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LA ESPERANZA, COMO VIRTUD Y COMO ACTIWD, ·EN LA DOCTRINA DE SANTA TERESA En la historia del dogma, la virtud de la esperanza ha pagado 'siempre las consecuencias inmediatas de las .posiciones teológicas respecto de la gracia; cuando se oyó aquel clarín empedernidamente optimista del pela- gianismo, anunciando la fe en el hombre, contra la teoría maniquea de ver la creación y el hombre como la realización del reino de Lucifer frente al reino de Dios, la esperanza humana y cristiana pareció haberse salvado; pero en realidad era su destrucción, porque quedaba automáti- camente suplantada por la presunción humana, que miraba, no digamos de frente, pero sí de soslayo, con cierto desprecio, el monopolio de la gracia de Cristo, como medio de salvación. Cuando once siglos más tarde nació el protestantismo, como una répli- ca excesivamente airada del pelagianismo, y como un hijo legítimo, aun- que desbastado, del maniqueísmo, la esperanza se hizo tan gigante que devoró a la fe y a la caridad: el protestantismo hizo caso omiso de la fe dogmática y de la caridad como virtudes salvadoras, para convertir a ambas en fe fiducial; la confianza en Cristo, la esperanza en sus méritos, es el único dogma que salva, yeso 'sí, con seguridad infalible; Lutero dió el paso a la herejía, porque creía ver en la teología católica una con- fianza remisa, digamos una desconfianza en la fuerza de la gracia de Cristo para salvarnos, y su psicología atormentada necesitaba, para vivir en paz, la seguridad de que se salvaría. El protestantismo, aunque a pri- mera vista pueda parecer lo contrario, al sacar de quicio a la esperanza, la destruía también, pues olvida que, siendo un acto humano, podía también mancharse y por tanto ser destruída por aquella mancha intrín- seca que, según los principios de la herejía, acompaña a todo acto del hombre. Estas dos siniestras, pero gigantes sombra's de las herejías pelagiana y protestante, qne sutilmente se filtran en toda actitud no santa, perse-

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LA ESPERANZA, COMO VIRTUD Y COMO ACTIWD, ·EN LA DOCTRINA

DE SANTA TERESA

En la historia del dogma, la virtud de la esperanza ha pagado 'siempre las consecuencias inmediatas de las .posiciones teológicas respecto de la gracia; cuando se oyó aquel clarín empedernidamente optimista del pela­gianismo, anunciando la fe en el hombre, contra la teoría maniquea de ver la creación y el hombre como la realización del reino de Lucifer frente al reino de Dios, la esperanza humana y cristiana pareció haberse salvado; pero en realidad era su destrucción, porque quedaba automáti­camente suplantada por la presunción humana, que miraba, no digamos de frente, pero sí de soslayo, con cierto desprecio, el monopolio de la gracia de Cristo, como medio de salvación.

Cuando once siglos más tarde nació el protestantismo, como una répli­ca excesivamente airada del pelagianismo, y como un hijo legítimo, aun­que desbastado, del maniqueísmo, la esperanza se hizo tan gigante que devoró a la fe y a la caridad: el protestantismo hizo caso omiso de la fe dogmática y de la caridad como virtudes salvadoras, para convertir a ambas en fe fiducial; la confianza en Cristo, la esperanza en sus méritos, es el único dogma que salva, yeso 'sí, con seguridad infalible; Lutero dió el paso a la herejía, porque creía ver en la teología católica una con­fianza remisa, digamos una desconfianza en la fuerza de la gracia de Cristo para salvarnos, y su psicología atormentada necesitaba, para vivir en paz, la seguridad de que se salvaría. El protestantismo, aunque a pri­mera vista pueda parecer lo contrario, al sacar de quicio a la esperanza, la destruía también, pues olvida que, siendo un acto humano, podía también mancharse y por tanto ser destruída por aquella mancha intrín­seca que, según los principios de la herejía, acompaña a todo acto del hombre.

Estas dos siniestras, pero gigantes sombra's de las herejías pelagiana y protestante, qne sutilmente se filtran en toda actitud no santa, perse-

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guían claramente por caminos opuestos un común ideal: salvar la espe­ranza del hombre, crear la 'sensación de seguridad; el primero, jurando en nombre de la bondad humana; el segundo, jurando en nombre de la bondad infinita de Dios.

Pero hubo otni herejía, más directamente relacionada con el campo de la espiritualidad, que, como descendiente en línea directa del protestan­tismo, vino a demostrar claramente que aquella, digamos, inflación de esperanza protestante era en realidad, como toda inflación, la destruc­ción de la esperanza misma: apoyándose en la maldad intrínseca de todo acto humano, y. exagerando la pasividad del hombre frente a la acción de Dios, el quieti-smo, y en su grado también el semiquietismo, proclama­ron sin rodeos que la esperanza era un impedimento para la perfección, para la caridad.

En realidad, la historia del dogma, y por tanto de la espiritualidad cristiana, ortodoxa y heterodoxa, no es más que un focejeo llevado a cabo en una cumbre, en la que existe un hondo precipicio. El que preten­diendo librarse de la caída en el precipicio se apoya tanto en la eficacia de la gracia, que desprecia el poner el pie igualmente en la libertad humana, pierde el equilibrio y cae en la sima que ha querido evitar; y el que afirmando el pie en su propia libertad se olvida que sólo la gracia de Dios da estabilidad al suelo de la libertad en que se apoya, corre la misma suerte. Sólo el dogma y la espiritualidad católica, con una idea exacta de las leyes del equilibrio, han sabido conservarse alzados en medio de la sima, asentando los pies en ambas partes; aquÍ, en un equi­tativo reparto, se da a Dios lo que es de Dios, y al hombre lo que es del hombre; y de este reparto, de las partes asignadas a Dios y al hombre en el problema de la salvación, nace la noción exacta de la esperanza cristiana, hij a de la fe y madre de la caridad.

Dejando a un lado las discusiones escolástica's sobre la definición esencial de la esperanza, como deseo o como confianza en Dios, lo cierto dogmáticamente es que ambos elementos entran en la noción integral de esta virtud cristiana, que significa un deseo confiado de alcanzar la bien­aventuranza (considérese ésta como objetiva o como subjetiva), y una certeza absoluta de que el auxilio omnipotente de Dios nos llevará a esa bienaventuranza; pero queda una inseguridad psicológica de alcan­zarla, proveniente no de la esperanza misma, sino del legítimo miedo que todo hombre debe tener de no practicar esa esperanza: del temor a , . SI mIsmo.

Sería inútil y descabellado pretender hallar en Santa Teresa un trata­do dogmático-sistemático de la virtud de la esperanza; sería incluso des­acertado escoger un centón de textos teresianos, en los que se señalan los diversos elementos integrantes de esta virtud, y hacer con ellos un pequeño tratado teológico; no sería difícil, pero perderían su tinte tere­siano; la Santa, como en general 10's autores espirituales, no pretenden nunca establecer teológicamente una doctrina, sino ahondar íntimamente en el dogma enseñado por la Iglesia, y hacer recalcar la importancia prác­tica de esa doctrina en el desarrollo de la perfección cristiana.

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Pero para proceder de lo menos a lo más característicamente teresia­no, y como una introducción al estudio del sentido profundo e íntimo de la esperanza en la Santa, me ha parecido bien señalar, siquiera sea rápidamente, lo que pudiéramos llamar «teología tere;siana de la espe­ranza», para distinguirlo formalmente de lo que puede ser legítimamente llamado «ascética o mística teresiana de la esperanza», aunque todo ello caiga bajo el objeto de una misma ciencia: la Teología (1).

1. TEOLOGIA TERESIANA DE LA ESPERANZA.

Muy fácil es citar cientos de textos teresianos, para demostrar con ellos la exacta correspondencia de la doctrina de la Mística Doctora con la dogmática católica sobre este punto; lo único difícil y complicado es escoger entre tanta abundancia. Intentemos resumir.

a) Confianza en Dios.

Una actitud personal, confesada por la Santa misma, nos hace adivi­nar fácilmente el contenido de los textos teresianos respecto de este elec mento, y nos podría evitar el apuntalar con otras citas la demostración de su pura ortodoxia. N os dice que de la misericordia de Dios no desconfió jamás en su vida, aun cuando Uevaba una vida tibia ("') (2). Puede fácilmen­te comprobarse que casi todos los incisos de su Autobiografía son para hacer resaltar la obra de la mi'sericordia de Dios en su miseria; son nume­rosos los textos en que declara expresamente haberse animado a escribir sobre las mercedes de Dios para que nadie, por muy pecador que sea, se cree complejo de imposibilidad para ir adelante en el camino de Dios, pues ella, la más ruin de la creación, ha sido 'Subida a tan altas merce­des por la infinita misericordia de Dios; el solo título De las misericordias de Días, puesto por ella a su Autobiografía, 'es todo una exégesis de la ilimitada fuerza que la confianza en Dios ejercía en sus criterio's espiri­tuales y en su actitud vital. Como veremos en seguida, esta absoluta con­vicción de que «El Señor nunca falta ni queda por El», «que jamás se pone este Sol de Justicia, ni nos deja caminar de noche», es el punto de arranque, el apoyo de su vigorosa argumentación apologética en favor de la oración mental, que para la Santa es el único camino del cielo.

(1) Aunque, como hemos recordado, la esperanza teológica es, al menos inte­gralmente, deseo y confianza, nosotros vamos a mirarla bajo el segundo aspecto, porque en el sent~do ascético profundo que la Santa da a la, confianza, va envuelto el deseo, así como en la desconfianza va envuelto el desprecio y desasimiento.

(*) Citamos por la edición en un tomo del P. EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS, OeD, y OTGER STEGGINK, OC. Madrid, BAC, 1962.

(2) V. 9, 7.

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b) Desconfianza de nosotros mismos.

La teología nos advierte que el temor a nosotros mismos no es el el€­mento destructor de esa propiedad de la esperanza teologal, que es la seguridad de alcanzar su objeto; seguridad de la esperanza, que San Juan de la Cruz nos enseña en verso, al decirno's que «esperanza del cielo, tanto alcanza cuanto espera». No estamos metidos con esta doctrina ni en la presunción pelagiana, ni en la dejadez protestante. La esperanza siempre es segura, y tiene una conexión infalible con su objeto, que con­cretamente es la vida eterna y el auxilio de Dios. Es un punto en que coinciden protestantismo y catolicismo: la esperanza alcanza infalible­mente su objeto; como también, lógicamente, coinciden en que solo el hombre puede destruir la consecución del objeto de dicha virtud teolo­gal; la diferencia-y diferencia ancestral----comienza cuando el protes­tantismo borra de un plumazo la inseguridad, negando la contribución de la cooperación humana a la obra de la salvación, quedándose con la infinita bondad, la fidelidad a sus promesas, y la omnipotente virtud de Dios (que naturalmente no fallan), y el catolicismo exige la parte del hombre, que puede fallar. O dicho de otro modo: ambas doctrinas coin­ciden en que la verdadera confianza en Dios, la esperanza que salva, queda destruÍda si el hombre se apoya en sí mismo; la distincion está en que mientras el protestantismo suprime la cooperacion humana en la obra de la salvación, como una expresion del apoyo en nosotros mismos, para el dogma católico la falta de cooperación a la gracia es señal de apoyo o confianza en nosotros mismos; más claro, toda falta es confesión im­plícita de que Dios no llena al alma y por eso se refugia en sus ansias terrenas.

En la Santa tiene un profundo significado la doctrina sobre la des­confianza en nosotros mismos; esta desconfianza que, como acabamos de decir, el protestantismo ve como una destruccion de la seguridad de la esperanza cristiana, pero que también 'es concebida así por muchas posturas del campo católico, aunque sacando, naturalmente, conclusio­nes opuestas. Mientras la espiritualidad protestante destruye la espe­ranza acordándose demasiado, si así es lícito hablar, de los méritos y poder de Cristo, la católica puede enfocarla mal, acordándose demasiado de su miseria. En realidad, como advertimos, la desconfianza o temor a nosotros mismos-el único temor que admite la Santa-es parte de la seguridad que da la esperanza; dicho de otro modo, es un equivalente de la confianza en Dios; si pudiéramos estar seguros de que perseveraríamos en esta desconfianza hasta la muerte, tendríamos como conclusión la segu­ridad absoluta de que nO's salvaríamos. Nunca se comprende mejor esto que cuando se sacan, como hace la Santa, todas las conclusiones ascéticas, de tipo espiritual práctico, que envuelve en sí la auténtica doctrina de la desconfianza.

Pero probemos en primer lugar cómo en la doctrina teresiana el temor a que nuestra miseria pueda destruirlo todo es, no destrucción, o al me­nos debilitamiento de la seguridad de la segunda de las virtudes teolo-

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gales. Hay que verlo a través de su doctrina de la humildad. Es sabido que la vida espiritual, a medida que medra, va imponiendo el imperio de las virtudes teologales en toda's las actuaciones del hombre. Sin des­truir el acto elícito de cada una de las virtudes morales, hace de él al mismo tiempo un acto imperado de las virtudes teologales. Aunque la humildad, naturalmente, pueda ser mandada por la fe y la caridad nos parece que en la tTama ascética de la Santa dicha virtud moral actúa directamente como una conclusion del movimiento de la esperanza en el alma.

Para la Santa, la humildad es ciertamente reconocimiento de nuestras miserias; continuamente enseña, advierte, grita que toda buena oración ha de empezar en propio conocimiento y por él ha de terminar (3), sea la oración con el agua del pozo, o sea la del matrimonio espiritual. Pero no creemos que esa manera de concebir la humildad, con ser verdadera, sea la manera característica y profunda de mirar de la lente teresiana.

En su actitud personal, quizá la Santa ha 'sido de los santos más con­vencidos de que' estaba llena de bienes, y, digámoslo sin miedo, de virtu­des. Este convencimiento era al mismo tiempo el empujón continuo y poderoso que la hacía volar continuamente más alto; pero tenía siempre muy en cuenta que «son grandes los ardides del demonio, que por hacer~ nos entender que tenemos una virtud, no teniéndola, dará mil vuelta's al infierno» (4), y nos contará en las Meditaciones sobre los Cantares la breve historia de aquella mujer, santa al parecer de todos, y debía de serlo, pero que tenía un punto de honra; la conclusión de la Santa es impresionante: «Ella y otras dos almas que he visto en esta vida, santas en su parecer, me han hecho más temor que cuantas pecadoras he visto» (5).

En una palabra, la humildad en la doctrina y engranaje espiritual te­resianos, sin dejar de constituir una dirección de la mirada del alma hacia su nada, es sobre todo una confesión de la grandeza de Dios, no tanto en sí misma, como en relación con nosotros; más que contemplar­nos como gusanos, es contemplar cómo la grandeza de Dios está di,s­puesta a comunicarse y se comunica con los gusanos; finalmente, más que la comprobación pesimista de la propia miseria, es apartar la vista de nosotros, para dirigirnos en busca de Dios, apoyados en su grandeza (6); es exactamente la posición de la auténtica esperanza.

No deja de ser curioso comprobar cómo en las visiones teresianas sobre la humildad, se refleja este concepto digamos positivo, teologal o esperan­zador de la humildad. En las Moradas Sextas (7) nos cuenta la Santa cómo, estando ella considerando por qué el Señor era tan amigo de la humildad, nos dice que se le puso delante, a su parecer sin considerarlo, sino de presto, que porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande «no tener cosa buena de nosotros». No insiste la Santa en que no tengamos nada bueno, sino en que lo tene­mos, y mucho, pero de Dios, Eso es exactamente para ella el propio cono-

(3) M1, 2, 8, (7) M6, 10, 8.

(4) M5, 3, 9. (5) Me. 2, 29, (6) M1, 2, 8-11.

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cimiento. Y en una de las Cuentas de Conciencia comunicará aquella vi­sión del Señor en que le dijo: «Esta es la verdadera humildad, conocer cada uno lo que puede y lo que Yo puedo» (8).

Quizá una de las contribuciones mayores de la Santa a la espirituali­dad católica haya sido el marcar con fuerte tinte, el insistir, diríamos, excesivamente en hacer comprender que la mayor parte de las humilda­des son falsas por querer ser demasiado humildades, y en hacer compren­der la incalculable trascendencia para la vida espiritual, como veremos, de acentuar en el propio conocimiento o el poder de Dio's en nosotros o la incapacidad humana.

c) Inseguridad de la salvación.

En la desconfianza de sí mismo está la seguridad, del mismo modo que en la confianza está el peligro; que los que van con amor y temor, con amor y humildad, no serán jamás engañados, y que el humilde llega­rá con seguridad a ser santo, son pequeños y continuos «entrefilet's» de la Santa en todas sus obras. Todos los fracasos espirituales, los impulsos aparentemente producidos por el amor, pero realmente erróneos, son juzgados por la Santa a priori como una permisión divina por ausencia de humildad en el sujeto. Recordemos el caso del ermitaño de las Colaciones de Casiano, un ermitaño de asperísima vida a quien hizo entender el demonio se echase en un pozo porque vería presto a Dios; yo bien creo, dice la Santa, no debía haber servido con humildad, porque fiel es el Señor y no consintiera su Majestad se cegara (9).

Si la humildad presta a la esperanza una seguridad absoluta de llegar a su término, el verdadero humilde, el que todo lo espera de la miiseri­cordia y grandeza de Dios, podría lógicamente estar seguro de su victoria final, porque «esperanza del cielo tanto alcanza cuanto espera». Es el error protestante. En doctrina católica no cabe eso. Una cosa es recono­cerse uno miserable y nada, aunque todo lo pueda en Aquel que le conforta, y otra cosa es creer que sin género de duda posee la virtud de la humildad; sería su destrucción. Es absolutamente necesaria la práctica de la humildad para salvarse; es su mejor camino. E's, por tanto, indis­pensable que en cualquier período de la vida espiritual el alma desconfíe de que desconfía de sí misma, o lo que es lo mismo, de que confía en la bondad, misericordia y grandeza de Dios todo cuanto debiera; por eso queda destruída toda seguridad psicológica absoluta de 'salvación. Lógi­camente esta inseguridfrd psicológica debiera aumentar cuando aumenta la seguridad objetiva, precisamente porque ésta le produce una humildad más honda, y por tanto el hombre es más consciente de su propia ingra­titud; se ve más indigno de ser premiado con el cielo. De hecho, y en la Santa, se pueden recoger numerosas frases, en las que el alma, cU¡lndo va aumentando realmente en virtud, va haciendo más clara su conciencia de ser realmente más pecadora, lo cual trae lógicamente, de por sí, el temor

(8) ce. 64; F. 8, 3, etc. (9) C. V. 19, 13.

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de la salvación. Es la misma Santa la que hablando nada menos que· del matrimoniO' espiritual, dice: «Mientras más favorecidas de Su Majestad andan, más acobardadas y temerosas de 'sí. Y comO' en estas grandezas suyas han conocido más sus miserias y se les hacen más graves sus peca­dos, andan muchas veces que no osan alzar l.os .oj.os, c.om.o el publi­can.o» (10).

Si tal es la situación psic.ológica de las almas que sienten habitual­mente la pres'encia de la Santísima Trinidad en su alma, está de más el dem.ostrarla en l.os .otr.o's estadi.os de la vida espiritual. La misma expe­riencia práctica n.os enseña que el cristian.o, cuant.o más apartad.o de Di.os está, tiene n.o más esperanza de llegar al ciel.o, sin.o su equivalente dentro del camp.o del temor de mala ley: tiene más c.onfianza de que n.o va a ir al infiern.o, de que ese castig.o n.o va a ser realidad; .o, si se prefiere, más clara y quizá más exactamente: tiene más inc.onsciencia de esa realidad; p.or es.o n.o evita el pecad.o, ni siquiera p.or tem.or servil.

Per.o junt.o a esa inseguridad de llegar a la meta final de la bienaven­turanza, que pr.oduce la radicación cada vez más pr.ofunda de la humil­dad, la Santa n.os habla ya en la .oración de quietud de «una seguridad c.on humildad y tem.or de que ha de salvarse» (11). En desp.os.ori.o espi­ritual, al que la Santa ya había llegad.o cuand.o escribió este capítul.o de su Autobiografía, aunque el alma vé que ha c.omenzad.o en alguna manera a g.ozar del ciel.o, «teme n.o le acaezca 1.0 que a Lucifer; y n.o teng.o POC.o tem.or algunas veces; aunque pO'r .otra parte y 1.0 muy .ordinari.o, la mise­ric.ordia de Dios me p.one seguridad, que, pues me ha sacad.o de tant.os pecad.os, n.o querrá dejarme de su man.o para que n.o se pierda» (12). En este mism.o grad.o de la vida espiritual, n.os dice la Santa, que el alma tie­ne mied.o de si ha de perder a Di.os, y es miedo que «a veces aprieta much.o, mas es p.ocas veces» (13). Es un estad.o espiritual en que el alma ya n.o ha de temer las .oca'si.ones de .ofender a Di.os c.om.o hasta aquí; tiene tal c.on.ocimient.o de Di.os, de sí misma y de las c.osas del mundo, que t.od.o le servirá para más amar (14). Una licencia que da la Santa a estas almas, tant.o más extraña cuanto que hasta ah.ora las ha tenid.o tan atada y tan encerradas a t.od.o 1.0 que puede en sí S'€l" .ocasión de .ofender a Di.os. En una palabra, el alma se siente c.on fuerza, pero n.o puede faltar el estribill.o instintiv.o de la Santa; n.o la dañarán las .ocasi.ones, inclus.o se c.onvertirán en .ocasi.ones de aumentar el am.or, si va c.on humildad y te­m.or (15). Finalmente, en el matrim.oni.o espiritual, que sup.one una unión habitual, diríam.os una indisolubilidad del vÍncul.o del matrim.oni.o, en el que Di.os ha quedad.o tan c.ompr.ometid.o c.om.o el alma, existe también cierta, y aun may.or seguridad de salvarse: «¡Oh, quién pudiera dar a entender bien a vuestra, señ.orÍa la quietud y s.osieg.o c.on que se halla mi alma!, p.orque de que ha de g.ozar de Di.os tiene tanta ya certidumbre, que le parece g.oza el alma que ya le ha dad.o la p.osesión, aunque n.o el g.oZ.o» (16).

¿Cóm.o pueden c.onjugarse claramente est.os d.os aspect.os de seguridad

(10) M7, 3, 14. (14) V. 21, 13.

(11) V. 15, 14. (15) V. 21, 13.

(12) V. 38, 7. (16) CC. 66, ·1.

(13) M6, 7, 3.

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y temor, de mayor temor cuanto más seguridad existe en el alma, según nos enseña la Santa? Quizá sea hasta un pequeño mi'sterio. Cuando en el alma aparecen los grandes Ímpetus de morirse, la Santa nos habla de una pena sabrosa, que proviene en parte de verse tan cerca de Dios (sentimiento sabroso), y de ver que todo aquello puede perderlo (senti­miento de pena). Es prácticamente lo mismo que esta seguridad insegura. El alma se va dando cuenta que Dios se va comprometiendo cada vez más a no dejarla perderse, y por eso, que no es más que aumento de confianza en Dios, aumenta su confianza de llegar al cielo, que tiene tan cerca; pero al mismo tiempo, como ya advertíamos antes, al estar pro­fundamente radicada la humildad, teme más ser infiel; un temor que sirve predsamente para sostenerla en gracia, y por tanto para afianzar la segu­ridad de salvación. Es esa mezcla secreta, esa conjunción de polos nega­tivos y positivos, la que produce la tensión pacífica y esperanzada del alma. No olvidemos que la señal infalible para la Santa de que la humil­dad, en todo lo que ésta pueda abarcar, es de Dios, consi'ste en com­probar si trae paz, y confianza y optimismo al alma. Así como la señal de la falsa humildad, está, con palabras de la Santa, en que «trae albo­roto, inquietud, desasosiego y hasta duda de la misericordia de Dios (17). Teniendo delante esta fundamentalísima y profundísima doctrina tere­siana, se comprenderá su doctrina y experiencia de la seguridad-insegura de alcanzar el cielo.

n. ASCETICA TERESIANA DE LA ESPERANZA.

No olvidemos, ni podemos olvidar, que la espiritualidad teresiana consiste en un paseo de las virtudes por la oración; ella es la puerta de entrada donde se formarán, y la habitación de donde 'saldrán fortalecidas. Está bien demostrado que, al menos en la doctrina teresiana, vida cris­tiana y vida de oración se identifican totalmente, aunque no naturalmen­te en cuanto se concibe la vida de oración como acto, sino como hábito. La Santa no habla jamás de las virtudes en sÍ, sino en relación con el ejercicio de la oración.

Tampoco podemos olvidar que la Santa, como en general los auto­res espirituales, consideran no la estática, sino la dinámica de la virtud. La primera modalidad es propia del dogma, o al menos así se miJia en la presente concepción de la teología. En un tratado dogmático de la virtud de la esperanza, se coloca inmediatamente este impulso de la vo­luntad descansando en su objeto: en la bienaventuranza, o en la confian­za en Dios; no nos dice más. Los autores espirituales, la Santa en nuestro caso, y quizá más característicamente que otros, considera a la bienaven­turanza o a la confianza en movimiento; todo movimiento sobrenatural-

(17) C. V. 39, 1 Y 3; V. 25, 14.

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mente bueno ha de ser forzosamente un ejercicio de confianza en' Dios y un paso, movimiento, hacia la bienavmlturanza; y toda la actuación del hombre es una medida automática de su confianza en Dios y de su deseo del cielo, como al mÍ'smo tiempo lo es de su confianza en sí mismo y de su deseo de la tierra.

La Santa afina bien su experiencia y doctrina, para demostrar hasta qué punto han de sacarse las consecuencias ascéticas de una verdadera confianza en Dios y de un verdadero deseo de la vida eterna. Por eso los conceptos estáticos de las diversas virtudes teologales y morales son pobrísimos en comparación de la riqueza oculta, que se esconde en Santa Teresa, en cualquier virtud aparentemente secundaria; un caso tí­pico es la virtud de la humildad, como se comprobará haciendo un pe­queño examen del recurso que la Santa hace a ella en cuestiones apa­rentemente sin conexión próxima.

a) La esperanza, puerta de la oración.

Para la Santa dejar la oración es perder el camino (18); la oración es fuerte columna (19); el demonio tiene perdida el alma que tenga con perseverancia oración, y las mismas caídas le ayudan a progresar más (20). Por el contrario, el alma que deja la oración, no es más que meterse ella misma en el peligro sin haber menester demonios que la hagan ir al infierno (21). Que la oración verdadera, no digo más mental que vocal, si ha de ser oración, como advierte en otra parte, es camino, y único, de oración en la doctrina teresiana, puede negarlo solamente el que no haya leído ni la primera línea de su Autobiografía; pero, al mismo tiempo, el determinarse a hacer oración es un efecto de la virtud de la esperanza, que para ello se ayuda de su fiel criada y representante de la humildad, del mismo modo que el demonio, en su empeño de apartar a los hombres del camino de salvación, echa mano de 'su fiel representante y servidora: la falsa humildad, que, siendo un instrumento del demonio, no será sim­plenamente/falsa humildad, sino auténtica falta de ella, soberbia, como nos viene a enseñar la Santa.

Santa Teresa está reconocida no sólo como teólogo ascético y místico de la oración, sino también como 'su mayor apologeta, frente a los enemi­gos de ella. N o se puede olvidar la cuestión histórica, para disculpar a sus enemigos y comprender la sublime apologética de la Santa. «Andan los tiempos recios», dirá Santa Teresa, citando la mentalidad de los de­fensores de la fe. Lo's alumbrados pululaban. El temor había cundido en las almas buenas, o que les parecía pretendían serlo. La oración era un camino intrincado, en medio del cual esperaba el demonio, como en una trampa; quizá alguno lograra escapar y salir a la luz, pero ¿cuántos caerían en sus lazos? ¿Serían ellas de las agraciadas? Lo más fácil sería exponerse también a que un día llamara a la puerta de su casa la Santa

(18) V. 20, 13. (19) V. 8, 2. (20) V. 19, 5. (21) V. 19, 5.

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Inquisición; ¿porqué empeñarse en andar por un camino tan dificil? Lo mejor sería contentarse con leer y rezar simplemente como los demás.

Pero quiso el Señor que la Santa comprendiera el asunto; la oración es oel viaje divino, camino real para el cielo (22). ¿Por qué entonces aque­llos desfalcos continuos de los falsos iluminados? Era muy fácil; aplicar la lente teresiana de la humildad, que ni engaña ni permite que seamos engañados. Sencillamente, el iluminado no había concebido la oración como una búsqueda de Dios, difícil ciertamente por lo que supone de abandono de nosotros mismos; había ido en busca suya, tras los fuegos artificiales del éxtasis, que le hiciera famoso en los corros del pueblo ignorante y del ocio de la nobleza.

Pero he aquí que la Santa se encuentra ahora con un enemigo aparen­temente peligroso en su empeño de empujar en tropel a las almas para que entren por un camino, que lejos de ser una trampa infernal para hacer caer ¡J. los que buscan a Dios, es báculo y cayada, seguridad de salvación si en ella se persevera. Las almas no quieren entrar precisamente por humildad; si otros más fuertes habían sido engañados, ¿qué sucedería con ellas, que eran unas miserables? La Santa comprendió en seguida: si la humildad jamás engaña, y éstas estaban engañadas, era porque no era humildad verdadera, sino falsa. Además, ¿para qué quería ella la dura y ensangrentada experiencia de su propia vida? Nos confiesa ella misma que de todas las tentaciones de su vida, la mayor y más peligrosa de todas fué la de dejar la oración (23); la más peligrosa, naturalmente, porque era ni más ni menos que tentar a dejar el remedio para las demás tentacio­nes. y ahondando, logró llegar a comprender por su reflexión y sobre todo en la presencia de la luz infusa, que el miedo a la oración provenía de una humildad (24) que no existía; más claro, de una falta de confianza en la bondad y grandeza de Dios, y, consecuentemente, de una sutil,pero real soberbia; de una falta de la virtud de la esperanza. Lo que aquellas almas hacían era creer que la pendiente la debían subir apoyadas en sus fuerzas, y que éstas no serían bastantes para poder con el demonio; lo segundo era exacto, y propio de los humildes, pero lo primero era apoyo en el propio hombre, soberbia, que, por curiosa carambola, como pasa a veces en el silogismo sofístico, sacaba una conclusión verdadera; con­clusión humilde, que en buena lógica pagaba las consecuencias de un principio en realidad falso; por eso era falsa humildad.

El alma que mueve sus miserias en un acto de falsa humildad, y sin mirar a ningún otro lado, mide sus posibilidades por la mayor o menor miseria que tiene, está olvidando que si el hombre se salva, se ha de sal­var presentando méritos, auténticamente rico en virtudes; pero rico por la grandeza y bondad de Dios. La esperanza no vive del vacío, sino de pensar que se presentará ante Dios y Cristo ricamente ataviada; no puede, pues, vivir del recuerdo de su mis'eria, sino de la memoria de que la grandeza y bondad de Dios le harán brillar. El temor al fracaso en el camino de Dios no puede venir más que de cerrar los ojos a la obra de Dios. Por eso el que de vera's confía, el que tiene una auténtica esperanza

(22) C. V. 21, 1. (23) V. 7, 11; 19, 10. (24) V. 7, 1; 19, ·5.

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(aunque no sea en grado muy alto, porque esto ya es fruto de la oración misma), no puede temer entrar en el dificultoso, pero únicamente seguro camino; sólo puede temer en un caso: en el de la falsa humildad o sober­bia. y es así cómo la oración gramatical se convierte de activa en pasiva; la falsa humildad que hace temer, es la única que debe ser temida, tanto en la determinación de dar-se a la oración como en el progresivo ejercicio de ésta.

Hay una cuestión que enlaza directamente con lo que vamos diciendo: es obvio que la Santa escribe sus obras pensando en los más altos grados de oración, en la oración infusa. Es muy frecuente, hablando de los altos grados de oración contemplativa, afirma la Santa, que si no es por nuestra culpa por el Señor no quedará el subirnos. También es cierto que el temor de determinarse a hacer oración, contra el que ella lucha, prove­nía principalmente del miedo a ser engañados en las comunicaciones que tenían aspecto de sobrenaturales; es igualmente exacto, que la Santa emplea todo su esfuerzo, su amor y 'su experiencia, en asegurar a las almas que en la oración, empezada por humildad verdadera y continuada con humildad verdadera, no será engañada ningún alma; parece, pues, que todos estos datos pueden resumirse en la siguiente conclusión: la Santa anima a entrar por un camino que termina en mercedes sobrenaturales, y todo su afán es curar a las alma's del miedo a ser engañadas en ellas, asegurándolas que el humilde no puede ser engañado, incluso aunque las pretendidas mercedes sean del demonio.

¿Concluir de aquÍ que la mentalidad de la Santa se indna decidida­mente por la universalidad de la contemplación infusa, incluso en su más alto grado? Aparte de que en la pregunta misma hay ya dos cuestio­nes distintas (contemplación infusa, y el más alto grado de la misma), la cuestión no se resolverá quizá nunca. El primer dato histórico apuntado, de la meta de la Santa en sus libros, puede apuntalar los argumentos de la sentencia negativa, diciendo que esa culpabilidad de no subir más arriba se da sólo en las almas que van por el camino descrito por la Santa; es, quizá, el mayor argumento.

b) La oración teresiana y el proceso de la esperanza.

Después de habernos detenido en recordar cómo la humildad teresia­na, que equivale a la dinámica Íntima y extensísima de la esperanza tere­siana, es puerta de la oración, que es la traducción del cielo en el destie­rro, donde sólo puede existir la esperanza, veamos ahora brevemente el proceso del crecimiento de la esperanza dentro de la concepción teresia­na de la oración, o más exactamente el método espiritual de ese creci­miento.

La clave nos la puede dar la frase teresiana de que «pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, es desatino» (25). El deseo del cielo de la esperanza estática, queda traducido en la esperanza

(25) M2,n. 11.

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dinámica en un deseo de entrar dentro de nosotros mismos, donde está Dios, objeto de la esperanza. Cierto que este entrar en nosotros es la expresión de la Santa para indicar, no la segunda virtud teologal, sino la oración misma. Pero no olvidemos que en toda oración hecha en gracia se dan cita las tres virtudes teologales; es un acto de fe, esperanza y caridad. Mucho más en Santa Teresa, que, como San Juan de la cruZ, tiene empeño en hacer de la comunicación con Dios no sólo un conjunto de actos que más remota o próximamente sean teologales, sino también directamente tales; una 'simplificación que guarda al alma de buscar ro­deos, y la pone al habla directa con Dios, haciendo la oración más efectiva.

La fe, la esperanza y la caridad son, pues, en la mentalidad de la Santa una interiorización dentro. del alma misma, y el progreso de las tres virtudes no será más que una mayor radicación de esa interiorización, un alejamiento mayor de todo lo exterior al alma, que para la Santa es lo. mismo que mürada íntima de Dios. Pero esta interiorización tiene tres matices diversos, que especifican a las tres virtudes teologales. La fe es propiamente una negación de la luz del conocimiento. que viene desde fuera del castillo. (luz que llega a los sentidos y potencias), entrándose dentro y dirigiendo el entendimiento a la luz que viene del centro. del Ca'stillü, desde Dios hacia la persona: es la verdad de Dios. Aún dentro. del Castillo., en las primeras estancias, la luz sobrenatural de la fe, emitida desde el hondón del alma, llegará muy pequeña, 0., más exactamente, ilu­minará apenas el entendimiento, porque hasta éste se filtra potente la luz dañosa de lüs alrededüres; avanzando el alma hacia el centro de sí misma y distanciándose de 'su cerca, se lügrará, por fin, que la falsa luz del conocimiento natural no. alcance a la operación del entendimiento, y éste quede transformado por la nueva luz sobrenatural de la verdad divi­na, que, infundida en la contemplación, es la que lügrará definitivamente inutilizar la acción e influjo de las débiles candilejas del conocimiento natural.

La esperanza, que sigue a la fe cümo la voluntad al entendimiento, tiene, naturalmente, la misma trayectoria ascético-psicológica de ésta; sólo que en vez de ser una huída del entendimiento. hacia dentro, lo. es de la voluntad, pero por un sendero peculiar que no permite identificarla' con la caridad. Ambas sün una huída afectiva del bien aparente que vive fuera del Castillo, y Un empuje afectivo hacia el habitante del interior del alma, que el conocimiento sobrenatural de la fe les presenta como único bien real; pero. mientras la caridad se guarece en el Castillo por el solo deseo de unirse al Bi'en, la esperanza ejecuta ese movimiento de inte­riorización por unirse a su Bien. Este solo adjetivo posesivo nos indica el resorte psicológico totalmente diferente en ambas virtudes, y nos las diferencia claramente.

Es la esperanza, en el círculo concéntrico de la interioridad teresiana, una huída de la vida natural de la voluntad, que sigue las impresiones causadas en ella por el conocimiento de los sentidos; un rompimiento de la cáscara exterior de la voluntad, en la que anida el amor aparente hacia el bien aparente; y esta huída significa un desprecio práctico del valor del

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mundo, entendiendo por tal, como acabamos de advertir, toda la vida natural del hombre, que es vivencia del alma y de las potencias hacia lo que viene de fuera. Pero es un desprecio práctico del valor del mundo en relación con ella, una afirmación práctica de que no es su bien.

Esta negación del valor de las cosas exteriores al alma no hace aún del movimiento de la esperanza un movimiento teologal, que tenga por término al mismo Dios; el sentido teologal le viene de que es al mismo tiempo, o más exactamente, en primer lugar, un acercarse paulatino al centro del Castillo, que es Dios, afirmando con este movimiento el apre­cio práctico de Dios, como bien 'suyo. El crecimiento de la esperanza no será más que una mayor radicación del alma en el bien de Dios, demos­trada en el desprecio mayor hacia todo lo que no es El; aumento de la confianza en la grandeza de Dios, y aumento de la desconfianza en la miseria de la criatura, con todo el contenido ascético que esos dos elemen­tos de la esperanza tienen en la mentalidad de la Santa; como dice ella, «quien no deja todo es 'señal de que lo tiene en algo».

A la perfección de la esperanza, como a la de las demás virtudes, será muy difícil llegar, si la inundación de la grandeza y de las maravillas de Dios no penetran en el alma por la contemplación infusa; pero cuando ésta anega el alma, los bienes del cielo experimentados cambian los hasta ahora valorado'S bienes del mundo en «palillos de romero seco» (26). Es natural que el alma, con una inclinación trascendente hacia el bien y la felicidad, al ver clarísimamente que todo lo del mundo es nada, pene por vivir en Dios y vengan los ímpetus de desear morirse para poseer el Bien único. Lo que hasta la obra de Dios, en la meditación discursiva, era una lucha por oponerse a los contentos que causa el mundo (porque no es lo mismo creer y pensar que Dios es mi descanso a experimentarlo en la oración infusa, como dice la Santa), ahora es pena por tener que tolerar la vida. Este deseo de salir de la vida, cada vez más aumentado, a medida que el alma conoce más de cerca el bien de Dios, pierde, sin embargo, lo que puede tener de imperfecto, de no conformidad absoluta con la voluntad de Dios, y por eso, en el matrimonio espiritual queda aparentemente apagado, a pesar de estar en realidad más encendido: la gloria de Dios es preferible al bien nuestro, aunque a nuestro bien sea Dios.

Pero sólo cede el alma por la gloria de Dios. Santa Teresa no es que quiera estar en el purgatorio, o en el mundo, hasta el fin de él; sólo quiere estar si es para salvar un alma. No es agonía de la esperanza, como quiso el semiquietismo, sino perfección de la esperanza por su subordina­ción mayor y su mayor docilidad al imperio de la caridad.

(26) CC. 3, 1.

SANTIAGO DE SAN JOSÉ, OCD Salamanca