josÉ yamid castiblanco castaÑo
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JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO, S.J.
AL ENCUENTRO DE LA ALTERIDAD
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía
Bogotá, 18 de septiembre de 2017
AL ENCUENTRO DE LA ALTERIDAD
Trabajo de Grado presentado por José Yamid Castiblanco Castaño, S.J.,
bajo la dirección del Profesor Luis Fernando Cardona,
como requisito parcial para optar al título de Magíster en Filosofía
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía
Bogotá, 18 de septiembre de 2017
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AGRADECIMIENTOS
Agradezco en primer lugar a la Compañía de Jesús y a la Pontificia Universidad
Javeriana por la maravillosa oportunidad de estudiar filosofía bajo su auspicio, así
como a los profesores que con rigurosidad y calidad humana me acompañaron durante
este ciclo de formación que concluye con la presentación y defensa de este trabajo. En
particular, agradezco a mi tutor, el Profesor Luis Fernando Cardona, porque además de
iluminar el desarrollo de este trabajo me ha edificado como persona y como modelo de
filósofo.
Dedico este trabajo a mi familia, apoyo incondicional en todos los momentos y
decisiones de mi vida, así como a todas las personas y amigos cuyo rostro y
experiencias hicieron aún más patente el misterio de la Alteridad que me inspiró y me
sigue interpelando.
ABREVIATURAS
Alc Alcibiades
CD Correspondencia con Isabel de Bohemia y otras cartas
CRPr Crítica de la razón práctica
C Confesiones
DT Tratado sobre la Santísima Trinidad
EN Ética nicomaquea
Fen Fenomenología del espíritu
FMC Fundamentación de la metafísica de las costumbres
IPM Investigación acerca de los principios de la moral
M Meditaciones acerca de la filosofía primera
Rep República
SIDC Segunda introducción a la doctrina de la ciencia
ST Suma teológica
PDN Sobre la persona y las dos naturalezas. Contra Eutiques y Nestorio
Tim Timeo
TSM Teoría de los sentimientos morales
TABLA DE CONTENIDOS
INTRODUCCIÓN 7
CAPÍTULO 1. ¿SER “OTRO” PARA SÍ? 9
1.1 ¿Soy mi cuerpo? 18
1.2 ¿Soy mi psique? 26
1.3 ¿Soy lo que quiero? 31
CAPÍTULO 2. EL INFINITO EN MÍ 40
2.1 Dios como deseo del otro 48
2.2 El otro antes que yo 55
2.3 Responsabilidad ilimitada 59
CAPÍTULO 3. EL OTRO ANTE MÍ 67
3.1 Cuando el otro se hace problema filosófico 68
3.2 De pensar al otro a amarlo 75
3.3 Al encuentro del otro como persona 94
CAPÍTULO 4. RESPONSABILIDAD DEL ENCUENTRO CON LA
ALTERIDAD 98
4.1 Fenomenología aristotélica de la voluntariedad 99
4.2 Acción gestual no-voluntaria 104
4.3 Responsabilidad como cuidado de tout autre 110
CONCLUSIÓN 120
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 123
INTRODUCCIÓN
Es un lugar común apelar a distinciones que separan y oponen lo propio de lo extraño,
lo mismo de lo otro, la identidad de la diferencia. Sin embargo, ¿qué tan clara resulta
esta separación que pretende establecer una dicotomía conceptual muy propia en la
tradición moderna? La historia de la humanidad ha mostrado un sinfín de
confrontaciones entre identidades y reivindicaciones fuertes respecto de lo propio por
oposición al o a los que son diferentes de mí/nosotros. En particular, esto acontece
cuando aquel que ocupa el lugar del otro se asume como una amenaza, en la medida en
que le atribuimos el querer aniquilar o reducir a su identidad todo aquello que considera
diferente. Sin embargo, la identidad, cualquiera que ella sea, tanto individual como
colectiva, no puede concebirse o desligarse completamente de lo que puede
experimentarse en principio como distinto de ella ni es susceptible de fusionarse
absolutamente con todo aquello que permanece otro para sí.
En este trabajo, nuestro propósito consiste entonces en comprender el fenómeno
general de la alteridad, característica de ser otro de lo otro o de lo que resulta y se
experimenta como tal, así como en destacar la profunda imbricación que se da entre el
sí mismo y lo otro. Ahora bien, aquí el término “otro” no se refiere únicamente al otro
ser humano, sino a la alteridad en un sentido amplio. Esta incluye también, de un lado,
el fenómeno de descubrirse otro en el seno de la propia identidad respecto de todo
aquello que pueda hacerla vulnerable; y, de otro lado, el fenómeno de ser movido por
algo otro, el movimiento del yo que transciende en el amor y la acción responsable
hacia otro ser humano, sin que el yo y el otro dejen de ser sí mismos.
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Teniendo en cuenta lo anterior, en el primer capítulo abordaremos
principalmente desde la obra de Paul Ricœur la alteridad en referencia a la ipseidad,
problematizando la idea de la identidad personal y de aquello a lo que nos referimos
cuando decimos “yo mismo”. Los desafíos centrales que presenta la obra Sí mismo
como otro para concebir la subjetividad conducirán así al análisis más específico de
experiencias de alteridad en relación con el cuerpo, con la psique y con la voluntad. A
continuación, en el segundo capítulo, nuestro interés se centrará en la consideración de
la alteridad en un sentido absoluto en los términos en que el filósofo Emmanuel Lévinas
lo desarrolla a lo largo de su obra: como huella del infinito en el rostro del otro concreto
y como responsabilidad constitutiva e inescapable de la subjetividad.
Ahora bien, dada la presunta obviedad que supone afirmar la alteridad del otro
ser humano, en el tercer capítulo veremos cómo el otro en cuanto otro llegó a ser un
auténtico problema filosófico y cuáles fueron las principales aproximaciones teóricas
que desde la Modernidad se dieron para abordarlo. A lo largo de este recorrido,
veremos las críticas que Pedro Laín Entralgo hace a cada una de esas posturas y en qué
medida el personalismo de Scheler se destaca, no sólo por superar los escollos que las
demás posturas plantean, sino también por señalar un modo de relacionarse con la
alteridad de los otros en coherencia con las demás dimensiones de la misma trabajadas
en los capítulos precedentes.
Finalmente, en el cuarto capítulo, acudiremos a la ética aristotélica y al
pensamiento de autores como Giorgio Agamben, Jan Patočka y Jacques Derrida para
comprender mejor cómo las dimensiones de la alteridad se articulan en el terreno de la
acción responsable bajo la forma particular del gesto y el encuentro. Aquí se verá
también cómo la noción de responsabilidad, en vínculo con el cuidado, se encuentra en
el tejido mismo que reconcilia sin confundir la identidad y la diferencia, la mismidad
y la alteridad, superando de esta manera la dicotomía con la cual abordamos el
encuentro con aquello nos resulta extraño o ajeno a nosotros mismos.
CAPÍTULO 1
¿SER “OTRO” PARA SÍ?
Somos una articulación, una reunión, una
coyuntura, tan precaria como absolutamente
admirable. Reunión de la diferencia […] y, por
tanto, ni homogeneidad ni transparencia.
Precisamente por eso nos preguntamos quiénes
somos.
ESQUIROL
Preguntarse por la alteridad en la propia identidad significa explorar los sentidos o
planos en los que acaso es posible ser, o al menos experimentarse, como “otro” para sí.
Esta pregunta es ampliamente abordada por Ricœur (1996) en su obra Sí mismo como
otro, donde prevalece la mediación reflexiva dejando de lado el pronombre “yo” por el
pronombre reflexivo “sí-mismo”. Este último término permite al autor disociar dos
significaciones importantes relativas a la identidad: ídem e ipse. Por ídem, Ricœur
entiende la identidad en términos de permanencia en el tiempo, contrario a ipse, el cual
“no implica ninguna afirmación sobre un núcleo no cambiante de personalidad” (p.
XIII). De este modo, la identidad queda definida binariamente en términos de mismidad
(identidad-idem) y de ipseidad (identidad-ipse). Estas distinciones funcionan como dos
intenciones filosóficas que conllevan una importante intención en la obra del filósofo:
mostrar la dialéctica complementaria de la ipseidad y la mismidad “esto es, la dialéctica
del sí y del otro distinto de sí” (p. XIV).
Con este propósito, Ricœur realiza un doble movimiento: de un lado, sacar la
alteridad del ámbito corriente de su consideración, es decir, del contraste de cualquier
otro respecto de sí, de modo que aquí “otro” funge simplemente como antónimo de
“mismo”, como lo externo al círculo de la identidad-mismidad; y, de otro lado, traer la
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alteridad al centro de la identidad, mostrando cómo la primera puede ser constitutiva
de la ipseidad. De allí la justificación que Ricœur da al título de su obra:
Sí mismo como otro sugiere, en principio, que la ipseidad del sí mismo implica la
alteridad en un grado tan íntimo que no se puede pensar en una sin la otra […] Al
“como”, quisiéramos aplicarle la significación fuerte, no sólo de una comparación –sí
mismo semejante a otro- sino de una implicación: sí mismo en cuanto… otro (p. XIV).
Con estos dos polos identitarios en tensión, ipse e ídem, Ricœur se mantiene a una
distancia prudente de las filosofías del sujeto que parten del yo, ya empírico o
trascendental, en términos absolutos, esto es, sin confrontación o sin la
complementariedad intrínseca de la intersubjetividad. Por este motivo, la hermenéutica
del sí resulta para el autor equidistante a los extremos de apología y de abandono del
Cogito.
Este Cogito, sin embargo, se ha encontrado en crisis desde el origen mismo de
su puesta como fundamento del conocimiento. Así, cuando Descartes plantea la
hipótesis del genio maligno, ese “yo”, que duda y que crea tal ficción, se encuentra de
tal modo desligado de su propio cuerpo, y por ende de toda referencia espacio-
temporal, que para Ricœur (1996) ese “yo” no es nadie en realidad (p. XVI). La
pregunta que anima aquí la voluntad de certeza y verdad en Descartes es ¿qué soy? y
su respuesta es “una cosa que piensa” (AT IX). No obstante, esto significa para Ricœur
(1996) que “el «yo» pierde toda determinación singular y se hace pensamiento, es decir,
entendimiento” (p. XVIII). Semejante postura aborda la identidad en términos
puntuales, ahistóricos y funcionales, lo cual difiere de la identidad narrativa de una
persona concreta inquerida por Ricœur a partir de la pregunta por el quién, es decir:
¿quién soy?
Por otro lado, la certeza del Cogito como primera verdad, inmediatamente
conocida, de la cual proceden todas las demás verdades, resulta siendo una certeza
solamente subjetiva que no da garantía de objetividad a las demás verdades de la
ciencia que de la primera se deriven. Es por esto que, al recurrir a la demostración de
Dios para resolver la anterior dificultad,
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Descartes invierte el orden del descubrimiento, u ordo cognoscendi, que debería
conducir por sí solo […] del yo a Dios; después, a las esencias matemáticas; luego, a
las cosas sensibles y a los cuerpos; y lo trastoca en favor de otro orden, el de la “verdad
de la cosa” u ordo essendi: orden sintético según el cual, Dios, simple eslabón en el
primer orden, se convierte en el primer anillo (Ricœur, 1996, p. XX).
Esto, que para Descartes no representa ningún tipo de sofisma o circularidad en la
argumentación, resulta profundamente revelador en tanto que destrona al cogito de su
primacía ontológica y transforma la idea de mí mismo “por el solo hecho del
reconocimiento de ese Otro que causa la presencia en mí de su propia representación”
(Ricœur, 1996, p. XX). Aquí puede entreverse un ámbito de alteridad absoluto que
parece imprescindible, no sólo en la constitución de sí mismo, sino en el conocimiento
y autoconsciencia de sí. Por ello, y teniendo clara su equiparación o maridaje de la idea
de perfección con la idea filosófica de Dios, Descartes acepta que “de alguna forma
tengo en mí antes la noción de infinito que del finito, es decir, de Dios antes que de mí
mismo” (Tercera Meditación, AT IX).
En ese conocimiento de mí mismo descubro mi imperfección y mis carencias,
relacionadas con la duda y la precariedad de la certeza, las cuales sólo se pueden
conocer a la luz y bajo el fondo de la idea de perfección. A pesar de mi naturaleza finita
y limitada, “Dios confiere a la certeza de mí mismo la permanencia que ésta no tiene
por sí misma” (Ricœur, 1996, p. XXI) con lo que puede concluirse una
contemporaneidad o la fusión entre la idea de Dios y la idea de mí mismo que no podría
ser mayor.
Sin embargo, la modernidad retuvo de modo magnificado el cogito a costa,
como lo advierte Ricœur, de “perder su relación con la persona de la que se habla, con
el yo-tú de la interlocución, con la identidad de una persona histórica, con el sí de la
responsabilidad” (p. XXII). Como reacción a la egología moderna, el autor propone
entonces una hermenéutica del sí con los siguientes tres rasgos principales: rodeo de la
reflexión mediante el análisis, dialéctica de la ipseidad y de la mismidad, y por último,
la dialéctica de la ipseidad y la alteridad.
Consideremos a continuación el problema de la identidad personal y la
identidad narrativa desde la dialéctica ipseidad-mismidad que, a diferencia de la
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semántica de la acción propia de la filosofía analítica, tiene en cuenta la dimensión
temporal tanto del sí (la historia propia del agente) como de la propia acción. En efecto,
la identidad considerada como un asunto de permanencia en el tiempo está ligada
fundamentalmente a la noción de mismidad, lo cual no deja de lado la ipseidad, como
veremos más adelante.
La mismidad relaciona diferentes conceptos. El primero de ellos es el de
identidad numérica, es decir, la igual designación de una cosa, en más de una ocasión,
por un nombre invariable en el lenguaje ordinario. Esto corresponde a la concepción
de unicidad como opuesta a la pluralidad a partir de una operación de reidentificación
o reconocimiento de lo mismo. El segundo concepto asociado a la mismidad es el de
identidad cualitativa o semejanza extrema que puede darse entre cosas o circunstancias
y que puede ser un fuerte indicio de identidad numérica (Ricœur, 1996, p. 110). Sin
embargo, este último criterio de similitud no resulta tan confiable para determinar
mismidad en casos de una distancia grande en el tiempo y de olvido de detalles o
marcas que confundan el reconocimiento.
Por esto, otro de los conceptos o criterios implícitos en la mismidad es aquel de
la continuidad ininterrumpida entre el primero y el último estadio de las etapas de
desarrollo de lo que puede llegar a considerarse un mismo individuo, es decir en casos
en los que el crecimiento o envejecimiento son un factor de desemejanza. Así, por
ejemplo, puede predicarse mismidad de un hombre en su etapa adulta y en su etapa
adolescente, de una semilla y la planta en la que se convirtió, de una herramienta en su
estado original y luego de cambios sucesivos en sus piezas… En todos los casos, lo
importante desde este criterio sería demostrar la continuidad de las etapas atravesadas
por el individuo o la cosa individual en cuestión (Ricœur, 1996, p. 111).
Este principio de permanencia en el tiempo, que puede soportar la similitud y
el cambio ininterrumpido, encuentra asidero en la idea de estructura (genética en los
dos primeros ejemplos) opuesta a la de acontecimiento. Tal idea confirma el carácter
relacional de la identidad, ausente de la formulación aristotélica de la sustancia, pero
que ya Kant había sugerido al clasificar la sustancia entre las categorías de la relación
y como condición de posibilidad del cambio. De aquí que para Ricœur (1996), “toda la
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problemática de la identidad personal va a girar en torno a esta búsqueda de un
invariante relacional, dándole el significado fuerte de permanencia en el tiempo” (p.
111). Llegado a este punto, el autor se pregunta ahora en qué sentido la identidad-
ipseidad se relaciona también con la permanencia en el tiempo sin que aquella esté
referida al esquema de sustrato, incluso en el sentido relacional de la categoría de
sustancia en la teoría kantiana. Se trata de buscar “una forma de permanencia en el
tiempo que sea una respuesta a la pregunta: ¿quién soy?” (p. 112). A esta pregunta
respondemos a partir de dos modelos de esa permanencia en el tiempo que Ricœur
denomina como el carácter y la palabra dada.
En su obra Lo voluntario y lo involuntario, Ricœur (2009) había descrito el
carácter como lo involuntario absoluto, que junto con el inconsciente y el nacimiento,
hacen parte del “alumbramiento de nuestra existencia que no podemos cambiar, pero
que debemos consentir […] naturaleza inmutable en su condición de perspectiva finita,
no elegida, de nuestro acceso a los valores y del uso de nuestros poderes” (1996, p.
113). En Sí mismo como otro, la reflexión lleva, por su parte, a redefinir el carácter en
términos de la permanencia en el tiempo como “el conjunto de disposiciones duraderas
en las que reconocemos a una persona” (p. 115). Considerando la identidad desde el
modelo del carácter, el autor reconoce aquí cómo el ipse y el ídem se confunden y se
vuelven indiscernibles. Por este motivo, se apela a la dimensión temporal de la
disposición para aclarar tal problemática.
La disposición se relaciona tanto con la costumbre adquirida como con la
costumbre que se va adquiriendo y en los sentidos puede verse que el desarrollo de la
costumbre es de algún modo el historial del carácter que, sin embargo, se sedimenta
hasta el punto en que hace desaparecer la innovación que marcó el comienzo de la
costumbre. A esto, Ricœur (1996) lo llama “recubrimiento del ipse por el ídem”, de
suerte que, al identificarme con mi carácter, el yo mismo, es decir el ipse, se enuncia
como ídem. El carácter resulta siendo entonces el conjunto de sus rasgos, de las
costumbres convertidas en disposiciones duraderas por las que una persona se puede
identificar nuevamente como la misma (p. 116).
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A la noción de disposición, Ricœur (1996) añade también todo el conjunto de
las identificaciones adquiridas, las cuales no son otra cosa que los valores, normas,
ideales, modelos, héroes, en los que las personas o las comunidades se reconocen y que
configuran igualmente su identidad. En este sentido, a través de aquellas
identificaciones adquiridas “lo otro entra en la composición de lo mismo” (p. 116). Ese
reconocerse en o identificarse con modelos es muestra de las alteridades asumidas en
el seno mismo de la identidad, desde la cual se puede llegar a defender o estimar una
causa como superior a la propia vida. Esta identidad-carácter puede así incorporar un
componente de fidelidad y por tanto de conservación de sí.
Esto último demuestra cómo ipse e ídem son constitutivos de la persona a pesar
de que puedan confundirse. En efecto, aspectos de preferencia evaluativa con relación
a modelos o valores y que definen también rasgos del propio carácter, hacen que este
se encuentre también en al ámbito de lo ético. De esta manera, paralelo a la adquisición
de una costumbre, aquellos aspectos externos se interiorizan y su efecto inicial de
alteridad queda anulado. Las preferencias y valoraciones llegan, pues, a sedimentarse
por efecto de su interiorización hasta que la persona llega a reconocerse en sus
disposiciones “evaluativas”. Finalmente, es en virtud de estas disposiciones en un
individuo particular que pueden señalarse ciertos comportamientos como atípicos a su
carácter y a partir de los cuales puede decirse de alguien que ya no es el mismo, que ha
cambiado o que está fuera de sí (Ricœur, 1996, p. 117).
En el carácter están entonces reunidas todas las características que definen la
mismidad. Aquel constituye, en palabras de Ricœur (1996), “cierta adherencia del qué
al quién […] que hace deslizar la pregunta: ¿quién soy? a la pregunta: ¿qué soy?” (p.
117). Sin embargo, subyacente al proceso de identificación, hay una dialéctica de
innovación-sedimentación en la conformación del carácter, cuya historia puede ser
develada desde una dimensión narrativa en razón de su movimiento.
Así como el carácter constituye un modelo de permanencia en el tiempo que se
refiere a la identidad ídem, la fidelidad a la palabra dada es un modelo que soporta y
permite reconocer la independencia de la identidad ipse. De allí que “la palabra
mantenida expresa un mantenerse a sí que no se deja inscribir, como el carácter, en la
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dimensión del algo en general, sino, únicamente, en la del ¿quién?” (Ricœur, 1996, p.
118). Lo fundamental en este modelo no es entonces que yo persevere en mi carácter,
que siga siendo lo que soy, sino que yo siga siendo, en clave relacional, el amigo, el
socio, el esposo… que persevera en el tipo específico de vínculo o de promesa que
tiene siempre como fundamento una palabra dada.
El cumplimiento de la promesa es, en este sentido, no sólo un modelo de
permanencia en el tiempo, sino de desafío al mismo en razón de que se resiste al
cambio: “aunque cambie mi deseo, aunque yo cambie de opinión, de inclinación, «me
mantendré»” (Ricœur, 1996, p. 119). Este cumplimiento no precisa de otra justificación
que la obligación ética de “salvaguardar la institución del lenguaje y de responder a la
confianza que el otro pone en mi fidelidad” (p. 119). Nuestro autor encuentra entonces
que, en medio de aquellos dos modelos del carácter y el cumplimiento de la promesa,
se abre un intervalo de sentido cuya mediación es posible gracias a la noción de
identidad narrativa, la cual permite resolver ciertas paradojas que se han planteado en
el pasado en torno a la identidad personal.
En su Ensayo sobre el entendimiento humano, Locke plantea la identidad de
una cosa consigo misma, idea que se fundamenta sobre la comparación de la cosa en
diferentes campos y tiempos. Esta definición, que parece anular la distinción
mismidad-ipseidad, descompone, sin embargo, las dos “valencias de la identidad”. Así,
pues, en los ejemplos ofrecidos por Locke (el navío al que se le han cambiado todas las
piezas, la transformación de la bellota en encina y el desarrollo de niño a adulto), es la
mismidad la que prevalece como permanencia de la organización y que no supone
ningún sustancialismo. Ahora bien, una vez que Locke considera la identidad personal
y le asigna a la reflexión instantánea la “mismidad consigo misma”, él lleva la reflexión
del puro instante a la duración que implica la memoria. Con esto, sin darse cuenta,
Locke desdobla y confunde su concepción de la identidad en los sentidos riquerianos
de mismidad e ipseidad.
Además de señalar esta inconsistencia en la argumentación de Locke, Ricœur
(1996) muestra cómo la tradición atribuyó al filósofo inglés el supuesto criterio de
identidad psíquica como contrapuesto al criterio de identidad corporal, lo cual resulta
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problemático puesto que la memoria no es un fenómeno meramente psíquico o físico,
sino también corporal. En cualquier caso, tanto Locke como sus seguidores se enfrentan
a las aporías1 de “una identidad suspendida sólo del testimonio de la memoria” (p. 122),
las cuales tienen que ver con los límites de la memoria, sus fallos y suspensiones como
en el sueño.
Hume (1982), por su parte, coherente empirista, exige que “debe existir una
impresión que dé origen a cada idea real” (p. 343). De allí que, al no encontrar ninguna
impresión que cause en él directamente la noción de identidad, su conclusión es que la
idea de sí o la identidad es una ilusión causada por la imaginación que transforma la
diversidad de experiencias en identidad y esto con ayuda de la creencia, que sirve de
unión llenando el déficit de la impresión. Aquí, la paradoja consiste en que el autor
parece presuponer el sí mismo que dice no hallar cuando afirma:
En cuanto a mí, cuando penetro lo más íntimamente en lo que llamo yo mismo, tropiezo
siempre con una u otra percepción particular, calor o frío, luz o sombra, amor u odio,
dolor o placer. Jamás llego a mí mismo, en un momento cualquiera, sino a través de
una percepción, y no puedo observar nada más que la percepción (Hume, 1982, p. 343).
Las sospechas de un sí mismo presupuesto son señaladas por Ricœur y Chisholm
cuando preguntan por el quién de la cita de Hume: ¿quién penetra y en quién se adentra?
¿Quién llama, tropieza, percibe…? Ese quién, ese alguien, al confesar que encuentra
un dato privado de ipseidad, revela el sí “en el momento mismo en que se esconde” (p.
124).
Habiendo reconocido hasta aquí la problemática separación de los criterios
psicológico y corporal, cabe preguntarse si acaso la distinción establecida por Ricœur
entre ipseidad y mismidad se superpone y comparte por tanto los límites de aquella
división establecida a partir de la recepción de Locke. Sin embargo, ni la mismidad se
1 Además de estas aporías, el mismo Locke planteó el siguiente puzzling case, típicos de su época: la
memoria de un príncipe se trasplanta al cuerpo de un zapatero; “¿este se convierte en el príncipe que él
recuerda haber sido, o sigue siendo el zapatero que los demás hombres siguen viendo?” (Ricœur, 1996,
p. 122). Locke se resuelve por la primera opción sin ser consciente de la indecibilidad de su paradoja
producto de la “descripción imperfecta de la situación creada por la trasplantación imaginaria” (Ricœur,
1996, p. 123).
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reduce a lo corporal, asociada por Ricœur al carácter, ni la ipseidad se reduce a lo
psicológico,
en la medida en que la pertenencia de mi cuerpo a mí mismo constituye el testimonio
más pleno en favor de la irreductibilidad de la ipseidad a la mismidad. Por semejante
a sí mismo que permanezca un cuerpo no es su mismidad la que constituye su ipseidad,
sino su pertenencia a alguien capaz de designarse a sí mismo como el que tiene su
cuerpo (Ricœur, 1996, p. 125).
Esto resulta particularmente interesante ya que Ricœur, al plantear cómo el cuerpo y la
sensación/sentimiento de su pertenencia es constitutiva de la identidad ipse más allá
del carácter y del envejecimiento, permite comprender que la identidad no puede
concebirse sin la propia corporalidad. Sin embargo, paradójicamente, existe una
relación de sí mismo con el cuerpo precisamente porque no nos reconocemos plena y
definitivamente reducidos a su unidad orgánica. El cuerpo hace posible la conciencia a
través, fundamentalmente, del cerebro. Pero el hecho de que la conciencia de sí pueda
plegarse sobre su mismo cuerpo hace que, al identificarlo como suyo, esa conciencia
de sí se experimente (en un sentido difícil o aún por precisar) “diferente”, aunque no
independiente, del cuerpo que la configura. De esta manera, en lo profundo de sí, la
identidad-ipse se compenetra y se distingue a la vez de su cuerpo.
Tal paradójica distinción del ipse con su propio cuerpo, en el cual encuentra
anclaje, parece hacerse más patente en experiencias de extrañeza con el propio cuerpo
como la parálisis, los trasplantes de órganos recibidos de otros cuerpos, las
mutilaciones y las enfermedades en general. El cuerpo o la dimensión corporal es,
entonces, además de fundamento de identidad, lugar de alteridad asociada a fenómenos
de impropiedad, desposesión o falta de control. Ahora bien, junto a estas experiencias
de alteridad física respecto del propio cuerpo, hay otros dos ámbitos en los cuales
experimentamos la alteridad con nosotros mismos y que, por tanto, están a la raíz de la
propia identidad: la psicológica y la volitiva. La dimensión psicológica reviste un
interés particular, no sólo porque ha sido considerada por muchos desde Locke como
sede de la identidad personal, sino también en razón de los problemas o enfermedades
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psiquiátricas como la bipolaridad, la esquizofrenia o el Alzheimer2 que pueden
constituir dramáticas experiencias de alteridad y afectar la raíz de la mismidad
(asociada al carácter, según el análisis riqueriano). En cuanto a la dimensión volitiva,
creemos que es allí donde se juega la ipseidad (asociada por Ricœur al cumplimiento
de la promesa) y donde simultáneamente el fenómeno de la falibilidad y escisión de la
voluntad puede conducir a experiencias no menos dramáticas de alteridad respecto de
sí mismo, las cuales se expresan en sentimientos de incoherencia, inautenticidad y
autorechazo. Luego de que profundicemos a continuación en cada uno de esos tres
ámbitos de alteridad consigo mismo, veremos mejor a lo largo de los siguientes
capítulos cómo aquellas experiencias y aspectos íntimos de alteridad se relacionan con
otras dimensiones de la alteridad en general y cómo esta configura la propia identidad.
1.1 ¿Soy mi cuerpo?
En su libro El intruso, Jean-Luc Nancy (2006) hace una disertación acerca de lo que
para él ha significado haber recibido trasplante del corazón de otra persona diez años
atrás. El corazón original de Nancy “estaba fuera de servicio por una razón no aclarada
[y] para vivir era preciso recibir el corazón de otro” (p. 15). Esto, sin embargo, apenas
posible gracias a distintas técnicas inimaginables veinte años atrás y entre las cuales
Nancy encuentra aprisionado su “yo”, un yo que por demás parece desposeído de
aquello que quizás consideraba más propio. Así, con perplejidad, el autor se pregunta
en qué medida el corazón que había dejado de funcionar, que lo abandonaba, era
realmente suyo o si acaso podía considerarse un órgano de su propiedad.
Con el nuevo corazón en su pecho y con las dificultades de su adaptación al
organismo, Nancy (2006) tiene la profunda experiencia de sentirse otro respecto de su
yo en cuanto se descubre de repente como un montaje de funciones y llega, por
consiguiente, a preguntarse “¿dónde desaparece entonces la evidencia poderosa y muda
que mantenía el conjunto unido sin historia?” (p. 18). La unidad del yo, que para Nancy
2 Enfermedad que nos recuerda la aporía enfrentada por Locke al suspender la identidad sólo del
testimonio de la memoria (Ricœur, 1996, p. 122).
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descansaba en la unión armónica del cuerpo, le resulta entonces dependiente de la
historia, pero de una historia que desde el punto de vista de Ricœur se cuenta en primera
persona y constituye la identidad narrativa. Volvamos, pues, a Nancy (2006) y a la
experiencia con el intruso de su pecho:
Un suave deslizamiento me separaba de mí mismo […] algo se desprendía de mí, o
surgía en mí donde no había nada: nada más que la “propia” inmersión en mí de un
“yo mismo” que nunca se había identificado como ese cuerpo, todavía menos como
ese corazón, y que se contemplaba de repente. […] Mi corazón se convertía en mi
extranjero: justamente extranjero porque estaba adentro. Si la ajenidad venía de afuera,
era porque antes había aparecido adentro (p. 18).
Vemos aquí cómo la alteridad, además de expresarse respecto del propio cuerpo y de
sus mecanismos con los que el yo se resiste a equipararse, también puede
experimentarse respecto de un agente extraño que, aun integrándose como implante en
el propio organismo, se percibe como extranjero. No obstante, tal condición se debe no
sólo a que el corazón recibido venía de afuera, es decir, de otro donante, sino sobre
todo a que aquella es la secuela de una ajenidad primera sentida por Nancy desde
adentro, es decir, respecto de su corazón original. La media marcha de este hacía que
Nancy (2006) ya no se sintiera su dueño o se identificara plenamente con este órgano,
por lo cual afirma: “«yo» soy porque estoy enfermo […], enmohecido, rígido,
bloqueado. Pero el que está jodido es ese otro, mi corazón. A ese corazón, ahora intruso,
es preciso extrudirlo” (p. 19).
Sin embargo, hay algo más allá del corazón por lo cual Nancy experimenta
ajenidad. Dada la función vital que aquel órgano cumple, Nancy (2006) siente que “el
extranjero múltiple que es intrusión en mi vida […] no es otro que la muerte, o más
bien la vida/muerte: una suspensión3 del continuum de ser, una escansión en la que
«yo» no tiene/no tengo demasiado que hacer” (p. 26). Aunque entre el corazón y la
posibilidad de vida o muerte hay una profunda relación, esta no llega a confundirse. En
efecto, así como el corazón revela su ajenidad en la medida en que es medio de
3 Nancy enfatiza esta suspensión que se da en el trasplante de corazón, el cual demanda la apertura del
tórax e “impone la imagen de un pasaje a través de la nada, una salida hacia un espacio vaciado de toda
propiedad o toda intimidad, o, muy por el contrario, de la intrusión en mí de este espacio: tubos, pinzas,
suturas y sondas” (p. 27).
20
supervivencia y puede ser reemplazado por medio de la técnica, de la misma manera,
ante la eventualidad de la muerte, queda claro que la vida “propia” que se quiere
“salvar” es una propiedad que “no se sitúa en ninguna parte, ni en ese órgano [el
corazón] cuya reputación simbólica ya no hay que construir” (Nancy, 2006, p. 28). Esta
ajenidad resulta aún más clara, fisiológicamente hablando, en razón del potencial
rechazo inmunológico al órgano trasplantado. Sin embargo, tal ajenidad y extranjería
son más cotidianas de lo que parece bajo la forma de enemigos internos y más vivos
como “los viejos virus agazapados desde siempre a la sombra de la inmunidad, los
intrusos de siempre, puesto que siempre los hubo” (Nancy, 2006, p. 34), así como de
las consecuentes acciones médicas para tratarlos que invaden, cansan y afectan
colateralmente al cuerpo. En medio de todo esto, se pregunta Nancy: “¿Qué «yo» (moi)
sigue qué trayectoria?” (p. 35).
Todas estas impresiones que Nancy nos comunica acerca de la enfermedad de
su corazón y de la experiencia de recibir el trasplante de un corazón ajeno podrían
parecer hasta aquí simples ocasiones para hacer interesantes elucubraciones filosóficas.
No obstante, dejemos una vez más que las palabras de Nancy (2006) nos revelen la
intensidad y la seriedad de su experiencia no reducible a conceptos o meras analogías:
Lo siento con precisión, es mucho más fuerte que una sensación: la ajenidad de mi
propia identidad, que, sin embargo, siempre me fue tan viva, nunca me tocó con esta
acuidad. “Yo” se convirtió claramente en el índice formal de un encadenamiento
inverificable e impalpable. Entre yo y yo, siempre hubo espacio-tiempo: pero hoy
existe la abertura de una incisión y lo irreconciliable de una inmunidad contrariada (p.
37).
Tal sentimiento, más fuerte que una sensación, se ve agravado por un cáncer y el
correspondiente tratamiento que Nancy debe también padecer. Ante la potencia
degenerativa de aquellos efectos, no sólo resulta difícil que una persona pueda
reconocerse plenamente según la imagen que tiene de sí misma en medio de los dolores
y las impotencias. De hecho, “la relación consigo mismo se convierte en un problema,
una dificultad o una opacidad: se da a través del mal o del miedo, ya no hay nada
inmediato, y las mediaciones cansan” (Nancy, 2006, p. 40).
21
La relación consigo mismo, que puede ser percibida como transparente y directa
gracias a la autonomía de la salud (como la de Descartes junto a la chimenea), se
descubre como un problema serio en situaciones límite, semejantes a la experimentada
por Nancy. La falta de control sobre el cuerpo, su disfunción y su posibilidad de ser
“repuesto” como las partes del navío, a las que se refería Locke en su ejemplo, llevan
a sentir que el yo no puede ser posible sin el cuerpo y que, sin embargo, este puede ser
un alter íntimo para sí. Siguiendo a Nancy (2006):
La identidad vacía de un “yo” ya no puede reposar en su simple adecuación (en su “yo
= yo”) [, pues] cuando se enuncia: “yo sufro”, [se] implica[n] dos yoes extraños uno al
otro (pero que sin embargo se tocan). Lo mismo ocurre con “yo gozo” (podríamos
mostrar que esto se indica en la pragmática de uno y otro enunciado): pero en el “yo
sufro”, un yo rechaza al otro, mientras que en el “yo gozo”, uno excede al otro. Esto se
asemeja, sin duda, como dos gotas de agua, sin más ni menos (p. 40).
Teniendo en cuenta esta suerte de desdoblamiento del yo en las situaciones de
sufrimiento, ¿qué sucede con el “yo” en su sentido más propio? Para Nancy (2006),
este “yo” “se hunde en una intimidad más profunda que toda interioridad, el nicho
inexpugnable desde el cual digo «yo», pero que sé tan hendido como un pecho abierto
sobre un vacío” (p. 43). Además de este sentimiento de su ser más profundo, emerge
por último en Nancy la sorpresa de descubrirse él mismo, y al hombre en general, como
el intruso al que apela el título de su obra en razón del poder de sobrepasarse a sí mismo,
de alterarse con inyecciones, cables y equipos. El hombre es intruso en el mundo y en
sí mismo por su poder de intervenir e intervenirse, de crear y de recrearse técnicamente.
Y como corolario de esta conclusión, el autor afirma finalmente que “la verdad del
sujeto es su exterioridad y su excesividad: su exposición infinita” (Nancy, 2006, p. 43).
La alteridad es, pues, desde la experiencia de Nancy, indisociable a la verdad
misma del sujeto. Su exterioridad, la corporalidad sin la cual no puede concebirse al
sujeto, es al mismo tiempo un alter y esto en dos sentidos: primero, en tanto aquella se
encuentra para el sujeto fuera de alcance o de su total control por causa de la
enfermedad, de la pérdida de autonomía y del consecuente sufrimiento para el yo
profundo; y segundo, en tanto que la corporalidad hace posible, como objeto de
intervenciones, la ajenidad del hombre en sí mismo y en el mundo.
22
Nos interesa aquí, en particular, la alteridad que Nancy describe en sentido
primero y principal a lo largo de El intruso. Esta nos permite introducir una pregunta
central a nuestro estudio en los términos en que Corine Pelluchon (2013) la formula
respecto del yo roto, cuya voluntad encuentra los límites propios impuestos por la
enfermedad: “¿es la ruptura de la autonomía una apertura a lo otro, el acceso a una
relación diferente con el ser?” (p. 217). Empero, pensar la alteridad al interior mismo
de la subjetividad supone reconsiderar la forma en que las filosofías clásica y moderna
concebían al sujeto desde los ámbitos ontológico y epistemológico, teniendo en cuenta
que desde allí se fundamentan teorías éticas con repercusiones problemáticas en la
autocomprensión del sujeto y en su relación con lo otro.
Desde la ética aristotélica, por ejemplo, en la que el hombre está en el culmen
ontológico de la escala de seres, no sólo han prevalecido las ideas de su superioridad y
de la legítima instrumentalización de las demás especies, sino que ha predominado
también la consideración del sujeto como transparente a sí mismo y como hombre con
pleno ejercicio de sus posibilidades. Esto, sin embargo, no ha cambiado tras el
anunciado fin de la metafísica, que conllevaba la idea de la conciencia como la nueva
autoridad sobre la que debían fundarse la teoría y la práctica (Pelluchon, 2013, p. 222).
En ambos casos, el sujeto es concebido como autónomo y con una unidad interna ya
trascendental u óntica que no pone en cuestión la constitución de su identidad ni da
cuenta de las aporías relativas a esta.
En la búsqueda de una filosofía que pueda dar cuenta de los desafíos actuales
de la bioética y de la problemática de la alteridad respecto de sí mismo, Pelluchon
encuentra que la fenomenología es un área fructífera desde la cual se pueden renovar
la ontología y la política. En particular, la fenomenología de Lévinas permite
enfrentarse a personas y seres vivos, en medio de fenómenos que “muestran la
insuficiencia de nuestro poder constitutivo y, en consecuencia, de la intencionalidad,
poniendo de relieve nuestra pasividad, como el dolor y el envejecimiento” (Pelluchon,
2013, p. 222). A través de esta fenomenología de la pasividad es posible comprender
de manera amplia al ser humano en sus diferentes condiciones, es decir, no sólo como
23
personas, en el sentido de Kant, ni sólo como egos psíquicos, en el sentido de la
fenomenología de Husserl.
A partir de esta fenomenología de Lévinas, de experiencias como la de Nancy
y de la observación de diferentes pacientes hecha por Pelluchon, podemos entonces
acercarnos a una nueva concepción de la subjetividad como sensibilidad que rompa
con la definición clásica del hombre como animal racional (presente todavía en
Husserl) y que confronte el análisis riqueriano de la alteridad del sí respecto del cuerpo.
Así, pues, en De otro modo que ser, Lévinas (1996) muestra que la conciencia no se
dirige inquieta hacia el otro, en razón, por ejemplo, de algún tipo de culpabilidad que
una persona sana podría sentir en frente de un enfermo. Por el contrario, la conciencia
se ve afectada, a pesar suyo, en lo más profundo de su ser, por cuenta del otro que está
ahí delante y que sufre. Este concernimiento lo llama Lévinas sustitución y es lo que
constituye mi ineludible responsabilidad hacia el otro. Para Pelluchon (2013), esto no
implica una carga excesiva puesta sobre los hombros de cada individuo, sino que más
bien se trata de una consideración profunda de la humanidad, “[la cual] no se define
esencialmente por estar vuelta hacia sí misma ni por el esfuerzo de perseverar en el ser.
El derecho al ser se refiere al para-el-otro de mi no-indiferencia ante la muerte y el
sufrimiento del otro” (p. 226). “Yo” es, en este sentido, solicitud y respuesta, tal como
lo expresa Lévinas (1996A) cuando afirma que la palabra “yo” significa “heme aquí”
(p. 180).
Contrario a lo que piensa Heidegger, Lévinas cree que las estructuras
ontológicas del Dasein no se determinan por el hecho de ser arrojado o por el impulso
que, en medio de las propias posibilidades, mueve hacia aquello que no es todavía. El
Dasein es aquí sustitución, concepto que Pelluchon ilustra en la experiencia de la
enfermedad, o mejor, del estar ante la enfermedad del otro:
no solamente esta experiencia remite al “yo”, al profesional de la salud que se ve
concernido por el otro y no retorna sobre sí mismo, sino que además, la angustia del
enfermo no sólo lo redirige a la indiferencia de las cosas, sino a la resistencia y a la
extrañeza (Unheimlichkeit) de su cuerpo (Pelluchon, 2013, p. 227).
24
Así mismo, el paciente concebido como Dasein tampoco se revela esencialmente como
cuidado (Sorge) de acuerdo a la analítica existencial de Heidegger (1997). En efecto,
si para este último el Dasein es “el ente al que, en cuanto estar‐en‐el‐mundo, le va su
ser mismo” (p. 156) y que además está llamado “hacia «adelante», hacia sus
posibilidades más propias” (p. 269), para Pelluchon (2013), siguiendo a Lévinas, la
experiencia profunda de estar junto a un enfermo revela que la afectación de mi
subjetividad, en tanto destitución del sí mismo, “implica que el temor por el otro no
remite a la angustia por mi propia muerte, ni a la búsqueda de la autenticidad o de mi
propio poder ser que me es más propio (Eigentlichkeit)” (p. 228). Tal destitución de sí
significa también una renuncia del yo a su soberanía, una inversión del Yo en Sí, cuya
unicidad radica en la responsabilidad, en ese estar-para-el-otro. Por esta vía, la autora
descubre entonces que “mi identidad no reside en mí, sino en una alteridad que hay en
mí” (2013, p. 228) lo cual, además de romper la intencionalidad que opera en el
conocimiento4, rompe la autonomía del sujeto como retorno a sí.
En razón de la renuncia al yo, de la soberanía sobre sí y de esa raíz profunda de
fraternidad en la libertad, la ontología heideggeriana de conquista de la existencia y de
autoafirmación en lo más propio resulta superada a la luz de un nuevo sentido de
humanidad que se revela: la fragilidad. El encuentro cara a cara con el enfermo,
máxime en su desnudez y postración, muestran que “la identidad no es identidad de la
conciencia, es decir, la de un yo dotado de saberes y poderes” (p. 229).
Este sentido íntimo de humanidad sólo surge en la experiencia del exponerse y
aproximarse al otro. Allí se interrumpe la intencionalidad y la voluntad porque el ego
no se abre simplemente al alter, sino que queda preso de este. Esta experiencia del
“otro que hace de mí un rehén” (Lévinas, 1996A, p. 186) es vivida por Pelluchon al
encontrarse delante de los enfermos hospitalizados de Pitié-Salpêtrière. Sin embargo,
nos advierte la autora, semejante proximidad no equivale a una fusión, sino a una
exposición al otro. Por eso, “la subjetividad es aprehendida en su alteridad: la del otro,
no sintetizada ni reducida a lo mismo, pero también la mía, afectada por el otro,
4 Esto es importante, puesto que para Lévinas (1996B) el conocimiento es siempre “relación con lo que
se iguala, con aquello cuya alteridad se suspende” (p. 52).
25
alteridad en sí que hace posible la escucha, la proximidad y la compasión” (Pelluchon,
2013, p. 230). Ahora bien, aquel proceso de subjetivación es pasivo, pues resulta
imposible ocuparse sólo de sí mismo en el ‘padecimiento’ de la proximidad. Esto
último sólo es posible por cuenta de aquella alteridad que hay en mí y que me lanza
más allá de mí mismo. Tal pasividad sugiere, por un lado, que la humanidad no se
define esencialmente por su conciencia, voluntad o autonomía; y por otro lado, que la
verdad de la propia subjetividad se encuentra en la “afirmación de sí por fuera de la
caída en el anonimato” (p. 231).
En las postrimerías de la muerte, contrario a lo dicho por Heidegger, Pelluchon
afirma que cuanto prima no es la libertad de lo que aliena, ni el deseo de apropiación o
recuperación de lo más propio de sí mismo. Es cierto que, al final de su vida, se hace
patente para el moribundo la insignificancia de los objetos intramundanos y de los roles
en los cuales aquel cifraba su identidad. Sin embargo, la libertad que este puede
experimentar, en lugar de corresponder con una búsqueda desesperada de sí, consiste
en el abandono y la desposesión por el hecho sentido de que “la humanidad le es dada
a uno por otro” (Pelluchon, 2013, p. 233).
En síntesis, la crítica hecha a Heidegger se debe a que su análisis sobre el ser-
para-la-muerte no aplica precisamente para aquel que la enfrenta de manera más
inminente y que de ninguna manera se pro-yecta (sich ent-werfen) hacia un futuro
improbable. Esta ontología reduce además la existencia a su dimensión propiamente
individual dejando de lado la dimensión ética del mundo de lo público, el cual es tenido
por el filósofo como decadente. En palabras de Pelluchon (2013),
este modelo todavía romántico con el que Heidegger piensa la autenticidad pone en
evidencia un conflicto entre el yo y los otros, una separación de las conciencias y, a
pesar de lo que se diga sobre el ser-en-el-mundo, una relación de exterioridad entre el
yo y el mundo (p. 253).
Hasta aquí hemos considerado la alteridad consigo mismo bajo las condiciones de la
enfermedad física. En ellas, particularmente en el caso de la situación límite de
confrontación con la muerte inminente, se ha dilucidado con mayor fuerza la extrañeza
general y permanente respecto del propio cuerpo. Pasemos ahora a reflexionar sobre la
26
extrañeza que se puede experimentar respecto de la propia psique o lo asociado a ella
como el carácter, la personalidad o la memoria.
Las enfermedades de tipo psiquiátrico son, en sentido estricto, también
corporales por el vínculo de la psique con la estructura físico-neuronal del cerebro y su
correlación con las demás funciones orgánicas. No obstante, consideramos que la
extrañeza vivida bajo las circunstancias de afectación de la psique tiene
particularidades que merecen tratarla en un acápite diferente. Por este motivo, antes
que caer en la división cartesiana de enfermedades del cuerpo y enfermedades del alma,
seguimos aquí “la distinción entre formas de enfermedad que permanecen en la
periferia del sí-mismo corpóreo y aquellas que llegan hasta lo más interior de nuestra
existencia” (Waldenfels, 2015, p. 67).
1.2 ¿Soy mi psique?
Una de las formas más desconcertantes de extrañeza consigo mismo en la dimensión
psicológica tiene que ver con la pérdida de la memoria y el Alzheimer, cuyos síntomas
confrontan al enfermo, sus familiares y cuidadores con la alteridad radical de “los a-
privativos: afasia5, apraxia6, agnosia7, apatía8” (Pelluchon, 2013, p. 237). Esta afección
neurodegenerativa confronta efectivamente las ideas que podamos tener acerca de una
persona, en el ámbito personal, y de la identidad en general, en el ámbito filosófico.
Así, ante la escena de una persona con Alzheimer que no reconoce a sus hijos, la
pregunta que surge es si acaso sin memoria podemos seguir vinculados con nuestro yo
auténtico. Ante la agresividad de una persona que era pacífica, la pregunta es si acaso
puede ser considerada como la misma.
5 “Pérdida o trastorno de la capacidad del habla debida a una disfunción en las áreas del lenguaje de la
corteza cerebral” (DRAE). 6 “Incapacidad total o parcial de realizar movimientos voluntarios sin causa orgánica que lo impida”
(DRAE). 7 “Alteración de la percepción que incapacita a alguien para reconocer personas, objetos o sensaciones
que antes le eran familiares” (DRAE). 8 “Impasibilidad del ánimo. Dejadez, indolencia, falta de vigor o energía” (DRAE).
27
En este último caso, hay para Pelluchon (2013) algo que resulta más perturbador
que caer en la demencia: “nuestra dificultad para aceptar que el ser humano nos sea
incognoscible” (p. 239). En tales circunstancias, aquello que afirma Lévinas acerca de
la propia responsabilidad por el otro sin expectativa de reciprocidad se hace más
fehaciente. Ante el otro sin memoria y sin voz, el ego no puede reinvindicar sus propias
convicciones. No hay lugar allí para su autoafirmación. Por el contrario, sólo a través
de este otro, del acompañante, se hace verdad la dignidad del enfermo, que doliente o
perdido en sus recuerdos, no puede conquistar aquella dignidad por una suerte de
retirada del mundo público. Aquí, “[el] que dice «buenos días» al anciano postrado en
cama o al demente, y que manipula su cuerpo con precaución, incluso si el paciente es
incontinente, es garante de esta dignidad. Es así como se la otorga” (p. 243). Así, en
las situaciones de extrañeza con el propio cuerpo y con la psique especialmente severas
se da una experiencia inevitable de heteronomía en las cuales el sentido del yo y la
tranquilidad son dados por otros, por ejemplo, los profesionales de la salud y los
parientes (p. 247).
De acuerdo con Pelluchon (2013), en aquel que experimenta su propia
contingencia por la precariedad del estar-en-el-mundo y por la impotencia de su
voluntad prevalece el deseo de ser reconocido por el otro sobre la búsqueda
heideggeriana de autenticidad. Lo que puede afrontar tal precariedad, “no es la
resolución precursora, no es el proyecto, y ni siquiera la obra, sino la confianza” (p.
249). Y tal confianza no se fundamenta en algún desocultamiento o advenimiento, sino
en el regalo del intercambio con el otro que tranquiliza y que suscita gratitud. Ahora
bien, la extrañeza con la propia psique puede afectar las raíces mismas del carácter no
sólo en situaciones de enfermedad natural, sino en circunstancias en las que el sujeto
sufre un accidente que afecta su cerebro. Este es el caso de Phineas Gage, reportado
por Antonio Damasio (1996) en su libro El error de Descartes. En el verano de 1848,
Gage trabajaba para el ferrocarril Rutland & Bulington hasta que un día, en un confuso
accidente causado por una explosión, una barra de hierro le atravesó la cabeza, tal como
lo corroboró el Boston Medical and Surgical Journal. Prodigiosamente, Gage
sobrevivió al accidente y pudo incluso relatar luego con total normalidad las
28
circunstancias del accidente, respondiendo sin problemas a las preguntas que se le
hacían. Sin embargo, luego de dos meses de plena curación de sus heridas, Phineas
Gage quedó con una extraña secuela: su personalidad, sus gustos, sueños y metas
cambiaron (p. 22).
Mientras que la recuperación física de Gage fue completa (únicamente perdió
la visión del ojo izquierdo) y no tenía dificultades con el lenguaje, los médicos de la
época reportan con abundancia de detalles cómo efectivamente Gage parecía ya no ser
Gage:
Ahora era irregular, irreverente, cayendo a veces en las mayores blasfemias, lo que
anteriormente no era su costumbre, no manifestando la menor deferencia para sus
compañeros, impaciente por las restricciones o los consejos cuando entran en conflicto
con sus deseos, a veces obstinado de manera pertinaz, pero caprichoso y vacilante,
imaginando muchos planes de actuación futura, que son abandonados antes de ser
preparados… Un niño por su capacidad intelectual y sus manifestaciones, tiene las
pasiones animales de un hombre fuerte (Damasio, 1996, p. 22).
Tal fue el cambio que se operó en Gage, que, una vez reintegrado a su trabajo, tuvo que
ser despedido por sus patrones en razón de su nuevo e insoportable carácter. Esto, a
pesar de que físicamente él podía seguir desempeñando las funciones que cumplía antes
del accidente. Esta triste historia de Gage concluyó en un anonimato casi total luego de
una crisis epiléptica que lo mató a los treinta y ocho años, pero sigue siendo
paradigmática para la ciencia y la filosofía. Si bien otros casos de lesión neurológica
habían mostrado que “el cerebro era la base del lenguaje, la percepción y la función
motriz” (Damasio, 1996, p. 25), lo acontecido con Gage mostró algo sorprendente en
su momento: hay sistemas en el cerebro humano dedicados sobre todo al razonamiento
antes que a cualquier otra cosa, y en particular a las dimensiones personales y sociales
del razonamiento (p. 25).
Todo indicaba que la mutación del carácter en Gage se debió a una lesión
cerebral. Sin embargo, dado que las operaciones mentales de Gage, registradas por los
médicos de la época, eran “perfectas en tipo, pero no en grado o cantidad” (Damasio,
1996, p. 31), se podía concluir que la observación de convenciones sociales, el
comportamiento ético y la toma de decisiones provechosas de parte de un individuo
29
“requería el conocimiento de las normas y estrategias y a la vez la integridad de
sistemas cerebrales específicos” (p. 31). Y efectivamente, tal como lo descubrieron los
científicos veinte años después del accidente, aquel conocimiento de normas y la toma
de decisiones operan a nivel psico-físico en el lóbulo frontal del cerebro, es decir, el
lugar donde Gage resultó herido.
El caso de este sujeto abre paso sin duda a intensos y antiguos cuestionamientos
en el orden filosófico relativos al libre albedrío y a lo que puede sustentar el juicio entre
el bien y el mal. Sin embargo, antes que profundizar en estos asuntos, nos centraremos
en el objeto de nuestra investigación para insistir, por lo pronto, en la irreductibilidad
de la alteridad a lo exterior de sí. En efecto, si la alteridad tiene que ver con el cuerpo,
su fragilidad y la imposibilidad de dominar cada célula de este, y si además la identidad
psicofísica de un sujeto no puede concebirse sin su cuerpo, entonces se confirma que
alteridad e identidad no son hechos separados en los ámbitos opuestos de exterioridad
e interioridad. Alteridad e identidad son, pues, fenómenos intrínsecos al ser humano o
Dasein encarnado, que lo entretejen desde adentro.
Esta idea, sin embargo, se opone a la concepción del sujeto libre y autónomo
que atraviesa el pensamiento moderno desde el dualismo metafísico cartesiano hasta el
idealismo alemán y que prevalece en la filosofía de pensadores contemporáneos como
Heidegger. En el caso de este último, Pelluchon señala que tal concepción permanece
y se fundamenta en una omisión imposible de ignorar: la falta de reconocimiento de la
dimensión corporal en la concepción del ser ahí del hombre.
Gracias a Ricœur, hemos visto la importancia de aquella dimensión olvidada
por la filosofía clásica para efectos de la identidad, pues la sensación de pertenencia
del cuerpo es constitutiva de la ipseidad (o identidad-ipse) independientemente del
carácter, del envejecimiento y de la enfermedad. No obstante, gracias a la experiencia
de Nancy, al acompañamiento a enfermos de Pelluchon y al análisis de caso de
Damasio hemos podido constatar luego cómo precisamente en la pérdida del carácter,
el envejecimiento y la enfermedad, imposibles de considerar fuera de la dimensión
corporal, se da un fenómeno o tipo íntimo de alteridad asociado a la falta de total
dominio del propio cuerpo. Así, pues, esta atención al cuerpo del sujeto, al hecho de
30
que este cuerpo puede fallar, de que uno de sus órganos puede enfermar al resto, de que
sus partes pueden ser reemplazadas y de que estas pueden ser integradas o rechazadas,
no sólo refuerza la idea de su nuclear alteridad, sino que mina seriamente los supuestos
de libertad y autonomía de aquel sujeto corpóreo.
A medio camino entre la postura de Parfit9 sobre la negación de la identidad
personal y la postura típicamente moderna del sujeto como dueño de sí, idéntico a sí
mismo, libre y autónomo, nos encontramos a favor de la postura de Ricœur y Lévinas
que defienden paralelamente la identidad personal y la alteridad en el sujeto, sin por
ello negar su libertad. Identidad y alteridad son así dos polos del ser encarnado del
hombre que no se pueden desatender, pues esto puede implicar, en cada caso, una
subvaloración u olvido ya de la particularidad del sujeto en su dimensión psicológica
ya de la corporeidad del individuo en su dimensión física.
En los extremos de ignorar alguno de estos polos, nos enfrentamos adicional y
correspondientemente con los siguientes riesgos: primero, la disolución de la
responsabilidad personal frente al rostro del otro en la ausencia de una efectiva
identidad personal del sí mismo y de los otros; y segundo, la relación inadecuada del
sujeto consigo mismo y con los demás por el desconocimiento de la alteridad
constitutiva de cada sujeto y en consecuencia, por la no aceptación de su fragilidad
como Dasein encarnado en las inseparables dimensiones física y psicológica.
Respecto a esto último, si la intensa manifestación de la alteridad en una
dimensión u otra mereció su consideración separada, la asociación de la fragilidad a la
falta de control total o daño posible de cada célula y neurona hizo patente que, desde
cualquier ángulo, el cuerpo puede ser visto como lugar de identidad y alteridad. Ahora
bien, si la alteridad se considera sólo en términos de falta de control o vulnerabilidad
psico-física, la identidad del sí mismo queda también reducida al plano de lo
neurológico y cualquier explicación sobre su ser y sus acciones no podría dar cuenta
9 Parfit (2004) afirma en Razones y personas que “no podemos explicar la unidad de la vida de una
persona estableciendo que las experiencias de esta vida son todas tenidas por esta persona. Podemos
explicar esta unidad únicamente si describimos las diversas relaciones que se dan entre estas diferentes
experiencias, y sus relaciones con un cerebro concreto. Por tanto podríamos describir la vida de una
persona de un modo impersonal, que no afirme que esta persona existe” (p. 753).
31
de un horizonte diferente del positivismo de reacciones cerebrales y de la mecánica
orgánica. En este sentido, es cierto, por ejemplo, que los conocimientos científicos
acerca del cerebro pueden decir mucho acerca de la fisiología de nuestra conciencia,
pero con ello no cambia esa conciencia intuitiva de autoría y responsabilidad que
acompaña a todas nuestras acciones (Habermas, 2001, p. 5).
Por este motivo, consideraremos a continuación un tipo de alteridad constitutivo
del sujeto que tiene que ver con la voluntad, cuya falibilidad, de ser equiparada a la
fragilidad del cuerpo o a la falta de total control del mismo, condenaría toda posibilidad
de referirnos a la profunda identidad, plena libertad y auténtica responsabilidad del
sujeto. Tal alteridad puede referirse a dos tipos de experiencias respecto de la propia
voluntad: de un lado, sentirse otro respecto de sí mismo por la debilidad de la voluntad
para actuar siempre en conformidad con ideales o con la imagen que se tiene de sí; y
de otro lado, descubrir los límites absolutos de la voluntad impuestos por la facticidad
misma del Dasein encarnado. En ambos casos, la consideración de la impotencia y
fronteras de la voluntad o de lo voluntario implicará necesariamente referirnos a lo que
queda allende: lo involuntario.
1.3 ¿Soy lo que quiero?
La reflexión de San Agustín sobre la escisión de la voluntad nos servirá para
introducirnos en el primer tipo de experiencia ya enunciado, es decir, aquella en que,
sin estar fuertemente afectados por una condición psiquiátrica particular o sujetos de
alguna coerción externa, no nos sentimos plenamente dueños de nosotros mismos en
lo que hacemos o en lo que somos. Sin embargo, aquella es más que una reflexión:
parte de la experiencia misma del Hiponense en la que se evidencia cómo la propia
interioridad puede ser un lugar de tensión entre nuestros deseos y acciones.
En el libro octavo de Confesiones, Agustín escribe cómo, a pesar de que estaba
convencido intelectualmente del cristianismo, la flaqueza de su voluntad le impedía
caminar firmemente por aquel “angosto trazado”. Esto en contradicción con la doctrina
socrática, según la cual conocer el bien era suficiente para poder realizarlo. A pesar de
32
tener el anhelo de imitar a conversos como Victorino y San Pablo, tal deseo no se
concretaba en la acción. Él se encontraba encadenado por la fuerza del pecado, puesto
que su voluntad estaba pervertida “[y de ella] nace la pasión, de servir a la pasión nace
la costumbre y de la costumbre no combatida surge la necesidad” (C 8.5.10).
Esta necesidad del pecado es descrita por el Hiponense como un antagonismo
de dos voluntades que desgarran el alma: una vieja, inclinada a lo carnal; y una nueva,
dócil al espíritu. Por cuenta de estas dos tendencias, Agustín se refiere a su yo (ipse)
como lo más auténtico de sí mismo o como su voluntad más propia que sufría a causa
de aquella otra voluntad, la cual, a su vez, lo llevaba a actuar en contra de sus
convicciones. La inautenticidad de aquella voluntad queda expresada como “mi yo
[que] no era mi yo” (C 8.5.10) y muestra aquella misteriosa patología que hace que la
voluntad humana se desdoble o se divida perdiendo su unidad original. Así, disminuida
en fuerza, la voluntad se debate entre su reconciliación o escisión (Wetzel, 2012, p.
340) en medio de la posibilidad de incoherencia entre ideales, deseos auténticos y
acciones ejecutadas. Esta divisibilidad de la voluntad es comparada por Agustín con
una enfermedad del espíritu por la que el yo (ipse) no consigue actuar siempre según
la verdad y su postración se debe a la costumbre adquirida de obrar en contradicción
con esta verdad (C 8.9.21-8.10.22).
Reinterpretando esta experiencia, podríamos decir que allí se da una especie de
alteridad que no tiene que ver con la presencia de voluntades distintas a la propia y, sin
embargo, interiores a sí mismo. No se trata, en efecto, de algo así como una posesión.
Se trata, por el contrario, de una alteridad relativa a la fuerza de la costumbre y a lo
fragmentario de la voluntad, lo cual suscita además preguntas clásicas de la filosofía
acerca de la libertad y el origen del mal que Agustín enmarca dentro de la doctrina del
pecado original y del mal como privatio boni.
Sin embargo, dado que aquella vía de explicación puede acrecentar la
complejidad del problema y no ofrecer respuestas satisfactorias, dejaremos a un lado
aquel intento de resolución dogmática y definitiva a estas cuestiones. Antes bien, nos
concentraremos en nuestro verdadero interés: comprender mejor la experiencia del
estar enfrentado consigo mismo en razón de la labilidad de la voluntad a partir de la
33
categoría de alteridad. Pero esto, recordemos, no sólo con el ánimo de poner bajo la
égida del mismo término fenómenos aparentemente independientes, sino con el interés
de comprender en qué medida estos se encuentran conectados y podrían relacionarse
más adecuadamente. Para lograr lo anterior, nos serviremos, a continuación, del
análisis riqueriano acerca de lo voluntario y lo involuntario, pues nos permitirá
comprender la relación entre la identidad y un tipo de alteridad no reducida al ámbito
naturalista ni explicable sólo desde la vulnerabilidad orgánica.
En su Filosofía de la voluntad, Ricœur se pregunta si acaso la voluntad humana
es todopoderosa como parecen sugerirlo las concepciones tradicionales de la voluntad
en autores como Descartes y Spinoza, que tienden a limitar la voluntad a un acto del
espíritu en el cual querer (vouloir) sería fundamentalmente pensar (penser). En
contraste con esta visión clásica y espiritualizante de la voluntad como intención (visée)
o como inclinación del espíritu hacia un objetivo preciso (but), Ricœur pone en tela de
juicio la comprensión monolítica de la voluntad a través de la noción de poder
(pouvoir). Para hacer esto, Ricœur se remonta a Aristóteles en quien encuentra el
primer desarrollo acerca del poder en la pareja de conceptos acto y potencia. Esta
distinción, aunque enmarcada dentro de la metafísica aristotélica y sin consideración
alguna respecto de la voluntad, le resulta útil a Ricœur para quien estar en potencia
designa un grado ontológico inferior o más débil que el acto y da la idea general de lo
que significa una potencia y una capacidad (Giroux, 2013, párr. 2-3).
Para nuestro autor, los poderes en plural se refieren a diferentes cosas: los
“saber-hacer” (savoir-faire) prefigurados, las emociones e incluso los hábitos. Sin
embargo, ¿a qué se refiere cuando afirma que el común denominador de todos estos
poderes es su carácter involuntario? Para comprender esto, es preciso abordar
rápidamente la descripción fenomenológica que Ricœur hace de la voluntad en cada
uno de los tres momentos correspondientes a las partes en las que se divide su obra Lo
voluntario y lo involuntario, primer tomo de Filosofía de la voluntad: el decidir, el
actuar y el consentir. El decidir se refiere a la determinación de un proyecto con base
en motivos y bajo la forma de la elección en el ámbito de lo posible, es decir, de la
existencia real. El actuar se refiere al instante del movimiento, es decir, al momento en
34
el que el cuerpo ejecuta el proyecto o realiza la idea que motivó tal acción. En cuanto
al consentir, este se refiere a la manera de aceptar la necesidad, de acoger el
involuntario absoluto (Giroux, 2013, párr. 4-5).
Para Ricœur, el aspecto involuntario de la decisión se encuentra en los motivos
o razones que guían tal decisión y conducen a la acción. Los motivos que dan sentido
a la decisión se encuentran ya allí, es decir, en quien toma la decisión. Muestra de esto
es lo que Ricœur dice respecto de las necesidades fisiológicas como motivos vitales.
¿En qué sentido, por ejemplo, puedo decir que la decisión de beber agua, si tengo sed,
es absolutamente libre? Aunque se podría argumentar que aquella decisión es fruto de
una voluntad pura que obedece sólo al pensar, la existencia de mi propio cuerpo o la
facticidad de mi carne influencian considerablemente esa decisión. Es cierto que no
beber nada es una elección posible. No obstante, la decisión de no beber es dañina en
tanto que desatiende a un motivo vital, el cual compromete a su vez al cuerpo como
condición de posibilidad de toda voluntad. Resulta claro entonces que la preservación
de la voluntad depende de que ésta responda a las exigencias del cuerpo, del cual
aquella depende inexorablemente. Asimismo, se ratifica que la voluntad humana no
puede limitarse sólo al pensamiento ni puede desligarse de su contrapartida
involuntaria por cuenta de los motivos que emergen del propio cuerpo (Giroux, 2013,
párr. 8-9).
Para comprender adecuadamente el fenómeno de lo voluntario, Ricœur insiste
en que es preciso desterrar la distinción clásica entre querer y actuar en razón de que
no es posible comprender la idea de la decisión sin abordar conjuntamente la idea de la
acción. Por ejemplo, situado simplemente delante de un objeto cualquiera, sin hacer
nada con él, no es posible tener la impresión de quererlo realmente. Incluso si
mentalmente uno se dijera a sí mismo: “quiero agarrar ese objeto”, es evidente que
aquel pensamiento no constituye de por sí un querer auténtico. Para Ricœur, un
verdadero querer es aquel que pone en marcha los medios de su realización, en otras
palabras, es en el movimiento del cuerpo hacia el objeto que puedo efectivamente decir
y mostrar que verdaderamente lo quería. Así pues, en tanto que mi voluntad implica mi
cuerpo, fuente de todos mis poderes, aquella no puede entenderse desligada del actuar.
35
De este modo, Ricœur llega al segundo momento de su reflexión en torno a lo
voluntario y lo involuntario: el movimiento y los poderes. Ya hemos visto que el querer
no se reduce al pensar, pues el querer imprime movimiento al cuerpo con respecto a
aquello que en verdad quiere. Sin embargo, este paso de la idea al movimiento resulta
tan misterioso como problemático, en especial si la expresión “imprimir movimiento
al cuerpo” se interpreta bajo la luz del dualismo metafísico alma-cuerpo. Por este
motivo, es necesario dejar de lado la concepción etérea o trascendental del cogito y
partir del hecho de que este sólo puede ser un cogito encarnado (Giroux, 2013, párr.
11-12).
Querer es entonces darle vida a un proyecto concebido en la interioridad y
confrontarlo con el mundo, lo cual sólo es posible en tanto el cuerpo se mueve de
acuerdo a la realización de tal proyecto. Por este motivo, no se puede querer sino en
razón de que el espíritu o la mente estén ancladas al cuerpo como punto de apoyo para
la voluntad. Sin cuerpo no se puede hablar de voluntad en el sentido humano del
término. Ahora bien, el cuerpo no puede ser punto de apoyo de la voluntad en un
sentido puramente orgánico. Es en función de ciertos poderes del hombre que aquel
puede realizar su voluntad, aunque esta se encuentre constreñida simultáneamente en
los límites que aquellos mismos poderes le imponen. Estos poderes son tres: saber-
hacer preformados (des savoir-faire préformés), la emoción y el hábito.
Los saber-hacer preformados se refieren a las formas de actuar y de moverse
que, a modo de reflejo, es decir, automática e irreflexivamente, ejecuta el hombre en
su manera de enfrentarse al mundo. Estos saber-hacer son descritos por Ricœur como
preformados en cuanto han sido desarrollados por el hombre de una manera
inconsciente y espontánea, sin querer auténtico, y que se expresan en movimientos
“primitivos” como, por ejemplo, el de un recién nacido que busca el pecho de su madre
para mamar o refugiarse.
Ricœur considera la emoción como un poder puesto que esta afecta el cuerpo y
en cierta medida se apodera de él. La emoción, entonces, no es algo que sirva
propiamente a la voluntad, sino que es un momento del alma manifestado en el cuerpo,
36
que demanda del querer o que, en otras palabras, conlleva el recurso a la voluntad de
reconquistar el cuerpo para que este no quede sometido bajo el peso de la emoción.
Por último, Ricœur afirma que el hábito es un poder en la medida en que este
hace que las acciones voluntarias sean más fáciles de realizar. Sin embargo, como sea
que este se produzca, se contraiga o se adquiera, el despliegue del hábito tiene un
carácter involuntario que tiene como objetivo atenuar o hacer olvidar el esfuerzo que
implica la acción voluntaria. El hábito es, en consecuencia, de una gran utilidad, ya que
en la repetición de la misma acción en variadas ocasiones el cuerpo asimila tal acción
con una espontaneidad que el sujeto mismo ya no comprende o no necesita comprender.
Es en este sentido que el hábito sirve a la voluntad. Ahora bien, así como el hábito
puede ser muy útil, este puede resultar también peligroso para la voluntad, pues puede
conducirla a olvidarse de sí misma. En efecto, si el esfuerzo original que implica una
acción desaparece y con este el carácter voluntario de aquella acción en su repetición,
la voluntad termina por olvidarse a sí misma en aquella facilidad y en aquel vínculo
con el hábito que revela la tensión entre libertad y naturaleza. En palabras de Giroux
(2013), esta tensión se expresa en que
soy un ser de libertad puesto que soy [también] un ser natural. Si el hombre cree poder
liberarse del reino de la naturaleza disponiendo de una voluntad que ya no reclama
esfuerzo, este se equivoca. La voluntad más eficaz tiende hacia la naturaleza pues
aquella se olvida de reflexionar sobre ella misma (párr. 17) 10.
Esta relación paradójica entre libertad y naturaleza es la que se expresa en el querer
convertido en poder a través del hábito. Este último genera nuevas disposiciones que
van más allá del carácter voluntario de la acción hasta el punto de llegar a convertirse
en una especie de segunda naturaleza del sujeto. ¿Qué ocurre, sin embargo, con el
esfuerzo en una acción habitual? Desde la perspectiva de Ricœur, el esfuerzo es
entendido sólo como voluntad encarnada, es decir, como la voluntad apoderada de los
10 Traducción propia del francés : « Je suis un être de liberté que parce que je suis un être naturel. Si
l’homme croit pouvoir s’affranchir du règne de la nature en disposant d’une volonté qui ne réclame plus
d’effort, il se trompe. La volonté la plus efficace dérive vers la nature car elle oublie de se réfléchir sur
elle-même ».
37
músculos. De este modo, hacer un esfuerzo significa emplear el cuerpo en un cierto
objetivo a través de un movimiento “cargado de idea”.
En contra de la tendencia del hábito a naturalizar acciones con la espontaneidad
irreflexiva que condiciona la libertad, el esfuerzo permite romper la rutina y es
expresión tanto de una suerte de reapropiación del propio cuerpo como de la
reafirmación de la dimensión voluntaria de las acciones. Esto es particularmente
importante en las circunstancias en las que emociones fuertes pueden llevar a una
pérdida de control del cuerpo. Allí, la voluntad se manifiesta nítidamente como el
esfuerzo de reconquistar el dominio de sí mismo, del propio cuerpo (Giroux, 2013,
párr. 19-20).
Una vez explicados los momentos del decidir y del actuar así como los poderes
del saber-hacer, las emociones y los hábitos, llegamos entonces al tercer momento de
la reflexión riqueriana referida al consentir. En primer lugar, se debe aclarar que no se
trata aquí de un consentimiento cualquiera a una acción particular, sino que se refiere
a la conformidad o aquiescencia del sujeto respecto de lo que él es, lo cual constituye
una última etapa de la voluntad humana: aquella de aceptar la propia debilidad (Giroux,
2013, párr. 21). De acuerdo con Ricœur, se trata pues de un consentir a lo involuntario
absoluto, forma radical de lo involuntario, y por tanto, fuera del alcance de la voluntad
en cuanto decisión y movimiento. De manera más precisa, por “involuntario absoluto”
Ricœur entiende tres cosas: el carácter, el inconsciente y la vida.
En Lo voluntario y lo involuntario, Ricœur se refiere al carácter como una
manera de querer que no se escoge, pero que no compromete la libertad. En efecto, el
carácter consiste en una forma no escogida a través de la cual se despliega la libertad
humana sin anularla. Ahora bien, aunque el carácter evoluciona a lo largo de las etapas
de la vida, Ricœur apunta aquí, como lo sugiere la expresión involuntario absoluto, a
aquella parte del carácter o de sí mismo que permanece inalterable, algo así como una
sustancia que no se modifica a pesar de los posibles cambios en la personalidad
(intuición desarrollada posteriormente en Sí mismo como otro bajo la noción de
ipseidad que hemos abordado más arriba). En este sentido, Ricœur cree que los
cambios que pueden darse gracias a la propia voluntad son siempre proporcionales a la
38
fuerza del carácter, de modo que, por ejemplo, un hombre cuyo carácter ha sido desde
siempre pasivo e introvertido no puede convertirse en un hombre activo y parlanchín.
No obstante, no hay en ello determinismo, pues la libertad de aquel hombre se muestra
en la manera como su pasividad e introversión puede ser transformada, por ejemplo,
en un espíritu reflexivo.
El segundo aspecto que Ricœur asocia a lo involuntario absoluto es el
inconsciente: aquella parte oscura que nos constituye y nos caracteriza de manera
particular sin que esta se muestre a nosotros mismos de manera nítida. El inconsciente
hace parte de nosotros y, sin embargo, la paradoja consiste en que lo ignoramos total o
parcialmente. Por eso, en consonancia con Freud, Ricœur reconoce la imposibilidad de
conocerse a sí mismo en plenitud, pues el inconsciente no es accesible ni está sujeto a
la voluntad. Así pues, de la misma manera que soy y padezco mi propio cuerpo, soy y
padezco también mi propia vida psíquica sin poder deshacerme de ella. Esto significa
que incluso los sueños en los que no me reconozco hacen parte de mí, pues si bien estos
pueden alimentarse de imágenes externas, en cada caso son producidos por mí mismo.
En consecuencia, el sí mismo es tanto la vida clara y distinta de su conciencia como la
opacidad fundamental de su inconsciente.
Por último, el tercer aspecto que Ricœur menciona como constitutivo de lo
involuntario absoluto es la vida misma, es decir, la vida en tanto condición de
posibilidad de todo, incluidos la voluntad, el cuerpo, la conciencia, los poderes, etc. En
este sentido podemos decir que el hecho de existir y de estar con vida no obedece a un
acto de nuestra propia voluntad o de nuestro querer. De allí que, por encima de
cualquier afirmación de esa voluntad, de lo que somos y queremos, se impone el
reconocimiento fundamental de que, ante todo, somos seres vivientes o estamos con
vida. Que la voluntad no pueda tener dominio sobre la vida resulta aún más evidente si
se tiene en cuenta que es la primera la que proviene de la segunda y no al revés. Todo
lo vital y orgánico como la respiración, el latir del corazón, la regeneración de los
tejidos, etc. escapan a la voluntad y a su dominio. Quiéralo o no, estoy con vida y el
fin de esta no es soberanía de mi voluntad ni siquiera a través del suicidio. Y la razón
de esto consiste en que, si bien puedo decidir abiertamente acabar con mi vida a través
39
de un acto de mi voluntad, este acto coincide con su anulación. Esta no puede entonces
ser verdaderamente soberana en el atentado contra el propio ser, pues cualquier tipo de
muerte implica el final de todo querer (Giroux, 2013, párr. 25).
La muerte es inevitable y por eso resulta imposible querer en contra de ella.
Aparece entonces así, con toda claridad, la idea del consentimiento. En tanto que la
muerte no puede dejar de suceder, la única alternativa que tiene la voluntad frente al
poder de tal necesidad es consentir a su inevitabilidad, lo que significa, en otras
palabras, dejar de debatirse inútilmente en torno a ella sin perder al mismo tiempo todo
aliento y motivación frente al término de la vida. En lugar de quedar suprimida de cara
a lo involuntario absoluto, la voluntad tiene frente a esto un rol que jugar. Ella puede
decirle “sí” a aquello que escapa de su control. De este modo, gracias a aquel
consentimiento, la existencia del sujeto se transforma, pues su voluntad deja de
chocarse locamente con lo inevitable y adquiere la sabiduría de aceptar sus propios
límites (Giroux, 2013, párr. 26).
Llegados al final de este rápido recorrido por Lo voluntario y lo involuntario,
consideramos que el análisis riqueriano nos permite comprender con mayor
profundidad que nuestra experiencia de la alteridad desde la propia identidad no se da
como algo aislado o irreconciliable con el ámbito de nuestra voluntad. De esta manera,
si en las primeras dos secciones de este capítulo hemos considerado cómo las
dimensiones corporal y psicológica (ambas físicas) son lugares de alteridad respecto
de lo que consideramos más propio de nosotros mismos, es decir, la identidad de lo que
somos y queremos, hemos visto aquí que la voluntad misma puede ser lugar de íntima
alteridad. De acuerdo con los autores que hemos abordado en esta sección, aquella
alteridad puede experimentarse en síntesis de las siguientes formas: desde Agustín,
como escisión debilitante de la propia voluntad; y desde Ricœur, como los límites que
encuentra lo voluntario para acceder al inconsciente, para modificar radicalmente el
propio carácter y para actualizarse en la repetición habitual de acciones por medio del
esfuerzo y la plena consciencia al momento de ser ejecutadas.
CAPÍTULO 2
EL INFINITO EN MÍ
Porque estuve hambriento y me dieron de comer;
sediento y me dieron de beber; era forastero y me
hospedaron; estuve denudo y me vistieron;
enfermo y me visitaron; encarcelado y fueron a
verme. […] Yo les aseguro que, cuando lo
hicieron con el más insignificante de mis
hermanos, conmigo lo hicieron.
Mt 25. 34-36. 40.
En el capítulo anterior abordamos los niveles de alteridad que se entretejen con el sí
mismo del sujeto y desde los cuales la identidad personal se descubre constituida y a la
vez condicionada. Ahora nos detendremos en el pensamiento de Lévinas, el cual señala
el camino de una alteridad que podría describirse como “más allá” del yo, del ser
mismo, y en este sentido, de toda esencia. En primer lugar, resulta fundamental
recordar la concepción que Lévinas (2001) tiene del yo: “el Yo es la identificación por
excelencia, el origen del fenómeno mismo de la identidad” (p. 47). Aquí no se trata
entonces del yo que se reconoce en la permanencia de una cualidad inalterable
(identidad ídem caracterizada por Ricœur), sino del yo desde el cual puedo identificar
cada objeto y cada ser con sus respectivas cualidades y esto gracias a que “soy el mismo
desde el inicio –me ipse-” (Lévinas, 2001, p. 47). En este sentido, la identificación no
consiste tampoco en “redecirse a sí mismo” como una definición o una equivalencia
lógica, sino del reconocimiento del “fuera del yo”, un afuera en necesidad o un afuera
de la necesidad que, al solicitar al yo, se hace un para mí. Aquel redecirse equivaldría,
por su parte, a una tautología de la ipseidad, que Lévinas no duda en describir como
41
egoísmo, porque el Yo es relación y no puede definirse o determinarse en virtud de sí
mismo.
Dicho esto, si el Yo es relación, ¿qué tipo de relación y qué cosa puede sacar al
Yo de sí mismo? Una de las posibles respuestas sería el conocimiento. Sin embargo,
Lévinas descarta rápidamente esta alternativa aduciendo que el verdadero
conocimiento se da cuando el Yo deja a un ser extraño manifestarse y esto no
interrumpe la identificación originaria del Yo ni lo arranca fuera de sí. De esta manera,
el ser entra en el ámbito del conocimiento verdadero tematizándose, y aunque el ser
bajo esta forma recortada mantenga cierta extrañeza respecto de aquel que conoce, éste
sorprende al Yo y el yo, por su parte, lo naturaliza. De allí que no se pueda afirmar la
alteración de la identidad del Yo por parte del ser en la verdad como también lo
confirma el análisis fenomenológico de la intencionalidad, en donde la autoconciencia
o la identificación de sí es compatible con la conciencia del ser (Lévinas, 2001, p. 47).
La concepción del conocimiento como comprensión del ser muestra, para
Lévinas, la prioridad del porvenir sobre el pasado por fuera del tiempo, aquello en lo
que enfatiza nuestro autor. Tal prioridad da cuenta también de la adecuación del ser al
pensamiento, sobre la cual se ha cimentado la filosofía desde sus orígenes en Grecia.
Incluso en Heidegger prevalece el porvenir en la forma como aborda el ser del ente “en
términos de luz y de oscuridad, de develamiento y de ocultamiento, de verdad y de no-
verdad” (Lévinas, 2001, p. 49). Tras el análisis de diversos autores clásicos como
Descartes o Husserl, Lévinas (2001) llega a la conclusión de que en la filosofía
occidental se piensa al Otro desde su develamiento, es decir, desde el momento en que
“al manifestarse como ser, el Otro pierde su alteridad” (p. 49). Al parecer, el terror de
la filosofía por la alteridad permanente del Otro ha hecho de esta una filosofía regida
por el ser, es decir, centrada en el hombre y, por tanto, una “filosofía de la inmanencia,
la autonomía o ateísmo […] [, cuyo Dios] es un Dios adecuado a la razón, objeto de
comprensión, incapaz de turbar la autonomía” (p. 50).
Detrás de esta imagen conceptual de Dios, Lévinas (2001) dirige su crítica al
pensamiento filosófico clásico que ha supuesto que el movimiento natural de la
42
conciencia es el que acaba en un retorno hacia sí misma, de suerte que además del
despojo de alteridad del mundo por el asalto comprehensivo de la razón, “cualquier
actitud de la conciencia –valoración, sentimiento, acción, trabajo y, más en general,
compromiso– es en última instancia autoconciencia, es decir, identidad y autonomía”
(p. 50). Sin embargo, tanto en la absoluta categorización de la filosofía moderna como
en el anti intelectualismo de la filosofía contemporánea, que enfatiza la existencia sobre
la esencia, Lévinas (2001) encuentra que la alteridad del ser se atenúa, de modo que el
resultado de cualquier filosofía sería la espera en detrimento de la acción, “para
mantenerse indiferente al Otro y a los Otros, para rechazar todo movimiento sin
regreso” (p. 51). Es decir, aquella estela del pensamiento moderno, fundamentado en
la autonomía, es combatida por nuestro filósofo desde una concepción heteronómica
de la ética que recupera al Otro opacado tradicionalmente por el Mismo.
Aquel Mismo puede ser visto aquí como el Helios de la metáfora platónica que
ilumina las cosas y anula las sombras que proyecta1. Esta metáfora, que ha atravesado
la historia de la filosofía, es imagen de la reducción hecha del Otro al Mismo, lo cual,
para Lévinas (2001), ha derivado en una egología y ha bloqueado el pensamiento a
partir de la alteridad (p. 15). A esta metáfora, Lévinas opone la imagen de Moisés con
la mirada baja delante de la zarza ardiente, escena que presenta sin explicar el misterio
de la alteridad, lo oscuro e inaccesible del Otro, la huella del infinito en el rostro del
otro:
[A Moisés] se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego, en medio de una
zarza. Moisés vio que la zarza ardía, pero no se consumía. Pensó, pues, Moisés: «Voy
a acercarme para ver este extraño caso: porque no se consume la zarza.» Cuando Yahvé
vio que Moisés se acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza: « ¡Moisés,
Moisés! » Él respondió: «Aquí estoy.» Le dijo: «No te acerques aquí; quítate las
1 Platón compara la idea del bien con el sol. De la misma forma como necesitamos la luz para poder ver
los colores de los objetos, el bien es el que ilumina la verdad y la ciencia. En este sentido, nada se puede
conocer si la luz del bien no disipa las sombras de la opinión que confunden la naturaleza de las cosas:
“Las cosas cognoscibles les viene del Bien no sólo el ser conocidas, sino también de él les llega el existir
y la esencia, aunque el Bien no sea esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia en cuanto a
dignidad y a potencia” (Rep 509b).
43
sandalias que llevas puestas, porque el lugar que pisas es suelo sagrado.» Y añadió:
«Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.»
Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios (Ex 3.1-6).
De aquella zarza, imagen del impenetrable rostro, brota una interdicción como palabra
fundamental: “no matarás”. Así, pues, en su conjunto, aquella imagen bíblica retomada
se convierte en “una visión que remarca lo que permanece en la sombra, esto es, sus
propios límites” (Lévinas, 2001, p. 16). Ahora bien, ¿es la inmanencia de lo Mismo la
inevitable conclusión de la filosofía occidental en sus históricos esfuerzos por abordar
la trascendencia del ser? Inquieto por la salida del ego en un “movimiento sin regreso”,
Lévinas (2001) rastrea en el platonismo la intuición enigmática de un más allá del ser,
de “la trascendencia del Bien en relación con el Ser, epekeina tes usías (más allá de la
esencia)” (p. 51). Se trata entonces de una trascendencia tal que de ningún modo queda
recogida en la interpretación heideggeriana del ser que trasciende al ente2.
Si Platón habla del Uno, primera hipótesis del Parménides, como extraño a la
definición de límite, tiempo, lugar, identidad y diferencia respecto de sí, semejanza y
desemejanza, ser y conocimiento, Plotino acentúa la “posición” de aquel Uno como
“más allá del Ser y también epekeina un (más allá de la mente)” (Lévinas, 2001, p. 51).
Atendiendo a este pensamiento clásico, Lévinas (2001) encuentra que, por encima de
cualquier categoría, aquel Uno es “otro absolutamente. Es lo No-revelado […] porque
es Uno y porque el darse a conocer implica ya una dualidad que desentona con la unidad
del Uno” (p. 52). Aquella dualidad es la posibilidad del ocultamiento y el
desocultamiento, sólo posibles en el Ser.
Si aquel Uno corresponde a lo absolutamente otro y se encuentra más allá de la
esencia, cabe entonces preguntarnos en qué medida esta trascendencia y alteridad
radicales nos conciernen y cómo podemos abordarlas, sin que el Otro se reduzca al
2 De acuerdo con Heidegger (2003), “sosteniéndose dentro de la nada, la existencia está siempre allende
al ente en total. A este estar allende al ente es a lo que nosotros llamamos trascendencia. Si la existencia
no fuese, en la última raíz de su esencia, un trascender; es decir, si, de antemano, no estuviera sostenida
dentro de la nada, jamás podrían entrar en relación con el ente ni, por tanto, consigo misma” (p. 75).
44
Mismo. Empezando por esta última cuestión, nuestro autor considera que es posible
una experiencia de movimiento hacia lo trascendente, en la cual “lo Mismo no se pierde
extáticamente en el Otro […] ni se disuelve en el murmullo de un acontecimiento
anónimo” (Lévinas, 2001, p. 52). Se trata entonces de un acercamiento a lo
trascendente que se constituye para el Yo en una experiencia de lo absolutamente
exterior, es decir, una extraña experiencia de la total heteronomía, cuyo movimiento
hacia el Otro no se recupera en la identificación ni en el retorno al punto de partida.
La experiencia referida no puede, sin embargo, en cuanto nos es dada,
comprenderse por fuera de la obra o en los límites de la interioridad idéntica a sí misma,
en los que la alteridad termina convertida en una idea. Así pues, “la Obra pensada
radicalmente es en efecto un movimiento de lo Mismo que va hacia lo Otro sin regresar
jamás a lo Mismo” (Lévinas, 2001, p. 54). A través de la Obra, el Mismo se dirige con
radical generosidad hacia lo Otro, cuya ingratitud es apenas la consecuencia del no-
retorno de un movimiento de éxodo que, al igual que Abraham tras el abandono
definitivo de Ur de Caldea y su caminar hacia una tierra desconocida, exige del Mismo
una salida radical de sí. Al respecto, Lévinas (2001) advierte que cualquier búsqueda
de recompensa despojaría a la Obra de su bondad absoluta haciendo de su movimiento
unidireccional un retorno bajo forma de reciprocidad. Y aunque esta reciprocidad no
llegue a ser considerada como indeseable, resulta problemática debido a que la
confrontación del inicio y el final de la Obra “reabsorbería [a esta última] en el cálculo
de pérdidas y ganancias […] estaría subordinada al pensamiento” (Lévinas, 2011, p.
55). Ello, sin embargo, por fuera de la inquietud levinasiana por el movimiento
generado a partir de una alteridad radical, más allá de toda esencia y del pensamiento
en el que sólo el Ser puede mostrarse.
La acción, como es concebida por nuestro autor, debe estar entonces libre de
toda expectativa gracias a una paciencia extrema, por la cual se renuncia a ser
contemporáneo de cualquier resultado de la propia Obra y se está dispuesto, como
Moisés, a actuar sin llegar a entrar en la tierra prometida. Esto implica, por supuesto,
estar abierto a un porvenir en el que se puede ser indiferente respecto de la propia
45
muerte, de modo que la obra constituye “el ser-para-más-allá-de-mi-muerte”, en
contraste con el “ser-para-la-muerte” indicado antes por Heidegger. Esta proyección
de un más allá de la propia muerte es a su vez el abandono de toda gloria de
inmortalidad personal, en la medida en que es el apuntar a que el triunfo de la Obra se
dé en un tiempo sin mí, en un mundo sin mí. Estamos entonces ante una “escatología
sin esperanza para sí o liberación respecto de mi tiempo” (Lévinas, 2001, p. 55).
La actuación regida por la duración más allá del propio horizonte temporal, en
la que lo Mismo por su obra se dirige sin retorno hacia lo Otro, es descrita por Lévinas
con ayuda del término “liturgia”, el cual indica un oficio gratuito que resulta en pérdida
para su ejecutor. No obstante, despojada aquella palabra de su significación
inicialmente religiosa3, Lévinas (2001) caracteriza aquí la liturgia como “acción
absolutamente paciente”, la cual no puede ser un culto paralelo a las obras y a la ética,
sino que constituye la ética misma (p. 56). En cuanto litúrgica, no se puede considerar
la obra como hija de la necesidad, cuya satisfacción supone un retorno a sí. Una acción
producto de la necesidad personal no podría ser sino “ansiedad del yo por sí mismo” o
simplemente egoísmo, como forma originaria de identificación (Lévinas, 2001, p. 57).
De esta identificación proviene la visión heideggeriana de un sujeto dirigido hacia sí
mismo, definido por la preocupación de sí, cuya existencia le corresponde en cada caso
(Jemeinlichkeit) y cuya felicidad total se realiza completamente para sí mismo. Por el
contrario, en la visión que señala Lévinas prevalece el deseo del Otro que puede
provenir “de un ser ya pleno e independiente y que no desea nada para sí”. Sin
necesidad de nada más para sí, aquel deseo es pues el reconocimiento de la necesidad
“de un otro que es el Otro (Autrui), que no es ni mi enemigo (como lo es en Hobbes y
en Hegel) ni mi complemento, como lo es aún en la República de Platón” (Lévinas,
2001, p. 57).
3 Sin embargo, afirma Lévinas (2001) que “una cierta idea de Dios debería mostrarse como una huella
al final de nuestro análisis” (p. 56).
46
Hasta aquí podría parecernos imposible la emergencia de ese deseo bajo
semejantes condiciones de autorrealización. No obstante, Lévinas (2001) aclara que
aquel deseo del Otro nace más allá de lo que pueda aún necesitar o faltarle al Mismo y
se trata de nuestra misma socialidad, de las relaciones a través de las cuales resulta
imposible convertir el Otro en sí Mismo. El deseo del Otro es tal que “el Yo se dirige
hacia el Otro (Autrui) de manera que compromete la soberana identificación del Yo
consigo mismo, de la cual la necesidad es solamente la nostalgia y que la conciencia
de la necesidad anticipa” (Lévinas, 2001, p. 58). Esto resulta fundamental para nuestro
estudio, pues, aunque refiriéndose a una forma absoluta de alteridad, Lévinas nos da
indicios de cómo identidad e identificación consigo mismo no constituyen un núcleo
aislado, independiente o contrapuesto respecto de lo Otro. En efecto, el movimiento
hacia el otro (autrui) no consiste en una búsqueda de contento o complementariedad
del sí mismo, sino de algo que le interpela profundamente y que en principio debería
dejarle indiferente. Aquel concernimiento súbito frente a la epifanía del Otro y en la
relación con este, “me pone en cuestión, me vacía de mí mismo y no deja de vaciarme,
descubriéndome en tal modo con recursos siempre nuevos” (Lévinas, 2001, p. 58).
Vaciamiento de sí aparece aquí como concomitante al proceso de descubrimiento de
sí. Pero ésta no es la única paradoja. El deseo de Otro, lejos de saciarse, se intensifica
con lo deseable, de suerte que aquel deseo se revela como bondad, como la “compasión
inagotable”4 imposible de saturar y que se eleva hasta el infinito.
Aunque en un primer momento la manifestación del Otro se da gracias a que, en
la manifestación del conjunto, el Otro se destaca de su contexto y exige por tanto
hermenéutica y exégesis para su comprensión, Lévinas (2001) afirma que el Otro
(Autrui), en su epifanía, significa por sí mismo. Así, el primer tipo de significación
mundana se ve perturbado por una presencia abstracta, que no se encuentra, podríamos
decir, en el mundo, sino que viene hacia nosotros. Se trata entonces de un advenimiento
4 Esto lo podemos encontrar de manera ejemplar en la referencia al sentimiento de Sonia hacia
Raskolnikov en Crimen y Castigo de Dostoievski.
47
que abre una entrada, fenómeno de aparición del Otro (Autrui) que Lévinas (2001)
llama rostro y cuya epifanía, es descrita también como visitación. La razón de esto es
que, a diferencia de la forma muda del fenómeno, aquella aparición-visitación es viva
y desarregla la inmanencia de los entes (p. 60).
Por su parte, el rostro es también descrito aquí como desnudo en cuanto no se
esconde tras un manto contextual ni es fruto de un producto cultural. Su desnudez se
debe a que “entra en nuestro mundo a partir de una esfera absolutamente extranjera, es
decir, precisamente a partir de un absoluto que, por otra parte, es el nombre mismo de
la extrañeidad fundamental” (Lévinas, 2001, p. 61). Pero, ¿a qué esfera o extrañeidad
se refiere aquí Lévinas? Por lo pronto, aduce escuetamente al ámbito o carácter de lo
extra-ordinario, donde la visitación no puede asimilarse sin más a una representación
verdadera por la cual el Otro perdería su alteridad. Aquella visitación tiene una
dimensión ética en tanto que el rostro me interpela bajo la forma de una súplica, que,
sin embargo, es también exigencia dirigida hacia mí mismo. Así, aunque el mundo
parece incapaz de alterar u oponerse a cualquier pensamiento que se reclama como
libre, que se refugia en sí y que se identifica con “lo Mismo”, el rostro se impone con
un llamado irresistible a cualquier sordera. La conciencia ve entonces cuestionada su
primacía por cuenta de la presencia del rostro y de lo que significa: el mandamiento
fundamental: “no matarás” (Lévinas, 2001, p. 83).
Queda más claro entonces por qué lo absolutamente otro es tal: porque no se
refleja en la conciencia y porque, de hecho, “se le resiste al punto en que incluso su
resistencia no se convierte en contenido de conciencia” (Lévinas, 2001, p. 62). La
conciencia no es, por consiguiente, ni origen del movimiento ético ni corroboración
autocomplaciente de su cumplimiento5. Sin embargo, ¿dónde queda o qué significa el
Yo en todo esto? Si bien el Yo puede tomar conciencia de la necesidad de responder al
5 En Ser y Tiempo, Heidegger (1997) tampoco se refiere a la conciencia como principio ético, pues el
llamado de aquella “no invita al sí‐ mismo a un “debate”, sino que, despertándolo para el más propio‐poder‐ ser‐ sí‐ mismo, llama al Dasein hacia “adelante”, hacia sus posibilidades más propias” (p. 269,
n. 56). Esta llamada es justamente la apelación a la voz de la conciencia (Stimme des Geswissens).
48
mandamiento del otro y de asumirlo a guisa de obligación externa, el Yo es
responsabilidad por el otro y la imposibilidad de sustraerse a esta. En palabras de
Lévinas (2001): “esa exageración que se llama «ser yo», esa emergencia de la ipseidad
en el ser se realiza como una turgencia de responsabilidad […] El Yo frente al Otro
(Autrui) es infinitamente responsable” (p. 63). He aquí la famosa y lapidaria afirmación
del filósofo de la alteridad por la cual el Yo es puesto en clave de moralidad y en cuya
conciencia el Otro desata un movimiento ético que, al mismo tiempo, socava toda
buena conciencia y cualquier retorno a sí. Aquel movimiento, a diferencia de la
necesidad cubierta, es un deseo inextinguible que busca y piensa más allá de toda
frontera de satisfacción o saciedad. De allí que la relación del Yo con el Otro sea
descrita bajo la noción de Infinito. El Deseo es infinito. El infinito es Deseo. Y éste
“consiste, paradójicamente, en pensar más de lo que es pensado, conservándolo sin
embargo en su desmesura en relación con el pensamiento, en entrar en relación con lo
inasible, garantizando su estatuto de inasible” (Lévinas, 2001, p. 64).
Ahora bien, puesto que se trata de una relación más que de una idea, el infinito
no se aborda como el objeto que realiza alguna intencionalidad. Se trata aquí de la
maravilla del infinito que, por el contrario, dándose en lo finito, perturba la
intencionalidad y hace imposible para el Yo el “detener la propia marcha hacia adelante
[…] no poder sustraerse a la responsabilidad, no tener como escondite una interioridad
en la cual uno retorna a sí, ir hacia adelante sin consideración de sí” (Lévinas, 2001, p.
64).
2.1 Dios como deseo del Otro
Si el deseo no se realiza en una intencionalidad, entonces: ¿qué es lo deseable? Para
Lévinas, aquello a lo que aspira el Deseo es Dios. Sin embargo, dado que la idea de
Dios a lo largo de la historia de la filosofía ha sido fundamentalmente ontoteológica,
optaremos por abordar a continuación el curso Dios y la Ontoteología, impartido por
Lévinas entre 1975 y 1976 en la Sorbona, para comprender mejor la noción de Dios en
49
el pensamiento levinasiano y la forma en que esta se articula con el pensamiento sobre
la alteridad, transversal a la extensa obra del filósofo lituano. Como apertura del curso,
Lévinas (1994) formula las siguientes preguntas en las que se encuentra el germen de
las ideas que quiere defender:
¿Dios no significa el otro que no es el ser? ¿El pensamiento significante no significa,
a imagen de Dios, el estallido, la subversión del ser: un des-inter-és (una salida del
«es»)? ¿Acaso el otro, irreductible al Mismo, no permite, en una relación concreta (la
ética), imaginar ese otro o ese más allá? (p. 147).
La intuición fundamental es que, en contra del postulado de la ontoteología que hace
de Dios un ente más entre los demás entes, Dios “es” (lo entrecomillamos en referencia
a los límites que el lenguaje nos impone al usar el verbo ser) aquello que está más allá
del ser y que, sin embargo, no se reduce a la nada. Como todo lo que es sensato, Dios
“no tiene necesariamente que ser” (Lévinas, 1994, p. 148)6. Nos embarcamos entonces
con Lévinas en un pensamiento, que si bien puede confirmarse por el ser, también
puede imaginar el sentido. De este modo, cuando se desmarca a Dios de la ontoteología,
podemos concebir una nueva noción de sentido cuya búsqueda parte de la relación en
un ámbito más fundamental y originario que la ontología, a saber, la ética.
Para esto, Lévinas se remonta nuevamente a la tradición platónica, retomada
por Plotino y olvidada luego en favor de la ontoteología, que busca concebir a Dios
más allá del ser. Sin embargo, la trascendencia que significa el “más allá del ser” es
ahora abordada por Lévinas (1994) en la relación del Mismo y el Otro, teniendo en
cuenta que:
El Otro como Otro no tiene nada en común con el Mismo; no se puede reducir a una
síntesis; hay una imposibilidad de comparación, de sincronización. La relación entre
el Mismo y el Otro es una deferencia del Mismo hacia el Otro […] relación ética [que]
no tiene ya que estar subordinada a la ontología o al pensamiento del ser (p. 150).
6 Lévinas sigue a Heidegger en su intento por destruir la identificación entre la presencia y el ser. Sin
embargo, el lituano se distancia en seguida del autor de Ser y Tiempo por la identificación que este último
hace del Mismo con lo racional y lo sensato (Lévinas, 1994, p. 160).
50
La relación ética se constituye como modelo de inteligibilidad para concebir a Dios
fuera de la ontoteología, ya que la ética tiene una significación “sin referencia al
mundo, al ser, al conocimiento, al Mismo y al conocimiento del mismo” (Lévinas,
1994, p. 162). A diferencia de Husserl, para quien la trascendencia es la intención del
pensamiento que se materializa a través de una visión y que por tanto es apropiación y
sigue siendo inmanencia, para Lévinas la trascendencia “sería una intención que se
quedaría en intención” (p. 163), trasgresora de una intencionalidad siempre a la medida
del pensamiento y de voluntad como intención de…
En la fenomenología husserliana, el modelo de trascendencia está en el plano
del conocimiento desde el cual el Mismo se trasciende hacia lo otro. Sin embargo,
incluso el otro concreto en carne y hueso es reducido en su descripción fenomenológica
a un otro como yo. Esto sucede así en un movimiento que despoja al Otro de su
alteridad y lo asimila al Mismo. En contraposición, Lévinas (1994) reivindica como
relación, mas no como aprehensión, “la trascendencia en el Otro. El Otro que es
invisible, del que no se espera un cumplimiento, lo incontenible, lo que no puede
hacerse tema. Una trascendencia infinita […] des-proporcionada” (p. 163). En otras
palabras, se trata de una trascendencia despojada de intención o de visión concreta que
se vuelve responsabilidad hacia los otros y que se convierte en “un «ver» que no sabe
lo que ve [...] una alerta que es alerta hacia el prójimo” (p. 165).
El prójimo es aquel otro que asedia, que toma al sí mismo como rehén y que lo
hace responsable sin medida en una desnucleación del yo que, sin embargo y
paradójicamente, constituye la subjetividad. Por este motivo, cuando Lévinas (1994)
se refiere al yo alude en realidad a una exposición en primera persona frente a los demás
que no se encuentra amparada bajo el concepto común del Yo –puesto en mayúscula
para referirse al concepto-, sino que precisamente se encuentra fuera del Yo establecido
en la legalidad. Por tal razón, la unicidad del “yo” no reside tanto en su unidad
conceptual cuanto en la imposibilidad de sustraerse al otro hombre (pp. 163-164).
El otro, incluso en forma de infinito, afecta por consiguiente a la identidad, pero
no en el sentido del contacto, sino en el de ruptura. El otro quiebra y pone en duda el
51
“en sí” y el “para sí” de la subjetividad, la cual no puede delegar en modo alguno su
responsabilidad por el otro. Es tal la deferencia del Mismo hacia el Otro que casi podría
decirse que el Otro está “en” el Mismo, con la salvedad de que el Mismo no puede
contener al otro. En la pasividad pura del Mismo, responsable del prójimo, “se enreda
un pensamiento que es algo más que una idea que se puede pensar, más de lo que un
pensamiento puede pensar [...] la trascendencia hasta el infinito [...] un pensamiento
más pensante que el hecho de conocer” (Lévinas, 1994, p. 169).
Ahora bien, Lévinas (1994) advierte que hacer de aquella trascendencia hasta
el infinito una prueba de la existencia de Dios7, implicaría entonces caer en la
pensamiento positivo de la ontoteología. Por el contrario, y coherente con la vía
emprendida de una ética anterior a toda ontología, nuestro autor insiste en la necesidad
de pensar la “heteronomía del Otro en el Mismo, donde el Otro no domina al Mismo,
sino que le despierta y le desilusiona” (p. 171); lo cual lleva a la inquietud distinta del
control como modo de relación.
Siguiendo una bella alegoría de Lévinas, emerge aquí la pregunta de si acaso
en todo lo dicho no se da la violencia de la alienación en el estallido del Mismo bajo el
golpe del Otro. Frente a esto, nuestro autor aclara que, lejos de una irracional posesión,
el Otro interviene en el Mismo como traumatismo. Así pues, la subjetividad no queda
definida por la esencia de ser, sino que se muestra por “su velar inconcebible en el
traumatismo del despertar” (Lévinas, 1994, p. 173). No obstante, si aquel despertar se
instala en el ser, adormeciéndose y complaciéndose en el reposo del Mismo, la
subjetividad debería entonces considerarse “como despertarse de ese despertar […]
como despertar de uno por parte del Otro” (p. 173). De esta manera, la subjetividad no
es reducible al sujeto intencional, puesto que como despertar del ser se expresa en ella
algo mejor que ser: el verdadero Bien. Aquella forma de pensamiento, al igual que las
7 Si la trascendencia es un movimiento del Mismo hacia el Otro, la idea de infinito es algo que se
encuentra en el pensamiento, tal como ya lo implica el in de in-finito, que además de significar fuera de
lo finito, significa también en lo finito (Lévinas, 1994, p. 172).
52
ideas kantianas, son solicitadas por lo que las desborda8. Es decir, sobrepasan la
intencionalidad, porque van más allá del saber “y significan una subjetividad alertada
por algo que no podría contener” (p. 178). La subjetividad manifiesta entonces el bien
sin contenerlo o agotarlo a través de la relación ética, entendida esta última como “el
uno para el otro” fuera de toda finalidad y de las razones de cualquier sistema; esto es,
fuera de cualquier esclavitud a pesar de la obligación indelegable del Mismo hacia el
Otro (p. 182). Aunque yo sea el rehén del Otro, esto no quiere decir que sea su esclavo,
sino que más bien todo mi ser está libremente abierto a Él.
Ahora bien, basado en la afirmación de la Crítica de la razón pura sobre la
imposibilidad de demostrar especulativamente el ser de un ideal trascendental como
Dios, Lévinas advierte que en ello Kant sigue atando el sentido último de una noción a
su ser. Por este motivo, el filósofo de la alteridad afirma que no sólo la ética, sino
también el significado “hay que buscarlo en el “uno para otro”; en la proximidad donde
se lleva a cabo, no la comunicación de un Dicho, sino el significado como Decir
(Lévinas, 1994, p. 186).
He aquí otra implicación del pensamiento levinasiano: la inteligibilidad de la
racionalidad no queda reducida al lenguaje entendido como contenidos comunicables
proposicionales o al menos susceptibles de serlo. El origen del significado se encuentra
más bien en el Decir, esto es, en la palabra dirigida al prójimo (Lévinas, 1994, p. 186).
Si tradicionalmente se ha entendido el significado como modo de representación del
ser en su ausencia, de suerte que sólo habría constitución de sentido en la eventual
materialización del significado por la aparición de lo concreto, Lévinas entiende el
8 Las ideas racionales que Kant admite se imponen al pensamiento por necesidad. Hablan del ser y son
obligatorias para la razón, pero no alcanzan al ser. De allí que uno de los grandes descubrimientos de
Kant en la Crítica de la razón pura sea, de acuerdo con Lévinas (1994), mostrar que tales ideas (la
unidad absoluta del sujeto pensante (alma), la unidad de la serie de condiciones del fenómeno (mundo)
y la unidad absoluta de la serie de condiciones de todos los objetos del pensamiento en general (Dios))
sólo puede ser regulador, es decir, de orientación del entendimiento sin que deban desembocar en el ser
(pp. 183-184).
53
Decir (anterior e independiente de todo contenido y su comunicación) como significado
de “el uno para el otro” (p. 186).
En ese uno para el otro del significado, cuyo para implica una salida de la
ontología y un acercamiento del hombre a su prójimo, se abre la subjetividad. Empero,
la identidad de esta no se define esencialmente por características particulares, sino por
asignación o sujeción. El sujeto es sujeto, porque está sujeto, valga la redundancia, a la
responsabilidad por el prójimo que le ha sido confiado: asignación que no tiene
escapatoria como la imposible huida de la propia muerte. Sin embargo, a diferencia de
esta situación frente a la muerte (finitud del Dasein puesta de relieve por Heidegger),
Lévinas (1994) llama la atención sobre la “indelegabilidad” de la responsabilidad que,
en lugar de propiedad o intencionalidad del yo, es “afán de unicidad del sujeto, no en
su exceso de presencia, sino en la superación pasiva, más pasiva que toda pasividad,
de la trascendencia de uno que existe para el otro” (p. 186).
En consecuencia, podemos ver que la noción de responsabilidad levinasiana no
es equiparable con una subjetividad comprometida, ya que el compromiso “supone
siempre una conciencia teórica […] [y] la posibilidad de asumir todo lo que hay de
pasivo en los límites de lo que se puede asumir” (Lévinas, 1994, p. 189), como sucede
con el mundo que permanece en los límites de la conciencia. De esta manera, ni hay
compromiso ni hay deuda alguna que se pueda saldar. Se trata de una responsabilidad
que abre al otro, imposible siempre de contener y que desplaza al yo de su puesto. Este
desplazamiento está aquí descrito como una “sustitución del otro [...] huella del exilio
y la deportación” (p. 189).
Frente a esto, es preciso aclarar empero que la superación y la sustitución de las
que hablamos no implican reducción del otro o del mismo. Más bien, prevalece allí una
diferencia que es “una no indiferencia y que va más allá de todo deber, que no se
reabsorbe en una deuda de la que se pueda liberar” (Lévinas, 1994, p. 192). Por otro
lado, se da en tal relación un tipo de inteligibilidad que no puede tematizarse, pues no
es un sentido basado en la revelación de un fenómeno que está en un mismo tiempo o
en un solo momento. La relación del uno para el otro, en la que se está al servicio del
54
otro, es, por el contrario, diacrónica; esto es, atraviesa el tiempo y lo antecede en el
Decir, pues “el sujeto como rehén no tiene inicio; está antes de todo presente” (p. 193).
El yo asignado, responsable del otro, no es el yo nominativo de la acción que se hace
responsable. Se trata más bien de un moi, es decir, del acusativo de la pasividad y de la
comparecencia. Es un “heme aquí” de afectación pre-original causada por los demás
que no concluye como puede cumplirse una pena, pues todo acercamiento al prójimo
acrecienta la distancia con él: relación paradójica de la que, sin embargo, “se eleva
gloriosamente el Infinito” (p. 194).
A partir del análisis de las relaciones interhumanas, que no entran en el marco
de la intencionalidad, Lévinas (1994) quiere esbozar un enfoque no onto-teológico de
la idea de Dios. Mientras, de un lado, la intencionalidad supone siempre un contenido
que se piensa a su medida; de otro lado, el deseo, la búsqueda, la interrogación y la
esperanza son, de alguna manera, ideas que sobrepasan sus límites y que, por tanto, el
pensamiento no puede contener. Algo parecido sucede con la ética de la que hemos
venido hablando pues, en contraste con la intencionalidad y la libertad, dicha ética tiene
como eje una responsabilidad para con los otros anterior a cualquier decisión (p. 206).
En este sentido, el núcleo de esta ética es la pasividad y no la actividad.
¿Cómo entender aquello anterior a la decisión, al presente y al comienzo
mismo? Lévinas (1994) lo interpreta con el término de an-arquía y esto en dos sentidos:
como lo pre-original en tanto que no depende del arjé y como la oposición a la
omnipotencia del Estado. Se trata de un vínculo que religue más allá de cualquier ética
deontológica o política normativa y por supuesto, independientemente de cualquier
adhesión, por ejemplo, a un solo credo o una misma iglesia. La consideración de esa
an-arquía conlleva un cuestionamiento del sujeto como espontaneidad, del yo como
origen de sí mismo. Antes que en el ser, o mejor, en el otro que ser (autrement qu’être)
del sujeto encontramos el-uno-para-el-otro de la responsabilidad. Se trata pues de un
“para el otro a modo de sí mismo, hasta la sustitución de los demás” (p. 207).
55
2.2 El otro antes que yo
Ahora bien, ¿acaso la sustitución y la responsabilidad no pueden entenderse en el orden
del ser sin necesidad de ponerlos en un orden otro o en otra forma que ser? Una
respuesta positiva a esta pregunta implicaría reducir la sustitución y la responsabilidad
al sentimiento natural de la compasión que puede suscitarse en quienes han padecido
hambre respecto de los otros y de sus hambres, de suerte que el para-el-otro vendría
siendo un correlato de la intencionalidad en el ser. Sin embargo, asociando la
compasión con la solidaridad mecánica, inteligibles en el mundo o en el ser, Lévinas
(1994) afirma que la sustitución implica una ruptura con ambas. En este sentido, como
ya lo hemos dicho en términos de intencionalidad, nuestro autor desmarca la
subjetividad de la simple conciencia trascendental y de su tematización del ser. La
subjetividad se entiende mejor a partir de la proximidad como una relación ética con
los otros, inaprehensibles en imágenes e insostenibles como cualquier tema9. El otro es
inconmensurable y no puede aparecerse ante una conciencia, puesto que no es una mera
manifestación, demostración o visión (p. 207).
El otro es un rostro cuyo acceso es ético antes que perceptivo, pues la fijación
en ojos, boca, nariz… es objetivante. Por eso, para Lévinas (1994), el rostro es
significación en él mismo. No depende de ningún contexto o rol ocupado en la
sociedad, ni siquiera del rostro físico, pues por rostro se entiende aquí todo lo expresivo
en el cuerpo del otro. Este rostro es además fragilidad y mandato. Fragilidad en cuanto
9 En su obra La resistencia íntima: ensayo de una filosofía de la proximidad, Joseph María Esquirol
(2015) afirma que “la base de la tematización y del juicio está en la identificación, lo que permite decir
a Lévinas que se da una especie de prioridad de lo universal (la idealidad) respecto de lo singular. […]
Identifico cosas y las enuncio, y se las digo al otro, al que no identifico, sino a quien me aproximo.
Ocurre, sin embargo, que este aproximarse precede y es más básico que la identificación, y constituye
el primer sentido del lenguaje; la «identificación» y el discurso vienen después” (p. 155). Para Esquirol,
esta proximidad debe además entenderse bajo la forma levinasiana de la relación ética, es decir, como
una relación “donde uno y otro no están unidos ni por una síntesis del entendimiento ni por la relación
de sujeto a objeto y donde, sin embargo, uno pesa, importa o es significante para el otro, donde están
unidos por una intriga que el saber no sería capaz ni de agotar ni de desenredar” (Lévinas, 2005, p. 320).
56
que es susceptible de violencia y mandato en cuanto exigencia ética que prohíbe matar
y que, sin embargo, no llega a ser necesidad ontológica. Antes que una falta de
intuición, el uno-para-el-otro a partir del rostro es “el excedente de la responsabilidad
que se expresa en el para de la relación […] anterior al acto, que no es ni acto ni
posición […] obsesión que atraviesa la conciencia” (p. 207). Hay que aclarar, sin
embargo, que el término obsesión no se refiere aquí a un contenido concreto que
perturbe la conciencia, sino que alude a la forma como se ve afectado el yo: en la
pasividad, no intencional, del asumir y del padecer (pp. 208-209).
La autonomía del sujeto no es por tanto absoluta, como ha sido postulado por
distintos filósofos que han defendido la libertad sin responsabilidad. El uno-para-el-
otro supone una suerte de heteronomía, de exterioridad no objetiva, de una pasión que
resulta extrema puesto que “por ella, la conciencia se ve alcanzada a su pesar; en ella,
la conciencia se ve sorprendida sin ningún a priori; [y] con ella, la conciencia se ve
abordada por lo no deseable” (Lévinas, 1994, p. 209). La pasividad de tal pasión
consiste en que el otro irrumpe en la conciencia, aunque se intente evitarlo; en que el
otro llega de manera inesperada y no se puede estar plenamente preparado para su
llegada; en que el otro es de alguna manera un intruso, tal como pueden llegar a ser
percibidos y tratados los extranjeros10.
Frente al interés egoísta que reivindican ciertas filosofías del sujeto y
antropologías, Lévinas (1994) afirma que, independientemente de la propia elección,
se instaura en el sujeto una vocación que sobrepasa los límites de la existencia para sí:
“Existo en relación con todo lo que existe, porque existo en consideración hacia todo
10 La intrusión del otro que irrumpe es, de acuerdo con Derrida (1995), la posibilidad misma de la justicia.
En Espectros de Marx, el autor afirma: “Con el otro ¿no es necesaria esa disyunción, ese desajuste del
«todo va mal» para que se anuncie el bien, o al menos lo justo? La disyunción ¿no es acaso la posibilidad
misma del otro? ¿Cómo distinguir entre dos desajustes, entre la disyunción de lo injusto y la que abre la
infinita disimetría de la relación con el otro, es decir, el lugar para la justicia?” (p. 36) Aquella justicia
es además una desmesura, “la desproporción de una boca abierta de par en par en la espera o en la
llamada de lo que denominamos aquí, sin saber, lo mesiánico: la venida del otro, la singularidad absoluta
e inanticipable del y de lo arribante” (p. 37).
57
lo que existe” (p. 211). En ello se cifra el des-inter-és de la subjetividad, la cual se
desprende, se vacía de su ser y existe para cualquier otro. La subjetividad es pues “algo
más que ser” (p. 210). Antes incluso que ser yo, el ego está indefectiblemente ligado
con los demás en una condición que Lévinas compara con la del rehén. Re-ligiosidad
se entiende aquí, por ende, como el religarse del yo, no tanto en el sentido de una vuelta
al vínculo pre-original con los otros, cuanto en la connotación de refuerzo o insistencia
en aquel vínculo indisoluble e indelegable11. Sólo en virtud de esto, como rehén, el yo
es capaz para el perdón y la compasión.
En la medida en que la exigencia de abandono de todo “para sí” y de sustitución
del otro no es producto de una decisión, la responsabilidad levinasiana se encuentra
entonces al margen de la libertad y se ejerce en la bondad. De allí que la ética sea
comprendida como algo anterior a la libertad, pues, “antes de la bipolaridad del Bien y
el Mal, el yo se halla comprometido con el Bien en la pasividad del soportar” (Lévinas,
1994, p. 211). Ni la humanidad del yo ni el sentido de su existencia parten entonces de
la libertad, ya que la anterioridad de la responsabilidad o la bondad significan que “el
Bien debe elegirme antes de que yo lo pueda escoger […] como si el Bien existiese
antes que el ser, antes que la presencia” (p. 212). Esta anterioridad del Bien respecto
del Yo o su diferencia insuperable es descrita también por Lévinas como diacronía,
distinción de planos que enfatiza la alteridad absoluta del Bien.
Aquella diferencia del Bien con el yo, así como la que hay entre el yo y los
otros, no significa indiferencia en alguno de los dos casos, pues no sólo se habla de una
elección anacrónica del yo por parte del Bien, sino que dicha elección significa que “en
la responsabilidad hacia otros, el yo es ya él mismo, obsesionado por el prójimo”
(Lévinas, 1994, p. 213). Así, además de que la libertad está limitada, debido al para el
otro del sujeto, ella no puede ser considerada como primera, pues la voluntad se ejerce
en aquel fondo de pasividad absoluta y de elección. No obstante, la libertad limitada de
11 Puesto que se apela aquí a algo por fuera del orden del ser y por tanto de lo incomprensible, resulta
entendible la perplejidad de Caín, cuando pregunta: “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?” (Gn 7.9).
58
la responsabilidad es “la ruptura de la esencia indesgarrable del ser […] [que] libera al
sujeto del aburrimiento, de la lúgubre tautología y de la monotonía de la esencia, del
encadenamiento en el que el yo se ahoga bajo sí mismo” (Lévinas, 1994, pp. 214-215).
El otro despierta entonces al mismo en la responsabilidad, lo libera desde dentro del
mismo, sin enajenación o esclavitud, esto es, en la plenitud de la bondad. La exigencia
del otro en mí se convierte en éxodo que trasciende todos los límites y cuya entrega sin
cálculo sólo es posible gracias a la libre libertad, la liberalidad y la gratuidad.
En esta búsqueda levinasiana de una noción de Dios que salga de la ontología
a partir de la relación con el prójimo, nos hemos referido ya a la noción de sustitución.
No obstante, vale la pena aclarar que por ella no se entiende el quererse poner en el
lugar de alguien, en el simple tener lástima de ese alguien, sino que se trata del “sufrir
por los demás a modo de expiación: la única que puede permitir toda compasión”
(Lévinas, 1994, p. 217). Si, por el contrario, el sujeto se sigue concibiendo como yo,
dueño de sí mismo, transparente y presente para sí, prevalece entonces la suposición
de que el sujeto es comienzo, como si existiera antes de todas las cosas e independiente
de los demás. Por el contrario, Lévinas (1994) muestra que el ser yo (y no yo) no puede
ser visto como mera perseverancia en el ser, pues la subjetividad es una sustitución
como rehén del otro, donde no hay cosificación y substanciación del sujeto, y donde
no hay estructura eidética esencial del ego. Esto nos aparta de la visión humanista
moderna que puede llegar a aprisionar conceptualmente al sujeto mediante la noción
de persona, pero nos llama la atención sobre el hecho de que “sólo es humano el
humanismo del otro hombre” (p. 218).
La responsabilidad del mismo por el otro parece hasta ahora no sólo excesiva e
impracticable, sino que además conduciría a un abandono total del yo. Sin embargo,
aquella responsabilidad debe inscribirse en el ámbito de la sociedad concreta, de lo cual
es consciente Lévinas. Por esto, nuestro autor afirma que mi exceso de responsabilidad
hacia todos debe incluir en ese mismo exceso su límite, lo cual lleva a preocuparse
59
también por sí mismo12. Y la razón de esto es que si el otro es además un tercero en
relación con otro que también es prójimo de él, es necesario que yo compare y sopese
mi relación con el otro en presencia y referencia también al tercero. En esta toma de
conciencia respecto de la justicia aparece el saber y nace la filosofía como sabiduría
del amor (Lévinas, 1994, p. 219).
2.3 Responsabilidad ilimitada
¿Qué sentido tiene entonces hablar de una responsabilidad ilimitada que en la práctica
no lo es tal? ¿Por qué en la relación con el otro no basta concentrarnos en asuntos de
justicia que rigen la vida en sociedad? Para Lévinas (1994), se trata aquí de recordar
que la responsabilidad infinita y pre-originaria es la que justifica la preocupación por
la justicia, cuyo olvido constituye la génesis de una conciencia que se reclama como
posesión de sí mismo. No obstante, el filósofo lituano nos quiere mostrar que aquello
es un egoísmo o egotismo que no es ni primero ni último, pues
en el fondo de ese olvido yace un recuerdo. Una pasividad que no es solamente la
posibilidad de la muerte del “estar allí” (la posibilidad de la imposibilidad), sino una
imposibilidad anterior a esta última posibilidad del yo: la imposibilidad de escaparse,
una susceptibilidad absoluta (pp. 219-220).
La consecuencia de aquella pasividad es que el acusativo del sí se impone
indefectiblemente sobre el Mismo introduciendo el sentido que el ser no tiene en sí o
que el yo no posee de manera aislada. En efecto, la mortalidad e inevitable desaparición
del Mismo, que también hacen parte de su inescapable susceptibilidad, no solo
12 En la conclusión del libro Cuidarse a sí mismo: para ayudar sin quemarse, Sandrin (2007) afirma que
“los otros tienen necesidad de nosotros y de nuestro cuidado, pero también nosotros tenemos necesidad
de nosotros mismos y de nuestras atenciones. Puede ser más fácil aceptar a los demás que aceptarse a
uno mismo. Pero de esto debemos partir: de una aceptación hecha verdad, de reconciliación, de
misericordia y de amor” (p. 136). Por eso, aunque Lévinas enfatiza la responsabilidad del mismo por el
otro, no se puede dejar de lado la necesidad que el mismo tiene de cuidar de sí. En virtud de que puedo
entrar en relación conmigo mismo, de que hay dimensiones de alteridad en mí a ser atendidas, acogidas
y aceptadas, estamos también llamados a hacernos prójimos de nosotros mismos.
60
muestran lo irrelevante y cómico que resulta la preocupación del yo por su destino
finito, sino que también dejan ver que el sentido se da en el orden de las relaciones
humanas. De hecho, es a partir de estas últimas que Dios (o lo que denominamos como
tal) puede “manifestarse” sin por ello reducirse al campo de la ética (Lévinas, 1994, p.
223). Siguiendo esta idea, Lévinas afirma que las relaciones humanas deben entonces
comprenderse en arreglo a un modo distinto al del ser, es decir, como elemento
extraordinario donde tiene significado un exterior no espacial. Aquí también, el autor
se distancia indirectamente de la concepción ontoteológica de un Dios que en cuanto
causa del mundo hace parte de él. Antes bien, el lituano enfatiza la idea acerca de la
pasividad que cobra sentido en “el uno para el otro”, en la entrega de sí mismo que
hace del sujeto expiación o sustitución, por la cual no aludimos a un resultado o estado
vivido, sino a “un proceso a la inversa de la esencia, que sí se establece; de modo que
la sustitución, en la que no cesa la responsabilidad, sigue siendo algo más que ser” (p.
223). Ahora bien, si la responsabilidad de la sustitución fuese de la vivencia (del orden
ontológico) y de la revelación (de carácter cognoscitivo), ¿cómo o desde dónde
referirse a ella?
Para Lévinas (1994), no es preciso buscar a toda costa un estatuto a lo extra-
ordinario de la responsabilidad, pues basta con abordarlo desde una aproximación
fenomenológica que, más allá del ámbito de lo cognoscitivo, encuentre también en el
sentimiento, el acto o la decisión fuentes de sentido. Sin embargo, aquella
aproximación reviste una particularidad en el caso de nuestro autor: conlleva la
búsqueda de una relación ética que no está fundada en un objetivo teórico, sino en algo
tan concreto como la mera exposición ante los otros, previa a cualquier decisión y en
un movimiento contrario a la intencionalidad. De acuerdo con esto, antes de cualquier
apertura del Mismo al Otro, el primero es animado o inspirado por el segundo y es de
hecho aquello en lo que consiste el psiquismo: una alteración del Mismo sin alienación
por parte del Otro (pp. 224-225).
Siguiendo este enfoque fenomenológico, se aprecia entonces una suerte de
heteronomía en la relación ética, por la cual el sí se ve arrancado del sí mismo, de su
61
igualdad consigo, pero sin ser nunca relevado de su responsabilidad por el Otro. De
igual forma, en la consideración de aquella proximidad del Mismo y del Otro puede
buscarse una relación con el Infinito cuyo testimonio no reduzca su infinitud al ser. No
obstante, Lévinas (1994) afirma que acerca de un Dios no ontológico sólo puede
hablarse a través de un acercamiento entre la proximidad y Dios, pues “pensar en Dios
sin que esta idea adopte un modelo en una relación de inmanencia es contradictorio.
No existe modelo de la trascendencia fuera de la ética” (p. 231).
En la inmanencia, la inquietud de la pasividad o del Mismo por el Otro es
testimonio del Infinito que se revela sin aparecer13 o sin mostrarse como infinito en
razón de su desproporción con cualquier actualidad. El infinito, a pesar de ser
excepción de la esencia, “me concierne, me aborda y me ordena a través de mi propia
voz” (Lévinas, 1994, p. 235). Y esa voz del “heme aquí” no es diálogo, sino
precisamente el testimonio que escapa, que va más allá del ser y hace de lo
infinitamente exterior algo infinitamente interior. El infinito ocurre, así, sobrepasando
a lo finito, razón por la cual la responsabilidad del Mismo por el Otro no queda reducida
a un acto, una disposición, un estado anímico, un pensamiento o algo así como un
momento de la esencia (p. 236).
Se trata, pues, de una ética que no sólo rompe los elementos que componen la
experiencia, refiriéndose a un más allá de ésta, sino que además demanda una
obediencia del sujeto anterior a su propia comprensión o cualquier entendimiento. Por
esta inspiración de “haber recibido de no sé dónde aquello de lo que soy el autor”
(Lévinas, 1994, p. 238), el primer testimonio de Dios es una frase en la que, sin
embargo, Dios no es mencionado: “heme aquí”. En esta exclamación (postura), que
hace patente el despertar del Mismo o la ruptura de su núcleo por el otro, Dios escapa
a la objetivación de la relación o el diálogo entre el Yo y el Tú, pero permanece
13 Aunque el acontecimiento del infinito no es experiencial, Lévinas (1994) encuentra muestra que desde
el Antiguo y el Nuevo testamento (Jr 22.15-16 y Mt 25.31-40) la relación con Dios es posible o se da en
el trato justo con el prójimo (p. 237).
62
inseparable de “la responsabilidad hacia el prójimo que sí es un Tú para mí. De modo
que Dios es tercera persona” (p. 241).
Ahora bien, antes que una definición formal de la palabra Dios, Lévinas pone
de relieve su carácter inagotable, cuya apelación al innombrable no le ahoga o
reabsorbe en su decir como sí ocurre en la onto-teología. Allí, Dios es equiparado al
esse del ser como origen de todo sentido, capaz de ser contenido por el discurso
filosófico que reposa sobre la premisa según la cual el pensamiento coincide
necesariamente con el ser14. Por este motivo, y en contra de la tematización de Dios
por parte de la filosofía, Lévinas insiste en buscar al Dios que significa, de forma
inverosímil, un más allá del ser.
Cualquier posibilidad de relación entre el hombre y aquello que lo trasciende
supone entonces superar la inteligibilidad de la inmanencia y de la identidad,
aventurándose a ir más allá de la conciencia del presente y del ser, prestando oído al
significado de “otra racionalidad”: la racionalidad de la trascendencia (Lévinas, 1994,
p. 243). Sin embargo, no es fuera de la temporalidad sino en su transcurso donde puede
darse aquella relación con un tercero excluido (y por ende no onto-teológico) respecto
del ser y de la nada, es decir, con Dios concebido como tercera persona (como Él, ni
ser ni nada) que se aleja de la objetivación y del diálogo (p. 245).
Frente al énfasis de la filosofía occidental en el ser y el afán excesivo por la
presencia que vuelve sobre sí y se colma, la ética en cuanto filosofía primera afirma
como decisiva la ex-posición al otro por encima de la vigilia sobre el ser o de una
atención a este (Lévinas, 1994, p. 249). “El uno para el otro” no se muestra sin más
como si toda significación se resolviera en la manifestación. Por esto, advierte nuestro
autor, “es preciso entender que la aventura del conocimiento no es el único modo ni el
14 Esta es una característica propia de Occidente donde la noción de lo espiritual o lo razonable
corresponde a la conciencia, es decir, el pensamiento a la medida del mundo. Distinta de esta noción de
lo espiritual, Lévinas (1994) acude a la noción del despertar que sobrepasa el ámbito ontológico y
permite concebir la relación con la alteridad como la no quietud, la agitación, la vigilia del Mismo por
el Otro sin intencionalidad (pp. 246-250).
63
modo principal del sentido. Hay que poner en duda la experiencia como origen de todo
sentido” (p. 250). Así pues, si en la fenomenología desde Husserl permanece la idea de
la representación y en Heidegger permanece la idea de la manifestación, Lévinas nos
invita a recordar “la idea cartesiana del infinito en la que el cogito estalla bajo el
impacto de algo que no puede contener” (p. 250).
De acuerdo con lo anterior, cuando lo vivido es interpretado desde una
sensibilidad religiosa como experiencia de Dios, Él es también asumido a su vez como
ser, lo cual supone un retorno a la inmanencia y la equiparación filosófica de Dios a la
ontología. No obstante, por esta vía se ha evitado “la desmesura de la intriga del infinito
que rompe la unidad del pienso” (Lévinas, 1994, p. 253) y que significa una división
de la verdad en el tiempo de lo inmediato y en el tiempo de lo reflexionado. Tal
dualidad evidencia la estructura misma del sentido como diacronía sin síntesis entre el
coincidir y el no coincidir. Y es precisamente aquella diacronía lo que caracteriza a la
trascendencia (p. 253). Partiendo del análisis de Descartes acerca de Dios como lo que
sobrepasa toda capacidad, Lévinas dilucida un estallido de la realidad objetiva de Dios
y del pensamiento sinóptico que re-presenta o que conduce a la presencia del ser. En
este sentido, introducirnos en la idea de Dios supone una pasividad más allá de
cualquier pasividad asumible, en donde se puede reconocer aquel despertar del mismo
por el otro, referido anteriormente, y por el cual resulta además imposible el sueño
dogmático (p. 254).
El In-finito al que se refiere Lévinas (1994) denotaría entonces a la vez infinito
en lo finito, en cuanto psiquismo de la subjetividad despertada, e infinito en términos
de subjetividad como idea de no-finito, pero obviamente distinta de la mera negación
lógica de lo finito (p. 255). Ahora bien, comprender mejor esta idea de infinito
demanda, por un lado, asumirla “como si fuera para nosotros una exigencia; como si la
significación fuera un orden dado” (p. 256); y por otro lado, entender que la idea de
infinito no se produce en la adecuación teleológica o intencional entre la conciencia y
el ser que lleva a la presencia de la representación (p. 258).
64
Querer asir el sentido del infinito desemboca en aporías formalmente
irresolubles. Sin embargo, para Lévinas (1994), el in de infinito señala la introducción
sin aprehensión de aquella idea en la subjetividad: experiencia profunda que desborda
toda capacidad y toda protección puesta a la interioridad (p. 259). En aquella pasividad
o pasión de la introducción del infinito emerge el deseo ardiente de otro orden que,
distinto al de la afectividad o la actividad hedonista, no se identifica con la necesidad
y con su satisfacción. Más bien, se trata de “un deseo sin hambre y sin fin: deseo del
infinito como deseo del más allá del ser que se anuncia en la palabra des-inter-és.
Trascendencia y deseo del Bien” (p. 259).
Dicho esto, ¿cómo es posible entonces hablar de trascendencia y de un
absolutamente Otro, si el significado del infinito se comprende al mismo tiempo como
deseo del infinito en el mismo? Lévinas (1994) sortea esta dificultad afirmando que la
trascendencia en el amor no es posible sin la introducción, en cada uno, del infinito,
esto es, de un “más que destruye y despierta al menos, desviando la teleología,
destruyendo la suerte y la felicidad del fin” (p. 260). Podría decirse aquí que, por acción
del infinito, el amor inquieta desde adentro de sí mismo y atrae desde afuera de sí en
un movimiento que no acaba en una identificación definitiva, en la fijación de una
presencia o en el logro de un fin consumible.
Una vez más, cabe preguntarnos: ¿cómo es posible que, afectado por el infinito,
el yo se lance a un fin que no puede alcanzar con su deseo? ¿Cómo sería posible
entonces el des-inter-és de aquel deseo ante lo deseable? De acuerdo con Lévinas
(1994), esto se debe a la trascendencia, expresada en la palabra Bien, por la cual
lo deseable [Dios] permanece separado en el deseo: cercano, pero diferente, lo cual,
por otra parte, es el verdadero sentido de la palabra santo. Ello es posible solo si lo
deseable me ordena lo que no es deseable, si me ordena hacia lo impensable por
excelencia: hacia los demás (p. 261).
Ordenándome hacia los demás, Dios se aleja en razón de lo indeseable que resulta la
incondicional acogida del otro y en virtud de la desnudez o carnal miseria del otro
concreto; no de la eventual gracia de su rostro (Lévinas, 1982, p. 20). De allí que
65
Lévinas (1994) hable de un amor sin eros, de una trascendencia plenamente ética y de
una subjetividad que, lejos de ser el pienso de la unidad trascendental, se descubre
como responsabilidad: como sujeción a los demás. En cuanto a la forma en que “el
infinito remite, dentro de su carácter deseable, a la proximidad no deseable” (p. 262),
aquella es denominada por nuestro autor como “illeidad”, es decir, el carácter de tercera
persona de Dios que ya hemos mencionado anteriormente.
Para explicar la “illeidad”, Lévinas (1991) se refiere a lo que sucede con ciertas
oraciones antiguas de la mística judía, donde se empieza tratando a Dios de tú para
terminar tratándolo de Él, “como si, en el curso de este acercamiento al «ti»,
sobreviniera su trascendencia en «él»” (p. 99). De este modo, aunque el Infinito no se
muestre, el “¡Aquí estoy!” del sujeto frente al otro da testimonio del infinito. Por la
“illeidad”, lo deseable escapa al deseo y el bien que atrae al sujeto lo orienta como
bondad hacia los otros. Se trata, por consiguiente, de un “Él al fondo del Tú” (p. 99).
Desde esta perspectiva, Lévinas (1994) concluye que Dios es, pues, aquel que
se sustrae a la objetividad, a la interlocución del diálogo, a la presencia y, en definitiva,
al ser en general. En palabras del propio autor,
Dios no es simplemente el primer otro, sino que es distinto a los otros, otro de otra
manera, otro con una alteridad previa a la alteridad de los otros, a la constricción ética
al prójimo. Diferente, por tanto, de cualquier prójimo. Y trascendente hasta la ausencia,
hasta su posible confusión con el barullo del hay (p. 263).
Aquella “trascendencia hasta la ausencia”, lejos de significar una negación o una
ilusión puramente subjetiva, es trascendencia del infinito que se eleva a la gloria,
verdad altísima y sin síntesis posible. Sin embargo, el significado de dicha formulación
sobre la trascendencia no habría podido entreverse en el pensamiento levinasiano sin
referencia a la interpelación ética desarrollada en torno a la responsabilidad irrecusable
del mismo por el otro, “sin la cual la palabra Dios no habría podido surgir” (Lévinas,
1994, p. 264). De la misma manera, la formulación acerca del rostro del otro y su mera
visitación no puede concebirse adecuadamente si su origen no se trazara desde aquel
más allá, esto es, si su significancia no se diera en cuanto huella.
66
Por este motivo, afirma Lévinas (2001) que “el rostro está en la huella del
Ausente absolutamente pasado […] y que ninguna introspección sabría descubrir en
Sí” (p. 67). Gracias a este análisis, la trascendencia del infinito puede simultáneamente
afirmarse y salvaguardarse en el rostro por medio de la noción de huella. En ella, la
relación entre significado y significación no es de correlación, como lo sería en el caso
mediato e indirecto del signo (cuyo develamiento neutralizaría la trascendencia), sino
de no-rectitud misma, de pasado irreversible. En otras palabras, la significancia de la
huella consiste en significar sin hacer aparecer (pp. 67-68).
Llegados al término de esta incursión en el pensamiento de Lévinas,
descubrimos una noción radicalmente nueva tanto de la subjetividad, que viene por el
otro, como de la trascendencia, expresada en términos de responsabilidad infinita por
el otro, cuyo rostro es huella de alteridad infinita. En el capítulo cuarto, volveremos a
ahondar en la noción de responsabilidad debido a su importancia capital para
comprender el anudamiento de la alteridad en el sentido aún más amplio que le confiere
su caracterización bajo tres dimensiones.
CAPÍTULO 3
EL OTRO ANTE MÍ
El yo que acepta su pasividad como ser vivo y
que admite que su voluntad sea puesta en jaque,
que el otro se escape a su poder y a su
conocimiento, es capaz de acompañar a un ser
que encarne esta vulnerabilidad de manera
extrema y de dar testimonio de que, a pesar del
conjunto de sus deficiencias, es otro hombre, y
que su dignidad está dada y su trascendencia está
intacta.
PELLUCHON
En el primer capítulo hemos abordado la dimensión de alteridad del sí mismo del sujeto
en los ámbitos en los que esta puede experimentarse (el cuerpo, la psique y la voluntad)
y desde los cuales la identidad personal se compromete y se constituye a la vez. Luego,
en el segundo capítulo, guiados por el pensamiento de Lévinas, hemos abordado una
dimensión de la alteridad que hemos denominado absoluta, pues se revela como un
“más allá” del yo, del ser mismo, y en este sentido, de toda esencia. En el presente
capítulo abordaremos la dimensión de la alteridad relativa a un otro concreto y exterior,
es decir, al prójimo o a los demás hombres. Para ello, veremos rápidamente desde Pedro
Laín Entralgo (1968) el surgimiento de la pregunta por el otro así como las principales
consideraciones relativas al ser otro del otro. A la luz de estas consideraciones, veremos
cómo es posible llegar a comprender aquella alteridad del otro como dimensión de un
fenómeno general de alteridad, cuyas otras dos dimensiones hemos expuesto ya en los
capítulos anteriores.
68
3.1 Cuando el otro se hace problema filosófico
Referirnos actualmente a la alteridad como la característica de ser otro de parte de algún
individuo parece algo evidente por la aparente tautología que resulta de afirmar que el
otro es otro. Sin embargo, el otro hombre no siempre se concibió en sentido estricto
como otro distinto de mí, pues, teniendo en cuenta la común pertenencia del otro y del
yo (de un yo en cada caso mío) al mismo género humano, el “otro” era comprendido
simplemente como un hombre más o, si se quiere, un exponente más de la raza humana.
Aquel problema acerca del otro, es decir, la necesidad intelectual de dar razón
suficiente de nuestra convivencia con otras personas, no comenzó propiamente en la
antigüedad griega como sucede con la mayoría de los interrogantes de la historia de la
filosofía. La razón de esto radica en que en el mundo griego, “la unitaria condición
física y orgánica de todo el cosmos, comprendidos los individuos humanos, impedía a
radice ver, como un abismo metafísicamente insondable, la singular realidad de los
otros hombres” (Laín, 1968, p. 19). Así pues, preguntas como qué es el hombre
suponían el reconocimiento implícito de que entre todos los hombres de la polis griega
había una comunión de naturaleza caracterizada por un género próximo y una
diferencia específica respecto de las demás especies del conjunto de los animales.
La conciencia de pertenecer a un orden cósmico y la necesidad de distinguir al
“hombre” dentro de ese conjunto hacía quizás irrelevante la pregunta por la
particularidad de cada hombre, es decir, por la específica realidad de los demás
individuos que consideramos miembros de nuestra misma especie. Para los antiguos,
tanto la sociabilidad como la individualidad del yo eran entonces naturales. El cosmos
o el ordo essendi suponían no sólo una comunidad social sino una comunidad de tipo
cósmica en la cual el hombre como especie ocupaba un lugar en la jerarquía del
universo, tejido por una red de relaciones preexistentes a todo acontecimiento. El
resultado de esto era la idea de hermandad del hombre con la naturaleza y de
subordinación de aquel a los fines inscritos en ella (Ruiz-De la Presa, 2007, p. 20).
En el Timeo (32d), Platón nos presenta el cosmos como un animal perfecto,
cuyas partes orgánicas son todos los seres vivientes y donde lo problemático de la
69
composición de aquel cosmos es “lo otro” por oposición a “lo mismo”; pero en
concreto, la pregunta que aquí surge es cómo el cuerpo material y divisible puede ser
gobernado por el alma del mundo (Laín, 1968, p. 22). En el Alcibíades aquella pregunta
adopta la siguiente formulación: ¿qué es el hombre en realidad? Ante lo cual se platean
las siguientes opciones: el cuerpo, el alma o el conjunto formado por la unión de uno y
otra1. El hombre no puede ser el cuerpo, pues este último recibe órdenes y no las da, ni
tampoco puede ser el compuesto en razón de que, si el cuerpo es una de las partes, este
no manda sino que obedece y es además, según la cosmología del Timeo, “lo otro” del
propio ser del hombre2. Esto lleva a Sócrates a concluir que el hombre es el alma3 y
que esta es la que habla y se comunica en relación con otras almas. De allí que, el
cuerpo sea comprendido como “lo otro” en la realidad factual y compuesta de cada
hombre (Laín, 1968, p. 23).
En esto último encontramos una peculiar interpretación o criterio teórico para
la consideración de la alteridad, al que ya hemos aludido en el capítulo sobre la
alteridad respecto de sí y que ampliaremos más adelante: el control. Para Sócrates, el
cuerpo puede considerarse como una dimensión de lo otro en cada uno por cuanto aquel
no es propiamente el “centro de operaciones”, sino aquello “accionado” por un
principio individual de actividad: el alma. En esto último encontramos un atisbo de lo
que significaría una dimensión de la alteridad in-corporada en cada individuo. En
cambio, respecto de la alteridad del otro concreto, Platón afirma que, en el diálogo del
alma consigo misma, el filósofo no puede saber si su prójimo o su vecino “son hombres
1 “¿Acaso es el conjunto de cuerpo y alma el que manda en el cuerpo, y esto es el hombre? […] De
ninguna manera, porque si una de las dos partes no participa en el mando, es totalmente imposible que
el conjunto lo ejerza. Entonces, puesto que ni el cuerpo ni el conjunto son el hombre, sólo queda decir,
en mi opinión que, o no son nada o, si efectivamente son algo, ocurre que el hombre no es otra cosa que
el alma” (Alc 130c). 2 “Una vez que, en opinión de su hacedor, toda la composición del alma hubo adquirido una forma
racional, este entramó todo lo corpóreo dentro de ella, para lo cual los ajustó reuniendo el centro del
cuerpo con el del alma” (Tim 36d-e). 3 De acuerdo con Laín (1968), “es cierto que el alma humana «manda», que es principio individual de
actividad; pero la constitución real de ese principio de actividad y gobierno viene a ser tan «natural» o
«física» —en definitiva, tan exteriorizable, tan ostensible— como el alma de otro animal cualquiera” (p.
24).
70
u otros engendros cualesquiera” (Tim 174b)4 . De acuerdo con esto, de lo único que
puede estar seguro el filósofo es que aquel prójimo o vecino es al menos un ser viviente.
Aristóteles, por su parte, considera al hombre como un zoon politikon, cuya
individualización, es decir, el hecho de ser y parecer un individuo, se debe a su logos
y a su comunidad (koinótes) propia de la naturaleza humana e internamente constituida
por la peculiar actividad (poiesis) del intelecto del hombre o nous poiétikós. No
obstante, dado que para el Estagirita el nous llega al embrión “desde fuera”, la
individualidad resulta siendo propiamente una característica cuantitativa, es decir,
definida por el “mensurable contorno material de nuestros cuerpos” (Laín, 1968, p. 25),
lo cual significaría que el otro es simplemente otro por cuanto es un cuerpo distinto al
mío. En este sentido, la única aproximación a la alteridad del otro concreto en el
pensamiento aristotélico se da en términos de las diferencias “naturales” entre los
hombres que distinguirían radicalmente al varón de la mujer, al griego del bárbaro y al
señor del esclavo. De allí que solo el varón griego podía ser considerado como
individuo, mientras que las mujeres, los bárbaros y los esclavos serían “otra cosa”
(Laín, 1968, p. 26).
Una concepción semejante de la alteridad basada en las diferencias sociales y
psicofisiológicas, y justificada incluso en el ámbito metafísico de las diferencias
sustanciales, no sólo resulta bastante controvertida en nuestros días, sino que además
es incompatible con la idea de alteridad en relación a un otro concreto, es decir, a
cualquier ser humano5. ¿Cuándo se comienza entonces a hablar propiamente del otro
como un semejante? ¿Dónde está la raíz del problema filosófico del otro? De acuerdo
con Laín (1968), aquella raíz se encuentra en el advenimiento del Cristianismo, pues el
Nuevo Testamento introduce la doctrina del ser humano como un ser con intimidad
moral, esto es, con un “íntimo centro de imputación del pecado y del merecimiento,
4 La cita completa en la que Descartes describe a los otros como autómatas se encuentra en la página 76
de este capítulo. Ver M AT IX, 25. 5 Aunque algunos podrían referirse a otros seres de la naturaleza en los términos levinasianos de rostro
y de la huella del infinito, nuestro análisis en esta dimensión de la alteridad se mantendrá en el nivel de
lo que comúnmente denominamos como humano y que nos interpela como tal.
71
[de modo que] no sólo con su conducta puede pecar –y por tanto merecer-, [sino que]
también puede pecar y merecer en su corazón6” (p. 26).
Aunque Platón se refirió en La República a un “hombre interior” (entès
ánthrópos), esta expresión se refería a la parte superior del alma, mente o nous, es decir,
a la parte racional y más específicamente “humana” que debía gobernar a las partes
“leonina” o irascible y “policefálica” o concupiscible7. San Pablo, por su parte, cuando
habla en las Sagradas Escrituras del “hombre interior” (esô ánthrôpos) se refiere al
“espíritu de la mente” (pneuma tou nóos), aquella dimensión fundamental y más
profunda de la realidad individual del hombre desde la cual este entra en relación con
Dios y es fortalecido por Él8. En consecuencia, “la intimidad del hombre no es para el
cristiano sólo psicológica y moral; es también soteriológica y metafísica” (Laín, 1968,
p. 27).
La consideración del otro como otro tendría entonces que ver, desde esta
perspectiva, con el reconocimiento de que ese otro, como cada hombre, tiene un centro
moral, nuclear a su realidad individual, al cual se le pueden imputar sus pecados
personales, pero también, y más importante aún, desde el cual puede ser salvado por
Dios. En esta cosmovisión cristiana del hombre como creatura hecha a imagen y
semejanza de Dios, la consistencia de aquel “hombre interior” radica en que puede
optar por el bien o por el mal, sea que su actuar se conforme o no a su condición de
6 Ver Mt 5.21-28. 7 “Hay una parte, decíamos, con la que el hombre conoce; otra, con la que se encoleriza, y una tercera a
la que, por su variedad, no fue posible encontrar un nombre adecuado; esta última, en atención a lo más
importante y a lo más fuerte que había en ella, la denominamos la parte concupiscible. Este nombre
respondía a la violencia de sus deseos, tanto al entregarse a la comida y a la bebida como a los placeres
eróticos y a todos los demás que de estos se siguen; y la considerábamos amante de las riquezas, por
satisfacerse con ella esos deseos, de manera más especial” (Rep 580e). 8 En su obra inconclusa La vida del espíritu, Hannah Arendt (1978) realiza un análisis sobre la Epístola
a los Romanos de Pablo de Tarso. El apóstol de los gentiles habría descubierto el “hombre interior”
atendiendo al fenómeno de la voluntad, el cual sólo se hace presente al advertir el inevitable combate
interior que atraviesa todo querer y actuar. De este modo, la voluntad o facultad de querer se revela
constituida por una insuperable y estructural escisión que correspondería con el centro íntimo de todo
hombre, aquel del que manan (rotos) sus actos y deseos y que impregna (de mal) sus obras (Serrano de
Haro, 2016, p. 98). Desde aquel centro íntimo, el hombre puede entrar en relación con Dios y ser
fortalecido por Él mediante la gracia divina que libera la voluntad de cometer acciones aborrecidas en
lo profundo (Rm 7.14-25).
72
imagen y semejanza divina. Como podemos ver, tal consistencia del hombre interior
no está aquí cuestionada, sino confirmada por la posibilidad de que el individuo no
actúe en coherencia con el bien que quiere y termine obrando el mal que no quiere,
como lo expresa San Pablo cuando afirma: “yo hago el mal que odio" (Rm 7.15), y que
en definitiva lo lleva a concluir: “no soy yo quien obró aquello (el mal obrado); quien
obró es el pecado que habita en mí” (Rm 7.20). Por consiguiente, desde la fe cristiana,
el origen ex nihilo de aquella intimidad en la realidad de cada hombre como imagen y
semejanza de Dios se caracteriza por ser “transmundana, libre y responsable, tan capaz
de deificarse comunicándose con su Creador, como de envilecerse y caer en pecado”
(Laín, 1968, p. 28).
En el marco de esta teología, en la cual la realidad profunda del hombre se
considera trascendente, creada o dada por Dios desde la nada y más allá de su
formación psicofísica, el sentimiento respecto del otro como otro y no como uno más
se acrecentó y abrió paso a su discusión en el ámbito filosófico9. Ahora bien, si al igual
que San Pablo cada uno puede decir en medio de la experiencia de confusión y
extrañeza de sí: “no conozco lo que hago, pues no hago el bien que quiero, sino el mal
que odio” (Rm 7, 15-16), con mayor razón los demás individuos se nos presentan como
otros “poseedores” de una particularidad u hombre interior que no podemos llegar a
conocer plenamente. Es este un desconocimiento radical que nos impide asimilar
totalmente a los demás respecto de nosotros mismos. De este modo, su individualidad
trasciende su mera delimitación corporal separada de la nuestra y la hace alteridad que
escapa a nuestro control absoluto, a nuestro pleno entendimiento y a la infalibilidad de
nuestras predicciones.
El acontecimiento cristiano resulta entonces fundamental para la consolidación
de la noción del hombre (cada hombre) como otro y para su comprensión bajo una
concepción nueva del término “persona”. La historia de esta transformación semántica,
9 Esto no ocurrió en la Antigua Grecia, para cuyos filósofos “el otro hombre era un retoño viviente e
individual de la común y originaria madre Naturaleza; un ser vivo, por tanto, muy poco, solo
accidentalmente «otro» respecto de él [el filósofo griego], salvo en el caso del bárbaro y el esclavo”
(Laín, 1968, p. 28).
73
que presentaremos a continuación, es clave para recuperar el sentido original de la
alteridad del otro, soslayada, sin embargo, por los constructos teóricos de la
Modernidad.
El término “persona” proviene del latín persōna y este a su vez del griego
πρόσωπον (prosopón), vocablos referidos a los significados de “máscara”, “actor”,
“personaje teatral” y demás. Aunque el uso jurídico de πρόσωπον como sujeto legal o
ciudadano en la polis habría sido el que posteriormente fue llevado al ámbito teológico
y filosófico, la acepción latina de personalidad humana predominó en las lenguas
romances y contribuyó, en el pensamiento cristiano de la sociedad romana, a la idea de
un ser trinitario y a la vez uno solo, es decir, una persona que es trinitaria. De hecho, la
necesidad de unificación del concepto para la divinidad terminó delimitando el
concepto de persona y en este sentido,
[mientras que] en el pensamiento griego no se requirió dotar con el significado de
personalidad que ya posee el ciudadano y cuya importancia en la polis griega es
fundamental, en […] el pensamiento cristiano la posibilidad de semejanza entre Dios
y el hombre procede de esa comunión en donde ambos son personas (Zabala, 2010, p.
294).
Por este motivo, en analogía con la conceptualización antropológica, la noción
teológica de persona “posee el sentido de unificación y esencia que puede explicar el
sentido de la divinidad” (Zabala, 2010, p. 295), de modo que con aquel término se
puede “religar en Cristo lo humano y lo divino, a la vez que distinguir entre ellos”
(Ferrater, 1979, p. 402). Por esta vía, San Agustín fue quizás el primero en desarrollar
plenamente la noción de persona en el pensamiento cristiano empleándola para
referirse tanto a la Trinidad (las “tres personas”) como al ser humano sin confundirlos.
Dios trino deja entonces de considerarse desde el punto de vista impersonal de
sustancia, pues la noción agustiniana de persona se vincula a la idea aristotélica de
relación (πρός τι) entre seres humanos que emana de la Ética nicomaquea10. Sin
10 En el libro VIII, Aristóteles se refiere claramente a la relación entre seres humanos teniendo en cuenta
la singularidad de los mismos: “No es posible ser amigo de muchos con la amistad perfecta, lo mismo
que no se puede estar enamorado de muchos (pues ello es, como si dijéramos, un exceso, y algo así se
da naturalmente con uno solo). Tampoco es fácil que le complazcan muchos a la vez, e incluso puede
74
embargo, la connotación de exterioridad en la relación dio paso en San Agustín a un
énfasis en la intimidad. En el caso de las personas divinas, esto sirvió para señalar que
cada Persona divina es relativa a sí misma y por consiguiente la divinidad está
compuesta efectivamente de tres personas y no de una sola11. En el caso de los hombres,
esto permitió hablar de una relación consigo mismo y las propias características. Esta
última, lejos de ser abstracta, se manifestaría en la experiencia concreta o la intuición
real de la intimidad. Por eso, a aquello que actualmente llamamos conciencia de sí
mismo se le añadió desde entonces un elemento relacional por medio del concepto de
persona.
Más adelante, Boecio se refirió a la persona como “una substancia individual
de naturaleza racional” (PDN p. 557), definición en la que prevaleció la idea de
substancia que existe por derecho propio y es incomunicable. Por lo tanto, la nota
característica que se atribuyó al ser persona fue la propiedad del ser suyo del individuo.
Así, el sentirse como un ser propio y director racional de sí mismo fue una connotación
adicional que se añadió al concepto, ya en uso, de persona (Zabala, 2010, p. 296).
Autores como San Anselmo, Santo Tomás y Occam continuaron por la vía de
San Agustín al insistir en el ser relación de la persona, cuya ex-sistencia empezó a ser
comprendida como modo propio de sistere, como un “venir de” u “originarse de” que
no riñe con su independencia o subsistencia. La relación fue concebida desde entonces
como subsistente respecto de Dios, de quien la persona recibe su naturaleza, y respecto
de los demás hombres en cuanto personas. Esta concepción tradicional de la persona
se fundamenta entonces en conceptos metafísicos y teológicos de los cuales los autores
de la modernidad no lograron deshacerse completamente, como lo veremos más
adelante.
que ni siquiera sean buenos para él. Es preciso, además, adquirir un buen conocimiento del otro y
mantener intimidad, lo cual es muy difícil” (EN 1158a). 11 “En Dios, cuando el Hijo igual se adhiere al Padre igual, o el Espíritu Santo se une al Padre y al Hijo,
Dios no se hace mayor que cada una de las personas divinas, pues su perfección no se acrecienta. Perfecto
es el padre, perfecto el Hijo y perfecto el Espíritu Santo; perfecto Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En
conclusión, Dios es Trinidad, no triple” (DT VI.8.9).
75
Aunque Patočka (1988), por ejemplo, afirma que “en lo referente a saber lo que
es la persona, se trata de una cuestión que no ha recibido una tematización adecuada en
la óptica cristiana” (p. 129), es preciso decir que esta tarea no sería, por definición,
susceptible de lograrse en virtud precisamente de lo que implica la irreductibilidad de
la alteridad a lo mismo (asociado a la absoluta claridad y comprensión). Teniendo en
cuenta esto, la comprensión de la persona derivada del cristianismo que hemos
expuesto brevemente, aunque no sea acabada ni pueda ser completa, nos ofrece a partir
de la concepción del hombre interior unos rasgos básicos de lo que significa ser
persona: intimidad psicológica (diálogo del alma consigo misma), imputabilidad moral,
individuación o individualidad metafísica, y por último, relación interior y
soteriológica con Dios. A la luz de estos rasgos, repasemos ahora brevemente las
teorizaciones más importantes que desde la modernidad se hicieron acerca del otro para
descubrir los haces que de forma más nítida definen su alteridad como dimensión
intrínsecamente ligada al sí mismo y a lo absoluto otro.
3.2 De pensar al otro a amarlo
De acuerdo con Ruiz de la Presa (2005), la evolución del concepto del otro ha estado
marcado por un ensanchamiento de las condiciones originarias del yo que desde muy
pronto se fue revelando como “vertido física, psicológica y constitutivamente a la
realidad del otro” (p. 19). Sin embargo, aquel proceso ha transcurrido por la influencia
de diferentes modelos interpretativos de lo que es o significa el otro, los cuales son
sintetizados por Laín del siguiente modo: el otro en el seno de la razón solitaria; el otro
como objeto de un yo instintivo; el otro como término de la actividad moral del yo; el
otro en la dialéctica del espíritu y de la naturaleza; el otro como invención del yo; y
finalmente, el otro como otro yo fenomenológico. Veamos esta caracterización de
manera somera.
El otro en el seno de la razón solitaria nace a partir de la meditación cartesiana
atravesada por la duda metódica. Recordemos este procedimiento. Una vez Descartes
duda de todas las verdades que hasta ahora ha tenido por ciertas, se encuentra con la
76
posibilidad de que los individuos que ve a su alrededor sean en realidad bultos
materiales con apariencia de hombre. Se pone aquí en duda la condición humana de
eso que él ve:
Si por acaso no mirase desde una ventana los hombres que pasan por la calle, a cuya
vista no dejo de decir que veo hombres, igual que digo que veo la cera; y sin embargo,
¿qué veo desde esa ventana, sino sombreros y abrigos que pueden cubrir espectros u
hombres imaginados que sólo se mueven mediante resortes? Juzgo sin embargo que
son verdaderos hombres, y comprendo así, por el solo poder de juzgar que reside en
mi espíritu, lo que creía ver con mis ojos (M AT IX, 25).
Por un lado, esta puesta en duda de la humanidad de los cuerpos no se debe sólo a la
falta de un contacto visual con la piel de los cuerpos más allá de la ropa, pues aun en
caso de que lo hubiese, la duda prevalecería. Por otro lado, la posibilidad de la duda
supone siempre algo anterior al dudar mismo, un punto de apoyo que no es otra cosa
sino “la previa instalación de la existencia en el yo pensante como única realidad
verdaderamente cierta e indubitable” (Laín, 1968, p.40). Sin embargo, esta postura
cartesiana ignora que el “pensar es siempre «pensar de» y existir es «existir con» [por
lo que] […] semejante hipótesis de un pensamiento metafísicamente solo consigo
mismo constituye [en sí mismo] un imposible metafísico” (Laín, 1968, p. 41). Pero el
problema no se reduce a una imposibilidad metafísica o a una contradicción lógica,
pues la consideración del otro casi en términos de “semoviente” supone que tanto al
cuerpo ajeno como al propio se les tenga y trate como cosa (res) o máquina de carne y
hueso, cuya existencia tiene que ser inferida desde el yo pensante y es en principio
ajena a la actividad más propia de ese yo (Laín, 1968, p. 42). En efecto, para el yo
cartesiano que de este modo aísla y sustantiva o cosifica su propio pensamiento, el
cuerpo propio queda en principio reducido a la condición de cadáver flexible, sometido
a la res cogitans.
En esta medida, aun cuando tal cosificación o maquinización del propio cuerpo
estuviese en el orden metodológico, aquel modo desnaturalizante de pensamiento se
presenta como una vía intelectualmente inadecuada para enfrentarse con la efectiva y
singular realidad del otro. En un sentido inverso al hilo de la meditación cartesiana, el
pensamiento también podría pasar de hacer una abstracción del otro en cuanto cuerpo
77
a dudar definitivamente de su humanidad. En Descartes, esa duda acerca de la
condición humana de los demás individuos emerge de la reflexión volcada sobre sí, a
la manera de un puro espíritu pensante concentrado en su mismidad y ocupándose solo
de los otros mediante un razonamiento que desatiende la real alteridad del otro.
Este razonamiento se da en dos formas: analógica e inferencial. El
razonamiento analógico de concebir al otro como “otro yo” lo expresa Descartes
nítidamente en su correspondencia con Isabel de Bohemia a quien escribió en una
ocasión que “se juzga ordinariamente de lo que otros harán por lo que uno haría si
estuviese en su lugar”12. Sin embargo, este tipo de razonamiento tiene la dificultad de
que en aquel mero convivir con “otros yo” el cogito no sale de la metafísica soledad en
que se hallaba. En lugar de esto, la convivencia y la compañía entre los hombres
parecen radicar más bien en algo anterior a cualquier razonamiento discursivo. No
obstante, y esta vez por la vía inductiva, Descartes llega a reconocer que los autómatas
y los animales, a diferencia de los hombres de verdad, no son capaces de hacer otra
cosa distinta de aquello para lo que sus órganos están anatómica y mecánicamente
dispuestos. El hombre, en cambio, es virtualmente capaz, atendiendo a la generalidad
de su conducta, de desenvolverse en toda suerte de coyunturas. Empero, en el caso de
un otro específico, aquello supone que este sea “sede individual y corpórea de una
«razón universal»”, en virtud de la cual se puede tener con él una “comunidad en la
razón” (Laín, 1968, p. 50).
Con base en estos razonamientos, Descartes llega a la conclusión de que el otro
es un hombre real y verdadero, un “otro yo”; un yo pensante situado fuera de mí y
12 Esta es la cita completa de la carta de Descartes a Isabel, fechada el 3 de noviembre de 1465: “Si la
prudencia mandase en los acontecimientos no dudo de que Vuestra Alteza concluyese con bien cuantas
empresas quisiera emprender. Pero sería preciso que todos los hombres fueran completamente sabios y
prudentes, de forma tal que, sabiendo lo que tienen que hacer, pudiera haber seguridad de que lo harían.
O sería menester estar al tanto, de forma específica del carácter de todos aquellos con quienes tenemos
asuntos; y, aun así, no bastaría con eso, pues cuentan además con su libre albedrío, cuyos impulsos sólo
Dios conoce. Y como solemos formarnos el criterio de qué van a hacer los demás por lo que haríamos
nosotros en su lugar, sucede con frecuencia que las mentes vulgares y mediocres, al parecerse a aquellas
con las que tienen que tratar, se compenetran mejor con ellas y triunfan con más facilidad en sus
empresas que las mentes más preclaras […]” (CD pp. 127-128).
78
comunicable conmigo en cuanto el yo del otro y mi yo se valen del instrumento
universal de la razón para expresarse y comportarse (Laín, 1968, p. 51). Sin embargo,
a aquellos que por diversas circunstancias de incapacidad o invalidez no pueden
“valerse de ese instrumento universal de la razón”, no se les podría reconocer en
consecuencia como “otros yo”. En otras palabras, no les sería atribuida la condición
básica de igual humanidad que supone cualquier consideración mínima de alteridad (al
menos numérica)13, lo cual resulta a todas luces problemático en las sociedades
democráticas contemporáneas. En el caso de aquellos a los que puedo, según el
razonamiento cartesiano, reconocer como otros yo, también puedo llegar a saber lo que
son y cómo son por el ejercicio mental de abstraer sus movimientos, de compararlos
con los míos y, en general, de ponerme en su lugar (p. 51).
No obstante, cualquier “certidumbre” acerca del otro se inscribe para Descartes
en el orden de la creencia que supone un asentimiento de la voluntad a lo percibido y
que en últimas descansa ontológicamente en la bondad de Dios. En palabras de Laín
(1968), la certidumbre cartesiana acerca del otro puede sintetizarse en la siguiente
proposición: “yo creo que tú existes realmente, y que eres realmente hombre y otro yo;
y lo creo porque así me lo garantizan de consuno lo que yo veo en ti y la infinita e
indudable veracidad de Dios” (p. 52). Por esta vía, y como Descartes lo indica en su
correspondencia con la Princesa Isabel, la otredad del otro es, sin embargo, radical. De
este modo, la irreductible inseguridad en el trato con los hombres se debe a su libre
albedrío, cuyos movimientos solo son conocidos por Dios.
Ahora bien, sin entrar en detalle a las críticas hechas al pensamiento analógico
de la otredad, Laín (1968) observa que a partir de aquel conocimiento no se puede
13 Laín (1968) opta por emplear el término “alteridad” para referirse a la distinción numérica que existe,
por ejemplo, entre las unidades de un número entero o entre dos electrones. Por su parte, el término
“otredad”, palabra acuñada por Antonio Machado, es usada por el autor para referirse a la distinción
cualitativa que se da entre dos individuos de una especie biológica o entre dos personas. Sin embargo,
como lo aclara Laín, la distinción entre persona y persona comporta la otredad y la alteridad por cuanto
la primera supone la segunda (p. 59). En nuestra investigación emplearemos indistintamente ambos
términos aclarando en cada caso la connotación estrictamente numérica del “ser otro del otro” cuando
sea necesario.
79
llegar a la realidad efectiva del otro en cuanto otro, pues al ver exteriormente
movimientos expresivos iguales a los míos, lo máximo que yo podría concluir sería que
en el interior del cuerpo que veo hay “un yo igual al mío, un alter ego u «otro yo» y no
un yo que para mí sea «otro»” (p. 58). En efecto, la forma analógica de concebir al otro
no logra dar cuenta de las formas superiores de la convivencia interpersonal entre el yo
propio y el yo ajeno ni, menos aún, explicar la delicada mezcla de otredad y comunidad
que en ellas se da (p. 59). Bajo esta perspectiva, el sujeto permanecería atrapado en el
solipsismo y la soledad, ya que la existencia del otro sería una conjetura, es decir, una
alteridad numérica en lugar de una otredad cualitativa.
La siguiente teorización acerca del otro proviene de la psicología inglesa y toma
al otro como objeto de un yo instintivo o sentimental. A pesar de que en Descartes la
cogitatio del ego alude a cualquier actividad consciente del alma14, en la estela del
cartesianismo la actividad primaria siempre se entendió como pensar. En contra de esta
visión, los filósofos británicos modernos se centraron en el sentir o en los sentimientos
como expresión fundamental de la humanidad. Sin embargo, esto lo hicieron de
diferentes maneras. Empecemos por Hobbes, para quien el individuo tiene, como
condición primariamente instintiva, el egoísmo. Sólo a partir de este se podría
comprender la relación entre los hombres y el verdadero fundamento del deseo, la
esperanza y el temor. Empero, a la par del egoísmo contractual de Hobbes o del
egoísmo utilitario de Bentham15, los sentimentalistas también apelaron a la simpatía
como determinación radical de un yo que sería ante todo instintivo y sentimental.
Esta vertiente del sentimentalismo fue inaugurada por Shaftesbury, quien
afirma que el hombre, sintiendo la armonía del mundo y movido por un moral sense
interior e innato, se relaciona con los demás mediante los lazos de la simpatía y la
14 En la segunda de sus Meditaciones metafísicas, Descartes discurre así: “¿qué soy entonces? Cosa
pensante. ¿Qué es eso? A saber, que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere,
que imagina también y que siente” (M AT VII 28). 15 Es preciso aclarar que la «moral del egoísmo» del utilitarismo de Bentham pretende ser además el
fundamento para una «moral de la solidaridad» en la cual la simpatía y los sentimientos sociales tienen
un lugar decisivo, aunque secundario, ya que el goce de la simpatía y afecto de los demás se reducen al
placer del egoísta razonable (Laín, 1968, p. 74).
80
amistad, de modo que el otro sería “el objeto exterior que sirve de estímulo y término
específicos al primario instinto simpático del yo (Self) […] [con lo cual] vivir en
sociedad es, según esto, la condición y el motivo del gozo de sí mismo (self-enjoyment)
más específicamente propio del ente humano” (Laín, 1968, p. 67). Hutcheson, por su
parte, entendía el moral sense estrictamente como capacidad de contemplación y juicio
de las acciones, las cuales estarían verdaderamente motivadas por la benevolencia
enraizada en últimas en el amor. Sólo se justificaría moralmente el amor propio, si nos
consideramos como parte de un todo social y del mundo entero. Llegamos así a Hume,
heredero intelectual de Shaftesbry y Hutcheson, que se desmarca totalmente de la moral
y la sociología de Hobbes, basada en el egoísmo y en la idea de un contrato social, al
considerar impensable un estado de naturaleza en el que no operen (prevalezcan
incluso) los instintos sociales o al menos los familiares o parentales en razón de que el
fundamento de la relación entre los seres humanos es la simpatía16.
Por su parte, Adam Smith añade que la justicia también encuentra fundamento
en un “instinto de retribución” o de igualdad social. Esta sería posible gracias a una
suerte de “espectador imparcial” interior que, al reproducir en sí mismo la intención y
los motivos de la acción de otro, determina la moralidad de esta última en función de
la aprobación o desaprobación que experimente al respecto17. El mandamiento
16 En su Investigación acerca de los principios de la moral, Hume se refiere así al principio de la
simpatía: “En general es cierto que, a cualquier parte que vayamos, sobre cualquier cosa que
reflexionemos o conversemos, todo se nos presenta también bajo el aspecto de felicidad o de miseria
humana y excita en nuestro corazón un movimiento simpático de placer o desasosiego. En nuestras
ocupaciones serias, en nuestras descuidadas diversiones este principio ejerce su activa energía” (IPM V.
II. pp. 84-85). 17 Hay dos citas que pueden ilustrar este argumento de Smith en su Teoría de los sentimientos morales:
“No puede haber un motivo correcto para dañar a nuestro prójimo, no puede haber una incitación a hacer
mal a otro que los seres humanos puedan asumir, excepto la justa indignación por el daño que otro nos
haya hecho. El perturbar su felicidad sólo porque obstruye el camino hacia la nuestra, el quitarle lo que
es realmente útil para él meramente porque puede ser tanto o más útil para nosotros, o dejarse dominar
así a expensas de los demás por la preferencia natural que cada persona tiene por su propia felicidad
antes que por la de otros, es algo que ningún espectador imparcial podrá admitir” (TSM p. 180). Y más
adelante señala: “Aunque el hombre ha sido […] convertido en juez inmediato de la humanidad, lo es
sólo en la primera instancia, y sus sentencias pueden ser apeladas a un tribunal mucho más alto, el
tribunal de sus propias conciencias, el del supuesto espectador imparcial y bien informado, el del hombre
dentro del pecho, el alto juez y árbitro de su conducta” (TSM p. 251).
81
subyacente a esta moral podría resumirse entonces así: “obra de tal modo, que un
espectador imparcial pueda simpatizar contigo” (Laín, 1968, p. 69). En consecuencia,
puesto que el origen de la conciencia es inseparable de aquel sentido de “espectador
imparcial” interior, podría decirse que el otro es el alter ego que constituye a cada
individuo como ente moral y social. En suma, frente a la problemática respecto del otro
abierta por Descartes, vemos que en Shaftesbury, Hutcheson, Hume y Smith se
reivindica, de manera previa al conocimiento del otro, una simpatía instintiva y
primaria como motivo de vínculo entre los hombres, pero en donde el yo sigue entrando
en relación con un otro concebido aún como “otro yo”. De aquí los reparos de Scheler
a la ética de la simpatía, propia del sentimentalismo inglés.
El primero de estos reparos radica en que esta ética no fundamenta el valor
moral de la persona en su ser mismo, sino que pretende derivarlo a partir de la conducta
de espectador, de forma que el otro, considerado en principio como otro yo, no es visto
en rigor como persona, esto es, como unidad radical y singular de actos personales. El
segundo reparo es acerca de los límites de la simpatía: de un lado, porque los
remordimientos, el arrepentimiento y, en general, todos los juicios sobre sí mismo, no
pueden explicarse a partir de aquella; y de otro lado, porque en el caso de un hombre
sin conciencia moral, este podría llegar a contagiar a los demás de su propio y cínico
sentimiento de inocencia, logrando que, tomándole los otros por inocente, moralmente
lo sea. Por último, Scheler afirma que la ética de la simpatía confunde a esta última, de
carácter reactivo, con el amor, de carácter positivo por la forma de sus actos18.
De las corrientes del sentimentalismo inglés vistas hasta aquí, Laín (1968)
concluye que el otro es reducido siempre a la realidad del ego como alter ego: que
otorga una satisfacción inmediata al primario instinto simpático del yo (Shaftesbury);
que hace de mi yo un ente moral y social (Smith); o en cuanto objeto para la posible
ampliación y maximización de mi placer egoísta (Bentham). En el caso de John Stuart
18 “La ética de la simpatía yerra también el camino porque choca de antemano contra la evidente ley de
preferencia que dice: los actos de valor positivo “espontáneos” son todos de preferir a los meramente
“reactivos”. Ahora bien, toda simpatía es esencialmente “reactiva” –lo que no es por ejemplo el amor”
(Scheler, 1957, pp. 23-24).
82
Mill, el otro es visto desde un punto de vista moral, por un lado, como el alter ego que
en la convivencia hace posible la constitución definitiva de mi propia naturaleza; y, por
otro lado, como el “prójimo” (en el sentido etimológico del que está junto a mí), hacia
quien deben concentrarse mi deseo de una humanidad feliz y mi esfuerzo por lograrlo
(Laín, 1968, p. 81). Llegada al siglo XX, la filosofía anglosajona parece, sin embargo,
dividirse en dos tendencias en lo relativo al otro y al conocimiento en general19: una
que parte del conocimiento analógico de Mill de la forma: “creo que este cuerpo
exterior a mí es, como yo mismo, un ser consciente”; y otra que parte del conocimiento
intuitivo y directo de la forma: “sé que tú eres un hombre como lo soy yo” (Laín, 1968,
p. 90). Aclarada esta diferencia, pasemos ahora al conjunto de posturas filosóficas que
toman al otro como término de la actividad moral del yo.
Empecemos con el pensamiento de Kant y su aplicación de la distinción
fenómeno-noúmeno a la realidad humana. En cuanto fenómeno, el hombre puede
estudiarse de acuerdo a sus determinaciones que lo hacen sujeto; empírico respecto de
sus sensaciones y emociones y teórico respecto de sus pensamientos. En cambio, en
cuanto noúmeno, el hombre es considerado más allá de aquellas determinaciones, es
decir, gozando de verdadera libertad, así como fuera de toda percepción sensorial y
acceso especulativo20. Para Kant, el yo teórico no es fruto de una intuición del espíritu
19 Estas tendencias son descritas por Laín (1968) con base en la distinción de William James entre el
“conocimiento acerca de” (knowledge about) y el “conocimiento familiar o por frecuentación”
(knowledge by acquaintance). Mientras el primero se refiere a un saber externo para el sujeto
cognoscente, el segundo indica un saber que se incorpora entrañablemente al ser del sujeto. Si el conocer
acerca de es sólo probable como acto de creencia presuntiva (creo que… por ejemplo, el motor está
dañado), el conocer por frecuentación es subjetivamente firme (sé que… por ejemplo, alguien es mi
amigo) (p. 90). 20 En su colofón de la Crítica de la razón práctica, Kant se refiere con asombro a dos órdenes o reinos
en los que se encontraría el hombre, uno de tipo material sujeto a las leyes físicas y otro de tipo interior
gobernado por la ley moral: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y
crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado que
está sobre mí y la ley moral que hay en mí. Son cosas ambas que no debo buscar fuera de mi círculo
visual y limitarme a conjeturarlas como si estuvieran envueltas en tinieblas o se hallaran en lo
trascendente; las veo ante mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia. La primera
arranca del sitio que yo ocupo en el mundo sensible externo y ensancha el enlace en que estoy hacia lo
inmensamente grande con mundos y más mundos y sistemas de sistemas, y además su principio y
duración hacia los tiempos ilimitados de su movimiento periódico. La segunda arranca de mi yo
invisible, de mi personalidad y me expone en un mundo que tiene verdadera infinidad, pero solo es
83
acerca de sí mismo como unidad sustancial, sino de la conciencia de sí como unidad de
pensamiento o unidad del objeto pensado. No obstante, en cuanto noúmeno, soy más
que un fenómeno o que sujeto: soy persona (Person, Persönlichkeit), es decir,
lo verdaderamente radical, [lo] inaccesible a mi propio conocimiento especulativo, mi
yo moral, el yo de mi “deber ser”, aquello por lo cual yo soy fin en mí mismo y no
medio, [que] me eleva a la dignidad de ente realmente libre y me hace autor
responsable de mi individual vida física (Laín, 1968, p. 99).
En consecuencia, frente a la concepción cartesiana del yo como cosa pensante
(res cogitans), Kant postula un yo como conciencia moral, cuyo ser más propio se
encuentra inserto en el deber ser. Ahora bien, aunque el yo es sujeto sensible-mental y
a la vez persona moral, el conocimiento de la realidad del otro queda constreñido al
plano fenoménico configurado por las formas a priori de la sensibilidad y del
entendimiento del sujeto trascendental. En esta medida, la constitución propia del otro
como persona en función de lo cual es (para mí y en sí mismo) fin y no medio, queda
oculto a la mirada. Kant no resuelve aquí el problema acerca de cómo experimentar, de
algún modo, al otro como un “verdadero homo noumenon”. Empero, él nos presenta
dos formas en las que los hombres pueden relacionarse entre sí según como sean vistos:
si es sólo desde la razón especulativa, el hombre aparece como mero mecanismo o
marioneta desprovisto de vida; por el contrario, si es considerado además desde su
condición moral, entonces el hombre se presenta portador de verdadera vida. Por otra
parte, desde el punto de vista ético comunitario, según lo que prevalezca en la
convivencia (el incumplimiento o el cumplimiento del deber moral), Kant advierte que
una sociedad será más parecida a una “pandilla” (Rotte) o a un “pueblo de Dios” (Volk
Gottes), Iglesia (Kirche) moral o invisible de todos los hombres de buena voluntad
(Laín, 1968, p. 101).
Más radical que Kant, Fichte llega a considerar la moralidad como condición
fundamental para la constitución de toda conciencia, de suerte que la vinculación del
captable por el entendimiento, y con el cual (y, en consecuencia, al mismo tiempo también con todos los
demás mundos visibles) me reconozco enlazado no de modo puramente contingente como aquel, sino
[de modo] universal y necesario” (CRPr A289).
84
hombre con el deber es lo verdaderamente “en sí” y las operaciones teóricas o
cognoscitivas del yo terminan siendo secundarias. Por eso, atendiendo al desarrollo de
su propio sistema filosófico y a las acusaciones de solipsismo, Fichte (1984) es el
primer filósofo que examina explícitamente el problema del tú y trata de resolverlo21.
La cuestión, bajo los términos del prusiano, consiste en saber “qué sentido y qué
estructura tiene la posición del no-yo, cuando ese no-yo es instancia espiritual, [es
decir] «otro yo»” (Laín, 1968, p. 106).
La respuesta comienza en la afirmación de la vida propiamente humana que
supone la “puesta del propio yo”, es decir, el paso de la yoidad radical y originaria a la
conciencia del yo personal. Esto requiere tanto la posición de un no-yo meramente
objetivo (un mundo exterior cuya resistencia evidencia la esencial finitud de mi yo) así
como la posición de un no-yo espiritual o personal (mundo de “tús” cuya existencia
hace real y consciente mi propia libertad) (Laín, 1968, p. 109). Esta necesidad esencial
que tiene el yo del tú ocurre únicamente en el suceso moral que Fichte denomina
“requerimiento” (Aufforderung) y ante el cual, mediante su determinación, el yo
madura y le da sentido a su destino. En palabras más simples, sólo llego a ser un yo
libre si me encuentro bajo la influencia y los requerimientos de los que me rodean, lo
cual supone, además, que no simplemente los conozco, sino que los reconozco como
“tús” al encontrarme con su libertad y “chocarme” con los límites de la mía. Se trata
entonces de un encuentro directo, no de una analogía desencarnada, pues “a través de
mi cuerpo, mi libertad se realiza; a través del cuerpo del otro, su libertad me requiere”
(Laín, 1968, p. 111).
Ahora bien, Fichte no se conforma con señalar el sentido constitutivo del tú
para el yo, pues, según el filósofo, basta con conocer a alguien para que aquel quede
encomendado a nuestro cuidado como prójimo, llegando a pertenecer a nuestro mundo
racional, tal como los objetos de nuestra experiencia pertenecen a nuestro mundo
21 La pregunta general es formulada por Fichte en la Segunda introducción a la doctrina de la ciencia
así: “¿De dónde procede el sistema de las representaciones acompañadas por el sentimiento de la
necesidad? O ¿cómo llegamos a atribuir una validez objetiva a lo que sólo es subjetivo? O, puesto que
la validez objetiva se designa mediante el ser, ¿cómo llegamos a admitir un ser?” (SIDC p. 72).
85
sensorial. Desentenderse del otro significa aquí cerrar los ojos a la propia conciencia
moral. Por el contrario, trocarse en persona moral significa servir a toda costa al fin
supremo de la humanidad. Esto sólo sucede en un doble movimiento de afirmación y
anulación de la propia individualidad mediante la abnegación o el sacrificio (Laín,
1968, pp. 111-113).
Llegamos así a la cumbre del idealismo alemán en la dialéctica del espíritu de
Hegel y a su giro significativo en la comprensión del otro. Habíamos visto que para
Fichte la instancia de relación con el otro no es unilateral, sino recíproca, pues, siendo
tú y yo libre y mutua actividad moral, hay una necesidad a priori del uno respecto del
otro. A continuación, veremos con Hegel que esta reciprocidad se hace radical y
ontológica. “Yo soy yo” pasando únicamente por el otro; momento necesario para la
plena constitución metafísica, histórica y social de la conciencia de sí. Esto es explicado
a través de la dialéctica del amo y del esclavo, pieza clave de la Fenomenología del
espíritu donde se desarrolla el devenir de una conciencia como autoconciencia
(conciencia de sí).
Esta teoría hegeliana está animada por un relato en forma de combate entre dos
seres conscientes de sí mismos. Ellos se encuentran por primera vez con un mismo
deseo de reconocimiento, el cual sólo puede llegar a realizarse mediante una lucha entre
las conciencias. Cada uno arriesga su vida para cumplir su deseo de reconocimiento.
Empero, puesto que esto demanda que haya uno que reconozca y otro que sea
reconocido, la lucha no puede terminar con la muerte de uno de los adversarios. Si se
matara al adversario, esto equivaldría a destruir al “testigo” de mi reconocimiento o a
aquel que lo hace posible. Por este motivo, la conciencia que vence no aniquila la
conciencia vencida, sino que la mantiene con vida para hacerla trabajar en su condición
de vencida. La conciencia vencida, por su parte, pierde la batalla en la medida en que
prefiere la servidumbre a la muerte. El resultado de todo esto es que el vencedor
deviene señor; y el vencido, siervo22.
22 “El señor se refiere al siervo mediatamente, a través del ser autónomo, pues es justo aquí donde está
retenido el siervo; es su cadena, de la que no fue capaz de abstraerse en el combate, y se mostró por ello
86
El siervo es, por consiguiente, esencial para el señor y su condición de ser
reconocido. Esto es a lo que Hegel llama certeza objetiva. Sin embargo, se trata de un
reconocimiento que no es recíproco sino unilateral, por lo cual resulta insuficiente. Esto
es problemático, puesto que si el esclavo no es reconocido por el señor como otro ser
consciente de sí, el primero será reducido a una cosa y el deseo del señor estará
orientado hacia una voluntad objetivada o hacia un objeto23. Así pues, si su certeza
objetiva no está confirmada por otro ser consciente de sí, el señor jamás podrá obtener
satisfacción de ser reconocido por un esclavo reducido a cosa. Un ser consciente de sí
mismo se convierte en señor gracias a la posesión de esclavos, pero en una relación en
la que el primero depende materialmente de que estos últimos transformen la naturaleza
en objetos deseados por el señor.
Si los seres humanos se vuelven conscientes de sí mismos a través del deseo,
en los esclavos esto sucede a causa del miedo a la muerte. Ahora bien, puesto que la
aprehensión de la muerte y de la nada es condición necesaria para que se revele la
propia existencia, es el esclavo, y no el señor, quien puede de manera auténtica
comprender el sentido de su propia individualidad y devenir en consecuencia una
revolución histórica. Sin embargo, Hegel concluye que la historicidad de la existencia
humana sólo es posible por la violencia y, en esta medida, que la idea de un mundo
enteramente pacífico entra en contradicción con la naturaleza violenta de la
historicidad. En definitiva, la existencia humana podría comprenderse mejor en
términos de una lucha a muerte por el reconocimiento que en términos de una búsqueda
por la armonía24.
no autónomo, mostró tener su autonomía en la cosidad. El señor, en cambio, es el poder sobre este ser,
pues él demostró en la lucha que este ser sólo lo consideraba como algo negativo; al ser él el poder sobre
este ser, y este ser el poder sobre el otro, el señor tiene en este silogismo a este otro bajo sí” (Fen 113). 23 De acuerdo con Kojève (2006), “para ser humano, el hombre debe actuar no con el fin de someter una
cosa, sino de someter otro Deseo (de la cosa). El hombre que desea humanamente una cosa actúa no
tanto para apoderarse de la cosa sino para hacer reconocer por otro su derecho -como se dirá más tarde-
sobre esa cosa, para hacerse reconocer como propietario de la cosa. Y esto –a la postre- para hacer
reconocer por el otro su superioridad sobre el otro. Sólo el Deseo de tal Reconocimiento, sólo la Acción
que se deriva de tal Deseo, crea, realiza y revela un Yo humano, no biológico” (p. 190). 24 La interpretación de esta dialéctica del amo y el esclavo en Hegel de parte de autores como Kojève,
gracias al influjo de Marx, omite el carácter lógico original de tal dialéctica y lleva la reflexión a un
87
En una línea totalmente distinta a la dialéctica hegeliana del espíritu,
presentaremos a continuación una comprensión de la otredad o del otro concreto como
invención del yo desde quien, a nuestro juicio, desarrolla mejor esta concepción:
Miguel de Unamuno. Antes que partir de una abstracción del hombre, Unamuno
considera al hombre concreto y viviente, “que nace, sufre y muere, el que come y bebe
y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano,
el verdadero hermano” (Laín, 1968, p. 176) y cuya realidad tiene como fundamento
una fuerza creadora. En este sentido, lo más profundo y “real” del hombre no es aquello
que es, sino aquello que imagina y que crea lo que él va siendo o quiere ser desde una
esencial “hambre de Dios”, es decir, de inmortalidad y divinidad. En este sentido,
percibir la verdadera realidad del otro (sustancial y personal) consiste en compadecer
y amar aquella hambre radical de ser, común a todos los hombres, de modo que el
vínculo entre los hombres, su mismo ser persona, resulta en el fondo un intercambio
fraterno de compasión. En caso contrario, si la persona no amase, ni siquiera sería
persona (Laín, 1968, p. 181).
La distancia que Unamuno toma frente a la comprensión del otro como otro yo
se hace evidente en su pieza teatral El otro que escenifica el drama de dos hermanos
gemelos, Cosme y Damián, los cuales, cada uno, ve en el otro a un puro y real “otro
yo”, una especie de sí mismo fuera de sí. En esta situación, cada uno siente que el otro
realiza y le roba su propio ser, lo cual termina convirtiéndose en odio mutuo25. Si la
concepción del otro como “otro yo” conlleva una potencial violencia, la postura del
autor frente a la percepción del otro y la convivencia humana supone un alto grado de
plano antropológico e histórico-político. Desde allí, se considera que “la historia comienza con la
primera lucha que desembocó en la aparición de un amo y de un esclavo, [de modo que] toda la historia
es una historia de la interacción entre amos que luchan y esclavos que trabajan, y solo se detiene en el
momento en que desaparece esa oposición, es decir, en el momento en que no hay más amos porque no
hay esclavos, ni esclavos, porque no hay amos” (De la Maza, 2012, p. 86). 25 “Otro: Desde pequeñitos sufrí al verme fuera de mí mismo..., no podía soportar aquel espejo..., no
podía verme fuera de mí... El camino para odiarse es verse fuera de sí, verse otro... ¡Aquella terrible
rivalidad a quién aprendía mejor la lección! Y si yo la sabía y él no, que se la atribuyeran a él...
¡Distinguirnos por el nombre, por una cinta, una prenda!... ¡Ser un nombre! Él me enseñó a odiarme...”
(Unamuno, 1975, p. 28).
88
imaginación y creación pues, aunque descubro en el otro su verdadera condición de ser
persona, “mi imaginación creadora inventa lo que él como persona es, le crea como
«alguien» concreto, singular e infungible [y] hace del otro yo un yo que para mí y para
todos sea de veras «otro»” (Laín, 1968, p. 183).
Vemos aquí cómo, sin atenerse a lo que la realidad “pone” ante nosotros,
Unamuno afirma que el otro es en cierto sentido “convertido” en un auténtico otro
imaginando su vida íntima, debido a la imposibilidad de acceder exteriormente a ella.
Esto, por supuesto, no prescinde ni del cuerpo del otro (punto de partida, límite objetivo
de la imaginación) ni del cuerpo de aquel que imagina, ya que “sin verdadera otredad,
reducida a ser mera duplicación, la alteridad resultaría insoportable para el hombre”
(Laín, 1968, p. 185). Sin embargo, Unamuno enfatizó quizás en demasía, no sólo la
realidad de los entes de ficción, sino también la actividad imaginativa y creadora del
yo en su relación con el otro, comportando con ello el riesgo de que el yo sueñe tanto
al otro que termine por desconocerlo. A pesar de esto, antes que Scheler y Jaspers,
Unamuno supo advertir el decisivo papel del amor en la relación interpersonal con el
otro así como la importancia de las situaciones-límite para conocerlo.
Pasemos ahora a la comprensión del otro desde la reflexión fenomenológica,
inaugurada por Husserl, que aborda el mundo y todo lo que se pueda saber de él
únicamente en cuanto fenómeno. Esta vía filosófica demanda ponerse inicial y
metódicamente en una actitud solipsista, pues el único recurso válido para referirse a
la verdad de sí mismo y del mundo sería a partir de las experiencias descritas en primera
persona. Por este motivo, resulta inevitable preguntarse cómo el yo puro, en un
horizonte en el que se encuentran “otros yo”, puede tener a estos alter ego como objetos
de la experiencia. Esta certeza, aquella que el yo puro pueda tener acerca de los otros,
resulta clave para el método husserliano puesto que abre la posibilidad trascendental
del mundo objetivo permitiendo el tránsito de la fenomenología como puro método a
la ontología fenomenológica (Laín, 1968, pp. 191-192). La razón de ello es que el yo
ajeno de los otros, al percibir igual que el yo propio el mismo mundo de la experiencia,
de cierto modo valida la existencia de aquel mundo acerca del cual se ha suspendido el
juicio y del que no se puede decir nada que vaya más allá de la conciencia pura. En este
89
sentido, si solo a partir de un “nosotros” trascendental se puede hablar de un mundo
realmente “objetivo”, la fenomenología husserliana se ve abocada a dar cuenta de cómo
a partir de mi “yo” se puede constituir aquel “nosotros”. Para esta teoría acerca del otro,
resulta indispensable referirnos a la noción de apresentación por analogía (Laín, 1968,
pp. 194-195).
Aquella noción se refiere a la forma en que las partes de algún fenómeno, a
pesar de que no se encuentren en rigor dentro de mi campo perceptivo y no sea por
tanto experimentada, se me dan indirectamente a la conciencia. El ejemplo clásico es
el de una caja cuyos lados traseros, aunque escapen al ángulo de mi mirada, se me dan
a la conciencia apresentándose en el fenómeno conjunto y unitario de la caja. En el
caso de un hombre que entra a mi campo perceptivo, tal como lo decía Descartes, aquel
se me presenta, en sentido estricto, únicamente como un cuerpo físico (Körper). Sin
embargo, la postura fenomenológica reconoce, contrario a la postura cartesiana, que en
aquel cuerpo se presenta también, aunque mediatamente, un alter ego con vida personal
y propia (Leib) que no se le atribuye al otro por efecto de un razonamiento analógico.
Ahora bien, mientras que en el caso de la caja o de cualquier otro objeto es posible
experimentar todos los ángulos posibles, en el caso de un hombre nunca es posible
llegar a percibir su yo. ¿Por qué, sin embargo, es preciso tratar aquel cuerpo percibido
como un otro yo? La respuesta se encuentra en la trasposición aperceptiva, por la cual
el cuerpo del otro se presenta a la conciencia, al igual que el cuerpo propio, como
organismo vivo. De acuerdo con Husserl, esto mismo ocurre con objetos de la
experiencia. Una vez captado su uso o intencionalidad originaria, este es en adelante
traspuesto y captado en aquellos mismos objetos o en objetos similares de manera
inmediata, es decir, sin que medie siquiera un razonamiento analógico26 (Laín, 1968,
pp. 197-198)
26 Esto se puede comprender más detalladamente a partir del fenómeno universal de configuración en
parejas (Paarung), por el cual, cada vez que encuentro una semejanza de forma o de sentido entre dos
objetos, surge en mi conciencia una asociación aparente entre ellos y ambos quedan constituidos en
“pareja” (Laín, 1968, p. 197).
90
Sin entrar en los múltiples matices y análisis que realiza Husserl respecto del
ser otro, Laín considera que no es suficiente con afirmar que el otro yo sea una suerte
de apresentación necesaria de un cuerpo, cuyo lugar podría ser ocupado por mi propio
cuerpo. Por otro lado, afirmar que la realidad empírica del cuerpo del otro depende de
la coincidencia de sus presentaciones que dan la base para su presunción, tampoco
resulta satisfactorio para nuestro autor ya que a partir de semejante concepción no se
podría tener una certeza sólida acerca de la condición del otro como un auténtico alter
ego. En efecto, el abismo entre el sentimiento inmediato del propio organismo y la
concepción del “cuerpo natural” del otro también como organismo parece muy difícil
de salvar únicamente por su equiparación analógica. No obstante, de acuerdo con
Sartre, Husserl es capaz de superar el mero razonamiento por analogía y de reconocer
al otro como condición necesaria para la constitución del mundo, y por tanto del yo, en
términos fenomenológicos27. Esto último, debido a que las experiencias concretas no
dependen únicamente de la relación con cada sujeto sino de la referencia que guardan
todos los objetos con una “pluralidad indefinida de conciencias”28.
Ahora bien, a pesar del vigor teórico y sutileza analítica de la fenomenología
husserliana, Laín quiere mostrar la inadecuación de aquel enfoque para dar cuenta
efectiva del otro en cuanto otro real y subsistente. Esto, debido a que el otro, en
términos fenomenológicos, termina siendo apenas “un concepto unificador de mis
diversas experiencias intramundanas, una garantía de la objetividad del mundo […] [de
modo que] la única conexión que Husserl ha podido establecer entre mi propio ser y el
ser del otro es la que el puro conocimiento permite” (Laín, 1968, p. 204). De hecho, a
pesar de sus aportes, ninguna de las teorizaciones provenientes de la modernidad,
27 “Para Husserl, el mundo tal como se revela a la conciencia es intermonádico. El Prójimo no está
presente en él sólo como una aparición concreta y empírica, sino como una condición permanente de la
unidad y la riqueza del mundo. Cuando considero, tanto en soledad como en compañía, esta mesa o ese
árbol o aquel lienzo de pared, el prójimo está siempre ahí como un estrato de significaciones constitutivas
que pertenecen al objeto mismo que estoy considerando, en suma, como el verdadero garante de su
objetividad” (Sartre, 1954, III,I,III). 28 Atendiendo a esto, resulta claro también que cualquier duda acerca de la existencia del otro o los otros
en general, supondría necesariamente dudar de la propia existencia (Laín, 1968, p. 203).
91
repasadas hasta aquí, logra adentrarse satisfactoriamente en la realidad y el misterio del
otro como persona con atención tanto a su inconmensurable alteridad como a su
irreductible singularidad. Por este motivo, dentro de las múltiples aproximaciones
filosóficas a la alteridad del otro realizadas en el último siglo, veremos a continuación
cómo aquella de Max Scheler puede dar cuenta del otro en la medida en que, atendiendo
a las demás dimensiones de la alteridad y la necesidad de su mutua y armoniosa
integración, logra sentar también las bases para una relación adecuada entre el mismo
y el otro.
A diferencia de las teorizaciones repasadas hasta ahora, fundamentadas en la
percepción interna y en el yo propio, Scheler (2001) aborda la alteridad del otro
partiendo de la consideración del individuo humano en cuanto persona espiritual, la
cual es definida por él como
la unidad de ser concreta y esencial de actos de la esencia más diversa que en sí
antecede a todas las diferencias esenciales de actos (y, en particular, a la diferencia de
percepción externa e interna, querer externo o interno, sentir, amar, odiar, etc. externos
o internos). El ser de la persona “fundamenta” todos los actos esencialmente diversos
(p. 513).
De esta definición es importante llamar la atención sobre el hecho de que, en cuanto
“sucesión de actos”, la persona espiritual no puede ser objetivada o reducida a objeto.
En efecto, el pesar, el querer y el sentir espirituales (distinto de lo pensado, lo querido
y lo sentido) no se pueden saber a la manera como sabemos sobre cualquier objeto a la
mano. Apenas es posible participar del pensar, del querer y del sentir de otra persona
por coejecución y comprensión, lo cual es distinto de una mera percepción ajena de las
vivencias psíquicas. Así mismo, es necesario notar que la persona, a diferencia de la
naturaleza, tiene la capacidad de no dejarse conocer, de callar y esconderse en el
espacio de su intimidad incluso disimulando sus gestos corporales. Con base en lo
anterior, Scheler se refiere a la relación de persona a persona en términos de dos
actividades globales del espíritu: la simpatía y el amor. Estas actividades se dan
mediante la comprensión y la coejecución, y permiten penetrar en la persona del otro
más allá de la simple percepción de su existencia psicofísica (Laín, 1968, p. 246).
92
De una lectura atenta a la obra de Scheler, Esencia y formas de la simpatía,
Laín (1968) concluye que la naturaleza de la simpatía puede sintetizarse en cinco
rasgos. El primero es que no supone una participación afectiva del simpatizante con lo
simpatizado, pues los fenómenos de padecer y compadecer son distintos. Puedo “co-
sentir” la alegría o la tristeza del otro sin necesidad de entrar yo mismo en su estado de
alegría o tristeza. En este sentido, simpatizar implica la intención de sentir dolor o
alegría por la vivencia del otro, pero no el hecho de sentir efectivamente sus propias
vivencias (p. 247).
El segundo rasgo de la simpatía es que esta tiene una función originaria y última
en el espíritu, razón por la cual puede esta considerarse como innata en el individuo
humano y no como fruto de algún proceso vital. El tercer rasgo consiste en que,
mientras el consentir se refiere a la mera constatación del estado sentimental del otro,
la simpatía tiene un término intencional que es el sujeto de carne y hueso con el cual
se simpatiza, cuya realidad concreta, presentándose ante nosotros de forma patente e
innegable, acaba con “la ilusión natural del egocentrismo”, esto es, de considerar el
mundo en torno a sí como el mundo mismo (1968, p. 247). En otras palabras, se trata
de la capacidad del sujeto para trascenderse a sí mismo y de penetrar en el estado de su
prójimo.
El cuarto rasgo es la “neutralidad” de la simpatía respecto de aquello que la
suscita, es decir, no hay en la simpatía una valoración positiva o negativa de los motivos
por los cuales el otro se siente de una u otra forma. Simplemente se experimenta o no
empatía por el otro. Y, por último, como ya lo habíamos visto en su crítica a los
sentimentalistas, Scheler (1957) afirma que la simpatía solo es reactiva, a diferencia
del amor que es iniciativa y acto espontáneo. Por eso, por fuera del amor, la simpatía
no pasaría de ser un mero comprender (pp. 181-182).
Llegamos así a la consideración scheleriana del amor como actividad superior
del espíritu, en la cual la realidad, singularidad y alteridad del otro concreto se hacen
patentes con toda su fuerza. Dejando de lado el amplio estudio de Scheler acerca de las
particularidades del movimiento amoroso en general y de sus diversas concreciones,
nos referiremos ahora, específicamente, a aquel que el autor llama el amor espiritual a
93
la persona o el amor interpersonal29. En esta forma de amor, más aún que en la simple
simpatía, el término propio es la realidad personal del amado. En consecuencia, aquello
que es amado “no es su carácter o su conducta, sino el núcleo mismo de su persona, su
condición de “centro” o “sustancia” de actos” (Laín, 1968, p. 248). De hecho, aquel
amor moral es además un amor absoluto por cuanto no depende de las cualidades y
comportamientos del ser amado bajo las que podría ser enjuiciado (Scheler, 1957, p.
222).
Ahora bien, aunque el amor espiritual sea un comportamiento objetivo respecto
de nuestros propios intereses y sentimientos, aquel no es una actividad “objetivante”
del ser personal a quien se ama. Del otro pueden ser objetivados su cuerpo, su vida
psíquica y su yo pero nunca su ser en cuanto centro personal de sus actos. Por eso, la
persona o el otro se nos da en el amor incondicional (Laín, 1968, pp. 251-252). Pero
este darse de la otra persona en el amor solo puede acaecer “coejecutando sus actos:
cognoscitivamente, en el comprender y el convivir; moralmente, en la secuacidad
respecto del modelo. El núcleo moral de la persona de Jesús, por ejemplo, solo a uno
le es dado: al discípulo” (Scheler, 1957, p. 224). De acuerdo con esto, lo que se ama en
un sentido más fundamental no es el ser empírico y objetivable del individuo, sino la
verdad última de la persona, es decir, “lo que la persona amada puede y debe ser, el
adecuado cumplimiento de su íntima y tal vez desconocida vocación” (Laín, 1968, p.
252).
He aquí un profundo vínculo que Scheler nos descubre entre la alteridad del
otro concreto y la alteridad absoluta que hemos considerado ampliamente en el anterior
capítulo. Hay una llamada de Dios que me singulariza y que resulta inseparable, en
términos de Scheler, de este amor personal o, en términos de Lévinas, de la
responsabilidad del sí mismo por el otro. La indisociabilidad entre singularidad y
responsabilidad a través de la vocación es además análoga al estrecho vínculo entre el
29 Junto al amor espiritual a la persona, Scheler también considera otras formas (como el amor psíquico
al yo individual y la pasión) especies (amor maternal, filial, sexual…) y modos (en combinación con
vivencias de simpatía como la bondad, la benevolencia el aprecio…) (Laín, 1968, pp. 250-251).
94
amor a la (otra) persona y el amor a Dios “persona de personas”, pues la plenitud de
este último amor, lejos de dirigirse a un mero bien infinito como cosa suprema, consiste
en la “coejecución de su divino amor al mundo (amare mundum in Deo) y a Sí mismo
(amare Deum in Deo)” (Scheler, 1957, p. 220). De este modo, el amor a la persona, a
cualquier otra persona, sólo es posible si se existe para el otro en Dios sin que por ello
el uno y el otro lleguen a confundirse. Scheler enfatiza esto último defendiendo la
individualidad de la persona más allá de cualquier fenómeno de unificación afectiva en
medio de la masa colectiva ya que nadie puede tener en mi lugar conciencia de mi
propio cuerpo ni acceder al centro de mi espíritu y o de mi ser30. El sujeto es entonces,
desde esta perspectiva, una individualidad absoluta, una persona en su más profunda
intimidad, cuya “opacidad” es, sin embargo, comunicable. Gracias a esto, y por medio
de la simpatía y el amor, es posible llegar a participar del ser del otro sin fusionarnos
con él (Laín, 1968, p. 254).
3.3 Al encuentro del otro como persona
Hemos visto hasta aquí que las raíces cristianas de la noción de persona están
profundamente entrelazadas con la consideración del otro como creatura de Dios, en
relación filial, directa y particular con él. De igual forma, hemos visto que la noción
moderna de dignidad, aunque aplicada en términos generales como atributo de la
humanidad, ha prevalecido en su versión secularizada como algo específico y esencial
de cada individuo; inseparable de su ser persona y cooriginario de su ser otro. En Kant,
por ejemplo, la consideración de la persona como “un fin en sí misma”, que no puede
ser “sustituida”, constituye uno de los elementos que se hicieron nuevamente “ético-
30 Laín (1968) señala aquí el riesgo de confundir la individualidad del cuerpo con la individualidad de la
persona. Estas son distintas, ya que el sentimiento de la primera individualidad “es la vivencia de una
realidad empírica y contingente, el advertimiento de que hic et nunc existe ese organismo material y
viviente que llamo «mi cuerpo»; [mientras que el otro sentimiento de individualidad] es el fenómeno
manifestante de una realidad esencial y absoluta” (p. 253).
95
metafísicos” en cuanto descansa, en último término, sobre la condición inalienable de
dignidad intrínseca de todos los hombres en su calidad de ser personas31.
De acuerdo con lo anterior, la consideración del otro como persona digna no
puede limitarse únicamente a individuos autónomos (o que gocen de un mayor grado
de autonomía), pues esto no sólo excluiría a individuos en condiciones particulares de
fragilidad y dependencia, sino que también desconocería el hecho de que estas últimas
son, en definitiva, condiciones ontológicas fundamentales del ser-ahí arrojado en el
mundo: marcado por su facticidad, sus límites y su ser-para-la-muerte.
Por este motivo, la persona ha dejado de ser comprendida, por diversos autores
contemporáneos, en términos de una estructura substancialista caracterizada
eminentemente por sus actividades racionales, lo cual ha dado paso a una comprensión
más dinámica, volitiva y emocional de la misma, superando con ello el peligro relativo
al impersonalismo de “identificar demasiado la persona con la substancia y ésta con la
cosa, o la persona con la razón y ésta con su universalidad” (Ferrater, 1979, p. 404).
Sin embargo, hemos visto que un autor como Scheler salva este escollo al considerar a
la persona como “unidad de ser concreta y esencial de actos de la esencia más diversa,
que en sí antecede a todas las diferencias esenciales de actos [y los fundamenta]” (p.
404).
En esta vía de pensamiento que no considera al hombre ni exclusivamente como
ser natural ni solo como ser espiritual, sino como persona espiritual, vemos el retorno
a una noción de persona que precisa del otro. Reconociendo las dimensiones de
alteridad involucradas en tal relación, este enfoque logra así destacar una característica
fundamental de la realidad de la persona: su trascendencia. En efecto,
si la persona no se trasciende, quedaría siempre dentro de los límites de la
individualidad psicofísica y, en último término, acabaría nuevamente inmersa en la
realidad impersonal de la cosa. Trascenderse a sí misma no significa, empero,
forzosamente una operación de carácter incomprensible y misterioso; quiere decir el
31 Una de las formulaciones del imperativo categórico en la obra de Kant es aquella que se encuentra en
su Fundamentación de la metafísica de las costumbres en los siguientes términos: “obra de tal modo que
uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre y al mismo
tiempo como fin y nunca simplemente como medio” (FMC AK IV 429).
96
hecho de que la persona no se rige, como el individuo, por los límites de su propia
subjetividad. Así, cuando el individuo psicofísico realiza ciertos actos —tales como el
reconocimiento de una verdad objetiva, la obediencia a una ley moral, el sacrificio por
amor a otra persona, etc.— puede decirse de él que es una persona. (Ferrater, 1979, p.
404).
La capacidad de trascender, que acabamos de señalar, es decir, la apertura fundamental
a Dios y al ámbito de los valores, es posible gracias a la interioridad propia de cada
persona: centro del ser desde el cual este se abre al plano de lo absoluto. Y puesto que
el objeto de aquella apertura, la apertura misma y la interioridad que la hace posible no
pueden ser verificadas o visibles, sino tal vez apenas intuidas internamente por cada
uno, la condición de ser persona no puede ser atribuida a un individuo vía razonamiento
o demostración.
Ser persona o tener interioridad es posibilidad abierta y no significa que todos
los hombres en virtud de ello sean esencialmente iguales o deban serlo. De hecho, ser
persona implica unicidad existencial (no numérica). Así, puesto que cada persona es
única, aunque los demás tengan aspectos en común conmigo, no son como yo, no
pueden ser asimilados a mí, ni mucho menos pueden ser pura proyección de mi yo.
Cada persona es un otro para mí, es decir, diferente de mí mismo. Por ende, mi ser
persona me hace también un otro para el otro.
La noción de otro es entonces cooriginaria a la noción de persona, por lo cual
es equivocado o inexacto asumir que ambas nociones sean independientes entre sí o
que una se pueda extraer de la otra. Es cierto que, para efectos argumentativos y
asumiéndome como persona, puedo afirmar que el individuo que tengo enfrente es otro
en cuanto llego a considerar que es persona como yo. Sin embargo, el otro es otro
porque es persona, es decir, independientemente de que yo lo considere como tal por
medio de la analogía o similitud conmigo. Precisamente, aunque seamos iguales por
ser personas, es en virtud de una diferencia originaria que soy siempre otro respecto de
los otros32.
32 Pero también, en virtud de esa misma diferencia siempre operante, podemos ser otros para nosotros
mismos. Así pues, sin una dimensión de alteridad íntima en el núcleo de lo que somos, es decir,
97
La alteridad del otro no puede ser por tanto conferida, inferida, construida,
postulada, proyectada, sino solo reconocida. Despierto al otro y me encuentro con su
ser persona. Abro los ojos y veo a un otro. No lo reconozco otro o persona como fruto
de un razonamiento. Se me presenta bajo la luz y la sombra del misterio. Aunque yo
pueda contemplarlo exteriormente e interpretar parcialmente sus gestos, nunca termina
de presentarse y resulta imposible acceder a sus más profundos pensamientos, deseos,
motivaciones, etc. El otro nunca es totalmente transparente ni siquiera para sí mismo,
de modo que nunca lo será para los demás. El otro en cuanto persona o la persona en
cuanto otro no es tampoco homogéneo o idéntico a los demás o a mí mismo y, por lo
tanto, no puede ser, bajo cualquier circunstancia, absolutamente predecible.
cooriginaria a nuestra identidad personal (a nuestro ser persona), la relación y la alteración, el cambio y
la transformación no serían posibles.
CAPÍTULO 4
RESPONSABILIDAD DEL ENCUENTRO CON LA ALTERIDAD 1
Es necesario haber sentido en lo más hondo de sí
mismo la fragilidad de todos los hombres para
encontrarse a uno mismo y a los otros, y seguir
amando el mundo y participando en él con
aquella humildad y aquel concernimiento.
PELLUCHON
Una vez consideradas tres dimensiones de la experiencia de alteridad en cada uno de
los capítulos anteriores, nuestro propósito en el presente capítulo consiste en dilucidar
más claramente cómo es que estas tres dimensiones están en juego en la acción, o
mejor, qué tipo específico de acción revela el entretejido invisible entre aquellas
alteridades. El punto de partida para esto es el Libro III de la Ética nicomaquea donde
Aristóteles se pregunta por las acciones, respecto de las cuales reconoce dos tipos
fundamentales: de un lado, acciones de carácter voluntario que pueden ser dignas de
alabanza o de censura (según si están conformes a la virtud o al vicio); y, de otro lado,
acciones de carácter involuntario que, habiendo sido realizadas por ignorancia de
circunstancias particulares relativas al contexto de su ejecución, pueden ser objeto de
1 Las consideraciones que a continuación presentamos son una ampliación de lo abordado en el seminario
Gesto, cuidado y responsabilidad, dirigido por el profesor Dr. Gustavo Gómez, y realizado en el
programa de Maestría en Filosofía en el primer semestre de 2017. Lo que desarrollamos ahora busca
articular el tema de este seminario con el presente trabajo.
99
indulgencia y hasta compasión de parte de otros2. Como veremos más adelante, esta
clasificación aristotélica de acciones escapa, sin embargo, a la dicotomía
voluntario/involuntario, relacionada estrechamente con otra dicotomía de la acción que
Agamben reprocha a Aristóteles: la del actuar o hacer3.
Nuestro análisis prosigue así con Agamben (2001) y su comprensión del gesto
como alternativa de acción que “rompe la falsa dicotomía entre fines y medios que
paraliza la moral y presenta unos medios que, como tales, se sustraen al ámbito de la
medialidad, sin convertirse por ello en fines” (p. 54). Esto nos permitirá entrever, en la
frontera entre el acto voluntario y el acto involuntario, tal y como son definidos por
Aristóteles, el terreno sobre el que se asienta un tercer tipo de acción, distinta del actuar
(agere) y del hacer (facere), propio de la responsabilidad. Finalmente, a partir sobre
todo de Patočka y Derrida, llegaremos a comprender la responsabilidad como cuidado
del otro atendiendo a la triple dimensión de alteridad y a la vulnerabilidad comunes al
sí mismo y al otro.
4.1 Fenomenología aristotélica de la voluntariedad
La descripción del carácter voluntario de la acción en Aristóteles tiene tres momentos
en la Ética nicomaquea: primero, el del deseo (boulêsis) o de lo deseado; segundo, el
de la deliberación (bouleusis) sobre los posibles medios para alcanzar el fin deseado; y
tercero, esencial a la acción voluntaria, el de la elección de los medios que en definitiva
se emplean para la realización de lo deseado (Frère, 2003, p. 267). Ahora bien, estos
momentos suponen un objetivo a ser alcanzado y por ende su especificación en forma
de contenido o definición. Aquel objetivo es el telos del deseo. Sin embargo, ¿de qué
2 Aristóteles también considera como involuntarias las acciones llevadas a cabo por coacción, es decir,
por la fuerza (física, psicológica…) de un agente externo sobre el ejecutor de la acción. 3 “Él género del actuar (de la praxis) es distinto al del hacer (de la poiesis) […] Porque el fin del hacer
es distinto del hacer mismo; pero el de la praxis no puede serlo, pues actuar bien es en sí mismo el fin”
(EN VI, 1140b).
100
fin se trata? ¿Qué tan claramente puede ser fijado o descrito? ¿Puede desearse un fin
con total certeza acerca de lo que este es? Frère (2003) llama la atención sobre las
consideraciones que el mismo Aristóteles hace al respecto y que problematizan no tanto
la existencia de un telos último y definitivo para las acciones, cuanto la posibilidad de
percibir aquel telos verdadero con absoluta claridad y de alcanzarlo (p. 267). Así pues,
por una parte, luego de distinguir implícitamente el deseo del apetito (común a los
animales y de carácter saciable), el Estagirita distingue entre elección y deseo
mostrando que el deseo solo puede ser de cosas imposibles o de cosas que no dependen
de uno mismo4. Por otra parte, Aristóteles también aclara que “para el hombre bueno,
el objeto de la voluntad es el verdadero bien; [mientras que] para el malo, [el bien es]
cualquier cosa” (EN 1113a).
De acuerdo con estas dos precisiones, podemos ver que el telos, identificado
con el bien verdadero, está fuera del alcance del acto voluntario individual. La razón
principal consiste en que ningún hombre es absolutamente bueno y sus actos tendrán
siempre una distorsión respecto del bien al que, en principio, cada uno apunta. En
consecuencia, puede apreciarse que el telos aristotélico, fundamental para considerar
una acción como voluntaria, es algo que permanece abierto en la práctica, algo que
resulta muy difícil, si no imposible, de alcanzar con un conocimiento pleno de su
verdad. De allí que el telos quede siempre sujeto a revisión y que sus concreciones
parciales puedan subordinarse una y otra vez a ulteriores comprensiones del bien, a la
luz de lo que se va experimentando. En este sentido, podemos decir que, a pesar de que
4 “[La elección] tampoco es deseo, aunque parece cercano a éste, pues la elección no lo es de cosas
imposibles; y si alguien dijera que las ha elegido, parecería que es bobo. El deseo, en cambio, lo es de
cosas imposibles; como, por ejemplo, de la inmortalidad. También el deseo se refiere a las cosas que no
podrían conseguirse de ninguna manera por uno mismo, como, por ejemplo, que venza un actor o un
atleta. Nadie elige cosas así, sino todas aquellas que cree que pueden producirse por uno mismo. Más
todavía: el deseo tiene que ver, más bien, con el fin, mientras que la elección lo es de aquello que conduce
al fin. Por ejemplo, tenemos deseos de estar sanos, pero elegimos aquello por lo que sanamos. Y también
queremos ser felices y así lo afirmamos, pero no es adecuado decir que lo elegimos. En general, parece
que la elección tiene que ver con lo que depende de nosotros” (EN 1111b).
101
el realismo aristotélico (en la línea de todos los pensadores griegos) le da un lugar
importante al intelecto en la praxis o en la poiêsis (Frère, 2003, p. 267), deja entrever
también los límites de la voluntariedad de la acción.
Esta conclusión se refuerza si consideramos los otros dos momentos de lo que
idealmente consideraría Aristóteles como un acto voluntario. La deliberación es una
búsqueda (zêtêsis) acerca de las cosas humanas, en donde la dificultad proviene de la
multiplicidad de vías y medios posibles para intentar alcanzar el fin deseado. En esta
medida, “la deliberación es la búsqueda laboriosa de un saber que se nos escapa” (Frère,
2003, p. 268), dado los límites que nuestra finitud y nuestras contingencias le imponen
al conocimiento de los medios posibles para la consecución del fin anhelado y, por
ende también, al límite de la elección de los medios que mejor conduzcan a ello. Por
esto, aun con una delicada deliberación, el acto siempre conllevará el riesgo del fracaso,
del error o de la falta. De hecho, la idea aristotélica de la deliberación, propia de la
democracia ateniense, supone que no se puede deliberar sobre lo mejor en términos
absolutos, sino sobre lo mejor posible en el marco las circunstancias dadas. La
consideración final de la elección, tercer momento del acto voluntario, como “deseo
deliberativo de las cosas que dependen de nosotros” (EN 1113a), deja pues en evidencia
que, aunque el acto voluntario esté animado por un deseo que apunta hacia lo estimado
en cada caso como el bien, aquel se concreta únicamente en la acción de lo que se
estima deliberativamente como lo mejor. En efecto, si el deseo está en el orden de lo
imposible, la elección está en el orden de lo posible (Frère, 2003, p. 269).
A la luz de estas consideraciones, podemos ver cómo, a pesar de la aparente
insistencia de Aristóteles en una especie de orden lógico en el proceso de elección
(interpretación reforzada en la Edad Media bajo la idea del silogismo práctico con
conclusiones necesarias), el Estagirita es quizás el primero en señalar el problema de
la disonancia entre el fin y los medios (Frère, 2003, p. 269), así como de la inevitable
ignorancia de las circunstancias particulares y posibles consecuencias de una acción
tenida en principio por voluntaria.
102
Veremos a continuación que, en el análisis y distinción hecha por el filósofo
entre actos involuntarios y actos voluntarios, se ilumina un ámbito fronterizo de la
acción humana que puede resistir al escollo de la disonancia fin-medios
retroalimentando la crítica de Agamben respecto de aquella dicotomía y de la distinción
binaria actuar-hacer.
Hemos dicho ya en la introducción al presente capítulo que las acciones de
carácter involuntario, habiendo sido realizadas por ignorancia de circunstancias
particulares relativas al contexto de su ejecución, pueden ser objeto de indulgencia y
hasta compasión de parte de otros. Es importante ahora aclarar que la consideración de
una acción como contraria a la voluntad de su agente depende, para Aristóteles, de que
el actor sienta arrepentimiento y pesar al salir de su ignorancia sobre los factores que
le eran desconocidos al momento de decidir y ejecutar tal acción o al percibir como
indeseables las consecuencias de la misma. En palabras del Estagirita:
Todo lo que se produce por ignorancia es no-voluntario, pero es involuntario lo que se
da con aflicción y con arrepentimiento5. En efecto, el que ha realizado cualquier acción
por ignorancia, sin que sienta disgusto por su acción, no la ha realizado
voluntariamente ya que, desde luego, no era consciente, pero tampoco
involuntariamente, ya que ciertamente no siente disgusto. Conque entre los que obran
por ignorancia, aquel que lo hace con arrepentimiento parece hacerlo
involuntariamente, pero el que no se arrepiente, dado que es de otra clase, digamos que
es no-voluntario. Puesto que difieren, es mejor que tenga un nombre particular. (EN
1110b).
Ahora bien, dada la posible confusión entre los términos involuntario y no-voluntario,
los sentidos que Aristóteles da al vocablo griego akoúsion y la forma en que el
Estagirita asocia la expresión ou hekoúsion a uno de esos sentidos, vale la pena
referirnos a la forma de investigación aristotélica en el ámbito de la ética y cómo esta
se desarrolla, por ejemplo, en el tratamiento de las virtudes. De acuerdo con Nussbaum
5 Gr. akoúsion recibe dos sentidos: (a) como “involuntario”, es decir, de forma “ajena a la voluntad de
uno”; y en sentido cercano a éste utiliza Aristóteles aquí la expresión ou hekoúsion; y (b) “contra la
voluntad de uno” (Calvo, 2014, p. 113).
103
(2004), Aristóteles: primero, delimita las esferas de la experiencia humana en las cuales
cualquier persona se ve abocada a elegir algo y a actuar de una determinada manera,
en detrimento de otras elecciones y formas de actuar posibles; segundo, hace una
descripción débil de cada virtud que define todo aquello en lo que consiste estar
establemente dispuesto a actuar en forma adecuada en esa esfera; y por último, examina
las diferentes especificaciones propuestas para cada virtud y da de ellas una definición
fuerte (p. 322).
En este sentido, creemos que, de manera similar, Aristóteles: primero, delimita
la esfera de lo que no se puede considerar como voluntario en razón de que ha sido
causado por coacción y por ignorancia de circunstancias particulares; segundo, hace
una descripción débil y provisional de aquello que sería involuntario (intercambiando
este término por no-voluntario); y, por último, examinando las especificaciones de lo
involuntario de una acción de acuerdo a la postura del agente frente a la misma, termina
precisando dos definiciones fuertes que, en este caso, son dos clases distintas de actos,
diferentes estos a su vez de la clase de actos voluntarios. Estas dos nuevas clases, cuya
distinción obedece a que cada una merece “un nombre particular”, son denominadas
así: de un lado, actos involuntarios (akoúsion) o “contra la voluntad de uno”, debido a
que se revelan, luego de su ejecución, como contrarios al propio querer general; y de
otro lado, los actos no-voluntarios (ou hekoúsion) cuya forma es “ajena a la voluntad
de uno”.
Aristóteles no profundiza su análisis respecto de esta última caracterización de
actos no-voluntarios. Sin embargo, creemos que este tipo de actos se inscriben en un
tercer ámbito de la acción humana que, en razón de su estrecha relación con actos de
características relativas a la voluntariedad o involuntariedad, no son distinguidos en la
Ética Nicomaquea de los ámbitos del agere y del facere. A este ámbito de la acción
no-voluntaria, que no es estrictamente fruto de la propia voluntad sino más bien “ajeno”
a ella, dado que el principio de tal acción no proviene de un deseo personal, lo
denominaremos como haciendo parte del ámbito del gerere. De este modo, junto al
104
hacer y al actuar, es preciso hablar de una tercera acción humana que consiste en el
gesto que soporta o asume.
4.2 Acción gestual no-voluntaria
La acción no-voluntaria de la que habla Aristóteles, que siendo ejecutada por un agente,
es, sin embargo, ajena a la voluntad de este sin causarle arrepentimiento posterior,
guarda a nuestro parecer una estrecha relación con el gesto o la acción del gerere, según
el análisis de Agamben basado en las siguientes palabras de Varrón:
Es posible, en efecto, hacer algo sin actuar, como el poeta que hace un drama pero no
actúa (agere, en el sentido de “desempeñar un papel”); a la inversa, en el drama, el
actor actúa pero no lo hace. Análogamente el drama es hecho (fit) por el poeta, pero no
es objeto de su actuación (agitur); ésta corresponde al actor, que no lo hace. De manera
diversa, el imperator (el magistrado investido con el poder supremo), con respecto al
cual se usa la expresión res gerere (llevar a cabo algo, en el sentido de tomarlo sobre
sí, asumir por completo su responsabilidad), no hace ni actúa, sino gerit, es decir
soporta (sustinet)” (Varrón. En: Agamben, 2001, p. 53)
En efecto, la noción del asumir o del soportar no aplica para las acciones que, de un
lado, se consideran motivadas desde su origen por un deseo estrictamente “personal” y
cuya realización, de otro lado, se considera guiada por una decisión “autónoma” (es
decir, los actos voluntarios). Por el contrario, cuando en términos aristotélicos nos
referimos a acciones hechas por nosotros mismos y, sin embargo, no originadas en
nuestra propia y pura voluntad, estamos ante dos posibilidades:
1. Rehuir nuestra responsabilidad de la acción justificándola por una alteración
padecida que nos habría empujado a hacerla, lo cual implicaría que nuestra
voluntad se ha contrariado a sí misma en la ejecución de aquella acción
(caracterizada entonces como acto involuntario).
2. Aceptar nuestra responsabilidad por la acción confiándola a una alteridad
asumida que nos habría movido/llamado a hacerla, lo cual implicaría que
105
nuestra voluntad se ha conformado a otra voluntad (ajena) en la ejecución
de aquella acción (caracterizada entonces como acto no-voluntario).
Con base en estos análisis y términos, creemos que la acción propia del imperator
puede comprenderse de acuerdo con la segunda posibilidad mencionada, es decir, ni
como acto puramente voluntario originado en un deseo propio (en virtud de lo cual la
propia voluntad prevalecería sobre la del colectivo gobernado) ni como acto
involuntario (carente de coherencia, inteligibilidad, imputabilidad…), sino como
acción no-voluntaria de llevar sobre sí (gerere, sustinere) o de asumir una
responsabilidad con los otros. El ejercicio adecuado del poder sería entonces aquel
ejercido desde el secreto invisible e interior del imperator en conformidad a una
voluntad ajena absoluta, es decir, sin egoísmo ni sujeción a otra voluntad exterior o
particular. En otras palabras, la tesis que queremos defender aquí es que la acción ético-
política consiste en un gesto o acción gestual no-voluntaria de responsabilidad ante
(el) cualquier/absolutamente otro (tout autre).
Es preciso anotar que la forma en que inscribimos la noción de responsabilidad
en el seno de esta última definición pretende también recuperar su significado
etimológico original de responder (en latín respondere). En efecto, una auténtica
responsabilidad en cuanto respuesta obedece a o encuentra su correlato en una llamada/
interpelación6. Sin embargo, esto no se puede concebir de forma abstracta. La llamada-
interpelación supone un otro que llama-interpela y que en esa medida cuenta con
voluntad propia para hacerlo (para llamar o interpelar). En otras palabras, se trata para
cada uno o dentro de cada uno de una voluntad ajena que posibilita lo que hemos
denominado como acción gestual no-voluntaria: aquella que ha de ser distinguida del
6 Si acaso la connotación de la llamada suena como más asociada a un contenido claro y del orden de lo
racional, la noción de interpelación intenta rescatar una connotación más afectiva (no-racional) de la
misma y de su correlato, que en ambos casos lo denominamos respuesta.
106
acto involuntario (de cuya responsabilidad puedo librarme) y del acto voluntario (cuyos
principio y fin se fundamentarían en mi propio querer).
Ahora bien, ¿cuál es la relación entre el gesto y la acción responsable ético-
política? ¿Por qué caracterizar a esta última como acción gestual? La respuesta a estas
preguntas se encuentra en el planteamiento que hace Agamben (2001) del gesto como
la esfera del ethos en cuanto morar o habitar originario. En este sentido, el hombre
define su modo de estar en el mundo haciendo visible un ethos (una ética) en sus gestos
y no en acciones voluntarias que paralizarían la moral (Agamben, 2001, p. 54),
debido a que estas últimas descansan en un arreglo de medios a fines basado a su
vez en un cálculo de consecuencias de la acción, el cual resulta, sin embargo,
imposible de efectuar en virtud de la finitud y arrojamiento del hombre en el mundo.
El gesto, por su parte, constituye “la exhibición de una medialidad7, el hacer visible un
medio [que] como tal hace aparecer el-ser-en-un-medio del hombre y, de esta forma,
le abre la dimensión ética” (p. 54).
En esta dimensión ética, la acción gestual puede ser comprendida como acción
responsable que “sustinet”, es decir, que asume y soporta algo extraño al sujeto de la
acción; un querer que no proviene estrictamente de él mismo y que, sin embargo, no se
funde con su propio querer. Así, pues, al gestualizar, se asume como propio aquel
querer íntimo pero impropio. Un ejemplo que nos puede ayudar a ilustrar esto es el de
una persona con el síndrome de la Tourette, cuyo cuerpo, aun siendo propio, escapa de
su control. De manera análoga, en el ámbito de la responsabilidad propia de la esfera
7 El término “medialidad” es significativo, pues alude a una comprensión de lo humano como medio,
paso o pasaje que se expresa en ethos: visibilidad, ex-posición propia del estar afuera, del ex-istir, en
donde el ex-tasis es precisamente la gestualización. Esto es posible gracias a que el mundo se encuentra
impregnado ya de sentido, de modo que los gestos, al igual que las cosas, remiten más allá de sí mismos.
Un ejemplo de ello es que al ver una fotografía no apreciamos solo su indispensable soporte material
(papel, pantalla, luz de proyección…), sino sobre todo el mundo con el que se relaciona y las impresiones
que evoca. El gesto es, en consecuencia, la esfera misma de lo propiamente humano que supone aquella
medialidad y visibilidad donde todas las cosas (una fotografía, una silla…) son inseparables de un ethos,
de una forma de vida, de la corporalidad y de su mutua correlación.
107
del ethos, podría decirse que, aunque ejecuto acciones por cuenta propia, puedo estarlo
haciendo movido por algo más, por un querer de alguna manera superior o previo al
propio querer. En este sentido, entre los polos de voluntariedad o involuntariedad de
nuestras acciones, cabe hablar de una asunción o de un soportar un movimiento, como
sucede por ejemplo con nuestra manera desprevenida y no calculada de caminar, que
no controlamos del todo, pero que ejecutamos de un modo propio y particular.
La acción gestual es entonces acción ética en cuanto se asume en ella como
propio aquello que no lo es, por ejemplo, una identidad cuyos contornos no conocemos
ni podemos fijar absolutamente. El gesto muestra, por lo tanto, los límites de mi
agencia, de mi soberanía, y apela a la responsabilidad que se asume de cara a lo que no
depende de mí o escapa de mi total control. De igual forma, el gesto siempre dice algo
que no se puede decir del todo, pues está en la esfera de la comunicabilidad no siempre
reducible al concepto. De allí que esta esfera de lo gestual, propia de lo humano, sea
exposición a los otros y, por ende, plenamente política.
De manera general, podemos decir entonces que aquello que se hace patente en
la dimensión ética, en la auténtica acción ético-política del hombre, es la no-
voluntariedad de su ejecución, de su gesto o de su carácter de acción gestual. Sin
embargo, este hacerse patente no es un hacerse evidente. La dificultad para captar
semejante carácter no-voluntario en la acción responsable radica en que aquella suele
atribuirse, en su exterioridad, a una agencia tipificada de manera dicotómica, ya como
voluntaria, ya como involuntaria. El mismo Aristóteles, a pesar de haber intuido un
tipo de acción que escapaba de tal dicotomía, no profundizó en aquel misterio y terminó
por subsumir la esfera del ethos a la lógica de actos voluntarios orientados a la elección
de medios convenientes al fin deseado.
Esto se explica por el hecho de que en la ética del Estagirita no había
propiamente una noción de responsabilidad sino de imputabilidad del agente (aitios o
“responsable causal”) por sus acciones (Meyer, 2001, p. 1). Aunque esta noción
iluminó (en el orden de lo jurídico) los juicios exteriores por parte de otros (jueces)
respecto del vínculo entre los agentes, las acciones y consecuencias en circunstancias
108
particulares8, aquella noción de imputabilidad exterior no corresponde con la
dimensión interior y sentido/raíz original de la respons-abilidad que queremos enfatizar
aquí.
En la ética aristotélica, el agente puede ser imputado por ignorancia del bien,
en razón de que “los actos [voluntarios] en cada caso particular forman los caracteres
correspondientes” (EN 1114a, 5) y es en este sentido que se puede “ser responsable de”
devenir ignorante, injusto y vicioso, según la actividad desplegada con relación a un
determinado vicio. Así mismo, si cada uno es “responsable de” su disposición moral,
el filósofo advierte que también se puede “ser responsable de” la fantasía (apariencia)
o propia concepción acerca del fin, cuya deformación no puede ser alegada como causa
exterior a sí mismo de una mala conducta. He aquí una paradoja: por un lado, si la
visión correcta del fin para juzgar rectamente y escoger este verdadero bien viniese por
dotación o disposición natural, en nada serían voluntarias la virtud y el vicio, y por
ende, la prosecución del fin no sería asunto de libre elección; mas, por otro lado, si la
elección se hace sobre los medios para alcanzar el fin que no es elegido, ¿cómo se
puede entonces conocer un fin absoluto y no escogido en orden a elegir los medios que
a él conduzcan, si al mismo tiempo se es “responsable de” la apariencia que uno tenga
de aquel fin? Según el filósofo:
Para ambos igualmente, para el bueno y para el malo, el fin es mostrado y establecido
por la naturaleza o de otro modo cualquiera, y uno y otro, de cualquier modo que obren,
refieren todo lo demás al fin. [1] Sea, pues, que el fin, cualquiera que este sea, no se le
represente naturalmente a cada uno, sino que algo quede a la determinación del agente,
[2] sea que se trate de un fin natural, por el solo hecho de que el hombre bueno pone
en obra voluntariamente los medios, la virtud es algo voluntario […] puesto que
compartimos de algún modo responsabilidad respecto de nuestros hábitos, y según lo
que somos tal es el fin que nos proponemos, voluntarios serán también los vicios (EN
1114b15).
8 Aristóteles manifiesta la intención explícita de contribuir al juicio de los legisladores respecto de los
premios y castigos. Ver EN 1109b30.
109
Aquí vemos que el Estagirita contempla la paradoja y sus dos posibles resoluciones sin
llegar a inclinarse por ninguna de ellas, evitando el debate de la relación entre
determinismo y libertad y absteniéndose así mismo de consideraciones metafísicas
sobre la libertad (Rus, 2011, LXXXV). Aristóteles es consciente de los límites y
alcances de su investigación9 y, por ende, no resulta extraño que aquel mantenga la
noción de “responsabilidad” dentro de los márgenes de la imputabilidad sobre los actos
y del deber disciplinario de normalizar los hábitos hacia virtudes personales. Esto
último se deja ver también en el hecho de que aquí la referencia es siempre al “ser
responsable de (sí mismo, los propios actos y hábitos)” y no al “ser responsable
por/hacia (los otros)” ni mucho menos al “responder a/ante (el otro)”.
Hemos visto entonces hasta aquí en qué sentido la acción ético-política se puede
comprender desde el paradigma del gesto que, caracterizado por su no-voluntariedad,
supone siempre asumir/sostener la responsabilidad de su ejecución y consecuencias en
conformidad al origen de su movimiento: una voluntad otra, ajena al agente, pero
interior a este; alteridad que no ha de confundirse con una alteración involuntaria de su
agencia. Ahora bien, dado que la noción aristotélica “responsabilidad de” se
circunscribe dentro de la esfera de lo estrictamente ético (i) a partir de actos “puramente
voluntarios” (por oposición dicotómica frente a los actos involuntarios), (ii) imputables
exteriormente al individuo, (iii) referidos a su virtud personal y (iv) evaluables
claramente bajo la dicotomía premio/castigo, intentaremos a continuación dilucidar un
sentido de la responsabilidad en el ámbito más amplio de lo ético-político (no sólo de
lo ético), regido por la acción gestual y en el espacio secreto de no-voluntariedad como
respuesta a la alteridad absoluta (tout autre) y de cara a la alteridad de cualquier otro
9 Aristóteles afirma, por ejemplo, que “saber qué cosas deben preferirse a otras no es fácil definirlo, por
la razón de que muchas diferencias ocurren en los casos particulares” (EN 1110b8).
110
(tout autre)10. Como lo mostraremos al final, se trata aquí de llegar a comprender la
responsabilidad como cuidado, para lo cual nos servirá de guía introductoria la
fenomenología del surgimiento de la responsabilidad que Patočka (1998) acomete en
sus Ensayos heréticos sobre la historia de la filosofía.
4.3 Responsabilidad como cuidado de tout autre
La génesis de la responsabilidad es identificada por el filósofo checo con la posibilidad
de vida auténtica basada en la distinción entre lo orgiástico o extraordinario y lo
ordinario así como en la historia misma de la humanidad. De acuerdo con Patočka, esta
historia comienza cuando el hombre, sustrayéndose a la naturaleza cíclica y al rapto
orgiástico que funde al sí mismo con la masa, se enfrenta a los dilemas relativos a su
libertad asumida como sujeto responsable que puede actuar11 y dar cuenta de su propia
existencia. Sin embargo, aquel sustraerse ha revestido una forma particular en los dos
hitos que marcan esta historia: en el platonismo, vía interiorización; y en el
cristianismo, vía represión.
Si lo orgiástico supone el retorno a la naturaleza, el perderse en fuerzas ciegas,
pulsionales y anárquicas; el platonismo invita, mediante la imagen del ascenso fuera
de la caverna, a un camino que conduce al interior de sí mismo y que prefigura lo que
se denominaría luego como la conciencia. Desde esta perspectiva, lo orgiástico se trae
al interior de la propia alma, lo cual supone una asunción12 de sí mismo como principio
10 Este juego de palabras relativo al doble sentido de la expresión francesa tout autre traducible como
“totalmente otro” o como “cualquier otro” es usado por Derrida (2000) en su obra Dar la muerte, la cual
será referida más adelante. 11 A diferencia de los (demás) animales, quienes simplemente hacen cosas, el hombre es el único que
actúa, en sentido estricto, cuando tiene ante sí diferentes posibilidades y opta por una de ellas. 12 Los significados asociados a este término, de acuerdo con el DRAE, son: 1) Acción y efecto de asumir;
2) Elevación, generalmente del espíritu; 3) Asunción (en mayúscula y por antonomasia) como el hecho
de ser elevada al cielo la Virgen María en cuerpo y alma; y 4) Acto de ser ascendido a una de las primeras
dignidades (por elección o aclamación). Estos significados, junto con los relativos a la noción de
111
de acción y, con ello, un germen de responsabilidad; de apelación a un yo mismo que
no puede ser exculpado de sus actos aduciendo una posesión causado por un daimon.
El platonismo configura entonces un intento de dominio de lo orgiástico que
pasa de señalarse como algo exterior a percibirse en adelante como lo trascendente
operando desde dentro del individuo. Esto trascendente es la idea del Bien, inteligible
para el alma, y con la cual el individuo dilucida sus decisiones en medio de una
dialéctica interna, pues la idea del bien está más allá de las cosas y supone un éx-tasis
(salida) del sí mismo. En este sentido, el platonismo se revela como una posibilidad de
ir más allá de las cosas, en donde la responsabilidad no se anuncia como el dominio
total de, sino como la relación con lo orgiástico. No obstante, en la medida en que el
bien es una idea trascendente, la relación con aquel no puede ser ni personal ni de total
control y claridad.
En el cristianismo, por su parte, la relación que el sí mismo establece es con
Dios y no con un bien impersonal. Empero, puesto que aquella relación no es fusional,
en ningún caso podría calificarse de orgiástica. En este sentido, Patočka (1988) asume
el cristianismo como el momento de plenitud de la responsabilidad, en un intento de
dominio de lo orgiástico (represión nunca definitiva de lo oscuro que permanece en la
interioridad del alma) y como respuesta a una persona, cuya alteridad radical e
inagotable hace de mi respons-abilidad algo infinito y cuya interpelación me constituye
a mi vez como persona: sujeto de un llamado y yo íntimo que responde (pp. 129-141).
Como podemos ver, la relación del sí mismo con Dios, del ego con el Alter, es, sin
embargo, de absoluta asimetría; no sólo porque él me escruta desde dentro y me conoce
mejor que yo mismo sin que yo a mi vez pueda verlo, sino porque estoy en una deuda
irremisible con él por el don de la vida.
Selbstaufhebung (ver nota 18) dan pistas para comprender o seguir ahondando, en mayor detalle y
cercanía con el pensamiento teológico, la responsabilidad.
112
Frente a la distorsión de la responsabilidad como ocupación orgiástica con
diferentes asuntos y cosas13, que conlleva el olvido de la propia singularidad y la caída
en una vida inauténtica, la historia tiene entonces que confesar, de acuerdo con Patočka,
que ella descansa en principios religiosos, que la auténtica responsabilidad se encuentra
religada (religio) a la fe y que es precisamente en virtud de la culpa/deuda (Schuld)
irremisible con el Otro absoluto que puedo ser responsable. Sin embargo, la
responsabilidad histórica permanece abierta en mi respuesta a un misterio que no
conozco plenamente porque es alteridad absoluta, es decir, en mi relación con aquel
Mysterium tremendum que hace posible el secreto como posibilidad de guardar algo
interiormente y que es, por ende, reducto de libertad.
Ahora bien, siguiendo la idea heideggeriana de la muerte como aquello que me
individualiza y me define como ser absolutamente singular, llegamos así a la reflexión
derrideana acerca de la responsabilidad como un dar(se) la muerte vinculado a la idea
de cuidado. Aquel dar(se) la muerte es entendido por Derrida (2000) como el asumir la
propia vida que por el modo en que esta se “gasta” supone también un asumir la propia
muerte (pp. 41-57). Ello, sin embargo, no en el sentido literal de fin biológico de la
existencia (cuyo acontecimiento simplemente adviene14), sino en el sentido que voy
dándole al vivir/morir; en la forma propia de interpretar (también en el sentido
performativo del inglés to play) la vida y la muerte, a pesar de que estas no puedan ser
estrictamente controladas.
El don de la vida es en últimas también el don de dar(se) la muerte que hace
posible mi libertad, que me singulariza y me hace persona. En virtud de esto, la
respons-abilidad es respuesta al misterio de aquel don que se borra a sí mismo y que a
la vez interpela como llamado (Ruf). No obstante, tal respuesta es, de hecho, un
13 En medio de una sociedad industrial que mecaniza todo y diluye la libertad, la voluntad de poder sobre
las cosas es otra forma orgiástica que hace olvidar las propias posibilidades de ser. 14 El caso del suicidio queda excluido de esta consideración en razón de que su ejecución anula al mismo
tiempo toda responsabilidad, toda respuesta al otro (tout autre).
113
hacerme cargo de aquel misterio que no puedo comprender y que, sin embargo, me
lleva a actuar más allá de lo que yo o cualquiera pudiese saber. He aquí la paradoja de
la responsabilidad: en la medida en que no puedo asegurar el fundamento último de
mis decisiones y acciones, las primeras se presentan también como momentos de rapto
(a pesar de su discernimiento, cálculos y razones) y las segundas se presentan también
como irresponsables (a pesar de ceñirse a códigos o de atender a casos particulares),
pues por mi arrojamiento en el mundo no puedo llegar a medir enteramente el alcance
de sus consecuencias.
Desde esta paradoja, podemos comprender el vínculo profundo entre la
responsabilidad y la muerte, en la medida en que en la decisión responsable supone
siempre, en beneficio de una singularidad (persona), el sacrificio de las demás
singularidades (personas). Ser responsable demanda entonces un a-prender (según el
juego de palabras derrideano entre apprendre y prendre) a dar la muerte, es decir,
ejercitándose en ella y tomándola para sí, lo cual abre una nueva paradoja: la muerte se
nos da, pero nosotros tenemos también que asumirla. Un ejemplo claro de esto es
Sócrates, quien “aprendió” a darse o tomar para sí la muerte15 dándole sentido a partir
de la inmortalidad del alma y a través de los valores y razones por los que vivió. De
hecho, si interpretamos este discurso acerca del alma, presente en el Fedón, como la
vida política de la comunidad (polis), podemos dilucidar mejor la noción de
responsabilidad desde la comprensión de la política, expuesta en el Gorgias, como arte
de cuidar el alma (la polis).
Así como la responsabilidad se encuentra en la medialidad del gesto (por el
arrojamiento en el mundo, la imperfección y aperturidad de la existencia), el cuidado
es de aquello que es frágil y escapa a la dicotomía de bondad o maldad puras, es decir;
el hombre mismo o las personas. En consecuencia, el ámbito de lo político, y por ende
15 En efecto, aun en la condena a muerte, como el caso de Sócrates, o aun en la tortura, nadie distinto de
sí mismo puede asumir su propia muerte.
114
el de la responsabilidad, se abre en el espacio del cuidado de sí mismo y de los otros.
Sin embargo, ni la responsabilidad ni el cuidado son exclusivamente políticos, ya que
su raíz se hunde en un plano existencial donde lo ontológico, lo ético y lo religioso
convergen o se diferencian según la interpretación hecha por distintos filósofos.
Heidegger, por ejemplo, muestra que el cuidado (Sorge, referido siempre a sí mismo)
es un modo de ser fundamental del Dasein que, además de ser más originario que la
preocupación por las cosas (Besorge) y la solicitud por las personas (Fürsorge), se basa
en la muerte como posibilidad más propia del Dasein que lo singulariza y que este debe
asumir.
Lévinas, por su parte, reflexionando en torno a la diferencia y analogía entre el
rostro de Dios y el rostro del prójimo, afirma que anterior al cuidado de sí, la
responsabilidad es ante el otro y me viene por el otro, pues de hecho es la alteridad la
que constituye mi mismidad. En cuanto a Kierkegaard, al referirse a Abraham y el
sacrificio de Isaac, aquel distingue entre la fe y la generalidad de la ética como si, de
acuerdo con Lévinas, el volverse hacia Dios único implicase un sacrificio de los demás
y de los deberes hacia ellos (Derrida, 2000, p. 83). Frente a estas dos posturas, Derrida
afirma en Dar la muerte que “ni uno [Kierkegaard] ni otro [Lévinas] pueden asegurarse
un concepto consecuente de lo ético ni de lo religioso ni, por consiguiente, del límite
entre ambos órdenes” (p. 83). Sin embargo, la deconstrucción derrideana no parece
tampoco establecer aquel límite superponiendo la ética a la religión (como lo haría
Lévinas) ni separando tajantemente una de la otra (como lo haría Kierkegaard), sino
manteniendo una tensión, un juego, no sólo entre ética y religión sino también entre
estas y la política por medio del schibboleth16: tout autre est tout autre.
Esta expresión parece a simple vista tautológica por la repetición de sus
vocablos a ambos lados de la cópula. Sin embargo, atendiendo a los dos sentidos
16 “Fórmula secreta que no puede decirse más que de un cierto modo en esta o aquella lengua” (Derrida,
2000, p. 87)
115
gramaticales de tout (como adjetivo pronominal indefinido: alguno, cualquiera,
cualquier otro; y como adverbio de cantidad: total, absoluta, radical, infinitamente otro)
tal homonimia deviene heterología radical y la alteridad se salva de ser reducida a una
identidad. Ahora bien, esto es posible según dos modos de interpretar este vocablo,
incluso en el caso en que se denomine/reemplace lo totalmente otro por el término Dios.
En tal caso, las dos “partituras” de interpretación de esto enigmático serían: (a) Lo
radicalmente otro es Dios y (b) Dios es cualquier otro (humano o no).
De acuerdo con Derrida (2000), el temblor de la alternancia de estas
interpretaciones es señal constitutiva de “el secreto de todos los secretos” (p. 81) que
reclama la salvaguarda del juego entre los hombres (“cualesquier/radicalmente otros”)
y Dios (cualquier/ radicalmente otro). Este juego, que abre el espacio o la esperanza de
la salvación, vincula en una de sus interpretaciones la alteridad a la singularidad,
estableciendo así un “contrato entre la universalidad y la excepción universal” (p. 86),
por el cual cualquier persona es un otro singular.
La responsabilidad como cuidado del otro se comprende entonces bajo el
paradigma del don, mencionado más arriba, cuyo origen es desconocido y no puede
presentarse ni recibirse como tal. Este don, Dios por excelencia, gratuidad absoluta, no
espera siquiera las gracias cuando muere en el darse a mí. Soy responsable ante el
absolutamente otro, don que se borra a sí mismo, don (deuda impagable) de la vida
misma y, por tanto, soy también responsable ante los otros, como lo hemos anotado en
este el segundo capítulo, mediante una relación que excluye toda expectativa de
reciprocidad e implica siempre la muerte o el sacrificio. Así, la responsabilidad es
cuidar de la vida, dar vida sin saber cómo y a costa de sí mismo, es decir, dándose
también la muerte. Lo anterior, sin que la promesa evangélica del Padre que ve en lo
secreto y recompensa (Mt 6, 4.6.18) reintroduzca la acción responsable a la economía
de su agente bajo una lógica calculadora y paralizante de medios ordenados a fines.
Respecto de aquel secreto, Kierkegaard encuentra una relación de absoluta
disimetría con lo radicalmente otro, es decir, con Dios que ve a través de mi secreto sin
que yo a mi vez pueda verlo. Por su parte, Derrida (2000) encuentra en aquella mirada
116
que me contempla el inicio de mi responsabilidad, como lo sugiere la expresión “ça me
regarde”, que traducimos como “aquello me concierne” o “es mi responsabilidad” (p.
89). No estamos aquí pues ante la idea de una autonomía kantiana, de la total libertad
y autoimposición de una ley (propias de una reflexividad filosófica que desconoce la
inconmensurabilidad del secreto de la “interioridad subjetiva” respecto del saber y la
objetividad), sino de una heteronomía en la cual no conozco ni tengo plena iniciativa
de la decisión que me es ordenada y que, sin embargo, es mía y sólo yo debo asumirla.
El icónico episodio de la Akedah o sacrificio de Abraham17, ampliamente
meditado por Kierkegaard en Temor y temblor, es retomado nuevamente por Derrida
para ilustrar lo referido a la responsabilidad como posibilidad de lo imposible (paradoja
del poder ser responsable pero siendo a la vez irresponsable) y como imposibilidad de
lo posible: que Dios reinscriba el sacrificio en la economía del sí mismo (en el oikos y
nomos, ley de casa donde rige lo propio) en una forma de recompensa, por la cual Dios
ahorra (épargne) o salva (saves) de la muerte a Isaac “devolviéndole” su vida. Y, sin
embargo, aquel ahorro o retorno (revenue, retour) no podría ser fruto de un cálculo o
una inversión en la decisión del sacrificio, pues en el secreto entre Abraham y Dios se
hacía necesaria la interrupción de toda comunicación e intercambio y, por ende, la
renuncia a todo sentido y propiedad que da inicio a la responsabilidad frente al deber
absoluto (Derrida, 2000, p. 93). Paradójicamente, sólo si la respons-abilidad, al igual
que la respuesta de Abraham, supera la espera y el descarte de toda réplica o
intercambio, “la economía se reapropia, bajo la ley del padre, la aneconomía del don
como don de la vida o, lo que viene a ser lo mismo, como don de la muerte” (Derrida,
2000, p. 94).
17 Aunque se habla corrientemente del sacrificio de Isaac, nos referimos al sacrificio del padre para
enfatizar por medio del doble genitivo, subjetivo y objetivo, la ambigüedad de un sacrificio que, por un
lado, sería ejecutado por Abraham y que, por otro lado, tendría a Abraham mismo como sacrificado en
(la muerte de) la persona de su hijo Isaac: lo más amado para él. Ver Gen 22. 1-19.
117
He aquí el “golpe de genio del cristianismo”, mencionado por Nietzsche como
relevo (Selbstaufhebung18) del hombre deudor (Schuldner) por el Dios acreedor
(Glaübiger) ante una deuda irremisible (unablosbar), y que en términos de Derrida
(2000) consiste en
el instante mismo de ese compartirse infinito del secreto […] [en] el trastocamiento y
la infinitización que confiere a Dios, al Otro o al nombre de Dios, la responsabilidad
de aquello que permanece más secreto que nunca, la experiencia irreductible de la
creencia, entre el crédito y la fe, el creer suspendido entre el crédito del acreedor
(Glaübiger) y la creencia (Glauben) del creyente (p. 110).
Así pues, si la responsabilidad frente a Dios es paradigma de la responsabilidad frente
a los otros (según lo insinúa la fórmula tout autre est tout autre), en el núcleo o la
suspensión de la creencia y la deuda se encuentra entonces un inevitable llamado a
acreditarse ante el otro, es decir, a hacerse/ser tanto su acreedor o deudor como a
hacerse/ser creíble para él/ella. Aquel llamado (Ruf), aquella deuda/culpa (Schuld),
están así en el origen de la respons-abilidad. Esta se resiste a toda egodicea,
autojustificación y buena conciencia, en cuanto es a la vez, paradójicamente,
irresponsabilidad irremisible (unablosbar) y se funda tanto en el sacrificio de otros
totalmente otros19 simultáneo a la decisión, como en el sacrificio de sí mismo en su
asunción. Con ello se presenta, sin embargo, otra paradoja: la responsabilidad es
sacrificio, pero también, y al mismo tiempo, cuidado de los otros y de sí mismo20.
18 Entre el término alemán Aufhebung, asociado a nociones como levantamiento y neutralización, y la
noción de Asunción en sus diferentes acepciones (ver nota 12) parece haber un vínculo que permite
dilucidar ambos términos en forma de un doble movimiento: 1) de una elevación de sí mismo en el
asumir la acción no-voluntaria en cuanto que proviene del Otro y 2) de relevo del Otro en mí a través de
la acción responsable por el otro. 19 De acuerdo con Derrida (2000), “No puedo responder al uno (o al Uno), es decir, al otro, sino
sacrificándole el otro. No soy responsable ante el uno (es decir, el otro) sino faltando a mis
responsabilidades ante todos los otros, ante la generalidad de la ética o de la política. Y jamás podré
justificar este sacrificio […]” (p.72). 20 En relación con la parábola del buen samaritano, Sandrín (2007) afirma que “si somos suficientemente
libres y fuertes podemos ayudar a los otros sin alejarnos de nuestro camino, podemos hacernos prójimos
de los demás sin olvidar hacernos prójimos de nosotros mismos […] En el mandamiento de amar al
118
El intento de señalar lo más originario entre el cuidado (que en Heidegger no
puede ser más que de sí mismo) y la responsabilidad ante el otro (Levinas) o por
determinar si es la muerte propia o la ajena aquello que me singulariza, está sujeto aún
a una lógica dicotómica que debe también deconstruirse. En efecto, a raíz de la alteridad
absoluta que constituye a los otros como absolutamente otros y que me constituye como
subjetividad, ámbito del secreto o “estructura de la interioridad invisible” (Derrida,
2000, pp. 103-104), el cuidado de los otros no puede darse sino en respuesta y atención
al Otro en mí como responsabilidad asumida, la cual supone, además, hacerse cargo de
la propia vida y darse a sí mismo la muerte. Por otro lado, si lo dionisiaco conlleva un
éxtasis inauténtico hacia una frenética ocupación con las cosas, la responsabilidad
conduce, en cambio, al cuidado de los otros y su vulnerabilidad como forma propia y
auténtica de perderse a sí mismo. Finalmente, definiendo la responsabilidad como una
apertura al otro, el cuidado de los otros concretos y de mí mismo en cuanto otro se
muestra igualmente originario y bajo la unidad del ser, siempre y únicamente, con otros
(Mitsein).
Hemos visto entonces que la noción de responsabilidad, desde la ética clásica
aristotélica, ha sido comprendida bajo el paradigma de la imputabilidad y de las
dicotomías medios-fines, hacer-actuar, voluntario-involuntario. Sin embargo, hemos
visto también cómo, más allá del modelo de la agencia, la responsabilidad puede
comprenderse como correlato de un llamado interior que desata un movimiento no-
voluntario en el sí mismo. Este, interpelado por el encuentro con la alteridad absoluta
en la singularidad inconmensurable de cada uno/cualquier otro, conforma su voluntad
a aquel llamado en una acción performada bajo la forma del gesto como medialidad sin
fin. Esta ausencia de fin, que supone la imposibilidad de todo cálculo, previsibilidad de
prójimo como a nosotros mismos, este «como» se refiere tanto al amor al otro como al amor a sí mismo.
Nos hace comprender que el amor a Dios, el amor al otro y el amor a nosotros mismos son un único y
gran amor” (p. 7).
119
consecuencias y retribución de la acción, así como la facticidad de la existencia, abre
campo a lo político, lo ético y lo religioso. De este modo, entre los límites porosos,
ambiguos y tensos de aquellos campos, surge la posibilidad de la libertad, de la decisión
y de la responsabilidad, atravesadas por múltiples paradojas respecto del cuidado y el
sacrificio, de la alteridad y la singularidad absolutas, de la muerte propia y ajena, del
don de la vida o de la muerte. Todas ellas, al igual que el gesto, propio de la acción
ético-política, permanecen abiertas y a la vez secretas: expuestas e irreductibles.
CONCLUSIÓN
El cuerpo, la psique y la voluntad los consideramos cotidianamente como aspectos
constitutivos de lo que somos y por eso nos referimos a aquellos tres en los términos
de propiedad que sugiere el posesivo “mi”. Hablamos así de mi cuerpo (con sus
diferentes partes y extremidades), de mi psique (mi conducta y lo que pasa por mi
mente: pensamientos, recuerdos, etc.) y de mi voluntad (mis deseos, mis resoluciones,
mis acciones…). Sin embargo, como se ha mostrado en el primer capítulo, aquellos
aspectos que tenemos por propios y, por ende, como fundamento de nuestra identidad
personal, pueden ser también experimentados con cierta extrañeza. Eso “propio” puede
perderse o, por lo menos, sufrir una gran alteración debido a la enfermedad o la vejez.
Mi cuerpo, mi psique y todo lo atribuible, en principio, a mi “libre y autónoma”
voluntad se presentan también como fenómenos de alteridad, cuando no conseguimos
identificarnos plenamente con ellos o descubrimos que no son de nuestro entero
dominio.
De acuerdo con lo que hemos analizado en este trabajo, esto último sucede
particularmente en circunstancias que hacen patentes no sólo los límites de nuestro ser,
sino también la imposibilidad de controlar plenamente nuestra vida. A nivel físico1
(corporal y psicológico), aquello se hace evidente en medio de la enfermedad a través
de la cual el cuerpo y la mente se experimentan sobretodo como forma pasiva de
padecimiento, antes que como “principio” de acción. A nivel de la voluntad, aquello se
1 Recordemos aquí que la distinción entre la alteridad desde la psique y desde el propio cuerpo se ha
justificado en el primer capítulo no sobre la base de un dualismo metafísico, sino en razón de las
particularidades que reviste el fenómeno de la alteridad consigo mismo, cuando se relaciona de manera
más evidente con una u otra de estas dimensiones del ser humano.
121
da, en términos de Agustín, en la experiencia de “escisión de la voluntad”, debido a su
labilidad que dificulta el autodominio o, en términos de Ricœur, cuando el propio
querer es incapaz de cambiar radicalmente el carácter del sí mismo y de sustraerse
totalmente al influjo del inconsciente. Cuando en estos niveles ni yo ni los otros logran
reconocerme satisfactoriamente respecto de lo que soy o he sido, nos hallamos entonces
confrontados con las dimensiones constitutivas de la identidad, es decir, de lo que cada
uno estima como su propio “yo mismo”. De este modo, descubrimos que nuestro yo
tiene una inevitable condición de alter que arruina su pretensión de erigirse como
identidad cerrada, como sujeto absolutamente independiente, autónomo y transparente:
un yo fundamento de sí mismo.
Tal condición de alter(ación) en el yo no supone, sin embargo, una negación de
la identidad y singularidad que nos hacen seres personales e individuos responsables
de nuestros actos, tal como lo hemos anotado anteriormente. Aprehender la propia
humanidad a partir de la categoría de la alteridad significa pues “[comprender] lo
dramático de la existencia, pues impone al mismo tiempo la renuncia a la inmanencia
perfecta y a la subjetividad pura […] ver la existencia como un perpetuo intermedio
[en la que] yo no puedo darme sin que se dé también lo otro” (Jolif, 1969, p. 184). En
efecto, hay un cierto drama en el hecho de que no tengamos total soberanía, ni siquiera
sobre nosotros mismos2. No obstante, ¿hay acaso algo otro, además de mi
vulnerabilidad y de mi labilidad, que dándose en mí haga posible mi darme al otro? Es
decir, ¿hay alguna experiencia íntima de alteridad no alienante a pesar de los límites de
lo que soy y puedo ser?
El fenómeno de alteridad como el Infinito en mí es lo que hemos explorado en
el segundo capítulo a través del pensamiento de Lévinas, el cual nos ha dado la clave
para acercarnos a una dimensión otra del sí mismo que, en cuanto alteridad absoluta,
permite concebir la subjetividad como responsabilidad por y para el otro. Este otro,
2 Aunque nos hemos referido sobre todo a circunstancias ligadas a enfermedades graves o raras y que
comprometen en alto grado la autonomía del sujeto, el mismo análisis sobre la alteridad en la raíz de la
identidad puede extenderse a cualquier situación de enfermedad: basta con una mínima “discapacidad”,
pasajera o permanente, del sí mismo para que este descubra que algo otro lo atraviesa y lo limita desde
dentro.
122
cualquier otro, es además diferente de mí y a la vez persona como yo. En este sentido,
apoyados en la comprensión personalista de Scheler, hemos visto que aquella
responsabilidad por el otro puede ser también interpretada como un amor absoluto o
moral, el cual, más allá de la vulnerabilidad corporal y de los límites, ataduras e
impotencias de la voluntad propia y del prójimo, brota de la más profunda interioridad
y se dirige al centro más íntimo del otro con independencia de sus determinaciones o
carácter. Esto es lo que hemos abordado en el tercer capítulo, luego de examinar el
surgimiento del problema filosófico del otro y diferentes teorizaciones que con mayor
o menor éxito intentaron responder a él. Por último, el vínculo entre la alteridad, la
subjetividad y la responsabilidad se ha desarrollado en el cuarto capítulo mediante el
concepto de la acción responsable, la cual ha sido entendida con las siguientes
características: como acción gestual no-voluntaria, sin exclusión de una agencia en el
sujeto, como propia del ámbito más amplio de lo ético-político (no sólo de la relación
interpersonal con un otro), y finalmente, orientada al cuidado de la vulnerabilidad antes
que a la reivindicación de la autonomía personal.
Hemos visto aquí también el papel del gesto como una forma de acción distinta
de los actos (voluntarios o involuntarios) que, sin embargo, se encuentra a medio
camino entre lo voluntario y lo involuntario. Este es también el ámbito de la
responsabilidad cuyo ejercicio es en cada caso una asunción de lo que escapa a mi
“propio” y completo dominio. En este sentido, la acción responsable es aquella que
atiende a las dimensiones de la alteridad y las integra cuando llevo sobre mí o asumo,
en cada caso, a los otros, a lo otro absoluto e incluso a mi ser otro en su padecer y
pasividad como si fuesen yo mismo, aunque los experimente distintos de mí. De este
modo, cabe decir que la responsabilidad es concomitante del encuentro con la alteridad.
Finalmente, la manera en que hemos aludido a la identidad y la diferencia, a la
mismidad y la alteridad, busca dilucidar el camino de la reconciliación al interior de
cada uno y con los otros. Este camino está siempre por recorrer y demanda, pues, en
cada caso, el reconocimiento y el cuidado de nuestra particularidad, de nuestra común
vulnerabilidad y del Infinito que nos religa en responsabilidad con todo lo otro. Esto
supone también el cuidado de la naturaleza y el cuidado de cada uno por sí mismo.
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