la iglesia cvii

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La Iglesia, Misterio de comunión entre nosotros (Unidad) 1- El ser de la Iglesia: Misterio (sacramento) de Comunión (Pueblo de Dios) 1.1 El ser de la Iglesia, sacramento histórico de liberación La categoría sacramento, aplicada a la Iglesia, si bien aparece en algunas tendencias renovadoras de la eclesiología del siglo XIX, tiene en los tiempos precedentes al Vaticano II su lugar de desarrollo. No obstante se ha de señalar que la sacramentalidad de la Iglesia ya aparece en las reflexiones de los Padres, en la Liturgia y en los teólogos medievales. La teología actual ha hablado de Cristo como el «sacramento primordial» y de la Iglesia como «sacramento de salvación». La palabra sacramentum, traduce el griego Y en este sentido el Concilio habla de la Iglesia «como» «sacramento» (sacramentum) en el contexto de «El Misterio de la Iglesia». Dando a entender así, que la Iglesia tiene su origen en el Misterio de Cristo. Añadiendo, a su vez, que la Iglesia es por lo mismo, “signo e instrumento” de gracia divina. La Iglesia, por lo tanto, ha de ser captada en la fe en Cristo, como una realidad visible e histórica que contiene y realiza la realidad divina que en ella reside, valga aclararlo, a modo de . Este «misterio», implica una íntima unión con Dios y unidad de toda la humanidad, en Cristo. Esto es importante porque aquí radica el giro dado por el Concilio que reubica a la eclesiología en su justo centro: el cristológico pero, a su vez, en el horizonte del misterio Trinitario (LG 2-4). Definir el ser de la Iglesia «como un sacramento» «en Cristo», y especificando que lo es en cuanto y en tanto obra y

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Page 1: La Iglesia CVII

La Iglesia, Misterio de comunión entre nosotros (Unidad)

1- El ser de la Iglesia: Misterio (sacramento) de Comunión (Pueblo de Dios)

1.1 El ser de la Iglesia, sacramento histórico de liberación

La categoría sacramento, aplicada a la Iglesia, si bien aparece en algunas tendencias

renovadoras de la eclesiología del siglo XIX, tiene en los tiempos precedentes al Vaticano II su

lugar de desarrollo. No obstante se ha de señalar que la sacramentalidad de la Iglesia ya aparece

en las reflexiones de los Padres, en la Liturgia y en los teólogos medievales.

La teología actual ha hablado de Cristo como el «sacramento primordial» y de la Iglesia

como «sacramento de salvación». La palabra sacramentum, traduce el griego Y en

este sentido el Concilio habla de la Iglesia «como» «sacramento» (sacramentum) en el contexto

de «El Misterio de la Iglesia». Dando a entender así, que la Iglesia tiene su origen en el Misterio

de Cristo. Añadiendo, a su vez, que la Iglesia es por lo mismo, “signo e instrumento” de gracia

divina. La Iglesia, por lo tanto, ha de ser captada en la fe en Cristo, como una realidad visible e

histórica que contiene y realiza la realidad divina que en ella reside, valga aclararlo, a modo de

. Este «misterio», implica una íntima unión con Dios y unidad de toda la humanidad,

en Cristo. Esto es importante porque aquí radica el giro dado por el Concilio que reubica a la

eclesiología en su justo centro: el cristológico pero, a su vez, en el horizonte del misterio

Trinitario (LG 2-4).

Definir el ser de la Iglesia «como un sacramento» «en Cristo», y especificando que lo es

en cuanto y en tanto obra y significa la salvación, «en Cristo», no deja de ser una descripción

funcional de la misma, colocando en primer plano no su ser en sí sino su referencia al hecho de

la salvación. La Iglesia existe en función de hacer presente de modo explícito el evento salvífico

de Jesucristo, y ha de hacerlo en la historia. Ello la convierte en «sacramento histórico de

salvación» (LG 9c; 8; 5).

En este último acento radica la gran novedad del Concilio, y sobre todo de la época pos-

conciliar. Novedad que la reflexión teológica ha de profundizar. Cómo en esta historia la Iglesia

ha de configurarse históricamente, como sacramento de salvación. Dicha configuración

histórica no podrá tener otra clave de concreción que la misma que tuvo Jesús. Esto es, Jesús se

incorporó en nuestra historia por un movimiento de abajamiento y solidaridad (movimiento

kenótico) que lo llevó a aportar salvación a los que sufren y desde ellos inaugurar un tiempo de

gracia salvadora para toda la humanidad, «Así también la Iglesia» en LG 8.

Dentro de este marco argumentativo, la Iglesia podrá evitar dos extremos: desviar la

salvación fuera de ella (a un Dios absolutamente trascendente que nada tiene que ver con la

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historia o en un Reino sólo consumado escatológicamente) o centrarla en ella como si ella

misma fuera la única portadora de salvación, como si ella y Cristo y el Reino por él anunciado e

inaugurado se identificaran totalmente y acabadamente. No, ella es una mediación, esencial sí,

pero no única ni la más esencial, es una actualización sacramental de un misterio de salvación

que, a su vez, la desborda y supera ampliamente. Ella lo es sólo y en la medida que conserve en

todos sus ámbitos su carácter de «signo» e «instrumento».

La Iglesia para poder mantener esta referencia sacramental ha de estar referida en

fidelidad a la sacramentalidad del Pueblo de Dios, como ya quedó visto.

2- La Única Iglesia de Cristo ¿una «koinonía» de Iglesias cristianas?

La unidad y la unicidad de la Iglesia tienen su base en la unidad y unicidad del Dios -

Trino; «un solo Dios, Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» Ef 4,6. Dicha

unidad se percibe como realidad histórica en aquellos medios dados por Jesucristo a su Iglesia:

una sola fe, un solo bautismo, una sola eucaristía, un solo Espíritu. Esta unidad, es

fundamentalmente un don del Padre (Cf. Jn 17).

La unidad es el gran proyecto de Dios para la humanidad y que su Iglesia ha de realizar

en la historia (UR 2; 4; GS 42; 92). La Iglesia está llamada a ser instrumento y fermento de

comunión en el corazón de la historia de nuestro mundo para que los hombres entren en

intimidad con el verdadero Dios de la historia. Como hemos visto, ella es sacramentum

unitatis.

Ahora bien, la Iglesia no sólo es y debe ser una, sino también única. Aquí se abre el

problema del ecumenismo: ¿podremos llegar a hablar de la única Iglesia de Cristo y a la vez de

varias iglesias cristianas existentes en esta historia?

2.1 La única Iglesia de Cristo “subsiste” en la Iglesia católica

Veamos para comenzar los siguientes textos del Concilio, que hablan bastante por sí

mismos:

Esta es la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica. Nuestro Salvador, después de su resurrección, la entregó a Pedro para que la pastoreara (cf. Jn 21,17). Le encargó a él y a los demás Apóstoles que la extendieran y gobernaran (cf. Mt 28,28ss.) y la erigió para siempre como columna y fundamento de la verdad (1 Tm 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los demás obispos en comunión con él. Sin duda, fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica (LG 8b. Negrilla Ntra.).

Además de los elementos o bienes que conjuntamente edifican y dan vida a la propia Iglesia, se pueden encontrar algunos, más aún, muchísimos y muy valiosos, fuera del recinto visible de la Iglesia católica: la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y otros dones interiores del Espíritu Santo, y los elementos visibles; todas estas realidades, que proceden de Cristo y conducen a El, pertenecen, por derecho, a la única Iglesia de Cristo....Por tanto, las

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mismas Iglesias y Comunidades separadas, aunque creemos padecen deficiencias, de ninguna manera carecen de significación y peso en el misterio de la salvación. Porque el Espíritu de Cristo no rehusa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica (UR 3b.d. Negrilla Ntra.)

De los que podemos sintetizar lo que sigue:

La Iglesia de Cristo: es la Iglesia histórica que encontramos en los relatos del NT y que

desde los comienzos hasta hoy la encontramos existiendo en la Iglesia católica, la única

gobernada por el sucesor de Pedro y los obispos en comunión con él. Esto se indica con el

subsiste; no hay una identificación total (por eso no se dice ya “es”), pero en ella

indefectiblemente se la encuentra.

Se reconoce a las otras Iglesias y Comunidades eclesiales un estamento teológico y salvífico:

son “instrumentos de salvación” (salutis media).

La relación mutua ha de ser de Comunión (koinonía). La koinonía, se la entiende en tanto

participación en los “bienes comunes” de la salvación, es como una coparticipación en el

mismo Espíritu.

La verdadera unidad la constituye la comunión con el Dios uno y único. La unidad

eclesial ha de ser vivida en este sentido (por estar al servicio del mismo) como un proceso que

va dejando lugar al proyecto de Dios entre las deficiencias e insuficiencias de toda concreción

humana enmarcada en las claves de conversión y fidelidad.

2.2 La Iglesia, comunión de comuniones

En nuestro momento histórico, hemos podido ver cómo a lo largo del «siglo de

la Iglesia» la identidad de Iglesia se ha ido forjando entre las vicisitudes de la historia y las

suyas propias. En general se podría sintetizar el camino realizado como una búsqueda por

armonizar dos aspectos claramente emergentes en la vida y en la reflexión de la Iglesia a lo

largo de toda su historia, y de modo particular en el siglo pasado. Nos referimos, por un lado

al aspecto sacramental y místico, y por otro, al aspecto social y jurídico. Las aguas divisorias,

entre oriente y occidente, y entre la reforma y la contrarreforma, pasan, más allá de los

matices particulares, por allí.

Dentro de este contexto, y dependiendo de él, es dónde hay que comprender un tema

que está a la base de la búsqueda de la «unidad católica», de una Iglesia, comunión de

comuniones. Nos referimos a la relación entre la Iglesia local/particular y la Iglesia

universal. Relación que está en estrecha vinculación con la relación entre el episcopado y el

primado papal.

2.2.1 La Relación particular/universal en el Vaticano II

Page 4: La Iglesia CVII

Consideraremos los textos principales del Concilio, siendo oportuno transcribir aquí

los párrafos más importantes:

[Las Iglesias particulares] formadas a imagen de la Iglesia universal. En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única (LG 23a).

La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la apaciente con la colaboración de su presbiterio. Así, unida a su pastor, que la reúne en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular. En ella está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica (CD 11a).

Parece claro que para el Concilio la única Iglesia de Cristo realiza su eclesialidad bajo

la forma de lo que se da en llamar Iglesias particulares dentro de las cuales aparece como un

modo primario la diócesis, donde la única Iglesia de Cristo se hace presente. Y ello es así

porque la diócesis es portadora de los elementos estructurales básicos de la eclesialidad legada

por Cristo, esto es, un pastor que lo representa y que en el Espíritu Santo (elementos

estructurales) reúne a los fieles (elemento sustancial) en torno a los dos grandes pilares de la

fe cristiana: el Evangelio, la buena noticia del reino anunciada y testimoniada por Jesús y la

Eucaristía, memorial perpetuo del sacrificio redentor (LG 26) (elementos genéticos).

Otros modos igualmente semejantes a los cuales el Concilio se refiere con el término

de Iglesias particulares son por ejemplo: las Iglesias orientales católicas; las Iglesias

patriarcales. Además, la Iglesia de Cristo se realiza en aquellas Iglesias o comunidades

eclesiales separadas que mantienen una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia

católica (UR 3; 4; 19). También llega el Concilio a reconocer que las comunidades

parroquiales distribuidas localmente «representan a la Iglesia visible establecida por todo el

mundo» (SC 42; CD 30; AA 10), de allí que «en todas las legítimas comunidades locales de

fieles, unidas a sus pastores» «aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan

dispersas, está presente Cristo, quien con su poder constituye a la Iglesia una, santa, católica y

apostólica» (LG 26a; 28d; PO 5c; 6d; AG 15b.d; AA 30c). Como vemos es la presencia de

Cristo quien hace presente las propiedades de la Iglesia única en cada Iglesia.

Podríamos decir que para el Concilio la Iglesia particular es aquella porción del

Pueblo de Dios que ha sido encomendada al cuidado pastoral de un obispo (o patriarca) y toda

agrupación que a ella se asemeje. Lo mismo con la Iglesia local que puede referirse a la

diócesis como lugar donde se dan «las legítimas comunidades locales de fieles» (LG 26a) o

simplemente referirse como vimos a «comunidad local de fieles», pudiendo ser la parroquia

(SC 42; CD 30a; AA 30c) u otro tipo de comunidad (LG 28b.d; PO 5c; AG 15b.d).

Page 5: La Iglesia CVII

La «Iglesia particular» es vista entonces como una «porción» de la «Iglesia universal»,

llevando en sí su imagen, y ésta, a su vez, es comprendida como un «cuerpo de Iglesias» (LG

23b; AG 20a.h).

El Concilio habla en términos de manifestación, de la Iglesia universal en la particular,

siendo así que ésta lleva verdaderamente en sí, como recién señalábamos, la imagen de

aquella. De modo que la Iglesia particular no agotaría la totalidad de lo que abarca la

universal aun cuando manifieste sus elementos esenciales. Por lo que es ella una

manifestación verdadera y plena pero no, total. Por otro lado, pareciera concedérsele a la

Iglesia universal una cierta prioridad sobre la Iglesia particular, al menos una prioridad lógica,

en el sentido que aquella aparecería como la realidad primera de la que la segunda es imagen.

Esto es, que el Concilio aun cuando refiere primariamente a la Iglesia universal todo aquello

que le compete como tal al misterio de la Iglesia querida por Cristo deja del mismo modo muy

claro que una tal realidad se expresa en y desde la realidad de la Iglesia particular.

Se podría concluir que el Concilio, sin decirlo, supone una mutua determinación de ambas

realidades, o mejor dicho, las describe más bien como dos aspectos de una misma realidad, o

sea, existe la Iglesia de Cristo, una y única, y existe como universal y particular al mismo

tiempo, aspectos estos que determinan a aquella en sus contenidos tanto teológicos como

jurídicos.

Como puede observarse el Concilio no ha presentado una elaboración acabada de la

Iglesia particular, sin embargo, hay que reconocer que un aporte significativo ha sido poner de

relieve la importancia de la misma y haber dado de ella la clave síntesis para ulteriores

comprensiones, esto es, haberla presentado sin más como la realización en un lugar del

misterio de la Iglesia una y única. Tampoco encontramos en el Concilio una definición exacta

de la Iglesia universal en cuanto tal. Podemos entender por el conjunto de las afirmaciones y

según aquello que venimos diciendo, que se la entiende como la comunión universal de todo

el pueblo de Dios con sus legítimos pastores, entre los cuales es importante resaltar el lugar

del obispo de Roma juntamente con el colegio de todos los demás obispos extendidos por

todo el orbe (LG 9; 13; 17; 22b; CD 10a; 23b; OT 2e; PG 11b; AG 26b).

2.2.2 La Iglesia y las Iglesias en el Nuevo Testamento

El testimonio del Nuevo Testamento refiere que lo primero ha sido «la Iglesia»

gestada por Jesús al llamar a los apóstoles y hacerse junto a ellos de todo un grupo de

discípulas y discípulos, los cuales luego de la dispersión que causara el hecho de la muerte del

Maestro volverían a reunirse y allí por obra del Espíritu Santo darían continuidad a lo que

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Jesús había iniciado. Ahora bien, si este dato, por un lado, habría de reforzar una primera

conciencia unitaria en aquellos primeros testigos de la vida, muerte y resurrección de Jesús,

por otro lado, ya contenía dos elementos nucleares de la futura Iglesia, esto es, la impronta

local y universal.

Los escritos neotestamentarios son ya reflejo de dicha realidad en acto, son testigos de la

realidad unitaria del nuevo pueblo escatológico que estableciendo su unidad sobre «el

fundamento de los Apóstoles y profetas» (Ef 2,20) se ha enriquecido con un crecimiento

rápido y expansivo abarcando a judíos y paganos llamados a formar parte de esta nueva

alianza (ver: Hch 2,41-47; 4,4; 5,14; 6,7; 9,31-32; 11,19-26). Así entonces tenemos que a

pocos años del acontecimiento pascual de Cristo «su Iglesia» está conformada por «Iglesias»

(Jerusalén; Tesalónica; Corinto, Éfeso; etc.; Ver Hch 15; Rom 16,4; 2Cor 8,23.24; 11,8;

12,13; 1Cor 16,1.19; Gál 1,2.22; Hb 3,1; 6,10; 13,24; Ap 1,4.11.20.23).

Es principalmente el testimonio Paulino el que pone de manifiesto dicha realidad

mostrando como en la diversidad de las comunidades locales se conserva la unidad que les

viene por el mensaje recibido y los dones que el mismo Espíritu da a todos. Los saludos de

Pablo expresan con claridad su concepción de que es «la Iglesia de Dios» que está «en

Corinto» y que los hermanos que la componen están en comunión con otros hermanos que

tienen sus comunidades locales propias, pues todos y cada uno están «llamados a ser santos,

con todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo en todo lugar» (1Cor 1,2).

Sin utilizar el lenguaje de universal y particular/local la comunidad primitiva forjó una

conciencia de lo que entendieron había sido el encargo del Maestro sobre «su Ek-klesia»1. Por

ello se consideraron los kletoi “los llamados” (Rom 1,6-7; 1Cor 7,22; etc.), los eklektoi “los

elegidos” (Rom 16,13; Col 3, 12; Tit 1,1; 1Pe 2,9), entre otras denominaciones. Ellos se

fueron descubriendo empeñados en formar parte de la Ekklesia tou Theou «Iglesia de Dios»

(Gal 1,13; 1Cor 15,9; Fil 3,6), que habiendo nacido como comunidad madre en Jerusalén se

fue extendiendo y dando origen a otras comunidades en lugares diversos (1Tes 2,14; 1Cor

1,2; 10,32; 11,16.22; 2Cor 1,1; 1Tim 3,5; etc.) donde cada una de ellas tenía la misma

conciencia de ser la «Iglesia de Dios» (o «de Cristo» Rom 16,16; 1Tes 1,1; 2Tes 1,1) pues

todas ellas tenían el mismo origen apostólico y se mantenían gracias a reunirse en torno al

1 Nos dice P. Ortíz: «El término [Iglesia] aparece un total de 114 veces en el Nuevo Testamento, este término es usado en singular (Iglesia) 79 veces, y en plural (Iglesias) 35 veces. De estos 114 textos sólo en 3 casos (Hch 19,31.39.40) no tiene sentido religioso, sino que se aplica a la asamblea del pueblo en general (no cristiano). En un caso (Hch 7,38) se refiere a la comunidad del pueblo de Israel. En todos los demás casos (110) se aplica a la comunidad o comunidades cristianas [...] De los 79 casos en que ‘Iglesia’ aparece al singular, unos 46 se refieren a la Iglesia particular, en algunos casos especificada en un nombre geográfico (especialmente en las cartas paulinas y el Apocalipsis) [...] Se puede decir que los 110 textos en que el término ‘Iglesia’ se refiere a la comunidad cristiana, 81 veces se refieren a la Iglesia particular y 29 veces a la Iglesia en general», en «La Iglesia particular según el Nuevo Testamento», Medellín 6 (1980) 321-322.

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banquete del Señor y al alimento de la palabra de Dios que los apóstoles les habían

comunicado (1Cor 11,18.19.34; 14,19.28; etc.). Así desde los inicios, la unidad fundamental

del nuevo pueblo de Dios se conformaba con la rica y legítima diversidad de las Iglesias

locales.

Como ya se señaló, uno de los aspectos más importantes desde los comienzos de la

comunidad cristiana, para manifestar su unidad, estuvo entorno a sus reuniones cultuales.

Dichas reuniones expresaron la convicción de que Jesús en la institución del pan y del vino

compartido había querido “fundar” su Iglesia, cultual y fraterna (1Cor 11,23-26; Mc 14,22-25;

Mt 26,26-29; Lc 22,14-20). Además, desde el comienzo un dato significativo de las mismas

ha sido el reunirse en un determinado lugar (Hch 2,1; 2,44; 2,47). En las asambleas cultuales

no sólo se veía ratificada la comunión local sino que, a su vez, se hacía más clara la

manifestación de los vínculos de eclesialidad con las demás comunidades. Esta será una

praxis que se continuará en los primeros siglos del cristianismo para expresar los lazos de

comunión. Y lo peculiar es que dichas asambleas se componen de «hermanas/os» que van

más allá de los lazos de sangre, raza o condición social (Ef 2,17-22; Gál 3,23-29). La

catolicidad cristiana es eso fundamentalmente, elegidos en Cristo (Ef 1,14) formando una

fraternidad verdaderamente “universal”, una koinonía garantizada por vínculos sólidos de

solidaridad (Hch 2,44.46; 4,32; 5,12; 21, 4.10-13.15; 1Cor 16,1-4; 2Cor 8-9; Rom 15,25-27;

etc.). Una catolicidad que perseverando en los elementos esenciales de la comunión

(«perseveraban en la doctrina de los Apóstoles y en la unión fraterna, en la fracción del pan y

en la oración» Hch 2,42), se iba desvinculando de las practicas mosaicas y se iba abriendo a

las nuevas que provenían de las diversas comunidades (Hch 6,13; 15; Gál 6,10; etc.). Como se

ve el punto de partida está en que todos los cristianos y, por ende, las comunidades por ellos

formadas, tenían su convicción de ser tales en Cristo y ello porque la conformación de la vida

cristiana tenía lugar mediante la adhesión por la fe y el sacramento de la fe, el bautismo («los

que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil personas»,

Hch 2,41; 8,35). El bautismo permite la religación personal con Cristo y, por lo mismo, la

conformación de su cuerpo viviente, la comunidad de los santos, se pasa así a ser miembro de

la familia de Dios (Rom 6,3-4; Rom 1,7; Hch 9,13; Rom 8,29). Y como han sido bautizados

«en un solo Espíritu» están llamados a «formar un solo cuerpo» y a «mantener la unidad del

Espíritu con el vínculo de la Paz» (1Cor 12,13; Ef 4,3-6).

Según lo que venimos exponiendo, tenemos que la comunión eclesial de aquellos

primeros cristianos se iniciaba con la aceptación de la Palabra de Dios mediante la fe, la que a

Page 8: La Iglesia CVII

su vez se hacía visible en el signo sacramental del bautismo y alcanzaba su mayor expresión

en el banquete eucarístico.

Sobre este último aspecto cabe señalar que los textos dejan claro que en aquellos primeros

hermanos el cuerpo eclesial y el cuerpo eucarístico no son más que dos dimensiones de una

misma realidad, Cristo; los signos que se realizan en torno al banquete eucarístico son signos

de una comunión real y muy profunda con Cristo (1Cor 12,27).

Resumiendo, los datos que aporta la experiencia reflejada en los escritos del Nuevo

Testamento nos hacen subrayar que la vida cristiana maduró muy pronto hacia una conciencia

de «unidad católica», muchos pero uno (Cf. 1Cor 12,1-7), unidos aunque diversos y dispersos,

y ello ha sido reconocido desde el inicio como la realización de la Iglesia de Dios. Así pues,

el elemento que la vino a caracterizar ha sido el de una vida de comunión, de koinonía

fraterna donde todas las comunidades eran iguales en referencia a lo esencial, o sea, todos

eran miembros de Cristo y en él eran Iglesia, asamblea de convocados, aunque, a su vez,

estaban diferenciadas dada su importancia en el tiempo como ser la comunidad madre de

Jerusalén al inicio o dadas sus peculiares características, carismáticas y culturales (Cf. 1Cor

7,7). Tres son los elementos entonces esenciales de «la Iglesia» en el Nuevo Testamento:

asamblea, en Cristo, en un lugar; uniendo local y universal en la misma realidad (Cf. Ef 4,1-

5; 11-12).

La Iglesia, misterio de comunión en el espacio

(Catolicidad)

La realidad de la Iglesia ha de ser verificada desde su accionar en la

historia. A la Iglesia, en su naturaleza y desarrollo histórico, debemos verla

desde su misión, desde el para qué del designio divino sobre ella en la

historia y, de ahí que podamos afirmar que todo en ella es misión, no

obstante su sacramentalidad salvadora necesita de ciertas precisiones a la

hora de establecer las implicaciones que este misterio misionero engendra en

su servicio al mundo y en su vida interna. De allí que quisiéramos detenernos

para precisar bien el cometido misionero de la Iglesia, dejar claro sus

fundamentos y establecer criterios y pautas evangelizadoras teniendo en

cuenta el contexto actual en el que nos movemos.

Page 9: La Iglesia CVII

1- Razón primera y última del carácter misionero de la Iglesia

El Concilio Vaticano II marca sin lugar a dudas un gran vuelco en la

visión que la Iglesia tiene de sí, de Dios, de los hombres y mujeres y del

mundo. No ha sido un Concilio de mera ruptura con la tradición precedente.

Aunque sí, de una profunda conciliación superadora. No es pues, tanto un

punto de llegada como sí un punto de partida, por cierto, del todo nuevo. Se

inaugura una “época” nueva.

En torno al tema misionero y ecuménico, el cambio conciliar ha sido

altamente significativo. De una Iglesia que “hace misiones” se pasa a una

Iglesia, por naturaleza, “toda ella misionera”, una “Iglesia Misión”, enviada,

netamente “Apostólica”. Y, si tan Apostólica, también, y aun por lo mismo,

más “Católica”, esto es, en su significado más primigenio: “Universal”,

“Fraternal”, descubriendo que ese es su modo de hacer concreta la

universalidad del cuerpo de Cristo en la historia. El Vaticano II fue una

asamblea “ecuménica” que inició un proceso en el que ya no hay regreso,

nada puede ser desde ahora en más visto, creído, celebrado, fuera de la

búsqueda de unidad “ínter - confesional”. Nadie puede verse a sí mismo

como cristiano sin verse desde los otros hermanos cristianos, y ello no sólo en

lo referente a los temas más ecuménicos, sino en todos los aspectos que

abarque nuestra experiencia cristiana en la historia.

El punto de partida del Misterio Trinitario para explicar el misterio de la

Iglesia según quedó plasmado en la LG, de alguna manera, fue también el

enfoque para otros temas que hacen a la vida de la misma Iglesia. En este

sentido el decreto Ad Gentes que afirma que «la Iglesia peregrinante es, por

naturaleza, misionera» (AG 2a.) señala que la razón fundamental es la misión

trinitaria, pues ella -la naturaleza de la Iglesia- «toma su origen de la misión

del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre».

La Iglesia en su autoconciencia conciliar se supo seguidora de las

huellas de Jesús (LG 8; 5) por lo que su misión «continúa y desarrolla en el

decurso de la historia la misión del propio Cristo» (AG 5b.).

La Iglesia despliega su “actividad misionera” como una manifestación

de su existencia. Ella en cuanto y en tanto «sacramento de salvación» (LG 48;

GS 45; AG 1), se sabe portadora de una significatividad salvífica que debe ser

verificada en su carga histórica y en la medida que su obrar se hace cargo de

Page 10: La Iglesia CVII

esa misma historia para elevarla, salvarla, de modo que el proyecto de Dios -

Padre se lleve adelante.

La «misión salvífica» de la Iglesia (AG 41a.) es, fundamentalmente, de

carácter «sacramental» (AG 3c.; 4; 9b.; LG 48b.); esto es, un signo que el

mismo Dios ha elegido para continuar la obra comenzada por él. De aquí que,

si bien la Iglesia es un misterio relativo, no deja de ser esencial y de ningún

modo prescindible a la hora de entender el plan de salvación. La Iglesia ha

de estar cada vez mejor en medio de la historia ya que para que ésta sea

salvífica hay que obrar en ella la salvación. Y si bien Dios «por caminos

conocidos sólo por Él», puede obrar salvíficamente en el corazón de las

personas y de la historia, la Iglesia ha sido colocada por Él mismo como un

signo inequívoco de esa misma salvación.

Esta recuperación y nueva valoración de que la Iglesia “es” Misión y no

que tan sólo “hace misiones”, en todas partes y ante cualquier realidad, ha

redimensionado todo el planteamiento teológico pastoral de la misma

llevándola a tener que clarificar su propia identidad.

En el Vaticano II, la Iglesia se supo Iglesia Comunión que a modo

analógico de la comunión intratrinitaria, se trata de una comunión

esencialmente misionera, esto es, enviada a crear allá donde esté espacios

de comunión, realidades profundamente fraternales (LG 1). De aquí que no

se trate de dejar de hablar de “misiones”, sino de ubicarlas mejor. Ello ayudó

a superar todo proselitismo y confesionalismo cerrado para dar paso a una

misión más dialogal, ecuménica e inculturada.

Otro cambio obrado por este viraje de perspectiva es que el objetivo

misionero ya no sería simplemente “Salva tu Alma”, es decir, ofrecer la

salvación a individuos sueltos que sumariamente podían pertenecer a la

comunidad de los en vía de salvación ya que el imaginario que sustentaba

esta postura sostenía que salvación sólo la hay en la otra vida y que en esta

Dios no salva, a lo sumo puede “conceder mercedes”. Por el cambio, la

salvación pasará a ser captada como una realidad ofrecida gratuitamente por

Dios teniendo a la Iglesia como a una de sus mejores mediadoras -si bien no

la única-. La Iglesia ya no debía sólo “implantarse” como un bastión, o como

algo que sólo apuntaba hacia lo alto sino como un misterio insertado en

medio de la realidad a salvar. No obstante, hemos de señalar que aquí, como

Page 11: La Iglesia CVII

en otros aspectos, el Concilio da un paso hacia adelante pero quedando algo

aún por superar. El límite se presenta todavía en que la preocupación

misionera es extremadamente “eclesiocéntrica”. Aún latía una preocupación

por el crecimiento numérico de la Iglesia y sus estructuras, y muchas veces el

modo de implantación era más un “trasplante” de una Iglesia occidental y

europea. Así se entiende que en un avanzado pos Concilio surja la temática

de la “Inculturación” con más claridad e insistencia.

Otro elemento que influyó significativamente, ha sido aquel impulso conciliar

por volver a las fuentes del cristianismo, esto es, a una mentalidad más

bíblica, más Patrística, recuperando desde allí los momentos de hondura de la

gran Tradición de la Iglesia. Dicha tarea, ayudó en el campo misional a ver el

contenido de la Misión como un anuncio, una comunicación de la Buena

Nueva más que como una mera transmisión (al menos en un primer

momento) de doctrinas y estructuras eclesiásticas nacidas y crecidas en otros

contextos.

La Iglesia, Misterio de comunión de Dios con nosotros (Santidad)

1- El para qué y el cómo de las estructuras de la Iglesia

Se ha hablado mucho si la Iglesia es más una realidad «espiritual», por tanto más

invisible que visible, que una realidad «terrena», por tanto concretada en estructuras

temporales; se ha hablado así mismo de una Iglesia más fraterna y comunicativa surgida de la

mutua relación entre los fieles en oposición a una «Iglesia oficial» detentadora más de un

poder mundano que representativa del mensaje evangélico traído por Jesús. Ante los

profundos cambios de la conciencia en estos tiempos frente a lo religioso y al modo como se

lo ha de vivir, nos preguntamos seriamente sobre el fundamento teológico de la estructuración

de la Iglesia hoy.

Desde la eclesiología de comunión, vivida en la participación de la común llamada de

Dios a formar parte de su Pueblo y guiados en nuestro peregrinar por el proyecto del Reinado

de Dios, debemos preguntarnos por el alcance de las instituciones que hemos creado, viendo

si son realmente meros elementos sociológicos o si en ellos radica algún elemento de carácter

teológico que justifique su permanencia, a la vez, que avale su continua con-versión, en la

medida que siempre estén a disposición del Reino y no al revés, claro está.

Partamos del hecho que toda comunidad humana ha tenido a lo largo de nuestra historia la

necesidad -histórica- de objetivarse en lo que damos en llamar «instituciones», esto es, en un

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elemento formal, que les permitía una cierta continuidad más allá de las conciencias

individuales y de los avatares de los distintos momentos de su historia. Ello le daba su

profundo valor, o sea, eran como una garantía del consenso comunitario, pero, a su vez,

corrían el peligro de un excesivo formalismo, de modo que su perduración en el tiempo

caminara ya muy al margen de lo que la comunidad estaba realmente necesitando objetivar.

Ahora bien, la Iglesia, en tanto institución histórica, participa de esta misma dinámica,

sociológica si se quiere. El problema a esclarecer radica en otro punto. Nadie discute la

historicidad de lo institucional en la Iglesia, más aún, desde fuera, todo ello parece una

obviedad. El punto en discusión, tal vez radique en los elementos teológicos que limiten y

posibiliten a su vez, una permanencia y un cambio en los elementos institucionales de la

Iglesia. Aquí y a modo de ejemplo nos avocaremos a dos: «carisma-institución» y «servicio-

autoridad».

1.1 Carisma - Institución

Lo primero es descalificar un presupuesto del todo ideológico y falso que identifica

carisma con libertad e institución con perdida de la misma. Los carismas como dones del

Espíritu Santo actúan en las personas y en lo que ellas logran conformar a partir de los

mismos. Digamos que todo carisma, en este sentido, o se instituye o se prostituye, o sea se

degenera. No existe la posibilidad de algún carisma que no cobre cuerpo histórico, que no se

canalice por algún modo institucional. Estos, por ello mismo, están siempre vinculados al

mismo Espíritu que generó un tal carisma. Y por otro lado habrá que ver qué de gracia o de

pecado traen tanto los carismas como las instituciones por ellos fundadas. Eclesialmente

hablando podemos afirmar que, los dones de los miembros son para la comunión del cuerpo y

el cuerpo histórico institucionalizado es para la comunión de los miembros. Cualquier

degeneración de esta clave habrá que leerla como pecado y no como gracia, por lo que será

necesario convertirlas, cambiarlas. Los carismas no son buenos por ser tales, sino por estar al

servicio de la comunión como camino para hacer presente el Reinado de Dios y las

instituciones no son buenas por ser sólo eficaces o perdurar en el tiempo, sino por mantener

vivo el carisma que les dio origen siendo ellas mismas servidoras de la comunión antes dicha.

Siempre se habrá de evitar toda «autosuficiencia» carismático y/o institucional, será

necesario siempre en uno y otro caso mantener la relación dialéctica y complementaria entre

ambos desde un elemento que las penetra y las trasciende a su vez, su servicio histórico al

Reinado de Dios. El Espíritu se vale tanto de los carismas (personales y comunitarios) para

liberar a la Iglesia de su tendencia a ciertos conservadurismos institucionales como también

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de ciertos anarquismos espirituales. Es el fuego y la voz del Espíritu que no hay que extinguir

el que aporta el elemento que dinamiza lo «institucional» y lo «carismático»2.

1.2 Servicio – Autoridad

Hoy se ha hecho común el entender la «autoridad» como «servicio». Pero, justamente

son en estos tiempos cuando han aflorado ciertos autoritarismos, y, tal vez, por lo mismo, una

gran desconfianza y desentendimiento de todo lo que venga de la autoridad en la Iglesia. Más

aún se ha vuelto a entender la autoridad = a la Jerarquía, y a esta, igualada al papa y a los

obispos, como detentadores de un poder que va en contra de la eclesiología de comunión que

tanto se pondera. Este es uno de los temas que nos llevan más de una vez a preguntarnos si la

Iglesia-Comunión es palabra de moda o proyecto histórico, digamos con M. Kehl que «una

Iglesia que se siente teológicamente una comunión, pero no expresa ésta estructuralmente, se

hace sospechosa de querer conformarse con una ideología teológica»3.

Lo primero aquí es también liberarnos de una falsa precomprensión, esto es, que todo

poder es siempre y necesariamente “demoníaco” y que nada tiene que ver con la religión que

por su propia índole estaría inclinada a valores más sublimes y desinteresados. Todo poder,

como toda autoridad pueden ser portadores de pecado o de gracia, habrá que juzgarlos en lo

concreto de la historia y ver en qué medida están o no al servicio del Reinado de Dios; sean

estos contemplados en el marco religioso-eclesial o civil-mundanal.

La Iglesia a lo largo de su historia ha pasado desde un rechazo de todo poder mundano

hasta la sacralización de los mismos. Pero hoy queremos volver a la actitud de Jesús, cuyo

poder y autoridad fueron su servicio, su testimonio y su entrega dejándonos como clave el

saber separar lo que toca al César y lo que toca a Dios (ver: Mc 10, 42-44; Lc 22, 5-27). No

obstante debemos recordar que el Vaticano es un Estado, fuerte y centralizado, que legitima a

otros Estados en la medida que le permiten mantener una ingerencia moral significativa, cada

vez más costosa dado el carácter tan secularizado de nuestro mundo. Un síntoma, muchos

acuden a ver y a escuchar al papa, pero no todos están dispuestos a seguir sus directrices...

La autoridad en la Iglesia ha incorporado a su modelo originario (autoridad

carismática testimonial), otros modelos que no siempre han sido para su beneficio, como ser,

la imagen gerontocrática y extremadamente patriarcal del papado y, por otro lado, ha

asumido el concepto moderno del tipo de autoridad más racional y burocrática (=comisiones,

planificaciones de pastorales, etc.,).

2 Ver: M. KEHL, La Iglesia, 360-372.3 M. KHEL, La Iglesia, 46.

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La salida hay que buscarla en el «Ministerio Pastoral» que le compete a la Iglesia toda.

Esto es, su «servicio» de ser en la historia la presencia viva de Jesús Pastor de sus ovejas,

conduciendo a su rebaño desde el amor y la misericordia, haciéndose cargo de su historia y

cargando con ella; es la autoridad de tipo samaritana la que da a la Iglesia el poder que ella

necesita para enfrentar los distintos embates de la misma historia, tanto interna como externa.

Desde esta perspectiva la Iglesia podrá irse estructurando como una verdadera comunión de

carismas al servicio del Reinado de Dios, sabiendo con profundo discernimiento en cada

momento de la historia cuanto puede o no asumir de los sistemas en vigencia, por ejemplo el

democrático.

2- Comunidad y Ministerios

En este apartado no es nuestra intención realizar una teología sobre los ministerios en

la Iglesia, sino, humilde y simplemente, sentar las bases para una correcta lectura y ubicación

eclesiológica de los mismos según la eclesiología de comunión.

Comencemos por citar un párrafo de la LG que nos traerá luz sobre este tema:

Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios y tienen, por tanto, la verdadera dignidad de cristianos, aspirando al mismo fin, en libertad y orden, lleguen a la salvación (LG 18a., Subr. Ntro.)

De este mismo texto y del espíritu conciliar se desprenden algunos puntos claves que la

eclesiología o una teología de los ministerios no puede eludir:

1- El marco que justifica y da razón de ser a una Comunidad Eclesial y sus Ministros es el

Pueblo de Dios (=LG 9) que, antecede, comprende y supera los límites de lo meramente

eclesial.

2- Los diversos ministerios (ordenados o no) están para el bien del cuerpo eclesial, por lo

que su forma y función nacerán más de una vez de la necesidades que dicho cuerpo tenga y

desde allí se irán institucionalizando.

3- Los ministerios «ordenados sacramentalmente» (= “jerarquía”) están al servicio de

todo el Pueblo de Dios, por lo tanto, no sólo para funciones meramente eclesiales y/o

eclesiásticas; pues no se trata de dejar de lado la potestad sagrada para poder ponerse al

servicio de los demás, sino que se trata de ponerla justamente al “servicio” (= dejarse usar por

Cristo en servicio de otros).

4- La modalidad ministerial, deberá asumir el camino de la libertad y el orden, para lo cual

el ministerio nunca estará sobre la comunidad ni la comunidad sobre el ministerio, sino que

estarán en servicio mutuo y recíproco.

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5- Finalmente, no se ha de olvidar que la razón de ser de la Comunidad con sus

Ministerios, no es otra que hacer presente históricamente la salvación en Jesucristo. De allí

que toda realidad ministerial ha de estar en la comunidad y frente a la comunidad, como signo

real y eficaz (= sacramental) de Jesucristo Presencia Salvadora.

3- La Iglesia, Misterio de comunión se institucionaliza desde y con la santidad

Como ya hemos señalado en su momento la santidad pertenece como la unidad a la

finalidad y vocación suprema de la Iglesia de Dios, es una propiedad que manifiesta por sobre

manera la dimensión pneumatológica haciendo así que la institución eclesial pueda ser templo

del Espíritu Santo, en definitiva un elemento significativo del Espíritu, un «sacramento del

Espíritu».

Ubicar en este contexto la institución, más aún, la institucionalidad integral de la

Iglesia4, nos ayuda a reconocer que todo «Don» es captado siempre «hecho carne», esto es, en

tiempos y parámetros humanos, que sin ocultar ni negar su componente de «misterio» aporta al

mismo la posibilidad real de captar a «Dios entre nosotros».

Contemplaremos pues a este templo del Espíritu desde su propiedad de santidad desde

dos componentes. Un primer componente será la realidad de la Iglesia conformada como

«sancta et purificanda». Un segundo componente, será la realidad de la Iglesia como

conformada por las distintas «piedras vivas» que componen su realidad de templo, o lo que es lo

mismo, desde esas formas de existencia eclesial que son un don de Dios manifestado a través de

la «comunión de los santos» de todos los bautizados, la peculiar respuesta de la vida consagrada

y el ministerio presbiteral.

3.1 La Iglesia «sancta et purificanda»

La realidad de la Iglesia, como realidad creída en Dios, es considerada y, por lo tanto,

confesada como «santa». Esta confesión tiene un claro trasfondo bíblico. Dios es «el solo

santo» (Ap 15,4; Cf. Is 6,3; 10,20). Pero como Dios es un ser en «relación» y como él al entrar

en relación comunica lo que es, las cosas creadas y, especialmente sus criaturas, participan de su

santidad. Así, la escritura puede hablar de una «nación santa», «pueblo santo», «asamblea

santa», «Jerusalén es santa», «los mandamientos santos» (Cf. Ex 19,6; 12,16; Sal 2,6; 5,8;

105,42; etc.). De modo inminente todo ello se encuentra realizado en Cristo por obra del

Espíritu. Así tenemos que el Nuevo Testamento habla de Jesús como «el santo de Dios» (Mc

4 La institucionalidad de la Iglesia puede abarcar, al menos, dos niveles, como ser: una institucionalidad primordial (la que le viene señalada por los datos de la Escritura, la configuración sacramental, la realidad de los carismas y ministerios); una institucionalidad funcional (la que es obra de la Iglesia en su desarrollo a través de la historia).

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1,24; Lc 1,35; 4,34; Jn 1,14; 6,69). Y como él está en el origen del nuevo pueblo de Dios, dicho

pueblo es «templo santo» (Ef 2,21), es «sacerdocio y nación santa» (1P 2,5.9). Los seguidores

de Jesús son «santos» (Hch 9,13.32; Rom 15,26.41; 1Cor 1,1-2; 2Cor 8,4; 13,12; Flp 1,1; 4,21),

son «miembros de la ciudad celestial» (Col 1,12; Ef 2,19).

Ahora bien, nuestro símbolo dice: «Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia…».

Señalemos ante todo lo que puede ser una obviedad, que no se dice: «Creo en una Iglesia de

santos». Pero como veremos quizá se deba aclarar que se está hablando de santidades distintas o

de niveles de santidad distintos. En el primer caso se aplica el concepto de «santa» a la Iglesia

cualificando una propiedad de realidad ontológica; en el segundo caso cualificando una realidad

moral. Pero también en el símbolo profesamos que creemos «en la comunión de los santos», allí

se aplica a la realidad de la Iglesia entera, terrestre y celeste (Cf. LG 49), expresando el

contenido bíblico anteriormente expuesto.

Por otro lado, cabe señalar que nuestra fe se dirige al Espíritu que santifica a la Iglesia;

él es el santo que la hace santa (Cf. LG 4; 7). Ello nos ayuda a entender que nuestra fe proclama

la santidad de la Iglesia más que la santidad en la Iglesia. Lo primero es un don y lo segundo es

fruto de una respuesta libre y madura, que más que creerlo es algo que esperamos y cultivamos

en el ejercicio del amor por el cual la fe se realiza en esta historia. Así también entendemos que

la comunidad es por obra del Espíritu lugar de santificación, en ella y por ella llegamos a ser

«santos e irreprochables en el amor»5.

No menos cierto es que la Iglesia en su peregrinar histórico vive sus propiedades

siempre en devenir. Ella es santa, pero se va haciendo santa. Va respondiendo a la santidad con

mayor o menor fidelidad a su vocación de ser miembro del cuerpo santo de Cristo por el

Espíritu. De allí que desde una perspectiva histórica se agudiza sin duda la exigencia de una

santidad ética: «sean santos porque yo soy santo» (Lev 11,44; 17,1; 1Pe 1,16; 1Jn 3,3). Se va

haciendo santa santificándose y santificando. La Iglesia es canal de santidad, de gracia

abundante. Así la santidad de la Iglesia se ubica entre el bautismo y el cumplimiento

escatológico. Entre el «ya sí» y el «todavía no». Ella es el ya sí de la santidad en medio de los

todavía no que sus pecados y los del mundo presentan y generan. Los todavía no, no la opacan

5 Esta visión es bastante ecuménica, así por ejemplo en el Documento «Iglesia y Justificación», de la comisión católico-luterana, encontramos que se confiesa lo siguiente: «Confesamos unánimemente con el Credo de la antigua Iglesia que la Iglesia es santa. Esta santidad consiste esencialmente en la pertenencia de la Iglesia al Dios Uno y Trino, el ‘solo Santo’ (Cf. Ap 15,4), de quien proviene y hacia el que va… Luteranos y católicos están de acuerdo en concebir la Iglesia como reunión de fieles, de los santos, que vive de la Palabra de Dios y de los sacramentos. Considerada de este modo, la Iglesia es el fruto del obrar salvífico de Dios, comunión de su verdad, de su vida y de su amor», DC, 2101 (02-10-1994) 829 y 833.

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más de lo que la estimulan a crecer, desde la humildad y la verdad que le aporta el ya sí de la

promesa fiel de Dios.

3.2 ¿Indefectiblemente santa, pero imperfecta?

La fe confiesa que la Iglesia, no puede dejar de ser santa (Ecclesia indefectibiliter sancta creditur) (LG 39a.). La Iglesia ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta (vera sanctitate licet imperfecta insignitur) (LG 48c.).

Afirmar la santidad de la Iglesia, es afirmar que ella es el campo de Dios, la casa del

Señor, y que por lo tanto, ella vive de la comunión con el “solo santo”, que le permite entablar

una comunión en las cosas santas (Palabra de Dios, fe, sacramentos). Para vivir esta realidad en

la historia es necesaria la continua purificación (LG 8c.). Veamos tres características de esta

santidad: genuina, indefectible e imperfecta.

a) Genuina: la Iglesia, comunidad de creyentes bautizados está marcada con la santidad de la

consagración como pueblo sacerdotal. Vivan o no los cristianos de acuerdo a su vocación toda

la Iglesia permanece como pueblo consagrado a la obra de Dios, como una «casa espiritual y un

sacerdocio santo». Finalmente señalemos que desde una perspectiva escatológica, es la victoria

de Cristo sobre la muerte y el pecado lo que hace que la santidad de la Iglesia sea genuina.

b) Indefectible: por tres razones que vienen señaladas en la LG 39 como vemos a continuación:

La fe confiesa que la Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Sínodo, no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama ‘el sólo Santo’, (1) amó a su Iglesia como a su esposa. (2) Él se entregó por ella para santificarla (Cf. Ef 5, 25-26), (3) la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo”.

Así tenemos las tres razones: (1) Amor esponsal de Cristo que la hace a la Iglesia una

partícipe íntima de los frutos de la redención obrados por el esposo; (2) Entrega sacrificial de

Cristo de una vez para siempre hace que las puertas del infierno no prevalezcan sobre sus

seguidores, según él mismo dejó dicho (3) Finalmente, es la presencia del Espíritu Santo la que

hace de la Iglesia el lugar donde la promesa de Dios es alimentada para gloria del mismo

c) Imperfecta: por su condición de peregrina conlleva las limitaciones del tiempo y por asumir

la humanidad como el Señor la asumió en su condición de pecadora, enferma necesitada del

médico:

La Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación (sancta simul et semper purificanda), y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación ‘en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios’...Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y

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amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz (LG 8c.d.; ver: LG 9c. final).

Así nuestra Iglesia es una ecclesia mixta, un corpus mixtum, como diría Agustín, en ella

hay trigo y cizaña, ella comprende en su seno a los pecadores y necesita ser siempre purificada,

así se prepara para llegar a la gloria donde sí será sin mancha ni arruga6. Es pues, una Iglesia

«santa» pero necesitada de «purificación» (LG 8) y de «reforma» (UR 4,6), puesto que ella es

sancta ecclesia peccatorum, ya que no todas sus actitudes nacen y se guían por la acción del

Espíritu Santo7. Nuevamente sintetizamos con el Concilio diciendo con sus palabras: «La

Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de

purificación (sancta simul et semper purificanda)» (LG 8), puesto que «la fe confiesa que la

Iglesia no puede dejar de ser santa (indefectibiliter sancta)» (LG 39), «la Iglesia, ya en la

tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta (vera sanctitate

licet imperfecta insignitur)» (LG 48c.). Por lo que sintéticamente tenemos que la Iglesia es

(ya) indefectiblemte santa pero (todavía) imperfecta.

6 S. AGUSTÍN, En in Ps 25 II, 5; Ser 181, 5-7; De civ Dei XVIII, 51, 2 (PL 41, 614).7 Sobre el tema de los pecadores y la realidad del pecado de la Iglesia ver cómo se expresan por ejemplo: Ch.

Journet para quien «La Iglesia no se halla sin pecadores. Incluso hay muchos pecadores en la Iglesia… Pero la Iglesia considerada teológicamente se halla sin pecado… Por consiguiente, los pecadores pertenecen a la Iglesia, no por su pecado, sino por el valor de santidad que llevan consigo y que los unen a la Iglesia», TdI, 256-286. Y. Congar para quien «los pecadores pertenecen enteramente a la Iglesia, pero con una vida cristiana o una santidad muy imperfecta» (USCA, 483; VFR, I, 92). De Lubac para quien «los pecadores que no han renegado de ella [la Iglesia], continúan formando realmente parte de la misma, y sabemos muy bien que ellos constituyen su inmensa mayoría» [...] continúan «siendo miembros suyos, aunque ‘enfermos’, ‘secos’, ‘podridos’ o hasta ‘muertos’» (MSI, 98-99), por ello habrá que reconocer que «la Iglesia es en este mundo, y continuará siendo hasta el fin, una comunidad compleja: trigo mezclado con paja...» (MSI, 97-98) porque ella es y será hasta el fin «Ecclesia convocans et cogregans, Ecclesia convocata et congregata... Ecclesia de Trinitate, Ecclesia ex hominibus» (MSI, 91-92), sin olvidar, entonces, que «la Iglesia de los santos aquí abajo es una anticipación, y no pasaría de ser una ilusión si no fuera una esperanza: sperandarum substantia rerum» (MSI, 101). K. Rahner para quien «la Iglesia ha de ser ‘subjetivamente’ santa y pecadora… Si creyéramos que el pecado de sus miembros no afecta a la Iglesia, ésta no sería realmente el Pueblo de Dios, sino una entidad meramente ideológica, con un carácter casi mitológico», «El pecado en la Iglesia», en G. BARAÚNA, La Iglesia del Vaticano II, I, 441-446.