michon, pierre - vidas minúsculas

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VIDAS MINÚSCULAS Pierre Michon A Andrée Gayaudon Por desgracia, él cree que la gente humilde es más real que la otra. André Suarès VIDA DE ANDRÉ DUFOURNEAU Entremos en la génesis de mis pretensiones. ¿Tengo algún antepasado que fue gallardo capitán, joven alférez insolente o negrero ferozmente taciturno? ¿Al este de Suez algún tío que volvió a la barbarie debajo del casco d e corcho, los pies enfundados en jodhpurs y la amargura en los labios, personaje trivial que suelen asumir las ramas menores, los poetas apóstatas, todos los deshonrados llenos de honor, de recelo y de memoria que son la perla negra de los árboles genealógicos? ¿Un antecedente marino o colonial cualquiera? La provincia de la que hablo no tiene costas, playas ni arrecifes; ni exaltado habitante de Saint-Malo ni altivo marino provenzal oyó en ella la llamada del mar cuando los vientos del oeste la derraman, purgada de sal y llegada de lejos, sobre los castaños. Dos hombres, sin embargo, que conocieron esos castaños, seguramente se protegieron debajo de ellos de algún chubasco, tal vez amaron allí, en todo caso allí soñaron, se fueron bajo árboles muy diferentes a trabajar y a sufrir, a no cumplir su sueño, a amar quizás una vez más, o simplemente a morir. Me han hablado de uno de esos hombres; al otro creo que lo recuerdo. Un día del verano de 1947, mi madre me lleva en brazos, bajo el gran castaño de Cards, al lugar donde se ve desembocar de pronto el camino comunal, ocultado hasta allí por el muro de la porqueriza, los avellanos, las sombras; hace buen

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Michon, Pierre - VIDAS MINÚSCULAS

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VIDAS MINSCULAS

Pierre Michon

A Andre Gayaudon

Por desgracia, l cree que la gente humilde es ms real que la otra. Andr Suars

VIDA DE ANDR DUFOURNEAU Entremos en la gnesis de mis pretensiones. Tengo algn antepasado que fue gallardo capitn, joven alfrez insolente o negrero ferozmente taciturno? Al este de Suez algn to que volvi a la barbarie debajo del casco d e corcho, los pies enfundados en jodhpurs y la amargura en los labios, personaje trivial que suelen asumir las ramas menores, los poetas apstatas, todos los deshonrados llenos de honor, de recelo y de memoria que son la perla negra de los rboles genealgicos? Un antecedente marino o colonial cualquiera? La provincia de la que hablo no tiene costas, playas ni arrecifes; ni exaltado habitante de Saint-Malo ni altivo marino provenzal oy en ella la llamada del mar cuando los vientos del oeste la derraman, purgada de sal y llegada de lejos, sobre los castaos. Dos hombres, sin embargo, que conocieron esos castaos, seguramente se protegieron debajo de ellos de algn chubasco, tal vez amaron all, en todo caso all soaron, se fueron bajo rboles muy diferentes a trabajar y a sufrir, a no cumplir su sueo, a amar quizs una vez ms, o simplemente a morir. Me han hablado de uno de esos hombres; al otro creo que lo recuerdo. Un da del verano de 1947, mi madre me lleva en brazos, bajo el gran castao de Cards, al lugar donde se ve desembocar de pronto el camino comunal, ocultado hasta all por el muro de la porqueriza, los avellanos, las sombras; hace buen tiempo, mi madre seguramente lleva un vestido ligero, yo parloteo; en el camino, su sombra precede a un hombre desconocido para mi madre; se detiene; mira; est conmovido; mi madre tiembla un poco, lo inhabitual pone su nota sostenida entre los ruidos frescos del da. Por fin el hombre da un paso, se presenta. Era Andr Dufourneau. Ms tarde, dijo que haba credo reconocer en m a la nia que haba sido mi madre, tan pequea como todava debilucha, cuando l se fue. Treinta aos, y el mismo rbol que era el mismo, y la misma criatura que era otra. Muchos aos antes, los padres de mi abuela haban solicitado que la asistencia pblica les confiara a un hurfano para ayudarlos en los trabajos de la granja, como sola hacerse entonces, en la poca en que no haba sido elaborada la mistificacin complaciente y retorcida que, so pretexto de proteger al nio, muestra a sus padres un espejo lisonjero, edulcorado, suntuario; bastaba entonces con que el nio comiese, durmiera bajo techo, aprendiera del contacto con sus mayores los pocos gestos necesarios para esa supervivencia de la que hara una vida; se supona, por lo dems, que la tierna edad supla la ternura, paliaba el fro, la pena y los duros trabajos que endulzaban las galletas de alforfn, la belleza de los atardeceres, el aire bueno como el pan. Les enviaron a Andr Dufourneau. Me gusta imaginar que lleg una tarde de octubre o de diciembre, empapado de lluvia o con las orejas enrojecidas por la helada; por vez primera sus pies pisaron ese camino que nunca ms volvern a pisar; mir el rbol, el establo, la manera en que el horizonte de aqu recortaba el cielo, la puerta; mir los nuevos rostros bajo la lmpara, sorprendidos o conmovidos, sonrientes o indiferentes; tuvo un pensamiento que no conoceremos. Se sent y comi la sopa. Se qued diez aos.

Mi abuela, que se cas en 1910, todava era soltera. Se encari con el pequeo, al que seguramente envolvi en esa fina amabilidad que yo le conoc, y con la cual atemper la bonachonera brutal de los hombres que l acompaaba al campo. No conoca ni conoci nunca la escuela. Ella le ense a leer, a escribir. (Imagino una tarde de invierno; una campesina jovencita vestida de negro hace rechinar la puerta del aparador, saca un cuadernito metido dentro, el cuaderno de Andr, se sienta cerca del nio que se ha lavado las manos. En medio de las parrafadas en dialecto, una voz se ennoblece, se coloca un tono ms arriba, se esfuerza con sonoridades ms ricas para adaptarse a la lengua de vocablos ms ricos. El nio escucha, repite temeroso primero, luego co mplacido. Todava no sabe que a los de su clase o especie, nacidos ms cerca de la t ierra y ms prontos a volver a caer en ella, la Bella Lengua no les da grandeza, s ino nostalgia y deseo de grandeza. Deja de pertenecer al instante, la sal de las horas se diluye, y en la agona del pasado que siempre comienza, el porvenir se a lza y de inmediato echa a correr. El viento golpea la ventana con una rama desca rnada de glicina; la mirada azorada del nio se pierde en un mapa de geografa.) No le faltaba inteligencia, seguramente decan que aprenda rpido; y, con el sentido comn l ido y apocado de los campesinos de antao que relacionaban las jerarquas intelectua les con las sociales, mis abuelos, sobre la base de vagos indicios, elaboraron, para dar cuenta de esas cualidades incongruentes en un nio de su condicin, una fic cin ms conforme con lo que consideraban verdadero: Dufourneau se convirti en el hij o natural de un pequeo hidalgo local, y todo volvi al orden. Nadie sabe ya si fue informado de esa ascendencia fantasmal surgida del impertur bable realismo social de los humildes. Importa poco: si lo fue, lo tom con orgull o y se prometi reconquistar aquello que, sin haberlo tenido jams, le haba sido quit ado por la bastarda; si no lo fue, una vanidad se apoder de ese campesino hurfano c riado tal vez con un vago respeto, seguramente con miramientos inusitados, que l e parecieron tanto ms merecidos cuanto que ignoraba su causa. Mi abuela se cas; tena apenas diez aos ms que l, y quizs el adolescente que ya era suf ri por ello. Pero mi abuelo, he de decirlo, era jovial, clido, generoso, y granjer o mediocre; en cuanto al nio, creo haber odo a mi abuela decir que, era agradable. Seguramente los dos jvenes se tuvieron cario, el alegre vencedor del momento con su bigote amarillo, y el otro, el imberbe, el taciturno, el llamado en secreto q ue esperaba su hora; el elegido impaciente de la mujer y el elegido calmadamente crispado de un destino ms grande que la mujer; aquel que bromeaba, y aquel que e speraba que la vida le permitiese bromear; el hombre de tierra y el hombre de hi erro, sin perjuicio de su fuerza respectiva. Los veo salir de cacera; sus aliento s danzan un poco y luego son tragados por la bruma, sus siluetas se borran antes de la orilla del bosque; los oigo afilar sus guadaas, de pie en el amanecer prim averal; luego caminan y la hierba se aplasta, y el olor crece junto con el da, se exaspera con el sol; s que se detienen cuando llega el medioda. Conozco los rboles debajo de los que comen y hablan, oigo sus voces pero no las entiendo. Luego naci una niita, vino la guerra, mi abuelo se fue. Pasaron cuatro aos, en los que Dufourneau acab de hacerse hombre; tom a la nia en sus brazos; corri a avisar a Elise que el cartero vena por el camino de la granja, trayendo una de las cartas, puntuales y aplicadas, de Flix; de noche con la lmpara, pens en las provincias lej anas donde el fragor de las batallas arrasaba aldeas a las que l dotaba de un nom bre glorioso, donde haba vencedores y vencidos, generales y soldados, caballos mu ertos y ciudades imposibles de tomar. En 1918, Flix regres, con armas alemanas, un a pipa de espuma, algunas arrugas y un vocabulario ms extenso que a su partida. D ufourneau apenas tuvo tiempo de escucharlo: lo llamaban al servicio militar.

Vio una ciudad; vio los tobillos de las esposas de los oficiales cuando suben en auto; oy a los jvenes que rozaban con el bigote la oreja de hermosas criaturas he chas de risas y de seda: era la lengua que conoca por Elise, pero pareca otra, de tan bien que sus indgenas conocan sus vericuetos, sus ecos, sus astucias. Supo que era un campesino. Nada nos har saber cmo sufri, en qu circunstancias fue ridculo, el nombre del caf donde se emborrach. Quiso estudiar, en la medida en que se lo permitan las servidumbres militares, y parece que lo logr, pues era un buen chico, capaz, deca mi abuela. Toc manuales de aritmtica, de geografa; los guard entre sus bultos, que olan a tabaco, a jovenzuelo pobre; los abri y conoci la angustia de quien no entiende, la rebelda que no hace c aso y, al cabo de una alquimia tenebrosa, el diamante puro de orgullo con el que el entendimiento ilumina, por un instante fugaz, al espritu siempre opaco. Fue un hombre, un libro o, ms poticamente, un cartel de propaganda de la infantera coloni al lo que le revel frica? Qu fanfarrn de subprefectura, qu novelucha atascada en la ar ena o perdida en la selva sobre ros interminables, qu grabado del Magasin pittores que, donde sombreros de copa relucientes, negros como ellas y como ellas sobrena turales, pasaban triunfales entre caras relucientes, hizo espejear a sus ojos el continente oscuro? Su vocacin fue ese pas donde los pactos infantiles que uno hac e consigo mismo todava podan esperar, en esa poca, lograr revanchas deslumbrantes, con tal que uno aceptara confiar en el dios altanero y sumario del todo o nada; ah era donde l jugaba a la taba, dispersaba los bolos indgenas y destripaba las selva s con la bola de plomo de un sol enorme, apostaba y perda cien cabezas de ambicio sos cubiertas de moscas sobre los contrafuertes de arcilla de las ciudades sahar ianas. Se sacaba con gran escndalo de la manga un tro de reyes blancos y, guardndos e Sus dados cargados hechos de marfil y bano con su taleguita de bfalo, desapareca en las sabanas, con pantaln rojo vivo y casco blanco, con mil nios perdidos en su estela. Su vocacin fue frica. Y me atrevo a creer por un instante, sabiendo que no fue as, que lo que lo llev all no fue tanto la grosera atraccin de la fortuna que se poda ha cer, sino una rendicin incondicional entre las manos de la intransitiva Fortuna; que era demasiado hurfano, irremediablemente vulgar y sin nacimiento para hacer s uyas esas santurroneras idiotas del ascenso social, la prueba de un carcter fuerte , el xito ganado slo por el mrito; que parti como blasfema un borracho, emigr de la m isma manera que ste cae. Me atrevo a creerlo. Pero, al hablar de l, hablo de m; y t ampoco dejara de reconocer lo que fue, segn imagino, el mvil principal de su partid a: la seguridad de que all un campesino se converta en blanco y, as fuera el ltimo d e los hijos mal nacidos, contrahechos y repudiados de la lengua madre, estaba ms cerca de sus faldas que un peul o un baul; le hablara en voz alta y ella se recono cera en l, la desposara por los jardines de palmas, entre gente muy dcil convertida en pueblo de esclavos sobre el que se apoyara esa unin; ella le dara, junto con todos los dems poderes, el nico poder que vale: el que atraganta todas las voces cuando se eleva la voz del que Habla Bien. Terminado su tiempo de servicio, volvi a Cards -quizs era diciembre, quizs haba niev e, amontonada en el muro del horno, y mi abuelo, que limpiaba los caminos con la pala, lo vio venir, desde lejos, levant la cabeza, sonriendo, canturreando para sus adentros hasta que lleg a donde estaba- y anunci su decisin de irse a ultramar, como decan entonces, al azul brusco y a la lejana irremediable: uno da el paso de cisivo entre el color y la violencia, pone su pasado detrs del mar. El objetivo a dmitido era la Costa de Marfil; otro, flagrante tambin, la codicia: cien veces o a mi abuela evocar la soberbia con la que, deca ella, haba declarado que all, se hara rico o morira -y hoy da imagino, resucitando el cuadro que mi romntica abuela haba di bujado para ella sola, redistribuyendo los datos de su memoria alrededor de un e squema ms noble y francamente dramtico que una realidad pobre en que el origen ple beyo la hubiera lastimado, cuadro que debi de vivir en ella hasta su muerte y ado rnarse con colores tanto ms ricos cuanto que la primera escena, con el tiempo y l a sobrecarga del recuerdo reconstruido, desapareca-, imagino una composicin a la m

anera de Greuze, alguna partida del hijo vido que teje su drama en la gran cocina d e pueblo ennegrecida por el humo como por los efluvios de un taller y donde, en un gran aliento de emocin que descompone los chales de las mujeres y eleva las ma nos de los hombres incultos en una muda gesticulacin, Andr Dufourneau, orgullosame nte plantado frente a una hucha, con las corvas resaltadas en sus polainas ajust adas y blancas como medias dieciochescas, extiende alargando el brazo una mano a bierta hacia la ventana inundada de lechada de ultramar. Pero era de otra manera como yo, de nio, imaginaba esa partida. Volver de all rico, o morir: esa frase, que s in embargo era bastante poco digna de recuerdo, he dicho que mi abuela la haba ex humado cien veces de las ruinas del tiempo, haba vuelto a desplegar en el aire su breve estandarte sonoro, siempre nuevo, siempre de ayer; pero era yo el que se lo peda, yo el que quera or otra vez ese lugar comn de los que se van: el estandarte que a mis ojos haca restallar al viento, tan explcito como el ideograma de tibias cruzadas de los piratas, proclamaba el inevitable segundo trmino de la muerte y la sed ficticia de riqueza que slo se le opona para abandonarse mejor a ella, el p erpetuo futuro, el triunfo de los destinos que uno apresura al rebelarse contra ellos. Me estremeca entonces con el mismo estremecimiento que me sobrecoga con la lectura de los poemas llenos de ecos y de masacres, de las prosas deslumbrantes. Lo saba: ah tocaba algo semejante. Y sin duda esas palabras, pronunciadas no sin complacencia por un ser deseoso de subrayar la gravedad de la hora, pero demasia do poco instruido para saber decuplicarla fingiendo vencerla con una agudeza, y re ducido entonces, para marcar lo inslita que era, a hurgar en un repertorio que cr ea noble, ciertamente eran literarias; pero haba mucho ms: haba la formulacin, redunda te, esencial y someramente burlesca -y, que yo sepa, una de las primeras veces e n mi vida- de uno de esos destinos que fueron las sirenas de mi niez, a cuyo cant o acab por entregarme, atado de pies y manos, en cuanto llegu a la edad de razn; es as palabras eran para m una Anunciacin y como una Anunciada, me estremeca por ellas sin penetrar en su sentido; mi porvenir se encarnaba, y yo no lo reconoca; no sa ba que la escritura era un continente ms tenebroso, ms incitante y engaoso que frica; el escritor, una especie ms vida de perderse que el explorador; y, aunque explora se la memoria y las bibliotecas memoriosas en lugar de dunas y selvas, que volve r de all repleto de palabras como otros lo estn de oro o morir all ms pobre que ante s -morir de eso- era la alternativa que tambin se ofreca al escribano. Andr Dufourneau se ha ido. He terminado mi jornada; me voy de Europa. El aire marin o sorprende ya los pulmones de este hombre del interior. Mira el mar. All ve a lo s viejos del campo perdidos debajo de su gorra y a unas mujeres completamente ne gras y desnudas que se le ofrecen, los trabajos que ponen terrosas las manos y l os anillos enormes en los dedos de los nuevos ricos, la palabra bungalow y las pal abras nunca ms; ve lo que se desea y lo que se echa de menos; ve cmo espejea infinit amente la luz. Est acodado a la borda, seguramente: inmvil, con la mirada perdida y puesta en ese horizonte de visiones y claridad, con el viento del mar como una mano de pintor romntico que le alborota el pelo y hace un drapeado antiguo con s u chaqueta de algodn negro. Aprovecho la ocasin para dibujar su retrato fsico, que he diferido: el museo familiar ha conservado uno, donde est fotografiado de cuerp o entero, con el traje azul horizonte de la infantera; las bandas de tela a modo de polainas me permitieron, hace un rato, imaginarlo con medias estilo Luis XV; los pulgares estn enganchados en el cinturn, el pecho abombado, y la pose, orgullo sa, con la barbilla levantada, es la que gusta a los hombres pequeos. Vamos, lo q ue parece es un escritor: hay un retrato de Faulkner joven, que era pequeo como l, en el que reconozco ese aire altanero y adormilado a la vez, la mirada pesada p ero de una gravedad fulgurante y negra y, bajo un bigote de tinta que antao ocult la crudeza del labio vivo como el estrpito callado bajo la palabra dicha, la mism a boca amarga que prefiere sonrer. Se aleja de la cubierta, se echa en su litera, all escribe las mil novelas de las que est hecho el porvenir y que el porvenir de shace; vive los das ms plenos de su vida; el reloj del balanceo del barco remeda e l de las horas, el tiempo pasa y el espacio vara, y Dufourneau est vivo como aquel lo en lo que suea; hace mucho que est muerto; yo todava no abandono su sombra. Esa mirada que treinta aos ms tarde se detendr en m toca la costa de frica. Se vislum

bra Abidjn al fondo de su laguna que agotan las lluvias. La barra de Grand-Bassam , que Gide vio y describi, es una ilustracin del antiguo Magasin pittoresque; el a utor de Paludes atribuye cumplidamente al cielo su tradicional aspecto plmbeo; pe ro el mar bajo su pluma parece una ilustracin, color de t. Con otros viajeros que la historia olvid, Dufourneau para pasar la barra debe elevarse por encima de las olas, suspendido en una plataforma movida por una gra. Luego, los grandes lagart os grises, las cabritillas y los funcionarios de Grand-Bassam; los trmites portua rios y, pasada la laguna, la pista que va hacia el interior donde nacen, en la m isma incertidumbre, las anbasis grandes y pequeas, los deslumbrantes deseos en el seno de lo real opaco: las palmeras dum donde duermen serpientes hechas de oro y de seduccin, el chubasco gris sobre los rboles grises, los rboles exticos erizados de espinas feroces y de nombres suntuosos, los horrorosos marabes supuestamente s abios y la palmera de Mallarm, demasiado concisa para proteger del sol, de las ll uvias. El bosque, por fin, se cierra como un libro: el hroe queda entregado a la suerte; su bigrafo, a la precariedad de las hiptesis. Despus de un largo silencio, a Cards lleg una carta, en los aos treinta. La trajo e l mismo cartero manco al que Dufourneau esperaba antao a la orilla del prado, dur ante la guerra y la infancia. (Yo mismo lo conoc, jubilado en una casita blanca, cerca del cementerio del pueblo; podando rosales en un jardn minsculo, le gustaba hablar, con voz fuerte y con un alegre tono gutural.) Y sin duda era en primaver a, las sbanas hoy hechas polvo se calentaban al sol, las carnes descompuestas son rean en la alegra de mayo; y bajo los racimos violentamente tiernos de las lilas, mi madre de quince aos se inventaba una infancia que ya se haba ido. No tena recuer do del autor de la carta; vio a sus padres conmovidos hasta las lgrimas; ella mis ma, en el perfume y la sombra de color violeta, sacerdotales como el pasado, se sinti invadida por una emocin tupida, literaria, deliciosa. Llegaron otras cartas, anuales o bianuales, que contaban de una vida lo que quera decir su protagonista, y que l sin duda crea haber vivido: haba sido empleado fore stal, cortador de madera, por ltimo, dueo de una plantacin; era rico. Nunca me detuve a soar con esas cartas, de timbre y matasellos raros -Kokombo, Malamasso, GrandLahou-, que han desaparecido; creo leer lo que jams le: hablaba en ellas de aconte cimientos nfimos y de felicidades enanas, de la estacin de las lluvias y de las am enazas de. guerra, de una flor metropolitana que haba logrado injertar; de la per eza de los negros, del brillo de los pjaros, de lo caro que era el pan; se mostra ba bajo y noble; daba la seguridad de sus sentimientos ms cordiales. Tambin pienso en aquello de lo que no hablaba: algn secreto insignificante nunca r evelado -no por pudor, sin duda, sino, lo que es equivalente, porque el material lingstico del que dispona era demasiado reducido para exponer lo esencial, y su or gullo demasiado inflexible para permitir que lo esencial se encarnara en palabra s humildemente aproximadas-, algn exceso del espritu en torno a un boato irrisorio , un deleite vergonzoso por todo aquello que le faltaba. Lo sabemos, pues sa es l a ley: no consigui lo que quera; era demasiado tarde para admitirlo: de qu sirve ape lar, cuando se sabe que la condena ser perpetua, que ya no habr aplazamiento ni se gunda oportunidad?

Por fin ese da de 1947: otra vez el camino, el rbol, el cielo de aqu y los rboles qu e se recortan contra este horizonte, el jardincito de los alheles. El hroe y su big rafo se encuentran debajo del castao, pero como siempre ocurre, la entrevista es un fiasco: el bigrafo est en la cuna y no conservar ningn recuerdo del hroe; el hroe s o ve en el nio una imagen de su propio pasado. Si yo hubiera tenido diez aos, sin duda lo habra visto ataviado con la prpura de un rey mago, dejando con una reserva altanera sobre la mesa de la cocina unos productos raros y mgicos, caf, mazorcas de cacao, ndigo; si hubiera tenido quince aos, l habra sido el feroz invlido de regres o de las tierras calientes que gusta a las mujeres y a los poetas adolescentes, e l ojo de fuego en la piel oscura, de hablar fuerte y de vigor furioso; todava aye r, slo con que fuera calvo, yo hubiera pensado que el salvajismo lo haba acariciado en la cabeza, como al ms brutal de los coloniales de Conrad; hoy, fuera quien fue

ra y dijera lo que dijera, pensara de l lo que digo aqu, nada ms, y dara igual. Claro que puedo detenerme en ese da, del que fui testigo y del que no vi nada. S q ue Flix abri varias botellas -su mano, segura entonces, agarraba bien fuerte el sa cacorchos, disparaba con destreza su bonito ruido-, que fue feliz entre los eflu vios del vino, de la amistad y del verano; que habl mucho, en francs para pregunta r a su husped sobre los pases lejanos, en dialecto para evocar los recuerdos; que su ojillo azul brill de sentimentalismo socarrn, que de vez en cuando la emocin y e l sabor del pasado le quebraron una palabra en la boca. Me imagino que Elise esc uch, con las manos en el regazo, en el hueco del delantal, que mir mucho y con un asombro nunca colmado al hombre hecho y derecho en cuyos rasgos buscaba a un nio que una breve expresin le restitua a veces, una forma de cortar su pan, de iniciar una frase, de seguir con los ojos por la ventana el relmpago de un vuelo, de un rayo de luz. S que las expresiones en dialecto volvieron sin pensarlo a unirse co n los pensamientos de Dufourneau (lo que quizs nunca haba dejado de ocurrir) y a p resentarlos en el da sonoro (lo que no ocurra desde haca mucho). Hablaron de los vi ejos difuntos, de las decepciones agronmicas de Flix, con incomodidad de mi padre prfugo; la glicina de la fachada estaba en flor, ese da declin como todos los dems; se despidieron por la noche con un hasta luego que nunca llegar. Unos das despus, D ufourneau se volvi a marchar a frica. Hubo una carta ms, acompaada por un envo de algunos paquetes de caf verde: muchas ve ces, de nio, toqu ensimismado sus granos, a menudo los hice rodar fuera de su grue so embalaje de papel oscuro; nunca fue tostado. A veces mi abuela, cuando ordena ba el estante del armario donde lo guardaba, deca: Mira, el caf de Dufourneau; lo mi raba un poco, le cambiaba la mirada, y luego: Todava debe de estar bueno, aada, pero con el mismo tono con que hubiera dicho: Nunca lo probar nadie; era la preciosa coa rtada de ese recuerdo, de esa palabra; era imagen piadosa o epitafio, llamada al orden para el pensamiento demasiado propenso al olvido, embriagado como est y de sviado de s mismo por el estruendo de los vivos; quemado y consumible, hubiera de cado, profano, en una olorosa presencia; eternamente verde y detenido en un punto prematuro de su ciclo, perteneca cada da ms al ayer, al ms all, a ultramar; era de e sas cosas que hacen cambiar el timbre de la voz cuando se habla de ellas: se haba convertido efectivamente en el regalo de un rey mago. Aquel caf y aquella carta fueron las ltimas seales de la vida de Dufourneau. Les si gui un definitivo silencio, que ni quiero ni puedo interpretar ms que por la muert e. En cuanto a la forma en que lo alcanz la Madrastra, las conjeturas pueden ser inf initas; pienso en un Land Rover volteado en un surco de laterita color de sangre , donde la sangre deja pocas huellas; en un misionero precedido por un monaguill o cuya sobrepelliz enmarca amablemente un rostro de holln, entrando en la cabana de paja donde el amo est en los ltimos estertores de una enorme fiebre; veo una cr ecida que acarrea a sus ahogados, un compaero de Ulises dormido que resbala desde un tejado y queda destrozado sin despertar por completo, una horrenda serpiente de piel ceniza que el dedo roza y de inmediato se hincha la mano, el brazo. Me pregunto si, en la hora extrema, pens en esa casa de Cards en la que estoy pensan do yo, en este mismo instante. La hiptesis ms novelesca -y, eso me gustara creer, la ms probable- me fue sugerida p or mi abuela. Pues ella tena su idea al respecto, que nunca confes por completo, per o que a menudo dejaba vislumbrar; eluda mis preguntas apremiantes sobre la muerte del hijo prdigo, pero recordaba la inquietud con que l haba evocado la atmsfera de motn que reinaba entonces en las plantaciones: en aquella poca, en efecto, las pri meras ideologas nacionalistas indgenas deban de mover a esos hombres miserables, ag achados bajo el yugo blanco hacia un suelo cuyos frutos no disfrutaban; puerilme nte sin duda, pero no sin algo de verosimilitud, lise pensaba en secreto que Dufo urneau haba sucumbido de la mano de obreros negros, a quienes ella se representab a bajo los rasgos de los esclavos de otro siglo, cruzados con piratas jamaiquino

s tales como figuran en las botellas de ron, demasiado resplandecientes para ser pacficos, sangrientos como sus pauelos de madras, crueles como sus joyas. Nio crdulo, compart las opiniones de mi abuela; no renegar de ellas hoy. Elise, que haba sentado las premisas del drama al ensear ortografa a Dufourneau, querindolo com o una madre aunque saba que era una posible esposa, que haba decidido el destino d el pequeo plebeyo al dejarle entrever que tal vez sus orgenes no eran lo que pareca n y que las apariencias, por tanto, eran reversibles, lise, que haba sido la confi dente receptora del desafo orgulloso del inicio y la sibila que lo verti en los odo s de las generaciones futuras, lise deba escribir tambin el desenlace del drama; y lo haca cumplidamente. Ese fin que haba decidido no desmenta la coherencia psicolgic a de su hroe: saba que, como todos aquellos a los que se llama advenedizos slo porque no logran hacer olvidar su origen a los dems ni a s mismos, y que son pobres exil iados entre los ricos sin esperanza de retorno, Dufourneau sin duda haba sido tan to ms despiadado hacia los humildes cuanto que se prohiba reconocer en ellos la im agen de lo que nunca haba dejado de ser; esos trabajos de negros que se enterraba n con la semilla y penaban con la savia hacia el fruto, esas botas de lodo que d eja la reja del arado, ese aire inquieto cuando llega la tormenta o el hombre en corbatado, todo eso antao le haba tocado en suerte, y tal vez lo haba amado, como s e ama lo que se conoce; esa incertidumbre de un lenguaje mutilado que slo sirve p ara negar las acusaciones y atajar los golpes, haba sido suya; para escapar a eso s trabajos que amaba y a ese lenguaje que lo humillaba, haba venido tan lejos; pa ra negar que alguna vez haba amado o temido lo que esos negros amaban y teman, dej aba caer el ltigo sobre sus espaldas, la injuria en sus odos; y los negros, preocu pados por equilibrar la balanza de los destinos, le arrancaron un ltimo terror eq uivalente a sus mil pavores, le hicieron una ltima llaga que vala por todas las ll agas de ellos y, apagando para siempre esa mirada horrorizada en el instante en que por fin admita que era semejante a los suyos, lo mataron. Esta manera de concebir su muerte armoniza ms insidiosamente an con lo poco que s d e su vida; de la versin de lise se desprenda otra unidad diferente a la del comport amiento, una coherencia ms sombra, casi metafsica, casi antigua. Era el eco sarcstic o y deformado de una palabra, como la vida lo es de un deseo: Volver de all rico, o morir; esta alternativa fanfarrona haba sido reducida en el libro de los dioses a una sola frase: haba muerto por la misma mano de aquellos cuyo trabajo lo enrique can; se haba enriquecido con una muerte suntuosa, sangrienta como la de un rey al que inmolan sus subditos; slo fue rico en oro, y de eso muri. Todava ayer, quizs, alguna anciana decrpita sentada delante de su puerta en Grand-B assam se acordaba de la mirada de espanto de un blanco cuando relucieron las hoj as de los cuchillos, del poco peso que tena su cadver, del que retiraron las hojas empaadas; hoy est muerta; y muerta tambin lise, que recordaba la primera sonrisa de un niito cuando le ofrecieron una manzana bien roja, lustrada en el delantal; un a vida sin consecuencia se derram entre manzana y machete, embotando ms cada da el sabor de la primera y afilando el tajo del otro; quin, si yo no lo hiciera constar aqu, se acordara de Andr Dufourneau, falso noble y campesino desnaturalizado, que fue un nio bueno, quizs un hombre cruel, tuvo deseos poderosos y no dej huella ms qu e en la ficcin que elabor una vieja campesina difunta?

VIDA DE ANTOINE PELUCHET A Jean-Benoit Puech En Mourioux, en mi infancia, a veces mi abuela, para divertirme cuando estaba en fermo o tan slo inquieto, iba a buscar los Tesoros. As llamaba yo dos cajas de hoj alata ingenuamente pintadas y llenas de abolladuras, que antao haban contenido gal letas, pero que entonces escondan alimentos muy diferentes: lo que mi abuela saca

ba de ellas eran objetos llamados preciosos y su historia, una de esas joyas tra nsmitidas que son la memoria de la gente humilde. Complicadas genealogas colgaban con los abalorios de las cadenillas de cobre; haba relojes detenidos en la hora de un antepasado; entre ancdotas que se desgranaban siguiendo las cuentas de un r osario, haba monedas que llevaban, con el perfil de algn rey, el relato de una don acin y el nombre plebeyo del donante. El mito inagotable autentificaba su prenda limitada; la prenda brillaba dbilmente en el hueco de la mano de lise, en su delan tal negro, amatista desportillada o anillo sin pedrera; el mito que se derramaba dulzonamente de su boca supla el engaste de los anillos y depuraba el brillo de l as piedras, prodigaba toda la joyera verbal que estalla en los extraos nombres de los abuelos, en la centsima variante de una historia conocida, en los motivos osc uros de los matrimonios, de las muertes. En el fondo de una de esas cajas, para m, para lise, para nuestras interminables c onversaciones secretas, estaba la Reliquia de los Peluchet. Era el tesoro ms anodino y ms valioso. lise pocas veces olvidaba sacarlo despus de t odos los dems, como el predilecto de los Lares; y, como tal, era ms arcaico que lo s otros, simpln, con un arte rudo y desnudo. Su aparicin me provocaba, junto con u na espera turbia, una especie de malestar y una lacerante compasin. Por ms que lo miraba, no estaba a la altura del profuso relato que determinaba en lise; pero su insignificancia lo haca desgarrador, igual que ese relato: tanto en uno como en otro, la insuficiencia del mundo se volva loca. Algo en l se escabulla sin cesar, a lgo que yo no saba leer, y lloraba mi defectuosa lectura: algn misterio se eclipsa ba con un salto de pulga, admita la lealtad divina a lo que huye, se reduce y cal la. No quera que fuera as; mi mano soltaba temerosamente la reliquia, se acurrucab a en las manos de lise; con la garganta hecha un nudo, suplicante, le buscaba los ojos. Esfuerzo intil: ella hablaba, con la mirada atrada por quin sabe qu a lo lejo s, que yo tena miedo de ver; y tambin hablaba de fugas, de cuerpos que desaparecan y de nuestras almas en perpetua huida, de las ausencias visibles con las que sup limos el absentismo de los seres queridos, su desercin en la muerte, en la indife rencia y en las partidas; ese vaco que dejan, ella lo fecundaba con las palabras apresuradas, jubilosas y trgicas que el vaco aspira como la entrada de una colmena atrae al enjambre, y que proliferan en el vaco; volva a crear, para ella misma, p ara su pequeo testigo y para un dios compensador que tal vez estaba atento, tambin para todos aquellos que entre lgrimas haban tenido ese objeto hasta entonces, fun daba y consagraba, eternamente, como lo haban hecho sus antepasadas antes de ella y como yo lo voy a hacer aqu por ltima vez, la sempiterna reliquia. Los Peluchet desaparecieron junto con el siglo pasado; el ltimo, que yo sepa, fue Antoine Peluchet, hijo perpetuo y perpetuamente inacabado, que se llev lejos su nombre y all lo perdi. Este nombre cado en desuso, la reliquia lo llev hasta m: objet o de las mujeres y relevo transmitido de una a otra, mitiga la insuficiencia de los varones y confiere al ms estril de ellos una especie de inmortalidad, que una msera descendencia campesina, con afn de morir y olvidar, seguramente no le habra g arantizado.

Antoine se desvaneci y se convirti en un sueo, ya veremos cul. Tena una hermana mayor , de quien no hablar este relato, pues lise no hablaba de ella; ignoro el nombre d e esta hermana sacrificada, como tambin el del fulano con el que se cas; pero s que esos dos slo tuvieron una hija, a la que llamaron Marie y que cas con un Pallade. Esos Pallade engendraron a su vez dos hijas: una, Catherine, muri sin descendenc ia (yo conoc a esa antepasada); la otra, Philomne, se cas con Paul Mouricaud, de Ca rds, con quien concibi slo a lise, mi abuela; sta, de su relacin con Flix Gayaudon, sl trajo al mundo a mi madre, que dio a luz a una hija que muri pronto, y luego a m. Esto es lo que me conmueve: en esta larga procesin de herederas, hijas nicas y ho nestas, con blusn y toquilla, soy el primer hombre que posee la reliquia desde An toine, que se desposey de ella, pero cuyo nombre conserva; entre todas esas carne s de mujer, yo soy la sombra de esa sombra; desde hace tanto tiempo -ha pasado y a un siglo- soy el que est ms cerca de ser su hijo. Por encima de tantas esposas p

arturientas y abuelas enterradas, tal vez nos mandamos una seal: nuestros destino s difieren poco, nuestros deseos no han dejado huella, nuestra obra no existe. La reliquia es una pequea Virgen con nio de porcelana, soberanamente inexpresiva b ajo un estuche de vidrio y seda que oculta, en un doble fondo sellado, los resto s nfimos de un santo. Para llegar hasta m, este objeto cumpli los trmites que he rel atado, y adopt todos esos nombres; y todos los nombres que he dicho los atestigua n aqu y all las estelas de los cementerios de Chatelus, Saint-Goussaud, Mourioux, invariables a pleno sol y en la helada de las noches; y todas las carnes variabl es que habitaron esos nombres apelaron a la reliquia cuando tuvieron que vrselas con lo esencial, cuando en su nido viviente el ser choca contra s mismo y por efe cto de ese choque aparece o desaparece, cuando hay que nacer y morir. Porque la reliquia es un amuleto. La llevaron a sus lechos de agona (afuera estaba el calor atareado de la cosecha, los hombres de camisa sudada entraban para llorar un in stante cerca del moribundo y luego volvan a salir con esfuerzo bajo el cielo, la paja y su polvo, el exceso de vino que decuplica las lgrimas; o era el invierno t riste, cuando la muerte es banal, desnuda, desabrida), la llevaron antes de que ganara la nada, ellos la miraron antes de naufragar, el ojo espantado de unos y el ojo enmudecido de los otros, la besaron o la maldijeron, Marie que entreg el a lma sin una palabra y lise que en mi presencia demor tres noches, y los esposos de todas ellas, temblorosos y guasones, que hasta sin aliento parloteaban para seg uir negando que hubiese llegado el momento; las manos que ya no apretaban ms que la palidez y el espasmo sin embargo la apretaban; y la empuaban ya las duras garr as de ultratumba, viciosas e inertes como el clavo metido, pero todava de aqu como las ltimas palabras y la esperanza inexorable. Y el mismo impvido objeto los haba recibido cuando, no menos aterrados y negndose con todas sus fuerzas, haban salido del seno de su madre (cuando la cosecha arde en agosto, o en el triste invierno ); pues la reliquia ayudaba a las mujeres en su trabajo de parto, cuando el nomb re con grandes gritos se perpeta. Ni un solo grito dbil de criatura recin aparecida en el atontamiento y el temblor, en el secreto de los cuartitos de sbanas empapa das donde una jovencita dejaba de serlo una vez ms, que no haya presidido la reli quia, triturada por la madre y ensuciada por el nio, mueca siempre virgen y baada e n sudor, enigmtica y reconfortante. Marie la abraz y grit (y su madre Juliette ante s de ella) hasta que la pequea Philomne expulsada hubo gritado a su vez, todava sin nombre ni rostro; y veinte aos ms tarde, Philomne la abraz y grit con un grito apena s diferente, y lo que estaba a punto de ser lise grit; y lise veinte aos ms tarde y l a pequea Andre, y sta un cuarto de siglo despus, y yo mismo, por fin, que no volver a empezar el baile. Como tampoco lo volvera a empezar Antoine, hijo de Toussaint Peluchet y de Juliet te que lo trajo al mundo entre lgrimas, hacia 1850. Naci en Chtain. Es un lugar de vegetacin tupida pero pedregoso, de vboras, dedaleras y trigo sarraceno, y los helchos son altos bajo arcos de sombra azul. Desde las ventanas de la aldea, el nio vio desde que supo ver el campanario achatado de Sai nt-Goussaud, carcomido y avivado por el musgo, y bajo cuyo porche vela un santo protector de madera pintada, con su casulla ingenua de antiqusimo dicono que barre el costado negro de un toro echado que las gentes de aqu llaman el Pequeo Buey, y al que le tienen especial reverencia: el dicono es el buen Goussaud, ermitao del ao mil, pastor exaltado o escoliasta inflexible, fundador; el pelaje del toro est picado con los miles de alfileres que las muchachas risueas, desconsoladas, torpe s, le clavan anhelando encontrar el amor, y las mujeres, con mano ms segura y ya cansada, deseando engendrar. Como yo, Antoine cuando era nio fue llevado ante eso s Lares; en la enorme manaza del padre, su manita se perda, tierna, aventurada; e l padre bajaba la voz, explicaba en un soplo el mundo inexplicable, cmo las manad as de clido aliento dependen de dolos de madera fra, cmo las cosas pintadas e impvida s en la oscuridad reinan en secreto sobre los grandes campos del esto, en un alet azo ms imperioso que la rbita del milano, ms decisivo que la saeta de la alondra. E n la iglesia cegada por sus vitrales musgosos, reinaba la noche; el padre por fi n encendi una luz. Los mil alfileres centellearon al mismo tiempo en la llama del

cirio; la casulla se estremeci, las manos de ocre se abrieron all arriba; y revel ada, interminable, la mirada del santo, irnica e ingenua, qued encima del nio. (Tal vez ms tarde, a los diecisis o dieciocho aos, vino a decir adis al grupo carcom ido y erizado de los pequeos deseos puntiagudos de las mujeres, a buscar ah la con firmacin de lo que, de nio, lo haba impresionado sin darse cuenta; a verificar esto : que lo que le importaba -furia de irse, santidad o robo en despoblado, poco im porta el nombre de la huida, en todo caso rechazo e inercia- no era cosa de todo s, no de los seculares piquetes de alfiler donde cada cual dejaba su huella nfima y su deseo parcelario, sino de uno solo, de deseo masivo, fundador estril y soli psista, el santo de la mirada de madera. Como antao el monje Goussaud, violento s in duda e inmoderadamente vano, que se enclaustr en este bosque de aqu con la espe ranza furiosa de que vinieran a suplicarle aquellos que entre rechiflas lo haban expulsado de las ciudades, y cuya efigie hoy en da mandaba en las cosechas de cin co parroquias, enardeca a las muchachas y fecundaba a las mujeres, y para termina r abra a los hijos prdigos la violencia de los caminos, como ese monje y como todo s aquellos que avivan su brasa con las cenizas con que la cubren, haca falta que se lo negaran todo para tener una oportunidad de poseerlo todo. Me lo imagino, r ostro inolvidable en aquel instante y que todos han olvidado, redescubriendo ese formidable lugar comn; me lo imagino, a Antoine an imberbe, saliendo para siempre de aquella iglesia siempre nocturna, con la furia y la risa crispndole la boca, pero entrando en el da como en su gloria futura.) Qu decir de una infancia en Chtain? Rodillas raspadas, varas de avellano para engaar los das y doblegar las hierbas, ropa ms bien vieja y que apesta a cagalera, monlogos llenos de localismos bajo las sombras lujosas, correras sobre las gavillas ralas , pozos; los rebaos no varan, los horizontes persisten. En verano, la tarde est en el ojo de oro de las gallinas, las carretas en la calma chicha levantan el reloj de sol de su timn; en invierno, el bando de los cuervos domina la regin, reina so bre las tardes rojas y el viento: el nio alimenta su torpor con atrios y con hela das sonoras, pesadamente hace elevarse las pesadas aves, se asombra de que sus g ritos se vuelvan vapor en el aire helado; luego viene otro verano. Supongo que sus padres amaban a aquel nio que lleg tarde. Juliette tiene silencios ; con un pan debajo del brazo se detiene, deja una cubeta en el umbral y la pied ra ms gris bebe el agua fresca, o bien atizando el fuego vuelve la cabeza y una m ejilla resplandece cuando la otra se sombrea, mira al nio jess, al ladronzuelo, el ltimo de los Peluchet. El padre es grande: se ve pequeito en los campos y ya est e nmarcado all, en la puerta, alto como el da y todo hecho de sombra, sobre el hombr o un yugo o su fusil de chispa, y tiende al nio una torcaza, un puado de retama. E s carioso: un da le hace a Antoine silbatos de corteza fresca, de aliso o de lamo t embln; el gran cuchillo tiene movimientos precisos de aguja, la savia gotea en la madera desnuda, en la mano rocallosa el silbato es ligero como una pluma, frgil como un pjaro: el nio serio silba con aplicacin, el padre siente una gran alegra. Po r ltimo, es brutal. Hay en Saint-Goussaud un maestro de escuela, o un cura con resabios de cultura, y que la difunde. Desde noviembre, en la dureza de enero y hasta los lodos de ma rzo, al amanecer el nio se lleva su leo, se instala en el olor a sotana y en aquel otro, sucio y sarnoso, de los nios pueblerinos, ao a ao aprende naderas: que las pa labras son vastas, que son dudosas; que la hierba de los pordioseros tambin se ll ama clemtide, que las cinco hierbas de San Juan, con las que se hacen cruces clav adas en las puertas de los establos, son, junto con la hierba de San Roque, la h ierba de San Martn, Santa Brbara o San Fiacre, gordolobo, escabiosa y cardo; que e l habla del terruo no es coextensiva al universo, y que tampoco lo es el francs; q ue el latn no es slo el violn de los ngeles: que lleva presencias, nombra la alegra q ue uno siente al dormir y la que disfruta al despertar, suscita el rbol y el lind ero tanto como las llagas del Salvador, y que tambin l es insuficiente; por ltimo, y tal vez sea lo mismo, que son de oro objetos diferentes de los copones, los an illos de matrimonio y los luises.

No invento nada: hay -en este momento los bichos lo atraviesan a ciegas, impreci sos buhos negros lo cubren de excremento por la noche-, hay en el desvn de Cards un bal de metal que lise llamaba el cajn de Chtain y en el que duerme la pobre huella decrpita de la Casa Peluchet: entre los Almanaques del Pastor, algunos mens de com idas de boda, viejas facturas que acusan recibo de barricas o de fretros y unos c abos de vela, tres libros son mis testigos, tres libros incongruentes y maravill osamente acertados donde cabe el universo casi entero, tres libros increbles que llevan la firma torpe, demasiado legible y a media plana, de Antoine Peluchet. S on, en una edicin para vendedores ambulantes, Manon Lescaut, una regla de San Ben ito toda reseca y un pequeo atlas. El nio crece, es adolescente. Los libros ya estn o no estan en su posesin, poco imp orta; su ropa sigue apestando a cagalera; debajo de la gorra, tiene dos grandes ojos oscuros que se esquivan, y probablemente un alma excesiva, hambrienta y que slo se devora a s misma, desalentada desde el principio. Es tan grande y fuerte c omo su padre, pero sus brazos no le sirven para nada, no aprietan, quisieran rom per y caen: en la pequea iglesia llena de tierra, imbuida de su olor a tumba, el Santo, el Intil, el Bienaventurado, vigila el grano y echa a perder la cosecha, c on las manos imperiosamente abiertas, imponderables. Hay que imaginar entonces que un buen da Toussaint percibi en el hijo -y desde ent onces ya nunca dej de percibir- algo, gesto, palabra, o ms probablemente silencio, que le desagrad: un toque demasiado ligero en las manceras del arado, una pereza de vivir, una mirada que segua siendo obstinadamente la misma, ya se detuviera e n unos centenos perfectos o en unos campos de trigo en los que se ha revolcado l a tormenta, una mirada igual a la tierra innumerable y siempre igual. Pero el pa dre amaba su parcela: es decir que su parcela era su peor enemigo y que, nacido en esta lucha mortal que lo mantena de pie, le haca las veces de vida y lentamente lo mataba, en la complicidad de un duelo interminable y que haba empezado mucho antes que l, tomaba por amor su odio implacable, esencial. Y sin duda el hijo ent regaba las armas, porque la tierra no era su enemiga mortal: su enemigo era quizs la alondra que va demasiado alto y con demasiada belleza, o la vasta noche estri l, o las palabras que flotan alrededor de las cosas como ropa vieja comprada en una feria; y entonces contra qu poda uno medirse? Luego lleg aquella noche terrible, y no dudo que fuera en primavera, en ausencia de luna, bajo el encanto pesado del heno y de un cielo de ruiseores. Los hombres (porque tambin Antoine es hombre ahora), los hombres han regresado tarde, con las axilas ardiendo por el mango de las guadaas, y un sol gigante que empuja sus lar gas sombras que chocan entre s en las piedras duras del camino; el observador fic ticio, dispersado con la tarde en el olor del gran saco frente a la puerta, los v e entrar, misma silueta y gorra sudada, nucas igualmente quemadas, vagamente mit olgicos como lo son siempre padre e hijo, doble tiempo que se encabalga en el esp acio de aqu abajo. El padre cambia de rumbo y viene a orinar bajo el saco: tiene u na mirada terrosa y parece estar masticando algo negro. La puerta se cierra, la noche paciente viene. Se enciende la vela, por la ventana se ven los tres inclin ados sobre la sopa; el cucharn en la mano de Juliette va y viene, una gran maripo sa espantada golpea los vidrios; corre el vino, mucho vino, slo en el vaso del pa dre. De pronto mira a Antoine, rostro de tinta en la penumbra; un poco de viento agita las umbelas temerosas del saco, se inclinan, rozan el vidrio, de la vela s urge una llama ms clara: en la mirada descubierta de Antoine, esa altivez, esa di gnidad sin causa y exasperada, indiferente. Entonces en la cocina se oyen gritos , una gran sombra gesticulante salta hasta las vigas y luego se arrastra, las si llas golpeadas se vienen abajo. Quin escucha en vano desde el saco? Slo atraviesa lo s gruesos muros el retumbar de tormenta, de tambores, el rumor insensato como de guijarros huecos que alguien sacude, que hace llorar a los nios e inquieta a los perros, la voz de extravagancia antigua y desastrosa de la familia fuera de s. E l padre est de pie, blandiendo algo que maldice y tira al suelo, un vaso lleno, u n libro tal vez, y los grandes puos desatados asestan sobre la mesa verdades que

no se oyen, las nicas verdades, las verdades bobas, aterradas y despavoridas que hablan de antepasados, de muertes vanas y de permanencia de la desdicha. Y en aq uel rincn, cuerpo pobre acurrucado en el rincn del aparador pobre, sombra que aspi ra a ms sombra, qu hace la madre, que ha renunciado a recoger los miserables platos rotos? Solloza tal vez o se calla o reza, sabe algo, es culpable. Por fin la an tigua arrogancia patriarcal recupera su antiguo gesto definitivo, la diestra del padre se extiende hacia la puerta, la llama vacila, el hijo est de pie; la puert a se abre como cae una losa, la luz da en el saco que tiembla suave, interminable mente. Antoine queda un instante enmarcado en el umbral, oscuro a contraluz, y n adie sabe, ni saco ni padre ni madre, cules son entonces sus rasgos; all arriba los ruiseores ensanchan la noche, esbozan las rutas del mundo: que esos caminos musg osos bajo sus pies sean de hierro, de fierro sobre su cabeza esos cielos cantore s. Se va, ya no es de aqu. Y quizs todava se trama, entre el padre que sigue vocife rando o de pronto enmudece con la cabeza entre las manos, el hijo lejos ya, cuyo s pasos se pierden y nunca se volvern a or, y el observador inmvil, espectral, inex istente, mezclado con las flores de saco y saco l mismo, ms evanescente que un olor en la noche, ms vano que la floracin breve del ao 1867, se trama todava una vaga rea lidad, brutal y pesada, como de cuadro viejo o de capitel romano, una realidad q ue percibo a medias y que no entiendo. La vela se apaga, un ruiseor escapa del saco; hacia Saint-Goussaud quizs se oye cru jir la puerta carcomida de la iglesia, pero igual puede ser la de un establo, o dos ramas enemigas en un matorral. Hay estrellas que huyen, o salamandras de oro cuando salta una chispa detrs de los vitrales inmersos en la hierba. De qu otra co sa se queja la noche, dnde se extenan los perros, ciegos y estruendosos? Qu antiguo drama de familia se perpeta en la garganta de los gallos? La sombra mitrada de lo s helchos se adensa en la subida. Espadas de luz cortan los caminos, a menos que sea la luna que ha salido por fin, sobre unos abedules. Dejemos esta hojarasca; el saco se sec, creo, hacia 1930. Me falta Toussaint. Amanece otro da. Una vez ms hay que segar, por ejemplo, el prado del Clrigo, que no es ms que una cuesta, una caada de niebla en el aire negro de los pinares, por do nde est el paso del Lger; se oye una sola guadaa; unos tordos espantados atraviesan la bruma, bruscos insultos salen de la tierra, la guadaa invisible, apenas suspe ndida, vuelve a caer. Cuando se alza la niebla, los Jacquemin, Dcembre, los chico s Jouanhaut, que tambin estn desmontando del lado del Lger, ven al padre solo: est s egando a contracuesta. El medioda no lo calma, el sol vertical de la tarde lo exa spera como un tbano, siega hasta cerrada la noche. Hace mucho que los chicos Joua nhaut, los ltimos en irse, entre risas, estn frente a la sopa; los nicos testigos s on los grandes pinos, inabordables y cercanos, que en s y slo para s susurran, sord os para todo aquello que no sea su duelo: el padre, entre dientes, invoca sobre ellos el fuego de Dios, vuelve a casa. Imaginmoslo en ese camino oscuro. Ningn daguerrotipo lo eterniza, pero que el dest ino, en ese instante, le d un rostro, o el azar: la noche es propicia para los fa lsarios. Su retrato, despus de todo, no es ms ficticio que el de su rival, tan pre ciso, aureolado all, en la pequea iglesia. El rostro que se adivina es tosco, pero de rasgos fuertes: el puente de la nariz, curtido, reluce y atrae hacia s las me jillas altas, las cejas ntidas; un aire orgulloso, pues; el bigote que est por deb ajo es el de los muertos de aquella poca, el de Bloy y el de los generales sudist as: poderoso y maquinal, apropiado para el uniforme y el patriarcado, para las p oses rgidas. A veces se detiene y levanta la cabeza hacia las estrellas: es para saborear el instante cercano en que, bajo la lmpara, ver a Antoine que ha regresad o, el nio de los silbatos de aliso que le sonre; entonces se ven sus ojos clidos, m aliciosos y como infantiles. Luego se va ms rpido, con la gorra ladeada, y ya slo q ueda la quijada de madera, brutalmente desesperada. Es un viejo. Cuando toma el sendero de Chtain y se le ve llegar, se parece mucho a ese que fue Toussaint Pelu chet: pero que no nos engae ese pesado andar de campesino; pues lleva sobre el ho

mbro algo reluciente y mgico, perentorio como el arpa de un rey caduco inventor d e salmos, o una alabarda de lansquenete viejo que ve en la noche cosas que no ha y, sbitos cuernos delante de los setos o pies hendidos en los pasos esculpidos de los bueyes: una guadaa, que deja delante de la puerta y que cae estrepitosamente en el umbral de tanto que le tiembla la mano. Antoine no est. Juliette -cuya envoltura mortal, en mi mente y en estas pginas, est casi totalment e erosionada, como debi de estarlo incluso en vida, escamoteada bajo los mltiples miriaques, el capuchn estilo Chardin y los atavos informes de madona bobalicona o d e anciana, pero a la que sin embargo bien debo imaginar ya encorvada, agotada po r los aos, pero todava con dos grandes ojos hermosos-, Juliette est de pie, con una mano agarrndose quizs a un respaldo, a un reborde, y en el hueco de la otra mano, como un pjaro recogido despus de la lluvia, sujeta la reliquia. Y sin embargo nad ie ha muerto, y no parece que nadie vaya a nacer. El padre la mira suplicante, m udo; tambin podemos pensar que se enfurece: por qu Antoine le haba tomado la palabra ? l tambin se agarra a un mueble, a un respaldo; se sienta un largo rato, se vuelv e a levantar y se queda de pie; seguramente la que se sienta entonces es ella. Y a no queda ms que el ruido idntico del reloj de pndulo de la chimenea, y fuera, dif usamente, los mismos pjaros que ayer; ella se levanta; y as toda la noche, en que la vela se consume hasta el cabo (pero ya es el alba de junio), los dos deposita rios del hijo imploran el porvenir opaco y hueco, recorren su pobre memoria inag otable, el instante pesa sobre ellos con todo su peso de cielo nocturno. O quizs todo eso, esta conciencia de un tiempo roto para siempre en que el pasado va a c recer desmesuradamente, sea prematuro: esperan a Antoine, temblando, tranquiliznd ose y torturndose mutuamente, mientras la pasin de la esperanza los coge en su tor bellino, los rechaza, los deja por muertos insuflndoles vida, un poco de vida que ella toma, echa afuera, a los perros, trae de vuelta servilmente con el destell o de un recuerdo, un olvido breve, el reflejo puntual de un pndulo de reloj. El padre esper un ao, dos, quizs diez. El empecinamiento taciturno de los trabajos y los das llen ese tiempo, que pasar por alto. El padre madur sin embargo, en l germi n la semilla de ausencia, cuando se poda creer solamente que mora la esperanza; un da, por fin, fuerza es pensar que qued libre de lo real. Hubo algunos acontecimientos. Un cabriol de dos caballos que ola a ciudad, a despa cho de abogado o a escribana, se detuvo una tarde en el umbral: apenas dio tiempo para ver bajar de l, de espaldas, silueta extraa y breve como de novela rusa sobr e los campos enlodados, a un hombre joven, vestido todo de negro y con sombrero de copa, que se meti en la entrada oscura. Toussaint se quit la gorra, se llev la m ano al bigote; Juliette sirvi al visitante un vaso de vino; bebi o no bebi; mir el h ogar, se sent y les habl: nadie sabe de qu. Luego, una de las maanas de Pentecosts en que el santo al lado del buey, izado en unas andas sobre las espaldas de los hombres, pobremente acaudalado entre manos rugosas, sale frente a los caminos, se refresca con las hojas nuevas, llama a s c on ambos brazos a los muertos y libera del mal a los vivos y, entre aparato camp esino y clerigalla, sonre all arriba, impasible y dorado contra el cielo azul o el chubasco, se vio esto: como el antiguo Patrono de manos abiertas y no menos aus ente que l, con figura de sombra o de deseo, perpetuando algo que quizs nunca fue, Toussaint Peluchet el taciturno sonrea. El santo, como siempre, se detuvo en la linterna de los muertos, con mirada pareja examin una vez ms los valles profundos, los bosques, las aldeas y sus corazones sufrientes, el horizonte amplio de sus parroquias; pequeos campesinos vestidos con sobrepelliz agitaron unos cascabeles, un viento fro pas en un silencio, se perdieron unas palabras en latn, los aldeanos se arrodillaron; un poco apartado, de pie, magnfico, total y solitario como la Ima gen detenida, arrogante como un dicono y paciente como un buey, el padre todava en cantado llevaba en la mano que colgaba algo que no se vea, como se sujeta una plu ma o la mano de una criatura. Otra vez -y eso no lo vio nadie, slo los muros de la vieja casona de fachada cieg

a, erguida, violenta y muda-, en el cuarto de Antoine abri, temblando, uno de los tres libros. Tal vez la expresin, confusa de tan clara, y la mecnica incomprensib le de las pasiones que comprenda, estupefacto, en Manon Lescaut, lo asombraron ms que todo lo que haba odo hasta ese da, ms de lo que lo asombraron en esas mismas pgin as los paradores y las huidas nocturnas en carreta cubierta, la hija perdida y e l hijo en bancarrota, las causas mltiples de las lgrimas, la muerte escrita. Tal v ez un anciano monje (uno de aquellos -o casi- que, antao, haban transportado la re liquia, sobre un burro molido a palos y que ceda bajo el peso de los relicarios, espectro en medio del ejrcito espectral de los clrigos aterrados mirando por encim a del hombro el incendio de la ermita, en un alboroto de sarracenos o de avaros, la reliquia que Juliette, abajo, en la cocina, ya no soltaba), quiz ese anciano monje glosador de Benito le sopl, al azar de la primera pgina abierta, que si uno d e los hermanos se muestra apegado a algo, importa que inmediatamente se vea priv ado de ello, y que si por s solo destierra ese algo, su ms austera salvacin ser ms seg ura. Tal vez el atlas le ense, con un rgido simbolismo que al principio no percibi p or completo, que los puntos de la tierra cultivable o no cultivable eran equival entes bajo los mismos signos, como a los ojos de un santo de madera algunos cant ones miserables; y ms seguramente ese libro le abri los caminos del hijo, todos lo s resultados posibles de una errancia empezada una noche de siega y de la que l, Toussaint, era instrumento, todos los caminos posibles salvo la muerte: el hijo estaba ah, en algn lado frente a sus ojos, o bien ya no exista. Vena la noche; al le vantar la cabeza Toussaint vio por la ventana lo que Antoine de nio siempre haba v isto: el campanario a lo lejos, la distancia impalpable que lleva el ngelus, la a londra suspendida en el aire o un cuervo como un trapo negro; por debajo de la a londra, unas cuantas reas de la tierra de los Peluchet: su mirada las roz como si estuvieran pintadas, volvi a la alondra viva, al azul del campanario. (Tambin es posible, pero poco probable, que no haya entendido ni una sola palabra de todo eso; cerr brutalmente el libro y, entre blasfemias, bebi con rabia hasta emborracharse; era, como sabemos, un campesino ya viejo.) Por fin, un ao, Fifi el de Dcembre lo ayud para la labranza; volvi esa primavera, en e l verano, y cada vez ms a menudo. Era un individuo algo simple y dado a beber; se guramente hablaba demasiado rpido y con abundancia; deba de ser muy flaco y de man o temblorosa, con ojos lacrimosos en la fiebre de un rostro color ladrillo, derr umbado. Se refugiaba en una buhardilla ya abandonada entonces y cuyas ruinas con ozco ahora, entre los espinos, alejado de todos ms por necesidad que por gusto, c erca de la Croix-du-Sud. Poco a poco se haba ido apartando de los Dcembre, de su p adre y de sus hermanos, y haba descendido la cuesta suavecita y maquinal de los j ornaleros bebedores: viviendo de nada pero s con el vino necesario para cuatro, h abiendo diluido en ese filtro la imitacin de los antepasados y el gusto de una de scendencia, las nfimas reservas y los orgullos tontos y secretos que constituyen el honor de los humildes; miraba las cosas como cualquier hijo de vecino sin que se supiera qu vea en ellas; no era ni hombre maduro ni joven envejecido, sino sim plemente borrachn; ridiculizado en todas partes o maltratado por los peores, pero recibido a la mesa porque tena dos brazos con los que algo deba hacer durante la semana, si quera maltratarlos el domingo con alcoholes tristes, desprenderse como se haba desprendido de todo. Esos das, al salir en remolino de las tabernas de Ch atelus, Saint-Goussaud, Mourioux, se dejaba caer para pasar la noche en un sitio cualquiera, un granero, entre las hierbas dciles, y hablaba largo y tendido cons igo mismo en la oscuridad, con risas de orgullo, decretos y rabietas, hasta que los nios del pueblo llegaban con pasos turbios y, echndole un balde de agua en ple na cara, o dentro de la camisa el relmpago helado de una culebra de cristal, se l levaban su realeza frgil, desparramada, entre risas fugitivas. As pues, los vieron juntos, Fifi renqueando, retozando, en la sombra del viejo siem pre bien derecho, dominante, lejano. Uncan los bueyes en el corralillo y partan so lemnes; Fifi al timn llamaba las pesadas frentes rizadas, se burlaba a gritos con v oz chillona, saltarn y contrahecho como un bufn isabelino, y el viejo erguido en l a parte delantera del carro, tieso, con el bigote ya completamente blanco, las r

uedas rechinando debajo de l, se pareca tambin a los cromos, de reyes derrotados o viejos, pero derrotados de todos modos, lores escoceses furiosos e incapaces, ab dicantes. A veces su vozarrn imperioso caa sobre la obtusa testuz de los bueyes, s obre Fifi al que injuriaba; pero quizs estaba alegre y sonrea, y eso slo lo supieron Fifi y los caminos. Regresaban a casa; Fifi suba del stano otro litro de vino, se sent aba, se perda; la madre, informe y siempre gimiendo bajo la ciudadela en ruinas d e las enaguas negras, farfullaba, preparaba quin sabe qu, estaba ausente; y en med io de eso el viejo, que no beba ni gema, encantado tal vez, nostlgico o seguro de s, el viejo, segn parece, hablaba. Por esa poca, en los bares de Chatelus, Saint-Goussaud, Mourioux, en las palabrera s nacidas del vino que la fatiga decuplica, en las habladuras de los jornaleros, y de ah en las casas adonde los hombres las llevaban junto con la necesidad de ha blar pendenciera, afrontada a la mujer, conservadora y anticuada e ineludible de las noches de borrachera, Antoine resucit.

Estaba, segn Fifi, en Amrica. Cierto es que Fifi no tena crdito, y se habran redo m l si no supieran que por su boca, y aunque traicionado y venido a menos, el que hablaba era el otro, el viejo desterrador, el enigmtico, el perentorio. Le presta ron entonces el odo desafiante, secretamente exaltado y envidioso que se presta a los profetas, con quienes imagino que Fifi tena en comn la voz chillona, el aspecto harapiento y la morada de espinos. Se habl entonces de Amrica y de la sombra, all lejos, de Antoine; y tanto Fifi como sus oyentes vean en Amrica un pas semejante a la s regiones aledaas de las que uno conoce de odas, pero a las que nunca se va, ms al l de Laurire o de Sauviat, en la otra vertiente del monte Jouet o del Puy des Troi s Cornes: un pas afortunado pero peligroso, guarida de malhechores y caravanera, donde hay sinas de espinos y canaanes de fiesta aldeana; lleno de mujeres perdida s pero que nos aman y de destinos esplndidos o desastrosos, o los dos juntos, com o son los destinos en los pases que slo se conocen de palabra. Vean ah a Antoine, al pequeo Antoine con los rasgos casi de nio que le haban conocido diez aos antes y qu e ya no envejeceran, y tal vez le encontraban alguna ocupacin turbia o fatal que l e quedara a su altanera, a su dulzura obstinada, a sus silencios; padrote o mecnic o, con la gorra de apache inclinada sobre el ojo o conduciendo una locomotora a una velocidad infernal, y los ojos, entonces, en la cara ennegrecida, siempre te nan esa dignidad arrogante, indolente. (Sin duda entonces los reinados dominicales de Fifi -me pregunto qu poda comprender l de todo eso, cmo poda estar a la altura de su mandato de heraldo del padre, de es labn en la historia del hijo, simple como era y seguramente incapaz de hilar dos ideas correctas, pero dedicado a Toussaint y que haba tomado de sus labios la pal abra Amrica infinitamente repetida, esa palabra que era para el padre lo que para l a madre era la reliquia, transmisible tambin, y que resuma todas las ficciones pos ibles y la idea misma de ficcin, es decir lo que l, Fifi, nunca tendra, que no exista y que sin embargo, misteriosamente, era nombrado-, seguramente el reinado domini cal de Fifi, ese trono de paja oscura y ese cetro de borrachera, esa realeza grand ilocuente dedicada a las araas, ultrajada con baldes de agua y maldades de nios, s e convirti en un inimaginable reinado sobre una sola, pobre palabra.)

Antoine haba escrito, desde el Mississipp o desde Nuevo Mxico, pas brbaro ms all de Li oges: y, al fin y al cabo, nada me permite afirmar con rigor que esas cartas, qu e nadie vio, no existieron. Tal vez su signatario realmente conduca locomotoras n egras bajo el sol amarillo del lejano El Paso; tal vez la segunda fiebre del oro se haba llevado consigo ese pedazo de alma de Chtain en su oleada de carretas, de rias, de feroces buscadores de oro y de candores perdidos; tal vez caminaba envu elto en un aparato mtico, masivamente viril, con sombrero Stetson confederado y c olt yanqui, vendiendo lo que no serva y convertido en cuatrero; mientras arreaba de noche multitudes de bestias con cuernos robadas en la frontera, se acordaba, ante el aplomo de un santo, de un pequeo buey dcil; o bien, sobrenaturalmente sobri o, viva como burgus de algn pequeo oficio, en una casita de tablas a la orilla del de sierto con una mujer a quien tomaban por su legtima esposa, que iba a misa con gu

antes blancos a la iglesia bautista, pero a la que haba ganado a los dados en un burdel de Galveston o de Baton Rouge. O quizs, cansado antes de llegar a costas ms lejanas, haba hecho escala en las Antillas, sobre un cerro violeta en el regazo de una muchacha de ah, a menos que se hubiera hecho benedictino en las Azores, co mo el marinero de las Memorias de ultratumba que no haba ledo. Eso es lo que yo pe nsara. Pero l, Toussaint, no tena a su disposicin el material necesario para pensar eso, retazos de lenguaje, imaginera de Epinal y de Hollywood; con desesperacin, na da poda representarse de Amrica; saba, sin embargo, que el hijo tena dos piernas que quizs, sobre el mar, un vapor haba relevado; saba lo que eran una locomotora, el g usto por el oro y un burdel, y pudo imaginar a Antoine en uno de esos tres estad os o de esos tres lugares: los elementos que nadie conoce y que l acomodaba para ubicar de modo plausible al hijo americano, eran distintos de los mos, ms restring idos sin duda alguna, pero de fbrica ms rica, ms libre, ms asombrosa; por ltimo, en e l pequeo atlas, haba ledo estos nombres: El Paso, Galveston, Baton Rouge. Los haba ledo. Hoy el atlas se abre con toda naturalidad en la pgina ms amarillenta de Amrica del Norte. Los nombres que he mencionado de las ciudades que he mencion ado estn subrayados con un lpiz torpe, con un trazo grueso y grasoso como los que dejan los marcadores de los carpinteros. Hace falta decir que el padre descuid poco a poco su parcela, aquellas ocho o diez hectreas de trigo sarraceno disputado a los brezales, a los guijarrales, aquel t riste relicario de los das perdidos y de los sudores vanos de treinta generacione s de Peluchet, de donde lo haba excluido la indiferencia del hijo, la noche en qu e todo eso, guijarrales irreductibles y sudores soterrados, se haba erguido en la diestra del padre y lo haba echado fuera con todo su peso de piedras y de gavill as, de abuelos enterrados? El viejo luchaba ahora contra algo muy diferente. Fifi confusamente cultivaba ac y all, gesticulaba, tirando piedras a los cuervos, azuza ndo a los bueyes; las zarzas, como si hubiera importado disimuladamente sus semi llas desde su cuchitril, o trado unos esquejes en sus manos ensangrentadas de las noches de borrachera, iban ganando; en el prado del Clrigo, las retamas tenan la altura de un hombre; los sacos crecan en medio del campo, polvo blanco que espanta ban unos ligeros soplos, unos vuelos. El padre, autor de los das del hijo y Autor ahora de su parte nocturna, con la guadaa maquinalmente sobre el hombro pero a p artir de entonces tan ociosa y soberbia como el arpa del rey salmista, lentament e recorra los caminos, hablaba con las cornejas, conceba El Paso. Se plantaba dela nte de Fifi y lo miraba trabajar, socarrn pero impvido, apenas cmplice: con una aplic acin risuea el mamarracho gesticulaba ms rpido, saltaba de terrn en terrn y hostigaba a los bueyes, haca su papel; el padre satisfecho se alisaba el mostacho, se retir aba a la sombra de un lindero y se sentaba grandiosamente apoyado en un tronco; el sol se pona sobre su tierra estropeada: ah encima el hijo dispersado, el glorio so cuerpo americano, haca oro en California. As pues, ellos en los campos, pero intiles y celebrando quin sabe qu como si hubiese n estado en una iglesia, en una feria o en un escenario de teatro; y all, en la c asa negra que se adivina a la vuelta de los setos, la madre, por cuyos labios nu nca pas la palabra Amrica, reliquia en mano, farfullaba los nombres de Santa Brbara , Santa Flor, San Fiacre. Lo real, o lo que quiere presentarse como tal, reapareci. Imaginemos a Fifi y Toussaint, en un amanecer brumoso, partiendo para Mourioux a l a feria de los cerdos. Tienen gotitas de niebla en los bigotes. Son felices atra vesando los bosques, con su papel bien dominado, viviendo por s solos sin pedirle a nadie la ratificacin de su modesta alegra, modestamente inventada; arrean por d elante, no sin ceremonia, algunos puercos indmitos; bromean: que aprovechen ese i nstante en el que oigo sus voces riendo en la subida de los Cinco Caminos. Ya es tn en Mourioux. Situemos all, entre la iglesia inmutable y derecha, los paneles do rados perdidos entre las glicinas en flor o sin flores de la fachada del notario , y la ventana donde yo podra escribir estas lneas, el lugar, que tal vez fue ste u

otro semejante, donde la verdad segn Toussaint Peluchet se tambale. Terminada la feria, fueron a beber en la fonda de Marie Jabely con unos vendedores de caballo s. Seguramente Fifi se emborrach muy pronto, olvid los regateos y se puso a hablar e n voz alta y fuerte siguiendo su corazn: Amrica apareci entre los bebedores, y Anto ine audazmente caminaba por esa tierra santa, haca grandes gestos desde all a todo s los de aqu. El viejo, enfundado en la corbata negra y el cuello duro de los das de feria, de las bodas, los trapos tiesos y fabulosos del siglo pasado absurdame nte colgados de los hombros incmodos de los campesinos, el viejo no deca esta boca es ma y dejaba perorar, orgulloso, callado, indulgente como un Autor que deja a su escribano la tarea ingrata y subalterna de los dilogos. Entonces, de un grupo de jvenes se elev de pronto una voz socarrona y categrica, la voz de uno de los chi cos Jouanhaut, creo que algo afectado y vanidoso, con zapatos de charol o con su s grandes charreteras de sargento, que volva de Rochefort, donde haba hecho su ser vicio militar; la voz infatuada, categrica y afectada como la realidad misma entr ando con botas de charol en una taberna de campesinos, afirm lo siguiente: el hij o no estaba en Amrica, haba sido visto por aqu. En grilletes y de dos en dos bajo l a rechifla de las verduleras, se embarcaba en el puerto rumbo al presidio de la isla de R. El padre no pestae: miraba con detenimiento delante de l, como entumecido. Lentamen te se puso el sombrero, pag su trago, salud en voz alta y se fue. Fifi se indign pero ya no lo escuchaban, se arremolinaban alrededor del iconoclasta; su palabra aso mbrada volvi a ser aquella, sin eco, de un borrachn un poco bobo. Tambalendose bajo el peso de una ira demasiado grande para l y que lo volva estpido, l tambin sali: con desconsuelo, con un dolor agudo que lo dej estupefacto por no ser imputable ni a la falta de vino ni a la risa de los nios, el mamarracho vio al viejo derechito que lo esperaba de pie cerca del abrevadero, adosado al murmullo sempiterno y cr istalino del hilo de agua, bajo la glicina. Dejemos que vuelvan a Chtain bajo la lluvia, con la noche que poco a poco los abraza en su manto de castaos, Fifi chilla ndo como un zorro en la cacera, y slo los zapatones claveteados del viejo. El nuevo episodio de la historia de Antoine dio la vuelta a los cantones, donde su sombra lgica lo acredit. Los sabios chismorreos, que exaltan los derrumbamientos estrepitosos y decuplican el esplendor con la cada, se apoderaron del presidio c omo haban hecho con las Amricas, pero como si uno fuera la coronacin de las otras, una secuela, escrita por una mano diferente y ms triste, pero digna de su anteced ente y, en suma, necesaria. El viejo haba credo ahorrarse la cruz: por ello su his toria quiz era prematura, y seguramente incompleta. A la Ascensin demasiado pronto gloriosa, el dandy, el judas, ofreca la oportunidad de un Ecce homo. Lo que realmente ocurri no lo sabe nadie; los viejos pudieron saberlo (no lo afir mo), despus del paso inexplicable del mensajero con sombrero de copa: pero nada n os har saber quin fue ste, y cul fue su mensaje. Antoine quizs fue feliz y americano; o, presidiario, soberanamente investido del gorro rayado, trajinaba en el puert o de Rochefort, donde los presidiarios mueren en cantidad; o fue ambas cosas, en e l orden que se quiera: puede que lo embarcaran a fuerza de latigazos, en Saint-M artin-de-R rumbo a Cayena en Amrica, para realizar en la lejana tanto la ficcin pate rna como las profecas carcelarias dispersas en Manon Lescaut, que haba ledo con amo r. Pero tambin pudo haber desaparecido en la soledad vulgar de un indecible emple o de tendero o de escribano, en un cuarto de hotel desteido que la luz olvida, en los suburbios de Lille o de El Paso; su desafo no empleado no lo abandonara. O bi en, escritor fallido antes de ser y cuyas pobres pginas nadie leer jams, termin como habra terminado el pequeo Lucien Chardon si el puo de Vautrin no lo hubiese salvad o de las aguas: presidiario tambin. Porque yo pienso, por mi parte, que tena todo lo que hace falta para ser un autor intransigente: la infancia amada y desastros amente rota, el orgullo feroz, un santo patrono oscuramente inflexible, algunas lecturas celosamente guardadas y cannicas, Mallarm y no s cuntos otros como contempo rneos, la expulsin y el padre rechazado; y que, como de costumbre, hubiera sido cu estin de un pelo, quiero decir de otra infancia, ms urbana o ms desahogada, aliment ada de novelas inglesas y de salones impresionistas donde una madre hermosa suje

ta tu mano en su mano enguantada, para que el nombre de Antoine Peluchet resonas e en nuestras memorias como el de Arthur Rimbaud. Juliette abandon la lucha: muri. Los otros dos sobrevivieron sin desistir. En cuan to al padre, nada pareca haber cambiado: revelacin que no era tal para l, o hereja q ue hubiese podido aniquilar, la palabra del chico Jouanhaut no le hizo mella. No entr en la polmica: solamente, en los campos, su paso se hizo ms vivo, como si lo impulsara alguna urgencia, y ms sonoros, ms imperiosos, los nombres de ciudades le janas que echaba a las cornejas; llamaba a sus difuntos y sus difuntos quizs le s onrean, complacientes como son todos ellos; llevaba su guadaa con suavidad; y las noches en que por el rumbo de Chatelus celebran la fiesta de San Juan o la de Nu estra Seora en agosto con grandes fogatas que dibujan el horizonte, miraba mucho tiempo las luces y vea, bonita como a los veinte aos, a Juliette que ascenda en la noche hacia el hijo. Navegaba en la leyenda; Fifi sin embargo, que lo segua como su sombra, que haba sido su palabra y que era su sombra, Fifi permaneca en la tierra y sufra. Cada domingo i ncansablemente volva a tener la experiencia del fracaso, en los bares de Chatelus , Saint-Goussaud, Mourioux, donde el vino ya slo saba a vino, donde otra vez era o bjeto de burla y ya no poda soportarlo: porque antes lo haban escuchado y, como ha ba probado el asentimiento de los dems en la palabra soberana que por un instante lo haba investido, no poda sufrir la frivolidad de su pblico y la prdida completa de sus favores, repentina, irremediable. Se sentaba sin decir palabra frente las m esas paticojas donde el primer litro de vino se perda en la maana y lacrimoso, est upefacto, con los ojos desconsolados, beba solo hasta la cada de la noche. Entonce s un gracioso soltaba la palabra Amrica: Fifi se apoderaba de ella; el rostro bufn y proftico, tenso, con una mscara de beatitud, se volva a levantar; vacilaba un poco , pero las prfidas miradas y el aguijn del vino lo decidan y enrojecido, apresurado , convencido, exaltndose de palabra en palabra, levantndose a medias, un poco ms, c ompletamente de pie, publicaba la inocencia del hijo, el reino lejano del hijo, la gloria del hijo. Las risotadas que estallaban de repente lo sofocaban, y como all lejos bajo los golpes de los carceleros, el pequeo Antoine atado de pies y ma nos quedaba tirado ah, en la taberna. Luego los insultos, los golpes, las sillas tiradas y, en Mourioux entre bocanadas de glicina, cerca del cementerio ventoso de Saint-Goussaud donde Juliette dorma destrozada, en Chatelus en la plaza en pen diente plantada de olmos y por todas partes en la noche, Fifi se derrumbaba magist ralmente, despotricando, rumiando la Amrica entre sangre y escombros hasta el sueo lleno de tropezones en el que vea a Toussaint y a Juliette, l orgulloso y ella ri endo como una recin casada, que se iban al galope en un cabriol que Antoine con so mbrero de copa, exultante y bien derecho en el asiento del cochero, llevaba a ri enda suelta por la bajada del Lger hacia el camino de Limoges, de las Amricas y de l ms all. Detrs de ellos Fifi corra, y no los alcanzaba. Entre semana, tanto en invierno como en verano, el tiempo era para los dos lo qu e es cuando ya no hay mujer: catico, indeterminado, infantil sin la gracia ni el entusiasmo de la infancia: Fifi llegaba temprano desde la Croix-du-Sud para su fae na que ya no era ms que una peregrinacin, con su mochila llena de todo un bazar de peregrino: cabezas de herramientas herrumbradas, mendrugos de pan y cabos de co rdel, tal vez unos silbatos de madera verde. Salan un poco para su triste prestac in a los escasos campos desdeados por el barbecho, sin bueyes ahora, plantaban las coles de las que vivan, se traan el trigo sarraceno en un pauelo. Coman lentamente, a horas absurdas; las pocas viejas que todava los frecuentaban, por curiosidad o por caridad, las viejas Jacquemin, la antiqusima Marie Bernouille, cuando les pa saban por la ventana unas sobras de jamn, un queso blanco, unas verduras, pudiero n verlos en esos ratos: en la larga cocina indescriptiblemente sucia y revuelta, si bajaban la cabeza lograban ver a Toussaint impasible, al fondo, con la venta na de atrs a sus espaldas, tempestuosamente indistinto y aureolado como un pantoc rtor, y a Fifi trotando sin descanso de un extremo a otro del espacio devastado, un o solo y muchos a la vez, bebiendo litros enteros y removiendo el guiso, quitand o las cosas de la mesa para dejarlas en los bancos o en el horno, sin dejar de b

eber, cortando el pan y recordando a alguien. Y las viejas, que rean y se compade can cuando regresaban por el camino, no podran decirnos nada ms; porque si dudaron lo hicieron slo para sus adentros, sin ser por ello inferiores a nadie, y si triu nfaron tambin fue para sus adentros, para su cocina y sus sombras, en ese lugar l leno de cochambre que no los ofenda, para esos espectros inofensivos, lejos del m undo poblado de odos incrdulos y de bocas llenas de ofensas. A las cinco Fifi soltab a su botella y naufragaba, dorma sobre un banco, o en el suelo con la cabeza sobr e unos costales, y Toussaint un poco agachado lo miraba dormir, con indiferencia quizs, con ternura. Un da, por fin, el mamarracho no vino.

Imagino que era en verano. Est bien, era en agosto. Un hermoso cielo maquinal se inclin sobre las mieses y los brezos, echando duras sombras sobre la casa de los Peluchet. Las viejas que quedaban en la aldea, negras vigilantes en sus puertas, pacientes como el da y agoreras, a veces vieron a Toussaint enmarcado en la entr ada oscura; interrog en el vasto azul el vuelo ms azul an de los cuervos; entr en el establo para quin sabe qu tarea o pensamiento, mir a los bueyes demasiado viejos e intiles, para siempre en la penumbra; los llam por sus nombres; record que Fifi, en otros tiempos, haba dado saltitos de felicidad en el timn. Volvi al patio donde se qued plantado, cerca del pozo fro; junto con las viejas contemplemos una vez ms, pe ro llena de sol, la gorra proletaria, herldica, arriba del bigote color marfil de viejo superviviente. Al medioda su espera le record, con un estrujamiento de alma , otra espera que haba olvidado: pues sin duda quera a Fifi, Fifi que lo llamaba patrn que haba bebido con l el mal caf y velado a Juliette muerta, que tercamente haba ma ntenido al hijo en sus metamorfosis; que cada domingo padeca por unos muertos y u n casi muerto, en el oprobio y el vino, bajo los golpes malos, es decir, entre l os vivos; que haba tenido una infancia lamentable y una vida peor, pero a quien u na memoria prestada haba ennoblecido tanto que ya slo tena tratos con ngeles y sombr as, en el barullo de una historia fundadora que se lo llevaba gritando y haca bur la de su vida miserable incluso, y necesariamente, hasta el martirio; Fifi Dcembre, que estaba tendido cuan largo era bajo el sol denso entre los zarzales de la Cr oix-du-Sud, muerto. Una vieja lo descubri cuando arreciaba el calor de la tarde, a dos pasos de su ca sucha, con la cara contra el suelo entre revuelos de avispas. Tena llagas en la c abeza que sangraban con las zarzamoras; los prados pintarrajeados de mariposas y de flores perfumaban el atardecer, lo rozaban; un faldn de su chaqueta, rgidamente detenido en su cada por unas espinas que no cedan y como almidonado, daba sombra a su nuca dbil, con gran delicadeza. Tal vez lo haban golpeado, pero tambin haba podi do tropezar, borracho, entre las zarzas, que aqu eran tupidas y crueles como lian as del Nuevo Mundo, y estrellarse triunfalmente la frente en el guijarral: nunca se supo. La vieja, que bajaba hacia Chatelus, llam a la brigada; cuando llegaron los sombreros galoneados, con sus grandes sombras bicornes y cabalgantes de sar dos o de demonios proyectadas a lo lejos por el sol bajo, vieron en el comienzo de la noche al viejo de rodillas, sin gorra y con el cinturn de franela desatado que le colgaba sobre el pantaln, que abrazaba al ttere muerto y, llorando, repeta c on una voz terca, asombrada, de reconocimiento y de reproche: Toine. Toine. Echaro n sobre el cadver un abrigo de caballera; los ojos abiertos que no lagrimearan ms de saparecieron, un dije de soldado adorn los cabellos mal tapados del miserable; el viejo llam en voz baja a su hijo hasta la sepultura, en el cementerio de Saint-G oussaud sobre el que soplaba el viento. El resto cabe en pocas palabras. Toussaint ya no llam a nadie. Sobrevivi a Fifi como haba sobrevivido a los dems; tal vez los mezcl y amas y volvi a amasar juntas sus so mbras para agrandar la gran sombra de la que viva, que lo sepultaba y le daba ene rgas; le aadi la sombra bonachona y lenta de los bueyes, que murieron tambin. Qu son a lgunos aos ms de vida, cuando uno es rico de tantas prdidas? Le quedaban su guadaa, el lujo desenfrenado de su cocina, el pozo, el horizonte invariable. Ya no se ha bl de Antoine; en cuanto a Fifi, quin haba hablado alguna vez de l?

Dos o tres viejas, las ms humanas en lo mejor y en lo peor, visitaron hasta el fi n al pantocrtor derrumbado, en su cocina fra como una cripta, que se recortaba erg uido frente a su ventana de atrs, bizantina y musgosa, luminosa y verde: a veces zumbaba en ella la prpura de las dedaleras. Las Maries dejaban sobre la mesa coch ambrosa las zarzamoras, los dulces de saco, el pan inevitable. Le contaban sempit ernas historias de malas cosechas, de chicas preadas y de borracheras tumultuosas ; el viejo cabeceaba un poco; pareca escuchar, serio como un gendarme y dignament e mostachudo como el general Lee en Appomatox despus de rendirse. De pronto, pare ca recordar algo; se estremeca, su bigote que la luz sostena temblaba un poco e, in clinndose hacia Marie Barnouille, guiaba los prpados con aire astuto y deca, orgullo so y confidencial, pavonendose un poco: Cuando estaba en Baton Rouge, en el setent a y cinco... Se haba reunido con el hijo. Cuando patentemente lo tuvo entre sus brazos, lo iz c on l sobre el reborde podrido del pozo en el que se precipitaron fogosamente, uni dos como el santo y su buey, abrazados, con los ojos que rean, y su cada indiscern ible barri escolopendras y plantas amargas, despertando el agua triunfante, levan tndola como una muchacha; el padre grit al romperse las piernas, o fue el hijo; un o mantuvo al otro debajo del agua negra, hasta la muerte. Se ahogaron como gatos , inocentes, torpes y consustanciales como dos de la misma carnada. Juntos fuero n a la tierra bajo un cielo huidizo, en el fretro de uno solo, en el mes de enero de 1902. El viento pasa sobre Saint-Goussaud; cierto es que el mundo nos violenta. Pero qu violencias no ha sufrido? Los helchos misericordiosos ocultan la tierra enferma; en ella crecen un trigo pobre, historias bobaliconas, familias con fisuras; del viento surge el sol, como un gigante, como un loco. Luego se apaga, como se apag la familia de los Peluchet: as se dice, cuando el nombre deja de aparearse con lo s vivos. Slo lo pronuncian todava bocas sin lengua. Quin miente con obstinacin en el viento? Fifi chilla en las borrascas, el padre truena, se arrepiente en un cambio brusco, se redime cuando el viento vira, el hijo huye para siempre hacia el oest e, la madre gime al ras de los brezos, en otoo, entre un olor de lgrimas. Todos el los estn bien muertos. En el cementerio de Saint-Goussaud, el lugar de Antoine es t vaco, y es el ltimo: si l descansara ah, yo sera enterrado quin sabe dnde, al azar mi muerte. Me ha dejado su lugar. Aqu yo, final de raza, el ltimo que se acuerda d e l, quedar yacente: entonces quizs habr muerto del todo, mis huesos sern quien sea y tambin Antoine Peluchet, al lado de Toussaint su padre. Este lugar ventoso me es pera. Este padre ser el mo. Dudo que alguna vez est mi nombre en la piedra: estar el arco de los castaos, inamovibles viejos con gorras, cosillas que mi alegra recuer da. Habr en la tienda de algn ropavejero lejano una reliquia de tres centavos Habr malas cosechas de trigo sarraceno; un santo ingenuo y abandonado; las agujas que , con el corazn latiendo fuerte, le clavaron muchachas muertas hace ciento cincue nta aos; los mos por ac y por all entre madera podrida; las aldeas y sus nombres; y todava ms viento.

VIDAS DE EUGNE Y DE CLARA En mi padre, inaccesible y oculto como un dios, no puedo pensar directamente. Co mo a un fiel -pero, quizs, carente de fe-, me hace falta el auxilio de sus interm ediarios, ngeles o clero; y lo primero que se me ocurre es la visita anual (tal v ez antes fuera semestral, e incluso mensual muy al principio) que me hacan, en mi niez, mis abuelos paternos, visita que sin duda no dejaba de ser una perpetua re activacin de la desaparicin del padre. Su injerencia era protocolaria, consternada , con gestos de ternura frenados en cuanto se esbozaban; vuelvo a ver a los dos viejos en el comedor de la casa de la escuela: Clara, mi abuela, mujer alta y de macrada, de mejillas hundidas, imagen de la muerte inquieta, resignada pero ardi

ente, curiosa mezcla de las expresiones tan vivas, vivaces, y de la mscara de ult ratumba sobre la que se movan; sus manos largas y frgiles apretadas sobre la rodil la flaca; sus labios, cuyo trazo, aunque adelgazado por la edad, haba permanecido impecablemente definido, se dilataban cuando me miraba en una sonrisa, sin duda imprecisa con una nostalgia indecible, pero al mismo tiempo aguda, seductora, d e mujer ms bien joven; yo tema la agudeza de los grandes ojos muy azules, dolorosa mente bonitos, que se fijaban detenidamente en m, me lean como para dejar fijos, i ndelebles, mis rasgos en su anciana memoria; frente a esa mirada, tal vez mi mal estar aumentaba por lo que adivinaba en ella: su ternura no se diriga slo a m, hurg aba ms all de mi cara de nio, en busca de los rasgos del falso muerto, mi padre, mi rada de vampiro y madre a un tiempo, cuya ambivalencia me turbaba, como me turba ba la finura del juicio que con o sin razn atribua yo a ese personaje imponente, a terrador y encantador, familiar de los misterios a los que la destinaban su nomb re inslito y la apelacin mgica de su oficio: comadrona, cuyo sentido ignoraba yo to talmente en Mourioux, y que me pareca reservado slo para ella. Anulaba casi totalmente la figura de Eugne, mi abuelo -sin oponerle por ello esa barrera parlanchna y agriamente condescendiente con que ciertas esposas circundan a su marido, negndole la palabra, luego todo pensamiento, y a fin de cuentas la vida-; no, lo que, segn creo, haca que mi abuela se impusiera y la impona a mis ojo s era la autntica y penosa desproporcin de su vivacidad mental confrontada con la torpeza bonachona, sonriente y amablemente obtusa del abuelo; a ello se aada una f isonoma increblemente plebeya, una jeta simptica que iba mal -aunque muy agradablemen te- con la finura clerical de su compaera. A l no le tema; no me turbaba ms que los compinches de Flix cuando se sentaban a tomar su vino corriente. S lo quera; pero cre o que si alguna vez am a uno de los dos, fue a Clara, cuyos ojos dolorosos y vago s, que rozaban apenas las cosas y las asimilaban sin embargo con una caricia, co n pausas cargadas de pesadumbre inmediatamente contenida, me estrujaban el alma. A este propsito hago notar que, en mi niez, nunca pude admirar ms que a mujeres, po r lo menos en mi familia, en la que ningn padre hubiera podido ser un modelo para m, y hasta los padres imaginarios que pona en lugar del mo eran plidas figuras: un ma estro demasiado prolijo, un amigo de la familia demasiado taciturno, de quienes habl