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Los pobres en el Derecho Canónico y en la moral TEODORO SIERRA, O.C.D. Valladolid Dos partes claramente diferenciadas comporta nuestro tra- bajo. En tiempos pretéritos los tratados y los manuales teológico- morales, sobre todo los que se adaptaban al método de la ca- suística, incluían múltiples cuestiones canonÍsticas y se precisa- ban en ellos el alcance, licitud y prohibiciones jurídicas de las leyes eclesiásticas e, incluso, civiles, para determinar su obliga- toriedad ética. Y en los comentarios e interpretación doctrinal de las normas canónicas se descendía a calificar el grado de responsabilidad moral de sus transgresiones. Actualmente se des- lindan bien las áreas. Se llega a más. Existe, en algunos autores, una especie de alergia a tocar temas jurídicos necesarios y conse- cuentes para solucionar un problema de moralidad. Creemos que tanto una indiferenciación acentuada como una separación in- congruente pueden acarrear serios inconvenientes. Máxime en aquellas disciplinas eclesiásticas que tienen por finalidad el com- portamiento responsable de la persona humana, y entre las cua- les existen mutuas conexiones. Nosotros dividiremos el tema propuesto para estudio en dos apartados. Los consideramos separados y cada uno desde su pe- culiar perspectiva. Ambos nos conducirán a valorar tanto las exigencias jurídicas como morales, que urgen a la Iglesia y a todo fiel cristiano, de preocuparse por los pobres y de vivir la pobreza evangélica. En relación con el deber jurídico nos fija- REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 47 (1988), 327-362. ------- --,

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Page 1: Los pobres en el Derecho Canónico y en la moralHARING, Libertad y fidelidad en Cristo, Barcelona, Herder, 1981-1983, t. I, p. 313. 8 Compárense las prescripciones de los cc. 463*

Los pobres en el Derecho Canónico y en la moral

TEODORO SIERRA, O.C.D. Valladolid

Dos partes claramente diferenciadas comporta nuestro tra­bajo. En tiempos pretéritos los tratados y los manuales teológico­morales, sobre todo los que se adaptaban al método de la ca­suística, incluían múltiples cuestiones canonÍsticas y se precisa­ban en ellos el alcance, licitud y prohibiciones jurídicas de las leyes eclesiásticas e, incluso, civiles, para determinar su obliga­toriedad ética. Y en los comentarios e interpretación doctrinal de las normas canónicas se descendía a calificar el grado de responsabilidad moral de sus transgresiones. Actualmente se des­lindan bien las áreas. Se llega a más. Existe, en algunos autores, una especie de alergia a tocar temas jurídicos necesarios y conse­cuentes para solucionar un problema de moralidad. Creemos que tanto una indiferenciación acentuada como una separación in­congruente pueden acarrear serios inconvenientes. Máxime en aquellas disciplinas eclesiásticas que tienen por finalidad el com­portamiento responsable de la persona humana, y entre las cua­les existen mutuas conexiones.

Nosotros dividiremos el tema propuesto para estudio en dos apartados. Los consideramos separados y cada uno desde su pe­culiar perspectiva. Ambos nos conducirán a valorar tanto las exigencias jurídicas como morales, que urgen a la Iglesia y a todo fiel cristiano, de preocuparse por los pobres y de vivir la pobreza evangélica. En relación con el deber jurídico nos fija-

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 47 (1988), 327-362.

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remos fundamentalmente en las leyes universales de la Iglesia contenidas en el Código de Derecho Canónico de 1983.

I. Los POBRES EN EL DERECHO CANÓNICO

Juan Pablo II, en la Constitución SaCl'ae disciplinae leges, con la que promulgó el Código de Derecho Canónico de 1983, observaba: «Si el Concilio Vaticano 11, pues, ha sacado del tesoro de la tradición elementos viejos y nuevos ... , entonces es claro que también el Código debe reflejar la misma nota de fidelidad en la novedad y de novedad en la fidelidad» l. Una característica constante en la actuación pastoral y solícita de la Iglesia, refrendada por la legislación, ha sido la preocupación perseverante por los pobres. Variarán las formas, la extensión y hasta la intensidad según las vicisitudes y necesidades existen­tes en las diversas épocas. Pero los indigentes en sus distintas carencias han permanecido entre los cuidados preferentes de la Iglesia 2. Sin remontarnos a ordenamientos canónicos remotos, basta repasar el Código de 1917 3, para verificar que la aten­ción a los pobres, aunque era parca, resultaba significativa 4.

1 AAS, 75, pars. II (1983), p. XII. La ·traducción de la Constitución citada puede verse en Código de Derecho Canónico, ed. bilingüe, Madrid, BAC, 1983, p. 8. Si no advertimos otra cosa citamos el Código de Dere­cho Canónico de 1983 por esta edición.

2 Cfr. SILVERIO DE SANTA TERESA, El precepto del amor, Burgos, 1913. Sucintamente y con sentido más crítico, J. PIXLEY-C. BOFF, Opción por los pobres, Madrid, Ed. Paulinas, 1986, pp. 185-213. Sobre la beneficen­cia de la Iglesia en España, Diccionario de historia eclesiástica de Es­paña, Madrid, CSIC, 1972-1987, t. I, pp. 213-238. Entre las numerosas cofradías marianas del siglo XVI dedicadas a la asistencia social en Valla­dolid, T. EGIDO menciona a la de Santa María de Esgueva, cuya «pro­fesión primera era la de acudir a enterrar a los que mueren tan pobres, que no tienen con qué enterrarse». «Religiosidad popular y asistencia social en Valladolid: las cofradías marianas del siglo XVI», en Acta Con­gressus Mariologici-Mariani, anno 1979 celebrati, t. VI, Roma, 1986, p. 664.

3 El Código de 1917 recoge y selecciona muchas normas de la legis­lación pretérita. Basta, para comprobarlo, examinar las fuentes de cada canon. Añadimos * a los cánones citados de este Código para evitar confusiones.

4 Realmente, los cánones del Código de 1917 referentes a prestar al­guna ayuda a los pobres son pocos. Sin embargo, no han de olvidarse las normas, establecidas para que cumplan su objetivo específico, sobre las personas jurídicas canónicamente erigidas con el fin de realizar obras de misericordia y beneficencia: instituciones eclesiásticas (ce. 1.489-1.494*), fundaciones pías (ce. 1.544-1.551 *), asociaciones de fieles (707-725*). En

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Exigía, además, que algunos cristianos, los religiosos particu­larmente, profesasen una pobreza más o menos rígida para ser signos y testimonios vivos de la pobreza evangélica en la Iglesia y ante el mundo 5.

En relación con los pobres el Código de Derecho Canónico de 1983 enlaza con la legislación eclesial anterior, la enriquece e introduce notables y congruentes novedades 6. Se suprimen en él varios cánones 7. En otros se reorganiza íntegramente la ma­teria 8, Las innovaciones insertadas se basan en el concepto de Iglesia resaltado por el Concilio Vaticano II, que la considera preferentemente como misterio y comunión 9.

mayor grado deben destacarse las órdenes y congregaciones religiosas, las sociedades de vida común sin votos, que profesan un carisma peculiar de entrega y cuidado a los más necesitados y marginados de la sociedad: pobres, enfermos, locos, ancianos, jóvenes inadaptados, expósitos, educa­ción de niños y adolescentes indigentes, regeneración de recogidas, aten­ción a madres solteras, etc. El ordenamiento general de todas ellas -y de las demás- está recogido en los cc. 487-681* y tiende a que cumplan su cometido particular. Sobre los institutos de vida consagrada y socie­dades de vida apostólica referidos y sobre su carisma distintivo, cfr. A. LÓPEZ AMAT, El seguimiento radical de Cristo. Esbozo histórico de la vida consagrada, Madrid, Ed. Encuentro, 1987, 1. n, pp. 458-479, 494-512, 526-530, 553 ss.

; Cfr. cc. 531; 580; 583; 593, §§ 3-4; 628*, etc. Advertimos que por la formulación de estos cánones puramente jurídica, parece tratarse más de práctica de pobreza o actuar en pobreza que de ser evangélicamente pobre. De la misma manera proceden sus comentaristas. Cf. A. TABERA, Derecho de religiosos, Madrid, Ed. Coculsa, 1957, pp. 383-395; L. 1. FAN­FANI, De iure religiosorum, Rovigo, 1949, pp. 329-349; T. SCHAFER, De religiosis ad normam Codicis Iuris Canonici, Roma, 1947, pp. 656-668.

6 Para verificar nuestros asertos de un modo sencillo y fácil, puede examinarse la tabla de correspondencias entre los Códigos de 1983 y de 1917, en Código de Derecho Canónico, Pamplona, EUNSA, 1983, pp. 1049· 1066. .

7 Se han suprimido, entre otros, los cc. 1.682*, que autorizaba al juez para poder declarar la nulidad de un acto jurídico cuando interesaba al bien común o se trataba de pobres; el 1.543", referente a la prohibición de la usura, y el 2.354*, que establecía las penas contra los usureros. Recuérdese que la Iglesia vetó reiteradamente la usura con el fin de proteger a los necesitados de algún bien material. Hoy, por la diferencia de condiciones económicas, sería superfluo mantener tal prohibición. Cfr. B. HARING, Libertad y fidelidad en Cristo, Barcelona, Herder, 1981-1983, t. I, p. 313.

8 Compárense las prescripciones de los cc. 463* Y 1.473* con los cc. 531 Y 282, § 2, del Código actual, respectivamente.

9 «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instru­mento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG, n. 1). «Cristo 10 instituyó (el Pueblo de Dios) para ser comunión de vida y de verdad» (ibíd., n. 10).

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De un modo global, el acreditado historiador del Derecho canónico A. García anota: «Bien puede afirmarse que los mé­ritos positivos de este Código son, en definitiva, muy similares a los del Concilio Vaticano II, que encuentran aquí una formu­lación normativa» 10. Refiriéndose a la eclesiología, añade Jimé­nez U1'1'esti: «El Vaticano II ha supuesto un esclarecimiento y avance en no pocas cuestiones eclesiológicas, hasta haber for­mulado una nueva eclesiología: la de la Iglesia como comunión. y esa novedad eclesiológica ... ha sido estudiada y proyectada, como exigencia a la vez que como fundamentación teológica, hacia planteamientos de un consonante Derecho canónico. Así, termina por formularse un nuevo Código canónico, cuya nove­dad canónica responde a la novedad eclesiológica del Conci­lio» 11. No obstante la verdad general contenida en estas afir­maciones, hay que confesar que la recepción de los contenidos eclesiológicos del Vaticano II no se ha incorporado en el Có­digo de 1983 con la lógica deseada y requerida 12.

Aplicando estas conclusiones a nuestro tema, debe recordar­se que el Vaticano II no fue, en efecto, el Concilio de la po­breza que añoraron algunos sinodales. El cardenal Lercaro, en la Congregación General 35, ya sugirió que se tratase el tema de la Iglesia de los pobres, porque «el misterio de Cristo en la Iglesia es siempre, y sobre todo hoy, la Iglesia de todos, pero especialmente de los pobres» 13. La persuasiva sugerencia no fue atendida. El ambiente no estaba aún suficientemente preparado. Pero dejó un impacto tangible que se reflejó en enunciados fundamentales, ricos y llenos de sentido cristológico y eclesio­lógico. Idénticos recortes -y algunos más- se perciben en el Código de 1983, a pesar del tiempo transcurrido entre la pro­mulgación de éste y el Concilio. Incluso en ese espacio inter­medio la teología y la pastoral han avanzado en comprensión y preocupación por el pobre.

10 Código de Derecho Canónico, edición bilingüe comentada, Madrid, BAC, 1983, introducción, p. LlII.

11 «Eclesiología subyacente en el nuevo Código Canónico», en XVIII Semana Española de Derecho Canónico, Salamanca, Universidad Pontifi­cia, 1984, pp. 85-86.

12 Cfr. AA. VV., La recepción del Vaticano II, Madrid, Ed. Cristian­dad. 1987, pp. 315 ss.

13 Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, vol. 1, pars. IV, Ciudad del Vaticano, 1971, pp. 327·328.

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Cuando se habla de la Iglesia de los pobres no debe enten­derse sólo que una parte de la misma se dedique preferente­mente a los necesitados, sino que abarca también «una nota constitutiva y configurativa de toda la Iglesia, de suerte que ésta o es de los pobres o deja de ser la Iglesia verdadera y santa querida por Dios. La Iglesia debe ser una, santa, católica, apos­tólica y pobre, porque la Iglesia se configura desde el reino anunciado por Jesús» 14.

Teniendo en cuenta este doble sentido, se advierten en el Código actual diferencias en la legislación sobre la pobreza. Unos cánones reflejan el deber ser pobre o vivir la pobreza evangélica para configurar la Iglesia de los pobres, aunque sin la debida explicitación y amplitud, salvo en casos particulares. En otros, con mayor precisión y extensión, se ordena y urge el servicio a los necesitados. Ahora bien, en ninguno de ellos se define qué se entiende por pobre, ni qué se comprende por pobreza evangélica. Puede afirmarse sin ambages que no los restringen a conceptos socio-económkos. Pobre no es sólo quien carece de bienes materiales para la existencia, sino también quien ha sido privado injustamente de los derechos debidos a toda persona humana. Y la pobreza evangélica se enfoca en y desde Cristo, dejando a los peritos las precisiones más con­cretas 15.

1. Ser pobre

Todo fiel cristiano, por el hecho de estar incorporado a Cris­to y ser miembro de la Iglesia, está obligado a vivir la pobreza evangélica. El Código supone este deber fundamental del cris­tiano y lo incluye globalmente en la urgencia de que lleve una vida sana y congruente con la doctrina del Evangelio (cc 212; 217). Bajo este aspecto es menos explícito que el Concilio (LG

[4 I. ELLACURIA, en Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid, Ed. Cristiandad, 1983, p. 799.

[5 Cfr. S. M.a ALONSO, La vida consagrada, Madrid, 1978, pp. 280 ss.: L. BOFF, Testigos de Dios en el corazón del mundo, Madrid, 1979, pp. 131 ss.: A. BANDERA, Institutos de vida consagrada: Derecho canónico y teología, Madrid, 1987, pp. 106-108; G. GUTIÉRREZ, Teología de la libe­ración, Salamanca, Ed. Sígueme, 1985, pp. 376-386; F. M.' LÓPEZ-MELUS, Las Bienaventuranzas, Zaragoza, 1982, pp. 143 ss.

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8,42; OS 72,88). No se diga del clima postconciliar 16. Se podía haber procedido como en la inculcación de la obediencia a las enseñanzas y directrices doctrinales de los Pastores sagrados (cc 212, 1, Y 752-754).

Por lo que respecta a la obligación jurídica, el ordenamiento canónico señala diferencias entre los laicos, clérigos y consagra­dos por votos o vínculos. Veámoslas.

Laicos.-En el Código de 1983 no se encuentra una ley for­mal y directa que imponga a los seglares vivir pobremente. Pres­cripciones genéricas hay varias. Se les apremia a poner en prác­tica su obligación peculiar de «impregnar y perfeccionar el or­den temporal con el espíritu evangélico y dar así testimonio de Cristo, especialmente en la realización de esas mismas cosas temporales yen el ejercicio de las tareas seculares» (c 225 § 2); se les recuerda el deber y el derecho de conseguir conocimientos de la doctrina cristiana de acuerdo con su capacidad y condi­ciones para vivirla, proclamarla y defenderla (c 229 § 1); han de ser testigos del anuncio evangélico con la palabra y con el ejemplo de vida cristiana (c 759), etc.

Clérigos.-Algo más explícito resulta el ordenamiento del Código -aunque no en las debidas proporciones- acerca de la pobreza de los clérigos. El decreto Optatam totius exige que los seminaristas se eduquen «en el tenor de una vida pobre» (n. 9). El Presbyterorum ordinis invita a los sacerdotes seculares a que abracen «la pobreza voluntaria por la que se conformen más manifiestamente a Cristo» y les aconseja «cierto uso común de las cosas, a ejemplo de aquella comunidad de bienes que se exalta en la historia de la primitiva Iglesia ... y, por esa forma de vivir, pueden llevar laudablemente a la práctica el espíritu de pobreza que Cristo recomienda» (n. 17). En cambio, el Có­digo, que establece las líneas básicas de la formación espiritual (cc 245-247), doctrinal (cc 248-252 Y 254) y pastoral (cc 255-

16 Ya en 1968 escribía F. SEBASTIÁN: «La pobreza está alcanzando por primera vez en la Iglesia un rango verdaderamente teológico. No podemos ya pensar en la Iglesia ni hablar de vida cristiana sin contar con ella. La ec1esiología postconciliar ha de considerar la pobreza como una cuali­dad de la Iglesia, como una de sus notas, algo que hemos de realizar solidariamente entre todos los cristianos. Este movimiento doctrinal y práctico no ha hecho más que empezar. Pienso que sería una equivoca­ción considerarlo como una moda caprichosa y pasajera». Religiosos y re­ligiosas ante la Iglesia de mañana, Madrid, PPC, 1968, p. 217.

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258) de los seminaristas, nada especifica sobre la educación en la pobreza evangélica, cuando llega a formalizar los actos de piedad (e 246). Simplemente requiere que se armonicen la for­mación espiritual y la preparación doctrinal de manera que al­cancen los seminaristas «la debida madurez, el espíritu del Evangelio y una estrecha relación con Cristo (c 244; cL e 1.029). Ordena que en cada nación haya un plan de formación sacerdo­tal establecido por la Conferencia Episcopal (c 242) y cada seminario tenga, además, un reglamento propio (e 243). Sobre la vida de los clérigos -no sólo de los sacerdotes- impone la obligatoriedad de «vivir con sencillez y abstenerse de todo aque­lla que parezca vanidad» (e 282 § 1). A los obispos diocesanos, en particular, les urge «a dar ejemplo de santidad con su cari­dad, humildad y sencillez de vida» (e 387). ¿Qué se comprende por sencillez de vida ... ? Opinamos que la realidad eclesiástica actual se armoniza mejor con la prescripción. Pero no alcanza el empeño, recomendado por el Vaticano II a los presbíteros, de abrazar la pobreza voluntaria. Es una de las consecuencias de no sentir aún el comezón de encarnar la Iglesia pobre en una parte de los miembros externamente más representativos, los clérigos, que «están obligados a buscar la santidad por una razón peculiar, ya que, consagrados por un nuevo título en la recep­ción del orden, son administradores de los misterios del Señor al servicio del pueblo» (c 276 § 1).

No obstante esta preterición, el Código refuerza los conatos de implantar y conservar la vida común de los clérigos. Acon­seja vivamente «una cierta vida en común» y su mantenimiento «allí donde esté en vigor (c 280), dejando a los interesados la dimensión y las modalidades: convivencia habitual, mesa co­mún, reuniones frecuentes y periódicas, comunidad de bienes. Es más, dispensa al párroco de residir en la casa rectoral, ubi­cada cerca de la iglesia parroquiaL si habita «en una casa común de varios presbíteros» (e 533 § 1) 17.

Para que los clérigos den un testimonio de sencillez y pobre-

17 Entre los sacerdotes, «cierta alergia a la vida común -escribe J. ESQUERDA BIFET-, a pesar de la doctrina eclesial, ha podido originarse en la falta de vida comunitaria verdadera», Teología de la espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC, 1976, p. 227. Pablo VI, en la Encíclica Sacer­dotalis caelibatus, subrayaba: «Nec satis unquam sacerdotibus commen­dabitur quaenam vitae communis forma, ut sacerdotale munus magis magisque pietate imbuatur», AAS, 59 (1967), p. 689.

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za deben destinar a las necesidades de la Iglesia y a obras de caridad los bienes sobrantes «de su honesta sustentación y del cumplimiento de las obligaciones de su estado» y adquiridos «con ocasión del ejercicio del ministerio» (c 282 § 2). La exi­gencia no es excesiva, pero amplía la norma del canon 1.473* del Código de 1917, que solamente requería la donación de la parte excedente de los frutos del beneficio 18.

Consagrados por votos o vínculos.-Si la normativa del Có­digo actual sobre la vida pobre de los laicos resulta insignifi­cante y la de los clérigos parca, no puede decirse lo mismo sobre la pobreza de los que profesan los consejos evangélicos mediante votos u otros vínculos sagrados. Sintetizando los abun­dantes textos, doctrinales y prácticos, sobre la teología y vida religiosas elaborados por el Concilio Vaticano 11 (LG 43-47 Y todo el decreto PC), los formula concisamente en estilo cano­nístico. De este modo aparecen unidos la ley y el fundamento de la misma. La teología viene a ser -y se percibe- como el fondo y la base del derecho. Nunca debe justificarse la norma por sí misma; porque está mandado. Menos en el derecho de la Iglesia. Aplicando esta conjunción a los cánones de la pobre­za de los religiosos, los principios teológicos no sólo justifican la ley, sino la vivifican.

Se empieza asentando que la profesión de los consejos evan­gélicos en forma estable compromete a seguir a Cristo más cerca bajo la acción del Espíritu Santo (c 573). Se fundamentan los consejos evangélicos «en la doctrina y en los ejemplos de Cristo Maestro». Son «dones divinos que la Iglesia ha recibido del Señor y que conserva siempre con su gracia» (c 575), y me­diaciones concretas para seguir más íntimamente diversos aspec­tos de la vida de Jesús (c 577). Compete a la autoridad de la Iglesia interpretarlos, dirigir su práctica por medio de normas, determinar con la aprobación canónica las formas estables de vivirlos y cuidar que los institutos aprobados «crezcan y florez­can según el espíritu de los fundadores y las sanas tradiciones» (e 576). Todos los que los abrazan por la profesión han de

18 Cfr. J. M." PlÑERO, La ley de la Iglesia, Madrid, «Atenas», 1985, t. 1, pp. 379-380. Tanto el Código de 1917, c. 142*, como el actual, c. 286, con algunas variantes, prohíben a los clérigos el ejercicio de la negociación y del comercio, entre otros motivos, para evitar la avaricia. Cfr. E. REGATILLO, Institutiones iuris canonici, Santander, Sal Terrae, 1956, t. 1, p. 209.

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observarlos fiel e íntegramente (c 598 § 2). Cada consejo evan­gélico, en particular, basa su contenido específico en Jesucristo­virgen-pobre-o bedien te.

En orden al consejo de pobreza, que es el que nos interesa, el Código exige a todos los que se han comprometido a obser­varlo por medio de voto o vínculo, a llevar «una vida pobre de hecho y de espíritu, esforzadamente sobria y desprendida de las riquezas terrenas» (c 600). Es una ley común que urge a todos los que lo profesan, bien en un instituto religioso o secu­lar, bien sea un anacoreta (c 603 § 2) o un miembro de una sociedad de vida apostólica, en la cual se emita tal vínculo (c 731 § 2, 732).

Obliga, además, a la dependencia y limitación en el uso y disposición de los bienes propios o ajenos. La prescripción afec­ta a todos. No sólo a los súbditos. También a los superiores. Para que aquéllos dependan, éstos pueden disponer. Mas no con absoluta autonomía. Deben atenerse a los límites fijados por la norma general de la Iglesia y la particular del instituto. No obstante la ley común, la dependencia y limitación admiten grados que determinará el derecho propio o la naturaleza pro­pia de cada instituto. No son los mismos para un religioso que para un miembro de instituto secular o un ermitaño.

Los miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica que profesan vínculo de pobreza deben ate­nerse a las normas peculiares del derecho propio. El anacoreta dependerá de la propia iniciativa y de la dirección del obispo diocesano. En cambio, el Código marca las líneas generales sobre la dependencia en el uso y disposición de los bienes para los religiosos, que pueden ser completadas por las constituciones y directorios propios.

El Derecho canónico impone a todos los religiosos que, antes de la profesión temporal, han de ceder total y absoluta­mente la administración de los bienes propios a quienes prefie­ran. Podrán disponer libremente del uso y usufructo de ellos tanto cuanto se 10 permitan las constituciones. Y, antes al me­nos de la profesión perpetua, garantizarán la cesión por testa­mento válido a tenor de las formalidades del Derecho civil. Para cambiarlo necesitan un motivo justo y la autorización del supe­riol' competente. Además, todo lo que adquieran después de pro­fesos pOI' la propia laboriosidad, pensiones, subsidios, seguros

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o por razón del instituto pertenece a éste, a no ser que el Dere­cho propio disponga otra cosa (c 668, § 1-3).

Los que profesan en un instituto religioso, que por su propia naturaleza exige la renuncia plena y radical de bienes -las órdenes religiosas de votos solemnes del Código de 1917 (ca­non 488, 2.°*)_ antes de la profesión perpetua han de abdicar y desprenderse incondicionalmente de todos los bienes patrimo­niales, derechos y facultades ya adquiridos y de los que se tenga una expectativa, garantizada absoluta o relativamente, en favor de quienes les plazca 19. Tal renuncia surte efectos a partir del día de la profesión perpetua, y hace que el religioso pierda la capacidad de poseer y adquirir, «por lo que son nulos los actos contrarios al voto de pobreza» (c 668 § 5). A ser posible, debe formalizarse de modo que origine los efectos consiguientes ante el Derecho civil. Es el testimonio vital más fuerte y significativo de la pobreza evangélica, del desprendimiento y despojo. Im­plica una de las secuelas y consecuencias del desasimiento más radical de la persona.

El Código de 1983 ha incrementado el número de religiosos que pueden efectuar la renuncia total o parcial de bienes. De acuerdo con el derecho propio, la autorización del superior competente y los requisitos anotados, pueden hacerla los miem­bros de las anteriormente denominadas congregaciones religio­sas (c 668 § 4)20.

Los efectos de la renuncia de los bienes patrimol1iales gra­vitan sobre los religiosos elevados a obispos diocesanos o car­gos equiparados (cc 381 § 2, con 268). Si por la profesión religiosa renunciaron al dominio de sus bienes, podrán adminis­trar, usar y usufructuar los que adquieran durante el desempeño

19 D. J. ANDRÉS, El derecho de (os religiosos, Madrid, Publicaciones Claretianas, 1983, pp. 465-466.

20 El Código de 1917, c. 583, 1.0*, prohibía terminantemente que el profeso de votos simples en las congregaciones religiosas abdicara el do­minio de sus bienes. En cambio, el decreto Perfectae caritatis ya permitió que las congregaciones religiosas pudiesen autorizar por las Constituciones a sus miembros la renuncia de los propios bienes patrimoniales, adquiri­dos o por adquirir (n. 13). Poder que el motu proprio Christus Dominus sanciona y establece el procedimiento de convertirlo en obligación o de dejarlo en pura facultad (II, n. 24). El Código actual completa la per­misión e introduce algunas modalidades, que se advierten comparando el c. 668, § 4, con los números de los documentos citados.

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del oficio, pero la propiedad de ellos pertenecerá a la iglesia particular que gobiernen (c 706, 1.0) 21.

Hay otra exigencia a la que puede llevar el desprendimiento requerido por la pobreza profesada por voto o vínculo sagrados. Se trata de los casos en que un profeso particular contrae deu­das u obligaciones. Si las adquiere sin licencia alguna de los superiores, toda la responsabilidad recae sobre él y 110 en la persona jurídica: comunidad, provincia o instituto (c 639 § 3). Puede preguntarse, ¿cómo podrá asumirlas si carece de recursos económicos o es un religioso que renunció total y absoluta­mente a todos los bienes materiales? Jurídicamente sólo le queda una salida; entablar Ulla acción procesal «contra aquel que aumentó su patrimonio a causa del contrato realizado» (c 639 § 4). En los tribunales eclesiásticos sería más fácil ganar la demanda. Si tuviese que acudir al juez civil, la dificultad aumen­taría. Podría quedar el religioso en una situación muy enojosa que sólo se superaría por medio de la caridad. La ley canónica resulta severa. Es una consecuencia rigurosa del despojo efec­tivo que reclama el voto o vínculo de pobreza desde la vertiente jurídica 22.

El Código no obliga únicamente a que los consagrados por votos o vínculos practiquen una pobreza individual, afectiva y efectiva. Impone también testimonios y gestos sociales de po­breza colectiva. Los institutos, provincias y casas han de evitar «cualquier apariencia de lujo, lucro inmoderado y acumulación de bienes» (c 634 § 2) 23. El valor testimonial no ha de que­darse en aspectos externos y negativos; en la «preocupación por aparecer pobres que podría resultar demasiado superfi­cial» 24. Exige más: sintonizar con la sensibilidad actual, entrar

21 Los religiosos-obispos que no renunciaron a la propiedad de bienes por la profesión recuperan el uso, usufructo y administración de los que poseen, y adquieren para ellos mismos los que obtengan con posterioridad a la elevación al episcopado (c. 706, § 2). Sobre las repercusiones del voto de pobreza en los religiosos consagrados obispos titulares, cf.r. Códi­go de Derecho Canónico, nota al c. 706.

22 El Código ordena, además, que los religiosos lleven el hábito propio «como signo de su consagración y testimonio de pobreza» (c. 669).

23 Opinamos que la traducción de las palabras quamlibet speciem [uxus del c. 634, § 2, por «cualquier aparienoia de lujo», no es del todo exacta. Significan algo más que el aspecto exterior. Hubiese sido mejor traducir­las por «cualquier clase o especie», que indican más.

24 «Evangelica tes·tificatio», AAS, 63 (1971), p. 509.

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en la corriente pauperística eclesial, tener en cuenta las circuns­tancias de los distintos lugares y destinar parte de los bienes propios «a las necesidades de la Iglesia y al sustento de los pobres» (c 640) 25. Urge en particular a cada instituto que esta­blezca normas apropiadas sobre el uso y administración de los bienes comunes «con lo que fomente, defienda y manifieste la pobreza que le es propia» (c 635 § 2 con 718 y 741 § 1). Ta­les normas han de conducir a poner en práctica los anhelos del Concilio Vaticano II de expresar la vida pobre «con nuevas formas» (PC 13), requeridas por las condiciones peculiares de nuestros tiempos 26.

2. Servicio a los pobres

Si la Iglesia en el correr de los siglos ha suscitado y practi­cado obras de caridad, que han aliviado cuantiosos sufrimientos y miserias de toda clase, en tiempos recientes ha acentuado su propia responsabilidad en ámbitos más amplios que los de mero socorro. Nos referimos a los problemas socio-económica-labo­rales comprendidos en 10 que se ha llamado cuestión social. No es que tuviera relegados los imperativos de la justicia. Habían aparecido circunstancias y modalidades que, desde el magisterio, la acción pastoral y solidaridad con la clase obrera y menes­terosa, necesitaban iluminación doctrinal, apremio y resoluciones prácticas para atajar injusticias manifiestas y para promocionar la dignidad, el desarollo y bienestar de todas las personas, espe­cialmente de los pobres y marginados.

Cuestión social y doctrina social de la Iglesia vienen a ser correlativas. No obstante, la última expresión ha recibido y re­cibe críticas. Incluso en documentos pontificios ha sido sustitui­da por otras denominaciones 27. Ha evolucionado y se ha des­arrollado «en estrecha relación con los procesos históricos de las relaciones sociales en la sociedad económica moderna y con el de la reflexión contemporánea, cada vez más atenta al com-

25 D. J. ANDRÉS, o. e., p. 248, identifica necesidades de la Iglesia con el sustento de los pobres.

26 Cf. F. SEBASTIÁN, O. o" pp. 234-235; K. RAHNER, Escritos de teolo­gía, t. VII, Madrid, Taurus, p. 509.

27 Cfr. J. C. SCANNONE, Teologta de la liberación y doctrina social de la Iglesia, Madrid, Ed. Cristiandad, 1987, pp. 173-174.

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pIejo de los datos, a las múltiples dimensiones de la realidad económico-social y a la amplitud del objeto» 28. Aunque apao

reció con algún retraso, sin embargo, ha servido y sirve para promover la justicia social y para ayudar a solventar los pro­blemas acucian tes de los trabajadores e indigentes.

El Código de 1983 no emplea las mismas cláusulas para explesarla. Recoge de una manera global, abierta y dinámica, sus requerimientos. Insiste en el postulado fundamental de que compete a la Iglesia «proclamar principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar juicio sobre cualesquiera asuntos humanos en la medida en que 10 exijan los derechos fundamentales de la persona humana» Ce 747 § 2), Entre los asunlos humanos que requieren atención especial se cuentan los problemas inherentes a la justicia social. Por eso, entre las obligaciones básicas de todo fiel cristiano apremia el deber de promocionarla Cc 222 § 2). A los seglares en particular, que deben aventajarse en el apostolado de la acción social cristiana (Apostolicam actuositatem, n. 7), les rememora la incumbencia de informar con espíritu evangélico el orden temporal Cc 225 § 2) Y les recomienda las asociaciones que tengan esta misma finalidad Cc 327). Exige a los responsables que los aspirantes al sacerdocio reciban una formación práctica para ayudarles a captar las cuestiones sociales más urgentes Cc 256 § 2), y a los párrocos, que fomenten «las iniciativas con las que se promueva el espíritu evangélico, también por lo que se refiere a la justicia social» Ce 528 § 1).

Para mayor abundancia podían añadirse otros cánones que contienen normas más genéricas (cf. ce 227, 250-252, 659-661, 713, etc.). Opinamos que los citados son suficientes. Si se estima que la legislación canónica en este aspecto resulta sucinta, nos­otros creemos que guarda una proporción equilibrada dentro de un ordenamiento general.

Se observa en el Código de 1983 una considerable preocu­pación para que las obligaciones de la justicia social se lleven a un leal cumplimiento en la Iglesia. Esta preocupación puede sintetizarse en dos principios. Primero, se garantizan a toda persona, dedicada de modo permanente o temporal a un servicio

28 J. L. CÁLVEZ-J. PERRIN, Iglesia y sociedad económica, Bilbao, Men­sajero, 1965, p. 25.

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especial en la Iglesia, los derechos a una retribución decorosa, a la asistencia médica y a la previsión y seguridad sociales para casos de enfermedad, invalidez o jubilación. Se apremia, en segundo término, a que se cumplan en materia socio-laboral cuidadosamente las leyes civiles sobre los contratos de trabajo, y a que el salario pagado cubra justa y decorosamente las nece­sidades de los contratados y de los suyos (c 1.286). Ambos postulados se aplican cuando son ocupados o contratados laicos para un servicio especial o trabajo en la Iglesia (c 231 § 2). Se utiliza el primero para todos los clérigos, aún para las diáconos casados, dedicados plenamente al ministerio eclesástico. En cuanto a la retribución, debe ser de suerte que pueda «proveer a las propias necesidades y a la justa remuneración de aquellas personas cuyo servicio necesitan». Si se trata de diáconos casa­dos la retribución debe cubrir convenientemente el sustento per­sonal y de la propia familia, salvo el caso de que, por otra profesión, reciban una paga congruente (c 281). En particular, se encarga a los obispos que atiendan con peculiar solicitud a los presbíteros en 10 referente a la «decorosa sustentación y asistencia social» (c 384) Y miren para que no falte a los pá­rrocos jubilados la conveniente manutención y vivienda (c 538 § 3). La Conferencia Episcopal ha de cuidar que el obispo dimisionario disponga de 10 necesario «para su conveniente y digno sustento», haciendo recaer esta obligación sobre la dióce­sis a la que sirvió (cc 402 y 707).

Donde el Código alcanza una riqueza distintiva es en las normas relativas a la solicitud por los pobres. La Iglesia goza del derecho nativo e independiente de disponer de un patrimonio para sus propios fines. Entre éstos se cuenta «hacer obras de caridad sobre todo con los necesitados» (c 1.254). Para algu­nos autores «el destino de los bienes de la Iglesia es eminente­mente social, y su función principal es el cuidado de los pobres, la ayuda a los necesitados: de aquí se derivaría, fundamental­mente, la inalienabilidad de dichos bienes, para que éstos no quedasen sustraídos a esa función eclesial» 29. E. Carecco, des­pués de criticar que el Código de 1983, en la parte dedicada a regular el patrimonio eclesiástico, considera la Iglesia más

29 F. R. AZNAR, La administración de los bienes temporales de la Iglesia, Salamanca, Universidad Pontificia, 1984, p. 43.

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como sociedad que como comunión, añade: «Cabría pregun­tarse si la opción preferencial por los pobres, formulada por el magisterio en el documento de Puebla, no habría podido inducir a la Comisión a recoger la idea de la Iglesia antigua de que los pobres no son únicamente los beneficiarios del patrimonio de la Iglesia, sino también sus titulares, al menos desde el punto moral, si no desde el jurídico» 30.

Sin entrar en la discusión y sin llegar a la deseada utopía, en el Código se deja traslucir una verdadera solicitud por el servicio a los pobres.

Todo cristiano, además de la obligación perentoria de ayudar a la Iglesia en sus empeños -entre los que se cuentan las obras de caridad~, tiene el ineludible deber de socorrer a los pobres con sus propios bienes (c 222 § 2). Puede cumplirlo de modo individual o incorporándose en una asociación, cuya finalidad sea la realización de obras de caridad. No olvidemos que goza del derecho humano y eclesial de asociarse (cc 215, 299 § 1) para emprender y llevar a la práctica los objetivos de la propia Iglesia. Las asociaciones pueden elevarse a la categoría de per­sona jurídica pública o privada, constituidas por el propio de­recho o aprobadas por la autoridad competente mediante un decreto formal (cc 114 § 1, 322 § 1). Incluso se admiten sin personalidad jurídica (cc 310 y 322 § 2). Según la clase a que pertenezcan, tendrán mayor o menor independencia de la jerar­quía eclesiástica para emprender y alcanzar las peculiares fina­lidades. Entre los objetivos para que son constituidas, destacan la promoción y ejercicio de obras de caridad (cc 114 § 2, 215). De hecho, siguiendo la tradición eclesial, son abundantes las que se dedican a tal finalidad. Mediante ellos la Iglesia remedia muchas necesidades, alivia a los pobres, promociona a los más débiles.

En particular, se manda a los obispos diocesanos que cons­tituyan una masa común, entre otros fines, para ejercer la bene­ficencia y para que «las diócesis más ricas puedan ayudar a las

30 AA. VV., La recepción del Vaticano !l, pp. 307-308. F. SEBASTIÁN, por su parte, sugiere: «Si existiera una verdadera comunidad oristiana, en la que todos fuéramos igualmente admitidos, en la que cada uno pu­diera encontrar su propio puesto, se podría ir llegando a la situación ideal de que los bienes de la Iglesia no fueran de-la mitra, ni de la curia, ni del clero, sino que fueran efectivamente de la comunidad y estuvieran destinados a sus obras de apostolado y de miserkordia», o. C., p. 325.

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más pobres» Cc 1.274 § 3). A los párrocos, que tanta eficiencia pueden ejercer en el aspecto humanitario y caritativo, se les recuerda que preten una dedicación particular «a los pobres, a los afligidos, a quienes se encuentran solos o que sufren espe­ciales dificultades» C c 529 § 1). Para dar un testimonio colectivo de desprendimiento y caridad, se pide a los institutos de vida religiosa que se esfuercen en destinar parte de sus bienes a los pobres Cc 640). De modo especial se inculca a los institutos religioso-Iaicales, que tienen como carisma propIo prestar diver­sos servicios a los hombres mediante las obras de misericordia espirituales y corporales, «permanezcan con fidelidad en la gra­cia de su vocación» Cc 674).

Por fin, se explicita que la Iglesia realiza su función santifi­cadora por medio «de las obras de penitencia y caridad, que contribuyen en gran medida a que el Reino de Dios se enraíce y fortalezca en las almas y cooperan también a la salvación del mundo» Cc 839). y se faculta a las Conferencias Episcopales que puedan sustituir las penitencias del ayuno y de la abstinen­cia, establecidas en la norma común, por obras de caridad Cc 1.253).

Hemos recogido las principales prescripciones del Código de Derecho Canónico de 1983 sobre la pobreza evangélica y sobre la ayuda a los pobres. No hemos agotado la materia. Ni todas las leyes citadas encierran la misma importancia y trans­cendencia. En conjunto, puede afirmarse que la Iglesia en su legislación general ha dado pasos interesantes, aunque en algu­nos aspectos -como hemos apuntado- resulta parca. Con ello ha puesto de relieve la obligación eclesial de vivir la pobreza cristiana y de la asistencia a los necesitados para cumplir la totalidad de su misión. Ahora bien, una cosa es la ley y otra, muy diferente, su fiel cumplimiento.

11. Los POBREs EN LA TEOLOGÍA MORAL

Seguimos el mismo procedimiento que hemos adoptado en el apartado anterior. Distinguimos el deber moral de ser pobres y la obligación de ayudar a los indigentes.

El primer tema, hasta hace poco tiempo, no se lo planteaban los moralistas. Lo remitían a la teología espiritual 0., si intro-

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dudan en sus obras el tratado sobre el estado religioso, lo dilu­cidaban exclusivamente en relación con los religiosos, que se comprometían por la profesión a vivir en pobreza. Actualmente se ha comenzado a tratar con interés, pero no se ha conseguido su completa sistematización.

Consideraban el segundo, al desarrollar las cuestiones sobre las exigencias de la caridad y los imperativos de la justicia. En la explanación se atenían a las reglas impuestas por el método pl'evalente en el tiempo. Hasta la publicación de la Encíclica Rerum Novarum, los autores venían repitiéndose unos a otros con pequeñas y ligeras variantes. Promulgada ésta, comenzaron a examinar el alcance de la doctrina social de la Iglesia, a con­cretar las obligaciones que entraña y a discutir los puntos más o menos controvertidos.

Después del Concilio Vaticano JI la renovación de la teolo­gía moral abre nuevos cauces, iniciados con precaución en años anteriores. Con respecto a nuestro tema, los moralistas no se repiten tanto. Se fundamentan más en los datos revelados, se ponen en contacto con la realidad actual y hacen juicios críticos de valoración sobre los documentos sociales del magisterio ecle­siástico. Viene a ser un paso intermedio o, mejor, una especie de preludio de la teología de la liberación. Para ésta -que «su palabra clave no es quizá 'liberación', sino 'opción por los pobres'» 31_, los necesitados adquieren una relevancia y preo­cupación especiales con repercusiones directas en el comporta­miento moral.

1. Pobreza cristiana

La pobreza constituye «uno de los temas más sugestivos y complejos de la Biblia por su profunda incidencia en el talante ético de la comunidad cristiana y de cada uno de sus miem­bros» 32. Cuando Jesús la asumió y la presentó como ideal de su mensaje, ya había llegado a una espiritualización elevada. Del fenómeno social, escandaloso e infortunado, había evolu­cionado al ritmo cultural y espiritual hacia la actitud religiosa

31 N. LOHFINK, «Biblia y opción por los pobres», Selecciones de Teo­logia, 26 (1987), p. 273.

32 AA. VV., Praxis cristiana, Madrid, Ed. Paulinas, 1980-1986, t. III, p.28.

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de humildad y confianza en Dios. Jesús, al desposarse con ella, enlaza y consuma la prolongada trayectoria del An­tiguo Testamento y la completa hasta la última perfección. Es el «pobre de Yahvé» que encarna la novedad de la pobreza de un Dios. Belén (Lc 2,7), Nazaret (Mc 6,3), la vida pública (Mt 8,20), la cruz (Mt 27,35), son otras tantas formas progre- I

1 sivas de pobreza, que llevan a Cristo por el camino del despojo total, convirtiéndole en el pobre por antonomasia. No sólo se 1 vacía de los bienes materiales. Sufre en los momentos culmi-nantes de la inmediatez de la muerte el desamparo del Padre (Mc 15,35), prueba de la pobreza espiritual más consumada 33.

A tan radical desprendimiento corresponden en él la entrega y apertura al Padre. Le confía íntegramente la plenitud de sus proyectos de vida y del cumplimiento de su misión On 4,34; 5,19-30; Lc 2,31-32).

Predica el mensaje de salvación a todos. Preferentemente, a los pobres y marginados (Mt 11,5-6; Lc 4,18-21), con los cuales se llega a identificar (Mt 25,35-46). Llama en primer lugar felices a los que carecen de bienes materiales (Lc 6,20) y a los que tienen espíritu de pobres (Mt 5,3) 34. Es más, advierte de la peligrosidad de las riquezas. No se puede «servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13); la seducción de la opulencia ahoga la Pa­labra de Dios (Mt 13,22); ¡qué difícil es que los ricos entren en el Reino de Dios! (Mc 10,23).

Adémás de vivir Jesús la pobreza espiritual y efectiva per­fectas, comparte 10 necesario para su existencia con los necesi­tados On 13,29) y reclama a los demás que hagan partícipes de los propios bienes a los pobres. Les exige que den y presten con generosidad (Lc 6,30 y 34).

La gran novedad ejemplarizada por Jesús la constituye el hecho de asumir la pobreza voluntariamente e invitar a los

33 Cfr. S. JUAN DE LA CRUZ, «Subida del Monte Carmelo», 1'. n, c. 7, nn. 9-11, Obras completas, Madrid, EDE, 1980, pp. 262-263.

34 F. M." LÓPEZ-MELÚS comenta: «Mientras en Lucas se habla de la pobreza como una situación real de opresión y carencia, Mateo señala la actitud de espíritu que debe animal' a los discípulos del Maestro, en me­dio de esa pobreza. La pobreza material no queda excluida. Al contrario, los que tienen alma de pobres son los hombres que no oprimen ni abusan de sus hermanos, hombres humildes que al contacto con el necesitado saben ponerlo todo a su servicio. Un rico con alma pobre es un hombre que toma partido por los pobres y sabe empobrecerse para enriquecer a otros, a imitación de Cristo .. ,». Las Bienaventuranzas, p. 212.

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demás a que realicen lo mismo. De este modo la pobreza ya no es una situación sufrida, sino una actitud elegida consciente y libremente.

El ejemplo y las enseñanzas de Jesús sobre la pobreza im­pactan a la primitiva Iglesia. La verdadera fraternidad que, en torno al Señor Resucitado viven los primeros cristianos, se ex­presa en una koinonía integral que llega hasta la puesta en co­mún de los bienes materiales. Se desprenden de las propiedades en provecho de la comunidad y para ayuda de los pobres (Hch 2,44). No faltan, y muy pronto, las dificultades, que el mismo Lucas detecta, para la realización completa y la con­tinuación de tan excelso ideal: el caso de AnanÍas y Sarifa (Hch 5,1-11), la desorganización (ib., 6,1). Con todo, siempre se mirará con nostalgia la comunión de vida, la comunicación y destino de los bienes materiales en la Iglesia primitiva de J eru­salén.

Los Apóstoles, que habían dejado todo para seguir a Cristo, predican el Evangelio en pobreza. No tienen 01'0, ni plata, sino el poder taumatúrgico del nombre de Jesús (Hch 3,6), la riqueza de la palabra evangélica (1 COl' 1,5) y el don de la gracia de Dios (Ef 3,7). Convencidos de que el Topoderoso elige los me­dios más débiles e insignificantes para realizar su plan salvífico, depositan toda la confianza en la fuerza del Señor. Así pues, en la pobreza más estricta cumplen su misión, efectuándola al «estilo de Dios tan formidablemente cantado por Mada en su cántico (Lc 1,46-55) y tan drásticamente reclamado por Santiago en su carta (2,57)>> 35.

La reflexión teológica, tomando como fundamento la vida y el mensaje de Cristo y la abundancia de datos bíblicos sobre la pobreza, se plantea la cuestión acerca del deber moral de ser pobre la Iglesia. El Concilio Vaticano n, que ha destacado la misteriosa comunión entre ambos, Jesús e Iglesia, postula: «Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y per­secución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a todos los hombres... Aunque necesita de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria

" E. VALLACHI, «Pobreza», en Diccionario Enciclopédico de Teología Moral, Madrid, Ed. Paulinas, 1980, p. 843.

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terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación tam­bién con su ejemplo» (LG 8). Con sinceridad debe confesarse que la Iglesia en el correr de los siglos ha tenido fallos, preteri­ciones y deficiencias en el cumplimiento de tales exigencias evangélicas. Sin embargo, la obligación y la urgencia constan con claridad. Actualmente, cuando la cultura del poseer preva­lece sobre la calidad del ser y cuando gran parte de la huma­nidad vive en penuria, debe encarnar en sí misma los requeri­mientos de la pobreza cristiana y predicar el Evangelio de la misma a todos, pobres y ricos. De este modo demostrará ante el mundo, tanto industrializado como subdesarrollado, que el seguimiento de Cristo no es mera consigna, sino su vida y su mensaje. ¿El modo de realizarlo? En algunos aspectos encerrará dificultades. Gracias a Dios van apareciendo anhelos, proyectos y procedimientos merecedores de tenerse en cuenta 36,

Si la Iglesia debe ser pobre, todo cristiano, que se adhiere a Cristo por la fe con la obligación de seguirle, ha de vivir en pobreza. Siendo miembro de Jesús tiene que renovar su ano­nadamiento hasta la muerte configurado en el bautismo. Como hijo de Dios debe poner toda la confianza en el Padre, de quien procede todo bien. Los bienes terrenos de que disponga los posee para cubrir sus necesidades y para ayudar al prójimo en caridad fraterna.

Ahora bien, en la pobreza se distinguen dos aspectos: el espiritual y el efectivo. El primero es una actitud, un despren­dimiento interior de todo 10 creado, que dispone para conside­rar y utilizar las cosas, aun necesarias, como simples medios. No consiste en mero despojo y, menos todavía, en una especie de amargo resentimiento frente a ellas. Lleva una profunda convicción de la propia indigencia para alcanzar la viva con­ciencia de la total dependencia de Dios. Es fruto de una fe viva, de que todo proviene de la gratuidad divina, y de una esperanza confiada en la bondad amorosa de Dios. Origina una apertura y disponibilidad para aceptar los designios de la Providencia y para vivir la situación teologal propia de los hijos de Dios. En

36 Cfr. «Documento de trece compromisos de un grupo de obispos anó­nimos hecho la víspera de la clausura del Concilio Vaticano 11», Conci­Num, 13 (1977), 't. n, pp. 132-135; A. LORSCHEIDER, «Documento XIV: 'La pobreza de la Iglesia'», en Medellín. Reflexiones en ,el CELAM, Madrid, BAC, 1977, pp. 184-189,

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este aspecto todos los cristianos tienen el deber de vivir pobre­mente, a semejanza de Cristo.

La pobreza en su aspecto espiritual, para no convertirse en una pseudo-pobreza o quedar en un espiritualismo irreal, ha de conllevar una voluntad determinada de saber experimental' los efectos de la indigencia. En otros términos, todo cristiano debe saber padecer la pobreza real. Pero no se exige a todos en el mismo grado el despojo completo y real de los bienes materiales. Jesús invita a los Apóstoles que lo abandonen todo (Lc 5,11 y 28; Mc 10,28-31). Es un don de Dios que aceptarán voluntaria­mente aquellos a quienes le sea concedido. No consta que a las piadosas mujeres que le sirvieron con sus bienes (Le 8,1~3), ni a Zaqueo, rico cobrador de contribuciones, que le hospedó y recibió la salvación de Dios (id. 19-1-10), ni a los amigos de Betania (id. 10,38-40 Y Jn 12,5), ni a José de Arimatea, senador opulento, más varón bueno y justo (Mt 27,57; Lc 23,50) les obligase a despojarse de sus propiedades materiales. El mismo Jesús habitó una casa propiedad de José, su padre adoptivo (Mt 1,20 Y 24), ejerce una profesión remunerada (Mc 6,3) y posee un atuendo más que decoroso On 19,23), en contraste con Juan Bautista que lleva un vestido hecho de pelos de came­llo (Mt 3,4). Aun cuando no sea menester desprenderse efectiva­mente de los bienes materiales para segui;' ~ Cristo, las riquezas suponen tremendos peligros, lo que impone una sobriedad de vida. Se ha de evitar toda jactancia proveniente de su posesión (1 Jn 2,16) y se han de compartir con los necesitados. «El que tiene bienes de la tierra, si ve a su hermano padecer necesidad y le cierra el corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (ib. 3,17).

2. En favor de los pobres

La solicitud y asistencia en pro de los pobres constituye una obligación moral emanada de la justicia y de la caridad cris­tianas. Las enseñanzas sociales y pastorales de la Iglesia y la elaboración teológica la han resaltado al examinar varios pro­blemas ético-morales que agrupamos en tres puntos. En el pri­mero sintetizamos las cuestiones más significativas que los mo­ralistas han desarrollado insistiendo en ellas de manera reitera­tiva. En el segundo destacamos que el objetivo fundamental

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de la doctrina social de la Iglesia fue y es la preocupación por los menesterosos, individuos y pueblos, y su promoción social. El tercero tratará sobre la opción preferencial por los pobres.

1.0 Cuestiones morales en relación con los pobres

a) Toda persona que padece una necesidad extrema goza del derecho, reconocido sin ambages y razonado por Santo To­más y los moralistas, de adueñarse de lo ajeno, aunque sea en gran cantidad, si le es imprescindible para remediarlo 37. San Alfonso María de Ligorio comprende por necesidad extrema no sólo el peligro de perder la vida, sino de enfermedad e infamia gravísimas y de la privación perpetua de la libertad 38. Derecho que puede ejercer en favor de sí misma o de otros que sufren tales desgracias. La Constitución Gaudium et Spes asegura: «el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familiares es un derecho que a todos corresponde ... Quien se halla en situación extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena 10 necesario para sí» (n. 69).

b) El hurto acarrea una injusticia que puede ser, por razón de la materia sustraída, grave, relativa o absoluta. La relativa se refiere a la situación económica de una persona determinada. Si se roba a un pobre, aunque la cantidad hurtada no sea nota­ble, fácilmente el perjuicio que se le puede ocasionar es conside-rable y, por tanto, se comete culpa grave 39. '

Para resarcir los daños producidos por las injustas sustrac­ciones, hay que restituir lo robado. En principio, al perjudicado o sus herederos y, a veces, a sus acreedores. «Cuando concurren varias restituciones, el pobre pasa antes que el rico» 40. «Pienso -añade Haring- que la restitución ha de hacerse igualmente

37 II-H, q. 66, a. 7; Summa Silvestrina, Lyon, 1545, fol. 252 r.; C. R. BILLUART, Cursus theologiae, Venecia, 1777-1778, t. I1, De iure et iustitia, Diser. JI, arto VI, pp. 297-298; Collegii Salmanticensis ... Cursus theologiae moralis, Madrid, 1752-1753, t. III, tr. 13, C. 5, un. 31-35, pp. 322-323; S. ALFONSO M.a DE LIGORIO, Theologia moralis, Roma, Ed. Gaudé, 1905-1912, t. JI, pp. 29-34; A. LEHMKUHL, Theologia moralis, Friburgo Brisg., Herder, 1910, t. 1, pp. 637-638; A. Royo, Teología moral para seglares, Madrid, BAe, 1957-1958, t. 1, pp. 577-578; B. HARING, La ley de Cristo, Barcelona, Herder, 1968, t. III, p. 473.

38 O. c.,t. JI, p. 28. 39 L. BABBINI, «Hurto», en Diccionario c., p. 481; H. NOLDIN, Sum­

ma theologiae moralis, Innsbruck, 1957, t. II, p. 378. ~o A. HARING, La ley de Cristo, t. 111, p. 492.

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a los pobres, cuando el perjudicado es un rico cuya conducta es notoriamente desconsiderada con los pobres, y aún injusta» 41.

San Alfonso llega a opinar que en los hurtos pequeños perpe­trados a varios dueños por una misma persona y cuya suma alcanza una cantidad absolutamente grave, se satisface a la obli­gación de restituir repartiendo la cuantía robada a los pobres 42.

En los casos en que, después de una búsqueda diligente, no iden­tifique a la persona damnificada, no se halle o hay duda razo­nable entre muchos quién puede ser el perjudicado, la única salida práctica es entregar lo sustraído a los pobres o a una obra benéfica 43. Idéntica solución dan los moralistas, cuando se ha estafado al Estado, a organismos oficiales y a otras empresas de gran envergadura y hay serias dificultades en la restitución 4'1.

e) La prohibición eclesiástica de la usura logró aliviar al prójimo caído en necesidad o en la miseria. Mas también sirvió para enriquecer a prestamistas no cristianos y poco escrupulo­sos 45. Hoy debe enfocarse de modo diferente a como lo hicieron los moralistas tradicionales. En el préstamo simple de dinero se distinguirá entre interés y usura, como 10 efectúan los ordena­mientos jurídicos civiles. Es correcto, entendido como lucro per­cibido en fuerza del mismo préstamo. No 10 es si se trata de interés desmesurado, porque perjudica al bien común de la eco­nomía y a las necesidades de los pobres. Cobrar un interés

41 lbíd., p. 492 . • 2 O. e., t. n, p. 46; cfr. J. AERTNYS, Theologiae moralis, Tournay,

1893, t. 1, p. 311. " SANTO TOMÁS, 11-11, q, 62, a. 5 ad 3; Diccionario c., p. 482;

M. ZALBA, Theologiae moralis summa, Madrid, BAC, 1952-1954, t. n, pp. 933-934 .

.. B. HARING, o. c., t. 111, p. 493; H. NOLDIN, o. e., t. n, p. 443; A. LEHMKUHL, o. e.,t. 1, p. 698 .

• s La reiterada prohibición de la usura por pal'te de la Iglesia y patro­cinada por los moralistas ha recibido duras críticas. Verdaderamente, en la actualidad, el dinero posee una funcionalidad que no se supo prever en tiempos pasados. «Sin embargo -esoribe atinadamente M. VIDAL-, no todo fue negativo en los planteamientos morales sobre la usura en la ,tradición teológica y eclesiástica. Más allá de las prohibiciones, a veces injustificadas, de la usura, se defendieron un conjunto de valores que todavía tienen vigencia en la aotualidad: la urgencia de la prestación gratuita como acto de liberalidad, la crítica ética de los sistemas legales de interés, la -inmoralidad de la percepción exagerada de intereses cerran­do los ojos a la justa igualdad económica, etc. Por otra parte, autores nada sospechosos, como W. SOMBART y J. M. KEYNES, han reconocido los aspectos positivos de la condena teológica y eclesiástica de la usura.» Moral de actitudes,t. IIl, Moral social, Madrid, PS, 1976, p. 236.

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legal, aún a los indigentes, estará permitido en razón de la jus­ticia conmutativa, pero por encima de ésta estarán las exigencias de la justicia social o, al menos, de la caridad. En un mundo donde los menesterosos, marginados y parados abundan, habrá que preguntarse: ¿No será injusto que algunos aumenten el capi­tal, mientras otros muchos están en la imposibilidad de com­prarse incluso el alimento? 46 ¿El cristiano, al prestar y colocar el dinero, no deberá atender antes a contribuir con sus posibili­dades a extinguir la miseria, favorecer a empresarios honrados, que coloquen parados y ayuden a familias trabajadoras que me­joren las bases de su existencia, que a mayores intereses? 47 ¿ Qué responsabilidades éticas recaen sobre los gobiernos de los países subdesarrollados p01' los gigantescos préstamos concedidos por las naciones opulentas y cuyos réditos apenas pueden pagar? 48

d) Aunque se organice perfectamente el orden de la jus­ticia, siempre en la realidad habrá vacíos. Existirán necesitados ocultos, desconocidos o que están fuera de los márgenes legales. Se necesitan otros medios para ayudarles. Lagunas que pueden y deben llenar las obras de misericordia y caridad.

La misericordia viene a ser una participación en la necesidad del prójimo. No se limita a mera compasión. Debe manifestarse por acciones externas socorriendo al necesitado. Hay obligación de practicarla, cuando apremia la penuria y se la puede subvenir. Según la especie de indigencia que padece la persona, las obras de misericordia clásicamente se dividen en corporales y espiri­tuales, asignando siete a cada grupo. Sin embargo, se cuentan muchas más. Tantas cuantas se hagan en favor del prójimo a impulsos de la caridad.

Entre las obras de misericordia destaca la limosna. Com­prende toda ayuda material que se proporciona desinteresada­mente al pobre por Dios. Pasando por alto varias disquisiciones tratadas por los moralistas, no se negará que la limosna man­tiene perentoriedad de obligación moral 49. Siguen existiendo po-

46 L. ROSSI, «Usura», en Diccionario c., p. 1158. 47 B. HARING, o. c., t. llI, p. 454. " Cfr. el documento de la Comisión Pontificia Iustitia et Pax: «Al

servicio de la comunidad cristiana: una consideración ética de la deuda internacionah>, Ecclesia, 47 (1987), pp. 185-194.

49 Discutían los moralistas, entre otras cuestiones, si la limosna obliga por exigencias de justicia o de caridad. Cfr. A. PEINADOR, Cursus brevior theologiae moralis, Madrid, Coculsa, 1946-1956, t. II, vol. 1, pp. 275-277,

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bres vergonzantes y marginados que no han alcanzado las con­quistas de la justicia social, porque no se atreven a manifestar su caso en las oficinas públicas o que pasan desapercibidos por la misma sociedad. Y conserva la limosna su valor humano y sobrenatural, aun cuando se hayan cubierto con ella lacras de auténticas injusticias. Deben dárse1e con preferencia nuevos rumbos. Es mejor prestar al necesitado medios para que él mismo, con el propio esfuerzo, salga de la indigencia; organizar asociaciones de beneficencia que tengan por objetivo promocio­nar al pobre; colaborar en obras sociales de inspiración cris­tiana para la asistencia colectiva, defensa y garantía de los dere­chos de los marginados, a fin de que no vuelvan a caer en la miseria; dignificar el desarrollo dy los marginados en los cam" pos laborales, educativos, profilácticos y sanitarios.

e) Existen otras cuestiones éticas en relación con los po­bres. Las consignadas opinamos que son suficientes para nuestro empeño. Solamente recordamos que varios moralistas, al tratar sobre las clases de pecados en particular, destacan, siguiendo la traducción de la Vulgata, los que claman al cielo. Conllevan especial malicia y una repugnancia abominable contra el orden social 50. Entre los cuatro que enumeran, resaltan la opresión a los pobres, huérfanos y viudas y la defraudación del salario de los trabajadores. Calificación que han reasumido documentos oficiales de la Iglesia con las debidas connotaciones históricas 51.

2.° Doctrina social de la Iglesia

Se entiende por doctrina social de la Iglesia «el conjunto o corpus de enseñanzas que posee la Iglesia sobre los problemas de orden social. Desde el punto de vista cronológico, se delimita

y otros manuales corrientes de teología moral. A. Royo, o. C., t. 1, p. 399, Y M. ZALBA, Theologiae moralis compendium, Madrid, BAC, 1958, t. II, p. 95, desoienden a recomendar la escala tarifada, precisada por A. VER­MEERSCH, sobre la cuantía que debe darse en limosna. Con un sentido más actual tratan la obligatoriedad de la limosna B. HAmNG, o. c., t. III, pp. 387-393; A. VALSECCHI, «Limosna», en Diccionario c., pp. 587-890, Y M. VIDAL, o. c., t. III, pp. 219-221.

50 A. Royo, o. c., t. 1, pp. 214-215; M. ZALBA, Theologiae moralis com­pendium, t. 1, 476-477; H. NOLDIN, O. c., 1. 1, pp. 321-322.

51 Cfr. «Evangelica testificatio», AAS, 63 (1971), pp. 506-507; «la alo­cución de Pío XII», el 18 de marzo de 1945, AAS, 37 (1945), p. 112; «III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano», Puebla, Ma­drid, BAC, Minar, 1985, nn. 87-90, y otros.

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este hecho desde la intervención de León XIII con la Encíclica Rerum Novarum (1891) hasta nuestros días. Esto no quiere decir que no encontremos antes de esa fecha enseñanzas de la Iglesia sobre cuestiones sociales» 52. Se halla primordialmente en intervenciones de la Santa Sede, del Concilio Vaticano II, Conferencias Episcopales y obispos particulares. Los moralistas, por su parte, la analizan con sentido crítico, contrastándola con la realidad circunstancial de la vida, para deducir conclusiones de comportamiento ético.

En la doctrina social de la Iglesia se da una notable evo­lución homogénea. Cada documento más significativo abre un campo nuevo y diverso. Responde a una situación histórica y diferente en un mundo tan cambiante y progresivo como el con­temporáneo. «Este ha sido su valor más importante: su capa­cidad de adaptación a las situaciones siempre nuevas (aunque con cierto retraso -hay que reconocerlo-, debido a inercias y resistencias explicables) para dar respuesta adecuada a los pro­blemas de cada momento» 53. También existe en ella una con­tinuidad gradual y amplificadora que relaciona las intervencio­nes precedentes de los Papas con las siguientes 54. El desarrollo constante y continuo se advierte con respecto a la explicitación de los derechos de los pobres y al conjunto reconocido y cada vez más amplio de los indigentes que, por la multitud y por las carencias más elementales por ellos soportadas, se considera en los últimos documentos pontificios como problema del 'mundo' (LE, n. 2,4).

El motivo fundamental de la doctrina social de la Iglesia lo constituye la defensa de la «causa de los pobres». Con razón se ha escrito: «El verdadero centro de gravedad de esta doctrina y de la problemática que ella desarrolla es la situación dolorosa del hombre de la sociedad contemporánea, las graves laceracio­nes sociales que existen efectivamente y colocan a una gran parte de los ciudadanos por debajo de un nivel humano» 55.

52 M. VIDAL, O. C., t. III, p. 38. 53 AA. VV., Praxis cristiana, t. III, p. 111. 54 Citamos los documentos sociales de los Papas con las letras prime­

ras de las dos palabras iniciales, Rerum Novarum = RN, Y por Nueve grandes mensajes, Madl'id, BAC, 1986. En la Laborem Exercens al núme­ro de la 1'eferencia añadimos otro, separados ambos por una coma. Este segundo indica el párrafo.

" JULIO DE LA TORRE, «Integración y modo de integración de lo so­cial en la 'doctrina social de la Iglesia'», Moralia, 5 (1983), p. 465.

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León XIII, a pesar de percibir la dificultad especial para pre­cisar los derechos y deberes entre patronos y obreros, con santa audacia se decide a publicar la Encíclica Rerum Novarum por­que «vemos claramente, cosa en que todos convienen, que es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indeco­rosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que, di­sueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos ... , el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desen­frenada codicia de los competidores» (RN, n. 1). «En la protec­ción de los derechos individuales se habrá de mirar principal­mente por los débiles y los pobres» (ib., n. 27). Pío XI remar­cará cuarenta años después: «He aquí el fin que nuestro pre­decesor manifestó que debía conseguirse necesariamente: la re­dención del proletariado» (OA, n. 59). Reconoce, por otra parte, que los trabajadores industriales en los países opulentos han lo­grado ciertos derechos en esos cuarenta años por los cambios políticos y económicos, pero persisten «el ejército enorme de los asalariados rurales reducidos a las ínfimas condiciones de vida» y el «número inmenso de proletarios asalariados» «en las llama­das tierras nuevas» y «en los reinos del Extremo Oriente» (OA, n. 59). «Hay que luchar -añade- con todo vigor y em­peño para que se modere equitativamente la acumulación de riquezas en manos de los ricos, a fin de que se repartan tam­bién con suficiente profusión entre los trabajadores» (ib., n. 61).

Juan XXIII, que publica la Mate/' et Magistra para exponer, ante las innovaciones científicas, técnicas, económicas, sociales y políticas, «los nuevos y más importantes problemas del mo­mento» (MM, n. 50), confiesa estar embargado por una gran amargura «ante el espectáculo inmensamente doloroso de innu­merables trabajadores de muchas naciones y de continentes en­teros... sometidos ellos y sus familias a condiciones . de vida totalmente infrahumana» Ob., n. 68). Denuncia en ella los des­equilibrios económicos y sociales entre ricos y pobres, las desigualdades entre los sectores industriales y agrícolas, las di­ferencias en economía entre regiones de un mismo país, el desarrollo tan diverso entre las naciones (ib., n. 48). Reclama, por consiguiente, y ante todo a los distintos responsables, el de­ber moral de remediar tan injustas irregularidades económico-

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sociales (ib., n. 71; 147; 150; 157 ... ). Con idéntica finalidad el Concilio Vaticano II «urge a todos, particulares y autorida­des, a que ... comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayu­dando en primer lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse y desarrollarse por sí mismos» (GS, n. 69). Y Pablo VI da un paso más. Ante la ONU se presenta como «el abogado de los pueblos pobres» (PP, n. 4). Publica la Encíclica Populorum Progressio con el fin de hacer a todos «un solemne llamamiento para una acción concreta en favor del desarrollo integral del hombre y del desarollo solidario de la humanidad» (n. 5).

Teniendo en cuenta la exigencia del desarrollo integral de todos los hombres, Juan Pablo II escribe la Laborem Exercens. Con ella abre una nueva etapa en la historia de la doctrina social de la Iglesia y proporciona un nuevo paradigma de su comprensión. Asevera en ella que, para aunar «los esfuerzos encaminados a construir la justicia sobre la tierra» en todos los planos, existe «un elemento cierto y permanente»: el trabajo humano (nn. 2,5; 3,2). «Es una clave,. quizá la clave esencial de toda la cuestión social» (ib., n. 3,2), porque por medio de él el hombre «se realiza a sí mismo como hombre», «se hace más hombre» (ib., n. 9,3). Por eso lo ha elegido como tema central. «A través de él deben multiplicarse sobre la tierra no sólo 'los frutos de nuestro esfuerzo', sino, además, 'la dignidad humana, la unión fraternal y la libertad'» (ib., 27,7). Con tal objetivo la Encíclica Laborem Exercens viene a ser un mensaje liberador para toda la humanidad trabajadora.

La doctrina social de la Iglesia, afirma por fin Pablo VI, «se desarrolla con la sensibilidad propia de la Iglesia, marcada por la voluntad desinteresada de servicio y la atención a los más pobres» (OA, n. 42).

Constatado el motivo fundamental de las enseñanzas socia­les de la Iglesia, puede añadirse que una de las grandes aporta­ciones de las mismas lo constituye el reconocimiento de la am­pliación del campo de la justicia en favor de los pobres. No se reduce en ellas a mutuos intercambios de bienes. Viene a coin­cidir «con los esfuerzos individuales y colectivos que tienden a realizar el desarrollo y la liberación de todo hombre y a pro­tegerle socialmente de las variadas formas de opresión y aliena-

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LOS POBRES EN EL DERECHO cANONICO 355

ción que sin cesar se engendran en los contextos sociales» 56.

Para conseguirlo a la luz del Evangelio, la doctrina social de la Iglesia ofrece principios de reflexión, establece criterios de juicio y señala directrices de acción 57.

Subrayando la dignidad, la igualdad fundamental y los de­rechos de la persona humana, expone los principios de solida­ridad, subsidiariedad, colaboración y participación y apremia las exigencias éticas de los mismos. Insiste en que todo hombre tiene derecho a un decoroso nivel de vida y a los servicios que ésta requiere, a posibilitarle trabajo en condiciones adecuadas, a la iniciativa en lo económico, al salario justo y suíiciente para él y su familia por las actividades realizadas, a la libre asocia­ción en todos los planos y a la propiedad privada (cL Pacem in Terris, nn. 11,18-21) «en el sentido de que no aproveche solamente al dueño, sino también a los demás» (GS, n. 69). Re­clama de modo insistente y reiterativo los derechos de los po­bres, de los subdesarrollados y de los marginados, sean indivi­duos o pueblos. «Mientras muchedumbres inmensas -se que­jaba el Vaticano 11- carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aún en los países menos desanollados, viven en la opu­lencia o malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda iniciativa y responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana» (GS, 63). Proféticamente de­nuncia tan injustos desequilibrios socioeconómicos y enseña los rectos cauces para que vayan desapareciendo.

La Iglesia, «experta en humanidad», exige en su doctrina social los derechos de los pobres con prudente y lúcida entereza. Requiere unos criterios rectos para discernir las distintas situa­ciones, estructuras y sistemas sociales. Sintetizando globalmente estos criterios, puede decirse que alecciona para que los injus­tamente oprimidos o marginados utilicen todos los medíos legíti­mos, aún los arriesgados, a fin de repeler la injusticia. En par­ticular, rechaza la «lucha de clases» suscitada y mantenida por

56 G. MATTAI, «Justicia», en Diccionario c., p. 518. 57 Cfr. Instrucción de la Congregación para la Dootrina de la Fe sobre

la libertad cristiana y liberación, Libertatis Conscientia = LC, n. 72. La citamos por Instrucciones sobre la teologla de la liberación, Madrid, BAC, Documentos, 1986.

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odio, porque está contra el Evangelio. En cuanto a la violencia, propone en la Gaudium et Spes: «No podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de de otros o de la sociedad» (n. 78). Las estructuras injustas no deben ser combatidas con «la insurrección -salvo en el caso de tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país-» que «engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas» (PP, n. 31). La aplicación concreta de la excepción admitida por Pablo VI «sólo se puede tener en cuenta después de un análisis muy riguroso de la situación». Antes del recurso de insurrección se empleará la técnica de la «resistencia pasiva» que «abre un camino más conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito» (Le, n. 7).

La doctrina social de la Iglesia anima, además, a poner en práctica sus postulados. Postula a todos, pueblos e individuos, que asuman sus responsabilidades para luchar contra la miseria. «Los pueblos ya desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los países en vía de desarrollo» (CS, n. 86 b) 58. De­bería constituirse un Fondo mundial «a fin de ayudar a los más desheredados» (PP, n. 51). Pablo VI requiere a los católicos en particular: «No basta recordar principios generales, mani­festar propósitos, condenar injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética; todo eso no tendrá peso real si no va acompañado en cada hombre por una toma de conciencia de su propia responsabilidad y de una acción efectiva» COA, n. 48). Y persuade a los seglares a que participen en la «política». Esta puede suscitar «muchas confusiones que deben ser esclarecidas. Sin embargo, es cosa de todos sabida que, en los campos social y económico -tanto nacional como interna-

" La Encíclica PP añade: «Hay que decirlo una vez más: lo super­fluo de los países ricos debe servir a los países pobres. La regla que anti­guamente valía en favor de los más cercanos, debe aplicarse hoy a la totalidad de las necesidades del mundo» (n. 48). El Concilio Vaticano II exige más a los individuos: «Los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por cierto, no sólo con los bienes superfluos» (GS, n. 69).

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cional-, la decisión última corresponde al poder político» (ib., n. 46).

La doctrina social de la Iglesia no sólo exige el cumpli­miento de la justicia para con los pobres. Urge también la prác­tica de la caridad en todas sus amplias dimensiones. Ambas actitudes no se excluyen; se complementan.

No hay duda que las enseñanzas sociales de la Iglesia han despejado serias dificultades, han remarcado las complejas obli­gaciones de la justicia y de la cal'ÍdRd y han contribuido a rea­lizar una acción prudente y comprometedora en ayuda y des­arrollo de los pobres, individuos y países. Pero se mantiene en planos predominantemente teoréticos. Hacen falta nuevos im­pulsos para llegar a una ol'topl'axis apremiante en favor de los pobres 58 biS.

"bis Ultimado nuestro trabajo, Juan Pablo II publica la Encíclica Sollícitudo Rei Socialis, «para rendir homenaje a la Encíclica de Pa­blo VI, Populorum Progressio y afirmar una vez más la continuidad de la doctrina social junto con su constante renovación» (n. 3). Subraya, a la luz «de la investigación teológica sobre las realidades contemporá­neas, la necesidad de una concepción más rica y diferenciada del des­arrollo ... y de indicar asimismo algunas formas de actuación» (n. 4). Conectando con la Constitución Gaudium et Spes y la Encíclica de Pa­blo VI, destaca que el motivo fundamental de su documento es señalar horizontes de esperanzas ante «la miseria y subdesarrollo de hoy, sobre todo de los pobres» (n. 6). Hace un balance realista del mundo contem­poráneo y emite un juicio amargo y preocupante. La pobreza se ha in­crementado. «Son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada» (n. 28). El abismo diferencial con respecto a los bienes económico-sociales entre las áreas del Norte desal'rollado y del Sur subdesarrollado se ha acentuado. Existe un «cuarto mundo» dentro de los países avanzados que vive en grande o extrema pobreza (n. 14). Ante panorama tan decepcionante, los ciudadanos, especialmente si son cristianos, de los países ricos tienen obligación moral de tomar en consideración, en las decisiones personales y de gobierno, la miseria y el subdesarrollo de tantos miles de hombres (n. 9). Y es también un deber solidario de todos para con todos, que ha de conducir al desarrollo pleno de todo hombre, de los pueblos y naciones (n. 32). Para cumplirlo, ante casos concretos de necesidad, la Iglesia «podría» estar obligada a enajenar «los adornos superfluos y los objetos sagrados» (n. 31). La ayuda de los países subdesarrollados ha de realizarse en libertad y solidaridad, respe­tando su identidad (n. 33). Ha de asumirse como criterio básico la opción o el amor preferencial por los pobres (n. 42). Por último, se solicita la reforma de los sistemas internacionales de comercio, monetario y financie­ro, la adecuación de los intercambios tecnológicos y la a'evisión de la estructura de las organizaciones internacionales para lograr una mayor eficiencia en el desarrollo y promoción solidarios de todos (nn. 42-43).

Citamos la Encíclica Sollicitudo Reí Socialis, por Ediciones Paulina s,

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3.0 Opción preferencial por los pobres

Los nuevos impulsos para llevar a la práctica las exigencias éticas de la doctrina social de la Iglesia en favor de los pobres han dimanado, en parte, de la teología de la liberación. Los procedimientos y los métodos de ésta son distintos. Mas com­parten ambas objetivos idénticos. C. BaH indica que, entendida la doctrina social de la Iglesia como sistema abierto y mediación práctica -así la comprendemos nosotros-, «sería para la teo­logía de la liberación como un campo teológico en el que ésta podría situarse lógicamente. Entre ellas se daría la dialéctica de lo determinante (DSI) y lo determinado (Tdl). La teología de la liberación sería una 'determinación histórica' de las orien­taciones doctrinales y de los criterios prácticos más generales contenidos en la doctrina social de la Iglesia» 59.

Nadie duda acerca de la influencia ejercida por la incipiente teología de la liberación en la Conferencia de la Iglesia ibero­americana de Medellín (1968) en relación con los pobres. En ella se comenzó a hablar de modo preciso y peculiar de la opción moral y solidaria por los necesitados 60. Será la Confe­rencia de Puebla (1979) quien tomará, como una de las preocu­paciones más urgentes de la Iglesia iberoamericana, la opción preferencial por los pobres (n. 1.153), acompañándolos y sir­viéndoles para hacer lo que Cristo enseñó (n. 1.145). Pero ma­tizará que no debe ser exclusiva (n. 1.165). De otro modo se limitaría el amor universal a todos los hombres exigido por la caridad cristiana. La instmcción Libertatis conscientia sancio­nará: «La opción preferencial por los pobres, lejos de ser un

Madrid, 1988. No hemos hecho una síntesis de ella, sino hemos recogido los textos que creemos más adecuados para nuestro objetivo.

59 «Doctdna social de la Iglesia y teología de la liberación. ¿Prácticas sociales opuestas?», Concilium, 17 (1981), t. III, p. 473. El Cardenal Ratzinger se lamenta: «Hasta hace poco se hablaba de la doctrina social católica con desestima, como de una ideología de la clase media y como mero 'reformismo'». Iglesia, ecumenismo y politica, Madrid, BAC, 1987, p. 281.

60 Cfr. AA. VV., Medellín. Reflexiones en el CELAM, Madrid, BAC, 1979, pp. 513-525. Sobre la influencia de la 'teología de la liberación en la Conferencia de MedeIlínescribe L. BOFF: «Puede afirmarse que la teología hegemónica de aquella célebre Conferencia fue la que ya se empezaba a conocer con el nombre de 'teología de la liberación'. MedeIlín asumió la metodología de dicha teología». Teología desde el lugar del pobre, Santander, Sal Tel'l'ae, 1986, p. 33.

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signo de particularismo o de sectarismo, manifiesta la universa­lidad del ser y de la misión de la Iglesia. Dicha opción no es exclusiva» (n. 68). Realmente la opción por el indigente perte­nece a la médula misma de la identidad cristiana. Aunque esa sensibilidad no se haya manifestado siempre con la debida me­dida, recuperarla es acercarse más a los requerimientos del Evangelio, rectores de la conducta humano-cristiana.

La pobreza reviste muchas formas. La Conferencia de Pue­bla hace una enumeración extensa y patética: «Adquiere en la vida real -constata- rostros muy concretos en los que debe­ríamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela» (n. 31; cf. nn, 32-39). Puede aña­dirse la multitud de emigrantes explotados, de refugiados, de marginados por razón de religión, raza, sexo, política, de analfa­betos desatendidos, de drogadictos relegados. Abundan incluso en los países desarrollados 61. Resumiendo, quedan incluidos en la categoría de necesitados, que merecen una atención prefe­rencial, todos los que «padecen una pobreza no elegida, sino impuesta», objetivamente incoherente con la dignidad propia del ser humano; los que soportan «una pobreza en sentido directo y no traslaticio», «real, es decir, verificada en las con­diciones de la existencia humana e identificada con carencia» y penuria 62.

61 Cfr. N. GREINACHER, «¿Teología de la liberación en el 'primer mun­do'?», Concilium, 22 (1986), pp. 253 SS.; «Mensaje de los obispos de los Estados Unidos de América. La pobreza en EE. UU., escándalo social y moral», Ecclesia, 47 (1987), pp. 529-534. Para España, Ocho millones de pobres (Comunicación de la Comisión Episcopal de Pastoral Social), ibíd., pp. 508-509, 853-854.

62 M. VIDAL, Etica civil y sociedad democrática, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1984, pp. 103-105. Quedan descartados de la categoría descrita de pobres los que lo son porque no quieren trabajar y los «pícaros» que se aprovechan de la pobreza. Ya ERASMO describía a estos últimos con frases expresivas puestas en la boca del pobre Irides: «Tanto en paz como en guerra vivimos seguros. No nos alistan para el servicio militar. No nos llaman para cargos públicos. No estamos empadronados: cuando despellejan al pueblo a fuerza de impuestos, nadie se acuerda de nos­otros. Si cometemos una fechoría, ¿quién va a llevar a un mendigo ante el juez? Incluso si golpeamos a alguien, se avergüenzan de reñir con un mendigo ... Como por una consagración divina el pueblo siente escrú-

. pulos antes de ofendernos... Debemos nuestra felicidad a estos andra­jos». En TEÓFANOS EGIDO, «Pobreza y sociedad en España. Siglos XV-XVIII. Algunos aspectos generales e investigaciones recientes», en Aspects 01 Povery in Early Modern Europe 1I, Odense, University Press, 1986, p. 64.

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La opClOn preferencial por los pobres implica una decisión determinada en favor de los necesitados que sufren una indi­gencia inhumana, calificada por la Conferencia de Puebla «como el más devastador y humillante flagelo» (n. 29); incluye asumir los intereses de los mismos realizando la justicia social mediante un afán de remoción de las causas que originan su pobreza y promocionando su dignidad y desarrollo humanos; conlleva un compromiso de colaborar con ellos para buscar aquello de lo que carecen y para que puedan llevar una vida digna en justicia y fraternidad.

Se objetiva a la opción por los pobres con la calificación de prefencial, para significar que no debe ser la única, ni exclu­siva, ni excluyente. Existen otras decisiones elegibles. Se selec­ciona por motivos apremiantes la ayuda a los pobres, porque lo necesitan más, «como la madre ama a todos sus hijos y antepone al hijo enfermo» 63. Debe seguir las exigencias de la caridad que impone el amor universal, sin excluir a los enemigos, pero admite predilecciones. No ha de incidir, pues, en «categorías e ideologías reductivas que harían de esta preferencia una opción partidista y de naturaleza conflictiva» (LC, n. 68),

La opción preferencial por los pobres, desde las reivindica­ciones de la moral cristiana, envuelve diversas características. Las reducimos a tres: evangélica, efectiva y solidaria.

Evangélica.-El pobre, en cuanto tal, no goza de mayor dignidad que el rico. Vive, por el contrario, en una situación concreta e inquietante por la que efectivamente se le riiega o se le merma esa dignidad que se le debe reconocer y posibilitar. Precisamente Jesús, que no descarta de su amor a nadie y murió por todos (2 COI' 5,15), manifestó sus preferencias por los po­bres y la pobreza. Vivió en circunstancias precarias, se rodeó de indigentes y se sometió a la ambivalencia y ambigüedad de todo lo humano. Realizó su misión patentizando sus predilec­ciones por los necesitados y se mostró amigo de publicanos y pecadores, ricos en bienes materiales, que vivían excluidos de la comunidad religiosa. Con todo ello marcó un estilo de compor­tamiento teológico-moral que propuso a sus discípulos. Por eso, quien asume la opción evangélica por los pobres se convierte en su fiel seguidor.

61 L. BOFF, o. c., p. 37.

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Ser discípulo o seguidor de Jesús no sólo expresa la con­dición teológica del creyente, sino que graba sobre él la dimen­sión de la sensibilidad ética. Impone un radicalismo práctico de la caridad que no debe confundirse con un puro rigorismo jurídico-moral. Exige una profunda actitud reivindicativa de un comportamiento social de la fe y de una conversión perseve­rante para percibir y actuar ante cualquier necesidad del próxi­mo. Ahora bien, no puede darse verdadera caridad, si antes no se han satisfecho los imperativos de la justicia, entendida ésta como restablecimiento de los derechos lesionados y como búsqueda y supresión de las causas que originan esas violacio­nes continuas de los mismos. En nuestro caso, los de los pobres, sin excluir otros deberes.

Efectiva.-Aunque implícitamente esta característica de la opción preferente por los pobres queda encuadrada en la ante­rior, debe remarcarse. La preferencia por los indigentes no es simplemente una verdad teorética. La pobreza de numerosísi­mos seres humanos es una realidad estremecedora y lamentable. Las teorías pueden resultar más o menos necesarias. Lo que no admite demoras es su abandono en situaciones infrahumanas, ni como individuos ni como agrupaciones. Tampoco basta un puro sentimentalismo de honda compasión, ni meras convicciones de las necesidades padecidas. La advertencia de Santiago seguirá resonando en la conciencia de todos: «Si un hermano o una hermana están desnudos o carecen del sustento diario y alguno de vosotros les dice: 'Idos en paz, calentaos y hartaos', pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?» (Sant 2, 15-16).

La efectividad no se reducirá a una protección paternalista que de hecho supone al pobre en inferioridad de condición humana. La ayuda no le rebajará. Todo lo contrario, ha de promocionarle para que él mismo, con la atención otorgada, solvente sus propios problemas de necesidad. Por otra parte, se evitará cierto romanticismo colocando al necesitado en un pe­destal. Pero puede reclamar la acción «política» para crear orga­nizaciones autónomas de los pobres: sindicatos, partidos, asocia­ciones, en defensa y promoción de sus intereses. Resumiendo,

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puede decirse que la opción preferencial efectiva por los pobres urge una ayuda real que debe hacerse «desde» ellos mismos 64.

Solidaría.-La opción preferencial por los pobres ha de aspi­rar a la solidaridad «con ellos». No sólo trabajar por ellos y socorrerles. Debe tendel' a colaborar con ellos para salir de la penuria. La Conferencia de Puebla recuerda que Jesús demostró la grandeza del compromiso con los más necesitados al ser el hombre que se identificó con ellos «haciéndose uno de ellos, solidario con ellos y asumiendo la situación en que se encuen­tran» (n. 1.141). Esta solidaridad incluye tomar parte activa con ellos, saber compartir sus penalidades y escasez. Viene a ser la «praxis de la koinonía conductora a la comunión con Cristo, que se identifica con el hambriento, sediento, enfermo o cautivo (Mt 25). Empieza realmente «cuando deja de ser una cuestión del 'nosotros' y 'ellos'"., cuando todos hemos escogido situarnos en el mismo lado contra la opresión... Incluso estando bien conscientes de nuestras diferencias» 65.

64 En el último Sínodo de los Obispos (1987), el General de la Com­pañía de Jesús, Padre P. H. Kolvenbach, hizo esta observación: «Existe un desánimo y casi un sentido de desesperación en aquellos que quieren llevar a cumplimiento la opción preferencial por los pobres en sus ins-ti­tuciones escolares ante las exigencias de excelencia académica y el peso financiero a que está sometida la enseñanza de calidad hoy. Y, sin em­bargo, estas dificultades no pueden desviarnos de nuestra obligación deri­vada de la opción preferencial por los pobres o llevarnos a eliminar este apostolado tan esencial. Renunciar a este ministerio eclesial significaría abandonar una parte decisiva de la evangelización de la humanidad». Vida Nueva, n. 1.604, 24 de octubre de 1987, p. 34 (2242).

65 A. NOLAN, «Modelo de 'ortopraxis ortodoxa'. Etapas de crecimiento en el servicio al pobre», Biblia y Fe, 13 (1987), p. 298.