la decencia

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El Perú en los tiempos modernos Horario 0413 Profesor: Emilio Candela Jiménez Primer control de lectura (jueves 10 de setiembre) Pablo Whipple. La gente decente de Lima y su resistencia al orden republicano. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Instituto de Historia. Pontificia Universidad Católica de Chile, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos; 2013. Capítulo I: De la decencia colonial a la republicana, pp. 31-40. Capítulo II: Vicios coloniales, virtudes republicanas, pp. 41-70. Capítulo III: La gente decente y la prensa ilustrada, pp. 71-90.

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La decencia

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Page 1: La decencia

El Perú en los tiempos modernos

Horario 0413

Profesor: Emilio Candela Jiménez

Primer control de lectura (jueves 10 de setiembre)

Pablo Whipple. La gente decente de Lima y su resistencia al orden

republicano. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, Centro de

Investigaciones Diego Barros Arana, Instituto de Historia. Pontificia

Universidad Católica de Chile, Dirección de Bibliotecas, Archivos y

Museos; 2013.

Capítulo I: De la decencia colonial a la republicana, pp. 31-40.

Capítulo II: Vicios coloniales, virtudes republicanas, pp. 41-70.

Capítulo III: La gente decente y la prensa ilustrada, pp. 71-90.

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Capítulo 1

De la decencia colonial a la republicana

L a decencia es una categoría de diferenciación racial y sociocultural de amplio uso en Perú hasta el día de hoy. Basta una rápida mirada a la

prensa para verla constantemente invocada en los más distintos ámbitos, aunque en las últimas décadas su uso se ha hecho notorio en la política, principalmente como una virtud opuesta a la corrupción.

A diferencia de lo que ocurría con la decencia durante la época colo-nial, cuando el término hacía referencia exclusiva a un solo sector social, la decencia puede hoy ser reclamada, usada y entendida desde cualquier posición social y bajo múltiples significados, mostrándonos cómo distintos grupos han ido a lo largo del tiempo apropiándose del término, al mismo tiempo que queda en evidencia lo contencioso que puede resultar su uso.

Durante la segunda vuelta de la elección presidencial del año 2011, por ejemplo, partidarios de 011anta Humala pegaron carteles en la ciudad de Lima, especialmente en los barrios de clase media alta, donde se apelaba a la decencia de los limeños para que no votaran por Keiko Fujimori. El cartel decía textualmente: "Si Lima fuese decente, tu voto sería valiente", y apelaba a que quienes tradicionalmente se han definido a sí mismos como decen-tes en oposición a los sectores populares "indecentes", no actuarían como tales ante el escenario electoral, poniendo en duda su condición. Al mimo tiempo, y de manera implícita, el mensaje asumía que la verdadera decencia radicaría en aquellos con el coraje para votar por Humala.

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Dada esta multiplicidad de significados que la población da hoy, y ha dado en el pasado, a la decencia, es necesario presentar un panorama sobre la evolución histórica del concepto para situar al lector en el periodo en el que se centra este estudio y el entendimiento que se tenía de la decencia en ese momento.

La idea de decencia en América Latina se remonta a los años poste-riores a la conquista, cuando la división racial impuesta por la monarquía entre la república de indios y la república de españoles se hizo inviable. La complejidad racial de las colonias hizo impracticable esta rígida división, y los descendientes de los conquistadores comenzaron a utilizar nuevas cate-gorías, más adecuadas a la realidad en la que estaban inmersos. Nació así la dicotomía gente decente/plebe, ligada a una superioridad sociocultural más que racial, similar a la división social que existía en España entre nobles y comuneros.'

Fue así como el término plebe describió inicialmente las costumbres corruptas e irracionales de todos aquellos que compartían el mundo popular, incluyendo a mestizos y españoles pobres, rompiendo la barrera exclusiva-mente racial. El término decencia, a su vez, definido como una superioridad moral, se aplicaba no solo a los españoles y sus descendientes sino también a los indígenas y mestizos que fueron capaces de alcanzar una posición de privilegio con respecto a sus pares.'

Al ser inicialmente definida según el origen social de los individuos, la dicotomía gente decente/plebe se transformó en una amenaza para la exclu-sividad racial hispana, al sugerir que los españoles pobres podían descender en la escala social al mismo tiempo que indios y mestizos podían situarse sobre ellos. Esta situación forzó a la élite colonial a crear un sistema de castas en respuesta a la erosión de los límites que separaban a los hispanos del resto de la población, y aunque el sistema tuvo una aplicación limitada, una de sus consecuencias fue que reforzó el elemento racial de la dicotomía gente

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decente/plebe.' De tal manera, desde mediados del siglo XVII, la definición de superioridad moral que implicaba la decencia evolucionó hacia una com-pleja combinación de factores que incluían el origen cultural, la situación económica y la condición racial de los individuos, dado que el sistema de castas y la dicotomía decencia/plebe se hicieron complementarios.'

Para el caso de México, Cope señala que ambos sistemas expresaban el desajuste entre las categorías económicas y raciales, ya que los miembros de la élite eran de origen hispano, pero no todos los españoles eran miembros de la élite. "El modelo gente decente/plebe reconocía este hecho, mientras el sistema de castas buscaba aminorar su importancia", imponiendo de esta forma "una estricta jerarquía sobre las confusas divisiones raciales". Lo que se buscaba era lograr que los españoles, aunque fuesen pobres, estuvieran siempre por encima de las castas y así hacer que el límite entre ellos "fuese menos permeable" .5

Desde ese momento, ser decente no significaba necesariamente ser parte de la élite, aunque ciertamente era la élite la que dictaba los valores culturales de la decencia. La incorporación del factor racial en el concepto permitió a los españoles proteger la exclusividad blanca, pero desde una perspectiva cultural los españoles pobres, ahora incorporados a la decencia, trajeron consigo costumbres que en la práctica estaban mucho más cerca del "inmoral" comportamiento de la plebe. Un español pobre podía reclamar decencia desde una perspectiva racial, aunque su comportamiento estuviera lejos del que supuestamente la gente decente debía tener. Entre la gente blanca, por lo tanto, el significado de la decencia variaba de acuerdo con quién la reclamaba y en comparación a quien.

La decencia como evidencia de superioridad moral reservada para aquellos que dominaban la sociedad colonial se vio nuevamente amenazada con la llegada de los Borbones al trono español. Durante el siglo XVIII, la corona española buscó promover los ideales de trabajo, educación, higiene y orden público, discurso que en teoría anunciaba que era posible ser decente

1. Cope 1994: 22. 2. Aunque asociada al honor, la decencia se difiere por ser una categoría más amplia que

este y por no estar sentenciada legalmente, como sí lo estaba el honor durante la colonia. Entre los varios estudios que han investigado el honor, en especial su dimensión sexual y de género, véase Suárez Findlay 1999; Twinam 1999; Johnson y Lipsett-Rivera 1998; Caulfield 2000y Caulfield, Chambers y Putman 2005.

3. Cope 1994: 23-24. Para d caso peruano, véase Cahill 1994: 325-346 y Estenssoro 2000: 67-107.

4. Cope 1994: 24.

5. Ibíd., p. 24.

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sin importar el origen sociorracial de las personas.6 Según los nuevos pre-ceptos provenientes de España que promovían una mayor movilidad social (aunque limitada), estas cualidades no debían ser exclusivas de la élite, y la plebe tenía la posibilidad de ser decente —honesta, limpia, sobria, obedien-te—, disminuyendo la importancia del carácter sociorracial del término.' Sin duda, esto difería de lo que las élites americanas entendían por gente decente, ya que nunca abandonaron las ideas sociales, culturales y raciales que las definieron durante el siglo XVII.

Se produce así una tensión que termina relativizando el plan reforma-dor de los Borbones, pues al mismo tiempo que las autoridades intentaban reformar la sociedad promoviendo ideales ilustrados, las élites buscaban el reforzamiento de las rígidas divisiones sociorraciales.8 En la práctica, las re-formas ilustradas terminaron remarcando la naturaleza corrupta de la plebe y reforzando los temores y el rechazo que la gente decente sentía hacia las masas.' La brecha moral que separaba a la gente decente de la plebe se am-plió durante el siglo XVIII gracias a campañas que permanentemente apun-taron al supuesto comportamiento corrupto de la plebe y a discursos que enfatizaban la presunta superioridad moral de la gente decente. Como ha argumentado Pamela Voekel para el caso mexicano, "las campañas morales y de renovación urbana [...] dieron a las élites el sustento para mantener

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su identidad de clase en momentos que las distinciones raciales y de casta perdían su significancia".1°

La llegada de la independencia trajo consigo un cambio significativo en la manera en que las autoridades encaraban los discursos de carácter moral. A diferencia de las reformas borbónicas, las autoridades republicanas añadie-ron un factor político a la definición de vicio, desdibujando las distinciones de clase a la hora de definir el comportamiento de la población. Lo que en el pasado eran los vicios propios de la plebe, eran ahora los vicios inherentes a la corrupta administración colonial. Esta situación puso nuevamente en peligro la hegemonía moral de la elite y generó un conflicto entre la idea de virtud promovida por el Estado republicano y los privilegios de origen colo-nial que la élite intentaba preservar." Es precisamente en esta coyuntura en la que se centra este trabajo. Proponemos que con la llegada de la indepen-dencia, las nuevas autoridades quisieron fundar una decencia republicana en oposición a la idea de decencia colonial, generando un conflicto que se hace evidente, entre otros procesos, en los incipientes intentos por organizar fuerzas policiales durante la primera mitad del siglo XIX, el uso que la élite hace de la prensa ilustrada, y particularmente en la presión que la elite ejer-cía sobre los tribunales de justicia para que estos reconocieran su posición privilegiada en la sociedad.

Varios son los historiadores que han reconocido la persistencia de la dicotomía decencia/plebe en América Latina una vez lograda la indepen-dencia, pero no han reparado en el conflicto que se generó sobre la defini-ción de decencia entre las élites y los gobiernos republicanos, presentándolo como un problema entre las élites y los sectores populares.'2 Alberto Flores-Galindo, por ejemplo, reconoció la persistencia de la dicotomía en Perú durante la transición del régimen colonial al republicano en su libro Aris-tocracia y plebe. La división entre aristocracia y plebe que él propuso, sin embargo, se sustentaba principalmente en la situación económica de los individuos.13 Esto llevó a que Flores-Galindo ignorara la influencia que en el

10. Voekel 1992: 184.

11. Sobre cómo la nueva moralidad republicana moldeó la definición de ciudadano a prin-cipios del siglo XIX en Arequipa, véase Chambers 1999, capítulo 6.

12. Entre otros, véase Beezley 1987, Parker 1998, French 1996 y Romero 1997. 13. Flores-Galindo 1984. Véase especialmente parte 2.

6. Estos cambios son visibles también en la definición de 'decencia' del Diccionario de la Real Academia Española. Hasta 1732, la decencia era definida corno el "adorno, lucimiento, porte correspondiente al nacimiento o dignidad de alguna persona, que se funda en galas, familia y otras cosas", anotando también que "se suele usar por recato, honestidad y modestia". En la edición de 1791, se elimina la primera acepción, tornán-dola mucho más inclusiva socialmente al redefinir la decencia como "el aseo, compostu-ra y adorno correspondiente a cada persona o casa" y manteniendo la segunda acepción de 1732 (Real Academia Española 1732 y 1791).

7. Juan Carlos Estenssoro sostiene, por ejemplo, que debido a la presión de las autoridades para imponer reformas culturales, algunos miembros de la plebe asumieron el proyecto ilustrado y estaban determinados a ponerlo en práctica y construir una identidad cultu-ral moderna y racional (Estenssoro 1995: 38).

8. Para el caso de México, véase por ejemplo Viqueira Albán 1999: 9. Sobre formas de resistencia de la élite al plan de reformista de los Borbones en Perú, véase Walker 2008, en especial el capítulo 5.

9. Un panorama general sobre el proceso de reformas sociales de los Borbones y las resis-tencias que generó en el mundo colonial en Walker 2005. Véase también Twinam 2000: 73-102.

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ámbito cultural podían ejercer tanto el gobierno como la aristocracia sobre personas, que si bien eran pobres, querían diferenciarse de quienes vivían so-cialmente marginados, y formar parte de los valores culturales promovidos desde arriba. Aquellos que gradualmente fueron incorporados a la decencia luego de las reformas borbónicas no podían pasar por miembros de la élite, aunque ellos mismos pensaran estar más cerca de la élite que de la plebe. La diferencia entre la decencia pre- y posilustración radicaba en que un español pobre se podía integrar a la decencia desde una perspectiva racial durante el siglo XVII, mientras que hacia el final del periodo colonial y los inicios de la república podía integrarse a la decencia desde una perspectiva moral promovida desde el Estado.

Las disputas por la decencia no terminaron en la medida en que Perú ganó estabilidad política después del periodo caudillista. Durante la segunda mitad del siglo XIX, artesanos y funcionarios públicos fueron llamados a integrarse a proyectos políticos que resaltaban la importancia de la decencia en la construcción de un país moderno." El proyecto civilista de Manuel Pardo, por ejemplo, llamó a los artesanos a tener una activa participación política. Según Jesús Cosamalón, esta no fue una "convocatoria a todos los trabajadores en general, sino a aquellos que son considerados trabajadores honrados y decentes, sean pobres o no"." El civilismo buscaba ampliar la participación política llamando a aquellos trabajadores que moralmente podían diferenciarse de la plebe; trabajadores que serían el puente con los sectores populares y que eventualmente evitarían su desborde. "Por ello la simbología alrededor del artesano se centra en demostrar que este es un per-sonaje capaz de crear un clima de estabilidad política, amante de la paz y el orden, capaz de ser un hombre decente, lejos de los arrebatos de la plebe"."

Una situación similar es la que analiza David Parker en sus estudios so-bre la emergencia de la clase media en Perú y la importancia que la decencia tuvo en la formación de un discurso de clase entre los empleados limeños. Parker sostiene que a inicios del siglo )0( los limeños "se distribuían solo entre dos clases o —para ser más exactos— dos estamentos: la gente decente

14. Irurozqui y Peralta 2003: 93-140. 15. Cosamalán 2004: 191-192. 16. Ibíd., p. 184. Véase también McEvoy 1997: 83-98, 149-166.

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y la gente de pueblo".'7 Parker define a la gente decente de ese tiempo como "aquellas personas que reunían ciertas cualidades 'superiores' de raza, apelli-do, educación, profesión y estilo de vida"." Los límites de la decencia, sin embargo, estaban lejos de ser rígidos para los nacientes sectores medios. La dicotomía decencia/plebe era un concepto moral y cultural más que econó-mico, definido en oposición a la definición de plebe y su supuesta falta de virtud moral. Entre más individuos buscaban distanciarse de la intrínseca corrupción de las masas, diversas definiciones de decencia comenzaron a coexistir. Estas definiciones describían los diversos caminos que el concepto de decencia había tomado desde la época colonial. A grandes rasgos, la élite limeña continuaba poniendo especial énfasis en lo racial y el origen social de los individuos, mientras que los empleados y artesanos vieron en lo cultural su propio camino a la decencia.

Para la gente adinerada la decencia residía el estilo de vida o el buen gusto, mientras que para los miembros más tradicionales de la élite era un asunto hereditario y conexiones familiares. Cuando un abogado o doctor sin conexio-nes sociales usaba el término gente decente, describía a quienes poseían un título universitario, una profesión o un nivel similar de "cultura", mientras el empleado de un banco creía que la decencia se definía por tener educación y un trabajo administrativo. El artesano o técnico, por el contrario, definía la de-cencia en relación a un hogar bien constituido, la abstinencia y la propiedad.'

Aunque la base social de la decencia aumentó de manera significativa a inicios del siglo XX con el crecimiento de la clase media, algunas de las características de la decencia se mantuvieron inalterables: era una condición moral definida desde arriba, y reproducía comportamientos sociales hereda-dos de la época colonia1.20 A este respecto, Parker sostiene que en el proceso

17. Parker 1995: 165. 18. Ibíd. 19. Parker 1998: 25: 20. Es interesante notar que en la medida en que el concepto de decencia gana en dinamis-

mo y es asumido por distintos sectores sociales, se hace necesario para la élite el construir nuevas barreras que protejan su exclusividad sociocultural, más aún si esta no es resguar-dada por el Estado. Nacen así conceptos como la "huachafería", el que a fin de cuentas, es una forma de control social que busca dejar en evidencia a aquellos individuos que si

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de formación de la clase media, los empleados de Lima asumieron como propias antiguas nociones de respetabilidad y jerarquía que les permitieron diferenciarse de los sectores populares.2' Los discursos de clase de inicios del siglo XX estaban ligados a la idea colonial de casta, y ese discurso fue diseminado por la élite a través de relaciones paternalistas que otorgaron a la clase media acceso a la decencia, situación que ya ocurría a inicios del siglo XIX, pero que ahora, a inicios del XX, sucedía a mayor escala.22 Trabajar en actividades relacionadas con la élite facilitaba el acceso a los espacios de la decencia, especialmente cuando un empleado tenía un vínculo cercano con su empleador. Las cartas de recomendación son una evidencia de esta situa-ción, pues se transformaron en una especie de "certificado de decencia" que un empleado podía mostrar ante posibles empleadores; ser recomendado implicaba compartir los valores morales de empleadores anteriores."

La dicotomía decencia/plebe no se limitaba solamente a la capital de Perú. Al mismo tiempo que los empleados de Lima asumían la decencia como un valor propio, la élite de Cusco pasó por un proceso similar tanto para diferenciarse moralmente de los mestizos e indígenas como también para disputar la supremacía de la élite limeña. Como Marisol de la Cade-na ha argumentado, la decencia en Cusco a inicios del siglo XX era "una definición moral de la raza [...] un discurso moral sexualizado de clase que servía para definir las identidades raciales de la región. El énfasis en la pureza moral/sexual distinguió a la gente decente de la gente de pueblo (indios y mestizos), a pesar de sus similitudes fenotípicas''.24

La definición de decencia en Cusco era tan contradictoria como la de-finición impulsada por el reformismo borbónico. Mantenía ideales colonia-les, como la moralidad transmitida a través del linaje, pero al mismo tiempo minimizaba la importancia del dinero y valoraba la educación como una manera de obtener decencia. Esto llevó a la existencia de distintos niveles de

bien pueden reclamar decencia según los nuevos parámetros, no lo pueden hacer según los que tradicionalmente se asocian a la condición social de la élite.

21. Parker 1998: IX. 22. Ibíd., pp. 47-52. En el caso mexicano durante la época colonial, Cope argumenta que

las relaciones laborales eran una importante forma de control social, abriendo fisuras entre los sectores populares urbanos (Cope 1994: 164).

23. Sobre la importancia de las cartas de recomendación, véase Parker 1998: 48. 24. De la Cadena 2004: 64.

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decencia en Cusco, tal como ocurrió con los sectores medios de Lima y su asimilación, apropiación y redefinición de la idea de decencia proveniente de las élites." Desde esta perspectiva, cuanto más decente era un individuo, más cerca se encontraba de la perfección, porque "la cultura domesticaba los instintos y era la razón por la cual se aducía que la gente decente 'no abusaba' de sus inferiores sino que, por el contrario, los trataba con corrección. Dado que ser decente equivalía a ser justo, la decencia definía los linderos más allá de los cuales el imperio de la injusticia y la ilegitimidad se abría [...] "36

Como hemos visto, la decencia es un concepto heredado de la España medieval que dividía a la población según su origen social. En América, el concepto sufrió transformaciones durante la colonia, primero por la impo-sición del sistema de castas (raza), y luego por las reformas borbónicas (mo-ralidad). Los ideales ilustrados no fueron capaces, sin embargo, de erradicar las ideas de decencia sustentadas en aspectos sociales o raciales, pero per-mitieron la expansión gradual de la base social de la decencia. Durante este proceso, diferentes ideas sobre lo que significaba la decencia coexistieron, pero compartían una idea moral definida por la élite y que progresivamente fue aceptada por diversos grupos sociales en sus intentos por diferenciarse de aquellos que se encontraban más abajo en la escala social; un proceso que sigue presente hasta el día de hoy.27 Como sostiene Parker para el caso

25. Ibíd., pp. 65-67.

26. Ibíd., p. 68.

27. Los sociólogos Javier Bengoa y Margarita Palacios argumentan que hoy en Chile los códigos culturales de la decencia han alcanzado a los sectores más pobres de la sociedad. Según plantean, actualmente existe un permanente conflicto entre la cultura de la pobreza y la cultura de la decencia que divide a los pobres en marginales y pobres decentes. La decencia habría llegado a los pobres a través de incentivos ofrecidos por la gente decente. Sin esos incentivos, la decencia nunca se habría transformado en un modelo para los pobres. Esta hipótesis concuerda con los estudios históricos sobre la decencia, en cuanto sostiene que la cultura de la decencia entre los pobres nace de la posibilidad de revertir los "efectos degradantes de la pobreza" a través de una voluntad reforzada por la subyugación a un código moral estricto. Este código puede diferir dependiendo de condiciones de pobreza particulares. Sin embargo, sería posible distinguir que la decencia se sustenta en al menos cuatro mandatos básicos de virtud: a) el honor como defensa del buen nombre de la familia; b) la honestidad como valoración del esfuerzo individual y el rechazo a las prácticas delictivas; c) la abstinencia como el cuidado y respeto por el cuerpo en oposición a vicios como el alcoholismo; y d) las creencias, en cuanto la decencia implica asociarse con otras personas con quienes

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peruano, aunque muchas de las ideas sobre la decencia hayan sido erradica-das del discurso público, hoy siguen siendo ampliamente usadas en privado, y aunque sean disfrazadas, dejan sentir su presencia.28

Como veremos en los capítulos siguientes, la situación era la opuesta a inicios del siglo XIX. Tal como ocurría durante la colonia, la idea de decencia era permanente y públicamente usada como una manera de justificar moral y socialmente los privilegios que la élite defendía. Esa noción, sin embargo, será ahora confrontada por una naciente moralidad republicana que enten-derá la decencia como virtud asociada al mérito, generando un conflicto que tendrá un decisivo impacto en la formación de la institucionalidad peruana.

Capítulo II

Vicios coloniales, virtudes republicanas

La decencia sobre el escenario

El domingo 3 de febrero de 1840, la gente decente de Lima asistió al teatro de la ciudad para ver una de sus obras favoritas: Treinta años o la vida de un

jugador.' Escrita por el francés Víctor Ducange, la obra trata sobre la vida de un joven parisino de buena posición social que cae en desgracia debido a su adicción a las apuestas. Jorge de Germant, el protagonista, poco a poco se relaciona con el oscuro mundo de apostadores y prestamistas llevando una vida marcada por el vicio. Esto le significó perder el respeto de su padre y luego su patrimonio, al mismo tiempo que perdía su posición social.

El gusto por las apuestas fue la ruina de Jorge. Presionado por las cuan-tiosas deudas que tenía, el joven solo vio en la delincuencia la salida a su desesperada situación, cayendo en un espiral de criminalidad que lo obligó a huir de Francia con su esposa para evitar la acción de la justicia. Comenzaba así una existencia errante y miserable, que sin embargo no fue suficiente para quitarle su afición por el juego.

Según un artículo publicado en el periódico El Comercio de Lima días después de la función, el interés que los limeños tenían por esta obra se debía a que veían su propio gusto por las apuestas representado sobre el

se comparte ideas, comúnmente religiosas, pero también políticas o sociales (Bengoa y Palacios 1996: 9-10).

28. Parker 1998: 215. 1. Ducange 1908.

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escenario.2 Ese domingo, sin embargo, algo inesperado sucedió durante la función. En el último acto, Jorge de Germant es acorralado por la policía después de asesinar a un hombre al que pretendía robar. Sin posibilidad de escapar, De Germant decide suicidarse, prendiéndgle fuego a la cabaña en que se encontraba, en el que sería el único momento de lucidez que tuvo durante una vida cegada por el vicio; el protagonista de pronto entendió que quitarse la vida era la única forma de liberar a su mujer e hijos de la des-gracia y vergüenza a las que los había sometido. En el preciso momento en que esto ocurría sobre el escenario, los tramoyistas perdieron el control del incendio y el teatro de Lima comenzó a quemarse.' De esta forma, el castigo ejemplarizador que Ducange había impuesto al protagonista de su obra era repentinamente transferido a los espectadores, una especie de premonición del castigo que muchos limeños ese día presentes en el teatro podían recibir debido a su propia pasión por las apuestas.

El fuego fue rápidamente controlado y los espectadores pudieron salir ilesos. El susto sin embargo fue grande, ya que las salidas de emergencia estaban bloqueadas y la estrechez de los pasillos hizo difícil la evacuación. El accidente, además, dio pie para que el remitido publicado en El Comercio comentara la extendida afición de los limeños por las apuestas, argumentan-do que la predilección por esta obra se debía sencillamente a que los asisten-tes al teatro en su mayoría eran apostadores. De otra manera, agregaba, no se podía explicar la falta de interés por otras obras como El puñal invisible, donde se representaba la pasión por el robo o el asesinato. La conclusión era simple para el autor del artículo: los limeños eran apostadores empederni-dos, pero no criminales.'

Es interesante resaltar la percepción que el autor del artículo tenía so-bre las consecuencias que las apuestas podían traer para la gente decente. El mensaje de la obra era precisamente que las apuestas eran una puerta de entrada al mundo del crimen, sin importar la posición social del jugador, tal como indicaba la vida de Jorge de Germant. Para el articulista, en cam-bio, y concordante con la visión que mayoritariamente tenía la élite limeña, las apuestas podían ser una amenaza al bienestar y patrimonio de la gente

2. El Comercio 225, 7 de febrero de 1840. 3. Ibíd.

4. Ibíd.

decente, pero en ningún caso un camino hacia la delincuencia. No opinaban lo mismo cuando eran los sectores populares los que apostaban, pues en ese caso sí creían que existía una directa relación entre apuestas y crimen dada la natural inclinación de las masas a la delincuencia.'

A través del estudio de la afición que la gente decente de Lima tenía por las apuestas y los intentos de la autoridad por controlar este vicio durante las primeras décadas del siglo XIX, en este capítulo planteo que a inicios del periodo republicano las autoridades trataron de imponer un ideal de decencia que concordara con el espíritu ilustrado promovido por los movi-mientos independentistas, al mismo tiempo que se buscaba establecer una distancia moral entre la virtud republicana y el corrupto pasado colonial. Esto, sin embargo, entró en contradicción con la manera en que las élites entendían el orden social y la idea de decencia en particular. Tal como había sucedido años atrás con las reformas impulsadas por los Borbones, esa elite fue capaz de resistir y redefinir el intento reformista, situación que afectó de manera significativa los intentos por poner en práctica nuevos reglamentos de policía.

Virtud republicana contra corrupción colonial

Desde la época colonial, las apuestas eran uno de los pasatiempos favoritos entre las personas de todos los sectores sociales en Perú. Muchos viajeros y escritores describieron cómo hombres y mujeres de buena posición social, entre ellos altos oficiales y sacerdotes, apostaban fuertemente.' Uno de los casos más conocidos de fines de la época colonial fue el de José Baquíjano Carrillo, conde de Vistaflorida. Su gusto por las apuestas incluso afectó ini-cialmente su carrera profesional, cuando en 1770 viajó a España en busca de un nombramiento para integrar el sistema judicial! Conocido su vicio, fue rechazado por la corona, aunque de vuelta en Perú fue capaz de reconstruir

5. Sobre la criminalización de los sectores populares desde mediados del siglo XVIII y el carácter represivo que adquirió el reformismo social de los Borbones en Lima, véase Walker 2005. Para el Perú republicano, véase "Walker 1990: 105-136 y Aguirre 2008: 115-138.

6. Véase, por ejemplo, Humboldt 1991 y Teralla y Landa 1854.

7. Burkholder 1980: 41-45.

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su carrera lentamente. Poco a poco, fue obteniendo cargos de influencia en el ámbito local y se transformó en un miembro prominente de los círculos ilustrados: fue presidente de la Sociedad de Amigos del País, y frecuente colaborador del Mercurio Peruano. En agosto de 1806, Baquíjano fue fi-nalmente nombrado oidor de la Real Audiencia de Lima, y posteriormente la Regencia lo designó miembro del Consejo de Estado español, haciendo caso omiso de los informes que denunciaban que nunca había dejado las apuestas.'

Baquíjano era de aquellas personas que podía apostar una fortuna en una sola mano, llegando incluso a comentarse en Lima que una vez apostó una hacienda valorizada en 60 mil pesos al prominente comerciante Mar-tín de Osambela.9 A pesar de estos antecedentes, el virrey Abascal alabó al nuevo juez en un informe confidencial enviado al rey en 1808. Aunque Ba-quíjano era "apasionado por las apuestas", según Abascal, en el informe era descrito como una persona con "con mucho talento", además de "honesto, justo y trabajador"." Dos años después del informe de Abascal, la Regencia española pidió a distinguidos limeños nuevos informes confidenciales sobre las autoridades coloniales, especialmente sobre los integrantes de la Real Audiencia, debido a su escandalosa conducta pública y arbitrariedad. Entre los informantes estaba nuevamente el virrey, más el arzobispo Las Heras e, irónicamente, el marqués de Torre Tagle, otro jugador empedernido de la aristocracia limeña." Los informes enviados a España esta vez fueron cate-góricos en contra de las autoridades, acusando a los jueces de corrupción, concubinato y adicción a las apuestas» Como consecuencia, el 31 de enero de 1812 la Regencia decretó la suspensión de varios jueces y ordenó al virrey Abascal "reprender [...] a Baquíjano por apostador". A pesar del decreto, Abascal decidió no tomar ninguna acción contra los oidores debido a la delicada situación política por la que atravesaban las colonias americanas y

8. Referencias sobre el gusto de Baquíjano por las apuestas y las consecuencias que esto tuvo en su carrera profesional en Hampe Martínez 2001: 90, Burkholder 1980: 122-123 y Anna 1979: 77-79.

9. Hampe 2001: 90. 10. Abascal, "Carta confidencial de Abascal a Caballero", AGI, Lima, legajo 737, Lima, 23

de mayo de 1808. Citada en Burkholder 1980: 123. 11. Proctor 1825: 217. 12. Anna 1979: 77-78.

porque no podía "ignorar el efecto que podían tener sobre la élite limeña las medidas contra los oidores, ya que la mayoría de ellos se habían casado en Lima o tenían contactos al más alto nivel en la sociedad locar." Baquíjano no fue censurado, y un mes después del decreto de la Regencia, las Cortes de Cádiz lo eligieron por una abrumadora mayoría como miembro del Consejo de Estado español."

El caso del conde de Vistaflorida es un buen ejemplo para graficar la ambigüedad con que se castigaba a los apostadores a fines de la colonia cuando estos pertenecían a la élite, más aún en momentos de extrema inesta-bilidad, como lo fueron los primeros años del siglo XIX. I -1s leyes coloniales claramente desaprobaban las apuestas entre los altos oficiales de gobierno, y de hecho las Leyes de Indias se preocupaban más de controlar el juego entre los representantes del monarca que entre la población en general." Según la ley, las autoridades debían actuar con celo contra las casas de juego, porque "estas juntas, juegos y desórdenes suelen ser en las casas de los gobernadores, corregidores, alcaldes mayores y otras justicias", siendo incluso frecuenta-das por sacerdotes, todas ellas personas que supuestamente debían tener un comportamiento ejemplar y estaban a cargo de hacer cumplir la ley." Du-rante el siglo XVIII, sin embargo, la manera en que las autoridades plantea-ron el problema cambió, centrando sus esfuerzos en los excesos de la cultura popular, mientras miraban hacia otro lado ante los excesos de la élite.17

Este fue el resultado de la lectura que las élites americanas hicieron del proyecto ilustrado proveniente de Europa, adecuando su racionalidad a sus intereses particulares y las diferencias sociales y raciales que predominaban en la sociedad colonial. Esta resistencia o adecuación de las élites hizo que el proyecto reformista de los Borbones se desdibujara y ganara en ambigüedad, y desde una perspectiva social, fortaleciera "la división entre 'gente decente'

13. Ibíd., p. 79. 14. Burkholder 1980: 123. 15. Esto no solo ocurría en lo referido a las apuestas. Durante el siglo XVII, la corona estaba

más preocupada de controlar a las autoridades y élites americanas que a los sectores populares. Véase Viqueira 1999: 4-7.

16. Recopilación de Leyes de Indias, libro 7, título 2, leyes 1, 2 y 3, Archivo Digital de la Legislación en el Perú (en adelante ADLP).

17. Chambers 1999: 190.

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y los sectores populares, dado que las clases altas evitaron cualquier tipo de integración social"."

A diferencia de las Leyes de Indias, los reglamentos de policía pro-mulgados durante la segunda mitad del siglo XVIII en muchas ciudades latinoamericanas asociaron el vicio principalmente a los sectores populares. Como consecuencia, el consumo de alcohol y las apuestas, especialmente en lugares públicos como las pulperías y los bodegones, fueron perseguidos con mayor celo." Nuevas autoridades, como los alcaldes de barrio, "añadieron la función de disciplina moral al sistema judicial", buscando "la creación de un individuo capaz de auto controlarse".2° Las campañas moralizadoras, por lo tanto, "estaban animadas por el deseo de la elite de destacar su superio-ridad a través de comportamientos relacionados con la higiene, el alcohol y el decoro".2'

En otras palabras, los ideales ilustrados promovidos por el Estado para controlar a la población se materializaron a través de estas nuevas institu-ciones y reglamentos de policía, los que al mezclarse con las nociones de decencia promovidas desde antes por las élites locales, se transformaron en un instrumento que enfatizaba las distinciones sociales y raciales. La llegada de la independencia, sin embargo, generó una fisura en el proceso mediante el cual las élites se habían apropiado del pensamiento racional ilustrado, confrontando los límites sociales y raciales promovidos por la decencia con discursos y proyectos sustentados por los nuevos gobiernos republicanos que buscaban distanciarse del pasado colonial.

En el caso de las apuestas, por ejemplo, San Martín fue drástico. En un decreto de 1822 definía a las apuestas como "un delito que ataca la moral pública" y por lo tanto merecía ser castigado con penas de cárcel y no senci-llamente con multas. 22 Se decretó por consiguiente que los dueños de casas de juego debían ser penados con dos meses de cárcel, y seis meses en caso de

18. Walker 2005: 91.

19. Para un panorama sobre las regulaciones de la policía durante el siglo XVIII en Lima, véase Moreno Cebrián 1981: 101-109; y Mera Ávalos 2004: 287-351.

20. Voekel 1992: 186.

21. Ibíd. Véase también Viqueira 1999 y Walker 2005.

22. Decreto del 3 de enero de 1822, ADLP, Congreso de la República del Perú. Sobre las reformas de San Martín, véase Gray 1950: 3-11.

reincidir. Los jugadores serían también castigados con un mes de cárcel, aun cuando apostaran en casas particulares.23 Días más tarde, con la intención de hacer más efectivo el decreto anterior, el gobierno anunció que se otorgaría libertad a "los esclavos o esclavas que denunciasen al gobierno o cualquier juez inmediato las reuniones que hayan en casas de sus amos con el objeto de jugar juegos prohibidos". Los esclavos recibirían además la mitad del dinero que se encontrara sobre el paño al momento en que los apostadores fueran sorprendidos.24

Medidas como estas muestran con claridad que el objetivo no era per-seguir los vicios de los sectores populares, o al menos no de manera exclusi-va. Ciertamente, podrían también esconder una motivación política, pero aunque así fuese, de igual manera hacían caso omiso de la adecuación a la que había sido sometido el reformismo borbónico a partir de la resistencia de las élites, y aunque fuese de manera indirecta, recuperaban su raciona-lidad original. Se generaba así un conflicto que tendría importantes conse-cuencias sobre la definición de la institucionalidad republicana, de la misma manera como había ocurrido años antes con las nuevas instituciones creadas por los Borbones.

Perseguir las casas de juego era crucial para el nuevo gobierno, pues las apuestas eran consideradas "el germen de los mayores sinsabores domésticos y miserias públicas".25 Pero más importante que eso, era una manera de establecer la superioridad moral de la república comparada con el corrupto pasado colonial y, de paso, queriéndolo o no, de redefinir la idea de decencia que predominaba hasta ese entonces. De esta forma, por ejemplo, el gobier-no republicano justificó la prohibición de las peleas de gallos declarando que de "nada importaría hacer la guerra a los españoles, sino la hiciésemos tam-bién a los vicios de su reinado: salgan de nuestro suelo los tiranos, y salgan con ellos todos sus crímenes".26

Las autoridades provinciales siguieron el ejemplo de Lima. Tres años después de los decretos de San Martín, se publicó en Arequipa un edicto prohibiendo el juego. Se argumentaba que este vicio atacaba las bases del

23. Ibíd.

24. Decreto del 25 de enero de 1822, ADLP, Congreso de la República del Perú.

25. Ibíd.

26. Decreto del 16 de febrero de 1822, ADLP, Congreso de la República del Perú.

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I / Vicios coloniales, virtudes republicanas

republicanismo, ya que "causa la pérdida del honor, rectitud y providencia, consume la vida que debía de ser de provecho a la Nación, trastorna el or-den de los negocios públicos y obligaciones domésticas [...] y prostituye la razón hasta que le es odiosa la suerte de la familia, despreciable la propia e indiferente la común".v

Según el discurso oficial, las ideas republicanas que promovían la virtud moral y la igualdad ante la ley, se enfrentaban a la corrupción del antiguo régimen, tolerante con los vicios de la población, en especial los de la élite. El conflicto, sin embargo, era más complejo. Lo que las autoridades repu-blicanas confrontaban, era una idea de decencia en la que la moralidad se asociaba a la posición social del individuo, una idea arraigada entre la élite peruana, sin importar si esta fuera realista o republicana, criolla o española. Como veremos en las páginas siguientes, el problema en definitiva, era la manera en que la gente decente entendía la sociedad y defendía su posición en ella. Tal como había ocurrido a mediados del siglo XVIII, reclamaba de las autoridades un trato especial porque creía que tanto desde una perspectiva moral como social su comportamiento no podía ser medido de la misma forma en la que se medía el de los sectores populares.

El gusto por las apuestas: un mal endémico

Quienes apoyaban el discurso moral republicano comenzaron a denunciar en la prensa los abusos cometidos por los apostadores y el daño que hacían a la sociedad. En julio de 1828, un artículo en el Mercurio Peruano hacía recordar las palabras de San Martín cuando anunció la erradicación de los vicios coloniales. El escritor se quejaba diciendo que a pesar de que los espa-ñoles habían sido efectivamente expulsados, los vicios seguían desangrando al país, puesto que los decretos de gobierno habían caído rápidamente en el olvido y las casas de juego habían reaparecido por toda la ciudad. 22 Otro ar-tículo hacía ver a las autoridades que las apuestas no solo se hacían en lugares públicos, como los cafés, sino que también en privado. El autor denunciaba que bajo el pretexto de practicar inocentes pasatiempos, la gente se juntaba

27. Bando prohibiendo el juego de azar, BNP, doc. D8478, 1825. Citado por Chambers 1999: 212.

28. Mercurio Peruano 278, 15 de julio de 1828.

todos los días a jugar escandalosos juegos de dados, que son "un semillero de vicios y desórdenes"."

Quienes se quejaban de la libertad que existía para apostar, argumenta-ban que el juego afectaba a todos los sectores de la sociedad, desde personas que "están verdaderamente necesitadas [hasta] otros que quieren vivir como mayorazgos, sin dedicarse a trabajo alguno"." Aún más, tal como ocurría durante la colonia, importantes autoridades estaban involucradas en él. Un artículo publicado en 1827 denunciaba que el congresista José Mansueto Mansilla había abierto su propio coliseo de gallos en las afueras de la ca-pital. El artículo sostenía que el accionar de Mansilla era una "usurpación grosera", puesto que el gobierno había firmado un contrato que entregaba la exclusividad de esta actividad a otra persona?' Al día siguiente, un nuevo ar-tículo defendió a Mansilla argumentando que el congresista tenía el derecho de tener su propio coliseo de gallos, "pues los vecinos de pueblos suburbanos y los convalecientes en ellos tienen libertad de entretenerse con sus gallos o toros según les parezca", agregando que la existencia de un coliseo público, no implicaba que Mansilla no pudiese "divertirse en su casa de campo con sus amigos"."

El mismo autor que denunció a Mansilla respondió inmediatamente criticando el supuesto carácter "privado" del coliseo del congresista. Quien escribía decía haber visto con sus propios ojos congregarse "más de dos-cientas personas y atravesarse apuestas de consideración", cuestionando que estas reuniones fueran solo recreativas." El artículo además enfatizaba que era incorrecto que "un padre de la patria", quien solo debía preocuparse de darle buenas leyes al país, perdiera el tiempo "viendo pelear dos animales"»

Apostar privadamente o en público no era una diferencia menor desde una perspectiva legal, a pesar de que el decreto de San Martín penaliza-ba ambos. En el caso de Mansilla, sin embargo, el artículo denunciaba a un congresista, una figura pública de la cual supuestamente se esperaba un

29. Mercurio Peruano 41, 20 de septiembre de 1827.

30. Mercurio Peruano 1135, 25 de junio de 1831.

31. Mercurio Peruano 60, 12 de octubre de 1827.

32. Mercurio Peruano 61, 13 de octubre de 1827.

33. Mercurio Peruano 62, 15 de octubre de 1827.

34. Ibíd.

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comportamiento ejemplar, especialmente en asuntos que el propio gobierno había definido como vicios contrarios al sentir republicano."

Las reuniones sociales de la gente decente también se transformaron en un foco de conflicto. A pesar de ser reuniones privadas donde supuesta-mente apostar no era el propósito principal, las denuncias contra las tertulias eran comunes. La diferencia de posiciones en torno a las tertulias se centraba en un aspecto netamente social. Por un lado, estaban los que creían que apostar era de por sí un delito, y por otro, aquellos que pensaban que su posición social les permitía el privilegio de apostar como un pasatiempo, sin entenderlo como un acto delictivo.

Un artículo en El Comercio sostenía en enero de 1842 que la pasión por las apuestas estaba tan arraigada entre los limeños que si un extranjero, abso-lutamente ignorante de las costumbres del país, era invitado a una tertulia, creería estar frente a algún tipo de rito religioso. Su descripción sería la de un ferviente grupo de personas presididas por un sacerdote que daba y recibía ofrendas alrededor de un altar cubierto por un paño verde."

La imaginación del escritor no estaba lejos de la realidad. William Waithman, un oficial de la armada norteamericana que visitó Perú en 1833, dejó una detallada descripción de las tertulias de la gente decente y de uno de sus juegos favoritos, el "monte al dao".37 Según Waithman, oficiales del ejército, sacerdotes y mujeres de la alta sociedad se congregaban alrededor de una mesa cubierta con un paño verde en el que la gente hacía sus apuestas hasta que la banca gritaba "¡Todo como pintar, anunciando que no se acep-taban más apuestas. Luego, el encargado de tirar los dados gritaba:

"¡Ya voy!" [...] y luego de agitar los dados en la palma de su mano, por un instante los fatídicos cubos rodaban sobre el paño. Los ojos de quienes estaban sentados los seguían con interés, mientras quienes se encontraban parados de-trás de las damas, se inclinaban para ver en qué dirección iba la fortuna. "As y dos!", gritaron unas seis personas al mismo tiempo. La S perdió y la A ganó. Las damas que habían apostado a la A extendieron sus manos —en las que

35. Informe del Señor Prefecto del Departamento que trata sobre el asiento de gallos, Lima, 5 de marzo de 1825. Citado en Mercurio Peruano 64, 17 de octubre de 1827.

36. El Comercio 797, 25 de enero de 1842. 37. Ruschenberg 1835: 99-101. Véase también las descripciones de Proctor 1825; Radiguet

1972 [18521: 37-38; Smith 1839, vol. I: 90, 153-154; y Markham 1856: 363-365, 374.

brillaban los anillos de diamantes— para recoger sus ganancias, mientras los que habían apostado a S, veían su dinero amontonarse en la pila de la banca.38

El oficial estadounidense declaraba estar muy impresionado también por las altas sarnas que la gente apostaba, y por la presencia de niños de entre ocho y diez años, quienes sin ningún impedimento de los mayores, apostaban con toda libertad.39

Según muchos remitidos, la corrupción de la juventud era precisamen-te uno de los principales males que las apuestas causaban a la sociedad. Quienes querían erradicar el vicio exigían que las autoridades asumieran el problema con seriedad, puesto que si la juventud se corrompía, se amena-zaba el futuro del país entero. Un lector que se identificó como "ciudadano honesto" escribió al Mercurio Peruano en agosto de 1829 denunciando que lugares como el Café de Mercaderes eran "verdaderas escuelas del vicio". El autor destacaba que él mismo había sido víctima de las funestas consecuen-cias que traía el que se aceptara a jóvenes en esos lugares, pues uno de sus sobrinos le había robado un candelabro de plata y 14 pesos para ir a apos-tarlos al mencionado café.4°

Pocos días después, Francisco Pérez confirmaba las quejas contra los cafés de la ciudad. Esta vez se criticaba al Café de Bodegones, un lugar que, según Pérez, corrompía a la juventud. Pérez relataba que le había entregado una onza de oro al "bueno de su hijo" para que acudiera a la casa de don Ra-món Solís a cancelar una deuda que tenía con él. Camino a la casa de Solís, el hijo de Pérez había sido tentado de entrar al mencionado café, donde se jugaba la quina.'" Una vez dentro, un grupo de amigos que se encontraba apostando convenció al joven para que probara suerte. Como resultado, el hijo de Pérez perdió la onza y sin saber cómo explicar lo sucedido de regreso a casa, buscó a un amigo de su padre para que lo acompañara y así evitar el castigo que le esperaba.42

38. Ruschenberg 1835: 100. . 39. Ibíd., p. 101. 40. Mercurio Peruano 601, 25 de agosto de 1829. 41. En el juego de la quina, cinco números eran sorteados de un universo de 90 y se ganaba

con tres, cuatro o cinco aciertos. 42. Mercurio Peruano 604, 28 de agosto de 1829.

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En su artículo, Pérez nunca puso en duda la rectitud de su hijo, como tampoco mencionó su falta de juicio al decidir apostar un dinero que no era suyo. Al contrario, el padre criticaba el hecho de que los cafés permitieran la entrada de jóvenes a apostar "y los efectos que produce en los hijos de familia". La falta de su hijo era responsabilidad de los cafés, y su intención al escribir el artículo, por lo tanto, era llamar la atención de los padres para que no permitieran que sus hijos fueran "seducidos" por estas escuelas del vicio." Lamentablemente para el padre, incluso las escuelas eran denun-ciadas como lugares donde la juventud apostaba, a veces instigada por sus propios profesores»

De la misma manera en que los padres se quejaban del daño que cau-saba el juego en la juventud, las mujeres se lamentaban de sus maridos. Una "infeliz esposa" confesaba que las casas de juego "eran capaces de convertir a los hombres más santos en diablos";" Según esta mujer, su marido siempre había sido un jugador, pero últimamente el vicio había empeorado. Una tarde esperó que ella fuera a misa para forzar el cajón de su cómoda y robar-le joyas que luego vendió para poder apostar. La mujer decía temer que su marido terminara abandonándola, quedando desamparada y pobre, por lo que pedía al gobierno tomar medidas contra las casas de juego y remediar la desgracia que ella y quizás muchas otras mujeres sufrían."

Es interesante resaltar que las quejas contra las casas de juego que se publicaban en la prensa a inicios del periodo republicano no mencionan a los sectores populares. El temor en estos artículos era la desintegración de la familia y la corrupción de la juventud, y a diferencia de lo ocurrido en la se-gunda mitad del siglo XVIII, no exigían controlar el comportamiento de las masas. Esto es significativo, puesto que mientras a mediados del siglo XVIII se buscaba alejar a la plebe de los vicios, ahora se quería que la gente decente no cayera en estas prácticas. Era una forma de distanciarse del legado de una sociedad colonial que estaba corrupta desde arriba, tratando de evitar los

43. Ibíd. 44. Véase, por ejemplo, el caso de don Justo Carpio, profesor de latín del Colegio de Santo

Tomás, que fue denunciado en 1829 porque permitía que los estudiantes estuvieran absolutamente dedicados a los juegos de cartas y otros juegos prohibidos. Mercurio Peruano 609, 3 de septiembre de 1829.

45. Mercurio Peruano 608, 2 de septiembre de 1829. 46. Ibíd.

II / Vicios coloniales, virtudes republicanas 53

juegos de azar en las tertulias, cafés y escuelas, lugares donde debían reinar pasatiempos aceptables según la idea ilustrada de decencia. Ello no significa que las apuestas estuvieran ausentes de callejones y chicherías a inicios del siglo XIX, pero es notable que tanto la prensa como las multas cursadas por la policía en estos años muestren el interés por controlar las apuestas al otro lado del espectro socia1.47

Solo un artículo publicado en diciembre de 1828 denunciaba apuestas entre los presos de la cárcel de Lima. El problema, sin embargo, no era el comportamiento de los reos sino el de Francisco Arangua, el alcaide, quien incitaba las apuestas entre los prisioneros. Peor aún, Arangua era acusado de usar dados cargados." El alcaide fue posteriormente enjuiciado y sentencia-do en 1831 a cuatro meses de cárcel en el presidio de El Callao por robarles a los presos."

A pesar de las intenciones de las autoridades y las permanentes denun-cias publicadas en los periódicos, fue poco lo que los gobiernos pudieron hacer durante las décadas de 1820 y 1830 para controlar la inclinación que muchos limeños tenían por las apuestas. Las fuerzas policiales eran irregu-lares y carecían de los recursos humanos y materiales para hacer cumplir la ley. La situación era aún más compleja si personajes públicos como el con-gresista Mansilla y sectores de la propia élite limeña no estaban dispuestos a acatar las disposiciones que limitaban las apuestas, al considerar que tenían el derecho de hacerlo, al menos en privado. Desde su propia perspectiva, las apuestas no eran un delito si eran practicadas por gente decente.

Una "prudente" advertencia a la policía

En la medida en que el país fue ganando estabilidad interna, hacia fines de la década de 1830, fue posible contar con mayores recursos para organizar fuerzas policiales regulares y las campañas contra las casas de juego ya no

47. Entre febrero de 1840 y enero de 1841, por ejemplo, la policía de Lima no cursó ningu-na multa a casas de juego ubicadas en los distritos populares, como la Parroquia de San T á7nro, lo que nos habla de una selectividad espacial ala hora de definir el control sobre esos lugares. Véase Whipple 2004: 142-145.

48. Mercurio Peruano 402 y 409, 5 y 23 de diciembre de 1828.

49. "Confirmatoria de la Corte Superior del 17 de marzo de 1831", publicada en El Comercio 2470, 20 de septiembre de 1847.

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fueron solo retóricas. Durante el segundo gobierno de Agustín Gamarra (1839-1841), hubo una especial preocupación por el orden urbano y un nuevo plan de administración local fue puesto en práctica. El gobierno cen-tral suprimió las municipalidades y creó intendencias, al mismo tiempo que estableció un nuevo reglamento de policía para la ciudad de Lima que sirvió de modelo para otras ciudades y estuvo vigente hasta 1877."

A inicios de 1840, el diario oficial El Peruano celebró la entrada en vi-gencia del nuevo reglamento, enfatizando que con solo un poco de esfuerzo y voluntad de parte de sus vecinos la capital experimentaría extraordinarias me-joras. El artículo destacaba que la suciedad de Lima era excesiva y que la gente no alumbraba el frente de sus casas, dos situaciones que afectaban la seguridad y la salud de los limerios.51 Afortunadamente, según el autor, los sectores po-pulares en Perú no eran proclives al crimen, al menos en las áreas urbanas; de otra manera, la situación sería peor. El consumo de alcohol era un problema grave entre las masas, pero estaba lejos de causar tantos inconvenientes como las apuestas, un vicio que según el artículo, era el peor de todos."

El autor destacaba que por todos era sabido el gran número de casas de juego que operaban en Lima y los hábitos "degradantes y envilecidos" que en ellas se permitían. Su opinión, sin embargo, sobre las consecuencias que el juego traía era mucho más drástica que la del común de la gente decente. El artículo destacaba que las apuestas sí eran la puerta de entrada a una serie de crímenes y otros vicios: "Allí el hijo de familia pierde lo que quizá ha robado a sus deudos y se acostumbra a robarles para tener más que perder. Allí el pa-dre de familia se deja arrebatar por la vuelta de un dado, lo que ese día debía servir para comprar el pan a sus hijos e hijas, y fuerza a aquellos a buscar en los crímenes y a éstas en la prostitución los medios de satisfacer su hambre"."

A pesar de los problemas que la ciudad enfrentaba y de la necesidad real de contar con una fuerza policial regular, para algunos ciudadanos la policía era un instrumento que podía ser utilizado con fines políticos, tal

fi / Vicios coloniales, virrudei republicanas 55

como había ocurrido durante los últimos arios de la colonia y primeros de la república. Por eso, el gobierno de Gamarra tuvo especial cuidado en expli-car a la ciudadanía, y en especial a la élite, los alcances del nuevo proyecto y distanciarlo de experiencias anteriores. El gobierno declaraba entender la reticencia que el proyecto generaba entre "personas juiciosas, que profesan un amor sincero a las instituciones libres". Pero hacía hincapié en que ahora la policía sería distinta a la de "Fernando VII del ario 23 [...] o la del taimado Felipe Ir." El objetivo del gobierno no era restringir libertades, espiar la vida privada de los ciudadanos, pagar informantes, incitar la hipocresía en la sociedad, o cualquier otra típica acción de gobiernos despóticos. Por el contrario, lo que el gobierno buscaba era perseguir "los vicios escandalosos que ofenden y trastornan la moral [...] sostener el orden y la quietud, evi-tando más bien que castigando, [protegiendo] a la persona y los bienes de los ciudadanos"."

El reglamento de policía de 1839 era el más completo intento por con-trolar la vida urbana en la historia peruana hasta esa fecha, aunque no di-fería mucho de los reglamentos coloniales del siglo XVIII. Como concepto, policía seguía siendo entendido de una manera amplia que hacía referencia a todos los aspectos de la vida urbana, incluyendo la seguridad, salubridad, moralidad y buenas costumbres, obras públicas y el comercio.56 La diferen-cia estaría ahora en la forma en que el reglamento se aplicaría.

Imbuidos de esta nueva moralidad republicana, e inspirados por la energía que el gobierno ponía en el nuevo reglamento, algunos de los nue-vos intendentes asumieron sus funciones con particular celo, especialmente sobre las ampliamente denunciadas casas de juego, dejando en evidencia la resistencia que la gente decente oponía al control que el Estado pretendía ejercer sobre su vida. Más aún, algunos intendentes manifestaron pública-mente que la condición social de los individuos no tenía relación alguna con el cumplimiento de la ley."

50. Sobre el reglamento de policía de 1839, véase López Martínez 1998: 249-263. Sobre el desarrollo institucional de la policía republicana, véase Merino Arana 1966 y Zapata Cesti 1949.

51. Sobre las condiciones medioambientales de la Lima decimonónica, véase Lossio 2002. 52. El Peruano 7, vol. 3, 22 de enero de 1840.

53. 'bid.

54. Ibíd.

55. Ibíd.

56. Sobre el concepto de policía en España y América Latina colonial, véase Kagan 2000: 26-39; y 1983: 77-95.

57. Sobre la resistencia de la gente decente a acatar el reglamento de policía de 1839, véase Whipple 2004: 125-151.

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En marzo de 1840, el presidente Agustín Gamarra nombró a Joaquín Torrico como intendente de policía de Lima para que pusiera en práctica el nuevo reglamento. Tan pronto como asumió el cargo, este oficial de ejér-cito de 36 años anunció a los habitantes de la ciudad que su misión como intendente era "conservar la moral pública y evitar que los jóvenes y demás clases de la sociedad se corrompan frecuentando reuniones donde se pierden honor, crédito y fortuna". Además, destacó que esta vez la intendencia iba a ser "inexorable en perseguir las casas de juego dentro y fuera de la ciudad, sea cual fuera el rango de las personas que las consientan"."

Las palabras de Torrico no pasaron desapercibidas y provocaron inme-diatas reacciones. Un artículo firmado por "Los limeños" aplaudía el "celo del intendente" y esperaba que este cumpliera sus promesas. Sin embargo, al mismo tiempo algunos se declaraban reticentes a creer en las palabras de la nueva autoridad, dado que los "vicios incorregibles" operaban a la sombra de la propia autoridad."

El artículo era un llamado de atención, ya que si el intendente estaba de verdad decidido a terminar con las apuestas, debía luchar contra la compli-cidad de las autoridades, el escepticismo de otros, y principalmente contra las reuniones de la gente decente, no solo en Lima, sino también en Cho-rrillos. Este balneario cercano a Lima era el lugar preferido por las familias acomodadas para escaparse de la capital, especialmente durante los meses de verano, y donde las apuestas eran uno de los pasatiempos predilectos.

Quienes pedían el cierre de los lugares de apuestas estaban impacientes por ver cumplidas las promesas de Torrico, y en pocas semanas comenzaron a hablar del fracaso del intendente. Argumentaban que a diario la policía estaba multando a muchas personas que no acataban el nuevo reglamento, pero no a quienes apostaban." Una carta firmada por "Los hombres de fa-milia" planteaba que de nada habían servido las advertencias del intendente, ya que la gente apostaba con más tranquilidad que antes. Ilustraban su argu-mento con el caso de un joven de buena familia que pocos días antes había perdido toda la fortuna familiar en Chorrillos, algo que lamentablemente estaba sucediendo con frecuencia en la capital»

58. El Comercio 251, 11 de marzo de 1840. 59. El Comercio 252, 12 de marzo de 1840. 60. El Comercio 257, 18 de marzo de 1840. 61. El Comercio 263, 27 de marzo de 1840.

/ Vicios coloniales, virtudes republicanas 57

El intendente finalmente tomó medidas contra las casas de juego, y tal como había prometido, el 21 de abril de 1840 fue a Chorrillos acompaña-do de 20 hombres de infantería. Si no lo había hecho antes, según explicó al día siguiente, era sencillamente porque esa era gente importante, y ante ella había que actuar con cautela.62 El intendente se refería, entre otras, a doña Ignacia Palacios, una delicada señora de familia respetable en cuya casa distinguidos miembros de la sociedad limeña se juntaban a apostar.63 El intendente, sin embargo, no fue recibido por doña Ignacia con la amabi-lidad que la caracterizaba. Según doña Ignacia, la presencia de la policía en su casa era deshonrosa, y exigió a Torrico una orden judicial que avalara su acción. Inmediatamente después, según las palabras del intendente, el hijo de doña Ignacia intentó expulsarlo por la fuerza, pero fue detenido por su madre y hermanas." Acto seguido, José María Palacios "se retiró a su cuarto, de donde regresó con un puñal en la mano" para atacar a Torrico, pero fue detenido nuevamente, esta vez por uno de los oficiales que acompañaba al intendente.65 A pesar de la resistencia, esa noche Torrico multó con 50 pesos a la casa de juego de doña Ignacia, y después a la de Antonio Chacón y a la del señor Dominiconi."

Varias casas ubicadas en Lima fueron también multadas en las semanas siguientes, lo que dejó satisfechos a quienes habían criticado la pasividad del intendente pero molestó a otros. El 29 de mayo, un "hombre curioso" escribió a El Comercio preguntando si existía algún favoritismo en la perse-cución de las casas de juego, pues las de Salgado y Recabarren, donde solo se permitía "personas conocidas y de clase", habían sido multadas, pero no la de la señora Calero. Esta última, según el autor, era un "garito pernicioso" donde acudían "vagos y ociosos" que con su inmoralidad aterraban "a las familias respetables que viven contiguas".67

Un aspecto clave en la aplicabilidad del reglamento de policía era, enton-ces, sobre quiénes caía el peso de la ley y qué actividades debían controlarse.

62. El Comercio 282, 22 de abril de 1840. 63. Witt 1987, vol. 2: 183. 64. El Comercio 282, 22 de abril de 1840.

65. Ibíd. 66. Ibíd. 67. El Comercio 313, 29 de mayo de 1840.

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El problema para el "hombre curioso" no eran las apuestas como una fuente de corrupción, sino a quiénes se les permitía apostar. Para él y para los due-ños de casas de juego "decentes", era aceptable que la gente respetable apos-tara, no así los sectores populares, quienes no compartían los mismos valores morales. Un argumento similar fue publicado en El Comercio en abril de 1841, después de que doña Ignacia Palacios fuera nuevamente multada por administrar una casa de juegos, aunque esta vez se trataba de su casa en Lima. El artículo, titulado "Prudente advertencia al Señor Intendente de Policía", argumentaba que la población de Lima debía ser gobernada por autoridades que "conozcan y distingan el estado, carácter y posición de las personas ve-cinas". Esto se hacía necesario porque "aunque por la ley republicana todos sean iguales ante la ley [...] hay en la sociedad cierta clase, que aun en la hi-pótesis de delincuente por haber violado algún pacto, siempre es considerada por el mandatario en la aplicación de la pena"." Seguía el artículo apuntando directamente a la acción del intendente, a quien describía como un ser tan ignorante sobre el tipo de personas que componen la sociedad que era capaz de confundir la casa de doña Ignacia Palacios, donde la gente disfruta de "diversión oportuna y lúcida tertulia, con el garito de un cualquiera"."

Esta distinción de clase no solo era visible en el control sobre las casas de juego sino en la aplicación del reglamento de policía en general, y refle-jaba los límites que para la gente decente eran aceptables en la regulación de su vida en favor del bien común. El intendente Torrico sufrió en carne propia esta ambigüedad. A las pocas semanas de asumir, comenzó a reci-bir elogios por las notables mejoras que Lima experimentaba, la que según algunos vecinos se había transformado en una ciudad más limpia y más segura." Pero esas mejoras tenían un precio para los limeños, y ese precio era el notable aumento en las multas que la policía cursaba a diario desde que el reglamento había entrado en vigencia, especialmente en los cuarteles donde vivía mayoritariamente la elite, lo que se transformó en otro foco de conflicto entre el intendente y la gente decente.71

68. El Comercio 563, 14 de abril de 1841. 69. Ibíd. 70. El Comercio 298, 11 de mayo de 1840. 71. Para un detalle de los barrios donde se concentraba la acción de la policía en 1840 y de

las multas cursadas a diario, véase 'Whipple 2004: 141-144.

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A pesar del celo en el cumplimiento de sus funciones, Joaquín Torrico fue removido de la intendencia a solo tres meses de haberla asumido y las reacciones no se hicieron esperar. Un artículo daba gracias al gobierno por liberar a la gente del "arbitrario Torrico, que como tan ignorante que es, creyó que el reglamento de policía y su autoridad se entendían sobre la gente decente".72 En otro artículo publicado por esos días, "Un amante del orden" aplaudía la remoción de Torrico y comentaba que el nuevo intendente Juan Elizalde era una garantía de que se respetaría a la gente decente porque él era "un limeño honrado, amable, recto, bondadoso, desinteresado y lleno de maneras finas, como que es todo un caballero"? Según el autor, el gobierno debía proteger a la gente decente, y la remoción de Torrico era efectiva-mente el primer paso hacia la eliminación de una serie de autoridades que la "molestaban". Es más, el artículo concluía que si el gobierno no protegía a la gente decente dada su superioridad moral, al menos debía hacerlo en compensación por la deuda que el Estado tenía con ella.74

Este artículo y lo que inicialmente pareciera ser la simple oposición al reglamento de policía en salvaguarda de las jerarquías sociales, abre sin embargo una nueva perspectiva sobre la magnitud de las consecuencias que trajo a la formación del Estado republicano la defensa del ideal colonial de decencia. El autor del remitido hacía referencia en su texto a la deuda interna que el Estado peruano mantenía con muchas familias de la élite, quienes a través de sus préstamos, voluntarios o forzosos, habían financiado por años el escuálido presupuesto nacional y, por lo tanto, los permanen-tes conflictos armados que habían afectado al país desde la independencia. Arios más tarde, la consolidación de esa deuda se transformaría en uno de los episodios más oscuros de la historia decimonónica peruana.75 Antes de que el Estado liquidara esa deuda, la gente decente exigió prerrogativas que incluso afectaron la aplicación de los reglamentos de policía. Tal vez no es coincidencia que el gobierno de Agustín Gamarra designara a Juan Elizalde en reemplazo de Torrico, nombramiento que el "amante del orden" celebró con entusiasmo. Años más tarde, Elizalde se transformaría en uno de los

72. El Comercio 326, 15 de junio de 1840 73. El Comercio 324, 12 de junio de 1840.

74. Ibíd.

75. Véase Quiroz 2008: 120-129.

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principales beneficiados por el Estado en el proceso de consolidación de la deuda interna."

No en nuestra casa

La resistencia al reglamento de policía tenía relación directa con las jerar-quías sociales promovidas por la idea colonial de decencia. Como institu-ción, la policía de aquella época no era independiente. Era parte del ejército, y aquellos que eran asignados a patrullar la ciudad pertenecían a sus rangos más bajos. Junto a las patrullas, las funciones de policía eran también asu-midas por vecinos voluntarios que se encargaban de vigilar el barrio en que vivían. El gobierno de Gamarra, además, reorganizó la vigilancia nocturna, la cual era costeada por los propios vecinos con el pago del serenazgo. Ello, sin embargo, resultaba contraproducente, pues reforzaba el derecho que la gente decente creía tener de exigir el respeto de las diferencias sociales, al ser ella la que financiaba directamente el servicio.77

Los problemas que enfrentó Torrico, por lo tanto, no eran aislados, y no se pueden explicar exclusivamente por su celo en aplicar la ley. Por el contrario, este era un problema que afectaba a todos quienes efectuaban labores policiales. De hecho, quienes patrullaban la ciudad debían enfrentar de manera cotidiana a quienes ponían el respeto a las jerarquías sociales por sobre el respeto a la ley, problema que se agudizaba aún más cuando sus fun-ciones los llevaban a entrometerse en los espacios donde el interés público chocaba con el ámbito privado.

En febrero de 1829, por ejemplo, el coronel Sals7a r realizaba una pa-trulla nocturna por la ciudad acompañado de un grupo de vecinos, cuando fueron alertados del robo a un domicilio. La patrulla persiguió al sospe-choso, quien buscó refugio en la casa de don Mariano de Sierra, mayor del ejército, y futuro ministro de estado durante el gobierno de Orbegoso. El sospechoso resultó ser empleado de Sierra, por lo que el alto oficial y su es-posa defendieron a su dependiente. Días después, un artículo en el Mercurio Peruano denunciaba que aquella noche la mujer de Sierra había abofeteado

76. Ibíd., p. 77. 77. Véase, por ejemplo, La Bolsa 50 y 52, del 13 y 16 de marzo de 1841, y El Comercio 657,

del 9 de agosto de 1841.

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al coronel Sala7a r, y que el mayor Sierra había exigido la presencia de un pi-quete de soldados para que arrestaran al grupo de vecinos que habían osado entrar en su hogar." Ante la orden de su superior, Salaza c. no tuvo más que obedecer, y los miembros de la patrulla, compuesta principalmente por arte-sanos extranjeros, fueron amarrados y conducidos a la cárcel de la ciudad."

Un nuevo artículo reclamaba que era inaceptable enviar a la cárcel a "ciu-dadanos pacíficos" que protegían la ciudad de la insubordinación. Los vecinos que integraban la patrulla se encontraban ahora libres, pero debían enfrentar una demanda interpuesta por Sierra, ya que se habían negado a pedir discul-pas públicas al mayor. Según los artesanos, no había razón para disculparse pues estaban convencidos que lejos de haber ofendido a alguien, eran ellos los ofendidos, y más aún, "la nación que representaban en aquel caso"."

Mariano de Sierra ocupó las páginas del mismo periódico para defen-derse ante la opinión pública. En su artículo, sin embargo, no hizo ninguna mención a lo ocurrido aquella noche ni defendió la inocencia de su emplea-do. Se refirió, en cambio, a sus cualidades morales y posición social en com-paración con la de los extranjeros que integraban la patrulla.8' Los artesanos respondieron siguiendo la misma línea, y lo que había comenzado como un incidente policial se transformó en un debate sobre la decencia y la manera que los involucrados tenían de definir cualidades morales y sociales. Sierra argumentó que toda la república sabía de su "honradez y moderación" y que no le preocupaban las "indecentes imputaciones" en su contra. Si tenía que responderlas, lo haría ante los tribunales, donde se demostraría que sus ga-rantías como ciudadano habían sido "humilladas por una turba de hombres sin educación ni principios"." Los artesanos, por su parte, respondieron que confiaban en la integridad de los tribunales y aclaraban que su única intención era que se hiciera justicia. Sierra debía probar que ellos eran per-sonas sin educación ni principios, y también reclamaban que su honestidad y. comportamiento público intachable eran bien conocidos en la ciudad. Ahora, si ser educado "consistía en tener charreteras y dinero", entonces

78. Mercurio Peruano 450, 15 de febrero de 1829.

79. Ibíd. 80. Mercurio Peruano 451, 16 de febrero de 1829.

81. Ibíd. 82. Ibíd.

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Sierra tenía razón y se comprometían a ocupar su lugar de despreciables artesanos sin educación."

La contradicción en el actuar de Sierra estaba en que la élite limeña permanentemente demandaba mayor vigilancia frente a lo que ella descri-bía como el constante aumento de la delincuencia, denunciando perma-nentemente la incapacidad del Estado para controlar a los temidos sectores populares." Pero al mismo tiempo, no dudaba en desligarse de sus propias obligaciones cuando su posición social lo permitía, en este caso para prote-ger a sus sirvientes. De esta forma, entorpecía el trabajo de la policía con el fin de lograr la libertad de sus empleados, a pesar de que el artículo 262 del reglamento de policía establecía claramente que nadie estaba exento de sus disposiciones, "sea cual fuere su fuero"." Como el artículo no era acatado y las autoridades recibían constantes presiones para que se respetaran las je-rarquías sociales, el gobierno debió promulgar un decreto especial en que se insistía que nadie en el país estaba exento de cumplir el reglamento."

La resistencia de la gente decente al accionar de la policía continuó a pesar de los decretos que buscaban terminar con los privilegios, y entorpeció la creación de cuerpos estables de policía y el consecuente ordenamiento urbano. Además, era común que los vecinos se negaran a pagar el serenazgo, lo que provocaba que muchos serenos estuvieran impagos por largos perio-dos de tiempo." La inestabilidad laboral también alcanzaba a los oficiales, quienes solían ser removidos de su cargo por incidentes en los que la fuente del conflicto era la diferencia social entre aquel llamado a hacer cumplir la ley, y quienes debían respetarla.

En marzo de 1843, un artículo denunció que el cónsul de Brasil no alumbraba el frontis de su casa ubicada en la calle Valladolid, infringiendo

83. Mercurio Peruano 453, 18 de febrero de 1829. 84. Véase Flores-Galindo 1984, capítulo 5. Sobre la relación entre criminalidad e inestabi-

lidad política en Perú durante estos años, véase Walker 1990. Sobre los temores de las élites al afrontar el gradual fin de la esclavitud, véase Aguirre 1990: 105-136, 137-182.

85. Reglamento de policía de 1839, título VII, cap. II, art. 262, ADLP, Congreso de la Re-pública del Perú.

86. Decreto del 2 de diciembre de 1841 disponiendo se conserve en toda su fuerza el artí-culo 262 del reglamento de policía, ADLP, Congreso de la República del Perú.

87. Véase, por ejemplo, El Comercio 308 y 657, 22 de mayo de 1840 y9 de agosto de 1841, en que el intendente argumenta no ser responsable de las faltas de los serenos ya que se encuentran impagos.

lo estipulado en el reglamento." Por tal razón, el intendente ordenó a An-tonio Cepeda, teniente del segundo distrito de la capital, concurrir a la casa del funcionario. Según Cepeda, la intención del intendente no era multar al cónsul sino hacerle ver su falta con la intención de evitar futuras denuncias. Consciente de la posición social del cónsul, Cepeda buscó "los términos más corteses para comunicarle el recado", haciéndolo "en un tono que indicaba súplica más que mandato"." El cónsul respondió que él solo se preocupaba de iluminar el interior de su casa, y pidió a Cepeda le comunicara al inten-dente que en el futuro no le enviara mensajes de este tipo."

Días después del incidente, el reporte diario de la policía anunciaba que el teniente Cepeda había sido expulsado de la institución por desobe-diencia. El informe no daba detalles de las razones por las que se acusaba al teniente, pero sí expresaba que su baja debía servir como advertencia para otros oficiales.9' Sintiéndose injustamente sancionado, el teniente escribió a El Comercio detallando las razones detrás de su expulsión. Según la ver-sión del teniente, luego de cumplir con la orden que se le había dado, el cónsul escribió al intendente de policía acusándolo de haber entrado a su casa sin haberse sacado las espuelas y fumando, lo que era considerado una falta de respeto. Cepeda reconocía que• efectivamente llevaba puestas sus espuelas, pero explicaba que había sido por un simple olvido y no por deso-bediencia, además que había concurrido a la casa del cónsul a caballo. Era cierto también que tenía un cigarro prendido, pero reclamaba haber sido lo suficientemente cuidadoso como para no llevarlo a su boca hasta que el cónsul se había retirado.92 El teniente agregaba que nadie en Lima estaba exento de cumplir con las regulaciones de policía, incluso los diplomáticos, y lamentaba haber sido destituido de un cargo que el gobierno le había confiado y que él trataba de cumplir con el mayor esmero. Cepeda alegaba

88. Los costos de la iluminación no eran menores. En un documento enviado por los jueces de la corte suprema al gobierno pidiendo un aumento salarial, figura que el gasto en iluminación era mayor que el sueldo de un sirviente o, según sus palabras, equivalente al 25% de la renta de una vivienda decente. AGN, Archivo del Ministerio de Justicia RJ, Corte Superior de Justicia, leg. 45, cuaderno 11, 1 de marzo de 1825.

89. El Comercio 1146, 7 de abril de 1843.

90. Ibíd.

91. El Comercio 1142,3 de abril de 1843.

92. Ibíd.

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que no se le había permitido defenderse de las acusaciones del cónsul, y que si bien él era una persona de baja condición social, debía tener los mismos derechos que la gente de prestigio y dinero tenía para defenderse.93

El tema de las multas no era menor. La resistencia a pagar una cantidad de dinero cuando no se cumplían las obligaciones en pro del bien común era una de las principales fuentes de conflicto entre los vecinos decentes de la capital y la policía. En marzo de 1845, la intendencia estaba a cargo de Manuel Suárez, un joven que según algunos vecinos desempeñaba el cargo' con prudencia, buen juicio y honestidad propia de todo un caballero." Esas cualidades, sin embargo, no lo eximían de las críticas por el elevado número de multas que se cursaban a diario. Un "Vecino honesto" se quejaba de esta situación y argumentaba que con esta práctica se les estaba robando dinero a los ciudadanos, especialmente a los más pobres, y que incluso se azotaba a aquellos que no tenían dinero para pagar las multas."

Las acusaciones fueron consideradas injuriosas por el intendente y el artículo fue denunciado al tribunal de prensa. Luego de realizarse las inda-gaciones para dar con la identidad del autor, resultó que el vecino honesto era el doctor Francisco Javier Mariátegui, vocal de la Corte Suprema de Justicia. Asombrado con la identidad del acusador, un artículo decía que era incomprensible que alguien cuya obligación era defender el estado de derecho, recurriera a denuncias anónimas contra funcionarios públicos cuya labor era, precisamente, hacer cumplir la ley."

Mariátegui volvió a escribir en El Comercio profundizando sus críticas a la policía, aunque esta vez ya no tuvo necesidad de esconder su identidad. Explicaba que su única intención había sido detener los abusos de la policía contra la gente pobre. Según el magistrado, se debía anunciar públicamente y con un mes de anticipación la aplicación de regulaciones, tal como estaba estipulado en el artículo 272 del reglamento, y así evitar que la policía se aprovechara del desconocimiento de la población. Con respecto a los dine-ros recaudados por las multas, el juez argumentaba que nadie sabía el uso que el gobierno daba a esos ingresos, además de que la policía no cumplía

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con entregar recibos a los multados. Mariátegui era enfático también al re-cordar que la policía no solo estaba violando las leyes de la república al utilizar la pena de azotes, sino que también iba en contra de "las leyes de la decencia y la moralidad"."

Las opiniones de Mariátegui encendieron aún más el debate sobre la labor de la policía. Un nuevo artículo refutaba los argumentos del juez pu-blicando un detallado informe de los ingresos por concepto de multas según los recibos emitidos por la policía desde que Suárez había asumido la inten-dencia." En referencia a las otras acusaciones, el artículo recordaba al juez que el intendente constantemente informaba por diversos medios sobre la aplicación del reglamento, aunque la ley no lo obligaba a ello. Según el artí-culo, Mariátegui debía avergonzarse de su ignorancia, puesto que lo que el artículo 272 exigía era el anuncio de la entrada en vigencia del reglamento, y como juez debía estar al tanto de que las regulaciones habían entrado en vigencia cinco arios atrás."

El artículo finalmente negaba las acusaciones sobre los azotes y asegu-raba que el interés del juez por la gente pobre era absolutamente falso. La verdadera razón detrás de la acusación de Mariátegui era que la policía había multado a una de sus empleadas por infringir el artículo 148 del reglamento. Desde que Suárez había asumido como intendente, muchas personas ha-bían sido multadas por obstruir el tránsito en las veredas de la capital, pero Mariátegui era el único en "tomar su pluma llena de ponzoña para herir la reputación de hombres tan honrados como él".loo

Tal como le había ocurrido a Torrico, Suárez debió enfrentar la cons-tante crítica, a pesar de que mucha gente consideraba que su labor al mando de la intendencia traía extraordinario progreso a la ciudad. Nombrado in-tendente en octubre de 1844, Suárez era, según escribiera Manuel A. Fuen-tes años después, el único intendente de policía que en Lima destacó por su constancia y energía.10' Pero a pesar de los aspectos positivos que algunos destacaban, nuevamente la acción sobre las casas de juego se transformó en

93. El Comercio 1734, 22 de marzo de 1845

94. El Comercio 1736, 26 de marzo de 1845.

95. Ibíd. 96. Ibíd. 97. Fuentes 1858: 602.

93. Ibíd. 94. El Comercio 1728, 12 de marzo de 1845. 95. El Comercio 1723,6 de marzo de 1845. 96. El Comercio 1730, 14 de marzo de 1845.

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un punto sensible que hacía a muchos olvidar los aspectos positivos en la administración del intendente. Suárez centró gran parre de su acción en el control de las casas de apuestas, y los periódicos publicaban constantemente el detalle de las multas cursadas a los garitos clandestinos. Tal como había hecho Torrico, Suárez no estaba haciendo distinciones sociales en la persecu-ción de estos lugares, y entre las multas cursadas se encontraban desde antros hasta tertulias de respetables señoras, e incluso conventos.102

Los argumentos publicados en la prensa a favor o en contra de Suárez recordaban los conflictos generados por Torrico cuatro arios antes. Un ar-tículo aplaudía el celo de Suárez en sus intentos por "poner fin a este vicio maldito" y rogaba a las autoridades hicieran lo mismo en Chorrillos durante el verano que estaba por comenzar. El autor denunciaba la existencia de enganchadores que recorrían la ciudad en búsqueda de ingenuos para llevar a las casas de juego. Una vez dentro, los enganchadores simulaban apostar, pero en realidad estaban coludidos con el tahúr y recibían un porcentaje de lo que los jugadores perdían.'" En opinión del autor, las multas que cursaba la policía no eran suficientes para parar el vicio. Proponía, por lo tanto, rees-tablecer los decretos de San Martín, penalizar el juego con cárcel y alentar a los esclavos para que denunciaran a sus amos.'"

Efectivamente, las multas no lograban disuadir a los apostadores ni a los dueños de casas de juego. Para los propietarios, las multas se habían transformado en una especie de impuesto municipal que estaban acostum-brados y dispuestos a pagar para poder continuar con su negocio. La casa de juego de la señora Delgado, por ejemplo, fue denunciada en diciembre de 1844, y se reclamaba que seguía operando gracias a la posición social de su dueña y a que en ella apostaban personas influyentes.'" Un artículo publi-cado en defensa de Delgado, en ningún momento negó que su casa fuera un lugar de apuestas. Explicaba, por el contrario, que era una de las tantas casas de juego existentes en la cIlle de Núñez donde "gente decente y honesta" se juntaba a apostar, y aunque efectivamente era frecuentada por gente res-petable, la señora Delgado no tenía ningún tipo de protección especial por

102. Véase, por ejemplo, El Comercio 1653 y 1657, 12 y 17 de diciembre de 1844. 103. El Comercio 1657, 17 de diciembre de 1844. 104. Ibíd.

105. El Comercio 1657 y 1658, 17 y 18 de diciembre de 1844.

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parte de la policía. Es más, se explicaba que la casa había sido multada por el intendente cada vez que se había encontrado gente jugando, tal como se hacía con otras rA gas de juego.106

En vista del fracaso de las multas, el intendente declaró el 11 de febrero de 1845 que su intención era "cortar radicalmente y por todos los medios posibles el reprobado juego de envite".107 A partir de ese día, la intendencia entregaría una recompensa a la persona que denunciara lugares de reunión de apostadores, y si el denunciante era un esclavo, la intendencia se com-prometía a entregarle lo necesario para que comprara su libertad. El dinero vendría de lo incautado sobre la mesa al momento de ser sorprendidos los apostadores, y del dinero que estos llevaran consigo. En caso de que el di-nero incautado fuera superior al valor del esclavo, este además recibiría la mitad del remanente. En caso de que el denunciante fuera una persona libre, esta recibiría la mitad del dinero incautado producto de la denuncia.'"

T s intenciones de Suárez eran similares a las de San Martín. El contex-to, sin embargo, era notoriamente diferente. Como Carlos Aguirre ha argu-mentado, el gobierno de San Martín estaba a favor de la gradual abolición de la esclavitud, pero muchos de sus decretos al respecto deben ser entendi-dos por la necesidad práctica que en ese momento se tenía de conformar un ejército patriota.'" Aquellos beneficios inmediatos, por el contrario, no exis-tían en 1845. La población esclava no era tan significativa como en 1822, y las leyes abolicionistas de principios de la república habían sufrido una regresión durante los años treinta.'" Ante estas condiciones, el decreto de Suárez parece más un intento desesperado por detener los vicios de la gente decente, decreto que seguramente le trajo al intendente aún mayor resisten-cia de parte de los apostadores. Desde la perspectiva de la gente decente, el intendente estaba entregando a los esclavos el poder de denunciarla, gente que por su condición no tenía derechos legales, ni las cualidades morales o la inteligencia para discernir qué tipo de acto era o no un delito.

106. El Comercio 1661, 21 de diciembre de 1844.

107. El Comercio 1702, 11 de febrero de 1845.

108. Ibíd. 109. Aguirre 1995: 184-187.

110. Ibíd., pp. 47, 188-189. Según Aguirre, el 15;9% de la población de Lima era esclava en 1820, y solo un 6,9% en 1845.

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A pesar de los esfuerzos de intendentes como Torrico y Suárez, las apuestas continuaron siendo uno de los pasatiempos favoritos de los lime-ños. La idea, promovida por San Martín, de forjar una nueva moralidad republicana que prevalecería por sobre los vicios y privilegios de orden colo-nial, había fracasado, al menos en lo relativo al juego, al mismo tiempo que entorpecía la labor de la policía, quien se veía obligada a diferenciar entre los limeños que eran potenciales criminales y los que solo se entretenían sana y decentemente.

Tal como había ocurrido en 1840 cuando entró en vigencia el regla-mento de policía, en octubre de 1847 un aviso en las páginas de El Comercio anunciaba que a pedido del público se preparaba una nueva puesta en escena de la obra La vida de un jugador. Dada la aceptación que las apuestas tenían entre los habitantes de Lima, el texto que acompañaba el anuncio resaltaba lo pertinente de la obra teniendo en cuenta que "la principal misión del teatro [es] corregir los vicios" de la población." Según los empresarios, la obra de Ducange "siempre será nueva a los ojos del espectador porque [...] siempre es una lección útil para aquella parte de nuestra sociedad que pasa sus días sumida y encenegada en el detestable vicio del juego sin preveer sus fatales consecuencias". "2 Los promotores de la obra, sin embargo, no tenían en cuenta que quienes asistían al teatro consideraban que esas "fatales conse-cuencias" estaban atenuadas gracias a una superioridad moral avalada por su posición social. Tal como había opinado el comentarista de la obra siete años antes, una pieza teatral no cambiaría el gusto que los limeños tenían por las apuestas.13 Es más, como hemos visto en las páginas anteriores, no solo no cambiaron, sino que fueron capaces de oponerse a la acción de la policía y lo que las autoridades peruanas definieron como la moralidad republicana.

La situación se mantuvo en el tiempo, y en 1858 Manuel A. Fuentes incluyó las apuestas y el alcohol entre los vicios predominantes entre los li-meños en su Estadística general de Lima. La única diferencia, según el autor, estaba en que el alcoholismo era característico de los sectores populares,

111. El Comercio 2483, 6 de octubre de 1847. Quienes promovían la obra se referían al tea-tro como escuela de costumbres. Al respecto véase Viqueira 1999, capítulo 2; Ricicetts 2001: 429-453 y Ricketts 1997: 251-263.

112. Ibíd.

113. El Comercio 225, 7 de febrero de 1840.

mientras que las apuestas afectaban a todos los sectores sociales.114 Agrega-ba Fuentes que las apuestas afectaban tanto el corazón como la mente de las personas y eran uno de los vicios que causaba más víctimas, tanto por la excitación a la que se sometía el apostador como por sus consecuencias sociales."' Fuentes proponía, por lo tanto, legalizar las apuestas. Era "una proposición demasiado ofensiva para el país", pero necesaria, dado que los esfuerzos de las autoridades para detener el vicio habían sido por largos años infructuosos.116

La proposición de Fuentes de legalizar las apuestas, sin embargo, no era necesaria, pues la gente decente había sido capaz de adecuarse a lo que San Martín llamó la "moralidad republicana", subvirtiéndola y colocando la condición social por sobre la ley. Los gobiernos de la primera mitad del siglo XIX debieron por tanto transar con la elite en sus intentos por promover una idea de decencia basada en la virtud, dado que la elite reclamaba una idea de decencia distinta. Esta se definía en una superioridad moral sustentada en lo social y lo racial que la llevó a confrontar el orden urbano propuesto a través del reglamento de policía.

En 1861, la Gaceta Judicial publicó un largo artículo que analizaba el problema. En él se citaba un texto del jurista liberal español Joaquín Es-criche, que se creía perfecto para describir la situación de las apuestas en Perú. Luego de cuarenta años de gobierno republicano, el país seguía siendo gobernado por

[...] el rey más arbitrario y despótico de cuantos han existido [...] dueño ab-soluto del sosiego, vida y hacienda de aquellos que quizás son enemigos im-placables de todos los reyes; un rey lleno de un inmenso poder, por ninguno contestado y contra el que nadie conspira, un rey más deseado que el Mesías, [un rey] cuya salida aguardan impacientes muchos hombres amontonados; un rey, en fin, pintado en un cartón, --¡EL REY DE COPAS!117

Al igual que la literatura de Fernando Casós, el estudio de la acción policial sobre las casas de juego nos muestra el conflicto entre dos ideas

114. Fuentes 1858: 74.

115. Ibíd., p. 75.

116. Ibld., p. 606.

117. Gaceta Judicial 8, vol. 1, 27 de mayo de 1861.

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de decencia en la Lima de la primera mitad del siglo XIX. Los intendentes Joaquín Torrico y Manuel Suárez, al igual que Casós, definían su trabajo des-de una perspectiva moral influenciada por el discurso ilustrado republicano. Su principal objetivo era lograr que la gente abandonara el comportamien-to corrupto asociado con el pasado colonial. La idea de decencia que ellos promovían estaba más cerca del mérito que del privilegio, y de hecho, ellos mismos eran un producto de esa nueva moralidad, que les había permitido ascender socialmente, ya fuese a través del ejército o la administración pú-blica, hasta que colisionaron con la idea de decencia prevalente entre la elite.

El análisis de las apuestas a través de una categoría sociocultural como la decencia, nos permite develar la contenciosa relación que existió en la práctica entre la elite y las autoridades republicanas. En este caso, son las élites las que disciplinan a las autoridades y no al revés, a través de prácticas cotidianas que ponen límites a la acción de la policía; límites que no están considerados en la ley por fundamentarse en la diferenciación social. Es significativo entonces destacar la imposibilidad de funcionarios de segundo orden, como eran los intendentes de policía, de cumplir con su labor por el hecho de ser subordinados socialmente. En el caso de las apuestas, esto traería consecuencias durante la formación del Estado nacional, mostrán-donos el origen de fisuras que luego se formalizarán durante el proceso de modernización que vivió el país a partir del gobierno de Ramón Castilla. Como veremos en los capítulos siguientes, estos límites también eran visi-bles en el uso que la élite hacía de la prensa y en su actuar ante los tribunales de justicia.

Capítulo III

La gente decente y la prensa ilustrada

La "orgía periodística", ¿fenómeno politico?

Tal como ocurrió con la puesta en práctica del reglamento de policía, la con-tenciosa relación entre las élites y las instituciones republicanas se dejó sentir en otros espacios clave de desarrollo durante la primera parte del siglo XIX. Este fue el caso, por ejemplo, de la prensa decimonónica. Quienes enten-dían a este medio como un vehículo de ilustración, se enfrentaron a quienes utilizaban los periódicos para defender jerarquías socioculturales propias del orden colonial y que ahora se veían amenazadas por discursos que promo-vían una idea de decencia basada en los méritos individuales.

Este choque devino en lo que Jorge Basadre denominó la "literatura del asco"; prácticas periodísticas y editoriales cuyas raíces se pueden encontrar en la tradición satírica colonial, pero que al iniciarse la república generaron una "crisis del respeto" cuyas manifestaciones más visibles se encuentran precisamente en la prensa de la época. Para Basadre, la prensa peruana fue la "más vulgar del continente",' una suerte de "orgía periodística", que aunque por momentos brillante, era reconocida por una vehemencia e indecencia que la ley de imprenta de 1823 fue incapaz de moderar.'

1. Basadre 1983, vol. II: 286. 2. Ibíd., p. 297.

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No hay duda entre los historiadores sobre la existencia de esta orgía pe-riodística durante la primera mitad del siglo XIX. El fenómeno, sin embar-go, ha sido principalmente analizado en su dimensión política, destacándose la existencia de una estrecha relación entre las características de la prensa y la agitada vida política que marcó al periodo inmediatamente posterior a la independencia.'

Carlos Forment, por ejemplo, sostiene que la mayoría de los periódicos durante el periodo debieron su existencia a situaciones políticas particulares como elecciones o campañas de desprestigio contra algún enemigo de tur-no.' Esta estrecha conexión entre la contingencia política y la prensa habría significado que la mayoría de los periódicos tuviera una existencia efímera y estuvieran directamente asociados con alguna de las facciones políticas en conflicto.'

Esta situación no solo se habría dado en Lima sino también en pro-vincias. Según Charles Walker, las disputas caudillistas en Cusco se libraron tanto en la prensa como en los campos de batalla. Malintencionados ata-ques personales contra los rivales políticos, llenos de sátiras y parodias, se publicaban a diario y llamaban la atención de los lectores. La mayoría de los artículos trataban sobre las "ardorosas batallas políticas de esa época" y "es probable que, por lo menos entre las décadas de 1820 y 1840, la política fuera el tópico predominante para todo aquel que comprara un periódico en el Cusco o que se detuviera para escuchar el debate público sobre un boletín".'

El número de periódicos publicados durante el periodo es otro de los indicadores utilizados por los historiadores para determinar la vitalidad de

3. Véase, por ejemplo, Chassin 1998: 241-269, Forment 1999: 202-230, Rosas Lauro 2001: 99-117, Walker 2009: 260-282, McEvoy 2002: 34-63, Forment 2003, Peralta 2003: 81-106, Ragas 2003: 107-125, Glave 2004 y Ragas 2009.

4. Forment 2003: 222. 5. Basadre clasificó los periódicos de inicios del siglo XIX según su partidismo político:

antivitalicios, riva-agüerinos, gamarristas, lafuentistas o salaverristas (Basadre 1983, vol. II: 287). Sobre la naturaleza efímera de estos periódicos, Charles Walker sostiene que de los 34 publicados en Cusco entre 1825 y 1837, siete solo tuvieron una edición, siete tuvieron entre dos y nueve, dieciocho entre once y cien ediciones, y solo dos periódicos, entre ellos el diario oficial, tuvieron más de cien ediciones (Walker 2009: 265).

6. Walker 2009: 271.

la prensa y la fiereza de la discusión política. Según Carlos Forment, 360 periódicos circularon en Perú entre 1831 y 1865, de los cuales un 62% fue publicado en Lima. De esos 360 periódicos, 104 estuvieron en circulación entre 1831 y 1835, años en que se habría desarrollado la "orgía periodís-tica". Hacia 1835, el número de periódicos comenzó a decrecer, y aunque se recuperó hacia 1846, nunca llegó a los niveles de inicios de la década de 1830.7 Forment establece una directa relación entre el número de periódicos publicados y las disputas caudillistas, argumentando que la disminución en el número de periódicos se debió a la desmilitarización de la vida pública y el consiguiente grado de estabilidad en la política interna.'

En resumen, la prensa posindependencia ha sido descrita como vulgar, partidista y efímera; periódicos llenos de demagogia y permanentes renci-llas. Frente a este panorama, es necesario hacer notar que estas caracterís-ticas no eran solo propias de la prensa política y de corta duración. Por el contrario, periódicos como el Mercurio Peruano y El Telégrafo, considerados más serios y promotores de una aspiración a la estabilidad, según Basadre,9 también participaban de esta "orgía periodística". De hecho, Forment argu-menta que "los más exitosos e influyentes periódicos como El Telégrafo, La Guardia Nacional y La Verdad' eran dominados por "fanáticos políticos" cu-yas posiciones extremistas e intolerancia "sirvieron para establecer estándares periodísticos al resto" de la prensa.'"

Esto es significativo, pues en la medida en que la prensa efímera dio paso a proyectos periodísticos más estables y de contenido misceláneo, y se redujo el número de periódicos, la beligerancia en la prensa no disminuyó. La orgía periodística por lo tanto, sería un fenómeno que iba mucho más allá de la contingencia política, que tendría raíces anteriores a las disputas nacidas con la independencia, y que no declinaría una vez que el país ganó mayor estabilidad durante la segunda mitad del siglo XIX.

Es indudable la importancia que la prensa tuvo en la discusión política durante la independencia y el periodo caudillista, pero es necesario estable-cer que la hostilidad de la prensa durante la primera mitad del siglo XIX

7. Forment 2003: 216.

8. Ibíd., p. 217.

9. Ibíd. 10. Ibíd., p. 220.

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obedeció a un fenómeno más amplio en el cual lo político fue solo una de sus manifestaciones. Por consiguiente, fenómenos como la orgía periodística y la literatura del asco fueron manifestaciones que deben ser estudiadas más allá de lo político para iluminar el desarrollo de procesos socioculturales.

Se hace necesario, entonces, acercarse al análisis de la prensa con una perspectiva más amplia y preguntarse qué tan predominante era el perio-dismo político durante este periodo. ¿Qué temas eran los que acaparaban mayor atención del público? ¿Qué decían los periódicos de esta época sobre la sociedad peruana en general, y sobre la gente decente en particular, más allá de las disputas políticas durante el periodo de formación del Estado na-cional? Para responder a estas preguntas, es necesario analizar los periódicos decimonónicos en un espacio temporal que sobrepase el periodo caudillista con el objeto de establecer los cambios y continuidades que experimentó la prensa en su propio desarrollo, y no como un subproducto de la polí-tica. Es también necesario contextualizar los diversos temas que trataba la prensa, especialmente entre aquellos periódicos considerados "serios", vale decir, aquellos que en definitiva fueron capaces de sobrevivir más allá de las contingencias políticas.

La prensa miscelánea

La prensa diaria era una novedad para la mayoría de los peruanos al iniciarse el siglo XIX. Durante la época colonial, la imprenta se dedicó principalmen-te a la publicación de asuntos oficiales y religiosos, y estaba fuertemente controlada por el gobierno. Esto se debía en parte a la directa relación que según las autoridades existía entre la moral y la idea colonial de publicidad; esto es, la estrecha relación entre la decencia y la imprenta. Como sostiene Annick Lempériére, el cabildo era la institución encargada de representar al público, y por tanto, a través de ordenanzas se encargó de imponer orden y proteger el bien común. La publicidad podía arnena7a r este orden, ya que si bien podía ser "considerada positiva cuando permitía prevenir el escán-dalo" también se podía transformar en algo negativo en caso de revelar "a la vista de todos los 'vicios' o 'malas costumbres'".11 La publicidad, entonces, entendida como lo que se hacía a vista de todos, implicaba un riesgo para la

11. Lempériére 1998: 63.

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comunidad. Era una amenaza de un potencial escándalo que revelaría "con-ductas contrarias a la virtud [y] a la decencia, y por ende, podía disolver los vínculos morales que unían a la comunidad

El reformismo borbónico no cambió esta situación. Por el contrario, reforzó la idea de perseguir los comportamientos que amenazaran la mora-lidad pública. Para esto se dictaron leyes y crearon cuerpos policiales encar-gados de asegurar la obediencia a esa moral y así, idealmente, lo que fuese visto por todos fuese una manifestación del "respeto interiorizado del código de la decencia"Y Esto era visible en las gacetas y periódicos de la época, las que acostumbraban publicar los edictos de la policía en un esfuerzo por cumplir con la moralidad dominante y prevenir los escándalos. Asumiendo los ideales ilustrados, periódicos corno el Mercurio Peruano se encargaron de introducir nuevas ideas políticas y promover el conocimiento científico, al mismo tiempo que cumplían con la idea colonial de publicidad y con la protección de los vínculos morales que la comunidad compartía." De esta forma, eran medios que en lo político promovían ideas que confrontaban a las autoridades, pero al mismo tiempo dependían de los subsidios del Estado y tenían un irrestricto respeto por el orden imperante.15

Sin duda que el control sobre los impresos durante la colonia no signi-ficó la ausencia de crítica y discrepancia. La oposición a las ideas oficiales se publicaba en panfletos anónimos, muchas veces escritos a mano, y en la poe-sía satírica, uno de los géneros más importantes de la literatura colonial.'6 Estos escritos criticaban a las autoridades civiles y militares, pero también a la sociedad. El chisme y la difamación estaban íntimamente ligados a la crítica y jugaron un papel fundamental en la difusión del disentimiento, puesto que eran la forma mediante la cual los escritos ilegales lograban al-canzar un público más amplio.17

12. Ibíd., p. 62. 13. Ibíd., p. 65. Véase también Viqueira Albán 1999: 59, 205-206. 14. Para una detallada revisión de los contenidos en Mercurio Peruano, véase 1997. 15. McEvoy 2002: 34. 16. Sobre el uso de la sátira en la América colonial, véase Johnson 1993. Sobre la relación

entre sátira y caricatura, véase Mujica Pinilla 2006. 17. Acerca de los panfletos clandestinos y su relación con el rumor en la Lima del siglo XVII,

véase Lohmann Villena 1999.

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La sátira era una manera de expresar disconformidad, al mismo tiem-po que confrontaba la idea colonial de publicidad y su protección de la moralidad, al hacer visible el comportamiento indecente sin temer por el escándalo, o promoviéndolo. Como sostiene Juan Martínez Gómez, "La imagen satírica de la sociedad produce efectos de carácter negativo al revelar, mediante la comicidad y la desmesura, el desfase producido entre la realidad y lo que a ella se le exige"."

Estas dos tradiciones de publicidad siguieron caminos separados du-rante la época colonial. La que evitaba el escándalo ocupaba las páginas oficiales de los periódicos, mientras que la sátira hacía uso del anónimo, el chisme y el panfleto. La ley de prensa libre de 1811, sin embargo, puso estas dos formas de expresión bajo el mismo alero: los periódicos. Una vez que la prensa libre fue decretada, la crítica pudo salir de la oscuridad y pasó a ocupar el mismo espacio material que la tradición ilustrada había reservado para la protección de la moralidad.

Hacia 1808, Lima comenzó a experimentar un inusitado aumento en el número de periódicos publicados producto de la invasión francesa a España y sus repercusiones en América Latina? En ese instante, sin em-bargo, lejos de considerarse una empresa consolidada, la prensa peruana se encontraba en las etapas iniciales de su desarrollo.20 En este proceso, los periódicos publicados entre 1808 y 1814 no representaban amplios sectores de la sociedad, sino que eran la expresión de pequeños y cerrados grupos, conocidos como sociedades filantrópicas, patrióticas o de amigos del país.21 Definida como "prensa doctrinal", su principal característica era su vida efí-mera, tener pocas suscripciones y mantener una línea editorial directamente

18. Martínez Gómez 1986: 23.

19. Ver estadísticas sobre escritura política en Lima entre 1800 y 1816 en Earle 2002: 19; véase también Peralta 1997: 20.

20. Me refiero exclusivamente al periodismo y su relación con la opinión pública y hábitos de lectura. La imprenta llegó a Lima tempranamente durante la colonia, pero los perió-dicos no se publicaron sino hasta fines del siglo XVIII. Sobre la formación de hábitos de lectura durante los inicios de la circulación de periódicos, ver Peralta 1997: 107-134.

21. Ascensión Martínez Riaza define "prensa doctrinal" como los periódicos que disemina-ban ideas políticas compartidas por un grupo de individuos. La autora sostiene que a pesar del importante número de periódicos que circulaban durante esos años, el perio-dismo doctrinal involucraba a una minoría de la población (Martínez Riaza 1985: 61).

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relacionada con la persona o grupo que financiaba la publicación. De hecho, los periódicos de estos años eran más conocidos por el grupo que los publi-caba que por la capacidad de hacerse una reputación por sí mismos, más aún cuando solo alcanzaban a vivir unas cuantas semanas o meses.22

Únicamente un periódico logró diferenciarse en los años previos a la independencia, producto de una mayor estabilidad y por ofrecer un con-tenido que iba más allá de lo político. A diferencia de la prensa efímera, El Investigador publicó 180 ediciones entre julio de 1813 y diciembre de 1814. Aunque no es posible determinar si esta estabilidad se debió a si contaba con un mayor número de lectores,23 este periódico es importante para la historia de la prensa peruana por haber sido el primer periódico del siglo XIX que trascendió los círculos politicos y abrió sus páginas a contribuciones escritas por cualquier limeño. Estas contribuciones, conocidas con el nombre de co-municados o remitidos, ya existían en la prensa del siglo XVIII, pero la pren-sa doctrinal de inicios del siglo XIX solo aceptaba textos que provinieran de su propio círculo. En el caso de El Investigador, en cambio, "toda la ciudad colaboraba", y por primera vez en Perú se publicaba un periodismo infor-mativo que hasta ese momento había sido negado por la prensa doctrinal.24 Según Porras Barrenechea, este periódico sería el más directo precedente cl, la tradición instaurada por los comunicados anónimos y la "prensa confron-tacional" desarrollada a partir de la década de 1830.25 Ascensión Martínez Riaza añade que El Investigador trató de "mostrar las otras caras de la vida del virreinato", planteando los más diversos temas, empujando los asuntos políticos a un segundo plano.26 De tal forma, tan pronto como 1813, El Investigador inició el lento proceso hacia la despersonalización de la prensa y optó por contenidos misceláneos que luego caracterizaron a la prensa "seria" del periodo posindependencia.

22. Entre los publicistas más prominentes en ese tiempo estaban Fernando López Aldana, Hipólito Unanue y José Joaquín Larriva. Sus biografías y las de otros individuos involu-crados en la publicación de periódicos en Martínez Riaza 1985: 68-96.

23. Como sostiene Pablo Macera, es imposible ser conclusivo sobre las causas que definen el carácter efímero de la prensa, ya que no existe una investigación sobre el financiamiento de los periódicos en el temprano siglo XIX. (Macera 1977: 335-336).

24. Porras Barrenechea 1970: 16.

25. Ibíd.

26. Martínez Riaza 1985: 38-39.

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del reporte diario de la policía, informando sobre multas cursadas, crimina-lidad, higiene y la lista de pasaportes expedidos a quienes abandonaban la ciudad.

El Telégrafo de Lima y el Mercurio Peruano ,29 dos periódicos representa-tivos de este tipo de prensa, fueron fundados precisamente en 1827. Según Porras Barrenechea, estos medios significaron un avance concreto hacia un concepto más amplio de periodismo.30 El Mercurio incluso llegó a ser consi-derado el diario más serio y ampliamente leído, algo así como "El Comercio de su tiempo".31

Estos periódicos eran vehículos de opinión más que fuentes de infor-mación, siendo casi imposible encontrar en ellos lo que hoy entendemos como noticias. El Mercurio Peruano, por ejemplo, solo publicó una pequeña nota el 31 de marzo de 1828 sobre el terremoto que había afectado a Lima el día anterior, anunciando que ninguna casa de la ciudad se había salvado de los daños." Durante el mes de abril, el periódico no volvió a informar sobre lo sucedido ni sus consecuencias, a pesar de que la catástrofe causó más de cuarenta muertes. Tampoco se publicaron editoriales que anali71 ran los planes de reconstrucción propuestos por las autoridades, ni la lista oficial de los fallecidos. Solo dos artículos enviados por los lectores se refirieron al sismo. El primero, publicado 17 días después, denunciaba los altos precios que constructores, peones y aguateros estaban cobrando en la ciudad, apro-vechándose de la catástrofe. El segundo fue publicado dos meses después, y denunciaba las peligrosas condiciones en que se encontraban numerosas iglesias en los alrededores de la capita1.33

La opinión no era una tarea que los editores reservaran para sí mismos. Por el contrario, estaba en las manos de los lectores a través de la publicación de remitidos. De hecho, el editorial no era una sección que se publicara a diario. Consecuentemente, fueron los remitidos los que rápidamente se

29. No había relación directa entre el Mercurio de 1827 y el publicado durante el siglo XVIII. José María Pando, fundador del "nuevo" Mercurio, sin embargo, quiso usar el mismo nombre como una manera de dejar en evidencia que su proyecto seguía los mismos ideales ilustrados que habían inspirado al primero.

30. Porras Barrenechea 1970: 21.

31. Ibíd., p. 24.

32. Mercurio Peruano 196, 31 de marzo de, 1828.

33. Mercurio Peruano 208 y 240, 17 de abril y 28 de mayo de 1828.

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El retorno de Fernando VII y la restauración del absolutismo trajeron una drástica disminución de la actividad periodística en 1814, la que solo se recuperó a partir de 1821 cuando la expedición libertadora de San Martín llegó a Lima y una nueva ley de prensa libre fue decretada en octubre de ese año. A partir de ese momento, fue posible diferenciar tres corrientes distin-tas en la prensa del país: la prensa doctrinal, ahora dividida entre patriotas y fidelistas; la prensa militar;27 y la prensa de opinión. Tal como había hecho El Investigador en 1813, este último grupo entregaba un contenido misceláneo, estaba abierto a contribuciones enviadas por los lectores y privilegiaba una línea editorial despersonalizada. Y si El Investigador había sido la excepción a fines del periodo colonial, la prensa de opinión se transformó en la norma una vez que las guerras por la independencia concluyeron. Hacia 1827, la prensa militar había prácticamente desparecido y la importancia de la prensa efímera iba en descenso, aunque esta no desaparecerá y recobrará fuerza en la medida en que la contingencia política lo ameritaba. Lo importante es que en la medida en que pasaban los años, y la prensa diaria dejaba de ser una novedad, el público lector iba lentamente acostumbrándose a proyectos editoriales más estables y que cubrían distintas necesidades de la población; periódicos misceláneos donde la información política se entremezclaba con una gran diversidad de temas, dejando atrás el extremo partidismo de la prensa doctrinal.

A partir de 1827, los periódicos ganaron en uniformidad y estabilidad, al mismo tiempo que la ley de prensa de 1823 era finalmente puesta en práctica.28 Con algunas variantes, dependiendo de cómo cada periódico se definía —cultural, político o comercial—, los diarios comenzaron a incluir más espacio destinado al avisaje, información sobre el transporte maríti-mo, reportes de las sesiones del Congreso y la actividad gubernamental, e información de carácter judicial. Había también secciones dedicadas a la literatura, crítica teatral, información del exterior y se publicaban resúmenes

27. Juan Gargurevich define "periodismo militar" como aquellos periódicos que principal-mente informaban sobre batallas y declaraciones, apoyando a algunos de los bandos en disputa. Estos periódicos y panfletos eran a veces impresos en los mismos campos de batalla (Gargurevich 1991: 51-60).

28. La ley de prensa de 1823 estuvo vigente hasta 1930, siendo suspendida durante el se-gundo gobierno de Ramón Castilla y durante la guerra con Chile. Véase Gargurevich 1991: 59-60, 78, 102-103.

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transformaron en la principal sección de los periódicos, incluyendo opinio-nes sobre los más diversos temas. Cada autor pagaba una suma de dinero dependiendo de la extensión del texto enviado. La mayoría de los remitidos eran anónimos, por lo que la ley de imprenta de 1823 obligaba al editor del periódico a guardar una copia del original en caso de que el artículo fuese posteriormente denunciado por injurias.

Los remitidos se transformaron rápidamente también en la sección que mayor atención acaparaba de los lectores, al mismo tiempo que encendía las disputas que caracterizaban la "orgía periodística". Estos artículos eran producto o generaban disputas y polémicas, no solo sobre los temas que trataban, sino que también acerca del papel que la prensa debía jugar en la sociedad, dada la facilidad con que la gente era insultada y el ofensivo len-guaje que se utilizaba en los escritos.

A pesar de que los editores declaraban periódicamente su resistencia a publicarlos, los remitidos se transformaron en un elemento necesario para el éxito de los proyectos periodísticos dado que el avisaje era limitado y las suscripciones no alcanzaban a garantizar la subsistencia de los periódicos. Los remitidos se convertían así en una fuente de ambigüedad, puesto que se alejaban de los ideales ilustrados que los editores públicamente profesaban, pero resultaban indispensables para financiar los proyectos periodísticos.

Los remitidos y la libertad de prensa

Un remitido publicado en el Mercurio Peruano el 19 de diciembre de 1827 denunciaba el mal desempeño de Cayetano Vidaurre al mando de la Casa de Moneda de Lima. El artículo, firmado por un tal KJ, argumentaba que al mismo tiempo que Vidaurre se desempeñaba como director de la Casa de Moneda, se encargaba de venderle cobre a la misma institución. La baja calidad del cobre que Vidaurre vendía a la misma institución que dirigía, se transformaba además en un directo perjuicio económico para el Estado. Junto con denunciar el conflicto de intereses, KJ describía a Vidaurre como alguien que "no ha sido más que un comerciante" y amigo de Fernando una persona "sin ningún mérito y falta de patriotismo", conocida por "su ignorancia, [y] su despotismo"."

34. Mercurio Peruano 116, 19 de diciembre de 1827.

De acuerdo con la ley de prensa de 1823, todo peruano tenía el dere-cho a expresarse a través de la prensa sin censura previa, excepto cuando se refiriera a la religión oficial del Estado. Se infringía la ley cuando un artículo atentara contra el orden público, se incitara a desobedecer a las autoridades, o se conspirara contra el Estado. También iban contra la ley los artículos "obscenos, o contrarios a las buenas costumbres"; aquellos que injurien a las personas y ataquen "su vida privada y mancillen su honor y buena re-putación". Los artículos que denunciaban a empleados públicos no eran penalizados, siempre y cuando el autor del artículo o el editor del periódico fueran capaces de comprobar las acusaciones."

El artículo publicado por KJ se encontraba entre los límites aceptados por la ley, siempre que se comprobaran las acusaciones contra Vidaurre. El propio autor declaraba en su texto que su única motivación era informar al gobierno sobre una situación que desconocía, para así "contener estos males, que han crecido hasta hacerse cáncer"." El texto, sin embargo, iba más allá de la denuncia, y describía a Vidaurre usando términos como godo, ignorante y despótico.

La ley peruana entendía a la prensa como una importante herramienta en la supervisión de la administración pública. Quienes constantemente pu-blicaban en los periódicos, sin embargo, fácilmente traspasaban la delgada línea que separaba los asuntos públicos de los privados. De la manera en que KJ se refería a Vidaurre en su acusación, no quedaba claro si su intención era verdaderamente denunciar su mala administración, o si simplemente existía una disputa personal entre ambos.37 Este problema se hacía aún más eviden-te en artículos que directamente trataban sobre asuntos privados, haciendo casi imposible que la idea de una prensa libre, efectivamente protegiera la decencia y honor de las personas.

35. Reglamento de imprenta del 12 de noviembre de 1823, título I, artículos 1 y 2; título II, artículos 6y 8; título III, artículos 13 y 14, ADLP, Congreso de la República del Perú. La ley de prensa peruana era similar a la de otros países de la región que seguían como modelo la ley de imprenta española de 1810, momento en que la Regencia eliminó la censura previa. Véase Piccato 2003: 139-165.

36. Mercurio Peruano 116, 19 de diciembre de 1827.

37. Godo (realista) fue una de las más comunes acusaciones o insulto político inmediata-mente después de la independencia.

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Cayetano Vidaurre se vio nuevamente envuelto en una disputa pública en un artículo publicado por José Antonio Fernández Prada en El Comercio en noviembre de 1842." En este caso, la acusación se refería a una dispu-ta privada entre ambos. Con su artículo, Fernández Prada respondía a un panfleto escrito por Vidaurre que circulaba por la capital, y que Fernández temía pudiera llegar a manos de alguno de los jueces que debían ver el caso. La intención, entonces, era contrarrestar la acciones llevadas adelante por Vidaurre, y "llamar la atención de los señores magistrados y demás personas que lean ese papel" para dejar en evidencia la "malicia" con la que actuaba su oponente."

Según Fernández Prada, el conflicto se remontaba a 1822, cuando de-bió abandonar Perú rumbo a España, en condiciones miserables producto de los conflictos por la independencia. Ante la posibilidad de perder sus propiedades por una probable confiscación, antes de partir comisionó a Vi-daurre —a quien creía realista— para que vendiera la hacienda donde vivía con todo su mobiliario, y se hiciera cargo de cobrar algunos dineros que le adeudaban. Vidaurre se comprometió a enviar a España el dinero que resultara de las ventas y liquidaciones, pero según Fernández, esto nunca ocurrió en los veinte años transcurridos. Más aún, ahora Vidaurre evadía sus obligaciones negando la existencia del acuerdo firmado por ambas partes en 1822, algo que según Fernández, una persona honesta nunca haría.4°

Pocos días después, Vidaurre publicó su respuesta en las páginas del mismo periódico, dando a los lectores una detallada descripción del con-flicto, publicando incluso la transcripción de algunos documentos oficiales. Vidaurre rechazaba las acusaciones y aseguraba haber cumplido todas sus obligaciones; más aún, argumentaba que Fernández le debía dinero. Vidau-rre acusaba a Fernández de ser una persona sin discreción ni inteligencia, y le recordaba que "la religión prohíbe que se injurie al prójimo y abomina el que se intente rebajar su estimación y buen nombre".4'

La yuxtaposición de asuntos públicos y privados era evidente en este caso. Dos individuos que convinieron en un contrato privado que una de

38. El Comercio 1023, 8 de noviembre de 1842. 39. Ibíd. 40. Ibíd. 41. El Comercio 1030, 16 de noviembre de 1842.

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las partes no cumplió. El caso generó un juicio ante las cortes peruanas, pero trascendió al sistema judicial y fue hecho público por los mismos involucra-dos, quienes entendían la opinión pública como un espacio donde obtener el apoyo de la comunidad en la resolución del conflicto.

Este carácter híbrido de la prensa liberal iba más allá del uso que los individuos daban a los periódicos. La misma ley de 1823 establecía esta ambigüedad al dejar la supervisión del cumplimiento de la ley en manos del cabildo, en vez del sistema judicial. Los artículos abusivos debían ser denun-ciados ante el cabildo de la ciudad donde eran publicados y el alcalde debía sortear siete jueces de una lista de 32 individuos previamente seleccionados de entre los vecinos notables. Una vez elegidos, los siete jueces debían deci-dir primero, por mayoría simple, si el artículo ameritaba ser investigado. Si ese era el caso, un juez de primera instancia era designado para llevar adelan-te la investigación y luego llamar a las partes a una audiencia de conciliación. En caso de no llegar a un acuerdo, el tribunal de los siete jueces debía tomar una decisión, necesitándose seis de los siete votos para condenar al autor del artículo denunciado."

Para las autoridades republicanas, por tanto, lo público seguía siendo representado por el cabildo, tal como ocurría durante la colonia, y era el cabildo, como representante de la comunidad, la institución encargada de velar por el buen uso de la publicidad. Esto implicaba una restringida idea sobre la opinión pública que se centraba principalmente en la gente decente como productora y consumidora de textos impresos, al mismo tiempo que era la guardiana de la opinión pública. Tal como sostiene Annick Lempé-riére para el caso de México, "la colectividad tenía el derecho de fiscalizar las acciones de cada uno de sus miembros en nombre de las finalidades del bien común"," situación que explicaría la constante referencia en la prensa a la moralidad, la virtud y las buenas costumbres en relación con asuntos privados.

La defensa del honor de los individuos era un tema recurrente en los periódicos decimonónicos en toda América Latina. En su estudio de los jurados de imprenta en México, Pablo Piccato sostiene que la moralidad

42. Reglamento de imprenta del 12 de noviembre de 1823, título VII, artículos 32, 35, 40, 48, 51, 54, 60, 65 y 67, ADLP, Congreso de la República del Perú.

43. Lempérilre 1998: 79.

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era el tema más significativo para una esfera pública que era "igualitaria en el modelo, aunque excluyente en la práctica"." Según Piccato, el honor definía "quién podía intervenir en política, quien podía hablar, [y] qué se podía decir".45 Pilar González llega a una conclusión similar en su estudio de la prensa injuriosa en Chile, sosteniendo que los artículos en los periódicos eran escritos por y dirigidos a la gente decente. Para enjuiciar escritos que infringieran la ley de prensa, por lo tanto, una corte compuesta por perso-najes prominentes debía acusar a otros prominentes miembros de la socie-dad. Este era "un mecanismo que permite fundar sobre bases republicanas el principio del reconocimiento social de una jerarquía, cuyos fundamentos van contra los principios básicos de la república que se intenta instaurar"."

Aunque la ley de prensa peruana se basaba en la legislación emanada de las Cortes de Cádiz, la idea de decencia que la ley protegía venía de la le-gislación colonial española que aún estaba vigente durante la primera mitad del siglo XIX. Seferino Saldamando, por ejemplo, fue acusado por un artí-culo que publicó en el Mercurio Peruano en octubre de 1827. Saldamando mantenía un juicio que el juez José Alcántara sentenció en su contra en pri-mera instancia. Tratando de revertir esa sentencia, Saldamando apeló ante la Corte Superior de Lima y luego ante la Corte Suprema, pero en ambas fue confirmada la sentencia de primera instancia, y Saldamando descargó su frustración en la prensa. En su opinión, Alcántara había actuado con "malicia e ignorancia" y era un juez "torpe y limitado: moroso con escándalo [y] osado". No contento con criticar a Alcántara, Saldamando atacó a todo el sistema judicial, describiéndolo como un sistema "vil" en el que los jueces actuaban como "dictadorcitos".47

A los pocos días, Saldamando fue acusado por injurias ante el cabildo de la ciudad. Los nombres de los siete prominentes limeños que conforma-rían el tribunal fueron sorteados, siendo elegidos entre ellos Tiburcio José de la Hermosa, Felipe Antonio Alvarado y José Justo Castellanos: un congresis-ta, un miembro de la junta que gobernó al país en 1822, y un futuro rector de la Universidad de San Marcos, respectivamente. El juez Correa Alcántara

44. Piccato 2003: 140.

45. Ibíd., p. 164. 46. González Bernal& de Quirós 1999: 257. 47. Mercurio Peruano 61, 13 de octubre de 1827.

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testificó frente al tribunal, sosteniendo que el artículo de Saldamando debía ser tomado como un acto criminal, no solo por la injuria en sí misma, sino por la publicidad de la injuria, dado que según la ley 20, título 9, de la par-tida 7, la seriedad de la injuria debía ser medida según la naturaleza de la persona ofendida; por lo tanto, el insultar a un juez era especialmente grave dado que podía incitar a la desobediencia." El juez continuó su testimonio argumentando que en este caso la injuria era peor por haberse realizado a través de la prensa, sosteniendo que "las injurias de palabras duran mientras se oyen y se olvidan con facilidad pero las injurias por escrito se perpetúan y su remembranza no se pierde según la ley"." Correa Alcántara reforzó sus dichos argumentando ante el tribunal que cuando las autoridades in-tentaron confiscar la edición del periódico, el editor solo tenía una copia en su poder, mientras el resto esparcía la difamación por el mundo entero. Correa Alcántara finalmente pidió a los miembros del tribunal que tuvieran en cuenta que la difamación había sido siempre considerada "como una muerte civil porque el ciudadano que pierde su estimación en la sociedad decae de aquel estado en que lo había colocado su buena conducta y hon-rado proceder y esa pérdida de opinión es igual y aún mayor que la pérdida de la vida".50

Una semana después de publicado el artículo denunciado, el tribunal de prensa sentenció a Saldamando a prisión en la cárcel de Guadalupe. La decisión del tribunal se sustentaba en una idea jerárquica del honor, según lo definían leyes dictadas en España en el siglo XIII, idea que luego pasó a América siendo confirmada por las Leyes de Indias, las que por ejemplo, negaban la posibilidad de la injuria entre los indígenas,5' puesto que para ser víctima de difamación era necesario poseer una calidad que solo recaía en ciertos individuos. Era esta noción la que ahora era reconocida como válida por el tribunal de prensa al aceptar la argumentación del juez Correa Alcántara.

48. AGN, Libertad de Imprenta, RPJ 714, fol. 57.

49. Ibíd.

50. Ibíd.

51. Recopilación de leyes de los reynos de las Indias, tomo II, libro V, título X, ley XI, ADLP, Congreso de la República del Perú.

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En consecuencia, Saldamando fue sentenciado por un tribunal repu-blicano que sustentaba su decisión en una legislación creada para establecer límites a la literatura medieval, una ley sobre panfletos satíricos que había sido dictada en una época en que los periódicos no existían. En concreto, Alcántara había citado en su demanda la partida 7, título 9, ley 3, la que sostenía que "infaman y deshonran unos a otros, no tan solamente por pa-labras, más aún por escrituras, haciendo cánticos o rimas [...] malos, de los que han saber de infamar". A veces públicamente, y otras de manera encu-bierta, "estos escritos malos se echan en las casas de los grandes señores o en las iglesias o en las pla7ns comunales de las ciudades y de las villas para que cada uno lo pueda leer".52

Según la ley, ya fuese de manera escrita o verbal, la sátira tenía el ob-jetivo de difamar, aunque se establecía que a través de los escritos se podía alcanzar un público más amplio. La ley no tomaba en cuenta que existía una estrecha relación entre ambas formas de comunicación, siendo comple-mentarias o nutriéndose indistintamente la una a la otra. Tanto la literatura satírica como la prensa solían hacer público eventos que supuestamente de-bían permanecer en los "espacios de sociabilidad 'naturales', sean estos los de la familia, de los contertulios o de la corporación"? Al ser publicado en la prensa, el chisme se transformaba en un asunto de interés público, superpo-niéndose formas tradicionales y modernas de opinión pública."

Quienes utilizaban la prensa para difundir asuntos personales, com-prendían perfectamente esta superposición y la usaban en su beneficio, como queda en evidencia en esta carta anónima publicada en El Comercio en abril de 1845:

Señora Doña J. V. Querida prima: Mucho celebro que el no poder hacer llegar mis cartas a tus manos por el conducto acostumbrado, me obligue a dirigírtelas por la prensa, porque de este modo nuestra correspondencia que debía ser pri-vada, será pública, y los amantes a la literatura tendrán documentos bellísimos que admirar, y tu nombre se hará histórico y será recordado [..1 pues tendré

52. Las siete partidas del sabio rey D. Alfonso el IX, tomo IV, partida 7, título 9, ley 3, 1844: 148.

53. González Bernaldo de Quirós 1999: 248. 54. Nils Jacobsen argumenta que la superposición entre formas tradicionales y modernas de

opinión estaba aún presente en Perú a fines del siglo XIX (Jacobsen 2005: 278-300).

que publicar todas tus cartas para desmentir las calumnias que te has dignado forjarme. Mas como no quisiera proceder sin poner en tu conocimiento mis intenciones, [...] estoy impuesto de cuanto has dicho de mí, y muy resuelto a desmentir, con tus mismas cartas tus falsedades, probando a nuestros amigos que no merezco tus injuriosas expresiones con que me has obsequiado, y que con la más negra ingratitud has referido acontecimientos, al revés de lo que han sucedido, con mengua de mi reputación. Así pues si no me das una satis-facción privada y pronta publicaré mi vindicación, aunque sintiendo que ella te ponga en ridículo. También te advierto que si hoy no pongo tu nombre con todas sus letras, lo haré mañana y en todas mis cartas futuras. [..1 Tu primo."

El autor del remitido era lo suficientemente cuidadoso como para no dar ningún detalle concreto a los lectores sobre la naturaleza del rumor. T

solas iniciales de la destinataria de la carta, sin embargo, fueron probable-mente suficientes para incitar la curiosidad de los lectores y elucubrar sobre quiénes eran los involucrados, y los detalles del caso. Una mujer era ame-nazada a través de la prensa, prometiéndose sabrosa información sobre ella, que de seguro la convertiría en el centro de atención de la ciudad. Cierta-mente que quienes sabían del caso con antelación, notaron inmediatamente quiénes eran los involucrados, pero lo que comenzó como un chisme en los "espacios naturales" de la familia o círculos de amigos, podía ser ahora cono-cido por toda la ciudad. El artículo era una consecuencia del chisme, pero al mismo tiempo generaba una ola mayor de habladurías.

Quienes escribían en los periódicos eran principalmente parte de la élite ilustrada, no solo porque supieran escribir, sino también porque po-dían asumir el costo de publicar. Pero el impacto que estos artículos podían tener, sobrepasaba ampliamente los círculos ilustrados, y los rumores que generaban eran exponencialmente amplificados por la prensa." En octubre de 1840, por ejemplo, un artículo anunciaba que el hijo del coronel don Justo Rivera se había extraviado, y que a pesar de los esfuerzos de la policía, no se tenía rastro del niño.57 El autor del artículo pedía al gobierno tomar las medidas necesarias para resolver el caso, dado que esta no era la primera

55. El Comercio 1752, 11 de abril de 1845.

56. José Ragas, por ejemplo, ha estudiado la circulación de periódicos en zonas donde exis-tía alta concentración de población quechua hablante (Ragas 2003: 115-124).

57. El Comercio 415, 6 de octubre de 1840.

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vez que un hecho como este ocurría en Lima; incluso, denunciaba, habían existido casos de niños envenenados?

Tres días después, quedó en evidencia el impacto que el artículo había causado en la ciudad. Un nuevo artículo sobre el caso informaba que "hace dos o tres días se ha generalizado en el vulgo de esta capital la noticia que había un extranjero que robaba niños para comérselos".59 El autor decía no saber si el rumor se había originado a partir del artículo sobre la desaparición del hijo del coronel Rivera, pero "lo cierto es que se generalizó el rumor y a él siguieron varios otros".6° A partir de ese momento, el rumor pareció salirse de todo control, y la gente de Lima efectivamente salió a las calles en búsqueda del raptor de niños. Un grupo se dirigió a la parroquia de El Sagrario, creyendo que había tres cuerpos escondidos en su interior. El tu-multo comenzó a crecer a medida en que pasaban las horas, y el sacerdote a cargo de la parroquia se vio obligado a abrir las puertas para que la turba se convenciera de la falsedad del rumor.

La gente, sin embargo, continuó buscando a los "caníbales", siguiendo confusas pistas que la llevaban a distintos barrios de la capital. La situación empeoró aún más cuando un panfleto comenzó a circular acusando a los salchicheros de Lima de ser los responsables de la desaparición de menores. Un artículo publicado en El Comercio exigía a la policía y otras autoridades "denunciar el papel impreso para que el poeta diga quién es el tal salchiche-ro", y así evitar "que se arraiguen en el pueblo ideas disparatadas".6'

Todo había comenzado con la publicación de un artículo que denun-ciaba la desaparición de un niño, aunque no se daba ningún detalle de algún posible sospechoso. Si el autor del panfleto pensó que esta era una excelente oportunidad para dañar a un grupo de comerciantes, estaba en lo correcto. El 13 de octubre, los salchicheros escribieron en la prensa que las acusacio-nes en su contra eran absurdas, pero que habían logrado cautivar "el inco-rregible fanatismo" de la multitud, viendo en ellos a los caníbales de los que hablaba el poema.62 En su remitido, los salchicheros contaban que Hipólito

58. Ibíd. 59. El Comercio 418, 9 de octubre de 1840. 60. Ibíd. 61. Ibíd. 62. El Comercio 421, 13 de octubre de 1840.

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Ferro, un comerciante de Génova, se encontraba con algunos compatriotas en el mercado de la ciudad cuando fueron atacados por "una exaltada y calenturienta multitud" que los acusaba de la desaparición de los niños, y de usar su carne en la fabricación de salchichas. Los comerciantes italianos buscaron refugio en casas y comercios, pero "allá fue la multitud [y] quiso esta destrozar a palos a aquellos pobres inocentes".63 Después del inciden-te, los salchicheros acudieron a las autoridades para denunciar el panfleto, porque era por culpa de ese poema que "ya no hay quien compre salchichas, perjudicando notablemente a los que las fabrican". Demandaban, por lo tanto, "que el autor del papel salga a la luz y pruebe la suposición con que ha exaltado a la multitud y perjudicado a muchos [...]; y para que de lo contra-rio se le impongan las penas legales y se sosiegue la credulidad del vulgo"."

Día a día, los periódicos de Lima informaban sobre una gran diversidad de temas. A través de los remitidos, la sátira y el rumor coexistían con la idea de una prensa ilustrada, creando una mixtura en la cual la exposición de ideas y la supervisión de la administración pública se entremezclaban con disputas privadas, injurias y ataques al honor de las personas. En los periódicos de Lima, no solo resonaban los desacuerdos entre los habitantes de la capital, sino que se publicaban artículos sobre disputas que ocurrían en todo el país. Estos artículos afectaban sin distinción a oficiales de gobierno, jueces, soldados, sacerdotes, profesionales y comerciantes, y su influencia sobre la población sobrepasaba los círculos letrados, como deja en evidencia el caso de los comerciantes italianos.

El respeto mutuo y la discusión racional que debían prevalecer en la prensa ilustrada según la ley, eran constantemente eclipsados por insultos y acusaciones que no concordaban con el comportamiento que se esperaba de la gente decente, generándose así una "orgía periodística" de lo cotidiano. Como ocurría con el caso de las apuestas, la gente decente estaba permanen-temente infringiendo la ley con sus remitidos en los periódicos. En el caso de la prensa, sin embargo, no había nada que el intendente de policía pudie-se hacer al respecto, puesto que quienes se encargaban de supervisar el res-peto a la ley de imprenta eran los miembros del cabildo como representantes de la comunidad. Dependía de la misma gente decente, entonces, detener

63. Ibíd. 64. Ibíd.

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1-51

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esta práctica, ya fuese absteniéndose de publicar este tipo de artículos, o denunciándolos y juzgándolos cuando correspondía. Pero esto no ocurría, y los artículos publicados en la prensa alcanzaban a veces inverosímiles niveles de virulencia. En enero de 1829, el Mercurio Peruano publicó un artículo en el que se defendía la figura del doctor Gaspar Nieto Polo, chantre de la catedral de Trujillo y futuro miembro del senado de la Universidad de San Marcos. El autor, que escribía bajo el seudónimo de "El que le corta las orejas al burro", aseguraba que su intención era defender a Nieto Polo y su familia de los permanentes ataques recibidos de Manuel Colina, un impre-sor de Trujillo, representante del sargento Ramón Suárez Navarro. Colina era descrito en el artículo como una "sábana menstruada y poluida" quien "se dirige a atropellar, zaherir y ultrajar con espantosa mordacidad y descaro [al] doctor don Gaspar Nieto Polo, como al venerable cuerpo eclesiástico de todo el obispado"." El autor continuaba diciendo sentirse avergonzado por "el indecente autor que no es otra cosa que la escoria y hez del pueblo [...] pobre en fortuna, miserable en educación, mendigo de principios pero aún trotón en el alfabeto de la cartilla, de alma baja, pigmeo en moralidad, bruto por principios y adelantado en torpeza"."

¿Cómo evitar que la prensa se llenara de acusaciones privadas y de un lenguaje tan soez como el del escrito que defendía a Nieto Polo? Como últi-mo recurso, estaba en manos de los editores de los periódicos el no aceptar estos artículos insultantes que de manera tan particular decían defender la decencia. La solución, sin embargo, no era sencilla. Poco tiempo después de la independencia, los remitidos se transformaron en la principal fuente de ingreso para los periódicos, y los editores se vieron ante la dificil decisión de optar por ser vehículos de ilustración, o de difamación.

Capítulo IV

La supremacía de los remitidos

El fracaso de la prensa ilustrada

En julio de 1827, José María Pando fundó un nuevo periódico en Lima. Bajo el título del Mercurio Peruano buscaba "emular respetuosamente" al diario que con el mismo nombre se había transformado en el bastión de las ideas ilustradas a fines del siglo XVIII.' Conscientes de esa tradición, los edi-tores del nuevo proyecto anunciaban que "Todos los intereses de la sociedad tienen derecho a ser representados" en las páginas del Mercurio Peruano y destacaban que:

Del conflicto franco, libre, juicioso de unos y de otros, de su apreciación y análisis, debe resultar una luz preciosa que sirva de fanal a los encargados del ejercicio de la autoridad pública y que corrija el vicio de los juicios absolutos y exclusivos, que es tan común entre todas las clases de ciudadanos.2

Según los editores, las ideas ilustradas permitirían al periódico distan-ciarse de la predominante preocupación por problemas personales que se veía

65. Mercurio Peruano 426, 16 de enero de 1829. 66. Ibíd.

1. Mercurio Peruano, "Prospecto", julio de 1827. Sobre el Mercurio publicado a fines del siglo XVIII, véase Clément 1997.

2. Ibíd.