medina, enrique - las hienas

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ENRIQUE MEDINA

LLAASS HHIIEENNAASS  

milton

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Primera edición: Octubre 1975 Segunda edición: Enero 1976 Tercera edición: Marzo 1986 Cuarta edición: Junio 1986

ISBN 950-633-004-2

Tapa: CeQuirón sobre: San Ciriaco y La princesa Artemia de Matías Grünewald

Foto de contratapa: Dianella Trotter

© 1986 Enrique Medina. Milton Editores. Av. Corrientes 1642 3er. Piso Ofic. 72 Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723. Printed in Argentina. Impreso en Argentina.

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A Norma

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Prólogo Por Isidoro Blaisten

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De todos los libros de Enrique Medina, éste es el que me gusta más. No sé si es el mejor, pero cierta indiferencia de público quizás lo confirme. Vivimos momentos tales en que el esnobismo y la desorientación han convertido a la actual literatura argentina en un certamen de publicaciones, en una carrera de novedades. Pareciera que se escribe para siete meses de best-seller, para las listas, y no para la eternidad, que es la íntima ambición, justificada o no, de todo aquel que escribe. Es una ambición oculta, secreta y desmedida, un extremismo. Pero toda literatura es subversiva, y este libro, Las hienas, lo es. No está escrito desde la literatura, no está escrito desde la teoría, está escrito desde la necesidad. Por eso auguro su permanencia.

El encanto de su escritura reside en su desolación. Como toda desolación, está hecha de fragmentaciones. El dolor, ese momento muy largo, recorre estas páginas como alguien que huye con el cuerpo despedazado. Medina ha construido estos relatos con todo aquello que, nos han enseñado, no debe usarse para construir un cuento. Cambia de caballo en mitad del río, no se preocupa por dar en el blanco y entonces la flecha se desvía, no le importa la flecha, no le importa el blanco, no le importa el río ni el caballo. Nos queda entonces el latido salvaje de su desolada escritura y ahí se cumple la parábola, se establece el encuentro. Muy pocos escritores pueden enfrentar de esta manera el papel en blanco. Muy pocos escritores pueden establecer esta comunicación sutil sin proponérselo. La literatura de Medina es una literatura hecha de andrajos. “Siempre podemos hacer algo con lo que han hecho de nosotros”, escribió Sartre y Medina ha hecho algo con lo que dejaron de él, ha escrito este hermoso libro, el más puro, el más ingenuo, el más inadvertido. Las hienas conserva la pureza que sigue al sufrimiento, la ingenuidad que deja el dolor cuando el dolor ha pasado. Su rastro no es complaciente.

La temática de Enrique Medina se debate entre la sordidez y las alimañas, entre la traición y el encierro, entre la delación y el espanto. De un material

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innoble, de una materia corrompida, Medina logra salvar, como los dientes del perro en la parábola de Cristo, la luz, el resquicio, la lejanía. La coartada precisa está dada por el lenguaje y su extraña sintaxis, esa extraña sintaxis que, según Cortázar, es un estado del alma. El extraño lenguaje de estos cuentos, de este oficio de tinieblas, filoso, total y sorpresivo, tiene una extraña respiración, una coherencia intransferible; se da solamente en Medina. No se aprende en los libros. Lo que en Medina es natural en otros resulta falso. Lo que en Medina puede ser “el rimero melodioso de tu voz”, en otros es un reguero de desperdicios que asuela e invade la última producción de lo que se está escribiendo en la Argentina. Medina es un efecto literario y las causas no se detentan. “La vita se la vive o se la scrive”, decía Pirandello. Medina hizo las dos cosas. Otros no llegan más que a escribirla sin haberla vivido.

Creo notar también que no sólo en estos relatos, sino en toda la obra de Medina se percibe siempre un ajuste de cuentas: alguien gana y alguien pierde. Lo curioso es la ambigüedad, los lugares, el lugar que ocupan sobre el puente del daño. Pero siempre, entre los dos, queda una raya de pureza, un fulgor lejano, inalcanzable, que muy pocos advierten en sus transitorias críticas.

Y otra cosa, en 1975 no era fácil escribir un cuento como Las hienas, mucho menos publicarlo. Posiblemente esto sea algo lateral, algo que nada tiene que ver con la literatura, pero quería decirlo.

Isidoro Blaisten Buenos Aires 1986.

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El maestro

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Los condenados podrán morderse cada uno la propia lengua para olvidar más agudos dolores, pero no por ello constituyen una comunidad. Se odian, se desprecian, se insultan entre sí, con las peores palabras, y las más sucias aparecen precisamente en labios de aquellos que en el mundo solían emplear el más fino lenguaje. El regodeo del pensamiento en la más extrema suciedad es parte de sus penas y corrompidos deleites.

Thomas Mann Doktor Faustus

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El Mozo Pelado se acercó lentamente y tiró sobre la mesa el platito de manises, apenas destapó la botella Gaitán sirvió los dos vasos con mucha espumita.

—¿Ves?... Dejás el pico en el borde y no se vuelca. Se lo mandó de un saque, sin respirar. Al tiempo que el culo del vaso sonó

sobre la mesa, soltó la respiración mezclándole unos eructos; aflojó la corbata y desprendió dos botones de la camisa, se echó hacia atrás, apoyó el brazo en el respaldo de la silla.

Mientras masticaba unos manises sus ojos fotografiaban todo el bar, sector por sector.

—Es muy importante saber dónde estás... y con quién... Se quedó mirando fijo a un grupito que estaba ubicado junto a la vidriera.

Tenían la mesa llena de botellas y líquido desparramado. Uno grandote, vestido de negro con una campera de botones plateados, hablaba por las orejas y reía muy fuerte y el que no le festejaba los chistes recibía un mamporro en el mate.

En una mesa aparte, pero integrando el grupo, estaba sentado un rubiecito que con una mano sostenía dos muletas, haciéndolas balancear como siguiendo el ritmo de un vals que únicamente él oía.

Del otro lado del bar estaban las mesas con mantel, de ahí se levantó una pareja que se sintió molesta por las sonrisas maliciosas de la barra. Al salir no tuvieron más remedio que pasar cerca de ellos y soportar las miradas nada santas que los desnudaron hasta las tripas. Apenas traspusieron la puerta se largaron las carcajadas.

Cuando el Mozo Pelado les llevó otra botella, el Grandote le pidió que limpiara la mesa. Pasó el trapo sucio con desgano, sin mirarlos; al pasar cerca de nosotros nos dijo:

—Ya me tienen hasta acá. Yo, circunstante, le guiñé el ojo como respuesta, para demostrarle que

estaba en la cosa. Gaitán me miró fiero.

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—Nunca te pongas a favor de los mozos. —¿Por qué? —Porque no tienen que existir. —¿Por qué?... —¡Porque no! Y así era como yo me quedaba en babia. Eso no. Eso sí. ¿Por qué? ¡Porque

se me cantan las bolas! Y bueno, para eso estaba yo ahí... Un morochito petiso con un mantel por camisa era el que más jodía y al

que menos atención se le daba; le afana las muletas al Rubiecito y se pone a cojear entre las mesas. Todos se ríen. Yo también. Gaitán observa con la cara fría. El Grandote le dice al Rubiecito que se acerque, que no haga rancho aparte; éste pone una carita sonriente y hamaca la cabeza.

Llega uno con cara de dormido y se les une, tiene pantalones ajustados arriba de los tobillos, camisa floreada con el cuello roto muy abierto, el saco le queda demasiado chico y lo lleva con los tres botones prendidos: parece una salchicha pasada de hervor. Saluda a todos y se sienta. Le palmean las gambas y festejan.

Ay, bruto... Devuelve las palmadas con palmaditas: levanta la mano hasta el hombro y

la sacude, como si se descolgara de la muñeca, como tirando plumas... El Grandote se levanta, derriba una silla sin querer, va hacia la mesa del Rubiecito, lo agarra de las axilas y lo arrastra a la mesa de ellos. En el trayecto, el Rubiecito se pone colorado y con los ojos grandes dirige miradas de disculpas a las mesas vecinas. El Mozo Pelado trae otra botella echando espuma por la boca, se las deja y vuelve a pasar por nuestro lado.

—Mugrientos de mierda, a la primera que hagan chapo el fono... Esta vez no le guiñé el ojo. No porque Gaitán me lo hubiese prohibido sino

porque el tipo empezó a desagradarme. El Gordo de Moñito que estaba detrás del mostrador no le quitaba la mirada de encima a la barra. El Mozo Pelado se le puso a la par y formaron los cuatro ojos de la muerte.

—¡Petiso, vení para acá! Y el Petiso, que seguía escorchando entre las mesas, giró las muletas y se encaminó a los saltos. Le alcanzaron un vaso. Bebió y lo dejó.

—Todo, te lo tenés que tomar todo. Y se lo tomó todo. Los segundos del Grandote le sacaron el saco al

Salchicha y en el forcejeo se cayó un vaso. El ruido de los vidrios rotos los paralizó un segundo pero enseguida siguieron la joda. El que exhibía el saco como un trofeo se escudó detrás del Grandote y el Salchicha se vio imposibilitado de quitárselo. El Mozo Pelado trataba de calmarlos mientras el

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saco pasaba de mano en mano. —No sean malos, no sean malos... Repetía el Salchicha su ruego. El Gordo de Moñito levantaba el tubo con

una mano y con la otra discaba. —¿Nos vamos?... Mi pregunta fue ansiosa. —No... Cuando la cana tiene un objetivo preciso no jode. El Grandote se había parado, con las patas abiertas, trataba de convencer

al Mozo Pelado que no estaba pasando nada fuera de lo normal; el otro no quería entender razones, pedía que le pagaran y se fueran. El resto seguía la joda con el saco.

—No sean malos, no sean malos... El Salchicha, al ver que sus lamentos no eran escuchados, se puso a llorar

y patalear como un bebé falto de teta. Dos viejos que hasta ese momento habían observado con interés el espectáculo se cambiaron a una mesa más lejana. El Gordo de Moñito prendió un toscano y se apoyó del lado de la hilera de botellas, negras de grasa. El Salchicha, ya en el colmo de la orfandad y la desesperación, se subió a una silla y con los ojos apretados y el culo salido nos gritó a todos los espectadores:

—¡¿No hay nadie que me ayude?!... Visto y considerando que nadie intentó hacerse el muchachito de película,

se desesperó hasta el punto de tirarse de los pelos y trompearse las gambas y el culo, y desde lo más profundo de su corazón nos taladró el alma con el aullido punzante de un viejo lobo perdido en medio de la selva.

—¡¡¡¡¡AAAAAAAAAAhhhhhhhh!!!!!... Gaitán cambió de pierna y ahora era la izquierda la que descansaba sobre

la derecha. Me pareció que sus labios habían amagado una sonrisa, inmediatamente controlada. Agarró el vaso sin desviar la vista, lo vació.

—¿Nos vamos?... —Quedate piola. El Grandote abrazó por las caderas al Salchicha y lo bajó de la silla, se

fueron para atrás y con otro que intentó sostenerlos rebotaron en el suelo. El Salchicha se puso a caminar en cuatro patas y se metió debajo de la mesa, utilizó un puño de martillo y se desquitó con las baldosas; su estribillo no variaba:

—¡¡¡¡¡AAAAAAAAAAhhhhhhhh!!!!!... El Grandote, ayudado por otro, consiguió pararse y atendió al Mozo

Pelado qué le insistía que pagara, en eso vio al resto del boludaje llenándole el culo de patadas al Salchicha y se le desbordó el vaso, pegó un grito que fue el

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trueno mayor de la noche: —¡¡¡Basta, carajo!!!... Se calmaron todos, hasta el Mozo Pelado. Buscaron las sillas y

acomodaron sus culos. Gaitán volvió a cambiar de pierna. El Gordo de Moñito mascó el toscano y apoyó los codos en el mostrador, expectante. Yo volví a llenar los vasos. El Mozo Pelado le dio el vuelto al Grandote y se llevó unas botellas vacías.

—Ojalá los revienten... Gaitán le respondió con un gesto que quería decir: no te calentés que

podés quedar preñado. —Ahora sos vos el que le da pelota... —Cuando la cosa está agitada uno tiene que pasar desapercibido. Y así era como yo me quedaba en babia... no me decía nada más, era al

pedo que pidiera mayor explicación. De todas maneras para eso estaba con él, para descifrarlo, para entenderlo, para aprender...

El boludaje volvió a tomar ánimos y reinició el ballet: uno le acarició la cabeza al Salchicha y éste retrucó con su AAAh, aunque un poco más suave; el Rubiecito se mandó otro vaso a la bodega y el Petiso repitió su papel de payaso usando las muletas. El Grandote obligó que le devolvieran el saco al Salchicha y la tranquilidad reinó. Gaitán se apoyó en la mesa, me miró a los ojos.

—¿Qué fue lo más importante que pasó?... Carajo, ya empezábamos... —La llamada a la cana... Movía la cabeza a los costados y cerraba los ojos. —Que el Grandote se coje al... Yo trataba de acertar por infinidad de puntas pero él siempre movía la

cabeza y cerraba los ojos. Por fin largó: —Cuando el imbécil pagó... sacó un fajo gordo de colores muy fuertes. No me avivaba más. ¿Cómo no lo vi?... Intenté una débil justificación. —Es que aquí no se puede ver... —Vos tenés que ver. —Está bien, Gaitán; pero nosotros habíamos entrado para tomar algo y

nada más... —Vos tenés que estar siempre atento, siempre preparado... si no no vas a

llegar nunca a nada, vas a morir en los colectivos... la liebre salta donde uno menos se lo piensa.

Me callé la boca. Por lo menos le demostraría que esto sí lo sabía hacer. El Petiso seguía jodiendo las bolas con las muletas, traspuso la puerta y se

puso a cojear por la vereda. Todos se cagaban de risa menos el Salchicha;

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descubrió que le habían afanado algo del saco. Comenzó a revisarlos uno por uno pero nadie le daba pelota y lo sacaban carpiendo. Del otro lado de la vidriera el Petiso perfeccionaba su actuación y estiraba el brazo pidiendo limosna a los transeúntes. El Salchicha amenazó con volver a armar lío y para calmarlo uno le señaló al Petiso. Volando fue a la vereda y justo que el otro estaba recibiendo unas monedas de unas viejas se puso a revisarle los bolsillos sin preocuparse que los que pasaban miraban la escena con horror. La barra celebraba con risas y aplausos. El Petiso, luego de superar la sorpresa, usó las muletas de arma mientras las viejas se retiraban ofendidísimas. El Salchicha era más grande y consiguió desarmarlo. El Petiso rajó para adentro y se colocó detrás del Grandote que se mataba de risa. El Salchicha lo corrió alrededor de la mesa y lo alcanzó con una trompada. El Grandote se irguió furioso y de un empujón mandó al Salchicha al suelo.

—¡Al pendejo no lo vas a tocar, ¿sabés?, él no lo tiene, yo sé quién lo tiene, pero al pendejo no lo tocás!

El Salchicha arremetió a las trompadas contra el suelo. —¡¡¡¡¡AAAAAAAAAAAhhhhhhhh!!!!! El Grandote lo agarró de un brazo y lo acomodó en una silla. —Te callás porque si no te voy a sacudir yo. Y él también se sentó porque le era medio dificultoso mantener la

verticalidad. Uno le dio una libretita y él se la alcanzó al Salchicha, que así dejó de llorar. El Rubiecito, nuevamente dueño de las muletas intentó apartarse de la barra.

—¿Adónde vas?... —Aquí nomás, voy a ver la mina que pasó... Quería adoptar una actitud piola para disimular el calor en la cara. Se

apoyaban los dos palos y la zapatilla azul izquierda, los dos palos y la zapatilla azul izquierda, la derecha no existía. ¿A qué altura tendrá cortada la pierna? Si se deja todo el pantalón es porque le falta solamente el pie... ¿Se pondrá las dos medias?... Empujó la puerta vaivén para salir pero se quedó quieto, sus dos manos se aferraron fuerte a las muletas; un patrullero acababa de detenerse frente al bar, la puerta vaivén retrocedió a su sitio y golpeó al Rubiecito. Tres canas entraron, con dos metralletas en ristre, las moscas hicieron mutis.

—¿Éstos son? —Sí, esos atorrantes. —¡¿Qué están jodiendo acá?! —Nada agente... Los tenían cercados y las jetas se les pusieron blancas a todos. El Rubiecito

había quedado fuera del grupo.

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—¡Arriba! ¡Levántense todos! —¡Rápido, carajo! —Ay, suelte que me duele... De un trompazo el Salchicha fue al suelo. —¡¡¡¡¡AAAAAAAAAAhhhhhhhh!!!!!... —¡Párenlo a ese hijo de una gran puta! El que lo había trompeado se le fue al humo. —¡Te callás o te doy en la cabeza! El Salchicha podría ser puto, boludo no. Siguió llorando lágrimas de

sangre en silencio prudencial. —Oficial, escúcheme unas palabras... —¡¡Vos te callás hasta que yo te diga!! ¡Vayan saliendo! ¿Ya pagaron? —Sí, oficial; y dejamos buena propina... —¡Vamos afuera! El Rubiecito seguía paralizado en la puerta. Los que salían tuvieron que

empujarlo un poco para que dejara lugar. A pesar de su aturdimiento tuvo la mágica inteligencia de recibir el fajo de billetes y guardarlo en el bolsillo sin delatarse.

—¡Y vos correte! ¡¿O también querés que te llevemos?! El Mozo Pelado lo miraba al Rubiecito sin decidirse a mandarlo también

en cana, éste con la mejor cara de espanto que pudo lograr volcó el partido a su favor; el otro se fue a barrer los vidrios rotos.

—Rajate a dormir que no te quiero ver más por acá. Sentados unos arriba de otros entraron todos en el patrullero. Ya

arrancando, el Grandote alcanzó a guiñarle el ojo al Rubiecito. Gaitán cambió de pierna y siguió al Mozo Pelado con la mirada.

—Terminá, así nos vamos a joder por ahí... A los mozos, a los porteros, a los colectiveros habría que despellejarlos en vivo y luego cortarlos en rebanaditas con una yilé... oxidada...

Algunos viejos del bar festejaban con el Mozo Pelado el incidente. El Rubiecito estaba parado en la vereda mirando el suelo. El pelo bien cortito, el saco marrón con toda la espalda brillosa, los hombros levantados hasta las orejas, los puños de la camisa rotos, el pantalón con mil arrugas y un sol luminoso en el culo, la zapatilla azul izquierda y dos palos cuidándola.

Gaitán volvió a cambiar de pierna y echó la cabeza para atrás. ¿Qué pensaría? ¿En mis adelantos? ¿Estaría satisfecho conmigo? Él tenía razón, si yo no prestaba más atención nunca iba a llegar a nada, sería un gil. ¿Y por qué no me prueba ahora? ¿Se le habrá pasado? No creo. ¿Por qué no me dice ahora, qué

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es lo más importante que ha pasado? ¿Se habrá dado cuenta que yo me avivé? ¿Querrá que yo me le deschave solo? Seguro que me está probando. Sí, seguro.

—Ya se fue. —¿Quién? —Y quién... ¡El pibe! —¿No viste nada?... —… —En serio que no viste nada o me estás cargando... —No sé qué me querés decir... Ahora era él que estaba pendiente de mí, era él el que me miraba

interrogante para aprender. Pocas veces en mi vida me sentí tan feliz como cuando le dije:

—¿Qué fue lo más importante que pasó? Gaitán se quedó serio tratando de acomodarse los brazos cruzados.

Primero me miró extrañado y luego agachó la cabeza para apoyar los labios en el dedo pulgar derecho. En el centro le estaba raleando un poco el pelo y en los costados pugnaban por copar la situación unos pelos blancos. Levantó los ojos resplandecientes.

—¡No me digas que le pudo pasar la guita! Sonreí feliz. Él también se puso contento. Soltó el dinero sobre la mesa y

nos levantamos. Hasta que salimos dejó su brazo apoyado en mis hombros. El Rubiecito cruzó la esquina en diagonal, justo en la mitad de la calle la

luz del farol caía tan recta que no le produjo sombras laterales. No sé si fue real o yo lo imaginé, pero vi que se detuvo un instante y que el polvo volvió a asentarse suavemente, no sé si fue un segundo, un minuto o una hora; lo único que tenía iluminado eran los hombros y la nuca, pero al pararse, la luz sobre la nuca se fue corrigiendo lentamente, y empezó a brillarle el centro de la cabeza. Gaitán me tuvo que agarrar del brazo para frenarme. Era como si el Rubiecito me estuviera llamando para decirme algo. Yo sentía dentro de mi cerebro que las ideas se desordenaban, que alguna pequeña ruedita había dejado de marchar o que otra estaba acelerando demasiado.

—Lo principal es no pensar. El Rubiecito siguió andando y la tierra revivió. Volví a sentir el sabor agrio

de lo que había bebido. Cruzamos dos veces la calle para no pasar debajo del farol. Seguimos dos cuadras. Una luz detrás de una ventana. Tres cuadras. Una canción lejana. Cuatro cuadras. Ladrido de perros. Cinco cuadras. Un gato que salta de un tacho de basura. Lo único que rompía el silencio eran las muletas; a veces golpeaban juntas, a veces a destiempo, a veces aceleraban un poco, por momentos aminoraban la marcha.

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—Metámosle. Sí, era el momento de apurar la operación, cada vez la oscuridad era

mayor, el terreno empezaba a ser desconocido, y el Rubiecito podía desaparecer en cualquier momento. Gaitán sabe caminar rápido sin hacer ruido. Va orgulloso de sí.

—El secreto es hacer las cosas con ganas. Acelero mis pasos para no quedarme atrás. ¿Por qué me apuro si lo que

quiero es retrasarme? Ya casi estamos corriendo. Nuevamente los perros nos ayudan con sus ladridos. ¿Cómo puede ser que corramos tanto y lo tengamos cada vez más lejos? ¿Las muletas? ¡¿El ruido de las muletas, dónde está?! Ah, te parás cojo de mierda. ¡Rajá, rajá mientras estás a tiempo! ¡No te des vuelta, hijo de puta! ¡Carajo, te estoy diciendo que no te des vuelta! Por más grande que abras los ojos no me vas a asustar. ¡Sí, sí, rajá a los saltos con esas muletas de mierda!

—¡¡¡¡¡AAAAAAAAAAhhhhhhhh!!!!!... Es como si en medio de lo negro de la noche un rayo blanco penetrara en

mi cabeza y me abriera en dos. Sé que estoy corriendo y no avanzo. Veo que Gaitán le abraza la boca y los dos caen al suelo. Veo las muletas tiradas, una en el mármol del escalón de una puerta y la otra junto a un árbol. La zapatilla enloquecida que parte la tierra. El pantalón derecho sin forma, chato; ah cojo de mierda, así que usás el pantalón entero sin necesidad, me habías querido engañar que tenías toda la pierna y solamente tenés un pedazo de carne arriba de la rodilla; ahora vas a ver, cojo hijo de puta. Eso, Gaitán, duro en el mate con la culata. Acá abajo, aquí, ¿te gusta que te entierre el puño?, de este costado, así, este golpe bien ubicado deja nocaut.

—¡¡AAAAhh!!... Eso, otro culatazo más, otro más así se deja de joder. Acá en este bolsillo, el

fajo, chau... —¡Ah!... Basta, hijo de puta, vas a batir la cana antes que podamos rajar. ¿Por qué

se te agrandan los ojos? ¡Cerralos de una vez! ¿Dónde está todo lo demás? No puede ser que solamente estén tus ojos blancos. Tus ojos blancos y esta muleta. ¿Tu cuerpo dónde está? ¡Cerrá los ojos dios santo cerrá los ojos! Si vos no los cerrás te los cierro yo con esta muleta que tanto te gusta. ¡Tomá! ¿No ves?, ni para hacer ruido servís. Soltame Gaitán, soltame, uno más para que cierre los ojos, solamente un muletazo más y nos vamos. Uno solo, por favor, así nunca más me volvés a preguntar ¿qué fue lo más importante que pasó?...

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“La ratita. Picarona. Simpaticona”

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De modo que ella, sentada con los ojos cerrados, casi se creía en el País de las Maravillas, aunque sabía que sólo tenía que abrirlos para que todo se transformara en obtusa realidad: la hierba sólo susurraría a causa del viento, y al charco sólo lo agitaría el ondular de los juncos; el tintineo de las tazas de té se transformaría en el de las campanillas de las ovejas, los gritos agudos de la Reina en la voz del joven pastor, y el estornudo del cerdito, el grito del Grifo y todos los otros extraños ruidos sólo serían el confuso clamor del corral de la granja, mientras el mugido del ganado en la distancia sustituiría al lloriqueo apesadumbrado de la Falsa Tortuga.

Lewis Carroll Alicia en el país de las maravillas

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Tan hermosa tarde de sol era merecedora de que yo intentara algún levante. Caminé contento por la Nueve de Julio, del lado de Pellegrini. Me gustan los espacios. Uno se siente mucho mejor en los lugares abiertos. Dan ganas de vivir. Andaba con suerte ya que había sacado terminación en la lotería. No creo en eso de que el afortunado en el juego es desafortunado en el amor. Yo creo en que la suerte viene junta. Dinero y amor a la vez. Y que a mayor dinero mayor amor. Es decir, mejor espécimen femenino. Si no andás bien con el dinero tené por seguro que vas a andar huérfano de amor. Creeme, yo sé bien de todo esto. Cambié el billete por otro para la próxima semana y me guardé los manguitos sobrantes.

Caminé como loco y no pesqué nada. Agotado me metí en un bar y tomé un cafecito con una grapita. Me entonó. Volví a salir lleno de ánimo y frenéticas esperanzas. Recorrí todo el centro, y nada. No había ambiente. Alguno que otro yiro barato. Pero no estaba para eso. Quería algo peleado. Tenía ganas de probarme.

Y ahí fue que apareció la Gorda. Juro que no me apetecen las gordas. No me excitan. Pienso que uno no se puede enamorar de un mondongo, no sé. Lo digo de corazón. Sin maldad. Creo que no hay nada mejor que las delgadas. No digo tampoco que me gusten las flacas, que tenga debilidad por los huesos. Pero si tengo que elegir entre una gorda y una flaca, me quedo con la flaca. Supongo que debe ser porque se puede manejar mejor. Uno la puede levantar y la puede colocar en el costado más conveniente de la cama. Pero ¿qué hacés con una gorda? Luego tenés problemas con las poses y los juegos numéricos. No se puede inventar distintos juegos. Todo se hace de manera muy elemental, sin creación, están prohibidos los deslizamientos de víboras, es decir los resbalamientos. Yo intenté uno tiempo ha. Para qué te cuento. Ella calculó mal y justo estaba yo abajo, ¡plaft!, y los fideos me salieron por la nariz. No digo que no sean muy buenas y amables, y que tengan infinidad de ventajas, y que uno

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nunca podría resbalarse estando con una gorda porque siempre tiene de donde aferrarse, pero lo que yo digo es que se me va toda la excitación a los caños cuando veo la panzota arrugándose como arena en la mezcladora. Juro que me impresiono, no sé por qué. Será que cuando chico la primera que me besó fue una tía bigotuda que, justo que me chuponeaba, el estómago le empezó a hacer unos ruidos infernales que me asustaron peor que el hombre de la bolsa y me obligaron a mantener mi virginidad durante un tiempo bastante prolongado. Son tantos los problemas. Claro que tienen la ventaja de tener unos hermosos senos, voluminosos; pero no se puede negar que con los añitos, cuando se caen, ¡se caen de verdad! ¡les llegan al ombligo! En cambio las flacas los mantienen en su sitio, chiquititos pero en su sitio. Además los senos chicos son más excitantes porque uno se hace la idea de que está con un elemento femenil púber ¿no? Y eso es lindo. Lo mantiene joven a uno. En cambio, cuando te tenés que enfrentar con dos inmensidades redondas subconscientemente ya te sentís viejo, maduro, jugando en las finales. Y es fulero jugar en las finales: después se termina todo. Ya no hay más nada. Y está también la cuestión de la elegancia. A mí me gusta vestir bien. Y por lo tanto me gusta que la que vaya conmigo también vista bien. Y, por lo general, no digo que siempre, por lo general las gordas son un carnaval. Yo me pongo mi pilchita azul y mi corbatita roja y mato, y cuando, los sábados, me hago lustrar los zapatos ni te cuento. Es una cuestión de saber ver, vuelvo a lo de las grasas colgantes, es una cuestión de saber ver: ¿vos qué ves con mayor agrado, una bailarina flaca o una bailarina gorda? ¡Claro! La gorda te hace reír. ¡Por supuesto! Estamos de acuerdo que el ideal sería ni gorda ni flaca. ¡Por supuesto! Lo que pasa es que uno siempre se pone en casos extremos. Claro que una justiniani justiniani es la delicia. Sirve para todo y sin abrumarte con excesividad, ni faltarte.

Bien. La Gorda apareció por Lavalle caminando como si fuera la inspectora de los cines. Tranquilo, y con indiferencia, fui acoplándome a una distancia prudencial. Siempre es conveniente mantener la distancia hasta que sepas con qué clase de bueyes arás; una vez una me zampó un carterazo que para qué te cuento. Mi mano en el bolsillo, por supuesto. Mi cigarrillo extralargo y con filtro, por supuesto. Y mis cejas fruncidas sobre la nariz, tipo pensante atormentado conflictivo torturado... En fin, como un mal actor. Yo seguía a la Gorda porque el campo santo estaba todo raleado. Bien dice el refrán: a falta de pan buenas son tortas. Por otra parte lo único que yo buscaba era alegrar un poco la tardecita. Después de haber laburado toda la semana como un animal, para qué te cuento. Doblamos por Florida. Que según me decían cuando yo era chiquito, era la calle más fina. No sé si me lo decían en el sentido de delgado o en el sentido de elegante. Lo que sé es que ahora es una

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calle más mersa y grasona que el mismísimo Once. Además con esos ceniceros gigantes que le han puesto en el medio, mi dios. Recuerdo que la que nos hablaba de Florida era la maestra de quinto. Y se daba unas ínfulas la muy estúpida porque ella podía caminar por Florida, era realmente bastante tonta. La cosa es que nosotros, de chiquitines, siempre soñábamos en caminar por Florida. Apenas pude rajarme solo pregunté para dónde quedaba la tal Florida y la agarré todita para mí. La caminé de punta a punta. No encontré nada. Un montón de ridículos mandándose la parte que fruncían el naso cuando yo pasaba cerca. Por suerte, ya, ahora, en este querido tiempo nuestro, la hemos engrasado bastante. ¡Florida, la pringosa! ¡Florida, la grasosa! Ahora se hacen levantes baratielis. ¡Y caen algunos exquisitos! ¡Sí, caen todos! Y ahí íbamos los dos caminando por Florida con el mentón bien levantado. La Gorda ya en la cuarta cuadra giró la cabezota para estudiar al que la seguía. Yo, tranquilón, alerón... La miré picaflor y le sonreía. Sé que lo mejor que tengo es la sonrisa así que me la paso sonriendo hasta cuando voy al baño. Hay que aprovechar las ventajas mientras uno puede sin guardar para mañana. En una de esas cruzo una calle, me chapa un auto y... no me voy a poner a sonreír en ese momento, por no haberlo hecho antes. La Gorda puso cara de “bah” y siguió moviendo sus grupas en forma bastante pecaminosa. Confieso que a pesar de los reparos que dije tener con las gordas, ésta me estaba entrando por el alma. La veía muy, ¿cómo diré?, muy desfachatada, muy despreciativa. Y no hay nada mejor para que me atraiga una naifa que se haga la malota, la repugnante, asquerosota. Es algo así como un desafío a la doma. O la domo o me doma. Perder o ganar en estos casos es lo mismo porque uno termina totalmente reventado.

—La tarde ya tiene su princesa... Al decirle el piropo medio ladeé la cabeza, como para hacerme el

mimosón. Lógicamente no se dio por aludida. Al no existir rechazo violento me acerqué más, justo cuando doblábamos por Corrientes. Empecé a hacer el verso elemental. Que sí, que no, que por qué, que la mar en coche... Y seguíamos caminando. La Gorda no se sentía mal conmigo. Estaba bastante conforme pero no aflojaba. Era viva. Me quería agarrar con todo. Estando cerca de ella fue que me perturbé con su perfume. Bárbaro el perfume. Fuerte, de esos que te envuelven. Entonces le pregunté por el perfume.

—¿Y para qué quiere saberlo? Ya hablaba. La tenía. Cuando la naifa habla, siempre cuando no sea para

mandarte a los caños, es que tenés un setenta por ciento a favor. Por supuesto que depende de vos el resto. Bueno. Entre pitos y flautas entramos en conversación. Amables, sonrientes, picarones, yo con cada vez más ganas de romperle la humanidad. Porque la verdad es que me había hecho entrar con

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todo. Y andaba bastante atrasado. Se juntaban el hambre con las ganas de comer.

Llegamos al Consolador mayor de Buenos Aires. Admiramos su inutilidad y doblamos por Pellegrini, que era donde había comenzado mi peregrinaje. Nos paramos a ver bordaditos, vestiditos... Yo me mataba de risa por dentro. La Gorda junaba unos vestiditos que apenas si le entrarían en un brazo y gracias. Las ilusiones que tienen algunos. Se fue para un kiosco y sin pedirle permiso al diarero se puso a hojear una revista. El tipo la junó con cara de pocos amigos y la Gorda no se dio por enterada. Yo trataba de disimular porque ese diarero es el que me vendía libritos pornográficos cuando era pequeñín. Mirá si de golpe me recuerda y me dice.

—¡¿Y para esto tanto librito, para conseguirte esta Gorda?!... Por suerte la Gorda largó la revista y el diarero tuvo que vender un diario.

Continuamos por la gran vía. Le hablé de su simpatía, de su elegancia, del lindo vestido que llevaba, de lo bien que le quedaban los ojos maquillados abundantemente de negro, del bello perfil que tenía y tutti cuanti.

Yo me encontraba tranquilo porque sabía que el levante ya estaba seguro y que esa noche no iba a dormir solito. Por lo tanto estaba contento. Ahí fue cuando vi a la ratita. La ratita picarona. Rapidito corriendo por el borde de la pared. Parándose. Volviendo a correr. Volviendo a pararse. La gente caminaba al lado y nadie se avivaba. La Gorda no sé de qué diablos me estaba hablando. Yo estaba pendiente de la ratita. La podía observar bien debido a que nosotros caminábamos cerca del cordón y entonces la tenía bien a tiro. El asunto fue que a medida que nosotros caminábamos ella avanzaba cuerpo a tierra como en las películas de guerra. Se la veía ágil. Y, repito, simpaticona. No sé por qué. En un momento dado se quedó debajo de un umbral de mármol y nosotros seguimos, perdiéndola. Vuelta a coquetearle a la Gorda que estaba entusiasmadísima contándome de dos hermosos sobrinitos que tenía a los que todos los domingos por la tarde llevaba al cine. Yo soy tarado. Ésta ya me estaba viendo pagándole la entrada a ella y a los sobrinitos. Sí. Yo le sonreía. Te voy a pagar la entrada a la perrera. Lo único que me faltaba. Hacer el novio. Paramos en la esquina de Córdoba debido al semáforo. Giro mi cuerpo haciéndome el pizpireto cuando veo avanzar a la ratita a los santos dopes. Embaladísima venía por el borde de la pared. Llegó a la esquina. Es decir justo donde empezaba la farmacia, donde doblaba la pared. Había un montón de piernas y la perdí. Apareció. La perdí. Volvió a aparecer. Quietita. Durita contra la pared. Esperaba encontrar su camino. La Gorda seguía hablando sin parar. De vez en cuando le decía que sí con la cabeza y ella seguía. Pero yo estaba pendiente de la ratita. No quería perderla de vista. La Gorda se avivó de que no le estaba dando bolilla y miró

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hacia donde miraba yo. Se volvió furiosa. —¡Si está mirando a esas mocosas es mejor que me vaya!... La paré en seco, justo cuando ponía su pata derecha frente a un auto. Le

agarró tal susto que se tuvo que agarrar de mí. Le expliqué de mil modos que no estaba mirando a esas chicas, ni me había dado cuenta de quiénes eran esas piernas enfundadas en pantalones, ni se me ocurrió que pudiesen ser de unas chicas, eran dos chicas, sí, ahora veo bien, le juro que de ninguna manera he intentado faltarle el respeto, sería muy tonto perder tan grata y bella amistad en esta hermosa tarde...

—Lo que yo estoy controlando es una ratita. —¿¡¡Una qué!!?... —Una ratita... —¡¡¡Ah!!!... ¿¡¡Dónde está!!?... La tuve que agarrar y calmarle los ánimos diciéndole que era muy

chiquitita y además bastante simpaticona. No me creía. Cuando se tranquilizó se apoyó un poco en mí y observó hacia donde yo le había dicho que estaba la dichosa ratita. Picarona. No estaba. ¿Dónde diablos se habría metido la muy maldita? Si no llegaba a aparecer capaz que perdía a la Gorda, y yo no estaba dispuesto a perderla a esta altura del partido. Rogaba a todos los santos que la hicieran aparecer. La Gorda ya estaba repuesta y me miraba con desagrado. Yo insistía que por la esquina rondaba una ratita. La Gorda, con desprecio, decía que las únicas ratitas que allí había eran las dos mocosas de pantalones que estaban apoyadas en la pared, posiblemente esperando...

—...a sus amantes... Lo dijo con una bronca tremenda. Y como si fuese un pecado

recontramortal. Pobre Gorda, cuánto haría que estaba de ayuno... Ella insistía en que nos fuéramos y yo hinchaba en que nos quedáramos, que la ratita iba a aparecer. Se me enchinchó y dijo que se iba. Se me revolvió la mostaza y pensé: entre la ratita y la Gorda ¿con cuál me quedo?... Lo pensé rápido: me quedo con la ratita. No me preguntés por qué decidí quedarme con la ratita. Supongo que lo único que te puedo decir es porque era simpaticona. En cambio la Gorda no tenía nada de simpaticona, ya me estaba inflando demasiado los nísperos. Como vio que medio puse cara fulera se calmó y con una excusa tonta decidió hacerme el gusto, simplemente para probar fehacientemente que no había ninguna ratita. Simpaticona. Ya arreglados, nos pusimos a caminar por la esquina muy lentamente, sin dejar de mirar para donde estaban las pibas de pantalones. La vereda estaba desierta, era un momento en que no salía ni entraba nadie de la farmacia, ni nadie cruzaba a nuestra vereda. Solamente nosotros, las dos pibas de pantalones y, si es que estaba, la ratita. Picarona.

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Las pibas estaban charlando, apoyadas contra la pared. Fumando muy cancheritas, pibas piolas, ja-ja. Como nosotros las mirábamos insistentemente, se molestaron un poco y la que nos daba la espalda se volvió para estudiarnos y dedicarnos una mirada bastante despectiva, que yo agarré al vuelo y se la devolví en forma de guiño. A mí me vas a agarrar... La otra, la que estaba apoyada en la pared se movió un poco. Acomodó la espalda. Cambió el orden de los brazos cruzados sobre el pecho y sacudió el cigarrillo para eliminarle la ceniza. Fue en ese momento en que movió apenitas una pierna. Más que la pierna fue el pie lo que movió. Apenas lo movió, lo suficiente como para que mi mente entrara a trabajar. A pensar en dónde podría estar escondida la dichosa ratita. Picarona. La piba revoleó los ojos. Me di cuenta que se le paralizó el corazón. Bajó la mano derecha, la del cigarrillo. Se sacudió el pantalón, la pierna mejor dicho; o sea, todo junto. Para esto yo ya había dejado a la Gorda en babia y me estaba aproximando a las pibas. La otra dio su tercer sacudón en el pantalón, todavía sin saber, aunque quizás presintiendo qué era lo que le estaba haciendo cosquillas, atrevidamente, en la pierna.

—Es una ratita. Le dije yo sin ningún tipo de preámbulo. Para qué se lo habré dicho. Pegó

tal grito que se le desencajó la cara. Yo no sabía qué hacer. Ni tenía idea. No sabía si ayudarla a sacudirse o llamar a los bomberos. Le dije que saltara. Que golpeara fuerte la planta del pie en el suelo para que la muy picarona se resbalara y así pudiera librarse. Pero parece que la ratita estaba bien prendida. La muy maldita sabía de dónde se agarraba. Quizás no fuera ratita y sí fuera ratoncito. Lo que no variaba era la simpatía.

Inútiles eran los golpes en el suelo. Entonces comenzó a saltar. Ahora agarrándose con las dos manos arriba de la rodilla para cortarle el paso a la muy atrevida. ¿Qué sensación se sentirá cuando una rata nos va subiendo por una pierna? Seguramente será emocionante. La pobre chicuela estaba totalmente desesperada. Lloraba hasta por los oídos y gritaba como si la estuviera violando un elefante gigante, digamos un mamut. La amiga era más boluda que yo, estaba completamente al pedo sin saber qué carajos hacer, lo único que hacía era abrir los brazos y decirle a la otra que saltara, que saltara. Era cosa de loco. La otra llorando a los saltos y nosotros aplaudiéndola como si tuviera que superar algún récord. Por suerte apareció un viejo rápido, inteligente y piola y metió mano en el asunto cuando yo le expliqué que una ratita se le quería meter en alguno de los dos agujeros a la pequeñuela. ¡Qué horror si la ratita lograba su objetivo y la ninfa era virgen! ¡Espantoso! ¡Imaginate cuando entre pibas se tengan que contar cómo fue el desvirgamiento... Y esta tenga que decir, CON UNA RATITA!

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El viejo abrazó desespereli la gamba de la piba y empezó a empujar para abajo. Qué piola, si era cosa de agarrar la gamba también agarraba yo.

—Usted meta la mano por adentro y agárrele la cola. —¿Quién?... —Usted, hombre, dele.... Me cacho en die. ¡Que yo metiera la mano y la agarrara! ¡Y si me morfa un

dedo! Me gustaba la idea de meter la mano porque la piba estaba muy bien, pero qué garantía tenía yo de que la ratita estaba de culo para abajo y yo la iba a poder agarrar sin problemas...

—Vamos hombre... Lo de hombre me convenció. Pero a mí me daba algo de asco. Así que le

arranqué una hoja del diario que el viejo llevaba en el bolsillo y metí la mano protegido por el diario. Para qué voy a negar que tenía un cagazo de padre y señor mío. Suerte que justo estábamos en la puerta de una farmacia. Esto me daba cierta tranquilidad. Metí más la mano y tanteé el bultito. Sin darme cuenta mi mano había salido a los miliquinientos. Era una cuestión de reflejos condicionados. ¿O no?... La Gorda se me había encimado y me alentaba.

—No tengas miedo. Pobre chica. La pobre chica ya estaba al borde de la locura. Para colmo se había

empezado a juntar la gente y todos querían ver y nadie te dejaba laburar tranquilo, se tiraban todos encima. La pobre ratita, también hay que pensar en ella, estaría con su culito a cuatro manos porque supongo que ya se imaginaría cuál sería su fin. Por eso era que no salía ni para tomar aire, quería morir de placer, sabía lo que quería. Metí la mano levantando el pantalón. Esta era una buena idea. Flor de gambeli la de la ninfa. Estaba como para morderla, que es seguramente lo que estaba haciendo la intrusa. Picarona. Al ir levantándole el pantalón, suerte que no era de los ajustados, bueno si hubiese sido de los ajustados la ratita no hubiera podido escalar posiciones, pude ver, con alegría, la colita de la ratita. El público se emocionó. Mi tú. Yo también. Me estaba luciendo. Era igualito a una plaza de toros. Yo era Manolete y con toda precisión iba a dar mi estocada para hundir mi espada hasta el fondo y la haría salir por la panza del toro malo.

Apoyé el papel y lo apreté sintiendo que tenía la colita en mis dedos. Protegidos por el cuarto poder. Me aparté un poco para sacar con fuerza la mano. Yo pensaba que la ratita iba a volar por los aires y que si no caía en algún balcón de los departamentos de enfrente por lo menos llegaría al centro de la calle. Tiré justo cuando todos me alentaban con el clásico

—¡¡¡Ooolééeee!!!.... Pero lo único que voló fue la libertad de prensa, es decir la hoja de diario.

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No importa, la lucha es mucha, no huye quien retrocede. La Gorda me alcanzó el papel y volví al intento. Esta vez traté de agarrar la colita haciendo una especie de nudo marinero, cosa que no se me escapara. Nuevamente el

—¡¡¡Ooolééeee!!!... Y tiré con más gallardía. Ya le estaba tomando el gusto a la cosa.

¡Maldición! ¡Esta cola está pegada con poxipol!.... Apenas si le pude arrancar el pellejito. La colita quedaba en el aire, blanquita, moviéndose como la de los perritos cuando están contentos. No creo que la motivación de la simpaticona fuese la misma. Demás está aclarar que a la piba la tenían en brazos porque le había agarrado un ataque de locura y los ojos se le habían dado vuelta. Por suerte el viejo era bastante efectivo y afectivo, y no aflojaba. La ratita podría abrir un boquete en el sitio en que estaba pero subir no subiría, por lo menos había una cierta seguridad: el virguito estaba salvado. ¡Yo era uno de los que evitaría tal deshonra! Flor de orgullo que tenía, podría contárselo a mis nietos. Después de dos intentos ya me sentía seguro. Hasta tenía ganas de firmar autógrafos. Decidí que ese intento era el decisivo. Apoyé el diario, ni loco dejaría el diario, y apreté con ganas doblando un poco la colita sobre el borde de mi dedo índice, siempre protegido por el cuarto poder, y cuando consideré que el público ya no podría mantener la respiración más tiempo, retiré con violencia satánica mi brazo derecho y la ratita esta vez no se pudo salvar: dio plenamente, certeramente, en la jeta de la Gorda pelotuda.

—¡¡¡AAAaaahhh!!!... Pegó flor de grito la muy imbécil. Se juntó a los gritos ya normales de la

piba que gritaba porque sí nomás. Todavía no se daba cuenta que la rata había cambiado de amante. Pero con la Gorda le fue mal. Quedó reventada. Qué jeta dura. El viejo levantaba más el pantalón para ver si la pierna estaba lastimada y de paso cañazo... Sí, decime que no, vamos...

La Gorda se pasaba un pañuelo por la jeta con la intención de quitarse todo vestigio de la ratita y lo único que hacía era hacerse un embarre tal con todo el bodoque que tenía aplicado que la jeta quedó igualita que los cráteres de la luna, con los agregados de los caminitos que formaba con las pinturas que se le corrían desparramadamente, sí, desparramadamente. Me dio tal bronca que la dejé para que se las arreglara sola. Me dediqué a la piba. Lo corté al viejo.

—Rápido a la Farmacia que la revisen. El viejo, de mala gana, largó la gambeli y empujó a la piba adentro de la

farmacia. Entramos todos. Fue una invasión como si nos hubiéramos enterado que al otro día subirían los precios. Los que atendían se asustaron.

—¡¡Afuera. Los que no tienen nada que ver afuera!!... —No, yo vengo con ella, soy el que la salvó...

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Sería el colmo que después de tanto lío me tuviera que perder el final. La pobre piba no paraba de llorar, estaba toda roja y con los pelos revueltos, se abrazaba a la amiga como si fuera su única salvación. El viejo no se le despegaba de al lado y no paraba de decirle que ya había pasado todo y que se dejara de joder de una vez por todas. Uno de los enfermeros, o empleados, dijo que la dejaran pasar que la iba a revisar. Hubo un murmullo fulero. Ya eso significaba que se empezaban a romper los lazos. No podríamos ver. Y todos teníamos derecho a ver. ¿Acaso no estuvimos todos haciendo fuerza? ¿Acaso no gritábamos el olé con ganas para que la ratita muriera, como realmente murió en la jeta de la Gorda boluda? ¿Dónde estará? ¿Se las habrá picado? Mejor. Me quedo hasta el final y veo si engancho a las pibas con el cuento de acompañarlas a su casa o a tomar un café para que se calmen. Pobre chica. Yo estaba bien encaminado porque me había percatado que el viejo estaba acompañado de otra vieja y por lo tanto tenía camino libre. ¡Olé!

Entonces hubo alguien que dijo que había que revisar a la ratita para saber si estaba rabiosa o no. Sí, sí, la ratita, hay que buscar la ratita. Todos decían que había que ir a buscarla pero nadie se movía. El empleado más viejo empezó a echarlos a todos y pensé que si yo traía la ratita tendría una buena excusa para quedarme adentro de la farmacia y en una de esas pasar al cuartito privado y relojear la revisación de la gambeli. Entonces grité, igualito al último de los mohicanos:

—¡Hay que ir a buscar la ratita! ¡En una de esas está rabiosa! ¡Yo iré! Cuando dije “yo iré” traté de parecerme a Burt Lancaster en esa película,

la de la resistencia francesa en que él se va a sacrificar en beneficio del resto de la humanidad; pero la verdad es que nadie me miró con el respeto y admiración que mi decisión reclamaba. No importa. La soledad es nuestra amiga. El infortunio de la vida nos depara sorpresas lamentables. Abrí la puerta y me la encuentro a la Gorda meta limpiarse la jeta escupiendo el pañuelo. ¡Flor de levante me había hecho! Busqué por toda la vereda a la ratita. Simpaticona. Picarona. No estaba por ningún lado. ¿Se las habría picado?

—¿Qué buscás?... La Gorda me tuteaba. Y claro. Después de verla escupiéndose el pañuelo

no me va a decir señor, lógico. También sería lógico que yo ahora le dijera: —¡¿Qué voy a estar buscando, boluda?!... ¡¡¡La ratita!!!... ¡¡¡La ratita,

busco!!!... ¡¿¿Qué voy a estar buscando, petróleo??!... Anda a un bar querés, andá al baño y lavate como la gente...

—La pateé a la calle... Me fui al cordón de la vereda y me puse a inspeccionar. Me arrodillé por

entre las ruedas de un auto estacionado, busqué por el lado de la plaza. Por

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supuesto no faltaron los boludos que empezaron a buscar no sabían qué. Alguno me preguntaba pero yo me hacía el sordo. Aparecían minas también. Una de ellas me preguntó justo cuando yo distinguí a la pobre ratita. Simpaticona. Muerta.

—¡¡¡Una rata busco!!!... ¡¡¡Una rata así de grande!!!... ¡¡¡¿Me ayuda a buscarla?!!!...

Me tomaron por loco y se apartaron velozmente. Agarré un pucho y la fui acercando. Lentamente, con la delicadeza que la ratita amiga se merecía. No hay que olvidar que se había jugado el todo por el todo en una misión de las que llamaríamos imposible y que si no fuera por la oportuna intervención de dos caballeros hubiera podido ser trágico. Bastante trágico. ¿No se podría llevar la noticia a la televisión o a los diarios? Sería bárbaro. Yo en la foto. El señor fue el que salvó a la muchachita y luego se enamoran mientras él la va a visitar diariamente al hospital, donde conoce a los padres quienes quedan encantados con el caballero salvador. Y después nos casamos. Por iglesia y todo. Con frac. Porque se supone que ella es una piba de bastante mosca y entonces cambia mi vida y mando el laburo de la planta embotelladora a la mierda y me ponen una oficina para que controle los dólares que vienen del exterior y también me ponen una secretaria rubia, no, mejor morocha, delgada pero con lo suyo y...

—Tome este papel así la agarra de la cola, no la toque, por cualquier cosa, ¿sabe?...

—Sí, lo sé... Con el pucho trato de levantarle la colita blanquita despellejada, me es

difícil lograrlo pero al final gano, meto el papel y con el pulgar y el índice consigo elevar a la ratita. Picarona. Muerta. Retomo mis ánimos y me yergo orgulloso con mi querido trofeo.

—¡¡¡Dequerusa la merluza que aquí viene el boy scout con la ratita!!!... La comparsa hizo un caminito por el que me introduje con el brazo

estirado mostrando el cuerpito exánime de quien había causado tanto despiole. Hasta me abrieron la puerta. Hice una entrada triunfal. Solamente faltaban esas trompetas largas de las entradas egipcias. El bullicio de los que estaban dentro de la farmacia se acalló. Fui el centro de las miradas. Por suerte me había puesto la corbata roja. Mejor dicho, la ratita fue el centro de las miradas. ¡Que fácil era abrirse camino con una ratita en la mano!... No era necesario que pidiera permiso. Yo esperaba que ahora el viejo enfermero echara a todos y me dejara solamente a mí con la ratita y de esa forma me introduciría en el fondito donde tenían secuestrada a la ninfita. Apareció el enfermero que parecía que llevaba la batuta y

—¡¡¡Que diablos hace usted acá con esa rata!!! ¡¡¿Está loco?!! ¡¡¡Afuera!!!

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¡¡¡Afuera con esa rata de porquería!!!... Confieso que me quedé frío, desubicado, tanto empeño con la ratita para

que este hijo de varios padres me pegara semejantes gritos. Por suerte me respaldó el público. Oh pueblo consciente que no te dejas atropellar.

—¡Cómo que hay que tirar la rata! ¿Y si está rabiosa? ¿Y si la chica se muere? ¡¡Hay que revisar la rata!!...

Todo el mundo de acuerdo en que yo no había traído la ratita al divino pedo. Eso ya era algo para que me recuperara. Con firmeza y decisión coloqué la ratita simpaticona sobre el mostrador. Tuve el cuidado de poner la hoja de diario debajo. No hay que provocar demasiado. El tipo siguió gritando que no era necesario revisar la ratita y que la chica no tenía nada y que se le daría una inyección de prevención y que ya estaba todo arreglado y que nos dejáramos de romper los quinotitos que no se quería amargar un sábado encima que se tenían que quedar toda la noche de guardia reemplazando a la farmacia que se tenía que haber quedado y que no se quedó porque el farmacéutico tuvo la puta idea de morirse justo cuando le tocaba hacer guardia.

—¡Y ustedes encima me vienen a hinchar con esta ratita!... —Simpaticona. Agregué yo con voz baja pero firme. —Mire, déjese de joder, y tire esta rata a la mierda... Y ya pueden ir

retirándose todos... La chica está bien... No ha pasado nada... Dejen entrar a la gente que viene a comprar... ¿Y usted qué espera para llevarse esta ratita de una vez?...

Me lo dijo así medio cómplice, ladeando la cabeza y guiñándome el ojo derecho, que es el ojo de la verdad. Se fue para el fondo y me quedé viendo la ratita. Pobrecita. Picarona. Era gris y se le veían unos dientitos muy pequeñitos. Estaba con la pancita arriba, medio blancuzca, con una piel que parecía ser suave al tacto, tenía ganas de probar. Me gustaba la ratita. No sé por qué. Simplemente me gustaba. No me causaba ningún tipo de rechazo ni de asco. La veía linda. Con esos bigotitos alegres y las patitas abiertas como rogando que no le hagan daño. Los ojitos los tenía cerrados. ¿No son como nosotros? Que nos tienen que cerrar los ojos. Quizás se los cerraban ellos mismos. Todo puede ser. Bien. Había que irse. Con la ratita. Picarona. ¿Y si se las dejaba de regalo?... Qué joder... Que la tiraran ellos. No voy a ser sirviente de ellos. Que se vayan al diablo.

Ya me iba a dar vuelta para espirarme cuando me agarran del brazo. Era el viejo enfermero.

—Agárrela con cuidado para que no se manche el mostrador. Y tírela bien lejos ¿eh?...

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—Eh. No tuve más remedio. La agarré con cuidado, de la colita y con el cuarto

poder y salí de la farmacia con la ratita colgando, espantando a los que recién aparecían y estaban fuera de onda. Llegué al borde de la vereda, y la tiré al medio de la calle para que algún auto la aplastara, la reventara con ganas, con premeditación y alevosía. Me quedé parado con alguno que otro estúpido al lado que no tenía idea de lo que había pasado.

—¿Qué fue lo que pasó?... —Hay rumores de golpe de estado... Se fue ofendido. Los autos, colectivos, camiones y omnibuses pasaban al

lado pero sin tocarla, la rozaban bastante cerquita pero nada más. Hasta que vino uno de esos autitos que parecen cucarachas gigantes y la hizo pomadita, no le fue fácil, el autito dio un leve brinco, ella se hizo respetar hasta el final. Enseguida que dio paso la luz verde se vinieron todos al humo y esta vez no hubo ninguno que fallara. Todos la acariciaron, con mucho amor. Tanto amor que ya en el segundo pase de la luz verde no quedaba nada nadita de la ratita. Simpaticona. Me quedé triste. Me había encariñado con la ratita. En algún lado tendría que encontrar mi ratita. Picarona.

—¿Vamos?... Era la Gorda. Se había lavado la jeta y sin maquillaje estaba mucho mejor.

Se lo dije y le gustó. Le dije que quería ir de una vez al hotel. Se hizo la ofendida pero aflojó sin más trámites. Antes comimos un especial de jamón y queso con una coca.

Cuando la Gorda se desnudó me dio la impresión de que se rompían los murallones que frenaban algún río o mar. Se le descolgó el mondongo como si fueran andinistas deslizándose por las montañas de nieve. En pliegues, como un bandoneón arrabalero. Desinflado. No, bien inflado. Infladísimo.

No estuvo mal. Sabía hacer lo suyo. Dormimos. Creo que soñé. Supongo que fue un sueño. Porque de otro modo... no me

explico... La ratita estaba viva y coleaba. Y estábamos juntos y hacíamos todo lo que yo acababa de hacer con la Gorda. Y lo pasaba muy bien. Era muy cariñosa. Lo que más me gustaba era acariciarle la barriguita, suave, tibia, aterciopelada. Y ella se quedaba con las patitas levantadas y los ojitos entrecerrados gozando feliz. Después se me vino encima, como la Gorda, y me mimó mucho, con mucha delicadeza, cariño y amor. Y me volví a dormir feliz.

Cuando me desperté vi a mi lado a la Gorda que no estaba de Gorda, estaba de ratita. Simpaticona. Picarona. Era la misma ratita pero del tamaño de la Gorda. De todas maneras no había perdido su delicadeza, es decir que, por haber crecido no se hacía temible ni fea, seguía conservando esa delicadeza de

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las cosas frágiles y pequeñas. Tenía pureza y alegría. Estaba durmiendo y respiraba con mucha tranquilidad, era una respiración muy pausada. No me pregunté nada. Alargué mi brazo y le acaricié el pecho y la barriguita. Tan suave, tan suave...

Ella se despertó y ladeó la cabeza. Me miró sonriendo. Digo sonriendo porque presentía que estaba sonriendo ya que su expresión no era muy fácil de determinar por la conformación de la boca y por los bigotitos que ahora con el crecimiento eran bastante grandes. Me mostró los dientitos y la lengüita roja. Alargó su patita y me acarició el rostro. Junté mis labios y le envié un beso por el aire. Giró toda hacia mí y con las dos patas manos me abrazó el cuello. Se acomodó bien encima mío. Desde entonces soy feliz...

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Gente decente

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Y es que al decir dominar, no quiero decir como el tigre. También domina el zorro por la astucia, y la liebre huyendo, y la víbora por su veneno, y el mosquito por su pequeñez, y el calamar por su tinta, con que oscurece el ámbito y huye. Y nadie se escandalice de esto, pues el mismo Padre de todos, que dio fiereza, garras y fauces al tigre, dio astucia al zorro, patas veloces a la liebre, veneno a la víbora, pequeñez al mosquito y tinta al calamar. Y no consiste la nobleza o la innobleza en las armas de que se use, pues cada especie, y hasta cada individuo, tiene las suyas, sino en cómo se las use y, sobre todo, en el fin para que uno la esgrima.

Miguel de Unamuno Del sentimiento trágico de la vida

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La verdad es que no sé cómo empezó la cosa. Supongo que fue aquella vez que me acordé que tenía que hacer una llamada. Ella se quedó en la cola y yo la observé desde el teléfono público. Hacía mucho que no la estudiaba de lejos. Me parecía que estaba mirando a otra mujer. Objetivamente la veía hermosa. Muy hermosa. Me atraía tanto que deseaba tocarla. Como si acaso me fuera imposible tocarla. El deseo era el mismo que se tiene con las mujeres que uno ve caminar por la calle y que nunca más vuelve a verlas.

En los comienzos buscaba oportunidades para observarla sin que ella se diera cuenta. Me alejaba para comprar el diario o la mandaba a comprar cigarrillos al kiosco, el asunto era mantener la distancia y quedarme estupefacto al verla caminar. Cuando íbamos a una confitería buscaba ubicación lejos del baño y en medio de las mesas que forman el caminito para facilitar mi visión en caso necesario.

Cada vez más mi mente volaba y volaba imaginando nuevas formas para ir descubriéndola más, totalmente, tal cual era ella; estaba convencido que ni ella sabía todo lo que podía dar.

Una tarde estábamos tomando té en un bar y me propuse jugarme. Le dije que fuera a comprar el diario. Tendría que cruzar la calle. Se quedó interrogante.

—¡Qué caballero que es mi marido!... ¿No podés ir vos?... —Sí. Pero quiero verte caminar. Se lo largué de golpe. Me miró asombrada, medio ofendida. Yo tranquilo,

como si no hubiera dicho nada de otro mundo. Su rostro se tornó dudoso. Al fin terminó sonriendo a lo Mona Lisa.

—Hum... Así que... Se quedó en los puntos suspensivos. Supongo que insinuó que yo era un

degenerado, un pervertido o algo así. No me importaba gran cosa. Cuando creí que había fracasado vi cómo se levantaba, cómo sus manos alisaron la falda

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marcando bien las columnas y luego de mirarme en forma un tanto extraña, mejor dicho muy distinta a lo habitual, se alejó para buscar el diario.

Esa vez no pude deleitarme mucho viéndola, estaba medio trastornado por el nuevo mundo que vislumbraba: ella entraba en el juego.

Al llegar del trabajo un estado de nervios se apoderaba de mí. Me sentaba frente al televisor y mi mente vagaba por mundos imposibles ya de abandonar. Ella algo notaba. También estaba inquieta. Había que enfrentar las circunstancias y hablar. Conversar.

Al principio se negó, pero cuando pude hacerle entender que no se vive eternamente y que es un crimen imperdonable reprimir los pocos años que a uno le restan de vida, aceptó. Después reconocería que no era mucho lo que yo le solicitaba.

Mientras se vestía me puse a limpiarle los zapatos con una franela muy suave. El olor de la pomada se mezclaba con el que despedía el interior del zapato. Nos costó mucho acostumbrarnos a vivir con los olores. Los del baño. Los de la cocina. De acuerdo con la hora, el departamento tenía su olorcito. A la mañana era más aceptable. Hasta que a uno de los dos se le ocurría evacuar la comida de la noche anterior. Era trágico. Por más que se mantuviera bien cerrada la puerta, el olorcito se filtraba. Habíamos puesto una alfombra para evitar el paso por debajo de la puerta. Pero no hubo caso. Hasta pusimos un burlete en todo el marco. El olorcito siempre ganaba. Evacuábamos con el dedo apoyado en el botón. Cosa que a medida que uno va despidiendo los elementos, éstos puedan seguir de largo sin estacionarse ayudados por el empujón de las aguas. Bajaban como por un tobogán. Incluso no llegaba a mancharse el fondo del inodoro. La operación la cumplíamos perfectamente bien, pero la naturaleza siempre nos ganaba. Es necesario que aclare que el bañito, donde apenas podíamos estar uno por vez, debido a que el borde de la piletita quedaba justo debajo del cuello del que estuviera sentado realizando sus necesidades, apenas si tenía un respiraderito muy chiquitito en un rincón del techo. Nosotros siempre metíamos palos y plumeritos con las sanas intenciones de mantenerlo bien limpito para que se fuera el olorcito o por lo menos entrara alguna ráfaga de aire. Mas todo era inútil. Por supuesto tuvimos que acostumbrarnos. En épocas de calor se abría las ventanas y nos salvábamos. La verdad es que era solamente una ventana, con dos hojas. En el dormitorio no había ventana. Tampoco había noción del tiempo. Para saber si había sol o llovía teníamos que sacar la cabeza por la ventana y mirar hacia arriba. Divisábamos un agujero en lo alto que dejaba ver el color del cielo. A veces pasaban nubecitas.

El otro olorcito era el de la cocina. A pesar de que ahí el respiradero era más grande el problema era el mismo. Todo el vapor, el aceite frito, el puchero,

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las sopas, las milanesas con papas, los huevos, todos los olores acariciaban las paredes del living, que era donde comíamos porque en la cocina apenas si pudimos meter la heladera tamaño chico y apenas si uno podía girar un poco entre la cocina y la piletita, donde tenía que abrir la canilla con cuidado, con poca potencia, porque si no el agua salía violentamente y salpicaba todo. Por más burletes que le pusimos a la puerta de la cocina, nuestro esfuerzo resultó vano. Nos acostumbramos. Lo grave era el dormitorio. Parecía que los olores, el del baño y el de la cocina, se juntaran en ese lugar con la intención de quedarse ahí, estacionados. Y era muy feo cuando yo, estando acostados, todo enamorado hundía mi rostro en la cabellera de ella y en vez de entibiarme con su suavidad y perfume, me sentía desmayar con el olorcito a ají relleno que despedía su cabeza. Sí, se ponía un pañuelo; grueso. De todos modos no había nada que hacer.

En invierno la cosa era dramática. Teníamos que tener cerrada la ventana porque si no nos convertíamos en cubitos. Y entonces el olorcito no encontraba salida, la única salida que en verano algo nos salvaba, en invierno nos mataba.

Por supuesto que utilizábamos muchos perfumes. Un poco se disimulaba. Pero luego, a medida que nos íbamos acostumbrando, teníamos que agregar dobles cantidades de perfume hasta que llegó a ser grave el presupuesto. También se agregaba la circunstancia de que cuando teníamos alguna visita, siempre se tenía que ir rápido con el pañuelo en la boca y medio descompuesto. Parecía que lo hiciéramos a propósito. Quedaba bastante feo.

—¿Querés que me ponga la blusa blanca o la amarilla? —La amarilla. Me gusta como resaltan las mangas en el vestido negro. Ahora por lo menos me hablaba algo. Antes, cuando le pedía por favor

que saliéramos era un infierno como se ponía. Yo me la pasaba rogándole y rogándole, apelaba a su amor por mí, a mi amor por ella, a que en un departamento de dos miserables ambientes y para colmo sin lavadero, una pareja no se puede apreciar de verdad, es decir, no se pueden apreciar totalmente enteros, no se pueden ver, VER, los dos están siempre encimados, siempre uno mira fragmentos del cuerpo del otro, una pierna, el hombro, unas nalgas, una cara, un vestido, todo separado.

Cuando ella me preguntaba si le quedaba bien el vestido nuevo, yo tenía que retroceder y siempre terminaba chocando con la pared de la ventana, corría la mesa y las sillas, me colocaba en el pasillito de salida y de ahí más o menos le podía dar mi parecer, a pesar que se interponía la punta del televisor, que se le incrustaba justo en la cintura como una lanza. No se puede vivir con pedazos de un cuerpo, desparramados, teniendo que armarlos mentalmente, la imaginación se cansa, uno nunca termina de integrar las partes y completar el

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conjunto para poder gozar realmente. Además uno, los dos, se asfixian. Lo mismo pasa con los ruidos. La caída de un tenedor puede llegar a

perturbar la tranquilidad lograda con un hermoso programa de televisión que nos enseña una buena receta de cocina. Los ruidos del ascensor en su ascender y descender a los santos infiernos, con su ulular penetrante y con los latigazos de sus puertas al abrirse y cerrarse por el resto de los animales que ocupan el edificio. Los ruidos de los pasos sobre nuestras cabezas. Los ruidos de los timbres destemplados. Los ruidos al amanecer de los amantes peleados, de los que preparan la mamadera para sus críos, de los placards al cerrarse, los berridos de los que gozan, o pretenden gozar, las sirenas de la policía, de las ambulancias, los ruidos de nuestro desajuste mental.

Las formas. Las formas que se agrandan como en un sueño. Dos personas hacen una y una no hace nada. Y de repente esas formas que estamos acostumbrados a ver en el departamentito cobran otra dimensión cuando las vemos en un espacio distinto.

Cuando salíamos no nos hablábamos nada. Yo buscaba las calles más anchas donde hubiera una confitería o un bar con una mesa en la vereda o pegada a la ventana. O también utilizábamos las plazas, pero no mucho ya que el clima existente no era de nuestro agrado.

Me sentaba y ella iba a lo suyo. Primero caminaba hasta el kiosco de diarios y hojeaba algunas revistas; me encantaba cuando descansaba el cuerpo primero sobre una pierna y luego en la otra, era muy, pero muy lento, y lo hacía sin mover la cintura, tal como le había enseñado, solamente movía las nalgas. De esta manera es que pude ir dándome cuenta de las líneas de su cuerpo, de las curvas de sus piernas, de las redondeces de sus pechos, de la majestuosidad de su mentón, de la belleza de su cabeza, de la delicadeza de sus manos cuyas formas yo desconocía y trataba de adivinar mientras me acariciaban.

Luego de comprar una revista caminaba aceleradamente hasta la esquina y pasaba delante de mí sin mirarme; mis manos se aferraban con fuerza al borde de la mesa. Se paraba y se mordía una uña como si estuviera resolviendo mentalmente algo de suma gravedad. Volvía sobre sus pasos y entre los palos de colectivos buscaba su número. Yo podía observar todo su continente, todo su cuerpo en pleno accionar, desde sus zapatos hasta sus cabellos, la pollera adherida que frenaba las tremendas ganas de respirar que tenían las nalgas, la blusa ajustada de amplio escote apretando los pechos, ahogándolos. Todo esto era maravilloso. Yo podía apreciarla en su inmensidad. A cada fragmento de su cuerpo le encontraba sentido, unidad con el resto de las formas; por fin podía percibir la voluptuosidad deslumbrante de su hermosura. En estos momentos

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era cuando yo más codiciaba la riqueza de su ser. Una señora la miró muy feo.

De vuelta en el departamentito me convertía en un lobo hambriento que saciaba todos sus deseos. ¡Oh dios, ayúdame a gozar de esta gloria! Gracias por hacerme comprender que el que no tiene imaginación ni fantasía no sirve para nada. Hasta donde podíamos tratábamos de prolongar la dicha lograda. Tanto ella como yo sabíamos que el tiempo sería corto y que nuevamente los olores y los ruidos nos invadirían sin ningún tipo de consideraciones. Era muy poco el espacio que se nos daba para celebrarnos.

Ella estaba firme, bien plantada, escrutando el programa detrás del vidrio. Apoyó un dedo, con seguridad, para controlar el horario. Levantó la punta del pie y el taco fino giró a izquierda y derecha. Colocó una mano en la cintura y se dirigió a las fotos pegadas una en cada puerta de vidrio. Al llegar al otro extremo levantó la cabeza con energía para mirar el afiche del próximo estreno. Sacudió su lujuriosa cabellera y todo su cuerpo vibró, incluso hasta las pulseras y cadenas que adornaban su muñeca, el tintineo llamó la atención de un langa picaflor que se quedó con la mitad del piropo flotando en el aire. Siguió caminando por la vereda haciendo resaltar el vaivén de sus caderas. El langa, como furgón de cola, decidido a hundirse en los mismísimos infiernos desplegó toda su capacidad de levante emprendiendo la aventura más fascinante de su vida. Ella, indiferente, observaba unos maniquíes que lucían conjuntos de ropa interior femenina. Él, totalmente concentrado, no dejaba de hablarle al oído. Volvió a sacudir su cabellera, este movimiento repentino asustó al langa picaflor que retrocedió un paso. Al fin, ante tanta insensibilidad, optó por tomárselas en su vivo dolor.

¿Te acordás de aquella vez que a tu lado una colegiala hermosísima se quitó el guardapolvo y que abstraída de los demás comenzó a arreglarse... y que dejaste de ser el centro de las miradas?... ¡Cómo lloraste! Me sorprendió que fueras tan susceptible a la competencia. Pero más me emocionó ver cuánto respetabas mi necesidad. ¡Cómo luchaste con vos misma! Desde entonces tus actuaciones se fueron mejorando poco a poco.

Comíamos prendidos al televisor con la esperanza de cambiar el aire. Recorrer otros paisajes que no fueran las cuatro paredes que nos cercaban. Esa

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pequeña pantallita era nuestro espacio anhelado. Nuestras mentes y corazones contaban las horas, los minutos, los segundos para poder vivir plenamente.

Cuando cruzó la calle, un poco apurada porque ya estaba la luz amarilla, vi con alegría otro detalle que nunca había notado: sus pasos eran largos. Con atención seguí su andar por la vereda para verificar el hallazgo. Sí, efectivamente sus pasos eran largos. ¿Por qué me llamaban la atención sus pasos largos? ¿Qué era lo que me atraía? Quizás descubrir unos nuevos muslos, quizás el pliegue de la pollera que se pone tenso abrazando su carne. Si no hubiéramos tomado distancia nunca me hubiese dado cuenta. Como ahora que tomaba conciencia de que esos dos hermosos senos existían y se pegaban a mi cuerpo.

Ella elegía un tipo cualquiera que estuviera en la cola. Le preguntaba el recorrido del colectivo, si la dejaba bien en tal lugar, y el tipo se deshacía para complacerla; era entonces cuando ella daba comienzo al espectáculo. Se movía como si algo le picara en el cuerpo, se acariciaba la pollera de un costado y así marcaba bien sus curvas, se sacudía la cabeza tirando hacia atrás esa cabellera insolente que a toda costa quería caérsele sobre los ojos, ojos grandes que un buen maquillaje hacían resaltar aún más. Mis rodillas repiqueteaban fervorosamente contra las patas de la mesa.

En el subterráneo preferíamos las horas en que viajaba más gente. Sabía encender el ardor de los cuerpos que tocaba, transformar los rostros de quienes la miraban. Mi deseo, aumentaba. El sudor le formaba en la frente una serie de puntitos brillantes. El de saco gris no le quitaba los ojos de encima. Algunos cabellos se adherían humedecidos a la frente amplia, rosada y lisa, de mi amor. Me costaba terminar de convencerme de que esa era la primera vez, realmente, que veía esa hermosa frente, esas cejas bien arqueadas, esas pestañas negrísimas por el rimmel, esos pómulos bien marcados. Seguramente el de saco gris también estaba extasiado ante esa boca grande de labios carnosos. Terminaba la mandíbula ancha, dibujando un mentón bello, agresivo. El cuello, el de un cisne, qué más da...

Mi cabeza giraba constantemente alrededor de mis ideas. De mis ideas que buscaban salidas. De las salidas que adquirían distintos colores, por lo general siempre rutilantes, vibrantes.

Al buscar la puerta de salida tuvo que pasar por entre varias personas, el de saco gris no intentó evitar refregársele. Ella fue hasta la escalera mecánica.

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Uno de azul se paró en el escalón siguiente. Me ubiqué dos más abajo. Ella se iba hacia arriba y yo la seguía fielmente. Apreciarla verdaderamente en sus secretos, esto sí que era decente. Poder valorar la perfección de la línea en los tobillos, naciendo desde los tacos altos y finos de los zapatos puntiagudos; en los muslos blancos y fuertes, en la oscuridad tentadora que hipnotizaba al pibe que tenía de compañero en la escalera.

Cuando apoyábamos nuestros sueños en la misma almohada, intensificábamos nuestras ansias del deseo preparándonos para la próxima etapa.

Mi cabeza parecía un colectivo lleno de pasajeros que arrancaba y frenaba de golpe. Silbidos profundos y ruidos de bosques atormentados.

El tipo se dio cuenta de nuestro juego. Vio que ella se quitaba un pelito de la lengua y la mostraba como flecha, roja y relucientemente húmeda. Vio cuando yo la llamé y le indiqué que caminara delante mío. Nos siguió varias cuadras. Cuando se animó me agarró del brazo. Sus ojos estaban acuosos.

—Necesito ver eso por todo lo que perdí. Por todo lo que no tuve. Por todo eso que no puedo volver a vivir. Por todos los cuerpos, los rostros, los ojos, los cabellos, las manos, los labios que veo a mi paso y que nunca podré tener.

Me adormecía y transpiraba. Nos sentamos pegados a la vidriera del bar para poder verla. Ella se paseaba entre la gente que subía a los colectivos. Yo explicaba: Hoy anda sin nada debajo del vestido, por eso sus nalgas forman dos lomas nerviosas que nunca terminan de llegar, que van y vuelven; por eso sus dos senos es lo más alegre que existe en esta tarde.

—¿Sabe usted —me dice el tipo dejando el pocillo de café— que hoy las mujeres debido al uso de pantalones han perdido la femineidad al sentarse?... ¿Sabe que siempre estuve atento a cada revista, a cada película, a cada calle, a cada teatro, a cada publicidad, a cada programa de televisión, a cada?... ¿Sabe usted, que yo amé mucho?...

Y así fue, sencilla y humanamente, como desde ese momento logramos, entre otras cosas, un departamento de cinco ambientes, bien amplio, luminoso y aireado, como corresponde a gente decente...

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El espectáculo debe continuar

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Nunca se sabe qué visión ha estado dándosela a uno durante la noche. De modo que, Norteamérica cabeza de culo, contempla tu trasero. ¿Cuál D. J. el blanco o el negro podría ser peor genio si Harlem o Dallas guiara al otro, y quién sabe cuál? Este es D. J., Disc Jockey de Norteamérica, que termina su trasmisión. Vietnam, una buena maldición.

Norman Mailer ¿Por qué estamos en Vietnam?

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—Señor Presidente, cumplo en informarle que ya hemos evacuado a todos los soldados. Desde hace quince minutos no queda ningún norteamericano en la isla.

—¿Está usted seguro?... —Absolutamente, señor Presidente. —Bien. Pueden arrojar la bomba XYZ.

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Braulio en dos jornadas

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¿Conozco siquiera la naturaleza?, ¿me conozco yo? —No más palabras. Sepulto a los muertos en mi vientre. ¡Gritos, tambor, danza, danza, danza! No veo tampoco la hora en que, al desembarcar los blancos, caeré en la nada. ¡Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza!

Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno

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PRIMERA JORNADA “Señora Domitila Godoy. Recordada esposa: Che Domitila espero que al recibo de

la presente sigás bien de salud y demás. Yo estoy bien mirado y me van a hacer capataz. No te preocupes si tardo en escribirte la que viene. Cuidalo al hijito y dale mucho de comer. Decile al Policarpio que yo se lo voy a pagar más adelante cuando sea capataz. Confiá en dios que todo va a salir bien y vamos a estar juntos otra vez. Un beso al Hijito. Braulio.”

Dobló el papel con cuidado, lo metió en el sobre y le pasó la lengua. Lo

puso sobre la silla y se sentó encima. Observó el revoque de la pared y las manchas de humedad. A pesar que apenas entraba la cama y una silla, se había acostumbrado a ese cuarto.

Miró la foto que en un momento de audacia se había animado a pegar en la puerta. La chica tenía dos trapitos por malla y una pose bastante provocativa. Lo mejor era la sonrisa. Cada mañana al levantarse era como una bendición que ella le daba, lo fortalecía para enfrentar las cosas que todavía no llegaba a entender, como por ejemplo no conseguir un trabajo fijo. Arrancó la foto y la guardó con cuidado en la valijita marrón; en los esquineros el cartón se había gastado bastante y los agujeros se agrandaban.

A las diez le habían dicho que tenía que entregar la pieza. ¿Ya sería la hora? Una cucaracha cruzó veloz, esquivó el pisotón y consiguió esconderse en el zócalo de madera. Debía comer bien porque era grandota.

—¡Braulio! A ver si me dejás la pieza que tengo que hacerla limpiar. ¡Braulio!...

Los golpes en la puerta sonaban impacientes. —Ya salgo. Se acercó al espejito y se pasó la mano por el pelo. Pelopincho. Se lo

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dejaría largo, como estaba de moda ahora, para ver si le mejoraba el aspecto. Se prendió la camisa hasta el botón de arriba y las puntas del cuellito le hicieron cosquillas en la mandíbula, salió con la valijita marrón asegurada con un cinto viejo. Fue hasta la mesa de entrada.

—Buen día, señora... ¿Puedo dejarle la valija?... Ella contestó sin despegar los ojos de la fotonovela: —Dejala en este rincón, después cuando venís se la pedís a la Filomena. — ¿Cuánto entonces me va a salir?... — Ya te dije, la mitad. —¿Ni un poquito más me puede bajar?... —¿Pero vos que te creés? ¿¡que yo vivo del aire!? Si no podés pagar esos

pesos ya podés ir buscándote otro lugar. —No, yo le preguntaba nomás. Él puso los billetes de dos noches en el mostrador y como si tuvieran

patitas desaparecieron en el cajón. La mujer siguió leyendo, sopló la ceniza que se le había caído sobre la revista.

Braulio acomodó bien la valijita en el rincón y bajó por la escalera de madera.

Era sábado. Día tranquilo y poca gente por la calle. En el correo vio dos colas, se puso en la que estaba atendida por la chica más bonita.

Qué lindo sería acariciar ese cabello rubio. ¿Por qué no sonreía siendo tan jovencita? ¡Y con un trabajo tan lindo! ¡Sentada y de guardapolvo blanco! Esa es la clase de trabajo que quiero para el hijito; un trabajo de oficina, limpio.

—¿Cómo la manda, certificada o expreso? —...No... así nomás... —¡Entonces el otro mostrador! ¡¿No sabe leer?! ¡¿Para qué está el

cartelito?! ¡Ganas de hacerle perder el tiempo a una! Braulio se fue para el otro lado con la cabeza gacha y el culo echando

espuma, igualito que el perrito del hotel cuando la señora lo retaba. Apenas si tengo para dos días de comida. Una hoy y una mañana. Serían

cuatro cafés con leche y medialunas, quizás cinco buscando un bar bien barato. Sábado y domingo no puedo hacer nada. Me quedaría un café con leche para el lunes, para poder moverme. Si no fuera que la comida era necesaria no habría problemas. Tendría que ir a rogarle a Nicanor. Él está trabajando bien en las obras y quizás pueda conseguirme algo. Tendría que intentar comer gratis de alguna forma y ahorrarme esto. Si no gasto nada ni hoy ni mañana tengo para dormir dos días más. Y entonces si el lunes no me salió nada puedo salir el martes como si fuera el lunes y gano un día. ¿Y si voy a pedir a un restaurant?...

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No, capaz que me mandan preso. Policarpio tendría que estar acá. Caminando por la avenida más ancha del mundo llegó hasta el

Consolador Mayor de Buenos Aires. Había bastante gente admirándolo, sentada alrededor de los canteros. Los imitó.

Los edificios hermosos se elevaban con fuerza y orgullo bien asentados. Infinidad de carteles de propaganda. Un cielo muy grande para que pudiéramos entrar todos. Una nube perdida. Siempre hay uno perdido. Uno no puede dejar de admirar tanta belleza, tanta hermosura. Tantos autos. ¿Cuánto costará un auto? Muchos cruzan la calle apurados. Los autos y colectivos se largaban con todo apenas aparecía la luz amarilla. Siempre quedaba un boludo atrasado que se apuraba a último momento.

Recordó la filosofía del Policarpio: “Boludos son siempre los que llegan tarde, mirá, uno está sentado en un bar y llega otro que le dice: ¿Y los otros boludos todavía no llegaron?, ves, nunca llegués tarde porque te van a tratar como un boludo”. Sintió un escalofrío como que le avisaba que él había llegado tarde a algún lado.

Dos viejas de negro estaban comiendo unos sánguches, al notar que él las miraba una se corrió un poco para darle la espalda. Una parejita de jipis se acomodó en una punta, desplegaron una manta y ordenaron collares y otras artesanías. Mucha gente mayor. Un viejo con una pierna y dos muletas, se le sienta al lado.

—Te voy a contar un chiste para que dejés de estar serio. Drácula sacó su lingam, lo colocó sobre la mesa y empezó a darle con un martillo. Vino Frankenstein y le preguntó qué estaba haciendo. Drácula le contestó: ¡Estoy gozando!¿Y dónde está el goce? le pregunta Frankenstein. ¡Cuando erro! le dijo Drácula y siguió dándole al lingam.

El viejo hacía unos movimientos extraños con la cabeza, de golpe se le iba para atrás o para un costado o para adelante.

—No es nada. Es un tic nervioso. La joda es que a veces me voy de jeta. Se levantó y se fue. En otra punta se acomodó el loco de los poemas, a

cada chica que pasaba la paraba y le hacía el verso; algunas le compraban, eran pocas las que se iban sin escucharlo, cómo le envidiaba el caradurismo, tendría magnetismo en la mirada…

Una pareja empieza a chapar de lo lindo y en el tironeo a ella se le sube la pollerita. Mejor mirar para otro lado si no el lingam se iba a poner insoportable. Siguió paseando la mirada. Retrocedió el paseo porque creyó notar que lo estaban observando. Efectivamente, cuatro ojos le taladraron el alma. Eran dos tipos que estaban juntitos y lo campaneaban fiero. Se hizo el oso-osito y se, fue caminando sin darse por enterado.

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Caminó por la calle de los cines. Era la calle más fascinante del mundo. ¿Qué tenía de lindo que tanto le gustaba? Los carteles de las películas. Las hermosas mujeres que mostraban los carteles, las fotos en las puertas. Los cowboys, los revólveres, las trompadas, las caras bien hechas todas con pinta; hasta los chorros tenían pinta, la abundancia de colores, las muchachas de cabelleras largas y espesas, de curvas increíbles, de ojos como con filo; era otro mundo, un mundo misterioso que tenía la magia de plantear interrogantes, ¿existirá ese mundo? ¿Existirán esos personajes, esos muchachitos pintones, esas mujeres de sueños, esos colores maravillosos?... Sí debe existir todo eso, la vida no debe ser solamente esta bosta asquerosa que uno pisa.

De tanto caminar Braulio sintió ruidos en el estómago. No hay que hacer esfuerzos porque uno se cansa y le da hambre. Se paró en una casa de discos a escuchar una música ruidosa que le gustó mucho. Hasta llegó a mover el pie para seguir el ritmo.

Los dos tipos que lo habían estado mirando reaparecieron en la vereda de enfrente, se hacían los que controlaban el horario de un programa de cine. Braulio miró para otro lado. Los tipos cruzaron y se pusieron a revisar discos.

El estómago seguía haciendo ruidos. Dicen que estos tipos pagan. Aunque no pagaran, si por lo menos

consiguiera una comida. Nicanor tendría que estar acá, él sabría qué hacer. En una de esas un plato de fideos, o de ravioles, con un vaso de vino. ¡Qué estoy pensando! ¡Debo estar loco! Salió caminando con furia y sin querer atropelló a dos policías.

—¡Mirá donde caminás, negro animal! Se fue a Retiro y encontró un lugar en un banco de la plaza. Levantó la

vista y miró el reloj gigante. Si aguantaba seis horas sentado se podría ahorrar el café con leche y las medialunas y ganaba un día más. Sólo era cuestión de cerrar los ojos y listo. Puso una pierna arriba de la otra, cruzó los brazos y desenganchó la cabeza sobre el pecho...

Murmullos de chicos. Un ladrido alegre. Pasos que mastican piedritas. Bocinas de autos y colectivos. Ya han prendido las luces.

Al lado hay una vieja comiendo un pedazo de pan. Tiene la cara llagada y le faltan casi todos los dientes. Las piernas son tan gordas como las patas de un elefante. Hinchadísimas, a punto de explotar; la piel está tensa, rosada, morada, verde, amarilla, si uno apoyara una yilé se inundaría el mundo ¡el pus y la sangre violácea saldría a chorros! igualito que en las cataratas, por ahora las vendas negras impiden que muramos todos ahogados. Braulio se acomoda un poco.

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—Parece que dormiste bien ¿eh?... ¡Habla y todo! —… La vieja mete la mano en la bolsa y saca un pedazo de pan. —Tomá. La mano es una cosa negra. La boca sin dientes se abre y se cierra dejando

ver la miga mezclada con la saliva que forma una masa pastosa de un color sin color, es un lavarropas funcionando, por los costados chorrea jabonada.

Braulio se va. —¡Vení que te doy un besito, jetón! Bárbaro. Me ahorré un día. En la mesa de entrada está la Filomena tomando mate. —Buenas noches, dejé mi... —Sí, ya me dijo la señora, acá está. ¿Quiere un mate?.. —...Bueno. —¿Consiguió algo?... Perdone que me meta en lo que no me importa. —No. El lunes iré a verlo a un compadre. —Ah... ¿Quiere una galletita?... Agarre, no sea aprensivo pues... Braulio pone cara de indiferente y agarra una galletita. —Agarre otra. ¡Ándele, pues! Amaga una sonrisa de agradecimiento y agarra otra. Mientras toman unos

mates y terminan el paquete ninguno dice una palabra. —Gracias, estaba muy rico... Buenas noches. —Que duerma bien. Creo que quedan dos camas vacías, acuéstese en la

que más le guste. Primero fue al baño. Del primer sueldo fijo que cobrara le compraría dos

paquetes de galletitas a la Filomena. Por primera vez subió una escalerita que hasta ese momento solamente la

había visto como decorado. Se agarró fuerte de la baranda y tuvo que hacer un esfuerzo para subir el primer escalón. Ya el segundo fue más fácil. Abrió la puerta y tanteó la pared para encontrar la llave de luz. Se prendió una lamparita que apenas iluminaba, colgaba de un cable de miel lleno de moscas que habían encontrado una muerte dulce.

Cinco camas de cada lado, casi juntas. Una del fondo y otra por el medio eran las dos libres. Ni una ventana. Algunos cuerpos se movieron y otros se taparon la cabeza. Solamente camas, ninguna silla. Las ropas estaban acomodadas a los pies. Algunas camas tenían respaldo y entonces los pantalones estaban mejor colocados.

—A ver si apagás rápido...

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Dudó a qué cama ir. Se decidió por la del medio, estaba más cerca de la puerta. Trató de no hacer ruido. Puso la valijita debajo de la cama, del lado de la cabecera. No había ni sábanas ni fundas, solamente el colchón lleno de mapas dibujados por distintas meadas y la almohada de paja, a los pies una frazada doblada.

—Ta rico el guachito... —¿Lo violaaaamos?... —No, que toy cansado. —Bué, sigo soñando con la negra que tengo a mano, ja... Se sacó la ropa y se sentó, por si alguien lo estaba espiando sacó con

mucho disimulo del bolsillo del pantalón el pañuelo que envolvía el dinero de los cinco cafés con leche y medialunas. Terminó de arreglar la ropa. Fue caminando descalzo hasta la puerta para apagar la luz. Antes de llegar se le cruzó una ratita picarona, simpaticona, chiquitita. Volvió a su cama con mucho cuidado, no vaya a ser que la pisara. Cerca de sus pies oyó ruido y un frío lo rozó. Seguramente quiere jugar.

Se acostó y estiró la frazada; encima que estaba toda rota era cortita. Entre dejar libre la cabeza o los pies prefirió taparse los pies. Si uno se abriga los pies el resto del cuerpo aguanta mejor el frío. Abrió un poco el calzoncillo y acomodó el pañuelo con el dinero al lado de los huevos. Se durmió pensando que mañana al despertarse no estaría la chica de la foto para darle los buenos días con su sonrisa.

SEGUNDA JORNADA Entusiasmado por el éxito ahorrativo del sábado, Braulio cobró fuerzas

para enfrentar el domingo. Se había despertado temprano pero quedarse en cama toda la mañana le equivalía a un ahorro de energías que a su vez le haría ahorrar el dinero que guardaba entre los huevos.

Era el único que quedaba en la pieza. Podía quedarse hasta la noche si quería, total esa pieza la limpiaban una vez por mes. Observó el techo de madera, estaba muy comido por el tiempo, la humedad y las ratas. En los rincones, enormes telas de arañas, las moscas que se habían salvado de quedar pegadas en el cable de luz cayeron chorlitas en las redes invencibles de las arañas. Había una que se descolgaba de un hilito, bajaba y subía como un yo-yo. Las manchas de humedad en las paredes le recordaban animales. Aunque aquellas dos parecían dos tipos, igual que los dos de ayer. Había sido poco inteligente rechazar lo que la suerte le había puesto a su alcance. Comenzó a

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molestarle el olor a encierro mezclado con los perfumes que largaban los demás colchones.

Se pasó la tarde sentado en los canteros que rodeaban al Consolador Mayor de Buenos Aires. Ya había decidido hacer un gasto en un café con leche y medialunas cuando cruzando la calle vio acercarse a los dos tipos.

Se sentaron prudencialmente y lo campanearon. Él no se dio por aludido y se quedó quietito. Sentía que los cuatro ojos estaban fijos en él. Les dirigió una mirada neutra y se fue caminando lentamente, como si

contara las baldosas. Se metió en un bar que tenía el baño arriba. No sabía si se tenía que poner en el meadero de la punta o en el del medio. Se decidió por el del medio. Los otros dos llegaron enseguida. —La verdad que a mí me gustaría ver la de Alain Delon, es tan rico. —Pero primero vamos a verla a la Taylor, me encanta la gorda. Se colocaron uno de cada lado. Carajo que eran altos. —Guapo... Lo dijo en voz baja, casi con el aliento, como cuando se quiere decir algo

en secreto. —A vos te estoy hablando. Braulio, más que frío estaba helado. Ni idea tenía de cuál era el camino

correcto a seguir. ¿Habría que pedirles primero la plata? Él se quedaría firme como granadero de casa rosada. Lo importante era conseguir uno o dos días más de ventaja. O unos pesos. Una cama con sábanas. O una comida. O un café con leche y medialunas, qué joder.

—Separate un poco. Sintió el roce. Pensó en Domitila, en el hijito, en su hermano Policarpio

que tendría que estar acá, en que la tendría que ayudar a Domitila hasta que él volviera o ella viniera a la ciudad, hacía más de un año que no la veía.

Esa mano. Un café con leche y medialunas. La vergüenza. Medialunas de confitería que le dicen, porque son más gordas v llenan

más. La vergüenza se va al carajo. Poco café porque la leche alimenta más. Por dios y la virgen, disimulen.

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El mármol del meadero tiene rayas amarillas. El hijito va a tener un trabajo limpio, con guardapolvo si es posible, un

trabajo que no avergüence, un trabajo que dé envidia, cómodo, donde uno se pueda sentar y que la gente vea que uno sabe hacer eso de los números y de escribir a la máquina.

¿Por qué no hacen menos ruido? Domitila se pondrá contenta cuando estemos todos juntos y el hijito tenga

a su padre que tanto me lo reprocha Domitila. Disimulen, por dios. Que venga alguien, yo estaba aquí nada más, estaba pishando, no tengo

nada que ver, me voy a ir al sur a cavar zanjas, si alguna vez se llega a enterar el hijito, cómo aprieta, yo me mato, ¿de dónde vienen los colores? Perdoname diosito, esta música nunca la oí, qué espeso está el aire, me falta igual que, qué calor, que si uno se fuera a morir, terminen de una vez ¡carajo!, el hijito, el hijito, el hijito...

Braulio se queda aferrado a las divisiones de mármol mientras los otros dos abren la canilla de la piletita.

—¿Andás siempre por aquí? Braulio no se mueve, está haciendo fuerza igualito que Sansón cuando se

mandó el chiste de las columnas. —¿Cuánto me van a dar? —¡¿Quéee?!!! Jorge ¿escuchaste eso?... —Debés estar loquito, nene. —Miralo... Vos tendrías que pagarnos a nosotros. —La verdad que no sé cómo te la pude... —Algo me tienen que dar... Los dos se secan con los pañuelos y lo miran burlonamente. A Braulio se le

cruzan los ojos, igualito que a Mantequilla cuando lo calzó Monzón; larga las columnas y se acerca con intenciones de dialogar.

—Algo me tienen que dar, no lo hice porque me gustara... —Terminala, estúpido. —Yo te lo dije, no nos metamos nunca con estos negros. Los dos se dirigen a la salida y Braulio se encabrita como un perrito

juguetón, se planta en la puerta y vuelve a insistir con la pose de Sansón. —Algo me tienen que dar. Jorge se pone serio. —Hacete a un lado y déjanos pasar ¿eh?, y seguimos amigos... —De acá no salen si no me dan algo. —Está bien, payasito.

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Cuando Braulio quiso cubrirse ya el golpe le había dado en la nariz. De todas formas seguía impidiendo la salida, alargó los brazos aceptando la pelea.

Ya les iba a enseñar lo que era bueno. Largó la derecha abierta y dio en el aire. Un zapato se le hundió en las tripas y se encontró mirando sus propios pies. Tenía que lustrarse los zapatos para mejorar un poco el aspecto. Mientras sentía pinchazos por todos lados logró levantarse. Instintivamente tiró la izquierda, no para pegar, sí para frenar los mil puños que se le venían encima. ¿Quién lo habría puesto en medio de esas vías? La locomotora lo atropelló con todo y lo deshizo en mil pedazos. Mientras Jorge le limpiaba las costillas con la punta de los zapatos, el otro le emparejaba la nariz con la nuca. Braulio quiso colaborar con el arreglo y desde adentro mandó litros de sangre para darle una base a su cara. Lástima que por la boca salió un color extraño. El otro se enojó y la emprendió contra las baldosas, con la cabeza de él. El tal Jorge ¿o fue el otro? saltó sobre sus huevos, y sintió que la leche acumulada se le desparramaba por las gambas. Estos tipos estaban locos. ¡Querían matar! Quiso gritar pero se atragantó con unos dientes y medio se ahogó. Le sacaron un poco el saco para atrás y quedó trabado. Insistió en querer gritar y pareció un gatito mimoso.

—Metele algo en la boca así no grita. El otro le revisó los bolsillos para hallar algo y cumplir con el pedido, se

encontró con el pañuelo que envolvía el dinero para los cafés con leche y las medialunas, de confitería. Por un segundo, Braulio tuvo lucidez.

—No no no eg lao i quae tegngo pergón pergón pog dio... Abrió el pañuelo y vio unos billetes sucios y unas monedas. Se guardó el

dinero y le puso el pañuelo dentro de la boca. Braulio se jugó el todo por el todo. Se incorporó como pudo y de un

empujón volteó a uno. Se movió para destrabarse y recibió la trompada del siglo en plena cara, esta vez se dio cuenta que la nariz se le quedaba sin huesitos, buena oportunidad para hacerse boxeador. En la caída golpeó la cabeza contra el borde de la piletita y vio con sus propios ojos que sí, que existía otro mundo de bellos colores, agradable música y mujeres hermosas ¿dónde están las mujeres hermosas?...

Lo arrastraron al bañito, lo tiraron adentro y cerraron la puertita. Quedó con la nariz dentro del agujero, quizá lo habían puesto allí para que no ensuciara de sangre el piso. Así como existía una música especial, también se podía gozar de olores desconocidos.

El cerebro se iba acomodando nuevamente en su sitio, aunque la música seguía.

¿Cuánto tiempo hacía que estaba sonando esa música? ¿Minutos, días,

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siglos? Dios aprieta pero no ahorca, le había dicho Domitila. Varias veces procuró apoyar el brazo en el borde del inodoro y fueron

varias veces que el brazo resbaló. Por fin se dio cuenta que tenía que apoyar la mano en el borde, y agarrar. Hizo un esfuerzo y giró hacia la pared, adhirió la espalda a los azulejos, se quitó el pañuelo y trató de respirar normalmente.

La lamparita del techo estaba protegida por un alambre tejido. Habría que averiguar dónde se vendía ese alambre para comprar al por mayor.

Para despejarse movió la cabeza y un lado de la cara probó el frío de los azulejos. Se entusiasmó y los acarició con el otro costado, con la frente, con los labios, con toda su alma...

Los azulejos quedaron manchados de sangre, de sangre alegre y de lágrimas, de lágrimas; de lágrimas-lágrimas...

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La idea

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Buena gente escuchad mi lamento escuchad la historia de mi vida un huérfano os habla os cuenta sus pequeños sinsabores arre vamos...

Jacques Prévert Historia del caballo

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El reloj marcaba las cinco menos cinco de la tarde. El silbido del viento se filtraba por la ventana entreabierta de la cocina, pasaba por la puerta, llegaba al pasillo y rebotaba en las paredes del living-comedor. Recordar es un ejercicio, un ejercicio agradable en tardes frías y secas.

Vivir en el último piso tiene sus ventajas. Se ve más el cielo, y si es gris se le presta mayor atención. Se pueden escuchar los ruidos alegres de las antenas de los televisores, chocando entre sí, amontonadas en una esquina de la terraza. Se ven las primeras gotas de la lluvia deslizarse por los vidrios de las ventanas. Hasta se pueden contar. Los cables de las antenas se transforman en cuerpos prisioneros deseosos de liberarse.

En la terraza vecina hay una mujer que junta apresuradamente la ropa colgada. Se le cae una camisa, la levanta y la sacude. Termina y se va. Esa terraza es muy linda, es amplia y tiene gran cantidad de plantas. Y el piletón es tan grande como el que había en casa. Oh, aquel piletón... Me imaginaba que estaba nadando en un río... Chapoteaba tanto que dejaba todo mojado. Como ahora deja todo mojado, la lluvia...

¿Quién habrá sido el primero que dijo que ver desde muy alto a la gente que camina por la calle es como ver hormigas?... Es verdad. Los choferes se enloquecen del todo y hacen trabajar a destajo las bocinas.

La lluvia es muy fuerte, golpea con rabia al piso de la terraza, semeja un césped blanco. Blanco espumoso. Airoso. Igualito a los pastitos que le dibujaba a los ranchos, cuando iba a la escuela... El trazo era como una V corta, en las dos puntitas de arriba se le hacían unas curvitas y listo. Servía igual para dibujar pasto o para simular una bandada de pájaros…

Aquella mujer que está esperando el colectivo se parece a Mirna. El mismo largo de cabello. La misma forma de agarrarse las manos sobre la cadera. Quizás ahora ella también usaría esos pañuelos de colores que están de moda...

Si la pudiera ver de más cerca seguramente no se parecería en nada a ella.

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Lo que pasa es que desde tan lejos uno ve lo que quiere ver y no lo que realmente ve.

Es impresionante la diversidad de figuras que se pueden formar con las rajaduras de la medianera del otro edificio. Hay caballos, camellos, elefantes, dinosaurios, leones con la boca abierta... Pero por sobre todo hay mapas. Infinidad de mapas... Mapas con sus ríos, sus montañas, sus costas, sus penínsulas, sus golfos, sus valles... ¿Los que viajan se darán cuenta de la suerte que tienen?...

Pero... ¿Qué es lo que me molesta en el zapato?... ¡Ah! me había olvidado de sacarme el calzador. ¿Cuándo fue que vi por última vez a Mirna?... ¿Fue en el bar de Paraguay y Pueyrredón?... ¿O en la confitería de Caballito?...

Parece que la lluvia quiere parar. Sí, por allá viene aclarando. ¿Me habrá querido?... Supongo que en algún momento, sí. No digo que durante toda nuestra relación... No. Solamente en algún momento de los tantos que me dijo que me quería. Quizás...

Eso fue lo malo de nosotros. Vivíamos por momentos. Momentos robados al tiempo, al trabajo, a los amigos. Siempre viviendo momentos por temor a aceptarnos del todo. Momentos de vida. ¿Tanto tiene que vivir uno para apenas rescatar algunos momentos?... Creo que algo me habrá querido...

Yo me había entregado totalmente. Fue ella la que insinuó que viviéramos juntos. No es que no me haya animado por miedoso, ya dije que me había entregado por entero... Me eché atrás porque no tenía nada de plata. ¡Qué estúpido!

Va parando la lluvia. El cielo gris se va abriendo y deja ver pedazos celestes.

¿Te acordás de mí, Mirna?... Te quise mucho. Me volvía loco cuando te venías con esa tricota blanca de cuello alto y muy ancho. Qué bien te quedaba. Durante todo el primer mes viví con el corazón en la boca. Pensaba que en cualquier momento me ibas a dejar, que te habías imaginado que yo era algo importante y la verdad era que yo no era nada y que un día te despertabas y te dabas cuenta que estabas perdiendo el tiempo conmigo y decidías no venir nunca más. Era muy feo vivir con esa incertidumbre. Por eso lo hice.

Qué enormes son las nubes blancas. Se deslizan bastante rápido. Vienen hacia mí. Es como si uno fuera en un avión y dejara atrás a las nubes. Primero se ven chiquitas a lo lejos. Y poco a poco se van agrandando, se van acercando... Y pasan por nuestro costado y por encima de la cabeza. Y uno avanza.

Nunca imaginé que te pudiera haber amado tanto como te amé. ¡Oh dios, si hasta llegué a dibujarte de memoria! ¿Te acordás que te agradó el retrato?... Si vos hubieras usado la alianza cuando te conocí, quizás no hubiera pasado nada.

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Mi desgracia fue haberme enamorado antes de enterarme. Quise desaparecer pero ya era muy tarde... No te podía dejar... Cuando había terminado por aceptar la situación, vos empezaste a dudar. Quizás la culpa la tuve yo por no darme cuenta que tenía que conquistarte en cada encuentro. Sí, ese debe haber sido el error: haberme creído seguro.

El primer escándalo lo hicimos en el taxi camino a tu casa. Yo no quise bajar dos cuadras antes y ardió troya. El chofer fue tan macanudo que paró, se bajó y nos dijo que cuando termináramos de gritar él con mucho placer nos llevaría al destino que dispusiéramos...

Qué rápido prenden hoy las luces de la calle. Ah no, si ya son las seis y media. ¡Cómo se me pasó la hora! ¿Qué hago, me voy a preparar el té... o ya no?... No. Mejor me quedo acá. Quietito. Total ese té y esas galletitas no compensan todo el trabajo que me dan. Vos nunca pensaste que yo sería capaz de llegar a tanto... Aprovecho para cenar más temprano y me meto enseguida en la cama.

Otra pelea sensacional fue la que empezamos en Congreso y caminando por toda la calle Rivadavia recién terminó en Once. ¿Te acordás que vos te cruzabas a la otra cuadra y yo te seguía en medio de los autos, y que vos volvías a cruzar y yo seguía siempre pegado a tus talones y con los brazos levantados gritando como loco?... Bueno, esa vez fue que me vino la idea. Al final terminamos en ese hotelito de Jujuy y Rivadavia...

Qué bello es el espectáculo de la noche, las luces de los edificios... ¿Por qué siempre pienso?... Siempre pienso... Por más que yo quiera no puedo dejar de pensar. ¿Sirve para algo acaso?... No se puede vivir del recuerdo. Tampoco se puede estar pendiente de la tarde para vivir un poco. Siempre se termina viviendo momentos... ¿Dónde puse el pañuelo? Quizás el recuerdo de lo mejor que uno ha vivido es el aliciente para postergar la muerte... Cuando decidí llevar a cabo la idea sabía que llegaría a esto, pero no imaginaba que fuera tan difícil recordar.

Truenos. Parece que quiere volver a llover. A mi madre le gustaba ver llover. A lo mejor me contagié de ella... Cuando amenazaba tormenta se me hacía agua la boca, la lluvia era el pretexto para los pastelitos con dulce de membrillo y el chocolate espeso. ¿Cuánto hace que no como uno de esos pastelitos?... Siglos.

Quedé muy mal después de la discusión sobre tu viaje a Mar del Plata, Mirna. Creo que fue ésa la vez que pude percibir nuestra futura separación. Por esa época con sólo verte ya me ponía hecho una furia. Después de tu ida, decidí. Para vos todo era fácil, el orden imperaba en tu vida, nada faltaba, yo era un lujo. Cuando sobré, que me partiera un rayo. Qué casualidad, justo acabo de ver

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uno. En aquel instante mis manos te quisieron como nunca te habían querido antes. Te quisieron por su cuenta. No sé si yo pude darte igual pasión... Cuando decidí llevar a cabo la idea creí conveniente que no me vieras, que todo sucediera natural y sorpresivamente... Pero me pareció deshonesto. Todavía estoy convencido de que actué bien. Creo que es importante que en ese otro mundo que creías tengas tiempo de reflexionar sobre lo nuestro... Los ruidos de la calle son diferentes del día a la noche. Ahora se escuchan más limpios, se pueden individualizar mucho mejor...

No tengo ganas de comer. Y eso que no tomé el té. De nuevo me viene la idea. Hace tiempo que me ronda, Mirna. Es la misma idea... ¿Dónde puse los anteojos?... La misma idea pero... para mí... ¿Valió algo lo nuestro, Mirna?... Para mí, sí. Fue por momentos pero fue algo. ¿No?... La verdad es que es bastante difícil saberlo por uno mismo. Al final de la vida se nos tendría que entregar un balance de todo lo que hemos hecho, así uno se daría cuenta de cuándo estuvo bien y cuándo estuvo mal. Porque uno no es imparcial y a veces confunde las cosas. No quiero decirte con esto que estoy arrepentido de haber concretado la idea. Creo que ese punto lo tengo bien claro. Como pienso que se me está aclarando la idea que me ronda desde hace un tiempo. Lo que sí creo que hice mal fue no aceptar que viviéramos juntos. Por lo menos lo hubiéramos intentado. Si salía mal, mala suerte. ¿Pero si llegaba a salir bien?... ¡Ay dios, qué falta de valor!... Después, cuando me decidí yo, vos te tiraste atrás... Me decías que estaba medio... Ahora ya no hay nada que hacer. Todo pasó y solamente quedo yo. Gracias que puedo recordarte en mi pasado. Sólo el recuerdo. Qué lindo sería que pudiera vivir con la ilusión de que en cualquier momento sonara el timbre y tu voz preguntara por mí... Aún después de nuestra separación definitiva yo me sentía vivo y alentaba la esperanza de haber vivido una pesadilla y que tu presencia pudiera ser una realidad y que nos cruzáramos en la calle, o nos encontráramos en algún cine, en el subte...

Cómo me duelen los ojos. ¿Será por mirar la oscuridad?... Sí, se puede mirar la oscuridad. Vos eso lo debés saber bien. Aún veo el brillo de tus ojos inmensos. Nunca antes los habías abierto tanto. ¡Que bellos! ¡Qué limpios!... ¿Te acordás del día anterior, cuando decidiste romper con lo nuestro?... ¿Te acordás de tus últimas palabras? Las pronunciaste mordiéndote los labios. Me gritaste.

—¡Estar con vos ya no me causa alegría!... Es curioso, en el recuerdo solamente puedo escucharte diciéndome eso, es

de la única manera que puedo escuchar tu voz. Supongo que es por esto que me vino la idea. Me vino para poder encontrarte y que me puedas decir otras cosas. Aquella vez tuve mi primera muerte. Después de tus palabras yo me quedé mudo. Está empezando a hacer frío. Volqué el pocillo de café, sin querer. Vos agarraste

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la cartera, te levantaste y te fuiste sin mirarme. ¿Dónde habré puesto los anteojos? Te fuiste caminando rápido. El pelo recogido, el saco azul, la pollera blanca y la cartera que te colgaba del hombro. Me es imposible sacar esa imagen de mi mente, Mirna. Yo quiero recordarte en nuestros mejores momentos pero por más que hago y hago siempre termino martillándome el cerebro con tus últimas palabras y tu imagen yéndose...

Se ha prendido la luz del departamento de enfrente. Recién llegan del trabajo. Es un joven matrimonio, Mirna. Hace varios meses que alquilaron. ¿Dónde habré puesto mis anteojos? Físicamente no se parecen en nada a nosotros pero yo igual les puse nuestros nombres. Se llevan muy bien. Se abrazan muy seguido. Ella cada vez que le va a hacer una consulta le acaricia la mejilla. Era la misma costumbre que tenías vos al principio ¿te acordás?... Les gusta mucho asomarse por la ventana. Bastante tiempo se quedan mirando la calle, abrazados. A él le gusta besarle la nuca...

Ese día que me dejaste lloré, Mirna. Me tuve que ir enseguida porque los de la mesa de al lado comenzaron a mirarme. Creo que desde ese instante fue que me quedé sin fuerzas. Y me nació la idea, Mirna. ¡Qué frío está haciendo! Agarrar. Apretar. Hasta el fin. Hasta el último hálito. Hasta que tus ojos se cerraran. Hasta que te dieras cuenta que aún te podía brindar alegría. Por unos instantes se deja de pertenecer a uno mismo y se pasa a depender de las sensaciones, de los colores y de los sonidos. Yo vi todo púrpura con mil trompetas sonando en mis oídos, con todos los rugidos de la selva penetrando por mis sienes, con tus ojos inmensos que no dejaban de preguntar ante la sorpresa, con tus ojos desorbitados que no dejaban de rogar ante el temor, y con tus ojos blancos que por fin me escuchaban en mi desesperado intento de amor...

Durante un largo tiempo viví confundido debido a tu ausencia. Al principio no entendía nada. Largo fue el camino que tuve que recorrer para saber cómo volver a hallarte. Hace varios días que lo sé. Bien, no te puedo mentir, hace bastante tiempo que sé cuál es mi camino. Hace tiempo que la idea me ha llegado. Y desde que me ha llegado la idea... Mi hora. Me he puesto a pensar. ¿Por qué me iba a venir esa idea si yo me encontraba feliz recordándote todas las tardes?... ¿Cuánto hace que te recuerdo?... Mejor ni pensarlo. Era mucho el tiempo que vivía con tu recuerdo, ya era necesario que me reuniera en tu mundo. La idea era clásica: tarde o temprano el pecador tiene que pagar su culpa. Y así lo entendía yo también. Por eso es que no quería ponerme a pensar. Me repetía una y otra vez que uno realmente vale cuando determina sus acciones. Y convencido, junto con la idea, estaba escribiéndome el final. ¿Dónde están mis anteojos? No tendré que sufrir por segunda vez el arrepentimiento de no haberme animado, como aquella primera vez en que la falta de dinero me

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acobardó. Pero caramba, si seré tonto... ¿Sabés dónde tenía los anteojos, Mirna?... Dentro del caballito de totora que vos me regalaste. Bien...

El reloj marcaba las nueve y diez de la noche. En la calle hacía mucho frío y la gente andaba con pilotos y paraguas. En la vereda de la panadería se amontonaron los curiosos. Los que pasaban por enfrente cruzaban la calle, algunos corriendo. El ulular de la sirena cada vez se escuchaba más fuerte y cercano. El cielo negro dejó salir a las estrellas....

Se supone que éste fue el final. El del cuento y el mío, mi querida Mirna... Se supone que voy a tu encuentro. Que iría a tu encuentro... Pero pensándolo bien, ¿y si vos también querés venir a mi encuentro?... ¿Y si nos cruzamos en el camino?... Ya que esperé tanto tiempo puedo esperar un poco más ¿no te parece?... Al fin y al cabo mi vida sin vos fue una larga lucha y lo más importante ya lo pasé... Nunca me descubrieron... Supongo que ir a tu encuentro sería mi salvación... Pagaría mi pecado y estaríamos felices en la otra vida... Creo que es importante que sufra mi culpa y no que me libere en una forma tan fácil, sí. Escuchame, adorada Mirna, cuando esté junto a vos que sea en igualdad de condiciones. Mejor será que la naturaleza obre cuando lo crea necesario... ¿No te parece mejor?...

De ahí en adelante, el buen hombre pasaba las tardecitas caminando por los parques y plazas gozando jubiloso con las travesuras de los chicos y la alegría de sus cuidadoras... Y cuando el solcito lo abrigaba con cariño, solía acurrucarse en un banco y, cerrando los ojos, dormir plácidamente una siestita...

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Tren suburbano Chicago, EE.UU. 9-IV-71 (EFE)

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Hamlet: ¡Oh! ¡Que esta sólida, excesivamente sólida, carne pudiera derretirse, deshacerse y disolverse en rocío!... ¡O que no hubiese fijado el Eterno su ley contra el suicidio!... ¡Ah dios! ¡Dios!... ¡Qué fastidiosas, rancias, vanas e inútiles me parecen las prácticas todas de este mundo!... ¡Vergüenza de ello! ¡Ah! ¡Vergüenza! ¡Es un jardín de malas hierbas sin escardar, que crece para semilla: productos de naturaleza grosera y amarga lo ocupan únicamente!... ¡Que se haya llegado a esto!...

William Shakespeare Hamlet

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—Oye Johnny, ¿cuánto mucho dinero embolsas?... —Uno dólar. Mi pa querido dijo que era suficiente. —Disimula Johnny, un vejestorio nos clava sus ojos de vidrio. —Disimulo y canto “hay cerezas frescas en mi mesa”.

—Mí estaba en el otro vagón, con colega amigo: Billy, y vimos en... —¿Colega polizonte?... —¡Pólis! Colega pólis... ¿usted entiende?... —Iá. —Oka. Y vimos entrar al vagón contiguo a los dos infantes chupando sus

helados caramelos. Es largo el recorrido de este tren suburbano entre estación y estación. Antes que se cerraran las puertas subió el hombre de la bolsa. Vi en su rostro huellas extrañas.

—Tendré que lavar mejor mi cara al levantarme. Lindos chicuelos. Bellos. Ellos tienen e dólar. California aquí voy.

—Oye Johnny, el vejestorio nos sigue clavando sus ojos de vidrio. —Déjalo Jimmy, total está a un paso de su tumba.

—He tomado este tren desde la primera estación y cruzaré todas las estaciones hasta llegar a la última estación. Mi divina mujercita me aguarda con la comidita que a mí gustarme. Me corro un poco porque no me gusta que me roce la rodilla este patán que tengo al lado.

—Se ha dado por aludido. Oh dios, haz que sea mío aunque sea en mis

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turbulentos sueños. Ya estoy cansado de la calle 42. Pero creo que como dijo el gran jefe; volveré. Que la paz sea conmigo.

—Quitaré todos los espejos de la casa. No dejaré ninguno. Nada de espejos. No quiero ver más mis hondas arrugas. Puercos. ¡Puercos infames! Cuatro cirugías seguidas y cada vez estoy peor. Me han cambiado los ojos. Ya me confunden con una japonesa. Ni mis nietos se animan a besarme. ¿Abuelita, qué tú tienes en las sienes? Nieto pelmazo. ¡Tengo las pinzas, los broches, las puntadas que me sostienen la piel para volverme bella! Estás preciosa ma, el arreglo te ha beneficiado el espíritu, estás siempre sonriente. La muy estúpida no se da cuenta que son los ganchos que me tiran de los costados los que me hacen mostrar los dientes.

—Y entonces yo vi, desde el otro vagón, cómo acercarse hombre de la bolsa.

—Córrete Johnny. Vejestorio acercarse peligrosamente. Vayamos hasta la otra punta.

—Entendido Jimmy boy, voy. Contemplaré el horizonte con mi catalejo.

—Infames. Se me quieren escapar. No importa, el trayecto es prolongado. Confiaré en mi horóscopo. Goce hoy de su día que mañana quién sabe si está con vida. Bellos chicuelos. Yo acercarme con cautela.

—¡Oh, qué viejo hombre feo! Mirada dura. Quizás de expresidiario. Tendré que estar atento. ¿Cuál era la lección que corresponde a este momento? Detective privado, MI. Pam, pam, viejo hombre feo. Oh oh, él acercarse y mirarme feo. Oh oh, tener que disimular.

—Mí, fútbol americano. Mí, siempre fuerte. Tomar toddy todas las mañanitas del rey David, Mí. Bellos chicuelos. Gran futuro mi país. Bello país con bellos chicuelos. Mí, fútbol americano.

—Ya los tengo a punto. No pueden escapar.

—¿Qué hacemos Jimmy? Ya hemos llegado al final del recorrido.

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—Se me apetece otro helado de caramelo. Nos muestra un cuchillo, Johnny ¿qué nosotros hacemos?

—Bellos muñecos, dadme e dólar porque si no os infligiré tremendos puntazos en los hoyuelos de vuestros rosados cachetes. ¡Dadme e dólar!

—Dale el dólar, Johnny, que si no se va a poner cargoso. —Toma el dólar, apestoso.

—¿Apestoso yo o el dólar?...

—Entonces desde el otro vagón vimos con mi colega amigo que el hombre de la bolsa le estaba pasando el cuchillo reluciente a uno de los chicuelos. Mi amigo colega pólis gritó ¡al abordaje!, pero nada podíamos hacer, no había por dónde pasar.

—¿Qué diantres ocurre por esa punta? Oh, un buen anciano charlando con dos chicuelos, hermoso muy mucho. Prolongación americana. Bello. Bello espectáculo el devenir de la vida. Todos salvaremos América. No olvidar de anotar los gastos de la cena de anoche. Cómo comer nuestros amigos sudamericanos. Parece que en su país ya no existe más su país. Buena gente. Ordinarios, pero buena gente.

—¿Cuánto es la comisión? —Lo de siempre. Un veinte por ciento. —¡Vaya que saben cobrar! Bien sabe que las grandes agencias trabajan

sobre la base de un diez por ciento. —¿Acaso las agencias importantes las emplean con tanta frecuencia? —No dije que me quejara. —Supongo que no regateará diez mugrosos dólares...

—Tienes lindo rostro, Johnny boy. Terso. Hace mucho que no acaricio tierna carne.

—Tiene que llegar. Tiene que llegar. Tiene que llegar a tiempo. No puede ser que llegue atrasado. No puede ser. Tiene que llegar a horario. Si no llega a

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horario mañana hago una denuncia. Pongo abogado. Tiene que llegar a tiempo. Tiene que llegar a tiempo. Si repito mi deseo en forma continua es posible que dios se apiade de mí y apure al maquinista. Tengo que llegar. Sería una catástrofe. Sería para morir de locura si me llego a perder la Hora de Ed Sullivan, yes.

—¿Te gusta la cosquilla que te hace mi afilado cuchillo en el cuello bello que sostiene tu bella cabecita? ¿Cómo viejo eres tú?

—Yo soy once años viejo. —¿Y tú? —Un más, viejo. ¿Y tú, cómo viejo eres? —Yo soy ochenta años viejo. —Una ganga. —Justo para una liquidación. —Tú te corres bien hacia el rincón. Y tú acaríciame íar. —Jíar, querrá decir. —Íar. Me he formado en los arrabales de Harlem, tú sabes... Ahora

acaricia al buen anciano antes que empiece a perder la paciencia.

—Imaginaba que algo estaba ocurriendo pero nunca pude pensar que pudiera llegar a eso. ¿Quién se lo iba a imaginar? Yo creía que eran Frankie Laine y Jimmy Boyd que estaban cantando “El niño y el anciano”... ¿Nunca la escuchó?... Será más o menos del cincuenta y cinco y yo lo tengo grabado en discos Columbia, lo tengo en setenta y ocho; tendrían que...

—Quince dólares me salió la entrada y cinco más de propina para que me diera una buena ubicación en la decimocuarta fila. Espero que dentro de cinco meses, cuando me toca el día de función, no me vaya a agarrar una colitis...

—Estoy segura que algo raro pasa. No puede ser que esos bellos chicos estén tanto tiempo en ese rincón con ese viejo repugnante. Todos los viejos son repugnantes. Todos. Babosos. Mi viejo pa. Asqueroso. Que dios lo revolee con el tenedor gigante. Bastardo sucio. Y me gritaba que me había gustado. Con qué ganas se lo rebané. Dios es justo. Quémalo. Quémalo. Que sufra como nadie en el mundo. Que sufra como yo que desde que él me tocó nunca más... ¡Quémalo! ¡Quémalo! ¡Él fue el único! ¡Bastardo! ¡Y claro que me había gustado!...

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—Desde mañana compraré en grandes cantidades. No puede ser que me falte en el momento más importante. O en cualquier momento. Es el orgullo nacional. Todos tienen. Todos están con la suya. Solamente yo soy el único que desentono. Me quedo fuera del ritmo. Todos felices con la suya. Solamente yo. El único que no tiene goma de mascar.

—Eso es, muchacho. Acaricia con cariño al buen anciano. —Usted no es un buen anciano, usted es el hombre de la bolsa. —Cállate, Jimmy boy, o tendré que darte una zurra. Y anda soltándole el

cinturón a tu buen amigo Johnny... Que me ha regalado e dólar... Buen chico eres, Johnny; y puedo asegurarte que sabes hacer lo tuyo. Iá!

—Sí. Están haciendo porquerías en ese rincón. Mejor que mire para la otra punta. Yo tengo bastantes problemas con los míos. Los míos ya son grandes, por obra y gracia de dios padre todopoderoso creador del cielo y de la tierra y enjsoektym ijduehbap okdujehus oeibbanqejgquba iuve Avemaría madre de dios bendita tu egirs firundhr smjdhtyaqpkue djhauem ieutglabos ieyrjh eno kjie juadctr jusgf Padre nuestro que estás en los cigujakos glikeosh fjsirya nkogipqm mdghrial ñosvsofuej kshdoria ne Gloria a dios en las alturas y en Ikdisu mjdisjeuriah kldos lkdheya lo Ikluehnaeqyp ahbdmjor modheyacv ñpoenahsorha Ivnabeudgahd majdli lifo Por mi culpa por mi grandísima culhbxya okdjeuha mlgisjeud nbjpaie no podueh s djksnearua djshlpria enelam oeuad jsbnetpa nehfksor mans Amén.

—Bello chicuelo blanquito rosadito, bello. Parece que te van a dar. Espera a saber lo que es bueno. Sí. No sabes. Ya sabrás. ¿Por qué he de preocuparme? No es nada contra mí. Cada uno se la busca. Lo habrán provocado. Ni uno de ellos se levanta. Parecería que la situación la estuviera pasando uno de los nuestros. Pero no. Es de ellos. Y ni se dan por enterados. Dios te salve América, porque lo que es...

—Dios mío dadme fuerzas. Dadme fuerzas para levantarme y llegar hasta ellos. Tengo que ir. Animarme y decirle... ¿Por qué no me animo y me levanto? ¿Por qué soy tan cobarde? ¿Es que mis sentimientos no tienen el suficiente valor como para ayudarme a enfrentar los hechos? Cuento hasta tres y me levanto y voy. Uno... Dos... Tres... Ya me tendría que levantar, ya tendría que estar al lado de ellos, ya tendría que apartar al viejo y rogarle que me dejara un ratito a mí...

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—Qué suave tienes el rostro. Y cuán bello es tu fino cabello rubio. ¿Qué champú usas? Me gustaría saberlo para comprárselo a mis nietitos, con e dólar que me has regalado. ¡¿Y tú Jimmy Boy, terminas de una vez con ese maldito cinturón?!

—Es que estoy incómodo. Viejo gruñón. —Apresúrate que a esta altura de mi vida no puedo hacerlo todos los días.

¡Y tú, Johnny, hazlo más despacio que no quiero ensuciarte la diestra! Mejor paremos un poco. Y ten cuidado que mi cuchillo es muy nervioso, tú sabes, supongo que habrás visto películas, ¿yes?... ¡Tú, al rincón! Y tú Johnny díar, gira un poco, levemente, como el azul camino al celeste...

—Fue en ese momento que mi colega amigo Billy pólis me dijo que la cosa ya estaba pasando de marrón a negro. Yo me dije aquí hay que hacer algo y entonces intenté destornillar la ventanilla con la llave de mi escritorio. Tenemos que tener el azúcar y el café bajo llave porque si no los otros amigos colegas... Pero no hubo caso y entonces en la desesperación empezamos a golpear para llamar la atención de los otros pasajeros que iban viajando en ese vagón. Pero nadie nos daba la hora. Algunos se dieron cuenta de nuestras señas pero siguieron leyendo el diario. Supongo que serían muy importantes las noticias. El viejo los tenía acorralados a los dos chicuelos que apenas si se los veía ya que el viejo era bastante grande y gastaba un grueso gabán. El rubiecito le hurgaba por el medio y el compañerito se agachó y comenzó a hacer unos movimientos extraños que no podíamos entender por más que por debajo y entre las piernas del viejo descubriéramos como cosas que se caían.

—Eso es, Jimmy boy, eres un buen chico. Bájale más los pantaloncitos que te daré un Oscar para que alegres toda tu vida.

—¿Un Oscar de verdad? ¿Como esos que dan en la fiesta de Hollywood? —Sí, muchachito, igualito que el que le dieron a Sinatra. —¡Oh, qué lindo! ¡Voy a tener un Oscar de verdad en mi mesita de luz!...

¡Aleluya!... —Está bien. Ahora a seguir con el trabajo, bájale del todo los

pantaloncitos. Y tú, Johnny, no te me duermas, vuelve a darle que si no vamos a perder todo lo ganado. Eso, hijo; muy bien, sabes hacer lo tuyo, te espera un gran futuro.

—Me parece que ya están llegando demasiado lejos. Me pregunto cuáles serán las intenciones del viejo... Es cosa de no creer. Aquí, en un vagón de un

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tren, con... ¿cuántos pasajeros?... Contaré bien. Uno, dos, tres, cuatro, cin... nueve, diez... quince.... veinte... veinticinco... veintisiete, veintiocho, veintinueve... Veintinueve. ¡Y conmigo treinta!... Por esto digo y pregunto, aterrorizado por supuesto, ¿cómo puede ser que ese viejo degenerado se atreva a hacer lo que está haciendo delante de treinta personas mayores, que votamos en cada elección, que pagamos todos los impuestos, que trabajamos ordenadamente para engrandecer nuestra América que está en la cima del mundo? ¿Eh? Replanteo mi pregunta. ¿Cómo es que se atreve a hacer eso delante de todos nosotros? Seguramente nos estará probando. Provocando. Y nadie dice nada. ¿América, qué nos está pasando? A este paso los rusos nos van a comer crudos. Este viejo debe ser comunista. Claro, no hay otra explicación. O... En todo caso la otra explicación... Podría ser... Digo yo... Que no vi el comienzo de las acciones... Podría ser que los chicos lo hubieran provocado... Puede ser que sean medio degeneraditos... Porque, que los hay los hay... Y tienen sus buenas caritas de pícaros... Sí... Por suerte a los míos los tengo bien al paso... Seguro... Los chicos lo buscaron al viejo... Dios los hace y ellos se juntan... Tal para cual... A no preocuparse más que no hay problemas... Veamos qué hay en la televisión esta noche...

—Muy bien Johnny díar, quédate quietito, nada te pasará, verás que la alegría te penetrará por doquier, oh qué dulce es el olor de tu pelo, un poquito hacia acá, eso querido, no te asustes amor; no tiembles que pa no te hará daño ¡quieto, que mi cuchillo es muy nervioso! no hagas que te lo repita, podría ser fatal, tersa piel, tersa y suave, ¿cuánto tiempo hace?, mucho tiempo, pero siempre llega la hora de las compensaciones, ahora ha llegado la mía, quizás mañana llegue la tuya, ¿y tú, Jimmy boy?, ¿qué te quedas con la boca abierta?

—Miro. —Está bien. Los chicos deben aprender de los mayores. ¡Eh, no te asustes,

Johnny! Despacio todo es posible, tienes que aflojarte y no tener miedo... —¿Pero usted no es el hombre de la bolsa?... —No, mi amor, no soy el hombre de la bolsa, soy el que hizo la estatua de

la libertad ¿subiste alguna vez a la estatua de la libertad?... —No. Nunca. —Bueno. Yo te voy a llevar a que conozcas la estatua de la libertad, vas a

ver qué linda que es, vas a ver qué grande que es la antorcha ¡quédate quieto, carajo!

—Me duele, me duele mucho... —A Cristo también le dolía cuando lo clavaron en la cruz y sin embargo

no lloró, supo ser valiente para salvar a la humanidad. Vos ahora estás en la

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misma situación, ¿ves toda esta gente que está en este vagón?... Bueno, todos ellos están esperando que vos los salves, todos están pendientes de vos y vos no podés defraudar a tanta buena gente ¿no es cierto?

—Pero me duele mucho. —No te preocupes que ya terminamos la película. Cuando seas viejito

como yo y tengas nietecitos podrás contarles esta travesura ¿eh?

—No me explico cómo no respetan las ordenanzas municipales. Es increíble cómo se está perdiendo el respeto al derecho ajeno. ¡Si ahí está el cartel bien clarito!: Prohibido fumar.

—Cuando vi que el viejo se le puso detrás ya me quedé en el molde. Consummatum est, me dije. Y en efecto vi que el viejo comenzó a saltar como un caballo salvaje y el chicuelo se agarraba de la ventanilla para no irse al suelo. El amiguito ayudaba manteniéndole el equilibrio al viejo. Desde esta distancia pudimos darnos cuenta que al principio no agarraba el ritmo del tren pero cuando consiguió emparejarlo todo se encaminó oka.

—¿Habrá podido o no habrá podido? Porque la pregunta es si de verdad un viejo de ochenta años puede tener pólvora para un chicuelo de once añitos... Yo me inclino a pensar que todo fue puro bluf. El viejo se tiró encima del chicuelo y simplemente imitó los movimientos y nada más. No creo que fisiológicamente pueda lograrse la unión. Hay mucha contra. Por más que se logre cierta dureza, a esa altura del partido, no creo... ¿Y el chicuelo?... Tampoco creo que haya sufrido ninguna introducción... Todavía no está el cuerpo lo suficientemente dilatado... Muy chico ¿no?...

—Mis bellos querubines, hemos logrado la paz tan anhelada. Todos somos salvos. La paz sea con vosotros. Estamos llegando a la estación. Yo me bajaré y ustedes seguirán. ¿Hasta dónde seguirán? ¡Arréglate!

—Vamos al museo de las Bellas Artes. —¡Muy bien! Eso es lindo, que niños bellos como ustedes se preocupen de

las artes. Bellos. Dedíquense a las Bellas Artes... ¡Arréglate de una buena vez ese pantalón, ya después a la noche te lavas!... Bien, hemos llegado...

—Lástima que no tengo una máquina de fotos a mano. Hubiera podido vender la noticia a algún diario. Pero sin fotos no me van a creer. Únicamente

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que invite a un helado a los chicos, les saque la dirección y entonces si en el diario no me creen los llevo a la casa y les digo a los pequeños que relaten su aventura. Podría ser...

—Por fin llegamos. Voy a cambiar de vagón. Hay cosas insoportables.

—Adiós pequeñuelos. Sed nobles y buenos. Y no olvidéis de ayunar un día al mes, es beneficioso para el cutis. Se abre la puerta del vagón y salto al andén. Blandiendo mi nervioso cuchillo. Pero, ay, me han tendido una trampa. Caen sobre mí sin pizca de piedad. Los que estaban esperando en el andén se juntan en manifestación, me quitan mi nervioso cuchillo, me elevan, me cargan en andas, me vivan, me aplauden, ¡oh querido ocaso de mi vida!, bien valió la pena sufrir tanto, ¡qué esplendoroso final!, lo tengo merecido, pero no debo ser egoísta, ¡no os olvidéis de los pequeñuelos!, ellos han hecho a las mil maravillas sus partes, ni os olvidéis de los pasajeros que también han cumplido, ni os olvidéis de los vagones vecinos que también han participado con sus integrantes, ni os olvidéis de los lectores que también han colaborado... ¡América, eres fascinante!... ¡En el umbral de mi muerte yo te saludo!...

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El programa

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¡Bienvenida seas, oh tú, que en el eco de mis propios pasos, desde el fondo del oscuro y frío corredor del tiempo, sales a mi encuentro! ¡Bienvenida seas, soledad, madre mía!

O. W. de Lubicz Milosz Sinfonía de Septiembre

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Nos tocó subir juntos al ascensor. Ellos sonreían y estudiaban el programa que momentos antes le habían pedido a la chica de la mesa de informes. Llegamos al cuarto piso y nos colocamos en la cola. Ella arrugó el ceño:

—Pero ¿desde qué hora está esta gente aquí? Él acercó su oreja. —¿Qué?... Ella repitió su pregunta en voz alta y, ahora sí, él le entendía. —Y... Ella se acomodó el saco sobre los hombros sin ponerse las mangas, en una

actitud mimosa un poco fuera de lugar. El rostro tenía mucho maquillaje, especialmente en las cejas que se le veían muy marcadas; los labios estaban demasiado húmedos y debajo de los ojos se esfumaban dos sombras oscuras que no hacían juego con el brillo de su mirada. Se quitó el pañuelo de la cabeza y dejó al descubierto unos cabellos cortos teñidos de un rubio sucio y con raíces blancas. Dos hebillas verdes, una en cada lado, suponían un adorno. El vestido era de calidad y de buen corte. Movía mucho las manos al hablar, lo que hacía que sus pulseras tintinearan demasiado.

—El martes pasado la busqué por todos lados y no la pude encontrar... Ja, había conseguido ubicación bastante adelante y por un ratito pude reservar un asiento por si la veía a usted; pero enseguida se sentó un señor... ¿Se olvidó de venir o tuvo algún inconveniente?...

—No fue nada de importancia, un principio de gripe nada más, yo iba a venir lo mismo pero no me dejaron, bueno bah, no es que no me dejaran, usted sabe cómo son, la asustan a una... Yo creí que como el tiempo estaba tan malo usted tampoco, iba a venir...

—Sí... Casi no vengo. Pero me dije qué hago acá solo, y me vine. Fue un espectáculo muy lindo. Estuvieron las chicas de aquella vez que bailaron todas juntas. ¿Se acuerda que usted me dijo que estaban todas amontonadas?

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Hicieron un lindo espectáculo. Nuevamente se arregló la corbata que al estar mal anudada se le salía del

saco. El traje era azul y la parte de atrás de los pantalones estaba muy brillosa; la camisa lavada y los zapatos negros limpios. El rostro era muy grave y rosado, las cejas blancas y pobladas, los ojos pequeños y bastante juguetones.

El encargado de la sala consideró oportuno dejar entrar al público y la cola se movió rápidamente. Los que estaban a los costados se colaron sin la más mínima vergüenza, haciendo caso omiso de las protestas de los que se consideraban perjudicados y que se habían aguantado una hora exacta de plantón. Él mantenía los brazos abiertos para protegerla pero era inútil, los de atrás no entendían de educación; la avalancha nos dejó igualitos que sardinas en lata. Llegando a la puerta la fila se abría hacia los costados. Ese era el embalaje final. Una chica no vio el escalón y se encontró oliendo zapatos. Los más veloces conseguían adelantarse por los pasillos de la platea y se ubicaban en los asientos todavía desocupados.

Ella se hacía la aterrorizada pero sus ojos la desmentían. Él se balanceaba sin parar manteniendo una sonrisa orgullosa por poder salir indemne de tan tremenda lucha, cuidándola a ella.

Como los asientos están muy separados es fácil creer que en el espacio del medio hay otro asiento libre y era muy común ver a alguno que se había confundido y que de pronto se hallaba parado en el medio de las filas y sin asiento.

Consiguieron dos ubicaciones en punta de banco y yo en la fila de atrás. Él la codeó misterioso y con un movimiento de cabeza le indicó un lisiado que hacía su entrada en una silla de ruedas y se colocaba adelante. Ella movió la cabeza y se puso una mano sobre la boca.

—A mí estas cosas me parten el alma. Él abrió grande los ojos y acentuó las arrugas de la frente. —Y, es la vida. Pero ellos en su mundo son felices... El público seguía llenando la sala, los pasillos ya estaban repletos de gente

parada. Unos hippies se acomodaron en el suelo y el ejemplo cundió. El ruido ambiente obligaba a hablar muy fuerte y él tuvo que acercar su oreja.

—¿Cómo dijo?... —Que está muy bien que haya espectáculos gratis donde uno pueda ir. —Claro, claro... —Mañana también hay uno. Un concierto o algo así. —Sí, es a la misma hora... A lo mejor vengo... —Ah, pero si en este programa están todos los espectáculos del mes. —Donde hay unos conciertos muy lindos es en Gimnasia y Esgrima.

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¿Nunca fue?... —No. No fui nunca. —Mañana le voy a traer el programa. Se apagaron las luces y la sala se silenció por completo. —¿No lee La Prensa? —Sssh... Hable más despacio. —La Prensa es muy buena, ahí siempre sale donde uno puede ir... —Ah... Una vieja que estaba parada quiso sentarse en el brazo del asiento y él con

mucho disimulo apoyó el codo para que se retirara. —Yo, después voy a comer al bar que está a! lado del Rex. Se come barato

y bien. Antes iba al Costa Azul, pero lo cerraron. Es una lástima porque era lindo...

—Pero un poco caro, creo. —Ah, eso sí. —Yo prefiero comer siempre en casa, tengo miedo de comer afuera. —Tiene razón. Hay que buscar lugares limpios y comidas que alimenten. Se hizo la luz sobre el escenario y cuatro bailarinas comenzaron a

desplazarse. A los dos minutos irrumpieron las clásicas toses y los ruidos de los

paquetes de caramelos. Un fotógrafo aficionado se entusiasmó con una de las bailarinas y se entretuvo en gastar todo el rollo de película enfocándola en las poses que él creía más sugestivas. Algunas fotos las sacaba cuando ella estaba muy sobre la platea y quedaba sin iluminación. De tan oscuras que le saldrán se tendrá que conformar con decir que son artísticas... Al finalizar la parte se prendió la luz.

—Precioso. ¡Qué agilidad la de estas chicas! ¿Cómo se llamaba el número?...

Él saca el programa y se queda mirándola con la boca abierta. Mete la mano en el bolsillo del saco.

—Se me olvidaron los anteojos. Bueno, pero era lindo. —Sí, eso es lo importante. —Mire, arriba también hay gente. —Son los otros bailarines. Los compañeros que vienen a verlos. Se apagaron las luces y la sala se silenció nuevamente. —Mañana le voy a traer el programa de conciertos de Gimnasia y

Esgrima. —Sssh... Hable más despacio que la gente se puede molestar. —…

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—Parece la danza de los siete velos... Durante todo el espectáculo, cada vez que se apagaba la luz para dar

comienzo a un cuadro, ella le tenía que decir que hablara más despacio. En el final aplaudimos mucho y enseguida fuimos a hacer la cola para

bajar por el ascensor. De tan apretados que entramos, bajamos los cuatro pisos manteniendo el aire.

Al ir saliendo, él la acompañó apoyándole muy suavemente el brazo en la espalda. Bajando la escalera que daba a la calle se animó a tomarla del codo.

—Mañana le voy a traer el programa de conciertos de Gimnasia y Esgrima...

—Bueno...

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Las hienas

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¡Ha sido encontrada! ¿Qué? La eternidad. Es el sol mezclado con el mar.

Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno

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Lo primero que hice fue contar las maderitas del piso. En el dormitorio había cincuenta y cuatro de las largas. En la sala cincuenta y ocho en perfecto orden. Treinta y dos en el pasillito. Setenta y cuatro a lo largo del comedor pero solamente en los costados. En el centro había hileras de cuarenta y nueve estilo baldosa. Sesgadas. La primera cucaracha se me apareció en la cocina. Lógico. No le di tiempo a intentar escapar. Me dediqué de lleno al aparadorcito. Estaba más seguro que la trompa de Joe Frazier. Arremetí con alambre para limpiar los pisos. Así de alto era la grasitud que había. Me ayudé con el cuchillo grande. Parecían lonjas de carne negra. Lo importante es empezar de arriba hacia abajo. El orden es lo importante. Siempre el orden. Por eso es que cuando vi que otras cucarachitas andaban rondando por las patas de mi escalera no me preocupé en lo más mínimo. Ya les iba a llegar su turno. A todos les llega el turno. Y a estas cucarachas ya las tenía bien marcadas. Que jugaran nomás. Cuando terminé el techo del aparador me dediqué a los estantes internos. Hasta metí la cabeza para inspeccionar bien los rincones de este lado. De mi lado. Por supuesto que además de la mugre también sacaba la pintura. Tenía pensado un lila suave que quedaría muy bien haciendo juego con el verde amarillento de las paredes. Había una especie de cajonera colgada del techo cerca de la puerta. En la pared descubrí un agujero taponado con papeles viejos. Me preparé. Aquí debe haber ratas me dije. Me emociono cada vez que tengo que jugarme el todo por el todo. Rápido bajé y volví a subir con el martillo grande en la mano. Me agarré fuerte de la escalera. Me coloqué bien en equilibrio para no irme al suelo en caso que me venciera el peso del martillo. Y apunté concienzudamente. Si detrás de esos papeles que se veían comidos había alguna rata o ratita ya se podía ir despidiendo de este hermoso mundo. Certero fue el impacto. Justo en el centro del agujero. Hizo puf. Sonó a hueco muerto blanduzco. Los papeles se arrugaron. Volví a golpear para asegurarme. No había nada. Con cuidado fui sacando los papeles. Con mucho cuidado no fuera a ser que hubiera reventado

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algún bichito y me ensuciara las manos. No había nada. Bien. Saqué todo y vi solamente un agujero para alguna toma de luz sin cables. Pensé qué era más conveniente. Si volver a taparlo. Por supuesto como corresponde. O dejarlo libre. Si lo dejaba libre podía ser tentador para alguna ratita. O cucarachitas. Opté por taparlo. Lo rellené bien con un diario nuevo y luego pegué una cinta adhesiva alrededor. Quedó muy bien. Los rincones de las paredes estaban terribles. Antes de utilizar el plumero arremetí con los cucarachicidas en aerosol. Por suerte me había comprado varias cajas. Mantenía apretado el pico hasta que dejaba de salir el veneno. Volvía a sacudir. Con mucha fuerza. Y vuelta a ahogar a las arañitas contra la pared. Quedaban estampadas. Hay que ser contundente si se quiere erradicar el mal de raíz. Si yo las saco con un plumero caen en el piso y se salvan. Se me esconden por otro lado y entonces es el cuento de nunca acabar. Pero si las elimino sin piedad no hay tu tía. Tiene que aparecer otra generación espontánea. Y ya para entonces uno estará más fuerte. Los azulejos los limpié uno por uno. No solamente los azulejos. Las uniones. Las junturas. Bien con un cepillito. Con agua y jabón. Me gusta hacer el trabajo a conciencia. O las cosas se hacen bien o no se hacen. Siempre digo lo mismo. Estoy seguro que debe ser así. Es más fácil hacer las cosas bien que hacerlas mal. No me acuerdo quién lo dijo o si lo leí en algún lado. Es una verdad grande como una casa. No me lo puede negar nadie. Lo importante es ser efectivo. Contundente. Linda palabra contundente. Cuando mataron al español con el garrote vil cometieron una tontería. Mejores son los fusilamientos. Pam pam y listo. De diez tipos que apuntan seguramente alguno tendrá buena puntería y le acertará en el corazón. Y bueno. También está el tiro de gracia. Cuando terminé con los azulejos me dediqué a la cocina. Espantoso. Terriblemente espantoso espectáculo la cocina. Pedazos de bodoques así de grasitud. Del año que me pidas. Meta sacar con la espátula. Había miles de cucarachas empastadas. Se habían muerto en pleno festín. Todo negro. Qué mugrientos eran los anteriores. Saqué la tapa de abajo y limpié todo el piso de la cocinita. Tiré agua caliente y jabón en polvo y detergente. Por suerte estaba bien provisto de todos los elementos de limpieza. Es necesario tener de sobra elementos de limpieza. Siempre hay que limpiar. Cosas. Al meter la mano con el cepillo me ensucié el brazo. No era problema. Estaba decidido a pasarme todo el día arrancando la mugre hasta el último rinconcito. Para el final dejaría el baño. Termino y a la ducha para quedar limpito. Bien. Todavía faltaba mucho. Recién había empezado. Tuve que cambiarle el cuerito a las canillas. El agua chorreaba abundantemente y se filtraba en la unión de los azulejos de la pared con el mármol de la pileta. Fui del otro lado y estudié la pared. Efectivamente. La pared tenía algunos soplos aparentemente imperceptibles

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para otro ojo que no fuera el mío. Preparé la pasta y rellené toda la unión. De punta a punta. Aunque no fuera necesario. Los trabajos se hacen en forma total. Me tuve que ayudar con una cucharita porque con la espátula no lograba una buena aplicación. Con el cepillo de mano me entretuve una hora refregando debajo de la pileta. Había una rotura en el caño de desagüe. Si la salida de agua era normal no pasaba nada. Si se llenaba la pileta y se soltaba el agua de golpe entonces rebalsaba. Puse unas cintas adhesivas y encima unas tiras bien apretadas. Aguantaría hasta que llamara a un plomero competente. Porque no todos los plomeros son competentes. Hay cada chanta. Era la primera limpieza a fondo. Luego en las semanas próximas el trabajo será a fondo sector por sector. Este trabajo tengo que hacerlo yo porque nadie de mi casa sirve para eso. Mi madre. Mi dios. Mi mujer. Mi dios. Mis hijos. Mi dios. Sólo sirven para ensuciar. No entienden de las ventajas de una buena limpieza. Se vive mejor. Es más sano. Por eso es que siempre tengo el fierro bien aceitado. Siempre listo. Como en mis buenos tiempos de boy-scout. Es buena la disciplina. Primero uno se asusta. Pero luego a lo largo de la vida se da cuenta de las ventajas que tiene. Uno se hace más efectivo. Por eso es que me gané el puesto. Soy efectivo. Contundente. Linda palabra. Contundente. Así soy yo. Contundente. Trabajos expeditivos. Me tienen confianza. Cuando la cosa es brava recurren a mí. Proceda como crea conveniente. Como crea conveniente. Soy efectivo. El más efectivo de todos. Por eso es que me tienen envidia los otros. Los mato con la indiferencia. Ninguno tiene clase. Les falta escuela. Calle. Todo. No son más que bestias que tragan. En cambio yo soy limpio. Todos mis trabajos son perfectos. Nunca un error. Nunca una actitud fuera de lo normal. A lo concreto. La eliminación y punto. Los otros estúpidos se entretienen. ¿Para qué? Si lo que importa es el resultado. La rapidez de la acción. Soy el más efectivo. Siempre me lo dice el jefe. Están muy contentos con usted. Es nuestro mejor hombre. Como se dará cuenta solamente lo llamamos para los casos especiales. Para los otros utilizamos a los muchachos. Claro que a veces cometen tonterías. ¿Qué se le va a hacer? Si algunos ni saben leer. Y además no es tan fácil encontrar gente. Por supuesto que no es fácil encontrar gente como yo. Bestias sí. Pero clase no. Los que vivían antes eran más mugrientos que los cirujas de la quema. Ah. Los dos pibes de la quema. Fueron difíciles. Quizás el trabajo más difícil que tuve. Eran locos. Sabían cómo iban a terminar y sin embargo no dejaban de hablarme. Qué lío que tenían en el marote. El morochito fue el que más me violentó. Esa vez sí que me dio ganas de perder un poco de tiempo y divertirme algo. Era testarudo. Altanero. ¡¿De dónde sacaría tanto valor?! Tenía los mismos ojos de mi hijo. Eso fue lo que me dio más bronca. Suerte que el pibe salió bueno. De tal palo tal astilla. Nunca tan justo el dicho. Ahora a darle a la piecita de servicio.

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Linda la piecita. Podría conseguirme una sirvientita de esas morochitas jovencitas de pelo largo que tanto me gustan. Total esas cabecitas negras son baratas. Cuando Irene se las pica al cine me la trinco a la siervita. Uno tiene que hacer sus desagotes. Qué buena que es el agua caliente. Hermosa la jabonada. Refriego a fondo. Mugrientos. Digan lo que digan somos necesarios. Saber limpiar no es cosa fácil. Hay que saber. A veces cuando voy a casa de otra gente veo mugre por todos los rincones. Me dan ganas de ponerme a limpiar. No entiendo cómo la mayoría de las personas no se preocupan por la limpieza como deberían preocuparse. Si es tan lindo ser limpio. Vivir limpio. En esto la nena me salió buena. Claro que le tuve que enseñar. Irene me falla. De mi madre no me puedo quejar. No es tan buena como yo pero sabe mantener cierta decencia. Tanto jabón hace rebalsar la rejilla. Ahora echo agua bien caliente para enjuagar y queda el piso al pelo. Acá voy a tener que arreglar este rinconcito con un poco de mezcla. ¿No habrá algún agujero? A ver si es la cuevita de una rata. No. No es nada. Un poco de portland y arena y listo. Mejor anoto en un papelito todas las cosas que dejo para hacer más adelante. Eso. Hay que ser organizado. Para todo. Hasta para cobrar. Me van a agarrar a mí. Si son brujos. Se molestaron cuando les pedí aumento. Pero tuvieron que aflojar. No es fácil que encuentren muchos como yo. ¡Tengo segundo año de bachiller! No es joda. Soy una persona culta. No bestias como el resto. Boxeadores analfabetos. Cantores de tango ya sin voz para pedirle un café al mozo. Pero me respetan. Cuando estamos en alguna reunión se cuidan muy bien de abrir sus bocazas. Me piden opinión a mí. Ni Lino se anima a contradecirme. Bestias. Por culpa de ellos es que a veces hay escándalos. Los casos míos siempre son silenciosos. Misteriosos. Confusos. ¿Suicidios? ¿Amores contrariados? ¿Indigestión? ¿Cruzó la calle leyendo el diario? ¿Se durmió con el cigarrillo prendido? Siempre quedan sorprendidos por mis soluciones. Muy bien veremos qué sorpresa nos tiene reservada para este caso. Cuando me decía eso con una sonrisa que no me agradaba procedía sin vueltas. No me gusta que me exijan. Yo procedo de acuerdo con lo que creo conveniente. A veces hay casos en los que se puede lograr una obra de arte. En otros no. Son muchos los factores que influyen. Profesión. Actividades paralelas. Familia. Religión. Afición a determinados deportes. Puf. De todo. Hasta las amantes. Ja. Los turritos hacen mucho barullo pero tienen sus buenos fatos. Quedó bárbaro el piso de la cocina. Ahora al pasillito. Es un asco el techo. Creo que sería conveniente arrancar el empapelado. Es horroroso el empapelado. No entiendo cómo le puede gustar a la gente si no hay nada mejor que la pared bien pintada. Sí. Yo lo arranco. Aunque después la Irene me tire la bronca. Afuera todo. Es como arrancar la piel de un cuerpo. Esto les gustaría a los bestias. El banquito. ¿Dónde está el

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banquito? Arriba de la puerta. Mugre de las invasiones inglesas. Y eso que eran muchas mujeres las que vivían acá. Qué infierno sería. Con seguridad que no habría disciplina ni respeto. Cuando se dejan de lado se pierde todo. Solamente se consigue la anarquía. Tendré que limpiar también la caja de llaves de la puerta. El picaporte no gira muy bien. Preguntaré en una ferretería. Hasta bichos hay detrás del empapelado. Eso es lo que se consigue. Acumular mugre. Uno duerme con la mugre y se levanta mugre. Qué fichero inmenso que tenían. Nunca imaginé que hubiera tantos candidatos. Como se dará cuenta hay que trabajar mucho porque en cualquier momento perdemos la manija. Miedo que tienen de perder la manija. Ellos pueden perder la manija. No yo. Soy un profesional. De los mejores. En una de esas soy el mejor y no lo sé. Debería pedir más dinero. Me lo van a dar sin chistar. Total disponen de lo que sea necesario. Y ellos ganan más que yo sin jugarse. Solamente están atentos al teléfono. Leyendo revistas de historietas. Pornográficas. Levantan el tubo. Hola. Sí. Muy bien. Cuelgan. Van al fichero. Tiran de la manijita. Hacen caminar los deditos entre las tarjetitas hasta que encuentran la que buscan. La colocan en el escritorio y esperan que vaya uno. Hay que leer sin anotar. Memorizar. Perfecta memoria la mía. Nunca me olvidé de ningún detalle. Si hiciera un esfuerzo podría recordarlos a todos. Incluso a la chica. Qué linda que era. Fui un estúpido. Podría haberla disfrutado antes. Como hacen todos. El problema era que estaba con el Búho y yo tenía que mantener mi fama. Serio. Frío. Expeditivo. Un profesional de alta escuela. Podría haberlo mandado a pasear y listo. Él quería. Todos me tienen miedo pero él se atrevió a insinuármelo. Me dio rabia que pensara lo mismo que yo. Es como si a uno lo descubrieran en sus secretos más íntimos. Como si alguien te espiara cuando estás haciendo fuerza para cagar. Todo el mundo hace fuerza. Incluso el papa en el Vaticano.

El Búho y yo. Y este maldito me molestó hasta lo más íntimo. Me lo dijo justo cuando yo lo estaba pensando. Como si pudiera leer mis pensamientos. ¿A quién le gusta que le lean los pensamientos? A nadie. Y este me miró socarrón. Guiñándome el ojo. ¡Cómo no se daba cuenta de que un bestia como él no puede ser cómplice mío! Eso fue lo que impidió que la gozáramos. De ninguna forma podía estar yo en acción con la chica sabiendo que él estaría esperando. Además después de este tipo de camaradería se pierde el respeto. El estúpido podría pensar que así estaba más cerca mío que otros. Y yo sé mantener bien las distancias. Es muy importante en la vida saber mantener las distancias. Aunque uno esté en la mismísima mierda tiene que saber separarse de los soretes más hediondos. Por más que pierdan la manija yo siempre seré un buen profesional y por lo tanto solicitado. Eso es lo que se logra con la seriedad y el profesionalismo. Uno es bueno y no se mete en componendas y entonces anda

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bien en su trabajo. Es como cambiar de fábrica. El torno siempre es el mismo. Lo importante es saber utilizar las herramientas sin meterse mucho en las cosas. Apenas lo necesario. Eso es lo que les gusta de mí. Tendría que sacar los zócalos de madera por si hay bichos detrás. Por supuesto que debe haber. Del año de Colón. Únicamente que utilice la aspiradora de mano. Claro. Qué linda que estaba la chica. Temblaba como si estuviera desnuda en la cordillera de los Andes. En ningún momento abrió la boca. Ni a dijo. Tenía miedo y sin embargo no lloró. Ni insinuó pedir perdón. ¿Qué se creerán? ¡Que pueden hacer lo que quieren! ¿Adónde iríamos a parar? Sería la anarquía. En los primeros tiempos no estaba muy convencido de mi trabajo. Poco a poco fui entendiendo mi misión. Alguien la tiene que cumplir. Me sacrificaré en esta vida. Después veremos. ¿Será verdad lo de la reencarnación? Debería ser verdad. Uno tiene derecho a volver a vivir. Aunque sea dos veces solamente. La primera es para saber lo que es la vida y la segunda para gozarla. Selección. Habría que hacer una selección. Que no reencarnara ninguno de ellos. Sabrían demasiado. No chupa mucho el aire. Debe ser porque el espacio es demasiado pequeño. Meteré la espátula. Mejor el cuchillo. Algo sale. Pajitas de escobas. Qué roñosos que eran. No hay que limpiar los departamentos con escobas. Se cambia la tierra de lugar. Al dar un escobazo la tierra se levanta. Vuela. Y va a parar arriba de los muebles. Siempre hay que limpiar de arriba hacia abajo. No queda ningún espacio sin limpiar. Nada de polvo. Es terrible pasar la mano por un mueble y encontrarse con polvo asentado. Abandono. El abandono es propio de todos ellos. Sucios. Antihigiénicos. Mentalmente están sucios. La chica pensó que la íbamos a gozar. Me lo decían sus ojos. Pero no le importaba. También me lo decían sus ojos. Capaz que era lo que quería. Entonces se hubiera quedado totalmente dura para hacernos rabiar. Tonta. Como si eso le importara al Búho. Es capaz de gozar con una chancha muerta. Intuí su indiferencia. Eso fue también lo que me frenó. No me gusta que me dejen descolocado. Nunca quedé descolocado. Sé ubicarme. No llegué por casualidad. Sé hacer las cosas. Cuando me quisieron mover el piso los de la provincia se llevaron flor de sorpresa. Se creían que yo no tenía mis contactos. Si son brujos me van a agarrar. Que no puedo trabajar fuera de mi jurisdicción. Ja. Como si nuestro trabajo estuviese reglamentado y fuera como el de un pobre obreracho. Qué imbéciles. Se tuvieron que quedar bien en el molde. Por suerte ese trabajito fue uno de los más limpios que hice. Delincuente común. Así pasó. El jefe me felicitó y todo. Hasta me di el gusto de decirle que había realizado el trabajo de esa manera porque sabía que nos estaban preparando una trampa. Quedé bien. Me gusta trabajar con usted porque tiene un cien por ciento de seguridad. Gracias jefe. La seguridad es experiencia. Nada más que experiencia. Se la debo mucho al

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tiempo vivido afuera. Lindo tiempo. Gran camaradería. Mucha disciplina. Aire libre. Ejercicios. Mucha práctica. Hermosos calores para gozar con las mulatas. No nos faltaba nada. Luego cada uno se fue para su lado. ¿Qué habrá sido de Carlos? Buen tipo. Donde quiera que esté debe ser el mejor. Quizás haya llegado a jefe. A mí no me preocupa llegar a jefe. Yo trabajaré unos añitos más y luego a otra cosa. Cambio de país y listo. ¿Quién se acuerda? De los jefes sí se acuerdan. Muchos se salvan. Otros no. Y bueno cada uno sabe lo que hace. Al que no le guste que se dedique a ser un cagatinta en cualquier oficina y que muera haciendo la cola de jubilados en un banco. Lo nuestro es una profesión de hombres qué joder. No todos los que empezaron llegaron. Muchos se echaron atrás. Otros ni se animaron a empezar. Somos muy especiales. Estamos hechos de otra materia. Me podría ir a Centroamérica. Dejé buenos amigos. O a Europa. Pero ahí tendría problemas con el idioma. Aunque en uno o dos años podría entender algo. Bien. El pasillo quedó aceptable. Tendría que cambiar este cable de luz. ¡Cómo colocan este cable por el medio de la pared en vez de llevarlo por el borde para disimularlo! ¡Además este taco de madera para el interruptor! Qué increíble. La dejadez me da más rabia que los locos que tenemos que limpiar. A los dejados. Abandonados. A esos los limpiaría a machetazos. De a poco para que sufran. Quizás así aprendan a hacer las cosas bien. Ah la pucha. La caja de luz es un recipiente de mugre. ¡Nunca se les habrá ocurrido limpiar! ¿Nunca habrán tenido que cambiar un tapón? Porque si uno tiene que cambiar un tapón y ve todo sucio puede meter un palito y limpiar. Tendrían miedo. Es la única explicación. Qué roñas. Si puedo meter la aspiradora. Sí. Algo chupa. Gran invento la aspiradora. Se traga toda la tierra. Limpieza a fondo. Tan a fondo no porque lo duro queda. Pero es un invento importante. Hay que cuidar la limpieza. Cuando uno se deja invadir por la mugre está listo. Es una prueba irrefutable de la falta de confianza en sí mismo. Nunca confié en ningún roñoso. O en algún barbudo. O en quien llevara la ropa desarreglada. O la camisa sucia. O los zapatos sin lustrar. O los dedos manchados de nicotina. Me da asco esa gente. Gentuza. Así son por dentro. Abandonados. No merecen disfrutar de lo que podemos disfrutar nosotros. El de Mar del Plata en cambio fue diferente. Claro. Era un pescado grande. Lindo trabajo fue ése. Tómese todo el tiempo que sea necesario. Hágalo a su modo. Como le guste más. Si es posible que sea espectacular. No lo disimule. Queremos que sirva para atemorizar. El adelanto extra que me dieron no me lo esperaba. Eran verdes de los grandes. Debe ser un pescado muy importante pensé. Y así era. Ni me lo imaginaba. Lindo trabajo. Perfecto. Ni una pista. Ni un rastro. Ni Irene se enteró. Ella a veces se da cuenta de algunos trabajitos. Alguno que otro le cuento. No todos. Solamente le cuento los que sé que a ella

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le gustan. Los atorrantes comunistas enfermos que no les importa la esclavitud. Esos. Sí. Ella me pide detalles. Le gusta que le cuente todos los pormenores. ¿Qué es lo último que dicen? Si ofrecen plata. Si se arrepienten. Si lloran. Si tiemblan. Se entusiasmó con lo de Riales. Cuando nos llevamos al pibe aquel. Riales entró en calor y se lo violó antes de limpiarlo. Le tuve que contar todo en detalle mientras nosotros hacíamos el amor. A mí no me había gustado la cosa pero me tuve que callar. Riales es uno de los peores y conviene no meterse con él. Aunque a mí me tiene mucho respeto. No importa. Igual no hay que provocar. No se sabe lo que puede pasar. Podría ganar yo como podría ganar él. ¿Y para qué? ¿Qué ganaría yo? Para ellos la vida es el trabajo. No saben gozar de otra forma. En cambio yo solamente trabajo con la idea de que tengo que cumplir una tarea y listo. No me hago problemas. No sé nada. Cumplo y a otra cosa. Nadie puede reprocharme nada a mí. Ni mis jefes ni mis ocasionales compañeros. Es una tontería meterse a fondo en nuestro trabajo. Para el que quiera llegar a jefe grande puede ser. Yo me conformo con ser el jefe de grupo y nada más. Más me gusta cuando tengo que actuar solo o con uno o dos. No más. El trabajo se hace con mayor calidad. Da gusto. De todas maneras mi mejor trabajo fue el de Mar del Plata. ¡Qué bien que lo hice! Pensar que Irene leyó los diarios y me lo comentó como algo que estaba fuera de mi órbita. Además ella creía que de verdad yo estaba de vacaciones. El que estaba de vacaciones era él. Con su amante. ¿Cómo sabían ellos que estaría una semana de vacaciones con la amante? ¿Lo habrían averiguado con la mujer? Qué me importa. Suerte que a esta aspiradora le puedo quitar el cepillo. Así me quedo solamente con el tubo de la manguera y lo puedo meter en cualquier lado. Lindo invento la aspiradora. Tendría que haber una aspiradora gigante para limpiar a toda la roña que camina por la calle. ¡Qué bueno sería! Perfecto. Ahora doblo bien chiquito todo este papel de mierda y lo voy tirando en el incinerador. ¡Qué mal gusto! Empapelado marrón. Deberían ser bastante chusmas. Ah. También los bordes de la puerta están sucios. ¿Qué es esto? ¡Grasa! ¡Increíble! Manos a la obra. Meto. Empujo. Aprieto. Todo adentro. Al fuego. Todo el papel marrón mierda adentro del agujero. Al incinerador. Lindo el fuego. Elimina todo. Hasta los autos. Y lo que hay adentro. En este caso no queremos ni una huella. ¿Entendió? Desaparición total. Nada de rastros. Lo mete en el fondo del mar o en el centro de la tierra, no sé. Usted sabrá. Confiamos en usted. Pero le repito. No se lo tiene que reconocer. Ya tiré todo el papel marrón mierda. Sale humo del incinerador. Está funcionando. Las llamas son imparables. Y es tan fácil prender fuego. Hasta un chico lo puede hacer. El Gordo se había entusiasmado con la idea. Era una novedad en el trabajo. A mí se me ocurrió justo cuando pasé por un incendio. Ni el mismísimo fuego queda.

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Cuando más lo pensaba más buena me parecía la idea. Además recordé que ya se había hecho en infinidad de lugares en el extranjero. Y ellos son maestros. Me gustó. El Gordo agarró viaje enseguida. Pero agregó su idea. Ya que lo hacíamos así lo mejor era hacerlo completo. Para ver. Para saber. Habría movimientos. El Gordo quería divertirse. Y bueno. A mí qué carajo me importaba. Me ahorraba las balas. Lo ató con alambre desde los pies hasta el cuello dejando que el alambre corriera tenso hasta la espalda. Decía que quedaba como un arco. Era verdad ya que en la tierra solamente apoyaba el estómago. Las piernas arqueadas hacia la espalda. Casi mirando el cielo. Con el alambre tenso. Hundiéndosele en el cuello. Él iba a hacer de flecha. Lo dejó un rato mientras se probaba los zapatos que le había sacado. Totalmente desnudo lo había dejado. Le había metido el calzoncillo en la boca para que no gritara. El alambre le estaba cortando el cuello y las lágrimas corrían abundantes. Como los zapatos le iban chicos se los tiró por la cabeza. Reía nerviosamente. Una risa corta. Los ojos se le quedaban duros mientras se reía. Sin abrir mucho la boca. Apenas mostrando los dientes de adelante. Me quiso dar la mitad del dinero. Nunca he aceptado. Nada aun cuando me explicaban que era botín de guerra. No me gustan los recuerdos. Hay que olvidar. A otra cosa. Solamente hay que pensar en el próximo trabajo. Es lo mejor para ser efectivo. Competente. El Gordo estaba medio quemado. Ya eran muchos los que no querían trabajar con él. Aunque por supuesto también había muchos otros que lo reclamaban. Se tomaban el trabajo como algo personal. Como si les hubieran hecho algo malo a ellos mismos. Como si les hubieran robado una bolita cuando chicos y todavía no hubieran podido olvidarlo. Se guardó todo el dinero. Le metió los documentos en la boca junto con el calzoncillo. La lapicera se la quería guardar. Le dije que no. Me miró mal. Yo lo miré peor. Es un objeto que se puede reconocer en cualquier parte. Es una lapicera común me dijo. No es común. Está bien. Lo acomodó y se la metió en el culo. Bien adentro. Rió nerviosamente. Es el único lugar donde la puede tener bien guardada, me dijo. Yo me alejé hasta nuestro auto y me senté a esperar que terminara de perder el tiempo. Aprovechó para acercársele. Él creía que yo no lo podía ver desde mi asiento. Trataba de tapar con su propio cuerpo. Pero el movimiento oscilante de su brazo derecho y el temblor de la espalda lo delataban. Era la primera vez de las cuatro o cinco que habíamos trabajado juntos que el Gordo se dejaba llevar por sus deseos. Mucho se comentaba entre los muchachos. Yo nunca le di importancia. Pero ahora me molestaba. No por el del alambre en el cuello. Me molestaba que entre nosotros tuviéramos esta clase de gente. ¿Gente? ¡Bestias! Y yo no podía hacer nada. Tenía que dejarlo. No me iba a crear problemas. Ya bastante había tenido aquella vez con las dos pibas que se las pasaron todos y

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cuando fui a tirar la bronca el jefe se mostró extrañado de que yo no hubiera aprovechado también la oportunidad. Hace falta una aspiradora gigante. Limpieza total. El Gordo se inclinó y lo apoyó de lado con el pecho desnudo hacia él. Acercó su cara rosada hasta el centro del cuerpo del otro. Se quedó un rato. ¿Sería igual cuando boxeaba? Según Don Pedro había sido bueno. Llegó a pelear por el título argentino. No, no fue por el título pero sí peleó con el campeón. Entonces debe haber sido bueno. Me dio risa cuando Don Pedro me comentó que al terminar la pelea había dicho por radio que el otro le había ganado porque le había puteado a su madre y que entonces él se había puesto nervioso. Y esto lo decía llorando. ¡Qué ejemplar! Terminó. Se me acercó con la cara floja. Los cachetes rosados colgando. Los ojos hundidos. Saliva y sangre en la comisura de los labios. No era saliva. Eran restos del otro. La sangre también era del otro. Sonrió angelicalmente con los ojos escondidos en los párpados. Prendí un cigarrillo. Sacó el bidón y se fue al otro auto. Perfecto. Ahora al dormitorio. Primero un trapo húmedo para darle a las ventanas. Adentro y afuera. Metiendo la punta de la tijera en los agujeritos por donde sale el agua para evitar que rebalse en días de fuertes lluvias. Ah. No me tengo que olvidar de rellenar la base del marco de la puerta que da al balcón. Hay que evitar que pueda filtrarse agua. Siempre hay que tener cuidado de la lluvia. Las filtraciones. Entra el agua por debajo y después se levantan las maderas. Siempre hay que prevenir. A mí nunca me van a agarrar desprevenido. Sé dónde estoy parado. Sabré cuando sea necesario cambiar de aires. Tengo mis contactos. Nunca hay que perderlos en este trabajo. Incluso porque pueden salir buenas oportunidades extras. Antes que ataque el piso creo que sería conveniente que liquide el placard. Primero que nada a traer el cucarachicida. Voy a dejar tanto olor que no va a poder entrar ni un marciano aquí. Mantendré todo cerrado durante dos días enteros y así morirán hasta los bichos que todavía no hayan nacido. La escalera para llegar bien arriba. Y poder meter la cabeza. Y ver. Paso un trapo mojado. Bien por los tirantes de arriba de todo. En la parte de adentro. Mi cabeza adentro. Mi mano con el trapo que se desliza a todo lo largo. De arriba hacia abajo. Para que no quede nada. Todo va cayendo. Y no se levanta más. Irene siempre me llevó la contra. Teníamos que haber aclarado las cosas antes de casarnos. Después vienen los críos y ya es tarde. Es difícil echarse atrás. No pueden mandar los dos en un matrimonio. Siempre tiene que haber uno que mande. Si no es la anarquía. Se va todo al diablo. A mí no me va a correr con la parada. En cualquier momento desaparezco del mapa y que se las arregle. Ya me tiene cansado. Si no fuera por los chicos. El Juancito va a salir bueno. Tiene pasta. No se deja atropellar. Sabe que a la vida hay que ganarle de mano. Que no hay que esperar que las cosas vengan a uno. Que hay

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que ir a buscarlas. De prepo. Él me entiende. ¡Ahí una cucaracha! Tomá. Tomá. Tomá. La puta se me escapó. No importa. Ya van sabiendo que les llegó la hora. Me van a conocer. Me voy a gastar todos los aerosoles pero no va a quedar ni una sola mugrienta cucaracha. Lleno todos los rincones con el fluido. A mojar todo qué joder. Bien en los rinconcitos. Mucho. Mucho cucarachicida. Para que sepan que nunca más podrán volver. A erradicarlas de raíz. Método aplanadora. Aplanadora líquida. Ahora al estante de abajo. Mejor lo saco y limpio bien los dos listones. Aquí detrás se deben juntar en reuniones de prensa ja. Mejor traigo un poco de detergente. Total la madera no se va a arruinar. Es buena. Claro. De esta forma hasta le quito el olor viejo. El olor de roñas de los anteriores. La desinfección. Cuando el auto empezó a arder el Gordo se puso a bailar alrededor. Saltaba como una marioneta mal manejada. Con las patas abiertas y los brazos en alto. ¡Se mueve! ¡Se mueve! Gritaba entusiasmado. ¡Parece un pollito al spiedo! Encima se puso a tirarle piedras. Estaba enloquecido. Meta correr alrededor. Se agachaba. Levantaba piedras. O tierra. O pasto. Lo que fuera. Apretaba el puño y cuando lanzaba lo que había recogido se quedaba un instante con los dedos bien estirados y separados. Apuntando al del alambre en el cuello. Yo quería irme de una buena vez porque las llamas eran demasiado grandes y siempre hay algún pelotudo que le gusta meterse en lo que no le importa. Es conveniente evitar complicaciones. Es lo que me salió en el horóscopo de hoy. Salud buena. Tengo una salud de hierro. Sé cuidarme. Sé comer. Hago ejercicios. Duermo bien. Cojo bien. Soy perfectamente normal. Tengo los reflejos bien aceitados. De acuerdo con la edad tengo muy buen pelo. Bien la dentadura. Salvo los dos dientes del costado. Pero no se ven. No me puedo quejar. ¡Vamos de una vez! Yo lo llamaba a los gritos. ¡No nos podemos quedar hasta que se acaben las llamas! Dejó de saltar y me dijo sonriendo nerviosamente. Según las órdenes hay que retirarse recién cuando se tiene la seguridad de que la operación se ha cumplido totalmente. ¡Éste todavía se mueve! ¡Eso que se le ha quemado el choricito ja ja! Saqué todos los cajones del placard. Fui pasándole el trapo enjabonado. Listón por listón. De punta a punta. Con suma prolijidad. Aunque no veía cucarachas igual fui gastando los aerosoles. El piso del placard estaba a unos cinco centímetros del piso propiamente dicho. De esta manera se forma un buen escondite para las cucarachas. O ratas. Uno siempre tiene que estar preparado a encontrar de todo. Nunca nos tiene que sorprender lo inesperado. Retiré la cama para tener campo libre en caso de que salieran en grupos. Metí una varilla y la hice correr lentamente. En forma pareja. Barriendo con todo lo que encontraba al paso. Por debajo del placard comenzaron a aparecer puchos. Horquillas de mujeres. Boletos de colectivos. Montoncitos de pelos enredados en basura. Tapitas de

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frasquitos. ¡Cucarachas! ¡Muertas! ¡Pero cucarachas al fin! ¡Ahí va una viva! ¡La reventé sin asco! Continué pasando la varilla y recogí toda clase de porquerías. Metí la manguera de la aspiradora y moví la perilla. El ruido que hace es muy parecido al de las sirenas. Más grave quizá. Siempre me impresionaron las sirenas. Desde chiquito. Parece mentira que yo haya sido chico. Siempre imaginé que era el grito de muerte del mar. ¿Por qué habré pensado que era el grito de muerte del mar? Si yo al mar todavía no lo conocía. Lo único que me calmaba era abrazarme a la almohada. Dormía abrazado a la almohada. Así tuve mis primeras satisfacciones. Sin darme cuenta. Yo era tan chico que no tenía idea de lo que estaba haciendo. Pero me gustaba y después lo hacía sin necesidad de escuchar a la sirena. El grito de muerte del mar. Hasta que me descubrió la vieja. Qué paliza mi dios. ¿Y qué tiene de malo? Al principio Irene me comprendía. Después cambió. Mujer. Mujer y basta. Que se vaya a la mierda. Todos que se vayan a la mierda. Siempre llevándome la contra. Yo ponía una rejillita en la pileta del baño para que los pelos no se fueran adentro y uno los pudiera sacar y tirar en el inodoro y ella levantaba la rejillita y mandaba por el caño todos los pelos que habían quedado en el peine. Después con el tiempo se puede tapar el caño. Si es más fácil ser precavido. No cuesta nada. Como la pasta dentífrica. ¿Qué le cuesta apretar por atrás? Nada. Pero ella con tal de llevarme la contra apretaba el tubo en el medio. Si yo no le digo que limpie el tacho de basura ella ni se calienta. Puede juntarse la costra del mundo que le importa tres carajos. Bien dicen que la cabra al monte tira. Podemos irnos me dijo el gordo. De tanto moverse se ahorcó con el alambre. Vi el fuego en su último esplendor. Ya me estaba cansando el mismo camino. ¿Por qué siempre los mismos lugares? Para impresionar. Para imponer respeto. Para que teman. Y en todo caso para joder nomás. El grito de muerte del mar. Tendría quince años cuando vi el mar por primera vez. ¡Cómo me deslumbré! Me quedé casi todo el día sentado en la playa. Solo. En la playa del puerto. No iba nadie en aquel tiempo. Yo creía que el mar continuaba en el horizonte. Hacia arriba. Y que el cielo era también mar. Las nubes eran las olas. Era como los mares que yo veía pintados en cuadros. Soñaba con ser marinero. Viajar. Por mar. Solamente por mar. Estaba seguro que yo podría llegar a diferenciar los mares de distintos países. A pesar que mi vieja me decía que el mar era uno solo. Igual en todos lados. El Gordo me volvía a la realidad. ¡El fuego le derritió los ojos ja! La piel se va poniendo violácea. Después roja. ¡Por el fuego! ¡Claro! Se abre. Es como si se reventara. Al final. Porque al principio se arruga. Creo que en un cuerpo muerto debe ser diferente. ¿No? Tendríamos que probar. Para saber. Me meto por debajo de la cama y reviso una por una todas las maderas del elástico. Como si estuviera debajo de un auto. Aprieto el aerosol con ganas. Hay que

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matar a todas las cucarachas. Osvaldito me decía que a lo sumo se les puede empatar. Yo les voy a ganar. Nunca me gustó el empate. Igual que esos equipos de fútbol de mierda que juegan para empatar. Los limpiaría a todos. Maricones. Un hombre tiene que jugar siempre a ganar. Si no es así que se la haga dar por el culo y listo. No me explico cómo Juancito se dejó llenar la cabeza por Irene. Si es de mi misma madera. Ya se va a dar cuenta y me vendrá a pedir perdón. Lo conozco bien. La Irene que reviente. Yo puedo tener las minas que quiera. A ella le va a ser difícil. Los años no pasan al pedo. El trabajo de Mar del Plata fue el mejor porque siempre me gustó el mar. Debe ser así. ¿No? Me esmeré. Hasta me di el lujo de limpiarlo el último día. Dejé que disfrutara de las vacaciones y de la amante. Si en este momento está haciendo un balance en el otro mundo no se podrá quejar. Se fue bien satisfecho. Se levantó de la mesa de la vida llenito llenito. Fue el único con el que tuve tanta consideración. Quizás se debió a que nos alojamos en el mismo hotel. ¡Qué lujo! Lujo doble. El hotel y el lujo de lucirme cerca. Claro que eso fue un poco tonto de mi parte. Pero de vez en cuando es lindo exponerse y jugar un poco con la suerte. Como el torero que da la espalda al toro para saludar al público. Pero quién iba a desconfiar de un matrimonio con dos hijos. Hay que ser demasiado imaginativo. O desconfiado. Durante una semana lo seguí por playas y restaurantes. En el casino y en cabarets. En cines y teatros. En las aburridas tardes que se le daba por ir a pescar. Y pensar que en ningún momento se sintió intranquilo. Se pasó toda la semana riendo como un idiota. Reía en todos lados. Hasta cuando perdía en el casino. Y en las ruletas caras no en la popular ¿eh? Gracias a él me recorrí Mar del Plata como nunca. Hasta los café-concerts. ¡Qué espectáculo el de los maricas! El que hizo el strip-tease tenía un cuerpo de locura. Estaba mejor que Irene. Era igualito a una mina. Capaz que era una mina. Siempre hay trampa. Pero si me lo llego a encontrar una tardecita medio oscura le hago besar el cordón de la vereda como que hay dios. ¡Qué hermosa fue esa mañana! Ahora yo me pregunto hasta el día de hoy ¿qué diablos le picó o cómo se le ocurrió ir esa mañana a la playa del puerto? Todavía es una incógnita para mí. Yo lo pensaba limpiar en los médanos. Donde dormían la siesta. Verlo aparecer por detrás del puesto de chorizos confieso que me dejó frío. Yo estaba sentado con la mirada perdida en el mar. Avanzó pateando el agua. No daba muestras de haberme visto. El único testigo era un viejo lobo marino solitario que nadaba cerca de la playa. Él venía mirando al hermoso animal. Recuerdo que no pensé absolutamente nada. Me levanté como si alguien me guiara. No era yo el que mandaba. Él venía desde la derecha con la línea del horizonte rozándole la cabeza. Yo caminaría de frente y nos encontraríamos en un punto. Crucial. Bien digo. Serían las siete de la mañana. Hacía unos instantes que el sol había

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aparecido. Igualito a un huevo frito. De pibe era lo que más me gustaba. El huevo frito. Y quedarme sentado en la playa con la mirada fija esperando ver las primeras señales de la aparición del sol. Estábamos solos. Ni un perro vagabundo. Él miraba al mar. Al lobo marino que se alejaba. Mientras daba los pasos necesarios yo iba pendiente de la arena que se iba introduciendo en mis zapatos. Recordé al imbécil del moñito que estaba con el jefe. ¿Cuando ustedes van a hacer una operación toman algo? me dijo. Imbécil. Cagatinta imbécil. Igual que la imbécil mujer del secretario del jefe. Su única preocupación era tener el juego de mesitas en orden. Esas tres mesitas que se ponen una debajo de la otra. Ella siempre las ponía escalonadas. Una un poco más sobresalida que la otra. Yo me hacía el descuidado y se las emparejaba empujando con la pierna. Hay que ser realmente loco para estar pendiente todo el día de esas mesitas. Y ella estaba todo el día pendiente. Seguro que en la cama es frígida. ¡Carmendia! le grité. Al darse vuelta para mirarme noté que su rostro quedaba en sombras. Que el sol resplandecía detrás de su cabeza. Igual que los santos. No me impresioné porque me sentía en mi cancha. Más que nunca sabía que jugaba de local. Seguí avanzando con tranquilidad. Él se quedó parado. El rostro interrogante. En un segundo se le agrandaron los ojos. Habrá sido por el movimiento de mi derecha. Se dio cuenta de la situación. Creo que en el primer segundo se le cruzó por la mente echar a correr. Pero se quedó quieto. Los ojos se le aflojaron. Sabía que no había absolutamente nada que hacer. Le vi resignación pero no miedo. Lo más que hizo fue soltar la ramita que llevaba en la mano y retroceder hacia el mar. Ahí fue cuando el sol dejó de hacerle halo en la cabeza. Quedaba desprotegido. El sol me era fiel. Traté de limpiarlo rápido. Cuatro en el pecho y dos en la cabeza. Los seis mientras estaba parado. Al ir cayendo ya había dejado de ser él. Quedó en cruz. Boca arriba. Había retrocedido lo suficiente como para que el agua lo pudiera mover. A las idas y venidas. Me quedé hasta que el mar se lo fue tragando. Hasta que no lo vi más. Hasta que tuve conciencia que estaba solo en la playa. Que ya no tenía nada más que hacer. Que tenía que irme.

Oh mar, oh cielo; inalcanzables y bellos como mis sueños.

Volví hasta mi auto. Antes de subir sacudí la arena de mis zapatos.

Arranqué sin mirar atrás. Por los diarios me di cuenta de lo importante que había sido. Juventud. Estudiantes. Hubo manifestaciones y todo. Fue un trabajo perfecto. Lo encontraron costa abajo. Solamente lo pudieron identificar por las

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llaves que le colgaban del cinturón. Los asesinos del mar no habían dejado casi nada. ¿Qué sensación se sentirá? ¿Será igual al sueño que siempre siempre se me repite últimamente? Yo. Un escobillón. Un escobillón gigante. Barriendo un patio enorme enorme. Rodando por el patio. Siempre limpiando. Y siempre hay suciedad. Tierra. Mugre. Roña. Basura. Sarna. Porquería. Inmundicia. Y yo siempre barriendo. Barriendo rodando. Soy puro pelos. Un escobillón humano. Y ya hace varias noches que no dejo de rodar. ¿O varios meses? ¿O varios años? ¿Habré sido escobillón toda mi vida y nunca me di cuenta? Ahora en este momento estoy refregándome en las maderitas del piso del living. Y me introduzco en las ranuritas. En las uniones de las maderitas. Y escarbo con paciencia. Para que quede bien limpio. Sin descansar. También me meto en las vetas. Con las puntitas de mis pelos. Limpiando. Siempre limpiando. Corriendo detrás de las cucarachas. Aplastándolas. Sin piedad. Controlando el polvo que se levanta del piso debido a mi paso. Viendo dónde cae. Vuelta a barrerlo. En forma pareja. Pero tampoco me olvido de anotar en el papelito. Rellenar el borde de la bañera para que el agua no se filtre por la pared del dormitorio. Decirle a la vieja de arriba que no limpie su escobillón en la cornisa porque me tira toda la basura en el balcón. Arreglar los picaportes rotos. Ponerle masilla al vidrio de la ventana del baño. Averiguar dónde arreglan persianas de hierro. Cambiar la cerradura de la puerta de la cocina. Cambiarle el cuerito a la canilla de la pileta del baño. Cambiar la mirilla de la puerta por un ojo de vidrio. Comprar unas maderas para tapar el espacio abierto debajo del placard. Tendría que haber hecho una lista de todos mis trabajos. Haciendo un esfuerzo podría recordarlos a todos. Del primero nunca me olvidaré. Es como el primer amor. Fue la única vez que dudé. Apenas un instante. Un segundo. Ninguno de mis compañeros se dio cuenta. Nunca un error. Siempre perfecto. Usted es nuestro mejor hombre me dijo el jefe. Le agradecí con altura. Cualquier otro se hubiera arrodillado y le hubiera besado el anillo. Hubo épocas bravas y épocas tranquilas. Claro que las tranquilas son malas. Hay que rebajarse o en el mejor de los casos conseguir un contacto en el exterior. Tendría que empezar a moverme por este lado. No vaya a ser que la cosa se ponga un poco espesa y tenga que moverme a los apurones. Sí. La semana que viene escribiré. Podría comenzar con Tamayo. Es el que está más en la cosa general. También le puedo escribir a Jack. Él sabrá indicarme el mejor lugar. Sí. Siempre tuvo buenos datos. Total ¿qué hago acá? Con Irene ya está todo arreglado. Los chicos ya están grandes. Les puedo girar. En dólares. Se van a poner más contentos que si les mandara una carta de diez páginas. El Juancito va a salir bueno. No se deja atropellar. Si hiciera una lista tendría que separar. Es distinto el Chancho Zárate o el de la flota de camiones que el Pelado del comité. ¿A cuánto llegaré en total?

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Tendría que hacer como los cowboys del cine. Una muesca en la culata del revólver. ¡Cucarachas! ¡Nuevamente las malditas cucarachas! Por suerte inventaron los insecticidas. ¡Trágico sería que las cucarachas tuvieran alas! Habría que cazarlas con flechas. O con dardos. Mucho mejor a balazos. No hay nada más limpio que una bala. Ja. Timbre. ¿Y si le hago caso a Maldonado y voy a un psiquiatra? En una de esas me saca el sueño del escobillón. Quedó bárbaro el pasillito sin el empapelado marrón mierda. ¡Cómo pasó la hora! Prepararé algo para comer. Esta mirilla la tengo que cambiar. No me gusta. Podría pasar fácilmente la hoja de un puñal. El portero. El sobre con los papeles de la administración. No pasa por abajo. Hincha guindas la administración. Giro la llave. ¿Los ojos del portero? Yo tengo los reflejos bien aceitados. Pero siempre mis movimientos fueron demasiado veloces. Si sé que tengo que volver a mirar ¿por qué ya he dado las dos vueltas de llave? Empujo hacia afuera. Intento volver a cerrar. Esta vez es ventajoso que mi movimiento sea más rápido que mi pensamiento. De afuera empujan más fuerte. La sorpresa es lo importante. Siempre supe aprovechar de la sorpresa. Puede ocurrir como en este momento que esté mal parado y caiga en el pasillito limpio. Con la nariz quebrada por el golpe de la puerta que se abrió como un huracán. Además también sufrió mi frente. Y apenas si veo tres sombras. El portero con alguien a su lado. Una chica. No es ella la que está con el portero. Ella está sobre mí. Con el fierro apuntándome. Es cosa de un segundo. Lo sé. Antes que nada pica. Es como un ardor. De esta distancia no se escapa nadie. Un solo agujero es suficiente. Mil truenos retumban en el pasillito. ¿Cómo supieron? Me gustaría saberlo. Un millón de alfileres se clavan en mis ojos...

Ya nunca más le cantarás al sol.

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Índice

Prólogo ............................................................................................................................ 5

El maestro ....................................................................................................................... 8

“La ratita. Picarona. Simpaticona”............................................................................ 18

Gente decente ............................................................................................................... 33

El espectáculo debe continuar ................................................................................... 42

Braulio en dos jornadas .............................................................................................. 45

La idea ........................................................................................................................... 57

Tren suburbano............................................................................................................ 65

El programa .................................................................................................................. 76

Las hienas...................................................................................................................... 82

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ACERCA DEL AUTOR Enrique Medina nació el 26 de diciembre de 1937 en Buenos Aires. Desde

muy chico fue internado en los reformatorios. Vive experiencias que más tarde narraría en Las Tumbas. A los 16 años se escapa. Viaja al interior del país como integrante de un desventurado circo de provincias. Vuelto a Buenos Aires estudia pintura en la escuela de Bellas Artes y Publicidad en la Asociación Argentina de la Propaganda. Ya pergeñaba poemas y relatos y devoraba las novelas policiales de los kioscos. Pasa al Instituto de Arte Moderno y, mientras deambula con todos los oficios y fábricas imaginables, estudia teatro con Marcelo Lavalle. Durante la presidencia de Frondizi, con el auge del petróleo, va a Comodoro Rivadavia para recoger “los dólares tirados en las calles”; trabaja como peón cavando zanjas en los lugares más inhóspitos; manda al diablo a los contratistas corruptos y recorre el Sur durante unos años. Vuelve a Buenos Aires. Se gana la vida con un teatrito de títeres. En la Asociación Cine Experimental se gradúa como técnico especializado y realiza filmes de cortometraje. Con la idea de hacer una breve gira abandona el país. Luego de recorrer el mundo regresa habiendo logrado una de sus más caras ambiciones: conocer Latinoamérica palmo a palmo. En un concurso literario que organiza la Federación Gráfica Bonaerense gana un premio con Pelusa, rumbo al sol, una obra de teatro infantil que resume sus experiencias como titiritero. Este estímulo acentúa su aproximación a la literatura. Trabaja en cine publicitario, en largometrajes y en televisión. Se aleja nuevamente de Buenos Aires, ciudad con la que vive en permanente conflicto; sólo lleva un viejo bolso conteniendo innumerables sueños y una máquina de escribir “Smith-Corona” de 1915. Instalado en el camarín de un teatro de Montevideo, comienza a ordenar sus papeles escritos y redondea sus ficciones y proyectos de novelas. Esboza Strip-tease y Sólo ángeles. Comprueba que hay un desdibujado personaje saltando de un relato a otro; entiende perogrullescamente que hay que empezar por el principio y bucea en la infancia de ese personaje. Así concreta Las Tumbas. Intuyendo que su etapa de vagabundo llega a su fin, recorre otra vez Latinoamérica antes de trasladarse a Buenos Aires para publicar sus libros.

Las Tumbas (1972) obtiene un extraordinario éxito de crítica y público

jamás alcanzado por otro escritor en su primera novela. Es considerado el libro del año por las publicaciones más autorizadas. La aparición de Las Tumbas señala un hito clave en la literatura argentina, produce un vuelco radical, quiebra su concepción en la forma y el fondo; irrumpe sin contemplaciones, irreverentemente, en una producción que se encontraba anquilosada. Durante

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años figura al tope de las listas de “best-sellers”. En enero del año 1977, agotada la edición número 26, se deja de imprimir debido a la sospecha, persecución y espanto que sufría un sector de la cultura por parte de la dictadura militar. Seis años después vuelve a publicarse con la pureza y el vigor que la caracterizaron; la repercusión es inmediata. Sorpresivamente es calificada como de “exhibición limitada”. Esto quiere decir que el público no ve el libro en vidrieras o mesas de entrada y para su adquisición debe solicitarlo al librero. Las Tumbas, siendo el libro argentino de más venta, de ineludible lectura, convierte a Enrique Medina en uno de los escritores más notables de nuestras letras. Esta aseveración se confirma con su constante producción posterior, que no sólo ha continuado la resonancia del primer libro, sino que lo ha ubicado entre los principales narradores hispanoamericanos.

Sólo ángeles (1973) es su segunda publicación. Ya en la cuarta edición es

prohibida. El fallo de la justicia dicta el sobreseimiento definitivo. A pesar de ello la censura represora continúa el secuestro de ejemplares hasta que la novela es recalificada de “exhibición limitada”.

Transparente (1974) novela de tono naturalista, aunque opuesta al habitual

estilo duro del autor, causa una profunda impresión por la asombrosa capacidad para dar testimonio de nuestra vida nacional en una historia limpiamente transcripta, casi como una breve sinfonía. El autor colabora en diversas publicaciones del país y del exterior.

Las hienas (1975) contiene relatos y cuentos que dan la implacable visión de

un país confuso y azotado por la violencia. Con este libro Medina resulta ser el primer escritor que alude en forma directa, nada eufemísticamente, a los grupos armados de represión. Las hienas es calificado de “exhibición limitada”.

Streap-tease (1976) es su novela más densa y alucinante. Al decir del

escritor es “un homenaje a Buenos Aires”, a su costado más doloroso y marginal. A pesar de su compleja lectura el libro figura entre los de más venta. También es considerado de “exhibición limitada”.

El Duke (1976) es la historia turbulenta de un ídolo del box transfigurado

en asesino a sueldo para los grupos armados de represión. Esta excelente novela fue la única muestra testimonial en los años más dramáticos de nuestra historia. Su importancia se acentúa por el vacío creativo que imperaba en esas horas de miedo, muerte y exilio. El Duke, obviamente, se prohíbe.

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Pelusa, rumbo al sol (1976) es una obra de teatro infantil que pone de

manifiesto la versatilidad creativa del autor. Ese mismo año es invitado especial en la Exposición Internacional “Images-Méssages d’Amérique Latine” celebrada en París y figura en el famoso A Dictionary of Contemporary Latin American Authors publicado en Estados Unidos de América.

Perros de la noche (1978) muestra la llaga viva del mundo nocturno

miserable y marginal. Ensayistas norteamericanos estudian con seriedad y detenimiento la literatura del escritor y concluyen afirmando que “La obra total de Enrique Medina es la más sobrecogedora que haya llegado de la Argentina contemporánea” y que “el escritor es un maestro en desmitificar los tabúes porteños”. Perros de la noche se prohíbe. Medina viaja a EE.UU. contratado por la Universidad del Estado de Arizona como profesor de literatura latinoamericana.

Las muecas del miedo (1981) abarca el período pos Perón y engloba los

trágicos años de la tiranía militar; cuestiona de manera clara, sin dobles interpretaciones; público y crítica la respaldan terminantemente. Es señalada como ejemplo de primera ruptura en la mudez literaria de entonces. La prestigiosa Fundación CLED le otorga a Medina la Medalla de Plata al Mérito por su trayectoria literaria, junto al presidente de la Academia Argentina de Letras, Dr. Bernardo Canal Feijóo. En Europa se publica una antología universal en la que Enrique Medina figura junto a escritores de la categoría de John Cheever, Truman Capote, Kurt Vonnegut y el Premio Nobel Isaac Bashevis Singer. En 1982 la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) le confiere la Faja de Honor por su novela Las muecas del miedo. La ensayista Bella Josef le ha dedicado un profundo análisis a toda su literatura en el libro O Jogo Mágico, que incluye a los más calificados escritores del continente. Es jurado en el Concurso Literario Municipal de Buenos Aires.

Con el trapo en la boca (1983), el novelista investiga en las incertidumbres,

conflictos y esperanzas de un sector de la juventud con el rigor, la lucidez y la carga trágica y emotiva que son sus constantes más notables. Es jurado en las Quintas Jornadas de Cine Independiente de UNCIPAR; y también en el Premio de Letras del Consejo Federal de Inversiones. En enero de 1984 el gobierno de la democracia levanta la censura de sus libros impuesta por la tiranía militar. Se convierte en el autor argentino de más venta. En marzo de ese año la Universidad de Cuyo, en reconocimiento al profundo contenido social y

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político que trasuntan sus obras, lo que le ocasionó la marginación y persecución de la dictadura militar, lo declara Visitante de Honor. Es presidente del jurado en el Primer Concurso Literario Regional CENTENARIO DE USHUAIA, en la ciudad más austral del mundo.

Colisiones (1984). Es una recopilación de lo publicado en diarios y revistas

del país y el exterior durante el período más negro de la historia argentina. Con este libro de ensayos Medina ensancha su dimensión creativa, el novelista manifiesta sus condiciones de pensador y analista.

Los asesinos (1984). En estos relatos, con un lenguaje depurado, punzante y

hondo, el autor desentraña en una exposición contundente de la vida cotidiana, las pasiones humanas en sus límites más alucinantes.

Es invitado especial en el III Congreso Nacional de Literatura Argentina

organizado por la Universidad Nacional de San Juan. Dirige colecciones dedicadas a la literatura latinoamericana y nacional. Libération de París realiza una encuesta entre los principales escritores del mundo para una publicación especial en la que Enrique Medina figura de modo destacado.

Parte de su obra está traducida al portugués, italiano, francés, húngaro, inglés y checo. Conduce y orienta grupos de investigación y estudio en el ejercicio literario.

Manuel Quiñoy

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Imprimió Artes Gráficas del Sur Santiago del Estero 1961,

Avellaneda, Prov. de Buenos Aires, en el mes de junio de 1986.