las granadas de rubÍes las pupilas de al-motadid las

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I OBRAS COMPLETAS FRANCISCO V1LLAESPESA LAS GRANADAS DE RUBÍES LAS PUPILAS DE AL-MOTADID i LAS GARRAS DE LA PANTERA EL ULTIMO ABDERRAMAN EDITORIAL MUNDO LATINO MADRID -<i r Diputación de Almería — Biblioteca. Obras Completas. Volumen IX., p. 1

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Page 1: LAS GRANADAS DE RUBÍES LAS PUPILAS DE AL-MOTADID LAS

I OBRAS COMPLETAS

FRANCISCO V1LLAESPESA

LAS GRANADAS DE RUBÍES

LAS PUPILAS DE AL-MOTADID

i LAS GARRAS DE LA PANTERA

EL ULTIMO ABDERRAMAN

EDITORIAL MUNDO LATINO

MADRID -<i r

Diputación de Almería — Biblioteca. Obras Completas. Volumen IX., p. 1

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NOVENO VOLUMEN DE OBRAS COMPLETAS

LAS GRANADAS DE RUBÍES

LAS PUPILAS DE AL-MOTADSD

LAS GARRAS DE LA PANTERA

EL ÚLTIMO ABDERRAMÁN

Diputación de Almería — Biblioteca. Obras Completas. Volumen IX., p. 5

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OBRAS COMPLETAS

DE

FRANCISCO VILLAESPESA

I.—INTIMIDADES.—FLORES DE ALMENDRO.

II.—LUCHAS.—CONFIDENCIAS.

III.—LA COPA DEL REY DE THULE.—LA MUSA EN-

FERMA.

IV.—EL ALTO DE LOS BOHEMIOS.-—RAPSODIAS.

V . ^ - L A S HORAS QUE PASAN.—VELADAS DE AMOR.

VI.—LAS J O Y A S DE MARGARITA: BREVIARIO DE

AMOR.—LA TELA DE PENÉLOPE.—EL MILA-

GRO DEL VASO DE AGUA.VII.—DOÑA MARÍA DE PADILLA.—LA CENA DE LOS

CARDENALESVIII.—EL MILAGRO DE LAS ROSAS.—RESURRECCIÓN.

AMIGAS VIEJAS.

IX.—LAS GRANADAS DE RUBÍES.—LAS PUPILAS DE

AL-MOTADID.—LAS GARRAS DE LA PANTERA.

EL^ÚLTIMO ABDERRAMÁN.

Diputación de Almería — Biblioteca. Obras Completas. Volumen IX., p. 6

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OBRAS COMPLETAS VOLUMEN IX

FRANCISCO VILLAESPESA

LAS GRANADAS DE RUBÍES

LAS PUPILAS DE AL-MOTADID

LAS GARRAS DE LA PANTERA

EL ÚLTIMO ABDERRAMÁN

"EDITORIAL MUNDO LATINO'*

MADRID

Diputación de Almería — Biblioteca. Obras Completas. Volumen IX., p. 7

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ES PHOPIEDAD

Tip. y Encuad. de J. Vagues.-- Plaza Conde Barajas, 5 y Nuncio, 8.

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LAS GRANADAS DÉ RUBÍES

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Dos veces todos los años, el viejo narrador deldesierto levantaba las largas y pesadas cortinas depúrpura, que impedían la entrada a su tienda, yaparecía en el umbral, envuelto en sus ampliasvestiduras blancas, grave y solemne, con la ma-jestad de un profeta que se dispone a traducir, enel mísero lenguaje de los hombres, los misteriososconceptos sobrehumanos, que entre el fragor deltrueno y el deslumbramiento del relámpago, lefueron revelados en la cima de una bíblica mon-taña.

Dos veces al año, el narrador del desierto ex̂ -tendía sobre el umbral de su tienda una gran alca-tifa franjeada de seda, tejida con extraños arabes-cos de hilos de plata, que al enlazarse en el centroformaban un maravilloso jeroglífico...

Gravemente, como el que cumple un rito sa-grado, colocaba en el centro de la alcatifa uncojín de cuero negro, sobre el cual resaltabancomplicados adornos de oro, interrumpidos decuando en cuando por pequeños óvalos de ámbarque le daban vitales fosforescencias felinas. Y estecojín le servía de asiento.

Siempre escogía para empezar sus narraciones

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esa hora silenciosa y dulce en que el sol declina,cuando es más intenso y puro el azul diáfano delos cielos, curvado sobre la inmovilidad broncínea-...de los palmares lejanos.

A su espíritu extático y contemplativo le pare-cía aquel momento el más oportuno y propiciopara interpretar, en palpitantes relatos, el sentidomisterioso y oculto de las más herméticas profe-cías.

Hacía mucho tiempo que le conocía la gente deaquellos contornos, y aunque sólo se dejaba verdos veces cada año, su recuerdo permanecía muyvivo en el corazón de los beduinos y su nombreera siempre el motivo más familiar de sus veladas,bajo la luz de plata de la luna, en torno de las cis-ternas o junto a las empalizadas que guardaban losrebaños de la voracidad hambrienta de las ñeras.

Como desconocían su nombre, le llamaban sim-plemente el Narrador del Desierto.

Su fama se había extendido tanto en lenguas dela admiración, que no existía un solo aduar desdelas montañas del Líbano hasta las extensas plani-cies del Hegiar, en el que no se conociese y re-verenciase su nombre.

Su tienda permanecía cerrada durante todo elaño, como tabernáculo privado de celebrantes yde adoradores.

Se afirmaba que después de derramar sobre loshombres el armonioso consuelo de sus parábolas,perfumadas de la más santa piedad, emigraba, si-guiendo el vuelo de las cigüeñas, a desconocidosparajes inaccesibles a toda humana planta, a bos-ques intrincados de fabulosos prodigios, donde la

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voz divina se hace oir en el bramar espumoso delos torrentes, en el rugir de las bestias feroces, en©1 silbato agudo y cortante de las serpientes, yhasta en el estremecimiento fragante de la brisa,al animar los altos cañaverales floridos de campa-nillas silvestres.

Algunos murmuraban en voz baja, casi al oído,como si relatasen algún misterio inaudito que, alextinguirse las últimas palabras de sus narracio-nes, desaparecía con el crepúsculo, y, transforma-do en sombra, iba a perderse, invisible, en la pro-fundidad azul de la noche, hasta volar a las másocultas y remotas constelaciones, para luego des-cender de ellas con el alma henchida como unacopa colmada de todos los tesoros inauditos queencierra el Misterio.

Había quien juraba haberle visto, bajo la clari-dad de perlas de la Luna, dibujar en el suelo conuna varita metálica extraños jeroglíficos, siguien-do los vagos contornos que proyectaban las som-bras de los altos ramajes de las palmeras.

Los rudos pastores que conducen sus manadasde cabras negras y lanudas a pastar en los amari-llentos herbajes que crecen, raquíticos y misera-bles, ^orillas de las cisternas o entre las blancasrocas calcinadas de las montañas del Irak, asegu-raban» en voz baja, estremecidos de espanto, que latienda del narrador del desierto estaba guardadapor monstruosos dragones que impedían todo ac-ceso a sus umbrales.

Siempre que el viejo macho cabrío de retorcidacuerna, que servía de guía a sus rebaños, habíaintentado aproximarse a ella, al rozar con su hoci-

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co áspero y húmedo los tapices de la entrada, ha-bía tenido que retroceder, dando saltos y cabrio-las alocadas, como si hubiese sentido en su lengtialijosa y sucia, la picadura de una de esas víborasque se enroscan a los matorrales secos, hambrien-tas de infiltrar su veneno, en esas horas asfixiantesen que el sol agosta y suprime hasta las sombrasde los troncos desnudos y leprosos de las higuerassalvajes y de las altas pitas polvorientas.

¿Por qué sucedía esto?Porque los dragones que custodiaban la tienda

del narrador del desierto, soplaban sin ser vistospor entre las rendijas de la tienda...

Y su aliento era abrasador y ampollante, comoel del simoun que devora y calcina los restos de lascaravanas... '

Una vez, uno de e&os guerreros nómadas de ca-bellos teñidos de azafrán y coronados con guirnal-das de muftí, de esas flores que tornan invulnera-bles a los que se adornan con ellas, en la sereni-dad de una hora crepuscular, tuvo la mala ocu-rrencia de disparar, en un gesto de desprecio y deburla, una flecha al interior de la tienda del na-rrador del desierto...

Mas apenas la flecha hubo partido, silbando, delarco firme y vibrante, guiada por el brazo duro yel ojo experto, como si rebotase en un escudode diamante, tornó hacia fuera y fue a clavarseviolentamente en el amplié y velloso tórax delarquero.

El guerrero nómada abrió los brazos y, espuma-jeando rabia y angustia, cayó exánime sobre lasarenas, y la guirnalda de muftí se enrojeció de re-

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pente con los cálidos tonos de la sangre viva...JSe decía también que un fakir, de luengas y

blancas barbas y enmarañados cabellos, tan largosque flotaban sobre sus hombros como un manto dearmiño, llegado de las remotas regiones donde elGanges arrastra su corriente sagrada entre bos-ques de encanto y ciudades de misterio, ansioso deaveriguar lo que ocultaba la tienda, había obliga-do, en una tarde de oro y de púrpura, a una in-mensa boa que le acompañaba en su larga peregri-nación, a introducirse en el retiro impenetrable delnarrador del desierto.

Apenas la serpiente introdujo su achatada yavizorante cabeza de ojos fascinantes entre loscortinajes de la entrada, se vio su largo y escamo-so tronco encogerse y vibrar, ondular y retorcerse,como si un yatagán invisible la hubiese cerce-nado...

Y al expirar, en ios angustiosos estertores de laagonía, extranguló entre sus anillos el cuerpo mí-sero y centenario del sabio fakir.

II

¿Quién era aquel extraño y ambiguo narradordel desierto?

¿De qué tierra remota, de qué apartadas y des-conocidas regiones venía?

¿Cómo y de qué vivía durante el resto delaño?

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Nadie sabía nada, y el misterio impenetrable quele envolvía, el halo milagroso que fulguraba sobresu frente, como una corona de oro y de estrellassobre la blancura casta de su turbante, le dabanmayor prestigio a su figura y un encanto sobrehu-mano a sus palabras.

En toda aquella tierra, estéril y ardiente, comi-da por el sol como por una lepra, y devorada porsu propio ardor, como por un fuego interno, se leprofesaba una veneración tan grande y tan profun-da que casi rayaba en idolatría; y su palabra, lasdos veces al año en que él la derramaba, comouna música de consuelo y d e esperanza sobre elcorazón de la muchedumbre, era reputada por to-dos, no como sí saliese de una humana garganta,sino como escapada, en un soplo de revelación, delos labios inmortales de un Dios.

Se esperaba con temblores de mística impacien-cia que su mano descarnada y sutil, mano acos-tumbrada a palpar lo impalpable, alzase la larga ypesada cortina que cubría la entrada de la tienda,como se esperan las claridades frescas y benéficasdel alba, después de una larga noche de monstruo-sas pesadillas y de febriles insomnios.

El acto apacible y sencillo de extender la ampliaalcatifa, que el narrador colocaba en el umbral dela tienda, con la majestad grave y serena de unprofeta que se dispone a derramar sobre los morta-les obscurecidos en su ignorancia, la luz viva y go-teante de paz que despiden las palabras divinas,era comparado por todas aquellas gentes, al gestobíblico de Moisés, al tocar con su vara mágica laesterilidad dura y salvaje de la roca, para hacer

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surgir la epifanía del agua y calmar la sed delpueblo abrasado.

Al destilar sus panales de frescura el agua, laalegría enciende las pupilas: al extenderse la alca-tifa, las gentes, bajo sus mantos de lino, bajo suspieles de camello, sentían sus corazones estallarde júbilo, y una frescura de serenidad, como unrocío del cielo, bajaba suavente a refrescar sus al-mas agostadas por todas las áridas y terribles vici-situdes de la vida.

Alguno de esos hombres doctos que han enca-necido a la luz vacilante y humosa de las lámpa-ras, en la soledad del estudio, descifrando los vie-jos caracteres de los pergaminos, exclamaba, conlenta y sonora voz, entre el corro de los oyentes,que se impacientaban en la espera:

—«El -narrador del desierto es la encarnaciónviva y humana de la meditación.

No le es lícito hablar siempre que quiere, sinocuando sus labios están absolutamente puros parapoder expresar las verdades que han fructificadoen el fondo de su alma.

Mas cuando la meditación habla, las voces ex-trañas deben callar, hasta que puedan recibir entoda su integrante fecundidad las palabras de lameditación, que son palabras maduras.

El más alto silencio se ilumina de estrellas, y elmás profundo se entenebrece con la sombra de lastumbas.

El hombre no puede ni elevarse hasta aquél, nidescender hasta éste; mas viviendo entre el uno yel otro, debe saber coronar con palabras madurasla frente de la meditación.

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Oigámosle en silencio, y que en el silencionuestras almas se tiendan, como los labios sedien-,tos, hacia la fuente de sus palabras».

Un humilde labrador del oasis de Betsabe, unode esos pobres hombres que envejecen curvadossobre los surcos para llenar los trojes y vestir deoro y joyas a las odaliscas de los harenes de losCalifas, añadió, suspirando en la gran serenidadazul y rosa del crepúsculo, la tristeza de la ances-tral rebeldía de su raza, destinada por un negro yduro destino, desde la eternidad de los tiempos, ala más pesada servidumbre:

—«El rey de la tierra es sólo un fantasma, si sele ve a la luz de la meditación.

Él no debe contemplar, delante del espejo, si lacorona corresponde a su majestad, sino buscar estacorrespondencia en el fondo "de su conciencia,como el narrador del desierto la busca en la sole-dad y en el silencio de la meditación.

El hombre no ha nacido para subir estúpida-mente a las doradas alturas del trono, sino paraascender sabiamente a las altas regiones del pen-samiento.

La autoridad con púrpura y cetro, con atambo-res que la anuncien y con espadas y lanzas que laresguarden, no es más que una abominable supers-tición».

Un viejo mendigo, casi milenario, en cuyo rostroseco y arrugado parecían petrificarse todas lasamarguras y cansancios de una vida errante, sincalor de hogar ni alegrías de amor, recitó, con suvoz plañidera de pordiosero, mientras sus uñasásperas y negras se rascaban bajo los andrajos del

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manto, la miseria y la costra de sus llagas in-mundas:

—«Subí ricas y jaspeadas escaleras, graderíasde mosaicos, con los pies descalzos, porque temíanlos celosos custodios que mis gastadas sandaliasde viandante enlodasen los mármoles de los mag-níficos pavimentos.

Empujé espléndidas puertas de sándalo importa-do de la India y de marfil traído en pesadas gale-ras del Alto Egipto, con mis trémulas manos en-guantadas, porque temían los miserables guardia-nes que con mis callosos dedos manchase el es-plendor de las puertas.

Y cuando me hallé delante de los señores de lafortuna y del poder, los siervos, esgrimiendo susarmas y blandiendo.sobre mis espaldas sus látigos,me arrojaron de su presencia, temerosos de quecon mi aliento apestase la ociosidad de sus se-ñores.

Rechacé su limosna a tan humillante precio, yal rechazarla me sentí más grande que el poder yla fortuna.

Arrojé con desprecio los guantes, volviendo acontemplar de nuevo mis manos desnudas de todahumillación, y volví a descender las marmóreasescaleras, lavándome con tierra y agua mis piesantes de calzarlos y emprender rri camino.

El narrador del desierto, señor y rey del pensa-miento, me acoge cordialmente sobre sus almo-hadones, aunque traiga remendado y hecho jiro-nes el traje, las sandalias cubiertas de barro y lasmanos callosas y sucias de arrancar, para el susten-to de mi boca, las raíces, del seno de la tierra.

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Y no solamente me acoge y me da el signo depaz en el rostro, sin saber quién soy ni de dónde^vengo, sino que con la madurez de su palabra sa-cia todas mis hambres.

El oro que socorre humillando, no es nada nivale nada, comparado con la palabra que alimentade fortaleza, y de esperanza nuestras almas.

Un célebre bandido, cuyo solo nombre hacíaestremecer de pánico a los camelleros de las ca-ravanas que, cargadas de oro, especiería y piedraspreciosas atraviesan, al son de los cascabeles, lasestériles soledades del desierto, dijo, con acentoduro y cortante como la hoja de la cimitarra, encuya empuñadura ornada de rubíes y de topaciosapoyaba gentilmente el bronce bello y firme de sumano:

—«Cuanto más grande es la propiedad, tantomás virtuoso se hace el hurto.

Yo conozco a muchos grandes señores de la for-tuna, los cuales me han enseñado, con sus accio-nes, la ciencia del robo, y yo la he aprendido deellos para su propio daño.

Un día en que el hambre me impulsó a robar unpedazo de pan, fui condenado.

Otra vez que un poderoso señor, con sus dádi-vas, me impulsó a violentar un cofre para robarunas joyas con que comprar el amor de una sul-tana, fui magníficamente recompensado y sólofaltó que mi nombre fuese bendito en las oracio-nes de las Mezquitas del Islam, para que mi gloriano tuviera que envidiar nada a la de los más fa-mosos califas de Damasco y Bagdad.

Hoy he cumplido un acto piadoso arrebatando

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su corona a un príncipe malvado que no podráacusarme sin acusarse.

Mi desprecio le salva; su vergüenza me redime.¡Ciñamos su corona, que esparce vivos resplan-

dores de carbunclos, perlas y esmeraldas a las sa-bias y nobles sienes del narrador del desierto!»

Todos los oyentes aprobaron la proposición, al-zándose en un júbilo de gestos y gritos triunfales.

La muchedumbre rodeó la puerta de la tienda,agitando al aire, a manera de estandartes, sus al-quiceles.

—Coronémosle con la corona del príncipe—gri-taban todos, mientras el famoso salteador de cara-vanas la extendía sobre la frente pensadora delnarrador del desierto.

Este, que acababa de sentarse sobre el almoha-dón de cuero negro para empezar la narración, lesdetuvo con un gesto sobriamente irrevocable, yles habló así, alzándose de su asiento y elevandosus brazos a los cielos profundos del crepúsculo:

—¡Si yo ciñese mi frente con la espléndida co-rona que fulguró su orgullo de gemas y de orosobre las sienes de un malvado, yo perdería lamía!

Nada sirven los carbunclos, las perlas ni las es-meraldas., i ¡La Verdad gobierna y brilla por sísola, sin el vano y efímero esplendor de las gemas!¡Y yo sólo quiero que la verdad corone siempremis pensamientos!

Y el narrador del desierto volvió a disponerse acomenzar su narración.

Y cuando, con las piernas cruzadas, se sentósobre el almohadón de cuero negro, en el centro

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de la amplia alcatifa, el silencio de la gente, con-tenido en una respiración anhelante, se iluminó derepente con una vaga claridad de cielo.

Hasta la brisa, una leve brisa perfumada defrescura y de rosas, que venía de los oasis próxi-mos, parecía aletear como una paloma sobre lablanca frente del narrador, en la paz serena y vagade la hora fugitiva...

III

El narrador del desierto tenía profundos y ras-gados los grandes ojos, encendidos y voracescomo llamas.

En su fondo de fuego parecía arder, en un largoy deslumbrante martirio de púrpura, el alma mi-lenaria y sangrienta de los más puros y límpidosrubíes del Oriente.

Las pupilas pensativas y tenaces de aquel queconstantemente medita, a la luz expectante de laslámparas, en el silencio cargado de promesas ydesbordante de augurios de la soledad, sobre lavacuidad de todas las pasiones humanas, asumen,con la lenta y prolongada fijeza de sus miradas,cálidos matices bermejos de misteriosas combus-tiones interiores...

Como el rocío bienhechor y purificante de laslágrimas no humedece jamás sus iris, su propia ypersistente aridez se congela en pétreos tonos depúrpura.

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El narrador del desierto vestía una amplia túni-ca de lino, blanca como la nieve inmaculada quecorona de pureza las cumbres inaccesibles del He-brón, que descendía hasta sus pies en largos plie-gues verticales, sujeta por un rico y precioso cin-turón de damasco rojo, donde las perlas, los beri-los, los crisopacios y el oro bordaban, al fundirseen enlances y engarces irreales, máximas y sen-tencias koránicas, en un milagro resplandecientede paciencia y de fervor.

Un manto de seda azul, de ese azul fosco y bru-moso que centellea sobre las crestas del oleajecuando siente estremecerse sus entrañas a los pri-meros impulsos de la tempestad, flotaba sobre sushombros hercúleos envolviendo en un prestigiocelestial y marino las arrogancias de su busto y elmisterio fascinante de su figura.

Una orla de esmeraldas daba fulguraciones deagua viva a la irania de terciopelo que le servía defimbria.

La desnudez marmórea de sus pies exangües yfinos, como si la sangre con la fatiga de los añosy el cansancio de los largos caminos se hubieseido apagando, se entreveía entre las ligaduras dela sutilísima piel que aseguraba a sus plantas lassandalias de cuero, teñidas de un rojo violento,como de sangre fresca.

Un'turbante de gasa con ténue= recamos de finí-simos hilos de oro y plata, retorcido como unavenda, envolvía su ancha y tersa frente, un pocoabombada, como si estuviese grávida de los másgrandes y generosos pensamientos.

Los cabellos copiosos y las luengas barbas pa-

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triarcales, con sus mórbidas candideces de pleni-lunio, luchaban contra la áspera y firme angulosi-dad de su rostro, plasmado en el ministerio de la.sombra más densa, de la tiniebla más dura.

Por fin sus labios se abrieron, como en el fervorde una plegaria, y habló asi, a la muchedumbreque, ávida y curiosa, le rodeaba:

—«Gigante verdadero y poderoso solamente esaquel que se inviste de la fuerza indestructible eirrefrenable de su propia fe, y destroza sin temo-res su alma contra la amenaza misma. Así se con-vierte en rey de su propia conciencia, y es ungidocon el óleo destilado de su propia voluntad.

Oid, todos los que tenéis oídos y anhelos de sa-ber, para purificarse y perfeccionarse por mediode la sabiduría, aquello que en largas horas derecogimiento y de soledad medité sobre el famo-so libro de los Reyes:

Era llegado el momento de elegir Rey de Israel.Un día, la sabiduría, encarnada en la austera

figura de Isaí Bethlehemita, habló a Samuel enesta forma:

—Samuel, Samuel, para la elección de nuestroRey no debes fiarte ni de la belleza del rostro nide lo elevado de la estatura.

El hombre sólo ve las apariencias, y la sabiduríaescruta los corazones.

Has que tu elección sea digna de la grandezadel pueblo predilecto del Señor.

Henchido con el espíritu de la sabiduría su co-razón, Samuel partió para Bethlehem, en la tribude Judá, y llamando a su presencia a Isaí Abina-dab, le escrutó en los ojos, y moviendo tristemen-

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te la cabeza, lo apartó de su lado, diciéndole.—No te puede elegir la Sabiduría para ceñir la

corona dé Israel.Después se le presentó Isaí Samma, y Samuel

de nuevo hundió la voracidad de sus miradas pe-netrantes de águila en las negras pupilas del bravoguerrero, y exclamó, con la voz un poco turbada:

—Tampoco a ti puede elegirte la Sabiduría.Isaí Samma repuso:—Ya que me crees indigno de ocupar el tronó,

¿quieres escrutar los ojos de mis ocho hijos, a versí alguno de ellos es digno de elección?...

Samuel condescendió, rogándole los fuera lle-vando a su presencia.

Isaí Samma le llevó siete, mas ninguno de ellosfue conceptuado por Samuel digno de subir al tro-no, a nombre de la Sabiduría.

Le dijo entonces al padre:—¿Y tu otro hijo, por qué no lo has traído?...El guerrero contestó:—Es el más pequeño, y está en el monte, con-

duciendo los rebaños.—¡Tráeme al pastor!—añadió imperativamente

Samuel>.El narrador del desierto intercaló una pausa en

su discurso y elevó sobre las gentes sus ojos, encuyos iris resplandecientes ardía, a los últimos ra-yos de la luz, como un vivido incendio de rubíes»

La muchedumbre había ido aumentando en tor-no suyo, como si el encanto de sus palabras atra-jese, para oirías, hasta aquellos que vivían másallá de los desiertos y de las montañas nevadas delHebrón.

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Era todo un pueblo, ávido de la música conso-ladora que exhalaban sus labios.

Se veían mujeres con el ánfora llena de agua ila cabeza, cuyos perfiles evocaban la sombra pa-triarcal y grácil de la Rebeca bíblica; damas dearrogante porte, vestidas de sedas y de oro, en-vueltas en el misterio sutil y perfumado de susvelos ile gasa, conducidas dentro de pequeñas li-teras de púrpura franjeadas de plata, por bellos yfuertes esclavos de la, Libia... Hombres de majes-tuosos semblantes, con cimitarras de pomos depedrería y grandes turbantes constelados de ge-mas como fastuosas tiaras; viejos venerables,arrastrando sus mantos listados y sus plantasexangües al arrimo de sus báculos; niños y niñascomo pájaros estremecidos de alegría bajo la can-didez flotante y ondulosa de sus túnicas blancas.

Llegaban en largas y fantásticas caravanas, desus casas lejanas, de sus aduares remotos, de lasmás distantes ciudades y por los más largos y pol-vorientos caminos, con los corazones ávidos y losoídos ansiosos de escuchar las maravillosas histo-rias del narrador del desierto.

El cielo era como un ruego ardiente, como un vo-to inflamado; y los palmares se sumergían en la luzroja,y sus reflejos cálidos se extendían sobre la gen-te como las palabras del narrador sobre las almas.

La voz, en el transcurso de la narración,,se en-cendía con el mismo color del cielo.

El era el verdadero monarca de todo aquelpueblo, diverso en rangos, pero uno solo en la de-voción, sugestionado bajo el dominio sonoro ymaravilloso de su elocuencia.

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LAS GRANADAS DE RUBÍES 17

IV

Continuó el narrador del desierto: •—«El pastorcillo, el más pequeño de los hijos de

Isai, el que pastaba sus rebaños-a las faldas de lasmontañas del Líbano, fue conducido a la presen-cia de Samuel.

Era bello, como una humana flor, con la cabezade un contorno estatuario aureolada de cabellosblondos, con los ojos fulgurantes de prodigios azu-les que hacían pensar en los lagos montaraces,bajo el encanto supremo del alba y en las profun-das lejanías de los dilatados horizontes marinos.Su rostro tenía ese tono rosado y áureo de las po-mas que destilan sus mieles en el recogimientofragante de los huertos de Octubre.

Era ágil y fuerte como los mastines que vigila-ban el sueño de sus rebaños, al arrimo de los re-diles.

Una piel ruda de cordero envolvía el candor desu cuerpo adolescente, de amplio tórax y finosmiembros, que hacían pensar en la belleza tersa yrígida de sus arcos maravillosos que al curvarsesiembran la muerte, y son como un vivo himnoque canta la salvaje energía y el triunfo inmortaldé la fuerza.

Era bello, ágil y manso como los corderos aquienes dejaba, en las horas del sesteo, bajo lassombras de los cedros, lamer sus largas y blancas

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manos de lirio, dignas de sostener un cetro de orocriado de diamantes, y como creadas apropósitopara arrancar de las argentinas cuerdas de lasarpas inmortales armonías.

Cuando Samuel vio aparecer al pastorcillo, noosó escrutarle los ojos, como a sus otros herma-nos, sino que cayó de rodillas, para venerarle,como si estuviera delante de una aparición sobre-humana.

Sostenían por entonces una larga y empeñadaguerra los israelitas contra sus vecinos los filis-teos, y la sangre corría a torrentes por las fértilesllanuras de Donmim y por las feraces campiñas deSocho y Azoca.

En Israel reinaba Saúl, cuya senilidad apagabatoda esperanza de dejar herederos que perpetua-sen las glorias de su nombre.^

Los filisteos eran mandados por Goliath deGeth, un guerrero espurio de tan gigantescas pro-porciones, que para sostener su casco de broncey su loriga de escamas de plata se necesitaba elesfuerzo de seis hombres.

Una tarde, Goliath de Geth, armado de todassus armas y agitando en el aire su lanza que des-collaba por cima de la copa de los más altos árbo-les, se adelantó solo hacia las falanges israeli-tas, y desde un altozano, inmóvil, como la estatuade la guerra, empezó a gritar con toda la fuerzade sus pulmones de cíclope:

—¿Por qué estáis preparados para la guerra, siésta puede terminar fácilmente, volviendo a rei-nar entre los israelitas y los filisteos la paz amigaque reinó en otros tiempos?

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Para ello basta con que se vierta solamente lasangre de un campeón, ahorrando tantas y tantasvidas como han de sucumbir en los próximoscombates. [Elegid uno de vuestros guerreros quepruebe conmigo su esfuerzo en un singular desafío.

Si, él me vence, todos los filisteos serán siervosvuestros, y si yo lo venzo a él, vuestro puebloserá nuestro esclavo.

Yo desafío a todos los combatientes israelitas...¡A ver si hay alguno que acepte mi reto!Los israelitas y su Rey Saúl oyeron en silencio

las atronadoras palabras del gigante, y un temorprofundo agitó todos los corazones. Las lanzastemblaron entre las manos convulsas de pánico, yel cetro del Rey Saúl rodó por tierra.»

El narrador del desierto intercaló otra pausa ensu discurso, y elevó sobre las gentes sus grandesojos, donde ardían en un incendio de rubíes losúltimos resplandores del crepúsculo. Entre la mul-titud, ansiosa de seguir escuchando, pasaba enaquella breve pausa como la sombra de una an-gustia infinita, obscureciendo las almas y dilatan-do las pupilas en una ansiedad fervorosa.

Mas en la pausa, el silencio fecundaba de insó-litos bienes a las mentes atónitas.

Una ánfora se desprendió de los hombros deuna doncella, rompiéndose en el suelo. Y al caer,la frescura del agua fue absorbida de improvisopor la sed voraz de las arenas.

Un justo murmuró en voz baja; con los párpa-dos cerrados, como para ver mejor en el fondo desu espíritu la claridad celeste que irradiaban suspalabras:

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—Nosotros bebemos en el silencio las palabrasde la meditación, como las arenas absorben estaagua. La piedad ha roto su ánfora para aplacar lased angustiosa de la tierra;

El cielo, en el progreso de la hora se encendía,se empurpuraba en un incendio maravilloso decorales y granates,.. Y el largo y profuso cre-púsculo de la Arabia era como un fervor de luzque ascendía, desde el barro mezquino de la tie-rra, hasta las azules e infinitas exaltitudes de loscielos, como las llamas de un holocausto que elcorazón de los hombres elevaba a la misericordiadivina,..

El narrador del desierto prosiguió su historia:—«También el pastorcillo que había entrado en

el campamento custodiado por Samuel y seguidode una gran muchedumbre, oyó las insultantespalabras de Goliath.

Se paró de repente, y con las manos apoyadassobre su cayado florido, con ramos de zarzas sil-vestres, exclamó, con la frente inclinada sobre elpecho:

—¿Qué premio le otorgaréis al que venza ydestruya la arrogancia de este gigante filisteo, li-brando a Israel de la vergüenza de sus ame-nazas?

¿Quién es este atrevido filisteo, que tiene la

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osadía de retar a los ejércitos que custodian elÁrea santa de la Sabiduría?

Se quedó asombrada la muchedumbre israelitaal escuchar tales palabras en labios de un adoles-cente, y algunos corrieron a referírselas al viejoRey Saúl.

Y Saúl mandó que condujeran hasta su tronoal pastorcíllo de semblante rosado como las pomasde los huertos de Otoño, de los caballos blondoscorno la miel que destilan los panales de Bethsa-béth y Je los ojos fulgurantes de prodigios azules.

Bellísimo estaba el hijo más pequeño de IsaíSamtna, en su candida sencillez. Parecía que detodos sus miembros fluía esa blancura casta y mís-tica que se hace copa en los lirios.

El viejo rey Saúl le habló. Y el pastorcillo, conlas manos apoyadas sobre su cayado florido dezarzas silvestres y con la frente inclinada, le dijo:

—Ningún corazón debe estremecerse de espan-to ante las amenazas del gigante. Yo, el más hu-milde dé tus siervos, iré a combatir contra él, ycon estas mis pequeñas manos limpias de toda im-pureza, sabré abatir su orgullo.

Saúl le respondió, pálido como un muerto, des-de la altura de su trono resplandeciente de oro ypedrería:

—No es posible que tú puedas combatir con esefilisteo, porque eres un niño y él un guerrero for-talecido en los combates desde su más tierna in-fancia.

El pastorcillo recordó entonces que el enviadode la Sabiduría, Samuel, se había postrado antesus plantas para venerarle, y una onda de pala-

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bras venida de lo más profundo de su alma se des-bordó como una fuente divina, por la flor roja desus labios, y ante el Rey empezó a decir la parábola:

—«Conducía ¡oh, Rey! este siervo tuyo los re-baños de su padre, a pastar en las fértiles laderasde las montañas y en la frondosidad húmeda yfragante de los valles, y. el león vino, y el osovino, queriendo, para saciar sus hambres, arreba-tarle los más tiernos y rollizos corderos; y tu sier-vo les persiguió y les arrancó de entre las faucessus presas.

Contra mí se revolvieron para devorarme, y yo,con estas mis manos de adolescente, me aferré asus gargantas, oprimiéndolas, hasta que la vidase escapó en un rugido de espanto.

Yo, el más humilde de tus siervos, he desqui-jarado leones y extrangulado osos contra mi pe-cho. ¿Cómo no he de saber abatir a tan orgullo-so filisteo?»

El narrador del desierto volvió a detenerse y aelevar sobre las gentes sus grandes ojos dondeardía el alma de rubíes del crepúsculo.

La tarde llameaba, en una apoteosis intensa depúrpuras maravillosas.

VI

Continuaba la narración:—Cuando el viejo Rey Saúl, desde su trono de

de oro y gemas, oyó las palabras de la verdad,

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quiso revestir al pastorcillo con sus propias vesti-*duras y ceñirle también su espada y su escudo deplata y su loriga de escamas de bronce.

Mas el pastorcillo, cubierto con tales arreos seencontró tan embarazado, que apenas si podíamoverse, pues ignoraba el uso de tales prendasguerreras, acostumbrado como estaba a la vidalibre y salvaje del pastoreo, y a cubrir sus miem-bros sólo con pieles de cordero.

Viéndose imposibilitado por aquel férreo pesoque habían arrojado sobre sus hombros, volvióseal rey y le dijo:

—Toda mi agilidad desaparece bajo el embara-zo de estas prendas guerreras, cuyo uso me esdesconocido.

Y despojándose de las armas y de las regiasvestiduras, empuñó de nuevo su cayado, cogiódel suelo cinco nítidas piedras, las cuales encerródentro del zurrón de piel de cabra que pendía desus hombros, y agitando en su diestra su hondade esparto, alegre y risueño corrió al encuentrodel gigante.

Golíath de Geth, apenas vio al bello adolescen-te que corría a su encuentro, lanzó una sonoracarcajada que hizo temblar en un choque rudo deacero y de bronce sus armas de combate, y dijocon un tono insultante de desprecio en la vibra-ción irónica de su voz:

—¿Me has tomado por un perro cuando así vie-nes, ¡oh, mísero y desventurado pastorcillo! aamenazarme con tu cayado?...

Y le volvió despectivamente la espalda.

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Mas como el menor de los hijos de Isaí Sammaprosiguiese avanzando sin que le amedrentasesu presencia, volvióse de nuevo hacia él, y añadió*en son de sorna:

—Si das un paso más, inberbe y temerario mo-zalvete, te descuartizaré como si fueras un cabri-tillo, y ofreceré tu carne como pasto a las avesde rapiña y a las ñeras de presa, para escarmien-to de atrevidos...

Mas el pastorcillo, imperturbable, repuso convoz tranquila y semblante sereno:

—Tú me ultrajas defendido con el bronce de tuloriga, de tu casco y de tu escudo, armado de tulanza y de tu espada, y yo te respondo en el nom-bre de la Sabiduría y en el nombre de los ejércitosque custodian el Arca Santa de la Sabiduría, a loscuales tú, hoy, has provocado injuriosamente.

En verdad te digo que la Sabiduría hará quemueras entre mis manos...

Cortaré, con tus mismas armas, tu cabeza orgu-llosa, para que sirva de trofeo a la gloria de mipueblo, y dejaré tu cadáver y el de todos tus filis-teos en estos valles que han visto tu osadía, parapasto a las aves de rapiña y a las fieras famélicas.»

El narrador del desierto volvió de nuevo a en-mudecer, elevando sobre las gentes sus ojos dellamas donde resplandecían, en un largo y tercomartirio de púrpura, los vivos ardores de todoslos rubíes del crepúsculo.

Todos los semblantes revelaban una misma ycrepitante ansia interior...

La multitud tenia una sola alma... Y sobre aque-lla alma desnuda, el largo y profuso crepúsculo de

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la Arabia, desde el arco encendido de los cielos,disparaba infinitos dardos bermejos...

VII

La narración continuaba:—«Cuando Goliath de Geth escuchó las últimas

palabras del pastorcillo, le miró de hito en hito, ycon una sonrisa cruel y burlona en sus gruesos la-bios sensuales, avanzó hacia él, dispuesto a casti-gar tanta insolencia.

Pero el pastorcillo, apenas se dio cuenta de ello,rápidamente sacó del zurrón de piel de cabra, quesujeto por una soga de esparto pendía de sus hom-bros, una de las cinco piedras que en su interiorencerraba, y con celeridad cargó con ella suhonda. Y con un gesto amplio y rápido de honde-ro, la agitó por cima de su rubia cabecita de ado-lescente, y en un fuerte embate, la piedra partiócon la velocidad y la fuerza fulminante del rayo yfue a clavarse en mitad de la frente del gigante,en el sitio mortal donde los arcos de las cejas se*unen en un leve trazo negro.

La frente dejó escapar un cario de sangre, y lagigantesca corpulencia del guerrero rodó por tie-rra, con los brazos abiertos en cruz y los labios es-pumajeantes de rabia en los últimos estertores deía agonía. x

Saltó el pastorcillo sobre el herido, y en mediodel silencio y la estupefacción de ambos ejércitos»

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arrancó la espada de las manos del moribundo, ycon ella, de un tajo, le cercenó la cabeza. .

Cogió, como un despojo leonino, de las ásperasgreñas la testa sanguinante, y con ella regresó alcampo de los israelitas, entre las aclamaciones detodos y el clamor triunfal de las largas trompas deguerra.

Depuso su trofeo ante las gradas del trono deSaúl, y empuñando de nuevo su cayado pastoril,y liándose la honda a la cintura, así habló a lamultitud atónita que le cercaba:

—Los pacíficos rediles donde balan los rebañosde mi padre me llaman de nuevo, y a ellos tornael pastor, con su cayado, su honda y su zurrón depiel de cabra, para custodiarles de nuevo y con-ducirlos a la claridad azulosa del alba, mientraslas alondras desgranan en la altura sus collares detrémulos trinos de oro, a pastar a las umbrías, entrelas altas hierbas consteladas de diamantes de rocío...

Bajo la diafanidad de la aurora detrás de suscorderos que balan y ramonean, entre las zarzasdel camino, el humilde pastor entonará los másfervientes himnos en loor de la Suma Sabiduría.

Bajo la gloria del sol, mientras los rebaños ses-tean a la sombra de los árboles de las cañadas, alpie de alguna palmera cargada de frutos de oro,repetiré las mismas alabanzas sonoras.

Y bajo la clemencia suave y amparadora delcrepúsculo, mientras, al son de sus esquilas tam-baleantes regresan los corderos a sus rediles, losmismos cánticos en loor de la Suprema Sabiduríabrotarán de mis labios.

«¡Samuel, Samuel, el elegido del Señor ha cum-

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plido su voto y de nuevo regresa a cuidar los re-baños que su padre le ha confiado!»

Y con los ojos fulgurantes de prodigios azules,las mejillas encendidas y revuelta y encrespadasu rubia melena de león joven, el menor de losocho hijos de Isaí Satnma perdióse corriendo a lolejos del camino, sin hacer caso de las aclamacio-nes de la multitud que, frenética de entusiasmo,quería conducirle en triunfó sobre el escudo gigan-tesco de Goliath de Geth, el vencido campeón delos filisteos.»

El narrador del desierto se detuvo, y sus ojos,donde iban extinguiéndose lejanos incendios derubíes, no se elevaron, como de costumbre, sobrelas gentes que en un silencio de religiosidad y defervor hablan oído sus palabras.

Con voz de profunda severidad, murmuró len-tamente, mientras las últimas brasas del crepús-culo se desvanecían en la paz pródiga y celeste delos altos cielos serenos:

«El verdadero y potente gigante es aquel quesolamente se reviste de la fuerza intangible de sufe, y arroja con denuedo su alma contra la amena-za para abatir el orgulloso poderío de ésta.

Él se convierte en Rey de su propia concienciay es ungido con el óleo santo destinado de lo másrecóndito y puro de su voluntad.

Si no vemos nosotros mismos mejor, es para quepodamos ver con los ojos de la Sabiduría.«Si no oímos mejor las voces exteriores, es paraque podamos escuchar más nítidamente la voz ín-tima y eterna que habla a nuestros corazones enel silencio de la meditación.»

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Y al terminar estas frases, el narrador del de -sierto volvió a alzar sobre la multitud, embriagadade fe por el raudal de su elocuencia, el fervor in-flamado de sus pupilas, en cuyos iris cristalinos ygraves fulguraba un místico sueño de remotos ru-bíes.

VIH

Llegaba ya su término a la historia; el narradordel desierto recobró fuerzas, y prosiguió con vozcálida:

—Divulgado el triunfo del pastor adolescente,de todas las ciudades del Reino de Israel acudíanlas gentes coronadas de mirtos y de rosas y vesti-das de túnicas valiosas recamadas de oto, para ce-lebrar la victoria, danzando en torno del ArcaSanta.

Los más dulces cánticos perfumaban de alegríala frescura primaveral del aire.

Las rebecas, las harpas, los crótalos y las nube-lias, exhalaban, en divinos suspiros de armonía,sobre la tierra florida, el más sonoro alimento delos cielos, como si legiones de arcángeles pulsa-sen con sus dedos de fragilidad y de dulzura lasargentinas cuerdas, celebrando la victoria del pue-blo predilecto del Señor.

Millares y millares de labios frenéticos de júbilodejaban escapar en los vientos períuniados de in-cienso, de nardo y de benjuí, la alegría ilimitadade sus entusiasmos.

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—El viejo Rey Saúl, con todos sus triunfos, sóloha conseguido matar mil filisteos, y el joven pas-tor, el hijo postrero de Isaí Samma, con uno solo,ha conseguido destruir diez mil enemigos.

¡Alabemos el brazo poderoso e invencible deljoven pastor.,.!

¡Digno es por su valor de ocupar el más altotrono de la tierra...!

¡Digna es su frente juvenil de la más espléndidadiadema...!

¡Glorifiquemos su nombre, grabándolo con ca-racteres de diamantes en el Arca de la Alianza,porque nos ha salvado de1 rencor y de las furiasde nuestros enemigos, sometiéndolos a nues-tro poder, como siervos que testimonian su es-fuerzo»...

Volvieron a cerrarse los labios elocuentes delnarrador, y esta vez tampoco sus ojos fulgurantesde rubíes se alzaron sobre la multitud.

Con sus diáfanas manos que ostentaban en losanulares dos cercos de coral y de ámbar y que te-nían las uñas limpias y tersas como madreperlas,se cubrió el rostro escuálido y pensativo, y urt sus-piro muy tenue y muy vago se escapó de sus labios.

Cuando el narrador del desierto levantó susdiáfanas manos de su rostro plasmado en sombra,sus labios volvieron a abrirse a la palabra, y asícontinuó:

—«El viejo Rey Saúl envidiaba la gloria de aquelpastorcillo imberbe, que se había hecho el dueñoabsoluto del corazón de su pueblo, y cuyo nombreera pronunciado por todos en un coro general deloores y alabanzas.

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Hasta su propio hijo Jonatás, el futuro heredero-de su poderío, sentía por el vencedor de Goliatkde Geth un afecto lleno de la más sincera admi-ración, que no en balde el adolescente protegidode Samuel estaba signado también por el halo res-plandeciente de la Sabiduría. ,

Y el anciano monarca sentía, a cada momento»morder su corazón podrido de senilidad y de im-potencia, los dientes voraces del rencor y de la en-vidia, esas víboras repugnantes y ponzoñosas quebrotan siempre en los inmundos lozadales delodio.

Y por sus ojos velados por la edad pasó la som-bra sangrienta del crimen, y una noche mandó asus más fieles emisarios al lugar donde pastabanlos rebaños del hijo menor de Isaí Samma, con ob-jeto da que lo prendiesen y decapitasen en secreto.

Pero uno de los mismos que debían realizar sussiniestros designios, se los reveló al mismo Samuely a algunos ancianos, y estas noticias pusieron enconmoción a todo el pueblo, que se alzó en armascontra el envidioso y decrépito tirano.

I Así el juicio recto y severo del Señor vuelvecontra los malvados sus propias armas, y los abatey fulmina con el mismo rayo que ellos encendie-ron en las sombras I»

Las palabras se fueron borrando, como desva-necidas en el silencio crepuscular...

Todos los oyentes inclinaron devotamente lasfrentes a la santa evocación de la justicia divina,y los exteriores sangrientos del ocaso se dilataronen un fervor de encendidos rubíes, en la profun-didad de todas las pupilas.

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IX

—,..Un día, mientras el pástorcillo sesteaba a lasombra de un bosque de olivas, llegó en su buscaun adolescente, cubiertos de polvo los cabellos ydesgarradas las vestiduras... Sus pies sangrabancomo si hubiesen recorrido largos y espinosos sen-deros.

Se arrodilló en señal de veneración a las plantasdel pastor, e inclinándose respetuosamente hastarozar la tierra, exclamó, con el aliento aún jadean-te de fatiga;

—¡El Señor te bendiga!...—¿De dónde vienes?...—Vengo escapado del campamento de los israe-

litas.—¿Qué sucede? Habla...—El pueblo ha abandonado el campamento; los

filisteos han caído sobre él, pasando a cuchillo atodos los que quedaban. Hay montones de muer-tos, y entre ellos el Rey Saúl y su hijo Jonatás.

—¿Y cómo sabes tú que ellos también hanmuerto?

El adolescente, con la faz pegada a la tierra,prosiguió, aún más jadeante:

—Fugitivo cruzaba el monte Gelboe, y caídosobre su escudo contemplé, sangrando por variasheridas, al Rey Saúl.

Caballos y carros y soldados le perseguían...

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El anciano, al verme pasar, hizo un esfuerzo, sealzó un poco, apoyándose en un codo, y con vozdesfalleciente, me dijo:

—¿Quién eres tú?...—Soy un amalecita—le dije, inclinándome para

ayudarle.El rechazó mi auxilio, y con la voz desgarrada

por el dolor me pidió por todo cuanto hay de mássagrado en la tierra, que le rematase, porque sudébil cuerpo no podía resistir los inmensos y múl-tiples dolores que lo dislaceraban, y ya su almatriste contemplaba con infernal espanto los exter-tores de su cuerpo aún vivo...

—Y tú ¿qué hiciste?—exclamó con profunda an-siedad el pastoicillo.

—Le obedecí, porque sabía que no podría sobre-vivir a su ruina.

Cogí la corona que aún ceñía su cabeza, la co-raza que aún resguardaba su pecho y el cetro deoro que aún empuñaba su mano y aquí te los tra-je, a tí, el elegido de la Sabiduría, mi Señor en latierra...

—Mas, ¿de qué país eres tú, que no has temidomanchar tus manos con la sangre de un Rey?...

—Soy hijo de extranjeros: soy amalecita.—Sufrirás tu castigo—añadió con voz terrible-

mente severa y como extraña a aquellos labiosjuveniles, el pastorcillo vencedor de «Goliath deGeht».

El narrador del desierto interrumpió de nuevosu relato, y sus ojos se elevaron sobre la multitud,cada vez más sugestionada por el encanto sutil ymaravilloso de su elocuencia.

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En el gran arco del cielo parecía extinguirse elincendio vesperal. Mas en las pupilas del narradordel desierto brillaba aún más vorazmente el res-plandor sangriento y fervoroso de los rubíes...

«El pastorcillo, hijo menor de Isaí Sarama, naci-do en la ciudad de Bethlehem, en la tribu de Judá,fue Rey de Israel, y Rey justo y sabio, porque laSabiduría estaba aposentada, como en un alcázarmaravilloso, en lo más profundo de su alma.

Una sola vez pecó, porque todos los reyes pe-can; mas fue tan grande su arrepentimiento, lloróy gimió tanto, que ningún rey en la tierra se hacondolido y ha purgado con tanta sinceridad suculpa.

Reconoció públicamente su error, como no acos-tumbran aquellos que dictan las leyes, los cualesen su soberbia se creen infalibles.

Fue Rey de Israel, mas fue al mismo tiempo Reyde sí mismo.

En su frente amplia y pensadora, como si ence-rrase en su interior un mundo, nuestra Sabiduríaes una corona de inmortalidad.

Recordad eternamente al pastorcillo David, elhijo menor de Isaí Samma, nacido en Bethlehem,en la tribu de Judá, y el más grande, el más justoy el más sabio de todos los reyes de la tierra.»

Y el narrador del desierto al terminar estas pa-5

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labras dejó la alcatifa, alzándose solemnementea la luz crepuscular.

Un murmullo corrió entre todas las gentes que,en silencio, le habían escuchado, con la misma re-ligiosidad con que se oye un oráculo.

Él volvió a contemplar a las gentes con susgrandes ojos profundos, donde centelleaban losúltimos rubíes del crepúsculo...

Después sacó de entre los pliegues de su mantoun libro encuadernado en piel de camello, y antesde leer, extendiendo gravemente sus brazos, comoen una bendición, sobre las cabezas de la muche-dumbre, dijo con voz sonora y lenta, como losacordes de un harpa hebrea.

—En las prodigiosas narraciones de vuestraScherezada se dice cómo el Emir Moussa y el cheijAbdossamad con sus compañeros penetraron enuna alta cámara de aquel edificio fabuloso, soste-nido por cuatro órdenes de columnas de oro, demás de cuatro mil pasos de circunferencia.

Y dentro de aquella maravillosa cámara admira-ron una mesa colosal de madera de sándalo, pro-digiosamente trabajada, sobre la cual había, es-culpidas en relieve, las palabras que voy a leerosy que vosotros repetiréis después a todos los reyesde la tierra que no sean al mismo tiempo reyes desí mismos. >

Y el narrador del desierto, en la luz que agoni-zaba, leyó estas palabras de la leyenda de Schere-zada para que fueran repetidas a aquellos que nosaben ser reyes de sí mismos:

«Una vez, a ésta mesa, se sentaron miles de re-yes, unos de ojos ciegos y otros de ojos esplendí-

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dos. Ahora, todos en la tumba, sufren la mismaceguera.>

El narrador del desierto cerró el libro.La gente, aún más ansiosa de oir, pedía nuevas

narraciones... Mas el cielo se había ya hecho azul,como debieron ser los ojos del pastorciüo ungidoRey de Israel. La primera estrella apareció con•vivos temblores de plata. ,

El narrador del desierto se entró en su tienda,dejando caer tras él las cortinas de la entrada...

El aire parecía invadido del perfume de sus pa-labras, cálidas como el aliento del simoun queagita y devasta todo cuanto encuentra a su paso.

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La luna se elevó majestuosa, semejante a un es-cudo de plata enrojecida, sobre las lejanas colinascubiertas de cipreses, y en la cúpula del firma-mento fueron adquiriendo relieves precisos y ní-tidos contornos metálicos, algunos cirrus, esparci-dos y dispersos, como frágiles vellones de humoblanco en la indolencia serena y suave del azulprofundo y cristalino de los diáfanos cielos deOriente,

La marmórea terraza, perfumada por el alientotibio y húmedo, casi humano, de los últimos rosa-les, resplandeció de súbito, en una fúlgida albora-da de plata y nieve, bajo la fantasmagoría de aque-lla pálida luz del plenilunio, que al filtrarse entrelos encajes y los alicatados de los arcos, parecíadescender, trémula de emoción, con una suavidadreligiosa, a través de mórbidos velarios de mis-terio.

Las rosas fueron adquiriendo vivas tonalidadesde rojos terciopelos, y semejaban, bajo el encantomelanccólico del luar, extrañas copas desbordan-tes de sangre.

Las pálidas campanillas, cuyos cálices hechosde fragilidad y de ensueño, llamaron los poetas:

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«álitos de Luna en flor», se abrieron estremeci-das, a la místicas evocación de la luz, como mara-villosas y encantadas florescencias de nacaradasmadreperlas.

La noche entera tenía, en el recogimiento delas frondas y en el silencio marmóreo de los patiosdel Alcázar, una poesía grave y profunda, de fas-cinaciones inauditas.

El Califa Al-Motadid esploró ansiosamentedesde la florida terraza la vasta y cóncava sereni-dad de los cielos estrellados.

Una insólita tristeza milenaria se agudizaba ensus grandes ojos taciturnos, dándole a la voracidadde su mirada, inexcrutable como un abismo sinfondo y devoradora corno el incendio de un vol-cán, todos los múltiples y acerados reflejos de esasbellas y finas armas que los espaderos de Damascocincelan, bruñen y esmaltan como las joyas másdignas de fulgurar en el esquelético seno de laMuerte.

Se decía que en la impenetrabilidad de aquellasmiradas, Dios había encerrado uno de sus másgrandes e itrevelables misterios.

Los campesinos afirmaban, temblando de pavu-ra, que bajo su influjo las tienas más fértiles setornaban estériles, y los árboles más frondosos sesecaban, hasta en sus más ocultas raíces, comobajo la fulminación sulfúrica y tempestuosa delrayo.

Algunos astrólogos aseguraban que ante el bri-llo sobrehumano de aquellos ojos, la madre Nochehabía engendrado en sus entrañas de sombra dosnuevas y lejanas estrellas.

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jira punto de fe en todos sus dominios que elCalifa Al-Motadid veía aún con las pupilas cerra-das, y que sus párpados, por el largo ejercicio deaquella mirada, habían adquirido una transparen-cia de gasa.

El Califa conocía el mágico poder de sus ojos,el dominio que tenían sobre todas las cosas y lasugestión y hasta la servidumbre a que obligabana todos aquellos que se atrevían a contemplarlos.

Y para que en toda hora y en todo tiempo re-saltase imperiosamente su deslumbrante fulgor,había abolido por completo de sus regias vestidu-ras los colores vivaces, ios ornamentos de seda,las franjas de plata y los flecos de oro.

Un amplio albornoz de un negro fosco y duroenvolvía majestuosamente su grácil y esbelta figu-ra, como un manto de eternidad y de sombra.

Su cuerpo, así envuelto, asumía un no sé qué deinmaterial, de casi impalpable...

Parecía una sombra emigrada dé un fabulosoreino de ilusiones y de ensueños, para subyugara los hombres con ía luz extraña y sugestiva, do-minadora y fascinante de sus grandes ojos crueles.

El sabio Yusef ben Moawia, aquel que por sugran elocuencia era llamado por los doctos delYrak el perenne manantial de oro, llegó desdela obscuridad de su retiro lejano a la Corte delCalifa, con objeto de visitarle.

Conocedor de la obsesionadora influencia de losojos de Al-Motadid, quiso presentarse a su vistaen una mañana en que la suavidad del alba diluíaen el cielo su plata más ciara y su azul máspuro

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El sabio, después de largas horas de meditaciónhabía pensado al partir:

«Los prodigiosos ojos dominadores no podránlucir con toda su intensidad bajo la deslumbranteclaridad del cielo.»

Mas apenan llegó a la presencia del Califa, notuvo más remedio que inclinar agobiado la frentey comprimir los párpados con sus manos, con aque-llas manos rugosas y amarillas como los viejospergaminos sobre los que tantas veces había vistoazulear la luz de la aurora, en sus largas vigiliasde estudios y meditaciones.

Mas los amplios y claros cielos del alba no te-nían poder ninguno sobre los ojos del Califa, por-que éste, para recibir con todo honor al sabio,había querido darle audiencia en el maravillososalón llamado «El milagro de los ojos», una vastasala recamada de sedas negras, con el trono demórbidos terciopelos del mismo color.

Al-Motadid, envuelto majestuosamente en elamplio albornoz de velos obscuros, que adensabaen sus pliegues toda la fosca tristeza de la sombra,dilatando sus bárbaros ojos, en una expresión dedominio, dijo a Yusef ben Moawia:

—Aquí me tienes ya, en mi propia luz, ¡oh, doc-to entre los doctos!... ¡Habla!...

—¡Deja que me sustraiga antes del poder de tusojos, y hablaré!...—repuso con voz grave y sen-tenciosa, en la cual se insinuaba ya un estremeci-miento de terror, el sabio del Irak.

Y el Califa repuso lentamente, dando a sus pa-labras agudezas de estilete, y agrandando más eldominio negro y centelleante de sus pupilas:

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—Tú debes sentir ya, hasta en lo más profundode tu alma, el fuego devorador de mis ojos. Mimirada quema toda tu sabiduría. Tu pobre y mise-ra ciencia no puede ni sabe penetrar en el miste-rio de mis pupilas..*

—¡Oh, Al-Motadid, Emir de todas las luces, hoymi sabiduría se ha consumido ante tus ojos, y sólode ella quedan pavesas!..-. Tu fuego la ha abrasa-do, y tu aliento la dispersa como el viento deldesierto barre las últimas cenizas de las fogatas delas caravanas.

El Califa se sonrió con una sonrisa enigmática,que hizo más profunda la noche de sus ojos y másaguda la fulguración de su mirada:

—Podrás reencenderla, recuperar toda tu cien-cia, si eres capaz de contemplarme cara a cara,durante tres segundos, sin cerrarlos párpados...

Hubo un silencio ahogado por la ansiedad y laangustia, después que en las altas y espaciosas delextraño y misterioso salón, se extinguieron burlo-namente, los pausados ecos de las últimas palabrasdel Califa.

Sólo se oyeron, como signos de vida, como úni-cos latidos de esperanza, en el anonadamiento in-finito y pétreo de aquel instante decisivo, los ale-teos medrosos de pájaro prisionero del corazóndel sabio, al agitar las pesadas y fastuosas sedasde sus ropajes, y el gotear fugitivo y monótono'de alguna vieja clepsidra, donde el cansancio in-memorial del Tiempo desgranaba, una a una,con avaricia de perezoso, las perlas fugaces y tré-mulas de sus eternos collares de llanto.

Dos esclavos etiopes mudos y negros como la

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misma sombra, dierou escolta al sabio hasta elpatio exterior del maravilloso Alcázar, bajo cuyoscipreses se amontonaba una abigarrada muche-dumbre, venida de los cuatto confines de la tie-rra, para ofrecer sus dones al muy alto y poderosoEmir de los creyentes, el Califa Al-Motadid, glo-ria del Islam y espada de la justicia...

Y aquella mañana, el sabio Yusef ben -Moawia,llamado por su elocuencia y su sabiduría, entre¡os doctos más famosos del Irak, «el perenne ma-nantial de oro», salió inmémore del salón del tro-no, y no recordó en toda su vida más que el ful-gor malvado y deslumbrante de aquellos ojos infi-nitos de crueldad y de malicia.

II

El poeta Abdemelik el Coraichita, glorioso entodo el Oriente, por sus estrofas venenosas deolvido como las flores del loto, tiernas y suavescomo el pálido azul del asfódelo y ricas de imá-genes como las túnicas de los ídolos, había exalta-do en largos versos,,movibles y frescos como lahierba de las praderas, la maravillosa belleza y elmágico poder de los ojos del Califa,

El poeta había apenas entrevisto aquellos ojos,en una ceremonia cortesana, a través de una lar-ga fila de soldados etiopes armados de lanzas deoro y escudos de plata.

Las estrofas en su loor quiso que fuesen reca-

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madas con seda turquí y perlas, sobre un cojín deraso negro, por las manos patricias de una mulsu-mana, célebre en Bagdad, por haber bordado so-bre un velo, más sutil y frágil que las alas de laslibélulas, los más bellos versículos de las suraskoránicas.

Mas después que el cojín, perfumado por losmás raros y embriagantes aromas del Arabia, yencerrado en una rica caja de sándalo, fue llevadoa la presencia del Califa, y éste, con voz clara ysonora, casi metálica, leyó, ante el fasto de laCorte, las rítmicas y brillantes estrofas en alaban-za de sus ojos y admiró lo maravilloso del bordado,desde aquel momento, el poeta Abdemelik el Co-raichita» el más famoso de Oriente, no supo en-contrar rimas para sus kasidas ni imágenes ni rit-mos para sus gacelas, y las manos patricias de lacélebre bordadora de Bagdad perdieron sus vir-tudes milagrosas y jamás consiguieron enhebraruna aguja.

Los fatales ojos de Al-Motadid habían consu-mido en su hoguera interior todas sus aptitudes,dejándoles inmémores para el arte.

También el músico Aliatar, que había sabidoextraer de miles instrumentos sonoros océanos demelodías, que hacían naufragar el ánimo de losoyentes en abismos de las más insólitas dulzuras;también el músico Aliatar, que había maravilladotodo el Oriente con el encanto de su guzla, en-tonando en alabanza del Señor canciones tan sin-ceramente religiosas que hacían presentir a loscorazones las sobrehumanas alegrías del Paraíso,no pudo arrancar una sola nota a las cuerdas me-

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lódicas, después de haber elogiado con musicalfervor los ojos del Califa.

Había compuesto una suprema página de ternu-ra y de delirio, en la cual las notas vibraban, os-cilaban y gemían como las florestas agitadas porel huracán.

Cuando las guzlas, en las noches sin luna tañi-das por ágiles dedos expertos, propagaban, en eldivino silencio ebrio de aromas y cálido por larespiración vegetal de las plantas, la armonía sub-yugante de aquel elogio, las cadencias se fundíanen el aire, se encendían con la fosforencía deaquellos ojos y se alejaban por el espacio ilimita-do, perdiéndose en la obscuridad de la sombra,corno miríadas de luciérnagas.

El Califa At-Motadid no oía las notas, mas lasveía llegar en la sombra, absorbiéndolas con elfulgor de sus ojos.

El músico, después de aquella página, vio derepente encanecer su juventud, esterilizarse sucorazón para todos los afectos y extinguirse en sualma todas las pasiones.

Se hizo taciturno, solitario, ávido solamente dearrastrar sus largos cabellos blancos en los fres-cos silencios de las cavernas, en las plácidas so-ledades de los ríos o entre las umbrosas melan-colías de los boques, donde a su presencia hastalos ruiseñores enmudecían y las mismas serpien-tes se ocultaban despavoridas entre los ásperosmatorrales.

En vano, en la soledad polvorienta de los rin-cones de su tienda, las cuerdas de las guzlas es-peraron pasa encantar a la noche con su armonía

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suave y temblorosa, las ágiles y expertas cariciasdé sus manos; de aquellas pobres manos que hoyeran sólo como secas raíces y como inútiles des-pojos de un rosal florecido, agostado y muerto enplena primavera.

III

Fáíima, la hija predilecta de Abdemelik, el másfamoso guerrero de la corte del Califa, era de tansobrehumana belleza, que de ella se ^contaba, quecomo un día de sopor se quedase dormida en elencanto fragante y umbrío de un kiosko de sujardín, un paje que por allí pasaba, viendo, porvez primeía, su hermoso semblante libre de laprisión del velo que constantemente le encu-bría, se quedó admirado, inmóvil, sin atreverse arespirar, y después de contemplarla largo rato enun silencio religioso, huyó como un loco, y púso-se a gritar frenético en los patios de alcázar de suseñor:

—«¡Bendecido y alabado sea el nombre santo yy puro de Alhá!

Su Omnipotencia protege a nuestro señor, elglorioso Abdemelik, terror de los infieles y marti-llo infatigable de los paganos.

Los jardines de Abdemelik son los jardines delParaíso, que el Profeta prometió a los verdaderoscreyentes, pues en ellos descienden a reposar lashuríes...

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Mis ojos han visto una, la más bella de todasdormida en un banco, en el kiosko de los ci-preses.

Su rostro era blanco y bello como la luna llenacuando aparece en las cimas nevadas del Líbano.

Su aliento embriaga como el olor de los nardos,y sus cabellos son negros como las alas fabulosasdel roe. >

Cien poetas habían loado su nombre.Y todas las noches, bajo la serenidad azul y

plata de los altos cielos de Oriente, eú la soledadfragante a rosas y jazmines de su calleja, las guz-las desfallecían de amor al pie de sus celosías,mientras los surtidores y los arrayanes de loshuertos perfumaban el silencio de un amargo yfresco anheló de imposibles amores.

De iejanos países llegaron los más gloriososemires y los más ricos mercaderes a poner a susplantas las más fuertes y victoriosas cimitarras ylos más ricos y fabulosos tesoros, por obtener si-quiera una sonrisa de sus labios o una miradacompasiva de sus ojos, donde se abrían, entre unnegror de tinieblas, las más divinas claridades delos cielos.

Y todos tornaron de nuevo a sus países sin laesperanza de su amor, pero con la soberbia alegríade haber dado a sus pobres ojos mortales, siquie-ra fuese por un momento solo, el supremo placerde haber reflejado, en su fondo, como en un espe-jo encantado, la más bella y milagrosa creaciónque Dios había arrojado sobre la tierra.

Y muchos jóvenes guerreros, heridos por sudesdenes y buscando un olvido para su amor, ha-

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bían volado, en sus potros, a buscar la muerte enlos combates, y su nombre fue la única oraciónque se escapó de los labios, al caer, atravesadospor una laza o malheridos por un venablo enemi-go, en sus algaradas a las fronteras de los cris-tianos.

En su honor, el poeta Ayub el-Mediní, habíacompuesto esta kasidí, que aun recitan los bedui-nos, a la puerta de sus tiendas, mientras los ca-mellos dormitan al amparo de las empalizadas,y los perros, vigilantes, enseñan a la luna losacerados reflejos de sus carlancas y el blancor lí-vido y agresivo de sus dientes feroces:

—«¡Noble alazán! Tus cascos hieren el duro suelo;tus piernas se estremecen. Con las cerviz erguidarelinchas, las pupilas clavadas en el cieio,ansiando que mis manos te abandonen ¡a brida,para tender al viento de la Noche, tu largocuello, en el raudo empuje dei galopar experto,entre nubes de polvo, vibrante corno un dardo,barriendo con tus crines la arena del desierto...El oro de ía Luna corona el alio monte...¡Que humeante devore íu nariz dilatadalas horas y el espacio, y vueie el horizontebajo las tempestades de tu planta ferrada!!Lejos, muy lejos quedo su aduar. Acallandocon su voz el furioso gruñir de los mastines,de pie, sobre ni; 'ñílado, mi amada está espiandoíu humeante si.iucía por Jos anchos confines!Postrados de rodillas los camellos dormitan,los rebaños se ?;¿rupan en los viejos corrales,sus troncos se cor¡í< -:ei.i y sus flacos tiritancuando ruge» iecríei Ú aullan ¡OS chacales.Los nobles toros braman, amparando en sus ancas

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a las vacas enfermas y a los novillos tiernos,mientras rasgando nimbos de claridades blancas, oelevan a la Luna su círculo de cuernos.Cruje la arena móvil bajo la garra fuerte;se encurva cauteíosa la sombra de la fiera..Se oye latir el bárbaro corazón de la Muerte,y en todo flota el trágico silencio de la espera...[Vuela alazán!... Devora las arenas, que antesque se ponga la Luna tras los montes lejanos,la amada nos aguarda... ¡Tus flancos jadeantespremiará con las dulces caricias de sus manos!¡Cruza como una flecha los áridos confinesdevorando las horas en fu galope experto,que te espera su mano, para adornar tus crinescon ramos de las flores más bellas del Desierto!»

Pero Fátima. permanecía insensible a todas lasmágicas seducciones del amor, y las músicas enel misterio constelado de la noche con los últimosrayos de la Luna; y las poesías se deshojaban enel silencio de los jardines con los postreros cáli-ces de las flores; y las joyas y las preseas seamontonaban como inútiles trofeos, en las sun-tuosas alcatifas de sus camarines.

Su corazón era como un cubil donde el león deltedio bostezaba de artura.

En vano sus esclavas, sobre las pieles más cos-tosas de la India, danzaban esas danzas maravi-llosas que aprendieron de las sagradas bayaderas,en las frondosas márgenes del Ganges, bajo el en-canto de oro y jaspe de los altos y calados pórticosde pagodas de ensueño.

En vano el incienso, la mirra y el benjuí se des-hacían en azuladas y fragantes espirales de ener-

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Yantes aromas, en los pebeteros de plata cubier-tos de piedras preciosas.

Nada vencía su indiferencia desdeñosa ni hacíaasomar la sonrisa a sus labios.

Solamente, cuando reclinada sobre los blandosalmohadones de plumas de cisne forrados de da-masco y adornados de piedras preciosas, contem-plaba en el fondo nítido y resplandeciente de unespejo de plata que sostenía una sierva, arrodilla-da a sus plantas, el encanto pleno de juventud yde gracia de su propia belleza, sonreía como ex-tasiada, mientras sus esclavas tañían las arpas ylos laúdes, las cítaras y las nubelias, y del techo,abovedado y resplandeciente de estrellas de oro,como los cielos de la Arabia, llovían las más ra-ras esencias y los pétalos más suaves y frescos delas flores más fragantes,

Un día, la fama de su hermosura llegó a oídosdel Califa Al-Motadid, el cual, impresionado porlo que todo el mundo proclamaba como un verda-dero prodigio, mandó llamar al padre de la don-cella, y le dijo, con un leve dejo de ironía ensu voz:

—¡Me han dicho, mi noble deudo Abdemelik,que tu hija Fátima supera en hermosura a las mis-mas huríes del Paraíso!

En mi harén las mujeres son ya para mis ojoscomo cosas sin alma y sin vida...

Necesito una flor fresca y viva que vuelva aencender la sangre en mis venas apagadas y re-anime los últimos rescoldos de esta juventud quese marchita...

Tráeme mañana mismo a tu hija, y yo te recom»

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pensaré, en cambio, con la mejor ciudad de misdominios, el cargo más honroso de mi Corte y elpotro más ligero de mis caballerizas.

Abdemelik inclinó la frente hasta tocar el sue-lo, y así postrado, murmuró:

—¡Cúmplase en todo tu soberana voluntad, no-ble Emir de los creyentes!...

Y haciendo respetuosas zalemas, salió del regiosalón del Alcázar sin volver Ja espalda al Califa.

A Ja mañana siguiente Fátima, resplandecientede belleza, se presentó ante Al-Motadid, enguJa-nada con todas sus joyas, como una diosa que des-ciende de su tabernáculo.

Mas apenas sus ojos se encontraron con las pu-pilas fatales, sintió arder su cora2:ón como si ledevorase una boca de llamas.

Y desde entonces Fátima, la belleza insensibley fría a todas las seducciones del amor, se fue di-sipando, consumiéndose, en un frenesí loco deamor, bajo la mirada penetrante y cruel de aque-llos ojos fatales.

Y su belleza se ajó, se deshizo en una vejezprematura y en una palidez de enferma...

De sus dedos y de sus brazos se caían por símismos los anillos y los brazaletes...

Y un día, al contemplarse, después de muchotiempo, en su espejo de plata, se encontró tanvariada, tan otra, que se deshizo en lágrimas ycayó desmayada en brazos de sus esclavas.

Y así murió, bajo el fánebre influjo de las pupi-las malditas, la más bella de las mujeres delOriente, aquella que todos los hombres reputabancomo la más hermosa hurí del Paraíso.

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VI

El reino entero parecía sentir el maléfico influ-jo de los ojos del Califa, como si la maldición delos cielos hubiese caído sobre todos sus dominios,devastándolos.

Los pobres labradores desuncían sus yuntas yabandonaban sus tierras, porque se habían tornadoestériles a la roturación fecunda y generosa delarado.

En vano, en un amplio gesto patriarcal de sem-bradores habían derramado a manos llenas las si-mientes vivas sobre los surcos recién abiertos,húmedos aún con el sudor de su esfuerzo deses-"perado.

La»1 simientes se perdían sin dar siquiera la es-peranza de una cosecha futura, como sí las hubie-sen arrojado sobre la dureza inhumana de los des-nudos roquedos.

Y las hoces se enmohecían como armas inútilesen los rincones de sus cabanas, esperando en vanola hora cálida y alegre de la siega.

Los olivos y los granados, los naranjos y lashigueras se secaban en las laderas de los huertosy en los verdes pomares, sin dar fruto, como plan-tas malditas.

Las puertas de los molinos estaban cerradas, yen vano el agua rumorosa y espejeante en los flo-ridos cauces de las acequias entonaba, bajo las ala-

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medas y los mimbrales, su clara y fresca canción,donde había nostalgias de harina blanca y sauda-des de plácidos idilos molineros.

El hambre había asomado su faz amarillenta ydemacrada, aun entre el bullicio y la algazara delas ciudades más populosas, y los morales no dabanhojas para alimentar a los gusanos de la seda, y lostelares permanecían silenciosos y las forjas apa-gadas.

Las caravanas que iban al Oriente esparcieronpor las más apartadas regiones del reino las infaus-tas nuevas y el poder destructor e infernal de laspupilas malditas.

Los solitarios, en la hosquedad silenciosa de susretiros, postrados en el suelo, con los ojos y losbrazos tendidos hacia la Kaaba, impetraron delCielo piedad y remedio para tantos y tantos ma-les como abatían a los buenos creyentes delIslam.

Pero el Cielo permanecía sordo a los votos hu-mano,s.

En todos los ámbitos del Califato se hablabadiariamente de la negra fatalidad que pesaba so-bre todo.

En voz baja, casi al oído, en las ciudades, portemor a la delación de algún espía.

Los beduinos se reunían a la hora del cre-púsculo y en las noches de luna en las puertas desus tiendas, y en vez de las antiguas kasidas desus poetas, resonaba ahora la lamentación apaga-da y quejumbrosa de los males que diezmaban susrebaños y esterilizaban las feraces y pródigas en-trañas de sus oasis.

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¿Quién encontraría un camino de salvación paratantos y tantos contratiempos?

¿Habría manera de acabar con aquel poder ocul-to y tenebroso que se había adueñado de las negraspupilas del Califa Al-Motadid, proyectando sobrela tierra la sombra devastadora de su maléficoinflujo?...

Se consultaron a los más sabios astrólogos...Pero las estrellas permanecían mudas y los horós-copos se perdieron en las más vagas y contradic-torias conjeturas.

Algunos afirmaban que el espíritu del Mal, eldemonio sanguinario y cruel de las antiguas y fe-roces teogonias politeístas, se había refugiado enel misterio de pquellos ojos como una fiera mons-truosa, que al sentirse malherida, se refugia en laprofundidad de una caverna.

Otros, por el contrario, aseguraban que era elArcángel de las venganzas, el de espada de fuegoy túnica de llamas, el que vivía dentro de aquellaspupilas para castigar la impiedad de los hombres,y que hasta el día en que no quedase un reprobono dejaría su asilo fatal.

Algunos confiaban en la ciencia oculta de losnigromantes judíos o en el poder milagroso de losfakires, que se alimentan de raíces, en las remotasreglones de la India.

Y los pueblos, prestos siempre en su inocenciaa dar oído y crédito a las cosas sobrenaturales,mandaron comisionados al interior del país, dondeviven aún los nigromantes judíos, y a las riberas delGanges donde habitan los fakires. Pero los comi-sionados, después de no pocos trabajos y vicisitu-

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des en sus largas pereginaciones, tornaron a susciudades y a sus tribus sin que los nigromantes nilos fakires hubiesen pronunciado ninguna palabrade salvación.

El cheij Almanzur ben Abdalha e?; venera ñu . otodo el reino por la rectitud inflexHie íe :. ; r -ciencia y por Ja piedad inmensa de six ?.\- •••(>, ;?M r̂;&siempre a la esperanza y al consuelo,

Su nombre se repetía de tribu en tribu., de :<<Saa,fen aduar, con respetuoso fervor, e^t'* !ow <?* sn-tusiasrao y homenajes de admiración,

—Es el espejo donde deben mirarse ios verda-deros creyentes.

—¡La Verdad habla solamente por sms iabio;:puros de toda irreverencia!

—¡Es el único que conserva en sa coraad'? 'apureza y la fo de las antiguas costumbres!,,.

Su tienda se alzaba, a la sombra de les tamarin-dos del más fértil oasis de los desiertos de! Irak,allí donde se cruzan los caminos de ías caravanasque van a Damasco y de las que vienen de las tie-rras cenagosas y pródigas del Egipto.]

Todos acudían a ella como a un templo a buscaralivio para sus males y un bálsamo de resignaciónpara las iniquidades de la vida.

—Dios no pudo haber encerrado en los ojos delCalifa i-Motadid ningún misterio irrevelable.

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Revelado ha sido el misterio de aquellos ojos, y,roto el secreto, sólo se ha hallado las huellas delespíritu del Mal.

Dios no quiere ni puede desear el mal para elpueblo que le adora, sino que derrama sobre él, amanos llenas, todos los bienes de su magnificenciay de su gracia.

Su divino poder manda la lluvia cuando la tierrase muere de estéridad y de sed; envía el rocío paraque los cálices se entreabran y las hojas tiernas ad-quieran fortaleza; ha colocado la Luna como unalámpara maravillosa para que los viajeros extra-viados en los laberintos de un bosque encuentrenla ruta perdida.

Todo en beneficio de los míseros mortales que,besando la tierra, acatan y bendicen su nombre.

Los ojos del Califa son ia maldición y el exter-minio.

Desde el fondo sombrío de aquellas pupilas, al-gún espíritu satánico se venga de ia bondad ydel bien, sin que nosotros podamos imaginarlo si-quiera.

Así habla hablado con extremada coücríccion elviejo Almanzur, bajo el lino de una tienda, cercado de algunos embalsamadores recién llegados delas fértiles tierras de Egipto, y de un noble mer-cader nómada que regresaba a su tribu desde elAdramud, con los camellos cargados con los másfabulosos y raros tesoros de la tierra.

Dijo el mercader con voz suave y perezosa,como si dejase escapar las palabas en un resbalarde seda entre la púrpura abultada de sus labios:

—Almanzur, si a c snsejo liberta a nuestra tie-

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rra de aquellos ojos inicuos, yo te regalaré los máspreciosos dones del Oriente... Un pequeño ídolo deámbar, cuyo poder alejará de ti todas las tentacio-nes diabólicas y ahuyentará con su olor a las ser-pientes que en el silencio nocturno penetran ennuestra tienda y se deslizan a lo largo de nuestroslechos para clavar su ponzoña en nuestro corazón.

Un viejo embalsamador añadió, acariciándosecon sus manos esqueléticas sus largas barbas, en-tre cuyas tinieblas albeaban ya algunos mechonesde canas:

—En la tumba de los Faraones he encontradoun anillo de oro con una extraña piedra, la cual,sumergida en el agua, tiene la rara virtud de difun-dir un suave olor a nardo. x

Será tuyo el misterioso anillo si libras con tusconsejos a nuestra tierra de la sombra nefasta deaquellos ojos infames.

Hubo un pequeño silencio, durante el cual todaslas miradas interrogaron ansiosas al anciono.

—Oídme—repuso por fin Almanzur, alzando len-tamente la cabeza—; el pequeño ídolo de ámbar queahuyenta la desgracia, y el anillo, cuya extraña pie-dra perfuma el aire de nardo, nada me importan.

No quiero premios ni admito recompensas.En mi corazón hay una profunda palpitación de

amor y de piedad hacia nuestra gente.Quisiera encontrar dentro de mi vieja experien-

cia el consejo más joven y más seguro para quepudiera librarnos de ese maleficio que ensombrecenuestra tierra y obscurece la alegría del sol comoun fantasma, como una nube negra que se inter-pone entre la luz y nuestros ojos.

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LAS PUPILAS DR AL-MOTADID 59

Donde el Califa Al-Motadid dirige las pupilas,allí reinan la esterilidad y el espanto.

*E1 tiene un maldito fulgor humanizado en susojos. Nosotros debemos apagárselo.

Todos gritaron trazando gestos de amenazas enei aire, como si blandiesen sus aceros.

—¡Apaguemos ese íulgor!...Alman^ur, después de un prolongado silencio,

en el cual pareció meditar profundamente, elevósus ojos a lo más alto como si pidiese fuerzas a loscielos, y murmuró con voz grave y solemene:

—Huéspedes míos, adoradores fervientes denuestro Dios, voy a confiaros un secreto que desdehace mucho tiempo guardo encerrado en el fondode mi alma.

Oidme:—Oraba yo una noche, postrado en lo más ocul-

to de mi tienda, pidiéndole al cielo que nos liber-tase de la fatalidad de esos ojos crueles, cuandode repente una claridad suave y celeste iluminómi retiro, y en el silencio nocturno me pareció oiruna voz sobrehumana que murmuraba a mi oído.

—Los ojos de Al-Motadid no son, como creenalgunos de nuestros magos, el explendor, eviden-te de la oniro'dinia, sonambulismo e incubo almismo tiempo, sino el perverso deslumbramientode la maldad.

Y desde aquellas noches de plegaria, tanto seencendió mi fervor y tan firme se hizo en mi es-píritu la esencia de la realidad de aquel sueño,que me decidí a buscar a Alí, el esclavo adoles-cente destinado por el Califa a servicios más fa-miliares.

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60 VIJLLAKSPESA

AIí era la única persona que podía ceñirle elairplio albornoz de seda negro. Solamente susmanos debían calzarle las espuelas de oro y sus-pender de su cinto de terciopelo negro bordadode plata, el rico y fino alfange, cuyo pomo era unmilagro de pedrería.

Yo había educado, desde su más tierna infanciaal bello adolescente en el amor de Dios, y sentíapor mí un verdadero afecto filial.

Confiado en este cariño le abrí mi corazón,contándole mi sueño y conven nievo oí a &. que libra-ra a nuestra tierra del maief; .-.o ele aquellos o*osinicuos que proyectaban SÍ .-ore ella" !a 4ssel?tíSade sus sombras.

Alí vigilaba constantemente el sueñü del Califa,pero jamás osó en todo el tiempo en que estuvo asu servicio contemplarle cara » cara.

Esta respetuosa sumisión de i. esclavo habíale'convertido en el favorito dt *' *ío** lió.

Yo induje al adolescente a >, < s „, > • -dor; y un día oculté entre los s "i. 'ca una pequeña ampolla de e> r <• >bía encerrado un poderos"11 , •• ' • > \rroer y apagar para siempt~ aoj" • t̂ -s.

El esclavo debía, mientra- -' \t\\i se • • - -ba al sueño, verterlo rápiJ- .eoie -< ->*tr - •* r-pados.

Aquella noche, cuando el esclavo, descalzo parano hacer ruido, alaaba los ricos tapices del lechode Al-Motadid y extendía ya el brazo, próx •'•o acumplir su misión libertadora, se quedó de fcjb'toaterrado, ahogando un grito de espanto en su gar-ganta, y la an»o31a cayó de sus manos, derraman

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do sobre el mosaico del pavimente la corrosivawtud de >¡u veneno.

Al-Motadid le había sujetado por las muñecasincorporándose sobre el lecho, en un gesto frió ycruel de leopardo que al fin siente crujir entre suszarpas la presa que durante mucho tiempo ha es-tado acechando.

El Califa veía a través de sus párpados. Su car-ne se entregaba al sueño, pero sus ojos permane-cían vigilantes.

Al día siguiente, Alí, el esclavo adolescente pre-dilecto de Al- Motadid, era arrojado al hambre y laferocidad de los leones que en sus jaulas de hierroatemorizaban el silencio fragante de los jardinescon el trueno retumbante y seco de sus rugidos.

Y desde entonces, todo el reino afirmó que elCalifa Al-Motadid ve aun con los párpados ce-rrados, porque sus párpados han adquirido una

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L ,> iDl" e i i i ' i J i . m a m r .L f ¡ - rando k-iuametne, ypi>r la tristeza infinita de »quel

rec^ •>., st icc'.ino dolorida entre la aniari l,:?.talivide;« de sus manos exangües.

El silencio se prolongó en un grave y pesadorecogimiento doloroso que contraía, duramente losceños y daba a todas las pupilas esa inmovilidadtraslúcida que hace pensar en el éxtasis de losbienaventurados o en la locura infernal y roja delos poseídos.

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Nada turbaba la inquietud angustiosa del mo-mento. Sólo una débil brisa venida de los pomaresdel oasis, hacía ondular levemente los ricos tapi-ces, derramando en el ambiente las fraganciasmelosas de los frutos maduros y la frescura casihumana de los nardos que se abrían en sus gran-des ánforas de barro rojo, junto al brocal a la som-bra azul y fecundante de los altos palmares, dora-dos de dátiles y sonoros de nidos.

Las golondrinas revolaban familiarmente dentrode la tienda, trazando, sobre las frentes inclinadasde meditaciones, la corona alegre y fugitiva de lasombra de sus vuelos...

VI

De súbito, como si no pudiese contener en sucorazón tanto y tanto dolor acumulado duranteaquellos momentos de silenciosas meditaciones,el viejo cheij Almanzur se extremeció en una con-vulsión angustiosa...

De sus ojos, profundos y claros como esos po-zos abiertos en la dureza de las rocas, en cuyofondo se reflejan toda la luminosa poesía de loscielos, brotaron dos lentas lágrimas que, resbalan-do por sus mustias mejillas, fueron a perderse enla blancura ondulante y trémula de sus largasbarbas patriarcales, como dos gotas de rocío en unmanojo de lino...

Su voz se hizo un sollozo, y exclamó de nuevo,

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LAS PUPILAS DE AL MOTADID 63

doblando la frente sobre el pecho y cubriéndoseel rostro con las manos:

—¡Pobre Alí! ¡La Muerte, al segar en flor tuvida, me ha dejado como ciego sin lazarillo!

¿Dónde volveré yo a encontrar una tierra tanapta y tan fértil pata recibir en su seno todas lassimientes del Bien?

Huo un esfuerzo para contener su emoción, ydespués, con la faz más serena y la voz más firme,añadió, tendiendo los brazos y doblando la cabeza:

—¡Dios lo ha querido! ¡Cúmplase su voluntad!Uno de los jóvenes embalsamadores, Omar-ben-

Said, extendiendo los brazos, en un gesto casi deamenaza, replicó, con extridencias desdeñosas enla voz:

—¡Almanzur, tu corazón no siente la pérdida deAlí, el esclavo adolescente, sino los mordiscos,sordos y tenaces del remordimiento, por haberleamaestrado para el crimen, tomando como incen-tivo el santo nombre del Señor...!

¡Tu consejo, que él creyó santo, era sólo unaacechanza culpable, merecedora del más atrozcastigo...!

Tu obraste sólo a impulsos del fanatismo y no enaras de tu fe, pues solamente el fanatismo induceal error.

Almanzur, el fanatismo no es la fe.La fe es dulce y suave como una caricia, y ven-

ce sólo por medios lícitos y caminos rectos.La voz áspera y dura del mercader, añadió ru-

damente:—Nosotros podíamos, viejo Almanzur, castigar

tu crimen, y no lo hacemos porque esperamos que

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tú hagas acto de contrición, en nombre del Altísi-mo, el cual, si ha consentido esa criminal tentativa,ha sido solamente para que después los puros ra-yos de la fe iluminen y purifiquen tu conciencia...

Almanzur, sin alzar la cabeza, respondió humil-demente, en un tono compungido que aumentabamás el nervioso temblor de sus luengas barbas dearmiño, que patriarcalmente se desparramabansobre sus rodillas:

—Huéspedes míos: la fe tiene fervores que nose miden y entusiasmos que no pueden refrenarse.

La tentativa ha fallado, y vosotros me inculpáispor haber querido librar a la tierra del influjo deun monstruo.

Está bien. ¡Yo también detesto el crimen y poreso nutro con mis lágrimas en el fondo del cora-zón al más sincero y voraz de los arrepenti-mientos...!

Mas, ¿quién ha concedido al Califa Al-Motadidautoridad para exterminar todo aquello que caebajo la fulminación de su mirada...?

Y decid también: ¿quién de vosotros encontrán-dose bajo el dominio de un Espíritu Malo, no habíade valerse de todos los medios, aun de los máscriminales, para vencerlo y librarse por siemprede su maléfico influjo?

¿Si dos manos ladronas abriesen tus cofres pararobar tas más ricas mercancías, las besarían tuslabios», mercader que sólo vives del producto que«¡\ltf-- '•» s - a n . . . ?

anudarías tu alfanje, y de un golpe lass rodar por tierra, cercenadas?

" rr>ás debemos defendernos contra dos

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ojos perversos qué destruyen con su luz sulfúreay SJJ corrosiva maldad lo más puro de nuestra con-ciencia; oj®s terriblemente crueles que disipan lamás profunda sabiduría, tronchan las alas de lamás alta poesía y disecan las corrientes melódicasmás sonoras y copiosas...?

El Espíritu del Mal vive encerrado en el fuegode aquellos ojos, y hay que destruirlo como sedestruyen a esos monstruos hambrientos que in-festan las selvas acechan los rebaños, agazapadosen la obscuridad de sus cavernas.

La voluntad Omnipotente del Señor ha puestoen nuestras manos los medios para destruirlos...¿Para qué vamos a rechazarlos...?

El hacerlo es un acto de soberbia, es como undesprecio de la Divina gracia.

Se hizo un instante de silencio y de medita-ción...

El viejo Almanzur adivinó sobre el rostro de sushuéspedes el vago estupor que sus palabras habíanproducido.

El joven embalsamador, después de una pausa,había recobrado la serenidad de su alma, perdidaen unos instantes de arrebato, y clavando la pro-fundidad de sus ojos en los cielos extáticos de losdel viejo, murmuró, con la voz un poco punzantede ironía:

—Busca, con la sabiduría de tu experiencia, al-gún remedio contra esos maleficios.

Y una sonrisa casi infantil embelleció el rudosemblante del embalsamador, haciendo relucir,entre la enmarañada negrura de sus barbas, la ní-tida y sana blancura de sus dientes de lobo joven.

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El viejo Almanzur, mortificado por la burlaque exhalaban aquellas palabras, repuso grave-mente.con un acento firme y reposado que contrastabacon la caducidad temblona de su cuerpo apesa-dumbrado por tantos y tantos años de luchar fie-ramente con la vida:

—Tú conservas aún intactos los dientes y poreso me dices a mí, que apenas si puedo masti-car con las encias desnudas, que busque el re-medio en la experiencia que me han dado tan -tas y tantas amarguras como han pasado por mialma:..

Pues bien; lo he buscado y espero encontrarle,Si falla esta segunda tentativa próxima a realizar-se, aquel que aun conserve intactos y blancos losdientes, no podrá burlarse de quien los ha perdidopor las vicisitudes de su larga edad.

Calló de nuevo el viejo, y hubo otra largapausa, durante la cual todos los semblantes se in-clinaron en una actitud meditativa y angus-tiosa.

Y como le pareciera a Almanzur que sus palabras habían vibrado aquella vez bajo el lino hospitalario de su tienda con un acento demasiado agriode reconvención para sus huéspedes, consecuentecon los deberes que la hospitalidad y su amor leimponían, ofreció al mercader y los embalsamado-res, sobre escudillas de madera cubiertas con ra-mas frescas de palmas, los más a2ucarados dátilesy los más sabrosos higos que se producían en férti-les oasis que verdeaban, al sol, en medio de lascalcinadas arideces del desiettc.

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VII

Al fin, Almanzur volvió a hablar, rompiendo elprolongado silencio que pesaba sobre la inquietudde todos.

—Durante siete lunas de meditaciones y deabstinencias he procurado el remedio que ha delibertarnos, y hace ya cuatro que me fue revelado.

—Confiamos tu secreto, Almanzur, que en elnombre santo de DÍO3 te ofrecemos, no sólo ocul-tarlo en lo más profundo de nuestros corazones,sino ayudarte a poner en práctica el plan que tuexperiencia haya madurado — dijo con acento desincera emoción, el mercader, aproximándose alviejo, como para poder escuchar mejor sus pa-labras.

—Oídme, pues. ¿Qué medio encontraréis vos-otros más apropiado para vencer el mal que nosaflige?...

Pensad. La Muerte cerrará un día los ojos fata-les del Califa Al-Motadid; mas para nuestra libe-ración, yo los apagaré antes de que la Muerte loscierre para siempre.

¿Qué medio creéis vosotros más conveniente yseguro?... Hablad, huéspedes míos.

El mercader contestó, con tono convencido:—En mis cofres guardo un estilete, de hoja tan

sutil como lst lengua de las serpientes y tan firmey rígida como la voluntad de los fakires,

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El joven y rudo embalsamador añadió a su vez:—En el sepulcro de una princesa de Tebas me

he encontrado una aguja tan fina como uu cabello,y tan fuerte que sería capaz de atravesar los hue-sos. Yo te la ofrezco para que libertes con ella anuestro pueblo del meleficio de esos ojos sinies-tros.

Una leve sonrisa hizo una mueca burlona en loslabios desdentados del anciano Almanzur. Des-pués respondió:

—Execro todos los medios que me sugierevuestra imaginación. Recordad que antes habéiscondenado severamente toda tentativa criminal.Vuestras intenciones encierran un fondo de crimi-nalidad, y sois por ellas, en cierto modo, culpablesde ios más rigurosos castigos.

Mientras hablabais, encomiando vuestro estiletey vuestra aguja, vuestros pensamientos, aceradosy sutiles como las hojas de las armas que loabais,yo los veía hundirse en las negras pupilas del Ca-lifa, con toda la crueldad de quien satisface unavenganza.

¿Quién de vosotros es menos culpable?...—Aquel que sabe pedir al señor por esos ojos

malditos—dijo el más viejo de los embalsamado-res, que hasta entonces había permanecido en si"lencio, con la frente reclinada entre las manos, enun ángulo de la tienda.

—¡Sabia respuesta la tuya, digna de los labios deun verdadero creyente!—afirmó como un gestosacerdotal Almanzur.

Yo he pedido eso mismo que tú acabas de de-cirme, y después de tantas lunas de mortificación

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y de plegaria, el Señor ha venido en mi ayuda, yen una noche de austera abstinencia, el Arcángelméha revelado el secreto!..,

—¡Confíanos tu secreto I—invocaron los huéspe-des formando un corro de ansiedad en torno deAlmanzur.

—Madurado ha sido el consejo del Arcángel,como un fruto sobre el árbol de la Meditación.

Os lo voy a descubrir.«Apagaré el fulgor inicuo de los ojos del Mal

con la sencillez de la Inocencia.»Encontré el consejo, lo puse en práctica con

ánimo sereno, y hace ya varias lunas que esperoque la omnipotencia y la justicia del Señor cumplanuestra liberación.

^-¡Bendigamos al Señor!—balbucearon los hués-pedes, cayendo de rodillas y doblando las frenteshasta rozar el suelo en una religiosa exaltaciónde fervor.

VIII

La pequeña esclava que sucedió al adolescenteAlí en el cargo de más confianza de los servido-res del Califa Al-Motadid, se llamaba Zoraiáa.

Era esbelta y ágil como el tallo de un lirio deBensora, mansa como la indulgencia,|devota comola llama de un altar y casta como la nieve de lasmontañas del Líbano.

Se llamaba Zoraida; mas su sencillez y su inge-

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nuidad eran tales, de tal modo reconfortaban elespíritu y destruían las preocupaciones que hacenarrugar el ceño, que todos la apellidaban: Frescu-ra del corazón.

Antes de que el Califa la acogiese a sus servi-cios familiares, había sido instruida por el ancianoAlmanzur en todos los sagrados preceptos de laLey de Dios.

A! partir hacia el Alcázar, Almanzur la hizo sen-tar a su lado, en un rico almohadón de seda tur-quí, bordado de perlas, y la dijo paternalmente,acariciando la negrura suave y olorosa de sus tren-zas de virgen:

— ¡Oh, Fiescura de1 corazón!... E¡ Califa a quiendesde hoy vas a servir ea bueno y puro como tú.

La bondad brilla en sus ojos, y tú debes mirarteconfiadamente en el f< n<io de ellos con toda ladócil claridad de los tuyos, abiertos siempre a laInocencia.

No cierres nunca tus hermosos párpados delantede él, como hacía tu antecesor Alí. Sostén su mi-rada..., y que la gracia del Señor derrame todossus dones sobre tu frente!

Ignoraba Z;>raida la potencia del Mal, y procuróconservar sie npre presentes en su memoria losúltimos consejos de su protector Almanzur, am-paro de su orfandad y único consuelo de su in-fancia.

Fue presentada a Al-Motadid por aquella célebrebordadora de Bagdad, cuyas manos habían sabidobordar sobre un velo más sutil que las alas de laslibélulas, esmaltadas en los más vivos colores, lasmás bellas y santas máximas de las suras koránicas.

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Antes de presentársela, la bordadora tuvo lacautela de encubrir el fresco semblante de la es-clava con siete velos negros, queriendo evitar elpeligro de que sintiese, como todos, el maléfico in-flujo de los ojos fatales.

Instruida también por Almanzur, dijo a Al-Mota-did, al presentarle la esclava:

•r-Aquí tiene.*, Emir de todas las luces, a la pe-queña y dulce Zoraida, que el Profeta te manda,y que es frescura del corazón y encanto del espí-ritu... Ella, acompañada de la guzla, te cantará laprofecía en la noche serena, cuando la Luna seelevar como un escudo de plata enrojecida, sobrela cima de los cipreses, y los cirrus dispersos en laindolencia del azul adquieren relieves y contornosmetálicos.

Maravillóse el Califa ante aquellas palabras, oí-das ya en un tiempo remoto, cuando una famosaorinomanse, a la cual él había llamado, las pro-nunció, trémula aún de espanto, como vaticiniosde un espantoso sueño; palabras que se fueron mástarde borrando de su memoria en el rápido desen-volvimiento de tantos hechos y vicisitudes comohabían atravesado su vida.

La fulminación siniestra de su mirada no tuvopoder suficiente para traspasar los siete velos ne-gros con que la célebre bordadora de Bagdadhabíaenvuelto el puro y bello rostro de la esclava,,..

A!-Motadid sintió por vez primera el escalofríodel terror estremecer sus miembros, y sus dientesde felino, en una agitación de rabia irreprimible,mordieron hasta sangrar las rojas y carnosas pul-pas de sus labios sensuales.

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La Inocencia estaba delante de él y le mirabadulcemente con sus grandes y claros ojos hechosde bondad y de ternura, como todas las cosas be -llas y puras de la Creación.

Cuando la bordadora se alejó y el Califa se en-contró solo con la esclava sintió una sensaciónaguda, casi dolorosa, en lo más íntimo y escondi-do de sus entrañas, y con voz trémula, en la quepalpitaba un hálito de pavura, murmuró entredientes:

—¿Por qué me miras?...—Porque sois bueno, porque me han dicho que

la bondad brilla como un astro en el cielo de vues-tros nobles ojos—contestó ingenuamente la escla-va, con una voz tan suave y fresca que hacía pen-sar en la harmonía lauda y fugitiva de los surtido-res de plata, desgranando sus perlas sobre el ala-bastro de las conchas, en el silencio lunático de lospatios de maravillas, olorosos a arrayanes y a nar-dos de ensueño.

—No me mires en los ojos, Zoraida, porque tepueden hacer daño mis miradas.

—No, no sufriré daño alguno. Yo no temo elfulgor de tus ojos. Mi corazón, sensible y purocomo un velo a quien aún no agitó ningún viento,es capaz de suavizar, de amansar aun al propiocorazón de las fieras.

Y la voz de la esclava difundía sonidos de unadulzura indecible; era como una guzla vivienteque desfalleciese del más puro amor entre los de-dos de claridad y de milagro de un Arcángel.

El Califa insistió con acento duro y áspero:—¡Te exijo que no me mires!...

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Frescura del corazón no se arredró, y sin dejaradmirarle, prosiguió, ingenuamente, sin temores,con ese valor heroico y pasivo de los niños que nose dan cuenta de los peligros que les amenazan yque les hace cruzar por el borde de los precipicioscon una sonrisa en los labios y una canción de pá-jaros en la garganta:

—Mas, díme, Emir de todas las luces, ¿si tualma saliese de la cárcel de tu cuerpo, y se al-zase delante de ti, y te mirase, podrías tú impe-dirlo?

Una cólera satánica mordió como una víborahambrienta el corazón del Califa, y un estremeci-miento convulsivo de ira contrajo sus músculos,tensos ya para el salto felino sobre la presa.

Con voz ronca exclamó:—¡Mas tú no eres mi alma!...—¿No podré ser entonces el recuerdo de tu

alma?.... Todos vivimos una vez en la inocencia...El Emir de todas las luces sintió que el vaticinio

de la oniromanta lejana se agitaba en torno de él,próximo a cumplirse, rozando con sus alas mem-branosas y frías de murciélago la desnudez de sucuerpo, a pesar del amplio albornoz de seda negraque con sus siete velos, impenetrables como sieteterribles misterios, lo envolvía de los pies a la ca-beza.

Y se alejó, confuso y sobrecogido, a encerrarseen el interior de su cámara, mientras la esclavaarrancaba, en la blancura marmórea de la terraza,a ¡as sonoras cuerdas de la guzla, los primeroscompases de una canción nómada y eterna como elAmor y la Vida.

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IX

El Califa Al-Motadid languidecía por momentos.Su rostro se iba demacrando, y sus espaldas, an-chas y fuertes como las de un cíclope, se rendíanbajo el peso de una angustia infinita...

Ni las danzas de las bayaderas, llegadas paradistraerle, de los remotos países de la India; ni loscantos de las bellas hijas de la Circasia; ni las fas-tuosas cacerías en los bosques fragantes de alcan-for y de canela, nada lograba desarrugar la negracontracción de sus cejas, que siniestramente ten-dían sobre la desolación de su rostro sus arcos desombra.

Las noches insomnes trabajaban su alma minan-do y corroyendo su naturaleza, gastada ya por elvicio y los placeres.

Sus ojos contemplaban constantemente, entrelas sombras, fantasmas espectrales, fantasmas san-grientos de culpas irredimidas, que se daban citaen torno de su lecho de sedas, aromas y perlas, yse inclinaban en gestos irónicos sobre su corazónpara oir sus latidos, como si aquel corazón mons-truoso fuese capaz de sentir palpitaciones humanas.

La esclava Zoraida balbuceaba con su clara vozinfantil, plegada a la obscuridad, como al am-paro de un manto:

—Al-Motadid, si cierras los párpados, contem-plarás los mismos fantasmas en la sombra.

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—Frescura del corazón, no hables. Un día es-cuché una voz igual que la tuya y tuve que extin-guirla para siempre en el silencio.

—Apagarla debías, pero ya es tarde.—Frescura del corazón, si las raíces se secan, el

árbol no dará jamás frutos nuevos.Al-Motadid se retorcía desesperadamente en su

lecho de aromas, invocando la claridad viva y fra-gante del alba.

Mas al levantarse y salir a la maravilla de sustalones no podía arrojar de su mente ios temoresnocturnos, y un desasosiego tenaz y violento lehacía rechazar las ricas y sabrosas viandas que enanchos platos de oro le oírecían sus esclavos.

Delante de la joven esclava le invadía un sutildelirio, le asaltaba una intensa fiebre que a ve-ces le parecía el calor de un remordimiento, ledestrozaba, un agudo tormento que él sentía mor-derle en lo más hondo del corazón como una ex-piación que empieza a cumplirse.

Muchas veces en el día murmuraba suplicante ala escíava:

—No me mires más, Zoraida, porque tu miradame vence. Tú eres como el agua pura de una fuen-te: reflejas las nubes, el azul sereno, las tinieblas ylas esireilas. ¡No me iriires más; no me mires más!...

—¿Qué has hecho de mi antecesor, el adoles-cente Alí?

Al-Motadid, ante lo imprevisto de aquella pre-gunta, sintió como si de repente con dos martillosde fuego le torturasen las sienes.

—¿Qué ha sido de Alí?-—insistió, con una tena-cidad inconcebible la voz de la esclava.

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—Frescura del corazón, trame el espejo—supli-có el Califa. .

La esclava obedeció, y con sus pequeñas manospuras colocó delante del rostro de Al-Motadid elrico espejo ovalado, de marfil y plata—. Tú ahorate ves por primera vez—dijo Zoraida—porque an-tes nunca te habías contemplado tal como eres.

En un salvaje ímpetu de ira, el Califa ciñó consus manos bellosas y duras el frágil cuello de Fres-cura del corazón, y la habría ahogado entre ellassi los grandes ojos buenos de la esclava no sehubiesen, por misteriosa trasmigración, encendidodel mismo fuego cruel y dominador que ardía enlas miradas de Al-Motadid.

—Tú eres como la fuente, que en su transpa-rente pureza refleja el vuelo candido de las palo-mas y el negro vuelo de los murciélagos.

—Yo no soy como Alí, que temblaba de miedocomo un perro ante tus amenazas. Ya lo has visto.He sentido crujir mi garganta entre tus manos yno he lanzado un grito... ya oyes mis palabras; to-das ellas tienen la dulzura de una guzla tañida porun arcángel.

Y el Califa, por primera vez, se cerró los ojoscon la palma de sus manos.

X

Hacía ya siete lunas que Zoraida estaba al ser-vicio del Califa.

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La última noche, mientras la luna se elevabacomo un escudo de plata enrojecida sobre la colinade'los cipreses y los cirrus dispersos en la indo-lencia del azul iban adquiriendo nítidos contornosmetálicos, la esclava, silenciosa, seguía en la blan-ca terraza de mármol, con sus ojos grandes y cla-ros de virgen, la inquietud frenética de las pupilasde Al-Motadid.

Las rosas postreras de la estación de las siem-bras tomaban, bajo las palideces del lugar, vivien-tes tonalidades de rojos terciopelos, abriendo suscálices como extrañas copas desbordantes desangre.

Las fragantes campanillas, a cuyos cálices he-chos de fragilidad y de ensueño, llamaban los poe-tas «hálitos de Luna en flor», se estremecían a lamística evocación de la luz, como maravillosas yencantadas florescencias de madreperlas.

Al-Moíadid, después de haber explorado conprofunda inquietud el cielo, interrogó a la es-clava:

—Díme, díme, ¿por qué estas rosas son tanrojas?...

—¡Al-Motadid, la tierra convierte en rosas lasangre de las víctimas!

El Califa suspiró, pasándose la mano por lospárpados:

—Díme, díme, ¿por qué tienen alburas de ma-dreperlas estas campanillas tan blancas?

—lAl-Motadid, el cielo coloca la aureola sobreel candor!...

El Califa volvió a suspirar más tristemente, yotra vez sus manos tornaron a sujetar los parpa-

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dos como para contener algo que estaba próximoa escaparse por ellos.

En la seren idad del aire nocturno llegaban 'laslejanas canciones de los camelleros, rimadas acompás del tambor, derramando en la paz de laterraza el encanto puro y místico de los versículosdel profeta:

«Los párpados del inicuo son polvo y ceniza, lo cualle impide mirar rectamente.

Sus cejas son curvas como ¡as grandes espadas ycomo el hierro templado de las lanzas fratricidas.

Y sus OÍOS no pueden soportar la luz, porque son he-chos de eclipses.

¡Señor, Señor, haz que los ojos del jusío vean siem-pre el camino de laínocencia.»

El Califa oía con terror el místico y melancólicocanto de los camelleros, rimado a los sones gravesy acompasados de los tambores lejanos, y las vo-ces y los ritmos se iban lentamente clavando en sualma como saetas envenenadas.

Suspiró y volvió a suspirar, pasando y repasandola mano por los párpados, y de pronto, asaltadopor un pavor inaudito, comenzó a gemir.

—Zoraida, díme, ¿en qué profundo abismo hacaído la Luna que ya no la veo?...

—Zoraida, díme, díme. ¿qué tempestad nos haobscurecido repentinamente?...

Y Al-Motadid, con los brazos tendidos, palpandoel aire, andaba a tientas, perdiéndose en su pro-funda noche sin esperanza:

¡Zoraida, Frescura del corazón, guíame!La esclava, que ya había descendido de ¡a térra-

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za y galopaba en un fogoso potro hacia la tiendade Almanzur, le gritó desde la obscuridad de lanoche:

—Es demasiado tarde, Al Motadid.

XI

—...Ya encontré el remedio, y espero en estanoche, que se cumplen las siete lunas, que el Se-ñor cumpla la promesa que por boca de un Arcán-gel me hiciera en aquella velada de oración y deabstinencia, librando a nuestra tierra del maléficoinflujo de ios ojos del Califa.

—Demos gracias a Dios—balbucearon los hués-pedes.

Estaban todos con la frente postrada en la tierra,absortos en sus plegarias, cuando oyeron el galo-par frenético de un caballo que se acercaba cadavez más hacia la tienda, y la voz fresca y pura dela esclava Zoraida que les gritaba como en unconcierto de notas argentinas, una promesa de es-peranza:

—¡Glorifiquemos al Señor: el Califa Al-Motadidse ha quedado ciego!

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Almanzur era Schaij de la tribu de los Beni-Musas, la más aguerrida y numerosa de cuantaspastaban sus rebaños en las secas llanuras delOriente del Hedchiar, más allá de los altos murosy de los fértiles valles de Medinat-Nevi, la ciudadsanta que guarda religiosamente las cenizas delProfeta.

Descendía de una de las más nobles familiasdel Islam.

Su abuelo, Ornar ben Wahid, el Zarahita, habíasido uno de los primeros y más fieles discípulosde Mahoma, y en la famosa derrota de Ohod sos-tuvo entre sus brazos el cuerpo del Profeta, cuan-do éste, herido de una certera pedredada en lafrente, se desplomó ensangrentado de su corcel.

Su padre, Noseir ben Ornar, tomó parte en larendición de Damasco y en todas las cruentas cam-pañas contra los cristianos de Constantinopla,bajo los gloriosos Califatos de Abu-Berk, OrnaryAlí.

El mismo Almanzur había hecho su algihed enel Egipto y en el África, a las órdenes de Okba,asistiendo a la fundación de la célebre ciudad deCairuatn, y acompañando a su pariente Muza ben

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Noseir a la conquista de España. Regresó de estasexpediciones cubierto de gloria y de cicatrices, ylos ancianos de su tribu le nombraron su Schaij.

Por todo el desierto se extendió bien pronto sufama de hombre justo, y a su tienda venían, adirimir sus cuestiones, los hombres de los más le-janos países.

Era fuerte, alto y magnánimo.Jamás su boca pronunció una sentencia que no

estuviese ajustada a los más sabios preceptos de laley koránica, ni su brazo dejó de prestar apoyo alos desvalidos.

Imposibilitado por el peso de sus noventa añosde comandar a sus guerreros, confió esta misión asu único hijo, Muhamed, que por sus hazañas lla-maban el Assadi.

Almanzur, como todo buen hijo del desierto,amaba la poesía sobre todas las cosas.

Sentado a la puerta de su tienda, gustaba oir, ala luz de los astros, las maravillosas relaciones deaquellas siete kasidas que bordadas en oro sobreun manto de seda negra, la admiración y ¡a piedadde las gentes habían suspendido en los muros sa-grados del templo de la Kaaba.

Una noche en que, rodeado de los principales desu tribu, adormecía su alma con el encanto de unade estas narraciones, llegaron a su aduar, tendidoscomo arcos sobre sus corceles, sudorosos y Jadean-tes, unos pastores, y, descabalgando justo a sutienda, le dijeron, con la voz trémula aún deemoción: '

-*-La gloria de Dios caiga sobre tu frente, Al-manzur. ¡El profeta nos protege! Una caravana,

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tan extensa que se pierde de vista en los arenales,atravesará mañana, a la caída de la tarde, losabruptos desfiladeros de Absub. Nosotros la he-mos visto desfilar mientras los rebaños sesteabana la sombra de las palmeras de la cisterna deÁmhed.

Centenares de camellos se derrengan bajo elpeso de ricos cargamentos de ébano, tapices, ar-mas, plata, oro, joyas, perfumes y especierías deSaba, Ahsa y de las maravillosas regiones del Ha-dramaut.

Trescientos jinetes armados las custodian. ¿Peroqué son trescientos jinetes armados para los Beni-Musas, los más duros en el combate y los más ge-nerosos en la victoria?

Nuestros corceles no conocen la fatiga nila sed.Nuestros brazos son ágiles y fuertes. Saben

traspasar con un venablo a los más veloces aves-truces, desjarretan a un toro salvaje y son capacesde desguijar al león más potente.

Almanzur, Dios ha puesto al alcance de nues-tras manos la felicidad... jCúmplase la voluntadde Dios!

Un sordo murmullo de aprobación acogió laspalabras de los pastores. En todas las pupilas ful-guró la codicia. Hasta el poeta abandonó su guzla,y se acercó, trémulo de emoción, al grupo. Al-manzur irguió su patriarcal figura, e imponiendosilencio con un gesto lleno de majestad y de no-bleza, dijo, clara y lentamente, como habla la sa-biduría y la experiencia, mientras sus dedos, lar-gos y huesosos, acariciaban los blancos mechonesde su barba venerable:

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—No conviene derramar estérilmente la sangrehumana. Sólo en servicio de Dios se debe prodi-gar. ¿Por ventura no existen aún en tierras delIslam gentes paganas a quienes debemos exter-minar?

La codicia es la más irresistible de las tentacio-nes. Ella nos desvía del camino de Dios.

¿Acaso valen esas riquezas y aun todos los teso-ros de la tierra lo que una sola gota de sangre delos Beni-Musas?

Y su voz resonaba en el silencio de la noche,bajo el polvo de plata de los astros, con una aus-tera solemnidad profética.

—¡Almanzur, padre mío, en el nombre de Dios,escúchame! — exclamó respetuosamente su hijoMuhamed el Assadi, aproximándosele.

—Todos reconocemos y reverenciamos la ver-dad profunda que encierran tus palabras. Perofíjate en el estado lamentable de la tribu. Las últi-mas guerras nos han empobrecido hasta el extre-mo de no haber podido contribuir a la construcciónde la nueva mezquita que ha de encerrar los res-tos venerados del Profeta.

La sequía agosta nuestros campos y la pestediezma nuestros rebaños. El hambre ha hecho suaparición entre nosotros... y esa caravana, que lavoluntad del Señor pone al alcance de nuestrabravura, puede ser la salvación de la tribu.

—Sí, padre mío—insistió Muhamed—: la nece-sidad nos apremia.

Dios nos depara esta ocasión para salvarnos dela miseria en que vivimos. Desaprovecharla seríatanto como renunciar a sus beneñcios.

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Todos asintieron con ún leve movimiento decabeza a las palabras del Assadi.

'Almanzur quedóse perplejo un instante. Lasarrugas de su frente se contrajeron en el esfuerzode la meditación.

Los guerreros aguardaban, inmóviles y mudosde ansiedad, la decisión del noble y sabio Schaij.

Por fin éste murmuró gravemente, levantandolos brazos al cielo, como el que se decide, contrasu íntima voluntad, a quebrantar un voto:

—No quiero oponerme a vuestros designios, queacaso sean también los designios de Dios. jCúm-plase su voluntad! Sólo lamento que el agobio delos años y estas viejas cicatrices recién abiertas,me impiden conduciros, como tantas veces, a lavictoria.

Mi hijo Muhamed conducirá las huestes.Id a prepararos para la jornada. Sed esforzados

en el combate y magnánimos con los vencidos.Respetad a los niños, a las mujeres, a los ancianosy a los solitarios que sólo viven con,Dios.

Guardad siempre la hospitalidad, que es, hasido y será la más gloriosa herencia de nuestraraza.

Los jóvenes partieron veloces a limpiar sus ar-mas y enjaezar sus corceles.

Todo el aduar se sintió profundamente estreme-cido por aquel entusiasmo bélico.

En todas partes resonaban órdenes; corrían losesclavos a preparar el pienso de las caballerías, qcosían, bajó la luna, las correas de las monturas yde los arneses.

Las mujeres iban y venían, haciendo brillar bajo

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los astros las monedas de oro que adornaban suscabellos. Bajo los velos mal ceñidos resplande-cían, a veces, los diamantes obscuros de sus ojosvoraces.

Los poetas, en medio de un círculo de guerre-ros, exaltaban las épicas aventuras de Antar, loscombates sangrientos y el amor a la gloría y a laguerra.

Los mastines ladraban, alegres, en torno de susdueños, agitando sus colas y haciendo resonar suscarlancas puntiagudas, y los camellos, arrodilla-dos en las estacadas, estiraban, sorprendidos, suslargos cuellos, al son argentino de sus collares decascabeles.

Sólo el viejo Almanzur, reclinado sobre un am-plio tapiz de Siria, en la puerta de su tienda, per-manecía inmóvil y silencioso, como abstraído enla más profunda de las meditaciones.

Entre sus manos sarmentosas se doraban, a laluz de la luna, las cuentas de ámbar de un largorosario.

Antes de la oración del alba, a los últimos rayosde la luna, partió la hueste. Eran doscientos jine-tes, capaces de recorrer dos jornadas sin sentirfatiga ni sed.

Salieron en grupos, entre gritos de júbilo y ex-clamaciones de entusiasmo, agitando en el aire susarcos, sus largas lanzas, o golpeando con sus cor-vos alfanjes los escudos.

Al salir de las últimas tiendas, abandonaron lasbridas sobre el cuello de las ágiles yeguas, pica-ron espuelas y se abrieron en semicírculo, per-diéndose a lo largo del desierto, entre nubes de

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polvo plateado, como una tempestad de hierro ydejaiques flotantes.

Los niños y las mujeres los despedían, agitandolos brazos, desde las últimas empalizadas.

Algunos mastines, erizados los lomos, en un es-fuerzo supremo rompieron sus amarras, y ladran-do, tendidos como arcos, con las colas rectas comotimones, se escaparon veloces tras sus dueños.

El viejo Almanzur los contempló partir desdela puerta de su tienda, acariciando suavementesus largas barbas de lino, y mirando con rencorsus piernas ulceradas donde las antiguas heridasse habían abierto en un florecer gíorioso de rosasde sangre.

II

Habíanse terminado las faenas del medio día.Un sol de asfixia llameaba en el horizonte.Los camellos dormitaban de modorra, arrodilla-

dos al pie de las empalizadas, con los largos cue-llos tendidos sobre la arena.

En torno de las tiendas, bajo los linos de lostoldos, jugueteaban las gacelas domésticas. Dan-do rápidos saltos y alargando sus finos cuellosgráciles refregaban sus cabezas en los flancos delas mujeres y lamían las manos de los niños.

Los esclavos acababan de moler el trigo, congrandes mazos de madera, sobre las amplias pie-dras bruñidas.

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En las puertas, bajo los arnafes, humeaban lasúltima brasas de la comida.

En algunas tiendas se oían voces soñolientasque embalaban las cunas o vibraban las guzlasacompañando viejas canciones de amor y deguerra.

Y en todo ardía gloriosamente el fuego del sol,reverberando en los metales y arrancando fugiti-vos relámpagos de fiebre de los grandes ojos tími-dos de las gacelas y de las mujeres.

En la tienda de Almanzur reinaba e) silencio.Era una tienda amplia y cónica, alzada sobre se-cos y rugosos troncos de palmera, cubierta de pie-les de leones, colchas y sedas multicolores y tapi-ces bordados.

En la penumbra centelleaban los reflejos acera-dos de las armas y de los arneses.

Sobre una amplia y casi mórbida alcatifa persa,reclinada en muelles almohadonos de Damascobordados en perlas, reposaba Aischa, la nubilbelleza salvaje que encierra en la inmensidad noc-turna de sus ojos todos los misterios y las fascina-ciones del desierto, y cuyos miembros tensos,fuertes y ágiles evocan la precisión y la gracia delas armas mortales, los bellos arcos de Beit elFaki y las vibrantes y sutiles flechas de Mareb.

Por el casktan dé tisú verde y plata, desabro-chado desde la cintura, parecían estallar los senoscomo magnolias de bronce, y al ritmo fatigoso desu respiración se hinchaba su garganta como elcuello de las palomas torcaces que se arrullan a lamargen de los arroyos entre los tamarindos y losnaranjos del valle de Nedcheran.

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Los dedos de sus pies desnudos resplandecíande anillos y sortijas, los tobillos de ajorcas, lasmuñecas de brazaletes y los cabellos de din-hares.

Sobre el mórbido pecho moreno, que evocabael de la Sulammita de los cantares de Salomón,temblaba, sujeta por gruesos hilos entrelazadosde perlas y corales, la mano del Profeta, tosca-mente tallada en una fina lámina de plata, el ma-ravilloso amuleto que porta la felicidad y que li-bra del mal de ojo, de todas las enfermedades dela carne y de ¡as malas tentaciones del espíritu.

A su lado yacía Almanzur, grave y solemne, so-bre los tapices, inmóvil, como en un éxtasis.

El calor era asfixiante, a pesar de las triples cor-tinas de palma y juncos tejidos que protegían delsol el arco de la entrada.

El aire estaba cargado de un fuerte perfume desándalo, áloe y benjuí.

Aischa se revolvía intranquila en su lecho, comoagitada por un vago y doloroso presentimiento.

A veces se levantaba violentamente, haciendoresonar con un t intineo armonioso el oro de susjoyas.

Se dirigía ágil y silenciosa a la puerta; alzabacautelosamente las cortinas y, con las manos so-bre las cejas para atemperar las violencias de laluz, escudriñaba el horizonte, hasta que, fatigada,volvía a reclinarse sobre los cojines, pálida comouna muerta.

Almanzur, como quien sale de un éxtasis, la in-terrogó: primero con sus hondos ojos escrutado-res, ojos que parecían venir del más allá de las

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cesas, y después con voz paternal y tranquilacomo el claro hilo de agua que fecunda y fertilizalos oasis, murmuró quedamente:

—Aischa, hija mía, ¿qué agitación te posee?¿Qué intranquilidad se adueña de tí, tan intensa,que no te deja reposar?

La voz de Aischa le repuso, atropelladamente,Como si se le escapasen.de súbito con las palabrastodos los sufrimientos acumulados en su espíritu:

—No puedo descansar,.. La imagen de Muha-med, tu único hijo y el esposo querido de mi alma,no se aparta jamás de mis ojos. Parece como queme llama en el silencio, como si sus brazos setendiesen a mí, implorando socorro. No sé por quéme produce espanto y siento temor por él en estajornada. Al partir, cuando mi mano le sirvió deestribo para saltar sobre el corcel de guerra, creínotar que su pierna temblaba.

Después, contra la última empalizada, su lanzase rompió en astillas. Hubo que darle otra.

Yo sentí ante este augurio de desgracia quetoda la sangre de mis venas afluía al corazón y .me ahogaba. Retuve por el rendaje a su alazán,y le dije, suplicante, rodeando su cintura con mibrazo:

—Detente, Muhamed, detente; es un mal pre-sagio.

Y en mis ojos debieron brillar algunas lágrimas,cuando él, sonriendo, inclinóse y me besó en lafrente, ofreciéndome las más preciadas joyas delbotín.

Picó espuelas y partió al galope, a reunirse conlos suyos.

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—No entristezcas y agobies tu espíritu con pue •'riles prensentimientos, ¡oh, Aischa, tesoro paramí el más preciado de la tierra, porque eres laluz y la alegría de mi único hijo Muhamed!—le in-terrumpió, indulgente, el noble y justo Almanzur.

Dios ha escrito en el cielo con astros de dia-mante la suerte de cada uno. De su voluntad de-pendemos, y lo que está escrito se cumplirá...

Confiémonos a su misericordia.No estés intranquila por esta expedición. El

mismo Dios parece que ha puesto la ocasión ennuestras manos.

¿Qué son trescientos jinetes armados contra losBeni-Musas, la tribu más noble y valerosa deldesierto?

Lo mismo que el viento dispersa las hojas se-cas, así nuestros guerreros dispersarán a sus ene-migos.

Tranquilízate, pues, hija mía; serena los tumul-tos de tu corazón, que antes que claree la nuevaaurora regresará nuestro Muhamed cubierto degloria y te cubrirá de valiosos presentes. Además,¿a qué vienen esos temores? ¿Tú no eres la únicahija de mi hermano Avub, de aquel guerrero cuyosolo nombre hacía temblar de espanto en sus si-llas a los más esforzados campeones cristianos?

¿No te enseñó él, como a un varón, el manejode las armas? ¿No le has acompañado a más de uncombate? ¿No has sentido en tu carne de mujer lafrialdad del acero?

¿Qué has hecho, pues, del antiguo valor? ¿Quégenio maléfico te ha tocado con su dedo en lassienes?

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Tus ojos han perdido su brillo y la arroganciaha huido de tu frente.

El ánimo fuerte debe permanecer de pie en Tosdías adversos. El huracán puede abatir a la pal-mera; pero apenas pasa, ésta vuelve a erguirsetan majestuosa como antes.

—No es el temor—murmuró gravemente Ais-cha—; Dios sabe que en mi corazón arde aún inex-tinguible la llama heroica de nuestra raza.

Mis brazos se sienten aún capaces de renovarlas hazañas paternas.

No es temor... Es el amor—suspiró, enrojecien-do hasta la raíz de los caballos—. Es que sin Mu-hamed la vida me sería una carga insoportable...Es qu e no puedo ni admitir la sospecha de que suvida sea¡ mortal como la de todos...

—Desecha vanos temores—interrumpió, convoz dulce y trémula, el Schaij—, y en vez de en-tregarte a la tristeza y a los recelos, consuela yfortifica tu corazón oyendo recitar, al son de laguzla, las viejas kasidas con que nuestros poetastriunfaron en la feria de Ocaz.

Ismael, nuestro siervo, las recita como nadie.Seria bueno llamarle para entretener nuestros

ocios y apartar de tu imaginación calenturientaesas tristes visiones.

La poesía consuela y exalta el espíritu. Ellahace olvidar todos los pesares, y es el mayor bienque Dios otorga a los mortales en su mísera y rá-pida jornada por el mundo.

Y llamando a un esclavo que vigilaba a la puer-ta,le encargó avisase al poeta y convocase ademása los ancianos y las mujeres principales de la tribu.

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Los invitados, reclinados en ricos tapices, for-maron un círculo alrededor de Ismael, que de pie,al son de la guzla, empezó a recitar.

Los ancianos y las mujeres entornaban los ojos,extasiados con la armonía de aquellas maravillo-sas estrofas de Antar, en las que con toda la pom-pa, el fasto y el ardor de la imaginación oriental,se axalta el amor a Abla, a aquella extraordinariamujer que, al decir del poeta, aventajaba a todocuanto la Belleza tiene de más perfecto.

«Diré que el brillo de la luna iguala a tu rostro.¿Pero la luna tiene tus ojos de gacela?

Diré que la rama de arac se asemeja a tu cuer-po. ¿Pero la rama de arac tiene tu gracia?

Tus dientes exceden en blancura a las perlas.¿Cómo podré compararlos con las perlas?

La llama de la verdad resplandece en tu frente,y la noche del error se ha refugiado en tus ca-bellos.

Bajo tu velo están abiertas las rosas del Paraí-so, guardadas por las flechas de tus pestañas.

Tu indiferencia conmigo me hace quejarme entus jardines, como las tórtolas en celo.

Ella me oprime el corazón como una zarpa.Más allá de tu belleza están los leones del

desierto, las hojas de las espadas y las largas yañladas lanzas.

Tu rostro es como la luna al cielo; resplandece;pero está tan alto, que no se puede alcanzar.»

El perfume de los pebeteros que ardían en losángulos de la tienda llenaba la estancia de unapesada y cálida voluptuosidad.

Todos callaban, inmóviles, siguiendo, con el

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alma puesta en los oídos, los ágiles y dulces rit-mos de aquel canto de amor.

Sólo las cigarras, posadas en los secos troncosque servían de apoyo a las tiendas, turbaban elsilencio de la hora, con la monotonía estridentede su modorra.

III

Después de estos apasionados cantos de amor,Ismael recitó la célebre kasida de «El jardín y elleón», una dé las más bellas narraciones deOriente.

«Reinaba en una de las más fértiles y remotasregiones de la India un joven emir, bueno y mag-nánimo, que había hecho de su corte una fiestaperpetua de amor y de poesía. Desde los caladosajimeces de su alcázar contempló por casualidad,una bella tarde, a una linda dama que, sentada enla azotea de una casa vecina, parecía absorta enlas maravillas del crepúsculo.

La mujer, que se creía libre de toda mirada in-discreta, tenía levantado el velo, dejando al des-cubierto la hermosura fascinadora de su rostro, deuna perfección impecable.

El emir, lleno de curiosidad y maravillado detanta belleza, preguntó a los familiares que le ro-deaDan si conocían a la dama.

—Señor, es la esposa de nuestro visir El-Ned-char.

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Al día siguiente el emir hizo llamar a su primermiíiisto, encomendándole una importante misióncerca de un monarca enemigo, y ordenándole quepartiese al momento.

El visir obedeció, y el sultán llamaba, a los po-cos momentos, a la casa de su primer ministro,

—¿Quién es?—preguntó una voz femenina desdeel interior.

—Abre, esclava. Sé que tu amo está ausente ynecesito hablar a tu dueña.

—¿Quién sois?—interrumpió entonces otra vozmás dulce, voz suave de surtidor, desgranamientoarmonioso de perlas sobre un joyero de plata.

—¡El emir!La puerta se abrió instantáneamente, y Fátima

(que así se llamaba la esposa del visir) acudió, so-lícita, a besar con respeto la regia mano de suseñor.

—Hermosa dama, os amo—dijo él entonces, envoz baja—, y os ruego me acojáis como amigo.

—Sed bienvenido, señor; todo cuanto aquí exis-ta os pertenece y yo soy la más humilde de vues-tas esclavas. Al dignaros pedirme hospitalidad,me colmáis de favores.

—Graciosa Fátima—añadió el sultán, desbor-dante de entusiasmo—, vuestras palabras son parami corazón la más deliciosa música. Soy vuestrosiervo, y permitidme que, arrodillado, bese vues-tras plantas.

Fátima condujo al soberano a través de riquísi-mas estancias y de maravillosos patios, donde lasfuentes elevaban al aire sus penachos de pedreríaentre las flores y los arbustos más fragantes.

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Por fin se detuvo en un amplio salón decorado conuna munificencia ysun lujo verdaderamente reajes.

El emir se sentó "teobre un mullido y rico divánde seda carmesí, bordado en oro y piedras precio-sas, y suplicó a Fátima se colocase a su lado,

Entonces se arrojó a sus pies, y cogiendo entrelas suyas, trémulas, las finas y enjoyadas manosde la dama, le dirigió las frases más ardientes, laspalabras más apasionadas, en una loca exaltaciónde amor.

La mujer del visir le respondió risueña, peromoderada y respetuosa, y desprendiéndose de susmanos, se levantó de pronto, suplicándole le per-mitiese preparar un festín en el cual serían elloslos únicos comensales,

El emir aceptó gozoso, mientras su ardientefantasía acariciaba las más risueñas y venturosasesperanzas.

Fátima cogió de una preciosa mesita de mosaicoun grueso manuscrito ricamente encuadernado enoro y piedras preciosas, y se lo entregó a su regiohuésped, diciéndole: '•

—Voy a ausentarme por algunos momentos paradar órdenes a los criados y disponer los prepara-tivos del banquete que habéis tenido la galanteríade aceptar. Mientras tanto, os ofrezco este discre-to compañero que se encargará de distraer y hacermás llevadera vuestra soledad.

Tan pronto como Fátima salió, el emir abrió ellibro.

Eran poesías y sentencias de los hombres mássabios y célebres del mundo, en las cuales se con-denaba el vicio y se ensalzaba la virtud,

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LAS GARRAS DE LA PANTERA 99

El emir, que era entendido y dado a las letras,gozó extraordinariamente con la profundidad deaquellos conceptos y con la dulzura melodiosa desus ritmos.

Dos horas después apareció la5* bella Fátima,suntuosamente ataviada, y rogó a su huésped tu-viese la amabilidad de pasar con ella a la sala delfestín.

Una vez allá, se sentaron el uno frente al otroseparados por una amplia mesa magníficamenteservida, sobre la cual se destacaban noventa fuen-tes de oro, llenas de manjares artísticamente cu-biertos de cremas de distintos colores.

El sultán probó de cincuenta platos, y advirtiócon sorpresa que aunque parecían ser distintos,todos tenían el mismo gusto. Intrigado por aquelenigma, interrogó a Fátima.

—Las mujeres, señor—respondió ésta con lasonrisa más insinuante—, se diferencian entre sípor el color, la estatura y los adornos, Pero a pe-sar de todo, cada una de ellas es una mujer... ynada más.

En vuestro harén tenéis noventa mujeres entreblancas, morenas y negras. Por consiguiente,señor, una más nada añadiría a vuestros pla-ceres.

El emir inclinó la cabeza, avergonzado por lalección, y después de algunos momentos de silen-cio, exclamó con la voz aún insegura:

—Noble señora, vuestra sabiduría y vuestra vir-tud han cubierto de confusión mi rostro y de ad-miración mi alma.

Perdonadme y olvidar las locuras de un joven a

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quien, desde hoy en adelante, jamás apartará lahermosura del cumplimiento de sus deberes. <•

Y después de besar respetuosamente la manode la esposa de su primer ministro, se retiró a pa-lacio, pesaroso de su arrebato y agradecido deaquella lección.

Algunos días más tarde regresó el visir de sumisión y fue a dar cuenta de ella a su soberano.

Después de la audiencia corrió a su casa, gozo-so de sorprender a su mujer con los valiosos rega-los que llevaba.

Mas al sentarse en un diván, sus miradas descu-brieron entre los pliegues de la seda un objetobrillante, y reconoció con sorpresa que era la sor-tija del emir.

Convencido de su desgracia, procuró disimularel furor que devoraba su corazón, y aquella mismatarde, con aparente calma, dijo a su mujer:

—Mi ausencia te ha impedido visitar a tus pa-dres. Ve a ofrecerles tus respetos.

Fátima obedeció en el acto. Mas apenas habíapisado el umbral de la casa paterna, cuando sepresentó un mensajero de parte de su marido aentregarle su carta de divorcio.

Tan infausta como inesperada noticia la hizopalidecer de dolor, hasta desmayarse en un llantoconvulsivo.

Cuando sus padres la interrogaron sobre los mo-tivos que hubieran obligado al visir a tomar unaresolución tan extremada, respondió que poníaa Dios por testigo de su inocencia y que el, rigorde su marido era para ella un misterio insondable.

Algún tiempo después de este suceso, viendo el

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padre de Fátima que su hija se moría de pesar,presentóse en el palacio del emir en ocasión enque éste daba audiencia pública.

—Señor—dijo, prosternándose ante el sobera-no—, yo tenía un hermoso jardín, plantado defrondosos árboles que daban exquisitos frutos. Esejardín lo había confiado a vuestro visir El-Ned»char, que prometió cuidarlo con esmero, bajo lacondición única de reposar en él. Pero se ha co-mido los frutos y ahora deja que el jardín se des-hoje y se seque de abandono.

¿Qué contestáis a todo esto?—exclamó el sultándirigiéndose al visir, que estaba cerca del trono.

—Ese hombre dice la verdad, magnífico señor—respondió gravemente El-Nedchar—. Es ciertoque me había confiado un espléndido jardín y queyo lo cultivé al principio con todo el esmero y elamor de mi alma. Pero un infausto día, al entraren él, contemplé a mis pies las huellas del león;tuve miedo y abandoné, señor, el jardín, con todoel dolor de que es capaz un corazón humano.

El soberano comprendió que el jardín era Fáti-ma, que el hombre que se quejaba era su padre yque las huellas del león pudieran ser su sortija ol-vidada.

—Nada temáis—dijo entonces, con voz solemne,a su visir—. Id a vuestro jardín y reposad tranqui-lamente en él. Lo conozco y sé que está bien for-tificado. Es cierto que el león ha merodeado en susalrededores; pero ha encontrado inaccesible laentrada. Idos en paz y que la verdad del Señor osacompañe.

El visir volvió a vivir con su esposa y, conven-

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cido de lo acrisolado de su virtud, la amó en lo su-cesivo mucho más que la había amado hasta -en-tonces^

Al terminar Ismael su relación, un silencio pro-fundo comentó sus últimas palabras.

Las mujeres, con la cabeza baja, meditaban.Los ancianos se acariciaban soñolientamente

sus luengas barbas de lino.Sólo Aischa se atrevió a murmurar:—De haber sido yo Fátima, jamás habría perdo-

nado al emir su imprudencia... ¡Sabría vengarmede ella!

Y al decir estas palabras sus ojos centellearonen las penumbras del velo con reflejos aceradosde puñales que se desnudan en la sombra.

IV

Al anochecer regresaron los pastores, acorra-lando los rebaños en sus rediles ceñidos de anchosy profundos fosos para evitar el asalto de las ñerasnocturnas.

So comió frugalmente: dátiles, leche de came-llas y pan de cebada.

La tribu empezaba a inquietarse por la tardanzade los foránicos, destinados a traer noticias delcombate.

Los niños se asomaban a las empalizadas a in-dagar el horizonte. Algunos pegaban el oído entierra para ok mejor los rumores de la distancia.

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LAS GARRAS DE LA PANTERA • 103

Las mujeres sollozaban, curvadas en el suelo,soplando en las puertas de las tiendas las últimasbrasas del fuego familiar.

Acababa de rezarse la oración de la tarde, y enla tienda del Schaij Almanzur se congregaban losancianos y las mujeres principales de la tribu, co-mentando la tardanza de los foránicos. Nadie yapodía reprimir sus temores.

Aischa, reclinada en un ángulo, estaba palidí-sima.

Bajo la niebla sutil de sus velos, un temblornervioso agitaba sus miembros largos y ágiles.

Sólo Almanzur permanecía sereno, aconsejandocalma y confianza en Dios.

—Desde los desfiladeros de Absud—decía —hasta aquí, la distancia es larga. Sólo la agilidadde nuestros corceles puede recorrerla en una jor-nada.

Los foránicos no tuvieron tiempo de recibir no-ticias. Acaso el viento haya apagado las hoguerasen las cumbres vecinas.

Tranquilicemos nuestro ánimo depositando porentero nuestra confianza en Dios. En sus manosestá la victoria. Acatemos reverentes sus sagra-dos designios.

—Señor, yo no sé qué amargo presentimientotortura mi alma, que desde que nuestras huestessalieron no me deja descansar un momento—ex-clamó Aischa, revolviéndose en su lecho de coji-nes—. Yo he visto siempre, con la sonrisa en loslabios, partir á nuestro amado Muhamed al com-bate. Yo misma, cantando, le ceñía la espada, lecalzaba las espuelas y ponía en sus manos el arco

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o la lanza. Pero en esta jornada no sé qué angus-tia extraña me oprimía el corazón con su mano deacero.

Esta mañana seguí el vuelo de las águilas, y laságuilas volaban bajas, cerniéndose en el extremodel horizonte, allí por donde se alzan los desfila-deros del Absud, como si buscasen en las arenaslos despojos de un cadáver que devorar.

Anoche los chacales aullaron como seres huma-nos y—¡cosa nunca vista!—el leopardo saltó al fo-so y la empalizada y nos arrebató la novilla máshermosa, aquella que tenía un lucero blanco en lafrente.

Huellas recientes de leones se han visto en tor-no de las tiendas^

El amuleto de la mano del Profeta, que mi ma-dre me colgó al cuello al expirar, se me cayó enla cisterna.

Y todo esto me llena de añicción, me inquieta ytortura mi cuerpo y mi alma con suplicios infer-nales.

Ya sabes que jamás sentí el temblor del miedoni mi rostro conoce la palidez del espanto.

Me crié al lado de mi padre, en una vida nóma-da de guerras y de asaltos, de combates y de em-boscadas.

Mis piernas saben reventar en las carreras alpotro más cerril.

Muchas gacelas han caído atravesadas por misflechas, y más de un enemigo mordió el polvo ba-jo el empuje de mi lanza.... Pero amo tando aMuhamed que la cosa más insignificante me hacetemer por su vida, que es mi única felicidad en

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LAS GARRAS DE LA PANTERA 105*este mundo. ¡Oh, si yo hubiera ido a su lado, pararesguardarle con mi pecho, para protegerle conmí espada!

E inclinando su bella frente entre las manos, sequedó silenciosa, reconcentrada en su recuerdo ycomo adsorta en sus visiones.

Todos respetaron su silencio, conmovidos por laternura y la intensidad de aquel amor fanático.

Una gritería de júbilo se oyó a lo lejos. Ladridosde perros, voces de mujeres, exclamaciones y ca-rreras de niños...

Algunos rostros, radientes de'alegría, se asoma-ron á la puerta del Schaij.

—¡Los foránicos! ¡Los foránicos!—gritaban enuna desbordante alegría triunfal.

Todos se levantaron. Resonó un galope frenético,y pocos momentos después apareció en el umbralla jadeante figura del foránico.

Se prosternó ante el Schaij, exclamando con lavoz rota de emoción:

—¡Alabados sean los designios de Dios3 Alman-zur! Al encenderse el primer lucero, brilló en lacumbre del monte Orob la hoguera que anuncia lavictoria.

Las cimas de Tahimud, las colinas de Absed yde Sutra encendieron también sus fuegos... Partíal galope, devorando el aire, y aquí me tienes or-gulloso de ser el primero en anunciarte el éxitode esta expedición.

—¡Alabada sea la sabiduría y la misericordia deDios!— murmuró Almanzur, mirando al Orientecon los brazos levantados al cielo.

Y todos los que llenaban la tienda y los que se

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agrupaban a la puerta repitieron las santas pala-bras, entregándose después al más loco júbilo. .

Las mujeres se abrazaban; los niños corrían yhasta los ancianos graves y meditabundos des-arrugaron sus hoscos entrecejos.

Sólo Aischa permaneció extraña a la alegríageneral. Reclinada sobre los cojines, parecía en-tregada aún a sus terribles visiones interiores.

La noche fue de fiesta en la tribu.El sueño huyó de todos los ojos.Bajo la concavidad azul é infinita del cielo per-

lado de estrellas y fulgurante de luna, las mujeres,sobre pieles de leopardo y de camellos, en mediode un corro de hombres y de niños y en torno delas hogueras llameantes, danzaron las más lasci-vas danzas del Oriente, agitando sus velos, reso-nando sus joyas y haciendo entrever entre lasgasas y las sedas el temblar epiléptico de sus vien-tres y sus muslos desnudos.

Los ojos fosforecían en alargamientos felinos,bajo el resplandor lunar, y los oros y las gemas ylas púrpuras centelleaban entre la negrura de loscabellos y los revuelos candidos y azules de losalmaizales notantes.

Un perfume de amor y de voluptuosidad im-pregnaba la humedad casi humana de la noche,llena de almizcle, sándalo y olor a carnes mo-renas.

Los mastines vigilaban cerca de los fosos; algu-nas vacas mujían, y á veces, en el aire, como elaugurio de un peligro lejano, llegaban los ásperosaullidos de las hienas y de los chacales, cuyassombras, rastreras y agazapadas, proyectaba la

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fantasmagoría de la luna en la claridad alucinantede los arenales estériles.

De súbito, saltando fosos y empalizadas, en unacarrera desenfrenada y alucinante, como corzaperseguida por una manada de leones, aparecióun corcel.

Pasó como un meteoro por las primeras tiendas,atrepellando a los grupos que danzaban a la luz dela luna.

El jinete venía tendido sobre el cuello, con lasbridas sueltas y los acicates hundidos en los ijares.Alzó la cabeza para orientarse, y al ver la tiendade Almanzur que se destacaba entre todas por laesbeltez y elegancia de su cúpula rematada en unamedia luna de plata, hizo un esfuerzo supremo ydesesperado, y reteniendo con ambas manos elrendaje, paró en seco el corcel.

El noble animal no pudo más, y jadeante y con-vulsivo, con los ijares abiertos, las narices dilata-das y bañado de sudor y de espuma, cayó desplo-mado.

El jinete, recogiendo las piernas, en un saltoágil evitó la caída.

Se inclinó sobre su yegua, y al verla muerta,sus ojos se inundaron de lágrimas, y abrazándosea su cuello, ajeno a todo, le prodigó las más tier-nas frases.

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—Alma mía, luz de mis ojos... ¿Por qué me en-tregas solo a mi enemigo? Tú, que tenías el bri-llo deslumbrante del pavo real, el alma noble de lapaloma, la fiereza y la prontitud del halcón que seabate sobre su presa, la carrera del avestruz, el vi-gor del león y la astucia del zorro. Tú, que brilla-bas como el espejismo en el desierto y volabas enlas alas del viento y serpenteabas como el relám-pago y te precipitabas al combate con la impe-tuosidad del torrente que la lluvia desborda...¡Duerme en paz, y que tus huesos no sean pastode los chacales!

De pronto, viendo la gente que, muda y con-movida, presenciaba la escena, una idea terriblevolvió a apoderarse de él, y desviando los brazosdel cuello de su yegua, se precipitó en la tiendade Schaij.

Ante la venerable silueta de Almanzur, cayó derodillas, inclinándose varias veces hasta besar elsuelo en señal de sumisión.

Traía las vestiduras rotas y sangrientas, lasbarbas revueltas y el turbante y el alquicel hechosjirones.

—La misericordia de Dios caiga sobre ti y sobretoda tu descendencia—exclamó con la voz conmo-vida—. Llego a tu tribu perseguido de cerca pormis enemigos y abandonado cobardemente por misgentes, y en el nombre de Dios te pido amparo yhospitalidad bajo el sagrado de tu tienda.

Almanzur tendió los brazos al recién llegado, yalzándole del suelo, le hizo sentar en sus propiosalmohadones.

Después, con voz grave y unciosa murmuró:

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—Alabado sea Dios, que te envía a mi tribu.S^as quien seas, en mi casa estás y en ella sabrédefenderte contra todos tus enemigos.

Al huésped le envía Dios, y por nada del mundofaltaría a la hospitalidad que se te debe. Tú eresel amo de esta tienda.

Esclavos—añadió, volviéndose a los suyos—,preparad un festín digno de un príncipe. Degolladla vaca mejor de mi rebaño; preparad las más sa-brosas confituras. Esclavas, mullid el más blandolecho, cubrirlo con las más valiosas telas; sacadlos más bellos vestidos y ungir y perfumad lasbarbas y los pies de mi huésped con los perfumesmás costosos.

Todos se dispusieron a cumplimentar las órde-nes de Schaij.

El recién llegado, algo más sereno, continuó:—Me llamo Abul Mohadí. Pertenezco a la tribu

de los Coraichitas y vivo en un valle fértil, en lasestribaciones del monte Sohel, entre Medina y laMeca. Venía al frente de una rica caravana. Unosbandidos me asaltaron de improviso. Mi gente sedesbandó al primer encuentro, y yo, después dehaber hecho rodar por tierra al que parecía el jefede los bandoleros, viéndome solo hundí las es-puelas en los ijares de mi yegua, y el noble animalsalió disparado como la flecha del arco—; y alrecuerdo de su yegua, su voz se hizo trémula.y do-lorida.

Pronto dejamos atrás—continuó con acento másfirme después de una breve pausa—las arboledasdel oasis y cruzamos el desierto en una carreradesesperada, espantando a los chacales, que devo-

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raban los restos de alguna caravana sorprendidapor el simún.

Y siempre que refrenaba mi noble animal, paradarle algún descanso y orientarme en la huida, es-cuchaba a lo lejos el galope frenético de mis per-seguidores, cuyos gritos llenaban de angustia y demaldiciones la noche.

Y así corrimos una hora y dos, cuatro, hasta salirde aquel mar de arenas en un torbellino polvo-riento.

Me encontré en las estribaciones de un monte...Oía más cerca el galope de mis enemigos.

Llegó un momento en que percibí claramente elrelinchar de sus corceles, y hasta me pareció dis-tinguir sus sombras en los arenales.

Mi pobre yegua resoplaba, jadeante, bañada desudor; sus flancos temblaban cubiertos de sangrey su pretal estaba blanco de espuma.

Había que hacer un esfuerzo inandito e inter-narse en los matorrales del monte.

Un momento más de vacilación sería mi muerte.Mi cabeza, sería cortada y clavada en alguna

pica como trofeo.Me interné en la montaña cuando ya percibía a

uno de mis perseguidores que, tendidos sobre suscorceles, blandían amenazantes sus largas lanzas.

Tuve una idea salvadora, pios habló a mi cora-zón... Descabalgué, y conduciendo por las bridasa mi yegua, me interné en aquel espeso laberintode palmeras.

Me hallé de repente en el fondo de un barranco,y dejando oculta la yegua en una caverna, des-pués de orientarme, me desvié de mi camino, y

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LAS GARRAS DE LA PANTERA 111

por el lado opuesto fui dejando jirones de mi ves-tidura entre las ramas de arac y los cactus queconducen a la primera eminencia del monte.

Después regresé a mi escondite.A través del ramaje distinguí, al poco, el ir y

venir de mis perseguidores.Oí claramente sus voces que, roncas de cólera,

tramaban:—Debió tomar el camino de la cumbre. Volva-

mos bridas y- salgamos a su encuentro detrás delos desfiladeros.

Yo, trémulo de rabia, embrazado el escudo y laespada en alto, me disponía a vender cara la vida.

Por fin—uno exclamó, con ese grito de alegríacon que los cazadores descubren entre los junca>-les húmedos por el rocío las huellas del antílope:

—Mirad, mirad, los jirones de sus vestidos entrelos cactus. Debió tomar hacia la cumbre.

—Sigamos sus rastros.Y todos partieron tras él...Abandoné mi escondrijo; salí al llano, y aquí me

tienes buen Schaij... Mi vida es tuya.Mis perseguidores no tardarán en darse cuenta

de mi burla y vendrán a buscarme.Unos pastores me han visto atravesar la llanura

y descabalgar en esta tienda.Tranquilízate. Todo el desierto conoce y respe-

ta el nombre de Almanzur.En mi casa estás libre. Nadie osará tocar a un

solo pelo de tu barba.—Voy a dar las órdenes oportunas—añadió el

Scha.ij, y seguido de sus siervos salió de la tienda.Reinó el silencio.

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Abul Mohadi permaneció inmóvil, agobiado defatiga.

Aischa le contemplaba a través de su velo, consus grandes ojos nocturnos.

Sin saber por qué, el rostro fino y atezado delguerrero se iba grabando en su imaginación concaracteres imborrables.

Sería capaz de reconocerlo siempre, entre cienmil, en la algazara de una feria o entre el estruen-do de un combate.

VI

Un ruidoso galopar de corceles, gritos de an-gustia, ayes de desesperación turbaron la solem-nidad del silencio.

El Mohadi se agitó convulso, e instintivamentellevó la mano a la empuñadura de su alfanje.

Se oyó la voz desolada de Almanzur, que ex-clamaba:

—jPobre hijo mío! ¡Oh, mi Muhamed, encantode mis ojos, apoyo de mi vejez! El Señor castiguea su matador, poniéndole al alcance de mi brazo..!

Aischa, como poseída de un vértigo, saltó de suasiento y se dirigió a la puerta de la tienda.

En el umbral se arremolinaba la gente.Se oían relinchos de corceles, chocar de armas,

gritos de venganza y lloros de mujeres.Una desolación inmensa parecía cubrir con sus

olas negras a toda la tribu.

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LAS GARRAS DE LA PANTERA 113

Dos guerreros sostenían el cuerpo ensangrenta-do de Muhamed el Assadi;

La cabeza pendía lívida, en un gesto altivo defiereza y de reto.

Aimanzur, a su lado, mesábase sus largas barbaspatriarcales.

Las mujeres desgarraban las vestiduras en señalde duelo, y los hombres extendían los puños cris-pados y amenazantes.

Un esclavo retenía del rendal la yegua favoritade Muhamed.

El noble animal, estirando el cuello, con lasorejas rectas, como avizorando algún peligro, es-carbaba el suelo con sus finos cascos.

Introdujeron el cadáver en la tienda, depositán-dole sobre un rico tapiz.

Aischa se abrazó, sollozando, al cuerpo de suamado...

El Mohadí saltó de su asiento, y ocultándose enun ángulo de la tienda, con el alfanje en la diestra,se dispuso a morir matando.

Tal un león heridp acorralado por la jauría enel interior de una caverna.

Algunos guerreros le reconocieron, gritando aAimanzur:

—Mira al matador de tu hijo. Entréganoslo ycumpliremos tu venganza.

E intentaron precipitarse sobre el Mohadí.Aimanzur se interpuso, solemne, rígido, conloa

brazos levantados al cielo, como pidiendo miseri-cordia.

Por su faz austera cruzó un relámpago de cóle-ra, de odio, pero momentáneamente se serenó,

S

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114 VIIXAESPESA

volviendo a adquir su actitud imperturbable deestatua de piedra.

—lAlmanzur, entréganoslo para vengar con susangre la sangre de tu hijo!—clamaron los gue-rreros, con los alfanjes desnudos y los ojos fosfo-rescentes de odio.

Aischa, como ajena a todo, continuaba abrazadaal cadáver, sollozando, besándole, llamándole conlos más dulces nombres.

Almanzur opuso su cuerpo a las espadas de losguerreros, y con voz serena murmuró lentamente:

—Perezca yo y todos los míos, antes de sertraidor a la hospitalidad que Dios nos impuso. No-blemente, cara a cara, dio muerte a mi hijo. Puesaunque hubiese sido a traición, aquí le defenderíacontra todos.

El huésped nos lo envía Dios, y sólo a Dios de-bemos entregarlo.

No me pidáis que manche con una iniquidad lagloriosa y pura tradición de nuestra raza. Ente-rremos piadosamente al muerto, y en cuanto alhuésped, él es el dueño de mi casa. Sí quiere par-tir, yo mismo le daré escolla hasta dejarlo en lugarseguro.

El Mohadí interrumpió, conmovido, abrazándo-se a sus rodillas:

—Noble anciano, mi vida es tuya... y entera ladaría por haber ahorrado a tu alma el dolor quesin querer te he causado.

—Parte cuando quieras, huésped mío, y que labendición de Dios caiga sobre nuestras cabezas.

Que le enjaecen mi mejor corcel, que le ciñanmis más templadas armas.

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LAS GARRAS DE LA PANTERA 115*

Yo mismo, al frente de vosotros, ¡oh, mis no-bles guerreros!, quiero servirle de escolta.

Todos inclinaron, emocionados, las cabezas,mudos de admiración y de respeto.

Sólo se oía la voz de Aischa que, abrazada aúnal cadáver, sollozaba:

—¡Mi alma, mi vida; yo sabré vengar tu muerte!

VII

Aischa dispuso los funerales de su esposo.Ungió y cubrió el cadáver con los más costosos

perfumes y las sedas más ricas, y le mandó sepul-tar a la sombra de un tamarindo, de frente a laMeca. Junto a la piedra de la tumba, siguiendo labárbara y fanática costumbre de ¡as tribus árabesdel desierto, ataron al camello favorito para quese muriese de hambre y pudiese acompañar alalma de su dueño en la otra vida.

Aischa parecía un espectro. Una inquietud te-rrible agitaba sus músculos. Sus ojos, agotada laamargura del llanto, adquirieron esa frialdad pro-funda y alucinante que arranca la luna a las pupi-las fosforescentes de los chacales.

La caravana que había de conducir hasta un lu-gar seguro a Abul Mohadí se iba a poner en mar-cha, silenciosa y tétrica como un entierro.

Las mujeres sollozaban por la muerte del jovenhéroe de corazón de león.

Los ancianos bendecían la misericordia del Se-

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116 VILLAESPESA

ñor'por haberles deparado un Schaij de la fortale-za de ánimo del noble Almanzur, capaz de sacri-ficar los más íntimos y santos sdntimientos a lahospitalidad legendaria de su raza.

El viejo guerrero lo disponía todo, inconmovi-ble al dolor de sus entrañas desgarradas.

Los siervos ensillaban, silenciosos, bajo los tol-dos de las puertas, los corceles y los camellos.

Abul Mohadí permanecía inmóvil, replegado ensí mismo, ante la hostilidad ambiente, sin atre /er-se a mirar al anciano que había salvado su vida.

Reclinado en la penumbra de la estancia se su-mergía en el mar de sus tristes pensamientos,cuando se le acercó uca sombra blanca como unrayo de luna, y, cogiéndole fuertemente por unbrazo, le dijo con voz .sorda, rechinante de ira,mientras la mano libre alzaba, el velo dejando verla hermosura deslumbrante y grave del rostro deAischa:

—Abul Mohadí, contempla este rostro. ¿No tedice nada?

—Sí, que nada existe más bello sobre la tierray que, apesar de todo, bendigo al Señor que meha concedido la gloria de contemplarle.

—¡No blasfemes, sacrilego! En estos ojos se mi-raba Muhamed el Assadi, como en un espejo.Desde que tu brazo maldito le arrebató la vida,no ven sino tristezas y desesperaciones. Fíjatebien en ellos. Sólo los volverás a ver en la horade tu muerte. ¡Ellos serán los dos arcángeles ne-gros que arrancarán el alma de tu cuerpo!

Y rápida como una sombra huyó Aischa a per-derse entre los tapices de los muros, dejándole al

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pobre Abul Mohadí la sensación fugitiva de unade esas visiones que sólo se entreven en las fan-tasmagorías de un sueño.

—En marcha—ordenó lenta y severamente Al-manzur.

Abul Mohadí saltó ágilmente sobre una precio-sa yegua baya, enjaezada como la de un príncipe,y al lado del nolble Schaíj que, altivo y majestuo-"so, hacía caracolear su overo, recordando tal veztiempos gloriosos de amor y de guerra, se puso enmarcha.

Doscientos jinetes armados le daban escolta.Entre nubes de polvo se perdieron en los inmen-sos arenales donde sangraban aún las últimas he-ridas da la tarde.

Aischa permaneció casi toda la noche orandosobre la tumba de Muhamed, blanca e inmóvil,bajo las estrellas, sin temor a los chacales y a lashienas que, olfateando la carne muerta, aullabanen las cercanías.

De repente, presa de una impetuosa resolución,se alzó de la piedra tumular, y, seguida de sus es-clavas, se encaminó rápidamente hacia su tienda.

Ella no podía quebrantar las leyes de la hospita-lidad, tan gratas al Señor y al Profeta, pero podíavengarse de aquel que le había arrebatado sudicha.

Ojo por ojo, diente por diente.Recordó su infancia borrascosa.Hija de un hermano de Almanzur, perseguido

por la desgracia y el rencor de sus enemigos, ha-bía caminado errante durante sus primeros años,de ciudad en ciudad, de desierto en desierto, dur-

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miendo bajo las estrellas y disputando a veces suscubiles a las fieras del monte.

En aquella existencia aventurera y peligrosa,sus manos aprendieron a manejar el arco y la lan-za, sus rodillas a domeñar los potros más cerriles.

Muchas veces, mientras su padre descansaba delas fatigas diarias, ella salía, en unión de algunassiervas, a cazar gacelas.

¡Oh, cómo recordaba ahora, en su dolor pro-fundo, aquellas carreras desenfrenadas, y cómorevivían en su memoria los detalles más nimios dela caza!

Una gacela ha visto caer a su lado, atravesadopor la flecha, a su macho, defensa y guía del re-baño. Los pequeñuelos quedaron también alláabajo, en las llanuras pantanosas... y ella recorresin descanso las colinas áridas, llanuras desoladas.La arena movediza huye bajo sus plantas.

Durante la noche se ha encogido, temerosa, en-tre las ramas espinosas del arac.

Cuando se agitaba en la obscuridad, la blancurade su pelo relucía en medio de las tinieblas comola perla al moverse en la seda en que está en-garzada.

Mas apenas distingue los primeros rayos de laaurora, emprende de nuevo su carrera. Sus piesresbalan sobre la tierra cubierta de rocío.

Llena de inquietud y de pesar, vuelve de nuevoa los pantanos de Soaid, y en torno de ellos balallamando a sus hijos perdidos.

Un terror súbito se apodera de ella. Acaba deoir la voz de los cazadores, y su presencia enaquellos parajes le anuncia el peligro.

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Emprende de nuevo la fuga, y, desesperanzadoslos cazadores de alcanzarla con las flechas, le lan-zan sus perros, que, dóciles a las voces de susdueños, corren en su persecución y la asedian.

Acometida de cerca, les presenta sus cuernospuntiagudos, semejantes a aceradas lanzas, com-prendiendo que sólo una intrépida defensa puedelibrarla de una muerte segura.

Ataca a Korab, y el noble animal cae bañado ensangre. Se revuelve contra Sakun, y le abre elvientre. Los demás perros ladran espantados,pero no retroceden...

Entonces era la ocasión... Y Aischa avanzabatendido el arco, tenso el brazo y el ojo fijo... Y laflecha partía sibilante a clavarse en el pecho dela gacela que, dando un tremendo salto, se des-plomaba sin vida, abiertos de espanto sus ojos,casi humanos, en una húmeda mirada de agonía.

Su brazo también se había ejercitado en laguerra.

¡Cuántos beduímos habían mordido el polvo deldesierto bajo el empuje de su lanza!

1 así fue su vida hasta que sus ojos se encon-traron con los de Muhamed, cerca de una cister-na, mientras a la sombra de las palmeras sestea-ban arrodillados los camellos.

Muhamed, por encargo de su padre, había idoa buscarlos al oasis de Darmaida, para ofrecerlesen su tribu amparo y tranquilidad,

Se detuvieron en el oasis algunos días, y juntosemprendieron el camino hacia el aduar de losBeni-Musas. Ella galopaba al lado de su primo,silenciosa y pálida.

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Sus labios no se atrevían a respirar, y hasta susojos, fieros y grandes, que contemplaron tantasveces impávidos la sombra de la muerte, se cerra-ban temerosos de las voraces miradas del Assadi.

Pero el dolor rondaba sus pasos, y el destino,menos piadoso coa su padre que con el patriarcaAbraham, no le dejaría contemplar, antes de mo-rir, su tierra á\¿ promisión.

Atravesaban el desierto.De súbito, el cielo tifióse de púrpura llameante,

y un asolador viento del Este empezó a encresparlas olas de aquel océano de arenas.

Las caballerías se encabritaron, e indóciles alas riendas se tendieron en el suelo, hundiendosus hocicos en las arenas.

—¡El simún!, ¡el simún!—gritaban espantadoslos beduinos, descabalgando ágilmente y tendién-dose también en los arenales.

El calor era asfixiante, y a lo lejos se veía unamontaña de arena y polvo ardiente que velaba elsol y amenazaba desplomarse sobre ellos. Aischase sentía arder toda, como en vuelta por las súbi-tas llamaradas de un horno.

Muhamed la arrebató por la cintura y la obligóa tenderse a su lado, sepultando su rostro en lasarenas.

Y no recordaba más...Al despertar de aquella asfixia se alzó del polvo

como de ana tumba, y sus ojos y todos sus miem-bros se quedaron petrificados de espanto.

A su lado yacían los cadáveres de su padre yde algunos guerreros que no habían tenido tiempode ponerse en salvo.

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Los cuerpos, emponzoñados por el simún, apa-recían monstruosamente hinchados.

Los miembros, tumefactos, se desprendían porsi solos en mutilaciones espantosas.

Se detuvieron unos instantes para dar sepulturaa aquellos restos queridos.

Desde entonces, su suerte, estuvo ligada siem-pre a la de su primo el Assadi.

Llegaron a la tribu de los Beni-Musas, y a laluna siguiente celebraron sus esponsales.

Todos estos recuerdos pasaban por la imagina-ción calenturienta de Aischa, mientras se dirigíaa la tienda que había sido testigo de su feli-cidad.

Una vez en ella, congregó a sus viejos servido-res, y les dijo:

—Ya sabéis la muerte de mi primo Muhamed yel sacrificio sobrehumano de mi tío para dejar convida a su asesino.

Conocéis también la fortaleza de mi brazo, ca-paz de un solo bote de lanza de derribar de suarzón al más valeroso de los campeones.

Su sangre clama venganza.Yo lo he jurado sobre la piedra que cubre los

restos de mi esposo.¿Estáis dispuestos a seguirme y ayudarme en

esta empresa?Todos asintieron agitando los brazos.—Pues bien—continúo Aischa—, ensillar los

corceles. Esta noche partimos, antes que regresemi tío y pueda oponerse a mis intentos. Ceñiré lasarmas dé mi esposo y montaré su yegua favorita.Nadie, desde hoy, me llamará por mi nombre,

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sino por el de Muhamed el Assadi, en recuerdodel muerto.

No en vano, en mi niñez, mi padre, cuya me-moria todos respetáis, me dio a comer el corazónde un león cazado una noche con una trampapuesta en las empalizadas de nuestras tiendas.

La iuz de la luna arrancaba irradiaciones demármol a su. blanca vestidura, constelando lanoche de sus cabellos profundos de estrellasde oro.

VIII

Aischa, al frente de los suyos, anduvo errantevarios meses, acariciando su venganza y ejercitan-do su valor en encuentros parciales.

Su impetuosidad y destreza en los combates re-cordaba a sus viejos servidores, a Kula, la célebrehermana del famoso héroe Dherrar, aquel valero-so campeón, terror de los cristianos en las prime-ras campañas del Islam.

En el sitio de Damasco inmortalizó su nombre.Acometido una vez por treinta jinetes cristia-

nos, fingió emprender la fuga, para separarlos. Mastan pronto como hubo logrado su intento, volvióbridas contra ellos, y antes de que pudieran reunir-se, puso fuera de combate a diez y siete y persi-guió a los restantes.

Hecho prisionero en una emboscada, le lleva-ron, cargado de cadenas, a Antioquía, y fue pre-

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sentado así ai hijo de Constantino, emperador delos cristianos, el cual ordenó que se prosternase asu presencia. Negóse Dherrar, y esta desobedien-cia le valió catorce sablazos.

Le encerraron después en una prisión; mas conla ayuda de un renegado pudo evadirse de ella y,tras gloriosas y heroicas aventuras, llegó de nuevoal campamento, donde su hermana, la bella Kula,le lloraba amargamente, creyéndole muerto.

Al día siguiente dióse otra batalla, en la quehizo prodigios de valor, llegando a ser el terror delos griegos. De un solo sablazo inutilizaba a unenemigo, repitiendo a cada golpe:

—¡Venganza de Dherrar!El solo dispersaba a los escuadrones enemigos,

no atreviéndose a seguirle más que otro guerrerotan heroico como él, que con sus golpes hacía vo-lar en pedazos las armaduras de los contrarios,gritando también:

—¡Venganza de Dherrar!Dherrar, lleno de admiración y de curiosidad, y

deseoso de conocer al guerrero que tan valerosa-mente le ayudaba a vengarse de los cristianos, co-rrió a su lado, y se quedó mudo de sorpresa vien-do que tan soberbio adalid era su propia hermanala bella Kula.

Aischa renovaría las heroicas hazañas de la her-mana de Dherrar, y al traspasar con su lanza elcorazón de Abul Mohadí, exclamaría también, enun alegre grito de victoria:

—¡Venganza de Muhamed el Assadi!Atravesaron desiertos estériles, oasis floridos,

montañas abruptas, y al amanecer de un bello día

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de primavera descabalgaron en un aduar de latribu de su enemigo.

Por unos pastores supo Aischa que Abul Moha-dí acababa de salir, en peregrinación, hacia laMeca, después de inmolar los novillos más gordosde su rebaño, para dar gracias al Señor por haber-le sacado con vida en un encuentro que tuvo conlos beduinos del desierto.

Aischa congregó a sus fieles, y todos acordaronemprender también la peregrinación a la CiudadSanta, para encontrar al matador de Muhamed elAssadi y vengarse de él.

Durante la peregrinación nada podían intentar.La visita a la casa de Dios es santa, y desdichadoquien manche sus manos en sangre. Será enterra-do en un lugar inmundo y jamás se abrirán a supaso las puertas de oro y diamantes del Paraíso.

Pero podrían seguir al Mohadí, y atacarle a lavuelta, cerca de su propia tribu. Quemar despuéssus aduares y sus rebaños, esclavizar a sus muje-res y llevar, canforada, su cabeza al viejo Alman-zur, para que, antes de morir, sus labios pudiesensonreír de nuevo al vengador de su hijo.

Emprendieron el camino de la Meca, la CiudadSanta, en el Hedchar, la región más fértil y bellade la Arabia.

Todas las sendas estaban llenas de peregrinosque acampaban fraternalmente a orillas de lasfuentes, en los valles frondosos y pródigos.

Los jaiques listados de los hijos del desierto semezclaban con los blancos zulhas de los nobles delas ciudades populosas de Bagdad, de Damasco,de Petra, de Dañar, la de la célebre universidad,

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de Doran, famosa por la elegancia de sus mezqui-tas, y de Madchid, la de los más fragantes jazrnines>la predilecta de AH, el sobrino querido del Profeta.

Egipcios de esbeltos miembros de bronce; afri-canos negros como el basalto de sus montañas;espléndidos señores del Hadramut, de gigantescosturbantes constelados de piedras preciosas; habi-tantes de Caimán y de los países del Mogreb, ru-dos y fuertes, y hasta poetas y guerreros de la le-jana España, célebres por su lujo, su magnificen-cia, y, sobre todo, por su locuacidad. Todos lospueblos del Islam se congregaban en aquella pere-grinación anual a la Ciudad Santa.

Los caminos floridos se poblaban de canciones,de tañidos de guzlas, de cantos épicos y de salmo-dias religiosas.

Mendigos y señores compartían sus alimentos ysu fervor.

Desde la cumbre de una umbrosa colina con-templaron un atardecer, entre jardines fabulosos,la Ciudad Santa.

Todos los peregrinos se prosternaron, besandoel suelo religiosamente:

—¡Bendita sea la ciudad del Profeta! ¡Alabadosea el Señor, que permite que nuestros ojos la con-templen y nuestros labios besen su tierra sagrada!

A lo lejos, sobrenadando en el oro de la tarde,resplandeciente de azulejes, la Meca se recortabagloriosamente en el azul, con sus tres formidablesciudadelas, custodias del Islam.

S us murallas rojas le ceñían la cintura como unafaja de púrpura, y en una eminencia se alzaba, ro-deada de jardines, la Gran Mezquita con sus siete

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elegantes minaretes y sus ciento cincuenta cúpulas.El aire era una embriaguez gloriosa de perfu-

mes, colores y heroísmos.Los peregrinos permanecían inclinados sobre el

suelo, en extática adoración.Aischa sentía en sus labios el amargor agrio de

la tierra, húneda aún por las últimas lluvias pri-maverales.

Nubes de palomas proyectaban sombras fugiti-tivas sobre los minaretes de las mil mezquitas ysobre Jas altas almenas de la alcazaba.

La voz del Muezzin se elevó, pura y mística,congregando a los fieles a la oración de la tarde:

—No hay más qua un solo Dios. Su profeta esMahoma...

Otra voz más lejana repitió el mismo canto, yluego otra y otra y otra, y de toda la ciudad en e!silencio místico de la hora, se oían sólo estas pa-labras, síntesis fanática dei alma, acerba de unaraza de sol, de sangre y de dominio:

—No hay más que un solo Dios...Mientras, en e] Oriente se alzaba majestuosa,

como bordada en ua estandarte guerrero, la me-dia luna de plata.

IX

Aischa pernoctó en un fondak de las afueras, encompañía de un viejo siervo, Ibrahim, cuyo tur-bante verde hablaba de anteriores peregrinaciones.

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Sus gentes acamparon en sus propias tiendasalzadas en un huerto de los arrabales.

Aquella noche apenas pudo pegar los ojos. ¿En-contraría al Mohadí entre la muchedumbre de pe-regrinos, innumerables como las arenas del desier-to, las ondas del mar y las hojas de los árboles,que habían acudido a la Meca de todas las regio-nes del Islam? Aconsejada por Ibrahim decidiócolocarse en la puerta de la Gran Mezquita paraesperar el paso de los fieles y ver si entre ellosdivisaba al matador de su esposo. Le seguiría sinsepararse de él hasta no encontrar una ocasiónpropicia para su venganza.

Al amanecer, después de los rezos y ablucionesrituales, tomó el camino del templo, guiada porIbrahim. Iba vestida con sus mejores galas; y supaso era tan gallardo, su actitud tan arrogante ysu rostro tan bello, que al cruzar por entre lospalacios que conducen al Supremo Tribunal deJusticia, más de una celosía se descorrió para con-templarla, y más de un velo dejó ver la alucina-ción de unos ojos voraces, fijos en los suyos; pro-metedores de las caricias más ardientes.

Visitó primero la casa donde nacieron Mahomay su hija Fátitna, y luego el sepulcro de la dicha,la gloriosa y fuerte mujer que con su amor y suentusiasmo hacia el Profeta allanó los primerosobstáculos que se le presentaron en su camino.Toda la ciudad era un hervidero de gentes. Porlas calles, engalanadas con tapices y colchas delos más vivos tonos, cruzaban en largas filas lasprocesiones.

Todas las puertas se abrían a su paso, y nuevas

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gentes acudían a visitar los lugares sagrados, en-tonando versículos de las suras koránicas. Era unmar desbordante de jaiques y jzulhans flotantes,de armas y de joyas resplandecientes, de turban-tes ornados de joyeles y de plumas multicolores...

En les nichos empotrados en las paredes o bajolos arcos de la calle, los santos penitentes perma-necían inmóviles, semidesnudos, con los ojos enéxtasis, repasando con sus dedos, largos y hueso-sos, las cuentas de ámbar de sus rosarios.

Y en el aire matinal flotaba un intenso perfumede rosas recién abiertas, de nardos, de jazmines,de incienso, de sándalo y de benjuí.

El Palacio de Justicia, en la cima de una peque-ña colina, dejaba ver la elegancia suprema de susarcos, la riqueza maravillosa de sus puertas de ce-dro tachonadas de plata y los arabescos fantasma-góricos de sus celosías y sus ajimeces.

Aischa, guiada por Ibrahim, ascendió lentamen-te por la cuesta ceñida de gruesas murallas y to-rreones almenados que conduce hasta Kaaba, «Lacasa de Dios».

Por las diez y siete puertas de arco penetraba,en un silencio religioso, la multitud.

Aischa y su acompañante se encontraron de re-pente en el inmenso patio, rodeado de cuatro ór-denes de columnas de mármol blanco, granito ypórfido, unidas entre sí por bellos arcos de herra-dura, resplandecientes en sus remates de oro, añily púrpura, y trabajadas a cincel como joyas. Delos arcos cuelgan innumerables lámparas de plataperfumadas con los más fragantes óleos delOriente.

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A unos cien pasos de la columnata del Norteestá la Kaaba, «La casa de Dios».

Conducen a ella siete preciosas galerías res-plandecientes de azulejos y bordadas como en-cajes.

El modelo de este templo—dijo Ibrahim—bajódel cielo, formado con rayos de luz, a ruegos deAdán, el primer hombre, copia del que dos milaños antes se había construido en la mansión delas Delicias para adoración perpetua de los ar-cángeles.

Después del Diluvio, nuestro padre Abrahamrecibió del Señor el encargo de reconstruirlo, yen esta santa labor le ayudó su hijo Ismael.

Una puerta inmensa, mirando al Norte, todachapeada de plata y oro, les detuvo.

La cubría un gran paño de seda negra, en elcual resplandecía, bordada en oro, la profesión defe kotánica:

—No hay más Dios que Dios, y Mahoma suProfeta.

Aischa, impulsada por la fuerza irrefrenable desu fe, penetró en el templo.

A la derecha, cerca de la puerta y como a unmetro de altura, está empotrada en la pared la cé-lebre piedra negra que, según cuenta una piadosaleyenda, descendió del cielo cuando Adán fuearrojado del Paraíso, y después el Arcángel Ga-briel se la llevó a Abraham cuando reconstruía eltemplo.

Es de forma oval y de unos veinte centímtrosde diámetro, y en su centro está escrita la fórmu-la sagrada:

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«No hay más Dios que Dios».En el día del Juicio ella se presentará ante el

trono del Altísimo a acusar a todos los que la hu-bieran besado con labios impuros.

Aischa e Ibrahim se inclinaron reverentes y labesaron con unción.

A su lado se encuentra otra piedra mayor, la queservía de asiento a Abraham mientras reedificabanla Kaaba.

Después oraron largo tiempo sobre las losa s demármol verde, bajo las cuales esperan la resurrec-ción los restos de Agar y de Ismaü.

Traspasaron la balaustrada de oro que rodea elpavimento y se encaminaron al célebre pozo delzem-zem, cuyo milagroso manantial hizo brotarun arcángel en el trágico momento en que Agarse tapaba el rostro con su manto para no ver mo-rir de sed a su hijo Ismail, y bebieron también,como todos los peregrinos, de sus aguas lechosasy amargas que limpian de todo pecado.

Aischa abandonó aquel día el templo, desespe-rada de no encontrar al Mohadí. En vano Ibrahimpreguntó por él, discretamente, a todos los bedui-nos que encontraba al paso.

Tristemente descendieron a la ciudad.El sol fulgía en el cénit, y para librarse de sus

rayos tomaron el camino de las tiendas de los jo-yeros y perfumistas, situadas en largas y estre-chas callejas entoldadas con linos multicolores. Acada lado se abría el arco de un bazar, y en el fon-do, el mercader, sentado sobre una esterilla depita, mostraba sus mercancías.

Ante la tienda de un sabeo, de uno de esos hom-

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bres ágiles y estriñes que se encaraman hasta losaltos picachos donde anidan los roes, para arreba-tarles las varetas del cinamomo con que fabricansus nidos, se detuvieron un momento.

Un arrogante mancebo discutía acaloradamentecon el vendedor el importe de un tarro de perfu-mes y el valor de una preciosa gargantilla de per-las de las islas de Awa ,

Aischa reconoció al Mohadi, y se detuvo.—Cincuenta dinhares—gritaba el mercader.—¡Ladrón!—murmuró el Mohadi—. ¡Cincuenta

palos te diera si no fuese por la festividad del día!Pero, en fin; ya que no tus razones, me convencentus mercancías.

Y cogiendo un puñado de tierra añadió:—Te doy tierra por tierra... y queda hecho el trato.Llévamelos esta tarde al fondak de Antar, en

las cercanías del Palacio de Justicia, y preguntapor Abul Mohadi.

Aischa e Ibrahim se alejaron, y después de avi-sar a los suyos, se trasladaron a la hospedería in-dicada por el Mohadi, donde pagaron, a precio deoro, una habitación estrecha y lóbrega.

Aischa no perdió de vista al Mohadi. Como unasombra se arrastraba cautelosamente tras sus pa-sos, siguiéndole en sus excursiones a través dellaberinto de calles de la ciudad.

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Una noche en el patio del fondak oyó que elMohadí decía a uno de sus servidores:

Id preparando la partida... Arreglad en los co-fres los presentes que llevo a Zahara, la favoritade mi corazón...

Partiremos cuando llene la luna.Aischa se aproximó, y deteniéndose ante la ye-

gua de la cual acababa de descabalgar el Mohadí,le dijo a éste, mientras fingía examinar las condi-ciones del bello y noble animal:

—¡Buena cabalgadura! ¡Bien se conoce que pas-tó la hierba seca del desierto! ¡Qué cuello! ¡Quéorejas y qué remos tan finos! Bendeciréis a Diospor haberos dado un animal semejante...

—I Ya lo creo —respondió complaciente Mohadí,halagado en su vanidad—. Además, esta yeyuatiene una historia que va unida a la de mi vida.

En cierta ocasión—añadió confidencialmente—marchaba yo al frente de una larga caravana queconducía perlas de Awal, cinamomo, benjuí, ám-bar, oro, plata y mirra; en fin, todas las riquezasfabulosas de Samarcanda, Hadramut y la India,cuando en unos desfiladeros nos atacaron unos be-duinos. Mis gentes huyeron al primer encuentro,y solo yo, al frente de algunos fieles, intenté re-sistir. Mandaba los beduinos un mancebo arrogan-tísimo, que apenas me vio se vino hacia mí a todabrida, lanza en ristre. Yo levanté en alto mi cor-cel, y haciéndole girar sobre las patas, evité ágil-mente el golpe. La lanza pasó rozando las cinchas.

Me volví rapidísimo, y de un golpe certero atra-vesé a mi contrario.

Todos se detuvieron un instante para socorrer al

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herido y viéndome solo, aproveché esta confusiónpara escapar a rienda suelta. Después de variasvicisitudes, busqué amparo en un aduar; pero eldueño de la tienda que me dio asilo, era el padredel mancebo muerto por mi mano.

Llegaron los compañeros de éste y entregaronal padre el cuerpo de su hijo. Me reconocieron, y,como es natural, reclamaron mi cabeza.

Pero el buen viejo, no sólo no accedió a ello,sino que me dio esta yegua, pues la mía habíamuerto al llegar al aduar, y él mismo, al frente desus guerreros, me acompañó hasta un lugar se-guro.

Aischa no pudo reprimirse. Su mano tembló so-bre la empuñadura de su alfanje; pero haciendo unterrible esfuerzo de voluntad, interrogó al Moha-dí, con la voz aún insegura:

—¿Y hace mucho tiempo de esto, buen hom-bre?

—Poco más de un año.—¿Y no temes a la familia del muerto?—Era hijo único, y su padre no había de salvar-

me la vida para d-espués darme muerte.Mas hablemos de otra cosa. Tú, joven, pareces

experto en cuestiones de joyas, te he visto siem-pre a mi lado, en los bazares, eligiendo perlas ycrisólitos, y tus pupilas eran tan expertas en latasa que jamás los mercaderes se atrevieron a re-gatear el precio.

Quiero mostrarte las que llevo como regalo a mifavorita.

Desde entonces fueron amigos inseparables.Mohadí le consultaba en sus compras, y Aischa se

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complacía én elegirle los perfumes más ricos y laspiedras más puras.

El día antes de la partida, dijo Mohadí:—¿Por qué no hacemos el viaje juntos? Te de-

tendrías en mi aduar y celebraríamos ñestas en tuhonor.

—Acepto gustoso tu ofrecimiento — respondióAischa.

Y al día siguiente se pusieron en marcha.Los peregrinos regresaban a sus hogares, ale-

gres de haber cumplido sus votos, Los turbantesverdes fingían una primavera tardía en los sende-ros escuetos.

El Mohadí llevaba en su compañía treinta jine-tes y casi el mismo número de criados.

Las gentes de Aischa no pasaban de cincuenta.Esta caminaba conversando afablemente con suamigo; paro muchas veces sus ojos ardían como sitodos los relámpagos de una tormenta pasasen porellos, y sus manos tenían que hacer esfuerzos inau-ditos para no desnudar el acero.

—Pero no; su venganza sería más noble, cara acara, en campo abierto.

Llegaban ya casi al término de su viaje.Habían caminado toda una jornada por un terre-

no árido y la sed abrasaba todas las gargantas.Sus hombres y los del Mohadí avanzaban fati-

gados, pidiendo a Dios, a grandes voces, el ampa-ro de una fuente.

De pronto, al descender rna colina arenosa, sehallaron ante una cisterna. £í cubo de hierro pen-día de la cadena, como invitando a beber al pere-grino, y tres palmeras se alzaban majestuosamen-

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te ofreciendo el reposo de sus anchas sombras.Unos y otros se precipitaron hacia la cisterna, y

por querer todos beber primero, vinieron a lasmanos, propinándose algunos palos y hasta salien-do a relucir los aceros.

lbrahim, como a una señal convenida, arremetiócon su lanza al criado favorito del Mohadi y lepasó de parte a parte. El combate se generalizó.Los dos bandos se abrieron en ala, acometiéndoserabiosamente.

Entonces Aischa, aproximando su yegua a la delMohadi, le dijo a éste:

—Nuesttas gentes pelean y se matan por unacosa baladí. Nosotros, en cambio, tenemos cuen-tas graves que saldar. ¿Te acuerdas de Muhamedel Assadi, a quien atravesaste con tu lanza? ¿Re-cuerdas las palabras que momentos antes de quepartieras de la tienda del viejo Almanzur murmu-ró una sombra a tu oído? El momento ha llegado...Defiéndete... ¡Venganza del Assadi!

Al ver que sus señores iban a luchar, los dosbandos se detuvieron, inmóviles, alzados sobre losestribos; y hasta los heridos, tendidos en la arena,alzaron sus cabezas ensangrentadas para presen-ciar el combate.

El Mohadi, presintiendo la agilidad y la fuerzade su adversario, se ^decidió a darle un golpemaestro.

Picó espuelas, tendió la lanza y, en línea rectacomo una flecha partió hacia Aischa.

Esta hizo girar su corcel, y sin tiempo para queel Mohadi se detuviera le dejó pasar, atravesán-dole el costado de un lanzazo.

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Los siervos intentaron socorrer a su señor; perofueron dispersados por las gentes de Aischa, másaguerridas y, sobre todo, preparadas de antemanopara este encuentro,

El Mohadí se desplomó de su yegua, dejandoescapar de sus manos la lanza.

Aischa, entonces, echó pie a tierra, y dirigién-dose velozmente al moribundo, le dijo:

- ¡Dios te ampare, Abul Mohadí! Así las gentesconocerán cómo sabe vengarse la mujer de Muha-med el Assadi.

Y al terminar estas palabras, levantó la espadacon ambas manos, y de un solo tajo cercenó elcuello del guerrerro.

—Ibrahim—dijo luego a su siervo—, recoge esacabeza y llénala de alcanfor, y enciérrala en elcofre rqás rico.

Quiero que vuelvan a sonreír, una vez siquieraantes de expirar, los labios del viejo Almanzur.

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EL ÚLTIMO ABDERRAMANA sidl-Ahmed-el-Muai, al grande

y noble poeta, gloria del Islam.

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El misterio de las constelaciones se rasga, porfin, ante los ojos atónitos, desmesurados de expec-tación, del príncipe Abderramán-ben-Abdemelic-el-Omeya, último descendiente de la más noblefamilia de Koreích, discípulo del sabio Alí-ben-Jusuf-el~Galid, ilustre hijo de Córdoba, cuyas ta-blas astronómica sirvieron de pauta a las del céle-bre rey de los cristianos Alonsoben Ferdéland.

El rostro pálido, consumido por la fiebre detenaces vigilias, se inclina ávidamente sobre lasamplias tiras de piel de rinoceronte, donde signosmágicos trazan tortuosos caminos de serpientes.

La vieja lámpara de bronce, trabajada a cincelcomo una joya, hermana de las cuatro mil sete-cientas que alumbraban la gran Aljama de Córdo-ba, pendiente por salomónicas cadenas de platade la alta bóveda encristalada, arroja una luz lí-vida, casi sangrienta, nublada a veces por el re-vuelo de algún murciélago, sobre el amplio ta-burete de cedro incrustado de marfil y gemas,todo cubierto de rollos de pergamino y astrolabios.

El trémulo resplandor de la luna envuelve elresto del atrevido Observatorio que el genio deAzhuna levantara sobre la torre más soberbia de

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la Alhambra, como un penacho de pedrería sobreun turbante real, en un rútilo ensueño de platafosforescente.

—jBendecido el nombre del Señor! ¡Acatadossean sus designios!—murmura jubilosamente eljoven príncipe.

La bella testa varonil se alza triunfal.Los grandes ojos rasgados, donde la noche en-

cendió la negra hoguera de sus ébanos profundos,se dilatan bajo las negras pestañas, como si qui-sieran absorber en sus retinas toda la luz de laLuna y la celeste claridad de la Hora.

Por los abiertos ajimeces asciende, con la lumi-nosa polvareda estelar, el ensueño múltiple, fas-tuoso 3' primaveral, de la ciudad dormida a lasombra de sus mil torres, de sus murallas cubier-tas de hiedra, de sus cármenes desbordantes deflores.

La música de las fuentes, de las innumerablesfuentes de la Alhambra, perla la noche de frescu-ra. Se !a siente gotear, filtrarse palpitante en lasentrañas removidas de la tierra fecunda, y correrpor las venas de la sombra, como la sangre fragan-te y fabulosa de una eterna juventud. Los ruise-ñores asaetan el espacio con su voz de cristal yde suspiros, desde los jardines de los Adarves,en los kioscos de la plaza de los Aljibes, entre loscipreses y los naranjos de los maravillosos patiosdel Alcázar, y más abajo, en todos los cármenesque desbordan sobre el Dauro sus vivas canastillasde flores. Y sobre tantas bellezas, desde los astrosperennes y rutilantes, los arcángeles del Silenciodescienden por gráciles escalas de plata, con el

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índice en el labio, recogidas las alas, plegadas lastúnicas, cautos los pasos, para no turbar el frágilencanto del misterio nocturno.

Las hogueras de las atalayas parpadean comopupilas vigilantes que luchan con el sueño, entreel verde profuso de los huertos y las manchas te-nebrosas de los bosques abruptos. Y más allá,rasgando el cielo con su casco de plata, se elevala Montaña de la Nieve, como un centinela quecustodia el sueño de la ciudad predilecta de Allah,la sultana de Occidente, de esa ciudad cuyo nom-bre es frescor de aguas y dulzura de mieles, deGranada la Bella.

Bajo el doble arco de la puerta, aparece lapatriarcal figura de Ali-ben-Jusuf-el-Galid,

Su luenga barba blanquea flutuante a lo largodel amplio ropón de seda carmesí franjeado deoro.

Bajo la nieve de] turbante, la negra voracidadde sus ojos proyecta sobre el rostro escuálido unasombra de austera gravedad.

—¡Alabado sea Allah, clemente y misericor-dioso! Su magnificencia derrame sobre tu frente,¡oh, Abderramán, hijo de reyes, descendiente delProfeta¡ todos los bienes que prodigó a manos lle-nas sobre tu estirpe!—murmuró despacioso, incli-nándose en una profunda reverencia, hasta sentirla frialdad del pavimento bajo la palma de susmanos.

El joven se abalanza a su encuentro, no pudien-do contener la impetuosidad de su impaciencia,como si la llegada imprevista, casi providencial,del sabio Haiiz pudiera aportar a su espíritu atri-

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bulado la palabra milagrosa que serena los maresy hace que se detengan, jadeantes los flancos y su-dorosas las crines, los suegros corceles de la tem-pestad.

—Ve, Alí, lo que arrojan estos cálculos. Descifralos inmutables designios de las estrellas—la voz serompe de emoción, y ante los ojos febriles y pro-fundos del anciano, las manos trémulas desen-rollan torpemente las largas tiras de piel de rino-ceronte, cubiertas de fórmulas astrolábicas.

Alí-ben-Jusuf las examina atentamente, una poruna, escudriñando el signo más fútil.

El silencio es ian profundo, que se oye el latirviolento y presuroso del corazón, y hasta el ja-dear del aliento entre los finos labios mordidos deimpaciencia.

—Príncipe—interrumpe el anciano—los sellosse han roto, y el libro de la Verdad, el libro escri-to con caracteres de fuego, va a abrir sus páginasante tus ojos mortales. ¿Podrán tus pupilas leersin deslumhrarse? ¿Estarán suficientemente purostus oídos para escuchar el eco de la palabra divina?

—Jamás dejé de cumplir los preceptos korá-nicos. Tú sabes que mis ojos sólo se abrieron parala adoración de Allah y que mis oídos sólo oyenlas máximas y las alabanzas del Altísimo.

El índice de Ali-ben-Jusuf señala, uno por uno,los signos cúficos escritos sobre la piel encerada.

—Este cometa cuyo caudal de luz se extingueentre la polvareda de plata de los astros, presagiael fin del Islam en estas fértiles tierras que nues-tros mayores fecundaron con sangre y abonaroncon sus propios huesos. Esta estrella luciente, de

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una pureza de luz única, que fulgura como un dia-mante, entre la constelación del León y de lasVírgenes, predice un hombre puro: un corazón deleón en cuerpo de virgen.

El sólo puede detener la ruina de nuestra ley.Sus labios puros sabrán decir la palabra salva-

dora y su brazo de león será capaz de esgrimir vic-toriosamente la corva cimitarra del Profeta.

Los arcángeles del Señor nos abandonan horro-rizados de tantas iniquidades.

Hemos confiado a los ineptos los bienes que elSeñor encomendó a nuestro cuidado. Los ambi-ciosos son como el mar, que con todo vientose alborota.

Nuestros brazos se han cansado de acuchillar anuestros propios hermanos, y ya no pueden resistirel golpe de nuestros enemigos. Córdoba, Sevilla yMurcia han caído en poder de los cristianos.

Nuestras taifas vagan desordenadamente por elNorte de El-Mogreb. Todo parece presagiar unpróximo desastre. De Arabia y de Persia, hombrespálidos por el terror, llegan presurosos a reclamarel auxilio de nuestros brazos. Las armas cristianasse aprestan a conquistar nuestros dominios. Susgaleras llenan el mar, y son tan innumerables, quelos mástiles proyectan en las olas las mismas som-bras que los espesos bosques sobre su tierra debrumas. La polvareda que levantan sus patrullasnubla el sol y ensombrece los caminos, de naran-jos y tamarindos, que conducen a Damasco, y lasespadas y las cuchillas de los bárbaros se afilanen las mismas piedras que hicieron relampaguearlos cascos de nuestros corceles victoriosos. La

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cruz se proyecta en las arenas de nuestros desier-tos, y acaso dentro de poco abrirá también susbrazos sobre los santos minaretes de la Kaaba,como los ha abierto ya en la gran Aljama deCórdoba.

Abul-Beca, el gran poeta de Ronda, lo ha dichoen estas lágrimas que la religiosidad de Alhamarhizo suspender de los alicatados de su cámara, re-cordándole el dolor y la vergüenza del Islam:

Ahora nuestras mezquitas trocáronse en iglesias:sólo brillan en ellas la cruz y las campanas,y nuestros almibábares, aunque de duro lefio,lloran nuestras desdichas y se anegan de lágrimas.

Necesitamos un caudillo que. se imponga sobretodas las rivalidades, que congregue en torno desu estandarte todas las banderas, que ordene nues-tras almofallas y las conduzca a la victoria. Túeres joven y fuerte. Tu puedes ser el elegido delSeñor. Descendiente del Profeta, tu sangre es máspura que la de los kalifas de Damasco y la de losemires granadinos. Mi fidelidad te ha criado en lasprácticas de las más santas máximas del Koran:

«Aléjate del ignorante y teme su contactos Underviche sale por sí mismo de las olas. Un sabiosaca también a los demás.

Te aislé de todo; y para estar más cerca deDios me encerré contigo en una vieja fortaleza delas inexpugnables Alpujarras, entre los restos dela gran biblioteca de Córdoba, que íundó la mag-nanimidad del kalifa Alhakemben-Abderramán, yque tus padres custodiaron con el mismo fervor

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que se guardan en Meca las reliquias de Ma-homa.

Toda la ciencia acumulada en mí, por tantas lu-nas de estudios voraces, la fui volcando como elánfora de un río caudaloso en el mar ávido y pro-fundo de tu espíritu. Un tenaz presentimiento meadvertía que vigilase en ti al más alto destino denuestra raza. De todos los descendientes del Pro-feta, tú sólo puedes ser el elegido, por la doblevirtud de la sangre y de la inteligencia. El sabioAbulfaragí-el-Isfahani pareció presentir tu valor,cuando escribía:

«La luna del Islam tendrá un eclise; los pastores,atemorizados, abandonarán el rebaño, y los loboscaerán sobre él en furiosas manadas. Pero de tie-rras de Occidente vendrá un leoncillo, cachorrodel más noble linaje de Hegiaz y, para mayor gloriadel Altísimo, ahuyentará a los lobos y pondrá abuen recaudo el rebaño.

Tú puedes ser el cachorro de los viejos leonesque cantó el poeta de El Aganir. Tu brazo es elmás fuerte y tu pierna la más ágil. Puedes detenerun carro de combate sólo con afianzarlo por el ra-yo de una rueda. Eres capaz de desjarretar un toroy vencer a los caballos del viento. Podrías cazar¡os halcones al vuelo. Hice tu carne dura como elgranito de nuestros montes, y tu alma blanda comola arcilla de. los alfareros de Fajalauza, que dejaimpresa la menor huella. Tu inteligencia no tienemás límites que Dios.

Has buceado en el mar de lo infinito y sales deél con las manos colmadas de todas las perlas de lasabiduría. Como el rey Salomón, conoces la músi-

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ca de los astros y lees en ellos como un quiro-mante egipcio en las rayas de las manos.

Has sido conducido a la cima de un monte paraoir la palabra que no se olvida nunca y es la mejorguía de los pueblos. Y serás introducido por Diosen los jardines ricamente regados por límpidas co-rrientes de agua perfumada. Llevarás brazalete deoro y de perlas, y el forro de tus vestidos será delbrocado más rico. Las falanges angélicas se abriránpara que pases. Los más gloriosos caudillos arroja-rán a tus pies sus cimitarras, y los profetas ie sen-tarán entre ellos, en sus mismos tronos de pedre-ría, fulgentes como relámpagos, como incendios deiris. ¡Tú puedes ser, oh, Abderramán, el gloriosorestaurador de la Ley!»

El acento del anciano tiene una solemnidad pro-fética, y sus palabras, armoniosas y graves, vancayendo en el silencio sonoro como un desgranarde sartas de perlas sobre un joyero de cristal deroca.

—¡Oh, Alí! ¡Si no te engañases! ¡Si fuera esa lapredicción de los astros!—exclama el joven prín-cipe, dejándose arrastrar como en un torbellinopor el orgullo de su destino soberbio,

—¡Oh, Abderramán; ten fe! Cierra ios ojos hastaque los párpados te pesen como de plomo, y lán-zate violentamente al abismo que el Destino abreante tus plantas. Dios sabrá conducirte, y con losojos cerrados verás lo que no vio mortal ninguno.

Si dudas, se apagará la lámpara que el Cíelopuso en tus manos; la lámpara maravillosa que te

• hará ver todos los tesoros del mundo, aun aquellosque yacen sepultados en las entrañas de la Tierra.

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Haz cuenta que atraviesas un puente frágil entredos precipicios. En cada mano llevas una copacolmada de agua. Y a la menor flaqueza tuya lascopas se desbordarán. Sé fuerte y confía ciega-mente en Dios.

Cuando la Providencia te pone en las manos lacuerda de la felicidad, todas las criaturas concu-rren a hacerte feliz. Tus mismos enemigos te ayu-darán. En cambio, si la desgracia te persigue nadapodrá librarte de ella. No está seguro el infelizaunque se encarame a los nidos de las águilas, nievitará las saetas del Hado aunque se suba a lasestrellas. Así lo quiere el que todo lo puede.

Ten confianza en tu estrella. No palidezcas ja-más ante los demonios que te asalten para hacervacilar tu fe. Los arcángeles estarán contigo paradefenderte con sus escudos de diamantes y desba-ratar las legiones de Eblis con sus espadas de fue-go. Dios sembrará el terror en las filas de tus ene-migos. Y tú les golpearás en la nuca hasta que tedejen franco el paso.

—¡Oh, si todo se redujese a aplastar de un maza-zo al gigante más terrible, custodio de los tesorosdel Destino; a derribar de una lanzada al dragónmás violento!... Mi estirpe brillaría más fúlgida queel Sol en el zenit. Mi mano sabría sostener el es-tandarte verde del Profeta, como lo sostuvieronmis antepasados los califas de Oriente y los emi-res de España. Y de nuevo el tropel victorioso yveloz de nuestros corceles aventaría el polvo delas estepas castellanas. Y los muros de Córdoba,de Murcia, de Toledo, de Sevilla y de Valencia, severían coronados por los turbantes del Heguiaz, y

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nuestros gritos de guerra aullarían como loboshambrientos en las gargantas de las guájaras y des-filaderos, camino de Afranc.

Y en el frenesí de la exhaltación, sus ojos ar-den, su faz se transfigura, como s¡ pasase entre elpolvo y el Sol y los relámpagos de las armas, unglorioso desfile de banderas triunfantes; y el cuer-po ágil y esbelto se esculpe con relieve heroicobajo la plata de la Luna.

Sólo le falta la espada de fuego para semejarasí, con toda la impetuosa belleza de la juventudy de la fuerza y entre el flotante desorden de lasvestiduras blancas, el Arcángel externsinador yviolento que en el combate de Bedre luchó al ladode Mahoma, y en los tiempos patriarcales alimen-taba la cólera de los Profetas centenarios.

—Príncipe, tú puedes ser el elegido del Señor.Los astros lo presagian. Pero siempre tu corazónde león ha de latir en un pecho de virgen. Jamástu boca se ha de profanar para que sea digna de laverdad y el aliento divino pueda salir de entre tuslabios sin mancharse,

¡Que tus ojos mortales no vean más belleza quela de tus sueños! ¡Que tu pie vencedor aplastesiempre a la serpiente y a la mujer que intentendetenerlo en su camino! La serpiente es la conde-nación eterna. Y los muslos y los brazos de la mu-jer se han hecho para que se enrosque en ellos laserpiente. Los besos nos dejan exhaustos de san-gre heroica. Si vas a la Meca en peregrinación,más que a la aridez del desierto y a las zarpas delas fieras y a la mortal embriaguez del Sol, debes te -mer al encanto verde y venenoso de los oasis fio-

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ridos que fingen los demonios para la perdición delos buenos creyentes. Quien se duerme al arrullode sus aguas, bajo la frescura de sus palmeras, nobesará jamás la piedra negra de Kaaba, ni sus ojosse abrirán de nuevo a la luz, ni sus oídos escucha-rán más que los chillidos de los reprobos y el cas-tañetear de dientes de los condenados. Sé puroy serás fuerte... Corazón de león en pecho devirgen.

Estremece el silencio un repentino florecer derosales de cristal.

El cielo se dilata, hasta hacerse cóncavo comouna copa, para recoger en sus paredes hasta la úl-tima vibración musical. Y una voz femenil, des-mayada de ardor, canta a lo lejos, acompañada dela guzla, tras los ajimeces calados del mirador deLindaraxa, una canción de amor, donde todos losleones del Deseo abren sus rojas fauces, ávidos desangre tibia y de carnes virginales.

Sobre el jardín ¡a Noche es unafragante y tibia invitación.¡Ven a soñar! Plata de lunatiembla en el mármol del balcón.

La brisa, es como el tibio alientode un rojo labio sensual.El surtidor, desgrana el vientosus frescas sartas de cristal.

Amor, reclina con perezaentre mis senos tu cabeza.Tiembla el luar sobre tu tez.

y en sus blancuras pasajerasson más profundas tus ojerasy más mortal tu palidez.

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II

Vistosas cuadrillas de esclavas, ataviadas conlas más ricas telas de Oriente, envueltas en gasasflotantes tan sutiles como el aire, invaden con laalegría de su juventud y de su belleza, la caladagalería del patio de los leones. Entre risas y can-tares desfilan todas bajo el airoso arco de la Salade las dos Hermanas, conduciendo en artísticascanastillas de mimbre las flores más frescas delos jardines del Alcázar y los más sabrosos frutosde los huertos de la vega.

Sobre repujados azafates de plata, el iris de losvelos trasparece a la luz, y las joyas más fúlgidasrejampaguean como un tesoro astral entre la púr-pura y la seda turquí de los cincelados coírecillospersas.

Todas atienden por los más bellos nombres:Noemia, Rahdiá. Sobeida, Bohia, Kethira, Saida,Zahra, Malíha; nombres que expresan en su poéti-ca dulzura todo cuanto de gracioso, apacible, ri-sueño, claro, fecundo, florido y feliz existe sobrela Tierra.

En los cabellos oleosos tintinean zéquies; enlos tobillos y etilos brazos desnudos, fulguran lasajorcas y brazaletes, y en torno de los cuellosgráciles centellean los collares. Y mía música deoro acompaña el ritmo de sus pasos sobre el so-noro pavimento de mármol de Macael. A un lado

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de la estancia se oculta, bajo un soberbio pabe-llón de damasco carmesí recamado de perlas yprotegido'por los blancos pliegues de un suntuosotapiz de Siria, el estrecho arco del pequeño Alha»mié, destinado al reposo de la bella favorita delemir.

En los ángulos de la sala se destacan otros cua-tros arcos que, en unión de veinticuatro colum-nas esbeltas y gráciles como palmeras de piedra,sostienen la amplia bóveda resplandeciente, re-cubierta de pequeñas cúpulas con fúlgidas estre-llas de colores, y rodeada de diez y seis ajimeces.

Por las tenues celosías esmaltadas, el incendiosolar se filtra en temblorosas ráfagas de luz, dan-do a la estancia el aspecto fantasmagórico de unagruta de estalactitas sorprendentes que fingenolas irisadas de un lago de encanto, nubes de en~cajes e isias trasparentes de ágata y madreperlas.Y las frágiles siluetas de las esclavas tejen entreellas, en un fluctuar alado de gasas y de tules, losmisteriosos giros de una danza de hadas.

En pequeños cuadros, formados con cintas yhojarascas, campean esculpidas las armas de Al-hamar. Un escudo con campo de plata, que atra-viesa diagonalmente una banda azul, cuyos ex-tremos sujetan heráldicas bocas de dragones.En la banda resplandece la empresa de los naza-ritas, escrita en letras de oro: Allah galib illalah, (Sólo Dios es vencedor).

Y por tocias partes serpentean elegantes carac-teres cúficos, prodigando alabanzas al gran Emir,repitiendo versículos de las suras koránicas e ins-piradas estrofas de los más célebres poetas. O na

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inscripción dice: «Alabado sea el Sultán alto, for-taleza del Islam, decoro del género humano, llu-via de generosidad, rocío de clemencia para lospueblos, león de la guerra, defensa de la fe, elvencedor por Dios, el ocupado en el camino deDios, Abu-Abdala, Mohamed-ben-Jusuf-ben-Na-zar-el-Ansan. Ensálcele Dios al grado de los altosy justificados y coíóquele entre los profetas, jus-tos, mártires y santos.>

En otra refulgen estas sagradas máximas korá-nicas: «Todo lo que hay en la Tierra pasará.Sólo la casa de Dios permanecerá rodeada de es-plendor y de gloria. Los que temen la majestad deDios tendrán dos jardines. Ambos están ornadosde bosques. Y ambos tienen dos fuentes más ydos especies de cada fruto. Los frutos de los jar-dines estarán al alcance del que quiera cogerlos.Y allí habrá vírgenes de modesta mirada, seme-jantes al jacinto y al coral, que no fueron tocadasnunca de genios ni de hombres. Descansarán re-clinados en alcatifas, cuyos forros serán del bro-cado más rico... ¡Bendito sea el nombre del Señorlleno de majestad y de generosidad!»

En algunas se entrelazan estrofas galantes losgenios más preclaros, como esta de Abdala-ben-Xamri, a propósito de la contienda de los collares,famosa en la corte de Abderramán II:

Más al collar avaloray a sus preciosos jacintos,Ja que en esplendor excedeal Sol y a la Luna unidos.

Siempre la mano de Diosóslenla raros prodigios,

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pero como éste, ningunohumanos ojos han visto.

¡Oh, perla por Dios formada!Ante tus puros hechizos,juntos el Mar y la Tierraceden perlas y jacintos.

El diamantino desgranar de los surtidores sobrelas anchas tazas de jaspe, el sordo y lejano abe-jear de las brisas entre ios arrayanes del patio yel trasparente rocío de esencias que desciendegoteando de las altas cúpulas, evocan la imagenhúmeda y sonora de una tenuísima lluvia de per-las dentro de fabulosa concha de nácar. Con so-brado motivo, el genio de Azhuna llamaba a estamansión de portentos el Alcázar de las Perlas.

Las esclavas desfilan risueñas y ágiles, carga-das de ricos dones, y la luz centellea y borda ara-bescos policsomos en los cabellos, en las túnicasy en las joyas como en un mar cambiante de sedasy de gasas, de púrpura y de oros.

Y allá, en el fondo del arco de la izquierda, seve, sobrenadando en un difuso crepúsculo de es-meraldas, abierto sobre la fragante primavera delos jardinas perennes, y sostenido por sus mar-móreos y esbeltos ajimeces, el mirador de Linda-raxa, éxtasis del alma y embriaguez perpetua delos sentidos.

Suavizan la dureza del pavimento de pórfido,muelles y suntuosas alcatifas persas, donde losmás bellos ensueños del Amor y dp la Guerra sedibujan nítidamente entre la monstruosa lujuriade la ñora de Oriente.

En esmaltadas medallas refulgen caprichosas

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inscripciones alabando la belleza de esta estancia,En una, se le llama «Fuente clara», en otra,

«Mar ondulante». Y, en efecto, el mirador semejauna límpida taza de alabastro, donde chispeanlas ondas azules de un transparente lago de zafi-ros, o las olas verdes y cristalinas de un mar se •reno donde los reflejos de las nubes se irisan enrelámpagos de amatistas, en fulguraciones de per-las y en incendios de corales.

Por el doble arco central, que se eleva majes-tuoso entre otros dos más sencillos abiertos a suscostados, fulgura el azul luminoso del cielo mati-nal y el verde sombrío de las copas triangularesde los altos cipreses.

Frente a este divino panorama se extiende unamplio diván de raao turquí, bordado de oro yperlas, donde, reclinada perezosamente sobre blan-cos cojines, reposa Leila Hassana, la bella favoritadel magnífico, animoso y prudente Muhamed II.

En torno de ella, grupos de esclavas de diver-sos países se afanan por servirla.

Vírgenes nubias pulsan arpas de ébano, y elnegror de las arpas es menos fulgente que el desus miembros desnudos.

Gubias cristianas tañen melodiosas guzlas decedro y palosanto.

Voluptuosas almeas se desmayan en los lúbri-cos giros de la danza morisca.

Egipcias de piel de bronce y grandes pupilasde gacela, cantan con extenuante dulzura las lin-das estrofas que el poeta Taglebi, famoso en Cór-doba en la corte de los últimos Omeyas, improvi-sara ante el manojo de frescas rosas que en límpi-

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do vaso de cristal, purpúreo por el color de las flo-res, le ofreció un campesino en los feraces alrededores de Bagdad:

La rosa ocupa su trono,pues su imperio nunca acaba...Todas las flores son tropasy la rosa es la sultana.

Otras esclavas, doncellas sirias y griegas, ára-bes y hebieas, le presentan canastillas colmadasde flores, cestas desbordantes de frutas, las levesgasas en que ha de envolverse al salir del bañolos óleos fragantes que ungirán sus cabellos, y lasfastuosas tocas, y las espléndidas alhajas con quese ha de ataviar para presentarse ante los ojos ce-losos y amantes del emir.

Y todas se disputan el honor de arrancarle laprimera sonrisa.

La sultana, indiferente a tales homenajes, conti-núa inmóvil, cerrados los párpados, cruzadas lasmanos sobre el pecho, como si respirase aún elperfume vaporoso de las adormideras del últimosueño.

Sella su frente la blanca palidez de los mármo-les pulidos por la Luna.

Las mejillas son huertos floridos de auroras; lossenos, nidos de torcaces impacientes; los labios,granadas recién abiertas que gotean mieles y bál-samos, y los ojos, grandes y profundos, como no-ches tenebrosas relampagueantes de insaciablesdeseos.

Su piel tiene ese tono dorado y cálido de los dá-tiles que maduraron al sol, y sus cabellos, largos

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y ondulantes, el negror agorero que azulea en lasalas del cuervo.

Y todos sus miembros, potentes y tersos comoun arco de combate, recuerdan la ágil elasticidad,la gracia móvil y terrible de las fieras más bellasdel Desierto.

En torno de su frente se desangra una diademade rubíes, y alrededor del cuello se enrosca, comoen el árbol del Paraíso, una serpiente de pedrería.

Los pliegues de su traje, vaporoso y purpúreo,son como llamas, como lenguas de fuego que laacarician, dejando trasparecer a veces la mortalfascinación de sus carnes desnudas.

Los braraletes que ciñen sus brazos y las ajorcasque agobian sus tobillos, acompañan sus más levesmovimientos con una tintineante música de oro.

El calor empieza a ser sofocante. Asciende delos jardines un vaho cálido y pesado de labios fe-briles que se besan hasta desfallecer un perfumeintenso y penetrante de cálices que se deshojanlentamente tostados por el sol.

A lo lejos, trasponiendo los divinos pensiles delAlcázar, con sus torres bermejas, con sus minare-tes resplandecientes de azulejos y sus azoteas flo-ridas, flota Granada, como el sueño de una ciudadfantástica nadando en un océano de olas escarla-tas y playas de nácares.

Se oyen lejanos relinchos de corceles, chocar dearneses y estrépito de atambores y áñafiles. Sonlos jinetes de la guardia real, que suben a la Al-hatnbra, bajo túneles de verdura, entre el frescorde las fuentes y el estremecimiento de las frondasagobiadas de nidos.

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Y ligeras nubes de polvo humean en el azul,nublan el sol y proyectan fugitivas sombras en elrigido verdor de las cipreses.

De súbito, Leila Hassana entreabre los párpa-dos. Su mirada vaga largo tiempo acariciante ysoñolienta en torno de cuanto le rodea, y se detie-ne bruscamente en los pebeteros, cuyas copas flo-recen como lirios de oro, sobre trípodes de bron-ce, en los ángulos de la estancia.

—¿Dónde están las esclavas encargadas del in-cienso y de la mirra? ¡Que traigan pastillas de ám-bar y de áloe, de sándalo y de benjuí, para disipareste ambiente sofocante y pesado!

Su voz es tan dulce, que podría ser acompañadapor las arpas de oro de los arcángeles.

Las esclavas se apresuran a cumplimentar susindicaciones. Manos expertas extraen del fondode preciosas cajas de madera aromáticas, con mo-saicos de marfil, las más ricas esencias de Orien -te, y las derraman sobre la brasa viva de los pebe-teros.

Una nube tenue y azulada como esos ligeros va-pores que a los primeros rayos del Sol se elevande los cauces umbrosos de los ríos y de las riberasde los lagos, envuelve lentamente, en un flotantesortilegio de bruma, la luminosa paz del apo-sento.

Y a través del humo, las figuras aparecen inde-cisas y trémulas, como nadando en las neblinas deun sueño maravilloso y matinal.

La sultana permanece absorta, en una inmovili-dad grávida de éxtasis, arrullada por las músicasy los cánticos, y aspirando por todos los poros de

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su cuerpo la acritud embriagante de los perfumesque en serpientes de humo se escapan, persi-guiéndose y enroscándose, hinchándose y desha-ciéndose, de los áureos pebeteros.

Sobeya, la esclava predilecta, se arrodilla a suspies, y cogiéndole en una humilde caricia las ma-nos agobiadas de anillos, suspira con una dulzuracasi maternal:

—¿En qué piensa la perla de Granada, la rosade Andalucía? ¿Por qué los soles de tus ojos nosniegan sus rayos; y ni las notas del arpa, ni el re-lampaguear de las joyas, ni la fragancia de las flo-res, ni los cantos de las esclavas, logran arrancar-te, cual otras veces, una sonrisa de satisfacción?Habla, ¡oh, sultana! Y tus siervas, con sus largosabanicos de pavo real, con las más dulces melo-días, con los tulipanes más bellos de Oriente, ahu-yentarán tus nostalgias. ¿Quieres que distraigan tusomnolencia las más complicadas y lascivas dan-zas de Armenia? ¿Deseas escuchar los relatos ma-ravillosos que encantaron al kalifa Hairum-el Ras-xid, en sus pensiles de Bagdad? Habla, y la dulzu-ra de nuestras voces acordes a los sones de losinstrumentos más armoniosos, te irá relatando,uno por uno, todos los fabulosos cuentos que libra-ron la vida de Scherezada...

—¡Oh, Sobeya, mi esclava favorita, nada existeen el mundo que pueda borrar de mi imaginaciónlos recuerdos del sueño que aún me enajena!—murmura Leila Hassana, dejando caer las palabrascomo las perlas de un collar que se rompe, comolas tembladoras notas de una gaita muzárabe.

Las esclavas enmudecen y, agrupadas a su aire-

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dedor, se inclinan para respirar mejor el alientomu sical de sus labios.

—Cuando la claridad azul del alba brilló en losmuros calados de mi alhamie y empezaron a dibu-jarse las inscripciones de oro que le adornan, saltédel lecho, a buscar en el patio de los Arrayanesun poco de reposo para mi alma, poseída aún porlos espíritus de la Noche.

Mis manos, ardientes de fiebre, se sumergieronen las frescas aguas del estanque, para cumplirlasabluciones matinales.

En el fúlgido espejo enmarcado de verdes arra-yanes perlados de rocío, palpitaba en trémulas rá-fagas el encanto misterioso del patio, con sus co-lumnas prodigiosas, con sus cúpulas resplande-cientes de estrellas de oro y sus muros rutilantesde espumas multicolores. Y las aletas de los peces,al girar ondulantes, iluminaban estas fantásticasvisiones con fugitivos relámpagos de púrpura.

Una aurora más bella, más amplia y más ruti-lante, parecía florecer en el fondo de la piscina, di-fundiendo en las aguas una rosada claridad denácares.

Pero ni la frescura del agua, ni la belleza so-brenatural del patio, ni los gorjeos de las golon-drinas posadas en los azulejos de la cornisa, nitanta claridad, ni tantos perfumes como venían enla brisa pudieran disipar en mi alma las últimassombras de la noche.

En el mirab de la Mezquita, tras las caladas ce-losías, asistí como de costumbre a la Azala Azohbí,la más dulce de las oraciones. Y aunque mis ojosse alzaron al Oriente, y aunque mis labios dejaban

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escapar maquinalmente los divinos versículos delas suras del Profeta, mi alma permanecía alejadade mi cuerpo, hundida en un mar de deliciasinefables, como flotando con los últimos jironesde las neblinas matinales, entre la Tierra y elCielo.

Después, me dirigí a este esbelto mirador, ávidade reposo. Mas todo fue inútil.

Ni vuestras músicas, ni vuestros cantares, ni elresplandor de esos tesoros de joyas, ni la fragan-cia de esas flores, ni la contemplación de esc? di-vinos panoramas han podido borrar de mi memo-ria los recuerdos de mi maravilloso ensueño. Dor-mía envuelta en mi túnica de uno, sobre almoha-dones de damasco, bajo pabellones de púrpura, ene! misterioso alhamie que el emir de los creyentesdestina a su esposa favorita.

Mi cuerpo era como una de esas raras flores delos ríos sagrados de la India, que flotan abiertas ala Luna sobre la plata ondulante de las aguas.

Bogaba en un mar de delicias inenarrables.En el aire, en el agua, en todo se abrían labios

voraces para besarme, hasta dejar exhausto micuerpo en una muerte de suaves languideces. Y lacorriente me arrastraba en un balanceo de seda, alo largo de florestas encantadas sobre ciudadesfabulosas, hundidas bajo las aguas, con sus cúpu-las de coral y sus minaretes de topacios, y todaslas estrellas, con sus ojos de esmeraldas, se aso-maban al azul del cielo para verme pasar envuel-ta en velos de plata viva, como dormida sobre unáureo canastillo de flores de espuma.

De pronto, un eco indescriptible, como escapa-

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do de un arpa celestial, pasó zumbando en el aire,como esos abejorros de oro que rozan con sus alasligeras nuestra frente presagiándonos la felicidad.

Y se sucedieron las notas con un batir de alasque escapan hacia un rayo de luna; y brotaron lascadencias, acariciantes y fugitivas, como los dedosde los arcángeles entre los cabellos de los santos.

Y bajo el enjambre sonoro, mi cuerpo entero fuecomo una armonía intraducibie, no escuchada ja-más por oídos mortales. A sus compases, se fueronabriendo ante mis ojos las puertas de oro de alcá-zares encantados, de ciudades sepultadas, de sub-terráneos tesoros, como si en torno mío girasenarmoniosamente todas las maravillas del mundo.

La música se extinguía con la fugacidad de esosperfumes que avenían las brisas, al deshojar loshuertos del Otoño.

Y me encontré de repente en un jardín comojamás soñaron los poetas.

El suelo estaba enarenado con polvo de diaman-tes, con aljófares de astros, y al roce de mis san-dalias vibraba como la caja sonora de un instru-mento bien templado.

Los árboles eran de oro, las hojas esmeraldas ylos frutos de rubíes, de jacintos, de amatistas y deotras gemas de colores y tamaños nunca vistos.

Flores maravillosas se abiían como llamas,como círculos de resplandores; y el plumaje delas aves relampagueaba con todos los maticesdel iris.

Las fuentes eran de ágata, de topacios y de ám-bar.los surtidores de perlas ylas corrientes de plataviva. Y los árboles, las flores, los pájaros, las bri-

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sas y las fuentes hablaban un idioma inexpresablemás dulce que el son de las cítaras.

Sentí rumor de pasos precipitados, y mis ojoscegaron como ante una aparición divina.

Un arcángel, el Arcángel de la Venganza, elmismo que, cabalgando en la yegua Haizun, ar-mado con su casco de fuego y su alfanje de lla-mas, combatió al frente de una legión de queru-bes, al lado del Profeta, salió a mi encuentro y meestrechó en sus brazos.

Y sus manos, temblorosas de deseo, como lasde un novio, me condujeron a un templete res-plandeciente que se alzaba a la sombra de ungran bosque de palmeras de oro.

Los muros eran de calada malaquita, con cene-fas de granates y arabescos de turquesas y pie-dras de luna. La bóveda estaba formada de un,solo zafiro incrustado de estrellas de diamantes,que giraba y se curvaba corno un cielo. El lechoera del coral más sangriento y las colchas de púr-pura llameante.

Sentí en toda mi carne la palpitación de unoslabios de fuego, y un beso lento y largo, comouna eternidad, me fue absorbiendo vorazmentehasta dejar vacío mi cuerpo, sin sangre y sin alma.Y en las alas violentas de un amor imposible, vo-lamos abrazados, como sobre el roe de los viejoscuentos del Yemen, en un vértigo inconcebible,envueltos en torbellinos de luz o bajo pabellonesde tinieblas, sobie desiertos y ciudades rozandolos flecos de oro de las estrellas, y sintiendo aveces salpicar nuestros flancos la salobre espumade los mares hambrientos.

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Nos transmitimos nuestras más íntimas ideas,todo eso que no puede decirse porque es tan gran-de o tan sutil que no encuentro palabra que lo ex-prese, con una mirada voraz, con una sonrisa ex-tática, con un beso absorbente.

Fundidos en uno solo, vagamos, vagamos infa-tigables y ágiles como los genios del aire, hastaque un viento huracanado nos arrojó como náufra-gos a una playa encharcada de sangre, donde la»cabezas truncas de los degollados se abrían enmuecas de espanto, como cárdenos lirios flotantesen las aguas.

Abrí los ojos temblando de espanto.En los cristales de la alberca miré, con los ca-

bellos erizados aún de pavor, mi rostro pálidocomo el de esas enfermas que adolecen del maldel Cíelo y mueren sin que nadie conozca las cau-sas de su enfermedad.* Jamás podré olvidar el sueño de esta noche.

Llevo dentro de mis pupilas los negros y fierosojos del Arcángel.

Al recuerdo de sus besos hierve la sangre enlas venas, y mis entrañas se abren como las tierraspródigas al recibir la fecundidad caudalosa de losríos desbordados. ¡He sentido dilatarse en mitodas las felicidades del Cielo y de la Tierra!

La voz se hincha en un suspiro, y de nuevo des*fallece Leila Hassana sobre los almohadones deldiván.

Las esclavas, silenciosas, le rodean.Los instrumentos músicos duermen en sus cajas

de marfil y ébano.Las joyas rutilan en los estuches cincelados y

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algunas rosas se van deshojando lentamente den-tro de las canastillas de mimbre.

Se oye el zumbido sordo y tenaz de una abejaen torno de los cálices abiertos. De pronto des-garra el silencio el metálico clamor de una trompade guerra.

Pasa un rápido estruendo de armas y corcelesbajo el calado mirador. Y los atambores y los añafiles atruenan triunfalmente en la plaza de la Ar-mería, en los patio del Alcázar, y a lo largo detodas las torres almenadas de La Alhambra.

—¿Qué pasa?—murmura bruscamente la sultanaincorporándose en el lecho.

Las esclavas se asoman a los ajimeces.Son los correos que traen noticias de la guerra...Van tendidos, como flechas, sobre sus corceles

sudorosos, gritando: ¡Victoriat Y tras ellos galo-pan algunos caballeros armados.

La atlética figura del jefe de los eunucos aparece en el umbral, e inclinándose reverentemente,murmura con voz sonora:

—El magnánimo y poderoso emir de los creyen-tes, Muhamad-ben-Alhamar, se digna visitar a laperla de su harem, a la esposa favorita de su co-razón. Sus propios labios desean comunicarte lagran victoria que alcanzaron contra los infielesnuestras huestes acaudilladas por el principe Ab-derramán-el- Omeya.

Las esclavas se colocan presurosas en suspuestos.

Las guzfas y las arpas vuelven a gemir; una vozde ternura y de desfallecimiento entona una viejacanción de amor,

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Y Leila Hassana ensaya la más graciosa de lassonrisas al ver aparecer en el umbral, iodeado desus guardias y alcatifes, al gran emir, envuelto ensu sayo negro, y con la toca verde entrelazada congruesos hilos de perlas que ornó siempre la noblefrente de los hijos de Hegiaz.

Y a través del humo azuloso de los pebeteros seve todo como soñando en los cristales de un lagoencantado.

m

Ha terminado la oración del Alba. Granada, laDamasco de España, metrópoli de todas las ciuda-des de Occidente, emporio de traficantes, madrepródiga de artistas y de guerreros, se incorporaperezosamente al pie de las verdes colinas, comosensual odalisca que despierta sobre rica alcatifabordada con todos los matices de la Primavera.

Los primeros rayos del Sol, al reflejarse en lasperennes blancuras de la Montaña de la Nieve,arrojan vivos relámpagos de púrpura sobre las ne-gras cresterías de Sierra Elvira, haciendo resplan-decer los torreones bermejos del doble cmturónde fortificaciones que ciñe a la ciudad.

Las almenadas torres de La Alhambra se recor-tan nítidamente en él aire sereno, como si surgie-sen del fondo ondulante de un mar de esmeraldas.

Las últimas neblinas se esfuman en los mancho-nes verdes de los cármenes, y el oro fluido del Sol

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centellea en la fugitiva pedrería del Dauroy en losjoyeles de las innumerables fuentes, recatadas a lasombra de los arbustos floridos. Desde los esbeltosminaretes de las Cien Mezquitas, resplandecientesde azulejos, la voz jubilosa de los muezzines des-ciende sobre la ciudad, congregando a los fieles,en el nombre de Allah clemente y misericordioso,a recibir a las huestes que, al mando del príncipeAbderramán, regresan vencedoras de las armascristianas.

Las azoteas se pueblan de gentes cuyos ojosavizores escudriñan las atalayas de la vega.

En todas las calles desemboca, como el agitadooleaje de un río desbordado, una abigarrada mu-chedumbre. Desciende por las estrechas callejue-las, desde el alcázar regio, desde la casa de la Mo-neda, desde los mil palacios nobles que, rodeadosde jardines, coronan el Albaicín, inundando lamañana con la alegría frenética de sus gritos. Seprecipita, d esbordante de fausto, por todos lossenderos umbrosos de La Alhambra. Se encrespaen una onda muid color de turbantes y de alquice-les tendidos al viento, en torno de la puerta deBib-Aujar, para desplomarse torrencialmente a lolargo de la cuesta de los Gómeles, en un relampa-guear perpetuo de joyas y de armas bruñidasde sol.

El paso de la multitud hace retemblar los gigan-tescos puentes tendidos sobre el Dauro.

Da toda la ciudad convergen nuevas oleadas decabezas.

La alcazaba Cidid arroja sus laboriosos barriosde tejedores y mercaderes.

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La estrecha Cadima deja escapar su negra col-mena de infatigables hebreos, y hasta el Muror yla Antequeruela concurren también con sus humil-des habitantes.

La muchedumbre forma un remanso curuscantey ensordecedor en la plaza de Bib-Rambla, y sedesborda por las callejuelas de Zacatin y de laAlcaicería, buscando las puertas de la Vega. Y estemar humano invade toda la ciudad, se arremolinaen torno de las plazas, asalta todas las vías en unfrenesí de gritos y canciones.

Bajo la gloria del Sol, bajo el celeste resplandorde los cielos flotan los amplios alquiceles de losesclavos africanos; relucen los bronceados bustosde los guerieros etiopes; sudan luz las pieles lus-trosas de los potros cordobeses; relampaguean lasadargas, las picas y los cascos bruñidos; fulguranlos puños de los corvos alfanjes; se irisan los to-pacios que recaman los altos bonetes, y arde lapúrpura y llamea el oro de los ricos vestidos delos pajes. Y iodo parece multiplicar la claridad deldía, la luz, en una apoteosis mágica de colores yde tonos.

De los jardines floridos, de los cármenes rebo-santes de cálices y de los patios olorosos a ámbar,a mirra, a nardo, a todos los más acres y pesadosperfumes de Oriente, se escapa un vapor cálido yperfumado de lujuria estival.

Se mezclan y confunden en un mismo triun-fo de júbilo todas las tribus que pueblan la ciu-dad.

Los finos almaizales que velan el rostro de lasdamas, brillantes y transparentes como encajes de

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cristal, rozan las túnicas de lino y los blancos tur-bantes de los hijos del trabajo.

Tras las celosías, engalanadas de flores y decintas, relampaguean los ojos curiosos ds las oda-liscas.

Grupos de bayaderas, bajo el arco, lleno de ali-catados, con esmaltes y cifras de azul y de oro, dealguna plaza, arquean sus íoineados brazos, ba-lanceando las potentes caderas, mientras los piesdesnudos riman ágilmente sobre el mosaico delpavimento los voluptuosos giros de las danzasmoriscas.

Ancianos de luengas barbas blancas y mugrien-tas tocas raídas entretienen la impaciencia del pú-blic con juegos de cubiletes o rasgueando des-templadas guitarras.

Entre la estupefacción de los chiquillos se en-gullen largas tiras de estopa ardiendo o cantanviejas historias guerreras, en las que e! nombrede Almanzur campea con las más gloriosas ala-banzas.

Domadores de serpientes, sentados sobre suciasalfombrillas de pita, fosforescentes los ojos, cris-padas y convulsas las manos, ofrecen sus lenguasrojas al mortal aguijón, y los áspides se balanceande ellas, rítmicamente, a los somnolientos compa-ses de los tambores y de las flautas berberiscas.Callejeros astrólogos hebraicos predicen el porve-nir a cambio de algunas miserables monedas.

Apuestos mancebos hacen caracolear sus ágilescorceles, enjaezados con sedas, flecos, borlones yalharacas multicolores, bajo las celosías de sus da-mas. Y cuadrillas de alegres mozos y desenvuel-

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tas doncellas pululan por todas partes, tañendoguzlas y entonando amorosas canciones. Y todos,en avalanchas de color, se dirigen hacia la Vega,como si las ochenta mil casas de Granada arroja-sen de su seno en una embriaguez oriental depompa o de alegría, su medio millón de habitantes.

También el Zacatín, emporio de las glorias y delas grandezas de Granada, se siente poseído deesta fiebre de movimiento y de entusiasmo.

Desde la puerta de Bib-Rambla, cantada por lospoetas como teatro de cien fiestas, de corridas detoros, juegos de sortijas, carreras de caballos yamorosos galanteos, hasta la cancela labrada de laAlcaicería, se ve invadido por las oleadas de lamuchedumbre, que distrae su impaciencia con-templando las riquezas infinitas acumuladas en losmuestrarios de los bazares.

A un lado, los más hábiles joyeros ofrecen al-hajas de oro y plata de tan fina labor, que se di-rían tejidas con rayos de sol y reflejos de luna, re-torcidos brazaletes de esmeraldas y rubíes, diade-mas de topacios y de ópalos, collares de perlas ydiamantes, joyeles de amatistas y de zafiros.

Expertos cinceladores muestran suntuosas lám-paras de alabastro, búcaros y jarrones esmaltadosprodigiosamente y pebeteros donde el sutilísimoburil dejó grabadas flores de loto enroscándose entroncos de palmeras, ramas de cedro meciéndosesobre lagos serenos.

Los forjadores de armas enseñan corvos alfan-jes damasquinos, largas cimitarras, cotas de mallatan ligeras como impenetrables, jacerinas y bro-queles.

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Los relojeros exhiben relojes de arena y clepsi-dras, donde el tiempo se desgrana gota a gota.

Los tejedores cuelgan riquísimos tapices, fas-tuosas alcatifas, cojines de brocado, hermosos pa-bellones de lino, imitando en sus dibujos todos losprodigiosos mosaicos de las telas índicas.

Al otro lado, en otros bazares se ven largos tu-bos cilindricos por donde el astrólogo percibe losmás tenues movimientos de los astros; preciosasbrújulas, más gratas al navegante que el íulgorde una estrella en noche borrascosa; ligerísimashojas de papel de hilo, de seda y de algodón ycurioros manuscritos de ciencias y de artes, y ex-traños instrumentos de íisica y alquimias, retortasy sopletes, astrolabios y tablas geométricas yhierbas de la Sierra de la Nieve que curan todoslos males.

Profusión de sedas y de alfombras, encajes, pie-les y finísimas esteras de pita y de cáñamo, todoproducto de la vega granadina, trabajado en laciudad de las mil torres, todo salido de la fábricade tapices del Albaicín, de los telares de la Alca-zaba, de los talleres de curtidos del arco de Bib-Elvira.

En el bazar de Mahoined-ben-Hassan, el másfamoso mercader de la Alcaicería, un numerosogrupo de hombres comentan en diversos idiomaslos sucesos del día, la entrada triunfal de Abde-rramán, el júbilo del emir y la futura prosperidadde Granada. Son joyeros, navegantes, cincelado-res y ebanistas, judíos, genoveses, castellanos,provenzales, turcos, persas y egipcios. Muche-dumbre reunida un día en la ciudad común, en la

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opulenta y comercial Granada, para hacer acopiode sus mercancías y dispersarse mañana, como lahoja del árbol al ímpetu del huracán, en carava-nas, ya por las abrasadas regiones del África, yapor las populosas ciudades asiáticas o por los pue.blos bárbaros de Europa.

—¿Qué nación podrá competir con la perla áe\Occidente? — exclama Mahomed, acallando consu voz enérgica y sonora la gárrula algarabía delas voces extranjeras—. Granada tiene mil torresque la vigilan, y en cada torre un hombre que laguarda. Es inexpugnable como un castillo custo-diado por genios buenos. Sin embargo, sus puertasestán abiertas para todos y su hospitalidad no tie-ne límites. Dilo tú si no, Abraharn.

Tus compatriotas viven, bajo sus muros, máslibres que en las comarcas de Palestina. Tú losabes también. Pero Ñuño, mientras que en Cór-doba, Sevilla y en Toledo, los fieles creyentes queno tuvieron el valor de abandonar sus hogarespara venirse a tierras del Islam, sufren los másafrentosos vejámenes por parte de los reyes deCastilla, en Granada se os abren las puertas, se osremunera generosamente vuestro trabajo y hastase invita a vuestros caballeros a quebrar cañas ya romper lanzas con los más nobles hijos del Pro-feta, en las justas y torneos que se celebran enBib-Rambla.

Nuestra riqueza sólo se puede comparar a nues-tra liberalidad. Tendrá Chachemir, sedas; Goleon-da, diamantes; Ormuz, perlas. Podrá envanecerseel genovés con sus bajeles, el turco con sus perfu-mes, el castellano con sus catedrales, el provenzal

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con sus artistas; pero en Granada se concentratodo. En ella se acaparan los productos de todaslas ciudades. En Málaga y Almería, en Algecirasy en Adra, anclan los navios de los pueblos másremotos cargados de los más variados productosde la Tierra, y se dan de nuevo al mar, llenoshasta la escotilla, de las más envidiables mercan-cías. La vega produce todos los frutos necesariospara la salud del cuerpo y la embriaguez de lossentidos. La Sierra de la Nieve oculta tanto oroen sus entrañas, que se desborda para servir dearena a nuestros ríos. Las canteras griegas nosprodujeron mármoles y alabastros tan puros y ter-sos como los de Sierra Elvira y Macael.

jamás el Sol iluminó tierras más fértiles desdecielos más bellos.

Alfombras sirias, tapices persas, telas índicas,metales preciosos, abortan inagotablemente nues-tras extensas fábricas y nuestras profundas minas.Tenemos alcázares que envidian Bagdad y Da-masco; observatorios que taladran el cielo con susaltivos minaretes; incomparables academias dondese guarda, como un fuego sagrado, la sabiduría delos pueblos antiguos; bazares espléndidos dondepodemos ofrecer al mundo todo cuanto pueda so-ñar la más lúcida imaginación.

Os hemos dado la brújula para que podáis sur-car los mares, Hemos creado el papel para que laidea perdure y no sea sólo ráfaga de aire que pasasin dejar huella. Tenemos poetas que cantan nues-tras glorias; sabios que las aumentan; guerrerosque las defienden, y alarifes que nos traen a laTierra todas las hermosuras del Paraíso.

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La multitud continúa pasando, en un desfileondulante de banderas y gallardetes, en una ma~rea ensordecedora de gritos y canciones. Se em-puja, se atropella para traspasar el arco de laPuerta Elvira. Asalta los arrabales, invade lashuertas, trepa por los árboles, se arracima en losvallados y en los setos de los caminos de laVega.

Las brisas están .cargadas de perfumes y de fres-curas que ascienden de los huertos floridos; de loshabares en ñor; de los bosques de limoneros ynaranjos, que nievan el suelo de azahar; de lasacequias, límpidas y joyantes, que se deslizanentre hiedras y violetas, de las mil fuentes borbo-teantes por sus caños de bronce en los recodos delos caminos.

De Granada se escapan ráfagas acariciantes dearomas y de humedades que enervan la mañanaebria de sol y de azul.

La Vega también se desmaya de voluptuosidad,invadida por el tumulto de tantas voces, por eltorbellino de tantos colores violentos.

Las azoteas de los molinos, albeantes entre lasalamedas del Genil; los minaretes de las mil aca-demias, cercadas de frondosos jardines; los mira-dores de los cármenes, todo se desborda de gente.Y por todas partes, a lo largo de los paseos de ci-preses, en el centro de los kioscos esmaltados, enmedio de los patios umbrosos, los penachos de lossurtidores se elevan, rotos y brillantes al so1, porcima de las azoteas y de los tejados, sobre las co-pas de los más altos árboles, para caer deshechosen amplios abanicos de perlas finísimas, como Uu-

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via de rocío, o formando arcos de chispeantepedrería.

Por los caminos, bajo túneles de verdura, porlos olivares, desembocan, entre nubes de polvo yun estruendo de campanillas y trallazos, los mora-dores de los mil lugares de la vega, que vienentambién a compartir el júbilo de los granadinos,jinetes en enjaezadas muías de labranza, en pacífi-cos asnos con gualdrapas de colores chillones, en-tre un tropel de chiquillos que corretea vorif erando.

Y la gente se saluda desde lejos, llamándosepor sus nombres, y las bendiciones de Dios des-cienden sobre aquel mar de cabezas multicoloresy ululantes.

De pronto, un grito formidable estalla en lacima de un altozano cubierto de algarrobos; ser-pentea por todos los camino; atruena en PuertaElvira; se extiende en un vocerío delirante a lolargo de todas las calles; se eleva en gritos esten-tóreos de las plazas, y a través de los puentes ten-didos sobre el Dauro asciende por los mil laberin-tos frondosos hasta la cumbre de la Alhambra; yun brusco redoble de tambores anuncia al granEmir, que, rodeado de su corte, espera impacienteen el Salón de Embajadores, la llegada de las tro-pas victoriosas.

Por el ancho camino real avanza rápidamenteuna inmensa nube de polvo, proyectando sobre losárboles y sobre los sembrados las rápidas y movi-bles sombras de un vuelo.

Se va aclarando poco a poco, parece abrirse, yel oro del Sol dardea, por fin, en el acero de lasarmas y en el metal de los escudos.

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Un trueno de corceles, de chocar de armas seaproxima. Son los Zenetes, los más ágiles jinetesde Granada. Vienen hasta cuatrocientos, galopan-do en sus caballos, engualdrapados de verde, congrandes borlones de plata que casi rozan el suelo,tendidos sobre las crines flotantes, embrazandosus largos escudos de oro, blandiendo sus enor-mes lanzas de combate.

Galopan, galopan vertiginosamente, y los gritosagudos y el hierro de las espuelas sangrando enlos ijares, azuzan ios caballos.

La multitud los aplaude, les arroja flores, y cin-tas, y palomas; se aparta a su paso atropellada-mente, reculando contra las paredes, casi embu-tiéndose en los quicios de las puertas, trepandopor los hierros de las ventanas. Y el tropel de jine-tes, flotantes los blancos alquiceles, ondeando loslargos penachos, se pierden al galope por las ca-lles. Y bajo el rítmico martilleo de los cascos sal-tan rotas las piedras, despidiendo chispas de fuego.

Después, son los Gómeles, más lucidos, más nu-merosos, galopando también en los más bellos ca-ballos de los campos de Córdoba. Y luego losAbencerrajes, bellos y fieros, como los ángeles delSeñor en la hora de las grandes venganzas. Y losZegríes, y los Venegas, los Muzas, los Almohadesy los Almorávides, toda la nobleza del Islam, desfilan gallardamente, tremolando al aire enseñasvictoriosas bordadas de motes, entre un chocarmetalice- de armas, de arneses y de estribos: en-tre relámpagos de oro y pedrería; en un torbellinoviolento de colores brillantes, de crines desparra-madas, de pieles lustrosas.

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El blanco, el verde, el bermejo, triunfan en estacarrera vertiginosa.

Atraviesan la ciudad. Bajo las rápidas herradu-ras, retiemblan los puentes del Dauro. Se precipi-tan bajo el arco de Bib-Aujar, y ascienden y sepierden por las cuestas de la Alhambra, como unaavalancha de oro, de nieve y de sangre, estreme-ciendo las bóvedas de verdura, deshojando las flo-res, desgajando las ramas, ahuyentando los pája-ros y levantando hasta el sol jirones de nubespolvorientas.

Los añafiles y los atambores dejan oír, por fin,sus notas guerreras. Y solo, seguido de cerca porcompactas filas de pajes y escuderos, se destaca,en un recodo del camino, jinete en un piafantepotro morcillo, la soberbia figura de Abderramán.Todos los brazos se elevan a los cielos; los jaiquesy los alquiceles flotan en lo alto, y una explosiónde vítores estalla hasta enronquecer las voces.

Las gentes avanzan, le rodean, se aprietan entorno suyo, se postran de rodillas para besar lafina seda de su manto blanco. El príncipe tieneque hacer esfuerzos inauditos para refrenar la ner-viosa impaciencia del caballo, que avanza, cara-coleando, entre aquel mar rugiente de aclamacio-nes. La gualdrapa, de seda verde, barre con suslargos borlones de oro el polvo del camino. Estásalpicada de sangre; y en ios flecos de seda car-mesí del rendaje, los topacios y los criso-berüosfulguran corno leonadas pupilas de pantera. Avan-za sonriente; la diestra entre las riendas y la manoizquierda apoyada sobre el puño de pedrería de sulargo alfanje damasquino, envuelto en la blancura

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de su alquicel, ciñendo el verde turbante, recama-do de oro y perlas, de los descendientes del Pro-feta.

Las celosías se descorren a su paso, y tras ellaslos ojos arden de deseo, y los labios femeninos flo-recen en los claveles de las más incitantes son-risas.

Desde las azoteas, desde los miradores, de todaspartes derraman lluvias de esencias y pétalos deflores; arrojan naranjas de color de grana y limo-nes como el oro, pastillas de ámbar y largas cintasde seda multicolores.

Tras él, precedidos de dos heraldos en cuyospetos fulguran bordadas en oro las armas de Gra-nada, veinticuatro pajes, vestidos de púrpura, con-ducen en grandes azafates de plata las llaves delas ciudades y de las villas arrancadas al poder delos cristianos. Cincuenta escuderos portan las es-padas y los cascos de los alcaides rendidos. De-trás, custodiados por las lanzas de atezados gue-rreros alpujarreños, jinetes en salvajes corceles dedesgreñadas crines, van los cautivos con las cabe-zas curvadas sobre el pecho. Algunos chorreansangre de las recientes heridas, y son tantos que,ligados por sus cadenas, podrían rodear en doblefila el espacioso recinto de la ciudad.

Tras ellos, centenares de muías se derrenganbajo el peso de fuertes arcones henchidos dejoyas, de vasos sagrados, de diademas de santos,de oro y plata, de todo el magnífico botín obteni-do en la gloriosa jornada.

Y por últim j , cerrando la marcha, los guerrerosetiopes, la caballería berberisca, los peones arma--

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dos de hondas y de picas y los esclavos cargadosde cascos y de escudos.

Abderramán penetra en la Alhambra. Asciendepor el amplio camino de la Puerta de la Justicia.Desde los Adarves llueven flores sobre su caballo.

Los guerreros, desparramados a lo largo de lossenderos, le saludan, chocando sus armas sobrelos escudos. En la ancha plaza de los Aljibes, todaresplandeciente de lanzas, un alarido formidableanuncia su llegada.

La guardia negra del alcázar inclina la cabeaa ytoca con las alabardas el suelo.

Salta del corcel, que un paje nubio retiene porlas bridas, y seguido de sus escuderos penetra enel palacio.

Las músicas dejan escapar sus más alegressones.

Atraviesa el patio de la Alberca y sube al Salende Embajadores.

Un gran silencio expectante domina en la sala,donde los pebeteros y la lluvia tenuísima de esen-cias que resbala de las altas bóvedas de cedro es-maltadas de plata, oro y azul, atemperan el am-biente y la violencia de los colores con que juegala luz en los encajes y en los alicatados.

Abderramán se aproxima al trono, e inclinán-dose hasta tocar el suelo con las manos, mur-mura:

—¡Grande y poderoso comendador de los cre-yentes, la bendición del Señor sea contigo. Lasllaves de veinticuatro villas y ciudades tomadas alos cristianos están ante tus pies, y con ellas losalcaides que las gobernaban.

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Más de mil muías jadean bajo el peso del botín,y treinta millares de cautivos se prosternan a tusplantas. El más humilde príncipe de tu sangre teentrega estas mercedes que Allah te ha concedidopara bien de tu imperio.

El Emir se levanta, y atrayéndole sobre su co-razón, murmura:

—Pide cuanto desees. Mi magnificencia sabrárecompensarte. Pídeme la más bella de mis hijas,la más rica de mis ciudades, todos ios tesoros ocul-tos que desde Alhamar custodiamos.,.

—Señor, sólo pido tu venia para volver a gue-rrear. Mi lealtad no necesita más premio que el detus brazos.

Un murmullo de aprobación zumba en la salahormigueante de guerreros.

Todas las manos acarician la empuñadura de losalfanjes.

Sólo Leila Hassana permanece,inmóvil, con losojos fijos en las negras pupilas y en ei fiero talantedel príncipe que, rodeado de guerreros, semejael bello Arcángel de las Venganzas, ese arcángelexterminador y violento que enciende la cólerade los viejos profetas.

Y no pudiendo resistir la fascinación de aquellafigura que adorara en sueños, cae desmayada enbrazos de las siervas.

El Emir sonríe a Abderramán, mientras su manoimperiosa, de una belleza toda hecha de crueldady de palidez, acaricia suavemente la fatídica ne-grura de su barba. »

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IV

Aquella misma noche, un esclavo nubio cercenóde un golpe de yatagán la heroica cabeza del jo-ven príncipe, y en un suntuoso azafate de platarepujada fue a ofrecérsela, sangrando aún, a LeilaHassana, cual rico presente de su señor, el muyalto y magnánimo emir Muhamed II.

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ACABÓSE

DE IMPRIMIR ESTE LIBRO

EN MADRID, EN EL ESTABLECIMIENTO

TIPOGRÁFICO DE JOSÉ YAGUES SANZ

EL DÍA XV DE JUNIO

DE MCMXVII

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«¡ BDITOR1AL «MUNDO LATINO» APARTADO 6 0 2 MADRID

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s:na• •

sia lui»ti

I.11.1IL

IV.V.VI,

Obras completas de

FRANCISCO VILLAESPESA

TOMOS PUBLICADOS

INTIMIDADES.—FLORES DE ALMENDRO.

LUCHAS.—CONFIDENCIAS .

LA COPA DEL REY DE THULE.—LA MUSA ENFERMA.

E L ALTO DB LOS BOHEMIOS. -RAPSODIAS.

LAS HORAS QUE PASAN.—VELADAS DE AMOR.

LAS JOYAS DE MARGARITA: BREVIARIO DE AMOR.

LA TELA DE PENÉLOPE.—-EL MILAGRO DEL VASO DE

AGUA.

• Vil.—DOÑA MARÍA DE PADILLA.—LA CENA DE LOS C¿P~~

NALES.

| | VIII.—EL MILAGRO DE LAS ROSAS.—RESURRECCIÓN.— AMI

¡: GAS VIEJAS.

•• IX.—LAS GRANADAS DE RUBÍES.—LAS PUPILAS DE AL-

: : MOTADID. — LAS GARRAS DE LA PANTERA. — E L

; : ULTIMO ABDERRAMÁN.• •

| | EN PRENSA¡íEl X.—LA LEONA DE CASTILLA. —EN EL DESIERTO.

rj XI.— TfilSTITIái RERUM. . .« X1L—EL REY GALAOR.—EL TRIUNFO DEL AMOR.

EN PREPARACIÓN;

de

RUBÉN DARÍO

complétasele ,

¡J CONCESIONARIA EXCLUSIVA PARA LA VENTA:

; ! SOCIEDAD OENERAL ESPAÑOLA DE LIBRERÍA, FEftRAZ, 21

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Tipograíía y Encuademación de ]. YagUcs.-P. Conde Barafas, 9, y Nuncio, 8. ííDiputación de Almería — Biblioteca. Obras Completas. Volumen IX., p. 192