mastretta angeles - mujeres de ojos grandes

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mujeres

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  • MUJERES DE OJOS GRANDES NGELES MASTRETTA

    Segunda edicin: 1991 Aguilar, Len y Cal Editores, S.A. de C.V.Impreso en Mxico

    Angeles Mastretta naci en la ciudad de Puebla, Mxico, el ao de1949. Estudi periodismo en la Facultad de Ciencias Polticas y Socia-les de la UNAM. Lleva aos ejerciendo el periodismo y la literatura. Esmiembro del Consejo Editorial de la revista Nexos.

    Como en las viejas historias orientales, una mujer se propone sal-var a otras mujeres del olvido, ganarlas para la persistencia y el re-cuerdo, y escoge para eso el arte que la naturalidad y la constancia lehan dado: el arte de contar. La voz narrativa de Angeles Mastrettanos lleva por una galera intensa y diversa de mujeres salvadas gra-cias al encanto verbal. Las historias de Mastretta integran un tejidohecho de simpata desencadenada y silencios puntualsimos.

    Este libro tiene, adems, un hilo claro que lo anima y potencia: mujeres enmomentos cruciales de sus vidas. Mujeres con historias desmesuradas, quepueden resumir en una nuez de experiencia lo que se ha llevado aos vivir. Mu-jeres sorprendidas, sorprendentes, fotografiadas en el instante decisivo: Muje-res de ojos grandes. Con la llaneza de la elegancia, la prosa de Angeles Mas-tretta vuelve a estar a la altura de lo que sus personajes suean, lamentan,descifran de la vida.

    Para Carlos Mastretta Arista,que regres de Italia

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  • La ta Leonor tena el ombligo ms perfecto que se haya visto. Unpequeo punto hundido justo en la mitad de su vientre plansimo. Te-na una espalda pecosa y unas caderas redondas y firmes, como losjarros en que tomaba agua cuando nia. Tena los hombros suave-mente alzados, caminaba despacio, como sobre un alambre. Quieneslas vieron cuentan que sus piernas eran largas y doradas, que el vellode su pubis era un mechn rojizo y altanero, que fue imposible mirar-le la cintura sin desearla entera.

    A los diecisiete aos se cas con la cabeza y con un hombre queera justo lo que una cabeza elige para cursar la vida. Alberto Palacios,notario riguroso y rico, le llevaba quince aos, treinta centmetros yuna proporcional dosis de experiencia. Haba sido largamente noviode varias mujeres aburridas que terminaron por aburrirse ms cuan-do descubrieron que el proyecto matrimonial del licenciado era a lar-go plazo.

    El destino hizo que ta Leonor entrara una tarde a la notara, acom-paando a su madre en el trmite de una herencia fcil que les resul-taba complicadsima, porque el recin fallecido padre de la ta no ha-ba dejado que su mujer pensara ni media hora de vida. Todo hacapor ella menos ir al mercado y cocinar. Le contaba las noticias del pe-ridico, le explicaba lo que deba pensar de ellas, le daba un gastoque siempre alcanzaba, no le peda nunca cuentas y hasta cuandoiban al cine le iba contando la pelcula que ambos vean: "Te fijas,Luisita, este muchacho ya se enamor de la seorita. Mira cmo semiran, ves? Ya la quiere acariciar, ya la acaricia. Ahora le va a pedirmatrimonio y al rato seguro la va a estar abandonando".

    Total que la pobre ta Luisita encontraba complicadsima y no slopenosa la repentina prdida del hombre ejemplar que fue siempre elpap de ta Leonor. Con esa pena y esa complicacin entraron a lanotara en busca de ayuda. La encontraron tan solcita y eficaz que lata Leonor, todava de luto, se cas en ao y medio con el notario Pa-lacios.

    Nunca fue tan fcil la vida como entonces. En el nico trance difcilella haba seguido el consejo de su madre: cerrar los ojos y decir unAve Mara. En realidad, varias Avesmaras, porque a veces su inmo-derado marido poda tardar diez misterios del rosario en llegar a la3

  • serie de quejas y soplidos con que culminaba el circo que sin remedioiniciaba cuando por alguna razn, prevista o no, pona la mano en labreve y suave cintura de Leonor .

    Nada de todo lo que las mujeres deban desear antes de los veinti-cinco aos le falt a ta Leonor: sombreros, gasas, zapatos franceses,vajillas alemanas, anillo de brillantes, collar de perlas disparejas, are-tes de coral, de turquesas, de filigrana. Todo, desde los calzones quebordaban las monjas trinitarias hasta una diadema como la de laprincesa Margarita. Tuvo cuanto se le ocurri, incluso la devocin desu marido que poco a poco empez a darse cuenta de que la vida sinesa precisa mujer sera intolerable.

    Del circo carioso que el notario montaba por lo menos tres veces ala semana, llegaron a la panza de la ta Leonor primero una nia yluego dos nios. De modo tan extrao como sucede slo en las pe-lculas, el cuerpo de la ta Leonor se infl y desinfl las tres veces sinperjuicio aparente. El notario hubiera querido levantar un acta dandofe de tal maravilla, pero se limit a disfrutarla, ayudado por la diligen-cia corts y apacible que los aos y la curiosidad le haban regalado asu mujer. El circo mejor tanto que ella dej de tolerarlo con el ro-sario entre las manos y hasta lleg a agradecerlo, durmindose des-pus con una sonrisa que le duraba todo el da.

    No poda ser mejor la vida en esa familia. La gente hablabasiempre bien de ellos, eran una pareja modelo. Las mujeres no en-

    contraban mejor ejemplo de bondad y compaa que la ofrecida por ellicenciado Palacios a la dichosa Leonor, y cuando estaban ms enoja-dos los hombres evocaban la pacfica sonrisa de la seora Palaciosmientras sus mujeres hilvanaban una letana de lamentos.

    Quiz todo hubiera seguido por el mismo camino si a la ta Leonorno se le ocurre comprar nsperos un domingo. Los domingos iba almercado en lo que se le volvi un rito solitario y feliz. Primero lo reco-rra con la mirada, sin querer ver exactamente de cul fruta sala culcolor, mezclando los puestos de jitomate con los de limones. Camina-ba sin detenerse hasta llegar donde una mujer inmensa, con cienaos en la cara, iba moldeando unas gordas azules. Del comal recogaLeonorcita su gorda de requesn, le pona con cautela un poco de sal-sa roja y la morda despacio mientras haca las compras.

    Los nsperos son unas frutas pequeas, de cscara como terciopelo,intensamente amarilla. Unos agrios y otros dulces. Crecen revueltosen las mismas ramas de un rbol de hojas largas y oscuras. Muchastardes, cuando era nia con trenzas y piernas de gato, la ta Leonor4

  • trep al nspero de casa de sus abuelos. Ah se sentaba a comer deprisa. Tres agrios, un dulce, siete agrios, dos dulces, hasta que labsqueda y la mezcla de sabores eran un juego delicioso. Estabaprohibido que las nias subieran al rbol, pero Sergio, su primo, eraun nio de ojos precoces, labios delgados y voz decidida que la indu-ca a inauditas y secretas aventuras. Subir al rbol era una de las f-ciles.

    Vio los nsperos en el mercado, y los encontr extraos, lejos delrbol pero sin dejarlo del todo, porque los nsperos se cortan con lasramas ms delgadas todava llenas de hojas.

    Volvi a la casa con ellos, se los ense a sus hijos y los sent acomer, mientras ella contaba cmo eran fuertes las piernas de suabuelo y respingada la nariz de su abuela. Al poco rato, tena en laboca un montn de huesos lbricos y cscaras aterciopeladas. Enton-ces, de golpe, le volvieron los diez aos, las manos vidas, el olvida-do deseo de Sergio subido en el rbol, guindole un ojo.

    Slo hasta ese momento se dio cuenta de que algo le haban arran-cado el da que le dijeron que los primos no pueden casarse entre s,porque los castiga Dios con hijos que parecen borrachos. Ya no habapodido volver a los das de antes. Las tardes de su felicidad estuvie-ron amortiguadas en adelante por esa nostalgia repentina, inconfesa-ble.

    Nadie se hubiera atrevido a pedir ms: sumar a la redonda tranqui-lidad que le daban sus hijos echando barcos de papel bajo la lluvia, alcario sin reticencias de su marido generoso y trabajador, la certi-dumbre en todo el cuerpo de que el primo que haca temblar su per-fecto ombligo no estaba prohibido, y ella se lo mereca por todas lasrazones y desde siempre. Nadie, ms que la desaforada ta Leonor.

    Una tarde lo encontr caminando por la 5 de Mayo. Ella sala de laiglesia de Santo Domingo con un nio en cada mano. Los haba lleva-do a ofrecer flores como todas las tardes de ese mes: la nia con unvestido largo de encajes y organd blanco, coronita de paja y enormevelo alborotado. Como una novia de cinco aos. El nio, con un dis-fraz de aclito que avergonzaba sus siete aos.

    -Si no hubieras salido corriendo aquel sbado en casa de los abue-los, este par sera mo -dijo Sergio, dndole un beso.

    -Vivo con ese arrepentimiento -contest la ta Leonor.No esperaba esa respuesta uno de los solteros ms codiciados de la

    ciudad. A los veintisiete aos, recin llegado de Espaa, donde se de-ca que aprendi las mejores tcnicas para el cultivo de aceitunas, el5

  • primo Sergio era heredero de un rancho en Veracruz, de otro en SanMartn y otro ms cerca de Atzlan.

    La ta Leonor not el desconcierto en sus ojos, en la lengua con quese moj un labio, y luego lo escuch responder:

    -Todo fuera como subirse otra vez al rbol.La casa de la abuela quedaba en la 11 Sur, era enorme y llena de

    recovecos. Tena un stano con cinco puertas en que el abuelo pashoras haciendo experimentos que a veces le tiznaban la cara y lo ha-can olvidarse por un rato de los cuartos de abajo y llenarse de ami-gos con los que jugar billar en el saln construido en la azotea.

    La casa de la abuela tena un desayunador que daba al jardn y alfresno, una cancha para jugar frontn que ellos usaron siempre paraandar en patines, una sala color de rosa con un piano de cola y unaexhausta marina nocturna, una recmara para el abuelo y otra parala abuela, y en los cuartos que fueron de los hijos varias salas de es-tar que iban llamndose como el color de sus paredes. La abuela, me-moriosa y paraltica, se acomod a pintar en el cuarto azul. Ah la en-contraron haciendo rayitas con un lpiz en los sobres de viejas invita-ciones de boda que siempre le gust guardar. Les ofreci un vino dul-ce, luego un queso fresco y despus unos chocolates rancios. Todoestaba igual en casa de la abuela. Lo nico raro lo not la viejita des-pus de un rato:

    -A ustedes dos, hace aos que no los vea juntos.-Desde que me dijiste que si los primos se casan tienen hijos idio-

    tas -contest la ta Leonor. La abuela sonri, empinada sobre el papel en el que delineaba una

    flor interminable, ptalos y ptalos encimados sin tregua.-Desde que por poco y te matas al bajar del nspero -dijo Sergio.-Ustedes eran buenos para cortar nsperos, ahora no encuentro

    quin.-Nosotros seguimos siendo buenos -dijo la ta Leonor, inclinando su

    perfecta cintura.Salieron del cuarto azul apunto de quitarse la ropa, bajaron al jar-

    dn como si los jalara un hechizo y volvieron tres horas despus conla paz en el cuerpo y tres ramas de nsperos.

    -Hemos perdido prctica -dijo la ta Leonor.-Recuprenla, recuprenla, porque hay menos tiempo que vida

    -contest la abuela con los huesos de nspero llenndole la boca.

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  • La hacienda de Arroyo Zarco era una larga franja de tierra frtil enla cordillera norte de Puebla. En 1910 sus dueos sembraban ah cafy caa de azcar, maz, frijol y legumbres menores. El paisaje eraverde durante todo el ao. Llova con sol, sin sol y bajo todas las lu-nas. Llova con tanta naturalidad que nadie tuvo nunca la ocurrenciade taparse para salir a caminar.

    La ta Elena vivi poco tiempo bajo esas aguas. Primero porque nohaba escuelas cerca y sus padres la mandaron al Colegio del SagradoCorazn en la Ciudad de Mxico. A 300 kilmetros, 20 horas en tren,una merienda con su noche para dormir en la ciudad de Puebla y undesayuno regido ya por la nostalgia que provocaran diez meses lejosde la extravagante comida de su madre y cerca del francs y las ca-ravanas de unas monjas inhspitas. Luego, cuando haba terminadocon honores los estudios de aritmtica, gramtica, historia, geografa,piano, costura, francs y letra de piquitos; cuando acababa de regre-sar al campo y al desasosiego feliz de vivirlo, tuvo que irse otra vezporque lleg la Revolucin.

    Cuando los alzados entraron a la hacienda para tomar posesin desus planicies y sus aguas, el pap de la ta no opuso resistencia. En-treg la casa, el patio, la capilla y los muebles con la misma gentilezaque siempre lo haba distinguido de los otros rancheros. Su mujer lesense a las soldaderas el camino a la cocina y l sac los ttulos enlos que constaba la propiedad de la hacienda y se los entreg al jefede la rebelin en el estado.

    Luego se llev a la familia a Teziutln acomodada en un coche ycasi sonriente.

    Siempre haban tenido fama de ser medio locos, as que cuandoaparecieron en el pueblo intactos y en paz, las otras familias de ha-cendados estuvieron seguros de que Ramos Lanz tena algo que vercon los rebeldes. No poda ser casualidad que no hubieran quemadosu casa, que sus hijas no se mostraran aterradas, que su mujer nollorara.

    Los vean mal cuando caminaban por el pueblo, conversadores yalegres como si nada les hubiera pasado. Era tan firme y suave la ac-titud del padre que nadie en la familia vea razones para llamarse atormento. Al fin y al cabo si l sonrea era que al da siguiente y al si-guiente decenio habra comida sobre el mantel y crinolinas bajo lasfaldas de seda. Era que nadie se quedara sin peinetas, sin relicarios,7

  • sin broches, sin los aretes de un brillante, sin el oporto para la horade los quesos.

    Slo una tarde lo vieron intranquilo. Pas varias horas frente al es-critorio de la casa de Teziutln dibujando algo que pareca un plano yque no lo dejaba contento. Iba tirando hojas y hojas al cesto de lospapeles, sintindose tan intil como quien trata de recordar el caminohacia un tesoro enterrado siglos atrs.

    La ta Elena lo miraba desde un silln sin abrir la boca, sin asomar-se a nada que no fueran sus gestos. De repente lo vio conforme y loescucho hablar solo en un murmullo que no por serio perda euforia.Dobl el papel en cuatro y se lo ech en la bolsa interior del saco.

    -Ya estar la cena? -le pregunt, mirndola por primera vez, sinensearle nada ni hablar de aquello que lo haba mantenido tan ocu-pado toda la tarde.

    -Voy a ver -dijo ella, y se fue a la cocina dirimiendo cosas. Cuandovolvi, su padre dormitaba en un silln de respaldo muy alto. Seacerc despacio y fue hasta el cesto de los papeles para salvar algu-nos de los pedazos que l haba tirado. Los puso dentro de un libro yluego lo despert para decirle que ya estaba la cena.

    Todo era vasto en casa de los Ramos. Incluso en esos tiempos deescasez su madre se organizaba para hacer comidas de siete platillosy cenas de cinco personas cuando menos. Esa noche haba una sopade hongos, torta de masa, rajas con jitomate y frijoles refritos. Ter-minaba el men con chocolate de agua y unos panes azucarados ybrillantes que la ta Elena no volvi a ver despus de la Revolucin.Con todo eso en el estmago, los miembros de la familia se iban adormir y a engordar sin ningn recato.

    De los ocho hijos que haba parido la seora De Ramos, cinco sehaban muerto de enfermedades como la viruela, la tosferina y elasma, as que los tres vivos crecieron sobrealimentados. Segn unacuerdo general, fue la buena y mucha comida lo que los ayud a so-brevivir. Pero esa noche el padre de la ta sorprendi a su familia conque no tena mucha hambre.

    -Come pajarito, que te vas a enfermar -le suplic doa Otilia a sumarido, que era un hombre de uno ochenta entre los pies y la puntade la cabeza y de noventa kilos custodindole el alma.

    Elena pidi permiso para levantarse antes de terminar la ltimamordida de su pan con azcar y fue a encerrarse con una vela en elcuarto de los huspedes. Ah puso juntos algunos pedazos del papel yley la tinta verde con que escriba su pap: el plano tena pintada8

  • una vereda llegando al rancho por atrs de la casa, directo al cuartobajo tierra que haban construido cerca de la cocina.

    iLos vinos! Lo nico que su padre haba lamentado desde que toma-ron Arroyo Zarco fue la prdida de sus vinos, de su coleccin de bote-llas con etiquetas en diversos idiomas, llenas de un brebaje que ellasorba de la copa de los adultos desde muy nia. Su pap, aquelhombre firme y moderado, sera capaz de volver a la hacienda porsus vinos? Por eso lo haba odo al medioda pidindole a Cirilo unacarreta con un caballo y paja?

    La ta Elena cogi un chal y baj las escaleras de un respingo. En elcomedor, su padre todava buscaba razones para explicarle a su mu-jer el grave delito de no tener hambre.

    -No es desprecio, mi amor. Ya s el trabajo que te cuesta construircada comida para que no extraemos lo de antes. Pero hoy en la no-che tengo un asunto que arreglar y no quiero tener el estmago pe-sado.

    En el momento en que oy a su padre decir "hoy en la noche", lata Elena sali corriendo al patio en busca de la nica carreta. Cirilo elmozo la haba colgado de un caballo y vigilaba en silencio. Por quCirilo no se habra ido a la Revolucin? Por qu estaba ah quieto,junto al caballo, en el mismo soliloquio de siempre? Ta Elena caminde puntas a sus espaldas y se meti en la carreta por la parte deatrs. Al poco rato, oy la voz de su padre.

    -Encontraste buena brizna? -le pregunt al mozo.-S, patrn. La quiere ver?La ta Elena pens que haba asentido con la cabeza porque lo oy

    acercarse a la parte de atrs y levantar una punta del petate. Sintimoverse la mano de su padre a tres manos de su cuerpo:

    -Est muy buena la brizna -dijo mientras se alejaba.Entonces ella recuper su alma y afloj la tiesura de su cuello.-T no vienes, Cirilo -dijo el seor Ramos-. Esta es una necedad de

    mi cuerpo que si a alguien le cuesta quiero que nada ms sea a l. Sino regreso, dile a mi seora que todas las comidas que me dio en lavida fueron deliciosas ya mi hija Elena que no la busqu para darle unbeso porque se lo quiero quedar a deber.

    -Vaya bien -le dijo Cirilo.La carreta empez a moverse despacio, despacio abandon el pue-

    blo en tinieblas y se fue por un camino que deba ser tan estrechocomo lo haba imaginado la ta Elena cuando lo vio pintado con unasola lnea. No haba lugar ni a un lado ni a otro porque la carreta no9

  • se mova sino hacia adelante, sin que el caballo pudiera correr comolo haca cuando ella lo guiaba por el camino grande.

    Tardaron ms de una hora en llegar, pero a ella se le hizo breveporque se qued dormida. Despert cuando la carreta casi dej deandar y no se oa en el aire ms que el murmullo de las eses con quesu pap sosegaba al caballo. Sac la cabeza para espiar en dnde es-taban y vio frente a ella la parte de atrs de la enorme casa que ao-r toda su vida. Ah su padre detuvo la carreta, y se baj. Ella lo viotemblar bajo la luna a medias. Al parecer, nadie vigilaba. Su pap ca-min hasta una puerta en el muro y la abri con una llave gigantesca.Luego desapareci. Entonces la ta Elena sali de entre la paja y fuetras l a meterse en la cava alumbrada por una linterna recin encen-dida.

    -Te ayudo? -le dijo con su voz ronca. Tena la cara somnolienta yel pelo lleno de brizna.

    El horror que vio en los ojos de su padre no se le olvidara jams.Por primera vez en su vida sinti miedo, a pesar de tenerlo cerca.

    -A m tambin me gusta el oporto -dijo sobreponindose a su pro-pio temblor. Luego cogi dos botellas y fue a dejarlas en la paja de lacarreta. Al volver se cruz con su padre, que llevaba otras cuatro. Asestuvieron yendo y viniendo en el silencio hasta que la carreta quedcargada y no hubo en ella lugar ni para un oporto de esos que ellaaprendi a beber en las rodillas de aquel hombre prudente y fiel a sushbitos, que esa noche la sorprendi con su locura.

    Carg dos botellas ms y se las puso en las piernas para pagar supeaje. Luego arre al caballo y la carreta se dirigi al camino angostoy escondido por el que haban llegado. Tardaran horas en volver,pero era un milagro que estuvieran a punto de irse sin que nadie loshubiera visto. Ni uno solo de los campesinos que ocupaban ArroyoZarco vigilaba la parte de atrs.

    -Se habrn ido? -pregunt la ta Elena a su padre y salt de la ca-rreta sin darle tiempo de asirla. Corri a la casa, se peg a la oscuri-dad de una pared y camin junto a ella hasta darle la vuelta. Por fintop contra una de las bancas que custodiaban el portn del frente.No haba una luz en toda esa oscuridad. Ni una voz, ni un chillido, niunos pasos, ni una sola ventana viva.

    -No hay nadie! -grit la ta Elena-. No hay nadie! -repiti,apretando los puos y brincando.Volvieron a buen paso por el camino grande. La ta Elena tarareaba

    "Un viejo amor", con la nostalgia de una anciana. A los dieciocho aos10

  • los amores de un da antes son ya viejos. Y a ella le haban pasadotantas cosas en esa noche, que de golpe sinti en sus amores un agu-jero imposible de remendar. Quin le creera su aventura? Su noviodel pueblo ni una palabra:

    -Elena, por Dios, no cuentes barbaridades -le dijo alarmado, cuandoescuch la historia-. No estn los tiempos para imagineras. Entiendoque te duela dejar la hacienda, pero no desprestigies a tu pap con-tando historias que lo hacen parecer un borrachn irresponsable.

    Lo haba perdido ya bajo la despiadada luna del da anterior y ni si-quiera trat de convencerlo. Una semana despus, se trep al tren enque su madre fue capaz de meter desde la sala Luis XV hasta diez ga-llinas, dos gallos y una vaca con su becerro. No llevaba ms equipajeque el futuro y la temprana certidumbre de que el ms cabal de loshombres tiene un tornillo flojo.

    Tena la espalda inquieta y la nuca de porcelana. Tena un pelo cas-tao y subversivo, y una lengua despiadada y alegre con la que reco-rra la vida y milagros de quien se ofreciera.

    A la gente le gustaba hablar con ella, porque su voz era como lum-bre y sus ojos convertan en palabras precisas los gestos ms insigni-ficantes y las historias menos obvias.

    No era que inventara maldades sobre los otros. ni que supiera conms precisin los detalles de un chisme. Era sobre todo que descubrala punta de cada maraa, el exacto descuido de Dios que coronaba lafealdad de alguien, la pequea imprecisin verbal que volva desagra-dable un alma cndida.

    A la ta Charo le gustaba estar en el mundo, recorrerlo con sus ojosinclementes y afilarlo con su voz apresurada. No perda el tiempo.Mientras hablaba, cosa la ropa sus hijos, bordaba iniciales en los pa-uelos de su marido, teja chalecos para todo el que tuviera fro en elinvierno, jugaba frontn con su hermana, haca la ms deliciosa tortade elote, moldeaba buuelos sobre sus rodillas y discerna la tareaque sus hijos no entendan.

    Nunca la hubiera avergonzado su pasin por las palabras si una tar-de de junio no hubiese aceptado ir a unos ejercicios espirituales enlos que el padre dedic su pltica al mandamiento "No levantars fal-sos testimonios ni mentirs". Durante un rato el padre habl de losgrandes falsos testimonios, pero cuando vio que con eso no atemori-zaba a su adormilada clientela, se redujo a satanizar la pequea serie

    11

  • de pecados veniales que se originan en una conversacin sobre losdems, y que sumados dan gigantescos pecados mortales.

    La ta Charo sali de la iglesia con un remordimiento en la boca delestmago. Estara ella repleta de pecados mortales, producto de lasuma de todas esas veces en que haba dicho que la nariz de una se-ora y los pies de otra, que el saco de un seor y la joroba de otro,que el dinero de un rico repentino y los ojos inquietos de una mujercasada? Podra tener el corazn podrido de pecados por su conoci-miento de todo lo que pasaba entre las faldas y los pantalones de laciudad, de todas las necedades que impedan la dicha ajena y de tan-ta dicha ajena que no era sino necedad? Le fue creciendo el horror.Antes de ir a su casa pas a confesarse con el padre espaol recinllegado, un hombre pequeo y manso que recorra la parroquia deSan Javier en busca de fieles capaces de tenerle confianza.

    En Puebla la gente puede llegar a querer con ms fuerza que enotras partes, slo que se toma su tiempo. No es cosa de ver al primerdesconocido y entregarse como si se le conociera de toda la vida. Sinembargo, en eso la ta no era poblana. Fue una de las primeras clien-tas del prroco espaol. El viejo cura que le haba dado la primera co-munin, muri dejndola sin nadie con quien hacer sus ms secretoscomentarios, los que ella y su conciencia ,destilaban a solas, los quetenan que ver con sus pequeos extravos, con las dudas de sus pri-vadsimas faldas, con las burbujas de su cuerpo y los cristales oscurosde su corazn.

    -Ave Mara Pursima -dijo el padre espaol en su lengua apretujada,ms parecida a la de un cantante de gitaneras que a la de un curaeducado en Madrid.

    -Sin pecado concebida -dijo la ta, sonriendo en la oscuridad delconfesionario, como era su costumbre cada vez que afirmaba talcosa.

    -Usted se re? -pregunt el espaol adivinndola, como si fuera unbrujo.

    -No padre -dijo la ta Charo temiendo los resabios de la Inquisicin.-Yo s -dijo el hombrecito-. y usted puede hacerlo con mi permiso.

    No creo que haya un saludo ms ridculo. Pero dgame: cmo est?Qu le pasa hoy tan tarde?

    -Me pregunto, padre -dijo la ta Charo -si es pecado hablar de losotros. Usted sabe, contar lo que les pasa, saber lo que sienten, estaren desacuerdo con lo que dicen, notar que es bizco el bizco y renga larenga, despeinado el pachn, y presumida la tipa que slo habla de12

  • los millones de su marido. Saber de dnde sac el marido los millonesy con quin ms se los gasta. Es pecado, padre? -pregunt la ta.

    -No hija -dijo el padre espaol-. Eso es afn por la vida. Qu ha dehacer aqu la gente? Trabajar y decir rezos? Sobra mucho da. Verno es pecado, y comentar tampoco. Vete en paz. Duerme tranquila.

    -Gracias padre -dijo la ta Charo y sali corriendo a contrselo todoa su hermana.

    Libre de culpa desde entonces, sigui viviendo con avidez la novelaque la ciudad le regalaba. Tena la cabeza llena con el ir y venir de losdems, y era una clara garanta de entretenimiento. Por eso la invita-ban a tejer para todos los bazares de caridad, y se peleaban ms dediez por tenerla en su mesa el da en que se jugaba canasta. Quienes,no podan verla de ese modo, la invitaban a su casa o iban a visitarla.Nadie se decepcionaba jams de orla, y nadie tuvo nunca una primi-cia que no viniera de su boca.

    As corri la vida hasta un anochecer en el bazar de Guadalupe. Lata Charo haba pasado la tarde lidiando con las chaquiras de un cin-turn y como no tena nada nuevo que contar se limit a oir.

    -Charo, t conoces al padre espaol de la iglesia de San Javier? -lepregunt una seora, mientras terminaba el dobladillo de una servi-lleta.

    -Por qu? -dijo la ta Charo, acostumbrada a no soltar prenda confacilidad.

    -Porque dicen que no es padre, que es un republicano mentirosoque lleg con los asilados por Crdenas y como no encontr trabajode poeta, invent que era padre y que sus papeles se haban quema-do, junto con la iglesia de su pueblo, cuando llegaron los comunistas.

    -Cmo es dscola alguna gente -dijo la ta Charo y agreg con todala autoridad de su prestigio-: El padre espaol es un hombre devoto,gran catlico, incapaz de mentir. Yo vi la carta con que el Vaticano loenvi a ver al prroco de San Javier. Que el pobre viejito se haya es-tado muriendo cuando lleg, no es culpa suya, no le dio tiempo depresentarlo. Pero de que lo mandaron, lo mandaron. No iba yo a ha-cer mi confesor a un farsante.

    -Es tu confesor? -pregunt alguna en el coro de curiosas.-Tengo ese orgullo -dijo la ta Charo, poniendo la mirada sobre la

    flor de chaquiras que bordaba, y dando por terminada la conver-sacin.

    A la maana siguiente se intern en el confesionario del padre es-paol.13

  • -Padre, dije mentiras -cont la ta.-Mentiras blancas? -pregunt el padre.-Mentiras necesarias -contest la ta.-Necesarias para el bien de quin? -volvi a preguntar el padre.-De una honra, padre -dijo la ta.-La persona auxiliada es inocente?-No lo s, padre -confes la ta.-Doble mrito el tuyo -dijo el espaol-. Dios te conserve la lucidez y

    la buena leche. Ve con l.-Gracias, padre -dijo la ta. -A ti -le contest el extrao sacerdote, ponindola a temblar.

    No era bonita la ta Cristina Martnez, pero algo tena en sus pier-nas flacas y su voz atropellada que la haca interesante. Por desgra-cia, los hombres de Puebla no andaban buscando mujeres interesan-tes para casarse con ellas y la ta Cristina cumpli veinte aos sin quenadie le hubiera propuesto ni siquiera un noviazgo de buen nivel.Cuando cumpli veintiuno, sus cuatro hermanas estaban casadaspara bien o para mal y ella pasaba el da entero con la humillacin deestarse quedando para vestir santos. En poco tiempo, sus sobrinos lallamaran quedada y ella no estaba segura de poder soportar ese gol-pe. Fue despus de aquel cumpleaos, que termin con las lgrimasde su madre a la hora en que ella sopl las velas del pastel, cuandoapareci en el horizonte el seor Arqueros.

    Cristina volvi una maana del centro, a donde fue para comprarunos botones de concha y un metro de encaje, contando que habaconocido a un espaol de buena clase en la joyera La Princesa. Losbrillantes del aparador la haban hecho entrar para saber cunto cos-taba un anillo de compromiso que era la ilusin de su vida. Cuando ledijeron el precio le pareci correcto y lament no ser un hombre paracomprarlo en ese instante con el propsito de ponrselo algn da.

    -Ellos pueden tener el anillo antes que la novia, hasta pueden elegiruna novia que le haga juego al anillo. En cambio, nosotras slo tene-mos que esperar. Hay quienes esperan durante toda su vida, y quie-nes cargan para siempre con un anillo que les disgusta, no crees?-lepregunt a su madre durante la comida.

    -Ya no te pelees con los hombres, Cristina -dijo su madre-Quinva a ver por ti cuando me muera?

    -Yo, mam, no te preocupes. Yo voy a ver por m.

    14

  • En la tarde, un mensajero de la joyera se present en la casa conel anillo que la ta Cristina se haba probado extendiendo la manopara mirarlo por todos lados mientras deca un montn de cosas pa-recidas a las que le repiti a su madre en el comedor. Llevaba tam-bin un sobre lacrado con el nombre y los apellidos de Cristina.

    Ambas cosas las enviaba el seor Arqueros, con su devocin, susrespetos y la pena de no llevarlos l mismo porque su barco sala aVeracruz al da siguiente y l viaj parte de ese da y toda la nochepara llegar a tiempo. El mensaje le propona matrimonio: "Sus con-ceptos sobre la vida, las mujeres y los hombres, su deliciosa voz y lalibertad con que camina me deslumbraron. No volver a Mxico envarios aos, pero le propongo que me alcance en Espaa. Mi amigoEmilio Surez se presentar ante sus padres dentro de poco. Dejo enl mi confianza y en usted mi esperanza".

    Emilio Surez era el hombre de los sueos adolescentes de Cristina.Le llevaba doce aos y segua soltero cuando ella tena veintiuno. Erarico como la selva en las lluvias y arisco como los montes en enero.Le haban hecho la bsqueda todas las mujeres de la ciudad y las msafortunadas slo obtuvieron el trofeo de una nieve en los portales.Sin embargo, se present en casa de Cristina para pedir, en nombrede su amigo, un matrimonio por poder en el que con mucho gusto se-ra su representante.

    La mam de la ta Cristina se negaba a creerle que slo una vez hu-biera visto al espaol, y en cuanto Surez desapareci con la res-puesta de que iban a pensarlo, la acus de mil pirujeras. Pero era talel gesto de asombro de su hija, que termin pidindole perdn a ellay permiso al cielo en que estaba su marido para cometer la barbari-dad de casarla con un extrao.

    Cuando sali de la angustia propia de las sorpresas, la ta Cristinamir su anillo y empez a llorar por sus hermanas, por su madre, porsus amigas, por su barrio, por la catedral, por el zcalo, por los volca-nes, por el cielo, por el mole, por las chalupas, por el himno nacional,por la carretera a Mxico, por Cholula, por Coetzlan, por los aroma-dos huesos de su pap, por las cazuelas, por los chocolates rasposos,por la msica, por el olor de las tortillas, por el ro San Francisco, porel rancho de su amiga Elena y los potreros de su to Abelardo, por laluna de octubre y la de marzo, por el sol de febrero, por su arrogantesoltera, por Emilio Surez que en toda la vida de mirarla nunca oysu voz ni se fij en cmo carambas caminaba.

    15

  • Al da siguiente sali a la calle con la noticia y su anillo brillndole.Seis meses despus se cas con el seor Arqueros frente a un cura,un notario y los ojos de Surez. Hubo misa, banquete, baile y despe-didas. Todo con el mismo entusiasmo que si el novio estuviera deeste lado del mar. Dicen que no se vio novia ms radiante en muchotiempo.

    Dos das despus Cristina sali de Veracruz hacia el puerto donde elseor Arqueros con toda su caballerosidad la recogera para llevarla avivir entre sus tas de Valladolid.

    De ah mand su primera carta diciendo cunto extraaba y cunfeliz era. Dedicaba poco espacio a describir el paisaje apretujado decasitas y sembrados, pero le mandaba a su mam la receta de unacarne con vino tinto que era el platillo de la regin, y a sus hermanasdos poemas de un seor Garca Lorca que la haban vuelto al revs.Su marido result un hombre cuidadoso y trabajador, que viva rin-dose con el modo de hablar espaol y las historias de aparecidos desu mujer, con su ruborizarse cada vez que oa un "coo" y su terrorporque ah todo el mundo se cagaba en Dios por cualquier motivo yjuraba por la hostia sin ningn miramiento.

    Un ao de cartas fue y vino antes de aquella en que la ta Cristinarefiri a sus paps la muerte inesperada del seor Arqueros. Era unacarta breve que pareca no tener sentimientos. As de mal estar lapobre", dijo su hermana, la segunda, que saba de sus veleidadessentimentales y sus desaforadas pasiones. Todas quedaron con lapena de su pena y esperando que en cuanto se recuperara de la con-mocin les escribiera con un poco ms de claridad sobre su futuro. Deeso hablaban un domingo despus de la comida cuando la vieronaparecer en la sala.

    Llevaba regalos para todos y los sobrinos no la soltaron hasta quetermin de repartirlos. Las piernas le haban engordado y las tenasubidas en unos tacones altsimos, negros como las medias, la falda,la blusa, el saco, el sombrero y el velo que no tuvo tiempo de quitar-se de la cara. Cuando acab la reparticin se lo arranc junto con elsombrero y sonri.

    -Pues ya regres -dijo.Desde entonces fue la viuda de Arqueros. No cayeron sobre ella las

    penas de ser una solterona y espant las otras con su piano desafina-do y su voz ardiente. No haba que rogarle para que fuera hasta elpiano y se acompaara cualquier cancin. Tena en su repertorio todaclase de valses, polkas, corridos, arias y pasos dobles. Les puso letra16

  • a unos preludios de Chopin y los cantaba evocando romances quenunca se le conocieron. Al terminar su concierto dejaba que todos leaplaudieran y tras levantarse del banquito para hacer una profundacaravana, extenda los brazos, mostraba su anillo y luego, sealndo-se as misma con sus manos envejecidas y hermosas, deca contun-dente: "Y enterrada en Puebla".

    Cuentan las malas lenguas que el seor Arqueros no existi nunca.Que Emilio Surez dijo la nica mentira de su vida, convencido porquin sabe cul arte de la ta Cristina. Y que el dinero que llamaba suherencia, lo habla sacado de un contrabando cargado en las maletasdel ajuar nupcial.

    Quin sabe. Lo cierto es que Emilio Surez y Cristina Martnez fue-ron amigos hasta el ltimo de sus das. Cosa que nadie les perdonjams, porque la amistad entre hombres y mujeres es un bien imper-donable.

    Hubo una ta nuestra, fiel como no lo ha sido ninguna otra mujer.Al menos eso cuentan todos los que la conocieron. Nunca se ha vuel-to a ver en Puebla mujer ms enamorada ni ms solcita que la siem-pre radiante ta Valeria.

    Haca la plaza en el mercado de la Victoria. Cuentan las viejas mar-chantas que hasta en el modo de escoger las verduras se le notaba lapaz. Las tocaba despacio, senta el brillo de sus cscaras y las iba de-jando caer en la bscula.

    Luego, mientras se las pesaban, echaba la cabeza para atrs y sus-piraba, como quien termina de cumplir con un deber fascinante.

    Algunas de sus amigas la crean medio loca. No entendan cmo ibapor la vida, tan encantada, hablando siempre bien de su marido. De-ca que lo adoraba aun cuando estaban ms solas, cuando conversa-ban como consigo mismas en el rincn de un jardn o en el atrio de laiglesia.

    Su marido era un hombre comn y corriente, con sus imprescindi-bles ataques de mal humor, con su necesario desprecio por la comidadel da, con su ingrata certidumbre de que la mejor hora para quererera la que a l se le antojaba, con sus euforias matutinas y sus au-sencias nocturnas, con su perfecto discurso y su prudentsima distan-cia sobre lo que son y deben ser los hijos. Un marido como cualquie-ra. Por eso pareca inaudita la condicin de perpetua enamorada quese desprenda de los ojos y la sonrisa de la ta Valeria.

    17

  • -Cmo le haces? -le pregunt un da su prima Gertrudis, famosaporque cada semana cambiaba de actividad dejando en todas la mis-ma pasin desenfrenada que los grandes hombres gastan en una solatarea. Gertrudis poda tejer cinco suteres en tres das, emprenderlaa caballo durante horas, hacer pasteles para todas las kermeses decaridad, tomar clase de pintura, bailar flamenco, cantar ranchero,darles de comer a setenta invitados por domingo y enamorarse contoda obviedad de tres seores ajenos cada lunes.

    -Cmo le hago para qu?- pregunt la apacible ta Valeria.-Para no aburrirte nunca- dijo la prima Gertrudis, mientras ensarta-

    ba la aguja y emprenda el bordado de uno de los trescientos mante-les de punto de cruz que les hered a sus hijas-. A veces creo quetienes un amante secreto lleno de audacias.

    La ta Valeria se ri. Dicen que tena una risa clara y desafiante conla que se ganaba muchas envidias.

    -Tengo uno cada noche- contest, tras la risa.-Como si hubiera de dnde sacarlos- dijo la prima Gertrudis, si-

    guiendo hipnotizada el ir y venir de su aguja.-Hay- contest la ta Valeria cruzando las suaves manos sobre su

    regazo.-En esta ciudad de cuatro gatos ms vistos y apropiados?- dijo la

    prima Gertrudis haciendo un nudo.-En mi pura cabeza- afirm la otra, echndola hacia atrs en ese

    gesto tan suyo que hasta entonces la prima descubri como algo msque un hbito raro.

    -Nada ms cierras los ojos -dijo, sin abrirlos- y haces de tumarido lo que ms te apetezca: Pedro Armendriz o Humphrey Bo-

    gart, Manolete o el gobernador, el marido de tu mejor amiga o el me-jor amigo de tu marido, el marchante que vende las calabacitas o elmillonario protector de un asilo de ancianos. A quien t quieras, paraquererlo de distinto modo. y no te aburres nunca. El nico riesgo esque al final se te noten las nubes en la cara. Pero eso es fcil evitarlo,porque las espantas con las manos y vuelves a besar a tu marido queseguro te quiere como si fueras Ninn Sevilla o Greta Garbo, MaraVictoria o la adolescente que florece en la casa de junto. Besas a tumarido y te levantas al mercado o a dejar a los nios en el colegio.Besas a tu marido, te acurrucas contra su cuerpo en las

    noches de peligro, y te dejas soar...Dicen que as hizo siempre la ta Valeria y que por eso vivi a gusto

    muchos anos. Lo cierto es que se muri mientras dorma con la cabe-18

  • za echada hacia atrs y un autgrafo de Agustn Lara debajo de la al-mohada.

    Con la vista perdida en el patio, un da de lluvia como tantos otros,la ta Fernanda dio por fin con la causa exacta de su extravo: era lacadencia. Eso era, porque todo lo dems lo tena del lado donde debatenerlo. Pero fue la maldita cadencia lo que la sac de quicio. La ca-dencia, esa indescifrable nimiedad que hace que alguien camine decierto modo, hable en cierto tono, mire con cierta pausa, acaricie concierta exactitud.

    Si hubiera tenido un cinco de cerebro para intuir ese lo, nohubiera entrado en l. Pero quin saba en dnde haba puesto la

    cabeza aquella vez, ni de dnde haba sacado su pap aquello de quepor encima de todo el hombre es un ser racional. O sera que al decirhombre, no quera decir mujer.

    Viva alterada porque nunca esper tal disturbio. Alguna vez habaensoado con cosas que no eran la paz de sus treinta paredes y sucama de plumas, pero nunca se dio tiempo para seguir tan horrorosasideas. Tena mucho quehacer y cuando no lo tena, se lo inventaba.

    Tena que ensear catecismo a los nios pobres y costura a sus po-bres mams, tena que organizar la colecta de la Cruz Roja y bailar enlos bailes de caridad, tena que bordar servilletas para cuando sus hi-jas crecieran y se casaran y mientras se casaban, tena que hacerleslos disfraces de fantasa con los que asistir a las fiestas del colegio.Tena que llevar al nio a buscar ajolotes en las tardes, hacer la tareade aritmtica y saberse reprobada cuando hacan la de ingls. Ade-ms, tena juego de bridge con unas amigas y encuentros de lecturacon otras. Por si fuera poco, haca el postre de todas las comidas ycuidaba que a la sopa no le faltara vino blanco, la carne no se dorarademasiado, el arroz se esponjara sin pegarse, las salsas no picaran nimucho ni poco y los quesos fueran servidos junto a las uvas. Por esetiempo, los maridos coman en sus hogares y luego dorman la siestapara que la eternidad del da no les pesara a media tarde. Por esetiempo, en las casas haba desayunos sin prisa y delicias nocturnascomo el pan dulce y el caf con leche.

    Lograr que todas esas cosas sucedieran sin confusin, y ser de pasouna mujer bienhumorada, era algo que cualquier marido tena dere-cho a esperar de su seora. As que la ta Fernanda ni siquiera pensa-ba en sentirse heroica. Tena con ella la proteccin, la risa y los place-

    19

    portatilResaltado

  • res suficientes. Con frecuencia, viendo dormir a sus hijos y leer a sumarido, hasta le pareci que le sobraban bendiciones.

    Cmo iba a querer algo ms que ese tranquilo bienestar! De ningu-na manera. A ella, la cadencia le haba cado del cielo. O delinfierno? Se preguntaba furiosa con aquel desorden.

    Pasaba toda la misa de nueve discutiendo con Dios aquel desastre.No era justo. Tanta prima solterona y ella con un desbarajuste entodo el cuerpo. Nunca peda perdn. Que culpa tena ella de que a laDivina Providencia se le hubiera ocurrido exagerar su infinita miseri-cordia? No necesitaba otro castigo. No tena miedo de nada, lo que leestaba pasando era ya su penitencia y su otro mundo. Estaba segurade que al morirse no tendra fuerzas para ningn tipo de vida, menosla eterna.

    Sus encuentros con la cadencia la dejaban extenuada. Era tan com-plicado quererse en los stanos y las azoteas, dar con lugares oscurosy recovecos solitarios en esa ciudad tan llena de oscuridades y reco-vecos que nunca eran casuales. Cmo saber si eran seguras las es-caleras de una iglesia o el piso de una cava cuando ah a cualquierhora era posible que alguien tuviera el antojo de emborracharse o lla-mar a un rosario?

    Estaban siempre en peligro, siempre perdindose. Primero de losdems, luego de ellos. Cuando se despedan, ella respiraba segura deque no querra volver a verlo, de que se le haba gastado toda la ne-cesidad, de que nada era mejor que regresar a su casa dispuesta aquerer a los dems con toda la vehemencia que la locura aquella ledejaba por dentro. Y volva a su casa tolerante, incapaz de educar alos nios en la costumbre de lavarse los dientes, dispuesta a decirlescuentos y canciones hasta que entraran en la paz del ngel de laguarda. Volva a su casa iluminada, iluminada se meta en la cama, ytodo, hasta el deseo de su marido, se iluminaba con ella.

    -Es que el cario no se gasta -pensaba-. Quin habr inventadoque se gasta el cario?

    Nunca fue tan generosa como en ese tiempo. En ese tiempo sequed con los dos nios que le dej su cocinera para irse tras su pro-pia cadencia, en ese tiempo su amiga Carmen enferm de tristeza yfue a dar a un manicomio del que ella la sac para cuidarla primero ycurarla despus. En ese tiempo fue cuando su prima Julieta tuvo laperegrina y aterradora idea de salvar a la patria, guerreando en lasmontaas. Tambin de los hijos de la prima Julieta se hizo cargo lata Fernanda.20

  • -Estamos dividindonos el trabajo -deca, cuando alguien intentabacriticar a Julieta, la clandestina.

    Le daba tiempo de todo. Hasta de oir a su marido planear otro ne-gocio y hacer el dictamen cotidiano del devastador estado en que seencontraba el irresponsable, abusivo y corrupto gobierno de la rep-blica.

    -Primer error: ser repblica -deca l-. En lugar de haber agradeci-do la sabidura del emperador Iturbide y guardarse para siemprecomo un imperio floreciente.

    -S, mi vida -saba contestar la ta con voz de ngel. No iba a discu-tir ella de poltica cuando la vida la tena ocupada en asuntos muchoms importantes.

    Poco a poco se haba acostumbrado al desbarajuste. Resumi lamisa diaria en la de los domingos, liber a los nios del catecismo y ledej a su hermana la responsabilidad de la clase de costura. Dediclas tardes a los nueve hijos que haba juntado su delirio y las demsobligaciones, includa la de encontrar buen vino y escalar azoteas, lecupieron perfecto en cada jornada.

    Quin lo dira: ella que tanto le temi al desorden, le estaba agra-decida como al sol. Hasta en el cuerpo se le notaba la generosidad delcaos en que viva.

    -Qu te echas en la cara? -le pregunt su hermana, cuando se en-contraron en casa de su padre.

    -Confusin -le respondi la ta Fernanda, rindose.-Ten cuidado con las dosis -dijo su pap, chupando el cigarro como

    si no tuviera cncer. Era un hombre risueo, era el mejor cobijo.-No siempre dependen de m-respondi, abrazndolo.Y de veras no dependan de ella. Cuando el dueo de la cadencia

    tuvo a bien desaparecer, la sobredosis de confusin estuvo apunto dematarla. Un buen da, el seor entr en la curva del desapego y pascomo vrtigo de la adiccin al desencanto, de la necesidad al aban-dono, de conocerla como la palma de su mano a olvidarla como a lapalma de su mano. Entonces aquel desorden perdi su lgica, y lavida de la pobre ta Fernanda cay en el espantoso caos de los dassin huella. Uno tras otro se amontonaban sobre el catarro ms largoque haya padecido mujer alguna. Pasaba horas con la cabeza bajo laalmohada, llorando como si tosiera, sonndose y maldiciendo comoun borracho. Gracias al ciclo, a su marido le dio entonces por fundarun partido democrtico para oponerse al insolente PNR, un partidodigno de gente como l y sus atribulados y decentsimos amigos. No21

  • se le ocurri, por lo tanto, investigar demasiado en los males de suseora, a la que de cualquier modo haca rato que vea enloquecercomo a un mapache. El comprobaba as la teora que su padre y suabuelo, ardientes lectores de Schopenhauer, haban encontrado en lcon toda claridad, las causas y certidumbres filosficas de la falta decerebro en las mujeres.

    Todo esto lo pensaba mientras su casa, regida todava por la inerciade los tiempos en que la ta Fernanda viva encendida y febril, cami-naba sin tropiezos. Siempre haba toallas en los toalleros y botonesen sus camisas, caf de Veracruz en su desayuno y puros cubanos enel cajn de su escritorio. Los nios tenan uniformes nuevos y librosrecin forrados. La cocinera, la recamarera, la nana, el mozo, el cho-fer y el jardinero, tenan recin limadas todas las asperezas que hacecrecer la convivencia, y hasta Felipita, la vieja encorvada que seguasintindose nana de la ta, estaba entretenida con la dulzura de lasconfidencias que ella le iba haciendo.

    Pas as ms de un mes. Su cuarto ola a encierro y a belladona,ella a sal y cebo. Los ojos le haban crecido como sapos y en la frentele haban salido cuatro arrugas. Los nios empezaron a estar hartosde hacer lo que se les pegaba la gana, la cocinera se pele a muertecon el chofer, su marido acab de fundar el partido y empezaron aurgirle conversacin y cama tempranera. El director de la Cruz Rojallam para pedir auxilio econmico, su hermana quera dejar un tiem-po las clases de costura y como si no bastara su pap le mand decirque los enfermos de cncer terminan por morirse, y que luego lo ex-traara ms que a cualquiera. Todo esto puso a la ta Fernanda a llo-rar con la misma fiereza que el primer da. Doce horas seguidas pasentre mocos y lgrimas. Como a las siete de la noche, Felipita le pre-par un t de azar, tila y valeriana con dosis para casos extremos, yla puso a dormir hasta que la Divina Providencia le tuvo piedad.

    Una maana, la ta Fernanda abri los ojos y la sorprendi el alivio.Haba dormido noches sin apretar los dientes, sin soar peces muer-tos, sin ahogarse. Tena los ojos secos y ganas de hacer pip, correc-tamente, por primera vez en mucho tiempo. Estuvo media hora ba-ndose y al salir con el pelo mojado y la piel lustrosa vio su cara enel espejo y se hizo un guio. Despus, baj a desayunar con su fami-lia que del gusto tuvo a bien perdonarle que el pan supiera rancioporque el chofer haba cambiado de panadera con tal de no ir a laque le orden la cocinera, que quin era para mandarlo.

    22

  • Al terminar el trajn maanero, la ta Fernanda se fue a misa comoen los buenos tiempos.

    -Me vas a deber vida eterna -le dijo a la Santsima Trinidad.

    Cuando la ta Carmen se enter de que su marido haba cado presode otros perfumes y otro abrazo, sin ms ni ms lo dio por muerto.Porque no en balde haba vivido con l quince aos, se lo saba al de-recho y al revs, y en la larga y ociosa lista de sus cualidades y de-fectos nunca haba salido a relucir su vocacin de mujeriego. La taestuvo siempre segura de que antes de tomarse la molestia de serlo,su marido tendra que morirse. Que volviera a medio aprender lasmanas, los cumpleaos, las precisas aversiones e ineludibles adiccio-nes de otra mujer, pareca ms que imposible. Su marido poda per-der el tiempo y desvelarse fuera de la casa jugando cartas y recom-poniendo las condiciones polticas de la poltica misma, pero gastarloen entenderse con otra seora, en complacerla, en orla, eso era tanincreble como insoportable. De todos modos, el chisme es el chismey a ella le doli como una maldicin aquella verdad incierta. As quetras ponerse de luto y actuar frente a l como si no lo viera, empeza no pensar ms en sus camisas, sus trajes, el brillo de sus zapatos,sus pijamas, su desayuno, y poco a poco hasta sus hijos. Lo borr delmundo con tanta precisin, que no slo su suegra y su cuada, sinohasta su misma madre estuvieron de acuerdo en que deban llevarlaa un manicomio.

    Y all fue a dar, sin oponerse demasiado. Los nios se quedaron encasa de su prima Fernanda quien por esas pocas tena tantos los enel corazn que para ventilarlo dejaba las puertas abiertas y todo elmundo poda meterse a pedirle favores y cario sin tocar siquiera. TaFernanda era la nica visita de ta Carmen en el manicomio. La nica,aparte de su madre, quien por lo dems hubiera podido quedarse ahtambin porque no dejaba de llorar por sus nietos y se coma lasuas, a los sesenta y cinco aos, desesperada porque su hija no ha-ba tenido el valor y la razn necesarios para quedarse junto a ellos,como si no hicieran lo mismo todos los hombres.

    La ta Fernanda, que por esas pocas viva en el trance de amar ados seores al mismo tiempo, iba al manicomio segura de que con untornillito que se le moviera podra quedarse ah por ms de cuatro ra-zones suficientes. As que para no correr el riesgo llevaba siempremuchos trabajos manuales con los que entretenerse y entretener a suinfeliz prima Carmen. 23

  • Al principio, como la ta Carmen estaba ida y torpe, lo nico que ha-can era meter cien cuentas en un hilo y cerrar el collar que despusse vendera en la tienda destinada a ganar dinero para las locas po-bres de San Cosme. Era un lugar horrible en el que ningn cuerdo se-gua sindolo ms de diez minutos. Contando cuentas fue que la taFernanda no soport ms y le dijo a ta Carmen de su pesar tambinespantoso.

    -Se pena porque faltan o porque sobran. Lo que devasta es la nor-ma. Se ve mal tener menos de un marido, pero para tu consuelo seve peor tener ms de uno. Como si el cario se gastara. El cario nose gasta, Carmen -dijo la ta Fernanda-. y t no ests ms loca queyo. As que vmonos yendo de aqu.

    La sac esa misma tarde del manicomio.Fue as como la ta Carmen qued instalada en casa de su prima

    Fernanda y volvi a la calle y a sus hijos. Haban crecido tanto en seismeses, que de slo verlos recuper la mitad de su cordura. Cmohaba podido perderse tantos das de esos nios? Jug con ellos a sercaballo, vaca, reina, perro, hada madrina, toro y huevo podrido. Se leolvid que eran hijos del difunto, como llamaba a su marido, y en lanoche durmi por primera vez igual que una adolescente.

    Ella y ta Fernanda conversaban en las maanas. Poco a poco fuerecordando cmo guisar un arroz colorado y cuntos dientes de ajolleva la salsa del spaghetti. Un da pas horas bordando la sentenciaque aprendi de una loca en el manicomio y a la que hasta esa maa-na le encontr el sentido: "No arruines el presente lamentndote porel pasado ni preocupndote por el futuro". Se la regal a su primacon un beso en el que haba ms compasin que agradecimientopuro.

    -Debe ser extenuante querer doble- pensaba, cuando vea a Fern-anda quedarse dormida como un gato en cualquier rincn y a cual-quier hora del da. Una de esas veces, mirndola dormir, como quienpor fin respira para s, revivi a su marido y se encontr murmuran-do:

    -Pobre Manuel.Al da siguiente, amaneci empeada en cantar Para quererte a ti, y

    tras vestir y peinar a los nios, con la misma eficiencia de sus buenostiempos, los mand al colegio y dedic tres horas a encremarse, cepi-llar su pelo, enchinarse las pestaas, escoger un vestido entre diez delos que Fernanda le ofreci.

    24

  • -Tienes razn -le dijo-. El cario no se gasta. No se gasta el cario.Por eso Manuel me dijo que a m me quera tanto como a la otra.Qu horror! Pero tambin: qu me importa, qu hago yo vuelta locacon los chismes, si estaba yo en mi casa haciendo buenos ruidos, niuno ms ni menos de los que me asign la Divina Providencia. Si Ma-nuel tiene para ms, Dios lo bendiga. Yo no quera ms, Fernanda.Pero tampoco menos. Ni uno menos.

    Ech todo ese discurso mientras Fernanda le recoga el cabello y leensartaba un hilo de oro en cada oreja. Luego se fue a buscar a Ma-nuel para avisarle que en su casa habra sopa al medioda y a cual-quier hora de la noche. Manuel conoci entonces la boca ms vida yla mirada ms cuerda que haba visto jams.

    Comieron sopa.

    El da que muri su padre, la ta Isabel Cobin perdi la fe en todopoder extraterreno. Cuando la enfermedad empez ella fue a pedirleayuda a la Virgen del Sagrado Corazn y poco despus al seor San-tiago que haba en su parroquia, un santo de aspecto tan eficaz queiba montado a caballo. Como ninguno de los dos se acomidi a inter-ceder por la salud de su padre, la ta visit a Santa Teresita que tanbuena se vea, a Santo Domingo que fue tan sabio, a San Jos queslo por ser casto deba tener todo concedido, a Santa Mnica quetanto sufri con su hijo, a San Agustn que tanto sufri con su mam,y hasta a San Martn de Porres que era negro como su desgracia.Pero ya que a lo largo de cinco das nadie haba intercedido para bien,la ta Isabel se dirigi a Jesucristo ya su mismsimo Padre para rogarpor la vida del suyo. De todos modos su pap muri como

    estaba decidido desde que lo concibieron: el mircoles 15 de febre-ro de 1935 a las tres de la maana.

    Entonces, para sorpresa de la ta Isabel, la tierra no se abri ni dejde amanecer, ni se callaron los pjaros que todos los das escandali-zaban en el fresno del jardn. Sus hermanos no se quedaron mudos,siquiera su madre dejo de moverse con la suavidad de su hermosocuerpo. Peor an, ella segua perfectamente viva a pesar de habercredo siempre que aquello la matara. Con el tiempo, supo que lacosa era peor, que esa pena iba a seguirla por la vida con la mismaasiduidad con que la seguan sus piernas.

    Estaba guapo su pap muerto. Tena la piel ms blanca que nunca ylas manos suaves como siempre. Cuando todos bajaron a desayunar,ella se qued a solas con l y por primera vez en la vida no supo qu25

  • decirle. Nada ms pudo acomodarse contra aquel cuerpo y poner so-bre su cabeza las manos inertes del hombre que la engendr. ;

    -Qu idea tuya morirte -le dijo-. No te lo voy a perdonar nunca.Y en efecto, nunca se lo perdon.Veinte aos despus, al ver un viejo pensaba que su padre podra

    estar tan vivo como l y senta la necesidad de tenerlo cerca con lamisma premura que al da siguiente del entierro.

    A veces, en mitad de cualquier tarde, porque a su marido no le ha-ba gustado el pollo con tomate, porque a sus tres hijos les daba gri-pa al mismo tiempo, o porque s, ella senta una pena de navajas portodo el cuerpo y empezaba a maldecir la traicin de su padre. Enton-ces arrancaba un berrinche como los que haca de nia mientras l lerecomendaba: "guarda tus lgrimas para cuando yo muera, que aho-ra estoy aqu para solucionar lo que se te ofrezca".

    No iba a la iglesia. Se cas con uno de esos hombres que entoncesse llamaban librepensadores y creci a sus hijos en la confusin teo-lgica venida de un padre que jams nombr a Dios, ni para negarlo,una abuela y unos parientes que no hacan sino rezar por la salvacindel alma de tal padre, y una madre que en lugar de rezarles a lossantos, como lo haca todo el mundo en la ciudad, mantena largasconversaciones con la foto del abuelito y los domingos compraba unabrazo de claveles y se iba al panten.

    Para consuelo propio, la abuelita los bautiz, les ense la seal dela cruz y el catecismo del Padre Ripalda. Gracias a ella hicieron la pri-mera comunin y no cargaron con el problema de ser vistos comoateos. Los nios aprendieron todo del mismo modo en que aprendie-ron de su madre a jugar damas chinas, a leer y a maldecir.

    Eran adolescentes cuando ta Isabel se cay de un caballo al quenadie quiso saber ni por qu ni dnde ni con quin se haba subido.La encontraron tirada por el campo militar repitiendo un montn denecedades que su marido decidi no escuchar. Se dedic a besarlacomo si fuera una medalla y a permanecer junto a ella todo el tiempoque siempre tena tan ocupado.

    La abuelita llam aun sacerdote, el hijo mayor enfureci de pena yestuvo todo un da pateando los muebles de la casa. El menor se fuea meter la iglesia de Santa Clara y la nia de enmedio cogi susdiecisiete aos, le prendi una vela al abuelito y se fue al panten conuna carretilla de claveles. Cuando volvi a la casa, el mdico haba di-cho que todo estaba en manos de Dios y la familia entera lloraba deantemano a Isabel.26

  • -No le va a pasar nada -dijo la hija de enmedio, al volver del pan-ten con la sonrisa de quienes en mitad de un aguacero encontraronrefugio en el quicio de una puerta-. Me lo acaba de asegurar el abuelo-complet, para responder a la pregunta que haba en los ojos de to-dos.

    Al poco rato, Isabel dej el delirio y se bebi de golpe la taza conleche que la hija le haba acercado.

    -Tienes razn, mam -dijo la nia-. El abuelito es santo.-Verdad? -contest su madre.-Verdad -afirm la nia, recordando el nico domingo que acompa-

    a su madre al panten. Tena seis aos y saba a medias el HimnoNacional. Quiso cantrselo al abuelo.

    -Hars bien, hija -le dijo Isabel.Y mientras la nia cantaba ella meti la cara en los claveles y mur-

    mur secretos y secretos, ruegos y ruegos.-Qu le pides, mam ? -haba preguntado la nia.-Delirios, hija -haba contestado Isabel Cobin-. Delirios.

    La ta Chila estuvo casada con un seor al que abandon, para es-cndalo de toda la ciudad, tras siete aos de vida en comn. Sin darleexplicaciones a nadie. Un da como cualquier otro, la ta Chila levanta sus cuatro hijos y se los llev a vivir en la casa que con tan buentino le haba heredado su abuela.

    Era una mujer trabajadora que llevaba suficientes aos zurciendocalcetines y guisando fabada, de modo que poner una fbrica de ropay venderla en grandes cantidades, no le cost mas esfuerzo que elque haba hecho siempre. Lleg a ser proveedora de las dos tiendasms importantes del pas. No se dejaba regatear, y viajaba una vez alao a Roma y Pars para buscar ideas y librarse de la rutina.

    La gente no estaba muy de acuerdo con su comportamiento. Nadieentenda cmo haba sido capaz de abandonar aun hombre que en lospuros ojos tena la bondad reflejada. En qu pudo haberla molestadoaquel seor tan amable que besaba la mano de las mujeres y se incli-naba afectuoso frente a cualquier hombre de bien ?

    -Lo que pasa es que es una cuzca -decan algunos.-Irresponsable -decan otros.-Lagartija -cerraban un ojo.-Mira que dejar a un hombre que no te ha dado un solo motivo de

    queja.

    27

  • Pero la ta Chila viva de prisa y sin alegar, como si no supiera,como si no se diera cuenta de que hasta en la intimidad del saln debelleza haba quienes no se ponan de acuerdo con su extrao com-portamiento.

    Justo estaba en el saln de belleza, rodeada de mujeres que exten-dan las manos para que les pintaran las uas, las cabezas para queles enredaran los chinos, los ojos para que les cepillaran las pestaas,cuando entr con una pistola en la mano el marido de Consuelito Sa-lazar. Dando de gritos se fue sobre su mujer y la pesc de la melenapara zangolotearla como al badajo de una campana, echando insultosy contando sus celos, reprochando la fodonguez y maldiciendo a sufamilia poltica, todo con tal ferocidad, que las tranquilas mujeres co-rrieron a esconderse tras los secadores y dejaron sola a Consuelito,que lloraba suave y aterradoramente, presa de la tormenta de su ma-rido.

    Fue entonces cuando, agitando sus uas recin pintadas, sali deun rincn la ta Chila.

    -Usted se larga de aqu -le dijo al hombre, acercndose a l como sitoda su vida se la hubiera pasado desarmando vaqueros en las canti-nas-. Usted no asusta a nadie con sus gritos. Cobarde, hijo de lachingada. Ya estamos hartas. Ya no tenemos miedo. Deme la pistolasi es tan hombre. Valiente hombre valiente. Si tiene algo que arreglarcon su seora dirjase a m, que soy su representante. Est ustedceloso? De quin est celoso? De los tres nios que Consuelo sepasa contemplando? de las veinte cazuelas entre las que vive? Desus agujas de tejer, de su bata de casa? Esta pobre Consuelito que nove ms all de sus narices, que se dedica a consecuentar sus neceda-des, a sta le viene usted a hacer un escndalo aqu, donde todas va-mos a chillar como ratones asustados. Ni lo suee, berrinches a otraparte. Hilo de aqu: hilo, hilo, hilo -dijo la ta Chila tronando los dedosy arrimndose al hombre aquel, que se haba puesto morado de la ra-bia y que ya sin pistola estuvo a punto de provocar en el saln unataque d risa. -Hasta nunca, seor -remat la ta Chila-. Y si necesi-ta comprensin vaya a buscar a mi marido. Con suerte hasta lograque tambin de usted se compadezca toda la ciudad.

    Lo llev hacia la puerta dndole empujones y cuando lo puso en labanqueta cerr con triple llave.

    -Cabrones stos -oyeron decir, casi para s, a la ta Chila.Un aplauso la recibi de regreso y ella hizo una larga caravana.-Por fin lo dije -murmur despus.

    28

  • -As que a ti tambin -dijo Consuelito.-Una vez -contest Chila, con un gesto de vergenza.Del saln de Inesita sali la noticia rpida y generosa como el olor a

    pan. Y nadie volvi a hablar mal de la ta Chila Huerta porque hubosiempre alguien, o una amiga de la amiga de alguien que estuvo en elsaln de belleza aquella maana, dispuesta a impedirlo.

    Una tarde la ta Rosa mir a su hermana como recin pulida, toda-va brillante por alguna razn que ella no poda imaginar. Durante ho-ras oy cada una de sus palabras tratando de intuir de dnde venan.No adivin. Slo supo que esa noche su hermana fue menos bruscacon ella. Se port como si al fin le perdonara su vocacin de rezos yguisos, como si ya no fuera a rerse nunca de su irredenta soltera, desu necedad catequstica, de su aburrida devocin por la virgen delCarmen.

    As que se fue a dormir en paz despus de repetir el rosario y so-pear galletitas de manteca en leche con chocolate.

    Quin sabe cmo sera su primer sueo esa noche. Si alguien la hu-biera visto, regordeta y sonriente dentro de su camisn, la habracomparado con una nia menor de cinco aos. Sin embargo, a la ca-beza rizada de ta Rosa entr aquella noche un sueo insospechado.

    So que su hermana se iba a un baile de disfraces, que sala sinhacer ruido y regresaba en el centro de una alharaca. Era el alientode una comparsa de hombres que se rean con ella, sin ms quehacerque acompaar la felicidad que le rodaba por todo el cuerpo. La muydichosa se quitaba y se pona una mscara de esas que hacen en Ve-necia, una de muchos colores con la luna en la punta de la cabeza yla boca delirante. De pronto empez a bailar frente a la ta Rosa que,sentada en el silln principal de la sala, dej de comer galletas. Talera la maravilla que haba entrado en su casa.

    Su hermana levantaba las piernas para bailar un can cn que losdems tarareaban, pero en lugar de los calzones y los encajes de lascancaneras, ella llevaba una falda diminuta que suba complacida en-seando sus piernas duras y su pubis cambiado de lugar. Porque so-bre el sitio en el que est el pubis, ella se haba pintado una decora-cin de hojas amarillas, verdes, moradas que palpitaban como si es-tuviera en el centro del mundo. y arriba de una pierna, brillante y es-ponjado, iba el mechn de pelo de su pubis: viajero y libre como todoen ella.

    29

  • Al da siguiente, la ta Rosa mir a su hermana como si la viera porprimera vez.

    -Creo que te estoy entendiendo -le dijo.-Amn -contest la hermana, acercando a ella su cara brillante,

    para darle un beso de los que regalan las mujeres enamoradas por-que ya no les caben bajo la ropa.

    -Amn -dijo Rosa, y se puso a brincar su propio sueo.

    Paulina Traslosheros tena veinte aos cuando conoci a Isaac We-belman, un msico que se detuvo en Puebla a esperar noticias de susparientes judos en Nueva York.

    Vena de Polonia y Sudamrica y era un hombre distinto al comnde los hombres entre los que creci Paulina. Un hombre con sonrisade mujer y ojos de anciano, con voz de adolescente y manos de pira-ta. Capaz de convocar al entusiasmo como lo hacen los nios y deahuyentar la dicha como separa el agua la quilla de un barco. Era ina-sible y atractivo como su msica preferida, a la que l atribua un sin-nmero de virtudes, ms la principal: llamarse y ser Inconclusa.

    -En realidad -le dijo a Paulina, al poco tiempo de conocerla-, los fi-nales son indignos del arte. Las obras de arte son siempre inconclu-sas. Quienes las hacen, no estn seguros nunca de que las han termi-nado. Sucede lo mismo con las mejores cosas de la vida. En eso,aunque fuera alemn, tena razn Goethe: "Todo principio es hermo-so pero hay que detenerse en el umbral".

    -Y cmo se sabe dnde termina el umbral? -le pregunt Paulinapensando que, si era cosa de ponerse pesados, ella no tena por quir atrs. Luego, mientras caminaba hacia el piano, empez a silbar latonada principal de la Sptima Sinfona de Schubert.

    Webelman tena fama de ser un gran msico, y en cuanto lleg aPuebla se hizo de una cantidad de alumnos slo comparable al tama-o que tena en cada poblano la veneracin por lo extranjero. Cadavez que llegaba un maestro de fuera, obtena decenas de alumnosdurante los primeros tres das de estancia. Conservarlos era lo difcil.

    El msico Webelman se present como maestro de piano, violn,flauta, percusiones y chelo. Tuvo alumnos para todo, hasta uno denombre Victoriano lvarez que intent aprender percusiones antes deconvertirse en poltico como un modo ms eficaz de hacer ruido.

    Paulina Traslosheros tocaba el piano con mucho ms conocimientoy elegancia que cualquiera de las otras alumnas, no en balde su pa-dre la haba encerrado todas las tardes de su infancia en la sala de30

  • arriba. Primero, era una obligacin estarse ah dos horas practicandoescalas hasta morirse de tedio, pero despus le tom cario a ese lu-gar. Se acostumbr a los muebles brillantes y tiesos que se acomoda-ban en aquella sala, esperando visitas que nunca llegaran. Se acos-tumbr al mantn de Manila sobre la cola del piano, a los abanicosenmarcados, al San Juan Bautista que la miraba desde la puerta y alos cuadros de paisajes remotos que presidan las paredes. Le gustpasar el tiempo ah, lejos del trajn de toda la casa, sumida en aquelambiente que ola al siglo antepasado y en el que se permita las msmodernas elucubraciones y fantasas.

    Hasta ah llegaba Isaak Webelman con su Inconclusa todas las tar-des, de seis a ocho. Le gustaba hacer discursos y a la ta le gustabaescucharlos. A veces se rea en mitad de una tesis sobre las causaspor las que Mozart haba puesto un Mi bemol mayor, en lugar de unRe menor, para regir la Sinfona Concertante.

    -Eres un fantasioso -dijo Paulina agradecida.Tanto tiempo haba vivido rodeada de verdades contundentes o

    irrefutables, que las odiaba.-Mejor dicho, t eres una incrdula -contest Isaak Webelman-.

    Vuelve a darme ese Re que son a brinco.La ta Paulina obedeci.-No, as no. As ests demostrndome cun virtuosa puedes ser,

    cun hbil, pero no cun artista. Una cosa es hacer sonar un instru-mento y otra muy distinta hacer msica. La msica tiene que tenermagia y la magia depende de algunos trucos, pero ms que nada delos buenos impulsos. Mira -dijo, pasando un brazo por la cintura de lata-: T quieres dar este Re con ms nfasis, no sabes cmo. En apa-riencia no tienes ms que un dedo y una tecla para hacerlo, pero conel dedo y la tecla no haces ms que un ruido, lo dems tienes que sa-carlo de tu cabeza, de tu corazn, de tus entraas. Porque ah esdonde est, con toda exactitud, el sonido que deseas. Cuando lo

    sabes, no tienes ms que sacarlo. Scalo!La ta Paulina obedeci hipnotizada. El piano de la abuelita son

    como nunca antes con el mismo Para Elisa de toda la vida.-Aprendes -dijo Webelman sentado junto a ella. Luego se la qued

    mirando como si ella misma fuera Elisa.Por la espalda de Paulina Traslosheros corri un escalofro. Ese

    hombre era un horror, un exceso, un desafuero. Para exorcizarlo, ellacometera una hilera de pecados de los que nunca pudo arrepentirse.Ni siquiera cuando l decidi volver a Nueva York, porque ah estaba31

  • el xito y el xito no poda cedrsele a la furia que sera la vida de ungran msico atorado en una sala poblana por culpa de algo tan etreocomo el amor.

    -T supiste desde siempre cul es mi sinfona predilecta dijo We-belman, al recorrer por ltima vez la espalda de Paulina Traslosheroscon el conjuro de su mano audaz y hereje.

    -Hasta siempre lo voy a saber -contest ella, mientras se abrocha-ba el corpio empezando a vestirse.

    El msico se fue y tuvo el xito que buscaba. Tanto xito, que eraimposible ir por la vida sin escuchar su nombre en boca de cualquierextrao. Paulina Traslosheros se cas, tuvo hijos y nietos. Cruz msde un umbral durante la vida, pero nunca pudo evitar el fro bajandopor su espalda cada vez que alguien mencionaba aquel nombre.

    -Qu te pasa, abuela? -le pregunt una de sus nietas cuando la vioestremecerse con los primeros acordes de la Sptima de Schubertsaliendo del tocadiscos. Cuarenta aos despus de la tarde en quehaba conocido a Isaak Webelman.

    -Lo de siempre mi vida, pero ahora debe ser culpa de un virus, por-que ahora todo es viral.

    Despus cerr los ojos y tarare, febril y adolescente, la msica In-conclusa de toda su vida.

    Desde muy joven la ta Elosa tuvo a bien declararse atea. No le fuefcil dar con un marido que estuviera de acuerdo con ella, pero bus-cando, encontr un hombre de sentimientos nobles y maneras sua-ves, al que nadie le haba amenazado la infancia con asuntos como eltemor a Dios.

    Ambos crecieron a sus hijos sin religin, bautismo ni escapularios. Ylos hijos crecieron sanos, hermosos y valientes, a pesar de no tenerdetrs la tranquilidad que otorga saberse protegido por la SantsimaTrinidad.

    Slo una de las hijas crey necesitar del auxilio divino y durante losaos de su tarda adolescencia busc auxilio en la iglesia anglicana.Cuando supo de aquel Dios y de los himnos que otros le entonaban,la muchacha quiso convencer a la ta Elosa de cun bella y necesariapoda ser aquella fe.

    -Ay, hija -le contest su madre, acaricindola mientras hablaba-, sino he podido creer en la verdadera religin cmo se te ocurre quevoy a creer en una falsa?

    32

  • Ya era tarde y la ta Mercedes segua buscando quin sabe qu co-sas en el cuerpo del hombre al que reconoca como el amor de suvida.

    Desde jvenes se tenan vistos, pero ni ellos mismos supieron biena bien dnde se les haba perdido la primera certidumbre de que es-taban hechos para juntarse. Muchas veces l gastaba el tiempo en la-mentar lo que consideraba un error imperdonable. Sin embargo, la taMercedes le dijo siempre que nada hubiera podido ser distinto, por-que aunque ya nadie quisiera creerlo, el destino es el destino.

    Fue tiempo despus de casarse cada quien con fortuna o desventu-ra, cuando se volvieron a encontrar en una de esas fiestas en las quede puro tedio todo mundo hubiera querido inventarse otro amor. Unade esas fiestas llenas de pasos dobles y cigarro, de esas que sin re-medio terminaban en pleitos de rabes contra espaoles, que no eranni una cosa ni la otra: los espaoles haban llegado a la ciudad hacacuatro siglos y los rabes haca ochenta aos, as que sus descen-dientes, en realidad, eran poblanos en litigio.

    Se miraron de lejos, se fueron acercando y por fin se encontraronen la mesa de unos espaoles que ya estaban planeando cmo rom-per unas sillas en las crismas de los rabes sentados en la mesa msprxima. En medio de aquel caos, ellos perdieron las palabras, volvie-ron a prenderse de los gestos, se vieron enlazados sin remedio y sinprisa, hasta quin saba cundo.

    Antes de que empezara la pelea, abandonaron la fiesta para irse enbusca de una derrota que haban dejado pendiente haca doce aos.

    La encontraron. y se hicieron viejos yendo a buscarla cada vez quela vida se angostaba. La ta Mercedes tena siempre miedo de quecada encuentro fuera el ltimo. Por eso le gustaba conversar, pararobarse al otro, para que no se le escapara del todo cuando volva asu casa con el cuerpo apaciguado, para poder, en el impredecibletiempo que los desuniera, reconstruirlo todo, no slo su aventura,sino todas las mutuas aventuras desde siempre.

    Cada vez indagaba alguna cosa. As lleg a saber hasta de qu co-lor haba l forrado los cuadernos cuando entr a primero de prima-ria, cunto le costaban los perones con chile que compraba a la salidadel colegio y porqu le hubiera gustado tanto que ella se llamara Na-talia.33

  • Una tarde, casi noche, la ta Mercedes Cuadra tena la codicia en-cendida y quiso saber cmo haba sido para l eso que los hombreshacan por primera vez en la calle noventa. El nunca haba hablado deeso con ninguna mujer y tard en empezar su historia. Pero la taMercedes le pas la mano por la espalda como si fuera un caballo y lofue haciendo hablar de aquel recuerdo, igual que lo haca desnudarsealgunas veces, cuando ya se haban vestido y estaban a punto deirse.

    La calle noventa era un mugrero en el que hasta las luces parecansucias. El fue ah por primera vez con algunos amigos que ya habanestado dos o tres veces, pero nadie era un experto. Algunos habanido una noche con sus hermanos mayores o con sus tos, a otro lo ha-ba llevado su pap porque tena la cara llena de barros y a decir suyono haba mejor manera de quitrselos. Total, eran como siete dndo-se valor, atarantados con aquella clandestinidad impdica, muertosde risa y pnico.

    Pasaron todos con la misma, una chaparrita de gesto inmundo queno dejaba de mascar chicle. Les pregunt si con vestido o sin vestido.

    -Sin vestido, les cuesta el doble- advirti.Acordaron que con vestido. El ya no saba cmo tuvo ganas de

    nada cuando le toc pasar, pero pas. La chaparrita le masc el chicleen la oreja todo el tiempo y l jur no volver.

    -Y no volviste? -pregunt la ta Mercedes, empezando a vestirse,celosa como si acabara de or la ms impecable historia de amor.

    -S volv -dijo l-. En la tarde ya le estaba robando a mi mam di-nero para regresar. Y regres con la misma.

    -Igual que ahora? -dijo la ta Mercedes, dejndose caer sobre lpara morderlo y rasguarlo.

    -Slo que t no mascas chicle -contest l abrazndola. Lepellizc despus las costillas para hacerla rer .As estuvieron un rato, un rato largo: rindose, rindose, hasta que

    acabaron llorando.

    La ta Vernica era una nia de ojos profundos y labios delgados.Miraba rpido, y le pareca largo el tiempo en el colegio. A veces lacastigaban con la cara contra la pared o la ponan a coser el dobladilloque de un brinco le haba desbaratado al uniforme.

    En las tardes, por fin, la dejaban jugar con su gata Casiopea, unanimal con mirada de reina y actitud desdeosa, en contraste con susrayas grises y su pelambre corriente.34

  • Casi al mismo tiempo en que dej de ponerle gorro a Casiopea y laconvirti en la mascota ideal para trepar rboles, la ta Vernica des-cubri las noches y sus extraos desafos. De la punta de una ramapasaba con todos sus hermanos a una tina y de ah a la merienda y auna cama para cada quien.

    Ella no cuenta exactamente cmo fue que cay en el juego noc-turno que asoci al inefable sexto mandamiento. Quiz porque nuncaestuvo claro, y era grande, fantasioso y oscuro como las mismas no-ches. El caso es que dej de confesarse y dej de comulgar uno yotro Viernes Primero.

    Nadie se daba esos lujos en la pequea comunidad que era su cole-gio. Seguramente, pensaba ella, porque nadie se daba tiempo paralos otros lujos.

    Las llevaban a misa de once. Cruzaban el Paseo Bravo con las man-tillas sobre los hombros, en fila, de dos en dos, sin permiso para mi-rar las jaulas de los changos con sus sonrisas obscenas o levantar lacabeza hasta la punta de la rueda de la fortuna y dejarla ah dandovueltas.

    Ella siempre aprovechaba ese tiempo para romper el ayuno con unchicle, tres cacahuates o cualquier cosa que significara un castigo me-nos grave que la excomunin derivada de comulgar con el sexto man-damiento metido en todo el cuerpo.

    Pero despus de cuatro veces de ponerla a escribir todo un cua-derno con "no debo romper el ayuno", su maestra camin junto a ellapor el parque fijndose muy bien que no se metiera nada en la boca.

    Entonces aleg no estar confesada y se par en la punta de la filams larga junto al confesionario. Para su suerte, haba muchas niasurgidas de confesar lo de siempre: engaos a los paps y pleitos conlos hermanos. Ella les cedi su lugar cinco veces y cuando lleg lahora de comulgar, se haba librado del confesionario por falta detiempo.

    Trucos de esos encontr durante un ao, pero hasta su audaciaimaginaba que se le acabaran alguna vez. Por eso sinti un brinco degusto cuando supo que haba llegado a la parroquia de su barrio unpadrecito nuevo que vena de la sierra. Hablaba un espaol tropezadoy su despeinada cabeza le inspir confianza.

    La iglesia de Santiago era un esperpento de yesos cubiertos con do-rado y santos a medio despostillar. La misma mezcla de viejos ricos yeternos pobres se amontonaba en sus democrticas y cochambrosasbancas. Los confesionarios eran de madera labrada y tenan tres35

  • puertas: por la de enmedio entraba el cura, las otras dos formabanpequeos escondrijos en los que caba un reclinatorio bajo la nicaventana, que era una rejilla directa sobre la oreja del confesor. Ah sehincaban las nias, ponan la boca contra la pestilente rejilla y descar-gaban su conciencia. Luego reciban una dosis de Avesmaras y seiban con la misma intranquilidad a seguir peleando con los hermanosy asaltando la despensa.

    La ta Vernica supo que el recin llegado estaba justo frente alconfesionario en el que se sentaba el eterno padre Cuspinera, el quela bautiz, le dio la primera comunin y le pellizcaba las mejillas en elatrio mientras repeta los mismos saludos para su mam. Ella no po-da permitirse lastimar los odos del padre Cuspinera, el ronco y re-dondo monseor, Prelado Domstico de su Santidad, que era comoun pariente sin hijos, como un to empeado en construirle una igle-sia a la Virgen del Perpetuo Socorro con la misma terquedad con queella persista en sus pecados nocturnos. Lo mejor -volvi a pensar-era el recin llegado. As todo quedara entre desconocidos.

    Entr al confesionario, atropell el Yo pecador y dijo:-Pequ contra el sexto.-Sola o acompaada? -le pregunt el nuevo vicario.Hasta entonces supo la ta Vernica que tal asunto se poda practi-

    car acompaada. "Cmo sera eso?" se pregunt mientras contesta-ba: "Sola". Era tal su sorpresa que se ahorr la desobediencia y lasotras minucias y dijo suavemente: "Nada ms, padre".

    Despus oy la penitencia: tena que salir del confesionario, rezarotra vez el Yo pecador y luego irse a su casa detenindose en el ca-mino frente a cada poste que encontrara, a darse un tope al son deuna Salve.

    Cosa ms horrenda no pudo haber imaginado como penitencia. Ellaestaba dispuesta a cualquier dolor que fuera tan clandestino como supecado, pero ir dndose de topes en cada poste con la turba de sushermanos rindose tras ella, le daba ms miedo que irle a contar todoal padre Cuspinera.

    Lo mir sentado en el confesionario de enfrente, con su gesto denio aburrido, harto de que la tarde fuera tan igual a otras tardes,dormitando entre beata y beata. De repente empuj la puerta que lomedio esconda y mir la fila de mujeres esperando su turno:

    -Todas ustedes -les dijo- ya se confesaron ayer. Si no traen algonuevo, hnquense porque les voy a dar la absolucin.

    36

  • Sin levantarse de su asiento empez a bendecirlas mientras mur-muraba algo en latn. Despus las mand a su casa y redujo su tareade confesor a la corta hilera de hombres que se fueron arrodillandofrente a l.

    Cuando termin con el ltimo, oy que la puerta de las mujeres seabra despacio. Sinti un cuerpo breve caer sobre el reclinatorio y unaliento joven contra la rejilla. Suspir mientras oa el Yo pecador re-petido por una voz que sonaba al cristal de sus copas alemanas.

    -He pecado contra el sexto -dijo el sonido a punto de romperse.No necesit ms para levantarse de la silla y caminar hasta la puer-

    ta contigua. La abri. Ah estaba la delgada figura de la ta Vernica,con sus enormes ojos oscuros, su boca como un desafo, su cuellolargo, su melena corta.

    -T, creatura? -dijo el padre Cuspinera, con su voz decampanario-. No sabes lo que ests diciendo.

    Luego la tom de la mano, la llev a sentarse junto a l en unabanca vaca, le pellizc los cachetes, le dio una palmada en el hom-bro, sonri desde el fondo de su casto pasado y le dijo:

    -chale una miradita al Santsimo, y vete a dormir. Maana comul-gas que es Viernes Primero.

    Desde entonces la ta Vernica durmi y pec como la bendita quefue.

    La ta Eugenia conoci el Hospital de San Jos hasta que pari a suquinto hijo. Despus de luchar veinte horas ayudada por toda su fa-milia, acept el peligro de irse a un hospital, dado que nadie sabaqu hacer para sacarle al nio que se le cuatrape a media barriga.La ta les tena terror a los hospitales porque aseguraba que era im-posible que unos desconocidos quisieran a la gente que vean por pri-mera vez.

    Ella era buena amiga de su partera, su partera llegaba siempre atiempo, limpia como un vaso recin enjabonado, sonriente y suave,hbil y vertiginosa como no era posible encontrar ningn mdico. Lle-gaba con sus miles de trapos albeantes y sus cubos de agua hervida,a contemplar el trabajo con que ta Eugenia pona sus hijos en elmundo.

    Saba que no era la protagonista de esa historia y se limitaba a seruna presencia llena de consejos acertados y an ms acertados silen-cios.

    37

  • La ta Eugenia era la primera en tocar a sus hijos, la primera quelos besaba y lama, la primera en revisar si estaban completos y bienhechos. Doa Telia la confortaba despus y diriga el primer bao dela creatura. Todo con una tranquilidad contagiosa que haca de cadaparto un acontecimiento casi agradable. No haba gritos, ni carreras,ni miedo, con doa Telia como ayuda.

    Pero por desgracia, esa mujer de prodigio no era eterna y se muridos meses antes del ltimo alumbramiento de la ta Eugenia. De to-dos modos, ella se instal en su recmara como siempre y le pidiayuda a su hermana, a su mam ya la cocinera. Todo habra ido muybien si al nio no se le ocurre dar una marometa que lo dej con lacabeza para arriba.

    Despus de algunas horas de pujar y maldecir en la intimidad, todoel que se atrevi pudo pasar entre las piernas de la ta a ver si consus consejos era posible convencer al mocoso necio de que la vida se-ra buena lejos de su mam. Pero nadie atin a solucionar aquel des-barajuste. As que el marido se puso enrgico y carg con la ta alhospital. Ah la pobrecita cay en manos de tres mdicos que le pu-sieron cloroformo en la nariz para sacarla de la discusin y hacer conella lo que ms les convino.

    Slo varias horas despus la ta recobr el alma, preguntando porsu nio. Le dijeron que estaba en el cunero.

    Todava hay en el hospital quien recuerda el escndalo que se armentonces. La ta tuvo fuerzas para golpear a la enfermera que salicorriendo en busca de su jefa. Tambin su jefa recibi un empujn yuna retahla de insultos. Mientras caminaba por los pasillos en buscadel cunero la llam cursi, marisabidilla, ridcula, torpe, ruin, loca, de-mente, posesiva, arbitraria y suma, pero sumamente tonta.

    Por fin entr a la salita llena de cunas y se fue sin ningn trabajohasta la de su hijo. Meti la cara dentro de la cesta y empez a decirasuntos que nadie entenda. Habl y habl miles de cosas, abrazada asu nio, hasta que consider suficiente la dosis de susurros. Luego lodesvisti para contarle los dedos de los pies y revisarle el ombligo, lasrodillas, la pirinola, los ojos, la nariz. Se chup un dedo y se lo pusocerca de la boca llamndolo remilgoso. y slo respir en orden hastaverlo menear la cabeza y extender los labios en busca de un pezn.Entonces lo carg dndole besos y se lo puso en la chichi izquierda.

    -Eso -le dijo-. Hay que entrar al mundo con el pie derecho y por lachichi izquierda. Verdad mi amor?

    38

  • La jefa de enfermeras tena unos cuatro o cinco aos, seis hijos yun marido menos que la ta Eugenia. Desde la inmensa sabidura desus vrgenes veinticinco, juzg que la recin parida pasaba por uno delos mltiples trances de hiperactividad y prepotencia que una madrenecesita para sobrellevar los primeros das de crianza, as que deciditratar el agravio con el marido de la seora. Se trag los insultos y lepregunt a la ta si quera que la ayudara a volver a su cuarto. La tadijo no necesitar ms ayuda que sus dos piernas y se fue caminandocomo una aparicin hasta el cuarto 311.

    El marido de Eugenia era un hombre que con los ojos negaba susirremediables cuarenta aos, que tena la inteligencia hasta en elmodo de caminar, y las ganas de vivir cruzndole la risa y las pala-bras de tal modo que a veces pareca inmortal.

    Lleg una tarde a visitar a su mujer cargado con las flores de siem-pre, un dibujo de cada hijo, unos chocolates que enviaba su madre ylas dos cajas de puros que distribuira entre las visitas para celebrarque el beb fuera un hombre. Caminaba por el pasillo divirtindosecon slo pensar en lo que seran los mil defectos propios de los hospi-tales que de seguro haba encontrado su esposa, esa mujer a su jui-cio extraa y fascinante con la que haba jurado vivir toda la vida noslo porque en algn momento le pareci la ms linda del mundo,sino porque supo siempre que con ella sera imposible aburrirse.

    En mitad del pasillo, lo detuvo la impredecible boca de GeorginaDvila. Haba odo hablar de ella alguna vez: mal, por supuesto. A lagente le pareca que era una muchacha medio loca, rica como todaslas personas de las que se habla demasiado y extravagante porqueno poda ser ms que una extravagancia meterse a estudiar medicinaen vez de buscarse un marido que le diera razn a su existencia. Nole haba importado la amenaza de perder hasta la hermosa haciendade Vicencio, ni la pena infinita que le causaba a su madre saberla en-tre la pus y las heridas de un hospital, como si su familia no tuvieradnde caerse viva. En realidad, era una vanidosa empeada en tenerprofesin como si no tuviera ya todo. Hasta el padre Mastachi le ha-ba hablado de los riesgos de la soberbia, pero ella no quera oir a na-die. Se limitaba a sonrer, enseando a medias unos dientes de prin-cesa, manteniendo firmes los ojos de monja guapa que tantos cora-zones haban roto. Se consigui una sonrisa suave y cuidadosa queesgrima frente a quienes se empeaban en convencerla de cun bellay altruista profesin era el matrimonio, una risa que quera decir algoas como:39

  • -Ustedes no entienden nada y yo no me voy a tomar la molestia deseguir explicndoles.

    Est claro que a Georgina Dvila le costaba suficiente trabajo man-tenerse en el lugar que le haba buscado a su vida, como para perder-lo frente a una parturienta lpera. De modo que en cuanto vio al ma-rido le cay encima con una lista de los desacatos que haba cometidola ta Eugenia y termin su discurso pidindole que contro