los caballos de miguel

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Tres caballitos: uno de trapo, uno de madera y uno de papel, sueñan -como pinocho- en ser de carne y hueso; luchan -como los tres personajes del Mago de Oz- en llegar a su destino y -como los juguetes de Toy Story- libran las más arriesgadas aventuras para lograrlo. El cuento de Luis Cabrera está lleno de elementos mágicos con valores humanos reales; la amistad, la valentía, la solidaridad y la convicción que siempre es posible alcanzar las utopías". Adriana Malvido

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Editor: Maximiliano Grego

Diseño Editorial: Elena Riefkohl

Luis Cabrera DelgadoCuba (1945, Jarahueca, Cuba). Psicólogo. Narrador, dramaturgo, guionista de radio, crítico e investigador literario. Profesor adjunto de la Universi-dad Pedagógica de Villa Clara y Profesor Invitado de la Universidad de Coopenague. Posee una extensa lista de libros publicados para Niños y Jóvenes en: Cuba, México, Colombia, Ecuador, Brasil, Chile y Perú. Ha obtenido varios premios literarios en: Cuba, España, Colombia, Ecuador y Argentina. En Cuba fue galardonado con el Premio Magistral La Rosa Blanca por su obra de toda la vida.

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Los caballos de Miguel

Primera edición en español: 2007

© 2007, Luis Cabrera Delgado (texto)© 2007, Leticia Barradas (ilustraciones)

© 2006, Editorial Junco de México, S.A. de C.V. Sevilla 517, Of. 104 Col. Portales, C.P. 03300 Del. Benito Juárez, México, D.F.

Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra -por cualquier me-dio o procedimiento- sin autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

Comentarios y sugerencias: [email protected]. (55) 5687 9461

ISBN Colección: 968-9083-00-7ISBN 968-9083-03-1

Impreso en México / Printed in Mexico

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Ilustraciones de Leticia Barradas

Los caballos de Miguel

Luis Cabrera Delgado

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Los caballos de Miguel

Había una vez un niño que tenía tres caballos.El primero que tuvo era de terciopelo rojo, con una crin de estambre

amarillo que le caía sobre las dos lentejuelas negras que le servían de ojos, y una larga cola. Éste se llamaba Dulcineo, se lo habían regalado a una de las tías abuelas de Miguel cuando era pequeña, y ella a su vez se lo regaló a él cuando cumplió tres años.

Como Dulcineo estaba relleno de arena, podía tomar cualquier po-sición. A veces Miguel lo ponía con las patas a ambos lados de la ca-beza o lo hacía una bolita, lo sentaba sobre la cola o le abría las patas para que descansara sobre la panza, y como Dulcineo era tan noble, disfrutaba con la risa de Miguel. Por las noches, Miguel y Dulcineo se dormían juntos, con las cabezas bien pegadas sobre la almohada, y a veces hasta soñaban los mismos sueños.

Por las mañanas Miguel lo despertaba con un beso y le decía: —Buenos días, mi caballito bueno.

Y hasta que la mamá de Miguel viniera a sacarlo de la cama, se en-tretenían recordando las cosas lindas que habían visto esa noche y los muchos besos que se habían dado.

El segundo caballo fue Roblocho. Inquieto y retozón como ningún otro caballo de madera.

Éste se lo regaló su abuelo Guillermo, quien lo había fabricado es-pecialmente para Miguel, pues era el mejor carpintero del pueblo. Como Guillermo ya para entonces estaba viejo y no le encargaban muchos muebles, se entretenía haciendo juguetes de madera. Cada vez que le llegaba un pedido de troncos y ramas recién cortados, él

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los iba seleccionando para después trabajarlos.—Este es para un avión –decía–. Con esta voy a hacer una muñeca...

Y como hacía tiempo que venía pensando en un caballito para su nieto, el día que tomó la rama de roble decidió que era la ideal para lo que se proponía y, sin perdida de tiempo, puso manos a la obra.

—Te llamarás Roblocho y serás un caballo fuerte y valiente –le dijo cuando lo terminó y corrió a entregárselo a Miguel–. Cuidado, que la pintura aún está fresca –le dijo, pero Miguel no lo oyó. De un saltó montó sobre el potro y salió a todo galope por el jardín.

Y de veras Roblocho era resistente, pues por mucho que correteara, por muchas batallas en las que participara y por muchas princesas que ayudara a rescatar, siempre estaba dispuesto a emprender una nueva cabalgata, y por las noches dormía con los ojos medio abiertos, por si Miguel y Dulcineo tenían necesidad de salir a trotar en algún sueño.

El último de los tres fue Versalles, y era el caballo más hermoso que apareciera en un libro de cuentos.

—¡Qué lindo!—¡Qué trote que tiene! –exclamaban cuando lo veían.A su pintora nadie la conocía, pero desde que lo diseñó se hizo famo-

sa y se mudó a París a dibujar caballos para reyes, príncipes, obispos, duques y presidentes, pero ninguno como Versalles.

Un día, Miguel andaba con su mamá por el Centro, y cuando cru-zaron frente a una librería, lo vio en la vidriera. El libro estaba en ex-hibición, pero no era un libro con la forma común y corriente de la mayoría de los libros. No. La portada de este era el mismo Versalles, y

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el libro tenía la forma del cuerpo del caballito; Miguel quedó fascinado, y cuando el caballito le guiñó un ojo, supo que tenía que ser para él.

Sin perdida de tiempo, se metió la mano en el bolsillo y sacó el dinero que su papá le había dado para que se comprara un helado. Lo contó, miró el precio del libro y, como era exactamente lo que tenía, entró corriendo a comprarlo.

Después, Versalles le dijo que había estado toda una semana allí es-perándolo, que muchos niños habían pegado sus narices en el cristal de la vidriera con el deseo de llevárselo, pero que él cambiaba el pre-cio del libro para que a ninguno le alcanzara el dinero.

—Pero si tú no me conocías –le señaló Miguel.—Sí, pero cuando te vi, supe que era para ti para quien mi pintora

me había hecho.Desde entonces, todas las noches, sin faltar ni una, Versalles sacaba

de las páginas de su libro las más lindas historias para entretener no sólo a Miguel, sino también a Roblocho, con su cabeza asomada por sobre el borde de la cama, y a Dulcineo, quien, con cualquier extraña posición, reposaba plácidamente en la almohada escuchándolo.

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Cuando Miguel fue creciendo, ya no jugaba con ellos como antes, pero siempre los tuvo en su cuarto y, alguna que otra vez, se aseguraba de que nadie lo estuviera viendo, cerraba la puerta de la habitación y le daba una montadita corta a Roblocho.

Otras veces, como quien no quiere las cosas, se movía tanto aco-modándose para dormir, que Dulcineo se caía de la cabecera de la cama e iba a dar, con las patas en la cabeza o la panza para arriba, a la almohada de Miguel.

Y las veces que tomó el libro donde aparecía Versalles, bien bajito, para que nadie lo oyera, le decía:

—Caballito lindo, cuéntame una hermosa historia –hasta que un día agregó–: ...de amor.

Entonces supieron que Miguel estaba enamorado y se acicalaron para conocer a la muchacha, porque ellos sabían que serían presentados. Dulcineo compró un champú especial para su crin de estambre amari-llo. Roblocho se dedicó a hacer largas cabalgatas y a saltar obstáculos para estar en forma, y Versalles se sacudió el polvo del librero para que el color de su pelambre reluciera bajo el dorado de los arneses.

Al fin, el esperado día llegó. Primero fueron las presentaciones en la sala de la casa. Ellos no estuvieron presentes, pero con la puerta medio abierta, lo vieron y lo oyeron todo. Cuando Miguel invitó a la novia a que conociera su habitación, tuvieron que salir corriendo a ocupar sus puestos, pero Dulcineo se cayó sobre Roblocho y en una posición tan enredada, que Versalles no logró separarlos a tiempo.

La promesa

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En el pasillo, Miguel tuvo que toser para que no se oyera el alboroto que tenían sus juguetes y por mucho que demoró el abrir la puerta, cuando lo hizo los tres caballitos estaban aún en el suelo.

—Estos son mis caballos –dijo Miguel cuando los recogió. Uno a uno, se los fue presentando a la novia.

—¡Qué tierno! –dijo la joven cuando se acarició la mejilla con el ter-ciopelo de Dulcineo–. ¡Qué fuerte! –comentó cuando probó la firme-za de la madera de Roblocho, y cuando Miguel le entregó a Versalles, exclamó–: ¡Qué lindo! ¡Qué trote tiene!

Al finalizar el verano, Miguel les anunció que partía para la capital, pues comenzaría sus estudios en la universidad, y claro que los caba-llitos se pusieron tristes, pues nunca se habían separado de su dueño, mas tuvieron mucho cuidado de no demostrárselo.

—Está muy bien. Ya eres un hombre y debes probar tus fuerzas para la vida –dijo Roblocho.

—Estudia mucho –le aconsejó Versalles.Dulcineo iba a pedirle que no los olvidara, pero el hocico se le enro-jeció y los ojos se le humedecieron y entonces disimuló su emoción diciendo:

—Parece que me va a dar catarro.Miguel lo tomó en sus manos y, acariciándole el lomo, le dijo:

—Claro que no los olvidaré y cuando venga para las vacaciones de Navidad, le traeré un regalo a cada uno.

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El otoño de ese año fue frío y lluvioso. Los árboles doraron sus hojas sin la elegancia de otras veces y no demoraron en dejar sus ramas desnudas. Pocos pájaros visitaban el jardín y los que lo hacían canta-ban poco y trinaban sin la alegría con que lo habían hecho durante la primavera.

Todas las tardes, en el calorcillo del cuarto, los tres caballitos se re-unían a tomar café y a comer galletas con mantequilla. Esos momentos no eran para que Roblocho se quejara de la artrosis que ya comenzaba a molestarle, ni que Dulcineo manifestara su preocupación por lo en-deble que se estaban volviendo sus costuras, y mucho menos que Ver-salles pidiera remedios para la alergia que ahora le producía el polvo del librero. No. Todo el tiempo ellos no hacían otra cosa que hablar de Miguel, bien recordando anécdotas de cuando era pequeño y jugaba con ellos o imaginando en voz alta cómo vendría de cambiado cuando llegara la Navidad.

—Nos tendrá que contar todo lo que ha aprendido en los libros de la universidad –decía Versalles todas las tardes sin faltar una.

—Estás celoso –le señalaba Roblocho y soltaba la risa como un fuerte relincho.

Versalles se sonrojaba entre molesto y avergonzado, y entonces Dul-cineo sabía que era el momento en que debía intervenir para que no comenzara la disputa.

—Lo importante es que Miguel nos siga queriendo.

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Una mañana, cuando ya faltaban muy pocos días para el regreso del amigo, la casa se despertó con un bullicio desacostumbrado. Era sába-do y, generalmente, ese día los padres de Miguel dormían hasta más tarde. Roblocho abrió la puerta del pasillo y miró hacia el interior de la casa. La sala estaba llena de baúles, cestas y huacales, y los muebles amontonados por doquier, mientras que el papá de Miguel daba órde-nes a un grupo de hombres que entraban y salían cargando los enseres.

—¡Nos vamos para otra casa! –exclamó Versalles que había corrido a la ventana y desde allí vio el camión de la mudanza.

Sin tiempo para que los caballos pudieran reaccionar, la mamá de Miguel entró a la habitación y comenzó a recoger las pertenencias de su hijo. Puso la ropa en una maleta, los libros en una caja de cartón, en otra, los cuadros, fotos y trofeos y en otra más pequeña, los juguetes.

Los estibadores no demoraron en llegar allí y primero sacaron los muebles y después los paquetes, que depositaron en el jardín junto a las demás pertenencias de la familia. De allí, los iban tomando para acomodarlos sobre la cama del camión. La caja donde se encontraban Roblocho, Dulcineo y Versalles fue ubicada, primero en un sitio, des-pués en otro y por último la bajaron de nuevo y la depositaron en la acera, pues primero debían colocar los bultos mayores.

—Iremos encima de todo y podremos ver por donde vamos –comentó Dulcineo, y decidieron esperar a que uno de aquellos hombres volviera a tomar la pequeña caja y la subieran al camión, pero los encargados de la mudanza cruzaron una y otra vez junto a ellos sin que ninguno los viera, y para asombro de los caballitos, al terminar de colocar los

El falso basurero

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muebles, pusieron en marcha el vehículo y se alejaron del lugar.—Cuando se den cuenta que nos dejaron, vendrán por nosotros –dijo

Roblocho para darle ánimo a sus amigos.—¡Claro que sí! –afirmó Versalles.Y de seguro Dulcineo hubiera querido decir otra cosa, pero se limitó

a señalar que le iba a dar catarro.Las horas fueron pasando sin que nadie viniera por ellos, y para no

dejar que la angustia se les apoderara, cada cierto tiempo alguno hacía un comentario esperanzador:

—Ya falta poco.—Enseguida que terminen de almorzar, vendrán.Pocos transeúntes pasaban por el lugar y ninguno de los que lo hizo,

se percató de aquella caja medio oculta junto a una verja. Al atardecer, un niño que cruzó con su mamá, la vio e hizo el intento de detenerse, pero la madre lo llevaba de la mano y lo jaló sin saber lo que su hijo pretendía.

La noche no demoró en llegar. Fue entonces cuando un gato callejero se les acercó. Después de convencerse de que ningún perro rondaba por el lugar, se puso a olfatear la caja.

—Si buscas comida –le dijo Roblocho asomando su cabeza–, aquí no hay nada que te sirva de alimento.

El gato lo miró con indiferencia y no le contestó. Metió los bigotes dentro de la caja y lo fisgoneó todo. Olió con especial atención a Dulcineo hasta convencerse de que el terciopelo no era comestible. Sólo entonces habló:

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——Esperando que nos recojan.——Nuestros dueños.El gato bajó sus patas delanteras de nuevo al piso, arqueó el lomo,

se estiró todo lo que pudo y se dispuso a retirarse de aquel lugar, pues debía seguir buscando su cena de esa noche, pero no lo hizo sin antes advertirles:

——¿Por qué?— –contestó el gato alejándose.Dulcineo y Versalles no supieron a qué se refería, pero Roblocho, tan

amigo de estar siempre en la ventana, sí supo inmediatamente del pe-ligro que los acechaba, pues muchas veces había visto el camión que se detenía en la esquina para recoger y llevarse todos los paquetes de desperdicios dejados por los vecinos en las aceras.

Las luces que fueron apareciendo en las ventanas de las casas no eran suficiente para alumbrar a los caballitos; la oscuridad del lugar sólo se rompía con los focos de algún auto cuando este entraba en aquella poco transitada calle. Entonces, los caballos pensaban que eran los padres de Miguel que regresaban por ellos, pero una y otra vez les aparecía el desconsuelo cuando los vehículos pasaban sin detenerse.

—¿Tú crees que vengan por nosotros? –preguntaba Dulcineo una y otra vez y sin dar tiempo a que sus amigos le contestaran, él mismo se respondía–. Claro, ¿cómo nos van a olvidar?

¿Qué hacen ustedes aquí?

¿Quién?

Procuren que no se demoren.

El carro de la basura está al pasar

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Pasadas las nueve de la noche, vieron acercarse por la calle no un auto ni el camión de la basura, sino un triciclo manejado por un señor con un impermeable, a pesar de no estar lloviendo, una boina mu-grosa y un par de botas a media pierna con los cordones sin amarrar totalmente. Una espesa barba negra le cubría casi toda la cara, en ella se podían encontrar toda clase de suciedades y algún que otro extraño insecto.

Este hombre se detuvo en la esquina y fue registrando todas las bolsas de basura que se encontraban en la acera, extraía de ellas los objetos de plástico, los aplastaba con sus potentes manazas y los depositaba en un gran saco que cargaba en la parte delantera de su triciclo.

Al llegar junto a la caja donde se encontraban los caballitos, la miró con curiosidad y no demoró en inspeccionar su interior.

—Un caballo de madera, otro de trapo y uno más de papel –los tomó y fue a meterlos en una bolsa de nylon que llevaba detrás del asiento de su vehículo–. Para que los trillizos se entretengan y dejen de golpearse un rato– dijo.

Nuestros amigos estaban tan asustados que no se atrevieron ni a ha-blar, sólo atinaron a mantenerse bien juntos y a estarse quietos. Cuan-do sintieron que el hombre se alejó unos metros en busca de otro depósito de basura, Roblocho, por ser el más alto, sacó la cabeza para mirar qué iba a ocurrir y lo que ocurrió fue que hasta pasada la media noche estuvieron recorriendo calles y más calles, hasta que el saco del triciclo estuvo lleno hasta los topes de pomos y recipientes estropea-dos de plástico.

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¿Qué sería ahora de ellos? Si los padres de Miguel regresaban a la antigua casa a buscarlos, ya no los encontrarían; los caballitos, por su parte, no sabían a dónde había ido la familia a vivir ni cómo encontrar a su dueño. Estaban en poder de aquel sucio personaje y todo parecía indicar que los hermanos a quienes serían entregados no eran muy cariñosos ni aún entre ellos mismos.

—Ahora para casita –dijo el hombre y se puso a pedalear, pero no tomó, como era de suponer, para el barrio de casuchas junto al río y ni siguiera para uno de los suburbios del pueblo, sino que lo hizo para la zona donde vivían los ricos.

Allí se detuvo al costado de una hermosa casona de dos plantas, metió su triciclo por una puerta de la verja del jardín, disimulada por la vegetación, y fue hasta una nave en el fondo de la propiedad llena de sacos con objetos de plástico. Se quitó el disfraz que tenía puesto, se lavó la cara y las manos y se fue a dormir, no sin antes tomar la bolsa donde había metido a los caballitos.

Al día siguiente, bajó a desayunar vestido y perfumado como cual-quier director de empresa. Antes de salir del dormitorio, había tomado a los tres caballitos y con ellos en la mano se dirigió al comedor. Allí esperaban, sentados a la mesa, tres niños pelirrojos, muy parecidos entre sí.

—Buenos días, papá –dijeron a coro.—Buenos días, mis queridos hijos –contestó el señor y agregó–: Les

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traigo un regalo. Este caballito de madera para Pedro. Este de terciopelo rojo para Pablo. Y el de este libro, para Juan.

Cada uno de los hermanos tomó su caballo, lo miró, miró al de su hermano más cercano y comenzaron a pelear entre sí, tratando de arrebatarse los caballos.

—Yo quiero éste.—Dame ese.Al pobre Roblocho por poco le arrancan las orejas, pues Pedro lo

jalaba por una y, por la otra, Juan. Dulcineo salió disparado y fue a dar contra la jarra del jugo, pues Pablo se lo quitó a Pedro, y Pedro le dio un empujón a su hermano; entonces Juan se aprovechó y le dio un mordisco a Pablo, Pablo un puntapié a Pedro, y Pedro le pegó en la cabeza a Juan con el libro donde aparecía Versalles.

—¡Basta ya! –gritó el padre dando un manotazo sobre la mesa, que tumbó las copas y estas derramaron el agua sobre el pan; las tazas de café con leche saltaron de los platillos y la mantequilla fue a dar al piso–. Parecen fieras–. Recogió los caballos y agregó–: Los voy a botar para que pase un basurero, los tome y se los lleve a sus hijos.

Dulcineo, Roblocho y Versalles se miraron asustados y cada uno de ellos dijo para su interior:

—¡Otra vez no, por favor!Pero de momento no los echaron a la basura como el hombre había

prometido, sino que los dejó sobre uno de los muebles del comedor para poder llevarse a los trillizos a la escuela.

Cuando los caballitos se quedaron solos, decidieron escapar de allí y

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se dispusieron a saltar por la ventana, pero en eso, el mayordomo de la casa entró a la habitación y los vio.

—¡Qué caballitos más lindos! –dijo–. Antes de que el caballero los bote en la basura, me los voy a llevar para venderlos en el mercado –y se les fue a acercar, pero pisó la barra de mantequilla y dio una vuelta completa en el aire antes de caer al piso –¡Ay!

—¡Ahora! –dijeron los caballitos y, sin pensarlo dos veces, saltaron por la ventana.Por suerte, la altura no era mucha y el pasto estaba sin cortar, pues ya, con los pocos minutos que estuvieron en manos de aquellos terribles trillizos, estaban bastante magullados.

—Debemos escaparnos para la calle –dijo Versalles.—Pero sigilosamente –aclaró Roblocho.

Y lo hicieron, pero no como había dicho Roblocho, sino a todo correr, pues un terrible perro lobo ruso blanco, con los ojos inyectados de sangre y unos colmillos que parecían sables, trató de darles alcance con sus mordiscos.

La distancia a la calle les pareció terriblemente larga, pero ya en la verja, Roblocho y Dulcineo cruzaron sin dificultad entre los barrotes de hierro, no así Versalles que se trabó con los estribos de su montura. Todo parecía indicar que el perro acabaría con el caballito, pues ya éste sentía en su cola el vaho caliente de la respiración del can, pero Dulcineo, sin pensarlo, dos veces, ¡ni siquiera una!, se lanzó de cabeza contra la fiera y fue a darle de lleno entre los ojos, a la par que Ro-blocho descargaba la madera de su cuerpo contra el lomo del animal.

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Éste se retorció de dolor y se detuvo los segundos necesarios para que Dulcineo y Roblocho destrabaran a Versalles.

Ya al otro lado de la reja, galoparon sin cesar hasta bien lejos de aquel sitio. Casi desmayados por el esfuerzo de la carrera, se dejaron caer en un solar yermo y allí recobraron la respiración, no así el ánimo, pues perdidos, sin la seguridad del hogar en que siempre habían vivido, ni el cariño de Miguel presente, los tres estaban asustados y tristes, sin saber qué hacer. Fue entonces cuando Versalles se acordó del Hada Azul.

—¿El Hada Azul? –preguntaron al unísono Dulcineo y Roblocho.—La hermosa y buena Hada Azul –reafirmó Versalles–. Ella nos pue-

de ayudar.El problema era que no sabían cómo llamar al Hada Azul ni dónde

podrían encontrarla, así que siguieron tan desamparados como habían estado desde que el hombre de la mudanza olvidó la caja en la acera. ¿Qué podrían hacer tres indefensos caballitos, perdidos en aquella ciu-dad, lejos de sus dueños y amenazados por tantos peligros descono-cidos?

—Cualquier cosa menos llorar –dijo Roblocho.Dulcineo comprendió que su compañero lo decía más por él que por

ninguno otro, así que asintió con la cabeza, se abrazó a Roblocho y dijo:

—Tenemos que permanecer juntos.Y Versalles, que no sólo era bonito, sino también muy inteligente, se

puso a pensar. Para poder pensar bien, primero se acomodó un poco de un lado y después otro poco del otro lado y, como la noche ante-

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rior no había pegado un ojo, se quedó dormido. Roblocho y Dulcineo, acariciados por los rayos del sol que se colaban entre los árboles de la calle, imitaron a su amigo y pronto también se quedaron dormidos, eso sí, bien juntos los tres, como para que nadie los pudiera separar.

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La isla perdida

Dormidos estuvieron hasta que una voz ronca y desafinada, cantan-do una canción que hablaba del mar, los despertó.

Era ya el atardecer y la poca claridad que encontraron cuando abrieron los ojos no les permitió ver dónde estaban, pero un fuerte y desacostumbrado olor a salitre y el vaivén que los mecía les dijeron la verdad:

—¡Navegamos en un barco! –exclamaron los tres al unísono.Y en efecto, así era. Por el lugar donde se habían quedado dormidos,

pasó Don Memo y al verlos allí tirados, los recogió y se los llevó con él, pues se iba a hacer a la mar y pensó que aquellos juguetes podrían ayudarlo a vencer la soledad que lo acompañaría en el largo recorrido marítimo que se proponía.

Don Memo fue un niño que nunca tuvo juguetes ni tiempo para ju-gar, porque desde pequeño se vio obligado a ayudar a su padre en la pesca del salmón. Cuando joven, se enroló en la tripulación de un bar-co trasatlántico del que llegó a ser capitán y con él recorrió todos los mares del mundo, siete veces para allá y siete veces para acá. Después se jubiló y se estuvo un tiempo tranquilo en su casa, pero le entró el deseo de volver a navegar por el mar, se compró un yate y se dispuso a darle una vez más la vuelta al mundo. Y hacia el puerto iba cuando vio aquellos tres caballitos tirados entre la hierba.

—Serán mis compañeros de viaje –dijo y con mucho cuidado los recogió y se los llevó con él para su embarcación.

Ellos no sabían cómo habían llegado hasta allí ni hacia dónde se diri-gían, pero de lo que sí estaban seguros, era que ese viaje en barco los

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alejaba más de Miguel y de la posibilidad de volver al calor seguro y agradable de su hogar.

—Parece que me va a dar catarro –dijo Dulcineo.Asustados por el alejamiento de sus dueños, magullados por los gol-

pes que recibieron de los trillizos y, en aquel momento, mareados por el inesperado viaje en barco, no sólo Dulcineo, sino también sus otros dos compañeros, tuvieron deseos de llorar, pero al menos Roblocho no se lo iba permitir.

—Mientras que estemos juntos, no hay problema –dijo y abrazó a Dulcineo.

Versalles también se acercó a ellos y para consolarse y consolar a sus amigos, sentenció:

—Siempre que se sale de viaje, se llega a algún lugar.Sin embargo, aquel viaje no parecía terminar nunca, pues pasaban

los días y los días y no llegaban a ningún sitio ni veían señales de vida por ninguna parte, sólo mar y más mar. Don Memo permanecía día y noche junto al timón del barco sin dejar nunca de cantar.

—La mar estaba serena. Serena estaba la mar...Al principio, los caballitos estaban preocupados de tan larga travesía,

pero poco a poco comprendieron que si el capitán cantaba tan alegre-mente, era que todo marchaba sin problemas y que pronto llegarían a un puerto. Pero los problemas no demoraron en aparecer.

A los siete días de navegación, el mar amaneció totalmente quieto. El yate dejó de moverse y una extraña sensación de sobrecogimiento se

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percibía en el ambiente, sin que ninguno de los tres caballos supiera de qué se trataba. Mas permanecían serenos, porque Don Memo cantaba.

—La mar estaba serena. Serena estaba la mar...Cerca del medio día, macizas nubes negras cubrieron totalmente el

cielo, empezó a relampaguear insistentemente, el viento a soplar cada vez con más furia, y de la superficie del agua comenzaron a brotar olas cada vez más grandes, que lo mismo elevaban el yate hasta cerca de las nubes como lo llevaban hasta los abismos del océano. Pero Don Memo cantaba.

—La mar estaba serena. Serena estaba la mar...Pronto el agua comenzó a penetrar en el camarote donde viajaban

Versalles, Dulcineo y Roblocho, y nuestros amigos tuvieron que enca-ramarse en lo alto de la estantería que allí había, pero sólo estuvieron secos unos segundos, porque el agua no demoró en llegar allí.

A pesar de que Don Memo, todo mojado por la lluvia, seguía can-tando, los caballitos comprendieron que, si querían salvarse, debían abandonar el barco, pues éste se iba a hundir de un momento a otro. Buscaron unos chalecos inflables, rompieron el cristal de uno de los ojos de buey del yate y ya se disponían a saltar fuera cuando Don Memo los tomó y los llevó con él al bote salvavidas.

Pero el capitán no echó todavía éste al mar, pues, siempre cantando la misma canción, acabó de situar allí una serie de utensilios, entre ellos: un paraguas, un par de pistolas y un arcabuz viejo. Que pensa-ría le serían útiles. Sólo después de embarcar un tonel de pólvora, se

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subió él e hizo descender el pequeño bote hasta el rugiente mar, en el momento mismo que el yate desaparecía por última vez hacía las profundidades del océano.

—La mar estaba serena. Serena estaba la mar... –cantaba alegre-mente Don Memo acostado en el fondo del bote, mientras que éste era zarandeado de un lado para otro por la furia de las olas.

—Vamos a zozobrar –gritaba Roblocho.—Nos hundiremos –se lamentaba Versalles.Y de seguro Dulcineo hubiera dicho algo, pero de tan mareado que

estaba vomitaba por la borda de la embarcación.Toda la noche permanecieron de un lado para otro, en medio de la

furia del mar.

Al amanecer, las olas se fueron calmando y pronto el bote dejó de moverse como un loco remolino. Agotados y todos adoloridos, los ca-ballitos no demoraron en quedarse dormidos sin dejar de escuchar la melodía de don Memo:

—La mar estaba serena. Serena estaba la mar...El sol, sobre los ojos de nuestros amigos, los despertó. Aún permane-

cían en el bote, pero éste se encontraba, medio inclinado y sin moverse, encallado en la arena de una playa. Se pusieron de pie y miraron fuera. Lo primero que vieron fue el cielo de un azul claro y luminoso. En el horizonte había una montaña de la que salía una columna de humo.

—¡Un volcán! –exclamó Versalles.—¿Y está en erupción? –preguntó asustado Dulcineo.

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—No –dijo Roblocho y, después de una pausa, aclaró–: Pero está activo y en cualquier momento puede explotar.

Como no veían a Don Memo ni oían su canción, decidieron salir a buscarlo, pensando que se había internado en la vegetación que había detrás de la fila de largos y delgados cocoteros en el límite de la playa.Pero no tuvieron que caminar mucho porque a unos metros del bote, vieron al capitán tirado boca abajo sobre la arena.

—¿Estará muerto? –preguntó Dulcineo.—Quizás sólo esté desmayado –dijo Roblocho cuando se le acercó.

Pero ni una cosa ni la otra. Don Memo permanecía con los ojos abier-tos y sonreía feliz.

—¡Soy un náufrago! –dijo poniéndose de pie– Y desde ahora me llamaré Robinson Cruzoe.

Y como todo buen náufrago, lo primero que hizo fue recorrer la isla para comprobar que estaba desierta, levantar una cabaña y preparar condiciones para pasar allí el resto de su vida, y todo ello sin dejar de cantar una nueva canción que se inventó:

—Robinson cruzó el mar y Robinson naufragó...La primera noche en la isla fue la más triste que vivieron los caballi-

tos, pues si alguna vez abrigaron la esperanza de volver al lado de su querido Miguel, la perdieron allí, bajo el cielo más estrellado que nun-ca habían visto, perdidos en medio del océano y acompañados de un capitán que se sentía dichoso por ser un náufrago.

Tostándose bajo el intenso sol de la isla y pasando todo tipo de tra-bajo en la vida salvaje que llevaban lejos de cualquiera de las comodi-

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dades de la civilización, veían cruzar los días, las semanas y los meses sin poder imaginar cómo podrían salir de allí para reunirse de nuevo con Miguel.

Roblocho, siempre que las muchas actividades que tenían que hacer para poder subsistir se lo permitían, se iba hasta un alto acantilado junto a la costa para observar el mar, con la esperanza de ver un barco que los pudiera rescatar, y con el fin de avisarle fue acumulando allí ramas secas con las que podría encender una fogata en el momento oportuno.

Dulcineo no perdía oportunidad para mencionar a Miguel en todo momento, pues decía que si llegaban a olvidarse de su dueño perde-rían el deseo de luchar y hasta de vivir.

Por su parte, en las noches, Versalles no dejaba de mirar el cielo con la ilusión de que alguna de las estrellas fugaces que veía pasar fuera la del Hada Azul.

—Ella nos puede salvar –decía.—¿Cómo?—Sacándonos de esta isla y convirtiéndonos en caballos de verdad:

fuertes, buenos y valientes para poder encontrar a Miguel.

Cuando ya estaban acostumbrándose a las condiciones de aquella isla, comenzaron las lluvias. Días, semanas y meses sin parar de llover ni un momento. El techo de la cabaña en que vivían comenzó a filtrar-se sin que Don Memo Cruzoe hiciera algo por remediarlo, pues lo de él era cantar y cantar:

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—Robinson cruzó el mar y Robinson naufragó...Recién terminadas las lluvias, un día Don Memo caminaba por la pla-

ya en busca de ostiones y cangrejos para alimentarse, cuando de pronto vio marcada en la arena la huella de un zapato y supo que alguien había llegado a su isla. Corrió a la cabaña y, como desconocía las intenciones del visitante, dejó de cantar, cerró puertas y ventanas y llenó de pólvora su viejo arcabuz.

Los caballitos, percibiendo el peligro que sobre ellos se cernía, perma-necieron todo el tiempo en silencio y sin moverse de su sitio. Al llegar la noche, se comenzaron a escuchar a lo lejos el golpeteo de tambores y el extraño canto de un coro de voces, a cual más desafinada. Ello era señal de que a la isla había llegado más de una persona y posiblemente estuvieron celebrando algún macabro ritual.

Don Memo también lo comprendió así y, sin pensarlo mucho, tomó su escopeta y sus pistolas y salió a investigar. Y por si el peligro de los desconocidos visitantes fuera poco para asustar al más valiente, esa noche el volcán comenzó a rugir amenazando hacer erupción en cual-quier momento.

Los caballitos no iban a dejar al pobre viejo solo en una situación como esa y sigilosamente salieron detrás de él. La noche era tan oscura que no podían ver el camino ni mucho menos a Don Memo que a cada paso se les alejaba más. Pero la horrible música los guiaba, y así no demoraron en llegar cerca del sitio de donde salía, mas de pronto las voces cesaron y no tardó en oírse un disparo.

—¡Rápido! –dijo Roblocho.—Corramos, pues Don Memo puede estar en peligro.

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Entonces fue la luz de una fogata que los guió hasta situarse en un lugar oculto desde donde pudieron ver qué ocurría.

—¡Brujas! –exclamó Versalles.En efecto, veintiuna brujas, de narices largas y retorcidas, todas ves-

tidas de negro y con sombreros puntiagudos adornados con estrellas y medias lunas plateadas, celebraban alguna terrorífica fiesta alrededor de un caldero tiznado que dejaba escapar un humo verde y maloliente. Junto al recipiente, amordazado y amarrado de piernas y brazos, se encontraba Don Memo en el suelo.

—¡Tenemos que hacer algo!Y sin pérdida de tiempo idearon un plan que no demoraron en poner

en práctica. Corrieron a la cabaña, ahora alumbrados por los destellos de fuego que salían del volcán, y trajeron el barril de pólvora y la de-jaron caer alrededor del sitio en el que se encontraban las brujas, en-tonces le prendieron fuego y, en medio de la confusión que se formó, rescataron a Don Memo, que yacía desmayado, y salieron corriendo a todo lo que les daban las patas.

La cabaña no era un buen sitio para esconderse, pues las brujas, pasa-do el susto, salieron a capturar a los fugitivos, así que los caballitos lleva-ron a Don Memo hasta el acantilado donde Roblocho tenía preparada la pila de leña y allí se parapetaron en espera de un ataque. Este no se hizo esperar, porque las malvadas mujeres no demoraron en descubrirlo y comenzaron a escalar el montículo. Por suerte, las túnicas que usaban no las dejaban avanzar con facilidad. El sol no acababa de salir para alumbrarles el camino y Don Memo, ya repuesto, disparaba sus revólve-res cada vez que veía por entre la maleza un sombrero puntiagudo.

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Mas, poco a poco, las hechiceras fueron ganando terreno y ya esta-ban por alcanzar la cima del lugar donde capturarían fácilmente al vie-jo capitán, cuando Dulcineo vio algo en el mar que podría salvarlo.

—¿El Hada Azul? –preguntó Versalles.—No. Un barco –explicó Dulcineo.Y Roblocho supo qué debía hacer sin pérdida de tiempo. Prendió

fuego a los troncos y ramas que allí tenía, y una columna de humo no demoró en subir hacia las nubes en el mismo momento que el sol se asomaba en el horizonte, mientras el volcán lanzaba lava ardiente en todas direcciones.

—¡Estamos salvados! –gritó Versalles.—Ni lo pienses –dijo una de las brujas que ya se acercaba para cap-

turar al caballito de tela, pero Roblocho se interpuso y, de una coz que le dio en la rabadilla, la tiró del acantilado y la malvada fue a dar de cabeza al mar.

Como lo menos que les gusta a las brujas es bañarse, y mucho me-nos en el agua salada, las demás comprendieron el peligro que corrían y decidieron retirarse a tiempo.

Los marineros del barco no demoraron en llegar a la playa para res-catar a los náufragos, pero algo inesperado ocurrió que impidió que Don Memo abandonara la isla. El asunto es que un momento antes, la bruja que había caído al agua, salió convertida en una bella señora, pues un malvado mago la había convertido en bruja y el hechizo no se rompería hasta que alguien la obligara a darse un chapuzón en el mar. Cuando Don Memo la vio, se enamoró perdidamente de la mujer y, como él había decidido pasar el resto de su vida de náufrago, le propu-so matrimonio a la exbruja para quedarse juntos los dos en la isla.

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Roblocho, Dulcineo y Versalles, que no tenían ningún interés en per-manecer allí, se subieron rápidamente al bote antes de que alguien se percatara de su presencia y los quisieran dejar con Don Memo; así que, escondidos debajo de una de las tablas donde los marineros se senta-ron a remar, llegaron al barco El Tigre de la Malasia.

Y escondidos permanecieron en el bote salvavidas hasta que varios días después el barco atracó en un puerto. Aunque durante el tiempo que duró la travesía ninguno de los tres caballitos lo dijo para no ilu-sionar a los demás, todos soñaban con que el barco los llevara hasta la ciudad donde habían tenido su hogar junto a Miguel, así que no más oscureció, levantaron la lona que los tapaba y saltaron al muelle.

Aunque los edificios no les resultaron nada familiares, caminaron has-ta uno de los callejones que hasta allí llegaban para tratar de orientarse, pero ni las personas se vestían con las ropas que ellos estaban acos-tumbrados a ver ni mucho menos hablaban un idioma conocido por ellos, y cuando trataron de leer al menos el nombre de la calle donde se encontraban, lo que vieron fue una tablilla llena de figuras de pali-tos. Entonces comprendieron que habían ido a dar al otro extremo del mundo, bien lejos de su casa.

Como siempre hacían cuando estaban tristes o asustados, los tres ca-ballitos se acercaron y se pegaron bien uno a los otros para protegerse.

—Parece que ya me dio catarro –dijo Dulcineo con los ojos mojados de llanto y la naricita roja.

El tigre de Malasia

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Roblocho tenía un nudo en la garganta que no lo dejaba hablar y tuvo que limitarse a abrazar con fuerza a sus compañeros. Versalles, por su parte, miró al cielo para ver si la estrella errante en que viajaba el Hada Azul caía cerca de ellos.

—Si fuéramos caballos de verdad, podríamos galopar y galopar hasta donde se encuentra Miguel.

—Pero somos tres infelices caballitos, tú de papel, Dulcineo de trapo, y yo de madera.

—Por eso debemos estar juntos –dijo Dulcineo y fue entonces él quien abrazó duro a sus compañeros.

Tan confundidos y asustados estaban que no sintieron al hombre que se acercaba. Éste los tomó, los echó dentro de una de las canastas de mimbre que cargaba, colgadas de una larga vara de bambú, y echó a andar. Y así fue como nuestros amigos se vieron de nuevo ante un destino desconocido y sin poder ni siquiera imaginar bajo qué nuevas condiciones tendrían que vivir.

Al día siguiente fueron llevados a un viejo y destartalado establecimien-to atendido por un viejo de unos tan largos bigotes que le llegaban al medio del pecho. Ellos no entendieron nada de lo que hablaron aquellos dos hombres, pero la situación estaba clara: los estaban vendiendo en una tienda de antigüedades. Y a una vidriera de aquel polvoriento sitio fueron a parar después que el dueño pagó por ellos unas pocas monedas de cobre.

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En aquella tienda parecía que el tiempo se había detenido, pues nun-ca pasaba nada. El anciano permanecía todo el tiempo sentado a la puerta del establecimiento con una pipa apagada en la boca, nadie entraba y quienes pasaban por la acera ni siquiera se detenían a mirar la vidriera.

Si bien nuestros amigos temían por los peligros que acarrea cualquier aventura, aquella pasividad los tenía desesperados, pues sin salir de allí nunca se reunirían con Miguel.

Mas llegó el otoño, pasaron el invierno y la primavera, hasta que de nuevo se presentó el verano. Entonces ocurrió el milagro deseado.

—Buenos días –dijo en perfecto inglés el recién llegado.Era un hombre alto, pulcro y perfumado, elegantemente vestido y con

un bigotito que debió morirse de envidia cuando vio el tamaño de los bigotes del dueño de la tienda de antigüedades. Este señor entró y se puso a mirar los numerosos objetos que allí se exhibían. Tomó algunos en la mano para observarlos mejor y fue apartando aquellos que le in-teresaba comprar: una lámpara de cobre, un frasco de vidrio tornasol, una larga pipa de nácar, unas figurillas de jade y un abanico de seda.

Los caballitos, sabedores de que no podían desaprovechar la oportu-nidad para poder salir de aquella tienda, hicieron todo lo que estuvo a su alcance para llamar la atención del comprador, pero éste ni siquiera miró para el estante donde se encontraban situados nuestros amigos.

Pagó y ya iba a salir cuando le pareció oír un ligero sollozo. Se detuvo en la puerta y miró. Fue entonces cuando los vio y se les acercó.

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—Ves que algunas veces es conveniente llorar –le dijo Dulcineo a Roblocho bien bajito para que nadie lo oyera.

—¡Oh! –exclamó cuando tomó a Versalles en sus manos–. Este ca-ballo lo pintó una gran ilustradora que vivió en París –y agregó–: lo compro.

Versalles miró desesperado a sus compañeros porque no quería ale-jarse de ellos, pero parecía que la separación sería inevitable, pues qué podrían hacer ellos para evitar la división del trío. Fue el anciano vendedor quien salió en su defensa, pues si bien parecía que no miraba nada, tiempo había tenido para percatarse de la necesidad que tenían aquellos caballitos de estar juntos.

—Uno no se vende.—Está bien –dijo el comprador y pagó por los tres.

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Del Cairo a Nueva York

Así fue como Roblocho, Dulcineo y Versalles fueron a dar a un tren que atravesaría el Himalaya hasta llegar a los desiertos del Medio Oriente.

—¡Qué frío! –dijeron a punto de congelarse cuando se detuvieron en medio de la nieve de las montañas del Tíbet

—¡Qué calor! –exclamaron casi ahogados de la sofocación cuando atravesaban los desiertos de Arabia.

Pero el calor duró poco, pues en el Cairo el coleccionista de antigüe-dades y obras de arte se hospedó en un hotel climatizado, y allí los ca-ballitos permanecieron varios días descansando sin mucha preocupa-ción, pues sabían que pronto seguirían el viaje y estaban convencidos de que éste los acercaría a Miguel. Lo que sí nunca imaginaron, fueron las condiciones en que lo harían.

El coleccionista salía todas las mañanas a visitar mercados y regre-saba, dejaba los grandes cajones en el sótano del hotel y llegaba a la habitación cargado de estatuillas, vasijas de cristal y papiros. Cuando tuvo lo que necesitaba para su museo, se dispuso a empaquetarlo todo, pues al día siguiente tomarían el avión hacia Nueva York. A Versalles, Roblocho y Dulcineo los colocó, no en la paja que protegía los vidrios, ni tampoco en las mullidas cajas donde irían las esculturas, sino nada más y nada menos que dentro del sarcófago de una momia.

El que menos sufrió fue Versalles porque se desmayó del miedo, y cada vez que recobraba el conocimiento y se veia reposando sobre las vendas que envolvían al cadáver, se volvía a desmayar.

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Roblocho se quiso comportar de una manera valiente para darle áni-mo a Dulcineo, pero era tal su pavor que los dientes le castañeteaban y, más pálido que la momia, no pudo articular palabra alguna en todo el viaje.

Dulcineo nunca se imaginó en una situación semejante y decidió pensar todo el tiempo en Miguel para olvidarse de dónde y con quién estaba, pero por mucho que trató de que sus recuerdos fueran dulces, una y otra vez le venía a la memoria la película de la momia egipcia que se salía del sarcófago y cometía cualquier clase de fechorías; y Dulcineo hizo todo el viaje atento a si aquel cuerpo vendado de pies a cabeza se movía o hacía por hablar para entonces él comenzar a pedir auxilio.

En Nueva York fueron exhibidos dentro de una vitrina detrás de un cristal blindado en la exposición que organizó el museo del coleccio-nista. Sistema de alarma, cámaras de televisión y guardias hacían impo-sible que se pudieran escapar de allí para tratar de reencontrarse con Miguel donde quiera que este se encontrara, pero su prisión duró poco, pues a la tercera noche de estar allí, sucedió algo inesperado.

A las pocas horas de haberse cerrado la exposición, las luces comen-zaron a pestañar hasta apagarse totalmente. Entonces un rayó de luz se acercó por el pasillo que desembocaba en el salón donde ellos se encontraban.

—¡Es el Hada Azul! –exclamó Versalles.

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Pero no. Eran unos ladrones que venían a robar. Habían amordazado al guardia y cortado la alarma y, ya en las salas del museo, comenza-ron a cargar todas las valiosas piezas de arte que allí exhibían. Cuando abrieron la vitrina donde se encontraban nuestros amigos, no les pare-cieron de mucho valor y no los tomaron, y así fue como los caballitos pudieron saltar al suelo y correr a todo galope para la salida de la calle, pero antes se detuvieron en la habitación del guardia y conectaron de nuevo la alarma que comenzó a sonar por todo el edificio.

Los ladrones, al verse descubiertos, abandonaron lo robado y corrie-ron a la puerta para escapar, pero allí ya estaba la policía esperándolos; y los periodistas no demoraron en llegar para recoger la noticia. Al principio nadie se explicaba cómo era que la alarma había funcionado, pero los peritos no tardaron en descubrir las huellas de tres caballitos, uno de madera, otro de papel y el tercero de tela, y mucho menos en descubrirlos escondidos detrás de un aparato de calefacción dispues-tos a escaparse en la primera oportunidad.

—¡Aquí están! –dijo uno de los policías que registraba el local, y sin tiempo para nada, los periodistas comenzaron a tomarles fotos.

Al día siguiente sus imágenes salieron en todos los periódicos del país y, de la noche a la mañana, se convirtieron en los héroes del momento.

—Si nos pagan una buena recompensa, podremos comprar los bole-tos para ir hasta la ciudad donde estudia Miguel –dijo Versalles.

—Pero que no sea en barco –pidió Roblocho.—Ni mucho menos en un avión donde viajen momias –aclaró

Dulcineo.

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Y como no querían viajar en barco ni en avión, decidieron hacerlo en tren. Tampoco les quedó otra posibilidad, porque nadie había ofrecido rescate por la captura de aquellos bandoleros, y dadas las muchas no-ticias que sucedían en aquella ciudad, pronto la prensa dejó de hablar de ellos y nuestros amigos volvieron al anonimato de siempre.

De nuevo solos, desamparados, sin saber dónde dirigirse ni qué ha-cer, pero unidos, para, como hasta ese momento habían hecho, tratar de vencer las dificultades que se les pudieran presentar. Si algo los mantenía con deseos de luchar, era precisamente el anhelo de encon-trarse de nuevo con su dueño y que este los cuidara y acariciara como siempre hizo en aquellos días felices en que vivían juntos en la tranqui-lidad del hogar.

—¿Te acuerdas, Versalles –recordaba Dulcineo– cuando Miguel te pedía que le contaras historias de amor?

—¡Claro que me acuerdo!, como también me acuerdo cuando te acariciaba con su mejilla.

—¡Tiempos felices ya idos! –decía Roblocho y suspiraba melancólico.Pero antes de que se fueran a poner verdaderamente triste, Dulcineo

decía:—Y que volverán cuando nos encontremos con Miguel –y para que

sus amigos, al menos, sonrieran, tomaba una bien divertida posición con su cuerpecito de tela.

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Conocedores ya de los peligros que los acechaban en Nueva York, per-manecían escondidos durante el día y caminaban por la noche. Cuan-do dormían, uno de ellos quedaba vigilante por si alguien se acercaba. Siempre se movían por lugares oscuros y pocos transitados con el objeti-vo de llegar hasta la Estación Central de Ferrocarriles sin ser vistos.

A medida que se acercaban a aquel sitio, lo mismo de noche que de día, les era mucho más difícil evadir a las personas, pues los alre-dedores de la Terminal estaban llenos de pasajeros que iban y venían, vendedores, policías, limpiabotas, vagos, predicadores, limosneros y encantadores de serpientes, así que tuvieron que tomar por otra vía que no fuera la calle.

Cuando se toparon con la primera tapa de alcantarilla, Roblocho, que era el más fuerte de los tres, intentó abrirla, pero como era bien pesada, necesitó la ayuda de Dulcineo y Versalles, y entonces entre los tres lograron separarla lo suficiente para poder penetrar en el subterrá-neo mundo de las cloacas neoyorquinas.

Pusieron de nuevo la tapa en su lugar. La oscuridad fue tal que los caballitos no se veían ni la punta del hocico. Acostumbrados al ruido constante de la ciudad, aquel silencio los sobrecogió. Tanteando las húmedas paredes, muy juntos uno a los otros, comenzaron la marcha. Poco a poco, los ojos se fueron acostumbrando a aquel ambiente y comenzaron a distinguir el camino.

Después fue el ruido del agua y el nauseabundo olor a pudrición que allí se respiraba. A medida que caminaban, fue apareciendo una sucia neblina que se les pegaba al cuerpo.

Los piratas de Manhattan

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—Es como si te acariciara la mano de un fantasma –dijo Versalles, y un murmullo de voces, como el gruñido de un fiero dragón, se oyó por el túnel.

Los caballitos se detuvieron asustados ante aquel extraño fenómeno y esperaron unos minutos para ver qué ocurría, pero pronto todo volvió a la normalidad.

—¿Qué sería eso? –susurró Dulcineo, y de nuevo se dejó escuchar, un poco más bajo, el mismo sonido.

—Es el eco de nuestras voces –señaló Roblocho y para demostrarlo, relinchó con fuerza.

La resonancia que se oyó fue tan profunda y misteriosa que le hubiera parado los pelos de puntas al más valiente, pero nuestros amigos esta-ban resueltos a llegar a su destino y nada ni nadie los iba a detener, así que continuaron la marcha.

Después de caminar unos veinte metros, se toparon con otra dificul-tad, pues el túnel por el que iban se bifurcaba en rumbos diferentes, y de momento no supieron cuál conducía hasta los sótanos de la Esta-ción Central. Fue Dulcineo, quien, por estar unas veces con la cabeza para arriba y otras para abajo, había desarrollado mejor el sentido de la orientación, y dijo:

—El de la izquierda.Y así, una y otra vez, ante las frecuentes divisiones de los túneles, hasta

que se supieron cerca de su destino, porque comenzaron a sentir el paso de los trenes en el retumbe que provocaban en el techo y paredes de las galerías. De pronto desembocaron en una especie de salón mejor iluminado y más seco.

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Habían llegado a los subterráneos de la Terminal de Ferrocarriles y ya sólo entonces les quedaba buscar un orificio para salir a la superficie, mas una nueva dificultad se les presentó, esta vez de parte de una rata sucia y desagradable que se les paró delante.

—Para pasar por aquí, hay que pagar peaje –dijo, y aunque a un metro de distancia, los caballitos sintieron su terrible mal aliento.

—Nosotros no tenemos dinero –dijo Versalles.—Pueden pagar con cualquier cosa de comer o de beber, y si

es alcohol, mucho mejor.Qué podrían hacer, pues ellos no poseían nada que ofrecer y sin em-

bargo, debían pasar por allí si querían encontrarse con Miguel, y claro que querían, así que Versalles salió delante a pedir explicaciones.

—Enséñeme el documento que lo acredita para desempeñar las fun-ciones de cobrador.

Al oír aquello, la rata soltó la carcajada y les enseñó un comillo:—Esto es lo que tengo –y tomando una actitud de pocos amigos,

agregó–: o pagan o acabo con ustedes a mordiscos.Claro que nuestros amigos no eran nada violentos, pero ante una

amenaza tal no les iba a quedar más remedio que acudir a la fuerza, además ellos eran tres y la rata, sólo una.

—Pues vamos a pasar –dijeron al unísono y echaron a andar.Fue entonces que la rata emitió un chiflido y de pronto aparecieron

cuatro ratas más, cual de ellas con más cara de asesina. Ya era tarde para echarse atrás; nuestros amigos lo comprendieron así y la batalla no se hizo esperar. Los dientes de ambos bandos resplandecieron, y

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aunque las ratas eran más, los caballos podían usar sus patas. Mor-discos y coces llenaron el aire sin que de momento la balanza de la victoria se inclinara hacia alguno de los contendientes.

Roblocho se enfrentaba contra tres de aquellos roedores, mientras que Versalles y Dulcineo se batían cada uno con una de las ratas. Aquello no tenía para cuando acabar, pues aunque en un momento Ro-blocho había lanzado a una de las villanas contra una pared, dejándola fuera de combate, las fuerzas se mantenían parejas.

Dulcineo comprendió la estratagema que Versalles emprendía y lo siguió, no así Roblocho que llevaba la peor parte de la pelea. Poco a poco los dos caballitos fueron ganando terreno hacia el lugar por el que debían seguir para salir de aquella cloaca, pero su compañero iba quedando peligrosamente detrás.

Versalles recordó un libro de artes marciales que una vez leyó y apli-cando unos efectivos golpes despachó a su contrincante, eso le per-mitió ir en ayuda de Roblocho y juntos eliminaron a dos ratas más. La que combatía con Dulcineo había logrado morder a este por el cuello y no quería soltarlo, pero una oportuna patada de Versalles la lanzó por el aire.

—Vencimos.Pero la alegría les duró poco, pues a un chiflido de una de las ratas

que ya se recuperaba, por todas las galerías que conducían a aquel salón comenzaron a llegar más roedores lanzando unos horribles chillidos y armados con cuchillos, puñales, espadas, cimitarras, garfios y navajas.

—¡Escapemos! –gritaron los caballitos y echaron a correr a todo ga-

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lope perseguidos por aquella turba de asesinos.Perdida toda orientación, tomaron por la primera galería que vieron

libre sin saber a dónde los conduciría. No lejos de allí, y con las ratas pisándoles los talones, divisaron un boquete con unos peldaños de hie-rro en la pared e, intuyendo que estos los llevarían al exterior de aquel infierno, comenzaron a subirlos. De nuevo una pesada tapa de hierro les limitó el paso, pero Versalles, que iba delante, sacó fuerzas de no se sabe dónde y despejó la salida. Ya fuera, entre los tres volvieron a colocar la tapa en su lugar para impedir que las ratas salieran y echaron a correr.

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El carrusel de Montmartre

Fue entonces que sintieron el aire fresco del exterior y se supieron en el patio de la estación de ferrocarriles, porque numerosos trenes de car-ga se encontraban allí estacionados sobre diferentes vías. Sin saber qué rumbo tomar y sólo por alejarse de las ratas, comenzaron a avanzar por entre los vagones llenos de mercancías, listos para salir en cualquier momento hacía sus respectivos destinos. La oscuridad de la noche y lo solitario del lugar los protegía.

—¿Qué fue eso? –preguntó Versalles y se detuvo a oír.—Fue como un relincho.Entonces vieron un hilo de luz que salía de la puerta semiabierta de

uno de aquellos vagones y se acercaron con sigilo, pues aunque sentían risas y relinchos, no sabían de qué podía tratarse.

—Bienvenidos –dijo a sus espaldas la voz de un potranco joven con acento francés–. Si quieren entrar, son bienvenidos al Carrusel de Mont-martre –y, sin esperar respuesta, abrió la puerta y saltó hasta el vagón. Entonces, dirigiéndose a quienes estaban en su interior, anunció–: ¡Eh, amigos!, tenemos visita.

Los acontecimientos vividos por Roblocho, Dulcineo y Versalles des-de que salieron de su casa, los habían vuelto desconfiados y cautelo-sos, pero la voz de este caballo y el ambiente que se percibía dentro de aquel vehículo, los hicieron sentirse seguros, y entraron.

Veinticuatro caballos, todos blancos y muy parecidos entre sí, los re-cibieron con muestras de cordialidad. Eran los caballos de un carrusel que andaban de gira por todo el mundo. Sólo se diferenciaban por el color de sus arneses y por los nombres:

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—Pedro, Santiago, Felipe, Andrés, Juan, Mateo, Bartolomé, Tomás, Tadeo, Simón, Santiago Mayor y Judas, como los doce apóstoles –los presentó el joven potranco–, pero como somos veinticuatro, los nom-bres se repiten –dijo y siguió la presentación– Pedro Segundo, Santiago Segundo... –y así hasta llegar a él– y yo, que por ser el más joven, soy Juan Segundo.

—Bienvenidos –dijeron a coro los caballos del carrusel.Fue entonces cuando Dulcineo se desvaneció. La mordida de la rata

le había abierto una de las ya endebles costuras de sus telas y había perdido mucha arena. Había corrido hasta allí sin quejarse para que sus amigos no se fueran a detener, pero al sentirse seguro en aquel vagón, no pudo más y se desmayó.

Durante el sitio de París de la Primera Guerra Mundial, Santiago había tirado de un coche de la Cruz Roja y por ello sabía algo de primeros auxilios, así que rellenó a Dulcineo con granos de poli espuma, que era lo que tenían a mano, y lo cosió.

Tadeo Segundo se ofreció para cuidar esa noche al enfermo, Roblo-cho y Versalles se lo agradecieron, pero, a pesar de que estaban ne-cesitados de un buen descanso, permanecieron junto a su compañero hasta que, cerca del amanecer, este abrió los ojos ya fuera de peligro. Entonces se fueron a dormir y cuando se despertaron, pasadas las doce del día, el tren iba a toda marcha.

Sin saber si hacían bien o mal, cuando el tren iba a salir, los caballos del carrusel decidieron no despertarlos y llevarlos con ellos, pues por la forma en que llegaron, sabían que huían de algún peligro y, además,

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Dulcineo no estaba en condiciones de levantarse del lecho en que convalecía.

Los caballitos se lo agradecieron, pues era precisamente lo que se proponían al acercarse a la Estación de Ferrocarriles. Los corceles del carrusel, sobretodo los más viejos, conocían el mundo entero, y cuan-do nuestros amigos les dijeron a dónde querían llegar para buscar a Miguel, les afirmaron conocer la capital de su país.

—Aunque esta vez no llegaremos hasta allá –lamentaron.—Haremos temporada en Orlando y después regresamos a París –ex-

plicó Pedro.—Ya veremos cómo puedan continuar su viaje –dijo Andrés Segun-

do.—Ahora lo importante es que descansen y se repongan –enfatizó

Felipe.Y no sólo descansaron y se repusieron, sino que también la pasaron

bien, porque aquella tropa era sumamente animada, y los tres días que duró el viaje en tren no hicieron más que cantar y hacer bromas.

El parque de diversiones donde armaron el Carrusel de Montmartre era el más lindo que nuestros amigos hubieran podido imaginarse, lleno de luces y música, con aparatos venidos de todas partes del mundo: una montaña rusa que muy pocas personas se atrevían a montar, una estre-lla giratoria japonesa de cien metros de altura, un saca-tripas mexicano, las góndolas venecianas para los enamorados, carritos locos, y juegos y pasatiempos de todos los tipos.

Aquello era un hervidero constante de personas también venidas de

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todo el planeta, y nuestros amigos podían moverse sin que nadie se fijara particularmente en ellos. Por las noches, volvían al carrusel y des-cansaban junto a los veinticuatro caballos con nombre de apóstoles.

Una tarde, Versalles vino corriendo hasta donde se encontraban sus amigos y de tan emocionado que estaba no pudo hablar, así que por señas les pidió que lo acompañaran. Se dirigió hacia la zona de venta de golosinas, pasó por delante de las casetas de los fakires y dejó atrás los carromatos de los gitanos, donde por unas pocas monedas leían la buenaventura, pero allí tampoco era donde Versalles quería llegar.

—¿Hasta dónde nos vas a llevar? –preguntó Roblocho.—Hasta aquí –dijo y se detuvo delante de un cartel que anunciaba

para esa noche la presentación del Hada Azul– ¡Al fin le podremos pedir que nos convierta en caballos de verdad!

Pero si grande fue la alegría de Versalles, grande fue la decepción, porque quien se hacía llamar Hada Azul, no era más que una ilusionista y prestidigitadora que lo único que hacía eran trucos de magia.

Antes de finalizar la función, los caballitos abandonaron el local y se dirigieron de nuevo al Carrusel de Montmartre, pues no estaban de ánimo para seguir paseando por el parque, pero allí los caballos los esperaban con una noticia que les hizo nacer de nuevo la esperanza.

—Aquí estuvo una pareja de recién casados que son del país de us-tedes –les explicó Bernabé Segundo.

—Y mañana regresan a la ciudad a la que ustedes quieren ir –se ade-lantó Tadeo en decir antes de que alguno de sus compañeros le quitara la oportunidad de dar la buena noticia.

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—¿Pero qué podemos hacer nosotros? –preguntó Dulcineo.—No se preocupen, pues ya lo tenemos todo previsto –afirmó To-

más.Cuando los caballos del carrusel oyeron a los jóvenes decir de dónde

eran, se las agenciaron para que el premio de esa vuelta fuera para ellos y dentro de un momento regresarían a recoger su regalo.

—Y el regalo serán ustedes –explicó Judas Segundo.—Así que no hay tiempo para las despedidas –indicó Santiago Mayor

y les indicó meterse dentro de la caja preparada para ello.Versalles, Dulcineo y Roblocho no sabían qué decir ni cómo agrade-

cerles a aquellos amigos todo lo que habían hecho por ellos, pero no había tiempo que perder y se acomodaron en la caja a tiempo justo para que la pareja de recién casados viniera por ellos.

Cuando se alejaban, oyeron que de los altavoces del Carrusel de Montmartre salía una canción que era para ellos. Era esa que dice así:

No es más que un hasta luego. No es más que un breve adiós. Muy pronto, junto al fuego nos volveremos a ver.

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El Hada Azul

Los recién casados se llamaban Elena y Jorge. Elena estuvo encantada con el regalo, pero a Jorge no le hicieron mucha gracia aquellos ca-ballitos, pues parece que esperaba alguna otra recompensa. Elena era muy cariñosa y para que las cosas no marcharan del todo bien, Jorge era muy celoso.

—No sé qué les encuentras a esos juguetes –dijo el muchacho cuando vio a su esposa haciéndoles mimos a los caballitos antes de dormir.

Al día siguiente, a la hora de partida, Jorge se negó a que Elena se los llevara y pretendía que los dejara en el cesto de basura de la habitación del hotel.

—Ni lo pienses –le contestó la muchacha.—¡Oye, es muy pronto para que quieras desobedecer a tu marido!—¿Y tú piensas que porque me casé contigo voy a hacer caso de

todo lo que se te ocurra mandar? –diciendo y haciendo, Elena echó a nuestros amigos en su bolso y agregó– ¡Estás muy equivocado!

—¡Elenita...! –gritó Jorge.—Elenita, nada –dijo la muchacha.Así salieron del hotel y abordaron el taxi. A cada momento, Roblo-

cho, Dulcineo y Versalles temían que Jorge los tomara y los arrojara por la ventanilla, pero por suerte para ellos, Elena los mantuvo a buen recaudo:

—Los ganamos de premio y los llevo conmigo.Al llegar al aeropuerto, cada uno se bajó del auto por su lado y no se

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hablaron más. Chequearon sus boletos por separado y ya en el avión hicieron todo lo posible porque la aeromoza los cambiara de asientos, pero no les quedó más remedio que ir uno al lado del otro.

Como nuestros amigos se sentían culpables del aquel disgusto de los recién casados, cuando el avión tomó altura y los jóvenes se hicieron los dormidos para no tener que hablarse, los caballitos comenzaron a ejecutar un plan que habían acordado.

Dulcineo deslizó suavemente el estambre de su cola sobre la oreja de Jorge. Este creyó que era su esposa haciéndole caricias y se sonrió. Roblocho le dio un beso a Elena en la mejilla y ella pensó que había sido Jorge que ya no estaba enojado. Poco a poco se fueron acercando y, sin abrir los ojos, se tomaron de las manos, hicieron las paces y vol-vieron a ser felices.

El avión descendió, y cuando los recién casados bajaron la escalerilla, Roblocho sacó la cabeza del bolso de Elenita para ver dónde habían llegado. En efecto, estaban en la ciudad a la que Miguel había ido a estudiar.

Grande fue la alegría de los tres caballitos al saberse tan cerca de su dueño y tan gozosos estaban que en varias ocasiones la muchacha tocó el bolso que colgaba de su brazo, pues le parecía que algo se movía dentro.

Instalados en casa del matrimonio, tuvieron tiempo de sobra de cambiar impresiones y trazarse planes, porque los amigos de Jorge y Elena venían

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esa noche a saludarlos, y los recién casados no hicieron más que llegar, se desatendieron de los caballitos y se pusieron a preparar la fiesta.

—El problema está en que si desaparecemos de pronto –dijo Dulci-neo– Elena pensará que Jorge nos botó de la casa y nunca se lo va a perdonar.

—Eso sí es verdad –afirmó Roblocho–, pero también es verdad –agre-gó– que yo ardo en deseos de encontrarme con Miguel.

—Tendremos que... –comenzó a decir Versalles, pero no conforme con lo que iba a decir, desechó la idea–. No. Si hasta ahora hemos estado juntos, juntos debemos seguir.

—Si fuéramos caballos de verdad, podríamos estar todo el tiempo fuera buscando a Miguel y regresar por la noche. Cuando lo encon-tráramos, Miguel se lo explicaría todo a Elena y no habría problemas –dijo Dulcineo.

—Pero no somos caballos de verdad –lamentó Roblocho.—Ahora más que nunca necesitamos encontrar al Hada Azul –afir-

mó Versalles.

Por el momento no podían hacer otra cosa, decidieron esperar para ver si se les ocurría algo y, mientras, disfrutarían de la reunión de los amigos del joven matrimonio. Pero cuando ya había oscurecido y casi era la hora de que comenzaran a llegar los invitados, Jorge los recogió de la mesita de la sala donde Elena los había puesto, los llevó para una habitación contigua y cerró la puerta.

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Esta pieza era una especie de biblioteca que daba al jardín, así que tendrían que entretenerse mirando libros o aspirando el perfume de las flores, porque por el momento todo lo demás les estaba vedado.

Sin embargo, algo extraordinario sucedió que vino a modificar lo inútil que sería para ellos esa noche. En el momento que sonó el timbre de la puerta anunciando la llegada del primer invitado, un fo-gonazo iluminó el ventanal del jardín. Los caballitos se viraron asom-brados hacia allí y la vieron:

—¡El Hada Azul! –exclamó Versalles.En efecto, en medio de aquella luz cegadora se fue distinguiendo

la silueta de una hermosa doncella resplandeciente y toda vestida de azul. Les sonrió y se les acercó para hablarles.

El ruido y la iluminación de su aparición habían sido tan intensos que los caballitos pensaron que Jorge y Elena vendrían a saber qué sucedía y malograrían el encuentro tan deseado con el Hada Azul, pero lo que allí había ocurrido fue perceptible sólo para Roblocho, Dulcineo y Ver-salles, y nadie más se enteró de la llegada del hada, ni siquiera el primer invitado que recién entraba en ese momento.

—¿Saben quién acaba de llegar para la reunión?Y los caballitos, mudos aún por la sorpresa, se limitaron a negar con

la cabeza.—Miguel.—¡Miguel! –exclamaron entonces los tres juguetes.—Sí, Miguel –explicó el Hada Azul— Él es amigo de Jorge y Elena.—Y nosotros que todo el tiempo habíamos querido encontrarnos con

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usted para que nos convirtiera en caballos de verdad para poder en-contrar a Miguel –dijo Roblocho– y ahora llegan juntos, usted y él.

—Eso te demuestra que no necesitaban de mí. Y yo sólo voy donde de verdad se me necesite. Ustedes, siendo unos pequeños juguetes, fueron capaces de encontrar por sí solos a su dueño.

—¿Y usted –se atrevió a preguntar Dulcineo– está segura de que es Miguel?

El Hada Azul no respondió de inmediato. Caminó hasta la puerta y la abrió unos centímetros.

—Miren –dijo.Los tres caballitos corrieron hasta allí y miraron fuera.—¡Miguel! –exclamaron tan alto que sólo por ser cosa de magia na-

die en aquella sala los oyó.En efecto, era el mismo muchacho que ellos tenían como su dueño,

un poco más alto quizás, y más maduro, pero era Miguel. Su misma sonrisa, sus mismos ojos y su misma mirada llena de ternura.

El Hada Azul dejó que lo observaran unos minutos y después cerró la puerta. Ellos comprendieron que quería decirles algo más y fue Ver-salles quien le preguntó:

—Hada Azul, usted dice que sólo aparece cuando alguien la necesita de veras, y que no somos nosotros, ¿quién entonces?

—Miguel.Y sin siquiera saber de qué se trataba, los tres le pidieron al unísono:—¡Ayúdelo, por favor!Entonces el Hada Azul les explicó que Miguel recién se había gra-

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duado en la universidad como ingeniero hidráulico, que para poder desempeñar su trabajo necesitaba un medio de locomoción, pero que no tenía dinero para comprarse un auto y que ella había pensado que un caballo le serviría.

—Pero un caballo de verdad –terminó diciendo.—Conviértanos a nosotros y tendrá, no uno, sino tres caballos.El hada movió negativamente la cabeza e insistió:—Un caballo.Dulcineo y Versalles se miraron entre sí. Claro que a ellos también les

hubiera gustado ser el que se convirtiera en un caballo de carne y hue-sos para estar junto a Miguel y servirle, pero propusieron a Roblocho.

—Él es el más fuerte de los tres –dijo Versalles—Y es preferible que Miguel tenga el caballo más capaz de todos

–explicó Dulcineo.—Pero es que también –aclaró el Hada Azul– Miguel necesita un caba-

llo noble y cariñoso.—Entonces tendrá que ser Dulcineo –concluyó Versalles.—Lindo e inteligente –volvió a aclarar el Hada Azul.—Ese es Versalles –dijo Roblocho.—¿Cuál es entonces la solución? –preguntó la reluciente doncella.Los caballitos no comprendieron la pregunta y les costó trabajo con-

testar, porque en ese momento llegó hasta ellos la risa de Miguel y se sintieron felices de estar tan cerca de su dueño, aunque quizás dos de ellos nunca llegaran a estar de nuevo junto a él.

—¿Y por qué no los tres? –preguntó de nuevo el Hada Azul.

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—¿Cómo que los tres, si es un solo caballo el que Miguel necesita? –preguntó Versalles sin entender.

—Inteligente, noble y fuerte –explicó el Hada Azul.—¿Entonces...? –comenzó a indagar Dulcineo.—Si ustedes aceptan, Miguel tendría un caballo de verdad en el que es-

tarían ustedes tres a la vez. –dijo el Hada Azul y esperó unos segundos para entonces preguntar–: ¿Están de acuerdo?

—¡Claro que estamos de acuerdo! –dijeron los tres caballitos.La hermosa joven los invitó a salir al jardín. Allí extrajo una varita

mágica de uno de los bolsillos de su vestido y la levantó sobre Roblo-cho, Dulcineo y Versalles. Éstos, como otras tantas veces, se abrazaron fuerte y esperaron el poder del Hada Azul.

Cuando la varita mágica dio un golpe al aire sobre los caballitos un relámpago iluminó el jardín, centellando brevemente hacia todas las direcciones.

En el interior de la casa, los jóvenes allí reunidos vieron la intensa claridad por las ventanas y oyeron un fuerte ruido. Se pusieron de pie y corrieron fuera. Miguel, el primero de todos. Abrieron la puerta de la calle y entonces lo vieron.

Allí, junto a las flores del jardín, el caballo más hermoso de todos ca-racoleaba sobre el césped. Cuando Miguel lo vio, se acordó de Versa-lles, su hermoso caballito de papel. Entonces el caballo lanzó un fuerte relincho y, parándose en las patas traseras, levantó las delanteras y las movió al aire. Miguel supo que este caballo era tan fuerte y tan valiente como su antiguo caballito de madera. Se le acercó y el caballo le pasó

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los belfos por la cara y dejó escapar el vaho de la respiración sobre su pelo; ello fue suficiente para que Miguel sintiera el cariño y la nobleza que tanto extrañaba de su caballito de terciopelo.

—Éste es el caballo que tanto le he pedido al Hada Azul –dijo y se abrazó al cuello del animal.

Desde entonces, Miguel es el único ingeniero hidráulico que va a caballo de parque en parque, atendiendo las fuentes de agua, pero no en un caballo cualquiera, sino en el más fuerte, noble y hermoso que haya existido.

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Índice

Los caballos de Miguel.................................................... 7

La promesa ..................................................................... 10

El falso basurero ............................................................. 13

La isla perdida ................................................................ 24

El tigre de Malasia ......................................................... 35

Del Cairo a Nueva York ................................................. 40

Los piratas de Manhattan .............................................. 45

El carrusel de Montmartre.............................................. 51

El Hada Azul .................................................................. 58

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Los caballos de Miguel,de Luis Cabrera Delgado

núm. 3 de la colección La pluma mágica, Se termino de imprimir en

talleres del Grupo Comercial Impressio,Isabel la Católica núm. 324 despacho 2

México, D.F. durante el mes de marzo de 2007