la apuesta - inicio | ciudad...

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La apuesta EARLE HERRERA CIUDADCCS L evantan el as de copa para brindar por la victoria que los une en la derrota, los ardientes jugadores. Nada aclaran, ya todo es sabido, ambos conocen perfectamente las reglas del juego y, sobre todo, sus leyes no escritas; perder la par- tida no implica la derrota; ganarla, no entraña la victoria. Hay una mutua necesidad entre el vencedor y el vencido. Por siem- pre seguirán mirándose a los ojos a través del azar, hablándose en su lengua de envite: se mentirán, se harán trampa, sabrán de los engaños necesarios pero no se podrán separar. De trapacerías saben las cicatrices que marcan sus brazos, ros- tro, abdomen. Atrás quedaron casas y haciendas, filiaciones y amigos. Sólo tienen cómplices y rivales y palabra de jugador, que se cumple o se sella con la vida. Del mismo lado de la mesa se han encontrado largas noches (son cómplices), pero otras tan- tas veces han estado frente a frente (son rivales). El conocerse de- masiado alimenta su odio mutuo, mas ninguno desea el fin del otro, ni siquiera su ruina, organismos de una lúdica simbiosis fa- tal. Cuando uno de los dos se ha perdido por alguna breve tem- porada, el nerviosismo y la incertidumbre se han adueñado del otro. Este ha jugado torpemente y con ansiedad lo ha buscado por garitos y casinos, tugurios y escondites. Noches de farra han coro- nado el encuentro, cerrado siempre con una partida amistosa, de poco monto, excepcionalmente pulcra, como una reconciliación dolorosa y feliz. El ganador corre con la cuenta y el perdedor queda con dinero para volver mañana, entonces sí por el desquite, que se- rá feroz y desconfiado, sucio y hasta el último céntimo. Alguna no- che jugaron las mujeres que ya habían perdido con la vida sin solu- ción de trucos, alguna menguada madrugada se restearon a las ci- catrices en los brazos, alguna asolada tarde apostaron el nombre. Execrados de los casinos donde eran aclamados en otros tiempos, aceptados a regañadientes en los tugurios, sin nada que buscar en el pasado y mucho menos en el futuro, del presente les quedaba la palabra de jugadores y nadie, en las hondas casas de juego, se las quiso apostar. A la luz de una luna de esquina que los alumbraba con mezquindad y desprecio, se miraron de frente y se presintieron enlazados por el mismo pensamiento. Necesitaban la emoción de otros días y cada uno tenía una sola cosa –sí, una sola e insignifi- cante cosa– que apostar: su vida. Un trago de whisky malo y un apretón de manos, precedidos por pala- bra de jugadores y sucedidos por la emoción de los que reencuentran sus pasos, sellaron el pacto. –Mañana al anochecer. –¿Aquí mismo? –Aquí mismo. Mañana, cuando caigan las sombras, el uno saldrá con la saliva agria en procura del otro; éste, con inefa- bles ansias, lo estará esperando donde siempre, el sitio que ellos saben, puntual y tembloroso: …lo verá llegar, lo verá esperándolo y los dos corazones, tré- mulos, echarán a rodar en el uno o el seis, aunque ambos sa- ben que los dados son falsos.

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La apuestaEarlE HErrEra

CiudadCCs

L evantan el as de copa para brindar por la victoria que los une en la derrota, los ardientes jugadores. Nada aclaran, ya todo es sabido, ambos conocen perfectamente las reglas del juego y, sobre todo, sus leyes no escritas; perder la par-tida no implica la derrota; ganarla, no entraña la victoria.

Hay una mutua necesidad entre el vencedor y el vencido. Por siem-pre seguirán mirándose a los ojos a través del azar, hablándose en su lengua de envite: se mentirán, se harán trampa, sabrán de los engaños necesarios pero no se podrán separar. De trapacerías saben las cicatrices que marcan sus brazos, ros-tro, abdomen. Atrás quedaron casas y haciendas, filiaciones y amigos. Sólo tienen cómplices y rivales y palabra de jugador, que se cumple o se sella con la vida. Del mismo lado de la mesa se han encontrado largas noches (son cómplices), pero otras tan-tas veces han estado frente a frente (son rivales). El conocerse de-masiado alimenta su odio mutuo, mas ninguno desea el fin del otro, ni siquiera su ruina, organismos de una lúdica simbiosis fa-tal. Cuando uno de los dos se ha perdido por alguna breve tem-porada, el nerviosismo y la incertidumbre se han adueñado del otro. Este ha jugado torpemente y con ansiedad lo ha buscado por garitos y casinos, tugurios y escondites. Noches de farra han coro-nado el encuentro, cerrado siempre con una partida amistosa, de poco monto, excepcionalmente pulcra, como una reconciliación dolorosa y feliz. El ganador corre con la cuenta y el perdedor queda con dinero para volver mañana, entonces sí por el desquite, que se-rá feroz y desconfiado, sucio y hasta el último céntimo. Alguna no-che jugaron las mujeres que ya habían perdido con la vida sin solu-ción de trucos, alguna menguada madrugada se restearon a las ci-catrices en los brazos, alguna asolada tarde apostaron el nombre. Execrados de los casinos donde eran aclamados en otros tiempos, aceptados a regañadientes en los tugurios, sin nada que buscar en el pasado y mucho menos en el futuro, del presente les quedaba la palabra de jugadores y nadie, en las hondas casas de juego, se las quiso apostar. A la luz de una luna de esquina que los alumbraba con mezquindad y desprecio, se miraron de frente y se presintieron enlazados por el mismo pensamiento. Necesitaban la emoción de otros días y cada uno tenía una sola cosa –sí, una sola e insignifi-cante cosa– que apostar: su vida. Un trago de whisky malo y un apretón de manos, precedidos por pala-bra de jugadores y sucedidos por la emoción de los que reencuentran sus pasos, sellaron el pacto. –Mañana al anochecer.–¿Aquí mismo?–Aquí mismo.Mañana, cuando caigan las sombras, el uno saldrá con la saliva agria en procura del otro; éste, con inefa-bles ansias, lo estará esperando donde siempre, el sitio que ellos saben, puntual y tembloroso: …lo verá llegar, lo verá esperándolo y los dos corazones, tré-mulos, echarán a rodar en el uno o el seis, aunque ambos sa-ben que los dados son falsos.

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2|Cuentos para leer en casa viernes 27 De MArZO De 2020 viernes 27 De MArZO De 2020 Cuentos para leer en casa|3w w w . c i u d a d c c s . i n f o w w w . c i u d a d c c s . i n f o

Denzil RomeRoCiudad CCs

El muchacho que era yo no se ha bajado de una mata de ciruela joba. Busca los gajos de frutas amarillas entre el follaje espeso y un sabor agridulce le agita la mañana, le mordisquea la sangre, le ensaliva la boca, le alivia la inquietud. Un mar extenso es la

inmensidad del copo de mi mata de ciruela. Cada hoja, cada pecíolo gi-rante ante la luz del sol, cada nervadura de los limbos brillantes, es un temblor de ola en cuyos fragores provoca zambullirse. El muchacho que era yo se vuelve entonces marinero, se abandona a la ebriedad de un viaje en buque por la ingrávida vida de mil puertos dife-rentes, al paso de costas olvidadas con acantilados y cuevas, refugios de antiguos piratas malayos, pesca perlas en los placeres de Cubagua; sin brújula ni mapa ni sextante, resiste una tormenta en el Cabo de la Bue-na Esperanza; caza ballenas en los mares del sur bajo el vuelo de pesa-dos arpones, más allá de una isla dorada llamada Tasmania. O se empi-na sobre la alta niebla, y olvida su existencia. Otra vez, mi mata de ciruela se convierte en un abrupto campo de bata-lla. Y el muchacho que era yo persigue por los aires a ilusiones enemi-gos de juego; quiebra sus enormes ramas y rompe la cabeza, los huesos, la vida de terribles rivales. Ellos también me golpean, me descuartizan, sin poder ocultarme, me desloman y el cuerpo forcejeante queda un ra-leado cobertor de raspones y magulladuras. “Eso te pasa por buscar ca-morra”, me digo, al tiempo que entreduermo para recuperar las fuer-zas y espero que la ira se pase, entre el sol y la sombra, como un agua.También puede ser mi mata de ciruela un trozo de sabana donde apa-cientan vacas, a orillas de un riachuelo, o perdidas por los andurriales. El muchacho que era yo se hace pastor, gamoral, cabrestero. A horcaja-das sobre una horqueta, caballito cebruno siempre presto a la acción, corre camino con los otros llaneros para cayapear la faena. Entrada la noche, comparte con ellos bajo el ramizo de la cocina, arrimados al fo-gón. Los mayores hablan de mujeres entre veras y chanzas. Y el muchacho que era yo comienza a adentrarse en los misterios, presin-tiendo no se sabe cuáles ternezas susurradas. También podía ser mi mata de ciruela: una ciudad grande con anchas avenidas y vitrinas espejeantes; muchos, muchísimos automóviles y enjambres de obreros saliendo de las fábricas. Podría ser un jardín embrujado o un circo trashumante; el templo milenario de una ciudad santa o la cueva de Alí Babá; el país de las maravillas que visitó Alicia o la selva africana donde vivió Tarzán de los Monos. En cada caso, el muchacho que era yo asumía su papel.Si se tienen siete años y se vive en un pueblo de unos cuantos habitan-tes y apenas nos dejan salir a la calle, la copa de una mata de ciruela jo-ba, o de cualquier otra mata, puede ser el universo entero.

De Lugar de crónicas (1985)

lauRa antillanoCiudad CCs

Deseas escribir esta carta desde un otoño pá-lido y frío, desde una ciudad desconocida, con tranvía y subterráneo, con edificios ocres y un pasado histórico que parece pe-

sar sobre la espalda de la gente, como un baúl viejo con ropa del abuelo.En la memoria, como un álbum de fotos, ves a papá, gordo, pequeño, con bigote ralo, cuando discute mientras limpia sus libros, se pone los anteojos en la punta de la nariz mirándome por encima, porque los usa para leer y escribir, y si le hablas sube la cabeza y te mira, como si los anteojos se quedaran inútiles puestos allí, justo encima de su nariz.Él sabe bailar y canta a gritos y tiene una risa muy sa-brosa. Cuando se afeita pone mucha espuma en la brochita y lo hace con un gesto cuidadoso, poquito a poco, y canta un poco si no anda apurado. Piensas en esto y entonces recuerdas, página a página, el álbum de fotografías y el gato pequeño de felpa que dormía sobre la cama cerca del piso. Y con tu frío, de manos en el bolsillo y mejillas ro-jas, mientras compras estampillas o te preparas pa-ra la jornada de trabajo de hoy, sabes que quieres reconstruir palmo a palmo una tarde y otra, y me-terte en el uniforme de la escuela de los nueve años y tener el bulto grandísimo que arrastrabas por de-masiado peso.Sabes que algo cambió en todas las cosas, porque ni siquiera tu sonrisa es ahora la misma de entonces; y te sientes como si fueses un árbol y te estuvieran ta-lando corteza a corteza, porque la angustia viene de que no puedes hablarle, de que no te oye, y te viene la imagen de la fotografía en que sonríe, con su abri-go tan grande sentado ante una fuente, y con su risa tan fuerte reconoces cada rasgo de su boca, su nariz, sus manos pequeñas, y en ello reconoces tu boca, tu nariz, tus manos pequeñas.Porque para ti él sigue sentado en aquella mecedora como lo dibujaste una vez, hace años, dormido, con las mangas de su camisa enrollada hasta los codos y con esa expresión triste que viéndolo dormir descu-briste latente.Papá siempre pareció entender que una tenía que crecer, y si se pone triste a veces es porque todos los papás del mundo, de todas las generaciones, pasan por eso.Tienes un recuerdo de niña: llovía y papá nos sacó cargadas de una tienda a mi hermana y a mí, y corrió hasta el carro, lo empegostamos todo de caramelo porque estábamos comiendo chupetas; el agua cho-rreaba y él hacía maromas para mantenernos a las

antonia PalaciosCiudad CCs

Aquí podríamos colocar la mesa para evi-tar que la luz nos llegue de frente.

Aquello había sido dicho el primer día, el pri-mer día que penetraron en la casa, el primer día que la habían recorrido toda, la casa vacía. Un día cualquiera, quizás, para los que transitaban la calle, para los que en-traban y salían por las puertas de las otras casas. O tal vez un día especial en lo aciago o en lo excepcionalmen-te dichoso para uno solo entre tantos. El primer día que había penetrado en la casa. La casa vista desde lejos, y pasar frente a ella, y pensar en lo que guardaba consigo, en lo que podría ofrecer en la participación de su inte-rior custodiado por los muros. Verla desde fuera y espe-rar que en alguna forma se iniciara lo inesperado.

—Aquí podríamos colocar la mesa para evitar que la luz nos llegue de frente...

Y la luz entraba sesgada, deslizándose débilmente hacia los corredores donde la noche se aclaraba en las exhalaciones. Todo estaba en permanencia. Las cosas, invariables, exactas a ellas mismas, se-mejantes al aire, al espacio inmutable. Y recorrían la casa --inmensa en el vacío-- buscando en ella sus preferencias para protegerse en ellas, para defen-derse de los cambios que podrían sobrevenir sor-presivamente. Nada parecía hallarse implícito en aquel primer día que recorrían la casa. Todo, por el contrario, parecía entregarse en lo que había sido dado como si la plenitud, antes de cumplirse, estuviese ya consumada. Y reco-rrían la casa en una suerte de posesión irradia-da, la casa que se agrandaba en el suspenso de la espera. Una espera fija, sin digresiones, tan fija como la casa misma en medio del movi-miento de las calles, de las luces y de los ruidos de la ciudad.

—Y aquí la cama, y junto a la cama colocaremos la mesa y el velador...

Y las palabras resonaban en su empuje inicial antes de ser alteradas por el tiempo, fieles a la representación de un instante, buscando su propia ubicación, desplazándose en el ámbito de la casa vacía como se desplazan los mue-bles de los rincones, del centro mismo de las habitaciones donde permane-cen por un tiempo indeterminado a la espera del apoyo de los muros. Y co-menzaban a recordar, incorpo-rando el olvido a la memoria, in-tentando someterse con fideli-dad al recuerdo. En el recuerdo se establecían de pronto los vacíos, bastaba una densidad cualquiera para que la sombra todo lo invadiese mientras la luz permanecía en el aire por un tiempo efímero en un afán de eterni-dad. Y comenzaban a recordar, a buscar en el impulso de ir hacia el pasado, y el peso del olvi-do gravitaba en rededor. Todo se hallaba con-fundido, nada demasiado próximo ni demasia-do lejano, confundido solamente, afirmándose en la confusión y olvidado, acogido en la vasta quietud del olvido. Y recorrían la casa integran-do su estructura al acontecimiento de recorrer-la, imaginando cada cosa libre de ser, de mover-se y de estar en reposo. Los objetos, los posibles objetos, replegados sobre ellos mismos, en su órbita cerrada donde el acontecer no pene-

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El muchacho que era yo Carta de un otoño lejanoY la casa regresaba por fragmentostraba, y rompiendo la resistencia que opone la mate-ria iban de un lado a otro, abriendo las puertas, las ventanas...

—Y aquí el tocador, y el gran espejo...

Y parecían mirarse, reflejados en multiplicidad, sin relación directa con los gestos. Los nombres pare-cían significativos, adjudicados a un solo ser, y eran dos, muy juntos, dos seres reflejados en el gran espe-jo, muy juntos. Y podrían también distanciarse, irse, el uno, el otro, a los extremos, sin posibilidad de in-terrogarse, dejando todo sin respuesta, como si algo entre los dos hubiese sido dicho, algo que dejaba caer su sombra en la distancia. Y de nuevo se aproxi-maban, se buscaban en la perennidad del tiempo, en la duración misma de la vida. Solos, y el tiempo a sus espaldas, solos en la inminente soledad de la casa va-cía. Y recorrían la casa dispersando la soledad, deján-dola en libertad de expandirse en cada uno, de ser en cada uno desmesurada, y el confuso presentimiento de cómo habría de crecer en su desierto ilímite. Y ol-vidaban, lentamente, con mayor lentitud que la me-moria, y en el olvido despertaban las cosas ya vivi-das, y señalaban con el gesto --el gesto que todo lo abarca-- el sitio inmenso, inabordable, que les arre-bataba la posesión de las cosas. Todo lo que colmaba la casa comenzaba a moverse abandonando los luga-res ya escogidos, y se llenaban de polvo los espacios vacíos. Desde afuera, quizás, podía verse mejor todo lo que había invadido ese interior tan custodiado, que se creía bien al resguardo y de donde algo había partido. Y el regreso comenzaba lentamente a esta-blecerse. Un regreso sin historia, sin lazos con el pa-sado, donde algo indecible, indefinido, persistía im-

poniendo una voluntad. La debilidad estaba en lo que ellos callaban, los días pasaban a través de los si-lencios. Y la casa regresaba por fragmentos: esta ven-tana, aquel muro, como si su conocimiento total des-virtuase lo acontecido. Y buscaban en las fechas, en los nombres, en los días, y elegían al azar un nom-bre, una fecha, un día que expresara la distancia. Y enumeraban los días partiendo desde aquel que pre-dominaba sobre todos, aquel primer día que perma-necía en el centro de todos los tiempos, orientándo-se desde allí, en todas las direcciones, hacia todos los sitios, los más lejanos, los más olvidados --acaso los más frecuentes-- y sobre los cuales caía el abandono que es también soledad. Cada sitio atado a un recuer-do, un recuerdo que despertaba bruscamente en un gesto y el gesto aparecía sin identificación a pesar de que guardaba una extraña semejanza con lo ya sido. Un recuerdo subyugado, sometido a la continua pre-sión de las cosas, de los lugares, de los objetos...

—Y aquí colocaremos las sillas de paja y miraremos descender el día...

El día que también podría morir, llegar a ser térmi-no. La luz degradándose lentamente y la casa a oscu-ras. Y recorrían la casa entre las sombras, sin voces, llenando en el tiempo el vacío, y la casa se llenaba de silencio. Desde afuera, quizás, podría verse mejor lo que acontecía en su interior. Aun cuando nada pu-diese verificarse --espesas neblinas velaban la casa en la distancia--, todo se tornaba preciso, ordenado. Y se iniciaban la invasión y la huida, el estar y el partir, y al fin, la fuga silenciosa. En las calles la gente iba y venía, las calles que rodeaban la casa. Niños, jóve-nes, ancianos, la multitud en su fragor subterráneo, en el gesto autómata del ir. Y se mezclaban a la mul-titud sumándose a los rostros, a los pasos, a las voces. Todos iban, hacia atrás, hacia adelante, iban con la sombra, con la luz, en avance y retroceso. Y todos también se alejaban, se distanciaban los unos de los otros, y de nuevo se aproximaban, buscándose en la perennidad del tiempo, en la duración misma de la vida. Desde afuera --quizás se podía ver mejor-- se mi-ra lo acontecido en la casa donde ya nada se podrá borrar, donde todo quedará esculpido en el tiempo, adquiriendo un relieve irrefutable. Desde afuera, quizás, se mira mejor la casa en la distancia. Se la mi-ra más allá de ella misma, buscando en ella el nivel para es- tablecer un nuevo comienzo, el vaho de la

ciudad sobre sus techos, los muros defen-diendo su interior mientras la luz avanza

hasta la línea divisoria de la sombra. Se la mi-ra desde afuera, en la distancia, que bien po-

dría ser el límite establecido para el nuevo co-mienzo. Todo parece venir desde adentro a tra-vés de una transparencia: las curvas, los des-

censos, la infinita prolongación de las estan-cias. La luz se entrega en ondas, en constante mo-

vimiento sobre los arcos, las espirales y las elipses, sobre el trazo vertical de las paredes. Ya todo se oscu-rece, apenas roza la luz el vértice de alguna torre le-jana. Contra el cielo violento, casi en sombras, se re-corta la casa, y se aleja, empañada, confundida con el vaho opaco de la ciudad. Y la representación si-multánea de los múltiples acontecimientos que tu-vieron lugar --¿cuándo? ¿en qué sitio? ¿en qué minu-to?-- de pronto se hace presente. Desde afuera se mi-ra mejor la casa en la distancia. La casa fija, en medio del movimiento de las calles, de las luces y los ruidos de la ciudad. La casa intemporal y el residuo del tiempo.

De Crónica de las horas (1954)

dos alzadas hasta ingresar a los asientos del auto, y estábamos orgullosas de que pudiera con nosotras en esa hazaña insólita de llevarnos juntas.El médico me puso a dieta para adelgazar cuando yo tenía nueve años, pero si salíamos a pasear, papá y yo, esa dieta se olvidaba y comíamos helados grandí-simos; creo que papá entendía y confiaba en que yo iba a crecer y adelgazaría, como ha pasado sin dar-nos cuenta.Juntos hacíamos excursiones a las librerías y me su-gería: cuentos de Hans Christian Andersen y los Her-manos Grimm, cuentos orientales y africanos, leyen-das indígenas, cuentos escandinavos, yo gozaba con esas historias de castillos y caballos, duendes y gno-mos; personajes arriesgados que se la jugaban com-pleto, y paisajes naturales exóticos y lejanos. Luego fueron libros más largos: Robinson Crusoe, Ivanhoe, Moby Dick, La Madre, de Máximo Gorki, y era grato quedarse en casa con ese librero, una que era tan tí-mida y costaba hablar y entrar en tramas ajenas.Una vez estábamos en el cine viendo Aladino y la lámpara maravillosa, yo tenía cuatro años y me asus-té mucho por el genio que salía de la lámpara, le dije a papá que me cargara y mi hermano se puso muy bravo porque a los cuatro años no hay razón ya para esos sustos bobos.Papá fue el responsable de sacarnos los dientes de le-che a todos. Si uno tenía un diente flojo y lo decía él contestaba: -¡Ah!, ¿sí? Déjame verlo. Y ¡chas!, te lo sa-caba rapidito, pero no dolía nada.Mi padre tiene una cicatriz en la muñeca, que se pro-dujo él mismo al golpear el cristal de una ventana en un ataque de furia reprimido.Mi padre lee a Walt Whitman en alta voz y dice que el Canto a mí mismo es para todos nosotros y su voz cobra entonces un resonar de tambores, y canta, y hace gestos, se ríe de sus propios gestos y habla solo, como si planificara las conversaciones, y le gusta la Sinfonía del Nuevo Mundo, y siempre quiso escribir libros que no escribió, por esas cosas y muchas más sé que está aquí conmigo y en ninguna otra parte.A él le gusta que una haga cosas y madure, pero a ve-ces no entiende cosas que una hace y cree que no es-tán bien pensadas, entonces se molesta y se pone triste y una termina también por ponerse triste por-que quisiera que todas las cosas fueran entendidas por la humanidad completa.Creo que él siempre pareció saber que una tenía que crecer, y si se pone triste a veces es porque todos los papás del mundo, de todas las generaciones, pasan por eso cuando sus hijas crecen.Allá, en el fondo, papá entiende que él nos enseñó a pensar, a estar alegres o preocupados, a tomar deci-siones, y por eso tiene que tener fe en nosotros, que

podemos equivocarnos o no… pero de eso se trata esto de cre-cer y ser adultos alguna vez…

Cuando papá comprende eso, vuelve a ser el que se pone mucha espuma en la

brochita de afeitar y canta operetas siguiendo la música

en sus discos preferidos y ríe con mis hermanas menores y se va a la playa, y lee cosas nuevas o va al cine y ve dos películas en una sola tanda y… ¡es otra vez mi papá.

(1975)

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4|Cuentos para leer en casa viernes 27 De MAYO De 2020 w w w . c i u d a d c c s . i n f o

luis BRitto GaRcíaCiudad CCs

Este era un niño que se llamaba Rubén. Este Rubén que yo digo inventó la manera de juntar las luciérnagas y volarlas de noche como un gran papagayo. Él también esperó que cayera

una estrella sobre el sube y baja del parque de juegos para coger impulso hada arriba. Así esca-pó del pueblo de las abuelas que se pasaban la vi-da encerrando a los nietos.

La enfermedad de las aventuras le comía tan-to el corazón que ya no podía soportar los días. Este Rubén era tan valiente que es-peró a que cayera un relámpago y subió por él al sitio donde nacen las nubes. Así llegó al país de los días sor-prendentes y vagó des-lumbrado por la selva de los instantes magníficos. Jugando al escondite llegó al pueblo donde se guar-daba la felicidad en botijas y se la enterraba por miedo de gas-tarla riendo. Gracias al gran tesoro de felicidad que Rubén desenterró, pudo construir el trespuños para navegar en el ci-clón de las pesadillas. Así llegó al fin de su viaje al sitio de las cosas que todavía no habían nacido.

Por allí anduvo Rubén hasta que la lluvia de tizones lo obligó a buscar refugio en el pozo sin fondo donde se guardan las cosas más imposibles. Entonces fue que pelearon el antes y el después y Rubén dirigió los ejércitos de soldados de plo-mo que conquistaron la ciudad del Ahora. Por esos lados ya empezaba la pelea entre las cosas y los nombres de ellas, que no querían seguir juntos más tiempo. En el país de los dic-cionarios peleó con la palabra de los mil millones de significados.

Gracias a la ayuda de ella fue que salió con vida del bosque de las tijeras empeñadas en cortar los gritos. Después se entretuvo en dete-ner los instantes hasta que llegó a pre-ferir su recuerdo. Pasaron miles y mi-les de años. Las estrellas cogieron la manía de caerse y Rubén las recogía para alumbrar los mundos que creaba cada mañana. Entonces fue que Rubén inventó lo de los ríos viajeros que fluían para donde él quería ir, y así hacía los viajes boyando. Por eso acabó depositado en el labe-rinto de los ojos curiosos. Entonces se le ocurrió cantar las canciones más tristes y un torrente de lá-grimas lo elevó hasta una torre tan alta que estaba lle-

Colorin,colorado

na de los esqueletos de sus constructores, que murieron ba-jando. En lo alto de la torre se encontró una princesa tan bella que se había encerrado allí para evitar que los niños murieran de amor por donde ella pasaba.

Para libertarla, allí Rubén puso a pelear al dragón del día y al dragón de la noche amarrándoles los rabos sobre las monta-ñas de menta. Prendiéndose de un cometa que pasaba pudie-ron la princesa y Rubén saltar la muralla y alumbrar el país de la noche.

Estaban tan enamorados que a cada momento debían pelear para acordarse de que eran personas distintas. Así rescataron el sol que había quedado enredado en las selvas de los confi-nes del mundo. La princesa murió de alegría de saber que nuevamente había luz en los campos. Rubén la dejó en la cas-cada de instantes en donde por primera vez se amaron.

Atacado por la peste del amor vagó lacerándose por el país de las espinas. Bajo lluvias de cascabeles, llegó hasta

el cementerio de picaflores que está situado en la luna. Allí, el Rey de los pájaros le contó del bosque

donde estaba la rama que le permitiría resuci-tar a su amada. Por llegar a ese sitio se fa-

tigó en la batalla con el camino que de-vora los pasos.

Rubén depositó una a una sus ar-mas en la puerta del amor, donde solo se entra indefenso. Entonces ca-

yó al suelo, herido por uno de los ar-queros dorados del León de latidos de

plomo. Y allí permanece para siempre, con el corazón atravesado por una varita má-

gica.

De Abrapalabra (1980)