la maldiciÓn de la luna llena -...

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LA MALDICIÓN DE LA LUNA LLENA Prólogo. Un hombre penetra en la taberna de Barat Duin, sus ropas están desgarradas, su cuerpo cubierto de sangre roja y negra. Una brecha en la cabeza mana profusamente y varias heridas más sangran en brazos, torso y piernas. Cae de rodillas al suelo sin que sus piernas puedan aguantar por más tiempo el peso de su cuerpo y varios parroquianos se abalanzan a socorrerle, sin embargo con sus últimas fuerzas rechaza la ayuda y agonizante exclama: - La he perdido. Los orcos. No fui capaz de protegerla. Y cae cuán largo es sobre el suelo de la taberna, un charco de sangre va inundándolo poco a poco mientras los aldeanos salen prestos en busca de armas y antorchas, el amanecer aún está lejos y los orcos son rápidos pero nadie piensa en ello, si se dan prisa quizá la rescaten con vida. Pasos que pisan la oscuridad del bosque, ramas que se quiebran, animales que huyen, el canto del pájaro que se rompe a su paso, jadeos y bufidos en la noche de luna llena. El hueso que se clava en su abdomen, la soga que anuda sus brazos y piernas, las lágrimas que brotan de sus ojos hacia sus mejillas liberando el terror y la tristeza, su cabello sacudiéndose al trote veloz del ser que la carga y el frío de la noche maldita. La joven conoce su destino, la cruel realidad que va a acabar mancillando su ser y derrotando su cuerpo pero solo tiene un pensamiento: ¿Vive? Los pasos se detienen, su cuerpo choca brutalmente contra el suelo arrojado como un saco de conservas en la tierra húmeda y helada del pantano. Su respiración se detiene, su corazón se acelera, sus ojos fijos en el mal que la maldición relata, la muerte que vive en el pantano, las arenas movedizas, el lago de los muertos. La criatura tenía razón, nadie escapa de una maldición de Cyrus . Miró al cielo, a la luna llena que le permitía la luz para ver su final y solo una súplica salió de sus resecos labios: que sea rápido.

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Page 1: LA MALDICIÓN DE LA LUNA LLENA - perso.wanadoo.esperso.wanadoo.es/baratduin/Bardo/archivos/Maldicion.pdf · Capítulo I. La maldición de una familia. Un beso, sencillo, cariñoso,

LA MALDICIÓN DE LA LUNA LLENA

Prólogo. Un hombre penetra en la taberna de Barat Duin, sus ropas están

desgarradas, su cuerpo cubierto de sangre roja y negra. Una brecha en la cabeza mana profusamente y varias heridas más sangran en brazos, torso y piernas. Cae de rodillas al suelo sin que sus piernas puedan aguantar por más tiempo el peso de su cuerpo y varios parroquianos se abalanzan a socorrerle, sin embargo con sus últimas fuerzas rechaza la ayuda y agonizante exclama:

- La he perdido. Los orcos. No fui capaz de protegerla.

Y cae cuán largo es sobre el suelo de la taberna, un charco de sangre va

inundándolo poco a poco mientras los aldeanos salen prestos en busca de armas y antorchas, el amanecer aún está lejos y los orcos son rápidos pero nadie piensa en ello, si se dan prisa quizá la rescaten con vida.

Pasos que pisan la oscuridad del bosque, ramas que se quiebran, animales

que huyen, el canto del pájaro que se rompe a su paso, jadeos y bufidos en la noche de luna llena. El hueso que se clava en su abdomen, la soga que anuda sus brazos y piernas, las lágrimas que brotan de sus ojos hacia sus mejillas liberando el terror y la tristeza, su cabello sacudiéndose al trote veloz del ser que la carga y el frío de la noche maldita. La joven conoce su destino, la cruel realidad que va a acabar mancillando su ser y derrotando su cuerpo pero solo tiene un pensamiento: ¿Vive?

Los pasos se detienen, su cuerpo choca brutalmente contra el suelo arrojado como un saco de conservas en la tierra húmeda y helada del pantano. Su respiración se detiene, su corazón se acelera, sus ojos fijos en el mal que la maldición relata, la muerte que vive en el pantano, las arenas movedizas, el lago de los muertos. La criatura tenía razón, nadie escapa de una maldición de Cyrus. Miró al cielo, a la luna llena que le permitía la luz para ver su final y solo una súplica salió de sus resecos labios: que sea rápido.

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Capítulo I. La maldición de una familia. Un beso, sencillo, cariñoso, un beso que llena sus labios, hace cosquillas en su interior y les inunda de euforia. Una caricia que se desprende de lo más hondo de sus corazones, bailotea entre los dedos y recorre la piel expuesta. Un ruido de pasos que se aproximan, el sonido que rompe el sencillo beso y obliga a ocultar la euforia y a refugiarse a las caricias.

- Mi lady, os estaba buscando – la voz grave que ha interrumpido el amor de los amantes.

- ¿Ocurre algo Damon? – la amante que guarda el secreto. - Vuestro padre os busca, es urgente. - Voy enseguida. Seguiremos hablando más tarde general – su voz ahora

autoritaria, lejos de la sensual que le hablaba minutos antes.

Los pasos de la mujer se alejan hacia el castillo, el amante la sigue con la mirada mientras su rostro recupera el mutismo y seriedad que le caracteriza, parece frío, casi de mármol. La espera será larga.

Lady Koreen penetró en la sala de reuniones con paso firme, como corresponde a la hija de un rey, su porte elegante, sus ensortijados cabellos cobrizos hondeando sobre su espalda, el traje militar ceñido a su esbelta figura, los rasgos atractivos que recordaban a su madre fallecida, los ojos grises de su anciano padre. La futura reina de Barat Duin.

- ¿Qué sucede padre? Damon me hizo avisar. El anciano rey la espera con la cabeza gacha, los ojos perdidos en sus

pensamientos, el puño apretado sobre un viejo pergamino y el gesto de la derrota marcado en sus facciones. El mago real junto a él con igual gesto apagado. Lady Koreen con gesto preocupado se aproxima a su padre y le sostiene.

- ¿Padre? – su voz se quiebra - ¿qué sucede padre? ¿Qué os pasa? - El papiro ha sido descifrado – contesta el mago, un anciano de espesa

barba blanca y túnica verde que oculta las manos en las amplias mangas de sus vestiduras.

- ¿Y bien? Vamos Galard, hablad, ¿qué le habéis dicho a mi padre? ¿Qué significa el extraño arcano?

- Es una maldición – los ojos verdes fijos en la princesa, la tristeza inundándolos. La había visto crecer durante 21 años, sus alegrías, sus tristezas, sus derrotas, sus logros, la amaba como a una hija. La malcriaba como a una nieta.

- Continuad, no os calléis ahora. - Cyrus os envió una maldición, la maldición de la luna llena, del lago de

los muertos. – La voz que se perdía, reprimía un gemido desesperado antes de continuar – Vuestro destino queda ligado al de vuestra bisabuela, la muerte a manos del señor del lago.

- ¿Cuándo? – mantiene la serenidad, pero no es fácil, su madre le enseñó a no creer en maldiciones, a combatirlas.

- Por desgracia muy pronto, no nos queda tiempo para buscar un conjuro, tendréis que huir.

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- Y ¿dejar a mi padre? – las lágrimas luchando por escapar, su voluntad por contenerlas.

- Mi señora, vuestra muerte acabaría con el linaje Astrid. Vuestro pueblo os necesita viva.

- Te marcharás de aquí – la voz autoritaria de un padre, la fuerza de un rey, la determinación de un hombre.

- Padre. - Sin discusión. - La tatarabuela Eve huyó, el mal arrasó la ciudad y casi acaba con todo

el que la habitaba. No huiré, no os dejaré en sus man... - Reconstruirás Barat Duin si es preciso, tu muerte no solo acaba con el

linaje, los hombres de Cyrus se harán con el reino, eso es lo que pretende.

Lady Koreen iba a rechistar, dejar escapar todo lo que llevaba dentro en

una larga perorata sobre él porque no iba a abandonarles, pero una voz, una extraña voz casi cantarina, la interrumpió.

- Morirá de todas formas, huid vos señor, Ethiem, rey de Barat Duin,

señor de la casa Astrid. Reconstruid vos el reino, ella morirá.

Los ojos se volvieron hacia la extraña criatura que acababa de aparecer en la sala, era enorme, al menos de dos metros de estatura, su rostro era mitad ave, mitad humano, su cuerpo oculto tras una túnica negra apenas era distinguible, pero se adivinaba la silueta de una cola reptiliana bajo las vestiduras y algo más.

- ¿Quién sois? – el padre que, presta la espada, defiende a su hija y su

casa. El rey que exige una respuesta. - Mi nombre no tiene importancia, mi procedencia sí. Soy sacerdote del

pantano, mi voz es la verdad.

Al oír estas palabras un temblor frío recorrió la espalda del rey, sus ojos se inyectaron en sangre y su ira creció tanto como su miedo. Koreen le miró con ojos desorbitados, su madre se equivocaba, los sacerdotes eran reales ¿lo serían también las maldiciones?. El rey empuñó su arma, con un bramido la dirigió hacia el desconocido y apuntó a su garganta. Una palabra más que confirmara la muerte de su adorada hija y sería sacerdote muerto.

Al oír el grito de su rey, el general Alexander Navar desenvainó su espada y se arrojó contra la puerta de la sala de reuniones, invocando el grito de guerra que daba la alarma en el castillo. Al encontrar la escena, al rey amenazando a la extraña criatura, casi se para en seco, pero sus largos años de entrenamiento militar hicieron posible que esto no sucediera y que su pulso se mantuviera firme. El arma apuntada hacia el ser.

- Decenas de hombres se encaminan hacia aquí – amenazó el general – un paso en falso y vuestra cabeza acabará rodando en el suelo.

- General – pronunció el rey, que parecía haber recuperado la compostura al tiempo que bajaba su arma – envainad y salid de aquí, que nadie penetre en esta estancia.

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El general Navar no daba crédito a sus oídos, pero se le había enseñado a obedecer, retiró el arma y confirmó la orden con una mirada hacia su señor, presto envainó y se encaminó hacia la salida, sin embargo no pudo reprimir una ojeada a su amada Koreen quién reflejó en sus ojos un miedo tan atroz que el caballero sintió caer el alma a sus pies. Desgraciadamente debía obedecer y abandonar la sala, ocultar su secreto, aunque lo que más deseaba en esos momentos era reconfortar a su señora.

La puerta se cerró y la voz del general se escuchó informando de una falsa alarma, los pasos se alejaron y el silencio reinó de nuevo.

- El destino está escrito – profetizó la criatura – y nada ni nadie puede cambiarlo.

Dicho esto desapareció tras una nube de humo dejando a los presentes sin

palabras, y sin esperanza. Capítulo II. La Bestia. Un denso humo cubría la atmósfera, la humedad y el frío del ambiente no eran sentidos por el ser que en ese momento se levantaba tras un letargo de más de 300 años. Las enlodadas aguas del pantano se abrían a su paso con un siniestro burbujeo y los restos de animales muertos y plantas se deslizaban por el fango como un manto pútrido y desolado. Un rugido, como venido del mismo infierno, hendió la noche y despertó a multitud de criaturas que raramente salían de su sueño en aquella época. Pero el tenebroso bramido había llegado a oídos de alguien más. Stafet, señor y rey de los orcos que había esperado aquella llamada desde su más grotesca infancia. De generación en generación, de rey a rey, la historia de la criatura del pantano se extendía, la leyenda. Creada por un malvado hechicero siglos antes por razones que muy pocos recuerdan ya y condenada a vivir en las pantanosas aguas del lago de los muertos, hasta que un conjuro lo hiciera volver a la vida. Año tras año, siglo tras siglo, edad tras edad, esperaba, en su extraño duermevela, que una voz lo llamara, su único propósito, la razón de su creación, acabar con la doncella que por aquel entonces fuese a heredar Barat Duin, el reino de plata, el país de la luz. Pero la casa de Astrid raramente era bendecida con el nacimiento de una heredera, generaciones de príncipes llenaban el árbol genealógico, por lo que la Bestia, rara vez era llamada. Su sed de sangre y tortura se hacía más poderosa con el tiempo, la muerte de las desdichadas nunca era agradable de contemplar, ni siquiera para el más avezado asesino. Stafet condujo a sus hombres a través del fango y el lodo, de las marismas de arenas movedizas, hasta el lago de los muertos donde la Bestia esperaba. Aunque no era el único en dirigirse presto a la llamada de la Bestia, extrañas criaturas semejantes a pájaros también acudían.

- Tráela ante mí – una voz gutural, inhumana, inundó los pantanos haciendo estremecer a todo ser viviente, incluido Stafet, el valiente guerrero orco. Pero la orden fue obedecida. Las tropas partieron raudas y fieramente armadas en busca de la doncella, en busca de Koreen, arrasándolo todo a su paso.

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Capítulo III. La historia de la Bestia.

- ¿Quién es? - Mi tatara tatara tatara abuela, Gladis. – contestó Koreen, mientras el

eco de su voz la acompañaba. – La primera heredera de Barat Duin afectada por la maldición. – Su amante frunció el ceño y apretó los puños.

- No permitiré que vuelva a ocurrir.

Koreen, desviando la atención del retrato de su lejana pariente, miró con un tierno afecto a su amado general, le tomó de la mano suavizando la tensión que le atenazaba y tranquilizando su propio temor. Le amaba, más de lo que era capaz de admitir, pero su padre no consentiría aquello, ella se debía a su pueblo y su pueblo no podía tener a un hombre de tan oscuro pasado como rey, un hombre así no era considerado digno, aunque a ella su pasado jamás le había importado. – Estúpidas leyes – pensaba siempre para sí – estúpidos temores.

- ¿Quieres oír la historia? – le preguntó ella. – Parece un cuento de hadas.

– dijo sonriendo, como para restar importancia a tan horrendo asunto. Cuando estaban juntos, a solas, su tono de voz siempre era amable, cariñoso, dejaba de ser la heredera al trono de una gran nación y era sólo Koreen, sólo ella. Él asintió.

- Hace siglos, en una edad que muy pocos recuerdan, un hechicero se enamoró de la reina de Barat Duin, él no era conocido por pertenecer a la luz, pero no daba muestras de inclinarse por el lado de la oscuridad tampoco. Sin embargo, el continuo rechazo a que era sometido por la reina había comenzado a hacer mella en su alma, y le condujo a idear un arriesgado plan para lograr su amor. Creó un poderoso conjuro para atraer a una bestia, un ser de ultratumba creado de fango, huesos, roca y sangre que cumpliera sus deseos. – Hizo un alto para aclararse la garganta y continuó – Amenazó a la reina con soltar a la Bestia sobre sus súbditos si volvía a rechazarle, por lo que ella se vio obligada a tomarle como compañero. Sin embargo, el hechicero fue dándose cuenta de la frialdad con la que la reina le trataba, estaba con ella y compartía su lecho, pero ella seguía rechazándole en su corazón. El hechicero no pudo soportar la idea de no lograr el alma de la reina, siendo tan poderoso como era, nada se le había negado nunca, pero el indomable corazón de la joven reina no estaba a su alcance y nada podía hacer por lograrlo. Así que lanzó una maldición sobre ella y toda heredera de Barat Duin, sumido como estaba en la desesperación y el odio, la de la muerte a manos de la Bestia que se había visto obligado a crear. – Koreen guardó silencio y desvió la mirada de nuevo hacia el cuadro.

- ¿Cómo es posible que existan herederas que hallan salido indemnes a la maldición? – parte de la historia llegaba a escapársele.

- Abundantes guerras asolaron el reino, durante años – explicó la princesa - uno de los herederos de Gladis tomó al fin el control del mismo y restableció la paz; cuando lo hubo hecho, las gentes que quedaron a su lado estaban hartas del dolor y sufrimiento ocasionados por las constantes batallas por lo que, al sugerir el nuevo rey encontrar un hechizo que detuviera la maldición, todos estuvieron de acuerdo,

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nadie quiso pasar por aquello de nuevo. Costó tiempo pero al fin un grupo de magos y hechiceras encontraron un modo de paliar sus efectos. Las muertes de las herederas cesaron, tan solo un poderoso hechicero capaz de reproducir la llamada de la Bestia, como en su día lo había hecho su creador, podría devolverla a la vida de su largo sueño y hacerla cumplir con su cometido, matar a la heredera de Barat Duin. – Concluido el relato, lady Koreen observó fijamente la reacción de su amado. Este, con el gesto serio, fijaba la mirada en el vacío, perdidos como estaban sus pensamientos.

- No permitiré que vuelva a ocurrir – repitió el general. - Nadie ha vencido jamás una maldición. Mi madre me hizo creer que

eran falsas, cuentos de mi padre para asustarme de niña. – Un dejo de melancolía y nostalgia inundaba su voz al recordar a su madre, su querida madre fallecida de una larga enfermedad dos años atrás. – No paraba de repetirme constantemente, en las noches en que mis pesadillas me asaltaban y llenaban el cuarto de gritos de terror, que no eran más que historias, que si miraba el árbol genealógico de los dos últimos siglos no encontraría ni una sola defunción entre las herederas. Y yo la creí. Pero ahora... – la voz le falló, lady Koreen estaba acostumbrada a ocultar sus sentimientos, como digna hija del rey, pero aquello estaba empezando a superarla. No quería morir y menos aún de aquel modo.

El general la tomó entre sus brazos para consolarla y, al hacerlo, la joven,

sintiéndose segura, libre de la pesada carga de ser hija de un rey, simplemente mujer, se desbordó en un mar de lágrimas y sollozos abrazada a él, quien la sostenía mientras su cuerpo temblaba y se agitaba desgarrado por el terror. Susurrantes eran las palabras que su amado le decía al oído para tranquilizarla, pero apenas tenían efecto, necesitaba desahogarse y él la dejó hacerlo, sin miedo a ser descubiertos, puesto que aquel lugar hacía años que no era frecuentado por hombre alguno.

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Capítulo IV. Planes de guerra. La huida.

- ¡Capitán, un jinete se acerca! – gritó una voz desde el puesto de centinela.

- ¿Amigo o enemigo? – inquirió a su vez el capitán de la guardia, Armand Blumer.

- Porta el emblema del dragón en su peto, parece un soldado del rey de Aman.

- Abrid las puertas, flanqueadle el camino.

Un jinete, herido, sangraba profusamente por varias heridas en brazos y piernas, al penetrar la muralla del palacio desmontó con premura, y casi sin poder sostenerse en pie, corrió hacia el capitán de la guardia que ya iba en su busca.

- ¿Qué os ha sucedido? Decidme – apremió la voz de Blumer. - Orcos, señor. Desde el pantano, van arrasando todo a su paso, cruzaron

por Aman, ha habido muchas bajas. – El hombre tragó saliva e intentó recuperar el aliento, mientras Armand lo sostenía - Mi rey me ordenó daros aviso de inmediato. – prosiguió - Tardaran a lo sumo 3 días en llegar a Barat Duin, eso si no se entretienen asaltando otras ciudades.

- Habéis cumplido con vuestro deber – alabó Blumer al joven muchacho – ¡Berguer! – clamó.

- ¿Sí, capitán? - Llevad a este soldado a la enfermería, que se le den todos los cuidados

precisos. - A vuestras órdenes.

Blumer despidió con una palmada afectuosa al mensajero y partió a toda

prisa en busca del rey, para darle la noticia. El corazón del capitán latía apresuradamente. Quizá, los rumores sobre la maldición fuesen ciertos pero, ¿por qué orcos?

Al oír las palabras del capitán, el rey Ethiem Astrid casi desfalleció en el acto, tuvo que llevarse la mano al pecho al sentir el brusco sobresalto de su corazón enfermo, pero como rey que era, mantuvo la compostura hasta despedir al capitán, no sin antes darle orden de que se le informara del estado del joven mensajero. Sin duda – pensó Ethiem – la criatura enviaba orcos para arrasar su ciudad y mientras atrapar a su hija. Pues bien – se dijo – no lo consentiría. Dio orden de que el general Navar se presentará de inmediato en su cámara y rápidamente terminó de ultimar los preparativos de su plan. Esta vez vencerían a la maldición. La criatura no se haría con su amada hija.

El general llamó a la puerta con los nudillos y dio su nombre cuando le fue preguntado, antes de penetrar en la cámara real. Esta era una sala bastante espaciosa y ricamente decorada y alfombrada. Tapices de hermosos paisajes inundaban las paredes, espejos de marcos dorados, muebles tallados a mano con relieves de escenas variadas. La cama cubierta por mantas de pieles exóticas ocupaba la parte central de la sala. El rey se hallaba sentado a una mesa con una copa de vino en la mano y varios planos delante de él, hizo una seña al general para que tomara asiento en la silla que quedaba libre.

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- Os he mandado llamar Navar – dijo el rey cuando el general se hubo sentado a la mesa – porqué quiero que vos y un grupo de hombres saquéis a mi hija de palacio y la mantengáis a salvo hasta que la criatura sea contenida de nuevo.

Navar escuchó atentamente sus palabras, él también deseaba poner a salvo

a Koreen, aunque sabía que la princesa no tenía intención de abandonar Barat Duin. El rey prosiguió.

- He sido informado de que un numeroso grupo de orcos se dirige hacia

aquí, temo que sus intenciones sean atacar la ciudad mientras la criatura se hace con la princesa, por eso es de suma importancia que la ocultéis todo lo lejos que os sea posible. Deberéis marchar de incógnito, que nadie sepa que ella ya no sigue aquí. – Navar asintió – Esta es la lista de los hombres que deben acompañaros, ya están preparando la partida – dijo tendiéndole un papiro escrito y un mapa – os he marcado una ruta segura para salir de nuestro territorio, a través de canales secretos que solo yo conozco, el resto deberéis hacerlo vos, me consta que conocéis bien las tierras por las que os movéis – esto último lo hizo haciendo referencia a su pasado.

- ¿La princesa conoce vuestros planes? – inquirió Navar. - Esa, general, es una misión que os dejo a vos. Mis hombres se preparan

para la guerra y yo estaré a su lado cuando esta comience, no habrá tiempo de despedidas – esto último lo dijo con un gesto de dolor marcado en las facciones de su anciano rostro. – Sé que vos sabréis como convencerla.

- Mi señor, no entiendo... – El general no dudaba que su amada Koreen habría mantenido el secreto de su amor, incluso en aquellas circunstancias, pero el tono de voz empleado por el rey le hacía dudar que aquello aún fuera un secreto.

- Os habéis estado viendo a mis espaldas – le cortó el rey. Su voz denotaba enfado y sus palabras eran reprobatorias, pero sus ojos mantenían la serenidad. Navar por su parte, sintió el cielo caer sobre él, cuando todo aquello acabara seguramente sería desterrado de Barat Duin y no volvería a ver a Koreen. Abrió la boca con la intención de explicarse y defender su amor, pero el rey con un sencillo gesto de la mano se lo prohibió.

- Sé que Koreen os ama, lo sé porque ha sido capaz de desobecer una orden mía por vos. Jamás haría algo así. Y creedme que lo desapruebo, no podría casarse con vos. Cuando esto acabe habré de pediros que abandonéis Barat Duin para siempre. Decidme, ¿escoltaréis a mi hija hasta entonces?, ¿Salvaréis su vida?

- Majestad – dijo Navar, arrodillándose frente a su señor y mirándole a los ojos con toda la serenidad de que fue capaz – daría mi vida por vuestra hija si con ello la librara de cualquier sufrimiento que le pudieran ocasionar. Me exiliaré gustoso si ese es el precio que he de pagar por su felicidad.

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Las palabras del general eran tan sinceras, el rey se dio cuenta que salían de lo más hondo de su corazón, aquel hombre lo sacrificaría todo por su hija, daría la vida por ella y la mantendría a salvo durante la guerra. Los ojos del rey, que se sentía ahora más que nunca un anciano, se llenaron de lágrimas que pugnaban por salir al exterior y derramarse por sus mejillas. Él también había amado una vez y hubiera dado su vida por conservar la de su esposa y ahorrarle el sufrimiento de su enfermedad.

- Realmente la amáis ¿no es así? – el general ni siquiera necesitó contestar

– Estará a salvo con vos. Partid ya y que los dioses os acompañen.

El viento sacudía sus cabellos mientras atravesaban las montañas nevadas, la joven dama, vestida de campesina, se echó la capucha de nuevo sobre la cabeza y la sujetó con ambas manos tratando de evitar que el viento se la volviera a arrancar. Llevaban horas caminando por la encrespada cumbre y no parecía que fuesen a descansar en breve. Alexander Navar quería alejarse lo máximo posible de Barat Duin, mientras aún fuera posible. Por suerte Koreen no solo había sido entrenada en las letras y el protocolo de palacio, sino también en el uso de las armas y la disciplina militar, puesto que un día sería dirigente de un gran ejercito y debía estar preparada. Fue esta disciplina y ejercicio la que le permitió continuar adelante, incluso cuando las fuerzas comenzaron a fallarle.

Nadie sabía como el general había logrado convencerla de partir y dejar a su amado pueblo y a su adorado padre, pero lo cierto es que lo había conseguido. Desde la más alta cumbre de la montaña Koreen dio un último vistazo a su amada ciudad. La torre del castillo Astrid se erguía por encima de las colinas que la rodeaban, hermosa y estoica, brillando con la cálida luz del sol invernal que le daba el aspecto de una aguja de plata. El resto del palacio permanecía oculto a sus ojos por las colinas, pero ella lo recordaba perfectamente. Los anchos muros de piedra que formaban un pentágono protector alrededor de la ciudad, el enorme edificio de roca en cuyas paredes se hallaba esculpida la llama azul y la espada de doble filo, el símbolo de la familia. El enorme portón que daba acceso a palacio, forjado en hierro y decorado con plata, los ventanales de color violeta que adornaban la fachada. Jamás podría olvidar tanta belleza. Capítulo V. El regalo. Oscuros presagios Los sacerdotes se congregaron alrededor del lago de los muertos, todos ellos ataviados con túnicas oscuras y ocultos sus rostros por capuchas. Los cánticos entorno a la criatura se repitieron durante varios días, sin descanso y esta fue ganando en fuerza conforme los efectos de su largo sueño pasaban. El ansia de matar era cada vez más fuerte en la Bestia, su sed de sangre crecía, pero ya faltaba menos, podía sentirlo. La luna alcanzaba lo más alto del cielo, faltaba poco para que estuviera llena del todo, iluminaba la ciénaga y el lago con un brillo siniestro, parecía un cementerio lleno de cadáveres de animales y otras criaturas desperdigadas aquí y allá. El pantano era un terreno amplio que se extendía al sur del continente y al que muy pocos deseaban adentrarse, habitado tan solo por bestias y extraños seres que tan solo se conocían a través de las leyendas y los cuentos, los cuales servían

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para asustar a los niños. La vegetación era fundamentalmente hierbajos que sobrevivían a base de agua y calor, altas hebras marrones y tiesas, cúmulos de hebras grisáceas más bajas, plantas muertas en apariencia, la mayoría. Algunos sacerdotes ofrecían regalos a la Bestia, la veneraban como anteriormente hicieron con su creador, antes de que la vejez le matara. La Bestia era un símbolo de poder y como tal lo adoraban, lo habrían hecho igual si fuera hijo del hechicero. Uno de ellos se acercó a la Bestia, se inclinó al borde de la ciénaga que formaba el lago y le obsequió con una daga ceremonial forjada en plata. La empuñadura estaba finamente decorada con zafiros azules, los más puros jamás tallados y extrañas runas habían sido inscritas en la hoja del arma. La Bestia estaba acostumbrada a estas muestras por parte de los sacerdotes, desde que murió su creador, los monjes habían empezado a acudir y venerarle cada vez que era llamado y le traían regalos. Era curioso como aquellos insignificantes humanos eran capaces de hacer perdurar su culto a lo largo de los siglos. Normalmente la Bestia no prestaba atención a los objetos que le entregaban, pero aquella daga tenía algo especial, no hubiera sabido decir que, pero ahí estaba, tan claro como su deforme figura y su sed de sangre. La tomó con su garra izquierda he hizo que la luna arrancara destellos de la hoja, fría al tacto, incluso para él que casi no tenía sentido del tacto. El sacerdote sonrió satisfecho desde la profundidad de su capucha y se puso en pie, alejándose del grupo congregado, hasta un rincón tras unos árboles medio muertos que lo ocultaran un breve instante. Tomó entre sus dedos, dedos humanos, una cadena que sobresalía bajo la túnica y tiró de ella para sacar un medallón de ónice con la inscripción de un ojo circundado de llamas danzarinas en su centro. Se lo llevó a los labios y, tras musitar una muda plegaria, lo besó y volvió a ocultarlo bajo sus ropas. Pronto regresó junto a sus compañeros e inició un nuevo cántico. Llevaban días atravesando las montañas, seis figuras sobre la nieve de Tharas Duen, el ritmo de la huída era rápido, todos ellos eran soldados entrenados para sobrevivir en condiciones adversas, incluida la princesa. Nadie sabía muy bien como el general había logrado convencerla para que dejara el reino y a su padre y huyera, pero lo cierto es que lo había conseguido. Durante el viaje la joven ejercía de mando principal, aunque las decisiones siempre las tomara en conjunto con el general Navar, puesto que éste conocía mejor el terreno en el que se movían. La relación entre ellos era la típica entre Señor y subordinado, tenían esperanzas de que aquello acabara bien y si era así el secreto debería mantenerse, al menos hasta que encontraran el modo de estar juntos. El silencio que reinaba durante las largas jornadas permitió que ambos pensaran mucho, Koreen sobre su padre y la batalla que estaba librando y Navar en las palabras del rey. El general no deseaba alejarse de Koreen por nada del mundo, la amaba con toda su alma, era lo más valioso que había tenido nunca, su amor. Ella era la única que había confiado en él desde el principio, la única que le había dado una oportunidad sin poner precio a las consecuencias cuando llegó a la ciudad solicitando trabajo entre sus filas. De no ser por ella aún seguiría vagando por el continente sin destino alguno, desesperado por encontrar un lugar en el mundo, un sitio en el que descansar de su larga huída. Y eso justamente era lo que el rey le había pedido si regresaban con vida, el exilio significaba eso, ni más ni menos, que él jamás volvería a verla y que regresaría a los largos años de vagabundeo, a los infinitos caminos, una vida sin ilusión, sin motivos para continuar adelante. Si era

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el precio que tenía que pagar por mantenerla a salvo, era el precio que pensaba pagar, pero ella nunca lo sabría. Nunca. Atravesar los largos senderos, las encrespadas cumbres, las cavernas, los túneles secretos que tan pocos conocían, todo aquello resultó más difícil de lo que habían imaginado, y el tiempo no ayudó, aún así lo lograron. Llegaron a una pequeña aldea, Drenloft, allí Navar y la princesa decidieron ocupar habitaciones en una posada tranquila, el viaje había sido muy duro y los hombres necesitaban un buen descanso, un merecido descanso. Tomaron una frugal cena en el comedor y más tarde cada uno subió a su dormitorio. Koreen estaba apunto de meterse en la cama, había estado esperando que Navar acudiera a ella aquella noche pero, en lugar de ello, le oía pasar de un dormitorio a otro dando órdenes. Algo que la extrañó, era como si quisiera evitarla, no había necesidad de aquello. Al fin se sentó en el mullido colchón, y metió un pie bajo las mantas calientes, dispuesta a disfrutar de un reparador sueño. Era tarde y al día siguiente madrugarían pero serían horas más que suficientes. De repente sintió que algo golpeaba la puerta muy suavemente, su cuerpo se tensó, se envolvió en una de las mantas y tomó un puñal en su mano, se acercó sigilosamente hasta la hoja de la puerta y escuchó en silencio, aguantando la respiración.

- Koreen soy yo – la joven reconoció la voz enseguida y descorrió el pestillo para dejar entrar a su amado.

Estaba dormida – mintió – me has asustado, ¿qué ocurre? - El joven general cerró la puerta tras de sí y echó de nuevo el seguro, apartándola hacia el interior de la habitación e indicándole que guardara silencio, después habló.

- Nos han estado siguiendo. - ¿Qué? – exclamó alarmada – no es posible, ¿quién? ¿Cómo?... - No estoy seguro, pero llevan haciéndolo desde que salimos de Barat

Duin, temo que te estén buscando. Tendremos que tener cuidado. He dado orden a mis hombres de que lleven a cabo la guardia por turnos, saldremos más tarde para que todos podamos descansar, no es conveniente que nos pillen sin fuerzas.

- De ser así la huída no habrá servido de nada – Koreen sintió la desesperación inundándola por dentro.

Si hubiera pensado que el plan de su padre no iba a salir bien, que dejarle

solo contra los orcos no serviría de nada, jamás se habría marchado. Y esa posibilidad parecía hacerse real ahora. Navar la estrechó entre sus brazos para consolarla.

- Debes ser fuerte – le dijo al tiempo que le acariciaba el cabello con

ternura enredando sus dedos en los encrespados rizos - si logramos esquivarlo el plan seguirá adelante como acordamos y todo saldrá bien. Estoy seguro de que tu padre está bien, a estas alturas ya sabrán que has escapado y habrán puesto a todas sus huestes sobre nuestro rastro. Lo crucial ahora es mantenernos ocultos el tiempo suficiente para que tu padre y los demás encuentren el modo de vencer a esa bestia. Entonces estaremos a salvo.

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Koreen le miró algo más tranquila, aunque la desazón no la abandonó del todo, le dedicó una sonrisa, como él esperaba, y se abrazó aún más fuerte a él.

- Alec – susurró, sintiendo ya como el sueño la vencía – prométeme que

siempre estarás a mi lado.

Las últimas palabras formaban parte ya de su sueño, la mujer cerró los ojos y se dejó acunar en el pecho del hombre, soñando con días más felices, un bosque luminoso, un arrollo, dos amantes abrazados sobre la hierba. Navar sintió como un pedazo de sí mismo se desgarraba. <<Promete que siempre estarás a mi lado>>. ¿Cómo iba a prometérselo? ¿Cómo? Capítulo VI. Recuerdos. Problemas Un grito en la noche, el llanto de un bebé, y unos ojos inocentes observando desde lejos. Una risa lejana, profunda, gutural. El llanto histérico de una mujer que sabe que su vida se acaba. Un bronco aullido de dolor y el sonido de huesos al romperse, de metal rasgando carne, de sangre goteando en suelo de madera. Un niño de unos 6 años se acerca al cuerpo destrozado de una mujer, un cadáver desecho que deja traslucir hueso, músculo y sangre, el rostro apenas reconocible, tan solo un rasgo queda visible tras la brutal carnicería, sus ojos, unos ojos de un azul profundo e intenso como el zafiro más puro. El niño susurra el nombre de la mujer mientras ve alejarse de allí a su asesino con el recién nacido entre los brazos. El bebé llora de hambre y frío, la oscura figura avanza con una sonrisa retorcida en el rostro y las manos manchadas de sangre. Los aldeanos huyen de él, refugiándose en sus casas, conscientes de lo que el desalmado hechicero a hecho. El niño es arrojado sobre una fuente de agua helada, el maldito recita un conjuro y arroja sangre de sus manos, de la madre, sobre el neonato que berrea con todas sus fuerzas, el niño que lo observa todo desde su mudo palco como una estatua marmórea, sus profundos ojos azules fijos en el hechicero. Y una llama de fuego, diminuta, lame su pequeño bracito dejando en él una marca que habrá de llevar durante el resto de su vida. El grito del bebé al recibir la llama caliente es tan ensordecedor que parece acuchillar el aire hasta llegar a los tímpanos del pequeño observador que, con un acto reflejo, se lleva las manos a los oídos tratando de protegérselos. Pero no lo consigue, su mundo se vuelve aún más oscuro, el grito no cesa, no cesa, no cesa.....

- Alec, Alec despierta, sólo es una pesadilla. – Una voz dulce que se abría paso hasta él, entre los gritos de dolor y miedo – Vamos mi amor, abre los ojos – la oscuridad que va dejando paso a un resquicio de luz, se abre paso entre la niebla de su inconsciencia.

- Estoy bien – responde nada más abrir los ojos – no te preocupes. - Por tus gritos parecía que estabas viendo tu muerte. ¿Seguro que te

encuentras bien? Si hay algo que te preocupa puedes decírmelo. – el tono de angustia marcado en sus palabras.

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El hombre le sonrió con dulzura y la estrechó entre sus fuertes brazos, no podía decirle lo que le preocupaba y, en cuanto al contenido de sus sueños, era algo que ella ya conocía, algo que había aceptado de él y que ya no tenía importancia. Al menos no para ellos.

- No debes preocuparte, sólo era una vieja pesadilla, algo que ya no puede

hacernos daño. – Ella le miró con una ternura infinita, le amaba tanto que dolía, <<de un modo u otro>> se prometió, << encontraría el modo de estar juntos>>. – El sol ya ha salido, es hora de proseguir el viaj.......

La voz de alarma sonó desde el comedor, la batalla no tardó en iniciarse y el

lugar se llenó del entrechocar de espadas y gritos de guerra. La joven pareja corrió escaleras abajo con las espadas prestas y el ánimo acelerado. No podían creer lo que veían, orcos. Terribles criaturas de la sombra y los pantanos, solían aborrecer la luz del día y raramente se les veía si no era noche cerrada, pero aquello era una guerra.

Koreen no daba crédito a sus ojos, aquellos seres eran los que les habían estado siguiendo desde que salieran de Barat Duin pero, si así era, ¿no significaba eso que conocían los planes de huída desde el principio? Atacar el castillo sólo había servido para mantenerles engañados hasta aquel momento. Koreen se maldijo, al fin y al cabo la huída no había servido de nada, había dejado solo a su anciano padre por nada. No dejaría que la cogieran, no lo permitiría. Si lo hacían nada impediría que su pueblo quedase arrasado.

Navar se abalanzó sobre una pareja de orcos que atacaban rudamente a uno de sus hombres, estaban apunto de acabar con el joven soldado cuando el general lanzó su ataque. Decapitó a uno de ellos que se hallaba de espaldas a él y tuvo tiempo de atravesar el cuerpo del segundo con el filo del arma. El soldado suspiró agradecido y ambos se dirigieron en busca de un nuevo enemigo.

Koreen se hallaba ocupada con una de las criaturas, lanzaba estocadas contra él pero, para su desgracia, el orco era inusualmente rápido y lograba detenerlas. En un determinado momento estuvo a punto de rebanarle la cabeza a la princesa y esta logró rodar por el suelo para alejarse del filo del arma, aprovechó el momento para atravesar al orco en el estómago. Por el rabillo del ojo atisbó a un nuevo atacante que corría hacia ella girando el hacha sobre su cabeza. Koreen tiró de su arma para sacarla del inerte cadáver orco y la hizo volar sobre ella para detener el hacha. Golpeó la rodilla de la criatura por detrás y le hizo caer al suelo. El hacha se le escapó de las manos y le golpeó la testa acabando con su vida. La princesa estuvo a punto de reír por la ironía, pero un nuevo atacante la esperaba, esta vez armado con una cadena de hierro y una maza.

Cada vez iban quedando menos orcos, uno de ellos se mantenía apartado de la liza, vestía de modo distinto, no portaba arma alguna y sostenía un papiro entre sus abultadas manazas. Poco a poco los cadáveres orcos inundaron el suelo y los soldados iban limpiando sus armas como podían. La única que continuaba ocupada era Koreen, había logrado arrebatar la maza a su atacante pero la cadena se le resistía y la obligaba a mantener las distancias más de lo que ella deseaba. Navar se disponía a ayudar cuando fue detenido por una señal de la princesa.

- Atrás, este es mío – gritó – Evitad que el otro escape – señaló sin perder de vista a su enemigo.

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El orco no parecía tener intención de escapar, observaba la escena con el pánico y la estupefacción reflejadas en el rostro, pero aún así Navar ordenó que le apresaran y no le perdieran de vista. Koreen fintó con su arma y la cadena se enrolló en esta. Justo cuando el orco iba a tirar de ella para arrebatarle el arma, la princesa sacó una daga de su bota y se la clavó en el pecho. La batalla había concluido, tras limpiar y envainar la espada, la mujer se acercó al detenido con la daga en la mano.

- ¡Mi padre! – gritó amenazadora - ¿qué le ha ocurrido? – El orco por

más respuesta no cesaba de mirar a sus compañeros muertos con los ojos desorbitados. Koreen estaba apunto de perder los estribos, los largos días lejos de su patria y su padre habían agotado su paciencia. - ¡Habla! – repitió.

- Ellos atacar – gimió – ellos matar, solo mensaje – temblaba de pies a cabeza al tiempo que blandía el papiro como escudo.

Koreen no entendía nada de aquello, tomó el papiro en sus manos y lo desenrolló al tiempo que preguntaba: - ¿Qué quiere decir este engendro? - Mi señora – respondió Damon, uno de los soldados – me temo que

nosotros comenzamos la pelea. - ¿Iniciasteis la lucha? – inquirió Navar dirigiendo sus fríos ojos hacia el

soldado. - General, cuándo los vimos entrar iban armados, pensamos que venían

en busca de la princesa y atacamos. - Está bien – dijo Koreen – ya no tiene remedio. Se apartó de sus hombres

y desplegó el papiro para leer su contenido.

“ El rey Ethiem Astrid señor de Barat Duin reclama la presencia de su hija con el motivo de que esta sea la llave que le libere de la muerte. Os avisa también que se halla gravemente herido y que desea que acudáis rápidamente al palacio desarmada. Si queréis que viva os entregaréis de buena gana a la Bestia del Lago de los Muertos. Atentamente vuestro, Stafet rey orco”. Koreen arrugó el papel y lo lanzó lejos de ella antes de salir a toda velocidad

hacia las caballerizas, tomar un corcel y reemprender el regreso hacia Barat Duin, esta vez por el camino señalado para no demorarse lo más mínimo, ya no era necesario ocultarse y las montañas la retrasarían demasiado. Navar había logrado convencerla de que, mientras que los orcos y la Bestia estuvieran buscándola, su pueblo y su padre permanecerían a salvo. Cyrus no atacaría un reino ocupado él mismo, el código de aquellas tierras se lo prohibía y la Bestia no cesaría de buscarla, era la razón de su existencia. Koreen se había propuesto pasar su vida huyendo si con ello su gente y su amado padre permanecían a salvo. Ahora que el anciano rey corría peligro, su plan había fracasado y debía entregarse.

Al verla partir tan aceleradamente, Navar recogió el mensaje y tras leerlo dio orden a sus hombres de que pagaran los caballos y les siguieran de inmediato, para después salir a toda velocidad tras la princesa. El corazón le dio un vuelco cuándo se dio cuenta de lo que Koreen pretendía hacer y rezó a los dioses por llegar a tiempo de impedírselo. Debía detenerla.

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Capítulo VII. La desesperación de un rey. Su majestad, el rey Ethiem Astrid señor de Barat Duin, alzaba la Espada de Reyes sobre su testa en señal de desafío a las huestes orcas que se aproximaban al castillo. Su hija hacía horas que había partido en compañía del bastardo, el rey temía a aquel hombre, lo temió desde el mismo momento en que lo vio sin embargo, sabía que su hija estaría a salvo con él, aquel hombre daría la vida por la de la princesa, la amaba y el rey había podido verlo en sus ojos. Al principio, cuando se enteró de su relación su mayor temor era que el honor de su hija fuera mancillado, que aquel joven de extraños ojos la hiciera suya y luego la tirara como un trapo usado, incluso llegó a temer que los rumores con respecto a su linaje fueran ciertos. Con el tiempo sus temores se agudizaron, su anciana mente creaba historias terroríficas sobre el futuro de su hija con aquel hombre. Cierto era que, como soldado, era un magnífico luchador y un fantástico estratega, pero esto no hacía que fuera más fiable en las relaciones sociales. Lo mantuvo vigilado, Damon, su guardia personal, le servía de espía y los dos amantes jamás lo descubrieron. Por ello, aunque la confianza depositada en el general era ahora, total, decidió enviar a Damon con ellos. Damon había estado observando detenidamente a ambos jóvenes desde el principio y fue el primero en confiar en su amor y en el honor del general. Gracias a él, un joven soldado de oscuro pasado había conseguido alcanzar el titulo de general y, por supuesto, gracias a Damon era Navar quien protegía ahora a la princesa. Una flecha pasó rozando la calva cabeza de Ethiem, llevaban así varias horas, los orcos se habían apostado junto a la muralla principal y lanzaban flechas y lanzas para mantenerles en alerta constante, sin embargo no habían realizado más ataque que este. Ethiem comenzaba a dudar de las intenciones del enemigo, y ¿si habían averiguado que su hija ya no estaba allí?, la sola idea de que hubiera caído en tan crueles manos hacía que su corazón se resintiera dolorosamente. Pero lejos como estaba de ella, ya no había nada que pudiera hacer, excepto confiar en los hombres que la acompañaban y en el buen hacer de su niña. Era lo único que le quedaba en el mundo y rogaba a los dioses por conservarlo. En los dos días siguientes, el ataque orco se recrudeció, llegaron incluso a penetrar las defensas, pero las bajas fueron nimias. Ethiem se percató, al amanecer del segundo día de bloqueo, que las huestes orcas habían comenzado a mermar en cantidades ingentes, algo que hubiera sido normal, de no ser porque sus hombres no los estaban cazando, la única explicación era que habían partido a otro sitio y entonces Ethiem realmente se dio cuenta de la realidad. Los orcos no habían tenido intención alguna de atacar Barat Duin, de algún modo sabían que la princesa ya no se hallaba allí y tan solo se dedicaron a entretenerles para que ella se alejara y se convirtiera en una presa fácil. Por primera vez se dio cuenta de su gran error. Allí, en palacio, las huestes orcas no eran lo suficientemente poderosas para vencerles, Koreen habría estado segura entre sus muros, sin embargo, fuera de ellos......

- Dioses piadosos – oró – proteged a mi niña. Dadle fuerzas, dádselas a sus protectores, no permitáis que muera.

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Al anochecer del mismo día, las huestes habían desaparecido y el rey se sumió en la más honda preocupación. Nada ni nadie pudieron sacarle de ella. Su pueblo estaba a salvo, la pequeña criatura alada tenía razón, él sería el único que quedaría para reconstruir el reino si la Bestia o Cyrus lo destruía, su pequeña moriría y él no podía evitarlo. Había fracasado. Capítulo VIII. La caída del guerrero. Sintió el peligro demasiado tarde, su mente estaba demasiado ocupada pensando en la suerte de su anciano padre y no fue capaz de percatarse del sonido de ramas al romperse que daba la alarma. Se abalanzaron sobre ella como una ola sobre la playa y la derribaron del caballo. Sus años de entrenamiento le permitieron desenvainar su espada a tiempo de evitar una dura embestida y rodó sobre sí misma para apartarse y lograr un mayor espacio para moverse. Eran más de 40 orcos los que la rodeaban armados hasta los dientes y con gesto feroz en el rostro. La mujer era rápida de reflejos y sostenía la espada delante de sí para protegerse, hizo un rápido recuento y supo que, sin ayuda, no saldría de allí viva.

- Bienvenida, alteza – graznó una chirriante voz entre la multitud. Un orco de mayor estatura que sus congéneres hizo acto de presencia. Su porte era el de un rey, aunque desgastado, sucio y hediondo.

- ¿Dónde está mi padre? – inquirió Koreen con la arrogancia de una princesa.

- A salvo – rió Stafet – ¡Oh! ¿No iréis a decirme que creísteis mi pequeña broma? – a la suya se unió la carcajada de todos sus soldados. Berreos y graznidos en suma. Koreen se puso pálida.

¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Aquello era una trampa, debió de

darse cuenta, todos los poros de su cuerpo se lo gritaban, pero la preocupación por su padre era tal que no le había permitido razonar con claridad. Y ahora ya no podría escapar a su destino, aún así no se rendiría con tanta facilidad, lucharía. Alzó su arma y con gesto fiero replicó:

- Ya que tanto interés tenéis en apresarme, venid a por mí.

Stafet y los suyos rieron, la superaban en número ampliamente y sabían que

la lucha acabaría rápido. Uno de los oficiales de Stafet se ofreció voluntario para enfrentarse a la princesa. Se abalanzó sobre ella con permiso de su señor y acto seguido su cabeza salió despedida de regreso por donde había venido.

- ¿Alguien más está dispuesto a perder la cabeza? – inquirió la joven. Realmente la mujer tenía valor, eso pensaba el rey orco. Le hubiera gustado

medirse con ella pero la Bestia esperaba y no se podía permitir el lujo de hacerla esperar. Así pues dio orden a sus hombres de que atacaran a la vez y la redujeran.

Estaban apunto de abalanzarse sobre ella, la mujer tensó los músculos dispuesta a soportar lo que se le avecinaba del modo más honorable posible, como correspondía a la hija de un rey. Moriría en la batalla y moriría con honor. Los

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orcos se le echaban encima, ella fintaba, defendía, rodaba, atacaba, movía la espada como una guerrera, varios orcos yacían muertos frente a ella, pero muchos más se acercaban. Cuando creyó que todo estaba perdido, Navar y sus hombres la alcanzaron y armas en ristre se lanzaron a la batalla.

Aún así la desventaja seguía siendo apabullante, seis humanos contra más de una treintena de orcos, sin embargo se debían a su princesa y su deber era protegerla. El grito de guerra del general alertó a los orcos que se apartaron de la mujer y cargaron contra los soldados. Las armas entrechocaron en un brutal encontronazo. La batalla, que parecía perdida desde el principio, se alargaba más de lo que Stafet creyó conveniente. Cierto es que se hallaban en número muy inferior, pero los hombres de Barat Duin eran excelentes guerreros.

- No dañéis a la mujer – gritó Stafet – Él la quiere con vida. Navar luchaba ferozmente contra todo el que osaba acercarse a él, parecía

un demonio, los cadáveres se acumulaban a su alrededor y Koreen y los demás no se quedaban atrás. Por desgracia el cansancio hizo mella en ellos rápidamente y los orcos se hicieron fuertes. Dos soldados cayeron muertos bajo hachas orcas y un tercero fue gravemente herido en una pierna. Damon corrió hacia él para socorrerlo pero llegó tarde, el orco le apuñaló por la espalda y Damon se dio de bruces contra el mazo de un nuevo enemigo que lo derribó en el acto. La nariz sangraba profusamente y le impedía ver bien debido a que la sangre penetraba en sus ojos. Navar trató de avisarle, Stafet blandía su espada y se proponía cercenarle la cabeza, el general gritó, incluso la joven princesa se percató del peligro, pero Damon estaba demasiado ocupado tratando de recuperar la visión y despejarse del golpe, para oírlos.

- Damon a tu espalda – le chilló también la princesa al tiempo que se deshacía de su oponente y corría a enfrentarse a Stafet. – Damon.

- Daos la vuelta – le gritó Navar

Pero fue demasiado tarde, justo en el momento en que el avezado capitán se giraba, recuperada ya su visión, el rey orco blandió su arma y se la clavó en el pecho. Damon sintió el metal atravesando su carne y la sorpresa le marcó el rostro. No podía creer lo que había ocurrido, dirigió su mirada a la espada que atravesaba su cuerpo sin dar crédito. Sólo cuando se llevó la mano de la herida al rostro y vio sangre en ella, se percató de lo ocurrido y cayó desfallecido al suelo. Koreen gritó y Navar se enfureció tanto que derribó a otros tres enemigos que se abalanzaban contra él.

La princesa hizo frente a Stafet, pero dos orcos la pillaron desprevenida y la redujeron sin problemas. Mientras le ataban de manos y piernas, la mujer pudo observar como su amado se debatía contra cuatro enemigos que atacaban al tiempo sin darle respiro alguno. Uno de ellos lanzó su maza contra la cabeza del general y la sangre brotó rápidamente oscureciendo su visión. El resto rasgó carne y hueso, las ropas del general estaban destrozadas y cubiertas de su propia sangre. Un último golpe en la nuca consiguió derribarlo del todo y cayó inconsciente al suelo.

Koreen forcejeó con todas sus fuerzas mientras veía a su amado caer suelo gravemente herido. Uno de los orcos se la echó al hombro y, tras reunir a los suyos Stafet dio la orden de partir hacia la laguna de los muertos a la carrera. Durante el viaje Koreen no cesaba de preguntarse si Alec continuaría con vida y deseó con

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todas sus fuerzas que así fuera. En aquellos momentos todo parecía perdido, el único que conocía la suerte de la princesa era Navar y ni siquiera sabía si continuaba con vida, el rey mandó soldados en busca de su hija, pero no daban con ella. Nada la separaba entonces de su cruel destino. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, las lágrimas de la derrota. Capítulo IX. El pasado de un hombre

Alexander Navar penetra en una taberna a las afueras de Barat Duin, sus ropas están desgarradas, su cuerpo cubierto de sangre roja y negra. Una brecha en la cabeza mana profusamente y varias heridas más sangran en brazos, torso y piernas. Cae de rodillas al suelo sin que sus piernas puedan aguantar por más tiempo el peso de su cuerpo y varios parroquianos se abalanzan a socorrerle, sin embargo con sus últimas fuerzas rechaza la ayuda y agonizante exclama:

- La he perdido. Los orcos. No fui capaz de protegerla.

Y cae cuán largo es sobre el suelo de la taberna, un charco de sangre va

inundándolo poco a poco mientras los aldeanos salen prestos en busca de armas y antorchas, el amanecer aún está lejos y los orcos son rápidos pero nadie piensa en ello, si se dan prisa quizá la rescaten con vida.

La taberna queda silenciosa, las voces fluyen ahora en otras direcciones, los soldados que quedan en el castillo y decenas de aldeanos se hacen a las armas y corren prestos hacia la laguna de los muertos. A salvar a su princesa y derrotar la maldición. Navar yace en el suelo, su mente vaga en un caos de oscuridad y figuras sin forma definida, todo está borroso, el dolor de las heridas inflingidas ha sido insoportablemente intenso durante toda su cabalgada, ahora que ha dado el mensaje y se halla inconsciente el dolor parece mitigarse. De repente su vista se aclara y una luz tenue y cálida se abre paso hacia él.

Una mujer recoge fresas en el bosque, un joven la corteja con elegantes gestos, la pareja se besa, se confiesa su amor bajo las campanas del templo de los dioses creadores, se juran fidelidad. Una figura cubierta por una capa oscura les observa pasear de la mano, sus ojos recorren el cuerpo de la mujer antes de poseerla, su cuerpo muestra el engaño, la figura del amante que se encuentra de viaje lejos de allí. La mujer que descubre el engaño del hechicero demasiado tarde, el feto ya se ha formado. El amante cruel despreciando a la mujer engañada y esta llorando lágrimas de sangre. El nacimiento se acerca y el hechicero vuelve para recoger su siembra. Tras el parto la mujer muere a manos del padre de su criatura, el bebé, un joven Navar que ha heredado los ojos azules de su madre, fríos y cálidos a un tiempo. El hechicero lleva a cabo una espantosa carnicería con la que bautiza a su hijo en las heladas aguas de un invierno maldito. El sello de los hechiceros es grabado a fuego en la piel de la criatura. El niño que crece por su cuenta, vaga por montes y valles, ríos y mares, recorre tierras recónditas y secretas, crece, se hace hombre, el poder de su padre no se manifiesta en él y decide regresar junto a los hombres que le rechazaron. Todos temen el poder del hechicero oscuro.

Alexander Navar abre los ojos, despacio, la luz cálida aún no ha desaparecido y parece susurrarle palabras al oído, su cuerpo se estremece al recordar su propia historia, la razón de ser rechazado allí a donde va. Frente a él

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aparece la imagen de su princesa, pero sólo es una niña, una joven de 14 años con un fuerte carácter y un gesto decidido.

- Si tan peligroso es – responde la pequeña Koreen, situándose entre el

verdugo y el bastardo – que Galard le rete a un duelo. Por las leyes de la magia y el código de los hechiceros. Si este hombre posee poder alguno no podrá negarse a manifestarlo en un duelo y así conoceremos su verdadera naturaleza.

La sala explota en gritos de desaprobación algunos, de inmenso interés

otros. El reto es concedido por el rey, el padre que mira a su hija con desaprobación por su entrometimiento. La hija orgullosa fija la mirada en el padre, no se dará por vencida, confía en el hombre que salvó su vida de la serpiente que la atacó en el bosque. Le debe la vida y está pagando su deuda.

El reto comienza, tan solo la magia de Galard, el mago real, hace acto de presencia, los esfuerzos del joven por atraer un poder que jamás experimentó no dan fruto y cae al suelo a los pocos minutos, derrotado. El poder del padre, un hechicero oscuro rechazado, incluso por los suyos, no parece poseer al hijo.

- La verdad ha sido probada – recita la princesa – este hombre no supone

un peligro para nosotros merece una oportunidad.

El bastardo pasa a convertirse en soldado, los años pasan y una leve amistad desemboca en amor, un amor secretamente guardado y secretamente espiado por el rey. El poder no se manifiesta, el soldado se convierte en general. El general que ama a la princesa, que jura protegerla de la maldición, el general que fracasa en su cometido.

La luz crece dañándole los ojos, le cubre por completo y el dolor regresa haciendo que su cuerpo se retuerza inconteniblemente. El símbolo grabado a fuego en su piel cobra fulgor, el fulgor de una llama, los gritos del general crecen y llenan la taberna vacía. El amor por su princesa martillea su cabeza, los gritos crecen..... he fracasado... crecen...... voy a perderla...... crecen...... Koreen....... Capítulo X. Tortura

Pasos que pisan la oscuridad del bosque, ramas que se quiebran, animales que huyen, el canto del pájaro que se rompe a su paso, jadeos y bufidos en la noche de luna llena. El hueso que se clava en su abdomen, la soga que anuda sus brazos y piernas, las lágrimas que brotan de sus ojos hacia sus mejillas liberando el terror y la tristeza, su cabello sacudiéndose al trote veloz del ser que la carga y el frío de la noche maldita. La joven conoce su destino, la cruel realidad que va a acabar mancillando su ser y derrotando su cuerpo pero solo tiene un pensamiento: ¿Vive?

Los pasos se detienen, su cuerpo choca brutalmente contra el suelo arrojado como un saco de conservas en la tierra húmeda y helada del pantano. Su respiración se detiene, su corazón se acelera, sus ojos fijos en el mal que la maldición relata, la muerte que vive en el pantano, las arenas movedizas, el lago de los muertos. La criatura tenía razón, nadie escapa de una maldición de Cyrus.

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Miró al cielo, a la luna llena que le permitía la luz para ver su final y solo una súplica salió de sus resecos labios: que sea rápido.

La Bestia observó a la muchacha que tenía enfrente relamiéndose los hinchados labios de gusto. El temor que leía en sus grisáceos ojos alimentaba su sed de sangre como ninguna otra cosa pudiera hacerlo. Disfrutaría aquella muerte, lentamente, cuanto más tardara en matarla, más tiempo alargaría su sueño y aún así ansiaba dormir, era su naturaleza, el conjuro que le atrapó evitando que matara y destruyera. A un gesto suyo los sacerdotes con cuerpo de ave, los máximos representantes de su orden, tomaron a la princesa y la recostaron en un altar de piedra sujeta de manos y pies por gruesas cadenas de hierro. La mujer no cesó de resistirse durante el proceso sin éxito alguno, sintió la frialdad de la roca calar sus finas ropas y atravesar la carne como si fuese un cuchillo de hielo, las cadenas raspaban la piel al forzarlas y el frío de la noche de luna llena calaba sus huesos.

La Bestia tomó la daga ofrecida entre sus garras y se posicionó junto a la mujer, permitiendo que la luz de la luna resplandeciera sobre él y sobre la desdichada prisionera. Los sacerdotes, extrañas criaturas mitad ave mitad reptil, humanos, orcos, enanos de las cavernas y toda clase de seres, rodearon en amplio semicírculo a su señor y a la condenada y emitieron un susurrante canto que pretendía acompañar la ceremonia hasta su final.

La daga cortó la suave tela de algodón desde la cintura hasta el inicio de los senos, dejando su abdomen al descubierto. Debido a la temperatura reinante tenía la piel de gallina, temblaba tanto de miedo como de frío y ahora tenía la total certeza de que le esperaba una muerte lenta y dolorosa. Trató de ocultar las lágrimas, de recuperar la compostura y comportarse como la orgullosa hija de un rey, sin embargo lo único que deseaba era llorar como una niña asustada y morir lo más rápido posible.

Sintió el frío acero recorrer su piel, desde el ombligo en dirección ascendente, lentamente, deleitándose en hacerla sufrir. De repente, sin previo aviso, el metal rasgó piel y carne y una larga línea roja y sanguinolenta fluyó sobre la hoja helada. La mujer dio un respingo y apretó los dientes debido a la impresión. La sangre parecía burbujear sobre la afilada daga, pero la Bestia no pareció advertirlo.

Tomó el rojo líquido de la herida con un dedo y se lo llevó a los labios degustándolo como si se tratara de un manjar largamente deseado. Introdujo una de sus uñas ganchudas y afiladas entre la carne de la mujer, el dolor era espantoso, cuando sacó la garra la restregó sobre el rostro de Koreen quien no podía creer que aquello le estuviera sucediendo realmente. La sangre era pegajosa y caliente y su sabor salado le quemaba los labios agrietados y resecos. La mujer se retorcía en su prisión de piedra y metal sin conseguir otra cosa que lastimarse la piel de las muñecas y tobillos.

La Bestia disfrutaba de su sufrimiento y no cesaba de causarlo, poco a poco fue recorriendo su tersa y blanca piel con el afilado instrumento causando rasguños y cortes por doquier, la mayoría de ellos leves puesto que no quería que muriera desangrada antes de tiempo. La mujer lo soportó lo mejor que pudo sin cesar de rezar a los dioses porque acabara de una vez, incluso tenía fuerzas para dedicar un leve pensamiento a su amado general, ¿qué habría sido de él?

- Pronto gritarás – gruñó la Bestia con una monstruosa sonrisa – gritarás

tan alto que te oirán en todo el pantano. Será música para mis oídos.

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La criatura dejaba brotar saliva ácida sobre la mujer al hablar, produciéndole pequeñas quemaduras que le ocasionaban un molesto escozor.

- Jamás te daré ese placer – la mujer casi le escupió las palabras con el

resto de orgullo que le quedaba. La Bestia rió a carcajadas, estas resonaron en el pantano y sus alrededores como un eco funesto. La voz de los sacerdotes se había convertido en una ensordecedora cadencia capaz de hacerla perder la cabeza, pero la joven aún resistía.

La daga se clavó en su hombro de un solo golpe, seco y rápido, la hoja

brillaba con un tinte rojizo al incidir los rayos de luna sobre ella. La mujer apretó los dientes con todas sus fuerzas, necesitaba liberar su mente, alejarse de aquella tortura o se volvería loca. Recordó el día que conoció a Navar. Era un joven mucho mayor que ella, de unos 26 años frente a sus 14. Lo que más le llamó la atención fueron sus ojos, tenían un profundo color azul y reflejaban las emociones más encontradas con un leve cambio en su modo de brillar. Nunca había visto ojos como aquellos, eran los ojos de un hombre torturado, de aquel que conoce su destino y lo padece, de quien conoce su pasado y daría cualquier cosa por cambiarlo.

Ella había hecho todo cuanto estaba en su mano para conseguir que se le admitiera entre las filas del ejército de su padre y así había sido. Recordó como la había mirado al enterarse de su propósito de intervenir en el consejo real a su favor, deseaba detenerla, liberarla de esa responsabilidad, si algo salía mal nadie olvidaría a la princesa y no quería cargarla con semejante compromiso. Pero ella se había mostrado reacia y al final cumplió su voluntad. Por suerte todo salió bien. Aquel hombre ejercía una extraña influencia sobre ella y no podía evitar sentirse atraída por él, no era como los demás. Al principio sólo la trataba como a una hermana pero con el tiempo comenzó a amarla como mujer. Ella conocía su pasado desde el principio, Alexander se lo contó al enterarse de su intención de hablar en su favor creyendo que esto la haría desistir, pero no lo logró. La joven confiaba en él.

- No me importa quien era tu padre, – le dijo, sus palabras el gesto serio y decidido no eran los de una niña de 14 años – no me importa que te maldijera con la posibilidad de heredar su poder. Eres un hombre fuerte, debes serlo si has soportado esta carga durante tantos años, tú dominarás el poder no este a ti. Yo confío en ti, ahora tú debes aprender a hacer lo mismo. - Le amaba tanto. Los recuerdos junto a él se agolpaban en su mente a velocidad de vértigo, un terrible grito de dolor sonó de fondo en su mente y se preguntó si era ella. Si realmente algún ser humano sería capaz de emitir un sonido como aquel. Al final dejó vagar su mente lejos de allí, muy lejos. Capítulo XI. Despertar.

Meliss vio entrar al general Navar en la taberna, medio muerto, sangrante. Lo vio caer al suelo derrotado y corrió a buscar un cubo de agua y vendas mientras la taberna quedaba desierta. Los hombres corrían en busca de la princesa y el resto de camareras de “La libélula” habían ido a despedirles. Meliss se inclinó sobre Navar y humedeció un paño en el cubo para seguidamente limpiar la sangre reseca de su rostro, el hombre deliraba y se retorcía en el suelo,

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murmuraba palabras que la joven camarera no era capaz de entender. Por un momento pensó que aquello era inútil, el hombre moriría antes o después, ¿por qué tomarse tanto trabajo entonces? Pero Meliss tenía corazón y aquel hombre no era uno cualquiera, era el general de Barat Duin. Llevaba más de 7 años viviendo entre ellos y, en todo ese tiempo, había logrado ganarse la confianza y el respeto de las gentes de la ciudad. Sus gestas eran ampliamente conocidas, al igual que su código del honor. Y la población vivía en paz gracias a su buen hacer. Sin embargo esto no cambiaba el hecho de que era hijo bastardo de un malvado hechicero y la magia de éste podría haber sido heredada por su hijo. La gente también le tenía miedo y, aunque aceptaron de buena gana su ascenso a general, no hubieran sido igualmente complacientes con verle convertido en rey por casarse con lady Koreen. Las gentes de Barat Duin amaban a su rey y a su hermosa hija, ambos eran dignos de ocupar su trono, mantenían a su pueblo en paz, nadie pasaba hambre y todos llevaban una buena vida. Sin embargo, la mayoría pensaba que lady Koreen era una chiquilla enamorada, lo pensaron cuando tuvieron noticia de su intervención en el consejo real y cada vez que la joven había salido en defensa de Navar. ¿Y quién no iba a enamorarse de un hombre así, tan atrayente y atractivo? Nadie la culpaba, pero no permitirían una boda entre ambos. Por ello Meliss no se sorprendió al ver vaciarse la taberna a tanta velocidad tras el anuncio de su captura. Ella misma deseaba que su princesa fuera rescatada con vida. No querían perderla, era su garantía de que el futuro seguiría siendo bueno para todos. De repente, los gritos del general hicieron retroceder a Meliss, la muchacha le observó con expresión aterrorizada en sus oscuros ojos verdes. Una luz como de hierro al rojo vivo, parecía nacer del interior de la manga de su camisa izquierda. Navar comenzó a convulsionarse de modo brusco, sus manos buscaban la tela para arrancarla y dejar al descubierto su marca de nacimiento, la llama que iluminó “la libélula” como si el mismo sol estuviera dentro de la sala. La luz envolvió el cuerpo aún tembloroso del general quien, poco a poco, parecía relajarse y entrar en un profundo sueño. Cuando al fin se hubo tranquilizado la llama perdió intensidad paulatinamente quedando al final un brillo rojizo como el de los rescoldos recién apagados. Meliss se aproximó cuidadosamente al hombre allí tendido poniendo mucho cuidado en no tocar el llameante símbolo. Cuando estuvo a la altura de su rostro acercó la mano a su cuello para comprobar si seguía con vida. Al colocar sus temblorosos dedos sobre la piel, los ojos del hombre se abrieron de par en par como impulsados por un resorte, haciéndola retroceder tras un grito sobresaltado. Navar se puso en pie lentamente, sus ojos que expelían un extraño brillo azulado totalmente antinatural, parecían mirarlo todo por primera vez hasta que se detuvieron en la joven arrodillada en el suelo. Alargó la mano hasta ella para ayudarla a ponerse en pie y después habló, aunque su voz ya no era la misma, era más grave y profunda, como si hablara desde el interior de una cueva.

- ¿Cuánto tiempo he permanecido inconsciente? – inquirió. La mujer le miraba con los ojos desorbitados por el miedo, hasta que se dio cuenta que el tono de voz que empleaba no era en modo alguno amenazador.

- Una media hora, señor – tartamudeó la joven. Navar asintió y le soltó el brazo, al tiempo que recuperaba su arma del suelo y salía por la puerta.

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Meliss se quedó allí, en medio de la amplia sala rodeada de mesas, sillas y jarras de cerveza, sin dar crédito a sus ojos. Los rumores eran ciertos, el poder se había manifestado en él, pero sus ojos no reflejaban odio, ni crueldad, eran la viva imagen del amor. La joven camarera se echó el chal sobre los hombros, caminó hacia las caballerizas privadas del tabernero, de las cuales ya había desaparecido un corcel, el más veloz de los que su jefe poseía, tomó una vieja yegua, la ensilló y partió en dirección al castillo. El rey debía conocer la noticia y ella misma se encargaría de dársela a conocer. Capítulo XII. La batalla final. La descarga mágica la había dejado sin resuello. La Bestia poseía un poder sorprendente, era capaz de causar dolor sin siquiera tocarla. Había colocado la daga sobre el altar de piedra, lo suficientemente cerca para que recibiera parte de las descargas mágicas que inflingían un extraordinario dolor a la joven princesa. Koreen expulsaba sangre por la boca y oídos, su cuerpo se retorcía sin atender a su voluntad, los gritos cesaron cuando la mujer ya no fue capaz de articular ni el más leve sonido. Los cánticos habían crecido en intensidad hasta hacerse casi insoportables de escuchar, pero la joven ya no sentía nada. Era como si hubiera escapado de su cuerpo y lo observara todo desde fuera esperando que el tormento concluyera y pudiera reunirse con su madre. La madre de Koreen había sido una reina hermosa y sabia, pero una extraña enfermedad había hecho mella en ella matándola lentamente cuando la princesa era aún muy pequeña. Desde entonces siempre había anhelado el calor de una madre, aunque su padre le diera todo el amor de que era capaz, ella la extrañaba muchísimo. Sobretodo durante las largas noches en que sus pesadillas no la dejaban conciliar el sueño. Se había jurado a sí misma demostrar a su padre que era una heredera digna, había crecido más rápido que cualquier niña de su edad haciéndose cargo de las responsabilidades de una princesa, por ello era incapaz de correr junto a su padre cuando las pesadillas invadían sus sueños. La Bestia observó los ojos de la joven, hacía rato que la torturaba y le produjo un gran malestar dejar de escuchar sus gritos. Sin embargo parecía seguir con vida, por lo que se decidió a continuar un rato más con su labor, al menos su mirada reflejaba el sufrimiento que le causaba, esto le compensaría. Estaba apunto de emitir una nueva descarga sobre el cuerpo de la mujer que haría hervir sus órganos cuando, un grupo de sacerdotes allí congregados se abalanzó sobre él con espadas alzadas. Dejaron caer las túnicas revelando cuerpos humanos vestidos al modo militar, corazas de cuero flexible, brazaletes, botas de piel, armas. La Bestia tuvo tiempo de fijarse en un extraño símbolo que pendía del cuello de todos ellos, un ojo de ónice circundado de llamas danzarinas, antes de que el primero de los atacantes se le echara encima. Lo paró con facilidad, un solo golpe de su poderosa garra bastó para descoyuntar al humano y dejarlo caer muerto en el lodo del pantano. Un centenar de hombres corría a sustituirle. Los sacerdotes cesaron sus cantos y se unieron a la batalla tratando de proteger a la Bestia. Los hombres de la Marca caían como moscas sin tener oportunidad de enfrentarse a la criatura del pantano. Eran muy pocos y el factor sorpresa no había dado fruto alguno. Todo parecía perdido, Glenthal capitán de los hombres de la Marca observaba impasible la caída de cada uno de sus soldados. Su cometido era sencillo, hacerse con la daga ceremonial, la misma con la que días antes había

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obsequiado a la Bestia, pero sus hombres no eran capaces de abrir brecha hasta ella. Iba a darse por vencido cuando un cúmulo de voces procedentes del norte llamó su atención. En poco tiempo el pantano se llenó de aldeanos enfurecidos armados con hachas de leña, picas, rastrillos y porras que se unieron a la lucha nivelando la situación. Aún así no parecían ser suficientes para abrirle paso hasta el altar. Koreen podía escuchar el sonido de una batalla, pero para ella estaba muy lejana, voces familiares que lanzaban gritos de guerra, espadas al entrechocar, gemidos de dolor... De pronto se hizo un silencio sepulcral, su agotada mente creyó que por fin todo había acabado, que estaba muerta y aquel silencio era la prueba de ello. Ahora podría descansar. Un hombre vestido de negro apareció en mitad de la batalla montado a caballo. Desenvainó su espada y la alzó por encima de su cabeza sin apartar sus profundos ojos azules de la Bestia, retándola a un duelo a muerte. La lucha se paralizó, la aparición de aquel jinete había sido tan repentina que sorprendió a todos los presentes. La Bestia lanzó al aire una risa cínica y cruel.

- Tú humano – le dijo al jinete - ¿te atreves a retarme? ¿A mí? ¿El señor del lago de los muertos?. – El hombre asintió con la cabeza manteniendo el gesto amenazante como única respuesta.

La Bestia se sintió atraída por aquel reto, la mujer aún permanecía con vida

pero no duraría mucho tiempo. ¿Por qué no – se preguntó – disfrutar de una buena pelea antes de acabar con la mujer y yacer de nuevo bajo el pantano?

- Acepto el desafío. Aunque dudo que me lleve más de unos pocos segundos acabar contigo, humano.

Dicho esto le lanzó una bola de energía para derribarle del caballo. La

esfera luminosa rodeó al jinete y se estrelló contra las aguas enlodadas, la Bestia se enfureció por haber fallado y cargó con todo el peso de su cuerpo contra el humano que, en aquellos momentos desmontaba del caballo. La espada del hombre chocó con las poderosas garras de la criatura seccionando una considerable parte de las mismas. La Bestia estaba cada vez más enfurecida, jamás en toda su existencia nadie se había atrevido a causarle el menor daño y aún menos lo había logrado.

Navar sentía el poder recorrer su cuerpo, era la sangre que fluía por sus venas, los latidos de su corazón impulsándola, el aire que respiraba y que emanaba de él. La lucha era cada vez más violenta, la criatura a la que se enfrentaba tenía el rostro deformado de tal modo por la ira, que le hacía más horrendo si cabía. Parecía que llevaran una eternidad peleando el uno contra el otro, el resto del mundo se había borrado para ellos, todo estaba nivelado y ninguno tomaba ventaja sobre el otro. Sin embargo, uno de ellos aún no había mostrado su verdadero poder.

Glenthal estuvo observando a ambos contendientes durante un buen rato hasta que sus ojos se desviaron hacia el lugar en que reposaba la daga. A un orden suya sus hombres y los aldeanos de Barat Duin, reiniciaron la batalla, de este modo Glenthal se hizo con la daga ceremonial sin problemas gracias a la aparición de aquel misterioso hombre. Observó durante un instante el cuerpo inerte de la princesa y pasó los dedos sobre su frente para retirarle el cabello que ocultaba su

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hermoso rostro pálido ahora y cubierto del rojo líquido. Uno de los sacerdotes pájaro corrió hasta él con un garrote puntiagudo en sus manos, el caballero de la Marca depositó la daga de nuevo en el altar y le hizo frente sin problemas. Al igual que hizo con un rubicundo enano que pretendía degollar a la princesa y poner a salvo así a la Bestia. Con la princesa muerta la Bestia volvería a su sueño en el pantano, su misión estaría cumplida y permanecería a salvo de quienes trataban de destruirlo.

Al fin pudo recuperar el arma tras posicionarse varios de los suyos junto a él para protegerle mientras llevaba a cabo la labor para la que se había estado preparando desde niño. Glenthal di Astrid, descendiente de una de las ramas de la casa de Astrid, alzó la daga sobre su cabeza e invocó a la tormenta lanzando polvo de plata al cielo nocturno y tras esto recitó el conjuro.

“Sangre de Barat Duin, Esencia de la Bestia,

Relámpago, trueno, tormenta. Del fango provienes y al fango te conmino a volver

Libera a este páramo de tu presencia Que el daño causado sea al fin pagado

Te lo mando” Glenthal concluyó el conjuro clavando la daga en la tierra lodosa, los relámpagos resonaron en el aire, la lluvia arreció y las aguas del lago se agitaron como olas en un mar embravecido, sin embargo el hechizo no parecía surtir el efecto deseado. Glenthal lo repitió una vez más. Llevaban siglos buscando aquellos versículos, los únicos capaces de destruir lo que el hechicero había creado, estaban seguros de haberlos encontrado, provenían del libro de conjuros del mago, no podía estar equivocado pero, entonces, ¿por qué no había funcionado?

- La daga – gritó Navar – lánzamela.

Glenthal se quedó observando al general sin saber muy bien que hacer, estaba confuso, se sentía derrotado, tanta preparación para nada. Navar insistió al tiempo que lanzaba a la Bestia por los aires con un movimiento de la mano que le requirió un gran esfuerzo. Podía sentir como Koreen iba abandonando aquel mundo, no le quedaba mucho tiempo de vida, sentía su esencia alejándose de él. No había tiempo, debía acabar con la criatura y salvar a Koreen pero para ello necesitaba la daga que Glenthal había terminado de consagrar. De algún modo el hechizo acudió a sus labios, sabía exactamente lo que tenía que hacer.

Al fin el caballero de la marca se decidió, nada tenía que perder ahora, lanzó la daga al general con toda la fuerza de que fue capaz, Navar saltó en el momento adecuado y la tomó con la mano interponiéndola entre él y la Bestia. Esta se lanzó contra él sin pensarlo y le derribó. Navar sintió ceder sus costillas bajo el peso de la criatura y emitió un gemido de dolor. La Bestia apresaba sus brazos bajo el peso de su cuerpo y, con las garras libres, aprovechó para golpear al general con todas sus fuerzas. Su visión comenzaba a nublarse, dejaba de sentir los golpes que le propinaban estuvo a punto de darse por vencido, no podía respirar, ni moverse y casi no podía pensar. La esencia de Koreen brillando sobre él alejándose en dirección a las estrellas le dio la fuerza que le faltaba. Invocó todo el poder de que fue capaz, lo sintió recorrer su cuerpo como una extraña fuerza que

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le calentaba la sangre, abrió los ojos y al hacerlo la Bestia salió despedida por los aires, Navar se puso en pie lentamente sintiendo como la magia le poseía y aún así era totalmente capaz de controlarla, la daga yacía medio enterrada en el fango, con un gesto de su mano ascendió hasta él y con una mirada la dirigió a toda velocidad hasta que se incrustó en el pecho de la Bestia. Esta sintió un dolor tan atroz que le dejó sin respiración. El daño causado durante sus largos siglos de existencia parecía estar siéndole devuelto. Fue tan atroz que lo único que quedó de la criatura, al estallar el último relámpago de la tormenta, fueron sus huellas en el fango. La Bestia había muerto y esta vez sería para siempre.

Navar sintió el poder alejarse de él, quizá para siempre, eso ya no le preocupaba. Se sintió humano de nuevo y su primer pensamiento fue para Koreen, corrió hasta ella apartando a los hombres de la Marca de su camino. Soltó las cadenas que amarraban sus miembros y la tomó en sus brazos cubriéndola con su cuerpo. Le tomó el pulso, apenas si podía notarlo latiendo bajo la piel de su cuello. La alzó con las fuerzas que le quedaban, la subió al caballo y, tras montar tras ella, partió al galope hacia Barat Duin, seguido de cerca por los aldeanos que habían luchado a su lado y por los hombres de la Marca. Los pocos sacerdotes y orcos que quedaban en pie se dispersaron al ver destruido el objeto de su veneración, nadie tendría poder para volver a despertar criatura semejante de nuevo. Ahora estaban a salvo. Capítulo XIII. El final de la pesadilla.

- Koreen, Koreen – una voz la llamaba, era una voz de mujer.

Koreen no quería despertar, no quería saber nada del mundo, sólo quería descansar por toda la eternidad en paz, como quién duerme un placentero sueño. Pero la voz insistía y, para colmo de males, la amenazaba con una hiriente luz azulada que atravesaba sus párpados cerrados.

- Koreen tienes que volver, cariño – insistía la voz – aún no es tiempo para

esto. Te necesitan Koreen.

Aquella voz se estaba pasando de la raya, ¿por qué no podía simplemente dejarla tranquila? ¿Es que no había sufrido ya bastante? Por otro lado, el timbre de la voz le resultaba terriblemente familiar, tanto que empezó a sentir curiosidad y abrió un ojo. La luz la cegaba casi por completo así que se vio obligada a mover un brazo y usarlo para cubrirse de la luz. Después abrió otro ojo y por fin enderezó el cuerpo y se sentó sobre el suelo que no era tal. No sabía dónde estaba y la verdad es que no le importaba demasiado, tan solo quería saber quien osaba molestarla en su descanso eterno.

Una mujer de cabellos cobrizos y rizados como los suyos la observaba con una dulce sonrisa en el rostro. Su mirada era tranquilizadora y la hizo sentir segura en su presencia.

- Yo te conozco – le dijo Koreen. - Así es, hija mía.

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Koreen abrió mucho los ojos al reconocer a la mujer y se lanzó a sus brazos entre un mar de lágrimas. Su madre siempre la había hecho sentir segura y querida, la había echado tanto de menos.

- Se han acabado las pesadillas para ti Koreen – le dijo su madre sin dejar

de abrazarla – ya no temerás a la noche porque no vas a estar sola. Alguien te está esperando impaciente y debes volver, tu tiempo aún no ha llegado.

Koreen miró a su madre con la comprensión reflejada en sus ojos, asintió

con la cabeza y volvió a abrazarse a ella. - Te quiero mamá – le dijo secando sus lágrimas. - Lo sé cariño, lo sé. Ahora ve, se hace tarde. - Ojalá papá pudiera verte, te ha extrañado tanto. A veces pienso que

hubiera deseado marchar contigo. – su madre sonrió - Tu anciano padre no es capaz de vivir sin mí ¿eh? Ya no le haré esperar

mucho. Su tiempo se acaba y el tuyo empieza, no debes tener miedo. Ahora ve, ve Koreen, vuelve...

La voz de su madre se disipó en una espesa niebla que dejó paso a sonidos

nuevos, los pájaros daban la bienvenida al amanecer, y voces masculinas hablaban cerca de ella. Abrió los ojos y enseguida reconoció el lugar, era su dormitorio en Barat Duin. Navar y el rey se hallaban junto a ella. Galard también estaba allí. Koreen se alegró de verles a todos. Había vuelto a casa, la maldición había sido vencida y ahora todo sería diferente. Capítulo XIV. Aclaraciones y un final feliz.

- ¿Así que Glenthal ha resultado ser nuestro primo desaparecido? – inquirió la princesa que, ya restablecida del todo, jugueteaba con un racimo de uvas sentada a la mesa y rodeada de los suyos.

- Nuestra rama de la familia proviene del descendiente de Gladis que creó el primer conjuro para acabar con la criatura – comentó Glenthal – desde entonces nuestra misión ha sido encontrar los libros del hechicero y buscar el modo de destruirle por completo. Lo que ignorábamos es que el ritual requiriera de la participación de otro hechicero.

- Y de un gesto de amor – concluyó Koreen – fue el amor del hechicero por Gladis lo que le llevó a crear a la Bestia y un acto de amor el que ha llevado a destruirla. Ahora podremos descansar en paz. Y espero, primo, decidáis instalaros de nuevo en la ciudad. Barat Duin siempre será vuestro hogar.

El caballero de la marca sonrió ante las palabras de su prima, agradecido. - ¿Y Cyrus? – inquirió la joven – ¿se sabe algo de él? - Ese endemoniado mago pagó cara su osadía – saltó Galard con el ceño

fruncido, como hechicero real que otro de su estirpe tratase de hacer daño a su querida protegida hería su orgullo – poco después de

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despertar a la criatura su segundo al mando se reveló y acabó con su vida. Nunca debió aliarse con los ogros, no son de fiar.

- Al parecer la paz ha sido restituida al reino – era el rey quien hablaba ahora. Aliviado al saber que su hija estaba a salvo e inmensamente feliz por saber que permanecería poco tiempo lejos de su amada esposa, no había cesado de sonreír y mostrar su alegría, desde que la joven despertara.

- Padre – la princesa había esperado varios días para plantear una cuestión que la tenía seriamente preocupada, pero creyó que había llegado el momento de hacerlo – quisiera hablar contigo sobre Navar – la voz le temblaba. Después de lo que el general había hecho por ella no soportaba la idea de que fuera exiliado y alejado de ella.

- ¿El general Navar? – inquirió su padre - ¿qué le ocurre? – el rey sabía perfectamente las dudas que atormentaban a su hija, pero era un anciano y no podía evitar disfrutar viendo sufrir a los jóvenes enamorados.

- Le amo – soltó Koreen sin pensarlo dos veces – Más de lo que podría amar a nadie en el mundo. Sé que no se nos permite casarnos, pero padre, él me salvó la vida, el poder de su padre se manifestó en él y lo controló sin problemas, no supone una amenaza, no hay razón...

- Está bien, está bien – la interrumpió su padre al borde de la carcajada – mi querida niña, cuándo le impuse la misión de protegerte y alejarte de aquí él sabía que cuando todo esto acabara sería exiliado de Barat Duin.

- Pero padre.. - Déjame acabar. Como has dicho, ha demostrado ampliamente que no

supone un peligro para nosotros. Meliss así me lo ha repetido cientos de veces desde que me dio aviso de tu captura y yo así lo he comprobado. De hecho me he permitido el lujo de organizar la ceremonia – Koreen no estaba segura de haber entendido esto último y sintió como su corazón se detenía a la espera de lo que pudiera significar aquello. – Os casaréis Koreen, no será exiliado, el pueblo está conforme tras su demostración del amor que siente por ti y su capacidad de controlar el poder. Tenéis mi bendición – concluyó reafirmando así su decisión.

Koreen no cabía en sí de gozo, abrazó a su padre con todas sus fuerzas y lo

llenó de besos como una chiquilla, antes de salir corriendo de la sala en busca de su prometido. Cuando lo encontró, se hallaba reorganizando los turnos de guardia y no pudo contenerse, se abrazó a su cuello y lo besó con auténtica pasión delante de sus subordinados que observaban la escena con miradas cómplices. La joven susurró la noticia a su asombrado amante al oído, quedó tan sorprendido que apunto estuvo de dejar caer los documentos que sostenía en la mano y caer él mismo al suelo. Pero en lugar de ello, alzó a su amada en volandas y la hizo dar vueltas hasta que al fin la sostuvo pegada a él y le devolvió el beso. Ya no tenían que esconderse, este simple motivo fue suficiente para que Alexander disfrutara aquel beso como si fuera el primero, porque para él significaba el primer beso de su nueva vida, una vida con Koreen, con una familia que lo aceptaba. Había encontrado su lugar en el mundo después de tantos años.

La boda se celebró por todo lo alto, los principales reinos del continente fueron invitados al enlace y de este modo la leyenda del hijo del hechicero oscuro cayó en el olvido. La ceremonia fue sencilla pero solemne y la fiesta que se sucedió

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después parecía no terminarse nunca. Damon, que a duras penas había sobrevivido al brutal ataque de los orcos, había ascendido a general del ejército convirtiéndose en la mano derecha de Navar, disfrutaba aquellos momentos bailando con la joven Meliss, que había pasado a convertirse en dama de compañía de la futura reina. Ethiem estaba henchido de orgullo y no dejaba pasar la oportunidad de relatar, a quien quisiera escuchar, las hazañas de su yerno y de cómo rescató a su adorada hija, que aquel día resplandecía con una belleza que sólo podían lucir las novias el día de su boda. El vestido de color claro con encajes, entallado en la cintura, arrastraba por el suelo y se ceñía perfectamente a su esbelta figura. Alexander no pudo apartar la vista de ella en todo el día, cuando estaban separados la buscaba con la mirada y no se quedaba tranquilo hasta que la encontraba. Por eso la pareja no fue capaz de quedarse hasta el fin de la fiesta y se retiraron mucho antes a sus aposentos.

El dormitorio nupcial había sido ricamente decorado y engalanado para la ocasión. Pétalos de flores adornaban las sábanas blancas y multitud de velas y candelabros iluminaban la sala dándole un aspecto cálido y acogedor. Los regalos se acumulaban en una sala contigua, plata, sábanas, varias cunas para el futuro heredero o heredera, ropita de bebé de varias tallas y colores, adornos para las habitaciones principales e incluso algún que otro papiro con la firma de una nueva alianza entre reinos.

Koreen se retiró un momento a una pequeña habitación junto a la nupcial tras guiñarle un ojo juguetón a su amante esposo. No podía creer que lo fuera, poder llamarle esposo era lo que más había ansiado desde que le conoció y por fin sus sueños se realizaban. Cuando regresó, Navar la esperaba recostado bajo las sábanas con una luminosa sonrisa en su rostro y sus ojos azules. Koreen se desprendió de la bata de fina tela y dejó al descubierto un elegante camisón de delicado raso. Navar la miraba embobado por la belleza de la joven y la recibió presto entre sus poderosos brazos. La mujer se sentía protegida junto a él y no pudo reprimir plantarle un tierno beso en los labios que fue rápidamente correspondido.

Las palabras sobraban, ambos sabían lo mucho que se amaban y aquella noche sería la culminación de tantos sufrimientos pasados por su amor. La vida les deparaba alegrías que vivir y aquella noche sólo era el comienzo. El amanecer les sorprendió abrazados bajo las sábanas, aquella noche habían hecho algo más que amarse, habían creado vida. Su hija nació nueve meses después, libre de maldiciones pero no de una próspera vida llena de sorpresas agradables. El rey murió poco después del nacimiento de su nieta, su muerte fue celebrada con alegría como él había deseado. Koreen sabía que sus padres estarían juntos y esto la llenaba de gozo al saber de su felicidad.

Y ya no hubo nadie más a quien temer. Su hija se llamó Eleissar en recuerdo a la madre de Navar asesinada por el hechicero años atrás.

Fin.