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1 LA VERSIÓN EXTRANJERA – NOVELA La dama loba

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LA VERSIÓN EXTRANJERA – NOVELA

La dama loba

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PRIMERA PARTE (O PRIMERA VERSIÓN)

Ya no sé si vivo o si me acuerdo.

“Entre sí y no”, en Del revés y del derecho, Albert Camus

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Día 1

Aeropuerto Newark, New Jersey. En la fila de migraciones, un policía marca en mi

papel de aduana lo que parece una sigla de algo que no conozco. Cuando paso por la

ventanilla me sacan la foto y me toman las huellas digitales. Otro policía, joven, rubio,

con un tatuaje rojo en su muñeca izquierda, como pulsera, me está esperando a pocos

pasos. Cuando llego a él, sin escapatoria, me indica que lo siga. Me acompaña en

ascensor a un salón al que llegamos descendiendo. El salón es amplio. Tiene muchas

butacas que miran hacia un mostrador semicircular. Detrás de ese mostrador hay otros

dos policías con uniforme negro. Yo me siento en primera fila como entregándome.

Tengo que llegar al aeropuerto de San Francisco. Allí me espera madre y me espera

hermano. Por ahora solo sé que tengo que llegar a esa ciudad, todavía no presiento

que llegar es volver.

Me llaman. Me acerco. Me habla uno, pero los dos atienden mi caso. A mi lado, de pie y

llorando, una mujer que me parece de Europa del Este cuando la escucho, intenta

controlar a sus tres hijos. No quiero mirarla, tengo miedo. Ellos me explican que soy

sospechosa por tener un pasaporte español que dice que nací en Argentina. Nadie

habla mi idioma; se ríen de algunas respuestas que doy o de mi pronunciación. Intento

ser cortés. Me preguntan de qué trabajo en Madrid. Me acorralan; les contesto con

miedo. Me preguntan también por qué voy. Tiemblo frente a la pregunta. ¿Turismo?

Por qué voy.

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Estoy sudando. Me habría gustado no tener que recoger la maleta en la conexión. A mi

alrededor la gente come. Ya no quiero estar en este aeropuerto, pero tengo ocho horas

de espera. Me siento agotada. Me pregunto cómo podría haber hecho las cosas de otro

modo. ¿Qué cosas? Me pregunto lo que no es la pregunta. ¿Turismo? Qué hago acá.

Qué hago fuera, siempre fuera. Fuera del tiempo, fuera de la historia. Del cuerpo. De la

familia.

¿Familia?

Desde mi asiento observo lo que parece un desfile de policías. Policías con

camisetas azules, policías con camisas de un azul más oscuro. Un afroamericano juega

a que boxea y se queda quieto cuando los azules pasan a su lado.

Me despierto. Ya puedo hacer el check-in. Paso por el control para tomar el segundo

avión Newark-SFO. Me saco las zapatillas. Uso tres bandejas para depositar mis

pertenencias. Me quito el abrigo. Paso mi cuerpo cuando me indican con la mano que

avance. Imito la imagen que muestra lo que debemos hacer. Pongo las manos por

encima de mi cabeza pero más arriba, sin tocarme. Las palmas al frente. Una especie

de puerta corredera pasa rápidamente y me escanea. Estoy limpia. ¿Estoy limpia?

Avanzo. No hay tecnología para las preguntas, para la amnesia, para la memoria, para

la duda. Ahora sí es más confortable la sala donde debo esperar. Ahora hay más gente

comiendo. Algo más de paciencia y estaré arriba del avión.

Me toca junto a un matrimonio con un bebé. Miro a la familia: conversa, se agita, tiene

asuntos. Pañales, comida, azafata, cosas que resolver. Dormito a pesar de todo. Me

despierta recurrentemente el deseo de que nos ofrezcan algo de beber. Hace calor en

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este avión. En el suelo que sobrevolamos veo cuadrados de colores. Son verdes, rojos

y amarillos. Pienso que es un país muy geométrico. También hay círculos dentro de los

cuadrados y a su vez líneas marcadas dentro de esos círculos. Hay un orden

preestablecido.

En el aeropuerto de San Francisco sigo las flechas de los carteles que dicen baggage

claim y mientras avanzo dejo a mis costados vitrinas con libros de diseño de vestidos y

vestidos pequeños dentro de las vitrinas. Una escalera mecánica me baja. Ellos están

esperándome. Madre llorando, hermano sonriendo. Los miro un instante, sin mueca.

Los abrazo. Me alivia tanto verlos y ya no estar en viaje, que en este momento me

confundo y pienso que el logro está en llegar. Todavía ni sospecho que no acierto. Que

el único destino está atrás y ni siquiera en línea recta. Que estamos girando en el

recuerdo.

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Día 2

Estamos en casa de hermano. Somos cuatro. Ya no tres como en la infancia. La casa

queda en Pacific Grove, Monterey, bastante cerca de San Francisco. Del aeropuerto a

la casa demoramos menos de una hora en coche. Yo viajo atrás. Madre me hace

preguntas y él intenta callarla. Como en la infancia.

La casa parece pequeña, un aire a maqueta, a escenografía, pero es grande.

Solamente la cocina duplica más de una vez el piso que acabo de dejar en Madrid. Las

habitaciones están, subiendo una corta escalera, a medio piso de altura del salón y la

cocina, pero a uno del garaje, la parte de la casa que queda justo debajo de ellas. Mi

habitación, la de huéspedes, es muy fría. Anoche me quedé en el baño de arriba unos

minutos sin hacer nada, solo para disfrutar de la calefacción que había ahí. Casi todo el

suelo de la casa está cubierto por una moqueta amarillenta, incluso los baños. Excepto

en la cocina y en el hall de entrada, que no están alfombrados, por la casa no se puede

andar con calzado. El baño de la planta baja, que está junto a la cocina, tiene, además,

cubiertas sus paredes con un empapelado de motivos frutales. Hay fresas.

Ayer cuando llegamos me presentaron a la esposa de hermano. Es rubia, tiene piel

amarilla, anda en pantuflas, sonríe ligeramente.

Hermano tiene que hacer trabajos hogareños para una casa que es familiar y que debe

estar en las mejores condiciones. Lo que necesita la casa está determinado por el

sentido común, por el sentido del gusto y por una serie de reglamentaciones típicas de

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este país para, entre otras cosas, velar por la mejor relación posible con los vecinos, me

explica madre. Intento ayudar para velar por la mejor relación posible con la familia,

pero no puedo hacer algunas cosas. No puedo cortar las ramas de ese árbol con este

serrucho. En cambio, hermano trepa como un mono, y las que no corta, las arranca con

la fuerza de sus propios brazos. Madre y yo colocamos las hojas caídas dentro de uno

de los contenedores de basura que están al costado del jardín. Él sigue cortando y

nosotras ya no tenemos espacio para más hojas y ramas. Entonces decidimos que hay

que aplastarlas. Lo decidimos entre todos. Familia. Y pasa muy rápido, como si pasara

antes de mi llegada. Él me coge por las axilas y me alza, como a una niña pequeña,

como a una hermana pequeña, como si fuera su hija, y yo no siento miedo ni placer ni

memoria, pasa muy rápido, antes de los recuerdos, es mi hermano gigante levantando

una tuerca, un lápiz, cualquier cosa menor de veinte centímetros, ya está pasando,

sucede en el espacio, no en el tiempo, y yo con las suelas de mis zapatillas y el peso de

mi cuerpo, ínfimo, aplasto varias hojas y rompo varias ramas y todo parece acomodarse

un poco cuando es mi hermano mayor con el canto de sus manos en mis axilas y eso

podría hacerme muchas cosquillas y recordar. Pero todavía no tengo memoria, vivo. Y

me hago daño. Ya pasó. Ahora es cuestión de tiempo. En la piel de las piernas es el

daño de vivir. La naturaleza encaja al tiempo que algo de mi pellejo se pierde. No

obstante, no digo nada; él me levanta nuevamente por las axilas y me baja para que

vuelva a impactar con mi peso sobre las ramas y hojas; me levanta y me baja, me

levanta y me baja, me levanta y me baja, varias veces, con una especie de movimiento

mecánico en sus codos. Vuelve a pasar. Es la vida. Es mi hermano máquina y yo

todavía no recuerdo, el pasado está adelante, todavía el jet lag. Soy, claramente, una

prensa humana que funciona mientras tanto. Una máquina en descomposición frente a

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un hermano máquina que funciona, hermano máquina siempre funciona. Una prensa

presa de un mecanismo que no para, que nunca para. Y entonces sí me parece

sospechar algo: que vine para recordar, pero necesito la máquina del tiempo, y es la

que hermano va a apagar cada vez que yo la encienda, que yo me encienda. Yo me

encienda.

Una vez fuera del contenedor veo un brillo que desciende por mi piel y en los

calcetines ya no es brillo: es un sello amarronado que garantiza que sangré.

Se va a ir el sol pronto. Decidimos hacer ahora la caminata hasta el mar. Cuando

todavía estaba en Madrid, creo que lo recuerdo, le prometí a madre que cada aterdecer

íbamos a salir a caminar juntas mientras estuviera en su casa. ¿Su casa? Sí, al teléfono

le dije tu casa. Pero esta no es su casa. ¿Es la casa de hermano? ¿Es la casa del

matrimonio que conforman hermano y su mujer, y mi madre es la madre y la suegra que

llega a vivir con ellos porque necesita ser cuidada o rescatada? ¿Dónde está nuestra

casa?

Yo estaba en Madrid y ella al otro lado del teléfono, en California, el día que me

hizo prometerle que cuando por fin estuviera allí íbamos a ir cada tarde a caminar, solas

o acompañadas, le daba igual. Será una actividad de nosotras, pase lo que pase,

podría ser algo así lo que me dijo, pero no recuerdo exactamente, no, no recuerdo

mucho hacia atrás, no recuerdo muy bien el pasado. No acierto. No puedo decirle que

no a madre acerca de las caminatas; no puedo decirle a nada que no; seré siempre

rehén de sus deseos, incluso cuando no desee nada. Pero reservo esperanzas de que

no suceda muy a menudo, que a veces se olvide. Caminar también sola. O quedarme

sentada. Alguien que olvide.

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Tomo tres fotos al paisaje. Me sorprende pero estoy como anestesiada, todavía el

jet lag. De cualquier modo, no puedo dudar de lo que veo. El azul del océano Pacífico.

El cielo que se va poniendo blanco cuando llega la luna.

Nos detenemos a descansar en una medianera del enorme hotel que está frente al

mar. Me imagino sentada allí con hermano. Un descanso para celebrar que llegué, que

estamos de nuevo juntos. Para darnos mutuamente la mirada que nos ponga en una

complicidad que signifique: me acuerdo, me olvido. Pero él no nos ha acompañado, no

puede. Tiene obligaciones varias: trabajo, casa, familia. Cuando me habla de esas

cosas por teléfono, no me parece hermano, no tiene nada que ver con el mío, hermano

de siempre, el que sabemos, el que olvido pero aparece, el que invoco pero se esfuma.

Hermano a veces me parece otra cosa. Un monstruo, una máquina, un padre. Un

hombre, ¿eso? Un pasado claro de hermano opaco, un recuerdo turbio de hermano

pulcro. Miro a madre sentada en la medianera y nos parecemos. Recuerdo algo:

hermano cuando era la corriente de un río. Arrastraba pero no golpeaba. Y después ya

otra cosa. Yo no fui, fuiste vos, nena. Eso en la infancia. O: estás loca. Una amnesia

que me permite recordar estas frases: lo estás confundiendo todo, yo nunca dije eso, yo

nunca hice eso; ¡si era eso lo que querías! Un hermano que no obliga, que hace que

desee.

Reanudamos la caminata. Madre me habla, me cuenta cosas de su vida americana;

habla de sus amigas con las que juega al bridge. Y de la madre de mi cuñada. Me dice

que ya la conoceré, que seguro que vamos a visitarla durante mi estadía. Mientras me

cuenta, yo pienso que hermano y yo, en la adolescencia, de haber llegado a una casa

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que tenía las paredes del baño empapeladas con motivos frutales, nos habríamos

burlado salvajemente de esa gente. Salvajemente en el baño.

Volvemos a la casa andando a la velocidad de los pasos de madre. Es un camino

diferente al que hicimos de ida. Todo huele a eucalipto por un tramo hasta que empieza

a haber muchos pinos y entonces huele a pino. Me hago una pregunta imposible para

mí y me la hago porque sé que me es imposible responderla: si prefiero el olor a

eucalipto o a pino. Es como no saber elegir la versión de un pasado.

Es de noche. Hace rato cenamos los cuatro juntos y madre ya está durmiendo. Frente

al fuego de la chimenea le respondo a mi cuñada lo que pregunta por cortesía. Luego

se interesa por aquella vida, por la infancia. Me salen anécdotas estúpidas de la boca,

me sale como un reflujo. Tengo serias dudas de que sea cierto lo que cuento, no

controlo lo que digo, es lengua ajena. Tampoco sé cuál es el idioma que sabe la

verdad. O quizá esté contando la historia que ella entendería. Es la primera vez que

hablo con mi cuñada a solas. No me cae mal; simplemente me parece una momia

realizada con otra tela.

La alarma de incendio nos interrumpe. Hermano baja las escaleras con rabia y nos

grita. Que qué está pasando. Su voz suena por encima de lo agudo de la alarma. No

nos dimos cuenta de que la casa estaba llena de humo. La chimenea debe de estar

tapada. Él desconecta la alarma y abre las ventanas. Discute con su esposa y yo siento

ganas de decirle que si él hubiera estado con nosotras en la sobremesa frente a la

chimenea, tal vez eso no habría sucedido. Pero no digo nada porque comprendo que

no puedo hablar más, me empieza a parecer que es un lenguaje extraño el que me

exige este viaje, hable con quien hable, sea en español o en inglés.

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Decido que por hoy basta, y me voy a dormir. Pero no concilio fácilmente el

sueño. Los ojos se me quedan como dos aceitunas sin hueso que brillan en su lata.

Esas dos aceitunas perdidas al fondo de la nevera, que ya nadie comerá.

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Día 3

Vamos por la carretera. Empieza a sonar una canción de Loud Reed. La cantamos y la

bailamos con la cabeza. El pelo se me vuela con el aire que entra por la ventanilla. Da

latigazos en mi asiento. Son vacaciones a la Costa Atlántica. Yo soy adolescente y él es

más grande, es enorme. Conduce con brazos boa, sus manos son crustáceos. Por

pocos instantes me olvido de en qué país estoy. Huele a mar, ya no debo escoger entre

eucalipto o pino. Es el Océano Pacífico. No suena música. Apenas conversamos.

Conduce él. Puede que aún tenga las mismas manos y brazos, no se los veo, no es

verano y va tapado. Mi pelo está recogido.

Llegamos a la ciudad de Santa Cruz. Es el primer destino turístico de este viaje. Dijo

que hoy venía con nosotras por ser mi segundo día, pero que no estaba seguro de

poder acompañarnos todas las veces. Que no sabe cuántos días más se puede pedir

en el trabajo. Antes del viaje, por teléfono, le pregunté si creía que madre y yo teníamos

que hacer solo paseos de ida y vuelta en el día, cuando él no pudiera acompañarnos, o

si acaso pensar en quedarnos en un hotel alguna noche. Me dijo que no se le había

ocurrido la segunda opción, pero que ahora que la escuchaba le entusiasmaba, como

una opción para descansar de madre. ¿Descansar de qué? Demadre. Me dijo. Luego

agregó: y estar por fin solos con mi mujer. A solas, me dijo. Como nosotros en la

infancia. Solos. A veces dormíamos en la misma cama. Yo no emití sonido. El teléfono

en la oreja, risa, y yo amordazada. ¿Me estás amordazando, hermano? No, hermano

nunca me amordaza; hermano me trataba como a una cajita de música. Quería que

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reprodujera siempre el mismo sonido. Y yo siempre lo defraudaba. Contaba otra

verdad, la versión. Yo no fui, fuiste vos, nena. Si seguís diciendo mentiras, las vas a

pagar. Mi novia no vino a la Costa Atlántica porque sus padres todavía no la dejan. Lo

miro mientras conduce. Quiero agradecerle que a pesar de esto, del pasado, de la

historia, de la duda, a pesar de mí, haya venido esta tarde con nosotras. Agradecerte

que seas hermano, quería. O no, no quería.

Santa Cruz me parece muy urbana en comparación con Pacific Grove. Aparcamos y

comenzamos a caminar por la avenida principal: Pacific Avenue. Un policía le pide a

hermano que apague el cigarrillo. Que no está permitido fumar en esa calle. Hermano

se hace el desentendido pero ya lo sabía. Pide perdón y luego se ríe. Como en la

adolescencia cuando fumábamos a escondidas de madre. Siempre hay una ley. Y un

tramposo.

Es mediodía y tienen hambre. Hay muchas opciones de comida mexicana y también

asiática. En una esquina encontramos un restaurante indio que nos parece una buena

alternativa. Funciona bajo un sistema de autoservicio que consiste en elegir un tamaño

de caja, que hace de plato, y llenarlo hasta lo que el cartón permita. Pagamos seis

dólares por la caja más pequeña, que enseguida lleno con comida del buffet. Hemos

comprado una para cada uno. La caja resulta ser más grande de lo que parecía, y eso

nos da la posibilidad de elegir varios platos diferentes para probar. Lamentablemente,

no acierto y tres de cuatro que escojo me resultan demasiado picantes. En cualquier

caso, no tenía hambre. Me sobra toda la comida. Madre acertó con lo que no pica, pero

de todos modos deja más de la mitad. Hermano come todo de su caja y rechaza la mía

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que le ofrezco, ya no quiere más. Comprendo. Rabas de sobra en la Costa Atlántica,

pero hermano en la medida justa. Patearlo por debajo de la mesa, pero que no me

mirara. Acudir a la complicidad, pero hermano hablando de hartazgo y de su novia.

Perder a hermano cuando él pierde las ganas. Perder a secas. Perder mojada. Y

entonces voy al baño y vomito. Porque no me gustan los mariscos, porque pica la

comida, porque solo hay cuerpo para el rechazo.

Frente a nuestros vasos medio vacíos, hermano me pregunta cómo es mi vida en

Madrid. Le digo que normal. Me acuerdo de los policías del aeropuerto. Le pregunto yo

a él si está bien con su vida americana. Me dice que muy. Le digo que yo los extraño

bastante, a los dos, a madre y a él. Lo de madre lo digo porque está presente. Me dice

que de todos modos yo también me mudé de país. Le digo que porque en Argentina ya

no tenía familia, que en otro caso no lo habría hecho. Me dice que eso es hacer

hipótesis. Le pregunto por qué se fue. Me dice que lo lamenta, pero que no podía dejar

pasar la oportunidad de venirse a Estados Unidos. Le digo que me dejó sola. O no lo

digo, amordazada. Le pregunto a madre si está contenta. Me dice que nadie le dio a

elegir. Le digo que es cierto. Hermano la mira con flechas. Dice que es una

desagradecida. Ella le dice que él es el rey. Madre insulta cosas que a mí me parecen

piropos. Hermano con corona y flechas dice que fue por el bien de las dos, que peor

para mí si me dejaba a madre, que peor para madre si la hacía pasar la vejez en

Argentina. Yo levanto un poco el tono de voz para decir que hacer por el otro es

relativo. Hermano me dispara sin palabras, es un balazo en el vientre. Madre dice que

no empecemos. Hermano la calla. Madre se pone nerviosa pero se controla. Hermamo

me dice que no puedo reclamarle toda la vida lo mismo. Le digo que nunca le dije nada.

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Me dice que cuando no digo lo insinúo. Le digo que también insinúo que en la

adolescencia no se comportó como un hermano normal. Hermano me ignora, como si

yo no hablara, hermano siempre me entrega armas con silenciador. Madre lo defiende

como aleatoreamente, defensa random, como tras tirar un dado. Dice que debería estar

avergonzada por no haber venido a visitarlos antes, en cinco años, grita. Madre grita y

es la infancia. Ni para la boda de hermano, grita. Le digo que no podía. Susurro. Y

empiezo a sentir que ya no tengo palabras, de nuevo, solo fuego del picante, que soy

un dragoncito en la habitación de hermano, sobre la cama, un peluche. Hermano dice

que basta, y es la infancia. Madre levanta su caja con restos de comida y la golpea en

la mesa. Le digo a madre, que se puso de pie, que se calme. Susurro ese deseo. Madre

nos dice que le compremos un pasaje a Argentina, que se quiere volver a su casa.

Mamá, por favor, no sabés lo que decís, sentencia hermano. Pero yo sí sé cosas, digo.

Sí, digo. Cualquier cosa. Solo por intentar competirle a la flecha con una espina.

Un indio nos observa. Suena la voz de madre y hermano como el mar dentro de

un caracol. Hay algo inmenso encerrado. Siento el cuerpo escurrirse, tal vez es fiebre.

Hermano bajó la voz pero sigue hablando. Estoy abombada y me parece como si me

deslizara a continuación de él, como si me extendiera a partir de su forma. Soy una

mancha negra tendida en el suelo que reproduce su silueta. Hermano me mira porque

me hizo una pregunta y espera una respuesta. De nuevo no puedo hablar, amordazada.

Me empieza a parecer que a cada minuto que paso en este país adquiero menos

vocabulario, como la capacidad de adquirir una regresión. Saco la mirada del vaso de

agua y les pido que nos vayamos. Hermano dice que llevemos lo que me sobró de

comida para cenarlo más tarde. Podemos picar eso más la sopa de anoche, la que

preparó su mujer mientras madre y yo caminábamos entre pinos y él no sé qué hacía.

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¿Es consecuencia de este viaje el que se desvanezca el cuerpo en sombra? Estoy

sudada y todavía me escuece un poco la boca por el picor de la comida india.

De regreso a Pacific Grove paramos en la reserva natural de secuoyas. Ya hemos

olvidado. Es un ejemplo de la amnesia que me parece recordar. Los árboles rojos se

imponen. Los Coast Redwood son los árboles más altos del mundo, nos informan.

Luego le sigue el Giant Sequoia, que puede llegar a ser más alto incluso que la estatua

de la Libertad. Además de la altura, el diámetro de los troncos es otra de sus

características sorprendentes. Un tronco cortado nos enseña cómo calcular la edad de

un árbol de acuerdo con los anillos que posee su interior. Otros troncos son tan anchos,

que el agujero interno que tienen convierte lo hueco en una cueva. Entramos en una:

está fría hasta lo inimaginable y no se ve absolutamente nada, pero llega una familia

que ilumina el interior con teléfonos móviles.

Ya estamos en la casa. Me duele la garganta. Cenamos la sopa y la comida india:

parece que hermano tuvo una buena idea. Ambas cosas empeoran mi escozor con su

temperatura. Tuvo una idea que solo podía perjudicarme a mí, a mi cuerpo. Madre y mi

cuñada saborean la cena, hasta gimen de placer. Es solo contra mí, es mi cuerpo el

débil, el no apto para hermano.

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Día 4

Hoy es el cumpleaños de hermano. Lo hice a conciencia: elegí la fecha del viaje para

estar en esta ocasión. Me propone desayunar juntos, los dos solos: madre se fue a su

partida de bridge con las demás latinoamericanas exiliadas en Estados Unidos, y mi

cuñada está en su trabajo a pesar de que es sábado; necesita cerrar unas cosas y

luego irá a visitar a su madre, me explica él.

A solas.

Estoy poniendo las cosas para el desayuno en la isla de la cocina, pero me dice

que no, que me espere. Baja al garaje. Vuelve con una mesa que coloca junto a los

ventanales de la cocina que dan al jardín del fondo. La mesa es muy precaria. La

madera está astillada y escrita con bolis. Las patas son desparejas pero están bien

aferradas a la tabla por clavos. La armó él. ¿No te acordás?. No. Acá pintábamos

cuando éramos chicos. No, le digo. Vos eras muy chica. ¿Acá?. Sí, ¿no te acordás? La

hice yo a esta mesa. Tendría doce años. Entoces yo siete, le digo. No me acuerdo de la

mesa. Me acerco a mirarla en detalle. Me acuerdo de otras cosas. Tiene una pelota

dibujada con boli azul. Muy redonda, casi perfecta. Me acuerdo de otras cosas de sus

doce años. ¿Quién la hizo?, le pregunto señalándola. La mesa, yo. La pelota, ¿quién la

hizo? Esta pregunta no llego a pronunciarla. Me acuerdo de tener nueve y él catorce,

inocentes, hermanos, casi perfectos. Ocurre solo en mi interior. La pregunta.

Le regalo dos cedés de jazz. Los compré en Madrid. Mi cuñada me dijo por teléfono

antes del viaje lo que él quería. Yo no tengo idea. Ni de jazz, ni de hermano actual. Los

cargué en la maleta hasta ahora. Me mira cuando me da las gracias, sus ojos son la

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vajilla de la infancia. Me imagino que se los lavo con un estropajo y jabón. A ver si

asoma el pasado, si aparece hermano de antes.

Estrena uno: suena Lennie Tristano y no me hace falta simular que sé quién es,

que lo elegí yo. Detrás de mi cuñada dando instrucciones estoy segura de que ha

estado él. Lo hizo por mí: pidió algo relativamente barato y fácil de transportar.

A la hora de la comida madre regresa, la alcanza hasta la casa una amiga con su

coche. Hermano le dice que se cambie rápido, que nos tenemos que ir, que ellas ya

habrán llegado. Habla de su mujer y de su suegra; nos esperan en un restaurante

francés para festejar el cumpleaños de hermano.

Cuando llegamos, las dos mujeres están sentadas en torno a una mesa redonda,

esperando. Margaret se llama la suegra de hermano.

Margaret es muy mayor, probablemente tenga más de noventa años. Es una

mujer clara: piel blanca y arrugada, ojos azules, pelo blanco, labios pálidos, manos con

piel casi transparente, ropa rosada. Se preocupa por conocerme, por saber a qué me

dedico, pero no oye nada bien y encima no me entiende el acento. Practicar con los

policías del aeropuerto no parece haberme servido de nada. Avanza mi regresión,

habito esta paradoja. La garganta, además, me escuece.

Nos acercamos los cinco al mostrador de un salón del restaurante para elegir el

postre. Él dice que no quiere ninguno, y cuando yo escojo el de la fresa inmensa y roja

en la cúpula del cono que forma la nata, intenta persuadirme de que será más rico el de

moras. Persisto, realmente quiero la fresa.

La como sosteniéndola con las puntas de los dedos desde las hojas verdes, para

no mancharme. Mientras tanto, él coge mi cuchara y prueba el resto. Prueba y come.

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Termino mi fresa y lo miro, pero él come mi postre y come. Se lo acaba. Me mira y

comenta: tenías razón, era rico el de la frutilla.

Soy una niña traicionada. Me pongo a llorar y corro hacia los brazos de madre.

Ella me sacude en vez de darme un abrazo. Me grita. Le grita a él también. La tenemos

cansada, dice. Luego se va a maquillar porque tiene una cita. Pero es mi cumpleaños,

mamá, no salgas esta noche.

Es su cumpleaños. Mamá comió tranquilamente el postre que eligió y que nadie le

robó.

Luego hermano me buscaría en el dormitorio. Por qué le contaste a madre lo que

te hice. Porque me robaste el postre. Pero no, a madre no, te dije que a madre nunca

nada; todo entre nosotros dos. Le conté solo lo del postre, le diría. Muy bien, me gusta

que seas una buena chica; acordate: a madre nada. Le acariciaría la espalda. Dame un

beso de hermano, le pediría. Cerrá los ojos, esos se dan con los ojos cerrados. Pasaría.

En una versión pasaría.

La acompañamos a Margaret a su casa, que es un hogar de ancianos. Está construido

sobre lo que era un hotel de lujo y todavía conserva la apariencia de aquello. En el

segundo piso funciona el servicio de enfermería y están también los consultorios

médicos. En el tercero está el restaurante, que tiene una barra semiredonda donde se

puede tomar una copa, y las mesas distribuidas alrededor. Como salón de bienvenida al

restaurante, hay una antesala donde ahora se puede disfrutar de una exposición de

pintura. Los cuadros se parecen al empapelado del baño de hermano.

Cuando acabamos el tour, vamos al sexto piso donde está su departamento, o su

habitación: no sé cómo llamarlo. Su espacio, que no es solo una habitación sino que

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tiene también un salón, un comedor, una cocina y más de un baño. Nos sentamos los

cuatro alrededor de una mesa. Margaret querría estar muerta. Lo dice y yo no sé si

estoy entendiendo bien o cualquier cosa. Porque ya no tiene que hacer nada aquí en la

vida, dice, y porque prefiere que su muerte suceda antes que un deterioro físico mayor.

Dice que ya no tiene apetito y yo le miro los ojos y todo lo que pronuncia comienza a

ponerme rosa: una mezcla entre la palidez y el pudor.

La papada de Margaret parece anunciar un terremoto pero nadie se inmuta. Solo

descansa cuando se queda callada.

Margaret intenta ser realista y dice que el cuerpo, y la papada, otra vez, se mueve

en su coreografía, que el problema es el cuerpo, dice, cansada Margaret.

Cuerpo.

De vuelta a la casa, nos detenemos en diferentes lugares a hacer compras. Parecen

paradas obligatorias. Chicles en un supermercado. Clavos en una ferretería del tamaño

de un pequeño centro comercial.

Por la noche cenamos los cuatro juntos. Las cocineras somos madre y yo. Su

mujer, que lleva toda la semana haciéndole regalos, según me contó madre, hoy le

obsequia el postre: fresas enormes recubiertas con distintos tipos de chocolate

contenidas en una gran caja de cartón. Él se lo agradece. Parece mentira. ¿Querías

postre? Que ella le dé lo que a mí me roba. Ahí tienes. Luego se indigna: el packaging

es innecesario. No, ya no quieres. Mucho papel: el cartón de la caja que contiene las

fresas, cartoncitos dentro que separan entre fresa y fresa, flores de papel que decoran

entre cartón separador y fresa, papel envolviendo la caja. ¿Para qué, honey? No hay

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necesidad, dice, hay que reciclarlo. Ahora hay que empezar de cero, deshacerlo. Que

ella le regale justo la parte del postre que yo me quedé.

Su mujer gotea vergüenza. Me voy al baño, no quiero verlo. Y allí en el

empapelado hay fresas.

Llegan un amigo de hermano y su esposa a festejar el cumpleaños con nosotros. Nos

sentamos los seis a conversar en el salón, frente al fuego, hasta que ellos advierten que

hay mucho humo. La chimenea, de nuevo, no absorve. Yo me sorprendo de que no

haya sonado la alarma de incendio como la vez pasada. La casa está llena de humo, es

cierto. Le pregunto a hermano. La desconecté, me dice. Hay que salir de la casa. Eso

dicen ellos. Genial, dicen las esposas, vamos de bares. Pero madre, a quien yo le

traduzco, con una copa de vino en la mano pregunta por qué cortarlo todo, que la

estamos pasando bien ahí, que ella a los bares no va a ir, y que no quiere quedarse

sola. Hermano dice que no se preocupe, que volveremos enseguida. Madre opina que

yo me puedo quedar con ella. Asiento. Pero a continuación dice que no es justo, que se

queden todos. Se sirve más vino, traga mucho junto, como si fuera una pieza de sushi.

Hermano le aconseja que deje de beber. Madre le dice que si se van, nosotras haremos

nuestro propio bar en casa. No me gusta la parte del plan que me toca, pero soy la niña

pequeña que nunca tiene edad suficiente para salir y siempre debe quedarse en casa

con madre. O sola. Te veo irte a bailar, y yo en casa con madre, y lloro, y me tiro en tu

cama y me desnudo y me hago pis, y al día siguiente, con resaca, me pegas fuerte y no

me gusta, pero me acomodo para el golpe, más fuerte, y te grito que pares y que fue sin

querer, que a veces todavía me pasa, que me hago pis en la cama, y te burlas y encima

no me crees y además: ¡¿por qué en mi cama?! ¡No te di permiso para que durmieras

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acá! Porque mamá también salió, en medio de la noche, y me dejó sola. No es cierto,

no me dijo eso. Sí que lo hizo. ¡Bueno, ¿y qué tiene que ver?! Me tenés harto. Que

tenía miedo y en tu cama no tengo miedo. Es tu olor, no tengo miedo. Eso no lo

confieso. Pero él lo sabe. En su cuerpo no tengo miedo. Duele, pero no tengo miedo

ahí. Contame más de papá, cómo era, pregunto mirándote el cuerpo como si pudieras

reproducir parte de ese que nunca conocí. Él ya se está poniendo un abrigo. Su mujer y

los demás también. Madre lo sujeta de un brazo y le dice mocoso. Nosotros nos vamos,

sentencia con su bastón de mando en alto. Entonces nosotras seguiremos bebiendo

hasta acabar el vino que hay en la casa, dice madre. No sé dónde aprendió el concepto

de amenaza. Alguien tose. Vamos a jugar al bar, hoy es uno de esos días que madre

juega conmigo porque hermano, mayor, es tan grande que ya no juega; madre se

solidariza, tengo los contratiempos de una hija única, pero hermano, muy hermano, sí

que juega conmigo, madre, a moderme, jugamos en la bañera también, a las cosquillas.

Shhh, esto a madre no. Por qué no, si tan bonito; me encanta. Claro que te gusta, diría

en una versión. Se me van nublando los ojos, todavía hay mucho humo. Si te vas, no te

perdonaremos, ¡tu hermana se cruzó un océano para venir a verte el día de tu

cumpleaños, desagradecido! Pero, madre, yo podría ir con ellos, pienso. ¿O acaso sigo

siendo muy pequeña? Que venga si quiere, dice él casi susurrando, como si la relación

lógica entre la estupidez de madre y su sensatez masculina no mereciera más volumen.

Abren la puerta. ¡Entonces no vuelvan a domir!, les grita madre. A ver si nos

entendemos: esta es mi casa, y te aseguro que dormiremos aquí. Mi cuñada se ríe,

porque algo entiende, y porque intenta que la familia sea normal, al menos delante de

sus amigos. A ver si nos entendemos. Hermano siempre gobernó los hogares. Era el

padre. A ver si nos entendemos: o te callás o madre va a escuchar y se va a enterar de

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todo. De todo, qué, si sos vos el que quiere que no se entere. Nada que ver, la que se

va a meter en líos por lo que me hacés sos vos, y ya no tenés cuatro años y la excusa

del pis en la cama ni de miedo en el baño, así que callate, te conviene. Shhh, te dije

que te callaras. Así, amordazada.

Pasan apenas minutos en la discusión de quién sale y quién no de la casa, pero siento

años, recuerdos, vida. La pareja de invitados no dice nada porque no entiende ni una

palabra de español. Yo miro y estoy perdida. Los seis de pie. Una ventana abierta.

Gritos. Madre es quien más grita, es madre. Sos un arrogante y un egoísta. La

consideración nunca estuvo en vos. No es hoy, es de siempre, dice. Es nunca. Hace

cuarenta años que te soporto. Dice otras cosas pero no sé contarlas, no tengo lenguaje.

No dice nada más de la infancia. ¿Qué versión es la de madre? Luego explica: porque

sos tres cabezas más alto que yo te respeto aunque más no sea por miedo. Pero me

tenés harta, sentencia, no te aguanto más, escupe, siempre me hacés sentir mal,

confiesa. Grita como le gritó alguna vez cuando era adolescente y empezaba a tenerle

miedo. Empezábamos. Como que me vuelva a despertar otra noche con los sonidos

que hacen cada vez que se viene esa chica a dormir a casa, te juro que no volvés a

entrar, que dormís afuera. Bien, madre, bien. Dile más. Te vas de esta casa para

siempre y no se me va a mover un pelo. ¡No, eso no! Solo prohíbele que esa zorra no

vuelva nunca más, pero él sí, madre, él sí, lo necesitamos, en el fondo lo amamos,

mamá. Mamá, ya está bien, es mi cumpleaños y solo dije de ir a un bar, no maté a

nadie, basta, andá a la cama. Esta también es mi casa, arriesga madre como si fuera

un concurso de respuestas y no perdiera lo acumulado si no acierta. Sí, vayan al bar,

pero no descartes que trabe las puertas y no puedas entrar. Estoy pasmada. Madre es

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la madre que quiso ser. Todo igual: madre, hermano. Yo no hablo. Por algún instante

siento que ella y yo nos fusionamos en un solo ser, que soy igual de pequeña, igual de

mujer tachada ante hermano. Desdibujada. Desmembrada. Pero permanentemente lo

miro y deseo, hoy, ayer, en la infancia, ahora, como hermana, como des-miembro de

esta familia, como mujer, como des-mujer, protegerlo. Él la escucha sin cambiar el

gesto. Madre se calla y me mira, tiene ojos de fruta abrillantada y la piel de la cara

como cartón corrugado. Hay que comerla y reciclarla. La pareja amiga abre la puerta y

sale. Un poco ríe entre dientes. Cuando la familia es ajena cualquier cosa parece papel

de regalo. Pero no. En una familia nada puede envolver y al mismo tiempo ser abollado

y tirado para pasar a la sorpresa que ilusiona. Aunque todo se quiera cubrir.

Pasan las doce y ya no es tiempo de soplar las velas.

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Día 5

Madre no fantasea, actúa: no los dejó entrar en la casa. Supo cómo trabar la puerta

desde dentro. Hermano trepó e intentó entrar por el ventanal de vidrio que comunica la

cocina con el jardín trasero. Golpeó fuerte, yo fui a abrile pero madre me clavó la

mirada: si les abrís, me traicionás, estás de mi lado, de este. Del lado de la casa. Una

parte la dice, otra la deduzco de sus ojos de higo. Lo miro a hermano: ya está bien,

abrí. Una parte la grita para que el vidrio no lo silencie, la otra parte me la dice el vidrio

de sus ojos. Le abro, él es hermano. Todavía pienso en la complicidad de la infancia.

Madre, furiosa, le grita por el balcón que se lo advirtió, que se vaya a dormir a un

parque, yo lloro, corro al balcón en bragas, le suplico que suba, me dice que la puerta

está trabada por dentro, que la destrabe, que lo ayude, madre descuelga del balcón la

mitad del cuerpo que tenía orientado hacia la planta baja para girarse hacia a mí y

decirme que soy una mocosa insolente y me golpea en la cabeza con un puño cerrado

y luego en las nalgas con el puño ya abierto. Cerda, me corre hasta la cama y cuando

me tiro en el colchón e intento proteger mi cuerpo con las mantas y la cara con los

brazos me da con una zapatilla en la espalda, en todo el torso, y cuando se cansa la

suelta. Escucho la zapatilla contra el suelo y a continuación la voz de madre alejándose

que dice: la próxima te doy con una que tenga clavos en la suela. Hermano entra y va

hacia la puerta. La destraba y deja entrar a su mujer. Suben juntos para irse a la cama.

Madre insulta, dice gringos de mierda, vuelca una copa recién servida y se va a dormir

también.

Su hijo no es gringo. Lo insulta como si no fuera su hijo. Des-hijo. Luego vuelve a

la habitación y me dice que me levante y le vaya a abrir a hermano. Lo hago, corro con

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las piernas muertas de miedo de que en el camino hacia la puerta madre cambie de

idea. Hermano entra. Lo abrazo. Madre nos desarma el nudo y le dice a hermano que

no lo quiere ni ver, que se encierre en su cuarto y que no salga ni mañana. Se va

porque tiene sueño, no por obedercerle. Me quedo sola con madre en el salón. Sé que

no puedo irme, que soy su rehén todavía, que va a darme más instrucciones, tal vez

hasta entrada la mañana. Rehén. Des-hija.

No entiendo esta familia patriarcal sin padre.

Des-padre.

No entiendo esta familia matriarcal sin madre.

Desmadre.

Es domingo. Desayunamos los cuatro juntos bajo el sol en el jardín del fondo. Él pide

permiso para poner el disco de Eric Dolphy que le regalé ayer. Su mujer le dice que

claro, que por supuesto que puede. Madre opina también que sí. Amaneció una

formalidad que no había imaginado. ¿O es respeto pseudo-americano como

consecuencia de lo de anoche? Compensar. Me desconciertan. Los miro, me

reconozco y me asumo en la escena. Voy a pedir permiso para tomar leche. La vida de

puntillas es lo más familiar que tenemos. Ahora hay música. ¿Qué le sigue a esto?

Vamos de compras. Domingo de compras. ¿De nuevo? Sí, mi mujer necesita cosas. ¿Y

las va a encontrar allí? Cosas. Necesita cosas.

En el supermercado más grande que he visto nunca nos dan de probar comida.

Degusto todo para no perder la oportunidad de atracarme y luego buscar el alivio. Pero

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en cuanto salimos vamos los cuatro a comer a un restaurante mexicano en Cannery

Row. Es una idea de mi cuñada y el resto la festeja como si muriera de hambre.

Cannery Row está pegado a Pacific Grove, justo arriba del downtown de Monterey. Es

un paseo marítimo que tiene ese nombre por una novela de Steinbeck. Mi cuñada nos

cuenta un poco el argumento, pero no la leyó. Se aprendió la historia por ser vecina de

este parque temático. Hermano dice que leyó otra del autor, porque él siempre sabe

algo: De ratones y hombres. ¿Y las mujeres? Los turistas parecen interesarse por

algunos souvenirs y atracciones que recuerdan la obra literaria, pero más les atraen los

restaurantes. Mi cuñada está indignada porque la camarera nos atiende muy mal.

Madre dice que no se acostumbra a la comida mexicana. Él se queja de que lo suyo

llegó frío. Yo me atraco hasta la arcada y en el baño ya no necesito esforzarme, de mi

boca todo fluye excepto las palabras.

Para bajar la comida proponen caminar junto al océano por una pasarela de madera

que nos ofrece restaurantes de mariscos a ambos lados. En la puerta de cada local,

una promotora o promotor nos extiende una mínima dosis para degustar. Aceptamos

todas y cada una. Como si olvidáramos el propósito de las cosas. ¿Vivir o recordar?

Como acudir a la amnesia para hacer más memoria. Como este viaje, que parece

avanzar en los días, pero cada día desemboca en la regresión.

Volvemos en el coche a Pacific Grove. En el camino nos detenemos en un

supermercado. La parada me deja perpleja. No pido explicaciones. Me entrego: acepto

las salchichas que ahí dentro nos dan de probar. De piel gruesa y lubricadas con salsa

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tipo ketchup. Crujientes de piel como cuero y corazón blando. En el baño sonrío frente

al espejo, y los dientes manchados de rojo de la salsa-sangre de la salchicha caliente.

Sí, sonrío. De mi boca todo fluye escepto las palabras.

Hermano por primera vez me dice que soy un asco. Tengo doce años. Un asco, y se

tapa la nariz. Nene, es normal, a todas las mujeres nos pasa, le digo. Ya sé, me dice,

pero tu olor es más fuerte que el de las chicas con las que estuve. Me hiere. Sangro el

triple. Esa noche me desangro de dolor, me tuerzo de dolor. Madre intenta ayudarme

con analgésicos, no, le digo, llorando sin consuelo, mamá, no, no es eso, es que me

muero, ¿no lo entiendes?, sí que te entiendo, nena, te creés que a mí no me pasó. No,

no te pasó, no tuviste hermanos varones.

Me siento realmente mal. Es de noche. No es el estómago, milagrosamente. Es la

garganta. Hermano sale un rato con su amigo, con el que estaba el día de su

cumpleaños cuando madre lo castigó como a un adolescente. Mamá mala, mala madre.

Me libera como a la cinco de la mañana, todavía no amaneció. Me hizo limpiar todos los

muebles de madera del salón y los adornos que estaban sobre él. En bragas y con la

piel de la espalda latiendo de dolor. Hermano duerme plácidamente. Me duele la

garganta al tragar, me pincha como una aguja de tejer. Mi tráquea es una salchicha sin

piel que escuece y sangra su propia salsa. Me vuelve loca este dolor. Me duermo en el

sofá. Luego me voy a dormir a mi cuarto, aunque me habría acostado ahí mismo en el

salón, si no fuera porque madre por la mañana me mataría. Cuando hermano llega me

despierta para que me pase a la cama. Me despierta acariciándome la espalda que no

late, la que sufre esta vez es la garganta. Me paso. Antes de volver a quedarme

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dormida pienso que es la primera vez que me toca en esta casa. Me duermo con fiebre.

Las dos veces. Igual.

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Día 6

Amanezco casi llorando. No puedo más de dolor. No puedo ni llorar con esta garganta.

Voy al baño y me la cruzo a madre en el pasillo. Me pregunta qué me pasa. Le explico

el malestar y noto que mi voz ha cambiado. Mi garganta se ha jodido. Incluso el español

se me planta ajeno, irreconocible; es artificio, es una lengua materna que sangra. Algo

está hirviendo en la piel desmenuzada. Madre no me ofrece remedios. Aún es

temprano, cada una vuelve a su cuarto.

Me despierto temblando. No puedo más de odio, de rabia. Voy hacia la habitación de

hermano y me la cruzo a madre en el pasillo. Me pregunta adónde voy. Le miento y

digo que al baño y me contesta que queda para el otro lado. Mi plan se ha jodido.

Incluso aguantar e intentarlo luego se me plantea imposible; es tarde, es una línea del

tiempo que se tuerce. Algo está hirviendo en la piel desmenuzada. Madre no me ofrece

remedios. Es tarde para todo, aun así, cada una vuelve a su cuarto.

Me despierto igual de mal que hace un rato. Me levanto y llamo al seguro médico que

pagué desde Madrid. Hablo con un español que me dice que en breve van a

contactarse conmigo desde California. Suena el teléfono y es un mexicano. Me pide mi

ubicación, mi domicilio exacto y mi estado. Okey, vuelvo a llamarte, me dice. Suena el

teléfono, es el mexicano, confirma mi dirección, el estado, el país. ¿El estado de quién?

Ah, sí, California. Okey, vuelvo a llamarte. Suena el teléfono, es el mexicano que me

dice a qué clínica de Monterey en California en Estados Unidos debo dirigirme para que

arreglen el estado de mi garganta. Gracias. Y su saludo demora porque me tiene que

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decir muchas cosas: que de nada, que cualquier cosa los llame de nuevo, que para eso

están, que me desea una pronta recuperación, que gracias por confiar en ellos, que no

me cobrarán nada excepto los medicamentos que corren por cuenta del paciente, que

tenga un muy buen día a pesar de todo y de mi estado de salud y que desea que pronto

volvamos a estar en contacto.

Hermano me alcanza en coche hasta la clínica y sigue viaje hacia su trabajo. Me

atiende primero un enfermero, pero entre mi difonía y el lenguaje médico, no me puedo

comunicar muy bien. El enfermero aprovecha la oportunidad para practicar su español.

Luego viene el médico, me da todo lo que deseo en ese momento: la receta para un

antibiótico, mi pasaje a Walgreens. Me lo gané yo sola, con el sudor de la noche. En

Walgreens firmo una especie de contrato de más de una página para que me den una

simple amoxicilina.

Hermano me alcanza antes de que pueda regresar corriendo a mi habitación. Me

atiende primero, me presta atención, quiere saber por qué entré en su cuarto sin

golpear. No puedo explicarle bien, intento decirle cosas que se me van ocurriendo en el

momento, pero tartamudeo. Hermano aprovecha la oportunidad para hacerme burla,

para tratarme como discapacitada, para practicar su cinismo. Luego viene madre, me

da todo lo que deseo en ese momento: el desayuno está listo y nos pide que lo

compartamos en familia, mi pasaje a escapar hacia la cocina. Me lo gané yo sola, con

la inutilidad de mi boca. En la cocina firmo una especie de pacto implícito con hermano

cuando lo acaricio descalza por debajo de la mesa más de una vez y él no dice nada.

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Paso toda la tarde mirando la tele y durmiendo. Enferma me permito ver la vida

cotidiana de la familia: madre hace pocas cosas; algunas tareas hogareñas y, sobre

todo, jugar a las cartas por internet. Se hizo de un grupo. Hermano y su mujer regresan

del trabajo alrededor de las cuatro de la tarde hoy, en ocasiones un poco antes. Aquí

cenamos entre las siete y las ocho. Algunas veces cenamos a las seis. Hoy su mujer no

cena con nosotros, va a visitar a Margaret, o a ver si la encuentra viva.

Tengo fiebre y no quiero preparar yo la cena. Se lo digo a hermano. Madre está arriba,

seguramente frente a su ordenador. Me dice que okey y regresa media hora más tarde

al sofá donde estoy recostada. Mastica. El país de la masticación. ¿Ya cenaste? Sí, me

dice, mientras consulta su móvil. ¿Por qué? Porque tenía hambre. Yo también. No, vos

tenés fiebre y no tenés hambre. Sí que tengo hambre. No quisiste hacer el arroz. No

quería cocinar. Y bueno, yo tampoco. Pero, ¿qué comiste? Fruta, una ensalada, yogur,

cereales, almendras, un cono de helado y chocolate. ¿Y no puedes darme algo? ¿Qué?

Compartir algo. Si nunca tenés hambre. Mi garganta se bloquea. Hermano suspira por

la nariz mientras mastica con la boca. Y aparece madre. Desciende como una figura

cristiana. ¿Qué pasa? Nada. ¿Qué hablaban? Nada, mamá. Hablamos de la cena.

¿Qué pasó con la cena? Nada, mamá, vos comé lo que quieras. Él ya comió. ¿Cómo,

quién? Nadie. Él. Madre viene hacia mí al ataque. Se detiene al borde del sofá y me

grita levemente su ira: por qué no una cena los tres juntos, aprovechar que estamos los

tres juntos por primera vez en años, en mil años, dice; por qué estos desencuentros,

por qué no cocinamos, por qué estoy en el sofá, por qué él comió solo, por qué yo no

comí con él, por qué no le avisé que él ya estaba comiendo, por qué ella no fue

partícipe de la situación. Me grita. Como a una hija irresponsable, me grita. Qué pasó

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con el arroz y las verduras que habíamos pensado como menú. Esta también es mi

casa. Yo quiero que se cene en familia. Por qué no me fueron a buscar a la habitación.

Salto del sofá. Paso por encima de su voz y hablo. Amordazada, yo hablo. Le grito a

hermano: que se haga cargo de lo que dice madre, que responda lo que le concierne,

que no quiero esto, que no quiero nada, que sí que hoy tengo hambre, que por qué

comió solo, por qué no me avisó, por qué se olvidó de su familia y de la cena, que haga

algo, que lo arregle todo, que la calle. Que toda esta mierda huele a infancia. A la

historia de siempre. Yo pagándolas todas y él chupando o masticando. Y entonces

logro lo que no buscaba: irritarlo y que también grite. Lo que nunca buscaba. Y madre

grita por encima. Que se calle, que se calle, le pido. Basta, me dice, ¡es madre!

Comiste, lo acuso. Y madre grita y se atreve a tocarnos, a ponernos esos dedos de

uñas pintadas de morado encima de nuestras ropas como para sujetarnos y

zamarrearnos, como niños desobedientes, pero apenas pellizca tela porque se

contiene, madre vieja, caducada, uñas-mora.

Subo furiosa las escaleras. Desde la habitación grito, olvidando mi difonía,

olvidando mi falta de lengua, y cierro la puerta de un golpe. Y comprendo: somos la

familia de entonces. Y me avergüenzo. Por mí y por todos. Por el patetismo. Por la

locura. Por la historia. Por la memoria y lo que olvidamos. Por lo que nunca sabremos.

Por lo que apenas ha pasado. A penas. Y comprendo: hermano diciéndome que vuelva

a medicarme porque confundo recordar con inventar. Una versión con otra. De verdad,

nada de eso pasó. Cuidate. Y cualquier cosa que necesites me avisás, dinero, lo que

sea, que te hago un giro internacional y de Estados Unidos a España llega enseguida.

Un beso. Y cortamos. Y me avergüenzo.

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Día 7

Me levanto temprano y desayuno con él y con su mujer. Cuando acaban, coordinan

para irse los dos juntos en un solo coche. Ella sale de la casa primero, hermano todavía

está en el hall de entrada poniéndose el abrigo. Aprovecho para hablarle a solas. Le

digo que lo de anoche fue una tontería. A él le parece más o menos importante y, en

cualquier caso, lo que tiene claro es que no va a darme la razón. Como me siento

atacada, argumento a mi favor, ya no intento hacer las paces. Para simplificar quién

gana, él propone que lo vea así: sigo pensando que todo lo que hice estuvo bien, pero

quiero que sepas que ya ni me importa el tema. Se acerca mucho cuando me habla; me

lo dice casi peinando sus pestañas con las mías. No es frontal. Es obsceno.

Al rato, cuando ya no sé cómo pasar el tiempo y no me aguanto en esta casa, guardo

todo mi orgullo en el estómago y lo llamo para pedirle el coche prestado. Ya me fijé en

el garaje y vi que se fueron en el de ella. Me dice que sí pero me da infinitas

indicaciones. Conduzco en dirección al sur bordeando el mar. Llevo mi cámara de fotos.

Voy hacia Carmel aunque no sé si llegaré hasta allí. Justo por encima del océano

verdoso se apoya una nube blanca. Luego viene el cielo celeste. Son franjas. Como

una bandera o una escala de colores en desorden. Freno en el Cypress Point. Bajo con

la cámara colgada como una turista japonesa. Intentaré tomar una foto de este punto

que sea diferente a todas las fotos tomadas en este punto. Click varias veces. Brisa: lo

infotografiable. Reviso las que tomé y me parecen idénticas a las que voy a encontrar

en internet. Todo es copia. El árbol en su verticalidad corta las franjas de la escala de

colores alterada. Es la unión de aquello con lo otro, lo que intenta integrar lo separado.

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El ciprés estilizado, el ciprés que se erige solo. Y sin embargo, tan pequeño, tan bajito,

que si lo fotografío a distancia su figura me queda retratada sobre el océano, ya no

sobre el cielo. El ciprés que se hunde. Pero el mismo de siempre, el famoso ciprés.

Nada ha cambiado. Todo este viaje huele a plaga, a plagio.

Sigo bajando con el coche y llego a Peeble Beach. Me alivia estar haciendo este

paseo sola. Madre tenía todo el día ocupado en el club con sus compañeras

latinoamericanas que también barajan el exilio en los mazos. Hay más turistas que

gaviotas. Hay bosque; bosque de pinos, piñas caídas.

Me adentro y lo atravieso. Aparezco en un barrio de casas con ventanales y

cortinas. Casas con banderas americanas en la entrada.

Hermano no puso la bandera en su casa, vivimos sin bandera.

Desde que me levanté tengo la cabeza embotada. En la isla de la cocina, frente al

desayuno, me sentí como una astronauta auspiciando una dieta rica en cereales.

Hermano estaba sentado enfrente. A su lado, la momia rosa. Hablaban sobre la visita

de ella a Margaret anoche. No entendí todo. ¿Él es hermano cuando habla en inglés?

¿Sabría hablar de mí o de la infancia en ese idioma? ¿Y en español? La momia es a

hermano lo que hermano a mí: una venda sobre una herida con sal. Los miré como a

través de un acrílico. En parte es el resfrío y las anginas, en parte es mi ausencia. Mi

atmósfera. Mi medicación, que nunca recuerdo. Cuando en el hall de entrada me habló

de frente ya no sentí protección en mi cabeza. Me barrió la cara con las pestañas.

Quiero regresar a Pacific Grove por tierra.

Hermano es al inglés lo que yo a mi medicación: naúfragos a una astilla de la

balsa.

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Huérfanos a una madre viva.

Llego a la casa y para mi sorpresa hermano está, y pintando la cerca. Lo saludo. Me

sonríe pero es frío, como placas de hielo lo que forran sus dientes. Lo abrazo. No me

toca. No lo suelto. Se queda quieto. Es un instante, pero me da tiempo a todo: recuerdo

su cuerpo infierno, imagino que lo presiono contra el mío, pero ya lo voy soltando. Que

lo toco. Que lo raspo, lo rasco. Que me enrosco y él me anuda, que se enrolla y nos

atamos. Caemos al césped, encontramos lo que queríamos. Hay hormigueros. Me

meto, se mete, no decimos nada, habla por nosotros la profundidad y la tirra fértil. Ya lo

solté, era absurdo perpetuar el abrazo. Le pregunto por la cerca porque soy normal y

hago preguntas estándar. Cuando siento el cuerpo lleno de hormigas, salgo. Él se

queda unos instantes más. Lo espero encandilada. Me alcanza afuera y entiendo que

es porque él también acabó su batalla con las hormigas. Las matamos a todas, me

dice. Me dice que el frente de la casa es importante, que tenía que pintarla. Lo dejamos

vacío, le digo. Le digo que me gusta, que brilla. Sí, es solo barniz, me dice, pero lo

cambia todo. Sí, le digo, y piso una hormiga para matarla.

Por algo se llama hacer el amor.

Le cuento que tenía intenciones de llegar a Carmel pero que solo llegué a Peeble

Beach. Me propone ir juntos por la tarde. Me avergüenzo de lo pasó recién ante la

cerca y brinco de emoción en una parálisis. Me preparo y nos vamos.

Por algo se llama fraternidad.

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Carmel es como una maqueta. Tiene galerías de arte y flores. Sobre todo eso: colores y

apariencias. Decorados y pulcritud. Carmel es el empapelado del baño de hermano.

Pienso una broma para hacer al respecto pero elijo no decir nada.

Lo hace por mí, me dice: vamos a olvidar lo de anoche, fue una tontería.

Terminamos de desayunar y hermano se echa en el sofá a ver la tele. Me acerco y le

digo que no siga enfadado por lo de esta mañana, que me perdone haber entrado en su

cuarto sin golpear la puerta. Me dice que me calle y que no me perdona y que soy una

cerda, que mi pie contra su piel mientras desayuna le da asco y que la próxima se lo

dice a mamá, que no me cubre más, que necesito ayuda psicológica. Me lastima todo lo

que me dice y que no me diga más nada. Que no vuelva a hablarme, que no me mire,

que suba el volumen cada vez que intento agregar algo que creo que puede mejorar las

cosas. Luego ya es casi de noche, el día pasó como esos que parecen trenes

subterráneos. Y justo antes de irme a dormir, mientras me estoy duchando y haciendo

lo que hago en todas las duchas cuando pienso en él, golpea y entra. Escucho su voz

real, que me hace saltar de nervios, y me avergüenzo. Cierro la ducha y salgo. Lo miro

en carne de gallina, tiemblo. Me envuelve en una toalla, intenta secarme un poco,

incluso el pelo, pero yo estoy hecha trizas, el tren accidentado, y me resisto, le quito las

manos, le digo que me puedo secar sola, que se vaya, entonces me dice: vamos a

olvidar lo de esta mañana, fue una tontería.

Lo hace por mí.

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De regreso paramos en Peeble Beach para mostrarle lo que vi. Necesito estar donde

estoy y asumir lo que he decidido: volver a verlo, a pesar del pasado; atreverme a esta

visita a Estados Unidos. Volver a madre, también a pesar del pasado.

En este momento necesito vivir, no recordar.

Ya es noche. No hay más luces que las estrellas y las farolas de las casas.

Respiro Peeble Beach como no lo hice unas horas antes. Intento anclarme en la

presencia. Me impongo vivirlo como si no existiera un recordarlo. Muevo los dedos para

sentir las manos.

Llegamos a la casa. Madre y mi cuñada ya cenaron juntas. Están de buen humor.

Tuvieron el día muy ocupado y la chimenea ya no echa humo. Todo para sonreír. Les

contamos nuestra tarde de turismo. Celebran que lo hayamos hecho. Insinúan que es

importante llevarse bien entre hermanos.

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Día 8

Es miércoles. Por la tarde volvemos a ir a Carmel, pero esta vez nos acompaña mi

cuñada y su hermano Kasey. A madre también la traemos. Kasey el basquetbolista. El

de piernas de redwood. Kasey el rubio rojizo. El que me mira con desconfianza y

vergüenza a la vez. No confía en mi lengua, es eso. Yo tampoco. Lo ve a su cuñado

hablarme en español y cree que el mundo le está tendiendo una trampa. Nos está

tendiendo una trampa.

Dedicamos la excursión a recorrer las galerías de arte que hay en esta ciudad. Resulta

que anoche se les ocurrió este plan en familia, yo me entero hoy. Una al lado de la otra

y macetas con flores en la calle. Las aceras parecen vías de algodón azucarado. El aire

se siente en la piel como hoja de navaja de doble filo. Es el mar pero es el cielo. Había

una nube pero al final es niebla. Luce a verano pero hace frío. Es belleza pero es

dinero.

Hay un viento de horror. Las banderas americanas mezclan estrellas con rayas. Si

mezclamos azul con rojo se hace el morado. La gente que pintó estos cuadros

seguramente lo sepa.

Caminamos por las calles buscando un café que todos ellos han frecuentado. Los

flecos del pañuelo que rodea mi garganta avanzan paralelos al suelo.

Cuesta, pero finalmemte lo encontramos. Bonito, de madera, a los hermanos

americanos les da nostalgia. Deseo mucho una bebida caliente. Lo digo. Los deseos de

madre coinciden con los míos. Hermano mira la carta que está pegada en el vidrio y

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opina que es muy caro. ¿Muy caro?, pregunto. No leo yo misma, tengo los ojos

entornados como si me fuera a entrar mucha arena si los relajo. Kasey dice que como

nos parezca a nosotros. Mi cuñada no opina. Madre no entiende el inglés. Yo digo que

tengo frío. Hermano dice que busquemos otro.

¿Cuánto puede salir un café en aquel bar al que fuiste tantas veces con tu

esposa?

Probamos suerte en otros dos lugares que encontramos en las callejuelas. Ambos

nos dicen que cierran a las seis y ya son las cinco y pico. Es un café, pienso, no un

pollo con patatas, qué más da. No, las camareras opinan que no tenemos tiempo.

Nos subimos al coche sin haber bebido café, sin haber consumido nada. Milagro.

Un milagro justo hoy que tanto deseo algo caliente. Si pusieran al menos la calefacción

del coche. Pero Kasey abre una ventanilla.

Volando hasta Pacific Grove.

Madre se está conteniendo.

De camino, paramos en la High School a la que fueron mi cuañada y Kasey. Nos

metemos dentro y vamos al gimnasio. Encuentran pelotas de baloncesto y comienzan a

lanzar a la canasta. Hermano es tan o casi más bueno que Kasey. Juegan como

estudiantes. Mi cuñada los alienta, a ambos por igual. Madre está por decir algo. Miro

como una animadora pero sin atuendo sexy. Juego con un fleco del pañuelo cada tanto.

Me gustan ambas espaldas. Están transpirando.

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En la puerta del gimnasio hay una feria que vende todo por un dólar. Es ropa que los

alumnos del colegio dejaron olvidada en las aulas. Siguen acertando al aro mientras

madre, mi cuñada y yo nos acercamos a los puestos a ver si nos gusta algo. Encuentro

una camiseta de mangas largas y escote en V, de color gris. La compro. Me la pongo.

Cuando nos estamos yendo, les muestro cómo me queda. Kasey me mira las tetas con

desconfianza. Hermano besa a su mujer.

A madre no le gusta nada.

Preparamos pasta en la casa. Kasey ya estará con su esposa e hijos. Me he quitado el

pañuelo pero me dejé la camiseta gris puesta. Cuando hierve el agua, elevo el mentón

sobre el vapor para que me caliente la piel que coincide con mi tráquea.

Madre hoy no dice nada. Me da desconfianza.

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Día 9

Soñé con hermano. Él y yo teníamos lengua en común. Hablábamos. Quiero que

vuelva al español. El idioma materno es como sexo. Quiero regresar a algo muy

originario.

Kasey nos pasa a buscar con su coche a madre y a mí. Esto fue planeado ayer y esta

vez sí me enteré. Hermano se siente responsable, nos quiere conseguir planes,

tenernos entretenidas, responsabilizarse de mi estadía, nos quiere conseguir un coche,

él y su mujer no pueden todos los días hacer cosas de turistas o de jubilados. Vamos

los tres a Big Sur. Visitamos la Biblioteca Conmemorativa Henry Miller. Es un espacio

cultural que está donde fue la casa de Henry Miller, un escritor norteamericano, nos

explica Kasey. Se entra por un jardín y en el fondo está la librería y café, es una casa

pequeña, de cristales y madera, modesta. Cuadros, libros, fotos. Sillones y alguna

mesa. El baño. Un porche para sentarse a leer. Reviso, busco, observo. Kasey, madre

y yo nos cruzamos cada tanto, pero cada uno sigue su propio recorrido. A veces nos

sonreímos. Estoy más pendiente de la coreografía que trazan nuestros

desplazamientos, que de los libros que hay: una pena, me debo de estar perdiendo

algo, un diccionario que me traduzca todo, una historia que cuente mi versión.

Nos informan que en el jardín de la entrada va a haber un desfile de modas. Kasey

bromea acerca de que es él mismo quien va a desfilar. Remato el chiste diciendo que la

que va a desfilar soy yo, eso sí que es más gracioso. Madre no entiende. Kasey no se

rie. Le traduzo a madre. Madre completa mi chiste con información genética: dice que

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soy como una modelo porque salí a ella. Kasey se agacha con una mezcla de ternura y

condescendencia y le da un beso en la sien, lo primero que encuentran sus labios. Me

siento enana, deforme y vieja. En cambio, el nene sí que te salió guapo: ¿de quién sacó

esos ojazos, a ver?

¿Cómo era papá, tenía ojos azules como vos? Sí, vos saliste a mamá y yo a papá. Qué

envidia, es injusto. No, vos te llevás la mejor parte: vivís con un chico que está

buenísimo, en cambio yo, me tengo que conformar con tu enanismo. ¡Mentira!, es

chiste, no te pongas así, si tus ojos son medio miel, pero enana sí que sos. Da igual, a

mí me gusta que seas así de chiquita, te puedo mover como me da la gana.

Vamos al museo que está a pocos pasos de la Biblioteca. Exhibe sobre todo esculturas.

Las pocas pinturas que hay nos gustan más que lo otro. Comentamos sin saber de arte.

Por lo menos no nos aburre como las galerías de ayer. Los cuadros tienen menos

flores.

Big Sur podría ser azul y Carmel de color miel. Es un verso de niños inocentes.

Muy inocentes.

El edificio del museo es lo mejor del museo. Tiene una terraza que da al mar. Las

paredes son vidrios que dan al mar. Los cuadros cuelgan de otros lugares que no son

paredes y no tapan la vista al mar. Sencillamente cuelgan en medio de nada, de aire.

En el camino de vuelta a Pacific Grove paramos a almorzar los sándwich que preparé

esta mañana. Nos sentamos a un costado de la carretera, sobre el césped, mirando el

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océano. El viento es tan fuerte que por momentos me parece que me vuela las manos y

que no emboco la comida.

Me reencuentro con hermano ya en casa. En la cocina está inquieto. Me sorprende su

actitud. Al rato habla. Me dice que haga un esfuerzo con su mujer por hablarle en

inglés. Que ella bastante tiene con las dificultades de comunicación con madre. Que se

siente incómoda, que me ponga en su lugar. Que me ponga en su lugar. Le digo que

siempre que estamos a solas le hablo en inglés. Me pide que no sea solo esas veces,

que sea todas, que le hable a él también en inglés si está ella presente. Que es muy feo

no entender, no poder comunicarse, no tener lenguaje en común. Es muy feo no

entender, no poder comunicarse. ¿No tener lenguaje en común es como no tener sexo?

Que lo haga por él también. Que están incómodos. Que lo haga por él. ¿Con mi visita?

No, no es eso, pero son muchos días. Estoy hace una semana. Hace nueve días.

Perdón, señor exacto, será que perdí la cuenta. No seas irónica, es solo un favor lo que

te pido. Un favor, por ti. Me parece bien, pero no sé qué me pasa con el inglés. Si de

chicos lo estudiamos mil años, vos sabés… Es que se me olvida. Es tu oportunidad

para practicarlo. O si lo recuerdo, entonces ya no digo. Es eso: recordar o vivir. Le digo

que muchas veces pienso en él. No sé de dónde salen las palabras, qué es esta lengua

materna que dice. Se sorprende pero también me sonríe. Creo que me devuelve

amabilidad disfrazada de cariño. Le pregunto si él en mí… me quedo sin palabras

maternas en la pregunta, como si la hiciera en lengua extranjera, en lengua huérfana.

Me dice aquí en casa siempre te recordamos. O sea, no me dice nada. Es como subir el

volumen del televisor en este túnel abandonado, ya no hay tren. ¿Me quieres? Yo estoy

desplomándome. Es como tirarse a las vías. No hay futuro. Dice que claro. O sí hay

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futuro, precisamente ese: ya no pasará el tren. Cambia de tema: me dice que Kasey se

tiene que mudar a Berkeley. Si mañana queremos acompañarlo y de paso conozco esa

ciudad. ¿No trabajas mañana? Y por primera vez me parece que no acentuar la última

sílaba del verbo es hacerme extranjera de hermano. Sí, pero por lo menos ya terminé

con los arreglos de la casa, ahora tengo más tiempo. No entiendo su respuesta. Él es

extranjero siempre. Me propone cocinar, huérfanos. Todo el tiempo es la hora de la

cena en este país. Una hora que se nos cae encima como el techo del túnel. Me quiere

hacer sentir cómoda, me sonríe de más. Parece un niño tonto. En esta casa nos

volvemos de tamaño pequeño. Me abraza, pero no lo siento como hermano, más bien

me parece una sábana bajera.

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Día 10

Hermano sale más temprano del trabajo para que podamos llegar a Berkeley a la hora

que Kasey quedó con la anterior dueña de la casa que acaba de comprar. Vamos a

estrenarla pasando el día y la noche allí. Madre va a aguantarse un rato sola y luego

llegará mi cuñada. La mujer de Kasey, a quien no conozco, se queda en casa con los

niños.

Carga el maletero del coche con dos sacos de dormir, almohadas y mantas. Le

pregunto para qué eso. Dice que la casa está pelada. Él se prepara una pequeña

maleta con muda de ropa. Yo llevo solo un bolso con lo mismo de lo de todos los días.

Pasamos a buscar a Kasey por su casa y salimos a la carretera.

Durante el trayecto, Kasey nos cuenta la aventura que fue conseguir una buena

casa en Berkeley. Dice que finalmente se la compraron a una familia india. Que la casa

es grande, pero que necesita reformas.

Al llegar, aparcamos el coche a metros de People’s Park y pasamos andando por un

costado para llegar al centro. Las camas están plantadas como arbustos. La gente no

está de paseo, está haciendo su vida cotidiana. El cielo es el techo; el césped, la

alfombra. En una olla se cuece un guiso.

La mujer india está esperando a Kasey para entregarle las llaves y llevarse, de paso,

las últimas cosas. Le dice que llegamos diez minutos tarde. Como si fuera alemana.

Tiene las uñas teñidas de condimentos y el pelo escondido. La nariz ornamentada en

dorado. Hermano y yo perseguimos a Kasey y Kasey persigue a la india. Con Kasey

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siempre se arma como una coreografía. Entramos en la cocina: está destrozada y un

niño intenta gatear sobre las migas del suelo. Pasamos al salón: las ventanas cierran

con dificultad y la bombilla de luz está reventada. La india habla. Su inglés está

enfadado. Volvemos a la cocina y adivino que horas antes ha estado preparando algo

picante. Se toca un seno para testear si está listo y mientras se despide de Kasey le

grita a su niño algo en hindi. El niño repta como un insecto moribundo que va dejando

mocos en el rastro de su agonía. Visitamos los otros ambientes. La casa está

inhabitable. Kasey confía en que tras las obras, va a quedarles preciosa. Las casas

vacías son personas afónicas. Están llenas de cosas pero se quedaron

momentáneamente sin la posibilidad de contar nada. O para siempre. Amordazadas.

En Telegraph Avenue entramos en un restaurante chino a comer. Es tarde, pero a los

chinos no les importa darnos de comer a cualquier hora. Kasey nos cuenta cuál será su

nueva rutina cuando empiece a ejercer de profesor en la Universidad de esa ciudad. En

la sopa se hunden vegetales pesados que han perdido su color para teñir el agua. Las

puntas de los bigotes de Kasey retienen gotas grises. El vapor huele a tiempo. La soplo

y se aligera un humo espeso que me empaña las gafas de sol. Me doy cuenta de que

me olvidé de quitármelas. Una gota cae desde su bigote en la pantalla del móvil, que lo

tiene junto al plato. Dice shit y con una servilleta de papel logra dejar a la vista los

nueve puntos que esperan ser unidos o esquivados con el trazado de un dedo que

desbloquee. Le regalo mi sopa a hermano y me pido un postre de goma. Sólo los

jueves tendrá libres, nos cuenta. No me interesa nada de lo que dice, pero hablo

disimulando. Cada vez que pronuncio Berkeley adquiere otra forma la palabra. Me

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parece un nombre transparente al que puedo atravesar con una mano sin siquiera

separarlo en sílabas. Sigo pronunciándolo como una sudaca.

Vamos a cenar a un restaurante mexicano. Entre una comida y otra no pasa nada, ni

siquiera tiempo. Después del postre chino tengo el estómago como de gominola. Son

menos de la siete de la tarde. ¿Tenemos que dormir en lo que trajimos?, le pregunto a

hermano. Claro, me contesta, si no dónde. ¿Cómo vamos a hacerlo? Hermano pasa al

inglés para integrar en la conversación a Kasey. A ellos les emociona el plan de esta

noche. Parecen niños jugando a acampar. Sobre el suelo, dice hermano. O podemos ir

a un bosque con los sacos de dormir, propone Kasey. Y el burrito vegetariano sobre un

colchón de lechugas nos escenifica su plan. ¿Pero no hay osos?, pregunto. Ninguno

me contesta. Y con las dos manos se llevan el burrito a la boca y lo destruyen.

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Día 11

Amanecemos sobre el suelo. Las ventanas de la habitación están empañadas. Tengo

frío a pesar de la calefacción portátil y toser se convierte en mi único modo de respirar.

Abro la puerta, me apresuro al baño, creo que me asfixio. Solo escupo flema. Vuelvo.

Se despiertan. Los miro. Kasey propone ir a desayunar adonde sea.

Vamos al café Meditarráneo. Kasey dice que se convertirá en su lugar habitual. Les

pedimos la contraseña de wifi para pasar un rato en nuestros teléfonos. Hermano se

ocupa de llamar a su casa y saber cómo están madre y su esposa. Hermano se ocupa

de las mujeres. Tu hermano te cuida. Sí, madre, sí. No me des la razón como a una

loca. Entonces qué querés escuchar. Que sí pero no con ese tono. Es que a veces no

me cuida. No digas eso. Es la verdad. No, no es la verdad. Bueno, tenés razón. ¡No me

des la razón como a los locos! La miro y hago una promesa: que no voy a hablar nunca

más, que me voy a cortar la lengua si hace falta y que la voy a meter dentro de la cama

de uno de los dos, del que peor me haya tratado esa noche, del que más me haya

lastimado. Pero no, no lo hago, porque la lengua la necesito no solo para hablar. Sí, el

mayor cuida a la nena, explicaba madre delante de mí. Y delante de él decía: este, el

hombre de la familia. El hombre de la familia. Sí, mirá qué grande está, qué brazos

tiene. Boa. Y yo los miraba. Callada a un costado, miraba la conversación de madre con

su amiga y miraba los brazos de hermano y la cara de hermano sonrojándose y luego a

hermano queriendo matar a madre, ¿por qué tenés que hablar de mí a tus amigas? Y

después dijo: ya tiene diecisiete. Y yo tenía doce, aunque nadie lo señalara. Y él unos

brazos y yo un cuerpo, y hermano basta, por favor, basta, ¡por fin!, no veía la hora de

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que dijeras basta, es la única manera de que te vayas de mi habitación y me dejes en

paz. ¿Otro café? No, yo no, dice hermano, y sigue hablando con su mujer. Yo tampoco,

digo. Y no hago ya nada con mi móvil. ¡No digas eso!, por favor, no me eches, pero no

seas tan bruto. Que te vayas, fuera, chau, a tu cuarto. Kasey vuelve con otro vaso

gigante de café. Nos dibuja en una servilleta cómo va a quedar la casa tras la obra.

Hermano está satisfecho, lo sé, por eso no quiere más. No lo hace por mí.

Y sin embargo no puedo dejar de sentir que lo hace por mí.

Y me voy a mi habitación con el rechazo como consuelo.

Caminamos por las calles soleadas y floridas de Berkeley. Los canteros frontales de las

casas son la paleta de color de un lugar que mezcla el silencio con una especie de grillo

diurno incesante. Es una ciudad viva pero hay algo absolutamente momia en todo esto.

Como un recuerdo: una cápsula en el futuro de una vida.

Volvemos a la casa. Ayudamos a Kasey a hacer cosas importantes, cosas que tiene

que resolver. Probamos todos los grifos, chequeamos el agua fría y caliente. Me fijo en

la ducha, hermano en la estufa, Kasey en el horno. Armamos equipo. Limpiamos lo

básico. Se hace la hora de comer. Preparamos cualquier cosa que Kasey trajo en la

mochila. Comida improvisada.

De vuelta a Monterey paramos en San Leandro. Voy a comprarme un ordenador mac

que encontré por Craigslist. El friqui que lo vende se dedica a la informática. No

entiendo nada lo que dice, sobre todo porque no me habla a mí, les habla a ellos.

Confío en que hermano sepa decidir si la máquina está en condiciones. La compro pero

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todavía nos quedamos en su taller una hora más. Les enseña videojuegos y altavoces

que él repara. Pone música y nos ofrece cerveza. Intento que ninguno me dé la

espalda. Kasey, hermano y el friqui hablan y ríen. Yo soy la extranjera. Y la mujer que

no sabe de informática.

En casa de hermano les contamos a madre y a mi cuñada cómo fue la excursión a

Berkeley. Madre está contenta y se ofrece a hacernos la cena. También quiere

encender la chimenea y que bebamos vino de California. Yo digo a todo que sí y su hijo

dice que no a la chimenea y al vino. Ella se enfada y grita y también dice que estuvo

pensando en volverse a su país. Me pone una botella de vino enfrente y me alcanza el

sacacorchos. La abro sin buscar aprobación en la mirada de hermano. Mi cuñada

entiende poco y nada. Ya no sé si es una cuestión de idioma.

Al rato vamos a la cama. Hermano me dice que estoy muy flaca. Me dice que dentro de

poco me tienen que empezar a crecer más las tetas. Bajo a mi hormiguero. Que si no

me alimento me van crecer menos. Cierro los ojos. Que todavía no tengo casi nada.

Tengo imágenes. Me pellizca un pezón. Me siento, me desnudo. Me enfado y le grito

que no me toque. Me calla y me dice que coma más. Me río del recuerdo y me mojo los

labios con la lengua. Le muerdo una oreja, estoy muy enfadada. Me acuesto de nuevo.

Me dice que no le hace gracia, que duele, ¿querés ver cuánto? Estiro las piernas. Le

grito que no, que ya estamos a mano. Curvo la espalda. Se acerca a mi oreja

mostrando los dientes. Junto las piernas para apretarme la mano. Le digo: ¿no querías

que comiera más?, puedo empezar por tu oreja, y me rio, tengo doce años. Doblo las

piernas. Después no digas que no te la buscaste, y envuelve mi oreja entera con su

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boca empapada. Raspo los pies contra la sábana. Cierro los ojos. Estiro la espalda.

Tengo sonidos. Luego me envuelve toda, es un regalo. Vibro. Me río y para callarme

me sella los labios. Lloro.

Quiero hacer memoria.

Volver a lo originario, ir por debajo de la piel.

Quiero vivir habiendo recapitulado.

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Día 12

Está barnizando la cerca de la entrada otra vez. Le digo que pensé que ya había

acabado con todos los arreglos de la casa. Me contesta que son retoques, dice algo

sobre los detalles. Hoy es 27 de mayo. El 4 de junio sale mi avión hacia Madrid.

Es domingo. Desayuno con mi cuñada. Comentamos que hermano está haciendo

arreglos, ella está orgullosa de su marido. Cuenta lo difícil que es mantener una casa.

Me pregunta si allá vivo bien, cómo es la mía. Le digo que es una habitación. No

entiende. Le explico que es un piso compartido en un departamento muy pequeño. Me

pide que se lo describa. Pienso que ya lo vio en algunas fotos que les fui mandando por

compromiso, por madre. Pero quiere que le cuente. Mientras me lo pide, empapa

cereales en leche de almendras. Bebo de mi café como para hacer tiempo, para tener

la boca ocupada, para justificar el silencio. Me clava los ojos. Que empiece. De pronto

sé que no tengo vocabulario, que mi habitación alquilada no tiene nada y que no puedo

describir algo tan vacío y ajeno. Se cruza de brazos, ¿se está ofendiendo? Empiezo a

sudar, muevo la cabeza de lado a lado como diciendo que no, y espera. Comprendo

que no es una cuestión de tiempo, que está dispuesta a esperar toda la tarde, hasta

que hable, hasta disfrutar de la descripción.

Regreso a mi infancia. Estoy en una clase de inglés. En el libro de actividades había un

dibujo de una casa por dentro. Todos los ambientes y muchos muebles y objetos dentro

de los ambientes. El ejercicio consistía en que por turnos los alumnos eligiéramos un

lugar donde esconderíamos un anillo. La profesora y los demás niños debían ir

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preguntando si estaba en tal lado hasta que alguien acertara. Is it under the table? No, it

isn’t. Un ejercicio ideal para aprender preposiciones, los ambientes de la casa y los

objetos. Empiezo a decirle que tiene paredes blancas, que una tiene una ventana, y que

tengo un escritorio. Is it under the window?, pregunta ella. Sí, vamos a jugar a volver a

la infancia. Vamos a preguntar y a contestar hasta adivinar lo que pasaba. Me toca el

turno de esconder el anillo. No sé qué lugar escoger. No recuerdo una sola preposición.

Me dieron un minuto para que eligiera mentalmente un sitio. Cuando me quedo sin

habitación por describir, le explico lo que es una corrala. Pasa ese tiempo y yo sigo

teniendo la vista puesta en la casa llena de cosas y la mente en blanco, sin escondite

para el anillo. También le cuento la peculiaridad de la ropa tendida en las calles de

Madrid o en esos patios interiores, y el sonido que hacen las roldanas. Me dieron un

minuto más. La profesora comenzó a suspirar. Le digo que no sé, con esperanzas de

que entienda que no quiero jugar y de que no le importe, que pase a otro niño. Pero se

cruzó de brazos y siento que emplea toda la hora de la clase en la espera de mi lugar

elegido. Ya vamos por el mercado, como la casa es tan pequeña no daba para tanto. A

mi cuñada lo del mercado con bares al lado de las pescaderías le fascina. Finalmente

me dijo que uno cualquiera, que ya estaba bien, que empezaban a preguntar. Y

dispararon. Yo no tengo un plan. Sigo sin saber mi propio sitio. Mi cuñada me pregunta

por los barrios más turísticos, mi barrio también quedó chico. Entonces, a todo contesto

que no, it isn’t, mientras empiezo a creer que no importa no saber dónde, que a una

pregunta, en un momento determinado, yo la convertiré en mi lugar al responder que

yes, y listo. Le hablo de dos sobre todo. Uno hipster y otro más multicultural. Me

propongo no hacerlo muy al principio del juego para no arruinarlo y para que parezca

que ha merecido la pena pensarlo tanto tiempo; que mi lugar es de esos difíciles que se

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aciertan casi al final, cuando parece que nadie ganará el juego. Ahora estamos ya fuera

de la ciudad de Madrid, por la sierra, porque me pregunta por escapadas de fin de

semana, por la naturaleza. Pero después de la cuarta pregunta se hizo la hora de irnos

y la profesora dijo que ya no había tiempo, que muy bien, que muy difícil porque nadie

lo había acertado. ¿Cuál era?, preguntó, intrigadísima. ¿Cuál río?, me pregunta. Y yo

me quedo paralizada. Que cuál era, me gritó, sospechando. Ahora mismo no me

acuerdo el nombre, le digo. Y a mí no se me ocurre una mentira ni en español. Se me

ha hecho imposible elegir un lugar donde meter algo.

Le invento mi casa. Le repito que las paredes blancas. Le describo una corrala y la ropa

secándose a la sombra. Un mercado, unos barrios, un pinar. Y cuando estoy a punto de

contarlo todo, hoy, como si supiera decirlo en inglés, como si supiera hablarlo, entra

hermano. Entonces digo en ese idioma que me pidió que usara frente a ella cualquier

cosa, cualquiera, como siempre: un idioma que solo sirve para construir realidades

inventadas en lugar de acudir primero a las verdades para luego verbalizarlas. Un

trayecto contrario al habla que exige la descripción. Inverso. Del revés. Alterado. Como

vivir un recuerdo en lugar de recordar una vida.

Hoy domingo es apenas uno de los días de este viaje de vuelta.

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Día 13

Me preguntan si quiero intentar hacer empanadas argentinas con los ingredientes que

se consiguen en este país. Pienso que voy a llorar y salgo al jardín trasero para que no

me vean. Miro una ardilla, vuelvo a entrar. De pequeña me encantaban las de carne

pero las repetía. Sí, busquemos los ingredientes, digo. Las haría de humita. Humita: lo

digo así, como hacía años que no lo decía. Ni siquiera maíz ya; ni siquiera un refugio.

Subo a la habitación a buscar mis zapatillas.

Hoy es feriado, es el Día de los Caídos en guerra o el Memorial Day. Me lo dice mi

cuñada cuando descubro que nadie está yendo a trabajar. Lo cuenta con un tono de

voz ceremomial. Luego me preguntan lo de las empanadas. Es un día para rememorar.

Intento hacer memoria. Humita es choclo. Las de carne podían ser de carne picada o

cortada a cuchillo. Los caídos en guerra en el año 82 en las Malvinas lo aprendí en el

cole porque yo tenía cuatro años. Hermano nueve. Padre ya había muerto. Memoria.

Una palabra que en mi país de nacimiento tiene un sentido político. Ni olvido ni perdón.

Siempre tiene un sentido político. No puedo apropiarme de esta conmemoración hoy en

Estados Unidos con una intención privada e individual, es irresponsable de mi parte.

Pero no me funciona la escala: no sé llegar al peldaño de la sociedad si el intermedio

entre el individual y ese fue arrancado. El de la familia. Hacer memoria: pensar en qué

momento ese fue arrancado. Muere padre. No puedo recordarlo, soy un bebé. No hay

relato. Busco a madre, no está por las noches, es joven todavía. Busco a hermano, me

cuida, pero es pequeño y no sabe cocinar nada aún. Busco a madre, ya no es tan

joven, no sale, se encierra y aúlla. Busco a hermano, ya no es tan pequeño y me quita

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de encima. Busco a madre, ya se levantó de la cama, pero tiene furia y busca clavos

para crucificarme. Busco a hermano, me quiere y sus manos crustáceos me acarician y

otras veces me hacen daño, el consuelo empieza a ser confuso. Busco a madre, no me

cree nada y me medican. Busco a hermano, quiere que me internen porque dejé de

comer hace tiempo. Busco a madre, me pega. Busco a hermano, lo amo. Busco a

madre, no está. Busco a hermano: me dice que todo es mentira, que me confundo. Y un

día se va de la casa.

Hacer memoria de lo que no pasó.

El supermercado va a estar abierto a pesar del festivo. De todos modos,

decidimos dejar las empanadas para otro día.

Mi cuñada cuenta que el Memorial Day se aprovecha para hacer reuniones

familiares. Memorias familiares, aprovechemos.

Madre pasa toda la tarde en su ordenador jugando al bridge on line con unos

mexicanos. A las cinco en punto me pide que la acompañe a caminar.

Llegamos hasta la playa y volvemos por el camino de madera, es decir, por el

camino largo. Durante el paseo, ella trama un plan para que mi relación con hermano

sea buena. Teme que en un momento dado hermano y yo nos alejemos para siempre.

Que ese momento llegue con su muerte. Me dice que ella lo conoce bien, que sabe que

él se cree el centro del mundo. Que sabe lo que es hermano. Pero que me quiere

mucho, que ella lo sabe, y que ha sido siempre así, desde niños, que me cuidó cuando

ella no estaba. Me dice que solo tengo que aprender a respetarlo, a repetar la vida que

eligió, el país que eligió. Y de paso aprovecha para recomendarme que no me quede

soltera, que yo también encuentre una vida y espacios. Me cuenta, riéndose, cómo

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hace su mujer para soportarlo: cada vez que él dice algo que a ella la lastima, ella

espera unos segundos, respira hondo y levanta la mano derecha para tomar la palabra.

El gesto siempre va acompañado de una frase que empieza con la palabra honey y no

sé cómo sigue, me dice, porque yo a ella no le entiendo nada. Estoy sorprendida, llevo

varios días en esa casa y nunca vi una escena así. Se lo comento. Me dice que desde

que yo estoy nada es como en la vida cotidiana. Nada es como en la vida. Aprovecho

para sacarle el tema de la pelea del día del cumpleaños de hermano. Le digo, porque

por un instante me siento como si ya no fuera su hija, que me pareció una escena

calcada de la adolescencia. Se irrita, me pregunta que qué insinúo. Vuelvo a sentirme

su hija, era ese instante. Le repito lo del día del cumpleaños, tartamudeo esta vez. Dice

que no recuerda casi nada. Siento como si una piña seca se me cayera en la cabeza.

¿De la infancia o del día de su cumpleaños? Se queda callada. ¡Que no encuentro la

similitud!, me grita. Y agrega que esa es su relación con él, que no me meta, que ella

estaba hablándome de la mía con hermano. Le digo, liberando mi lengua los últimos

segundos que le quedan de diálogo, que ya sé, pero que de todos modos en su relación

con él yo quedo atrapada. Se ríe. Me dice que soy una hipócrita, si en pocos días me

tomo un avión, ¡¿atrapada?!, y se ríe de nuevo. Si te vas a Europa y ya no existimos.

Sé que no vas a volver a visitarnos. Voy a morirme sin volver a verte la cara. No seas

hipócrita entonces.

No existimos.

Recordar lo que no existe, permanentemente, permanentemente,

permanentemente, permanentemente. Nada es como en el recuerdo.

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En la cena, después de la segunda copa de vino californiano, mi cuñada propone un

juego: que en un papel escribamos una palabra y luego hay que leerla en voz alta y los

demás tienen que adivinar a cuál de las personas presentes se refiere. Le pide a

hermano que le traduzca a madre y dice que madre lo haga en español y que ella va a

entenderlo sin problemas. No sé si salir corriendo a buscar papel y lápiz o quedarme

quieta y callada. Hermano traduce y se entusiasma con la idea. A madre le parece

horrible el juego. Hermano se siente muy mal, cree que es como despreciarle un regalo

decir eso. Madre aprovecha y dice que regalar una caja de fresas bañadas en chocolate

es absurdo. Hermano le grita. Supongo que no recuerda cómo se puso él con el tema

del envoltorio. Amnesia. Mi cuñada no entiende porque hablan rápido. Madre le dice

que no le grite como a una niña y que cómo se nota que no tuvo un padre. Él le grita

que siempre con la misma jodida historia de la muerte y de la infancia. Que de verdad

que somos dos pesadas. Yo sigo sin decir nada aunque ya me nombraron. Madre, que

recicla peleas como hermano cartones, nos dice que a ver si de una vez por todas la

dejamos volver a Argentina. Digo que yo no me opongo a eso, me sirvo más vino y no

miro a nadie a la cara. Él le dice que es una desagradecida, con él y con su mujer. Ella

le dice que ya no lo aguanta, y que esperó mi visita para hablarlo en familia. Él dice que

esto no es hablar, y que yo no pincho ni corto. No pincho ni corto. Yo digo que no es

una familia. Porque me parece que vale todo. Mi cuñada mira ajena, extranjera. Madre

se pone de pie para abandonar la isla. Pienso que hermano escribiría en el papel flaca

esquelética. ¿Por qué no te venís conmigo?, me pregunta madre de pie, sin muebles

alrededor, como flotando, un poco astronauta ella también. Madre, yo a Argentina no

vuelvo, aclaro. Madre satélite. Entonces andate también de esta casa, me dice, y

abandona la cocina al instante. Hermano me pide que no le haga caso,

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desautorizándola; besa a su esposa, ella sonríe y extiende la copa para brindar, como

si nos perdonara.

Mi cuñada se va a dormir. Hermano está a punto de hacerlo pero me atevo a pedirle

que no se vaya, que se quede, que le quiero decir algo. Me quedan pocos días. Le digo

que me parece que no estuvo bien lo que hicimos en la infancia. O en la adolescencia.

¿Qué cosa? No puedo responderle. ¿Qué cosa? No sé cómo se llama. Última vez te lo

pregunto: ¿qué cosa? No sé ni una palabra, me he quedado sin idioma, sin lengua.

Suspira. Me dice que basta, que ya está bien, que ya somos adultos, que no vuelva a

esas ideas, me da un beso en la frente como un anciano a su esposa jubilada y sube

las escaleras. Que siempre fui yo la que lo buscaba. Lo grita. Y además grita que me

calme. Yo estoy de pie en la puerta de su primera casa tras independizarse. Lo

amenazo con romperle todo. Me sujeta por los brazos para no dejarme pasar. Me

sacudo como en un anzuelo. Me aprieta más y me agita, cierro los ojos para no

marearme, me estallan las venas y la cabeza construye un terremoto, ¿querés que te

cuente yo cómo fue?, te metías desnuda en mi cama y yo te tenía que sacar a patadas,

o en la ducha, mamá lo sabe, le conté todo. Y otra gran parte la vio con sus propios

ojos. Sigue hablando pero de a poco dejo de escuchar lo que dice, la presión de la

sangre de los brazos me encapsula los oídos, se me hacen dos caracoles donde tengo

orejas.

No sé mi lengua materna. Desaparece el habla, amordazada. Me convierto en un lápiz

al que le sacaron tanta punta que por diminuto duele escribir con eso; duele, y los

dedos resignados de palabras no logran sujetarlo.

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Día 14

Tenemos que recuperar el tiempo perdido por las festividades de ayer. Reponer lo que

se ha acabado, conseguir lo que no tenemos.

Vamos a Walgreens a buscar codeine para mi tos. Vamos a AT&T a cambiar el

plan del móvil de madre. Vamos al supermercado a por más vino y comida. En el patio

del centro comercial nos sentamos a devorar un almuerzo. Vamos a MacStore porque

necesito un cargador original para mi nuevo ordenador usado (el que me dio el friqui

con el mac no funciona). No compro ninguno porque me parecen caros. Vamos a MYO

(pure frozen yogurt) a tomar el postre, nos cobran por peso. Todo esto lo hacemos

madre y yo a solas. Hermano y su mujer trabajan.

A las seis de la tarde vamos a la residencia de mayores donde vive Margaret. Hemos

quedado para cenar con ella. Yo llevo puesta una falda vaquera, medias verdes y unas

botas de madre. Mi cuñada obligó a hermano a ponerse camisa de mangas largas y

zapatos. Dice que no podemos ir en zapatillas.

Mientras esperamos mesa para cuatro en el salón comedor, hermano le señala a

mi cuñada, con un gesto de cabeza, el cuerpo de madre. Está en chándal y en

zapatillas de cuero blancas. Mi cuñada se ríe y le dice a hermano algo en el oído.

Hermano. Margaret y madre se acarician las manos, es el lenguaje que comparten.

Mano. Hermano se ríe y sus labios buscan la oreja de su mujer, se mueven en inglés

para formar algo que hace que ella se tape la boca y sujete una risa estruendo.

Hermano. La mano derecha de Margaret está sobre la derecha de madre. Mano.

Hermano le acaricia el pelo rubio. Ella se destapa la boca y se quedan mirando.

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Hermano. La mano izquierda de Margaret está debajo de la derecha de madre. Un

sándwich de mano con manos, pan con panes. Mano. Se dan un beso suave y dejan de

mirarse. Vuelven a mirar las zapatillas blancas. Hermano. La otra mano de madre

cuelga y tiembla un poco. El anillo está en el sándwich, como en un roscón de Reyes.

Mano. Ella sacude la cabeza en un gesto de negación al tiempo que se muerde el labio

inferior que está tenso por el efecto de una sonrisa. Él le pasa el brazo derecho por

encima de los hombros. Hermano. El dorso de la mano izquierda de Margaret mira al

suelo, entonces, palma con palma. Mano. Ella reclina su cabeza en el hombro derecho

de hermano, suelta los labios, ya no hace falta el gesto, la emoción descansa.

Hermano. En la mano derecha de Margaret, cuyo dorso mira al techo, su anillo. Mano.

Un camarero viene a decirnos cuál es nuestra mesa. Hermano y yo dejamos de reírnos

del pelo violeta de la amiga de madre porque si alguna se da cuenta, como mínimo, nos

quedamos sin postre. Nos sentamos a la mesa preocupándonos de quedar uno

enfrente del otro, así nos mandamos mejor las señas. Cuando a la amiga de madre se

le queda algo de hoja verde de la ensalada entre los dientes, hermano me patea la tibia.

Yo me muerdo el labio de abajo, tenso en una sonrisa, y lo miro, puedo sostener esa

mirada hasta la fresa del postre. Luego ya relajo los labios. Descansa el gesto en la

certeza de que nos reencontramos en el próximo movimiento de cualquiera de las dos,

en la certeza de que el rictus habita en los glóbulos, en las plaquetas. Hermanos de

sangre. Yo quedo sentada junto a Margaret, enfrente de mí un sexto plato vacío, a mi

izquierda nada, a la derecha de Margaret su hija, que enfrente tiene a su marido.

Ceno salmón con espinacas. Alrededor de nuestra mesa se organizan otras que

reúnen, por lo menos, a un anciano con parte de su familia. Suenan conversaciones

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ajenas de fondo. Cada tanto intento decirle algo a Margaret, pero no me entiende. Su

hija me explica que del oído izquierdo quedó completamente sorda. Lo hace por mí,

para que no piense que es culpa de mi inglés principiante.

Lo hace por mí. Nadie dice: siéntate a su derecha así puedes hablarle.

Regresamos a la casa bordeando el océano para que yo pueda ver las luces de los

barcos de Cannery Row. Sigo siendo la mujer que viaja en el asiento de atrás del

coche. La niña que sacan de paseo. Los pies me cuelgan. Menguo. Y yo, niña, muy

pequeña muy pequeña, siquiera me doy cuenta de cuándo sucede la regresión, este

regreso.

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Día 15

Después del desayuno pasamos el día en el garaje separando en cajas y bolsas los

trastos que, sobre todo, eran de padre.

Madre llevó varias cosas de su marido cuando hizo la mudanza. Porque creyó que

a su hijo le servirían, o porque le servía a ella creer eso, de excusa para no tirarlas.

Ahora que estoy me proponen aprovechar para ordenar y ver si quiero algo. Todavía

me pregunto cómo era padre. Vi una foto en la que parece un hippie. Sé que trabajaba

en una empresa de transportes, desconozco si le gustaba. Hay una foto de los dos

cuando todavía eran jóvenes. Madre era igual de bajita y fea. Tampoco parece muy

joven aunque entonces tenía que serlo. En otra posan los tres, con hermano, en el

frente de la casa de la infancia, y hay un perro. Les pregunto de quién era esa mascota.

Me dicen que no lo saben, que no era nuestra, que justo pasaba por allí caminando. O

de un vecino. No se acuerdan. No recuerdan. Madre tira la foto dentro de una de las

bolsas. La cojo cuando nadie me ve y me la guardo en el bolsillo. Hay libros y

herramientas oxidadas. Le pregunto a hermano si se puede abrir el garaje y poner todo

a la venta. No me responde.

Vamos al Ejército de Salvación a dejar las cajas y las bolsas que hemos llenado. Madre

no viene con nosotros porque no cabe en el coche. Tan pequeña. Nos despide en la

puerta como si nos fuéramos de viaje. Sacude su mano de parkinson con los dedos

bien juntos. Por las porciones de uñas que asoman de sus yemas se trasluce el color

mora.

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A hermano le da hambre y piensa que es mejor aprovechar que estamos en el

centro para comer algo. Compramos unos tacos de alcachofas. Comemos andando por

la calle. Puedo predecirlo: el feroz enojo de madre cuando sepa que ya comimos. Le

sugiero que le envíe un mensaje y se lo diga, me dice que no, que se aguante, que es

una niña pequeña. Tan pequeña.

Las tardes transcurren en Monterey muy lentamente. Lo cotidiano ahora es esperar mi

vuelo de vuelta. A veces pienso que esperar es esperar a ayer, un imposible, como si

se dijera recordar hacia mañana. Una pesadilla. ¿Qué pasa con el tiempo? Día 15.

Nada, no pasa nada. Tal vez no pasó nunca nada. Recordar sin pasado. Vivir sin un

presente distinto a lo anterior. De pronto hoy todo me parece una copia de la copia. Una

repetición permanente. Esta rutina de hambre, comidas y comida sin hambre. Esta

lengua seca, autónoma de lo que se consume, que se va durmiendo. Una lengua natal

de muerte; una lengua madre de huérfanos. Madre. A quince días de lo mismo de

siempre, a cuatro de no sé, y no sé si acierto al no saber, y no sé si sospecho. Es un

tiempo trampa, un tiempo que se repliega y nos envuelve. Da igual qué actividad haga o

hagamos esta tarde, puede que ya no haya acontecimientos, que todos los que hubo ya

hayan pasado y que todos los que habría ya no tengan lugar. Puede ser que toda la

verdad fuera mentira, pero lo que no pudimos fue mentir de verdad. Ahora es la tarde,

el sol va a esconderse y probablemente me vea obligada a acompañarlo en su

descenso. The sun is under the sea. Pero no todavía. Y cuando madre se dé cuenta de

que ya se está haciendo esa hora, vendrá a mí y me pedirá que la acompañe para verlo

con sus propios ojos, y cuando lo estemos viendo, hundirse como cada tarde, con la

única preposición que el sol sabe a esa hora, madre me pedirá que elija otra y que elija

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otro lugar del mundo para esconderlo. Y a mí no se me va a ocurrir ninguno. Porque me

va a parecer que es evidente que no hay más opciones, cuando la realidad sea que no

tengo más vocabulario. Pero ella va a inventar escondites y yo la miraré como se mira a

una madre, es decir, con muchísimas ganas de juntar la cabeza con las rodillas, y le

pediré disculpas. Por ser torpe, por ser ínfima, por ser mujer, por ser su hija. A esa hora

del día en la que el sol ya se ha ido y garantiza que nada cambie.

Voy a hacer tiempo para acabar acorralada.

Cenamos arroz con verduras al wok. Cocina mi cuñada, le sale avinagrado. Es un alivio

que la cena sea a las seis de la tarde y un milagro que siempre sea capaz de comer a

esa hora. Sin embargo, estoy muy flaca y pequeña. Casi nada ya. Un bebé apenas.

Lápiz en astilla. Hija.

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Día 16

Madre y yo vamos al centro de Monterey a comprar frutas y verduras en Trader Joe’s.

El día de la marmota. El día de la madremota. Madre-mora. Madre me pregunta si estoy

contenta de volver por fin el domingo a mi casa, o si me gustaría quedarme más tiempo.

No le contesto. Le pregunto yo si estos días conmigo los ha disfrutado. Ya no sé de

dónde me salen las preguntas. Me dice que sí. Y vuelve a investigar ella: quiere saber

cómo me sentí al volver a verlos. No me sé la respuesta. Como el ejercicio de esconder

el anillo. No me sé la versión, ¿es eso? Tal vez es que el anillo no podía estar ni debajo

de la mesa, ni dentro de un tuper, ni sobre la cama, ni junto a la nevera. El anillo estaba

en los dedos. Es eso, va a ser eso. Buscar donde no hay. Como hicieron mis pobres

compañeros de la clase de inglés durante esos cortos minutos que jugué a hacer

trampa y perdí. Buscar lo que ni siquiera está escondido y así todo no encontrarlo,

¡increíble!, y así todo no encontrarlo. Le pregunto si realmente no está bien viviendo con

hermano. Creo que ella tampoco se sabe la respuesta. Hablamos de manzanas. Me

pregunta qué clase de manzana quiero y me las señala. Hay demasiados tipos

diferentes. No me sé la opción. No sé nada, pequeña, lápizniña.

No sé qué más hacemos hoy. Supongo que lo mismo de siempre: rodear la isla,

cocinar, comer, ir al baño de fresas. Hoy es un día al que se le va sacando punta hasta

romperlo. Ya no sirve. Hoy es un día cero. Esta trampa de detener el tiempo, que no

para. Lápiznada.

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Día 17

Viernes primero de mes. Nos levantamos. Antepenúltimo desayuno en esta cocina. A

las once acompaño a madre al dentista. Tienen que extraerle una muela y es muy

importante para hermano que quien se lo haga sea el dentista de toda la vida de su

mujer. Aunque quede lejos y vayamos en autobús porque ninguno nos deja un coche.

Mi cuñada ha sabido conseguirle a madre un hueco en la apretada agenda del mejor

odontólogo de la ciudad. Madre está infantilmente agradecida. La atienden en cuanto

llegamos, yo me quedo en la sala de espera hojeando revistas.

Dos horas después, mi cuñada se escapa del trabajo y nos pasa a buscar para

llevarnos de vuelta a casa. Pero madre todavía no ha salido del consultorio. Ella se

molesta. Que cómo pueden tardar tanto. Pienso que menos mal que es el dentista de

toda la vida, en el que confía y el que le merece tanta fidelidad. Maltrata a la secretaria

y dice que no tiene tiempo para esperar. Nunca la había visto así. Rendida, me dice que

tiene que volver a su trabajo, que lo siente mucho, que no puede esperarla más. Le

digo que no se preocupe, que regresaremos en autobús, como vinimos. Resopla, me

pide disculpas, y suelta una útlima gota de rabia a la secretaria. Sale y siento

vergüenza. Y espero a madre como una niña que se queda sola en la sala de espera y

se angustia, y las piernas le cuelgan y las secretarias le regalan caramelos. Madre sale

del consultorio y me pregunta por su nuera, dice que le escuchó la voz. Le digo que se

tuvo que ir porque no podía esperar, que nos volvemos en autobús. Madre maldice,

pero apenas se le entiende porque está como desfiguarda.

Salimos. Me propone que volvamos caminando hasta la casa, que es un lindo

paseo. La veo frágil y ensangrentada. Tiene los dientes manchados de rojo y gasas que

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le ponen la cara como una piñata. Le acaricio la espalda para protegerla. Me

sobrepongo a mi infancia. Quiero que mi mano le alcance.

Pasamos por la librería Old Capitol Books de camino a la casa, en el mismo centro de

Monterey. Miro un libro de la historia del jazz en fotos, solo porque la manera en que

estaba exhibido invitaba a hojearlo. Madre se impacienta como una niña, dice que nos

vayamos, que no sabemos leer en inglés. Le digo que espere. Refunfuña y coge un

libro de cocina. Lo mancha con sangre y escapamos antes de que nos descubran. La

salsa-sangre de madre.

Atravesamos Cannery Row por el camino de los restaurantes. Aceptamos todas

las muestras gratis de comida. Ella tiene sabor a sangre y está inapetente. Me como lo

mío más lo suyo en un intento de poner el cuerpo por ella. Dice que ya es la hora de

quitarse las gasas. Le digo que espere a que lleguemos por si sangra mucho. Insiste.

Pedimos permiso para pasar a un baño. Sale desinflada, sin chucherías ni confeti.

Parece un payaso que se puso la nariz roja en la boca. Triste y siniestro. Me sonríe y

como no soy una niña, no, hoy que te cuido no, hoy que sangras no, no me pongo a

llorar.

Después de una hora de caminata llegamos a la casa. Quiero que descanse, que se

enjuague la boca, que duerma una siesta, que tome un helado que ayude a cicatrizar.

Me parece que la tarde puede hacerse eterna. Me encierro en el baño de las fresas. Me

echo a llorar y me desnudo. Apoyo mi cuerpo en el papel de las paredes. De frente y de

espaldas, la cara y la cabeza. Me lo miro en el espejo, intento darle un sentido a todo

esto. Pero no alcanzo más que minutos de confusión. Desnuda y con fresas. Madre

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sangrando arriba. Siento rabia e impotencia. Estoy sola. Ahora queda asumirlo y

soportar. Ser una mujer que llora y que sabe dejarse las uñas manchadas de sangre,

aun cuando es el día que le toca sangrar a otra. Un auténtico homenaje al pasado.

Mientras madre duerme la siesta voy a la playa. Lo dejo dicho en una nota. No me llevo

más que la cámara de fotos. En la orilla hay turistas niños jugando. El sol quema

mucho, espero estar protegiéndome lo suficiente con las gafas y el sombrero.

Llego. Ya están todos en casa, dicen que esperándome para salir a pasear. Madre

se encuentra mejor y mi cuñada lavó culpas. Aunque tal vez ya sea tarde para el paseo,

agrega hermano. Propongo hacer lo que quieran. Siento que la cara me explota, ahora

soy yo la piñata. El día que le tocaba a otra. Les pregunto: sí, estoy muy roja. Que vaya

al baño a verme. Cada mejilla es una fresa. Puedo apoyarme en la pared y camuflarme.

Jugar toda la tarde a que me encuentren y que nunca me encuentren. Ser el anillo.

Madre me pone paños de agua fría y vinagre. Yo estoy tumbada y ella se inclina

sobre mí. Hay calma en su labor. La miro desde abajo, indefensa. Es como si aquel

momento en el que sangraba inflamada y roja hubiera sido hace millones de años,

como si mi mano en su espalda no perteneciera a esta era geológica.

Cenamos a tiempo para salir a ver el atardecer en el mar. Corro las curvas de Pacific

Grove y llego antes de que el sol se hunda. En el cielo encuentro todo el espectro de

colores relativos al mar. El océano está plateado. Por minutos se sostiene este estado

de la naturaleza. Justo encima de mí, pero solo justo encima, el cielo ya está azul y hay

una estrella. En un ángulo más cerrado respecto de la tierra, el cielo es celeste. Y

después de ese claro siguen los colores: verdoso, amarillo, naranja, rosa, rojo. Ni

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siquiera hace frío ya. Ni siquiera mover los dedos ya. Como si el viaje fuera un viento

que despeja el cielo de mano y de hermano. Ni siquiera el recuerdo, ni siquiera la vida.

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Día 18

Amanezco. La mañana se hace larga. Recoloco algunas cosas en la maleta y limpio un

poco la habitación. Madre me ofrece de almuerzo tacos que sobraron de la cena de

anoche. Más tarde haremos una comida formal en familia. Es mi último fin de semana

en esta casa.

Comemos formalmente pollo. Mañana es mi último día en casa de hermano. Por la

noche sale mi avión. Hermano dice que no vamos a caber los cuatro más mi equipaje

en un solo coche, y que dos contamina mucho, que todos al aeropuerto mejor no. Mi

cuñada pide traducción. Sucede. Madre agrega: yo voy sí o sí. Mi cuñada eso lo

entiende y no dice nada más. A cambio, promete cocinar hoy. Ya no me parece

increíble que todas las conversaciones acaben en los preparativos de una comida.

Por la tarde miro películas. Aún estoy roja, quemada, afuera el sol arde, no saldré de

esta casa. Miro THX 1138 de George Lucas porque fue filmada en las estaciones del

tren de San Francisco, me explica hermano recomendándomela. O imponiéndomela.

Miro Wild Strawberries de Bergman porque es la que está a mano en el estante de las

películas. Es como homenajear al baño que me acogió dieciocho días.

Me voy despidiendo de a poco, del baño, de la isla, de los pinos y eucaliptos. Me alivio.

De pronto todo el mundo me parece que se reduce a Estados Unidos y ese horror me

alivia. Que las casas son así en todas partes. Que nadie habla otro idioma que no sea

el inglés y que yo, sobre todo, que yo sobre todo, no tengo español y no tengo pasado.

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Que nací ayer, que nací hoy. Que esta es la casa de madre también. Me alivia el jarabe

para la tos, me alivian las compras hechas. Me alivia hasta el sol. Y si soy niña me

alivia la madre, y si soy lápiz me alivia escribir. Me alivia ser deforme solo cuando estoy

de pie, ser flaca solo si estoy desnuda. Me alivia la crema en la piel roja. Me alivia el

cine. Me alivia, de pronto, que nadie planee nada. No volver a ver a Kasey ni a

Margaret para despedirme, y que nadie lo sugiera. Y no tener voz, y no curarme, y no

tomar el jarabe, y quedar muda, y quedar sin inglés, y quedar sin habla, y quedar sin

lengua materna, y quedar sin madre, y quedar sin hermano, también, me calma. Como

una mano tendida que tranquiliza.

Hermano viene al sofá conmigo. Comemos patatas. Anteúltima tarde. Anteúltima

escena. Ya no hay nada que perder, no hay tiempo. Es hoy o nunca. Lo miro. Me mira.

Le sonrío. Se acerca. Me inclino. Calca sus manos en mis nalgas, comienzan los jaleos,

la boca que envuelve una oreja se parece a un agnoloti. Funciona. Los grifos funcionan,

la estufa funciona, la chimenea funciona. Madre nos oye y viene a ver qué pasa: nada,

me está molestando, empezó ella, ¡mentira!, fuiste vos, basta, nena, fuiste vos, ¡la

terminan los dos de una vez!, pero fue él, mamá, no me importa, ¡los dos!, fuiste vos,

nena, como siempre, estás loca, dejame en paz, ¡loca!, si yo no te hice nada, ¡me

chupaste una oreja!, vos me tocaste primero, yo ni te toqué, claro, él nunca me toca,

¿no? ¡Basta! ¿Cuántos años tienen? Me coge de un brazo y me saca del sillón,

soltame, mamá, soltame, grito, lloro, me resisto y para anclarme al suelo me vuelco

hacia abajo, quiebro las rodillas, mi peso quiere hacerme caer, pero madre me sostiene,

fuerte, es él, siempre me decís a mí pero es él, ¡basta!, lo grita casi más fuerte que el

anterior y con la mano que todavía tiene libre me agarra de los pelos y aumenta la

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distancia entre mi cara y el suelo, y yo veo una estrella de dolor, solo una, que está

justo encima de mí, en una parte del cielo muy azul, y lloro y me suelta pero da el golpe

final, una bofetada que me desarma la expresión, y hermano ríe y yo lanzo un alarido

de bestia fiera y en un ángulo más cerrado el cielo todavía está celeste y está madre,

entonces sé que tengo que huir y salgo corriendo las curvas de la casa para llegar a

tiempo a mi cuarto, a mi cama, donde sé que la escena no tiene marcha atrás, que

acabo hasta sangrando a veces, y aunque después me lave bien las manos, queda un

residuo de sangre en las uñas, en esa línea entre la yema y la contracara de la uña

despitada y teñida ahora por detrás, uñas-mora, y aunque me chupe los dedos antes y

después de lavarlos, esa sangre nunca acaba de salir del todo, luego hago pis y me

escuecen las heridas y necesito que me las laman para curarlas para siempre, pero sé

que nadie jamás lo haría, es cierto, en esos momentos, después del estallido, yo sé que

nadie jamás lo haría, y me escuchan llorar y no hacen nada, y es cuando sé que todo

está acabando, cuando siento que si no es hoy, mañana a más tardar tiene que ser el

último día, el día en que yo ya no desee desposeer este cuerpo y conseguir otro, y otro

hermano, y otra madre, y otra casa, simplemente porque ya lo he alcanzado, ese día,

mañana.

El día del alivio final.

Mañana cuando se haga la hora de ir al aeropuerto me despediré de mi cuñada, que va

a quedarse en la casa para contribuir al plan ecológico de hermano. Nos subiremos los

tres al coche. Pararemos en San Leandro a buscar en la casa del tipo que me vendió el

mac un cargador original pero usado. Hermano lo arregló todo porque entiende.

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Algunos minutos más tarde llegaremos al aeropuerto. Descargaremos mi equipaje del

coche. Madre estará conmovida.

Me alivia tanto que sea mañana, que en este momento me confundo y pienso que estoy

a menos de veinticuatro horas del alivio final. Todavía ni tengo memoria para saber que

eso nunca fue así. Que no es mañana, que es hoy. Que al último día nunca se llega.

Que a esto le sigue vivir.

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SEGUNDA PARTE (O SEGUNDA VERSIÓN)

En el idioma extranjero, las palabras no tienen infancia. La lengua de mi madre, Emine Sevgi Ozdamar

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; todo parece volver, como si no hubiese otra dirección, esta la única, a contracorriente,

aunque todavía no lo sospeche, aunque crea que un ascensor descendiendo es una

manera de avanzar, de ir hacia delante, de estar más cerca de la llegada; me hablan,

me acerco, es uno, luego son dos, una mujer llora, tres más padecen, tengo miedo, sí, y

mi pasaporte es imperfecto, no sé la respuesta, probablemente no trabajo, no estoy

apta para tal cosa y haya papeles que lo digan, en cambio la gente come y yo me

agoto, me duermo, y cuando me quito equipaje de encima es para pasar la prueba de

limpieza, las manos en alto, el escáner y cuerpo, entonces las formas geométricas, el

mundo organizado, la familia con urgencias: cosas de hoy, y la azafata se olvida de mi

boca, muerdo la sequía hasta que llego a tierra y ya no hay formas, hay cuerpos: madre

y hermano, como antes pero más viejos, más otros, menos ellos, y aún no sé, aún no

acierto; no será sino muy de a poco cuando vaya sabiendo que la historia está de

vuelta, en un espacio que no avanza, que no hay mañana, que no llegará el día final

sino solo la posibilidad de repetir algo hasta el cansancio, y no sabremos nunca si la

vida y la memoria saben a cuál le toca antes; es hoy o nunca, hoy y parar nunca, hoy y

para siempre; y entonces viene ahora, por primera vez, como una de las poquísimas

cosas que pueden pasar por primera vez, viene aquí, a este tiempo y espacio

indeterminado, la pregunta sobre la trampa del tiempo: cómo podía yo saberlo, ser

capaz de saber el día 1, qué era o no era acertar, recordar el futuro, cómo podía, ni

sospechar, saber lo que aún no presentía, cómo podía, si es día 1, no, no puedo

saberlo, no puedo saber el día 1 que todavía no presiento que llegar es volver, ¡es día

1!, no estoy en el futuro, no puedo saber que recordar no es hacia atrás, no, no se

puede saber el día 1 que cuando llegue el 18, por recordar lo que es futuro al final no

habrá memoria, cómo, cómo pude yo haber sospechado que en el reencuentro no

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había logro si el aeropuerto se me había hecho un mundo, si entré vencida porque

interrogaron mi flaqueza, mi flacura, y yo inventando palabras extranjeras que ni

siquiera sé cómo sonarían si fueran correctas porque lo que nunca se aprende es el

matiz de la lengua, pero un segundo idioma te garantiza el futuro, eso nos decían, que

con el inglés nos salvábamos todos nos dijeron durante la infancia o la adolescencia, en

la década del noventa, sí, que el inglés nos salvaría, ¿y dónde se supone que hay que

esconder la lengua madre en una tierra, en una cueva, donde no se habla esa lengua ni

ninguna, donde no se habla porque habla la oscuridad extranjera?, pero esta vez, por

favor, intenten pensar preposiciones diferentes, nos decían, no usemos siempre las

mismas, chicos, ni adentro ni sobre, a ver, otras, ¿abajo?, sí, muy bien, abajo, ¿qué

más?, encima, arriba, suficiente, ¿suficiente?, pero mejor por partes, por días: es día 1

cuando llego al aeropuerto y un rubio con un tatuaje en la muñeca se monta en

ascensor conmigo y no me habla, como si lo tuviera prohibido, como si yo también lo

tuviera prohibido, y entre él, pelo rubio, y la pregunta de mi trabajo en Madrid, ¿trabajo

en Madrid?, hay cuatro llantos de distancia, tres infantiles y uno de mujer, y eso me

suena a familia, entonces en el avión sucede algo extraño: la palabra familia, tan similar

en inglés y español, se me descompone en formas geométricas y a cada letra de la

palabra le corresponde un hueco, un espacio, de esos que se forman entre las líneas

que subdividen los círculos, o entre círculo y cuadrado, depende, porque familia, o

family, da casi igual, es también este llanto de bebé con hambre y con pañales

desechables que se sacia y quiere más, ahora quiere un chupete, luego querrá un

muñeco y más tarde que mamá le dé un beso y papá haga una gracieta, y más, todavía

más, bebé de rasgos gringos, ahí, en el cielo, en el cuadrado grande, el inmenso, el que

contiene figuras más pequeñas, el que no se subdivide pero aloja las subdivisiones y

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deja parte de esa palabra en tierra, una parte de la palabra a la que le corresponden

pequeñas porciones de la sub sub sub infinitas veces porción de la subdivisión que veo

por la ventanilla, sí, absolutamente preestablecido, porque la azafata calentó tres veces

el biberón y no hubo manera de que fuera suficiente, y yo sudaba y pregunté si me

podía cambiar de asiento y me dijeron que no, y pedí agua pero se olvidaron de

alcanzármela, es verdad, es verdad que cuando sientes el alivio te olvidas hasta de la

sed, entonces en San Francisco, en tierra y en familia, sin tierra y sin familia, pero

ignorante y sin sospechar, no acertando pero pudiendo enunciar eso, sin embargo,

trampa del tiempo, todo eso acerca del giro del recuerdo, lo del agua se licuó

completamente cuando pasó algo mucho más grave, la sentencia inicial que es la final:

que el alivio no llega –iba a morirme de sed aun sin órganos se iba a secar la lengua

hasta marchitarse y desprenderse de la tierra fértil y caer desde el avión en una de las

sub sub sub divisiones cualquiera que al azar le tocara–, que la que llega soy yo pero

llego atrás, que hay algo del tiempo y del espacio alterado que ningún relato por días ni

preposición va a poder poner en orden, que hay algo del revés sin estar dado vuelta

; y el segundo día, el segundo día vino a confirmar algo mucho más aterrador que el

hecho de que las preposiciones solo pueden referirse al espacio pero nunca al tiempo,

vino y ya estaba pasando, incluso ya había pasado, había pasado en el futuro, yo ya

tenía un calcetín manchado de sangre, era la máquina, y yo lo vi claramente, como

todas las sombras que vi, que fueron yo misma extendida tras el cuerpo de hermano: vi

que sucedía en el espacio, no en el tiempo, lo dije, está dicho, basta recurrir al día 2 y

buscar esas palabras, es la versión originaria, la de la herida fundacional, se puede ver,

lo dije aunque todavía no podía estar acertando, es decir, correspondiendo con un

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resultado del futuro, ¡por supuesto que no, día 2, no hago magia, no adivino!, acertando

que las preposiciones al final serían ellas mismas una máquina para el tiempo que no

es tiempo, un espacio para la máquina que no es máquina, que es hermano, pero la

sangre de las telas se lava, la única mancha que no sale es la de la uña y la yema, la

de ese límite preciso, esa línea entre un tejido y otro, entonces lavo los calcetines, los

lavo a mano en el baño de fresas porque, poco a poco, se empieza a consolidar un

mundo de cosas comunes y cotidianas y además no me cuesta nada hacerlo, y luego

salgo a caminar con madre, es un pacto, y ahí, por primera vez, hay eucalipto y pino y

no hay elección: se parecen, podrían ser el mismo árbol, es como la versión uno y la

versión dos, o una de tiempo y otra de espacio, dos versiones idénticas con apenas un

movimiento mínimo de ángulo, pero una sola raíz, una sola matriz: la madre, la pieza

fundacional, la herida originaria, y una máquina que puede copiar la matriz para la

producción: hermano máquina, la empresa, que se llama familia, siempre es eso,

funciona, entonces viajo en el coche como en la infancia, yo pequeña, y cuando

llegamos es grande la casa y una moqueta la cubre casi toda excepto a dos ambientes

de los cuales uno, la cocina, será el principal, donde todo o casi todo ocurra, y luego

está el baño, el del empapelado, pero este sí tiene moqueta y entonces está prohibido

entrar ahí con calzado de la calle –y habrá fresas, lo supe inmediatamente, aunque no

sabía cuántas, todavía no podía contar los días posteriores, no podía saber qué era

acertar y qué no–; parece pequeña esta casa y yo en el asiento de atrás como una niña

tan pequeña, que hermano me coge por las axilas, es un juego, como a un bebé y

aplastaré hojas y ramas hasta que una me lastime pero nadie lo note y, sin embargo,

esa sangre será la de menos, la que menos daño muestre: habrá sangre en la boca y

sangre en las uñas, uñas-mora uñas-sangre, pero todavía no lo sé, es el día 2, y

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todavía no recuerdo la sangre de la adolescencia, recién ahora y muy poco a poco se

va configurando un mundo de materia, aunque sí, tal vez algo ya recuerde: un olor

desagradable y hermano despreciándome por ello, pero falta mucho, son muchos años

hacia atrás y faltan días hacia delante para recordar esa sangre, la que hermano me

huele como un perro y le desagrada, le desagrado –yo no soy como las demás chicas,

yo no gusto a hermano– y la sangre moja mi calcetín y lo lavo en el baño de fresas pero

esto es accesorio, podría no haber pasado o no haber sido contado en una versión

anterior, es irrelevante, hasta que pasa lo que cambia las cosas, lo que tuerce el tiempo

y espacio, pasa muy rápido, pasa y está pasando, pasa y ya pasó: hermano ya me ha

tocado, ha jugado conmigo, ha puesto sus manos en mi cuerpo, me ha conducido, me

ha manipulado –y me hago daño y nadie lo ve hermano máquina ya está funcionando y

la máquina de la memoria empieza por la sangre es el día 2 falta que pase todo pero tal

vez todo ya ha pasado–, pasó, y pasó tanto que es la hora en la que el sol se esconde y

madre no va a perdérselo, madre no va a olvidarlo, soy rehén de madre para sus

caminatas de anciana deportista, no va a olvidarlo aunque no pueda hacer memoria y

todo lo haya olvidado –todavía el jet lag poco a poco paso a paso– y llega la luna frente

al mar cuando hermano no es hermano, es otro, un señor extranjero con mujer y con

trabajo que habla otro idioma, todavía no sé si vamos a reconocernos, todavía no sé lo

que va a pasar, todavía no sé lo que ha pasado, hermano otro y otra cosa: máquina

monstruo, hasta reanudar la caminata, tan otro que ya no somos salvajes riendo de

fresas, tan otro que ya no: ¿pino o eucalipto?, como elegir la versión del futuro: el día 3

o el 4 o el 5, mañana o pasado y así, pero ya lo veré, ya sabré que nunca llega

mañana, que es hoy, día 2, pero está en el futuro –todo lo estoy adelantando– entonces

stop, paremos esta trampa, día 2, hoy, aquí, ahora madre descansa y luego volvemos

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andando a la casa y el sol ya no está, es de noche y ya cenamos, estoy frente a la

chimenea y mi cuñada me interroga, son preguntas básicas hasta la infancia y ahí, en

vez de aprovechar la oportunidad, no vomito, apenas un reflujo y digo lo que puedo

armar con las cinco palabras que sé, con la única conjugación que recuerdo, digo

frases estándar que se apagan cuando la alarma de incendio las quema; luego ya solo

humo, ha pasado, ya pasó, no quedan restos, tan solo dos aceitunas al fondo de la

cama que ningún pie rozará

; fue entonces cuando me enfermé, en el día 3, el día que me encontré en una carretera

yendo a la Costa Atlántica pero, sobre todo, que me reencontré con la empresa, con las

armas de hermano y yo desarmada, una empresa con jefe/empleados, y madre

absurda, siempre absurda, y los gritos y la corona y las flechas y apenas esa espina

que consigo tras haberme arrastrado por todos los bosques y campos, solo eso, mi

batalla, idéntica, la misma, antes de la idéntica, sí, incluso antes de esa, que será la del

cumpleaños, la que ya pasó, la que va a pasar: es futuro en el pasado, es el siglo XXI

en el XX y no a la inversa como sería normal al recordar, es madre y hermano –es vivir

o tener recuerdos y es imposible distinguir y no hay cuerpo ni memoria hasta que hay

ambos en jirones y entonces es pliegue repliegue acordeón de lenguas–, ¡y yo qué,

¿qué tiempo, qué espacio?!, tan natural, tan fundacional, tan tan tan atrapados, como

eso inmenso en el caracol, nosotros tres, la empresa entera toda entera en su propio

packaging, pequeña astilla y no es consuelo ni lástima, es la verdad, yo sí que me volví

ínfima cuando me fui quedando sin madera, desde este día 3, cuando precisamente

fuimos a ver los árboles más grandes del mundo, yo, la más pequeña, mientras

hermano disfrutaba de dar toda la explicación acerca de esos troncos, de leer y

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traducirnos los carteles, de contarnos lo que ya sabía porque él todo lo sabe, y lo

subrayaba: que yo era absolutamente ínfima, flaca, pero no acá o allá, era en la

totalidad del lápiz la decandencia y la pérdida, sin embargo, el síntoma ancló en la

garganta, qué casualidad, justo ahí de donde deben salir las palabras, y recuerdo,

empiezo a recordar: su novia no ha podido venir, la cabeza me estalla de felicidad, el

pelo festeja Lou Reed y el cuello la baila, madre va sentada en el asiento del copiloto,

yo en el de atrás, muy pequeña, me cuelgan las piernas aunque no me cuelguen, cada

kilómetro que avanzamos me hago más niña y hermano gigante, tanto, que de pronto

me parece que no cabe en el coche, que su cabeza que se mueve al ritmo de la música

es la copa de un árbol frondoso, que sus brazos boa y su manos crustáceo están

destrozando el volante que, sin embargo, le responde y toma la dirección que él le

indica –su novia se queda en casa, vamos los tres, yo detrás porque pequeña y cuando

creo que ya es imposible menos, todavía me encojo algo más, pero estoy feliz y el pelo

da los látigos que nos daríamos en el cuerpo porque nos odiamos porque nos amamos

porque para eso hay que poner cuero sobre cuero hasta reconocer que este incesto es

real pero no pasa– y llegamos y es Santa Cruz ya no es la Costa Atlántica y madre es

esa que hermano quiere perder de vista porque siempre tiene mujeres mejores que

nosotras para amar y un policía le dice que apague el cigarrillo y lo apaga porque qué

más le da si ya hizo lo que quería, ya le dio tiempo de fumar, y ahora tiene hambre, tal

vez todas tenemos hambre pero es él quien conduce a ese restaurante aunque sea sutil

su conducción, aunque nos parezca natural –siempre hay un tramposo que es el guía

porque es el dueño ¿de qué? ¿de la historia? ¿de la empresa? ¿de la versión? de las

mujeres que lo seguirán con miedo porque es el rey, pero para eso falta, sí, para la

corona falta aunque apenas unos minutos, mucho menos de lo que podía imaginar,

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falta casi nada, tal vez ya esté pasando, mientras tanto tiene hambre– y entonces se

come y hoy es comida india y mañana será de cualquier otra nacionalidad como si nada

y yo vomitaré todas y sentiré placer en cada vómito porque si hablar en inglés con mi

cuñada es apenas un reflujo comer con hermano es volver a los dedos en la garganta

hasta vaciar el cuerpo de rabia, vaciarlo de sentido, vaciar la boca de lengua y volver a

la mesa y que hermano siga ahí sentado y me mire, me mirara, y verle esos ojos claros

y amarlo, pero hoy no me quiere, tal vez nunca me quiere, o porque ya echa de menos

a otra o porque no reacciona a mis patadas cómplices o porque está madre, ¡porque

siempre está madre y es la infancia!, entonces todos le debemos algo a alguien y nadie

es feliz excepto hermano y las mujeres lo odiamos y lo amamos y seguimos esperando

de él algo –algo que nos libere pero al mismo tiempo nos ate y nos quedemos todas sin

dedos para desatarlo algo que nos recuerde que estamos desarmadas y nos

arrodillemos frente a sus armas porque querremos rendirnos y que nos perdone y nos

levante– y puede que todavía sea el jet lag o que esté empezando a enfermarme y

entonces los sonidos se encierran, mi lengua colapsa, y amordazada regreso y saco la

mirada del vaso de agua: soy sombra, es fiebre, estoy sudada, y los árboles más

grandes del mundo son hermano y su cuñado aunque todavía no lo sé, no puedo

saberlo, todavía es día 3 y falta, aunque todo ya pasó, aunque puede que esté

pasando, aunque nunca sea mañana

; entonces cuando me desperté el día 4 lo primero que dije, con esa voz despellejada,

fue feliz cumpleaños, y eso que siempre estaba escrito en inglés, en las tarjetas con

osos y sonidos, incluso, esas que nos regalábamos en la década del noventa en una

adolescencia meciéndose entre cosas que eran siempre importadas, lo dije en español,

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como resistiéndome a algo que ya me había contaminado, y no hubo caso, cuando el

virus entra ya no sirve lo profiláctico, lo que yo necesitaba era un tratamiento, pero, de

nuevo, el problema estaba en el tiempo y creí que habitaba el pasado, entonces busqué

cómo evitarlo, cómo prevenir lo que no solo ya ha venido sino que, ahora lo creo, ya

permanece, la enfermedad que se vuelve incurable, el tratamiento imposible, la

desgracia, pero es atrás, siempre es atrás, vamos por partes: todavía estamos a tiempo

de algunos cumplidos y tu mujer me dice qué regalarte, como si ya no existieras,

hermano, qué extrano, como si ya no existieras y sin embargo tan presente, tan futuro,

tan pasado, todo el packaging ocupado por tu existencia, si no hay nada más, si no

cabe nadie más, eres tú, el rey de la historia, y todo el resto nada, lápiznada –es que

están todos los tiempos contenidos en este espacio, y en este espacio ya no hay

tiempo: es hoy y para siempre, y si hay mañana es idéntido a ayer; y en este espacio ya

no hay espacio: eres tú entero y tan grande–, como cuando todos empezamos a

gritarnos y yo haciéndome afónica, como la regresión, como este viaje del revés que no

avanza, y me dio mucha pena verte al otro lado del vidrio, lamento haber dudado en si

descorrer esa puerta del ventanal o dejarla cerrada, entonces madre me echó esas

pupilas, pero todavía es antes, espera, todavía nada de eso ha pasado, es de día y

conozco a Margaret y es en el postre cuando aparece ese condicional, cuando me

buscarías, me encontrarías y nos querríamos, pero para eso se necesita que hubiera

tenido cuerpo, que tú hubieras tenido alma, nada de eso ha pasado, es un restaurante

francés, es Margaret rosa y su papada temblando, es la muerte y el terremoto y mi

postre comido por ti, hermano, ¡te has comido mi postre!, ya no me importa: me dan

igual todas las fresas de este mundo, y todas las frutas y los frutos: nuestra tierra era

infértil, ahora lo sabemos más que nunca, más que nada –habrá que asumirlo y

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disfrazarse de otra cosa para soportar seguir existiendo: de gringo, de rey, de flecha y

arco, de mano crustáceo, da igual, cualquier cosa nos vale, y a mí ni qué hablar, con

una gota de sudor yo me ahogo, es la espina perdida en los bosques, soy la hormiga

que después de un orgasmo es aplastada, ya no hay tierra para esta tierra–, de verdad,

ya no me importa, en verdad no tenía nada de hambre y por comida no va a ser, este

viaje sí que en eso ha sabido comportarse, pero volver al recuerdo, ir un poco más

despacio: desayunamos a solas, es su cumpleaños, trae la mesa que cojea, ¿la has

hecho tú?, y su respuesta no me vale porque él habla de otra cosa –siempre habla de

otra cosa– y me parece recordar por un instante, es una imagen de mí sentada en sus

rodillas y él enseñándome cómo se dibuja una pelota, pero no esa que vimos en la

mesa, otra, cualquier otra, mucho antes, es una escena paternal, puede que yo no

tuviera ni tres años, ahora ya no sé quién es este hermano máquina monstruo rey que

escucha jazz y está casado y su mujer tiene que decirme qué regalarle: me hago

ínfima, tal vez ya no sea ni su hermana, entonces es otro recuerdo fugaz: él y su novia

encerrados escuchando una música que yo no podía saber ni en qué idioma era, una

música que los hacía reír hasta que madre los echaba de casa indignada y yo quería

estar con ellos, con él, que me enseñara a cantarla, pero tenía edad para jugar a las

muñecas, me decía, y me tiraba una a la cara y me ponía a llorar y la novia se reía y

madre lo echaba a gritos y se moría de ganas de agarrarlo de un brazo y arrastrarlo

hasta la puerta, pero como él era inmenso, tres cabezas más que ella, entonces no se

atrevía y una vez que él se marchaba, riendo y burlándose de las que lo amábamos,

madre me cogía del brazo a mí, como para no quedarse con las ganas, y me tironeaba

hasta mi cuarto porque estaba llorando y quería silencio y le dolía la cabeza, mocosa,

que te callaras, te dije, y una vez dentro me encerraba, como para vengarse tal vez de

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él, de que existiera un hijo así, ese hermano, y pasaban tantas horas que ya no

aguantaba más el pis y aunque lloraba y gritaba y golpeaba la puerta pidiendo que me

abriera, que era urgente, que necesitaba ir al baño, ella no me abría, probablemente ni

siquiera estaba en la casa, entonces aprendí a hacer pis en la cama y nunca más pude

dejar de hacerlo ahí y cuando podía, en tu colchón, hermano, porque era mi homenaje

a tu existencia y a ese castigo desviado, y hoy es tu cumpleaños –es hoy, nunca será

mañana–, vienen tus amigos americanos, pretenden irse de la casa porque hay humo,

pero madre está en tu guerra, madre está en mi guerra, madre va a dar batalla, porque

cuando quiso herirte te escapaste cuando quiso fulminarte te fugaste y cuando quiso

perdonarte tú ya la habías perdonado antes, si eres el rey, ¡cómo no ibas a ganarnos de

mano!, a ser el manso, el que ahora nos salva la vida con dinero y confort, héroe de

todos los tiempos, hermano inmenso, el dios más grande, pero madre te grita que no es

hoy y ahí arriesga y se confunde y acierta –yo sabré faltan pocos días para que lo sepa

que tampoco es mañana que no va a culminar esta historia que lo único es la repetición

o callarse y por eso madre grita lo de siempre y no acierta pero tampoco hay error: es

eso y todo lo contrario, es esa posibilidad de que las cosas estén del revés sin estar

dadas vuelta, es esa línea del tiempo torcida, es el recuerdo que viene por delante y

choca contra la frente y justo ahí, en el momento del impacto, en la nuca estalla el

silencio– y es la infancia y tú igual que en la adolescencia afuera y yo igual que siempre

rescatándote y madre dice que es siempre, que es nunca, le da igual, ya no sabe de

tiempos, no sabemos bien si recordar es ir hacia atrás o hacia delante, pero lo

intentamos, luchamos contra esta historia que no para, que no avanza, que solo sabe

repetirse, que puede contarse en mil versiones, ¡pero hay que callarla!, en algún

momento no habrá palabras ni en inglés ni en lengua madre amordazada –el día de las

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fresas, cuando todas hayan sido comidas, verás, ya lo verás, que las mujeres te tienen

miedo, y usarás ese poder para comerte mi postre, para avergonzar a tu esposa y para

reirte de madre– y es verdad, te irás de bares y esperarás a que sea mañana y mañana

no será para ninguna, pero tú harás como si para ti existiera y entonces nos tacharás

en tu tiempo, nos dejarás sin espacio, y regresaremos al cuerpo, como podamos, como

sepamos, arrastrándonos, desmembradas

; ya es día 5 y sin embargo todavía algo del 4, algo de la discusión con madre el día de

tu cumpleaños, esa que a nadie pareció rememorarle nada, pero fue tan grande, tantos

tiempos, que no cabe en el día 4, que se hace día 5, vivir o recordar, contar desde

adelante, luego desayunamos y el jazz me pareció una música insoportable, pero

tocaba disimular, jugar a más disfraces, y tu mujer se puso el de guía turística que sabe

de ese tal Steinbeck y de historia americana y fue entonces cuando aconteció algo que

iba a anclar más adelante, que anclaría, concretamente, en boca de madre: aparecieron

las salchichas como una premonición, sin embargo, yo ya había sangrado, el día 1, los

calcetines, la máquina, la prensa humana, yo: la herida ya abierta, entonces puede que

haya habido una dirección hacia atrás también, tan atrás que llegamos a la sangre de

mi infancia, hoy es ayer pero nunca mañana: es mi cuerpo en el balcón, es mi cuerpo

en California, es mi cuerpo, siempre es mi cuerpo; es madre que no me permite, es

madre que me da órdenes, es madre, simpre es madre; es hermano que llega del baile,

es hermano que llega del bar, es hermano, siempre es hermano: es la misma historia,

otra versión, pero cada vez más callada, es un desdoblamiento hasta la mudez, es la

historia de antes y la de ahora y entonces ninguna, el silencio es madre que me obliga a

limpiar muebles hasta la mañana, es mi cuerpo la espalda con marcas, es hermano

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durmiendo, es madre que me mira cruzada de brazos y tiene las uñas despintadas, es

mi sacrificio, es mi condena por amarlos, es hasta placer dejarme torturar por una

causa tan noble, por la fidelidad a una idea –la idea de amor y de hermana–, es mi

cuerpo, al fin, de nuevo la versión en la carne; es domingo, una mañana apacible, una

escena tranquila, una versión apta: vamos de compras y conocemos Cannery Row,

hermano parece que ahora sabe de literatura porque su esposa le cuenta leyendas

californianas, es un sitio absurdo, la gente come y compra, una idea de novela ronda

todo el paseo, pero nadie la ha leído, no parecemos ser gente que haya estudiado, a

pesar de que ahora hermano escucha jazz tal vez porque su mujer le inculca las cosas

típicas de este país, a pesar de haber ido a una escuela gratuita a tomar clases de

inglés para saber algunas preposiciones y ningún tiempo verbal, y cuando ya no

tenemos hambre, como cuando habría que rendirse y dejar las armas, probamos todas

las muestras gratis de comida, como disparar en lugar de entregarse, y nos va a salir

sangre por la boca quizá, no hoy, no mañana que no existe, pero vamos a volver a ese

lugar un día cualquiera y vamos a recordar que hay algo que nos sobra y no se arregla

con ir al baño, meterse los dedos y vomitar, no, nunca se arregla porque es para

siempre y se llama asco: asco a las heridas que no van a cicatrizar asco a sentirse

realmente mal y que sea de noche y que milagrosamente no sea en el estómago el

asco asco en la garganta asco al dolor asco a la herida y el cuerpo sin piel y ahí

escuece y es tanto el asco que me despierto de esa pesadilla con la gloria de la mano

de hermano en mi espalda y no es la infancia y no es la adolescencia es ahora es hoy y

por supuesto no es mañana es aquí hermano en California su mano en la espalda y

entonces por eso tal vez no es esta versión tal vez es otra y tengo fiebre siempre es

fiebre de asco en todas las historias

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; hasta que empezó la semana, volvió a ser lunes, aunque a mí me daba igual, si de

todos modos no teníamos nada que hacer –rodeábamos la isla y creo que hasta hemos

caminado a su alrededor, en una dirección primero, luego en la otra, siempre

sincronizados para no chocarnos, y todas las veces chocamos, y ahora a la inversa, en

el sentido de las agujas del reloj, cuántas vueltas, las que sean, y alguien podría haber

aplaudido para marcar que se cambiaba de sentido, girar sobre el propio eje y arrancar

la marcha para el otro lado– y como era lunes fue más fácil ir al hospital y conseguir los

antibióticos aunque todo acabara mal, muy mal, y yo gritara con una garganta ajena

que era más propia que nunca, tan enferma que me sobrepongo y puedo morir ya

muerta, estar por encima de todas las posibilidades, de todas las versiones, aunque

sean la misma: madre me encuentra en el pasillo, hermano duerme al otro lado de una

de esas puertas, no duerme solo, nunca, todas lo amamos, le miento a madre y da igual

si me descubre o no me descubre, me castigará de todos modos, me castigará por lo

que haga o no haga, o por lo que haga él, da igual, es la misión de mi cuerpo en esta

casa: pagar las heridas de madre ocasionadas por hermano –seré siempre la armadura

de ambos y os amaré, os amaré eternamente, aun cuando decida irme bien lejos y

abandonaros por años, os amaré porque sois todo lo que tengo y todo lo que he

conocido– y así de herida llamaré por teléfono a una empresa privada, cualquier cosa

que haya comprado, para obtener un pasaje a una cura ficticia, un pasaje al pasado o al

futuro, a la memoria o a la vida, y lo haré sola pero lo haré por vosotros, no por mi

cuerpo sino por vosotros, hasta dormitar y no tener nada que hacer y contemplar la vida

cotidiana de una familia que no me pertenece pero ante la cual me rindo y a la que

rindo todos los tributos de esta tierra: ver cómo llegan del trabajo, cómo están frente al

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ordenador, cómo se van a cuidar a una madre y hasta cómo comen, y entonces no lo

soporto y madre no lo soporta y por ende a la que no soporta es a mí y estalla otra

pequeña batalla, ídentica a todas las batallas que hemos librado, y pierdo porque no

hay nada más mudo de esta versión que el grito final en la noche, ese grito que no dice

nada porque hermano me calma y me dice que no deje de tomar la medicina y que si

necesito dinero me hace un giro, que un beso, y que me cuide, nada, ese grito no dice

nada cuando antes y después de su estallido hay unas palabras serenas que te

silencian y desarman, que te anulan y te postergan hasta un tiempo que nunca nunca

va a llegar

; doblar la apuesta no solo en la enfermedad y en la muerte, sino también en la vida y la

belleza: hacer turismo dos veces, ese paseo por Peeble Beach en la versión sola y en

la versión acompañada, dos versiones y en las dos hacerlo por mí, es decir, hacerlo por

nadie, ese día 7 hacerlo, sobre todo eso, hacerlo, hacerlo como la primera vez, como la

última, como se hace cuando se llama amor, como se hace cuando se llama

fraternidad, hacerlo de esa manera, hacerlo en silencio, hacerlo juntos y hacerlo

separados, hacerlo a destiempo pero encontrarnos, hacerlo a tiempo pero que sea

tarde, hacerlo también temprano por la mañana, hacerlo todos los días, hacerlo todo el

día, como cuando se llama amor, como cuando se llama fraternidad, hacerlo

mutuamente y eso siempre, siempre hacerlo y que sean dos mutuamente haciéndolo, y

todas las hormigas del mundo en la ceremonia y todas las ceremonias del mundo en las

hormigas, así en la oscuridad como en el resplandor, así en la profundidad como en la

superficie, por el brillo de las cercas, hermano; hermano lo hace por mí, esta es la

versión del plagio, la que copia las versiones anteriores, por ejemplo, le pido perdón en

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todas las versiones pero hermano me castiga todas las veces y cuando ya estoy

gozando de cumplir la merecida condena de su castigo, porque soy mala, malísima, él

viene y me perdona, justo en ese momento donde más deseo su sanción, pero me

perdona y me seca con una toalla o me susurra consuelos o me abraza en la cama: no

lo invento, son versiones de un pasado que no invento pero que tampoco sé dónde

queda y entonces quiero no volverme loca, quiero seguir con su castigo e incluso que

me castigue más, que lo aumente, que sea más severo, que coja algo para pegarme y

que sea efectivo, que me insulte y yo a su vez castigue mi cuerpo por poseer esa

cualidad desagradable que hermano acaba de describir, por ejemplo, eres flaca y

deforme y entonces comer y vomitar y hacer que el estómago no pueda parar sus

convulsiones y cortarme el pelo de la peor manera para que se vean bien mis orejas

desproporcionadas y un cuello en erupción y cortarme también un poco la piel para no

tener nunca unas piernas lisas, para arrastrar marcas y cruces, todas las versiones son

un plagio de otras y de sí mismas, incluso esta lo es, y a pesar de eso intentaré sacar

una foto que sea única porque querré desafiar esta idea de copia y buscaré el original,

el origen de todo, porque solo hay un camino que no es hacia delante ni hacia atrás

sino en una línea no recta, hacia ese origen, hacia eso muy originario, primigenio, como

la lengua madre que se pierde en cada palabra, en cada pequeña partícula de la copia

y de la regresión, por eso hermano no me perdona y luego me perdona y lo hace por mí

y llego a Peeble Beach habiendo dejado el Cypress Point atrás y a hermano delante

aunque todavía no lo sé, todavía no puedo saber que cuando llegue a la casa él va a

estar frente a la cerca barnizándola, no, aún no puedo saberlo, todavía estoy en el

coche y conduzco con el mar a un lado y el bosque a otro, pero falta poco, tal vez estoy

solo a mil hormigueros de distancia de su cuerpo, el ciprés se irá haciendo más

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pequeño a medida de que yo me aleje de él y hermano cada vez más grande hasta

tenerlo delante y entonces inmenso, enorme, todas las boas y crustáceos, y me dirá

que el frente de la casa es importante, que hay que pintarlo y yo le diré cosas estándar

y mientras tanto, en la versión originaria que también es en otro idioma, no diremos

nada, lengua del silencio, y caeremos al suelo y nos sumergiremos en la tierra fértil y

cuando yo acabe a él todavía le quedarán unos instantes de placer con mi cuerpo ya en

vuelo y vendrá hacia mí y será un orgasmo y diremos algo así como que las hemos

matado a todas, lo dirá él en verdad, y yo, enamorada, pensaré que habla de hormigas

pero es extranjero, es extranjera la versión, todas las versiones, y tal vez habla de

nosotras, de todas, sí, de todas esas mujeres que todavía seguimos sin saber qué

quiénes o dónde, todas las mujeres que no entendemos la lengua extranjera ni la

lengua madre ni la lengua a secas ni la madre, pero serán ellas, lengua y madre, todo lo

que tengamos, huérfanas de la posibilidad de saber por qué algo se llama hacer el

amor o por qué algo se llama fraternidad, esa clase de extranjerismo, esa clase de

idioma sin infancia –en medio de un mundo tan real que existe Carmel y es turístico y

se visita y existe Peeble Beach y es turístico y su Cypress Point también se visita–, sí,

lo hace por mí, como la venda a la momia como el inglés a mi enfermedad como el

hundimiento a los naúfragos: ¡lo hace por mí!, como todo lo que yo hice por él como

todo lo que yo hice por madre como todo lo que yo hice por mí: por merecerme ser

castigada, ¡lo hacemos y es amor!, ¡lo hacemos y es mentira!, lo hacemos para que

nunca haya pasado: volver también a Peeble Beach, mirar la noche, volver a todas

partes, regresión regresión, y el cuerpo hace lo que puede para entender que aquí es

ahora y es vivir y que recuerdo está antes o después, no sabemos, pero seguro que en

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otra parte del cuerpo, no en las manos cuyos dedos, mientras tanto, serán los que

intenten retener algo de este instante

; ir a Carmel por segunda vez, ir en familia, y aunque encontraron el café que buscaban,

al final no buscaban el café que encontraron, para acabar cenando pasta un día que

empieza en la desconfianza de Kasey por mi lengua y que acaba en mi desconfianza

por la lengua muerta de madre, la lengua madre de muerte, es Carmel otra vez, la

familia, el plagio del plagio del plagio, todo es repetición, no se avanza sino más que de

uno en uno pero 18 veces cuando había que llegar a 19, es hoy o ayer y nunca llegará

mañana, es vuelta y vuelta, podría no acabarse nunca y sin embargo no hay palabras,

no hay relato, va a esfumarse más temprano que tarde, va a ser cero, nada, fin que no

será fin, que será solo silencio, la resignación de la lengua materna, el paso de lengua

madre a lengua muerta, pero esta vez vamos con Kasey, con madre y con mi cuñada,

recorremos galerías de arte y somos una familia paseando, hay muchísimo viento y a

mí todavía me duele la garganta, entonces comenzamos a buscar un café donde poder

tomar algo caliente y hermano quiere ir a uno en particular porque es su preferido, pero

cuando lo encuentra ya no es su preferido porque le parece caro e injusto que sea tan

caro, dice algo así como que no es una cuestión ecónomica, que poder pagarlo se

puede, pero que se aprovechan de los turistas y que no le gusta que hagan eso con él

que vive allí, hermano americano, y yo apenas escucho todo esto, apenas entiendo su

lengua que ya no es una lengua materna, apenas, pero comprendo que vamos a hacer

lo que él quiera, eso lo sé porque eso es hermano, y su voz de padre en todos los

idiomas universales hasta que dice la sentencia que es que nos vayamos a buscar

otros bares, pero todos están por cerrar porque es la tarde, es decir, empieza la hora de

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la cena en este país donde a las cinco parece que ya todo está por acabar pero nada

acaba nunca, es todo una maldita trampa, entonces nos cierran puertas en la cara y el

único destino que nos queda es volver al coche que se detendrá en el colegio

secundario al que fueron Kasey y su hermana y allí los hombres jugarán un deporte

americano y yo haré cualquier cosa, lo que pueda, con tal de no mirar el cuerpo de

Kasey ni el cuerpo de hermano porque ya no sé si deseo que existan o si deseo que

desaparezcan fundidos en el sudor del ejercicio, y compro una camiseta gris y me la

pongo y quiero que me marque los pechos que no tengo o que hermano siempre buscó

con lupa, y quiero que me miren y quiero que me vean pero lo que pasa es normal

como Carmel como una familia de turismo como cualquier cosa que pertenece al

mundo de las cosas estándares: pasa que regresamos a casa y que cocinamos y que al

hervir el agua de la comida el vapor me calienta la garganta, pasan esas cosas que

responden a los estados de la materia, pero hay un detalle, solo un pequeño detalle,

que me saca todo el tiempo del mundo de lo tangible: es el silencio de madre, porque si

madre calla, porque si madre muere entonces solo nos queda el paso de la lengua

materna a la lengua muerta –madre me habla de su muerte en una de las caminatas

que hacemos, pero para eso falta, madre está viva en el presente y en todos los

tiempos, madre es la estirpe entera, madre tierra fértil matriz de este silencio–, pero ya

sé que eso no llegará nunca, que ese día no vendrá, ya sé que falta poco para que

madre hable e, irremediablemente, nos condene a esta existencia, a esta familia, a este

linaje, a esta lengua madre que dejándonos mudas nunca será nuestra; a esta lengua

extraña, ajena

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; y el idioma universal rogando ser hablado para que no quede mi cuñada fuera de las

conversaciones, por favor, si lo estudiamos de pequeños, practicalo, una petición

absurda cuando la extranjeridad no está en Big Sur ni en Henry Miller ni en una librería

o en un desfile de modas, y menos en un museo sin cuadros en las paredes ni en un

sándwich que no sabe coincidir con una boca, sino en un verbo que ya nunca más será

acentuado, en una cerca que nunca más será barnizada, en un túnel que nunca más

tendrá su tren, en un abrazo que nunca más será el de hermano, de brazos boa a

sábana bajera, una extranjeridad que está en un cuerpo que es de antaño, tus manos

abrazando como ropa de cama, tus dedos sin crustáceos: ¡el elástico, el elástico!, ¡que

no se estire!, ya lo dije: quiero regresar a algo muy originario, eso que es materno,

natal, eso que es cuerpo y que está muy por debajo de la piel, eso que es esencial, eso

que es primario; quiero, y ya lo dije: es parte de una regresión, es también plagio;

porque, ya lo dije: porque ya es eternamente la misma historia y todas las versiones de

la historia, de esta, la de hoy, por ejemplo, día 9: Kasey nos pasa a buscar pero yo, ya

lo dije: yo soñé con hermano, y nos subimos a su coche madre y yo, y vamos hacia Big

Sur como si fuéramos hacia atrás, como si fuéramos hacia algo primario, soñar con

hermano, y una vez allí, bajarnos en una librería que tiene que ver con otro escritor de

la zona y ahora es Kasey quien nos da la lección de literatura, y no miro ningún libro, no

sabría leer en inglés ni una palabra, tampoco leo casi nada en castellano, y entonces

Kasey y nosotras dos, entre los tres, armamos como una coreografía porque es

caminar por caminar cuando no se avanza, ya lo dije: no se va a llegar al día final,

porque pasan los días, es verdad, pero es trampa también, se va a detener justo antes

de tiempo, justo antes de la posibilidad del fin, y mientras tanto, hoy, día 9, vamos a no

avanzar y vamos a enterarnos –hoy, que soñé con hermano y ya lo dije como todas las

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cosas que ya se dijeron pero que quedan dichas y no dichas por la capacidad de decirlo

todo en la lengua madre y en la extranjera al mismo tiempo, es decir, como todas las

cosas del silencio– de que va a haber un desfile de modas en el jardín de la librería y

vamos a bromear que somos modelos, que nuestros cuerpos merecen esa categoría, y

entonces la regresión será tal que primero seré como madre y luego me achicaré hasta

la astilla, y puede que regrese tanto –hoy, que soñé con hermano y todo lo demás–,

que hasta me meta en el cuerpo de madre para nacer fea otra vez y ser como ella y ser

su hija, para anclarme a un parentezco que explique mi genética y me recuerde que soy

hermana del hombre con el que soñé hoy, que soñé con hermano, luego Kasey nos

lleva a un museo, todavía tiene mucho arte por enseñarnos, y allí veo el mar sobre

todo, los cuadros me importan bastante menos, y cuando ya nos cansamos y nos entra

hambre decidimos sentarnos a un costado de la carretera para comer unos sándwich

que preparé por la mañana y el viento es tan fuerte que me vuela las manos flacas y

necesito crustáceos para vencerlo pero tengo palillos y me da igual comer o no comer

pero siempre como y luego ya me ocupo de arreglarlo, de hecho, es cuando llegamos a

la casa cuando voy al baño y al salir está hermano en la cocina, inquieto, esperándome

porque quiere hablar conmigo y yo tiemblo por un instante y también me ilusiono, en

realidad es la ilusión de que hoy sea el día real, sea el día, el único, el que ahora que

todo lo que puede pasar ya ha pasado –en cualquiera de sus versiones o en todas a la

vez– sé que no va a llegar porque no existe, porque la calma no es el alivio final, la

calma también termina, entonces la condena es esta: estar en la historia una y otra vez

en una versión y en otra, con este detalle puesto, con este foco desplazado, con esta

pincelada borrada, con este grito callado, con esta palabra tachada, con esta verdad

agregada, con esta mentira quitada, y todo viceversa y todo de nuevo y todo nunca y

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todo igual y todo el plagio, pero el día final no, ese no, ahora sé que no aunque en el

día 9 yo todavía pudiera pensar –¿todavía pensar?, o todavía soñar, sí, eso sí, todavía

soñaba con hermano– que hermano diría eso: la clave, la palabra originaria, natal,

materna, nuestra, propia, pero no existe, y por eso todo lo contrario: por eso hermano

hablándome de la palabra extranjera, que la usara, que la estudié, que la sabía, que

integrar a mi cuñada, sí, extranjera, la pobre no entiende, ponete en su lugar, qué risa,

ponerme en su lugar, está bien: seremos extranjeros y por eso, por primera vez, tomo

conciencia de que no acentúo la última sílaba y ya está, no hay vuelta atrás, somos

huérfanos de lengua para siempre

; hasta amanecer para irnos, inventar un nuevo destino que se llame Berkeley,

pronunciarlo como una sudaca y hacer de la palabra aire, como de todas las palabras,

una magia que esté por fuera del cuerpo, por fuera de la boca, que esté en algo que no

sea carnal, en algo que sea terrorífico e insalvable, y todo el mundo nos sea ajeno y en

realidad sea ahí, precisamente ahí, donde hablemos: en el espanto, a diez minutos de

llegar puntuales, india estricta, olor a picante, hijo babosa marcando el trayecto de una

infancia que siempre deja marca, la fundacional, pecho de leche de una madre que

siempre deja herida, la fundacional, y olvidamos el olor a comida india cuando

comemos chino y olvidamos el olor a comida china cuando comemos mexicano y es un

juego, es un bendito juego estar comiendo a cada rato, pero ya ni te quejas, ya ni te

importa, ya ni te enfermas, todo el síntoma está en la garganta, llevas la gestión de tus

vómitos como Kasey la de la reforma de su casa, es realmente extraordinario, es el día

de la excursión a Berkeley, viajo en el asiento de atrás como de costumbre, las piernas

me cuelgan porque soy pequeña, pero al ser Kasey y no madre quien viene de copiloto,

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no me encojo tanto, y llegamos a destino diez minutos más tarde de lo pactado y la

india que nos esperaba se enfurece como si viniera de una cultura de la puntualidad,

sus senos son gigantes y están cargados de leche, su hijo es un insecto que se abre

camino entre las migas del almuerzo, y salen de la casa llevándose sus fluidos aunque

dejándonos gotas imperceptibles que cayeron en la agonía de la espera, y como

nosotros tampoco parecemos tener tiempo salimos tras ellos y vamos a Telegraph

Avenue a comer en un restaurante chino cosas de goma gris y vapores opacos que no

me permiten vislumbrar bien un recuerdo, toda la memoria parece envuelta en humos

de ese tono, pero algo se asoma y es una imagen que se me viene a la cabeza justo en

ese momento en que la gota que se desprende de los bigotes de Kasey cae sobre la

pantalla de su móvil, ni un segundo antes ni uno después, sino en el preciso momento

del impacto de la gota en la pantalla cuando entre el vapor veo que de la frente de

hermano se desprende una gota de sudor y me parece una eternidad el tiempo que

pasa hasta que la gota cae sobre mi frente y estalla, Kasey dice shit y lo seca y

entonces yo veo nueve puntos que esperan ser unidos de una determinada manera

para desbloquear algo y vislumbro, por fin vislumbro, que yo tenía nueve y hermano

catorce cuando me tumbó en el suelo y se puso sobre mí y enfadado y húmedo por el

sudor de su práctica deportiva me amenazó con hacerme mucho daño porque yo me

había hecho pis en su cama, y mientras me amenazaba, su cuerpo coincidía con el

mío, frente con frente, sus ojos contra mis párpados, y la gota que cae y me recuerda

que tengo piel sobre la que impactan cosas, manos con manos a los lados del cuerpo,

las suyas sujetando las mías para que no pudiera moverme, tenemos piel, torso con

torso, quizá ombligo con ombligo y pelvis con pelvis, tenemos cuerpo y es hermano con

catorce y yo nueve y puede que esa haya sido la primera vez que hermano con

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hermana comprendí que lo único que iba a hacerme sentir viva era su enfado, que lo

único que iba a hacerme sentir piel era su sudor, que lo único que iba a darme cuerpo

eran sus fluidos, nueve puntos, solo nueve, pero infinidad de combinaciones posibles

para destrabar algo que solo sabe hacerlo el que inventó el código, y casi sin intervalo

de tiempo entre una cosa y la otra, o esa fue mi percepción, porque yo estaba

encandilada con lo que había vislumbrado, fuimos a cenar, ellos burritos y yo un taco

por no atreverme a decir nada, y cuando vi sus mandíbulas de oso supe que era el

presagio del malestar que yo iba a sentir al día siguiente, cuando amaneciera

; amanecemos en la casa no en el bosque, somos absolutamente cobardes, tal vez sí

que había osos, pero la cobardía principal está en el modo de preguntarlo, cómo, cómo

se te ocurre decirlo en español y que sea hermano el que tenga que pasar al inglés

para integrar a su cuñado, cobarde, siempre tonta ante las clases, ¡si fuiste a tantas!,

las clases extraescolares en una escuela pública de barrio, absolutamente democrático,

para que todos los niños y niñas tuviéramos futuro, para que pudiéramos leer las

tarjetas de cumpleaños, para que dejáramos de pronunciar el participio pasado de

make tal como se escribe, siempre puesto antes de la preposición in y del gigante país

China, para trabajar en una miltinacional y pasar siete entrevistas que serán parecidas

a la del aeropuerto, que harán de la persona entrevistada el ser que menos se merece

ese trabajo, excepto, solo excepto, que sea capaz de demostrar lo contrario y entonces:

se arrastre como un gusano, se revuelque como un cerdo, defeque en la calle como un

gato perdido, gire en una rueda fija como un cobayo y finalmente sea abandonado

como un perro con sarna, entonces sí, entonces hablas muy bien el inglés y te mereces

ese escritorio contra la pared blanca que solo permite ser decorada con post it

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amarillos, en esa caja, que se dice box, en medio de un salón gigante donde la ventana

que tienes más cerca te queda más lejos que el baño, muy bien, felicitaciones,

esperamos que dures aquí mucho tiempo, que sepas crecer, y que valores esta

oportunidad que te está dando la empresa, que es una gran familia, una familia en la

que de pronto hay que hablar inglés cuando no se tiene ni lengua madre, salir a

desayunar en inglés y no querer más café porque en inglés se toma demasiado, parar

en San Leandro y comprar en inglés y no entender en inglés y reír en inglés y que esa

risa sea ajena para llegar por la noche a esa madre que no se tiene y que esté

absolutamente presente y grite y se enfande y entonces sí, irse a la cama, cerrar los

ojos, tener imágenes, sentarse, desnudarse, reírse, pasarse la lengua por los labios,

acostarse, estirar las piernas, curvar la espalda, juntar las piernas y apretarse la mano,

doblar las piernas, raspar los pies contra las sábanas, vibrar, o la otra versión: hacer

memoria y volver a lo originario por debajo de la piel habiendo recapitulado, pero

todavía es la mañana, vamos por partes: vamos a desayunar al café Mediterráneo,

hermano cuida a las mujeres pero tal vez no las cuida y en la dicotomía de esa

memoria o de ese presente aparece el recuerdo del deseo de ya no tener lengua, una

mutilación que va sucediendo sola, era cuestión de tiempo, todo esta maldita historia es

cuestión de tiempo, solo que seguimos sin saber qué tiempo es ese porque ya no

sabemos conjugar en ningún idioma, somos huérfanos de lengua, pero iba a pasar, iba

a terminar pasando, el silencio llegaría de uno u otro modo: o amordazada o mutilada o

sencillamente lo extranjero avanzando sobre lo originario; iba a pasar: Kasey se sirvió

más café y nosotros observamos el plano de su casa aunque nos daba igual, sé que

hasta a hermano le daba igual, pero ahora esa es su familia y hará por ellos cualquier

cosa estándar que sea necesaria, luego salimos a caminar y las calles tienen flores y

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me parece una ciudad más donde el tiempo está detenido en una cápsula, como si no

tuviera pasado, como si nadie fuera a habitarla mañana, solo hoy, solo ahora, con

nosotros tres en sus calles y algunos insectos que aunque no vemos seguro configuran

sus andanzas justo al lado de nuestras pisadas, y cuando volvemos a entrar en la casa

yo noto, aunque no digo nada, que el olor a comida india de ayer ya se ha ido y que si

hacemos nuestra propia comida será como bautizarla, entonces les propongo cocinar

mientras ellos arreglan algunas cosas, ni la estufa ni el horno ni la ducha, pues eso

funciona perfectamente, pero sí otras, las reventadas, y armamos equipo y el wok me

sale un poco soso porque en la mochila había solo dos tipos de verdura, pero no nos

quejamos, más bien buscamos ser cordiales y lo hago porque no quiero más

premoniciones ni visiones del pasado, solo quiero este presente que me libra del

recuerdo y me libera de enterarme de algo para lo que falta poco que caiga en la

cuenta: que va a haber un día, el final, que nunca llegará, y en este presente cómodo,

tramposo, ingenuo y falso, americano en sus canteros, más americano ahí que en

ninguna otra parte, en este presente plagio plagio, copia de sus originales, vamos a San

Leandro porque necesito comprarme un ordenador portátil o al menos eso cree

hermano que necesito, porque dice que una persona no puede seguir teniendo una PC

de escritorio toda la vida, y allí nos atiende un friqui en su casa y el ordenador que me

vende no era suyo sino uno entre varios que compra repara y re-revende y su casa es

más bien un taller en una nave inmensa que está llena de cosas de electrónica y a mí

me parece que la transacción se hace más o menos rápido y que podríamos irnos

cuanto antes, pero resulta que Kasey y hermano se entusiasman con el sitio y con el

friqui y deciden que nos quedamos un rato hablando y bebiendo cervezas pero yo no

hablo porque no entiendo y no entiendo porque no me hablan, porque dan por hecho

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que no entiendo, pero no ya solo el idioma sino tampoco de informática, y no puedo

quejarme porque me estaban haciendo un favor a mí pero no puedo evitar, al mismo

tiempo, que todo me parezca una trampa y quedar sometida y relegada como siempre

quedé ante ese hermano mayor, hombre boa máquina, que todo lo podía, que todo lo

manejaba, y yo pequeña, meciendo las piernas que cuelgan aunque no cuelguen,

porque si no es la edad será el estar disfuminada, sí, la sombra, nunca mi cuerpo

entero, nunca mi cuerpo en carne, apenas una sombra, una extensión, la copia que

tendrá que agradecer ser copia porque lo hacen por ella, sí, lo hace por mí, me lleva a

San Leandro; y ya en la casa les contamos a madre y a mi cuñada cómo nos fue en

Berkeley y aunque parece que madre va a ponerse contenta, en realidad nos estaba

esperando para el ataque y dice que quiere volverse a su país y a mí me da todo igual

ya, no obstante, llego a pensar que en realidad lo que no nos perdona es haber pasado

dos días sin ella, que está celosa y que nos lo va a cobrar, y si fuese la infancia o la

adolescencia, hermano se iría a dormir y yo pagaría por ambos, probablemente

aguantando la ducha helada en la nuca o esa zapatilla de fútbol de hermano que no

necesitaba más armas en sus suelas que los tacos de fábrica, por eso abro el vino,

porque de todos modos la historia no puede cambiarse, ya es pasado, aunque lo

vayamos a beber, ya pasó, eso también ya está atrás, y nosotros aquí, encerrados, en

este hueco infierno que queda justo antes de lo que no existe, antes de ese final

inalcanzable, entonces voy a la cama y da igual si esa cama –si esa yo– está en el

pasado o en el presente, es lo mismo, es la copia, es mi cuerpo, es hermano, me meto,

cierro los ojos, estoy desnuda, son sus dedos, tengo cuerpo, tengo imágenes, soy yo y

me enfado, es recuerdo y es presente, estoy sola, me aprieto con las piernas la mano,

me acuesto de nuevo, alguien ríe pero tampoco hace gracia, ¡no!, curvo la espalda,

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tengo once años, es el día 11, no va a haber un final, va a haber una copia tras la copia,

va a haber una sucesión de versiones, todas una, extranjera, doblo las piernas, raspo

las sábanas, estiro la espalda, es mucho después de la gota que cae de su frente en mi

frente, ya pasaron años, dos años, once años, treinta años, pero da igual, ya me da

igual, por eso lo abro, porque es otro vino más, idéntico al de ayer, es la copia de la

copia, es lo mismo, estamos atrapados, vibro, lloro e insisto en que quiero volver a algo

originario, pero volver queda adelante, y adelante, ahora lo sé, aunque sea día 11 ya lo

sé, adelante no llegará, adelante no hay nada que ya no esté aquí, entre estos cuerpos

y sombras, entre esta memoria y la vida, por eso será la amnesia y será la duda y será

esta versión y todas las versiones, pero no será nunca más la lengua materna la que

hable, no será nada originario, no iremos por debajo de la piel porque ya no hay piel

pues a mí la historia se me ha despellejado

; y llega el día de recordar y que no esté hermano, llegan las paredes blancas y las

preposiciones del tiempo no del espacio, llega, todo llega, el día de la corrala

acorralada, el día del río que no digo, el día de la ropa inerte en las cuerdas, llega el día

como cualquier día de esos que sí llegan, y no cambia nada, no pasa nada, porque es

un día del pasado, un día que ocurre en el punto exacto en el que ya se ha recordado y

lo que es vida, no recuerdo, se construirá a imagen y semejanza de modelos anteriores,

y por eso hay relato para comprobarlo, llega y es domingo, y mi cuñada me pide en el

desayuno que le describa la casa ajena y vacía y ahora entiendo que lo ajeno y vacío

es la lengua aunque ya ese día sospechaba que era una cuestión de lenguaje, pero tal

vez aún no había caído en la cuenta de que la lengua es ajena y nunca los objetos o las

cosas o las casas, que la lengua es extranjera y no porque sea inglés, entonces le

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cuento dónde vivo pero en realidad no le cuento, recuerdo, es que en realidad no vivo,

recuerdo, es eso, ese día es eso, ya no es la casa, es el anillo, es el anillo presente, es

ahora, es todo el tiempo, es la maldita repetición, esa desgracia, y con el vocabulario

que tengo o que más o menos voy inventando, le cuento sobre una ciudad que me es

completamente ajena, que la uso para depositar mi cuerpo allí pero no la vivo, y si soy

capaz de decribirle barrios y mercados es porque ella me está pidiendo ese tipo de

relato, pero yo no los uso, yo no voy a esos bares, yo no paseo en esas calles, yo solo

he depositado mi existencia en un país lejano que no me echara por extranjera, es

decir, me he metido en un lugar donde los papeles me lo permiten, ese pasaporte

marcado, un lugar extranjero donde yo soy, por supuesto, extranjera –en ese lugar

como en este y en todas partes, porque soy extranjera de nacimiento como una

orfandad congénita– y si llego hasta la sierra en la descripción es casi por lo mismo que

mi cuñada llega a Cannery Row o Kasey a Big Sur: porque siempre tenemos que fingir

que somos de un lugar, que pertenecemos o algo nos pertenece, porque es parte de

una puesta en escena que no es más que esquemas de casas como el de la servilleta

de Kasey en Berkeley o como el del libro de estudios de inglés en la infancia, lugares

que se suponen propios donde cualquier persona podría esconder un anillo o hacer

reformas o contar su historia, ese tipo de pertenencia, la que a mí no me pertenece, por

eso puedo inventar cualquier vocabulario para describir dónde vivo: porque no vivo,

apenas si recuerdo

; luego es día 13 y salgo a caminar con madre, habla hasta de mi estado civil y es entre

ofensivo y sorprendente y por la noche vuelve su escena, y todos seguimos como si

nada pero madre está pidiendo a gritos algo, ¿es que acaso no la oímos?, madre habla

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en español y pide a gritos algo, pero es impactante cómo el poder y el deseo se

disparan hasta matarse, pero no morimos, es día 13, yo fui a verte a tu casa, a la

primera casa a la que te mudaste cuando te fuiste de la nuestra, fui y me maquillé antes

de ir y elegí la ropa y recé y recé para que me dejaras entrar y me escucharas y una

vez allí no me contuve y fui yo quien dejó de escuchar antes, hay algo inmenso

encerrado y lo hemos construido entre todos, es increíble que todavía no sepamos

liberarlo: es madre hablando y todos haciendo como si callara, soy yo callando y todos

haciendo como si hablara, como si hasta en inglés yo hablara, es lunes de nuevo, pero

nadie va a trabajar porque es festivo y hay que rememorar la historia: quiénes fueron

los caídos, por qué cayeron, quiénes ganaron, quiénes perdieron, sospecho algunas

repuestas si miro a hermano, si recuerdo sus armas, si visualizo todas las coronas que

le ha puesto madre, ya sea para congraciarlo o para insultarlo, da igual, él iba a salir

fortalecido en cualquier caso, hoy hay que hacer memoria y es el día 13, y yo ya no sé

si quiero eso o volver a la técnica de mover los dedos para entender que tengo manos,

luego hacemos nuevamente un paseo con madre a solas y me habla de su muerte y me

parece, cuando lo dice, que sería un acontecer sin lugar en ninguna parte, como algo

por fuera de las posibilidades de estos tiempos y espacios, madre muerta: ¿cambiaría

algo?, o puede que yo a la distancia me olvidara de que estuviera muerta, me parece

eso de pronto: que en realidad nada va a suceder nunca porque es verdad, es cierto, no

va a llegar ese día final, no hay nada que esté en el futuro, es hoy, es el día 13 y

llegaremos al 18 pero nunca al 19 porque en ese punto exacto donde acaba el 18 y

comenzaría el 19 vendrá la repetición a decirnos que no va a haber escapatoria,

crucificadas, entonces madre se hace problema por algo que no pertenece a nuestra

familia y lo hace porque pretende que seamos la familia que no fuimos pero ya es tarde,

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madre, ya es tarde, estamos organizados en otras coordenadas que no tienen nada que

ver con las de la nueva familia que te rodea, con las de la nueva familia de hermano,

coordenadas sin tiempo ni espacio, pero tú, madre, que estás perdida, vas a intentar

darme recetas para la tolerancia, instrucciones que quieres copiar de lo último que has

aprendido, y además querrás convencerme de la clase de hombre que es hermano, una

que vas a inventarte según el discurso aleatorio, totalmente random, de esta tarde, y a

mí no me interesa eso, solo quiero saber si te parece normal todo lo que pasó la noche

del cumpleaños de hermano, si no te parece un plagio de nosotros mismos, si no se te

hace idéntico e insoportable, y por qué ese miedo, por qué le tenemos tanto miedo, qué

es lo que te pasó con él y lo que te pasa, eso me encantaría saber, porque yo no puedo

darte mi versión, ya lo sé, no puedo porque nunca me permitiste pronunciarla, porque

cuando empezaba a soltar algunas palabras me golpeabas hasta dejarme un labio, por

lo menos uno, sangrando, y luego me llevaste al médico y con las pastillas lograron

callarme, no, yo no puedo contártelo, es cierto, pero me gustaría saber tu versión por si

no fuera idéntica a algunas de las partes de todas estas, tu versión por si encontrara en

ella esa zona gris que busco siempre y que no puede contarse porque para eso no hay

palabras –¿sabes de lo que hablo?, de esa zona gris donde no puedes jurar que haya

pasado algo pero sabes, al mismo tiempo, que no es cierto que no haya pasado nada,

es decir, ese gris que queda entre el metal rígido y el metal fundido, ahí hay algo, pero

no hay lengua que pueda explicarlo–, es el gris precisamente la materia de la

extranjeridad más absoluta como ahora soy yo extranjera de esta madre que está viva y

va a morirse y no nos va a cambiar nada, el gris perpetuo, de eso quería que me

hablaras: de si has percibido que en la historia, que en la memoria o en el silencio, hay

algo de lo que podamos sujetarnos, porque a mí no me dices nada, pero luego por la

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noche la esposa de hermano propone un juego y tú explotas los años pasados, lo usas

de excusa para saltar por los aires exactamente igual al día del cumpleaños de

hermano, exactamente igual que en el pasado que también es hoy y que nos copia

como burlándose, por eso te lo preguntaba: porque me parece que tú entera eres la

respuesta de algo, pero no tenemos lengua en común para descifrarte y como ya no

puedo más y faltan poco días y todavía no sé que el 19 no va a tener lugar ni espacio

entonces es a hermano a quien pregunto, ahora es a hermano, pero tampoco ahí hay

palabras, solo recuerdos que se encapsulan en caracoles y una lengua que lo intenta y

duele hablar con ella y duele callar con ella, entonces se vuelve una lengua resignada,

extranjera en todas las bocas

; esperamos mesa para sentarnos a comer en familia y yo estoy sola mientras el resto

se organiza en pares, sin embargo, se preocupan por mí, por mostrarme cosas bonitas

de un país que se ilumina con sus barcos, y ahí voy, sentada en el asiento de atrás

moviendo las piernas que se mecen con madre a mi lado y el matrimonio adelante,

porque tal vez madre ya está menguando también, le falta muy poco para ser una niña

ensangrentada, aunque aún no podemos saberlo, vamos a cenar con Margaret

después de haber tenido una tarde en compañía de madre haciendo recados absurdos

que no cambiarán en absoluto las cosas y en esta cena tengo memoria de algunas

otras pero, sobre todo, consciencia de que nunca vamos a escucharnos, y una de esas

otras sucede en la infancia, yo tengo tal vez doce años y hermano diesisiete y antes

hay una amiga de madre que tiene el pelo de color, sí, pero otra cena diferente,

posterior, una donde hay un matrimonio con cabelleras de colores reglamentarios y

hermano pide permiso para levantarse de la mesa y para levantarme a mí también,

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como si fuera un rescate, y nos autorizan pero no por mucho rato, no sería de buena

educación, y vamos al baño, es un restaturante muy ruidoso que probablemente vende

la pizza por metro y queda en el centro de la ciudad de nuestra infancia, y en el hall de

los baños me dice que puedo entrar al de hombres, que las niñas pequeñas pueden,

que es allí adonde las llevan sus padres si tienen que acompañarlas, entonces, cuando

dice la palabra padre recuerdo haber sentido una especie de adrenalina y, por

supuesto, le hago caso y entro, porque no es ya obedecer sino que es desearlo, y ese

es el hueso del recuerdo: no puedo saber ni vislumbrar ninguna imagen de lo que

hicimos en ese baño, pero sí hincar la memoria en ese hueso que me revela que una

de las claves de la historia del pasado está en que no había órdenes ni forcejeos de

parte de hermano sino más bien un gesto, un ademán, con los que él lograba que yo lo

hiciera sola porque era lo que yo más deseaba, y si hubo fuerza de su parte fue

precisamente cuando yo ya deseando, él ya no quería, entonces la sanción, la

autoridad, el padre el hermano o la máquina, para expulsarme, para reconducirme, para

ubicarme o desubicarme, para echarme o arrojarme, para exigirme el retorno del pozo

al que yo había caído en la jugada de antes, un regreso que yo no podía enfrentar en

ningún caso porque iba a dejarme desamparada, huérfana y sin hermano –no sé si a

eso se le llama trampa o es no haber entendido las reglas del juego y por este no saber

y todos los no saberes de la historia es que puedo sentir que lo hace por mí y hoy, en el

día 14, quien lo hace por mí es nadie–, un retorno que siempre es regresión pero no a

lo originario, a lo primigenio, es regresión a la copia de ello, a la trampa, es en sí mismo

el tiempo trampa del recuerdo

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; lo de de descubrir esa mesa hecha por sus propias manos y todos los objetos en el

garaje, como jugando a un mercado de saldos, fueron cosas bastante similares,

experiencias que permitían asomar a una infancia ajena en un pasado propio que al

mismo tiempo es de todos y de nadie, entonces hoy decidimos hacer esa limpieza y es

en el garaje, cuando descubro esas fotos, que vuelvo a reencontrarme con la mesa

artasana del día de su cumpleaños y recuerdo otra cosa, ya no sentada en sus rodillas

y el aprendizaje de dibujar una pelota, que tuvo que haber sido mucho antes, sino a una

de sus novias riendo y escribiendo sobre esa madera el nombre del grupo de música

que tanto les gustaba y yo hiervo de furia y cuando salen esa noche y madre no estará

ni tampoco estará hasta que llegue la mañana, intento romper una de las cuatro patas

con un martillo y le pego tan fuerte y tantas veces que no la rompo pero sí logro

arrancarla, estoy en el garaje y recuerdo exactamente el momento en que la pata se

queda huérfana y el resto de la mesa queda coja, nadie gana, y yo me voy a dormir, si

es que duermo, con cierta paz y con cierto sabor a madera astillada en la garganta,

como las anginas perputas de este viaje y un Ejército de Salvación que no nos salva, ya

no hay nada que hacer, solo seguir esperando y aceptar estos recuerdos que

configuran la historia no solo del pasado sino de este presente, de este día a día que va

por el 15 pero que es una trampa: yo toda entera soy la que está atrapada como un

sonido como una imagen como esa familia toda que ahora trabaja en equipo para

ordenar las cosas de una mudanza, entonces uñas-mora nos despide en la puerta de la

casa y nos ve alejarnos, vamos a regalar parte de nuestra historia a un ejército –esta es

mi esperanza– que nos salve de esta amnesia, de tantos recuerdos, de una parte de la

historia que yo no vi y que tampoco nadie me ha contado y por eso mismo no es mi

historia pero su negación es exactamente lo que he heredado, así que llevamos en

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bolsas objetos que madre no pudo abandonar en su momento cuando hizo la mudanza

y ahora hermano exige que ya es tiempo de limpieza y me esperan a mí para hacerlo,

por si quiero conservar algo, y apenas guardo una foto y lo hago a escondidas como si

asumir que quiero las piezas del puzzle fuera a perjudicarme o, más humano aun, a

darme vergüenza, por eso no te pregunto esta vez por padre, pero bien podría hacerlo

porque cuando murió tenías seis años y algún recuerdo tienes de ellos y, sobre todo,

tienes que tener recuerdos del duelo de madre –en realidad es esa la pregunta: por qué

a madre nunca se le pudo preguntar por él ni por nada y qué piensas tú que pasó, que

nos pasó, en ese duelo–, el coche avanza hacia el centro de Monterey y yo, como esta

vez viajo de copiloto, no regreso a esa infancia que me recuerda que debo preguntarlo

todo porque absolutamente nada se ha explicado, luego ni siquiera quieres enviarle un

mensaje a madre para decirle que ya estamos comiendo algo en el centro y, sin

embargo, tampoco pasa nada, se va haciendo la tarde y lentamente espero, así, muy

lentamente, como esas cosas que avanzan y no avanzan, y cuanto más cerca del final

más lento se va haciendo porque aún no lo sé, pero lo sabré enseguida, el final no es

tal, es apenas una línea que se tuerce o, peor, una cámara tan lenta tan lenta, que pasa

las imágenes estiradas y en esa espera de algo que queda delante, como ese día 19

que se aguarda, ya casi ni importa el pasado, porque toda la amnesia se vuelca en

proyectar, solo que aún no sabemos que aquello que se proyecta es una copia, es una

repetición, aún no sabemos que proyectamos pasado mientras nada más pasa, solo un

poco de vinagre en la cena que igualmente será tolerada

; cambiamos de mes en un cambio de era geológica, madre-mora me pregunta si estoy

contenta por volverme a mi casa el domingo: yo no tengo casa, pienso, pero eso no se

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lo respondo, en verdad no le respondo nada, madre tampoco vive en su casa y eso

parece pesarle, pesa este nomadismo de historia, esta orfandad de lengua y este viaje

que intentaba acomodarlo pero que se ha torcido en tiempo y espacio, ahora la casa de

hermano es la de madre y no viceversa y yo ninguna, yo intemperie, y en medio de ese

diálogo imposible buscamos manzanas y me sorprende la cantidad de tipos y

variedades que hay, es muy difícil hacer una elección en este país aunque madre me

dice que cualquiera, que escoja una, y elijo la verde amarillenta, entonces me dice que

me gustaban las rojas, que decía que eran menos ácidas, mi madre me conoce y tiene

recuerdos de mí, me estremezco y suelto la manzana y manoteo una de las rojas, pero

no llega a ser roja, más bien es como rosada y a pesar de eso, me dice que está bien,

como perdonándome todo lo que jamás me ha perdonado, y con la mano donde tiene el

anillo agarra seis más de esas para aferrarse a mis faltas, a mis fallos, y antes o

después le pregunto, toda rosa yo, como Margaret, como mi cuñada, como cualquier

mujer de esta tierra, si es cierto que detesta tanto vivir en casa de hermano, si

realmente quiere volverse, y también le pregunto algo sobre mí, pero ya no me acuerdo

qué era, es una pregunta muy propia de otro tipo de hija, por eso no la recuerdo, porque

salió de una parte de mí que no hace memoria, que no tiene pasado, que no existe, una

parte que invento cuando entiendo cosas concretas como que verde no es rojo como

que seis es mayor a cinco y menor a siete como que el barniz da brillo como ¿madre

me quieres?, sobrepuesta a lo rosado, anclada a la idea de haber sido perdonada, pero

no es esa la pregunta, no es tan concreta, es más formal sin perder su condición de

estándar, es algo que está entre pedir permiso para poner un cedé de jazz al día

siguiente de una tormenta y chequear el funcionamiento de los grifos, no sé, no me

acuerdo, no sé si compramos algo más además de manzanas, supongo que vino, leche

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de almendras y chocolate, o alguna otra estupidez que esta gente come, y luego no

hacemos nada, es el día 16 y yo creo que todo termina el 19 cuando salga mi avión,

pero todavía no sé que para el 19 no hay relato porque aunque mi avión saldrá, lo que

no llega es el final y en su lugar hay plagio, copia, repetición, como un estribillo cuya

letra no sabemos porque es en una lengua que no nos pertenece, en una lengua

extranjera muy extraña

; madre vas al dentista, madre sales deformada, es la gasa, no te asustes, te pondrás

buena muy pronto, pero sangras, madre sangra, hoy es ella, y yo soy madre porque la

cuido y si no la cuido yo sangro, entonces intentaré no ser yo la que sangre, buena

madre, madre vamos en autobús y madre dices, porque eres terca: no, vamos

andando, bueno, madre, está bien, vamos andando, en el camino veo una librería, si no

leés nunca, bueno, no sé, déjame entrar, ver no cuesta nada, es de jazz el libro, es

visual, atrae, da ganas de mirarlo, y te enfadas, eres pequeña hoy, ¿eh?, ¡vaya!, qué

chiquilina más brava, bueno, espera, ya vamos, venga, ahora, me aburro, ya, ya, un

minutito más, no, venga, ahora, que me aburro, vete a mirar un librito mientras, ya

termino, puf, resoplas, chiquilina brava, y escoges uno con fotos grandes, de platos

ricos y suculentos y te metes el dedo en la boca, como si te lo metieras en la nariz, y

luego pasas página, y manchas la hoja y vienes cabizbaja y avergonzada y me susurras

la metida de pata, vámonos, te doy la mano para irnos juntas y también para cruzar la

calle y por suerte nadie nos sigue, y como y tú no comes porque tienes gusto a sangre

yo como por ambas y haría cualquier cosa por ambas, hoy, hija mía, cualquier cosa,

eres pequeña y frágil y te amo, eres mi hija, joder, cómo no amarte, mamá, no aguanto

más la gasa, te llevo a un baño y la quitamos, no te procupes, y sales desinflada, mamá

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parezco un payaso triste y siniestro, no, hijita mía, los payasos siempre son buenos y

no debes temerles en absoluto, llegamos a casa, te hago la sopa, te acuesto en la

cama, te leo un cuento, te quedas dormida y cuando ya no me ocupo de ti me daño la

cara y cuando ya regreso dañada te sobrepones a mi dolor a tu dolor al dolor de todas

las madres y de todas las hijas de todas las eras geológicas y me pones paños porque

mi mano, pues, no, vaya, qué pena, mi mano… mi mano no alcanza, y entonces

aparece hermano, de alguna manera, no es físico, pero sé que está hermano y que soy

su hermana y ya no madre, por eso voy al baño cuando ella, que sí es madre, se

acuesta a dormir la siesta, y regreso a mi cuerpo como quien regresa a una herida de

tres, la herida triángulo, y ni siquiera por la noche, cuando madre se inclina sobre mí y

me cura solo la cara aunque también tengo otras partes del cuerpo igual o más graves,

ni siquiera en ese momento estamos solas a pesar de ser la escena más íntima con

madre desde que tengo recuerdos o desde que tengo esta amnesia extranjera de la

historia, y aunque no lo veo sé que hermano está alrededor nuestro, pero yo te miro a ti,

madre, a ti que te inclinas sobre mí para curarme las heridas que menos me duelen y lo

haces con la calma de una madre que está recompuesta de sus propias heridas, como

todas las madres moribundas que por un instante se mienten y se recuperan, así,

inclinada sobre mí, te veo a dos días de tomarme un avión y no volver a verte nunca

más en la vida porque morirás y yo no volveré antes a visitarte según tu pronóstico de

mi comportamiento hipócrita de hija huérfana, pero, madre, puede que sea mucho peor

que eso incluso: puede que no dejemos de vernos nunca la cara porque esta historia no

acabe aunque olvidemos con la amnesia nuestra y con la ajena que el día 17 dos

mujeres rotas se lamieron las heridas mientras un lobo las circundaba

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; ya queda poco, falta nada, madre dice que va sí o sí al aeropuerto y no sé si lo hace

porque me quiere o porque es madre, no sé si plantarse de esa manera es ponerse

cerca de mí o alejarse de todos, es que no sé por qué cada vez que habla está

enfadada, es que no sé si es amor o venganza, no me sé la versión de madre, pero

recuerdo hoy, día 18, a un día de irme de este viaje, recuerdo a madre con mis pelos en

sus manos y esa estrella, la que sale justo cuando cae la noche y el estado de la

naturaleza es la ira de madre contra mi cara, la misma cara que años después será

calmada con paños con vinagre, pero falta, todavía es el día de la primera estrella y en

la cara impacta la bestia que un instante después me saldrá por la boca y tras el

aturdimiento del alarido feroz quedará solo un sonido estable que será la risa de

hermano a muchos años de distancia de la estrella que saldrá en las curvas de Pacific

Grove porque falta todavía, es el día en el que la ley de la naturaleza impone un estado

de bestias aullando y el instinto les hace desgarrarse las pieles si hace falta y echar

humo por las fauces muchos años antes de que todo al fin me alivie tendida y

resignada, una calma que llega a un día de mi avión y a eras astrológicas de esa única

estrella alineada con mi cuerpo como si me coronara, sí, solo un día y eso me calma,

entonces ya no recuerdo, no tengo pasado ni lenguaje, soy un brote en la tierra fértil,

todo queda delante y ya no hay sonidos que aturden, no hay nada encerrado, no hay

nadie, no soy ni yo ni soy madre ni soy hermano, a lo sumo soy una hormiga que se

posará en el cuerpo de ellos y les dará el orgasmo, a lo sumo soy la mina de un lápiz

mécanico, a lo sumo soy una de las múltiples fresas del empapelado, sí, qué alivio, ya

no hay riesgo de nada, todas las lenguas se callaron, todos los cuerpos se vendaron en

momias, todas las versiones se negaron, es el fin, es mañana, porque todavía no tengo

memoria, en esta versión tampoco, para saber que es hoy o nunca, hoy y parar nunca,

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hoy y para siempre, entonces otra vez: comemos pollo y no saldré de esta casa, nací

ayer, nací hoy, nací mañana, hermano viene al sofá conmigo, bestia fiera, clavos en la

espalda, shh, no puedo seguir por aquí, no me sé la historia, no hay lenguaje para la

herida fundacional, un idioma sin cuerpo y sin palabras, imposible, entonces hablamos

de manzanas, eso fue antes, pero da igual, ya no queda tiempo para el tiempo ni para

el espacio, hay que recordar e irse, liberarse de este repaso: al día siguiente, de nuevo,

pasó lo del dentista, quise que mi mano le alcanzara, entonces desde ahí, claro que

sucedió: me desnudé en el baño, me miré el cuerpo y me lo recorrí, todo, con las dos

manos, y pensé en madre, por primera vez pensé más en ella que en hermano, un

autético homenaje a todos los tiempos, a todas las eras geológicas, a todas las madres,

entonces deseé que todo el campo explotara, que las fresas estallaran, y quedar

completamente manchada de rojo, como la sangre de su boca, sangre-salsa, entonces

fui bruta y sincera y si no explotó el campo explotó mi cuerpo y tuve manos, y tuve

brazos, y tuve piernas y tuve tiempo: de darme cuenta de que yo era esa mujer que

llora por una herida que es mucho mejor cuando se ve, cuando se toca que sangra,

estar viva y no recordar, hacer que habite en las uñas hoy, no ayer, en este instante,

luego se inclinó sobre mi cuerpo con sus dos tetas viejas colgando como cortinas de

pana sobre mi cara, y me sentí flotar, volé a Madrid en una alfombra mágica, llegué a

ninguna casa para volver al lugar de siempre: la infancia, otras, ajena, inventada, donde

huir de sus garras que son mis garras, de sus uñas-mora-salsa que son mis uñas-fresa-

sangre y regresar, al fin y al cabo, habiendo perdido en este viaje cualquier cosa ínfima,

menor de veinte centímetros, cualquier cosita de nada, para estar sola, bien sola,

siempre sola, ah, qué belleza, ya liberada, y sentir el alivio, un alivio, puro alivio el día

18, un alivio momentáneo que, en realidad, resumirá toda una vida y contendrá en su

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pulso todas las posibilidades, pero quedarse y regresar, sobre todo eso: quedarse y

regresar, sin decirle nada a nadie aunque hablando todo el tiempo en una lengua que

sea madre, que sea huérfana, que sea extranjera, que sea la lengua del día 19, la

lengua del alivio final, la lengua que un día, valiente, esconda entre las sábanas de

alguna cama, como dos aceitunas sin hueso y sin posibilidad, por tanto, de hincar el

recuerdo de que una vez existió esta versión –igual a la de ayer, a la de hoy, a la de

siempre y a la que no va a parar–, esta versión, decía, esta versión extranjera