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NUEVA SOCIEDAD NRO. 125 MAYO-JUNIO 1993 La guerra y la paz en Colombia Francisco Leal Buitrago VIOLENCIA POLITICA Y GUERRA EN COLOMBIA El dramático aumento de la violencia política y terrorista en Colombia ha puesto en tensión los recursos del conjunto social para plantear o imponer alternativas a su escalada autónoma. A finales del 92 la prensa colombiana reprodujo intervenciones sobre la cuestión; aquí incluimos la carta de intelectuales colombianos a la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, la respuesta de ésta, y dos reflexiones de Plinio Apuleyo Mendoza y Horacio Serpa Uribe * junto con un ensayo sobre el tema elaborado especialmente por Francisco Leal Buitrago. Francisco Leal Buitrago: Sociólogo, profesor titular del Instituto de Estudios Políti- cos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia. La guerra y la paz en Colombia 1 Mucho se ha escrito en Colombia sobre el tema de la guerra y la paz, particular- mente durante la última década. La búsqueda de la paz ha sido el tema predomi- nante, en virtud de que los tres últimos gobiernos (Belisario Betancur, 1982-1986; Virgilio Barco, 1986-1990, y César Gavidia, 1990-1994) han hecho múltiples y varia- dos esfuerzos por darle un tratamiento político al viejo problema de la violencia guerrillera, con el común denominador de buscar un diálogo sostenido entre las partes en conflicto. Pero aunque el objetivo implícito del controvertido proceso de paz ha sido sustituir los medios militares por los de carácter político para alcanzar la pacificación del país, hasta el presente ninguno de los gobiernos mencionados ha podido combinarlos adecuadamente bajo un criterio unificado que permita acer- carse a ese objetivo. Por eso las acciones militares han operado en gran medida * Estos dos textos aparecieron en El Tiempo («Lecturas Dominicales»), Bogotá, en su edición del 29 de Noviembre de 1992.

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  • NUEVA SOCIEDAD NRO. 125 MAYO-JUNIO 1993

    La guerra y la paz en Colombia Francisco Leal Buitrago

    VIOLENCIA POLITICA Y GUERRA EN COLOMBIAEl dramtico aumento de la violencia poltica y terrorista en Colombia ha puesto en tensin los recursos del conjunto social para plantear o imponer alternativas a su escalada autnoma. A finales del 92 la prensa colombiana reprodujo intervenciones sobre la cuestin; aqu incluimos la carta de intelectuales colombianos a la Coordinadora Guerrillera Simn Bolvar, la respuesta de sta, y dos reflexiones de Plinio Apuleyo Mendoza y Horacio Serpa Uribe* junto con un ensayo sobre el tema elaborado especialmente por Francisco Leal Buitrago.

    Francisco Leal Buitrago: Socilogo, profesor titular del Instituto de Estudios Polti-cos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.

    La guerra y la paz en Colombia 1 Mucho se ha escrito en Colombia sobre el tema de la guerra y la paz, particular-mente durante la ltima dcada. La bsqueda de la paz ha sido el tema predomi-nante, en virtud de que los tres ltimos gobiernos (Belisario Betancur, 1982-1986; Virgilio Barco, 1986-1990, y Csar Gavidia, 1990-1994) han hecho mltiples y varia-dos esfuerzos por darle un tratamiento poltico al viejo problema de la violencia guerrillera, con el comn denominador de buscar un dilogo sostenido entre las partes en conflicto. Pero aunque el objetivo implcito del controvertido proceso de paz ha sido sustituir los medios militares por los de carcter poltico para alcanzar la pacificacin del pas, hasta el presente ninguno de los gobiernos mencionados ha podido combinarlos adecuadamente bajo un criterio unificado que permita acer-carse a ese objetivo. Por eso las acciones militares han operado en gran medida

    * Estos dos textos aparecieron en El Tiempo (Lecturas Dominicales), Bogot, en su edicin del 29 de Noviembre de 1992.

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    como rueda suelta. Esta ambivalencia de medios para lograr la paz se ha prestado para mantener viva una controversia que se ha empantanado y para hacer ms fr-giles las vas polticas de la negociacin. El proceso de paz ha desarrollado la tendencia a polarizar las opiniones entre los que abogan por el predominio de las medidas polticas y quienes sealan que la ac-cin militar es el camino ms expedito para lograr la pacificacin. Los argumentos dados y el nfasis hecho por cada una de las dos parte, incluyendo los gobiernos, han variado en forma permanente de acuerdo con las fluctuaciones de la lucha. Tal hecho provoc que las difciles condiciones que se presentaron en 1992 inclinaran la balanza, ms que en situaciones anteriores, a favor de la posicin guerrerista, cuando el gobierno adopt ese camino como nica salida al conflicto. Esta decisin fue alentada por la intransigencia de la Coordinadora Guerrillera y las voces de co-nocidas figuras de la vida pblica y el periodismo que han venido clamando la ac-cin punitiva del Estado. Con el fin de evaluar las decisiones gubernamentales adoptadas y la eficacia de los medios usados para alcanzar la pacificacin, es conveniente hacer una revisin de los aspectos ms destacados del proceso que llev, a finales de 1992, a una situa-cin de abierta confrontacin entre las instituciones armadas del Estado y los gru-pos guerrilleros. Lejos de aclararse el panorama, en los dos primeros meses de 1993 esa situacin se complic, debido al resurgimiento del terrorismo del narcotrfico. Por ello, a este escenario conflictivo hay que agregarle el enfrentamiento del go-bierno con la violencia con visos polticos del narcotrfico, concretamente la desa-tada por Pablo Escobar y el denominado Cartel de Medelln. El origen mediato de esta compleja situacin se remonta el usufructo de la admi-nistracin estatal ejercido desde 1958 a travs del sistema poltico del Frente Nacio-nal de manera mancomunada por los partidos Liberal y Conservador. Ese usufruc-to desarroll en forma progresiva las prcticas del clientelismo y la corrupcin como ejes de la poltica. Tal situacin dio al traste con la credibilidad de las gentes en las instituciones pblicas, de manera creciente desde mediados de la dcada de los aos setenta. Esta crisis de credibilidad o legitimidad del rgimen poltico estu-vo acompaada por la violencia guerrillera que, con altibajos, ha logrado permane-cer en el escenario nacional desde la dcada de los aos sesenta, alentada por la ri-gidez del sistema y la extrema pobreza de vastos sectores de la poblacin. La vio-lencia de las guerrillas contribuy a procrear, como reaccin a los desmanes pro-pios del conflicto, grupos paramilitares. Y se complic con el auge de la delincuen-cia comn organizada y el terrorismo derivado de las ambiciones polticas y socia-les de algunos grupos de narcotraficantes. El narcoterrorismo, como se ha llamado

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    a este ltimo tipo de violencia, puso en evidencia la vulnerabilidad de un Estado tradicionalmente dbil, al mostrar de manera abierta la impunidad reinante y la in-capacidad oficial de detentar el monopolio de las armas. 2 De esta manera se lleg a una coyuntura poltica entre 1989 y 1991, que transfor-m, para bien o para mal, la prolongada crisis de credibilidad en el rgimen polti-co. Esta coyuntura estuvo marcada por varios fenmenos destacados. Por su espe-cial importancia merecen mencionarse tres: 1) el surgimiento del gobierno de Csar Gavidia, que entendi y aprovech la agudizacin de la crisis a travs de notorias reformas institucionales identificadas como el revolcn; 2) la formulacin de la Constitucin de 1991, que reemplaz a la de 1886 y proyect medios normativos adecuados para la democratizacin del pas, y 3) la creacin de un gran optimismo en buena parte de la opinin pblica, que vio una salida para muchos de los pro-blemas largamente consentidos por la clase poltica.

    Las acciones del nuevo gobierno frenaron el narcoterrorismo. La poltica de some-timiento a la justicia, diseada para tal fin, avanz sin mayores tropiezos. Las cabe-zas de los grupos que haban puesto en evidencia la fragilidad poltica del Estado y su administracin de justicia estaban a buen recaudo bajo la vigilancia de las auto-ridades. Quienes fueron elegidos para la Asamblea Constituyente representaron por primera vez en la historia la amalgama poltica y social de la heterognea na-cionalidad del pas. La revocatoria que los constituyentes hicieron del Congreso en el curso de sus deliberaciones, durante el primer semestre de 1991, sirvi de est-mulo para la recuperacin de la credibilidad de la poblacin en sus instituciones, ya que esa rama del poder pblico lideraba el clientelismo. Finalmente ellos produ-jeron una constitucin que es fiel reflejo de lo que fue la composicin de sus crea-dores: abigarrada, un tanto contradictoria, plena de utopas, pero, ante todo, demo-crtica. A la desmovilizacin guerrillera del M-19, surgida a partir de la coyuntura poltica mencionada, sigui la del Ejrcito Popular de Liberacin, EPL, y la de otros grupos subversivos menores. Pero esa secuencia esperanzadora se interrumpi por la re-nuencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, y el Ejrcito Popular de Liberacin, ELN, a aceptar la temprana invitacin presidencial a inte-grarse al revolcn e iniciar su vinculacin pacfica a la sociedad. Esas dos fuer-zas, que han sido las ms numerosas entre las guerrillas, permanecen sosteniendo el nombre de la Coordinadora Guerrillera Simn Bolvar, establecida anteriormen-te con otros grupos ya desmovilizados como frente poltico de negociacin con el gobierno.

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    El problema de la renuencia guerrillera a integrarse al proceso reformista se com-plic con la desafortunada decisin poltica de la operacin militar de Casa Verde, que termin en un fiasco y coincidi, como una absurda celebracin, con la elec-cin de la Constituyente el 1 de diciembre de 1990. A la escalada de sabotajes gue-rrilleros a oleoductos y lneas conductoras de energa elctrica, motivada por la ocupacin militar de ese reconocido cuartel general de las FARC, respondi el go-bierno con una abierta disposicin a iniciar de nuevo las negociaciones. El resulta-do fueron las conversaciones adelantadas durante 1991 entre las dos partes en Ca-racas, entrabadas por la arrogancia guerrillera, la mutua desconfianza y, ante todo, el tronar de la competencia armada entre militares y guerrillas. El traslado de la mesa de negociacin de Caracas a Tlaxcala, Mxico, causado por la crisis poltica venezolana a comienzos de 1992, convergi con el nombramiento de un nuevo y prestigioso consejero de Paz, el ex-presidente de la Asamblea Cons-tituyente, Horacio Serpa Uribe. Tales cambios presagiaron el desempantanamiento que hasta ese momento sufran las negociaciones. Sin embargo, pronto el humo de la plvora de militares y guerrilla volvi a oscurecer el ambiente de pacificacin. La competencia de fuerza bruta acrecentada desde el acontecimiento de Casa Ver-de enturbi el transcurso de la poltica. En el mes de mayo se suspendieron los di-logos, con la promesa de reanudarlos en un lapso interminable que se extenda hasta el final de octubre. La negociacin segua dependiendo de lo que ocurriera en los campos de batalla. Batallas enlodadas por un cmulo de secuestros, chantaje, sabotaje a la infraestructura petrolera y dems arbitrariedades guerrilleras. Batallas alentadas por operativos militares sin eficacia y poco limpios en su ejecucin. La tragedia de la poltica al servicio de la guerra. Por eso sta continu a sus anchas despus de mayo, animada por variadas voces que ven la esperanza de la paz en el orden castrense proyectado a la sociedad. Mientras esto ocurra, el narcotrfico continuaba su expansin en la ilegalidad, no obstante la accin represiva del gobierno hubiese logrado cierta dispersin geogr-fica y social de las actividades del negocio. Pero lo ms importante para la situa-cin de conflicto social era que la paz poltica haba penetrado en esas actividades al suspenderse el narcoterrorismo, a pesar de que permaneca la violencia comn propia de su condicin de negocio ilcito. 3 De sbito esa paz fue turbada en el mes de julio de 1992, con la fuga de Pablo Es-cobar y sus lugartenientes de la crcel de La Catedral. Saltaron a la vista muchos errores sucesivos cometidos en la ejecucin de la habilidosa y necesaria poltica de sometimiento a la justicia: unos por inexperiencia e improvisacin, otros por pre-

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    potencia oficial y los ms por la asignacin errnea de tareas policiales a los milita-res. El escndalo poltico arras con generales, coroneles y altos funcionarios, y en-lod a ministros y al propio Presidente. Pero lo peor fue la actitud vergonzante del gobierno, que neg el carcter de negociacin inherente a esa poltica de someti-miento. La fortaleza relativa del narcotrfico, dada su capacidad de desestabiliza-cin frente a la vulnerabilidad del Estado, haba inducido un tratamiento poltico, es decir, negociado, al buscar el gobierno el sometimiento voluntario de los delin-cuentes. Fue algo similar la prctica de negociacin con reconocidos narcotrafican-tes, adelantada, y hecha pblica a finales de 1992, por la Fiscala General de la Na-cin, que es la ms prestigiosa institucin jurdica creada por la nueva Constitu-cin. En lugar de reconocer la negociacin implcita que haba tenido tal poltica, como lo dejaron traslucir los mismos documentos oficiales emitidos a raz del escndalo de la fuga, luego de muchos titubeos el gobierno neg cualquier negociacin pasa-da y futura. Por el contrario, puso precio a las cabezas de los fugitivos y exigi su entrega incondicional, arreciando los operativos policiales contra ellos, con el resul-tado inmediato de varios delincuentes muertos. Ese entusiasmo represivo se entre-mezcl con el fragor de la guerra con las guerrillas, atizada ya por la dificultad de tomar medidas oficiales distintas a las militares. En ese momento, a fines de oc-tubre pasado, al igual que en el ao anterior y como forma de abrir camino a su jefe, ya se haban entregado varios de los lugar-tenientes de Escobar. Pero el endu-recimiento del gobierno frustr su sometimiento, alent la confrontacin y la ma-tanza de policas en Medelln, y le proporcion nuevos ingredientes al conflicto. La confluencia del similar tratamiento gubernamental dado a sus dos principales ene-migos, narcotrfico y guerrillas, alcanz un punto crtico.

    En medio de la puja armada entre guerrillas y gobierno por demostrar su podero, el ELN anunci en septiembre la celebracin blica del V centenario del arribo de Coln al continente, con lo que llam la Operacin Vuelo del guila. La renuncia del consejero de Paz, Horacio Serpa Uribe, cuyo nombramiento haba despertado al comienzo del ao la esperanza de cesacin de hostilidades, fue el anuncio de que no habla nada positivo que esperar de parte de los dos contendores. La compleji-dad del problema hizo posible que las ideas que hasta ese momento se haban teji-do como alternativas polticas a la confrontacin armada se desvanecieran. Al aumento de sabotajes a oleoductos, bancos, transporte pblico, y la toma itine-rante y dispersa de lugares por parte de la Coordinadora Guerrillera, el gobierno respondi con la declaratoria del estado de conmocin interior por 90 das, segn

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    la figura constitucional que reemplaz al desacreditado estado de sitio de la Cons-titucin de 1886. Adems, renov la cpula militar para dar nuevos alientos a la guerra y presion sin xito al Congreso la aprobacin de su proyecto de regla-mentacin de esa figura. El entusiasmo blico sirvi para que el proyecto reviviera la espina dorsal del derogado estado de sitio, ya que pasa por alto buena parte de los derechos individuales que garantiza la carta del 91. La declaratoria oficial de ofensiva permanente y la calificacin de bandoleros y fascinerosos a los guerrilleros, ratificaron su tratamiento como delincuencia comn al igual que el narcotrfico - al menos el llamado Cartel de Medelln - por parte de las autoridades. Con ello, el gobierno no slo reconoca las fuertes tendencias de bandolerizacin de la subversin que vienen de tiempo atrs, sino que las llevaba, tal vez precipitadamente, a su lmite. La justa indignacin ciudadana por la genera-lizada prctica guerrillera del secuestro y la inseguridad reinante, debilitaron la se-renidad oficial que an quedaba. Las guerrillas fueron vistas entonces como meros traficantes de los dineros obtenidos con esa prctica aberrante. Toda esta conducta alborotada facilit muchos actos de sabotaje de la Coordinadora lindantes con el te-rrorismo, ejecutados por parte de personas a quienes se les dificulta ver otra posi-bilidad de accin poltica. Es la plena militarizacin de la poltica, por efecto de la guerra integral, como se llam oficialmente a la confrontacin con narcotrfico y guerrillas. Un atenuante de la fogosidad blica del gobierno ha sido su esfuerzo para contro-lar la corrupcin de los organismos armados, recuperar el diseo y manejo civil de la seguridad nacional de manos de los militares y acabar con la larga ineficiencia operativa. La formulacin estatal de una poltica oficial de seguridad por primera vez en la historia nacional, que incluy el nombramiento de un ministro de Defen-sa civil luego de casi cuarenta aos, han sido, entre otras, reformas polticas para destacar. Dentro de esa poltica de seguridad, la diferenciacin inicial de las violen-cias, el aumento significativo de soldados profesionales, el diseo de nuevas unida-des armadas, su equipamiento de acuerdo con la realidad delictiva, la redefinicin de los gastos militares y la racionalizacin de los sueldos del personal armado son haberes importantes que se han reflejado en una mayor capacidad operativa. No obstante, estas y otras reformas se opacaron con la creencia gubernamental, ali-mentada por tradicionales voces privadas de la intransigencia, de que son suficien-tes para sustituir el componente de negociacin en el manejo de la delincuencia con connotacin poltica, no slo la de las guerrillas sino la del narcotrfico.

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    El llamado impuesto de guerra, ratificado con variadas fuentes de recursos, ha sido un lunar en el manejo econmico de la guerra, ya que se aadi a los ingentes costos del conflicto, los cuales han frenado la inversin social tan anunciada en los planes de desarrollo. Pero no solamente son dignos de tener en cuenta los costos econmicos, multiplicados por los daos materiales producidos por la confronta-cin. Ante todo hay que tener presentes los costos sociales, particularmente por el incremento de la inseguridad ciudadana, los errores y atentados de que son vcti-mas gentes inocentes, y el estmulo a la acelerada situacin de descomposicin so-cial del pas. Todos estos factores hacen necesario un manejo prudente y combina-do de medios polticos y represivos, con el fin de prevenir graves consecuencias muy difciles de reparar. 4 Con todo ello no es de extraar la encrucijada poltica que se observa a mediados del mes de marzo de 1993. El gobierno prolong por otros 90 das el estado de con-mocin interior. La obsesin gubernamental de capturar a Pablo Escobar se convir-ti en una tarea irreversible. Como respuesta a varios atentados terroristas, se do-bl la oferta de la que ya era una fabulosa recompensa por su captura: hoy son sie-te millones de dlares en una economa deprimida. Ahora no hay nada que nego-ciar. Sin duda, la escalada de la persecucin desatada ha menguado en grado sumo la capacidad militar de ese delincuente y en general del narcotrfico. Pero a qu costo! El terrorismo ya ha hecho demasiados daos. Un Estado dbil no debe enva-lentonarse, descartando los medios polticos solamente para respaldar la defensa a ultranza del tan mentado principio de autoridad. De hecho, tal principio se ha debilitado an ms con la proliferacin y diversifica-cin de los grupos paramilitares. Entre ellos se destaca el nacido en febrero, llama-do los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar). Con la ms cruda eficacia, este grupo ha dado muerte a supuestos servidores de Pablo Escobar y ha atentado con-tra numerosos bienes que se cree son de su propiedad o de la de sus allegados. Por primera vez un grupo de esta clase no acta ideologizadamente, en contra de pre-suntos colaboradores de la subversin, que incluye hasta miembros de los comits de defensa de los derechos humanos. La sospecha de su identidad mezcla rivales de ese delincuente, antiguos paramilitares y grupos emergentes de narcotraficantes que desean tranquilidad para recomponer su negocio o juzgamiento benigno para sus fechoras. Lo grave ha sido el silencio del gobierno y los organismos armados del Estado, que rememora la complacencia oficial de hace unos aos, cuando tales grupos eran considerados una muestra de solidaridad civil con el Estado y la de-mocracia. Sin embargo, todava hay voces en la sociedad que claman por la recupe-racin del apoyo oficial a lo que llaman grupos de autodefensa y al ejercicio de la

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    justicia estatal por parte de las Fuerzas Militares. Por fortuna, la nueva Constitu-cin ha permitido frenar algunos desafueros jurdicos en esa direccin, propuestos incluso por el gobierno.

    Con el manejo adecuado de los medios polticos y punitivos es posible fortalecer de manera sostenida y a buen ritmo el Estado, sobre todo en su administracin de justicia que ha sido quizs el taln de Aquiles de nuestra organizacin social. Para ello no era necesaria otra guerra con el narcotrfico. Los costos de la guerra de-satada por el presidente Barco en su ltimo ao de gobierno, a raz del asesinato del lder poltico Luis Carlos Galn Sarmiento en agosto de 1989, fueron suficientes para que los narcotraficantes conocieran los riesgos de su prepotencia para ubicar-se de manera acelerada en la cspide poltica y social. De lo contrario, Pablo Esco-bar y sus secuaces no se hubieran entregado a partir de la formulacin de la polti-ca de sometimiento a la justicia. Ese delincuente fugitivo se encuentra hoy como fiera acorralada, y reacciona como tal. El nico consuelo que queda, por desgracia, es desear que sea cazado en el menor tiempo posible, aunque resta imaginar qu pasar luego con los dems grupos de narcotraficantes que han salido gananciosos con la focalizacin del conflicto en esa figura que ya ni siquiera representa al deno-minado Cartel de Medelln. 5 La guerra integral incluye tambin a las guerrillas. Con ellas empez y con ellas posiblemente va a terminar. Pero no con su derrota militar. La cacera de las cabezas visibles de la subversin en que est adems empeado el gobierno, con altas recompensas y operativos al igual que con los narcoterroristas, puede acelerar la bandolerizacin de varios miles de individuos que estn acostumbrados a delin-quir en forma organizada y colectiva. No es conveniente, desde ningn punto de vista sensato, despojarlos de lo que les resta de su condicin poltica. Esta es la base de un eventual control y como tal hay que manejar la situacin. Aunque suene a estribillo, el problema no es militar sino poltico. En l debe tener cabida el compo-nente militar, pero siempre subordinado a la poltica. No se puede llegar impune-mente a la militarizacin de la poltica, como se ha experimentado. Lo acaecido en el contexto internacional, con el derrumbe del comunismo, el fin de la guerra fra y la desideologizacin y la dispersin de las causas de los conflictos armados de los ltimos aos, desvalorizaron la ideologa que justificaba el tipo de lucha armada como la que libran las guerrillas en el pas. Pero de manera paradji-ca, la nueva situacin mundial, en conjuncin con el afn democratizador del go-bierno colombiano a travs de las reformas institucionales adelantadas, indujeron una peculiar apreciacin de esos cambios frente al problema nacional, lo que llev

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    a la administracin Gavidia a caer en el remolino blico. Tanto el contexto externo como el interno crearon en el gobierno una fuerte autolegitimacin que le permiti arremeter represivamente contra los enemigos de la democracia, bajo la convic-cin que a las guerrillas se les haba agotado toda su razn de ser y estaban a la de-riva como delincuencia comn. De hecho, la globalizacin de la economa y sus efectos de aceleracin de la inter-dependencia entre los pases, ha acabado por ahora con las posibilidades de triunfo poltico o militar de esa clase de lucha blica. En el plano de la seguridad interna-cional, por ejemplo, son cada vez ms frecuentes las intervenciones armadas multi-nacionales en los problemas internos de los pases. Y en el mbito latinoamericano, la generalizacin de los gobiernos civiles ha permitido valorar otras maneras de manejar los conflictos, diferentes a la de la insurreccin armada. Adicionalmente, la extincin del modelo de gobierno militar creado por la Doctrina de Seguridad Nacional debilit toda forma de subversin. En el contexto nacional, el gobierno mantuvo siempre abierta la posibilidad para que los grupos guerrilleros pudieran participar en la Asamblea Constituyente si se desmovilizaban. Se crey que la incorporacin del M-19 al sistema tena cierto po-der mgico de arrastre con respecto a las dems guerrillas. Se pens, incluso, que la firma de una nueva constitucin equivala a un tratado de paz, ignorando la com-plejidad del problema de la violencia arraigada por tan largo tiempo en la nacin. Este falso supuesto llev a que los trminos apresurados en que se gest, desarroll y culmin la Constituyente en solamente un ao, sumados a la escalada del enfren-tamiento blico entre el gobierno y la subversin, hicieran utpica cualquier parti-cipacin poltica de la Coordinadora en el rpido proceso de cambio. As las cosas, la nueva carta no pareca resolverle las expectativas a las guerrillas y postergaba, ms bien, la urgencia de disear un proyecto social, mxime cuando lo haca indis-pensable la rudeza del nuevo clima de apertura econmica De esta manera, qued prcticamente desarmado en trminos polticos el proceso de paz. Comenzaron a operar dos lgicas distintas: la del gobierno y la de la sub-versin. En efecto, era claro que una heterognea pero democrtica Constitucin indicaba el camino para demoler uno de los argumentos principales de la larga lu-cha guerrillera: el monopolio bipartidista del rgimen poltico heredado del siste-ma del Frente Nacional y las condiciones adversas para la participacin poltica de los grupos minoritarios. Adicionalmente, la nueva carta contemplaba la defensa de una vasta gama de derechos individuales para recomponer la sociedad. En este contexto, dentro de la lgica del gobierno y una amplia opinin-pblica, las guerri-

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    llas quedaban con pocas razones polticas para obstaculizar las negociaciones. Asi-mismo, el Ejecutivo se senta liberado de responsabilidades para hacer esfuerzos especiales en caso de que se presentaran inconvenientes en las conversaciones. Por su lado, la subversin con una lgica distinta y al encontrarse desarmada en lo po-ltico, no pudo precisar argumentos alternativos para sostener las negociaciones. En consecuencia, se vio forzada a tratar de rescatar el sentido social que sirvi de base a sus reivindicaciones tradicionales. En la arremetida mutua que se desat, tanto las guerrillas como el gobierno se han escudado detrs de parapetos frgiles: ambos contendores han querido ganarse el respaldo de la poblacin con imgenes redentoras y ambos han deseado demostrar su podero con pequeos triunfos militares. Frente al problema del narcoterroris-mo, se observa cierto estancamiento del conflicto guerrillero. La Coordinadora re-dujo su ofensiva en lo que va corrido de este ao y no son muchas las noticias refe-ridas a las acciones del Ejrcito. Se observa cierto agotamiento de la iniciativa bli-ca y no se vislumbran alternativas polticas. La prrroga del estado de conmocin interior coincide con la precariedad del prestigio de las dos partes, cuestin que hace ms difcil una eventual salida poltica al conflicto.

    Difcilmente pueden las guerrillas exponer un perfil ms bajo de popularidad en su ya larga historia nacional. Desarmadas ideolgica y polticamente en el campo in-ternacional, esgrimen desuetos valores nacionalistas y acuden a la defensa de rei-vindicaciones sociales inmediatas, en medio de la difundida pobreza de gran parte de la poblacin. Sin embargo, el carcter de guerrillas sociales con que buscan re-politizarse, se estrella con los hechos de sus permanentes actuaciones en contra de los derechos humanos, la infraestructura elctrica y petrolera de la nacin, el me-dio ambiente e incluso la poblacin civil. Aunque importantes, los deprimidos grupos campesinos que sustentan la existen-cia guerrillera en la bien dispersa y todava abierta frontera agraria del pas, no cuentan con el peso econmico, poltico y social suficiente como para dar realce en forma significativa a las fuerzas subversivas. Y el apoyo a las guerrillas por parte de varios sectores de las numerosas poblaciones urbanas llamadas marginales, no ha hecho ms que profundizar la descomposicin social. En medio del deterioro social y poltico del pas, y con su visin rudimentaria y fragmentada de los com-plejos problemas nacionales, las guerrillas no pueden recuperar el camino perdido y aspirar a una efectiva representacin popular.

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    Por el lado del gobierno es poco el prestigio a su favor que puede percibirse en la opinin pblica. A pesar de que la guerra, los atentados del narcoterrorismo y la convocatoria oficial a la solidaridad han dispersado la tendencia de desprestigio creada en el 92, no se observa recuperacin de la imagen gubernamental ms all de la complacencia expresada por los guerreristas y la espordica satisfaccin de muchas gentes que identifican toda medida estatal como gubernamental. Por eso, recientes actuaciones de la Fiscala General de la Nacin en contra de la corrupcin han servido para maquillar la figura del gobierno. Pero ante el correr del tiempo y los escasos resultados positivos obtenidos (no obs-tante el despliegue noticioso de los triunfos oficiales, casi siempre medidos en muertes de guerrilleros y gentes al servicio de Pablo Escobar), en lo que va corrido de este ao la accin gubernamental se ha apoyado sobremanera en la institucin de la delacin a delincuentes. El anzuelo han sido jugosas recompensas y rebajas de penas para quienes tengan cuentas con la justicia. El relativo xito que ha tenido el uso excesivo de esta medida jurdica ambivalente, le ha permitido al gobierno mezclarlo con suposiciones de respaldo ciudadano y recuperacin de la imagen oficial. 6 El balance global es, pues, desalentador. En el mbito de la opinin pblica em-pieza a sentirse cierta frustracin frente a lo que se crey eran posibilidades de aca-bar con la antigua crisis poltica de confianza en las instituciones. Se intuye un des-pilfarro de buena parte del enorme capital poltico creado con el revolcn, y se teme una recada con caractersticas similares a la situacin que vivi al final de la dcada pasada. Hoy da, los adalides de la contrarreforma estn en guardia con sus armas polticas disfrazadas de juridicismos. Pero, aunque difcil, la situacin no es irreversible, si se precisan los alcances de la guerra integral. Esta es hoy un contrasentido, en la medida en que es cada vez ms ajena al comn de las gentes. Ellas no se sienten involucradas sino como vcti-mas. Sin el apoyo ciudadano, ningn gobierno puede llevar una tal guerra a su cul-minacin. Tampoco es viable esa clase de guerra para las guerrillas, dada su orfan-dad social. En estas circunstancias, es necesario incorporar las fuerzas sociales a la solucin del problema, pero no con llamados retricos a una abstracta solidaridad. La suspensin de las hostilidades y la participacin activa de fuerzas distintas a las que estn sumergidas en el conflicto, sin descartar las de orden internacional, debe ser el punto de partida para redefinir las vas de solucin poltica de la guerra. Es hora de que la sociedad tome la palabra, frente a un drama del cual hasta ahora no ha sido ms que vctima indefensa.