locus solus

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Un científico e investigador importante, Martial Canterel, ha invitado a un grupo de colegas a visitar el parque de su finca, Locus Solus. Cuando el grupo visita la finca, Canterel les muestra invenciones de una complejidad y rareza cada vez mayores. Aprendemos que los actores son en realidad gente muerta que Canterel ha resucitado con resurrectine, un fluido de su invención que si se inyecta a un cadáver reciente hace que represente el incidente más importante de su vida.

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RAYMOND ROUSSEL

LOCUS SOLUSTraducción: Jorge Segovia

MALDOROR ediciones

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La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original:Locus Solus

Éditions Flammarion, París, 2005

© Primera edición: 2013© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia

ISBN: 84-934130-8-9

Maldoror edicioneswww.maldororediciones.eu

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CAPÍTULO I

Un jueves de comienzos de abril, el maestroMartial Canterel –mi ilustrado amigo–, acabó invi-tándome, con algunos de sus íntimos, a visitar elinmenso parque que rodeaba su espléndida villade Montmorency.Locus Solus –la propiedad se llama así– es un apaci-ble re t i ro donde a Canterel le gusta proseguir conespíritu sereno sus diversos y fecundos trabajos. Enese lugar solitario se encuentra al abrigo de la agita-ción de París y, no obstante, puede igualmenteponerse en la capital en un cuarto de hora cuandosus investigaciones re q u i e ren que pase algún tiem-po en una biblioteca especializada o, incluso, unavez llegado el momento de informar al mundocientífico –a través de una concurridísima confere n-cia–, de algún extraordinario descubrimiento.Es en Locus Solus donde Canterel pasa casi todo elaño, rodeado de discípulos que, imbuidos de unaapasionada admiración por sus constantes descu-brimientos, lo secundan con fanatismo en la obraque lleva a cabo. La villa tiene algunas piezaslujosamente dispuestas como laboratorios mode-lo, donde se aplican numerosos ayudantes, y elm a e s t ro consagra su vida por entero a la ciencia,paliando sin esfuerzo, con su gran fortuna de sol-t e ro libre de cargas, cualquier dificultad materialque pudiese originarse durante el curso de suabsorbente tarea por mor de los objetivos que seimpone.

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Acababan de dar las tres. Hacía buen tiempo y elsol brillaba en un cielo casi uniformemente límpi-do. Canterel nos recibió no lejos de su villa, al airelibre, bajo unos añosos árboles que daban sombra auna confortable instalación de diferentes asientosde mimbre. Tras la llegada del último invitado, el maestro seechó a andar a la cabeza del grupo, que lo acompa-ñó dócilmente. Alto, moreno, de semblante sinceroy facciones regulares, Canterel, con fino bigote yvivos ojos en los que brillaba su maravillosa inteli-gencia, apenas acusaba sus cuarenta y cuatro años.Su voz cálida y persuasiva le confería a su elocuen-cia un gran atractivo, cuya seducción y claridadhacían de él un prestidigitador de la palabra. Caminábamos desde hacía unos minutos por unapronunciada costanera.A mitad del recorrido vimos al borde del camino,en una profunda hornacina de piedra, una estatuade rara antigüedad que, hecha al parecer de oscuratierra, seca y solidificada, representaba, no sinencanto, un sonriente niño desnudo. Con los bra-zos tendidos hacia adelante, en gesto de ofrenda, ylas manos abiertas hacia el techo de la hornacina.En medio de la diestra surgía una pequeña plantamuerta, de una extrema vetustez, que, ha largotiempo, allí había echado raíces. C a n t e rel, que proseguía distraídamente su cami-no, tuvo que responder a nuestras unánimes pre-g u n t a s .“Es el Federal de semen-contra que Ibn Batuta vioen lo más profundo de Tombuctú”, dijo señalandola estatua, y al punto nos desveló su origen.

El maestro había conocido íntimamente al célebreviajero Echenoz, quien, durante una expedición atierras africanas llevada a cabo en su juventud,había llegado hasta Tombuctú.

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Habiéndose imbuido, antes de partir, de la com-pleta bibliografía de las regiones que despertabansu curiosidad, Echenoz había leído más de unavez cierto relato del teólogo Ibn Batuta, considera-do como el más grande explorador del siglo XIVdespués de Marco Polo.Casi hacia el final de su vida, fecunda en memora-bles descubrimientos geográficos, cuando conrazón aún hubiera podido gozar tranquilamentede la plenitud de su gloria, Ibn Batuta emprendióuna vez más otra exploración a tierras lejanas yllegó entonces a la enigmática Tombuctú.Durante la lectura, Echenoz había subrayado elepisodio siguiente.Cuando Ibn Batuta entró solo en Tombuctú, unasilenciosa consternación pesaba sobre la ciudad. El trono le pertenecía entonces a una mujer, la reinaDuhl-Serul, quien, de sólo veinte años de edad,aún no había elegido esposo. Duhl-Serul padecía en ocasiones terribles crisis deamenorrea, de lo cual resultaba una congestiónque, afectando el cerebro, le provocaba accesos delocura furiosa. Esos trastornos causaban graves perjuicios a losnativos, visto el poder absoluto que detentaba lareina, resuelta en esos momentos a impartir órde-nes insensatas, multiplicando sin motivo lascondenas a muerte.Hubiese podido estallar una revolución. Pero ,fuera de esos momentos de desequilibrio Duhl-Serul gobernaba a su pueblo –que raramente habíaconocido un reinado más feliz– con una serenabondad. En vez de lanzarse a lo desconocidoderrocando a la soberana, soportaban paciente-mente aquellos males pasajeros compensados porlargos periodos florecientes. Entre los médicos de la reina, ninguno hasta enton-ces había podido atajar el mal.

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Ahora bien, a la llegada de Ibn Batuta una crisismás fuerte que las anteriores consumía a Duhl-Serul. A una palabra suya, había que ejecutar anumerosos inocentes y quemar cosechas enteras. Golpeada por el terror y la hambruna, la poblaciónesperaba día tras día el final del acceso, que, pro-longándose irrazonablemente, hacía insostenibleaquella situación. En la plaza pública de Tombuctú se alzaba unaespecie de fetiche al que la creencia popular atri-buía gran poder.Era una estatua de niño, hecha de tierra oscura ensu totalidad –y concebida por lo demás en curiosascircunstancias bajo el reinado de Forukko, antepa-sado de Duhl-Serul. Poseyendo las cualidades de juicio y bondad queen tiempos normales mostraba la reina actual,Forukko, a través de las leyes promulgadas y supersonal entrega a la causa, había llevado a su paísa una gran prosperidad. Agrónomo ilustrado, vigi-laba él mismo los cultivos, con el fin de introducirmuchos útiles perfeccionamientos en los caducosmétodos de la siembra y recolección. Maravilladas por aquel estado de cosas, lastribus limítrofes se aliaron a Forukko parabeneficiarse de sus decretos y su consejo, peros a l v a g u a rdando cada una su autonomía median-te el derecho a recobrar a voluntad una indepen-dencia completa. Se trataba de un pacto de amis-tad y no de sumisión, por el cual se compro -metían, además, a coaligarse contra un enemigocomún si fuese necesario. En medio de un gran entusiasmo por la solemnedeclaración de la alianza establecida, se resolviócrear, a modo de emblema conmemorativo queinmortalizaría tan señalado acontecimiento, unaestatua hecha únicamente con tierra, que se recoge-ría del suelo de las distintas tribus coaligadas.

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Cada pueblo envió su porción, eligiendo tierravegetal, símbolo de la feliz abundancia que augu-raba la protección de Forukko. Un renombrado artista, ingenioso en la elección deltema, erigió –mezclando y amasando todos loshumus– un gracioso niño sonriente, que, verdade-ro retoño común de las numerosas tribus confundi-das en una sola familia, parecía consolidar aún máslos vínculos establecidos. La obra, instalada en la plaza pública de Tombuctú,recibió, en razón de su origen, un nombre que tra-ducido a lenguaje moderno daría estas palabras: elFederal. Modelado con un arte encantador, el niño,desnudo, con el dorso de las manos vuelto hacia elsuelo, alargaba los brazos como para hacer unaofrenda invisible, evocando, con ese gesto emble-mático, los dones de riqueza y felicidad prometi-dos por la idea que representaba. Pronto seca yendurecida, la estatua adquirió una solidez a todaprueba.Como respuesta a aquellas esperanzas, comenzóuna edad de oro para los pueblos aliados, que, atri-buyendo su suerte al Federal, le consagraron unculto apasionado a ese poderoso fetiche, decidido asatisfacer las innumerables plegarias. Durante el reinado de Duhl-Serul aún pervivíanlos clanes y el Federal inspiraba idénticofanatismo. Como la locura que ahora padecía la soberana seagravaba ineluctablemente, decidieron acudir enmasa a pedirle a la estatua de tierra la inmediataconjuración de aquel desvarío.Una gran procesión –vista y descrita por Ibn Batuta–encabezada por sacerdotes y dignatarios, llegó final-mente hasta el Federal, para invocar con vehemen-cia, según ciertos ritos, fervientes oraciones.Aquella misma noche, el ruido y la furia de unhuracán atravesó la comarca, especie de tornado

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devastador que pasó fugazmente por Tombuctú,sin dañar al Federal, protegido por las construccio-nes circundantes. Los días siguientes, la perturba-ción de los elementos originó frecuentes lluvias. Sin embargo, la aguda vesanía de la reina se acen-tuaba, ocasionando a cada hora nuevas cala-midades.Comenzaban, ya, a perder la esperanza en elFederal, cuando una mañana el fetiche apareciócon una pequeña planta –a punto de abrirse–enraizada en el interior de su mano derecha. Sin dudar, cada cual vio allí un remedio milagrosa-mente ofrecido por el venerado niño para curar elmal de Duhl-Serul.Pronto desarrollado por la alternancia de lluvias yardiente sol, el vegetal engendró minúsculas floresde un palor amarillo, que, cuidadosamente recogi-das, y una vez secas, fueron administradas a lasoberana, ya por entonces en el paroxismo delextravío. La hasta entonces aplazada mejoría se produjo enel acto, y, Duhl-Serul, al fin aliviada, recobró eljucio y su ecuánime bondad. D e s b o rdante de alegría, el pueblo, con una impre-sionante ceremonia le dio las gracias al Federal, y,p rocurando evitar nuevos episodios de crisis,decidió cultivar –regándola periódicamente, ydejándola por un supersticioso respeto en la manode la estatua sin atreverse a sembrar las semillasen otra parte– esa misteriosa planta desconocidahasta entonces en la comarca, cuya presencia sóloadmitía una hipótesis: la semilla, transportada porel huracán desde lejanas regiones, cayó por azaren la mano derecha del ídolo, germinando en latierra vegetal regenerada por la lluvia.

Era creencia unánime que el mismo todopoderosoFederal había desencadenado el huracán, conduci-

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do la semilla hasta su mano y provocado las lluviasgerminativas.

Ese era el pasaje que al explorador Echenoz más legustaba de la narración de Ibn Batuta, quien, unavez en Tombuctú, se interesó por el Federal.Tras una escisión sobrevenida entre las tribus alia-das el fetiche perdió toda significación, y, desterra-do de la plaza pública y relegado a simple curiosi-dad entre las reliquias de un templo, llevaba largotiempo en inmisericorde olvido.Echenoz quiso verlo. En la mano del niño, intacto ysonriente, se veía aún la mítica planta, que, ahoraseca y herrumbrada, había antes –según llegó asaber el explorador– conjurado durante muchosaños cada nueva crisis de Duhl-Serul, hasta que seprodujo su total curación. Teniendo de botánica lasnociones que exigía su profesión, Echenoz pudoreconocer en el antiguo residuo hortícola una cepade artemisia marítima, y recordó que –ingeridas encantidad mínima, en forma de medicamento ama-rilloso denominado semen-contra– las flores secasde esta radiada constituyen, en efecto, un pode-roso y activo emenagogo.Conseguido de aquella fuente única y pobre, elremedio, aun tomado en pequeñas dosis, habíapodido actuar sobre Duhl-Serul.Pensando que el Federal, visto su actual abandono,podía ser adquirido, Echenoz ofreció una conside-rable suma que enseguida fue aceptada; después,transportó a Europa la singular estatua, cuyahistoria tanto interesó a Canterel.Sin embargo, hacía poco tiempo de la muerte deEchenoz, el cual acabó por legarle el Federal a suamigo, en recuerdo del interés que éste había mani-festado por el antiguo fetiche africano.Nuestras miradas, fijas en el niño simbólico –ahorainvestido, como la vieja planta, de la más atrayen-

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te aureola–, pronto fueron solicitadas por tres alto-rrelieves rectangulares, tallados en la misma pie-dra, en la porción inferior del bloque donde seabría la hornacina. Delante de nosotros, entre el suelo y el nivel de laplataforma que pisaba el Federal, las tres obras,delicadamente pintadas, se alargaban horizontal-mente una debajo de la otra, y, ya muy desgastadasen ciertas partes, daban la impresión, igual quetodo el bloque pétreo, de una fabulosa antigüedad. El primer altorrelieve representaba, de pie en unaplanicie arborescente, a una joven extasiada, que,cargando en los brazos haces de flores, contempla-ba en el horizonte esta expresión: AHORA, esboza-da en el cielo por angostados cirros que el vientocombaba suavemente. Los tintes, aunque desvaí-dos, se mantenían por todas partes, delicados ymúltiples, todavía puros en las nubes, colmadas defulgores crepusculares de color amaranto.Más abajo, el segundo panel escultórico mostraba ala misma desconocida, que, sentada en un lujosísi-mo salón, aprevechaba la costura abierta en uncojín azul con ricos bordados para extraer unmuñeco vestido de rosa y privado de uno de susojos.Cerca del suelo, el tercer fragmento mostraba a untuerto vestido de rosa, sosias vivo del muñeco, queseñalaba a varios curiosos un mediano bloque deveteado mármol verde, cuya cara superior –dondese incrustaba hasta la mitad un lingote de oro– lle-vaba la palabra Ego muy ligeramente grabada conrúbrica y fecha. En segundo plano, un corto túnel,cuyo interior aparecía cerrado por una verja, pare-cía conducir a una inmensa caverna, horadada enel flanco de una marmórea montaña verde.

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En los dos últimos temas, algunos colores conser-vaban cierta intensidad, especialmente el azul, elrosa, el verde y el oropimente.

Interrogado, Canterel nos informó sobre aquellatrilogía plástica. Hace siete años, aproximadamente, al tener noticiade que se había constituido una sociedad que pre-tendía levantar de sus ruinas la ciudad bretona deGloannic, destruida y sepultada –en el siglo XV–por un terrible ciclón, el maestro, sin ánimo delucro alguno, había comprado numerosas accionescon el único fin de alentar una grandiosa empresa,que, según él, podía dar apasionantes resultados.A través de sus re p resentantes, los más grandesmuseos del mundo pronto comenzaron a disputar-se muchos objetos preciosos, que, encontrados trashábiles excavaciones emprendidas en el lugar idó-neo, llegaban sin tardanza a París para ser someti-das a la pasión de las subastas públicas.C a n t e rel, siempre presente cuando llegaba unnuevo lote de antigüedades, re c o rdó súbitamente,una tarde, al ver los tres altorrelieves pintados queadornaban la base de una gran hornacina vacía yrecientemente desenterrada, esta leyenda armorica-na contenida en el Ciclo de A r t h u r.

En otros tiempos, Kurmelén, rey de Kerlagoüezo– a g reste región que marcaba el punto más occi-dental de Francia– hallándose en la capital delreino, en Gloannic, sintió, aunque todavía erajoven, que su salud ya precaria comenzaba adeclinar rápidamente.Kurmelén era viudo –desde hacía un lustro– de lareina Pleveneuc, muerta al dar a luz a su primerhijo, la princesa Hello.Como tenía muchos hermanos envidiosos que aspi-raban al trono, Kurmelén, padre afectuoso, pensaba

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con horror que después de su muerte, sin duda cer-cana, Hello, llamada por la ley del país a sucederlesin reparto, sería –vista su corta edad– el blanco demuchas conspiraciones. La pesada corona de oro de Kurmelén –conocidapor el nombre de la Maciza–, desprovista de joyas,p e ro compensada su falta de lujo por una re m o t aantigüedad, había ceñido desde tiempo inmemorialla frente de cada soberano de Kerlagoüezo, convir-tiéndose, a la larga, en la esencia misma de la re a l e-za absoluta, y privado de ella ningún príncipehubiese podido reinar un solo día. Como consecuencia de un apasionado fetichismocapaz de prevalecer sobre toda legitimitad, el pue-blo hubiese reconocido como señor a cualquier pre-tendiente lo bastante audaz para apoderarse delobjeto, que estaba prudentemente guardado en unlugar seguro provisto de centinelas.Un antepasado de Kurmelén –Jouël el Grande–había fundado en épocas remotas el reino deKerlagoüezo y su capital, y fue el primero en llevarla Maciza, fabricada por orden suya.Muerto casi a los cien años tras un reinado glorioso,Jouël, divinizado por la leyenda, se había transfor-mado en astro celeste y así continuaba velando porsu pueblo. En el país, cada cual sabía verlo entre lasconstelaciones para dirigirle votos y plegarias. Confiando en el poder sobrenatural de su ilustreantepasado, Kurmelén, consumido por la angustia,le suplicó que le enviase en sueños alguna inspira-ción salvadora. Para disuadir a sus hermanos decualquier esperanza de éxito, pensó largamente encómo ocultar a sus intenciones, en algún misteriosoescondrijo, la re v e renciada corona, indispensablepara la entronización. Pero era necesario que unavez en edad de enfrentarse a sus enemigos, Hello,para hacerse proclamar reina, pudiese encontrar elantiguo círculo de oro: pero la prudencia pro h i b í a

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indicarle el enclave elegido, pues ya se sabe cómo lafuerza o la astucia arrancan un secreto a la infancia.Obligado a entendérselas con un confidente, el re ydudaba, conmovido por la gravedad del caso. Jouël escuchó la plegaria de su descendiente y lovisitó en sueños para dictarle una sabia conducta.Desde entonces, Kurmelén sólo actúo siguiendo lasi n t rucciones re c i b i d a s .Hizo fundir la corona y obtuvo un lingote de insus-tancial forma oblonga, después fue al Morne-Ve r t ,montaña encantada que en otro tiempo había ilus-trado un viaje de estudios de Jouël. Hacia el fin de su vida, mientras recorría solícita-mente su reino para asegurarse del bienestar delpueblo y de la honestidad de sus gobernadore s ,Jouël había acampado una noche en una comar-ca solitaria enteramente nueva a sus ojos.Habían levantado el pabellón real al pie del Morne-Vert, monte caótico, sorprendente por su glaucomatiz y sus reflejos de mármol delicadamenteveteado. Jouël, intrigado, intentó la ascensión mien-tras organizaban el descanso, golpeando ora aquíora allá con una estaca ferrada, como para re c o n o c e rla naturaleza de aquel suelo por doquier re s i s t e n t e .Se sorprendió de que uno de los golpes pro v o c a s euna vaga resonancia subterránea. Deteniéndose,golpeó con fuerza distintos puntos del lugar sospe-choso y percibió un eco sordo, que, pro p a g á n d o s epor las laderas de la montaña, denotaba la pre s e n c i ade una importante caverna. Dándose cuenta de que había allí un refugio envi-diable para pasar la noche, que se anunciaba fría,Jouël, deteniendo su ascensión, le dijo a su genteque buscara alguna falla de acceso al antroi m p revisto. Contrariado por el fracaso de las indagaciones, elre y, creyendo en la posible existencia de algunaentrada tal vez cubierta por la arena, ordenó allanar

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el terreno –sobre el lugar sonoro– de la montaña,cuya base era invadida por una fina grava.Aquellos que fueron designados para la tarea, des-p e j a ron en poco tiempo –con instrumentos impro v i-sados– la parte alta de una bóveda, que, ahora, pare-cía accesible al paso de un hombre. Jouël, penetrando antorcha en mano en el angostoc o r re d o r, pronto se encontró en una fabulosa caver-na, de verdinoso mármol, imbricado –debido a uncurioso fenómeno geológico– de enormes pepitas deo ro, que, en sí mismas, re p resentaban una incalcula-ble fortuna, susceptible de ser doblada por las que,con seguridad, ocultaba el espesor del macizo. Deslumbrado, Jouël pensó en reservarlas para hacerf rente a posibles épocas de desgracia, y alejar decualquier codicia esas riquezas fabulosas, actual-mente inútiles para un reino feliz que gozaba de unatranquila prosperidad gracias al genio de suf u n d a d o r. Acallando sus pensamientos, el rey se hizo alcanzarpor su séquito, y la noche transcurrió apacible en lahospitalaria caverna.Al día siguiente, comenzó un afanado trasiego conla aldea más próxima y fueron muchos los que, ase-sorados por Jouël, se pusieron manos a la obra. Unavez desalojada la arena con el esfuerzo de todos, elo t rora angosto pasaje se convirtió en un espaciosotúnel, a mitad del cual, tras la evacuación de lag ruta, se instaló una imponente verja de doblebatiente, desprovista de cerradura por orden formaldel re y.Entonces, en presencia de todos, Jouël, que practica-ba la magia, pronunció dos solemnes conjuros. Conel primero, hacía invulnerable –para siempre– elexterior del monte a las herramientas más duras, y,con el segundo, cerrraba imperiosamente la alta yg ruesa verja, inmunizada al mismo tiempo contraroturas y quebrantamientos.

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