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La antropología: práctica de una teoría Michael Herzfeld Una malévola pero útil definición de la antropología social y cultural es "el estudio del sentido común". Pero el sentido común está, antropológicamente hablando, mal llamado: no es ni común a todas las culturas ni ninguna de sus versiones es particularmente sensata desde la perspectiva de alguien ajeno a su contexto cultural particular. Ya sea considerado como "autoevidencia" (Douglas, 1975, 276-318) o bien como "obviedad" (Miceli, 1982) , el sentido común -el entendimiento corriente de cómo funciona el mundo -- resulta ser extraordinariamente diverso, enloquecedoramente inconsistente, y muy resistente al escepticismo de todo tipo. Está integrado tanto en la experiencia sensorial como en la política práctica --poderosas realidades que limitan y configuran el acceso al conocimiento. ¿Cómo sabemos que el hombre ha llegado realmente a la luna? En efecto, el trabajo antropológico más reciente ha estado dedicado a estudiar las exigencias de la moderna tecnología, de la política y de la ciencia. Especialmente todo el campo de la antropología médica (ver expresamente Kleinman, 1995) ha puesto en tela de juicio las exigencias de un burdo cientifismo que, como observa Nicholas Thomas en un contexto un poco diferente dentro de estas mismas páginas, no ha sabido ir al paso del desarrollo de la propia ciencia. Está claro que, desde la preocupación victoriana por las sociedades salvajes (ver también Abélès en esta misma revista y Traweek en la próxima), se ha producido una enorme expansión del conjunto de temas de la disciplina. La antropología, disciplina que durante mucho tiempo ha hecho gala de una cierta ironía sobre su propio contexto social y cultural, está especialmente bien preparada para enjuiciar en qué es diferente la modernidad de la tradición, y la racionalidad de la superstición --lo que quizá, irónicamente, se deba en parte a la enorme influencia que tuvo en la creación de esta antinomia. La constante manifestación por parte de los antropólogos, en el campo de la especificidad cultural, de sus propios fundamentos sin duda contribuyó mucho a generar un sentimiento de vanagloria cultural de los centros de poder mundiales -y también de desacuerdo con ésta--. En efecto, una famosa broma de Horace Miner (1956), un artículo en el que analizaba los curiosos rituales de los "Nacirema" (un conocido grupo tribal, leído al revés) se burlaba de los

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Page 1: La antropología: práctica de una teoría · Kleinman, 1995) ha puesto en tela de juicio las exigencias de un burdo cientifismo que, como observa Nicholas Thomas en un contexto un

La antropología: práctica de una teoría

Michael Herzfeld

Una malévola pero útil definición de la antropología social y cultural es "el

estudio del sentido común". Pero el sentido común está, antropológicamente

hablando, mal llamado: no es ni común a todas las culturas ni ninguna de sus

versiones es particularmente sensata desde la perspectiva de alguien ajeno a su

contexto cultural particular. Ya sea considerado como "autoevidencia"

(Douglas, 1975, 276-318) o bien como "obviedad" (Miceli, 1982) , el sentido

común -el entendimiento corriente de cómo funciona el mundo -- resulta ser

extraordinariamente diverso, enloquecedoramente inconsistente, y muy

resistente al escepticismo de todo tipo. Está integrado tanto en la experiencia

sensorial como en la política práctica --poderosas realidades que limitan y

configuran el acceso al conocimiento. ¿Cómo sabemos que el hombre ha

llegado realmente a la luna?

En efecto, el trabajo antropológico más reciente ha estado dedicado a estudiar

las exigencias de la moderna tecnología, de la política y de la ciencia.

Especialmente todo el campo de la antropología médica (ver expresamente

Kleinman, 1995) ha puesto en tela de juicio las exigencias de un burdo

cientifismo que, como observa Nicholas Thomas en un contexto un poco

diferente dentro de estas mismas páginas, no ha sabido ir al paso del desarrollo

de la propia ciencia. Está claro que, desde la preocupación victoriana por las

sociedades salvajes (ver también Abélès en esta misma revista y Traweek en

la próxima), se ha producido una enorme expansión del conjunto de temas de

la disciplina.

La antropología, disciplina que durante mucho tiempo ha hecho gala de una

cierta ironía sobre su propio contexto social y cultural, está especialmente bien

preparada para enjuiciar en qué es diferente la modernidad de la tradición, y la

racionalidad de la superstición --lo que quizá, irónicamente, se deba en parte a

la enorme influencia que tuvo en la creación de esta antinomia. La constante

manifestación por parte de los antropólogos, en el campo de la especificidad

cultural, de sus propios fundamentos sin duda contribuyó mucho a generar un

sentimiento de vanagloria cultural de los centros de poder mundiales -y

también de desacuerdo con ésta--. En efecto, una famosa broma de Horace

Miner (1956), un artículo en el que analizaba los curiosos rituales de los

"Nacirema" (un conocido grupo tribal, leído al revés) se burlaba de los

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métodos formales eruditos de teorizar sobre cosas cotidianas. En lugar de

burlarse simplemente de la facilidad con que los eruditos se dejan seducir por

la vanidad de la sabiduría, Miner suscitó una verdadera cuestión de

epistemología: ¿Por qué la supuesta racionalidad de la vida occidental iba a

escapar a la sarcástica mirada de los antropólogos? El tema es serio porque es

fundamentalmente político y esta evidencia enfrenta a los antropólogos de

campo continuamente. Un nuevo estudio (Ferreira, 1997) de las reacciones de

los Amazónicos, por ejemplo, a las convenciones matemáticas impuestas por

los occidentales, muestra que el negar las capacidades cognitivas de los

"nativos" puede ser una parte integrante de su explotación e incluso de su

aniquilamiento por parte de los agentes locales de los intereses comerciales

internacionales.

Una consecuencia de esta separación radical de lo exótico con respecto a lo

moderno, históricamente asociada con la idea de que en las sociedades

modernas existía una racionalidad capaz de traspasar las fronteras culturales

(ver Tambiah, 1990), ha sido la hipótesis de que las llamadas sociedades

premodernas se caracterizan por una falta de especialización en los ámbitos

conceptuales. Así, como señala Abélès (en esta revista), lo político se

consideraba inextricablemente integrado en el parentesco y de manera más

general en el entramado social de estas comunidades. Del mismo modo, el arte

no se diferenciaba del trabajo o de la producción de rituales; la vida

económica se llevaba a cabo por reciprocidades sociales y sistemas de

creencias; y la ciencia no podía emerger como campo autónomo porque la

gente no había encontrado todavía métodos eficaces de deslindar lo práctico

de lo religioso (o "supersticioso", como se llamaba a veces a este ámbito, para

denigrar una supuesta incapacidad de separar las creencias cosmológicas de la

pura filosofía por un lado, y el conocimiento práctico por otro). Así, se creía

que la principal misión de la antropología era el estudio de lo social con todos

sus ámbitos --la política, la economía, el parentesco, la religión, la estética,

etc. -- en aquellas sociedades cuyos miembros no habían aprendido a hacer

distinciones tan abstractas. Mucho tiempo después de la muerte del

evolucionismo como teoría dominante de la sociedad y de la cultura, estas

hipótesis evolucionistas seguían manteniendo las categorías de modernidad y

tradición como base para enseñar antropología y de aquí también la idea

ilusoria de que las sociedades "modernas" o "avanzadas" se habían arreglado

de alguna manera para lograr conceptualizar lo abstracto y así racionalizar lo

social a través de la especialización de los quehaceres.

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Pero estas hipótesis no se podían mantener por mucho tiempo. Pronto

chocaron con la experiencia directa de la investigación, como observa

Thomas: una inmersión prolongada entre las poblaciones objeto de esta

condescendencia, dio al traste con el sentido de superioridad absoluta y

desacreditó empíricamente esos supuestos básicos. En efecto, como observó

Stocking (1995, 123, 292), la vuelta al trabajo de campo -incluso antes de

Malinowsky -- fue crucial para echar abajo las hipótesis evolucionistas aunque

su estructura organizativa iba a revelarse inquietantemente persistente: el

hecho de conocer como amigos y vecinos a aquellos sobre los que se escribe

hace que las ideas orgullosas sobre la jerarquía de las culturas parezcan

insostenibles y hasta repugnantes. Cada vez más, los antropólogos empezaron

a aplicar en su entorno lo que habían encontrado provechoso en las sociedades

supuestamente ignorantes. Mary Douglas, sosteniendo una definición social y

cultural de la basura frente a una puramente bioquímica, criticó

profundamente las preocupaciones higiénicas de las sociedades europeas y

norteamericanas que Miner había satirizado de forma tan inmisericorde.

Abélès (esta revista) considera la política de la Europa moderna, al menos en

parte, como un renacimiento de valores y relaciones locales para cuya rápida

interpretación el punto de vista básico de los antropólogos supone una gran

ayuda.

Pero Thomas nos avisa prudentemente en estas páginas de que no hay que

esperar una función demasiado importante para la antropología en el futuro:

aquella máxima de "lo extranjero relativiza lo familiar" no es tan útil ni tan

chocante en la actualidad en que los conocimientos que producen los

antropólogos están expuestos de modo inmediato a la crítica por parte de

aquellos sobre los cuales tratan --gentes que comparten con nosotros una serie

cada vez mayor de tecnologías de la comunicación. No obstante, como señala

el propio Thomas, esta interpretación podría ser ella misma, causa de

optimismo acerca del potencial de la antropología para contribuir

provechosamente a la crítica social y política actual. Lamentarse por la crisis

de la representación no debería ocultar el hecho de que algunas de las críticas

con más peso fueron precisamente las que dieron lugar a nuevos e importantes

puntos de vista y de partida. Incluso el desencanto del trabajo de campo que

empezó a manifestarse en el decenio de 1960 --y especialmente de sus

exigencias de rigor teóricamente objetivo --tuvo el efecto de contribuir a

rechazar la separación radical entre el observador y el observado, y así dio

lugar a formas de conocimiento más basadas en la experiencia en lugar de lo

contrario.

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Es especialmente revelador que, como destaca García Canclini en su artículo

de esta revista, el rápido crecimiento de las formas sociales urbanas haya dado

un empuje decisivo a la separación entre el observador y el observado (y al

interés exclusivo de algunas de las más tradicionales o "exotizantes" formas de

antropología por el trabajo de "salvación"). Como él señala, los antropólogos

están ellos mismos sujetos a la mayoría de las fuerzas que afectan a las

poblaciones urbanas que estudian. Sin embargo, por la misma razón, también

la distinción entre lo urbano y lo rural, que (de la forma binaria en que se suele

articular) hasta cierto punto es solamente un invento de la historia de la

antropología misma, es cada vez más difícil de sostener en la actualidad. Estas

observaciones ponen de manifiesto la importancia de ser plenamente

conscientes de los vínculos históricos de la disciplina. La relación más fluida

con nuestra propia disciplina se debe a la aparición de enfoques cada vez más

reflexivos y como orientación básica de la antropología es, además de más útil

desde el punto de vista del análisis, más responsable desde el punto de vista

histórico que rechazar la empresa entera como fatal e irremediablemente

resquebrajada, ya sea por la "contaminación" del observador (construcción

simbólica que con sorprendente frecuencia aparece considerada como

científica en muchos escritos) o por su pasado indiscutiblemente hegemónico

(que comparte con toda una serie de disciplinas). Ambas respuestas, la de tipo

pragmático y la de rechazo se pueden encontrar en la literatura etnográfica, a

veces curiosamente juntas en un mismo trabajo. De hecho, en estos momentos

tan llenos de contradicciones, podemos ver a veces los primeros indicios de un

enfoque más flexible hacia las confusiones de categorías que, como observa

García Canclini, proliferan en la complejidad de la vida urbana.

Tomemos por ejemplo dos estudios más o menos de la misma época sobre la

sociedad marroquí, que llevan la introspección hasta unos límites a todas luces

excesivos. Frente a la postura de rechazo de los Morocccan Dialogues de

Kevin Dwyer (1982), obra en la que la sola relación informante-etnógrafo ha

conseguido desestabilizar toda la disciplina, las Reflections on Fieldwork in

Morocco (1977), claramente nihilistas, de Paul Rabinow constituyen un caso

muy diferente: su contribución al pensamiento antropológico actual procede

no tanto del disgusto del autor por el método tradicional (o más bien por la

falta de éste) como de su percepción de que el cansado hôtelier francés

excolonialista era por lo menos un tema tan bueno para la investigación

etnográfica como los románticos ciudadanos bereberes de la kasbah y del suq.

Estos cambios contribuyen a hacer visibles e interesantes a los mensajeros "sin

marca" de la modernidad y a desmontar su retórica de neutralidad cultural.

Aun cuando algunos críticos europeos, por ejemplo, atacan a los antropólogos

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por atreverse a estudiarlos en los mismos términos que a los salvajes exóticos,

exponiendo así una jerarquía cultural que es realmente digna de estudio en su

propio contexto cultural y social, la reciente y súbita intensificación de este

interés por "el occidente" también ha contribuido a eliminar muchos residuos

de los propios orígenes vergonzosamente racistas de la antropología.

Afortunadamente, la ausencia de las llamadas sociedades occidentales de las

listas de sitios generalmente reconocidos como de interés etnográfico,

situación que convirtió a la antropología en el negativo de la instantánea

colonialista del mundo, está siendo en la actualidad claramente corregida.

Por otra parte, en el libro de Rabinow, vemos uno de los más perversos

poderes de la antropología: que su capacidad incluso para un autoexamen

destructivo ha proporcionado una herramienta pedagógica de gran valor. Y

más aún, la visión escéptica que la antropología tiene ahora del racionalismo

ofrece un sano correctivo para las hipótesis más universales comunes a otras

disciplinas de ciencias sociales, aunque su localismo persistente ofrece una

buena vacuna contra la universalización de valores particularistas de culturas

que lo que ocurre es que son políticamente dominantes. Cada vez que se ha

proclamado desde dentro el fin de la antropología, ha habido una renovación

tanto de los intereses externos como de la energía teórica interna. Esto, a mi

entender, se debe a que la antropología ofrece un espacio crítico y empírico

único en el que estudiar las orientaciones universales del sentido común --

incluido el sentido común de la teoría social occidental.

Aunque estoy bastante de acuerdo con las advertencias de Thomas en cuanto a

los riesgos de las ideas altisonantes de lo que la disciplina puede hacer por el

mundo en general, también afirmaría que --al menos en la clase, lugar que no

deja de ser importante -- es de gran interés poner en tela de juicio las ideas

recibidas, tanto por medio del estudio de alternativas culturales como por la

exposición de la debilidad que parece ser inherente a todos nuestros intentos

de analizar los diversos mundos culturales, incluido el nuestro. Se necesita

este contrapeso para oponer a la creciente homogeneización burocrática de los

conocimientos y del sentido común. Éste es el hilo conductor de estas

observaciones que abren el presente número de la Revista Internacional de

Ciencias Sociales.

Es más, me atrevería a afirmar que la actitud característica de esta disciplina

ha sido siempre su inclinación a tomar comunidades marginales y emplear esa

marginalidad para cuestionar los centros de poder. En efecto, algunos de los

estudios etnográficos más interesantes son los que ponen en tela de juicio la

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retórica homogeneizante de las naciones-estado. Un reciente trabajo sobre

Indonesia --país de tumultuosa variedad-- señala este aspecto de manera

realmente espectacular tanto en los temas como en los conceptos (George,

1996; Steedly, 1993; Tsing, 1993). Pero incluso en el mundo de poder europeo

hay espacios marginales que complican la representación de nacionalidad,

cultura y sociedad de manera que cuestionan hipótesis muy queridas en la

disciplina (ver Argyrou, 1996 sobre Chipre; Herzfeld, 1987 sobre Grecia).

La investigación de campo ha sido siempre, a menudo en una colaboración no

exenta de tensión con las grandes y respetables teorías, la piedra de toque de la

antropología; gracias a ella se produce una convivencia -- las nuevas formas

de estructurar el trabajo de campo etnográfico hacen que la imagen espacial de

una comunidad cerrada esté ya un poco pasada -- que permite darse cuenta de

la imprecisión de las relaciones sociales. Esto tiene un interés empírico que

con demasiada facilidad escapa a una visión más amplia pero que no obstante

tiene grandes repercusiones para la explicación general (por ejemplo, en la

predicción de pautas electorales, en las que comunidades aisladas con

inclinaciones muy específicas pueden tener el voto decisivo en situaciones

muy igualadas). Es posible que la naturaleza de la investigación etnográfica,

sostiene Thomas, esté cambiando en la actualidad como consecuencia de las

nuevas formas de organización de la vida social y cultural. Pero eso no impide

la preferencia antropológica por los análisis microscópicos. De hecho, no deja

de ser curioso que el enorme inremento en escala de la interacción mundial,

más que atenuar ha intensificado la necesidad de esta perspectiva común,

como él señala y como vamos a ver con especial claridad en el artículo de

Dickey sobre los modernos medios de comunicación de masas, los media.

Historia y mito de los orígenes teóricos

La mayoría de los compendios de antropología empiezan con una narración de

su historia, o al menos ponen esa historia antes de cualquier comentario sobre

temas contemporáneos como el de la reflexión. Mi idea al invertir

parcialmente esa costumbre en esta introducción es poner de manifiesto la

tendencia a considerar que la disciplina avanza en progresión unilineal, como

ejemplo de lo que estoy explicando, -- es decir, como ejemplo de una de las

primeras líneas maestras de la disciplina, la del evolucionismo (que también se

conoce a veces como darwinismo social o survivalismo). Para que se vea con

más claridad, conviene insistir en lo siguiente: las "fases" del pensamiento

antropológico, lejos de estar dispuestas en una secuencia ordenada que

empieza por algunos puntos míticos de los orígenes, se suelen superponer

haciendo que fallen los pronósticos habituales de su orden de aparición, y

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reapareciendo como molestos anacronismos en medio de desarrollos teóricos

supuestamente progresistas. Así, por ejemplo, las ideas aparentemente muy

"modernas" y poscoloniales de que algunas categorías analíticas clave, como

parentesco y matrimonio, podían no ser aplicables tan universalmente como

en un principio se pensó, aparecen ya en escritos de algunos estudiosos de fin

de siglo que habían luchado en la práctica con la falta de adecuación de estas

categorías sobre el terreno, sobre todo en Australia (ver Stokcing, 1995, 26).

Sin embargo, a la inversa, algunas ideas clave propias del evolucionismo de la

Gran Bretaña victoriana y de los métodos funcionalistas de explicación

sistematizada de Malinowski en el decenio de 1920, reaparecen a menudo en

el estructuralismo del decenio de 1960 e incluso en sus sucesores, incluyendo

la historiografía reflexiva del decenio de 1990. Permítaseme explicar esto

comentando brevemente el ejemplo característico del estructuralismo de Lévi-

Strauss.

Entre sus muchas aportaciones a la teoría antropológica, Claude Lévi-Srauss

adelantó la visión de que el mito era 'un mecanismo para la supresión del

tiempo' y de que esto tenía por efecto ocultar las contradicciones suscitadas

por la misma existencia de la vida social (ver comentario y más referencias en

Leach, 1970, 57-58, 112-119). Así por ejemplo, la sociedad prohibe el incesto;

pero ¿cómo explicar la reproducción si no es partiendo de un primer acto de

incesto? (Por extensión, podemos decir que el nacimiento de una nueva nación

--entidad que se proclama de puros orígenes -- tiene que implicar un acto de

mestizaje cultural o incluso genético. Y en efecto, las opiniones de Lévi-

Strauss sobre los mitos de los orígenes son especialmente apropiados para el

análisis de las historias nacionalistas). ¿En qué se diferencia esto de la

celebrada definición de Malinowski (1948) del mito como "carta

constitucional" para la sociedad? O, si los tabúes del incesto reflejan la

importancia de mantener claras las distinciones categóricas entre los de dentro

y los de fuera y así permitir que cada sociedad se reproduzca a sí misma

casándose fuera (exogamia), ¿hasta qué punto está esto libre de la implicación

teleológica --típica de la mayoría de las formas de funcionalismo-- de que sea

éste el objetivo de las normas que prohiben el incesto?

La evidencia de estas reincidencias intelectuales tiene una importante

conclusión. Debido a que consideramos las teorías como expresiones de una

orientación social y política y como divisas heurísticas para investigar la

realidad social más que como instrumentos de puro entendimiento, las teorías

se manifiestan en sitios hasta ahora insospechados. Es decir, empezamos a

darnos cuenta de que los informantes están ellos mismos comprometidos en

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prácticas teóricas -en su mayoría no en el sentido de un compromiso

profesional sino por la realización de operaciones intelectuales directamente

comparables. Así, la celebrada distinción de Lévi-Strauss entre sociedades

"frías" y "calientes" viene a resultar una distinción de escala más que de

género.

Una cosa es reconocer a los informantes como productores de conocimientos

sociales abstractos, y otra muy distinta, como señala Thomas, es emplear a

éstos como base de nuestro propio entendimiento teórico. No obstante, la

creciente porosidad del mundo contemporáneo significa que dependeremos

cada vez más de la tolerancia intelectual de nuestros informantes y por eso nos

encontraremos, queramoslo o no, haciendo exactamente esto. Porque hasta

cierto punto y cada vez más, 'ellos leen lo que nosotros escribimos' (Brettell,

ed., 1993; ver también Thomas, en esta misma revista). Es más, ellos también

escriben y algunos escriben sobre antropología. Esto hace que su

razonamiento sea más perceptible aunque quizá también signifique que la

dominación de los sistemas de escritura "moderna" podría obstruir otros

modos de razonamiento.

Esto es un avance que, más que ampliar nuestras posibilidades intelectuales

quizá, las limite. Ampliar el significado de la palabra 'sentido' desde 'sentido

común' hasta 'lo sensorial' y rechazar simultáneamente un compromiso a priori

con la cartesiana separación de espíritu y cuerpo, son dos cosas vitales para

aumentar nuestra capacidad de valorar las teorías virtuales de los actores

sociales (Jackson, 1989). (Como con algunos complejos sistemas de

parentesco estudiados por los primeros antropólogos, si lo entendemos o no,

es nuestra incapacidad intelectual la que está en cuestión). El entendimiento de

estas áreas de lo sensorial que no se pueden reducir a una explicación verbal

es un reto a nuestra capacidad para dejar la incredulidad pero, por esa misma

razón, requiere una repuesta menos solipsista que el tipo de objetivismo que

sólo acepta como significativo el limitado círculo de entendimiento

previamente circunscrito por los valores de una cultura (ver Classen, en este

mismo número), o la auto-indulgencia, sorprendentemente parecida, de

escribir sobre cultura desde la seguridad de la pura introspección. Esta última

es realmente una vuelta a la victoriana 'antropología de sillón' en nombre de

un equivalente 'posmoderno' como los estudios culturales tal y como los

describe Thomas en esta revista.

La escasez de estudios antiguos de lo sensorial resulta especialmente

sorprendente si se tiene en cuenta que los evolucionistas en época muy

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temprana eran de la opinión de que los seres humanos se hacían

progresivamente menos dependientes de la sensación física a medida que

prevalecía la vida de la mente activa. Pero estos victorianos satisfechos de sí

mismos estaban profundamente interesados, por ejemplo, por el ritual -- una

de las constantes más firmes de la disciplina. Como observa Handelman (en

este número), el ritual puede absorber todos los sentidos hasta un punto no

logrado normalmente en (las formas modernas de) el espectáculo. Pero hasta

hace poco no ha habido una gran curiosidad antropológica por la función de

los sentidos en las prácticas rituales, a excepción de la vista y el oído, y sólo se

han hecho intentos bastante modestos de estudiar estos aspectos nada más que

como apéndices de la tarea principal de la acción ritual.

Plantear interrogantes en torno a estos temas pone de relieve los límites de los

cauces puramente verbales de la investigación y por ello plantea un reto

creativo a todas las ciencias sociales, sobre todo a aquéllas en las que existe

algún reconocimiento de las capacidades teóricas de los propios actores

sociales. Handelman suscita la cuestión de la teoría que está implícita en el

ritual, pero sostiene que nosotros construimos entonces una estructura teórica

diferente que nos permite separar la teoría indígena de sus manifestaciones,

como el ritual. Esto está muy bien, pero requiere un gran aumento de nuestra

capacidad para registrar y analizar las semióticas no verbales por medio de las

cuales se expresan, se manipulan y, para emplear la terminología de

Handelman, se transforman las ideas y opiniones conceptuales de los autores.

Porque es al menos concebible que al transformar la condición de un grupo o

de un individuo, el ritual puede transformar también la forma en la que sus

hipótesis ocultas se perciben o conceptualizan --algo parecido se presupone en

la idea de que los rituales, a menudo asociados con la reproducción de los

sistemas de poder, pueden servir también como vehículos de cambio.

Aquí sobre todo parece de vital importancia evitar el error tan común de creer

que todos los significados pueden ser representados con precisión en forma

lingüística. Mucho de lo que se toma por traducción se tendría que llamar con

más precisión exégesis. Paradójicamente, este conocimiento de los límites del

lenguaje implica un considerable dominio del lenguaje de la cultura en la que

uno está trabajando. Es muy importante poder identificar la ironía, reconocer

una alusión (a veces a cambios significantes políticamente en el uso

lingüístico) y superar las ideas simplistas de que el lenguaje que aparece

fundado en la experiencia social es 'menos' capaz de expresar significados

abstractos que el propio (ver Labov, 1972).

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Así pues, también es necesario estar dispuesto a reconocer que las ideas del

informante sobre el significado pueden no corresponder a las hipótesis

verbocéntricas mantenidas normalmente por los intelectuales occidentales. Por

ejemplo, en un trabajo que realicé en una comunidad rural de Creta, llegué a la

conclusión de que la capacidad de los habitantes para descodificar las

semióticas de su propio discurso así como la semiótica de la burocrática

nación-estado circundante, estaba llena de un agudo sentido de marginalidad

política. Parecidas observaciones plantea aquí Roberts en su comentario sobre

otras poblaciones subalternas. El uso local en algunas sociedades parece

combinar el sinificado lingüístico con observaciones accidentales de que algo

'tiene importancia' (o 'es significativo', podríamos decir). Pero estas

perspectivas, además de reflejar la costumbre local, quizá puedan también

hacer que algo se suelte del asidero que el modelo de significado centrado en

el lenguaje tiene sobre nuestra mentalidad intelectualista.

La idea de aldeanos teóricos analfabetos no es realmente asombrosa si se

considera que estas personas tienen que luchar con enormes complejidades

sociales. Su situación, enredada en lealtades a veces contradictorias hacia

entidades mayores que su comunidad local, exige una buenas habilidades

como cuestión de verdadera supervivencia política. Como consecuencia, los

informantes pueden dar muestras de un virtuosismo exegético y un

eclecticismo conceptual que, en un antropólogo profesional parecerían signos

de inconsistencia, pero que en el contexto local muestran simplemente el

despliegue de una teoría en toda su diversidad. Se puede uno puede encontrar

entre sus informantes con el equivalente a funcionalistas, evolucionistas, e

incluso a estructuralistas: los tipos de explicación dependen de las necesidades

de la situación. Esto se complica todavía más cuando se trata de pueblos cuyo

estudio se ha hecho quizá sin que ellos se enteren, empleando métodos

antiguos --y esto se puede aplicar a una parte cada vez mayor de las

poblaciones del mundo. Las explicaciones locales de las "costumbres" se

justifican frecuentemente con una gran dosis de evolucionismo 'científico', por

ejemplo -- y como actualmente la teoría produce nociones que se popularizan,

en estos casos es empíricamente erróneo considerar el discurso popular y la

teoría antropológica como dos ámbitos totalmente separados. Sólo una

narración histórica de la relación entre ellos hace posible desenredarlos con

fines analíticos.

Esta es la razón por la cual considero de gran utilidad que se haga una historia

de la disciplina que preste mucha más atención de la que hasta ahora podía ser

aceptable a la función que el informante desempeña en el desarrollo de

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nuestras ideas. Porque es evidente que cumplen una función. Por ejemplo, en

el decenio de 1960, una gran discusión en torno a la explicación del

parentesco enfrentó a los estructuralistas ('teóricos de la unión') contra los

estructuralistas-funcionalistas ('teóricos de la descendencia'). Resulta que la

mayoría de los primeros --con pocas aunque notables excepciones-- había

trabajado en América Latina y Asia del Sureste, mientras que la mayor parte

de los segundos había llevado a cabo sus investigaciones en África y en el

Oriente Medio. ¿No podría ser esto una consecuencia de la repercusión de las

tradiciones locales de exégesis sobre el pensamiento de los antropólogos? Los

informes etnográficos están repletos de sugerencias de teorías locales; un

temprano y famoso ejemplo es el de la experiencia de Evans Pritchard con los

Nuer quienes dibujaron diagramas en la arena para explicarle los

alineamientos de sus estructuras ideales-tipo (1940, 202). Considerar estos

ejercicios más como viñetas etnográficas que como aportaciones a la teoría no

parece nada generoso visto con la perspectiva del etos actual.

La antropología, estructurada en estos términos, es quizá inusual entre las

ciencias sociales por el hecho de que sus practicantes reconocen que la

separación, en otro tiempo axiomática, entre el estudioso teórico y el 'sujeto'

etnográfico ha desaparecido. ¿Significa esto que sus modelos están

resquebrajados sin remedio? Antes al contrario, creo que sus exigencias de

rigor intelectual se ven reforzadas por estos reconocimientos de deuda

intelectual --reconocimiento que a la vez socava la arbitrariedad de la

insistencia cientifista (en su sentido opuesto a científica) en la perfecta

correspondencia, e igualmente el nihilismo autorreferencial hacia el cual

algunas formas de posmodernismo --aunque no todas-- amenazan con

impulsar la disciplina.

Entre los últimos, las evaluaciones de etnografía en Writting Culture (Clifford

y Marcus, eds., 1986) han sido criticadas sobre todo y con toda justicia por el

movimiento feminista (Mascia.Lees, Sharpe, y Cohen 1987-88; Behar y

Gordon, eds., 1995). Estas críticas precisamente de quienes se podía esperar

su apoyo, harían fácil desechar la tendencia posmoderna como otro discurso

más de tipo explotador. Pero esto sería repetir, una vez más, la censura que

siempre se les ha echado en cara. No obstante, en la práctica, estos ejemplos

de lo que Robottham llama aquí posmodernismo 'moderado' han servido de

estímulo para ensanchar el campo de la investigación etnográfica, y

precisamente por eso, me atrevería a decir que han servido también para hacer

que la disciplina sea más empírica en vez de menos --un juicio que

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probablemente dejará tan descontentos a los extremistas de las convicciones

positivistas como a los de las posmodernistas.

Pero, ¿puede una disciplina obligada tan menudo a autoanalizarse de este

modo contribuir en algo al entendimiento humano o serán sus disputas

internas demasiado perturbadoras y paralizantes? Desde luego, algunas

parecen peligrosamente frívolas. Pero las pruebas que tenemos indican que en

la práctica, el resultado ha sido un aumento del trabajo etnográfico, con un

nivel más alto de resposabilidad tanto científica (en el sentido más general de

la palabra) como moral. Si esto es así, hay al menos dos ventajas importantes

que destacar: en primer lugar, la toma de conciencia de la riqueza intelectual

que una mayor humildad de los estudiosos podría poner al alcance de todos, y

en segundo y por extensión, la tarea pedagógica de luchar contra el racismo y

otros nefastos esencialismos en un mundo que parece cada vez más propenso a

ellos.

La reflexión empírica

Hay otro aspecto de la reflexión que aumenta realmente el desarrollo empírico

de la disciplina. Para entender lo que podría parecer una formulación

totalmente paradójica (en los términos actuales de los debates) tenemos que

hacer una clara distición entre dos tipos bastante diferentes de reflexión: la

personal y la sociocultural. Los debates de reflexión han ido desde la

acusación de mala fe (es un lujo auto-complaciente a costa de las diferentes

poblaciones amenazadas que estudiamos) hasta la defensa apasionada (sólo

por medio de drásticos autoanálisis puede la antropología quitarse la mancha

de su pasado colonial).

Sin embargo, algunas consideraciones de tipo pragmático indican que es un

debate equivocado y puede llevarnos a preguntar qué clase de reflexión se

ofrece. Aquí es donde la distinción entre lo personal y lo sociocultural se hace

especialmente necesaria. Los ejercicios de reflexión que parecen simplemente

un psicoanálisis en público parecen ser mucho menos útiles que los que nos

permiten ver nuestras propias prácticas culturales, incluyendo muy

especialmente la antropología, en un contexto comparativo.

Así, por ejemplo, la crítica del funcionalismo de la antropología social sí nos

ayuda a reconocer la lógica adoptada por los creadores de rituales,

constituciones y sistemas burocráticos. En efecto, cuanto más 'modernos' y

contemporáneos son estos sistemas, más claramente podemos identificar los

agentes sociales --los comités de duendecillos de Durkheim-- que deciden

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ponerlos en marcha conscientemente. Son personas reales que actúan en

espacios reales, en momentos históricos concretos y participan en los procesos

en vez de quedarse en suspenso en estructuras intemporales. Como tales, son

etnográficamente accesibles -- es decir, empíricamente (ver Moore, 1987).

Por otra parte, considerar sus acciones en estos términos no conlleva

atribuirles motivos psicológicos. Es cuestión simplemente de comprender que

sus acciones dan forma y contenido a inventos culturales en los que otros --a

menudo sus seguidores-- pueden hallar ese sentido de orden estructurado que

fomenta la conformidad y establece las reglas contra las cuales la rebelión

adquiere su identidad. Desde el punto de vista analítico se desprenden muchas

ventajas de la distinción de los parecidos entre el funcionalismo antropológico

y el del estado o entre las teorías antropólogicas de etnicidad y los mitos de

origen (incluyendo las historiografías nacionalistas) (Dummond, 1981), o

entre los conceptos antropológicos de cultura y sociedad y las

materializaciones de identidad propuestas por el estado (Handler, 1985). Pero

existen dos peligros: por un lado, esta introspección pueda conducir a la

desesperanza autodestructora de los positivistas ante la continuidad entre el

observador y el observado y por otro, estas comparaciones pueden convertirse

en un fin en sí mismas, validadas por el moralismo que actualmente

caracteriza la retórica autocomplaciente de algunas de estas naciones-estado

que han sido especialmente importantes en el desarrollo de la antropología.

Pero los beneficios son especialmente significativos en este momento de la

historia. La antropología está abandonando claramente la idea (empíricamente

insostenible) de los aislamientos culturales claramente delimitados --el

laboratorio de la optimista imaginación de Lévi-Strauss (1955). El optimismo

de Robotham en su ensayo de estas mismas páginas, es de diferente clase. Va

más allá del positivismo y de lo que él llama la 'angustia defensiva' del

posmodernismo; Acepta en cambio, la rica variedad de experiencias sociales

que son ahora accesibles y rechaza (o al menos contextualiza) el sistema de

cosas construido a la manera occidental, implícito incluso en esas bien

intencionadas invenciones como el 'poscolonialismo'.

Hasta ahora, el relativismo cultural de la antropología ha sido siempre relativo

a una entidad construida, la de 'occidente' (ver Carrier, 1992). Robotham

propone que para aprovechar las nuevas oportunidades debemos relativizar

todas las formaciones socioculturales por igual, sin dar prioridad a ninguna.

Conviene añadir que es precisamente en este momento cuando la antropología

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crítica de las sociedades llamadas occidentales, ya animada por el movimiento

posmoderno, ha germinado de verdad.

En este contexto, los antropólogos se enfrentan al reto de dejar el estudio de

los fenómenos locales destinado a crear una gran teoría, y dedicarse al análisis

de las entidades circundantes como la nación-estado, a la antropología

entendida como crítica social y política --y, como insiste Thomas, también a

un enfoque nuevo y más flexible de las identidades regionales -- no en el

lenguaje de las viejas formulaciones de áreas culturales, sino en el

reconocimiento de realidades políticas, entre otras, el uso de la identidad

regional como medio de movilización efectiva.

La tarea vital es mantener el enfoque microscópico de la investigación de

campo con la misma intensidad o incluso mayor, pero hacerlo de manera que

se aborden también las entidades más amplias parcialmente concéntricas que

se superponen. Esto es posible porque el trabajo antropológico de campo da

lugar a experiencias que coinciden de forma ilustrativa con procesos que son

importantes para los informantes (Jenkins 1994: 445-51). Es más, la intimidad

social de la situación de campo --la fuente de reflexión primera y más

fundamental para los antropólogos-- permite una investigación crítica de la

intimidad cultural del estado y de otras entidades supralocales (Herzfeld

1997). Cuando un investigador de campo descubre que la gente corriente está

enterada de la existencia de las minorías y de los rasgos culturales, es decir, de

la existencia real de lo que oficialmente se niega; cuando el antropólogo

descubre la reproducción de las prácticas coloniales a escala local con

regímenes poscoloniales; cuando la retórica oficial de la armonía social y

política no consigue ocultar al etnógrafo la persistencia de las prácticas

consideradas 'incivilizadas' (en una retórica que debe mucho a la antropología

victoriana)-- es precisamente entonces cuando la investigación antropológica

de campo puede servir de contrapeso a las generalizaciones más extendidas de

disciplinas más de tipo macroscópico como la ciencia política (Abélès, en este

número), la economía (Gudeman, 1992) y los estudios culturales (ver Dickey

y Thomas, en esta revista).

Es entonces cuando la crítica reflexiva de la antropología nos lleva a un nuevo

tipo de análisis acerca de la función del estado. Sin embargo, para lograr este

objetivo, la reflexión se debe considerar no como un fin en sí misma, sino

como un medio para mejorar nuestra sensibilidad de análisis. Esto constituye

un comparandum de la misma antropología, no porque necesariamente sea de

especial interés para los no antropólogos, sino porque la historia social y

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política que comparte con muchas intituciones cirundantes --naciones-estado,

imperios coloniales, burocracias religiosas -- se puede hacer mucho más

accesible por medio de ese procedimiento. La crítica de que las teorías

antropológicas están excesivamente dedicadas al estudio de lo exótico y de

que viven en otro tipo de tiempo (ver Fabian, 1983), por ejemplo, nos lleva al

estudio analítico de prácticas semejantes en las políticas estatales con respecto

a las minorías y a la preservación de la tradición en las poblaciones

marginalizadas debido a que las han equiparado con sus glorias de museo

(v.gr. Danforth, 1984). De parecido talante, la crítica de Asad (1993) de la

extendida metáfora que compara al análisis antropológico con una traducción,

dejando a un lado sus méritos, también propone un medio de considerar el

modo en que las burocracias estatales reestructuran las tradiciones locales

como ceremonias nacionales --un proceso de tipo pragmático y ampliamente

no lingüístico que se parece a la traducción en el hecho de que se apropia de

un texto para un nuevo contexto.

Puesto que la antropología, el nacionalismo y el colonialismo tienen un oscuro

pasado común, estas comparaciones son menos ofensivas desde, el punto de

vista historiográfico, de lo que podría parecer desde la perspectiva de

mantener los mitos del distanciamiento y la trascendencia científicos. En

efecto, Robotham en su ensayo documenta brevemente la forma en que el

control occidental sobre la historia del mundo ha relegado otras 'tradiciones' a

un plano secundario, fenómeno que también ocurre en los colonialismos

internos como los que aparecen en los discursos británicos sobre 'localismo'

(Nadel-Klein, 1991). La historia de la antropología es un espectáculo

secundario -- aunque muy revelador-- dentro de un espectáculo mayor.

Para poner otro ejemplo de la utilidad de este tipo de comparación, la

teleología puede ser inadmisible en tanto que hipotesis de análisis, pero puede

existir como objeto de observación --como en el funcionalismo estatal descrito

por Malarney (1996) en algunos regímenes totalitarios, o como la

configuración social intencionada a la que apuntam muchos espectáculos

estatales (Handeman, en esta revista). Pero la distinción radical de Handelman

entre espectáculo y ritual encubre quizá la función de la teleología en las

prácticas estatales ocultando hasta qué punto el espectáculo y el ritual, tal y

como él los define, se proponen ambos la reproducción de los sistemas

clasificatorios de acuerdo con los principios muy parecidos de contaminación

y pureza simbólicos. Sobre este punto, Abélès por ejemplo, cree que destacar

los parecidos entre las llamadas sociedades modernas y las estudiadas en otro

tiempo de manera exclusiva por los antropólogos, contribuye más a

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entenderlas mejor que destacar las pretendidas diferencias. Esta tensión entre

semejanza y diferencia pone bien de manifiesto cómo, en calquier caso, el

pensamiento antropológico suscita cuestiones críticas en torno a la

constitución de la sociedad y la cultura y se puede orientar tanto desde el

punto de vista cronológico como geográfico, con lo que se erosionan todavía

más las viejas y simplistas ecuaciones que relacionaban lo exótico, lo arcaico

y lo rural.

Considerar la teleología como concebida y puesta en marcha por seres sociales

con una finalidad prevista de antemano pone a ésta fuera del ámbito del

sentido común y en su lugar la reestructura como una forma de acción social --

es decir, como si ella misma constituyera el mismo fenómeno cuya existencia

niega, y, como tal, algo con lo que es teóricamente posible discutir. (El

ejemplo más burdo de esto es la retórica política que niega ser política; desde

luego que su engaño se puede desenmascarar, aunque a menudo hay que pagar

un precio por ello). De manera más particular, lo que en la teoría moderna

sería rechazado como tosco esencialismo, en la práctica social cobra la

apariencia de una triunfante apuesta por el poder.

Entender la acción en este sentido reinscribe la historia en el análisis de lo

social --una de las consecuencias más directas del aumento general del interés

por la acción, como señala Roberts en su ensayo. Sus efectos rara vez son tan

completos como sus autores desean. Como señala Malarney prudentemente, la

eficacia funcional que reclaman los regímenes más controladores tiene sus

límites: la negación de la acción no significa que ésta haya sido de verdad

eclipsada en la práctica, lo mismo que -- a la inversa-- la existencia de un

poderoso estado no significa automáticamente que las desobediencias

cotidianas a su autoridad constituyan necesariamente actos de rebeldía --

aunque en el fondo es exactamente lo que son (ver Scott, 1985; cf. Reede-

Danahay, 1993). Esto es así porque no hay una respuesta genérica para estas

cuestiones y porque éstas sólo suelen ser accesibles a través de códigos no

verbales (o por lo menos, no referenciales) -- para este punto es especialmente

sugerente la breve mención de Abélès sobre la función de los gestos en la

acción política-- que requieren una cuidadosa y profunda investigación de

campo. Incluso en estos casos, quedan amplias zonas de duda, sobre todo

habida cuenta de nuestro lento desarrollo de las técnicas para interpretar las

formas menos referenciales de significado (sobre esto, ver Farnell, 1995); pero

al menos reconocer su importancia es avanzar en la dirección correcta --lejos

de la opinión extrañamente antiempírica de que lo que no se puede medir

habría simplemente que excluirlo. Esta opinión suele ir unida a una

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perspectiva 'vertical' que evita el desorden de la realidad social y desecha los

datos etnográficos por considerarlos simples anécdotas. Estas posturas,

siempre en desacuerdo con la experiencia sobre el terreno, tienen actualmente

muy pocos partidarios en la antropología social y cultural.

La antropología y la política de identidad

El énfasis en la acción ha conducido a la desaparición parcial de las

antiguamente claras divisiones entre los temas antropológicos definidos

atendiendo a su signicación institucional (parentesco, política, religión,

economía, etc.). Por ejemplo, el parentesco goza actualmente de una

articulación más organica en otras áreas de investigación. Ya sea como un

aspecto de la relación entre el género y el poder estatal (v.gr., Borneman,

1992; Yanagisako y Delaney, eds., 1995) o como metáfora orientadora del

nacionalismo, al perder su antigua autonomía ha ganado una profunda

significación sociocultural mucho más que lo que su antigua preeminencia le

permitía.

También la etnicidad ha adquirido una nueva ubicuidad. El concepto mismo

ha sido en gran parte desconstruido, pero no acaba de desaparecer. Bien es

verdad que los antropólogos han contribuido masivamente a su análisis, es

más, han estado especialmente atentos a su adopción política por parte de los

nacionalismos incipientes (v.gr. Jackson, 1995). Por eso constituye un claro

ejemplo de la dificultad de separar con fines de análisis la empresa

antropológica de su objeto de estudio - dificultad que (como vengo

sosteniendo en este artículo), lejos de invalidar la disciplina, se adapta

especialmente a las realidades empíricas.

En efecto, como señala Thomas en esta revista, no es cuestión de que los

antropológos se encuentren a sí mismos repitiendo los conocimientos que los

actores locales ya poseen de una manera que a los locales puede no parecerles

particularmente reveladora de nuevas perspectivas. Esos conocimientos

también pueden servir -- en la medida en que la producción antropológica se

tome todavía en serio-- para legitimar las identidades y las prácticas

emergentes.

Esta situación sirve para comprobar los puntos fuertes y débiles de la

perspectiva posmoderna. Por un lado, saber que se está en 'el punto de mira'

ofrece un saludable contrapeso a la imagen habitual de las 'culturas' como

entidades herméticamente cerradas y sin ambigüedades --tanto las

comunidades tribales aisladas físicamente como los estados industriales bien

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definidos (y a menudo literalmente cercados) por las fronteras nacionales.

Pero esto indica también que cualquier intento de negar la realidad de estas

fronteras para los actores es indefendible y, como ha destacado especialmente

J. Jackson (1995), puede frenar sus intentos de autodeterminación ante la

brutalidad del estado. También obliga a los estudiosos a afrontar el inevitable

problema de que la liberación de una población puede dejar su secuela de

exterminio o esclavizamiento de las demás. Los antropólogos pueden avisar

de la realidad de estas desviaciones.

Las múltiples interconexiones de todos estos temas hacen que las cuestiones

de la etnicidad y el nacionalismo aparezcan en otros muchos debates

trascendentales. Todo intento de tratarlas por encima en un simple artículo, lo

único que conseguiría es enmascarar su verdadero alcance en la actualidad.

Los ámbitos en los que surgen en sus formas más evidentes e inmediatas son

la política (Abélès, esta revista), el ritual (Handelman, en esta revista), los

media (Dickey, en esta revista) y géneros y sexualidades (Borneman, en el

próximo número).

En el trabajo de Handelman, por ejemplo, vemos las conexiones entre el ritual,

la burocracia, el nacionalismo, y la producción de espectáculos en contextos

religiosos y nacionalistas --dos ámbitos que ofrecen semejanzas reveladoras,

sobre todo en lo referente a la relación entre el nacionalismo y la creación del

mito. Aquí puede resultar de utilidad señalar la breve pero esclarecedora

mención que hace Dickey de los estudios del carácter nacional que se basaban,

como principal fuente de datos, en los media y, me atrevería a añadir, que

compartían una larga historia con los estudios de folklore nacionalista (ver

Cocchiara, 1952; Caro Baroja, 1970). La antropología estuvo antaño muy

involucrada en la construcción de la nación y proyectos afines y sus

profesionales de hoy participan en la actualidad en la crítica 'constructivista' --

para disgusto de muchas comunidades estudiadas, como han observado

Argyrou (1996), Jackson (1995), Thomas y otros. La postura constructivista

no solamente cuestiona las unidades actuales, sino que lo hace por medio de la

dispersión de un pasado teóricamente unificado. En particular cuestiona la

idea de un único punto de partida que encontramos tanto en los mitos de

origen como en las historias nacionalistas, y esto puede plantear amenazas

muy serias para las nuevas entidades que todavía no han borrado del todo sus

huellas heterogéneas (¿incluida quizá la propia antropología?): el tiempo,

como señala Roberts (en esta revista) comentando el despliegue de proclamas

de antigüedad por parte de diversas entidades políticas y culturales, es una

fuente de validación.

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Así pues, la cuestión étnica y el nacionalismo son temas ubicuos en

antropología: limitan a la vez su proyectos intelectuales y sus posibilidades de

compromiso político significativo y demandan de todos los antropólogos una

disposición a considerar de buena fe las posibles consecuencias de cuanto

escriben y publican, situando firmemente la carga moral de responsabilidad --

que no puede ser aliviada por oportunas prescripciones éticas-- sobre los

hombros de los antropólogos. Son, en muchos sentidos, la base misma sobre la

cual la antropología en tanto que disciplina debe establecer su punto de vista,

ya sea como objeto de estudio, base para la reflexión histórica y para un nuevo

enjuiciamiento, o como contexto político para la acción.

Así pues, en todo este proyecto he optado, en un nivel organizativo, en

coherencia con el tema de la antropología como crítica sistemática de las

nociones de sentido común, por insistir en esos campos menos 'obvios' como

los sentidos, las modernidades y los medios de comunicación; pero no hay de

que preocuparse porque los temas 'obvios' demuestran su solidez

reapareciendo en nuevas formas dentro del esquema adoptado. Estos reajustes

no son sólo meramente cosméticos, ni meramente accidentales: están

destinados intencionandamente a fomentar igualmente un nuevo

enjuiciamiento teórico.

Un área importante sobre la que se centra todo este proyecto deliberadamente

es el de la modernidad -- o, más bien, de la plétora de modernidades, como

señala Robotham (en esta revista). Volveremos específicamente sobre ello en

el próximo número (Hubinger). Por el momento sólo quiero señalar dos temas

que recorren la totalidad del proyecto. En primer lugar, está la cuestión de si la

modernidad es algo radicalmente diferenciado, como (por ejemplo) sostiene

Handelman -- o si, considerada como una pluralidad de acuerdo con la

formulación de Robotham (con su consiguiente rechazo de las viejas y ahora

claramente simplistas antinomias que oponen las perspectivas subalternas y

las coloniales), podemos considerarla siquiera como una entidad. Esto es

importante desde el punto de vista metodológico porque de ello depende hasta

qué punto consideremos en el mismo esquema parejas como la burocracia

estatal y la clasificación simbólica de los rituales tribales; la mitad de los

sistemas de parentesco y los regímenes rivalizantes de derecho familiar e

ideología política (como en el Berlín anterior a 1989; ver Borneman, 1992); y

las racionalidades científicas y la práctica religiosa. ¿Es la burla de Miner a

propósito de los Nacirema, tan sólo un excelente chiste o plantea una seria

reflexión sobre hasta qué punto podemos defender la equiparación de la

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modernidad con algunas nociones universales de racionalidad? ¿Qué

significado tiene considerar a las minorías políticas de las modernas

sociedades industrializadas en términos de parentesco y otros lenguajes a

propósito de la identidad, como recomienda Abélès? ¿Y por qué ha vuelto el

parentesco a ocupar el primer puesto de la escena de manera tan decisiva, en

estudios que van desde el nacionalismo a las tecnologías reproductivas e

ideologías (Strathern, 1989; Ginsburg, 1989)? Si estos estudios están basados

en el uso metafórico del término 'arcaico' en cada pareja, también lo están las

modernidades que estudian. La metáfora del parentesco empleada en la

construcción del estado-nación será especialmente familiar para la mayoría de

los lectores de este artículo.

La segunda cuestión se refiere a la pluralidad de modernidades posibles.

Porque si la modernidad no es una tendencia universal, como apuntan

especialmente Dickey y Robotham, y si su desordenada diversidad permite

que la acción humana tome una gran cantidad de representaciones, podemos

preguntar si de hecho ha habido alguna vez sociedades tan conformistas como

las descritas por las imaginaciones evolucionistas y funcionalistas. La

evidencia indica no sólo que esta uniformidad y aislamiento son burdas

simplificaciones, sino también que la persistencia de la diversidad social y

cultural en la llamada aldea mundial de final del siglo XX augura una función

importante para una antropología recién sensibilizada a la acción y a la

práctica. Será un estimable correctivo para los estudios sociales de los que

últimamente se han apropiado los discursos del poder estatal y del supra-

estatal.

La vuelta de la teoría a conceptos de acción y práctica (ver Ortner, 1984)

señaló un momento importante en el desarrollo de la disciplina. En el preciso

momento en que algunos observadores --con alegría o pena, dependiendo de

sus propias perspectivas-- estaban prediciendo que la crisis de la

representación etnográfica y la crítica parcialmente autoinfligida de la

antropología destruiría su credibilidad, tres tendencias importantes actuaron en

la dirección opuesta.

En primer lugar, muchos estudiosos interpretaron la crítica más como un

acicate para profundizar y ensanchar el campo de acción de la etnografía que

para abandonar el barco; el resultado fue un aumento significativo de

publicaciones de etnografía teóricamente comprometida. En segundo, muchos

de los que estaban de acuerdo con las críticas, no obstante, creyeron que

podían incorporarse a la estructura teórica de la disciplina, posibilitando así

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una mayor sensibilidad hacia cuestiones que, en el fondo, seguían teniendo

mucho que ver con la profundidad y riqueza de la etnografía. (Esto constituye

también el tema clave de mi presente comentario). Tercero, se llegó a la

conclusión de que la metáfora del texto aplicada a la etnografía tenía unos

límites muy estrictos (ver v.gr. Asad, 1993), si bien es posible que fuera el

conocimiento de estos límites lo que obligó a que el debate volviera a los

actores sociales --tendencia que vino a contrarrestar las concepciones de la

sociedad y de la cultura como algo desintegrado e indiferenciado a que habían

dado lugar tanto los extremos textualistas como los positivistas.

El textualismo estaba también debilitado por su excesiva dependencia de los

modelos de significado basados en el lenguaje. Pero el lenguaje proporcionaba

una salida: la toma de conciencia, todavía demasiado parcial, de que los

conocimientos del lenguaje corriente --el cambio de referencia a uso -- se

pueden aplicar tanto al lenguaje como a todos los demás ámbitos semióticos.

La observación de Roberts sobre hasta qué punto los cuentos cingaleses sobre

los portugueses albergan aspectos de burla y resistencia, pone de manifiesto

tanto el alcance del nuevo interés por los media visuales y por los análisis

sensoriales de estos artículos, como la importancia de evitar una visión

referencial del significado que reduce todo al puro texto --incluso la práctica

de la antropología. (El ensayo de Classen distingue la inclinación al texto de

otra perspectiva diferente pero relacionada con ella.)

No obstante, es importante no arrancar el trigo junto con la cizaña: la

tendencia de la antropología al texto, sobre todo como proponía Geertz

(1973), contribuyó mucho a llamar la atención de los antropólogos sobre el

significado como opuesto a una forma objetivada, aunque lo hizo de manera

que se iba a revelar casi tan determinista como lo que habían rechazado. La

primera crítica del literalismo de Crick (1976), un texto poco valorado en este

momento pero básicamente importante, puede servir como introducción útil y

bien argumentada a estos temas. Y esta crítica del literalismo implica

reconocer, como nos recuerda Roberts, que un acto (verbal o no) puede ser

profundamente histórico aunque no sea en absoluto reducible a la

enumeración de acontecimientos que cabría esperar.

Del sentido común a múltiples sentidos: practicar la teoría en espacios más

amplios

Los antropólogos tienen buenas razones para ser especialmente sensibles a las

implicaciones de lo visual. Sobre esto se podría ver el argumento de

Handelman de que el estado burocrático moderno emplea los espectáculos --

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representaciones visuales -- en lugar del ritual, un ejemplo del espectacular

auge de lo visual en la economía moderna del poder. Los espectáculos, en este

sentido del término (que no pretende ser exhaustivo), son un medio por el cual

el poder, sobre todo el poder burocrático, se perpetúa a sí mismo. La

inseguridad que según Handelman es un elemento esencial en el ritual, es

suprimida por el ojo que todo lo ve, escenificado en la metáfora de Foucault

(1975) del panopticon de Bentham, del espectáculo que reduce a los

ciudadanos a la función de testigos pasivos. Los ciudadanos pueden creer que

están contemplando el espectáculo; pero el Gran Hermano está --o puede

estar-- observándolos a ellos. Esto no es (como en la concepción de los

evolucionistas) la historia del nacimiento de la lógica desintegrada, sino la de

la emergencia históricamente contingente de una capacidad integrada --la

capacidad de observación-- que permitía una tecnología de control

extraordinariamente completa y por lo tanto, una teleología del poder

totalmente autorreproductora. También existe el peligro de que los análisis

que parecen considerar la burocracia y el espectáculo como espacios en los

que la acción no tiene cabida, pueden realizar sin darse cuenta el trabajo del

estado de homogeneizar la sociedad. Pero de todas formas es conveniente

recordar que las representaciones espectaculares son para los regímenes

autoritarios medios de establecer una forma de visualismo especialmente

dañina, siempre que recordemos también mirar entre bastidores y captar los

guiños y gestos sarcásticos de los espectadores.

Classen señala que la primacía de lo visual en el control social es un fenómeno

relativamente reciente (siglo XVIII) y localizado (Europa occidental), aunque

en algunas regiones (como en las culturas del sur de Europa y del Oriente

Medio en las que el 'mal de ojo' traza los sistemas de envidias particulares) el

simbolismo ocular ha estado asociado durante mucho tiempo con la vigilancia

maligna. La antropología, involucrada ella misma en el proyecto colonial, no

ha escapado a esta tendencia 'visualista' (Fabian, 1983). Ciertamente, esto

contribuye a la marginalización de lo que se ha clasificado como 'tradicional'.

El ejemplo de Classen de las pinturas de los Navajo en la arena muestra este

visualismo propio de museo, donde el tacto se suprime, el uso se ignora y la

permanencia se impone. También los historiadores del arte, herederos de una

disciplina todavía más impregnada en esta tradición eurocéntrica del

visualismo, se han dado cuenta hace poco de cuánto ha dificultado éste su

entendimiento de la estética como sistema de significado culturalmente

específico (Nelson, 1989). Pero han tardado mucho en darse cuenta.

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Como los lenguajes visuales de representación se han convertido casi al pie de

la letra en el sentido común del mundo moderno e industrial, también se han

hecho relativamente invisibles --una metáfora reveladora en sí misma. El

parecido se construye normalmente como un parecido de forma visible. Se ha

visto que los antropólogos no son inmunes a esta normalización de lo visual

(ver Fabian, 1983). Es de destacar que, aunque, o quizá por eso mismo, lo

visual ha desplazado tan completamente a las demás percepciones sensoriales

en las prácticas representacionales de la antropología, no obstante, la

disciplina no ha desarrollado paralelamente un interés analítico semejante por

los medios audiovisuales hasta hace muy poco, si bien es cierto que esta

situación está empezando a cambiar (Dickey, en esta revista).

Lo tardío de este interés no es tan extraño como puede parecer a primera vista.

No sólo se da aquí la curiosa paradoja de la invisibilidad de lo visual, sino que

esos medios parecían demasiado 'modernos' para una disciplina supuestamente

interesada por las sociedades arcaicas. Ver era algo propio de observadores

activos más que de los pasivos sujetos etnográficos. Es más, existía el

problema de cómo tratar las evidentes aplicaciones de lo visual en actividades

de ocio y de pensamiento, lo que significaba atribuir ambas cosas a los

pueblos exóticos. También surgieron difíciles problemas acerca de cómo una

disciplina no inclinada a sondear estados interiores psicológicos excepto como

objetos de representación (ver Needham, 1972; Rosen, ed., 1995) podía

abordar estos fenómenos. Ahora bien, abordar estas cuestiones es crucial para

entender la función social de estos medios visuales, como insiste Dickey. Es

también una cuestión delicada porque rompe las defensas de un área de

intimidad para las culturas que estudiamos, incluida la nuestra.

Pero el cambio principal, el que es realmente importante para entender la

significación de la antropología para el mundo contemporáneo quizá no sea

los conocimientos que proporciona en los recónditos espacios de las culturas

nacionales, por muy importantes e interesantes que sean. Lo realmente

diferente, lo que distingue los enfoques antropológicos sobre los medios de

comunicación visuales y de otro tipo, de los de otras disciplinas más basadas

en el texto, ha sido su gran interés por la práctica y la acción. Actualmente, los

media son importantes desde el punto de vista antropológico, como queda

claro en el artículo de Dickey, por dos razones principales, ambas relacionadas

con la práctica y la acción; en primer lugar, porque los media reflejan las

obras de las personas en tanto que sujetos diferenciados más que como

miembros de una 'cultura' supuestamente homogénea; y en segundo, porque el

mismo interés en la acción conduce a investigaciones etnográficas acerca de

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cómo los actores sociales relacionan lo que aparece en los media con sus

propias vidas y entornos sociales creando así cada vez más campos

inesperados para nuevas formas de acción. Ha quedado claro que la escala en

la que actúan los medios de comunicación de masas no ha dado lugar en

ningún sentido a la homogeneización de la acción: por el contrario, ha

proporcionado un medio de acentuar las diferencias en muchos aspectos.

Sobre este punto, los últimos trabajos etnográficos sobre los medios de

comunicación, muy especialmente el de Dickey y Mankekar (1993), cobran

toda su relevancia de manera particular. Este nuevo estudio, como señala

Dickey, obliga a analizar las funciones de los espectadores y de los

productores y se suma a una amplia y creciente literatura sobre la cultura

material, incluido, aunque no especialmente dedicada a ello, el consumo (v.

gr., Miller, 1987). En otro aspecto, se podría comparar con el extenso trabajo

sobre la autoproducción y su relación con la producción de objetos artesanales

(v.gr., Kondo, 1990). Está claro que la producción en masa no ha significado

necesariamente homogeneidad ni de interpretación ni de forma, lo mismo que

la persistencia de un fuerte sentido de identidad cultural no origina

necesariamente la supresión de las formas individuales de acción --pese a los

estereotipos occidentales del Otro conformista.

El estudio de las formas en que los espectadores se relacionan con la

descripción de funciones también ofrece nuevos métodos de deducir lo que la

gente piensa sobre estas funciones. Suponer que una cultura popular es

homogénea, es caer en una trampa conceptual. Aunque antiguamente se creía

que sólo las sociedades arcaicas eran verdaderamente homogéneas y

homeostáticas, esta interpretación teleológica de la sociedad, de la cultura y de

la estética es una invención de la mentalidad industrial moderna sobre los

'demás' exóticos -- y, como Handelman indica en su artículo de esta revista, es

significativo que sea lo que se ha llevado a la práctica de manera más

completa en los programas de estética de las ideologías totalitarias modernas

como el nazismo.

El mito del Otro homogéneo está profundamente arraigado y durante mucho

tiempo ha influido en la teoría antropológica incluso en ámbitos tan modernos

como el estudio de los media audiovisuales. También ha suscitado fuertes

protestas en los últimos años. Aun dejando a un lado la brillante inmensidad

de la industria cinematográfica india y su compleja repercusión en otras

regiones del Tercer Mundo (señalado por Dickey) el interés por Asia

meridional en este trabajo probablemente no es casual: en esta región que los

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etnográfos están luchando por liberar de construcciones usuales de la ciencia

social basadas en la rígida jerarquía y el conformismo, la coincidencia de los

estudios sobre los media y el interés antropológico por la acción hace que se

preste un interés significativo a las voces locales últimamente poderosas (e

igualmente hacia los motivos por los que algunas de ellas pueden estar

acalladas).

Esta nueva individualización es contraria a los viejos lenguajes en los que

siempre se ha representado al Otro como homogéneo. El proceso

homogeneizante no siempre afecta solamente a las concepciones colonialistas

de poblaciones geográficamente distantes, como nos recuerda el oportuno

estudio de Dickey sobre la clase trabajadora, sino que, como forma de

representación, parece servir de manera universal tanto de instrumento como

de expresión de poder.

Esta coincidencia de significado e instrumentalidad es otra característica del

panorama intelectual actual de la antropología. Durante mucho tiempo,

estériles discusiones enfrentaron a los enfoques idealistas y simbólicos. En

estas confrontaciones, la idea cartesiana de una separación radical de lo mental

y lo material se mantuvo rígidamente por lo menos hasta que surgió el

estructuralismo marxista crítico (ver, en especial, Godelier, 1984 para una

mayor crítica). Ahora bien, llegados a este punto, dentro la influencia de la

herencia de la filosofía del lenguaje corriente a ambos lados del Atlántico

(v.gr., Ardener, 1989; Bauman, 1977; Needham, 1972), el reconocimiento de

los efectos semióticos como causas materiales --consecuencia de la retórica en

la acción política, por ejemplo, planteaba un reto productivo para lo que era, a

fin de cuentas, la expresión de un esquema conceptual particular dentro de una

tradición cultural, admitida como dominante.

Es la enorme cantidad y poder de los media lo que los convierte en un tema de

estudio para análisis de las formaciones sociales modernas. Durante mucho

tiempo se ha creído convencionalmente que eran fuerzas de homogeneización

y de pérdida de autonomía cultural. En efecto, amplifican la fuerza simbólica

de la acción política y están siempre al servicio del poder circundante en todas

sus formas.

Pero por la misma razón, como deja claro Abélès, también magnifican el

poder de la retórica y el simbolismo hasta el punto en que apenas se pueden

seguir considerando como un mero epifenómeno. La representación de un acto

ritual en televisión puede ser un importante elemento de 'acción política'. Esto

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es una demostración de lo que los filósofos del lenguaje corriente ya habían

defendido en el ámbito de la interacción diaria: el poder de las palabras para

efectuar cambios, buscados o no. Por esta razón el poder de los media ha

puesto especialmente de manifiesto la artificialidad de la vieja distinción entre

lo material y lo simbólico. Pero al insistir en la enorme variedad de reacciones

de la audiencia a los media y en la representación ahora espectacularmente

magnificada de la acción tanto como la de la normatividad, los antropólogos

han podido ir todavía más lejos: han señalado los complejos procesos que a

veces culminan en unos resultados increíblemente extremos a nivel nacional e

incluso internacional, por los cuales reacciones muy localizadas pueden llegar

a afectar la vida de las naciones.

A este respecto es de gran utilidad comparar la separación radical de

Handelman entre ritual y espectáculo, con la visión de Abélès de una

modernidad en la que la relación entre lo local y lo nacional o supranacional

está en constante flujo y en la que se mezclan los antiguos 'referentes' con los

modernos 'procesos' para obtener una especificidad moderna que es no

obstante susceptible de análisis con los instrumentos desarrollados en una

antropología más antigua exclusivamente para el estudio comparativo de

sociedades. Abélès destaca el parecido entre el nacionalismo y la comunidad

religiosa. Por mi parte añadiría que el modelo de religión de Durkheim como

sociedad que se rinde culto a sí misma (Durkheim, 1925 [1915]) es mucho

más apropiado para el caso del nacionalismo, como también reconoció Gellner

(1983, 56) de lo que siempre fue para las religiones australianas que Durkheim

consideraba como ejemplos elementales de su tesis. Con el nacionalismo

sabemos realmente en muchos casos quiénes eran los geniecillos de

Durkheim. En efecto, algunos de ellos --como Ziya Gökalp, autor de la

constitución laica de la moderna Turquía -- fueron ardientes admiradores

suyos. De manera parecida, el dominio colonial francés en Marruecos tradujo

directamente la reconstrucción teleológica de Durkheim en una prescripción

para el gobierno de los otros exóticos (Rabinow, 1989). Nuevamente vemos

aquí el poder de la reflexión basada en la historia y en la etnografía.

La teoría unida a la práctica: esta concepción y la intimidad de la observación

es lo que distingue claramente a la antropología de sus vecinas más próximas

en el mapa de las ciencias sociales. Los ensayos reunidos en esta publicación

dejan suficientemente claro que el que la disciplina haya ampliado tanto su

campo de estudio, su escala de percepción, y su brillante complejidad no

parecen impulsarla a una jubilación anticipada. Por el contrario, es

precisamente en este momento cuando el campo más extenso de la

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antropología se hace especialmente valioso. La amplificación de las acciones

simbólicas a escala mundial da a estas acciones una resonancia que quizá

podamos percibir sólamente a través de la intimidad --actualmente definida de

muchas maneras nuevas -- de la investigación etnográfica.

Traducido del inglés

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Nota biográfica

Michael Herzfeld es profesor de Antropología en la Universidad de Harvard.

33 Kirkland Street, Cambridge, Ma 02138, USA, email:

[email protected]. Es autor de The Social Production of Indifference

(1992) y de Cultural Intimacy: Social Poetics in the Nation-State (1997); ha

publicado importantes trabajos sobre teoría antropológica y semiótica, la

etnografía del sur de Europa, política local, nacionalismo, y la reproducción

del conocimiento social. Es editor de American Ethnologist. El editor desea

agradecer al profesor Herzfeld su inestimable ayuda como consejero editorial

en este número de la RICS.