después, dando a entender que él desde luego lo sabe.

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Los porteros ante los que pasa todas las mañanas son generalmente un grupo de diplomáticos de la acera que cuentan entre sus amigos a algunos de los hombres más poderosos, de las mujeres más guapas y de los perros falderos más delicados. La mayoría de las veces los porteros son altos, de rasgos ligeramente góticos y poseen ojos lo bastante agudos para identificar a los que dan buenas propinas a una manzana de distancia en día de niebla espesa.

Algunos porteros de la zona este son tan orgullosos como los grandes de España y sus uniformes llenos de galones parecen haber salido de la misma sastrería que viste al mariscal Tito. La mayoría de los porteros de los hoteles son expertos en la conversación ociosa, en la conversación seria y en las respuestas rápidas, en recordar nombres y en evaluar los equipajes. (Conocen la riqueza de un cliente por el equipaje que tiene y no por los trajes que lleva.)

En Manhattan hay hoy día 650 porteros de casas de pisos; 325 porteros de hoteles (catorce en el Waldorf Astoria); y un número desconocido pero muy numeroso de porteros de restaurantes, de teatros, de centros nocturnos, porteros voceadores y porteros sin puerta.

Los sin puerta, que son vagabundos no agremiados, en general sin uniformes (pero con gorras alquiladas), pululan por la ciudad abriendo las portezuelas de los coches cuando el tránsito es denso –en las noches de ópera, de conciertos, de peleas de campeonato y de

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convenciones--. El portero del Brass Rail, Cristos Efthimiou, dice que los sin puerta saben cuándo es su día (los lunes y los jueves), y entonces ofrecen sus servicios en la Séptima Avenida o en la Calle Cuarenta y Nueve.

Los porteros voceadores, que a veces llevan uniformes alquilados—pero son propietarios de sus gorras—se colocan frente a los clubs de jazz como los que hay en la Calle Cincuenta y Dos. Además de abrir las portezuelas y coger al vuelo los taxis, el portero voceador puede que susurre a los peatones al pasar, en voz baja pero clara:

--¡Pssst! No se cobra el cubierto. Hay chicas ahí dentro… ¡La Nueva Reina de Alaska!

Aunque no hay un solo portero en toda la ciudad que no jure por todos los santos que es pagado por debajo de su valía, muchos porteros de hoteles admiten que algunas semanas buenas y lluviosas han reunido hasta 200 dólares sólo en propinas. (Hay muchas personas que quieren un taxi cuando llueve, y los porteros que les proporcionan paraguas y taxis rara vez se quedan sin gratificación.)

Cuando llueve en Manhattan, la circulación es lenta, se cancelan compromisos y en los vestíbulos de los hoteles muchas personas se hunden en las butacas detrás de un periódico o se pasean sin ningún objetivo de acá para allá sin sentarse en sitio alguno, sin nadie a quien hablar, sin nada que hacer. Es más difícil encontrar un taxi; los grandes almacenes facturan de un 15 a un 25 por ciento menos; y los monos del Zoo del Bronx, sin público que los admire, se quedan desfallecidos y malhumorados en sus jaulas y parecen más aburridos aún que los tipos en los vestíbulos de los hoteles.

Mientras algunos neoyorquinos se ponen de malhumor por la lluvia, otros la prefieren, les gusta andar bajo ella y dicen que en días de lluvia los edificios de la ciudad parecen de alguna manera más limpios, lavados y opalescentes como un cuadro de Monet. En

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Nueva York, cuando llueve, hay menos suicidios; pero cuando luce el sol y los habitantes de Nueva York parecen felices, las personas deprimidas se hunden todavía más en la depresión y el Hospital de Bellevue suele acoger a más suicidas.

No obstante, un día de lluvia en Nueva York es un día brillante para los vendedores de paraguas y de impermeables, para las chicas de los guardarropas, para los botones y para los miembros del consulado general británico, que dicen que la lluvia les recuerda su tierra. La Consolidated Edison afirma que los habitantes de Nueva York consumen 120 mil dólares más de electricidad que en días claros; miles de pliegues de pantalones se desbaratan en la lluvia, y la lavandería de Norton en la Calle Cuarenta y Cinco, plancha una media de 125 pantalones más en estos días.

La lluvia hace escurrirse el rimmel en los ojos de las modelos de moda que no logran encontrar un taxi; y la lluvia en Times Square convierte en solitario el día para los sargentos que reclutan voluntarios, para los oradores callejeros, los limpiabotas y los ladrones, pues todos tienden a perder su entusiasmo cuando están mojados.

Cada mañana, poco después de las siete y media, cuando la mayoría de los habitantes están todavía medio dormidos y con ojos legañosos, cientos de personas hacen cola a lo largo de la Calle Cuarenta y Dos, esperando que a las ocho abran los diez cines que están casi hombro con hombro, por decirlo así, entre Times Square y la Octava Avenida.

¿Quiénes son estas personas que van al cine a las ocho de la mañana? Son los vigilantes nocturnos de la ciudad, los desamparados, o gente que no puede dormir, no puede ir a su casa, o no tiene casa. Son conductores de camiones, homosexuales, policías, choferes de taxi, limpiadoras y empleados de restaurantes que han trabajado toda la noche. Hay también alcohólicos que esperan que

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den las ocho para pagar cuarenta centavos por un asiento cómodo y dormirse en el teatro fresco, oscuro y lleno de humo.

Sin embargo, aparte de estar lleno de humo, cada cine de Broadway tiene una especial característica, o falta de característica. En el Victory se ven tan sólo películas de terror, mientras que el Times Square Theatre exhiben sólo películas del Oeste. Hay películas de estreno por cuarenta centavos en el Lyric, mientras que en el Selwin hay reposiciones por treinta centavos. Tanto en el Liberty como en el Empire hay reestrenos, mientras en el Apollo exhiben tan sólo películas extranjeras. Éstas han hecho ganar mucho dinero a la empresa durante veinte años, y William Brandt, uno de los propietarios, no lograba explicarse el porqué. “Así que un día investigué en el local –dijo—y vi en el vestíbulo a personas que hablaban con las manos. Me di cuenta de que eran sordomudos. Prefieren el Apollo porque leen los subtítulos de las películas extranjeras en inglés. El Apollo tiene probablemente el público de cine más numeroso en sordomudos”.

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Nueva York es una ciudad con 8.485 telefonistas, 1.364 chicos de reparto de la Western Union, 112 recaderos de periódicos. Un público normal de béisbol en el Yankee Stadium gasta más de cuarenta litros de jabón líquido por partido (una marca extraoficial de limpieza en los equipos de primera división). El estadio tiene también el máximo número de acomodadores (360), de barrenderos (72) y de lavabos de caballero (34).

En Nueva York hay unas quinientas “mediums”, desde los tipos de semitrance a los de trance y a los de trance profundo. La mayoría de ellas viven en las Calles Setenta, Ochenta y Noventa en el lado Oeste y los domingos en algunas de estas manzanas de edificios se habla con los muertos, tocan solas las trompetas y se resuelven todos los problemas.

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En Nueva York la Fifth Avenue Lingerie Shop (ropa interior de señoras) se encuentra en Madison Avenue; la Madison Pet Shop (pajarería) está en Lexington Avenuem y la Lexington Hanf Laundry (lavandería) está en la Tercera Avenida. Nueva York tiene 120 casas de empeño y es también el sitio en que el hermano del obispo Sheen, el doctor Sheen, comparte su oficina con un doctor, Bishop (obispo).

En el interior de una tranquila casa de piedra en Lexington Avenue, esquina con la Calle Ochenta y Dos, un farmacéutico, Frederick D. Lascoff, ha vendido sanguijuelas durante años a boxeadores magullados, aceite de calamento para cazadores de leones y miles de extrañas pociones a personas en todo el mundo.

En una lóbrega factoría de la zona oeste serpentea cada mes una larga línea verde de cartulina, adelante y atrás, en una prensa hasta que se corta en miles de pedazos pequeños y fastidiosos. Cada cartulina está medida para entrar en el bolsillo de un policía y terminará adornando el parabrisa de un coche mal estacionado, y sacando a un automovilista 15 dólares. Cada año se imprimen cerca de 500 mil tarjetas de 15 dólares para la Policía de Nueva York en la Calle Noventa, Oeste. Y los empleados de la firma May Tag and Label Corp encuentran a veces que el trabajo realizado por ellos repercute en sus propios parabrisas.

Nueva York es una ciudad de 200 vendedores de castañas, de 30 mil palomas, y 600 estatuas y monumentos. Cuando en la estatua ecuestre de de un general el caballo tiene levantadas las dos patas delanteras, quiere decir que él ha muerto en la batalla; si tan sólo una pata está en el aire, el general ha fallecido a consecuencia de heridas recibidas en combate; si todas las patas se apoyan en el suelo, es probable que el general muriera en su cama.

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En Nueva York, desde el alba hasta el crepúsculo y hasta el alba nuevamente, día tras día, se puede oír el restregar continuo de las ruedas en el piso de hormigón del Puente George Washington. El puente no está nunca completamente inmóvil. Vibra con el tránsito. Se mueve con el viento. Sus gruesas venas de acero se dilatan con el calor y se contraen con el frío; su plataforma está a veces en verano tres metros más cerca del río Hudson que en invierno. Es una estructura casi flexible, de una belleza llena de gracia que, como irresistible seductora, sustrae secretos a los románticos que la contemplan, a los escapistas que se tiran de ella, a la muchacha regordeta que recorre el vano de más de un kilómetro de largo intentando adelgazar, y a los 100 mil automovilistas que cada día recorren, tienen un encontronazo, intentan pagar menos peaje del debido y se encuentran embotellados en ella.

Pocos de los neoyorquinos y de los turistas que recorren el puente conocen la existencia de los obreros que viajan en ascensores por las torres gemelas hasta una altura de ciento ochenta metros, y pocas personas saben que algunas veces unos borrachos vagabundos se han subido alegremente hasta arriba, quedándose dormidos allá. Por la mañana, petrificados, han tenido que ser bajados por equipos de emergencia.

Pocas personas saben que el puente fue construido en una zona por donde los indios solían vagar, en donde se han empeñado batallas y donde, en los primeros tiempos coloniales, los piratas eran colgados a lo largo de las orillas para escarmiento de otros marinos aventureros. Ahora el puente está emplazado en donde las tropas de Washington tuvieron que replegarse ante los invasores británicos que más tarde conquistaron Fort Lee y Nueva Jersey, encontrando las ollas todavía en el fuego, los cañones abandonados y las vestimentas desparramadas a lo largo del trayecto recorrido por la guarnición de Washington que se había batido en retirada.

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El acceso al Puente George Washington está a treinta metros más de altura que el pequeño faro colorado que se convirtió en algo anticuado cuando surgió el puente en 1931; sus accesos por el lado de Nueva Jersey están a tres kilómetros de donde Albert Anastasia vivió detrás de un alto muro custodiado por mastines; sus salidas de peaje de Jersey están a siete metros de donde un camionero sin permiso de conducir intentó pasar con cuatro elefantes en el remolque… y lo hubiera conseguido si uno de los elefantes no se hubiese caído. El vano superior está a setenta metros de donde un guarda de la autoridad portuaria se subió para decir a un suicida: “Escucha, hijo de p…, si no te bajas en seguida, voy a disparar”, y el hombre bajó en seguida. Los guardas del puente están alerta las veinticuatro horas del día. Tienen que hacerlo. En cualquier momento puede que haya un accidente, una avería o un suicidio. Desde 1931 un centenar de personas han saltado desde el puente. Más del doble han sido retenidos. Los que saltan del puente para suicidarse lo hacen deprisa y silenciosamente. Dejan al borde de la pista automóviles, chaquetas, gafas y a veces una carta que dice: “Quiero asumir solo toda la responsabilidad” o “No quiero vivir más”.

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Un solitario viajante forastero, que había tomado algunos tragos la noche antes, se alojó en un hotel de Broadway cerca de la Calle Setenta y Cuatro, se acostó, y se despertó en plena noche ante un espectáculo curioso. Vio delante de su ventana la trémula imagen de la estatua de la Libertad.

Pensó inmediatamente que había sido raptado y que estaba navegando cerca de la estatua de la Libertad en alta mar hacia un desastre seguro. Pero luego, mirando con más atención, se dio cuenta de que en realidad estaba viendo la segunda estatua de la Libertad de Nueva York, la oscura y casi inadvertida estatua que se

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yergue encima de los almacenes de Liberty-Pac, en el número 43 de la Calle Sesenta y Cuatro Oeste.

Esta reproducción, erigida en 1902 a petición de William H. Flattau, un patriótico dueño de almacenes, se alza más de dieciséis metros por encima de su pedestal, mientras que la de Bartholdi en la isla Liberty mide cuarenta y cinco metros. La estatua menor tenía también una antorcha encendida, una escalera de caracol y un agujero en la cabeza desde donde se podía ver Broadway iluminado. Pero en 1912 la escalera se agrietó, la antorcha se apagó durante una tempestad y a los escolares se les prohibió subir y bajar por su interior. El señor Flattau murió en 1931, y con él se fue gran parte de la información referente a la estatua.

De vez en cuando los turistas preguntan sobre la estatua a los empleados del almacén y también al vecindario. La gente, por lo general, se acerca y pregunta: “Eh, ¿qué hace eso allá arriba?”, según dice el guarda del estacionamiento que está enfrente. “El otro día, un tejano se detuvo, miró hacia arriba y dijo: “Tenía la impresión de que esa estatua estaba en el agua en alguna parte”. Sin embargo, algunas personas están realmente interesadas en la estatua y le hacen fotografías. Considero un privilegio trabajar debajo de ella, y, cuando llegan los turistas, siempre les recuerdo que ésta es “la estatua de la Libertad más grande en el mundo y tan sólo inferior a la otra”.

La mayoría del vecindario no presta la menor atención a la estatua. No lo hacen las adivinas gitanas que trabajan a la izquierda de ella; no lo hacen los clientes habituales de la taberna de la señora Stern debajo de ella; no lo hacen los ruidosos consumidores de sopa en el restaurante Bickford. Un chofer de Nueva York, David Zickerman (coche numero 2.865), ha pasado cientos de veces por donde está emplazada y nunca se ha dado cuenta de su existencia. “¿Quién demonios mira hacia arriba en esta ciudad?”, pregunta.

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La estatua ha llevado en la mano durante decenios su antorcha apagada en este vecindario de golpeadores de pelotas de boxeo, cocineros de bares y guardas de almacén; por encima de botones con pocas propinas, policías y hombres disfrazados de mujeres con tacones altos que abandonan sus cuatro paredes por escaleras de incendio después de la medianoche y se pasean por esta ciudad tal vez demasiado libre.

--00000000—

Nueva York es una ciudad en movimiento. Artistas y “beatnicks” viven en Greenwich Village, donde se asentaron los negros al principio. Los negros viven en Harlem, donde un tiempo vivieron los judíos y los alemanes. Los ricos se han trasladado del lado oeste al este. Los portorriqueños se amontonan por doquier. Tan sólo los chinos se han estabilizado en su enclave alrededor del viejo ángulo de la calle Doyer.

Para algunas personas el mejor recuerdo de Nueva York es la sonrisa de la azafata aérea, o la paciencia de un dependiente de zapatería en la Quinta Avenida; para otros el olor a ajo detrás de una iglesia en la calle Mulberry representa a la ciudad, o un pequeño trozo de tierra donde puedan pelearse las pandillas juveniles o algún solar comprado o vendido por Zeckendorf.

Pero, salvo en las guías de la ciudad de Nueva York y de la Cámara de Comercio, la ciudad no es ningún festival veraniego. Para la mayoría de sus habitantes Nueva York es una ciudad de duro bregar, de demasiados automóviles y demasiada gente. La mayoría de las personas son anónimas, como los conductores de autobús, las limpiadoras y esos obscenos individuos que embadurnan los carteles publicitarios y nunca son cogidos “in fraganti”. Muchos neoyorquinos parecen tener sólo el nombre de pila, como los barberos, los porteros y los limpiabotas. Otros viven su existencia bajo nombre equivocado, como Jimmy Buns, que reside frente a la

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Central de Policía, en Centre Street. Cuando Jimmy Buns, cuyo verdadero apellido es Mancuso, era pequeño, los policías sentados enfrente le gritaban: “Eh, chico, ¿quieres ir a la esquina y traernos café y bollos (buns)?”. Jimmy siempre estaba dispuesto y en seguida empezaron a llamarle Jimmy Buns, o tan sólo Buns. Ahora Jimmy es un anciano, de pelo blanco, con una hija llamada Jeannie. Pero Jeannie nunca ha llevado su apellido; también ella es Jeannie Buns.

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Nueva York es la ciudad de Jim Torpey, que ha manejado los letreros luminosos de noticias en Times Square desde 1928 sin encender nunca una bombilla suya; y de George Bañón, el cronometrador oficial del Madison Square Garden, que, como un imperecedero reloj, ha medido los tiempos de 7 mil combates de boxeo y ha tocado el gong dos millones de veces. Es la ciudad de Michael McPadden, que está sentado frente a un micrófono en la caseta del ferrocarril subterráneo, cerca de los trenes de enlace en Times Square, gritando con una voz que ondula entre la inutilidad y la frustración: “Cuidado al salir; por favor, cuidado al salir”. Lanza este aviso quinientas veces al día, y algunas veces quisiera cambiar un poco sus palabras. Pero raramente lo intenta. Está convencido desde hace mucho tiempo de que su voz se pierde en el estruendo de las puertas que se cierran y los cuerpos que se empujan; antes de que se le haya ocurrido algo chistoso que decir ha llegado otro tren de Grand Central, y el señor McPadden vuelve a repetir (¡una vez más!): “Cuidado al salir, por favor, cuidado al salir”.

Cuando todos los clientes se han marchado de los almacenes Macy, diez perros Doberman negros empiezan a recorrer todas las dependencias para descubrir si alguien se ha quedado escondido debajo de los mostradores o entre los trajes colgados. Recorren los veinte pisos de los grandes almacenes, y están entrenados a subir escaleras de mano, saltar a través de los marcos de las ventanas, a saltar por encima de obstáculos y a ladrar ante cualquier cosa

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insólita: un radiador que pierde agua, una tubería de vapor rota, algo de humo o un ladrón. Si un caco intentara escaparse, los perros lo alcanzarían fácilmente, se meterían entre sus piernas y le harían caer. Sus ladridos han alertado a los guardas muchas veces por cosas de nimia importancia, pero nunca a causa de un ladrón: ninguno se ha atrevido a quedarse después del cierre desde que en 1952 llegaron los perros.

Nueva York es una ciudad en la que los grandes halcones de los acantilados se agarran a los rascacielos y de vez en cuando se tiran en picado para coger una paloma en Central Park, o Walt Street, o el río Hudson. Los ornitólogos aficionados han observado a estos halcones cuando dan lentas vueltas por encima de la ciudad. Los han visto apoyados encima de altos edificios, e incluso en las cercanías de Times Square. Cerca de una docena de estos halcones, cuyas alas alcanzan a veces un ancho de ochenta y cinco centímetros, patrullan la ciudad. Han pasado en vuelo rasante sobre unas mujeres en la terraza del hotel St. Regis, han atacado a un obrero que estaba arreglando chimeneas y, en agosto de 1947, dos halcones saltaron encima de dos señoras residentes en el Asilo para Judíos Ciegos de Nueva York. Los hombres encargados de las reparaciones de iglesia de Riverside han visto halcones comiéndose palomas en el campanario. Los halcones se quedan allí muy poco tiempo. Luego vuelan hacia el río, abandonando las cabezas de sus víctimas para que estos hombres las quiten. Cuando los halcones vuelven, vuelan sin hacer el menor ruido, sin que nadie se dé cuenta, como los gatos, las hormigas, el portero con metralla en la cabeza, el masajista de señoras y la mayoría de los extraños y asombrosos seres de esta ciudad fuera del tiempo.

2--NUEVA YORK, CIUDAD DE SERES ANÓNIMOS

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Nueva York es una ciudad de hombres sin rostro, sentados anónimamente en las taquillas del metro vendiendo billetes a gente apresurada. Cada día de la semana aparecen ante ellos más de cuatro millones de pasajeros. Los taquilleros no tienen cabeza, ni cara, ni personalidad: sólo dedos. Excepto cuando dan información, su vocabulario consiste generalmente en tres palabras: “¿Cuántos, por favor?”.

Sin embargo, bajo la Calle Catorce hay un taquillero, llamado William De Villis que se rebela abiertamente contra el anonimato. En una taquilla de la Octava Avenida ha pegado un cartel que dice:”Por favor, sonría. Este trabajo ya es demasiado penoso”.

Y la gente sonríe.

Da los buenos días a todo el mundo. Algunos neoyorquinos se quedan asombrados. Les anota instrucciones sobre los trenes en tiras de papel y hasta les presta billetes cuando olvidan el dinero. Y es muy locuaz. Cuando suena el teléfono, coge el auricular y dice: “Buenos días, al habla William F. de Villis pase número 216.680, empleado del Indepemdemt Branco of the New York Rapad Transist System, taquilla número 78, Calle Catorce y Octava Avenida. ¿En qué puedo ayudarle?”.

Como es un hombre que pasa ocho horas del día viendo a los neoyorquinos ir y venir, empujar, estrecharse y precipitarse hacia las puertas que se van cerrando, De Villas ha estado en condiciones no sólo de ver, sino también de comprender una vasta porción de la naturaleza humana en acción.

“Una de las cosas que he observado –dice—es que la mayoría de las personas tienen la costumbre de pasar cada mañana por un torniquete determinado y nunca por otro. He notado también que muchos compran tan sólo dos billetes a la vez. Y otros, que han

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gastado dinero en comprarse estuches para los billetes, cuando han utilizado uno, en seguida compran otro para sustituirlo.

El señor De Villis, que ha trabajado en la empresa del Ferrocarril Metropolitano desde 1939, considera que su campaña de la amistad ha tenido mucho éxito. Cada día, cuando los clientes leen el cartel, se marchan sonriendo, pero una vez en el tren desaparecen las sonrisas. Y se empujan y amontonan de nuevo; o buscan un posible asiento con mirada fría o se ocultan detrás de un periódico, o lanzan ojeadas a una chica guapa, preguntándose: “¿Cómo podría acercármele?”.

La había visto por primera vez en Lexington Avenue mientras ella cruzaba desde Bloomingdale y empezó a seguirla mientras bajaba por las escaleras del metro, pasaba luego por torniquete y se ponía a esperar en el andén entre una máquina de chicles y un gran cartel con un hombre que había encontrado trabajo gracias a un anuncio en el New Cork Times, sonriendo de oreja a oreja.

La chica tendría unos veinticinco años. Sus piernas eran largas y bronceadas, su cabello rubio era corto y echado hacia atrás negligentemente, probablemente con los dedos. Llevaba un sencillo traje amarillo y guantes blancos. No iba maquillada. Tenía un cuerpo delgado, anguloso y era el tipo sano que se ve a menudo en los almacenes Bloomingdale, de la zona este, o salir con la compra de tiendas de comestibles caras, o como pasajera del autobús de la Quinta Avenida volviendo a casa del trabajo. Esta clase de muchachas generalmente evitaban el metro, pero de vez en cuando aparecía alguna y, cuando esto sucedía, él la observaba.

También los demás hombres la estaban mirando. Probablemente ella se daba cuenta, pero se hacía la desentendida. Era parte del juego. Los hombres trataban de ser sutiles, paseaban casualmente por el andén, contemplando su imagen en el espejo de la máquina de chicles. A menudo los unos se daban cuenta de los otros y de vez

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en cuando se intercambiaban una sonrisita. Otras veces se creían intachables. Cuando el tren llegó, la siguió y la miró mientras ella se sentaba enfrente con las rodillas juntas, con las manos enguantadas en su regazo, y los ojos azules mirando de frente con inocencia.

El tren empezó a chirriar rápidamente en los rieles hacia la Quinta Avenida, mientras las luces del túnel resplandecían al pasar. Una señora gorda, con una bolsa de Macy, se tambaleaba como un remolcador; los ojos de los hombres espiaban por encima de los periódicos a la chica guapa. Ella no se atrevía a mirarlos (en el metro no se atrevía a cambiar su imagen de inocencia).

“Si sucediera algo –si fallara el tren, se apagaran las luces o la señora gorda se cayera—tal vez habría una excusa para hablar con esa diosa sentada enfrente”. Pero nada sucedió. El tren siguió su recorrido impecablemente, como hacen siempre los trenes cuando uno no quisiera. Se paró en la Quinta Avenida.

Luego en la Calle Cuarenta y Nueve.

Luego en la Cuarenta y Dos. De repente, la chica se puso de pie, agarrándose por un momento a un barrote, y desapareció… como todas las otras muchachas encantadoras y bonitas que había visto en Nueva Cork, con las que nunca había hablado y que probablemente no volvería a ver nunca más. --2-- Los 10 mil conductores de autobuses de Nueva York sortean diariamente el peor tránsito del mundo y son insultados por señoras ancianas, engañados por escolares en el pago de la tarifa, interceptados por los taxis, amenazados por los camiones; todo esto conduciendo con una mano y devolviendo el cambio con la otra, entregando billetes para una transferencia de línea, contestando a mil

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preguntas, arrancando con los discos verdes, procurando ir a la hora, evitando los baches en el suelo de Con Edison, implorando a los pasajeros para que se vayan hacia atrás, escuchando el incesante sonido del timbre y sufriendo de dolores en la espalda, de úlceras, de hemorroides y presas de un incontenible deseo de estrellar el autobús contra un muro y marcharse.

A pesar de la fatiga y de las penas, el conductor de autobuses de Nueva York se mantiene en general en el anonimato y pasa por la vida con tan sólo media cara visible en el espejo retrovisor. Nunca logrará el prestigio de los elegantes conductores de la Greyhound, que conducen como pilotos; o de los conductores suburbanos que se tutean con los clientes habituales y reciben regalos por Navidad; o de los choferes de autobuses alquilados, que llevan grupos de personas de excursión y generalmente son invitados a compartir la comida; o de los conductores de autobuses escolares que a veces llegan a dar algún que otro capón a sus pasajeros y no sufren las consecuencias, si el Consejo de Educación no es demasiado progresista.

El conductor de autobús de Nueva York es considerado como algo gratuito, y cuando levanta la vista hacia el retrovisor, puede ver a la “multitud de los centavos” que hace caso omiso de él. La puede ver mirando por las ventanillas, contemplándose los pies, o intentando leer el periódico de otro. Puede distinguir a un recadero que estudia un sobre que tiene entre manos y a una señora gorda con la bolsa de la compra que mira fijamente a un hombre sentado. Puede ver a los pasajeros de pie colgados de las correas como reses de matadero y puede llegar a odiarlos cuando rehúsan desplazarse después de haber repetido quejumbrosamente por enésima vez:

--Para atrás, por favor; hay sitio atrás.

No le hacen el menor caso y continuarán así hasta que él interfiera en su comodidad… dando un rápido frenazo, no contestando a una

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pregunta, o no deteniéndose en una parada mientras tocan el timbre. Día tras día los conductores siguen esta eterna rutina reiterativa y saben lo que pueden esperar –y cuándo—de los tres millones de pasajeros que viajan en los autobuses cada día de la semana.

A las seis de la mañana los choferes de autobuses recogen a telefonistas, enfermeras, empleados domésticos y de hoteles. A las siete le siguen los dependientes de tiendas, descargadores del puerto, ascensoristas y una variedad sin fin de otros lectores de periódicos que tienen que encontrarse en el puesto de trabajo antes de las ocho. Durante estas horas se oye constantemente el tintineo de las monedas cayendo en la máquina, porque estos pasajeros tempraneros, siendo también de la clase obrera, procuran facilitar las cosas al conductor llevando el dinero justo. El trabajo del chofer empieza a ser desagradable a partir de las ocho, cuando los estudiantes con sus libros debajo del brazo, entran en avalancha y se abren paso a codazos hasta los asientos.

A las nueve de la mañana el autobús se llena de secretarias y recepcionistas que huelen a perfume. A las diez llegan las secretarias ejecutivas (que trabajarán hasta las seis) y los burócratas que todavía no están en condiciones de gastarse el dinero en taxis. Y además las primeras oleadas de señoras que van de compras: la bete noir de los conductores.

“La señora que va de compras puede tener el monedero lleno de cambio y, sin embargo, me da un billete de cinco dólares –dice Barney O`Leary, que empezó como tranviario hace treinta y cuatro años y parece haber salido de las páginas de The Informer--. O a lo mejor va con una amiga y le dice: “Deja, Sofía, yo lo tengo”. Luego coge el guante con los dientes y va rebuscando entre las monedas mientras todo el mundo espera fuera bajo la lluvia.

“Cuando me detengo en una parada con mucha gente, es de cajón que la primera de la cola sea una señora con un paquete. En cuanto

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sube deposita el bulto en el suelo, busca en el bolso y, después de que le he devuelto el cambio, se le ocurre pedir un billete de transferencia de tres centavos. Tengo así dos transacciones con ella. Naturalmente, cuando pide la transferencia, lo hace en voz tan baja que casi no se la oye, pero si se enfada por alguna razón se la puede oír en todo el autobús.

“Las señoras son tan indeseables que los hombres ya no les ceden los asientos en los autobuses de Nueva York. Los hombres están sentados en la parte trasera del coche y hacen como que no ven a las mujeres de pie en el pasillo. Se acercan el periódico a la cara, o se sacan de un bolsillo un papel y empiezan a escribir algo como si se tratara de algún negocio importante. Los hombres tienen tanto afán en conservar sus asientos que a veces se pasan de parada”.

Para los conductores que logran aguantar, el empleo ofrece cierta seguridad y el salario medio es de 120 dólares a la semana, incluidas horas extraordinarias. Los choferes recorren unos cien kilómetros durante sus ocho horas de trabajo y recaudan cerca de cien dólares en pasajes. Tienen que rendir cuenta de cada centavo. Aunque hay algunos hombres de acero, como Barney O`Leary, que se pasan la existencia tratando de que la gente se vaya a la parte posterior del autobús, hay otros que, al cabo de diez o quince años, no pueden más y se pasan a trabajos menos fatigosos en las mismas compañías, como empleados en el cuidado del material o como mecánicos, por ejemplo. Y muchos de ellos están completamente satisfechos; incluso son muy amigables, lejos de la muchedumbre que los vuelve locos y del tintineo incesante, lejos de los embotellamientos y de las cartas de protestas, lejos de las malhumoradas señoras que van de compras y que creen ser dueñas del destino del conductor del autobús por la irrisoria cantidad de 15 centavos.

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Por la tarde, mientras miles de secretarias salen taconeando de las oficinas de Nueva York, otro ejército de mujeres se dispone a entrar en ellas. Desde el crepúsculo hasta la madrugada estas mujeres dominan aparentemente a Nueva York. Ocupan asientos en la Bolsa, presiden Consejos de Administración y amenazan con los puños a invisibles agentes de publicidad. Entran sin hacerse anunciar en las lujosas oficinas de poderosos hombres de negocios y pronuncian discursos silenciosos en los dictáfonos. Tienen encendidas las luces de los rascacielos toda la noche y sus siluetas armadas de escobas se vislumbran en las ventanas y recuerdan un aquelarre.

Así van y vienen por Nueva York estas 12 mil señoras de la limpieza sindicalizadas cuyas manos acarician miles de metros de suelo y silenciosos teléfonos, y quitan ligeramente el polvo de las fotografías de otras mujeres encima de los escritorios. A las seis de la mañana, 200 limpiadoras, con zapatos de tacón bajo y con bata de lona azul, se han deslizado rápidamente a través de las 3 mil habitaciones del Empire State, donde cada año encuentran en el suelo cerca de 5 mil dólares en billetes y monedas y a veces descubren amantes silenciosos detrás de los muebles. Las señoras devuelven concienzudamente el dinero y denuncian a las parejas. Un gesto ingrato en ambos casos.

A las siete y media de la mañana otras 350 han recorrido el Rockefeller Center, donde todos los papeles tirados son recogidos en cestos y guardados durante cuarenta y ocho horas en un almacén. También las aspiradoras son retenidas doce horas antes de ser vaciadas. Este sistema ha dado sus frutos, permitiendo recuperar polvo de oro de joyerías, anillos de brillantes y muchas gemas pequeñas.

A medianoche, miles de señoras más han recorrido los pisos de Wall Street llenos de papeles. Han tenido mucho cuidado en tirar sólo los que están en el suelo sin tocar para nada los que se encuentran encima de las mesas de trabajo. Muy a menudo algún

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ejecutivo deja a propósito trozos tentadores de papel medio colgando de un escritorio para comprobar el estricto cumplimiento de las reglas por las limpiadoras.

Las mujeres, en su mayoría ucranianas, checoslovacas o polacas, trabajan treinta y cinco horas a la semana y de entrada ganan 54,95 dólares. Trabajan para ayudar a mantener familias numerosas, para suplementar los alimentos que les pasa el marido divorciado o para marcharse de sus casas por la noche. A menudo mantienen en secreto su trabajo y dicen a los vecinos que tienen empleos nocturnos de oficinistas.

Algunas veces sus propios hijos saben tan poco acerca de las limpiadoras como aquellos desagradecidos fumadores empedernidos de 9 a 5 que llegan briosos por la mañana y proceden a llenar ceniceros, colmar los cestos de papeles y a remover polvo y suciedad para esas damas nocturnas de la brigada de los cubos.

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Cada viernes y sábado por la noche, algunos gitanos, vagabundos y carteristas sin lavar se encuentran entre las personas que convergen en el número 133 de la calle Allen para su visita semanal a los últimos baños públicos de Manhattan. Para ellos y para miles de otros pobres que son sus clientes, el baño público es una especie de Taj Mahal forrado de azulejos.

Todos llegan silenciosamente y se sientan con la cabeza baja en hileras de sillas hasta que son admitidos en una de las noventa duchas separadas. Si traen su jabón y su toalla no pagan nada. En caso contrario, tienen que abonar veinticinco centavos, de los cuales cinco les son devueltos si no roban la toalla.

Más de 130 mil personas se lavan en la casa de baños de la calle Allen, y entre ellas hay ex boxeadores, vagabundos con resaca, y

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algunas viejecitas marchitas que dicen haber sido en sus tiempos bailarinas de las Floradora Girls.

Se les conceden veinte minutos para ducharse. Cuando el tiempo ha pasado, los empleados tocan una alarma y empiezan a gritar por las brumosas salas de ducha hasta que todo el mundo ha salido y ha vuelto a la suciedad. --5--

Cada día en Nueva York 90 mil personas marcan el WE-61212 para enterarse del último boletín meteorológico; 70 mil marcan el ME-7-1212 para conocer la hora exacta, y 650 mil marcan el 411 porque no conocen el número al que quieren llamar. La telefonista tarda quizá quince segundos en encontrar el número requerido. Luego, después de haber buscado cerca de 130 números en una sesión de dos horas, se toma un descanso de quince minutos para fumarse un cigarrillo o tomarse un café. Incluso cuando no está trabajando, continúa enunciando y algunas veces quisiera dejar de pronunciar los números silabeando: cin-co si-e-te nu-e-ve Pero no es fácil.

Si la gente consultase la guía…Si la gente consultase la guía, su trabajo sería mucho más fácil, piensa ella al tirar su colilla para reiniciar en la centralita su tarea de buscar números telefónicos para los 4 millones de abonados de Nueva York y los psicópatas con fobia a la guía telefónica que necesitan números, que necesitan contestaciones, que se encuentran solos y quieren charlar, que quieren citarse con la telefonista y seducirla…

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Lo que no quieren es buscar los números en la guía telefónica de Manhattan, que tiene 780 mil nombres, 1830 páginas, que pesa más de dos kilos y es demasiado gorda para que la puedan romper en dos los alumnos de Charles Atlas y Vic Tanny, los cuales, de todos modos, dicen que están cansados del truco y parece que se preguntan: “¿A quién le hace falta?”.

¿Quién necesita 1.795.000 guías que se publican cada año?

Una cuarta parte de ellas se pierden, son destruidas o se les arrancan las páginas en Wall Street para ser lanzadas a la calle como confeti—junto con tiras de papel higiénico y cintas donde son transmitidas las cotizaciones del momento—al paso de los dignatarios o personajes a quienes se organizan paradas triunfales en el Broadway, hasta el Ayuntamiento. Las otras tres cuartas partes son retiradas por hombres que repasan sus páginas y encuentran cartas de amor, sellos, pólizas de seguros, corbatas, dinero. Luego las envían en una barcaza río arriba por el Hudson a una fábrica de cartonajes que las vuelve a encarnar en cartulinas para lavanderías de camisas de caballero, en cajas para huevos, tapas para libros y otros cachivaches para los habitantes de Nueva York que buscarán o no buscarán los números.

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--¿Limpia, señor? --¿Limpia, señor? --Eh, señor, ¿limpia?

Esto es lo que se oye continuamente en las aceras de Nueva York cuando brilla el sol y cuando los limpiabotas errantes se alinean como buitres en busca de clientes, a veces al acecho en las esquinas, a veces sentados en el borde de la acera, a veces moviéndose entre

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la gente y murmurando: “¿Limpia, limpia?”, como los vendedores de postales pornográficas.

En Nueva York hay 800 limpiabotas sin licencia que están asustados por la policía y que, teniendo que trabajar deprisa, es más probable que le llenen a uno los calcetines de betún que los 1.500 limpiabotas establecidos, que trabajan en tiendas, en hoteles y están sentados como reyes en altos sillones ornamentados.

Estos limpiabotas veteranos de categoría superior no son tan desconocidos como los de la calle, y alcanzan con frecuencia categoría, como David, el Rey de los Limpiabotas, que trabajaba frente al Tribunal del Bronx; o del difunto Biaggio Velluzzi, el limpiabotas del Lambs Club, conocido como Murph; o Charlie, el apasionado de los incendios, que participaba en el trabajo de los bomberos de la Engine Ladder Company 8; o James Rinaldi, el limpiabotas de las Naciones Unidas, que sabía decir “¿Limpia?” en veintiséis idiomas. Y algunas veces se convierten en personas tan distinguidas como Silo-hat Tony (Tony Chistera), el elegante limpiabotas de Broadway y Canal Street, que lanza miradas acusadoras a cada par de zapatos sucio que pasa y que, como en el caso de muchos tipos misteriosos de esta ciudad, se sospecha que es muy rico.

Es imposible calcular la media de lo que pueda ganar un limpiabotas por semana. En general se trata de un grupo muy reservado (cuando han terminado de limpiar los zapatos de un cliente lo anuncian con un golpecito en el tacón o en el tobillo del interesado, pero no levantan la cabeza, ni intentan conversar con el cliente).

De todos modos, la tarifa ha subido en Nueva York a 20 centavos en las estaciones de ferrocarril. Pero sigue siendo de 15 en muchos lugares. En la Calle Cuarenta y Nueve y Broadway hay un

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ambicioso adolescente que en su caja lleva escrito: “Limpia 5c, Tasa 20c—Total 25c”.

En conjunto, los limpiabotas de los hoteles están considerados como los más prósperos, logrando ganar de 60 a 80 dólares a la semana. Los turistas y los viajantes son sus víctimas más propicias, aunque muchos turistas se limpian el calzado con las toallas y las mantas de los hoteles. “Pero nos damos siempre cuenta de cuándo lo hacen—dice un limpiabotas del hotel Astor--. Las personas que se limpian los zapatos en el cuarto del hotel o en sus casas, generalmente los embadurnan de betún con exceso, y éste se puede notar apelotonado alrededor de la suela. Es una chapucería”.

Cuando en 1957, Albert Anastasia fue asesinado por unos matones mientras le estaban cortando el pelo en la barbería del hotel Sheraton, estaban presentes once personas (además de Anastasia): cinco barberos, otros dos clientes, una manicura, un mozo y dos limpiabotas. A los limpiabotas no les importaba mucho Anastasia, que se limpiaba personalmente sus zapatos, un hecho que no pasó desapercibido al reportero Meyer Berger. Al describir la escena para el Times a la mañana siguiente, Berger escribió:

“Anastasia entró en la barbería a eso de las diez y cuarto y… colgó su abrigo y se desabrochó la camisa blanca. Estaba vestido todo de marrón; zapatos marrones con una limpieza de aficionado, traje marrón…”

No es posible que los limpiabotas de Nueva York tengan lástima de gente como Anastasia. --7--

Cuando hace calor en Nueva York, las mujeres se pasean con trajes vaporosos, los coches deportivos están descapotados y de las ventanillas abiertas de los autobuses asoman hileras de codos que parecen aletas. Los adoradores del sol se tuestan en las terrazas de

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los hoteles y en los bancos de las orillas de los ríos, y los obreros de la construcción recorren con pasos cortos las altas vigas y llevan a veces camisetas y a veces van con el torso desnudo. El Central Park y la Quinta Avenida están llenos de personas que no tienen prisa. Caminan por la sombra. Reman lánguidamente en el lago del parque. Algunos intentan que los leones marinos despierten de su sueño y entren en el agua fría, pero no lo logran. En las ventanas de los barrios bajos se pueden ver mujeres de brazos gordos con los mentones apoyados en las manos, mirando a la gente que quema energías en la calle. En Greenwich Village los jugadores de bolos toman las cosas con calma. Los comercios anuncian trajes de quita y pon. Y en las tiendas de la vecindad los clientes hablan del calor intercambiando la consabida frase convencional:

--¿Qué, hace calor? --Desde luego. --¿Qué, hace calor? --Sí. --¿Qué, hace calor? --Sí, señor. --Sííí. --Sííí --Sííí.

Y así sin cesar, día tras día. La gente no tiene nada más que decirse. Nueva York, como ha dicho Hamilton Basso, es una ciudad de vecindarios en la que nadie tiene ningún vecino.

Si sucediera algo insólito… Tan sólo algo insólito, el muchacho podría hablar a la chica guapa en el metro… Si la gente quisiera buscar los números, entonces la telefonista podría fumar un cigarrillo y tomarse otro respiro… Si tan sólo…

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--8--A las dos y cuarenta y nueve minutos de la tarde del miércoles 12 de mayo de 1959, en una vasta zona de Manhattan se fue la luz y muchos barrios estuvieron a oscuras con los relojes parados, la cerveza caliente, la mantequilla derretida y las conversaciones íntimas a la luz de las velas en bares sin televisión. Fue estupendo. La gente tenía algo de qué hablar. Era posible tomarse un trago tranquilamente y cruzar la calle a pesar de imaginarios discos rojos. Inquilinos acostumbrados a los ascensores tuvieron que subir las escaleras a pie, para variar. Las personas se duchaban y se secaban en la sombra. Los hombres afeitaban barbas que no veían.

Sólo los ciegos no estaban atemorizados. A las tres y diez de la tarde, en el número 1.880 de Broadway, en el oscuro edificio del Asilo para Judíos Ciegos de Nueva York, 200 obreros invidentes, que conocían cada pulgada del lugar al tacto, guiaron a setenta obreros videntes por las escaleras hasta alcanzar las calle sin percances.

Pero al día siguiente volvió la luz. Los ciegos fueron olvidados en esta gran ciudad de conversaciones sobre el tiempo. Todo se podía prever, hasta que sucediera algo fuera de rutina: otro apagón, un incendio, tal vez un asesinato. ¡Un asesinato! Nada como un homicidio para sacudir al vecindario, aunque no fuese más que por unas horas.

Y hubo un asesinato en la soleada mañana del lunes 10 de agosto de 1959. Un ayudante del jefe de redacción, después de tomar su segunda taza de café y queriendo impresionar con su iniciativa a su inmediato superior, ojeaba los cables en su mesa de trabajo cuando encontró uno que decía: “BOLETÏN: Los habitantes de la parte baja del este están indignados por el atraco y la muerte de Philip

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Schickler, un amable propietario de un pequeño restaurante en el 207 East Broadway, de sesenta y cinco años…”

El ayudante envió en seguida un reportero a estas señas con instrucciones de describir el “colorido” de esta vecindad. Cuando el reportero llegó, vio agrupados solemnemente delante del restaurante a docenas de vecinos que escuchaban a una señora gorda y baja que decía:

--¿Tenían que matarlo? Les dio el dinero.

Ni ella ni nadie podía comprender la razón por la que alguien quisiera robar y asesinar al amable señor Schickler. Ésta era antes una comunidad pacífica, decía la mujer. La colada sigue colgada de la escalera contra incendios; todavía se venden trajes usados por tan poco como 2, 50 dólares; está bien claro que se trata de una comunidad judía de consumidores de whisky y “bagels” o roscos. Hay hombres barbudos que se aferran a la tradición; pero la tradición está siendo impugnada. Proyectos de casas populares están sustituyendo a las viviendas familiares y hay una afluencia constante de portorriqueños. Tales cambios crean conflictos y el conflicto llega a veces a extremos tales que se produce el robo y el asesinato. Y este 10 de agosto se había registrado el asesinato del propietario de un restaurante, llamado Schickler, que solía cobrar cinco centavos por el café y regalaba “bagels” a los que eran demasiado pobres para pagar.

Los cámaras de televisión y los reporteros habían invadido la manzana con focos y preguntas.

--¿Qué ha sucedido?

--¿Quién cree usted que lo ha hecho?

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Los vecinos, molestos por las preguntas de los extraños, sacudían la cabeza. Los reporteros y los cámaras subieron a la vivienda de encima del restaurante, encontrándose con los familiares del señor Schickler que lloraban, maldecían y decían: “Váyase, váyase”.

--¿Puede decir a nuestro público de la NBC-TV qué ha pasado, señor Greene?

Los camarógrafos y los reporteros los consolaban y les hablaban despacio y cortésmente, porque, de no hacerlo así, los familiares no hablarían y no se llegaría a tiempo para la primera edición, y no habría voces registradas en el lugar del suceso para insertar—entre la publicidad de unos cigarrillos con filtro—en las noticias de las 11.

Pero no consiguieron nada de los familiares y bajaron en seguida a la calle y citaron y grabaron las frases murmuradas por los judío—americanos, que decían:

--¿Tenían que matarlo?

--Philip Schickler, una persona tan amable.

--Tenemos que mudarnos… Este barrio…

--¿Qué ha pasado, señor Cooperman?

--¿Qué ha pasado, señorita Rosenbloom?

La señorita Rosenbloom dijo:

--Los portorriqueños empezaron a llegar aquí hace cerca de seis años, y he notado grandes cambios en este vecindario cuando los altavoces de los camiones de los políticos al pasar, en vez de hablar en yiddish, hablan en español, y…

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Los testigos dijeron a la policía que los atracadores eran portorriqueños, y el subjefe Edward Feeley, jefe de los detectives del East Side, asignó en seguida el caso a cincuenta de sus hombres, entre los cuales una docena hablaban en español.

Losa dirigentes portorriqueños estaban furiosos. Los asistentes sociales, que también odiaban este tipo de publicidad, negaron que existiera un “conflicto” en el barrio. ¿Cómo podía haberlo cuando ellos habían trabajado tanto para mezclar a los portorriqueños, los judíos, los italianos, los polacos, los irlandeses, los gitanos, los homosexuales en un conjunto armónico y feliz? Los asistentes sociales escribieron cartas airadas al subdirector del periódico, que las pasó al redactor jefe, el cual a su vez las entregó a su ayudante, que ahora hubiera preferido que la historia no se hubiese publicado en primera página, porque su empleo de 8. 500 dólares al año a la mañana siguiente, después de su segunda taza de café no le parecía tan seguro.

Al anochecer, los reporteros y los focos de la televisión ya no obstruían la acera del barrio. Los familiares del muerto fueron dejados a solas con su dolor. Al cabo de unos meses los asesinos fueron descubiertos y se hizo justicia. Los ejemplares de periódicos en donde se publicó la sensacional historia han terminado por envolver desperdicios y ser quemados para sumarse al total de basura registrado, de manera que el agente de prensa del Departamento de Sanidad pueda imprimir cifras impresionantes para apoyar la petición anual de su jefe al alcalde, reclamando más empleados.

Si ustedes vuelven hoy al número 200 de East Broadway nada recuerda al asesinato, salvo que el restaurante no se ha vuelto a abrir. No es que la gente se haya olvidado del hombre asesinado, pero prefieren hablar del tiempo… y preguntar:

--¿Qué, hace calor?

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3--NUEVA YORK, CIUDAD DE EXCÉNTRICOS

En Nueva York, en la Calle Setenta Este, hay un “paseador” profesional de perros, un psicólogo de gatos en el 141 de Lexington Avenue, y una señora insignificante que comparte su piso de la Calle Cuarenta y Seis con dos palomas con patas de palo. En Sutton Place, un hombre pesca anguilas desde su ventana del decimoctavo piso, y en el número 880 de la Quinta Avenida, una mujer se ocupa de investigar fantasmas y otros sucesos paranormales para la Sociedad Norteamericana de Investigación Psíquica. En distintos puntos de la ciudad hay clubs para tipos raros e incluso una vez al año se organiza un baile en un hotel en honor de los alcahuetes y ofrecido por las rameras.

En Nueva York suceden cosas que probablemente no suceden en ningún otro sitio.

Cada día hay personas que van a un estudio de psicodrama en la Calle Cincuenta y Ocho para injuriar, maldecir y chillar a dos modelos enmascarados apoyados en la pared; los modelos representan a los jefes, a los recaudadores de contribuciones, a los padres, a los esposos u otros tiranos con los que no tienen el valor de enfrentarse.

En Cartier se ve a una señora y a un caballero que examinan joyas. De pronto, él escoge una pulsera de diamantes, la compra y la coloca en la muñeca de la señora. Ella sonríe haciendo oscilar un llavero en el aire. Él se lo arranca de la mano y los dos salen juntos y desaparecen por la Quinta Avenida.

En el número 608 de la Calle Cuarenta y Ocho se puede alquilar un león por 250 dólares al día, y en el 410 de la Calle Cuarenta y Siete hay esqueletos auténticos por 35 dólares al día. En el número 155 de Lexington Avenue la Plumb Trading and Sales Company

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suministra cuentas a los indios, que a su vez las venden a los turistas, y una profesora de la New School da clases con frecuencia sobre “andar, estar de pie, estar sentados y estar echados”.

Una señora en Murray Hill se ha hecho enviar un barco destartalado de Florida y ahora lo tiene en el tejado de su casa. Cuando los vecinos le preguntan por qué guarda un viejo bote en el tejado, contesta sencillamente:

--Me gusta contemplarlo. En verano, un hombre extiende en su apartamento de una sola habitación las velas para secar y se va a dormir a un hotel. Cada mañana de calor una institutriz sueca, Eivor Bergstrom, deja la River House, se dirige hacia la Franklin D. Roosevelt Drive y se tiende en el paso de peatones para tomar el sol. Así es como logra relacionarse con la gente de Nueva York.

En Nueva York se puede encontrar gente de todas clases. Hay bares que tienen entre sus clientes a hombres que buscan mujeres, a mujeres que buscan hombres, a hombres que buscan hombres que parezcan mujeres o a mujeres que buscan mujeres que parezcan hombres. En Nueva York viven cerca de 5 mil prostitutas y 250 mil homosexuales. Cada año en la Calle 155, la noche del Día de Gracias, asisten al baile de Phil Black mil hombres con trajes de mujer muy caros y tacones altos. El señor Black, cuyo guardarropa incluye una docena de trajes de señora superelegantes, remata la fiesta entregando un premio a “la Reina del Baile”, el hombre que mejor actúa como mujer.

Nueva York es la gran ciudad de los comités. Hay un Comité de Estonia Libre, un Comité por una Sana Política Nuclear, un Comité de Esposas Francesas de Norteamericanos, un Comité para la Protección de los Dientes de Nuestros Hijos, para la Preservación del Arte Norteamericano, para Ayuda a los Estudiantes de Heidelberg, y para lograr Justicia para Morton Sobell –sin contar la

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Cooperativa para Giros Norteamericanos a Todo el Mundo, Inc. Nueva York es la ciudad favorita de Maya Deren, la gran autoridad en magia vudú, que vive en el número 61 de la calle Morton con diecinueve gatos y un marido, Teiji Ito, que toca treinta y nueve instrumentos musicales… casi siempre de noche. Es la ciudad de la esperanza para Billy Klenosky, un autor de canciones cuya obra maestra: “April in Siberia”, fue elegida “la Bomba del Mes” por la estación de radio WINS.

A algunas personas de Nueva York se les paga para ser amables; a otras para ser despreciadas. Larry Hamilton, uno de los más toscos vertebrados fuera del Zoo del Bronx, recibe 35 mil dólares al año para ser un luchador odioso. El ser detestado constantemente no es siempre fácil para Larry, pero él hace lo que puede. Cuatro noches por semana se dedica a meter los dedos en los ojos de sus adversarios, que son los predilectos del público, a retorcerles las orejas, a desbaratarles el pelo, a quitarles la caspa. Como todos los malvados, acaba siendo derrotado por el héroe, pero Larry nunca pierde con dignidad. Tuerce los labios, protesta con el juez; luego, dirigiendo la mirada al público del Madison Square Garden, enseña sus puños amenazadores. Los fans contestan ametrallándolo con frutos podridos, con botellas de whisky y de vez en cuando con alguna silla. Cuando la velada ha terminado, los ingenuos espectadores lo esperan a la salida para bombardearlo más. Pero él se abre camino a través de ellos, corre en busca de un taxi y pronto está de vuelta en el hotel Edward, de Broadway, para descansar hasta el día siguiente.

Nueva York es una ciudad loca, cautivadora y extremadamente insólita. Es la ciudad en que una señora de Pennsylvania viene periódicamente para reclutar clientes para su “Teatro Desnudo” veraniego, y donde cierto jefe de personal valora a los aspirantes a un empleo por la forma de sus cabezas. Es donde un payaso sin domicilio, Pathétique, se maquilla en el metro y donde un experto de publicidad, Stuart Bart, ha hecho fortuna sólo limpiando corbatas.

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En el Manhattan central hay una escuela para escritores de “gags” sin trabajo; en la zona oeste hay una escuela para aspirantes a danzarinas del vientre; en la zona este hay una escuela flotante: es el “John B. Brown”, un antiguo carguero de la serie Liberty en el muelle 22, que es usado para el entrenamiento de 300 estudiantes de las artes marineras y donde también dan clases de escuela secundaria.

En Brooklyn el bar Wigwam tiene como clientes casi exclusivamente a los obreros de la construcción indios. Hay manzanas enteras de Nueva York donde se venden prácticamente sólo joyas, otra en que se venden sólo flores y otra en que se venden sólo trajes de novia.

En Nueva York hay un sindicato de actores italianos y otro de masajistas de baños rusos, el único sindicato partidario de los “sweatshops” o talleres de explotación del sudor. (Juego de palabras. “Sweatshops” significa, literalmente, “tiendas de sudor”, y, figuradamente, tiendas o talleres de explotación). Parecen destinados a ser los últimos de su especie. La mayoría de los miembros del sindicato superan los setenta años y son sordos a causa del agua y de las temperaturas elevadas.

Hay mujeres en Nueva York que a veces se acercan a las ventanas con ropa interior azul, a veces con ropa interior blanca y a veces sin ropa interior. Nueva York es una ciudad de señoras ligeras de ropa en las ventanas. Y de “voyeurs” que las espían. Una mujer en la Calle Cuatro Oeste solía ser observada regularmente cuando en las noches calurosas se colocaba desnuda delante de la puerta abierta de su refrigerador… hasta que un día recibió por correo la fotografía suya en cueros tomada por un vecino. En Nueva York hay taxis acuáticos que llevan a los pasajeros a los buques que han perdido por llegar tarde, y en la Novena Avenida está la Lavandería Swift, que está al tanto de cada barco que llega.

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Cuando atracan en el puerto, allí están los hombres de Swift esperando recolectar toda la ropa sucia que traigan las tripulaciones.

Siempre que un boxeador en Nueva York es golpeado en la boca, en los dientes o recibe un cabezazo en las encías, el doctor Walter H. Jacobs empieza inmediatamente a preocuparse no por el púgil, sino por el protector bucal del boxeador. El doctor Jacobs fabrica estas defensas y nada le desasosiega más que ver a alguien que estropea su trabajo.

Nueva York es la ciudad de quince boxeadores enanos. Todos juntos caben en un ascensor del hotel Holland, seis pueden dormir en la misma cama, y ocho pueden viajar cómodamente en su coche conducido por un chofer. Nueva York es la ciudad donde Moshe Pumpernickell, un plañidero profesional, cobra por llorar en los entierros, y donde Nathan Groob colecciona banderas norteamericanas con cuarenta y ocho y cuarenta y nueve estrellas… pensando que algún día puedan llegar a ser piezas importantes para los coleccionistas. Cada primavera aparece en el Yankee Stadium un pequeño y extraño grupo de “fans” que colecciona las pelotas caídas fuera del terreno de juego; asisten a partidos no muy populares, para de este modo tener más sitio en las gradas y poder rescatar sin dificultad estas pelotas.

Nueva York puede ser una mezcla temporal de escenas irritantes y sonidos inesperados. Irritante puede ser la vista de un Alfa Romeo con placa MD (de médico) estacionado en doble fila frente al restaurante Colony; la alegría puede darla un negro que toca el piano en medio de la Calle Sesenta y Una. El negro está en éxtasis durante algunos momentos y los vecinos de las casas de fachada de arenisca se asoman para oírlo. Pero, desgraciadamente, tiene que interrumpir su concierto y seguir empujando el piano por una rampa hasta meterlo en un gigantesco camión de la Dard´s Van Company. Es empleado de mudanzas antes que musico.

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Nueva York es una ciudad esquizofrénica para la fascinadora modelo que posa en el vestíbulo del Waldorf al lado de un Cadillac, lleva un traje de Simonetta y joyas por valor de 100 mil dólares. Luego, a las cuatro de la tarde, se cambia rápidamente de ropa, coge un tren y se dirige apresuradamente a su piso de tres habitaciones en Queens, donde ha de preparar la cena para su familia. Nueva York es una ciudad eternamente sucia para los limpiadores de ventanas de las Naciones Unidas, y una ciudad de frustraciones para los directores de hoteles que no pueden evitar que centenares de ceniceros y de toallas sean robados por los huéspedes. Hay momentos en que parece que toda la ciudad de Nueva York es capaz de volverse loca o de estallar en tumultos.

El martes 20 de septiembre de 1960, cuando Kruschev, Castro y otros dirigentes extranjeros visitaron las Naciones Unidas, todo el mundo en Nueva York parecía enfadado con los demás. Los ucranianos organizaron manifestaciones contra la presencia de Kruschev. Este protestó contra la brutalidad de la policía; muchos de los policías estaban furiosos por tener que trabajar los días de fiesta judíos; los rabinos de Nueva York le echaron la culpa al comisario de policía Kennedy, que a su vez le echó la culpa a Kruschev. Fuera del edificio de la ONU los griegos insultaban a los albaneses, los nihilistas renegaban de los pacifistas, los estudiantes de la Guayana Británica despreciaban a Inglaterra, y un grupo de manifestantes cubanos anticastristas se paseaba de arriba abajo gritando: “¡Fidel-ista… Co-mun-ista!” Fuera del Waldorf, el personal del Catholic Worker se manifestaba con carteles en contra del congreso de la American Bank Association, y en la Calle Cincuenta y Una el chofer de un camión, cuyo nombre era Tom Horch, denunciaba a la Nacional Biscuit Company pidiendo más salario. Por toda la ciudad resonaban las sirenas, policías de paisano se asomaban como gárgolas a los aleros de los tejados, y los choferes de taxis insultaban indiscriminadamente a todo el mundo. En la Calle Cuarenta y Cuatro la señora Sylvia Graus, del número 25 de la Calle Setenta y

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Siete Este, llevaba un cartel que decía: “Norteamericanos, alerta: la guerra bacteriológica ha comenzado”.

--Sé que hay personas que ponen cosas en mi comida –explicaba ella a la gente en la calle--. Llevan intentando eliminarme desde 1956, pero yo sé cómo defenderme.

Luego desapareció entre la gente sin explicar cómo.

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Nueva York es una ciudad de 38 mil taxistas y 10 mil conductores de autobuses, pero de un solo chofer que tenga, a su vez, otro chofer. El opulento chofer es Roosevelt Zanders. Gana 100 mil dólares al año, es un caballero de gusto impecable y, aunque posee un Rolls Royce de 23 mil dólares, no mira por encima del hombro a sus amigos que solo tienen Bentleys. Por 150 dólares al día, Zanders se presta a llevar en su Rolls plareado a cualquiera y a cualquier sitio. Entre sus clientes hay diplomáticos, modelos que posan al lado del vehículo, y cada día recibe cables de todo el mundo pidiéndole que espere en el aeropuerto, en los muelles o a la entrada del hotel Plaza.

Los porteros de toda la zona este de Manhattan lo conocen, Los choferes de taxi lo saludan con bocinazos. Su Rolls interrumpe el tránsito. Dondequiera que vaya es advertido por los soñadores como él.

Roosevelt Zanders, nacido en la pobreza hace cuarenta y cinco años en Ohio, soñaba con el día en que poseería un gran coche. Trabajó en una botica, de encargado de un vestuario, en un hotel, e iba ahorrando dinero. Hace diez años tuvo lo suficiente para comprarse un Cadillac. Decidió hacerse chofer; un chofer de lujo que servía a los sueños y a los caprichos de personas que perseguían la elegancia. Su primera cliente fue Gertrude Lawrence. Ella le tomó

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simpatía y ponderó su eficacia y su atractivo con sus amistades. Otras celebridades también le alquilaron el coche en ocasiones especiales y, finalmente, llegó a poseer cinco Cadillac y un próspero servicio de alquiler.

Pero su sueño juvenil seguía sin realizarse. Quería un Rolls Royce con carrocería especial y hace tres años lo encargó. Hace dos años llegó. Estaba equipado con alfombras de piel en todo el piso, dos aparatos distintos de alta fidelidad, y un gato del tamaño de un luchador enano. Sin embargo, algunas veces por las noches está demasiado cansado para seguir conduciendo. Así que Bob Clarke, su chofer, le sustituye y el señor Zanders se relaja en el asiento posterior.

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Los tribunales de Foley Square en Nueva York cada día están llenos de un extraño grupo de espectadores cuya ubicuidad (y habilidad para encontrar asiento) les ha lanzado a una carrera de adivinanzas sobre lo que dictaminará el juez. Estos individuos son llamados “aficionados a los tribunales” (En LOS PERIODISTAS LITERARIOS, de Norman Sims, hay una crónica sobre esto) y se les puede ver cada día ir de sala en sala examinando a los jurados, sojuzgando a los abogados, citando disparatadamente a Cardozo y emitiendo dictámenes.

“Los “aficionados a los tribunales” somos jubilados que no tenemos nada que hacer –explicaba uno de ellos, de 77 años, llamado William Higgins--. Así que asistimos a los juicios. Es entretenido y educativo. Impide meternos en dificultades. Tan sólo un tonto va al cine; nosotros vamos a los juicios y vemos a los actores en carne y hueso”.

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Hay un centenar de asiduos en Foley Square. Muy a menudo se conocen entre sí, cenan juntos y son expertos en procedimientos. Pero los asiduos raramente van todos a la misma sala.

Unos aficionados prefieren las causas federales y no tienen nada que ver con los procesos ordinarios sobre casos de asesinato, violaciones y hurtos.

Otros son aficionados al tribunal Supremo y hay incluso subdivisiones de adictos a los procesos de divorcio, adictos a las vistas por accidentes, y por negligencia.

“Solía haber muchos aficionados a los casos de robos de vehículos –dice otro anciano observador--. Acostumbraban a ser casos muy buenos. Pero la oficina Federal de Investigaciones ha hecho limpieza y ya no hay más”.

Aparte de los interesados por ciertos tipos de casos, los hay seguidores de la labor de cierto abogado o de cierto juez. Dicen que van a oír al juez Sydney Sugarman por su elocuencia, a Irving R, Kaufman por su bonita voz de barítono y a Thomas F. Murphy por sus suspiros. El juez Mitchell J. Schweitzer tiene incluso una peña de aficionados, encabezada por Louis Schwartz, que tiene un asiento reservado en la sala del tribunal desde hace muchos años.

Tratándose de una clase privilegiada, los aficionados de los tribunales –que a veces son llamados “abogados de pasillos”—no dudan en imponer su influencia en tribunales supremos y ordinarios. Incluso han logrado alguna vez que el juez Ed Weinfeld cerrara la ventana, a pesar de ser conocido entre ellos como “el juez aire fresco”, por consiguiente abierto a las críticas de los que sólo quieren resguardarse del frío exterior.

Y la actividad nocturna de los aficionados, ¿cuál es? La contestación es sencilla: sesiones nocturnas de los tribunales.

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En la puerta del minúsculo despacho de Bernard A, Young en la Calle Cincuenta y Una, de Broadway, están registrados los nombres de catorce firmas sobre las que ejerce un poder absoluto… porque es su presidente, es miembro del consejo y es el único miembro. El señor Young admite que los catorce nombres de la puerta han despertado la curiosidad de muchos y las iras del cartero. “El cartero deja todo el correo dudoso en mi oficina—dice el señor Young--. Y generalmente acierta”.

La última empresa sobre la que el señor Young ha logrado hacerse con el dominio, después de una dura batalla contra los otros dos que habían oído hablar de ella, es la Bird Research Foundation, Ltda.. Se trata de una corporación que el señor Young inició con dos señoras aficionadas a los pájaros, y se dedica al cuidado de las aves enjauladas.

“La nuestra es una corporación sin ánimo de lucro—explica el señor Young, ex alumno de Harvard de 50 años, que tiene un largo historial de falta de ganancias--. Distribuimos información sobre el cuidado, el cobijo y la conservación de los pájaros en las casas, y nos desentendemos de las aves sueltas, de las que se ocupan las Sociedades Audubon, asi que…”.

Muchos de los nombres de la puerta del señor Young están tan sólo temporalmente. Cuando abandona un negocio cambia el nombre, y cada vez se gasta diez dólares para que sea borrado el viejo y sea escrito el nuevo. De las firmas normalmente escritas en su puerta, una docena son compañías de discos o de folletos de música, otra es un negocio de tarjetas de augurios y la otra es la de los pájaros.

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“No sé cómo puede llamarme –dijo--. Soy licenciado en Derecho, por la Universidad de Harvard, pero nunca he ejercido. Soy soltero. Soy un Phi Beta Kappa y me doctoré “magna cum laude”. He publicado folletos de música y he grabado discos, pero siempre me han gustado los pájaros. Yo soy un pájaro por derecho propio. Mi mayor pena es que los autores de canciones no sean pagados cada vez que se canten sus canciones. Los autores de canciones son como las aves. Consiguen sólo los restos y las migajas”.

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La guía telefónica de Manhattan tiene 780 mil nombres, de los cuales 3.277 son Smith, 2.811 son Brown, 2.446 son Williams, 2.073 son Cohen… y uno es Mike Krasilovsky. Quien dude de este dato no tiene nada más que mirar en la parte alta de la página 894 donde en letras negritas grandes está escrito: Hay sólo un Recordad a Hay sólo un Mike Krasilovsky Mike Mike Krasilovsky STerling 3-1990 STerling 3-1990 STerling 3-1990

Para ver de cerca al señor Krasilovsky hay que desplazarse a Brooklyn, al número 426 de la Avenida Lafayette, en donde dirige una empresa de transportes especializada en el desplazamiento de maquinaria pesada, cajas de caudales, grandes estatuas y pequeñas montañas. Emplea cuarenta y tres hombres expertos en levantar y colocar maquinaria; posee treinta y dos camiones, y, en la fachada de su edificio de dos pisos, ha colocado un letrero que dice: “Trasladamos cualquier cosa a cualquier sitio en cualquier momento”.

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El señor Krasilovsky es un hombre de aspecto viril, de cincuenta y ocho años, con el pelo muy corto, una cara redonda, brazos robustos y uñas sucias. --Puedo desarmar, transportar e instalar cualquier cosa, por muy grande, pequeña o complicada que sea, más deprisa que cualquier otro en Nueva York—dice con modestia el señor Krasilovsky. Y en seguida explica cómo trasladó la estatua de Thomas Jefferson, de doce toneladas de peso, desde Astoria a Washington; la estatua de ocho toneladas de George Washington desde Providence hasta Mount Vernon; una pila atómica al Hospital Mount Sinai; doce toneladas de campanas a la Grace Church; un árbol de Noel de dieciséis metros a Walt Street; y cuatro ordenadores Univacs a través de la ventana de un tercer piso en la remington Rand, a pesar de que algunos escépticos dijeran que era imposible hacerlo. El señor Krasilovsky empezó a aprender el negocio de desplazar maquinaria en Brooklyn, a la edad de nueve años, de un tío suyo muy listo, aunque analfabeto, llamado Samuel Krasilovsky, que firmaba con una “X”, pero que era conocido por sus amigos como Charlie. En aquel tiempo el tío Charlie, ayudado por su hermano David y, naturalmente, por su joven sobrino Mike, transportaba cajas de caudales en un carro tirado por un caballo. La firma era llamada oficialmente “S. Krasilovsky & Bro”. Los tres siguieron en sociedad durante unos veinte años, pero cuando David decidió que ingresaran en la firma sus dos hijos, Monroe y Harry, Mike puso objeciones. Y en 1939 se marchó, abriendo su propio negocio de transportes. Entonces su historia se complicó. Las dos firmas Krasilovsky empezaron a robarse clientes recíprocamente y a hacer propaganda una contra otra. Los clientes, confundidos, nunca sabían con qué Krasilovsky estaban tratando, o hablando, o protestando, o pagando. Así que, para dejar las cosas claras, Mike empezó a anunciarse en la guía telefónica: “Acordaos de Mike. Hay sólo un Mike Krasilovsky”.

Empezó también a escribir su nombre KrasiloUsky para encontrarse alfabéticamente antes que Krasilovsky & Bro en el listín telefónico.

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Más adelante, en 1957, entró en el negocio de transporte de maquinaria Milton el tercer hijo de David: un listo muchacho que había estudiado en el Brooklyn Collage y que decidió cambiar su nombre telefónico de Milton a Mick y también eliminar la V de su apellido: así que la firma se convirtió en “Mick Krasilosky” con lo cual no sólo se puso delante de Mike en la guía, sino que empezó a robarle muchos clientes. Esto puso a Mike furioso. Así que tomó en traspaso la “Atlas—York Safe Corp” y nuevamente se encontró en cabeza. Luego, uno de los primos de Milton tomó en traspaso la “Acme Safe Co.” Por lo que Mike inició la “Ace Trucking Co”. Seguidamente Marvin, el otro primo de Milton, tomó como nombre la “AAA Acme Krasilovsky Safe Co”. Nadie sabe cómo Mike consiguió ser el primero en la guía, aunque únicamente tuvo que pasarse a un servicio de contestaciones telefónicas, al 237 de la Primera Avenida, que se llama “A”. En cualquier caso, solamente en la página 894 ha logrado Mike tener registrado su teléfono dieciocho veces: como Krasilovsky Mike, KrasiloUsky Mike y Krasilovsky BROS., sin contar la Ace Trucking o la Atlas—York Safe Corp. El número de Milton aparece en la guía trece veces: como Krasilovsky Milton Inc., Krasilosky Mick, Krasilovsky D & S (por su padre David y el difunto tío Samuel, conocido como Charlie); y alternando las últimas cuatro letras de su apellido de –vsky a –osky, pero todavía no –usky. “Todas estas tonterías no han ayudado en absoluto al negocio –admite Milton Krasilovsky en su oficina de Green Street, en Brooklyn--. Los clientes prefieren dirigirse a sitios en donde haya menos confusión”. Mientras la mitad del clan de los Krasilovsky se pelea por el negocio de los transportes, la otra mitad se ha retirado del negocio por completo. Uno de los hijos de Mike se ha hecho abogado. Otro hijo está en Viena estudiando para sacerdote congregacionista. La hija de Mike, Phyllis Krasilovsky, se ha convertido en una famosa escritora de

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cuentos infantiles. La mujer de Mike, conferencista en la Nueva Escuela de Investigación Social, en Greenwich Village, ha adoptado el seudónimo de Harriet Krass. (El hermano de Mike, Monroe, también tiene una mujer que ha cambiado su nombre por el de Harriet Krass). Monroe II, el hijo de David, en gran parte responsable de la escisión de la dinastía de los Krasilovsky, se ha pasado desde hace tiempo a otras actividades. Su hermano Harry está parado. El padre, David, se ha retirado. Pero Mike Krasilovsky no se achica. Nada le molesta mientras en la guía telefónica de Nueva York haya sólo un Mike Krasilovsky.

--------PARA TENER EN CUENTA. ME RECUERDA EL PERSONAJE REAL DE LA PELÍCULA “BOLÍVAR SOY YO”--------

Con una capa colgando de sus hombros y una peluca en su cabeza calva, Henry W. Dubois ha logrado ganarse la vida en Nueva York representando el papel de George Washington. Lo ha estado haciendo en los últimos diecinueve años en fiestas benéficas, en escuelas, en iglesias, en clubs. Miles de personas le conocen como “Mr. Washington” y es así como a menudo recibe el correo en su casa de Washington Heights. Cerca de cuarenta veces al año alguna organización contrata al señor Dubois para hacer el papel de Washington. Unas veces en un mitin de The Christian Fellowship; otras veces en la Escuela Pública 115, o en la 83, o en el local de los Masones Veteranos de Guerra en el Extranjero. Ha repetido la plegaria de Washington docenas de veces en el Broadway Temple, en el Hospital de Rockland State y en

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todas las salas infantiles de los hospitales de la ciudad. En cualquier ocasión el señor Dubois es real y solemne, un hombre de significación histórica. El señor Dubois, con más de setenta años y poco propenso a andar con remilgos, admite haber fracasado como imitador de animales en los primeros tiempos de la radio. Recuerda que era un parado crónico, y que por fin aceptó un empleo como guarda de la capilla de San Pablo en la parte baja de la ciudad, donde una vez el propio Washington había participado en el culto. De repente, dijo el señor Dubois, toda su veneración infantil hacia Washington revivió. Empezó a repetir a sus amigos la plegaria de Washington (que había aprendido de memoria en la escuela). Y cuando le pidieron actuar en una ceremonia en el aniversario del nacimiento de Washington en la Iglesia Metodista de John Street, fue hombre feliz. “Tuve la impresión de que daba un significado místico a mi vida –explicó el señor Dubois--. Repetí la plegaria, y, de algún modo, sentí el espíritu del viejo George. Al terminar, el predicador me largó un dólar… allí estaba el retrato de Washington”. El señor Dubois compró a un actor amigo un uniforme colonial, pero, debido a su trabajo constante, logra con dificultad retirarlo de la tintorería a tiempo para el trabajo siguiente. Porque el actuar como Washington es un trabajo para todo el año: los servicios de Dubois son requeridos el Día de la Bandera, el Día de la Constitución y muchos otros días festivos. Rara vez descansa. Pero siempre tiene tiempo para visitar los hospitales por la noche. Allí intenta alegrar a los pacientes con sus sonidos que imitan a perros, a coches, a barcos y a aviones; los niños del Bellevue adoran sus imitaciones y lo aprecian mucho más que los de la radio de antaño. También le han apodado “Mr. Sunshine” (Señor Brillo Solar) y no tienen la menor idea de que para miles de habitantes de Nueva York él es el primer presidente de los Estados Unidos.

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Joe Barbagallo, barbero jefe de las Naciones Unidas, ha aprendido a coexistir felizmente con Oriente y Occidente siguiendo el sistema de no discutir, no esquilar y no hacer esperar. Algunos de los más eminentes diplomáticos del mundo juran por sus tijeras, se asombran de su rapidez y se relajan, confiados en su navaja. Han llamado desde Washington para coger hora y, ya en el sillón, rara vez le dicen cómo tiene que hacer el trabajo; el señor Barbagallo tampoco les dice cómo han de regentar las Naciones Unidas, así que le parece muy justo que no le digan cómo ha de cortar el pelo. Doce años en el oficio en las Naciones Unidas le han enseñado, entre otras cosas, que ordinariamente el pelo ha de ser cortado corto por encima de las orejas para los rusos, largo por delante y corto en la nuca para los franceses, largo en la nuca con patillas para los ingleses y, en fin, muy corto delante, de lado y atrás para los chinos. “Algunas personas dan instrucciones sobre cómo quieren que se les corte el pelo –ha reconocido el señor Barbagallo--, pero nueve veces sobre diez sus instrucciones son equivocadas. Yo les doy la razón, pero obro según mi criterio. Con cortar siempre menos de lo que el cliente me dice, es difícil que me equivoque”. Han contado entre sus incondicionales clientes a Trygve Lie (“tan sólo un repaso”); a Dag Hammarskjôld (“el pelo es muy ralo, vaya con mano ligera”); a Andrew W. Cordier (“corto en los lados y atrás”); al doctor Ralph J. Bunche (“un poquito alrededor”); a Henry Cabot Lodge (“repase ligeramente alrededor de las orejas, pero no demasiado corto”). Los temas políticos en general no son discutidos en las butacas del señor Barbagallo. Dado que quiere conservar su actitud de completo aislamiento, habla deliberadamente con los ingleses de cricket, con los norteamericanos exclusivamente del tiempo, y con los italianos sobre las mujeres. Cuando las Naciones Unidas iniciaron sus actividades en Lake Success, Joe Barbagallo, que trabajaba en Queens, solicitó el empleo y fue tomado a prueba. Nadie le ha quitado oficialmente lo de la prueba y él ha seguido trabajando todos estos años lo más

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desapercibido posible en su pequeña tienda del edificio del Secretariado. Uno de sus ayudantes es su hermano Gus. Gus corta el pelo de Joe y Joe corta el de Gus, pero ambos prefieren afeitarse solos. Nadie ha admirado la habilidad de Joe Barbagallo más que el ex ministro de Asuntos Extranjeros de Pakistán, Muhammed Zafrilla Khan, que a menudo telefoneaba desde Washington para pedir hora y llegaba en avión para cortarse el pelo. Hace unos años, durante una disputa sobre Cachemira, los periodistas espiaron al representante pakistaní que salía solapadamente de las Naciones Unidas. Pensaron que habría alguna noticia sensacional y empezaron a llamar a la delegación pakistaní. Pero la contestación fue: --Muhammed ha ido a que le repararan la barba. Es el único sitio donde se lo hacen bien.

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El hombre más alto de Nueva York, Edward Carmel, mide 1,45 metros, pesa 215 kilos, come como un caballo y vive en el Bronx. Sus nudillos son como pelotas de golf. Y cuando estrecha la mano, envuelve la muñeca de uno en carne templada. Paga 150 dólares por cada par de zapatos, 275 por cada traje hecho a la medida y duerme doblado en ángulo recto en una cama de 2,10 metros. En los cines, cuando no encuentra una localidad en primera fila que le permite extender sus piernas, se queda de pie en el fondo de la sala. Ha nacido hace veinticinco años en Tel Aviv, y al nacer pesaba casi siete kilos. A los once años medía un metro ochenta, a los catorce, 2,10 metros; a los dieciocho, 2,40 metros. --No recuerdo haber sido nunca más bajo que mi padre—dice. El padre del hombre más alto de Nueva York, un agente de seguros, mide un metro sesenta y cinco. Su madre un metro sesenta y dos. Pero su abuelo Emmanuel medía dos metros veinticinco y era llamado el Rabino más Alto del Mundo. Hasta ahora Ed Carmel se ha ganado la vida de seis maneras, aunque sus ganancias anuales, entre unas y otras, probablemente no

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llegan a los 20 mil dólares. Ha actuado en películas de monstruos, ha sido contratado como el Payaso Feliz, ha aparecido como luchador, ha prestado sus voz profunda para anuncios publicitarios, ha actuado en “El vaquero más alto del mundo” en el Madison Square Garden, para los Ringling Bros, y ha vendido fondos mutuos. Su oficina de Fondos Mutuos está en la Calle Cuarenta y Dos, a poca distancia del hotel donde suelen parar los luchadores enanos… con los que se ha encontrado sin pisarlos. En su última película, “La cabeza que no quería morir”, que no ganó ningún Oscar, Ed hacía el papel del hijo de Frankestein. En este film mordisqueaba el brazo de un doctor, lanzaba una chica medio desnuda encima de una mesa, quemaba una casa y hubiera hecho muchas más barrabasadas sino hubiese sido, como él dice, “una película de presupuesto limitado”. Hace un año—dijo—un empresario de lucha me contrató y en el acto me dieron el nombre de “Eliécer Har Carmel, Campeón Mundial de Lucha de Israel”. Nunca había luchado antes de convertirme en campeón. Lo único que me pedían era que apareciera en algunos espectáculos de lucha, que estrangulara al anunciador del ring, que actuara como un auténtico loco y que viera cómo los demás luchadores brincaban para evitarme. Así que actué algunas veces, pero nunca conseguí realizar un encuentro. Me he retirado invicto. Ed Carmel llegó con sus padres a América cuando tenía tres años y medio. --Mi infancia—explicó—ha sido muy dura. Era el blanco de todo género de burlas; en la escuela era reservado y solitario en casa. --Nunca he pegado a nadie –dijo--, a no ser que fuera atacado. Sabía que, si me enfadaba y le zurraba a alguien, ningún juez hubiera tenido indulgencia conmigo. Así que toda mi vida he sido objeto de burlas, ya sea de hombres bajitos borrachos, o de esos cobardes gamberros del metro que me insultan cuando están en grupo. Después de graduarse en la Taft High School en 1954, había frecuentado el City Collage, donde había actuado en el grupo de

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teatro, había escrito sobre deportes en el periódico del “campus”, había presentado su candidatura como vicepresidente de su clase, y había sido elegido. --Después de dos años en el City Collage de Nueva York, pensé que podía lanzarme al frío mundo y lograr un empleo como locutor o como actor—dijo--. Así que dejé la escuela, pero en todos los sitios donde me presentaba me preguntaban si tenía experiencia previa. Intenté que me dieran un papel en la comedia de Broadway “The tall store”, de la que era protagonista un jugador de baloncesto, pero era demasiado alto. El único empleo que pudo lograr en televisión fue para papeles de monstruo, y lo que tenía que hacer hasta ahora ha consistido en gruñir y rugir. Si encuentra algún consuelo en su vida, tal vez sea el convencimiento de que en Nueva York es mejor ser conspicuo que no serlo. --En Nueva York—dijo el Hombre Más Alto—tengo la sensación de que soy alguien. Cuando voy en el metro quiero dar sensación de prosperidad; no puedo salir sin ir bien vestido y llevar corbata. Sé que todo al que encuentre en Nueva York será atraído—o repelido—a causa de mi tamaño. El Hombre Más Alto de Nueva York tiene una sonrisa irónica, es extremadamente inteligente y posee un sentido del humor mojado en vitriolo. --Nueva York –siguió murmurando—es una ciudad excitante. Cada día representa un nuevo desafío, un paso más hacia la úlcera. En esta ciudad uno espera siempre recibir la visita de algún hijo de perra, pero no sucede nunca.

4--NUEVA YORK, CIUDAD DE PROFESIONESEXTRAÑAS Cada tarde, en Nueva York, un saxofonista más bien andrajoso, con sus mejillas infladas como una vela, toca “Danny Boy” en la acera, de forma tan triste y sensitiva que en seguida está la mitad del

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vecindario asomándose a las ventanas y tirándole monedas de cinco, de diez y de veinticinco centavos. Algunas terminan debajo de coches estacionados, pero consigue coger al vuelo la mayor parte. El saxofonista es un músico callejero llamado Joe Gabler; en los últimos treinta años ha dado serenatas en cada manzana de Nueva York y ha recogido a veces hasta 100 dólares en monedas. También ha sido el blanco de cubos de agua, de latas vacías de cerveza y ha sido perseguido por niños y perros salvajes. A veces, acompañado por su hermano Carl, un guitarrista delgado que suele oler a cerveza, Joe recorre una treintena de kilómetros al día, durante los siete días de la semana. Tanto Joe como Carl se han criado en la zona este y llegaron al tercer grado en la escuela primaria. Joe, más adelante, fue al reformatorio. Pero antes de cumplir los veinte años recorrían los bares tocando. --Desde entonces hemos viajado por las calles –dice Joe--. Carl toma nota de las calles donde pasamos cada día y nunca volvemos a la misma más de una vez al año. Siempre que vamos al distrito portorriqueño, en la zona oeste, tocamos música española y llevamos sombreros de paja. Hay una señora en la Calle Cuarenta y Nueve que nos da cinco dólares siempre que tocamos “When Irish eyes are smiling”. --¿Qué hacéis con todo el dinero?—le preguntaron a Joe. --Se va—contestó él. --¿Pensáis dejar alguna vez la calle para buscar empleo en alguna parte? --Hasta que muramos seguiremos en la calle—contestó en tono dramático Joe. --No tenemos más remedio –dijo Carl con calma.

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El estómago más fuerte del Departamento de Sanidad pertenece a dos hombrecitos que llevan el único “carro de caballos muertos”. Cada semana caen muertos en la ciudad un promedio de cuatro caballos y es tarea de Matthew Di Angelo y Philip Tortorici llevarse

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la carroña, como también la de cualquier otro animal muerto de los parques zoológicos, hipódromos o establos. Di Angelo y Tortorici recogen al año por término medio más de 200 caballos, 5º novillos, 30 corderos, 20n toros, 10 ciervos, 5 vacas, 2 burros y casi invariablemente un león, un elefante o un mono. En los últimos años fueron llamados para llevarse un hipopótamo de dos toneladas del Zoo de Prospect Park, para pescar una tortuga de cerca de quinientos kilos en la bahía de Bowery, y para retirar un tiburón de dos metros setenta que alguien había abandonado en Park Avenue, a la altura de la Calle 150, en el Bronx. --Nuestro trabajo es como el de los entierros en el ejército—explica el señor Tortorici--. Nadie lo quiere. Nadie lo quiere, posiblemente, salvo los señores Tortorici y Di Angelo, que se ofrecieron para el empleo y admiten que es más variado que la recogida de basuras y no obliga a andar tanto cuando se barren las calles. Estos Carontes del reino animal de Nueva Cork esperan cada mañana en el Departamento de Sanidad del Muelle 70, en la Calle Veintidós, en el East River, hasta que oyen la señal de tres campanadas que anuncia que un animal ha muerto en algún lugar de Nueva Cork. Un empleado del Departamento de Sanidad baja con la dirección y entonces Tortorici y Di Angelo suben a un camión equipado con cables y manivelas y se van. --Para las ovejas tenemos que llegar pronto, antes de que los gusanos las invadan –explica Tortorici--. Realmente, las ovejas muertas desprenden un olor horrible, mucho peor que los caballos. Las ovejas le quitan a uno el apetito. Después de amarrar las patas de atrás de los animales y subirlos al camión, se dirigen a la compañía de conversión de Van Iderstein en Long island City. A menudo recorren las Fifth Avenue y Park Avenue y ninguno de los peatones presta la menor atención al gran camión del Departamento de Sanidad, a pesar de que a su paso les llega algún tufillo. Los animales muertos son regalos de la ciudad de Nueva Cork a la Van Iserstein , que, además de usar sus pieles, convierte los huesos

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en cola y fertilizantes; los residuos de carne en pienso para gallinas y otros animales domésticos; incluso rescata las uñas de los cascos de los caballos. Aunque nadie podría calcular el valor al por mayor de un caballo muerto, los carniceros de Van Inserstein consideran el cansado rocín de un buhonero mucho más valioso. Bistec por bistec, que un veloz pura sangre de Belmont. --Conseguimos mucha más grasa del viejo caballo de un buhonero y esta grasa produce mucho más sebo—ha explicado un hombre de Van Iserstein--. Los caballos de carreras son demasiado delgados. Después de que Di Angelo y Tortorici han descargado su camión en la Van Iserstein, su vehículo es rociado con una sustancia perfumada. Los dos respiran hondo y sonríen. Luego suben a su camión y vuelven al muelle 70 oliendo como los representantes de desodorantes. ---000—

El viernes 15 de julio de 1960 fue un día típico en la ciudad de Nueva York. Siete nuevos carteles con el letrero “Se prohíbe ensuciar” fueron añadidos en Central Park. John T. Jackson fue nombrado vicepresidente encargado de proyectos de gestión en la Remington Rand y logró ver su retrato en la página 26 del Times. El Asilo de Ancianos y Enfermos Hebreos de Nueva York anunció haber heredado dos millones de dólares de Salomón Friedman, un mercader de algodón. Los almacenes de saldos John`s alquilaron un edificio en el número 184 de la Calle 231 Oeste, cerca de Broadway, a un cierto Louis Cella. La Fifth Avenue Coach Lines, Inc., hizo una demanda de 500 mil dólares por daños al sindicato de Michael J. Quill por una huelga de autobuses no autorizada. A las once y cuarto de la mañana, Joseph J. Marinello, de setenta y siete años, llegó velozmente a Times Square en su bicicleta, pidió un zumo de tomate y dijo: “Acabo de hacer más de mil kilómetros en esta bici”. (El empleado de la barra quedó muy impresionado). Penetró óxido nitroso a través de las máscaras antigás y aturdió a veinte bomberos en el incendio de un desván del piso doce en el 107—109 de la Calle

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Treinta y Ocho Oeste. A las ocho de la mañana estaban a más de 26 grados centígrados. Eleanor Steber cantó Il Trovatore en el Lewison Stadium y gustó a todo el mundo. Una limpiadora polaca quedó aprisionada en un ascensor de Wall Street durante cinco minutos en el piso 37. Antes de medianoche un coche se precipitó a una profundidad de doce metros en el East River con un hombre y una mujer dentro, después de recorrer a toda velocidad el muelle de Tiffany Street. Nadie volvió a verlos hasta que la noche del sábado 16 de julio un robusto buzo de alta mar, moviéndose en el cieno resbaladizo, encontró los cuerpos y puso un gancho en el parachoque posterior del automóvil para que fuera izado a la superficie.---CREO QUE AQUÍ DEBE IR UN ESPACIO EN BLANCO. LA HISTORIA QUE SIGUE, LA DEL BUZO, PARACE INDEPENDIENTE.

El buzo Barney Sweeney es el más fructífero rescatador de objetos de Nueva York. Durante veinte años ha explorado las profundas aguas de la ciudad en busca de cadáveres, armas homicidas, anillos de brillantes e incluso la dentadura postiza de un capitán de la Marina. Sus servicios han sido requeridos para desatascar el desagûe de un estanque del Zoo del Bronx, para liberar con llama oxhídrica una hélice a la que se habían enrollado unos cables y localizar el punto exacto donde se encontraba una carga caída desde un muelle. Su Nueva York no es la ciudad de los rascacielos; es el agua fría y tenebrosa a quince metros por debajo de la Estatua de la Libertad, a veintisiete metros bajo el Hell Gate, a cincuenta y cuatro metros bajo el Puente George Washington. Los caminos de su mundo son obstruidos por coches incrustados de percebes, motocicletas corroídas y llantas de desecho. En los Astilleros de la Armada de Brooklyn hay en el fondo del río un avión hundido; un barco de los Ingenieros Navales (con dos empleados a bordo) debajo del Hell Gate; una gruesa pieza de acero inoxidable en la bahía de Nueva York, cerca de la Calle Cincuenta y Siete de Brooklyn, de un valor de 6 mil dólares; y, a lo largo de Shelter Island, hay una sortija de brillantes de unos 25 mil dólares de

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valor. Barney Sweeney ha estado buscando este anillo durante una semana antes de rendirse y tampoco ha conseguido nunca acercarse suficientemente a la pieza de acero como para poderla enganchar. Se había hundido en el lodo y siempre que se le acerca se hunde un poco más. “Cuando las cosas se nos hunden, los buzos decimos que “Se han ido a China”. El Nueva York de Barney es un piso de fango y, generalmente, al andar se hunde en él hasta las rodillas. Cuando se encuentra abajo, difícilmente puede ver algo a medio metro de distancia, y cuando pasa por encima un remolcador que remueve aún más el lodo, Barney se queda temporalmente ciego. Así que tiene que andar a tientas. Sin embargo, todavía es capaz de hacer agudas observaciones sobre la conducta humana: sobre cómo mueren las personas. --El hombre que cayó con el coche en el muelle Tiffany estaba, según la policía, loco por su mujer—ha dicho Barney--. Bueno, cuando alcancé los cuerpos, encontré que él había cambiado de parecer exactamente antes de alcanzar el agua. Había intentado desesperadamente salir del automóvil. Noté señales de patinazo en el borde del muelle y él tenía la mitad del cuerpo fuera de la ventanilla. El coche estaba boca arriba, como siempre se quedan los automóviles cuando se posan en el fondo. Según Barney, sucede esto porque el peso del motor hace que el coche caiga de cabeza hasta abajo y luego, por inercia, el automóvil da media vuelta y queda con las cuatro ruedas hacia arriba. Había otros cuatro coches patas arriba en el mismo lugar de Tffany Street la noche del 16 de julio. Los examinó y por lo hundidos que estaban debían de llevar allí por lo menos ocho meses. --Creo que esta zona de Tiffany Street es el sitio apropiado para deshacerse de los automóviles –dijo--. La gente tira los coches allí para cobrar el seguro. Barney Sweeney, que tiene cuarenta y ocho años, pesa ciento ochenta kilos con su ropa de trabajo y cien kilos desnudo. Ordinariamente cobra 125 dólares al día, aunque a veces trabaja por un porcentaje sobre el valor de lo que se recupera; o también se

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sumerge bajo la condición de doble o nada: si rescata el objeto perdido, se le pagan 250 dólares; si no, nada. Logra una media de 150 días de trabajo al año, en gran parte por encargo del Departamento de Policía, las autoridades portuarias, estibadores o ciudadanos particulares. En tales trabajos ha rescatado una sortija de brillantes de 20 mil dólares que se le había caído a una señora desde un pesquero (ganó mil dólares) y toneladas de rocas de sulfato que se habían ido a pique cuando una barcaza había chocado contra un muelle de hormigón. También encontró la dentadura postiza superior de un capitán de barco que había caído en el East River (valía 165 dólares y Barney hizo el trabajo gratis). Dado que en el fondo hace muchísimo frío y el trabajo es agotador, Barney permanece bajo el agua sólo cerca de hora y media al día. Se sumerge desde un pequeño bote en donde su equipo formado por dos hombres se ocupa de las bombas de aire. Aparte de las anguilas y peces sucios, hay bien poca vida en la Nueva York de Barney. Por el teléfono que une el buzo con la superficie habla con su hijo Jack, un adolescente que a menudo le ayuda, igual que Barney solía hacer con su padre. --Mi padre murió accidentalmente durante un buceo—ha dicho Barney--. Se le paró el corazón. Desde luego, a su edad no tenía por qué estar abajo. Cuando le sacamos la última vez tenía setenta y dos años. Barney espera que su hijo no continúe la tradición familiar. --No estoy enviando a Jack a la universidad para que sea un buzo—dice. El verano pasado Jack trabajó parte del tiempo como ayudante de su padre y parte como empleado del Chase Manhattan Bank. Un día, cuando unos obreros estaban trabajando en los cimientos de un nuevo edificio, una barrena con punta de diamante se cayó en un pozo de setenta y cinco centímetros hasta una profundidad de treinta metros. Se llamó a Barney Sweeney. Pero Barney, que bebe ocho botellas de cerveza diarias—“estoy caliente en invierno y fresco en verano”—era demasiado gordo para el trabajo. Y el joven Jack no tenía bastante experiencia. Así que fue contratado un buzo flaco de

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una firma rival para recuperar la barrena. Fue una de las pocas veces en que en Nueva York los Sweeney no pudieron mantener la fe en su lema: “Vuestra pérdida es nuestra ganancia”.

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David Amerman, un hombre bajito y redondo que traba en un oscuro sótano en la zona baja este de Nueva York, es maestro constructor de carros de mano. Su difunto padre, al igual que su abuelo, fueron también constructores de carros de mano, y su habilidad artesana ha dado al apellido familiar una cierta categoría de Stradivarius entre los más exigentes de los traperos, de los vendedores de fruta y de bocadillos. --Mi abuelo Benny empezó haciendo en Rusia carros de mano con ejes de madera –dijo el señor Amerman--. Y mi padre los fabricaba en un sótano del 193 de la calle Houston. La gente cuando pasaba por allí le decía: “Eh, Max, ¿cuándo te irás de este sótano?” Y mi padre solía contestar: “Aquí es donde he empezado; aquí me quedo”. “Mi padre se hubiera avergonzado de entregar un trabajo mal hecho –siguió diciendo, mientras se apoyaba en un carro de mano junto al número 541 de la Calle Once--. Se quejaba a mi madre cuando mi hermano y yo hacíamos algo mal, y estaba siempre gritando: “¿Por qué no un clavo más?”. Y yo le decía: “papi, no te preocupes; cuando tu te hayas muerto, los carros de mano seguirán todavía vivos”. El señor Amerman se paró un momento, y luego añadió, con un toque entre dramático y sentimental: --Vaya hoy por la calle Bleeker y verá carros de mano que hizo mi padre hace cuarenta años. Los carros siguen vivos. Y vaya a la Avenida C, e incluso a Brooklyn, y verá el trabajo de mi padre; todavía en funciones… Dice que sus carros de mano viven por lo menos cuarenta años, y con ellos han sobrevivido generaciones de vendedores callejeros de los buenos y malos tiempos. Tarda dos semanas en cada carrito; se fabrica él mismo las ruedas de nogal americano. Vende un carro

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para bocadillos completamente equipado por 350 dólares, un carrito para fruta por 125, carros de traperos por 105, carros para tiendas de comestibles por 75. --Mi padre fabricaba carros de mano por 12 dólares cada uno durante la Depresión –dijo el señor Amerman--.Había entonces 8 mil carritos de mano en Nueva York. Pero cuando se marchó el alcalde La Guardia, las autoridades de la ciudad ordenaron que los buhoneros tenían que sacar licencia. Esto quería decir que estaban en continuo movimiento para evitar a los guardias. Debido a que nadie puede estar andando desde las siete de la mañana, muchos vendedores callejeros se han visto obligados a renunciar a esta actividad. El señor Amerman no se ha hecho rico con su arte, pero, como para sus antepasados, es para él cuestión de orgullo el hacer los mejores carros de mano de la ciudad. Su única pena, aunque no muy grande, es que sus hijos no estén interesados en la tradición.

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En alguna parte de Nueva York el aire vale cerca de un dólar por bocanada, el suelo se vende a 6.300 dólares el metro cuadrado, y un puesto determinado de bocadillos en la Calle treinta y Cuatro no se compra ni por un millón de dólares. Hay algunos hoteles en Nueva York que sin estar de moda como otros, valen más; de hecho, a través de toda la ciudad hay hoteles, edificios de oficinas, pedazos de tierra y trozos de aire que son piedras preciosas en el negocio de las inmobiliarias, no porque siempre lo sean, sino porque un vivaz hombrecito de Wall Street dice que es así. Ese hombre, Gordon I. Kyle, es considerado por la mayoría de los plutócratas y de los especuladores como la autoridad suprema cuando se trata de evaluar terrenos, solares o edificios, en particular edificios altos. Es esencialmente un tasador de rascacielos. Banqueros, constructores y aseguradores le pagan una pequeña fortuna para que esté en las aceras y mire a los rascacielos. A menudo se le toma por un turista. Pero él sabe tasar con el ojo avizor

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de un prestamista y, según William Zeckendorf, “Kyle no se ha equivocado nunca”. En el último dictamen del señor Kyle, el edificio de 59 pisos de la Pan Am, que en 1962 se levantó encima de la estación Grand Central, valdrá más del doble del Empire State con sus 102 pisos, que él en 1951 evaluó en 45 millones de dólares. Ha llegado a esta conclusión tan sólo al cabo de tres días de trabajo en el examen de los documentos de Pan Am y de los proyectos de la obra. A los constructores, Edwin S. Wolfson y unos socios ingleses, les pasó una factura de 50 mil dólares por su peritaje. Cuarenta años de experiencia respaldaban la evaluación del señor Kyle. Cuarenta años en los que él no ha dejado que nada descomponga su rutinaria exactitud. Estos tasadores no pueden desde luego equivocarse en sus cálculos. Los bancos y las sociedades de seguros dependen de ellos para una evaluación precisa de una propiedad antes de que sea comprada, vendida o hipotecada. Todos los grandes bancos de Nueva York y las compañías de seguros han requerido los servicios del señor Kyle. Por haberlo dicho él han llegado a conceder un préstamo de 60 millones de dólares a un cliente. Se dice que Gordon Kyle ha evaluado un 70 por ciento los edificios que en Maniatan se elevan veinte o más pisos. Entre ellos está el Empire State, el Chrysler y docenas de edificios de oficinas y hoteles, sin contar otros de distinto tipo, como el Carnegie Hall, la estación de Brooklyn`s Bush, los almacenes Saks en la Quinta Avenida, el Metropolitan Club, Grossinger`s, la Bolsa, la Cleveland Welding Plant, Knickerbocker Village y las caballerizas Belait, cerca de Baltimore, propiedad del difunto William Woodward, Jr. Años de largos paseos en Nueva York como cobrador de alquileres, una subsiguiente carrera como agente inmobiliario y, por fin, la presidencia de la Cruikshank Company y del New York Real Estate Borrad han ayudado a Gordon I. (“Jimmy”) Kyle a adquirir la experiencia que ahora le permite decir: “Conozco cada metro cuadrado de Maniatan” y “Hábleme de cualquier manzana y le diré lo que hay en ella”.

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También sabe cuánto valía cada metro cuadrado hace diez años y cuánto valdrá dentro de diez años. Sabe que el aire y la luz solar que flanquean determinado edificio de oficinas en la Quinta Avenida están garantizados porque el propietario paga anualmente 35 mil dólares por “derechos de aire” encima de un edificio más bajo al lado y ésta es también una garantía contra la posible edificación de otro rascacielos que quite la vista y desilusione a los inquilinos que pagan rentas elevadas por tener sol. Sabe que el solar del número 1 de Wall Street, donde está situada la Irving Trust Company, se ha vendido a 700 dólares el pie, y dice que éste es el terreno de más valor en Maniatan. La esquina más activa de Maniatan, según dice, está ocupada por el “puesto” de Nedick en la Calle Treinta y Cuatro y Broadway, por donde pasan diariamente 300 mil personas. Con asombroso conocimiento de estos hechos y de las inmobiliarias, el señor Kyle pudo evaluar el edificio de Pan Am cuando todavía no estaba construido. Los planos de los arquitectos enseñaban que tendría la superficie rentable más grande de Nueva York –doscientos sesenta y seis mil metros cuadrados--, que tendría 70 ascensores, 21 escaleras mecánicas y un espacio de trabajo para 25 mil personas. Dado que él había tasado anteriormente las cercanías de la estación Grand Central en repetidas ocasiones, era una cuestión muy sencilla evaluar el rascacielos todavía inexistente. Pero cuando el edificio que tiene que tasar existe, el señor Kyle suele siempre examinarlo desde el techo hasta el sótano. En acción y en apariencia se asemeja a un inspector general. Es un hombre bajo que anda siempre con los hombros echados para atrás y sacando el pecho, la barbilla levantada y con la cara ceñuda. Su nariz, un instrumento de punta muy fina, parece siempre dispuesta a husmear algún fallo; sus ojos azul pálido giran continuamente en el sentido de las agujas de un reloj cuando está mirando un rascacielos. Su manera de ser es directa, sus palabras pocas, pero justas. --¿Cuántas plazas hay aquí?—preguntó recientemente al director de un hotel de Manhattan, mientras se encontraban en el restaurante principal. --Mil doscientas cuarenta y cuatro—contestó el hombre.

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--¿Toman la calefacción del metro? --Sí, vapor. --Quisiera ver un par de dormitorios—dijo el señor Kyle. --Sí, señor. --¿No tienen ustedes ascensores automáticos?—preguntó mientras subían. --No, señor—contestó el otro mientras le hacía pasar a una habitación. --¿Esos cuartos, ¿son los más baratos? --Sí. --¿Son para indeseables? --No, señor, ¿por qué? --Poca luz –contestó Kyle. El hotelero se encogió de hombros. Kyle seguía tomando notas, --¿están completos?—preguntó seguidamente Kyle. --Tenemos un 78 por ciento de ocupantes –contestó el director--. En verano bajamos a un 55 o 60 por ciento. Los ojos de Kyle examinaron los muebles, miró luego desde las ventanas, observó el enlosado del cuarto de baño y luego se fijó en el piso. --¿Esta alfombra es del tipo corriente? --Estoy seguro de que no –contestó el otro. Al salir, Kyle pasó una mano por la pared para determinar si el papel de tapicería era del tipo barato o del caro. Luego fueron a la habitación 1701. --Bastante nueva, pero no veo ningún aparato de televisión –observó Kyle. --Esta es una habitación individual de ocho dólares –explicó el hombre. --Necesita ser pintada –dijo Kyle. Kyle tomó algunas notas más, luego pasó el dedo por detrás de la puerta para ver si había polvo. A los cinco minutos de haberse despedido del director, Kyle estaba vagando por el terrado y luego habló con los encargados de los ascensores, que suelen ser grandes fuentes de información, especialmente cuando tiene que tasar casas

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de pisos o edificios de oficinas. El ascensorista está enterado de los últimos chismorreos, sabe cuántas habitaciones están vacías, conoce las posibilidades económicas de los inquilinos, cuánto beben los encargados y fragmentos de información que van recogiendo porque delante de ellos la gente habla libremente. En el terrado, Kyle examinó el papel alquitranado, las láminas de cobre, los ladrillos. Luego hincó una uña entre los ladrillos para ver si el cemento era débil, desgastado o permeable a la lluvia. --Si hay goteras –explicó—hay siempre disgustos con los inquilinos. Examinó seguidamente con cuidado la unidad acondicionadora de aire, la golpeó con el puño y tomó más notas. --Es muy importante inspeccionar estos edificios personalmente –dijo--. Se tienen nuevas impresiones y se advierten deficiencias y factores negativos. Primero se visita el lugar con el dueño o el director, y se continúa luego por cuenta propia. En general, los propietarios dan toda clase de facilidades; tienen el deseo de agradar. Si tuviera la impresión de que son, digámoslo así, reservados, empezaría a examinar todo con más detenimiento. Naturalmente, muchas veces se me dan cifras incorrectas sobre los costes de mantenimiento y las rentas. O anteponen a las cifras un “aproximadamente”. Esto puede significar cualquier cosa. Pero yo conozco el valor del espacio. Y conozco los alquileres –añadió con énfasis. Bajó del terrado, examinando sobre la marcha habitaciones y oficinas. Cuanto más bajaba, el terreno que pisaba se iba haciendo menos caro; los pisos superiores, algunas veces del valor de cincuenta y ocho dólares el metro cuadrado, son invariablemente más caros que los pisos bajos, porque ofrecen más luz y aire. --Ahora todo el mundo compra luz y aire –dijo el señor Kyle. Dos horas después llegaba al sótano, donde, bajo las miradas sospechosas del encargado, examinó las tuberías y el sistema de calefacción. Luego se dirigió a la calle, cruzó Park Avenue, donde el metro cuadrado vale entre mil ochocientos y dos mil doscientos dólares; luego a la Quinta Avenida, donde el metro cuadrado cuesta

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de 2.700 dólares para arriba. Explicó que la Quinta Avenida valía más que Park, porque los túneles del metro eliminaban los sótanos, y el ruido de los trenes de Grand Central se podía oír a menudo en muchos sitios de Park Avenue. Una hora más tarde, el señor Kyle había vuelto a su despacho del número 45 de Wall Street y examinaba las hojas desparramadas en su escritorio. Los teléfonos sonaban sin parar, con llamadas locales y conferencias, desde fuera, de banqueros y constructores que pedían a Kyle ver esto o aquello. En este momento, William Zeckendorf, acomodado en el lujoso ático de Weeb & Knapp, estaba ordenando a gritos a su secretaria que le pusiera en comunicación con Kyle. La encargada de la centralita en Wall Street dijo: --El señor Kyle está comunicando. --¿Tardará mucho?—preguntó Zeckendorf. --No lo sé –contestó la chica. --Mire a ver si lo averigua—pidió Zeckendorf. Un minuto después Kyle estaba al aparato. --Diga. --¿Jimmy? --Sí, Bill. --¿Cómo está hoy tu cerebro? --Cada vez más débil, Bill. --Bueno, mira, Jimmy, habrás leído en los periódicos lo del Astor… Quisiera saber si puedes darle un vistazo… --Bill, lo haré, pero mañana tengo estos inmobiliarios… --Que se los lleve el diablo –dijo Zeckendorf. --Lo haré después –dijo Kyle con mayor firmeza. --Está bien, chico –contestó Zeckendorf más suavemente. --¿Estarás allí mañana? --¿Por qué no? --Hasta la vista, entonces –saludó Kyle. --De acuerdo, chico. (Clic). Estas conversaciones entre poderosos hombres de agencias inmobiliarias y Kyle son típicamente informales. Y cuando Kyle les

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da a conocer la cifra de su evaluación, ordinariamente no se la discuten; aunque a veces uno o dos refunfuñan que el edificio vale más (particularmente si lo quieren vender) o menos (si lo piensan comprar). Pero Kyle no da su brazo a torcer. --No es conveniente en este negocio –explica--. No se puede hacer lo que la gente pide. Yo puedo probar todo lo que he firmado. Me hago la idea de que cada una de mis tasaciones es una declaración jurada delante de un tribunal. Gran parte de la competencia del señor Kyle se creó en sus días de cobrador de alquileres, un trabajo que asumió al ser licenciado del ejército y después de haber dejado la Wesleyan University, en Middletown, Connecticut. Cobraba alquileres para la United Cigar Company, entonces propietaria de muchísimos inmuebles en Nueva York. --Poseían casi todas las esquinas más importantes de la ciudad –recuerda Kyle--. Y yo, durante dos años, subí y bajé a oscuros recibidores de casas pobres y a sótanos polvorientos, con los bolsillos llenos de dinero. Las personas que pagaban las rentas más bajas guardaban a menudo el dinero en botellas de leche. Una vez, después de haber cobrado el alquiler a un hombre furioso, me dio una patada en el trasero cuando estaba bajando la escalera. Nunca lo olvidaré. Yo no era más que un chiquillo, pero esos años fueron los más importantes de mi vida. Me enseñaron, sin que yo me diera cuenta, el valor del espacio. En 1921 abandonó el cobro de alquileres para abrir su propia oficina de corretaje y de evaluación. A principio de los años treinta fue contratado por el superintendente de Bancos del estado de Nueva York para tasar las propiedades inmobiliarias de los Bancos en todo el estado. En 1936 se incorporó a la Cruikshank Company, y hace dos años fue elegido su presidente. Cobra entre 15 mil y 20 mil dólares por evaluar un rascacielos, y generalmente no tarda más de una semana en cada uno. En 1951 tardó dos semanas en recorrer de arriba abajo el Empire State Building antes de su venta, y pasó una cuenta de 25 mil dólares. Los 50 mil que cobró por la tasación del Pan Am se cree que es la retribución más elevada que se haya

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pagado nunca a un tasador; un precio tanto más asombroso cuanto el edificio no existía todavía. --Me encuentro—dice el señor Kyle fumando un pitillo con filtro—en una profesión altamente especializada y lucrativa.

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Una mujer gorda, con una bolsa de Macy en una mano y su hijo en la otra, estaba esperando con impaciencia en el mostrador de Nedick. Miró a su hijo y le preguntó: --¿Qué quieres tomar, Maa-vin? --Una hamburguesa. --Toma uno de salchichas –dijo ella. --Quiero una hamburguesa –chilló el nene. La señora le golpeó en la cabeza con la bolsa y él empezó a dar gritos, pero ella repitió: --Toma un bocadillo de salchichas. Marvin tomó el bocadillo de salchichas. Nadie en Nedick le hizo el menor caso; estaban todos demasiado ocupados en comer y, además, este género de incidentes se registra casi todos los días en el “puesto” de Nedick en la Calle Treinta y Cuatro, el puesto de salchichas más activo del mundo. Como había señalado el señor Kyle, cada día pasan por allí 300 mil personas. Y 8 mil de ellas entran (o son empujadas) en Nedick durante cerca de cuatro minutos para engullir una media diaria de 700 hamburguesas, 1.000 tasas de café, 5 mil bocadillos de salchichas y 5.500 naranjadas. Nedick ocupa tan sólo 110 metros cuadrados de espacio y está arrimado a una esquina de los almacenes R. H. Macy. --Pero nosotros siempre decimos que Macy está al lado de Nedick—dice el presidente Lewis H. Phillips. El “puesto” de salchichas ha crecido en esa esquina desde 1947. Factura anualmente cerca de 400 mil dólares con las naranjadas a 10 centavos, los bocadillos de salchicha a 20 y las hamburguesas a 40. Día y noche la registradora tintinea, las hamburguesas se asan

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encima de planchas calientes, la naranjada fluye en los vasos y el aire está lleno de tocino chirriante y de confusa tensión, con fragmentos relampagueantes de breves diálogos entre empleados y clientes. --¿Sí, señorita? --Una hamburguesa –dice la cliente. --¡Hamburguesa! –grita la camarera al cocinero. --¡Aquí está! –contesta él gritando. --¡Vasos! –anuncia a la camarera el que los lava. Sin ninguna excepción, los otros 84 locales de Nedick –59 de los cuales están en Manhattan—son más pacíficos. --Tenemos que conseguir que la gente entre y salga del Nedick de la Calle Treinta y Cuatro en menos de cuatro minutos; si no, perdemos dinero –explica el señor Phillips, que de pequeño empleado ha llegado a la presidencia--.Esta es la razón por la que no tenemos taburetes. Si los tuviéramos, muchos encenderían un cigarrillo y se entretendrían demasiado tiempo. En verano, en la Calle Treinta y Cuatro dejamos de servir café a las diez y media de la mañana, porque tardan demasiado en beberlo. Antes teníamos un ejecutivo que quería añadir a la lista ensalada de fruta y emparedados de queso, pero yo sabía que los clientes tardarían cerca de catorce minutos en comerlos. Dije que no. Se ha calculado que si un parroquiano fumaba un cigarrillo en el Nedick de la Calle Treinta y Cuatro, la empresa perdería 2 dólares de los ingresos totales. Se cree que Nedick paga anualmente de renta 95 mil dólares por el pequeño local de la esquina y, con los salarios y otros gastos, tiene que vender 1.000 bocadillos de salchichas y naranjadas para no perder. Todos estos alimentos son colocados en un mostrador de dieciocho metros de largo, y tan sólo treinta y una personas pueden apretujarse al mismo tiempo. Detrás del mostrador, los veintiséis empleados de Nedick se evitan con habilidad, recogen monedas, dan vueltas a las hamburguesas, pinchan salchichas y echan naranjada en los grandes recipientes rodeados de hielo. La famosa bebida tiene un 20 por ciento de naranja mezclado con agua, limón y azúcar.

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De vez en cuando los empleados reciben la visita del señor Phillips, que es considerado el rey del negocio de la comida rápida y un hombre siempre dispuesto a dar a sus amigos una tarjeta que dice: “Un bocadillo y una bebida (Gratis). L. H. Phillips”. --Cuando entro en uno de mis establecimientos, toda mi gente sabe que yo he empezado como empleado a 18 dólares la semana, preparando salchichas en la esquina de la Calle Veintisiete y Broadway –dice el señor Phillips chupando un puro--. He progresado por el camino difícil. Nada de familia o amigos. Empecé poniendo por escrito algunas sugerencias acerca de cómo se podría lograr un servicio más rápido en Nedick. Por ejemplo, se me ocurrió la idea de tener el concentrado de naranja en recipientes de litro, con lo cual se eliminaban las latas de cuatro litros, que presentaban serios problemas de almacenaje y de eliminación, sin contar con que los empleados se cortaban a menudo los dedos al abrirlas. También se me ocurrió empaquetar los bocadillos de salchicha en cajas plegables de cartón. Y he tenido muchas ideas de las que ahora no me acuerdo. Pero le diré una cosa: si hubiese sido presidente de esto hace quince o veinte años, no habría hoy en Nueva York “Chock Full o´Nuts” (otra cadena de restaurantes para gente con prisa). Aunque gran parte de los agitados clientes no lo sabe, el local ocupa un estrecho edificio antiguo de cinco pisos. Nedick usa tan sólo los dos primeros: el segundo tiene armarios metálicos para los empleados y una pequeña oficina para el gerente, Thomas F. Magee. Los otros tres pisos están vacíos y no son usados para nada. El viejo edificio ha sido motivo de pelea entre la familia Smith, que es la propietaria y lo alquila a Nedick, y la familia Straus, propietarios de Macy. La discordia en los Smith y los Straus se remonta a más de cincuenta años atrás, cuando un comerciante de tejidos, Robert S. Smith, tenía unos almacenes en la Calle Catorce Oeste, al lado de Macy. Era una competencia de la que no se excluían los golpes. El señor Smith a veces colocaba un cartel que decía: Anexo o entrada principal. Y muchos clientes de Macy eran así atraídos por error a la tienda de Smith.

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Cuando los almacenes Macy decidieron mudarse más arriba, en la Calle Treinta y Cuatro, el señor Smith, como también otros comerciantes de la Calle Catorce, se dieron cuenta de que el vecindario perdería mucha afluencia de clientes. Macy, mientras tanto, estaba tratando en secreto de comprar todos los solares de la manzana de la Calle Treinta y Cuatro para poder construir sus grandes almacenes. Sin embargo, había una pequeña parcela que se resistió a los esfuerzos de Macy –la de la esquina, propiedad de un sacerdote, Alfred Duane Pell, que en esos momentos viajaba por España y había rehusado aceptar los 250 mil dólares ofrecidos por Macy hasta volver a los Estados Unidos. En cuanto regresó, Smith le ofreció 375 mil dólares por la propiedad de la esquina. Todavía no están claros los motivos precisos de Smith; la versión de Macy es que se trató de una maniobra para fastidiar, mientras los herederos del señor Smith dicen que fue tan sólo un intento de ir con los tiempos. En todo caso, el reverendo Pell aceptó el ofrecimiento de los 375 mil dólares del señor Smith, que los Straus rehusaron igualar. Los Straus procedieron a construir el gran edificio alrededor de la reducida parcela. El sitio era demasiado pequeño para que Smith pudiera edificar una tienda de tejidos, así que alquiló la vieja casa de Pell a distintos inquilinos, hasta que en 1947 llegó Nedick, que convirtió la planta baja en un lucrativo puesto de bocadillos. Además de lo que cobran por el alquiler de Nedick, los herederos de Smith imponen un pago sustancioso a Macy por el privilegio de colgar un letrero publicitario en los pisos superiores del viejo edificio. --Ganamos dinero con esa parcela—dijo Robert Smith Kiliper, tesorero de la empresa familiar de los Smith--. Y queda como una especie de monumento al abuelo. Algunas veces he acariciado también la idea de alquilar ese gran letrero a Gimbel—añadió con una sonrisa irónica, en consonancia con las tradicionales relaciones Smith-Straus--. Así que no se sorprenda usted si un día, al mirar para arriba, ve allí un letrero de Gimbel. No se sorprenda usted. ---000---

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Cada mañana temprano, un caballero de baja estatura con corbata de pajarita se dirige presuroso al depósito de los trenes de mercancías y empieza a husmear vagones cargados de heno con la atención (y las cejas levantadas) de un meticuloso probador de té. John Muhlhan husmea el heno durante horas, y es considerado uno de los máximos expertos del país en heno para caballos. Lo extraño es que ha estado vendiendo heno en el corazón de la Calle Cuarenta y Dos durante cuarenta y cinco años y casi ninguno de sus vecinos se ha dado cuenta de ello. Por otro lado, el señor Muhlhan no comprende que pueda parecer raro el que un mercader de heno prospere en Madison Avenue. --Tengo mis oficinas en la Calle Cuarenta y Dos y Madison porque es conveniente –dice--. Verá usted: desde aquí puedo trasladarme fácilmente en tren, en metro o en taxi a los muelles de Brooklyn, al río Hudson, o a cualquier otro lugar donde llega el heno en barcazas o en trenes. Cuando llega el heno el señor Muhlhan se inclina sobre él e inhala. “Sin siquiera abrir las puertas del vagón de mercancías puedo decir si el heno es bueno o malo”, dice. Importa cerca de 500 toneladas de heno por semana desde Michigan, Ohio y desde el norte del estado de Nueva York y, después de husmearlo y dar su visto bueno, lo vende a comerciantes al por menor en la ciudad y en todo el país. El heno será suministrado más tarde a caballos de carreras, caballos de la policía y varias castas de ganado que lo puedan digerir. Antes que él, el padre del señor Muhlhan vendía heno y paja a los propietarios de caballos en el Bronx. De hecho, en 1923 en la ciudad de Nueva York había veintiocho vendedores de heno y otros piensos que pertenecían a la Nacional Hay Association. Ahora tan sólo queda el señor Muhlhan. En su oficina del número 50 de la Calle Cuarenta y Dos Este tiene a mano un saquito de heno maloliente, que suele husmear para mantener su nariz entrenada en cómo huele el heno en malas condiciones. Cuando alguien le visita pasa el saquito de uno a otro como si se tratara de entremeses, y, si uno hace una mueca al hedor, lanza una larga requisitoria contra los

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agricultores que producen esta basura. Se asemeja a cualquier otro hábil vendedor de Madison Avenue.

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La piel de un sorprendente número de habitantes de Nueva York son decoradas por artistas del tatuaje, una raza duradera de artesanos cuyo interés por la humanidad puede estar a flor de piel, pero cuyas obras generalmente duran toda la vida. En Nueva York hay una media docena de profesionales del tatuaje y su trabajo se ha podido ver desde el coro de Copacabana a las duchas del New York Racquet and Tennis Club. Stanley Moscowitz, un conocido maestro de la aguja y descendiente de una distinguida familia de pincha-pieles de la Calle Bowery, calcula que la población tatuada de Nueva York suma unos 300 mil: una parroquia que mantiene ocupadísimos durante todo el año a la media docena de tatuadotes en callejuelas de Nueva York y en el puerto. El típico cliente de un almacén de un salón de tatuaje tiene entre 18 y 25 años, es generalmente musculoso, y está siempre dispuesto a invertir de 3 a 5 dólares para ser pinchado 3 mil veces al minuto por las ocho minúsculas agujas de un tatuador eléctrico que suena como una barrena de dentista, parece una pluma estilográfica y escribe debajo del agua. La tinta de color es depositada en un milímetro cuadrado de piel, una sensación muchas veces descrita como “la picadura de un mosquito” o como “una tortura”. La mayoría de los hombres prefieren ser tatuados en el pecho y en los brazos. Los marineros tienen predilección por las anclas, barcos de velas desplegadas, los nombres de su última novia y mujeres medio desnudas. Los soldados prefieren banderas norteamericanas, águilas, panteras negras, números de matrícula, nombres de sus novias más recientes y mujeres medio desnudas. El porqué hay gente a la que le gusta tatuarse es motivo de controversia. Algunos psicólogos han dicho que es solamente ornamental, o puramente sexual, o tan sólo la afición de muchos por

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los dibujos toscos. Algunos chicos lo hacen para parecer muy machos, algunas muchachas lo hacen como rebelión por ser mujeres, como las mujeres ainas, en el norte del Japón, que se hacían tatuar en el labio superior unos bigotes. Algunas personas tienen motivos prácticos por hacerse tatuar, contando con ello para ocultar cicatrices o lunares o para imprimir el tipo de sangre o los números de la Seguridad Social. Otros admiten haberlo hecho por una apuesta, o porque los compañeros lo han hecho, o para probar que aguantaban el dolor o sencillamente porque sus padres les habían prohibido que lo hicieran. Los ídolos actuales del grupo de tatuados de Nueva York son Dick Hylan, que tiene estrellas tatuadas en la cara, en las palmas de las manos y en el interior de los labios; y Jack Drácula, que lleva en la frente un águila con las alas desplegadas, otras dos águilas en las mejillas y estrellas alrededor de los ojos, de las orejas y de la nariz. Jack Drácula, que cuando niño quería crecer y convertirse en mosaico, ha sido tatuado 244 veces, y dice: --La gente piensa que estoy chiflado. Pero no me avergüenzo de ser tatuado. Aunque cuando paso por la calle la gente grita y todos preguntan: “¿Por qué lo ha hecho?”. Les digo que quiero ser el hombre tatuado más guapo del mundo… La gente cree que estoy loco.

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Poco después de las dos de la noche, un tren algo fantasmal entra lentamente en la estación Grand Central con sus asientos libres, sus pasillos vacíos y las luces tan atenuadas como las de un club nocturno del East Side. Es el tren de las basuras, y los hombres agarrados a sus plataformas son seis de los treinta que a partir de medianoche viajan a través de los túneles para recoger la suciedad de las multitudes. Cada noche son cargadas ocho toneladas de basuras en los siete trenes de desperdicios, mientras sus ruedas aplastan miles de envases de cartones de café o envolturas de bombones tirados a la

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vía. Los hombres tardan cerca de cinco minutos en cada estación en recoger la basura, aunque a veces pierden algo de tiempo luchando con algún borracho empeñado en subirse al tren vacío. Los basureros lo rechazan. Él se tambalea y se apoya en una máquina de chicles. Luego el tren se encamina lentamente y el ruido de los recipientes metálicos resuena en el túnel silencioso. --Arrancamos chicles de los suelos de las estaciones durante todo el año—dijo uno de los hombres--. La goma de mascar mantiene unidos los andenes del metro. En verano recogemos montones de medias naranjas exprimidas en los puestos de naranjada; en invierno son más los envases de café. Las mujeres dejan los pañuelos de papel metidos detrás de los asientos y creen que nadie se da cuenta. Hace dos años encontramos un esqueleto humano cerca de la Calle Setenta y Seis Oeste. Nadie sabe cómo pudo llegar allí. Aunque muchos de los recogedores de basuras son conductores, dicen que prefieren el tren de los desperdicios, que los tiene levantados toda la noche. --Preferimos las basuras a las personas –ha explicado uno de ellos.

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En el Teatro Ethel Barrymore, una mañana, cuatro mujeres de la limpieza de pelo blanco, dobladas como cultivadores en los arrozales, estaban quitando el polvo de los asientos de 6,90 dólares cuando llegó Jo Mielziner con paso rápido para asistir al levantamiento del telón en una de las representaciones de Broadway menos conocidas: el ensayo de luces. El señor Mielziner, conocido escenógrafo y experto en iluminación, tenía el papel principal en esta representación con el teatro vacío. También faltaban los actores; probablemente estaban dormidos, porque era temprano: las 11 de la mañana. Su público, además de las mujeres de la limpieza, consistía en tramoyistas y electricistas, entre los cuales el señor Mielziner destacaba claramente por ser el único con corbata.

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--Lo siento, señoras –dijo Mielziner quitándose la chaqueta y sentándose en un asiento de la fila catorce--. Pero tenemos que apagarles las luces ahora mismo. --Está bien --dijo una de ellas. Así que las señoras dejaron su tarea y se fueron lentamente a la parte de atrás, para sentarse en los escalones alfombrados a charlar y a mirar, mientras las luces de la sala se apagaban, el telón subía y empezaba el espectáculo. Luces verdes, azules, amarillas saltaron al escenario desde muchos puntos distintos, y bañaron la escena en un azul apagado, iluminando vagamente el cuarto de una pensión proyectado por Mielziner; luego, lentamente, una luz cálida enfocó con nitidez una habitación con una silla y una mesa donde se apilaban en desorden algunos libros. La cara de Mielziner estaba iluminada débilmente en la oscuridad por una bombilla de diez vatios enganchada a un escritorio improvisado frente a él. Un interfono en forma de caja estaba también allí y permitía a Mielziner hablar desde su asiento con el jefe de electricistas, George Gebhardt, sepultado en un montón de equipos de iluminación, de escaleras y de cables retorcidos, y quien, tras bastidores, se servía de un sinfín de interruptores. Con los ojos medio cerrados Mielziner estuvo mirando la luz reflejada en el cuarto de la pensión y, por fin, dijo con voz suave: --No, no está bien, George. Intentémoslo de nuevo. George dijo que bien, y el telón volvió a bajarse y la Escena Primera de las luces fue repasada otra vez… y luego una tercera… hasta que por fin Mielziner se declaró satisfecho. El ensayo del alumbrado continuó a través de toda la obra (sin actores, sin música, sin aplausos, solamente con las luces que jugueteaban en el escenario) durante tres horas. Luego se terminó. Veinticuatro horas más tarde iba a ser el estreno de la obra. Pero se trataba del último día de trabajo para Mielziner y la mayoría de los tramoyistas y técnicos contratados para preparar la escena y la iluminación. La interpretación detallada de las luces de Mielziner, cuidadosamente anotada, fue entregada a los que participarían en el

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espectáculo, sólo que tras bastidores, y quienes cada noche la seguirían al pie de la letra.

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Cada día, en Nueva Cork, siete detectives con placas de plata van buscando por la ciudad las huellas de algunos de los delincuentes más eruditos: los ladrones de libros. Estos siete detectives son empleados de la New York Public Library para ayudar a recuperar los miles de libros sustraídos cada año por lectores olvidadizos, descuidados, de manos ligeras, o por los toxicómanos. De las 13 mil personas que diariamente toman prestados libros a la Biblioteca, una media de 500 no devolverá el volumen en la fecha fijada, y cerca de veinticinco retendrán los libros dos o tres meses después de la fecha de devolución. De estos veinticinco muchos son toxicómanos, que toman prestados los libros con tarjetas falsificadas y los venden a las librerías de segunda mano para poder comprar la droga. Cuando un libro tiene un retraso de treinta días, los siete detectives, capitaneados por un policía veterano llamado John T. Murphy, son avisados. Empiezan la búsqueda en la última dirección conocida del que tomó el libro, y desde allí la caza puede conducir ( y muchas veces conduce) a los detectives a algunos de los más raros y remotos rincones de la ciudad de Nueva York, e incluso más allá. En los últimos años, el señor Murphy y sus hombres han logrado alcanzar a Andre Porumbeanu, el travieso chofer que antes de escaparse y casarse con la heredera Gamble Benedict, de la alta sociedad neoyorquina, no había devuelto una copia de God´s Country and Mine. Los detectives también encontraron la pista de seis libros en la persona del difunto Julián A. Frank, el hombre de quien se sospechó haber llevado una bomba a bordo del avión que estalló encima de Carolina del Norte con setenta pasajeros y tal vez con los seis libros de cosmonáutica y de aventuras que él había tomado prestados.

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Aunque las personas que retienen libros intencionadamente treinta o más días corren el riesgo de ser condenados a prisión, Murphy se contenta con rescatar los libros y cobrar los cinco centavos de multa al día, además de proscribir a los culpables de las bibliotecas. Muchas multas han alcanzado hasta los 100 dólares en algunos casos. Hace poco, Murphy y sus hombres cogieron en Brooklyn a una pequeña señora que tenía retenidos en su casa 1.200 libros. Lograron encontrar su pista, a pesar de sus varios seudónimos, comparando la letra de las varias tarjetas usadas y advirtiendo que retiraba invariablemente novelas románticas. Así que no fue más que cuestión de tiempo. Cuando la señora fue atrapada, la enviaron a un manicomio. Era una insaciable cleptómana, pero una delincuente muy leída.

--000—--ESTE TEMA ES INTERESANTE, LO MISMO QUE LAS SECTAS RELIGIOSAS--

En un frenético deseo de saber qué sucederá en el futuro, las 200 adivinas de Nueva York han mirado, entre otras cosas, las bolas de cristal, han echado las cartas, han estudiado las estrellas, han probado con la mesa “ovija” (la uija), han inspeccionado las palmas de las manos, las protuberancias de los pies y las de la cabeza. No hay sector de la ciudad que no tenga alguna forma de ocultismo (LOS BRUJOS DE LA CARACAS Y LOS QUE PONEN AVISOS DE PRENSA Y TIENEN PROGRAMAS RADIALES). En el centro de Manhattan prosperan los “swamis” hindúes. Los libros de interpretación de los sueños son una mina de oro en Harlem. En la zona este la gente está dispuesta a pagar precios elevados para oír hablar de sus personas favoritas: ellos mismos. Algunos restaurantes elegantes ofrecen misticismo con los entremeses. Y desde el Bronx hasta Bayside hay astrólogos, quirománticos y médiums dispuestos a resolverlo todo.

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Cerca del 80 por ciento de los clientes de las adivinas de Nueva York son mujeres, y los problemas que exponen a las profetisas son problemas de amor, de matrimonio, de salud y de riqueza, por este orden. Los hombres se interesan generalmente por asuntos de dinero y luego por el amor. Dado que las adivinas (por la módica suma de 2 dólares) generalmente quieren agradar, suelen predecir mejoras para todo el mundo en un plazo de seis meses o un año. --Las mujeres también nos preguntan: “¿Me engaña mi marido?” y “¿Este hombre no buscará mi dinero?”, y también “¿Dónde podré encontrar un hombre bueno?”. Una adivina contestó: --Si supiera dónde encontrarlo, iría en su busca y a lo mejor conseguía casarme. Puesto que los seres humanos tienen tendencia a recordar las predicciones que se han realizado y a olvidar lo demás, un número sorprendente de personas les tienen mucho respeto y temor a las adivinas. Hay algunos neoyorquinos que, más pronto o más tarde, acaban siendo víctimas de timos de gitanos. Las gitanas todavía hacen uso de uno de los timos más antiguos: empieza cuando una adivina convence al cliente de que su dinero está bajo influencias satánicas y de que se lo tiene que llevar a ella para que sea “bendecido”. Cuando lo hace, la adivina lo empaqueta y da instrucciones al cliente de que el bulto no ha de ser abierto en las veinticuatro horas siguientes, dando así al ladrón tiempo más que suficiente para desaparecer antes de que la víctima se dé cuenta de que su fajo de billetes se ha convertido en recortes de periódicos. Algunas mujeres policías disfrazadas de prostitutas ingenuas y enamoradas, visitan con frecuencia a las adivinas, piden consejos y esperan que intenten timarlas. --Podemos detener a las adivinas bajo acusación de conducta desordenada tan sólo cuando predicen el futuro o se les sorprende intentando robar dinero –ha explicado una policía de Nueva York, Clare Faulhaber--. Si tan sólo hablan de lo guapa que es una y de cómo nadie nos aprecia, entonces no hay nada que hacer. En todo caso, este juego de gato y ratón con las adivinas de Nueva York es

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un gran deporte. Las gitanas recortan las fotografías de las policías que publican los periódicos, sacan gran número de copias y las distribuyen entre todas las demás gitanas de la tribu. Nos hablamos de tú con muchas de ellas y somos muy amigas. Cuando tienen que explorar los distintos lugares de Nueva York, las mujeres de la Policía interpretan muchos papeles. La señorita Faulhaber explica: --Si vamos a salones de té en algunos sectores nos vestimos de prostitutas. Cuando las policías tienen que ir a la calle Houston, en la ciudad baja, generalmente llevan batas de casa y zapatos sin tacones. En la calle Orchard, en la zona este, tratamos de ir lo más desaliñadas posible. En la Octava Avenida, por las calles de la Cuarenta en adelante, llevamos cestos de la compra e incluso vamos acompañadas de algún niño para que nos crean de la vecindad. En la zona este nos cuidamos más y llevamos sombrero y guantes. Recientemente, en una sesión espiritista en la Calle Ochenta Oeste, la señorita Faulhaber, todavía felizmente soltera a pesar de las repetidas predicciones de las gitanas sobre un hombre moreno y guapo que la persigue, fue vestida con traje de embarazada. --Era un sábado a las seis de la tarde y cerca de cincuenta personas, todas muy bien, se encontraban en esta casa de fachada de piedra, sentadas en sillas plegables, escuchando a una mala pianista en el acompañamiento de los himnos –cuenta la señorita Faulhaber--. Era una sesión de grupo, cosa corriente en Nueva York, y es fácil entrar en ellas. Basta mirar el sábado las páginas religiosas del Times y se encuentran los anuncios de las reuniones “espiritistas”. Bueno, pronto entró la médium. Era una señora bajita de cierta edad, de pelo cano, que llevaba un traje de noche. Las personas se colocaron en círculo alrededor, y ella empezó a decir: “Me llegan las vibraciones… vibraciones de una mujer que lleva dentro de sí una nueva vida. ¿Hay alguien aquí que lleve dentro de sí una nueva vida?”. “Yo estaba allí –sigue diciendo la señorita Faulhaber—con un traje de embarazada que todos podían ver, y la única cosa abultada que tenía debajo eran el cinturón y la funda con mi pistola calibre 32.

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Más adelante, la médium hizo pasar una bandeja y la gente colocaba en ella billetes de unoy cinco dólares. Las luces se amortiguaron. Entonces fue cuando ella empezó a entrar en “trance” profundo y empezó a hablar. Primero fue el “tío Bill” de alguien y luego fue la madre de algún otro, pero lo que más me molestaba era que cualesquiera que fuesen los espíritus, todos cometían los mismos errores gramaticales. Dado que las médiums que comunican con los espíritus algún día se reunirán también con ellos, existe siempre la necesidad de entrenar nuevos talentos. En Nueva York, por lo tanto, hay clases de desarrollo para médiums en toda la zona de las Calles Setenta y Ochenta de Manhattan, y también en Brooklyn. En estas clases, las médiums veteranas enseñan a las aspirantes los trucos del oficio. Las médiums, a veces, se hacen competencia en este negocio con el mismo vigor de los almacenes Macy y Gimbel, y en algunas ocasiones llega a haber hasta una guerra de precios cuando una médium, para fastidiar a otra, ofrece un curso de lecciones de 10 dólares por sólo cinco. Quirománticas y adivinas de bolas de cristal –la policía raramente encuentra bolas de cristal en Manhattan, pero se han topado con algunas en Coney Island –compiten con las médiums y otras adivinas para ganarse clientes, así que la rivalidad puede ser muy aguda. Las mujeres de la Policía de Nueva York dicen que algunas gitanas informan con frecuencia a la policía acerca de las actividades no del todo correctas de otras de su raza, siendo este el sistema gitano de mantener la competencia dentro de límites razonables. A pesar de nuestra era puramente científica, las médiums y las gitanas son parte importante de la vida de Nueva York y deberían seguir prediciendo un porvenir dichoso mientras existan mujeres que sospechan de sus maridos y chicas solteras que quieren saber: “¿Dónde puedo encontrar un hombre bueno?”. ( 27.247 palabras hasta aquí)

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ESTE TEMA ES INTERESANTE. AVERIGUAR SI HAY EN NUESTRO MEDIO OFICINAS DE MATRIMONIO Y OTRAS COSAS SIMILARES COMO LO QUE APARECE EN TELEVISIÓN OFRECIÉNDOSE Y BUSCANDO HOMBRES O MUJERES.

Otros muchos habitantes de Nueva York que también buscan un hombre bueno son los clientes de ocho agencias matrimoniales debidamente anunciadas: un grupo cuyos ficheros están llenos de nombres de empleados de bancos, aristócratas pobres y hombres ricos con ambiciones sociales. El hecho de que cinco de los dueños de estas agencias no estén casados, no parece menguar su popularidad. Con un pago de matriculación que suele ser generalmente de 100 dólares, los agentes proporcionan a sus clientes todos los encuentros que pueden aguantar. Después de una cita concertada, el agente espera oír si se han gustado mutuamente. Si no han congeniado, proporciona a los caballeros nuevos números de teléfono, y a las señoras nuevos hombres. Si por medio del agente se llega al matrimonio, cada cliente paga otros 100 dólares. Si el matrimonio es un fracaso no se devuelve el dinero. --Oh, se quedaría usted sorprendido de las peticiones que los agentes matrimoniales reciben en Nueva York –dijo San Pauline, que tiene una oficina frente a Macy--. Una vez tuve un robusto tejano que quería conocer a una mujer muy gorda. Así que miré en mis ficheros y me encontré con esta señora del Bronx que pesa unos cien kilos, tiene 45 años y es divorciada. Cuando la llamé, me dijo: “Sam, ¿le ha dicho que peso suficientemente?”. Dije que sí y combiné para que se encontraran en mi oficina al día siguiente. Cuando se vieron por primera vez, me di cuenta de que se atraían recíprocamente. Y, cuando estaban marchándose para ir a tomar una copa, vi que él la sostenía por debajo del brazo. Cuatro semanas después se casaban. Cuando la volví a ver, llevaba abrigo de visón,

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estaba cubierta de brillantes y viajaba en un Cadillac. Era tan gorda como antes. El señor Pauline, que fue presentado a su propia mujer hace treinta y cuatro años por un agente matrimonial (su padre), dice que aunque muchas mujeres prefieran hombres de profesiones liberales, la mayoría se contenta con un tipo estable, formal y no aparatoso que esté en condiciones de mantenerlas. --No quieren artistas o actores, o algo parecido –dijo--. Una vez tuve a un actor que era el sustituto de Sam Lavene en Guys and Dolls. Este individuo vivía en el Lambs Club, pero no lograba encontrar a ninguna que quisiera casarse con él. Las mujeres no quieren hombres que trabajen a salto de mata y logren de vez en cuando pequeños papeles. Prefieren un fontanero o un carpintero antes que un actor. “Otra cosa sobre las mujeres –siguió explicando—es que la edad no tiene tanta importancia como la estatura. Una mujer está más dispuesta a casarse con un hombre que le lleve veinte años que con uno más bajo que ella. Por otro lado, la mayoría de los hombres quieren mujeres muy guapas o muy atractivas. Algunos las quieren ricas. Y unos pocos, muy pocos, quieren mujeres que sean inteligentes”. Si un cliente quisiera mujeres muy formales, el señor Pauline se las podría proporcionar. Tiene un fichero aparte con los nombres de 200 damas que no fuman y de 400 que no beben. Si un hombre deseara rubias alemanas de nacimiento, un agente de la Calle Cincuenta y Nueve Este tiene montones de ellas, sin contar un par de condes europeos empobrecidos, algunas princesas gordas y una docena de archiduques. Y en el Lee Morgan´s Scientific Introduction Service, en la Calle Setenta y Nueve Este, hay fotografías, datos estadísticos y números de teléfono de muchas mujeres inteligentes que han tenido éxito en sus carreras, pero cuya dedicación al trabajo ha hecho que el amor pasara de largo. Algunos agentes matrimoniales afirman tener más de diez mil nombres de personas solteras en sus ficheros, y uno de ellos, Clara Lane, de la Calle Cuarenta y Dos, tiene en su haber 8 mil bodas en

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los últimos diez años. Sacan sus clientes por medio de anuncios en los periódicos que los aceptan (muchos los rechazan), o leyendo las necrologías y enviando más adelante circulares al miembro superviviente de la pareja. Dicen que investigan todas las credenciales y las declaraciones de los clientes en perspectiva antes de proporcionarles encuentros, y parecen abrigar un escepticismo permanente acerca de la vida, lo que tal vez explique por qué más de la mitad de ellos no parecen haber encontrado su media naranja. Aunque una gente de la Calle Cuarenta y Dos, Ellen Joy, dice que uno de cada seis clientes masculinos que entrevista se le declara. Pero en el momento en que el bueno se presenta, ella afirma que sabrá reconocerlo. --Sobre el aspecto que pueda tener no se puede generalizar –dice ella, pero mi hombre ideal tiene que ser muy comprensivo. Tiene que venir de un buen ambiente y ser culto. Lo que quiero no es un hombre que me pueda ofrecer la luna, sino uno que desee hacerlo. Mientras hablaba tenía la mirada perdida en el espacio, con las manos juntas y en sus ojos parecía leerse el cartel que aparece en muchas oficinas de agencias matrimoniales. Aquel que dice: “Nunca es demasiado tarde”. ---000---Las tendencias agresivas de ciertos hombres de Nueva York se desahogan cuando golpean con una bola de dos toneladas un muro, atacan a una avenida y hacen añicos las creaciones de otros hombres. Nada es lo suficientemente grande, fuerte o imperecedero como para resistir a esos asesinos; nada es tan sentimentalmente firme como para estar siempre a salvo de los golpes de estos expertos que esgrimen la bola de metal. En la ciudad hay por lo menos cuarenta hombres competentes en el manejo de la bola, pero entre ellos hay tan sólo una docena escasa de viejos profesionales que tengan una vista tan buena como para abatir un muro ladrillo a ladrillo a treinta metros de distancia. Desde la misma distancia pueden hacer caer la bola encima de una moneda de diez centavos. Pueden balancear la bola como si jugaran al billar, haciéndola rebotar de un muro a otro, y dejarla volver luego hacia

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atrás para abatir limpiamente una chimenea. Algunas veces lanzan la bola con toda la fuerza contra un muro; otras veces golpean ligeramente, resquebrajando el hormigón. Hay contratistas que han suspendido durante semanas los trabajos de demolición esperando y pidiendo que uno de estos seis especialistas estuviera libre para encargarse de la tarea. Algunas veces les pagan más de 300 dólares por semana por hacer añicos las cosas. Esta media docena de hombres ha destruido miles de edificios de Nueva York en los últimos treinta años. Sus hazañas y sus caras son conocidas por miles de aficionados que ven el espectáculo desde la acera. Se trata de Benny Newberg, un especialista flaco, de 61 años, que destruyó las Tombs; Jim Allitt, un inglés de brazos robustos, de 66 años, que aniquiló el hipódromo; Mike Catusco, de 52 años, que asoló Ebbets Field; Matt Sullivan, de 62, que derribó la Librería de las Naciones Unidas; Ralph Principe, de 54, que destruyó el Produce Exchange, y Gil Schultz, de 39, que echó abajo todo lo que se encontraba en el camino del nuevo edificio del Time-Life y que también ha derribado hectáreas enteras de barrios populares. Un día, en Brooklyn, Schultz dio tal sacudida contra una destartalada casa de cinco pisos, que toda la estructura se vino debajo de un solo golpe. Los barrios pobres son los más fáciles de destruir, mientras que las armerías, las cárceles, los bancos y las iglesias, todos con paredes muy gruesas, son los más difíciles. A Newberg le costó más de un año derribar los Tombs, que habían hospedado 500 mil criminales durante su existencia y estaban construidas como un castillo medieval. Una de las residencias particulares que presentó más dificultades fue el viejo palacio Schwab, en Riverside Drive y la Calle Setenta y Dos. Tenía muros de granito de medio metro de espesor. Charles Schwab lo había construido para que durara eternamente. Pero cuando su mujer falleció, él se cansó de sus setenta y cinco habitaciones y se mudó a un hotel. Jim Allitt tardó casi seis meses en derribar sus altas torres y gruesos muros.

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Pero los hombres de la bola metálica están muy contentos cuando los muros son gordos y el desafío es mayor. Sienten tanta emoción como los espectadores de la acera cuando, después de un impacto directo, los muros empiezan a resquebrajarse, los pisos se derrumban y toda la estructura se cae entre un nubarrón de polvo. Aunque ganan 4,90 dólares la hora y son maestros en su oficio, a los hombres pagados para destruir cosas les es denegado eternamente un privilegio:nunca podrán señalar un bonito trabajo de artesanía y decir con orgullo: “Esto lo he hecho yo”.

5--NUEVA YORK, CIUDAD DE OLVIDADOS

La Octava Avenida es una calle triste cuyas luces de neón oscilan por encima de la caspa de los barmans, enfocan a prostitutas que fuman, a gorros de marineros y a botellas de cerveza que a veces se hacen añicos contra los tocadiscos y atraen a los policías, que dicen: “Está bien, está bien, ¡basta ya!”. Es una calle de casas de empeño, hoteles de ínfima categoría y de mendigos con ojos congestionados. Es una mezcla de olores del centro de la Industria del Vestido, del humo de los autobuses portuarios, del vapor de la estación Pennsylvania y del ajo de una docena de pizzerías. La Octava Avenida empieza en unos difuntos baños públicos de la Calle Doce Oeste y se extiende por Manhattan hasta el Coliseum. Entre estos dos extremos hay hileras de casas pobres con escaleras de incendios oxidadas y gente que quisiera mudarse. Quieren huir de la incertidumbre de la Octava Avenida, que es una olla podrida de pecadores y de fanáticos religiosos, de oscuridad y de luz, de cerveza a cinco centavos y de una fiesta de Mike Todd que llena el Madisson Square Garden. La Octava Avenida es el sitio en que se produjo el incendio de una estación de bomberos y en donde un soldado inglés de infantería de Marina se precipitó desde una altura de veinticinco metros durante una fiesta militar y se mató, el pasado mes de junio, ante 10 mil espectadores que aplaudieron creyendo que era parte del espectáculo.

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La Octava Avenida es el sitio en que unos maleantes atacaron a un descargador llamado Clifford Johnson y provocaron que su ojo de cristal cayera a una alcantarilla. Es el sitio en que un cocinero, llamado Rafael Torres, furioso porque un autobús no se detuvo en una parada, subió a un taxi, alcanzó al automóvil y acuchilló al conductor. En septiembre, cuando Manhattan se agitaba protestando por la presencia en las Naciones Unidas de Kruschev, de Castro y de Tito, una niña de ocho años fue muerta por una bala perdida en el restaurante El Prado, en la Octava Avenida. Todos los años llega el circo a la Octava Avenida, e, inevitablemente, un león o un toro se escapan y juguetean en medio del tránsito, haciendo bastante publicidad a la empresa. Cada mes tiene que intervenir la policía para dominar a masas de gente que se manifiestan en contra de la bomba atómica, o reclaman mayores salarios, o se apretujan para pedir un autógrafo a Antonio Rocca. Se puede casi adivinar lo que está sucediendo en el interior del Madison Square Garden observando a los que están afuera. Cuando Rocca está luchando, la entrada de la Octava Avenida está llena de Portorriqueños y se puede oír la voz del anunciador del ring que chilla: “¡Amigos! No tiren más objetos al ring”. En noches de boxeo, se ve a los pequeños tipos de dinero fácil vestidos de oscuro, con camisas blancas, de pie alrededor de la taquilla, puro contra puro. Antes de una exhibición hípica se ve a los hombres de frac y chistera y a las jóvenes rubias, tipo Town & Country. En noches de partidos de baloncesto se ve a muchachos altos de pelo corto con jerseys en los alrededores del Garden. Y cuando hay circo, la Octava Avenida es un escenario de adultos apresurados acompañados de tres o cuatro niños. Entre la clientela de Nedick se cuentan enanos y vaqueros. Por toda la Octava Avenida hay “drug stores” que venden a precios de saldo. Algunos tienen unos teléfonos tan pegajosos que da asco arrimarlos a los oídos. Es una calle por la que pasan de prisa los espectadores de los teatros para ir al Restaurante Downey´s y los que viven fuera de la ciudad para ir a la estación de Pennsylvania,

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tratando de no fijarse en los mendigos, en los homosexuales y en el predicador de la Calle Cuarenta y Dos que grita gesticulando: “¡Pecadores, pecadores! La Biblia enseña que sin derramamiento de sangre no se redime el pecado…” Y un muchacho picado de viruela y con el pelo grasiento, chilla: “¡Está usted lleno de mierda, señor!”. Y el predicador con cara descompuesta contesta: “Chico, necesitas ser salvado”. Y luego un gran policía irlandés se acerca y ordena a la gente: “Andando, andando, fuera de la acera”. Algunos se arriman más al predicador, pero la mayoría se marcha, aunque no a la velocidad de los usuarios que corren a la Terminal de la Autoridad Portuaria, donde cada semana olvidan en los autobuses docenas de paraguas, abrigos y maletas en las 1.300 cajas-depósito de la estación. Los objetos olvidados llegan a tal volumen, que cada año la autoridad portuaria organiza una subasta en los sótanos de la estación de la Calle Cuarenta y Uno. Esto atrae a la Octava Avenida a los cazadores de gangas y a pelotones de traperos de Ludlow Street que son llamados Los cuarenta ladrones, y también a Harry The Gonif, Eddie, de Poughkeepsie, y Cheap Charlie, cuyos almacenes de trastos viejos, según se dice, contienen la mayor colección de guantes disparejos del mundo. --Bien –dice el subastador con su voz de barítono cansado, desde su elevada tarima en el sótano lleno de humo--, tengo aquí una capa de piel. No voy a decir que se trate de visón… --Es lobo—interviene Harry The Gonif. --Déjeme tocar—pide una señora. --Catorce dólares—dice Cheap Charlie. --Dieciséis dólares—puja Harry The Gonif. --Suyo es—dice el subastador. --Déjeme tocarla—insiste la señora. El hombre no le hace caso. Este día tiene que subastar demasiadas cosas y no puede perder el tiempo con una señora aficionada. Esto complace a los traperos, porque a ellos también les gustan los aficionados, ya que se suben los precios demasiado y les privan de buenas gangas.

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--La cosa más cara olvidada en la consigna de la estación de autobuses fue cheques de dividendos de acciones por valor de 50 mil dólares –dijo John M. Hanrahan, encargado de los equipajes de la Autoridad Portuaria--. No los vendimos en subasta; los entregué al Servicio de Compras y Administración y, por lo que sé, todavía siguen allí. Un millonario excéntrico de la sección de Greenpoint, en Brooklyn, se los dejó olvidados y luego desapareció y nadie sabe lo que ha sido de él. Mientras hablaba, el tránsito de la Octava Avenida continuaba resonando sobre nuestras cabezas, y en la parte baja, en Abingdon Square, unos niños hacían rebotar una pelota contra la pared de la difunta casa de baños, sin prestar atención a los descargadores que volvían del trabajo, a las gordas señoras italianas cargadas de vituallas, al alto y delgado portorriqueño de pie en la esquina, con dedos finos, ojos alerta y con una cicatriz en la cara producida por la navaja de otro. Una manzana más arriba se oía el timbre de la caja registradora en el mercado La Ideal, y el olor del pescado que se desprendía de De Martino casi alcanzaba al vecindario griego con su taberna Port Said, donde se oye el sonido de las castañuelas y se admiran las redondeadas formas de la danzadora de vientre con bonito pelo y ombligo tembloroso. En la Calle Treinta, los mozos del Centro del Vestuario empujaban filas de prendas colgadas en percheros múltiples entre camiones y personas, y en una escuela para barberos en la Calle Cuarenta y Tres, cinco novatos cortaban el pelo a 45 centavos por cabeza. Frente a ellos había un cuartel: “¡Llamada a todos los hombres! Ahora podéis teñiros el pelo en vuestro color natural, incluido rubio plata, rubio platino, rubio dorado o cualquier otro color: rojo, castaño o negro. Todo el trabajo hecho con reserva absoluta”. Arriba, en las Calles Cuarenta y Cincuenta, hay más hoteles baratos, más “delikatessen”, más personas con cutis feo. En esta sección, la Octava Avenida es una calle de oscuros boxeadores y de tabernas de las que son parroquianos. El ex púgil y masajista de señoras Biz Mackey suele beber en la de Bill Dunn. Otros hombres de nariz rota van a la taberna de Mickey Walter, enfrente. En las

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paredes de la taberna Neutral Corner, en la Calle Cincuenta y Cinco, hay centenares de fotografías de boxeadores que ahora son gordos y están olvidados. Detrás del mostrador del Neutral Corner hay un apuesto joven de treinta y pico de años, de pelo rubio rizado y ojos azules: un hombre que era boxeador, pero que ahora ha engordado. Se llama Tony Janiro. Muchas de las fotografías de las paredes muestran a Janiro en acción: pegando un puñetazo en las costillas de un rival, lanzando a otros a través de las cuerdas, orgullosamente de pie en la esquina neutral mientras el árbitro está contando sobre el cuerpo sin sentido de su contrincante. Fueron colgadas en el bar por el propietario, Frankie Jacobs, que fue el entrenador de Janiro y creía que llegaría a ser el campeón mundial de los pesos Walter si hubiera vencido su debilidad: las mujeres. Pero Janiro nunca lo consiguió. Perseguía a las mujeres y bebía whisky. Así que a los veinticuatro años era hombre acabado. Se retiró, y Jacobs, que había comprado la taberna Neutral Corner, le dio el empleo de barman. Hoy el ex boxeador friega los vasos de cerveza y el ex entrenador todavía le reprocha en voz alta (para que lo oigan los parroquianos): --¡Whisky y mujeres! He aquí lo que ha arruinado a Tony Janiro. Oh, yo lo vigilaba, es verdad; por la noche acostumbraba colocar mi cama delante de su puerta para que no pudiera salir. Pero él salía. ¿Verdad, Tony, que te escapabas? Janiro, siempre fregando los vasos, se vuelve lentamente a su antiguo entrenador y dice tranquilamente: --No me arrepiento de nada de lo que he hecho, Jay. Lo único que lamento son las cosas que no he hecho. Los clientes escuchan distraídamente porque ya han oído todo esto muchas veces: la historia de cómo entre 1945 y 1951 Janiro estaba camino de convertirse en campeón, y lo hubiera logrado si se hubiera entrenado más severamente y no se hubiera sentido tan semental. Es lo que se oye con demasiada frecuencia entre la humareda del bar marrón oscuro: representantes y entrenadores que se quejan

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como mujeres en una lavandería pública porque sus chicos han quebrantado las reglas del entrenamiento. --¿Cómo es posible que después de ciento veinte combates no estés más señalado?—preguntó un cliente a Janiro. --Tengo un tipo de piel que no se corta—explicó Tony--. Por ejemplo, mi hermano Freddie era boxeador; si le golpeabas en un codo terminaba con un ojo morado. Tenía ese tipo de piel. Le golpeaban en un codo y le salía un ojo morado. --Cómo tenías tanto éxito con las mujeres? --En Nueva York, si tienes dinero –explicó Janiro—atraes a las mujeres. ¿Verdad? El dinero las atrae. --¿Cuánto has ganado? --Cerca de 500 mil dólares. He perdido trece encuentros sobre 120. He tenido bolsas grandes con Greco, Graziano y Beau Jack. Era un chico pobre de Youngstown y vine a Nueva York cuando tenía dieciséis años. Cuando tuve diecinueve boxee en el Madison Square Garden. Estaba rodeado de muchos tíos que bebían a mi costa en el hotel. Si me compraba un traje se lo compraba a ellos también…

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Es difícil creer, cuando se mira fuera del ventanal de la taberna Neutral Corner hacia la octava Avenida, que esta calle en decadencia era hace cien años bastante elegante, y que los lujosos coches de caballos se alineaban fuera del palacio Havemeyer, en la Calle Cincuenta y Ocho y la Octava Avenida. Muchas de las granjas más famosas se encontraban alrededor de lo que hoy es Columbia Circle, y las grandes casas que estaban en la Octava Avenida tenían espaciosos jardines, grandes praderas y huertas que se extendían al oeste hacia el río Hudson. Estas granjas eran propiedad de las familias de Matthew Dyckman, Jacobo Horn, Isaac Varian, James Steward y Samuel Van Norden. En la Calle Cincuenta y Tres y la Octava Avenida estaba el palacio del general Garrit Hooper Striker, que en la guerra de 1812 había mandado al 5º Regimiento de la Brigada 82 para defender las casas de

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Bloomingdale Heights. Uno de los puntos más elegantes de Nueva York era la Grand Ópera House, que Jim Fisk había comprado en 1869 para Josie Mansfield, una actriz conocida como la “Cleopatra de la Calle Veintitrés”. Fish había adornado el edificio con barrocas puertas de caoba, con arañas de cristal y sillas con tachuelas de oro. Pero después de su muerte, el lugar fue declinando. Y en 1938 tenía un cine, máquinas para hacer rosetas de maíz, y boleras donde los chicos que recogían los bolos recibían propinas de cinco centavos con cara de mal humor. La gran decadencia de la Octava Avenida comenzó a principios del siglo, cuando las secciones residenciales empezaron a surgir en la zona este y las casas del oeste se convirtieron en moradas populares. En 1925 se cavaron grandes hoyos en la Octava Avenida para el metro. Un día de junio de 1927 los obreros sacaron seis ataúdes de la Octava Avenida y la Calle Cuarenta y Cuatro: ataúdes de madera cara. El cementerio había sido parte de la finca Medcef-Eden, adquirida en 1803 por John Jacob Astor. Los obreros limpiaron rápidamente la zona de ataúdes, construyeron el metro e instalaron máquinas automáticas para la venta de goma de mascar. Hoy, cerca de la antigua finca Medcef-Eden, en la estación del metro de la Calle Cuarenta y Dos, hay futbolines y muchachos con pantalones sin vueltas, muy ceñidos, que menean las caderas. Durante el verano de 1960, cuando la Grand Ópera House entorpecía los planes de un gran grupo residencial, se personaron los equipos de remodelación. El último toque de la antigua elegancia desapareció de la Octava Avenida.

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En tardes soleadas, frente al Hotel Plaza, Freddy Phillips se sube lentamente en una “victoria” y se prepara a empezar otro día en una carrera en la que ha consumido una docena de carruajes, veinte caballos y por lo menos un centenar de chisteras. El señor Phillips,

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de ochenta y pico de años, ha sido cochero en Nueva York desde 1901, y se agarra a sus riendas lo mismo que a su pasado. Cuando no hace calor, no sale; únicamente se queda fuera del Plaza con otros miembros del equipo de chisteras: Bne Potter, que da de comer manzanas a su caballo; Broadway Jack, un chofer de taxi arrepentido, y unos pocos más que, al primer centelleo en los ojos de un turista, preguntan en seguida: --¿Coche? Durante su carrera en Nueva York, el señor Phillips ha llevado personas tan dispares como Enrico Caruso, John D. Rockefeller y Arnold Rothstein. --Rothstein me debe dos dólares—dice el señor Phillips, chupando un cigarrillo que le han ofrecido--. Oh, lo llevaba a él y a su rubia por toda la ciudad. Entonces, en Park Avenue la calzada estaba polvorienta y The-Tavern-on-the-Green era ub redil. Tiffany se encontraba en la Calle Quince. Una vez llevé al campeón de los pesos pesados, Bob Fitzsimmons al restaurante de Jack en Broadway. Cuando llegamos me dijo: --Ven, chico, bebe algo. Ben Potter se acercó y dijo: --Una vez tenía yo un caballo ruidoso, llamado Murphy, y una noche un policía me paró y quiso ponerme una multa porque decía que mi caballo turbaba el descanso. Preguntó cómo se llamaba el caballo y cuando le dije que Murphy, este gigante de policía irlandés paró de escribir y exclamó: “Demonios, no puedo multar a un caballo con ese nombre”. --Así era en aquellos días—dijo el señor Phillips--. Entonces llevábamos buenas chisteras, pero las que tenemos ahora son baratas. Si llueve, ¡buenas noches! Las compramos a un tio que se presenta con lotes de sombreros usados y pregunta: “¿Cuánto me da por estos?”. Yo siempre digo “dos dólares”, y nunca le doy más. En toda su existencia, la mayoría de los cocheros han transportado por Central Park a los famosos y a los infames. Prefieren acordarse de los viejos días en que los coches de caballos recorrían toda la ciudad y no sólo Central Park.

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--Pero nunca me retiraré de esta actividad—dice el señor Phillips--. Me da igual morir en el pescante que en cualquier otro sitio.

---000---31.398 palabras—

Amontonadas en oscuros armarios en toda la ciudad de Nueva York hay muñecas con trajes y peinados pasados de moda, con su pintura desgastada, sus narices aplastadas porque un día fueron abrazadas con demasiado vigor por unas niñas que hoy son abuelas. Algunas veces se ven estas muñecas entre los montones de los traperos, o en los escaparates de los anticuarios, al lado de alguna espada oxidada, completamente olvidadas por sus dueñas, que ahora viven en un torbellino de vida moderna. Pero hay algunas dueñas que comparten el triste sino de aquellas figuritas en un tiempo graciosas, en un tiempo queridas. En una ciudad de estrellas del cine mudo y de viejos “fans” que raramente las reconocen. Aunque algunas veces, en Broadway, un anciano se vuelve de pronto, mira a una figura que pasa, y exclama: --¡Pero si usted es Nita Naldi! Las gentes tropiezan con él y alguien grita: --Eh, señor, mire por dónde va. --Lo siento. --Señor, por el amor de Dios, una limosnita…--pide un mendigo. La gente sigue adelante, dejando atrás al mendigo y al señor que ha reconocido a Nita Naldi. Mita Naldi anda apresuradamente y da la vuelta a la esquina para entrar en un modesto hotel, donde pocos recuerdan que solía actuar con Valentino y que en un tiempo fue el símbolo de todo lo exótico, pasional y fatal del cine mudo. En Nueva York, donde quiera que se vaya, hay probabilidades de encontrar a personas que un día estuvieron en la cumbre. Al mediodía, sentada en Schrafft, sin que nadie la reconozca, está Gertrude Ederle. Es posible que algunos de los que comen en

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Schrafft estuvieran entre los dos millones que acogieron con vítores a la señorita Ederle en 1926, el año en que cruzó a nado la Mancha y fue honrada con una bienvenida en el bajo Broadway bajo una lluvia de confeti. Entonces el presidente Colidge la había llamado “La mejor chica de Norteamérica”. Recibió propuestas de matrimonio y alguien escribió una canción llamada “Tell me, Trudy, who is going to be the Lucki one?”. La señorita Ederle tendrá unos cincuenta años y pesa ochenta kilos. Lleva un aparato para sordos. Nunca se ha casado. --Estuve enamorada una vez—recuerda--. En 1929. Estaba prácticamente comprometida con aquel hombre. Era un tipo atlético, de uno ochenta de alto. Puede parecer tonto, pero una vez le dije: “Con mi oído defectuoso puedo ser difícil para un hombre…”. Naturalmente, esperaba que me dijera: “Cariño, no me importa nada lo de tu oído. Yo te quiero”. En cambio dijo: “Creo que tienes razón, Trudy. Sería difícil para un hombre”. De todos modos, no lo he olvidado. A nueve manzanas de distancia, en una taberna llena de humo, un hombre delgado de pelo cano, hace todo lo posible para que se acuerden de él. Ofrece de beber a todo el mundo, y distribuye tarjetas que dicen: “Billy Ray, Último Púgil Superviviente de los Nudillos Desnudos”. Ray, que ahora tiene cerca de noventa años, era un tipo tan duro que cuando el reglamento impuso los guantes de boxeo se retiró. Ahora estaba en un taburete del Neutral Corner y Tony Janiro le estaba sirviendo otro trago. Bill Ray tenía los ojos medio cerrados y estaba ejerciendo un antiguo privilegio de Nueva York; el de rememorar cosas pasadas. --En los años ochenta un corte de pelo costaba sólo diez centavos –divagaba--…Echaron a Florence Burns del hipódromo de Sheepshead Bay por fumar… O, me encantaba ir a la Calle Catorce y oír a Maggie Cline cantar “Throw Em Down, McCloskey”… Dicen que Steve Brodie no se tiró del puente de Brooklyn… Son todos unos mentirosos… yo lo ví… estaba presente. Podría estar contando cosas todo el día…Jersey Jimmy, el carterista nacional, tenía una taberna en la Bowery… Algunas veces

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uno se encontraba con difuntos sentados en la barra. Después de un velorio los hombres traían a los muertos consigo, los sentaban en la barra y empezaban a beber… Cuando habían terminado, el barman preguntaba: “¿Quién paga?”. Ellos señalaban al difunto… y se marchaban.

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Nueva York no es una ciudad buena para los ancianos. La ciudad hace caso omiso de ellos; los viejos no logran ponerse a su paso, Mary Amstrong, la dueña de la tienda de mermeladas de la Novena Avenida, raramente sale de su vecindario. Pero cuando lo hace se queda invariablemente impresionada viendo cómo ha cambiado la ciudad. Algunas veces señala y dice: “¡Oh, mirad lo que han hecho con eso! ¡Eso ha estado allí durante veinticinco años!”. Fue el último columnista, O.O. McIntyre, el primero que hizo publicidad a la señorita Amstrong cuando, en 1937, la propuso como “La viejecita de Nueva York”, inspirándose en una canción entonces en boga. La describió “con sus gafas de metal, con un moño apretado, al estilo de 1890, brincando entre sus estanterías de mermeladas como un reyezuelo en un seto”. Seguía diciendo que “Catherine Cornell iba allí a comprar su mermelada de moras y que la señora Brock Pemberton iba por fresas con ron”. Después de publicarse este artículo, la señorita Amstrong mandó hacer un letrero que decía: “Tienda de Mermeladas de la Abuela”. Pero Nueva York es una ciudad donde una sola aparición en los periódicos no es suficiente. Ella tiene ahora ochenta y dos años. Su tienda de mermeladas, todavía en el número 174 de la Novena Avenida, queda hoy día fuera de paso y siguen como clientes unos pocos viejos de Connecticut y Nueva Jersey que aprecian su mermelada de tomate y su manteca de limón. A menudo los ancianos mueren en Nueva York como han vivido: solos. Los periódicos de Nueva York tienen siempre historias sobre descubrimientos tardíos de muertos en habitaciones lóbregas y sucias. Algunas veces la policía encuentra que el difunto,

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considerado pobre, tenía escondido en un colchón miles de dólares, y ante estas noticias todo el vecindario se emocionada. Así sucedió el primero de abril de 1960 en el caso de una extraña y apacible señora que solía recoger basura en las calles y que fue encontrada muerta en su piso del número 831 de la Calle 163 Este, encima de un montón de harapos, con casi 100 mil dólares. Durante treinta años, en el Bronx, la señora Helen Kay, que era lectora de Spinoza, había sido vista recogiendo harapos, cascos de bebidas y alimentando gatos. Vestía siempre muy pobremente e iba desaliñada, aunque se decía que en su piso había docenas de sombreros de plumas muy elegantes y trajes de época que ella nunca se ponía. Los vecinos decían que había frecuentado la universidad, pero no sabían dónde. Tenían la idea de que hablaban varios idiomas, pero desconocían cuáles. Sabían que era la viuda de un doctor --¿o tal vez un dentista?--. La veían diariamente hurgar en los cubos de basura y, sin embargo, sabían bien poco sobre esta septuagenaria a la que llamaban “la señora de los andrajos”. La policía del Bronx no logró descubrir parientes o familiares. Pero en los montones de harapos en el piso de 46 dólares al mes, descubrieron ocho libretas de ahorros con depósitos que en conjunto sumaban más de 46 mil dólares y 124 acciones de American & Telegraph, además de obligaciones en otras sociedades. Así que aquella soleada mañana de abril, se abrieron las ventanas en el piso de la señora de los andrajos, “por primera vez en veinte años”, dijo el encargado del inmueble. Y tres hombres armados de escobas barrieron las pilas de papel, de abrigos viejos y de cascos de soda vacíos. --Siempre le decía que tenía que gozar un poco de la vida –dijo Lillian Richman, la sombrerera que trabajaba en la tienda de abajo--. Le decía que debía mudarse al Concourse Plaza. El cuerpo de la “señora de los andrajos” que nadie reclamó fue llevado al depósito de cadáveres del Hospital Jacobi; su dinero entregado al administrador público del Bronx, está todavía en espera de una decisión estatal; su piso, repintado y con el alquiler incrementado, está ocupado ahora por una familia de portorriqueños.

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Esto ocurre en Nueva York, donde mueren 250 personas cada día y donde los vivos se precipitan a los pisos vacíos. Esto es lo que pasa en esta ciudad grande, impersonal, dividida en departamentos, donde en la página 29 del periódico de la mañana hay retratos de muertos; en la página 31 fotografías de prometidos; en la página 1 fotos de los que gobiernan al mundo y que gozan de los años prósperos antes de terminar en la página 29.

--------------------------------------00000---------------------------------------------EL TEXTO QUE SIGUE ES UN MODELO PARA UN RETRATO DE ALEJANDRO O DE MUCHOS COMO ÉL.

--Eh, señorito, deme unos centavos. El viejo, con la mano extendida, tenía una cara inteligente y unos vivos ojos azules. ¿Quién es él? ¿Cómo ha terminado aquí en la calle Bowery, el único sitio de Nueva York en donde el nivel de vida no ha subido? Cada tarde se le puede ver alrededor de las tabernas con otros cientos como él: sin afeitar, sin lavar, algo temblorosos. La mayoría de los hombres parecen haber perdido su orgullo y esperanza, aunque cada año en Navidades algunos de ellos tratan de ganar algún dinero apareciendo en las aceras disfrazados de Papá Noel para los Voluntarios de América, una organización que les da alojamiento y los alimenta, les paga 4 dólares al día y los envía por la ciudad alta vestidos de Papá Noel a tocar campanillas en las esquinas y recoger donativos en cajas en forma de chimeneas. Millones de ciudadanos que están de compras para las Navidades pasan al lado de estos Papá Noel en la Quinta Avenida y en Madison sin darse cuenta de que detrás de esas abundantes barbas postizas hay unos alcohólicos que tratan de reformarse, que intentan enfrentarse otra vez con la vida, quizás en seguida, sin disfraz. El año pasado uno de los Papá Noel de la acera era un ex ingeniero de la Lockheed que había perdido el empleo por beber; otro era un actor del programa de televisión Capitán Video; un tercero era un

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profesor de Harward que una noche sorprendió a su mujer en la cama con otro hombre. Disparó y mató a los dos y fue condenado a prisión. Después de ser puesto en libertad pasó cuatro años sin dar golpe y bebiendo en la Bowery hasta que un día se presentó a los Voluntarios en busca de ayuda. Muchos hombres de la Bowery buscan ayuda, pero la mayoría se hunden en el fango y allí se quedan. No tienen otro sitio adonde ir, aunque algunos dicen que se quedan en la Bowery porque quieren. Uno de ellos es un alegre mendigo barbudo que se llama a sí mismo “Bozo, Rey de los Vagabundos Intelectuales”. Cualquier noche de verano se puede encontrar a Bozo gozándola en la Sammy´s Bowery Follies con una cerveza en la mano y espuma en los labios. Lleva puestas cuatro o cinco camisas a un tiempo, un traje de baño debajo de los pantalones y un impermeable enrollado en su bandolera. La mayoría de sus camisas llevan números ( o nombres de equipos). Por la tarde nada y toma baños de sol en Coney Island, donde algunas señoras italianas o judías le dan emparedados y fruta. Por la noche duerme debajo del entarimado del paseo en la orilla del mar, o, si hace demasiado frío, se queda en un dormitorio de la Bowery pagando 70 centavos. Es un hombrecito tan alegre y extravagante que muchas personas lo convidan a cenar “para reírse”. Y por las noches, algunos “legionarios” lo invitan a fiestas y al final le largan dos o tres dólares. Dado que a los turistas les encanta hacerse fotografiar al lado de su larga barba blanca en Sammy´s Bowery Follies, la dirección del local lo considera una “atracción” y lo convida a cerveza. --Después de todo –dice—no soy un vagabundo cualquiera: soy un vagabundo clásico, dinámico y extraordinario. El verdadero nombre de Bozo es Frederick Aloisius Clarke. Nació en Provincetown, Massachussets, por el año 1892. Dice que de joven se hizo marinero y que más tarde estuvo varios años viajando con espectáculos verbeneros, primero como mozo, luego como blanco en un “stand” de tiro de pelota, y por fin como anunciador en

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las tiendas de fenómenos y masajista de un grupo de bailarinas llamadas “The Eight Virginia Rosebuds”. Bozo confiesa haberse casado tres veces, todos matrimonios breves y desagradables. Guiñando el ojo dice que el concubinato es mejor. Cuando se le pregunta si ha tenido hijos, su contestación es siempre la misma. --Siempre que paso por delante de un orfanato, tiro algunos centavos por encima de la tapia. Quiero que algo le toque a mis hijos. Cultiva la amistad (y se hace con las señas) de casi todos los que conoce, y a veces se presenta sin previo aviso a la hora de cenar. Con su gorroneo y una pequeña pensión que dice recibir por su participación en los incidentes de 1914 en la frontera mexicana, logra vivir a su gusto. Bozo dice que Nueva York es una ciudad buena para los vagabundos, pero añade que no le gustaría morir aquí y ser sepultado con los muertos desconocidos en la fosa común. En las raras ocasiones que habla de la muerte, la expresión despreocupada de Bozo cambia de pronto y se tiene la impresión de que no está completamente satisfecho de ser un vagabundo en la Bowery. Sabe muchas cosas sobre la fosa común; sabe que está en la isla de Hart y que allí hay presos. Y sabe que son los presos los que sepultan a los muertos cada semana en la fosa común: cavan grandes hoyos lo bastante anchos para 150 ataúdes de pino, y colocan una piedra encima de cada uno de ellos “y uno ni siquiera sabe cuál es su maldita piedra”. Algunas veces Bozo se siente tan solo y triste en la Bowery, que se pasa a la bebida fuerte y se abandona a una juerga alcohólica. Durante algunas semanas nadie le vuelve a ver en Sammy´s. Ordinariamente acaban encontrándole en el arroyo, con la cara sucia y varias contusiones, porque cuando se entrega al alcohol se vuelve ofensivo e insulta a hombres importantes de la Bowery, que lo golpean. Pero luego se recupera y unos días después vuelve a ser el feliz vagabundo intelectual que bebe cerveza en Sammy´s, que da

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palmadas en la espalda, que ríe, que posa para fotografías con los turistas y que dice: --Hace cinco años yo era un vagabundo. Ahora ¡miradme! Y más tarde, por encima de las canciones y del ruido de los jarros de cerveza, se le oye gritar: --Yo no soy un vagabundo corriente; yo soy clásico, dinámico…

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Potter´s Field (la fosa común) es una solitaria parcela en la isla de Hart, en la bahía de Long Island, donde el agua baña suavemente su orilla blanca arenosa. No hay hierba en la isla sino tan sólo maleza. No hay ruidos, salvo los producidos ocasionalmente al arrancar o parar el coche del alcalde, las idas y venidas del pesado transbordador desde City Island, y el paso lento y arrastrado de los presos que barren las hojas secas de las aceras. Cerca de 1.200 presos viven en un extremo de la isla de Hart. Al otro lado está Potter´s Field. La fosa común ocupa trece hectáreas, o sea una tercera parte de la isla. Cerca de 200 cadáveres y muchos miembros amputados en los hospitales son sepultados cada semana en las cajas de pino que el transbordador trae en ocho minutos cruzando la bahía. Veinticinco presos descargan las cajas, cavan los hoyos y cada martes y cada jueves sepultan 150 ataúdes en cada fosa. Luego cubren con tierra las cajas apretujadas y señalan el lugar con una piedra; una piedra que no lleva ningún nombre, tan sólo un número. En un fichero de la oficina de del alcalde están los nombres de los 500 mil pobres sepultados bajo las distintas piedras desde el primer entierro en Potter´s Field, que se remonta a 1868: el de Louisa Van Slyke, que murió sin amigos en el viejo Hospital de la Caridad. Los ataúdes se quedan en las fosas durante quince o veinte años. Luego, como hace falta más espacio para las cajas que llegan continuamente, se vuelven a cavar los hoyos. Los viejos ataúdes, durante este tiempo, se han desintegrado y ha desaparecido. Pero en

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el caso de que afloren algunos huesos, se recogen, se colocan en otra caja de pinto y se vuelven a enterrar en la fosa, Y así continuamente en Potter´s Field. Los muertos no tienen descanso. Como ha dicho el novelista William Styron, estas personas mueren dos veces, tres veces. Y así será siempre en la ciudad de Nueva York: los pobres mueren, sus cuerpos se quedan sin identificar durante algunas semanas en el depósito de cadáveres de la ciudad, y luego son enviados para ser sepultados no en la ciudad de su elección, sino en esta apartada isla donde su vista no va a producir más ninguna molestia a los vivos. Se convierten en polvo a una veintena de kilómetros de Times Square; lejos de las muchedumbres apretadas, lejos de los masajistas de señoras; lejos del fabricante de carros de mano; de los aficionados a los tribunales; de los porteros; de los enanos luchadores y de las telefonistas que dicen: --Si la gente quisiera buscar los números… Y del anunciador del metro que dice: --Cuidado al salir, por favor… Y del cinéfilo que grita: --Pero, ¡usted es Nita Naldi! Y del vagabundo bebedor de cerveza que, hasta el día de su muerte convencerá a todos, salvo a los enterradores, gritando: --Yo no soy un vagabundo corriente; soy un Vagabundo clásico, Dinámico. Extra- O R D I NARIO.

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NOTA: Este es un libro extraordinario. Un ejemplo de cómo captar el espíritu de una ciudad. Hay viñetas y personajes que me servirán para elaborar algunas crónicas un poco más a fondo sobre Bogotá. Y, desde luego, algunos perfiles de personajes que he conocido: Alejandro Osorio, Panda, Rafael Ángel, Guillermo Bustamante, Sonia Truque, Fernando Arellano, Fernando Denis, etc. Un material similar podría ser publicado en El Espectador. Hay que leer con cuidado a ROBERTO ARLT, el de los aguafuertes porteños

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