la comunicacion y las palabras

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Emilio Lledó Cuan do me pro pu sie ron la in ter ven ción en es te ac to es tu ve du dan do no só lo en acep tar tal in ter ven ción, si no también en qué te ma abor dar que pu die ra ser vir en una oca sión co mo és ta. Sa lí de du - das al en con trar mi nom bre en al gu nos me dios de co mu ni ca ción acom pa ña do del ad je ti vo “fi so fo”. Ten go tan to res pe to por tan so no ra pa la bra que me pa re cía ex ce si vo y un no sé si ana cró ni co se me jan te epí te to. ¡Qué más qui sié ra mos que ser fi so fos, sa - bios, in te li gen tes, co no ce do res de lo que ver da de ra men te im por ta en la vi da, de la tra ma que te jen nues tros in te re ses, nues tros de seos y pa sio nes, nues tras elec cio nes y re cha zos, nues tras ver - da des y men ti ras! lo soy un pro fe sor de Fi lo so fía que ha creí do siem pre que es el es pe jo del len gua je el lu gar don de ani da y vue la el co no ci mien to. In ten ta ré, pues, cum plir, una vez más, con su ofi cio en una bre ve re fle xión so bre uno de los as pec tos de la co mu ni ca ción y las pa - la bras. 1.- La fi lo so fía, co mo es sa bi do, se ini ció con el asom bro –thau - ma sía–. Una ex tra ñe za an te el mun do que los se res hu ma nos in ten - ta ban com pren der, asi mi lar, de cir. Un asom bro pro vo ca do por la ex pe rien cia de vi vir, de sen tir y, al mis mo tiem po, por co no cer el sig ni fi ca do de to do aque llo que ro dea ba ca da exis ten cia. Tam - bién el sig ni fi ca do de las pa la bras. Por ello, fue la fi lo lo gía el des cu bri mien to de la di fe ren cia en tre lo que de ci mos y lo que que re mos de cir. El asom bro im pli có una dis tan cia, una le ja nía de to do lo que nos asom bra ba. Y esa dis tan cia crea da por la ne ce si dad del “to da vía no sa ber”, ese ma ra vi llo so dominio de abs trac cio nes, dio lu gar a la theo ría. Teo ría sig ni fi có mi ra da, vi sión, que re que ría ser in - ter pre ta da, ser di cha. El ha llaz go de ese do mi nio que se ex ten día des de nues tros sen ti dos, nues tros ojos, has ta el po si ble ob je to real del que des co no cía mos su sig ni fi ca do creó el lu gar teó ri co don de se fun dó la cul tu ra, la pai deía; el cam po don de flo re ció el uni ver so del len gua je. Un te rri to rio in ter me dio que, cons trui do por el asom bro y la pa - sión de co no ci mien to, aca bó con so li dán do se en pa la bras, ori gen de co mu ni ca ción y so li da ri dad. Ese des per tar al sa ber, al de cir; ese na ci mien to al es pa cio ideal del len gua je es ta ble ció el ex clu si vo prin ci pio de la hu ma ni za ción. Una hu ma ni za ción que fue in cor po - ran do el in men so con ti nen te de lo que de cía mos so bre el mun do, y en el que ese de cir iba en tran do en nues tra al ma que “es to das las co sas”, –se gún la ex pre sión de “los pri me ros que fi lo so fa ron– y que pue de “de cir to das las co sas”. Un de cir que se asen tó en ca da in di vi duo y que, mu chas ve ces, aun sin ser cons cien te de ello, le hi zo es tar en la rea li dad, cons truir la rea li dad y, de pa so, cons truir se a sí mis mo. Tan pro fun da men te for ja nues tra per so na li dad que aque llo que es “cul tu ra”, in ven to de los se res hu ma nos im pul sa dos por la ne ce si - dad de con vi ven cia y co mu ni ca ción, ha lle ga do a re ba jar se, de nue vo, a sim ple na tu ra le za, a un or ga nis mo que nos alien ta y man - tie ne con la mis ma pre ci sión so le dad e in cons cien cia con que nos sus ten ta nues tro cuer po. Una sor pren den te pa ra do ja: lo que es fru to y te ji do de la me mo ria pue de ser tam bién el os cu ro, in fi ni - to de sier to del ol vi do. 2.- Al co mien zo de su li bro So bre la di ver si dad del len gua je hu - ma no y su in fluen cia en el de sa rro llo es pi ri tual de la hu ma ni dad, Gui ller mo de Hum boldt hi zo una ob ser va ción que me pa re ce opor tu na

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Emilio Lledó

Cuando me propusieron la intervención en este acto estuve dudando no sólo en aceptar tal intervención, sino también en qué tema abordar que pudiera servir en una ocasión como ésta. Salí de dudas al encontrar mi nombre en al-gunos medios de comunicación acompañado del adjetivo “filósofo”. Tengo tanto respeto por tan sonora palabra que me parecía excesivo y un no sé si anacrónico semejante epíteto. ¡Qué más quisiéramos que ser filósofos, sa-bios, inteligentes, conocedores de lo que verdaderamente importa en la vida, de la trama que tejen nuestros intereses, nuestros deseos y pasiones, nues-tras elecciones y rechazos, nuestras verdades y mentiras!Sólo soy un profesor de Filosofía que ha creído siempre que es el espejo del lenguaje el lugar donde anida y vuela el conocimiento. Intentaré, pues, cum-plir, una vez más, con su oficio en una breve reflexión sobre uno de los as-pectos de la comunicación y las palabras.

1.- La filosofía, como es sabido, se inició con el asombro –thaumasía–. Una extrañeza ante el mundo que los seres humanos intentaban comprender, asi-milar, decir. Un asombro provocado por la experiencia de vivir, de sentir y, al mismo tiempo, por conocer el significado de todo aquello que rodeaba cada existencia. También el significado de las palabras. Por ello, fue la filología el descubrimiento de la diferencia entre lo que decimos y lo que queremos de-cir.

El asombro implicó una distancia, una lejanía de todo lo que nos asombraba. Y esa distancia creada por la necesidad del “todavía no saber”, ese maravi-lloso dominio de abstracciones, dio lugar a la theoría. Teoría significó mirada, visión, que requería ser interpretada, ser dicha. El hallazgo de ese dominio que se extendía desde nuestros sentidos, nuestros ojos, hasta el posible ob-jeto real del que desconocíamos su significado creó el lugar teórico donde se fundó la cultura, la paideía; el campo donde floreció el universo del lenguaje.

Un territorio intermedio que, construido por el asombro y la pasión de conoci-miento, acabó consolidándose en palabras, origen de comunicación y solida-ridad. Ese despertar al saber, al decir; ese nacimiento al espacio ideal del lenguaje estableció el exclusivo principio de la humanización. Una humaniza-

ción que fue incorporando el inmenso continente de lo que decíamos sobre el mundo, y en el que ese decir iba entrando en nuestra alma que “es todas las cosas”, –según la expresión de “los primeros que filosofaron– y que puede “decir todas las cosas”. Un decir que se asentó en cada individuo y que, mu-chas veces, aun sin ser consciente de ello, le hizo estar en la realidad, cons-truir la realidad y, de paso, construirse a sí mismo.

Tan profundamente forja nuestra personalidad que aquello que es “cultura”, invento de los seres humanos impulsados por la necesidad de convivencia y comunicación, ha llegado a rebajarse, de nuevo, a simple naturaleza, a un or-ganismo que nos alienta y mantiene con la misma precisión soledad e in-consciencia con que nos sustenta nuestro cuerpo. Una sorprendente parado-ja: lo que es fruto y tejido de la memoria puede ser también el oscuro, infini-to desierto del olvido.

2.- Al comienzo de su libro Sobre la diversidad del lenguaje humano y su in-fluencia en el desarrollo espiritual de la humanidad, Guillermo de Humboldt hizo una observación que me parece oportuna recordar.

El texto de Humboldt dice así: “El lenguaje es: la fuerza del espíritu humano que se ha manifestado a lo largo de milenios… Y su manifestación es el obje-tivo supremo de ese movimiento espiritual, la idea suprema que la historia universal ha de ir sacando a la luz. Pues esta elevación o ensanchamiento de la existencia interior es lo único que el individuo puede tener por patrimonio indestructible en la medida en que participe de ello.

Se trata pues de una elevación (Erhöhung) y, sobre todo, de un ensancha-miento (Erweiterung), de una ampliación de la existencia personal que nos indica un nuevo y habitable espacio. Más allá de la vida de la naturaleza que nos identifica con los demás mamíferos, hay otro impulso, otra energía, que eleva y transforma nuestro originario estar. Y esa transformación sobreviene y palpita en el lenguaje y en el uso que aprendemos a hacer de él. No sólo estamos en el cálido cobijo del espacio, sino que habitamos en el tiempo no medido de las palabras.

La “existencia interior” a la que Humboldt se refiere exige siempre ser reco-brada, ser vivida desde el fondo de cada conciencia personal, de cada len-

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guaje. La necesidad de saber, de interpretar, requiere también mantenerse despierto a la luz de la reflexión para no sucumbir ante la opresión de las fra-ses hechas, de los conceptos resbalados por nuestra mente, recorridos por la ignorancia y la sumisión, alojados en el lenguaje de los otros, de quienes no nos “hacen” hablar, sino que pervierten y aniquilan la capacidad de enten-der.

3.- Un animal que habla, decía la luminosa y certera definición aristotélica. Ese hablar consistía en un “aire semántico” –phoné semantike–, en un soplo cargado de sentido y que articulado en nuestra boca no sólo es capaz de se-ñalar el mundo, de decirlo y, en cierto sentido, de crearlo, sino de “sentirnos” con los demás, de amistarnos con los otros. Esta comunicación permitió, en-tre otras cosas, inventar la solidaridad, inventar la ciudad, inventar la cultura.

Pero el lenguaje, el pensamiento que lo articulaba y pronunciaba, se fue ha-ciendo en el espacio de la Polis, al aire de las tensiones que expresaban sus luchas, sus intereses y sus dominios. No es extraño, pues, que una parte de los contenidos de esas palabras, que no sólo señalaban las cosas del mundo sino las proyecciones e interpretaciones que volcábamos sobre él, se convir-tieran muchas veces en objetos ideales endurecidos por las diversas formas de oligarquías que inyectaban la ideología de sus particulares conquistas.

Un momento esencial por hacer fluir las palabras endurecidas en el uso de quienes tenían el privilegio de hablarlas, fue la revolución que, en Grecia, pu-so en marcha el movimiento de los sofistas. El lenguaje se convierte, en vir-tud de la crítica que sobre las palabras ejercitaron aquellos profesores ambu-lantes, en objeto de reflexión donde a través de las preguntas hechas al teji-do que enhebra los significados, levantamos y aireamos esa inercia semánti-ca que se había ido cuajando al uso de los prejuicios de sus usuarios. El in-móvil espejo de las palabras convertido así en un río desde cuyas orillas la mirada ve discurrir las imágenes de la vida, los sentimientos, las pasiones, los deseos, los sueños que, en cada instante, determinan la posibilidad, la li-bertad de existir.

4.- Mirar el presente del lenguaje en el territorio vivo de la polis, de la ciudad, es dejar que palpite la vida en la experiencia y espíritu de las palabras. Y ese palpitar lo encontramos allí donde se paraliza el curso de tiempo en el surco

de la escritura. La palabra escrita impedirá que la annorum series et fuga temporum, como anunciaba el verso del poeta latino, se evapore como pura oralidad, surgida de la individual memoria –el saber previo de las palabras– y se esfume en el tiempo mismo de su expresión. El receptor entiende la pala-bra dicha porque se encaja en la propia memoria que es, en realidad, el lugar del ser, el dominio del Logos. Pero ambos, tanto el que habla como el que es-cucha, están desapareciendo atravesados por el hilo invisible de los instan-tes, de cada instante. Como es sabido, en el Fedro de Platón se discute si las letras no serán el fármaco contra el olvido, según Theuth dice al rey de Egip-to Thamus, sino como éste sostiene: las letras producirán el olvido en las al-mas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria (personal), ya que fiándose de lo escrito llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracte-res ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos… las pala-bras ruedan por la historia, tanto entre los que saben como entre los que no les importa saber lo que significan de verdad. Por ello, concluye Sócrates, hay que crear un lenguaje que tenga fundamento, que haga fondo en el alma y sea capaz de defenderse a sí mismo, sabiendo con quienes hablar y ante quienes callar, o mejor, qué dice ese lenguaje, qué oculta y quiénes lo ocul-tan.

5.- Una buena parte de la filosofía del lenguaje de Humboldt y del romanticis-mo alemán renueva esos orígenes en donde se descubre, con asombro, el sentido del logos. Porque en un mundo donde los medios de comunicación se han convertido en una especie de atmósfera ideal en la que nos deslizamos y donde la supuesta facilidad de información acaba saturando, diluyendo, el tiempo que tenemos para entender, urge alcanzar la luz que brilla a la salida de la caverna.

Recuerdo la simbología inagotable de aquella inmensa metáfora en el libro VII de la República de Platón y en la que se expresa la estructura del conoci-miento y su lenguaje. En el famoso “mito de la caverna” hay, como es sabi-do, unos prisioneros mirando siempre al fondo de esa gruta en la que ven una deformación de la realidad y del lenguaje que la dice. Detrás de ellos, las sombras de la caverna y una hoguera, siempre encendida, que les proyecta imágenes de una misteriosa procesión de objetos arrastrados por ignorantes porteadores. No pueden advertir la tramoya, el tinglado de sombras construi-do a sus espaldas. Creen que lo que ven es lo que hay, que las sombras son

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las cosas. En lugar, pues, de ese peso, esa textura de la materia que toca-mos y acariciamos con nuestras manos –manos que como afirmaba el viejo filósofo presocrático fueron las creadoras y moldeadoras del pensamiento– sólo podemos mirar sin ver, observar sin saber, acatar sin liberar. Una mira-da vacía porque no interpreta, no entiende. Si uno de esos prisioneros fuera liberado y pudiese ascender hacia la luz del sol que brilla a la salida, podría descubrir el engaño y gozar de la verdadera realidad que la verdadera luz ilu-mina.

Un símbolo certero de la existencia. Encerrados, nacidos en el fondo de un lenguaje materno, que alimenta la realidad sobre la que crecemos y que nos va abriendo, paso a paso, al aprendizaje de los objetos, de los significados, podemos habituarnos de tal manera a su uso que acabemos sumergiéndo-nos, naufragando, en él. En ese escenario mediático que hoy nos amarra, el fondo de la caverna se ha hecho infinito: casi todo puede verse en él, proyec-tarse en él, oírse en él. Por eso, más que nunca, es preciso el rescate de los prisioneros desde el escenario mismo de las palabras que, a pesar de la os-curidad inicial a la que nos hemos acostumbrado, son fuente de posibilidad y primer sendero de liberación.

6.- Esa liberación ocurre cuando sabemos arrancar de la siempre fecunda lengua materna la voz singular, la palabra propia, la lengua matriz que, real-mente, nos humaniza. Porque nacer en una lengua es un azar del que ape-nas somos responsables: un hecho casual en el que no hemos intervenido. Nadie puede enorgullecerse de un lenguaje que, sin duda nos nutre, pero la habitación, la casa que en él nos acoge es un simple y azaroso alquiler. Hei-degger, en una frase brillante, repetida hasta la saciedad, había dicho que el lenguaje es la “casa del ser”. Pero la casa necesita ser habitada, ser vivida. Y la vida consiste en la transformación de esa morada en vivienda, de esa len-gua materna en lengua matriz. Una lengua personal, hecha por nosotros mis-mos, por nuestra “mismidad”, iluminada por nuestra experiencia y nuestra singular recepción e interpretación.

Sólo si aprendemos a construir esa lengua que somos, empezamos a entrar en el verdadero territorio humano, en el territorio de la libertad. De esta len-gua matriz sí que somos responsables, de esa lengua que nos habla, que nos convierte en habla. Una lengua que encarna en nuestra pequeña vida indivi-

dual la larga experiencia de la decencia y la areté que había soñado el filóso-fo griego como ideal de los seres humanos. Habla para que te conozca y se-pa quien eres.

7.- No puedo por menos de recobrar otro texto clásico, muchos siglos antes de que se expresase el verdadero territorio de la cultura: ese “ser interior” que va a forjar la conciencia y la existencia humana. En la Política de Aristó-teles hay un pasaje que la ya larga tradición y recepción no ha podido des-gastar: la razón por la que el hombre es más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano y el hombre es el único animal que tiene palabra. La voz es signo del dolor y del placer y por eso la tienen también los demás anima-les, pues su naturaleza alcanza a tener sentido de dolor y de placer y signifi-cárselo unos a otros, pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañino, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre frente a los demás ani-males, el tener él solo el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad. (Polí-tica, I, 1253ª10-18).

La voz que expresa el dolor y el placer del cuerpo tiene, en los seres huma-nos, otra función más importante que la de descubrir el estado de su propia corporeidad. La cultura griega atisbó el horizonte en el que se forjaba una original misión. Una misión difícil, pero nada utópica porque en su cumpli-miento se realizaba ese “ideal de la humanidad” al que Humboldt se refería.

Aquello, pues, que hace posible la cultura, la ciudadanía, la convivencia entre los hombres, la amistad no es sino un juego de fuerzas entre esos principios opuestos del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto. El texto aristotélico afirma que es exclusivo del hombre el experimentar su existencia ante el ho-rizonte de esas aparentes oposiciones. Aparentes porque a la esencia misma de la realidad no le es consustancial lo que, en principio, la destruye. El or-den del universo, la armonía de las estrellas, el ritmo coherente de los latidos de nuestro corazón son muestra de una “bondad” de la naturaleza que mide y acompasa la organización de la existencia, el organismo de la vida.

La cultura que señalaba el mundo con las palabras inventó otra serie de ele-mentos que configuran ese espacio intermedio entre la naturaleza y la men-

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te. Un espacio necesario como aquellos elementos, el agua, el aire, la tierra ante los que se asombraron los primeros filósofos.

8.- En este momento aparece, en el lenguaje, un universo ético donde se configuran los ideales, los sueños y, tal vez, las utopías del existir. Los seres humanos comenzaron a buscar, en sus formas de indicar la realidad, una perspectiva en la que además se configuraran otros elementos tan sustancia-les como el agua o la tierra, y que sirvieran para fundar las estructuras que marcaban el convivir.

En el fondo era un problema de amistad, de concordia, que llevaba en las en-trañas de la comunicación las semillas que la hacían posible. Había pues que buscar la armonía de tensiones opuestas como la del arco y la lira (Heráclito, frag. 51). Porque la physis que era organismo coherente y consonante mos-traba, en el marco de la sociedad, una tensión que también había descubier-to el filósofo de la “armonía de los contrarios”. La guerra es el padre de todas las cosas, el rey de todo; a unos les hace dioses y a otros hombres, a unos les hace esclavos y a otros libres (Frag. 53). Esa lucha no parecía ser siempre contra los otros, por el conflicto que origina la defensa de la propia naturale-za, de la vida individual, sino en lo que Humboldt había llamado la búsqueda y la tensión hacia la “existencia interior”.

Un impresionante texto de las Leyes de Platón expresa, comenta y remedia esas tensiones:Lo que la mayoría de las gentes llaman paz no es más que un nombre y en realidad hay por naturaleza una guerra perpetua y no declarada de cada ciu-dad contra todas las demás… ¿Y acaso siendo eso verdad de las ciudades con respecto a otras ciudades lo es también de una aldea contra otra aldea y una casa respecto a otra casa y de un hombre respecto a otro hombre… y uno mismo con respecto a si mismo ha de considerarse también como ene-migo?La respuesta de Clinias a su compañero ateniense es sobrecogedora: Todos los hombres son pública o privadamente enemigo de todos los demás y cada uno también enemigo de sí mismo (I,626a2,ss.).

Pero inmediatamente encontramos en la Paideía, en la educación, el remedio para tanta derrota. (I, 626e; I, 643d-644a). Y esa educación consiste, esen-

cialmente, en un cultivo, una cultura de las palabras, de lo que sentimos y pensamos, de lo que enriquece la sensibilidad y el entendimiento.

9.- El lenguaje tiene en sus estructuras unos “principios” (stoicheiai) más teó-ricos que los que sostienen a la naturaleza, pero no, por ello, menos funda-mentales: la verdad, el bien, la belleza, la justicia representan, entre otros conceptos, los hilos que tejen el tapiz donde se hace presente el “ideal de la humanidad”.

Es cierto que ese ideal puede parecer utópico; pero utópico no quiere decir inalcanzable, sino lejano, arduo, lleno de dificultades; y nunca imposible. Por-que si lo fuera, no habrían llegado los hombres a descubrir esas palabras, a desearlas, a soñarlas, a idearlas. La existencia de ese lenguaje fundamental y fundador señala una nueva forma de globalización que latía, desde su ori-gen, en el seno de las palabras. A través de ese horizonte se vislumbra ya una función consustancial a la comunicación. No podía funcionar relación personal alguna si, en el espacio de la sociedad, no existían estructuras se-mánticas que hermanasen el campo verbal donde la verdad o el bien se asientan.

10.- En la cultura griega apareció el término spoudaios, el “hombre decente”, el que se considera “amigo de sí mismo” porque puede mirar, sin avergon-zarse en su mismidad y encuentra en ella el limpio reflejo de las otras mismi-dades con las que amistarse. Una amistad que encarna en la praxis indivi-dual el ideal de las palabras esenciales. La areté y el hombre decente y justo son la medida de todas las cosas y ello es posible porque quiere preservar aquella parte suya con la que piensa. Porque la existencia (el latido de la vi-da) es un bien para el hombre decente y todo hombre quiere para él el bien y a condición de volverse otro nadie querría tenerlo todo…, sino siendo lo que es y parece que el ser de cada uno consiste en el pensar. (Aristóteles E.N. IX 1166ª 1 sgs).

Un pensamiento que no es sino la infinita articulación que crea el lenguaje y el mundo de la mirada mental. Un mundo que a través de la educación en las palabras, en los conceptos que las alimentan, es capaz de convertir esos ele-mentos conceptuales de la verdad o el bien en el auténtico estímulo del vivir.

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El lenguaje no es sólo un medio de comunicación, sino un mundo por con-quistar cada día a la luz de ese ideal ético que convierte a la existencia hu-mana, a pesar de todas las violencias y adversidades, en una empresa gozo-sa, en un asombroso destino.

En la lengua española de los últimos decenios, hizo fortuna la brillante expre-sión orteguiana: “Yo soy yo y mi circunstancia”. En nuestros tiempos, pienso que la frase ha quedado demasiado alejada del espacio donde se entreteje el Yo: la proyección hacia la intimidad, hacia la peculiar y singular identidad. Tal vez podríamos modular la conocida tesis afirmando: Yo soy yo y mi lenguaje. Yo soy lenguaje. Unas manos etéreas, hechas de prejuicios, de egoísmos, de oscuridad y luz, de veracidad y falsedad. La educación en ese lenguaje que nos constituye puede servirnos para iluminar la realidad, para vivir, para lle-gar a ser, para deber ser