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HISTORIA DEL CINE UNIVERSAL ETAPA I (EL PRECINE) A decir verdad, todo este apartado queda resumido en un titular: la primera fotografía fue captada en 1839 por Josep Nicéfore Niepce. De ahí en adelante, el nuevo sistema, basado en un proceso químico, vino a competir con la pintura y abrió la compuerta que nos conduce al séptimo arte. Es cierto que, en un primer momento, la existencia de la fotografía generó tensiones entre sus defensores y el universo de los pintores. Pero poco a poco cesaron las suspicacias, y no sorprende el interés fotográfico que mostraron Delacroix, Degas y Renoir. En todo caso, antes de que el cine llegara a ser una realidad, hubo una serie de avances que contribuyeron a poner sus cimientos. Citarlos equivale a trazar una línea en la que cada avance parece impulsar al siguiente. Vamos por orden, sin detenernos demasiado en cada efeméride. En 1574 Francisco Mairolicus establece su teoría de los colores. Distingue siete tonos en el arco iris; cuatro fundamentales y tres intermedios. En 1593 Giambattista della Porta saca a la luz su Magic Naturelle. Se le atribuye la invención de la cámara oscura y de un precedente de la linterna mágica. En 1602 nace Athanasius Kircher, inventor de la linterna mágica. En 1765 D'Arcy establece la permanencia de las imágenes en la retina en 1/8 de segundo aproximadamente. En 1780 Jacques A. Charles crea el Megascopio, que proyecta directamente en pantalla imágenes ampliadas de cualquier objetivo. Apenas han transcurrido unos años, y en 1798 el público ya se aterra ante la Phantasmagoria, de Etienne Robertson, que emplea una linterna mágica perfeccionada. En 1802: Thomas Wedgwood y Humphrey Davey publican Una crónica sobre un método para fabricar siluetas por medio de la acción de la luz sobre el nitrato de plata.

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HISTORIA DEL CINE UNIVERSAL

ETAPA I(EL PRECINE)

A decir verdad, todo este apartado queda resumido en un titular: la primera fotografía fue

captada en 1839 por Josep Nicéfore Niepce.

De ahí en adelante, el nuevo sistema, basado en un proceso químico, vino a competir con la

pintura y abrió la compuerta que nos conduce al séptimo arte. Es cierto que, en un primer

momento, la existencia de la fotografía generó tensiones entre sus defensores y el universo de los

pintores. Pero poco a poco cesaron las suspicacias, y no sorprende el interés fotográfico que

mostraron Delacroix, Degas y Renoir.

En todo caso, antes de que el cine llegara a ser una realidad, hubo una serie de avances que

contribuyeron a poner sus cimientos. Citarlos equivale a trazar una línea en la que cada avance

parece impulsar al siguiente.

Vamos por orden, sin detenernos demasiado en cada efeméride. En 1574 Francisco Mairolicus

establece su teoría de los colores. Distingue siete tonos en el arco iris; cuatro fundamentales y tres

intermedios. En 1593 Giambattista della Porta saca a la luz su Magic Naturelle. Se le atribuye la

invención de la cámara oscura y de un precedente de la linterna mágica.

En 1602 nace Athanasius Kircher, inventor de la linterna mágica. En 1765 D'Arcy establece la

permanencia de las imágenes en la retina en 1/8 de segundo aproximadamente. En 1780 Jacques

A. Charles crea el Megascopio, que proyecta directamente en pantalla imágenes ampliadas de

cualquier objetivo.

Apenas han transcurrido unos años, y en 1798 el público ya se aterra ante la Phantasmagoria, de

Etienne Robertson, que emplea una linterna mágica perfeccionada. En 1802: Thomas Wedgwood y

Humphrey Davey publican Una crónica sobre un método para fabricar siluetas por medio de la

acción de la luz sobre el nitrato de plata.

En 1819 Sir William Herschel descubre las propiedades de los halogenuros de plata, base del

fijado fotográfico. Como ven, ya estamos muy cerca de los primeros retratos.

En 1822 Josep Nicéfore Niepce obtiene el primer punto de vista obtenido en soporte de vidrio. Dos

años después, P. Mark Roget presenta a la Royal Society su Teoría de percepción visual del

movimiento. En 1824 se logra la primera imagen fijada sobre una superficie sensible.

En 1826 John A. Paris presenta el Thaumatrope, una carta que, cuando se la hace girar, da una

divertida sensación de movimiento. En 1829 Joseph A. Plateau publica sus tesis sobre la

percepción retiniana y la persistencia de la visión. En 1833 se conoce el Phenakitiscope o

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Phantascope, de Plateau, consistente en unos dibujos animados en un disco que, al girar, también

produce sensación de movimiento.

Ese mismo año Simon J. Ritter da a conocer sus discos estroboscópicos.

En 1834 se muestra el Zoótropo o Dedalum, de William G. Horner, un ilindro giratorio, también con

dibujos manuales. En 1849 Hervé Faye registra su cronofotómetro, que permite el análisis

fotográfico del movimiento.

En 1851 la aparición del colodión hace posible las exposiciones instantáneas. En 1852 se da a

conocer el Phenakitiscope Stereoscope, de Wheatstone. En1853 el Kinetoscopio, de Frank von

Uchatius, proyecta dibujos móviles. En 1855 Alexander W. Parkes descubre la base de celulosa;

después celuloide. En 1866 aparece el Choreutoscope, una transparencia que permite a la linterna

mágica proyectar dibujos móviles.

En 1868 los hermanos Hyatt comercializan el celuloide. En 1870, mediante su Phasmatrope, Henry

R. Heyl proyecta imágenes fotográficas móviles. En 1872 Eadweard Muybridge inicia sus famosos

estudios del movimiento, utilizando baterías de cámaras.

Allá por 1877 aparece el Praxinoscopio, de Keynaud, que viene a ser un Zoótropo perfeccionado.

En 1881 el Zoopraxiscopio, de Muybridge, proyecta imágenes móviles basadas en fotografías.

En 1882 Etienne Jules Marey alarga el revólver de Jansen hasta convertirlo en un fusil fotográfico.

En 1888 el Cronofotógrafo, de Marey, utiliza película de rollo y presenta sus primeras tomas a la

Academia de Ciencias de París.

En 1888 Potter idea una linterna mágica con banda o película. En 1891 Edison y Dickson inventan

el Kinetograph. En 1892 se da a conocer el Cronofotógrafo eléctrico, de Londe.

Corre el año 1892, y Reynaud utiliza el Praxinoscopio para proyectar públicamente las Pantomimes

Lumineuses, bandas transparentes pintadas que relatan una historia. En 1893 Marey idea un

aparato para proyectar fotografías animadas.

Mucho tienen que ver estos avances sobre la proyección de imágenes en la consecución de

“movimiento”. Precisamente los pasos más importantes se suceden a lo largo del siglo XIX, y en

sus orígenes se habla de nombres científicos muy llamativos como el Thaumatrope (John A. Paris,

1826), el Phenakitiscope (Joseph A. Plateau, 1833), el Zoótropo (William G. Horner, 1834) y

sucesivas modificaciones y perfeccionamientos de estos sistemas, hasta llegar al citado

Kinetógrafo de Edison y Dickson en 1891.

Imagen superior: Fantasmagoría. A fines del siglo XVIII y en el XIX, el empleo de la linterna mágica

era idóneo para dar al público la sensación de que se hallaba frente a un espectro.

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ETAPA II(EL CINE INAUGURAL)

En general, se cita como fecha del nacimiento del cine el 28 de diciembre de 1895. Ese día

los hermanos Louis y Auguste Lumière ofrecieron la primera exhibición pública de su

Cinematógrafo.

No obstante, se sabe que en esas fechas otros muchos pioneros ya estaban proyectando también

imágenes por otros sistemas que, quizás, todavía no tenían la perfección del francés.

En cualquier caso, es un hecho que los pioneros fueron, sobre todo, fotógrafos. No por casualidad,

ellos disponían de una mínima infraestructura para poder procesar en sus laboratorios las

imágenes obtenidas.

La primera proyección se ofreció en el conocido Salon Indien del Gran Café situado en el número

14 del Boulevard des Capucines parisino.

Los comentarios de la época señalan que los espectadores quedaron sorprendidos y exaltados

ante aquellas imágenes que pasaban ante sus ojos. Pronto corrió por todo París la noticia, y el

Salon Indien se quedó pequeño.

Las primeras imágenes rodadas por los Lumière en 1894 (Bicycliste, Acuarium) fueron superadas

por sus siguientes films: Salida de los obreros de la fábrica Lumière, en Lyon-Mont Plaisir; El

regador regado; L’Arrivée des congressistes à Neuville-sur-Saône y Les Forgerons.

Eran películas de apenas unos segundos de duración. Simples tomas de vistas, escenas familiares

y festivas o pequeñas situaciones cómicas. En definitiva, un espectáculo idóneo para los feriantes y

para los espectáculos de variedades. Ni que decir tiene que un tropel de magos e ilusionistas supo

ver las posibilidades del invento.

Uno de los primeros espectadores, el prestidigitador George Méliès, director por aquel entonces del

Teatro Robert Houdin, encontró en el nuevo invento el soporte que necesitaba para mejorar sus

espectáculos. Poco después, el mago impresionó títulos como Escamoteo de una dama (1896) y

La cueva maldita (1898).

El kinetoscopio de Edison, de visión individual, ya era conocido en buena parte del mundo. Sin

embargo, en Norteamérica, el detonante del nacimiento de la primera industria cinematográfica

fueron las exhibiciones ofrecidas por el representante de los Lumière.

Los empresarios locales pronto decidieron hacer frente común en el desarrollo de una industria

propia, y así fueron surgiendo las primeras productoras Biograph (1897) y Vitagraph (1898), que se

unían a la ya implantada Edison Co. (1892).

En el resto del mundo las primeras imágenes que se exhibieron a partir de 1895 fueron,

básicamente, las procedentes de los almacenes de los Lumière, al tiempo que en cada país los

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representantes de la firma impresionaban asuntos convencionales, de corte costumbrista o

paisajístico.

En esta línea, destaca el grupo de fotógrafos de Brighton, en Inglaterra. Fueron James Williamson,

George Albert Smith y Alfred Collins los que aprovecharon las aportaciones de su coetáneo Robert

William Paul para rodar todo tipo de escenas que en nada se diferenciaban de las aportadas por

los franceses y norteamericanos.

La producción existente entre 1895 y 1902 abrió todas las posibilidades al desarrollo del negocio

del cine. El pesimismo de los Lumière fue contrarrestado, básicamente por la producción de Méliès

y Edison. Este último, sobre todo, quiso controlar desde el primer momento el negocio del cine,

como si fuera patente suya. Su tenaz empeño por reclamar los derechos sobre sus patentes le

condujo a frecuentar el juzgado revisando una a una los varios centenares de denuncias contra

aquellos que querían usurparle sus derechos.

Esta primera guerra de patentes finalizó en 1908, con la puesta en marcha de la Motion Pictures

Patents Company (MPPC) con Edison al frente.

Los primeros atisbos de ficción cinematográfica se deben a El beso (1896), producido por Edison, y

llegan a su punto culminante con Asalto y robo de un tren (1903), de Edwin S. Porter.

Mientras el espectáculo continuaba su marcha abordando historias más completas y un poco más

largas, el ilusionista Méliès, que por aquel entonces seguía trabajando en el escenario del Robert

Houdin parisino, decidió hacerse un hueco en el mundo del cinematógrafo.

Conjugando su habilidades dirigió Escamoteo de una dama (1896), una película con abundancia

de trucos que le dio pie a diseñar una nueva dimensión de espectáculo. El progreso creativo le

llevó a La Luna a un metro (1898), película con una construcción narrativa diferente, a base de

varios planos, algo inusual en aquellos años aunque con claras referencias teatrales.

Su obra maestra fue Viaje a la luna (1902).

El sector de exhibición comenzó a fraccionarse: muchos empresarios mantuvieron sus programas

ambulantes, y en las grandes ciudades, los barracones dieron paso a las salas estables entre 1903

y 1906. Poco después, se abrieron los primeros coliseos.

Al cine francés de aquella época, y al margen de catástrofes como el incendio en el Bazar de la

Caridad parisino, le afectó el cúmulo de dificultades con que se encontró la expansión del negocio

a nivel internacional, básicamente por la falta de una distribución controlada, dado que en aquel

periodo europeos y estadounidenses copiaron literalmente las películas que hacían unos y otros y

las comercializaron sin ningún tipo de escrúpulo.

No obstante, ello no impidió que en torno al invento de los Lumière se consolidara una industria

con ciertas garantías. Charles Pathé, un pequeño empresario dedicado al negocio del fonógrafo,

aprovechó las novedades cinematográficas que estaban surgiendo para iniciar, bajo el sello Pathé

Frères, la producción de películas, muy en la línea de lo que hacían Lumière y Edison. El otro gran

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empresario del momento fue, sin duda, Léon Gaumont, que tras iniciarse en el campo de la óptica,

desarrolló una intensa actividad en el mundo del cine como productor, distribuidor y exhibidor.

Asimismo, niciaron su producción las compañías italianas A. Ambrosio (1904), Alberini y

Santoni/Cinès (1904/06), Itala (1908), Aquila (1908), Milano (1908); la danesa Nordisk Films

Compagni (1906), y firmas francesas como Eclair, Lux y Film d’Art (1907).

Junto a Edwin S. Porter o los franceses Ferdinand Zecca y Louis Feuillade, en todos los países

fueron numerosos los pioneros: directores que llegaron al cine casualmente y que maduraron sobre

su propio aprendizaje.

La expansión del negocio cinematográfico en los primeros años del siglo XX no pasó desapercibido

para muchos empresarios. No obstante, en esta época no estaba nada claro de quien dependía

ese negocio, pues el mencionado problema de las patentes –el pago por la utilización de

materiales y equipos– originó una picaresca sorprendente.

El lema parecía ser: “Con Edison o contra Edison”. Con todo, ya estaban en marcha empresas

norteamericanas como American Mutoscope & Biograph Company (1895), William Selig (1896),

Siegmund Lubin (1897), American Vitagraph (1898), Kalem Company (1907) y Essanay (1907).

La Motion Pictures Patents Company (MPPC) tuvo que vérselas con un grupo de independientes

que prefería no tener que pagar ninguna cuota y desarrollar sus negocios al margen. Entre ellos se

encontraban William Fox, Carl Laemmle, Samuel Goldwyn, Marcus Loew, los hermanos Warner y

Adolph Zukor. Dicho de otro modo: los pilares sobre los que se consolidará el primitivo Hollywood.

A partir de 1907 se empezaron a rodar películas en Hollywood y se levantaron allí los primeros

estudios. El primer diseño industrial con una organización definida en el sector de producción fue el

impulsado por Thomas H. Ince, uno de los directores más activos de estos primeros años, quien

levantó en 1913 sus Estudios “Inceville” y en los que impuso unos criterios de trabajo asentados

sobre el control absoluto del producto a partir del guión y el montaje de la película.

Hasta la fecha la producción apenas había alcanzado los dos o tres rollos, escasamente se habían

aprovechado los recursos publicitarios de la industria y los otros sectores tenían asumida la

rentabilidad de la nueva propuesta que hacían desde Hollywood: el largometraje.

El primer paso lo dio D. W. Griffith cuando dirigió El nacimiento de una nación (1914).

En Gran Bretaña el sector creció a través de firmas como Bulldog, cuyo propietario levantó los

primitivos estudios Ealing (1910), The London Film Company (1913) y Broadwest Film Company

(1914). En Dinamarca la productoras Svenska y Skandia (1916) impulsaron todavía más la

industria de su país.

En Alemania se fundó la UFA Universal Film Aktiengesellschaft (1917). Para entonces, en China ya

trabajaban sin descanso las productoras Mingxing (1913), Shangwu Yinshuguan y Zhongguo

Yingxi Yanjiushe (1919).

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En 1896 llegó a México el primer cinematógrafo de los hermanos Lumiére. Al igual que en otras

ciudades, el lugar elegido fue una céntrica y elegante calle llamada Plateros. La presentación corrió

a cargo de Gabriel Vayre y C.J. von Bernard, de la casa Lumière, y Salvador Toscano Barragán.

El público reaccionó muy positivamente, encontrando en el nuevo invento una manera diferente de

entretenerse. Lo que más dominó en el cine mexicano durante sus quince primeros años de vida

fueron las imágenes documentales y los reportajes del estilo Inundaciones en Guanajuato o El viaje

de Porfirio Díaz a Yucatán. La crítica situación social en los años diez, facilitó la entrada de las

producciones norteamericanas en el país. Al mismo tiempo, las película italianas de este momento

sirvieron de punto de partida para los primeros largometrajes de ficción mexicanos: Orgullo fatal

(1915) y La luz (1917), siendo Emma Padilla la primera actriz de renombre.

Coincidiendo con el desarrollo industrial de su vecino americano, Azteca Film abrió sus puertas en

1917, con una serie de melodramas entre los que destacaron En defensa propia y En la sombra.

Poco después, inició su actividad el distribuidor Germán Camus con películas como Santa caridad

(1918) y La parcela (1919). Fue, por estas fechas, cuando se rodaron seriales como El automóvil

gris (1919) y su secuela, La banda del automóvil gris (1920).

La sombra industrial de Edison llegó a Buenos Aires en 1894, momento en el que se instalaron en

la ciudad los primeros Kinetoscopios. El invento francés, sin embargo, no tardó mucho tiempo en

hacerse presente entre los argentinos, pues en julio de 1896 se efectuó una primera proyección de

películas Lumière en la capital, concretamente en el Teatro Odeón. Se considera que las imágenes

de La bandera argentina (1897) son las primeras que fueron impresionadas en tierras argentinas.

Diez años más tarde, el director de origen italiano Mario Gallo rodó una historia dramática titulada

El fusilamiento de Dorrego (1908), mientras otros empresarios y directores acometieron el rodaje

de documentales.

Entre los primeros empresarios del cine argentino se puede mencionar a Max Glücksmann, a Julio

Raúl Alsina y, especialmente, a Federico Valle, impulsor del Film Revista Valle, un noticiario del

que llegó a realizar más de quinientos números, con carácter semanal.

Entre las cintas de los pioneros, sobresalen Nobleza gaucha (1915), de Eduardo Martínez de la

Pera y Ernesto Gunche, de gran repercusión popular y éxito de taquilla, y El último malón (1916),

de Alcides Greca.

José Agustín Ferreyra apostó por mostrar con calor humano el trasfondo social. Desde El tango de

la muerte (1917) hasta Canto a mi ciudad (1930), Ferreyra plasmó una gran variedad de vivencias

con las que podía sentirse identificada la audiencia popular.

Imagen superior: Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, 1903) © Edison Manufacturing

Company, Image Entertainment. Reservados todos los derechos.

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Historia del Cine III. Los años 10

Ante los avasalladores recursos del cine norteamericano, el cine italiano buscó la

espectacularidad en cintas como Los últimos días de Pompeya (1907).

Pathè se rodeó de personas que se hicieron cargo de la dirección de películas, cuya experiencia

fue consolidándose a fuerza de cometer errores. Así, Ferdinand Zecca desarrolló una carrera

prolífica a su sombra, siempre funcional y abordando muchos de los temas que fueron recurso

común entre los directores de la época. Dirigió Las víctimas del alcohol (1901), El amante de la

luna (1905) y, entre ambas, uno de sus trabajos más destacados, Vida, Pasión y Muerte de

Nuestro Señor Jesucristo (1902-1905), una larga historia muy bien dirigida.

De la misma forma actuó Gaumont, quien no sólo dio oportunidad a Alice Guy de convertirse en la

primera directora, sino que supo también rodearse de directores que le reportaron mucho prestigio,

como Victorin Jasset y Louis Feuillade.

El cine se afianzó artísticamente sobre la producción de una serie de películas denominadas

Películas de Arte (Film d’Art), un modelo impulsado por el banquero y empresario Paul Lafitte con

la colaboración de miembros de la Comedia Francesa e intelectuales diversos.

Uno de los títulos más representativos del movimiento fue El asesinato del duque de Guisa (1908),

que bajo un nivel creativo muy teatral permitió difundir el cine entre las clases sociales más altas,

hecho que despertó el interés de Pathé y le llevó a crear inmediatamente una sociedad (la

Sociedad Cinematográfica de Autores y Gentes de Letras) para producir el mismo tipo de cine que

Lafitte.

Fueron años de euforia para el cine francés, pues los dos grandes empresarios, Pathé y Gaumont,

lograron alcanzar un ritmo de producción muy alto y sus películas se programaron en todo el

mundo. París se convirtió en la capital cinematográfica por excelencia. Las dos principales

productoras se encargaron de lanzar a algunos de los grandes nombres del cine cómico de la

época, como André Deed y Max Linder. El primero protagonizó una serie de historias grotescas,

mientras el segundo creaba un personaje con estilo, un hombre de clase.

Fue asimismo una época en la que se desarrollaba con gran intensidad un nuevo formato: el serial,

que confirmó el deseo de producir películas más largas en duración. No obstante, como todavía no

se había asumido el largometraje como formato de programación, los productores diseñaron el

modelo de historia por entregas –en las que se hacía especial hincapié en un final de suspense

que animase al espectador a ver el siguiente episodio– con el fin de aprovechar mejor los

argumentos.

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Surgieron así las películas de Victorin Jasset para la Eclair (Nick Carter, 1908; Zigomar, 1911), que

entre otras producciones le consolidaron como uno de los pilares del cine francés, y las de Louis

Feuillade, quien demostró su gran dominio del relato en las historias de Fantomas (1913).

El cine francés abría una importante puerta a las adaptaciones de los grandes maestros literarios

como Emilio Zola y Victor Hugo, y también permitió la consolidación de uno de los grandes

maestros del cine de dibujos animados, Émile Cohl.

En la línea del Film d’Art se movía el cine español, sustentando su producción en las comedias y

los dramas de gran tradición literaria. Era sorprendente que en una cinematografía con escasos

recursos económicos tuviese la osadía de participar en La vida de Cristóbal Colón y su

descubrimiento de América (1916),  una coproducción con Francia de presupuesto desmedido (un

millón de pesetas de la época).

Mientras los productores norteamericanos se decantaban por las tierras californianas para rodar

muchas de sus películas, en Europa los italianos se centraron en fastuosas epopeyas clásicas,

como Quo Vadis? (1913), de Enrico Guazzoni y Cabiria (1914), de Giovanni Pastrone.

Por estas fechas, se hablaba ya del cine como Séptimo Arte. Todo se debió al Manifiesto de las

siete artes, hecho público por Riciotto Canudo en 1911. En todo caso, basta revisar las cintas del

sueco Victor Sjöström para comprender en qué medida las películas podían llegar a ser un hecho

artístico.

En Estados Unidos, se trataban de mitigar las consecuencias del enfrentamiento entre MPPC y la

Independent Motion Picture Dristributing and Sales, con un enérgico Carl Laemle al frente de la

misma.

No obstante, estas luchas empresariales sirvieron en gran medida para que empresarios como

Adolph Zukor, Carl Laemmle, los hermanos Warner, Marcus Loew, Samuel Goldwyn y William Fox,

que ya habían entrado en el mundo del cine como exhibidores en los primeros años del siglo,

comenzaran a consolidarse como productores, con algunas de las firmas que unos años más tarde

darían origen a las más importantes empresas de producción: Paramount, Universal, Warner

Brothers,  20th Century Fox...

Adolph Zukor fue el promotor de un nuevo y perdurable concepto de industria. Comenzó

contratando a directores y actores importantes, se unió a otros empresarios para consolidar una

empresa de producción con cierta estabilidad (la Paramount), llegó a establecer varios tipos de

programas para las salas y, al mismo tiempo, diversas fórmulas de contratación con los

exhibidores.

Pronto tuvo muchos seguidores, y con ellos el naciente Hollywood comenzaba a andar por los

caminos más firmes, dado que por estos años diez, en su aspecto creativo también se había

situado en los niveles más altos de madurez con las aportaciones singulares de David Wark

Griffith, sobre todo con sus películas El nacimiento de una nación (1915) e Intolerancia (1916).

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Cuando David W. Griffith sentó las bases de una estructura narrativa propia, la industria del cine

comenzó a sentirse más segura y se alejó paulatinamente del lastre culturalista para centrarse de

lleno en el entretenimiento, definiendo con ello el concepto de espectáculo.

Si Griffith consolidó definitivamente el lenguaje cinematográfico, la industria norteamericana

confirmaba que además de buscar la comercialidad de sus productos también tenía en cuenta la

aportación creativa de los mismos. Es así como se realizaron numerosos westerns, un género

plenamente cinematográfico.

En el seno de la industria ya se apreciaba un gran movimiento humano, y no sólo por la

contratación de actores, técnicos y directores, sino porque muchos de estos profesionales se

independizaron creando sus propias productoras. En el plano financiero, la fama le sonreía a Mary

Pickford, a las hermanas Lillian y Dorothy Gish, a Theda Bara, a Douglas Fairbanks, a Rodolfo

Valentino y al cowboy Tom Mix.

Mack Sennett impulsó la más efectiva fábrica de cine cómico, en la que se hicieron famosos sus

“Keystone Co.” y de la que surgieron nombres que iban a serlo todo en el cine humorístico: Charles

Chaplin, Harold Lloyd, Mabel Normand, Gloria Swanson, Roscoe Arbuckle, Wallace Beery, W.C.

Fields, Marie Dressler y Harry Langdon.

De las restantes y numerosas cintas que sobresalieron durante esas dos primeras décadas del

siglo, escojo el siguiente listado que, si bien es incompleto, puede resultar representativo: A Corner

in Wheat (D.W. Griffith, 1909), Drive for Life (D.W.Griffith, 1909), Ingeborg Holm (Victor Sjöström,

1913), Cabiria (Giovanni Pastrone, 1914), The Cheat (Cecil B. DeMille, 1915), Les Vampires (Louis

Feuillade, 1915), Judex (Louis Feuillade, 1916), El proscrito y su esposa (Victor Sjöström, 1917)

The Immigrant (Charles Chaplin, 1917),  La carreta fantástica (Victor Sjöström, 20), Blind Husbands

(Eric von Stroheim, 1919) y El canto de la flor escarlata (Mauritz Stiller, 1919).

Imagen superior: Les vampires (1915), de Louis Feuillade © Societé des Etablissements L.

Gaumont, Columbia TriStar Home Video. Reservados todos los derechos.

Historia del Cine IV. Los años 20

El conjunto de productores de Hollywood se dio cuenta de que había que incrementar la

producción disponiendo al mismo tiempo de estructuras de comercialización sólidas.

Hacia el segundo lustro de los veinte, ya eran muy activas productoras como la Universal (1912),

Famous Player-Lasky/Paramount (1913), Warner Bros (1913), Fox (1914), Metro Goldwyn Mayer

(1924), Columbia (1924) y RKO (1928). No obstante, frente a estas firmas con empeño

monopolizador surgieron otras voces que constituyeron la United Artists (1919), impulsada por

Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Chaplin y D. W. Griffith, y la Associated Producers (1919), en la

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que se asociaron directores y productores como M. Senneth, Th. H. Ince, King Vidor y Allan Dwan,

y que dos años más tarde se fusionó con la First National.

En esos años, iniciaron su andadura las compañías japonesas Kokkatsu, Taikatsu y Shochiku

(1920); las chinas Tianyi (1925) y Chien Yung Shaw (1925), la alemana Tobis Klangfilm (1929); y la

india Prabhat Film Company (1929) de Bombay.

Desde Francia, Abel Gance alcanzó renombre con Yo acuso (1919), La rueda (1923) y Napoleón

(1927), películas que situaron al cine francés en los niveles más altos de producción y

experimentación antes del cine sonoro.

Mientras Fernand Léger sorprendía con su cubista Ballet mécanique (1924), el dadaísmo se

sustentaba en los trabajos de Man Ray, y el surrealismo se proyectaba en un ramillete de películas

que destacaron tanto por su polémica (La coquille et le clerygman, 1927, de Germaine Dulac) como

por su férreo radicalismo (Un perro andaluz, 1929, de Luis Buñuel y Salvador Dalí) y su manifiesta

agresividad crítica (La edad de oro, 1930, de Luis Buñuel).

El realismo tuvo en estos años a E. A. Dupont (Varieté, 1925) como máximo representante, y la

experimentación visual contó con las propuestas de Vicking Eggeling (Sinfonía diagonal, 1921-23)

y Walter Ruttman (Sinfonía de una gran ciudad, 1927).

Feuillade fue el director por excelencia de los seriales más populares (Barrabás, 1920; Parisette,

1921), eficaces en su planteamiento y, muchos de ellos, muy cuidados en sus aspectos creativos.

Feyder inició su carrera con una sorprendente La Atlántida (1921) y Jean Renoir comenzó a

destacar en Nana (1926).

El expresionismo alemán ofreció con Homúnculus (1916), de Otto Ripert, un vanguardista ejemplo

de cómo los argumentos fantacientíficos podían ser algo más que un infantil recorrido por la Luna o

Marte. Poco después de que en la U.R.S.S. se estrenara una de las primeras obras maestras del

género, Aelita (1924), de Iakov Protazanov, llegaba a las pantallas Metrópolis (1926), de Fritz Lang.

En esta producción germana encontramos varios temas que se repetirán en posteriores films: un

mundo futuro dividido en dos estratos sociales claramente diferenciados, la creación de un

androide al que se infunde vida con la electricidad y una ciudad altamente tecnificada y llena de

rascacielos. Independientemente de las extraordinarias cualidades cinematográficas de esta

película, hay que destacar su contenido ideológico –es un sutil anuncio del advenimiento del

nazismo– y la magistral dirección artística.

Los primeros ejemplos de terror cinematográfico parten del expresionismo alemán, fruto de las

inquietudes sociopolíticas de la Alemania de postguerra. Tras El estudiante de Praga (1913), de

Stellan Rye, filme de acendrado goticismo, llegó a las pantallas El gabinete del doctor Caligari

(1919), de Robert Wienne, en la que un manicomio regido por un sabio enloquecido escenificaba el

drama de la sociedad germana situada al borde del abismo con las duras condiciones impuestas

por las potencias vencedoras en la Primera Guerra Mundial.

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Más acorde con la tradición literaria alemana, El Golem (1920), de Paul Wegener y Karl Boese,

ofreció un primer ejemplo de vida artificial, aunque en este caso no era un científico sino un

sortilegio cabalístico el desencadenante de la animación de ese monstruo de barro.

Igualmente inquietante era el vampiro protagonista de Nosferatu, el vampiro (1922), de F.W.

Murnau, inspirado, sin reconocerlo, en la novela Drácula, de Bram Stoker. Este filme mostraba

entre claroscuros el drama de un alma en pena condenada a vivir con la sangre de los que fueron

sus semejantes. No es extraño que el éxito de la cinta condujese a su creador hasta Hollywood,

donde rodó una de las cintas más influyentes de la década, Amanecer (1927).

Alejándose del folklore local, Las manos de Orlac (1925), de Robert Wiene, proponía un relato de

amor loco en el que se atribuía a las extremidades del cuerpo un alma acorde con las de su

poseedor. En este caso, las manos de un asesino eran las que pretendían, luego de ser

trasplantadas a otro hombre, seguir por sus fueros criminales.

El cine de terror estadounidense se dejó guiar asimismo por la inspiración literaria, pero con

mayores intenciones de crear espectáculo melodramático. Así, la doble personalidad del doctor

Jekyll era el tema central de El hombre y la bestia (1920), de John Stuart Robertson, filme en el

que finalmente se castigaba el atrevimiento del científico por liberar sus impulsos animales.

En El jorobado de Nuestra Señora (1923), de Wallace Worsley, el tullido Quasimodo moría por

amor, sin verse favorecido por la ternura de la gitana Esmeralda. Algo semejante ocurría en El

fantasma de la ópera (1925), de Rupert Julian, película en la que un melómano cuyo rostro está

corroído por el ácido muere por el amor de una soprano. En la misma corriente podemos situar El

hombre que ríe (1928), de Paul Leni.

En 1922 Abel Gance dirigió La rueda (La roue), película para la que Arthur Honegger (1892-1955)

compuso una excelente banda sonora, de la que surgirá una de las piezas sinfónicas más notables

del presente siglo, la Pacific 231.

Aquel mismo año, Fritz Lang dirigió El doctor Mabuse, Robert Flaherty convulsionó el mundo del

documental con Nanuk el esquimal y Douglas Fairbanks se consolidó como el héroe del cine de

aventuras con Robín de los bosques. Su estreno coincidió en los cines con uno de los grandes

éxitos del galán Rodolfo Valentino, Sangre y arena.

En estos años, el director danés Carl Theodor Dreyer realizó en Francia una de las mejores

películas de la historia del cine, La pasión de Juana de Arco (1927), confirmando su madurez en el

relato visual.

Especial repercusión tuvo la aportación soviética de los veinte, un proyecto creativo que se inició

en los documentales propagandísticos surgidos tras las revolución de 1917. El cine propuesto por

Dziga Vertov (el cine-ojo), Lev Kulechov (el Laboratorio Experimental), Vsevolod Pudovkin

(defensor del “guión de hierro”), Aleksandr Dovjenko y Sergei M. Eisenstein tuvo una gran carga

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teórica, basada en los estudios sobre el montaje. A Eisenstein hemos de agradecerle títulos

esenciales, como La huelga (1924), El acorazado Potemkin (1925) y Octubre (1927).

El estadounidense Allan Dwan fue determinante para la carrera de la estrella Gloria Swanson,

actriz a la que dirigió en numerosas películas, entre las que destacaron Zazá (1923), Juguete del

placer (1924) y La favorita de la Legión (1924).

John Ford comenzaba ya a demostrar su magisterio (El caballo de hierro, 1924), mientras Cecil B.

de Mille sorprendía con sus historias espectaculares (Los diez mandamientos, 1923; Rey de reyes,

1927).

Nacido en un suburbio se Londres, en el seno de una familia de actores de teatro y vodevil,

Charles Chaplin fue uno de los reyes del cinematógrafo durante este periodo. A finales de 1913

marchó a Los Ángeles y pasó a formar parte del grupo de actores de Mack Sennett, interviniendo

en numerosas películas cómicas, primero como uno más del montón y después como actor

principal. Formó parte de los Keystone Cops., y con apenas un año de trabajo Chaplin demostró

que tenía un lugar reservado en el firmamento de las estrellas del cine, al lado de Mabel Normand,

Roscoe “Fatty” Arbuckle y otros miembros del Estudio. En 1915 fue contratado por la Essanay para

interpretar y dirigir sus propias historias, en las que tuvo como partenaire a Edna Purviance. Pasó

al año siguiente a la Mutual, viendo incrementar su salario que, poco a poco, se situó entre los más

importantes de Hollywood.

Buster Keaton fue otro de los genios del cine cómico, y protagonizó un buen número de cintas

entre las que destaca El maquinista deLa General (1926)

A partir de diversas influencias artísticas, consolidaron su carrera en los Estados Unidos cineastas

como Erich von Stroheim (Esposas frívolas, 1921; Avaricia, 1923), King Vidor (El gran desfile,

1925), Fred Niblo (Ben-Hur, 1925) y William A. Wellman (Alas, 1927).

En el Reino Unido la fuerte presencia de la industria norteamericana condujo a cierta indefensión

financiera. Con todo, surgió un plantel de buenos cineastas: Victor Saville, Michael Balcon, Herbert

Wilcox, Graham Cutts (Woman to Woman, 1923) y Alfred Hitchcock (The Pleasure Garden, 1925,

La muchacha de Londres, 1927).

En Portugal algunos directores extranjeros dinamizaron la escasa producción nacional. El francés

George Pallu fue contratado por la Invicta Film para dirigir una serie de películas para un mercado

muy local (Amor de perdiçao, 1921; O primo Basílio, 1922). Lo mismo hizo el italiano V. Rino Lupo

(Mulheres da beira, 1921). En todo caso, los títulos rodados por Arthur Duarte (O suicida da Boca

do Inferno, 1923), António Pinheiro (Tragédia de amor, 1924) y Jorge Brum do Canto (A dança dos

paroxismos, 1929), no carecían de dignidad.

El cine mudo sueco, tan extraordinario a comienzos de siglo, aún proporcionó varias obras

maestras. Por ejemplo, La expiación de Gosta Berling (1924), de Mauritz Stiller, donde se dio a

conocer una de las presencias más fascinantes del nuevo arte: Greta Garbo.

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Imagen superior: Douglas Fairbanks en La máscara de hierro (The Iron Mask, 1929), de Allan

Dwan © Elton Corporation, Photoplay Productions. Reservados todos los derechos.

Historia del Cine V. Los años 30

Tras las primeras experiencias sonoras de la Warner, y especialmente tras la exhibición de

la primera película considerada sonora, El cantor de jazz (1927), de Alan Crosland, el sonido

provocó una reacción en cadena, desde los estudios hasta las salas de proyección,

influyendo en la producción, en la creatividad y en la repercusión social de las estrellas.

Las palabras del protagonista, Al Jolson, dirigidas al público presente en la sala causaron un gran

efecto, al margen de que todavía los ruidos, la música y las canciones no estuviesen muy logrados.

A partir de este momento la industria de Hollywood tuvo que hacer frente a esta nueva realidad.

Para ello acometió la adaptación de los estudios y la compra de equipamientos para los rodajes.

Los exhibidores tuvieron que modificar sus cabinas de proyección para dar cabida a los nuevos

proyectores y equipos de sonido. A nivel artístico, la llegada del sonido repercutió directamente

sobre los actores, muchos de los cuales no lograron superar las pruebas sonoras y se vieron

apartados de la profesión.

En apenas tres años se consiguieron grandes logros artísticos: el musical de King Vidor Aleluya

(1929); la producción francesa Bajo los techos de París (1930), de René Clair, y las películas

alemanas El ángel azul (1930), de Josef Von Sternberg, con Emil Jannings y Marlene Dietrich, y M,

el vampiro de Düsseldorf (1931), de Fritz Lang, con un magnifico trabajo de Peter Lorre.

La industria se reorganizó en grandes estudios, que impusieron una política muy precisa de

producción, de contratación de actores, actrices, de directores y de estilo. También se definió una

política de géneros.

En la década de los treinta cuando también se levantaron algunos importantes estudios en el

mundo, como los Barrandov (1932) de Praga; Pinewood (1936) en Londres; Cinecittà (1937) en

Roma; los estudios españoles Orphea (1931) y CEA y ECESA (1933), junto con la activa

producción de Cifesa (1934) y Filmófono (1935); los estudios mexicanos Clasa (1935) y Azteca

(1936); los argentinos Argentina Sono Films (1931) y Lumiton (1932); la New Theatres Ltd. (1930)

en Calcuta, la Bombay Talkies (1934); y la compañía japonesa Toho (1935).

Los primeros intentos de cine sonoro en México fueron frustrantes. Los trabajos de Contreras

Torres, Salvador Pruneda y Ángel E. Alvarez no lograron una mínima exhibición. El primer paso

importante lo dio Raphael J. Sevilla con Más fuerte que el deber (1930).

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Nos situamos en el momento en que Eisenstein llega desde la URSS para rodar la película ¡Que

viva México! (1930-1931), un proyecto complicado que jamás terminaría por falta de entendimiento

con su productor norteamericano.

Santa (1931), del actor español Antonio Moreno, abrió las puertas para el cine sonoro mexicano, al

que se incorporaron Fernando de Fuentes con El compadre Mendoza (1933) y Cruz Diablo (1934);

Arcady Boytler con La mujer del puerto (1933) y Carlos Navarro con Janitzio (1934), entre otros.

Tras su experiencia en La quimera del oro (1925), Charles Chaplin rodó Luces de la ciudad (1930).

Lo cierto es que Chaplin se adentró en el sonoro con una soltura prodigiosa. En Tiempos modernos

(1935) alcanzó la cumbre de su crítica contra la inclusión de la máquina en la sociedad productiva.

Luego continuó hostigando a quienes no querían ver el peligro nazi con El gran dictador (1940),

una sátira del totalitarismo representado por Hitler y Mussolini.

El sonoro fue providencial para un género, el cine musical. Durante esta época destacaron los

sobrecargados trabajos coreográficos de Busby Berkeley para la Warner, la pareja Fred Astaire-

Ginger Rogers fue la más aplaudida (Sombrero de copa, 1935) de la RKO, mientras que la Metro

Goldwyn Mayer conducía al estrellato a Jeanette MacDonald, Nelson Eddy y Eleanor Power.

El western vivió uno de sus momentos de transición, cifrado en los trabajos de Raoul Walsh (La

gran jornada, 1930), Wesley Ruggles (Cimarrón, 1931), Henry Hathaway, King Vidor y, por encima

del resto, John Ford, quien al finalizar la década dejó su sello inconfundible en La diligencia (1939).

En ese mismo año, Ford realizó El joven Lincoln, una biografía de los años jóvenes del presidente

más trascendental en la historia del país. De 1940 es Las uvas de la ira, una producción que

abandona los escenarios de sus queridos western para introducirnos en un mundo de trabajadores,

emigrantes internos, que para muchos es una narración neorrealista antes de que los italianos

pusiesen de moda el término. La película, por cierto, se basaba en la estremecedora novela

homónima de John Steinbeck.

Orson Welles consideraba a Ford el único director que merecía la pena estudiar. Encontraba en él

hallazgos estéticos y de puesta en escena que pasaban desapercibidos para la mayoría, pero que

constituían recursos de gran eficiencia.

El cine norteamericano desarrolló durante estos años otra línea de producción que le caracteriza: el

cine de gangsters. A partir de este momento van a pasar por la pantalla las historias recogidas de

los titulares de prensa, aquellas surgidas a la sombra de los hechos relacionados con los capos

más importantes del mundo de la mafia. Hampa dorada (1931), de Mervyn Le Roy, y Scarface, el

terror del hampa (1932), de Howard Hawks, son sólo algunos ejemplos de historias registradas en

los bajos fondos, los negocios clandestinos y el crimen organizado.

Gracias a la Universal, los temores del americano medio adquirieron un brillo expresionista. Con su

Drácula (1931), Tod Browning demostró que la amenaza exterior podía adquirir la forma de un

aristócrata centroeuropeo. Basado en la novela más popular de Mary Shelley, El doctor

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Frankenstein (1931), de James Whale, escandalizó y aterrorizó a partes iguales con ese relato de

un sabio que consigue obtener vida humana a partir de retazos de cadáveres, a los que insufla una

imponente descarga eléctrica.

No menos audaz era el científico protagonista de La isla de las almas perdidas (1932), de Erle C.

Kenton. En este caso se trataba de un doctor que, gracias a un curioso tratamiento, conseguía

convertir a diversos animales en seres humanos.

En algún caso la figura del científico loco era aún más amenazante. En La máscara de Fu-Manchú

(1932), de Charles Brabin y Charles Vidor, el personaje central es un asiático que demuestra la

misma pericia ante los tubos de ensayo que ante el instrumental de tortura. No obstante, incluso en

los films más benévolos con este cliché, la imagen de la ciencia queda mal parada. Véase el caso

de El hombre invisble (1933), de James Whale, donde el protagonista sufre un trágico final,

precisamente por haber hallado el secreto de la invisibilidad.

El éxito del cine de terror en Estados Unidos durante los años 30 se ha pretendido explicar con

diversas teorías. La más plausible es la que relaciona la crisis socioeconómica con el deseo de

evasión a través de temores más pavorosos que la propia realidad. En las pantallas se sucedieron

estrenos como Las manos de Orlac (1935), de Karl Freund, El cuervo (1935), de Louis

Friendlander, y Muñecos infernales (1936), de Tod Browning.

A buen seguro, es este realizador el más representativo de la corriente citada. Sus problemas con

el alcohol y un espíritu de natural atormentado no podían conducir a otro punto que a la fascinación

con lo más escabroso. Recuérdese, en este sentido, el escándalo originado en 1932 por Freaks.

A mediados de los años 30, los diarios estadounidenses publicaban historietas de ciencia-ficción

como Flash Gordon. Era el tiempo de los seriales radiofónicos y las revistas de literatura popular.

En ese caldo de cultivo surgieron los argumentos de algunos de los seriales radiofónicos más

interesantes del cine americano. Dos ejemplos destacados fueron Flash Gordon (1936), de

Frederick Stephani, y Las aventuras del Capitán Maravillas (1941), de William Witney y John

English, inspirados ambos en comics muy difundidos en todo el país.

La comedia tuvo como director más relevante al sofisticado Ernst Lubitsch (Un ladrón en la alcoba,

1932; Ninotchka, 1939). Dentro del mismo género, Frank Capra quiso difundir el esperanzador

mensaje del New Deal (Sucedió una noche, 1934; Vive como quieras, 1938).

El cine cómico llegó a un público universal gracias a la pareja formada por Stan Laurel y Oliver

Hardy (Marineros de agua dulce, 1938). En todo caso, han perdurado mejor las peripecias

anárquicas y surrealistas de los hermanos Marx (Una noche en la ópera, 1935).

En clave melodramática, William Wyler aprovechó el legado literario (Jezabel, 1938; Cumbres

borrascosas, 1939), por la misma época en que se rueda uno de los monumentos cinematográficos

de la historia del cine, Lo que el viento se llevó (1939), de Victor Fleming.

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Walt Disney estrenó su primer largometraje, Blancanieves y los siete enanitos (1937), y al otro lado

del océano, en Alemania, los documentales de Leni Riefenstahl, en especial El triunfo de la

voluntad (1936) y Olimpiada (1936), apuntaban a una pesadilla en feroz contraste con la

ingenuidad del dibujo animado.

Las primeras películas sonoras se realizaron en Berlín, impulsadas especialmente por la

productora Alianza Cinematográfica Europea, filial gala de la alemana UFA, y la tecnología

alemana sirvió de base para la producción de películas en suelo francés, ya que la Tobis instaló

sus equipos en los Estudios Epinay, cerca de París.

Los franceses intentaron reorientar su industria a partir de los trabajos de René Clair (¡Viva la

libertad!, 1931), Jean Renoir (Toni, 1934; Los bajos fondos, 1936; La regla del juego, 1939), Marcel

Carné (El muelle de las brumas, 1938), Jacques Feyder (La kermesse heroica, 1935), Jean Vigo y

Julien Duvivier.

El público, que en muchas ocasiones se mostró indiferente, comenzó muy pronto a valorar la

aportación de los actores que, llegados del teatro, se hacían con los principales papeles. Sus

rostros comenzaron a ser muy populares y estuvieron presentes en el cine francés durante muchos

años: Maurice Chevalier, Raimu, Michel Simon, Jean Gabin, Michèle Morgan, Louis Jouvet,

Fernandel y Arletty, entre otros.

Desde Inglaterra, Alexander Korda se convirtió en el paradigma del productor distinguido (La vida

privada de Enrique VIII, 1933). En plena pujanza creativa, estrenaron nuevos títulos Alfred

Hitchcock (El hombre que sabía demasiado, 1934; Alarma en el expreso, 1938), y Anthony Asquith

(Pigmalión, 1938).

En todo caso, cuando se trataba de atraer a las masas, ninguna cinematografía se las arreglaba

mejor que la estadounidense. Como si fuera una metáfora de los tiempos venideros, el tema del

gigantismo, abordado en King Kong (1933), de Merian C. Cooper y Ernst B. Schoedsack, se

convirtió en habitual una vez concluida la Segunda Guerra Mundial.

Copyright de la ilustración

La fuga de Tarzán (Tarzan Escapes, 1936), de Richard Thorpe © MGM/UA Home Entertainment,

Warner Home Video. Reservados todos los derechos

Historia del Cine VI. Los años 40

Una obra magistral, Ciudadano Kane (1940), del joven Orson Welles, apenas pudo ser

admirada en un momento histórico azotado por los vientos de guerra que llegaban desde

Europa y el Pacífico.

La Segunda Guerra Mundial supuso un nuevo estancamiento de la industria cinematográfica en

Europa, aunque en menor medida que la primera. En Alemania el cine anti-judío tuvo un

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repugnante ejemplo en El judío Süss (1940), de Veit Harlan, muestra del discurso que motivó el

Holocausto.

Frente a totalitarismos como el de Hitler, Estados Unidos decidió movilizar a toda la sociedad. La

industria del cine puso todos los medios a su alcance para que los soldados se sintieran

respaldados. En todo caso, el pesimismo que se percibía en el ambiente fue recogido por el cine

negro: desde El halcón maltés (1941), de John Huston, hasta El abrazo de la muerte (1949), de

Robert Siodmak.

Durante la guerra, Hollywood idealizó a todo tipo de héroes, presentes en títulos tan variados como

Destino Tokio (1943), Enviado especial (1945) y También somos seres humanos (1940). Entre las

cintas que participaron en ese empeño, figura Casablanca (1943), de Michael Curtiz, sin duda uno

de los títulos más legendarios de la década.

El cine británico se sumó al conflicto con Sangre, sudor y lágrimas (1942), de David Lean y Noel

Coward.Contribuyeron a enriquecer esa oferta local Laurence Olivier (Enrique V, 1944) y David

Lean (Breve encuentro, 1945). Ya en la posguerra, hicieron lo propio Carol Read (El tercer hombre,

1949) y los comediógrafos de los Estudios Ealing.

En la década de los años cuarenta, David O Selznick volvió a mostrar su olfato a la hora de

descubrir artistas con gran futuro. Hizo venir del Reino Unido a Alfred Hitchcock y juntos realizaron

varios proyectos, el primero de los cuales fue Rebeca (1940), que fue seguido de otros filmes como

Recuerda (1945) y El proceso Paradine (1947).

La canción de Bernadette (1943), de Henry King, destaca por estar protagonizada por Jennifer

Jones, una bella mujer y discreta actriz con la que Selznick había vivido un intenso romance.

En 1946, el productor abrió la Selznick Realising Organisation. De esta etapa merecen una

mención especial Duelo al sol (1947), un western concebido como una epopeya, que está firmado

por King Vidor, pero en el que intervinieron también William Dieterle y Josef von Stenberg, aunque

el propio Selznick volvió a participar en el rodaje de determinadas escenas de una manera notable.

Por cierto, Hitchcock volvió a preocuparse de las tortuosas relaciones humanas en La sombra de

una duda (1943) y Náufragos (1943).

Entre tanto, los buenos creadores seguían demostrando que, dentro de los estudios, el género

importaba menos que el talento. Como ejemplo, no se me ocurre otro mejor que Raoul Walsh, que

durante la década filmó cintas tan distintas y admirables como Mando siniestro (1940), El último

refugio (1941), Murieron con las botas puestas (1941), Gentleman Jim (1942) y Objetivo: Birmania

(1945).

Los soviéticos desarrollaron una gran actividad documental. Eisenstein consiguió terminar Iván el

terrible (1943-1945) y se produjeron otras muchas películas exaltando la figura de Stalin.

La Segunda Guerra Mundial provocó en Francia una movilización general que afectó a todos los

sectores industriales. La producción cinematográfica se ralentizó, dado que algunos directores

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trabajaron en estudios extranjeros, al tiempo que el gobierno de Vichy decidía establecer unas

normas (octubre de 1940) de control sobre la industria y sus profesionales.

Tales normas contemplaban los anticipos a la producción, la exigencia de un carnet profesional, el

establecimiento del programa sencillo con un complemento, la creación de un centro oficial de

formación de profesionales –el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC)– y la

aplicación de un régimen censor.

Aunque el cine francés continuó en manos de algunos directores conocidos –Jean Gremillon,

Sacha Guitry, Marcel Carné–, aparecieron en el nuevo horizonte las figuras que impulsaron la

renovación: Robert Bresson (Les dames du bois de Boulogne, 1944), Yves Allégret (Les démons

de l’aube, 1946), Jacques Becker (Se escapó la suerte, 1947), Claude Autant-Lara (Le diable au

corps, 1947), Henri-George Clouzot (En legítima defensa, 1947), René Clair (El silencio es oro,

1947) y Jean-Pierre Melville (Le silence de la mer, 1947).

En junio de 1946 se firmó un acuerdo entre Léon Blum, embajador de Francia, y James Byrnes,

secretario de Estado estadounidense, por el cual el mercado cinematográfico francés se sometía

en cierta medida al control de Hollywood. La cinematografía salió bastante beneficiada por este

acuerdo, dado que la cuota de pantalla establecida apenas daba un respiro a la producción

francesa.

Con todo a su favor, el 20 de septiembre de 1946 se puso en marcha el I Festival Internacional de

Cine de Cannes, certamen que supuso con el tiempo un marco de lanzamiento de los estrenos de

la temporada, así como un punto de encuentro empresarial para todo el sector audiovisual. Desde

esta fecha sólo en tres ocasiones (1948, 1950, 1968) el Festival no se pudo celebrar por problemas

económicos y políticos.

Tras la guerra, gracias a la Ley de Ayuda Temporal a la Industria Cinematográfica (1947), el cine

francés comenzó a disponer de los recursos proteccionistas adecuados, centrados básicamente en

el cobro de un impuesto sobre las entradas y el metraje de películas distribuidas.

En Italia el conflicto bélico fue visitado en sus postrimerías (Roma, ciudad abierta, 1945). Tras la

guerra, los neorrealistas dirigieron el objetivo hacia el pueblo llano y sufriente. Fueron los años de

El limpiabotas (1946), El ladrón de bicicletas (1948) y La terra trema (1948).

En los años cuarenta, el relanzamiento del gran estudio italiano de Cinecittà y la presencia de los

italianos Carlo Ponti y Dino de Laurentiis fueron substanciales para la industria local.

El fin de la contienda trajo, sin embargo, nuevos problemas para la sociedad y el cine

norteamericanos. Fueron determinantes el regreso, a veces traumático, de los soldados del frente

(Los mejores años de nuestra vida, de William Wyler) y el auge de la paranoia anticomunista,

consecuencia de la Guerra Fría.

El control del mercado mexicano por parte de la cinematografía norteamericana llevó a la

administración de Lázaro Cárdenas a imponer una norma de obligado cumplimiento por la que se

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protegía al cine propio con una cuota de exhibición (1939). Además, circunstancias derivadas de la

Segunda Guerra Mundial, provocaron en México un desabastecimiento de películas extranjeras,

por lo que fue necesario producir películas propias para dar cobertura al parque de salas existente.

Para ello se levantaron, con gran dotación de medios, los Estudios Azteca y, más tarde, los

Churubusco, donde dieron sus primeros pasos directores como Emilio “El Indio” Fernández,

Alejandro Galindo, Roberto Gavaldón y Julio Bracho.

El único objetivo parecía ser una incansable producción. Para ello, los cineastas recurrieron a

textos literarios, al costumbrismo ranchero y a la comicidad disparatada y popular de Mario Moreno

Cantinflas.

En esa dinámica productiva del cine mexicano tuvieron mucho que ver las ayudas que concedía el

Banco Nacional Cinematográfico. Un emergente star-system nacional comenzó a tomar posiciones

y a ser el referente de más atractivo para el público de la época, que idolatraba a intérpretes como

Jorge Negrete, María Félix, Pedro Armendáriz y Dolores del Río. Fueron los años en los que el cine

mexicano produjo dos de sus películas más importantes, Flor silvestre y María Candelaria (1943) y

el momento en que Emilio Fernández y el director de fotografía Gabriel Figueroa alcanzaron un

justo renombre.

Hollywood, mientras tanto, continuó siendo un territorio franco en el que cineastas de todas las

nacionalidades seguían en activo. Era el caso de Edgar G. Ulmer, de origen austriaco, autor de

cintas en ucraniano, como Natalka Poltavka (1937) y en yiddish, como Americaner Shadchen

(1940), y asimismo responsable de obras para el gran público, de amplia difusión posterior, en la

línea del thriller Detour (1945), The Strange Woman (1946) y Ruthless (1948).

Imagen superior: ¿Angel o diablo? (Fallen Angel, 1945), de Otto Preminger © Twentieth Century

Fox Film Corporation.

Historia del Cine VII. Los años 50

Los exiliados europeos hicieron lo posible por recomponer sus carreras en Hollywood. El

maestro Fritz Lang, acaso uno de los más destacados en aquel destierro, ya había rodado

en Estados Unidos Furia (1936), El hombre atrapado (1936) y Los verdugos también mueren

(1943).

Durante la década de los cincuenta, puso su firma a cintas inolvidables: Los sobornados (1953),

Deseos humanos (1954), Mientras Nueva York duerme (1956), Más allá de la duda (1956), Los

contrabandistas de Moonfleet (1955) y Encubridora (1952). De vuelta en su Alemania natal, se le

dio la ocasión de rodar tres títulos con un poso de nostalgia: El tigre de Esnapur (1958), La tumba

india (1959) y Los crímenes del Doctor Mabuse (1960).

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Otro creador itinerante fue Max Ophüls, que viajó de un lado a otro del Atlántico. En Francia rodó

La ronde (1950), El placer (1952) y Madame de… (1953), interpretada esta última por Danielle

Darrieux, Charles Boyer y Vittorio de Sica. Una de sus obras más brillantes durante la década fue

Lola Montes (1955).

El contacto de otro transterrado, Alfred Hitchcock, con la Paramount dio como fruto los momentos

más prolíficos e intensos, a la vez que los más recordados, de su trayectoria. Recordemos La

ventana indiscreta (1954) y sus proyectos televisivos, los cuales coinciden con la reivindicación de

su trabajo en Europa, adonde fue para rodar Atrapa a un ladrón (1955), película que recibirá un

Oscar a la Mejor Fotografía en color. Hitchcock siguió sorprendiendo en el dominio del suspense,

como sucedía en Pero…¿quién mató a Harry? (1955) y en El hombre que sabía demasiado (1956).

No obstante, el núcleo central de su trabajo durante la década se concentró en sus dos siguientes

películas: Vértigo (1958) y Con la muerte en los talones (1959).

El hongo atómico tuvo un efecto inesperado en el cine fantástico. Al éxito internacional de El

monstruo de tiempos remotos (1953), de Eugene Lourie, hay que sumar una producción nipona,

Japón bajo el terror del monstruo (1954), de Inoshiro Honda, y films norteamericanos tan populares

como La humanidad en peligro (1954), de Gordon Douglas, y Tarántula (1955), de Jack Arnold. El

temor a este tipo de mutantes, capaces de destruir a su paso tanques y ejércitos, tiene una relación

directa con los experimentos atómicos. No en vano estaba muy extendida la idea de que la

radiactividad podía producir alteraciones genéticas.

Ese tipo de mutaciones, por otra parte, no afectaron sólo a insectos o reptiles. En algún caso

aparecieron humanoides, como el protagonista de La mujer y el monstruo (1954), de Jack Arnold.

Otra metamorfosis con final trágico era la relatada en La mosca (1958), de Kurt Neumann. En este

caso, el personaje central, un científico, trataba de experimentar con una especie de transportador

molecular. Sin embargo, una mosca intervenía por accidente en el proceso, de suerte que la

cabeza y una pata de ésta pasaban a pertenecer al sabio.

Una vez acabada la contienda, el género de ciencia-ficción sirvió para expresar otro tipo de

inquietudes ideológicas. Largometrajes de aspiraciones realistas, como Con destino a la luna

(1950), de Irving Pichel, demostraban que la carrera espacial era algo más que una utopía. Esa

competencia en el espacio, protagonizada por la URSS y Estados Unidos, se extendía asimismo a

la vida social y política de ambos países.

El peligroso alienígena de El enigma de otro mundo (1951), de Christian Nyby, era una adecuada

metáfora para estos tiempos. Con la excepción de aquel benéfico extraterrestre de Ultimátum a la

Tierra (1951), de Robert Wise, la inmensa mayoría de los visitantes interplanetarios albergaba

deseos de conquista, por no mencionar peores maldades.

Sin embargo, el desenlace era siempre idéntico: los ciudadanos de a pie lograban rechazar la

amenaza y la vida seguía su curso. Con todo, La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), de

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Don Siegel, era más inquietante, llevando a sus últimas consecuencias la oscura intromisión de los

invasores.

La proliferación de productores independientes y la apertura de numerosos autocines y salas de

programa doble condujo por estas fechas a una necesidad de títulos que, lógicamente, no podían

satisfacer a los aficionados más sensibles. Para complementar en los programas el título más

atractivo, los exhibidores comenzaron a programar los filmes de “serie B”, así llamados por ocupar

ese lugar secundario en la oferta cinematográfica y también por lo ajustado de su presupuesto.

En Francia surgió la llamada Nouvelle Vague. Su precedente más inmediato fue, sin duda, el texto

de Alexandre Astruc titulado Naissance d’une Nouvelle Avant-Garde: la Caméra Stylo (1948). No

obstante, el paso más determinante en el nacimiento de la Nueva

ola francesa llegó de la mano de un grupo de jóvenes críticos que comenzaron a escribir en la

revista Cahiers du Cinéma, fundada en 1951 por André Bazin y Jacques Doniol-Valcroze.

El cine francés estaba dominado durante aquellos años cincuenta por directores notables como

Claude Autant-Lara, Yves Allégret, Jean Delannoy y René Clément, que mantuvieron viva la línea

de creación más conservadora y artesanal, desde el punto de vista de los jóvenes. En las páginas

de Cahiers du Cinéma comenzaron a firmar críticos de la talla de François Truffaut, Jean-Luc

Godard, Jacques Rivette, Eric Rohmer y Claude Chabrol. Todos ellos protagonizaron, como

realizadores, el cambio a un modelo creativo que privilegiaba el cine de autor.

El momento crucial del grupo llegó con los estrenos de Claude Chabrol (El bello Sergio y Los

primos, ambas de 1958), Louis Malle (Los amantes, 1958) y Roger Vadim (Relaciones peligrosas,

1959) que abrieron las puertas a tres títulos producidos en 1959 y de gran repercusión posterior:

Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, Hiroshima mon amour, de Resnais y Al final de la escapada,

de Godard.

La Nueva ola desapareció como tal poco después de que Godard rodara Lemmy contra Alphaville

(1964) y Pierrot el loco (1965).

En competencia con la televisión, los nuevos formatos se apoderaron de la industria del cine

norteamericano. El primero fue el CinemaScope, con la película La túnica sagrada (1953), de

Henry Koster. Tras este llegaron otros muchos de los que apenas unos pocos pasarán para la

historia: el VistaVisión, el Todd AO, el Cinerama, el cine en relieve (3-D)… No es de extrañar que

Hollywood se centrase especialmente superproducciones como Oklahoma! (1955) y Los diez

mandamientos (1956).

Frente a la pequeña pantalla, los grandes Estudios no encontraron otra salida que la proveniente

del cine de gran espectáculo, sustentándose en el Technicolor, el Cinemascope, Cinerama y otros

grandes formatos; una propuesta que no podía ofrecer la televisión. La obsesión de Hollywood por

confirmar su estatus industrial fue total, de ahí que se acometieran de manera indiscriminada

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proyectos monumentales como Ivanhoe (1952), de Richard Thorpe, Tierra de faraones (1955), de

Howard Hawks, y Ben-Hur (1959), de William Wyler.

Obviamente, este tipo de colosales producciones también podía disponer de guiones poderosos,

repletos de dobles lecturas, como sucedía en Guerra y paz (1956), de King Vidor, o El puente

sobre el río Kwai (1957), de David Lean, un prodigioso cineasta que luego nos fascinó con Doctor

Zhivago (1965) y Lawrence de Arabia (1962).

La unidad que Arthur Freed manternía en la Metro Goldwyn Mayer no cesaba de producir obras

maestras del género musical: Cantando bajo la lluvia (1952), de Gene Kelly y Stanley Donen, cuyo

reparto encabezaban Kelly, Donald O'Connor, Debbie Reynolds y Cyd Charisse; Un americano en

París (1951), de Vincente Minnelli, con música de George e Ira Gershwin; Gigi (1958), de Vincente

Minnelli, inspirado en la novela homónima de Colette; Melodías de Broadway 1955 (1953), de

Vincente Minnelli, con Fred Astaire y Cyd Charisse; y la mágica Brigadoon (1954), también de

Minnelli, con una sensacional pareja protagonista, Gene Kelly y Van Johnson.

Por esta época, Fred Astaire y Kelly competían para lograr el puesto de mejor bailarín de

Hollywood. Las atléticas evoluciones de Kelly en Invitación a la danza (1956) se contraponían a la

elegancia y optimismo de Astaire en La bella de Moscú (1957), de forma que entre ambos lograban

elevar las posibilidades coreográficas hasta cimas impensables de sofisticación y buen gusto.

Durante los cincuenta se creó una escuela del musical bastante ortodoxa, en respuesta a los

gustos implantados en Broadway. Con ligeras variantes, la estructura narrativa y los

convencionalismos se conservaron en obras como Oklahoma (1955), de Fred Zinnemann, basada

en el musical homónimo de Richard Rodgers y Oscar Hammerstein; Los caballeros las prefieren

rubias (1953), de Howard Hawks, protagonizada por unas despampanantes Marilyn Monroe y Jane

Russell; y Siete novias para siete hermanos (1954) de Stanley Donen, cuya estrella central,

Howard Keel, repitió éxito en Bésame, Kate (1953), de George Sidney, film en tres dimensiones

donde intervenía un bailarín que, años después, dará mucho que hablar, Bob Fosse.

En 1952, John Ford rodó El hombre tranquilo, una película de belleza apasionante. Ford sitúa la

acción en su querida Irlanda, a donde se retira un boxeador (John Wayne) que ha matado por la

fuerza de sus puños a otro en un combate. La cinta, encantadora como pocas, refleja cómo el

protagonista se integra en la vida de un pueblo irlandés y cómo se enamora de una muchacha de

apariencia agresiva. Es una de las películas más atractivas de Ford, y eso que en su filmografía se

cuentan obras maestras del western como Fort Apache (1948), La legión invencible (1949),

Centauros del desierto (1956) y El hombre que mató a Liberty Valance (1962).

Un buen amigo de Ford, Howard Hawks, rodó en 1959 otro western excepcional, Río Bravo (1959).

Con esta cinta, la carrera de Hawks alcanzaba ya un nivel difícilmente superable, ni en calidad ni

en variedad.

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No en vano, figuran en su filmografía obras tan diversas como La fiera de mi niña (1938), Luna

nueva (1940), Bola de fuego (1941), Tener y no tener (1944), El sueño eterno (1946), Río Rojo

(1948), La novia era él (1949) y Hatari (1962).

No hace falta insistir en que la década de los cincuenta supuso una edad dorada para el western.

En los primeros años cuarenta se ya se había desencadenado, quizá de manera incontrolada en

todos los Estudios, la producción de títulos del Oeste. Algo había que hacer cuando el Estudio

vecino no dejaba de rodar caballos, carretas y pistoleros.

El volver la mirada al Oeste primitivo, sobre todo en la época de expansión, y teniendo en cuenta

que en Europa se iniciaba una guerra, podía pretender que el espíritu americano, impulsor de

aquellos antepasados, volviera a renacer. Puestos a recordar la mitología del western, es oportuno

revisar Incidente en Ox-Box (1943), de William A. Welman, en la que el universo y los personajes

(el héroe y la tradición moral e idealista) que forman parte de la historia permiten construir un relato

crítico hacia la sociedad que los recibe. A su sombra surgieron títulos como Su única salida (1947),

de Raoul Walsh, The Gunfigther (1950) de Henry King, y Solo ante el peligro, rodada en 1952 por

Fred Zinneman.

Sin embargo, todo cambió con Fort Apache (1947), la primera película que muestra a los indios

como seres humanos y que se atreve, al mismo tiempo, a criticar la actuación del general Custer.

En esta misma línea se rodó Flecha rota (1950), la película de Delmer Daves que presenta el amor

entre un blanco (James Stewart) y una india (Debra Paget). A partir de aquí, la amistad entre indios

y blancos afloró en numerosas películas. Tales son los casos de Juntos hasta la muerte (1949), de

Raoul Walsh, Más allá del Missouri (1951), de William Wellman, Río de Sangre (1952), de Howard

Hawks, y Yuma (1957), de Samuel Fuller, entre otras.

La década de los cincuenta fue prodigiosa para el western. No es casual que llegasen a exhibirse

títulos como Winchester 73 (1950), de Anthony Mann, Caravana de mujeres (1951), de William A.

Wellman, Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray, Duelo de titanes (1957), de John Sturges, Los

cautivos (1957), de Budd Boetticher, Horizontes de grandeza (1958), de William Wyler; y El zurdo

(1957), de Arthur Penn.

Otro cultivador del western fue Delmer Daves. Buen conocedor del mundo de los indios –vivió con

varias tribus–, buscó transmitir en sus imágenes la interioridad de una tierra y sus gentes, sus

sufrimientos y fatigas, las costumbres más ancestrales y la necesidad de entender y vivir el

presente. Hombre y naturaleza fueron los pilares de su obra.

Flecha rota (1950), una historia en la que el indio deja de formar parte del decorado y se convierte

en persona, fue una de las películas más antirracistas que produjo el cine estadounidense. Fueron

años de inquietud temática y renovación plástica que sólo se plasmaron en unos pocos títulos. En

Jubal (1956), La ley del talión (1956), El tren de las 3,10 (1957) y Cowboy (1958), recogió Daves

una imagen del hombre más cotidiano, un héroe muy singular que vive en lugares sencillos, trabaja

con esfuerzo la tierra, es honrado y vulnerable.

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Delmer Daves, en este sentido, hizo avanzar el género y colocó a sus protagonistas en el espacio

justo y la actitud vital correspondiente para situar al espectador en un escenario como el Oeste, sin

ningún tipo de obstáculos y deformaciones. Fue un periodo de gran riqueza creativa que cerró con

El árbol del ahorcado (1959), donde tanta fuerza tiene la mirada del doctor Joseph Frail (Gary

Cooper) como su convicción por el sacrificio.

En 1948, Jean Negulesco cambió de productora y comenzó a trabajar para la 20th Century Fox,

firma que le arroparía prácticamente en la casi totalidad de su carrera a partir de ese momento. De

esta relación surgieron películas como Regresaron tresVenganza del destino (1950), apoyada en

un texto de Ernest Hemingway; y Un grito en el pantano (1952), que es una nueva versión de

Aguas pantanosas (1941), de Jean Renoir. (1950), que narra las peripecias de una escritora

prisionera en un campo de concentración japonés durante la Segunda Guerra Mundial;

Junto a ellas hay otro tipo de filmes en su carrera como algunas comedias que alcanzaron una

importante acogida entre el público, aunque en menor medida entre los críticos.Vinieron precedidas

por el éxito de Cómo casarse con un millonario (1953), comedia que cuenta entre sus

protagonistas a Marilyn Monroe y Lauren Bacall.

De este período es también Creemos en el amor (1954), rodada en Italia y que contó con una

banda musical de Victor Young que alcanzó cierta fama en su época. Un año después rueda el

musical Papa piernas largas (1955), que contó con la actuación de un excelente Fred Astaire. Del

mismo año es Las lluvias de Ranchipur, segunda versión de la obra del mismo título que rodara

Clarence Brown en 1939, esta vez con Richard Burton y Lana Turner como protagonistas.

Desde finales de la década de los cincuenta, Negulesco se concentró en la adaptación de varias

novelas de Nancy Mitford (Tu marido… ese desconocido, 1959), de Rona Jaffe (Mujeres frente al

amor, 1959), Flora Sandström (Jessica, 1962) y Michel Barrett (Los héroes, 1970).

Un soberbio artesano que consolidó su maestría en este periodo fue Henry Hathaway, que reforzó

su posición en la 20th Century Fox. Así pudo acometer proyectos interesantes como Niágara

(1953), con un excelente trabajo de Marilyn Monroe. A decir verdad, Hathaway se movió con

comodidad en diversos géneros: la aventura medieval (El príncipe Valiente, 1954), el cine bélico

(Rommel, el zorro del desierto, 1951) y asimismo el western (El jardín del diablo, 1954).

En 1948 John Huston había vuelto a recuperar su pulso narrativo con El tesoro de Sierra Madre.

Fichado por la Metro Goldwyn Mayer, llegó a sus cotas más altas como creador con La jungla del

asfalto (1950), una obra del mejor estilo policiaco. La mítica La reina de África (1952), con

Humphrey Bogart y Katherine Hepburn, constituyó un rodaje muy accidentado. Realizada en el

Congo, se convirtió en un clásico del cine de aventuras.

Tras las incursiones en el mundo bohemio y pictórico de Toulouse-Lautrec en Moulin Rouge

(1953), y en la obra de Herman Melville Moby Dick (1956), Huston entró en la modernidad con

Vidas rebeldes (1961), a partir de un guión de Arthur Miller.

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Esta fue la década en la que muchos realizadores de televisión se pasaron a la dirección

cinematográfica. De esta corriente surgieron títulos como Marty (1954), de Delbert Mann, y Doce

hombres sin piedad (1957), de Sidney Lumet.

El cambio generacional se apreciaba claramente en la oferta. De cualquier modo, era necesaria la

convivencia entre algunos clásicos como George Stevens (Raíces profundas, 1953), Douglas Sirk

(Escrito sobre el viento, 1956), Billy Wilder (El crepúsculo de los dioses, 1950; Con faldas y a lo

loco, 1959), Otto Preminger (Buenos días, tristeza, 1957) y Joseph L. Mankiewicz (Eva al desnudo,

1950), y los promotores de un realismo de corte moderno, en la línea de Nicholas Ray (Rebelde sin

causa, 1955) y Richard Brooks (La gata sobre el tejado de zinc, 1958).

En Europa, mientras tanto, algunas cinematografías vivían una época de esplendor. El cine italiano

alcanzó uno de sus mejores momentos en los trabajos personales de Federico Fellini (La strada,

1954; La dolce vita, 1959) y Luchino Visconti (Senso, 1954).

El cine británico se consolidó, especialmente, en los trabajos de la productora Hammer, no sólo

artífice de algunos títulos de ciencia ficción, sino también promotora de un cine de terror en color,

basado en personajes clásicos del género. La serie iniciada por Drácula (1958), de Terence Fisher,

ofrecía una versión sensual y cuidada del mito vampírico. La solidez del primer título y de las dos

primeras secuelas, Las novias de Drácula (1960) y Drácula, príncipe de las tinieblas (1965), ambas

de Fisher, declinó ligeramente en posteriores filmes, caso de Drácula vuelve de la tumba (1968), de

Freddie Francis, y Las cicatrices de Drácula (1970), de Roy Ward Baker.

En un plano infinitamente más riguroso, la cinematografía sueca comenzó a ser conocida gracias a

la personalísima trayectoria de Ingmar Bergman, sobre todo por la trilogía que forman El séptimo

sello (1956), Fresas salvajes (1957) y El manantial de la doncella (1959).

En la URSS, la muerte del feroz dictador Stalin en 1953 dio una cierta libertad a la creación

cinematográfica, de la que sólo trascendió al exterior Cuando pasan las cigüeñas (1957), de Mijail

Kalatozov.

En otro sentido se movió el cine japonés, que alcanzó una gran repercusión internacional a partir

de cintas como Rashomon (1950), de Akira Kurosawa, El intendente Sansho (1954), de Kenji

Mizoguchi, y Cuento de Tokio (1954), de Yasujiro Ozu.

De manera aislada, el cine producido en la India, dentro de su compleja estructura de producción,

fue identificado por el trabajo de su director más conocido, Satyajit Ray (Pather Panchali, 1955),

mientras que el cine brasileño apareció en el panorama internacional gracias al premio recibido en

Cannes por Cangaçeiro (1953), la película de Lima Barreto.

En México, se mantuvo una línea populista en películas como Casa de vecindad (1950), de Juan

Bustillo Oro, y La tienda de la esquina (1950), de Miguel Morayta. Por estas fechas, Luis Buñuel

aportó al cine mexicano excelentes producciones, como Los olvidados (1950) y Nazarín (1958). El

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escabroso mundo del director español contrastaba con el moralismo de cintas como Perdición de

mujeres (1951), de Juan Orol, y ¿Con quién andan nuestras hijas? (1955), de Emilio Gómez Muriel.

El cine revolucionario tuvo en Ismael Rodríguez al director más comprometido (Las mujeres de mi

general, 1950; La cucaracha, 1958). El cine documental mexicano alcanzó una de sus cimas con

Torero (1956), de Carlos Velo, una obra de gran calidad sobre la vida de Luis Procuna, y punto de

referencia del cine sobre ambientes taurinos.

Por su parte, el cine argentino experimentó las consecuencias de un severo proteccionismo.

Leopoldo Torre Nilsson confirmó sus inquietudes culturales e intelectuales en películas como El

crimen de Oribe (1950) o Días de odio (1953), y mostró su madurez creativa en la versión que

realizó en 1956 de la novela de Beatriz Guido La casa del ángel.

Su compatriota Fernando Ayala dejó claro su talento en Ayer fue primavera (1955), su primer

trabajo largo, al que siguieron Una viuda difícil (1956) y El jefe (1958).

Junto a ellos, se consolidaron otros directores: Mario Soffici con películas como La indeseable

(1951), Una ventana a la vida (1953) y Rosaura a las diez (1957); Luis César Amadori con Cosas

de mujer (1951) y La pasión desnuda (1953); Tulio Demicheli con Vivir un instante (1950) y La

melodía perdida (1952), y León Klimovsky con La guitarra de Gardel (1949) y El túnel (1952).

Imagen superior: Robert Mitchum en La noche del cazador (Night of the Hunter, 1955), de Charles

Laughton © United Artists, MGM UA Home Entertainment. Reservados todos los derechos.

Historia del Cine VIII. Los años 60

En términos industriales, la década de los sesenta fue sumamente interesante. La

Paramount pasó a manos de la petrolera Gulf and Western Industries (1966) y el empresario

multimillonario Kirk Kerkorian compró la Metro Goldwyn Mayer (1969). De ahí en adelante,

los demás Estudios comenzaron a pasar de unas manos a otras a lo largo de las décadas

siguientes, hasta consolidar los megaimperios audiovisuales que hoy controlan la

producción en todos los frentes.

Siguiendo una pauta marcada en la década anterior, muchos realizadores de los años sesenta

siguieron realizando producciones de bajo presupuesto y peregrinos planteamientos argumentales.

Sin embargo, el cambio social favorecía otro tipo de contenidos, acordes con la era del pop.

La llamada generación de la televisión, formada por John Frankenheimer, Sidney Lumet, Martin

Ritt, Robert Mulligan y Arthur Penn, entre otros, irrumpió con fuerza en el cine comercial, aunque

con resultados desiguales.

Con una trayectoria más personal, destacaron Sam Peckinpah (Grupo salvaje, 1969) y Richard

Brooks (Los profesionales, 1966). Mientras tanto, un genio superviviente de la edad dorada, Billy

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Wilder, rodaba títulos tan soberbios como El apartamento (1960), Uno, dos, tres (1961) e Irma la

dulce, 1963).

El cambio social se formuló en Estados Unidos en un plano determinante: el de los derechos

civiles. El antirracismo fue apoyado por Hollywood, y cobró forma en películas como la maravillosa

Matar a un ruiseñor (1963), de Robert Mulligan, Adivina quién viene a cenar esta noche (1967), de

Stanley Kramer, y En el calor de la noche (1967), de Norman Jewison.

Fueron los años de consolidación de una producción de serie B, que buscaba el entretenimiento a

partir de una raquítica inversión. Se trata del cine impulsado, entre otros, por Roger Corman,

maestro de toda una generación de profesionales, y piedra angular de la revolución que se

avecinaba en el seno de la industria de Hollywood.

Fueron también los polémicos años de Confidencias a medianoche (1959), Amores con un extraño

(1963), El prestamista (1965), ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966) y El graduado (1967). En

definitiva, películas que obligaron al sector de la producción a revisar definitivamente el código de

autocensura.

El cambio fue gradual pero inevitable. Llegó al público con las producciones neoyorquinas del New

American Cinema de los hermanos Mekas, con las películas de John Cassavetes (Shadows,

1961), con el erotismo desmedido de Russ Meyer (El valle de las muñecas, 1967), con las

extravagancias de Andy Warhol y Paul Morrisey (Flesh, 1968) y con el desencanto bohemio de

Cowboy de medianoche (1969) y Buscando mi destino (1969).

Desde Francia, los directores tomaron la iniciativa y renovaron un panorama comprometido con la

vanguardia y con las nuevas corrientes filosóficas. Ahí adquiere sentido la obra de Alain Resnais

(El año pasado en Marienbad, 1961; Muriel, 1963), Claude Chabrol (Ofelia, 1962; La mujer infiel,

1968), Louis Malle (Fuego fatuo, 1963; ¡Viva María!, 1965), Agnès Varda (Cleo de 5 a 7, 1962),

Claude Lelouch (Un hombre y una mujer, 1966) y Eric Rohmer (Mi noche con Maud, 1969).

Ajeno al vaivén intelectual que llevó a Mayo del 68, el tándem formado por el director Gérard Oury

y el actor Louis de Funès impulsó una comedia castiza, muy popular en su momento (El hombre

del cadillac, 1965; La gran juerga, 1966).

Como nexo de unión entre ambas propuestas, y en un intento de transmitir al público una idea de

que todo lo que se hacía era cine francés, los actores y actrices evitaron de manera decisiva que la

industria viviera una situación de grave crisis. Así, la presencia de nombres clásicos como Jean

Gabin, Fernandel, Michèle Morgan, Simone Signoret o Jean-Louis Trintignant facilitó la actualidad

de rostros como Brigitte Bardot, Jean Paul Belmondo, Jeanne Moreau, Delphine Seyrig, Catherine

Deneuve, Alain Delon, Jean-Pierre Léaud, Yves Montand y otros muchos.

En esta misma coyuntura se encontraba el Free Cinema británico, paralelo a los jóvenes airados

que tenían en la literatura su vehículo de protesta. Lindsay Anderson (El ingenuo salvaje, 1962),

Tony Richardson (Mirando hacia atrás con ira, 1959; La soledad del corredor de fondo, 1962) y

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Karel Reisz (Sábado noche, domingo mañana, 1960) conectaron con las inquietudes europeas y

facilitaron el trabajo de directores como Joseph Losey, John Schlesinger y Stanley Kubrick.

Lejos, pero al mismo tiempo cerca de todos estos grupos europeos, figuraba la producción

brasileña, que ya había sido reconocida internacionalmente en la década anterior. El Cinema Novo

tenía sus raíces en las películas sociales de Nelson Pereira dos Santos, y su máximo renombre lo

alcanzó por medio de títulos como Vidas secas (1963), de Pereira dos Santos, Dios y el diablo en

la tierra del sol (1964) y Terra em transe (1966), de Glauber Rocha.

Quizás el director que mejor conectó con esa inquietud en Italia fue Michelangelo Antonioni. A

partir de La aventura (1960), inició y consolidó un periplo por el universo de la incomunicación del

hombre en la sociedad en la que pretende sobrevivir. Así construyó La noche (1961), El eclipse

(1962) y El desierto rojo (1964), en años de gran intensidad creativa que le llevaron a tratar un

mismo tema, el fracaso existencial, desde perspectivas complementarias. Obtuvo la Palma de Oro

por Blow-up. Deseo de una mañana de verano (1966).

Otros compatriotas suyos avanzaron por caminos muy personales, con películas de marcado

carácter político e intelectual. Eran los casos de Pier Paolo Passolini (Teorema, 1968), Bernardo

Bertolucci (El conformista, 1969), Francesco Rosi (Salvatore Giuliano, 1962) y Gillo Pontecorvo (La

batalla de Argel, 1966).

Los cineastas de los países del bloque soviético se enfrentaron a la intransigencia de los

regímenes comunistas. Toda una nueva generación demostró su potencial creativo.

Un simple repaso nos permitirá ver en qué medida aquél era un cine brillante. No en vano, salen a

relucir Milos Forman (Los amores de una rubia, 1965) en Checoslovaquia; Andrzej Wajda (Cenizas

y diamantes, 1958), Jerzy Kawalerowicz (Madre Juana de los Angeles, 1961), Roman Polanski (El

cuchillo en el agua, 1962), Wojciech J. Has (El manuscrito encontrado en Zaragoza, 1964) y

Krysztof Zanussi (La estructura de cristal, 1969) en Polonia; Miklos Jancsó (Los desesperados,

1965) en Hungría; y Dusan Makavejev (La tragedia de una empleada de teléfonos, 1966) en

Yugoslavia.

Cambiando los ejes del cine de horror, Psicosis (1960) confirmó la capacidad de Hitchcock para

consolidar las emociones en el espectador a partir de una soberbia puesta en escena. Lo mismo

cabe decir sobre Los pájaros (1963), donde el maestro inglés apuesta por el fantástico sin perder la

perspectiva realista.

En todo caso, el cine de género también se dejó llevar por las nuevas corrientes de pensamiento y

por la estética reluciente del pop.

Un personaje literario, James Bond, creado por Ian Fleming, dio origen a una de las franquicias

más duraderas y atrayentes de toda la historia del cine. En poco tiempo, proliferaron los imitadores

del agente secreto en las cinematografías de Europa y América. Por estas fechas, el actor Sean

Connery, encarnado de llevar el personaje a la pantalla, se convirtió en una celebridad.

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Recurriendo a una conocida novela de H.G. Wells, El tiempo en sus manos (1960), de George Pal,

ofrecía una temible imagen del futuro. Otro argumento novedoso fue el propuesto por El pueblo de

los malditos (1960), de Wolf Rilla, donde los alienígenas encarnaban a su progenie a través de las

mujeres de un pequeño pueblo.

En Francia se produjeron dos películas que tenían en común su voluntad de homenajear a la

ciencia-ficción más popular, aunque desde posiciones intelectuales muy diferentes. Lemmy contra

Alphaville (1965), de Jean Luc Godard, proponía una aventura casi surrealista del detective Lemmy

Caution. Por el contrario, Barbarella (1968), de Roger Vadim, tenía mucho de parodia, exagerando

más si cabe las situaciones ofrecidas en el comic homónimo en que se basa.

Pero la verdadera revolución en el género llegó con 2001: Odisea del espacio (1968), de Stanley

Kubrick. Esta aventura metafísica, plásticamente asombrosa, ofrecía una versión del desarrollo

humano que tiene un claro componente religioso, si bien oculto tras la parafernalia de imágenes

que conducen al espectador del los albores del hombre a su último salto en la evolución, convertido

en el niño cósmico que flota en el espacio al final de la película. Por el rigor de su elaboración y la

profundidad de sus contenidos, dicho largometraje fue pronto considerado ciencia-ficción para

adultos, algo parecido a lo que sucedió con el film ruso Solaris (1971), de Andrei Tarkovski.

Imagen superior: Audrey Hepburn en Charada (Charade, 1963), de Stanley Donen © Universal

Pictures. Reservados todos los derechos.

Historia del Cine IX. Los años 70

Cuando uno escribe sobre el cine de los setenta, ha de enfrentarse a un prejuicio, y es que

el sexo, las drogas y el rock and roll marcaron el fin del Hollywood clásico, dando paso a la

decadencia que hoy nos desvela.

Bien: admitamos que, ciertamente, el viejo establishment se vino abajo. Pero pese a dicha

evidencia no conviene infravalorar los logros de aquella década. De hecho, ya es hora de que le

labremos una nueva reputación.

Los setenta constituyeron una edad dorada, acaso la última. En su transcurso, se rodaron cintas

memorables. Sin ir más lejos, Chinatown (1974), de Roman Polanski, El hombre que pudo reinar

(1975), de John Huston, Harry el sucio (1971), de Don Siegel, Bienvenido, Mister Chance (1979),

de Hal Ashby, La última película (1971) y Luna de papel (1973), de Peter Bogdanovich, French

Connection. Contra el imperio de la droga (1971), de William Friedkin, Malas tierras (1973) y Días

del cielo (1978), de Terrence Malick.

Eso sin olvidar Malas calles (1973), Taxi driver (1976), El último vals (1978) y Toro salvaje (1980),

los cuatro largometrajes que definieron la mejor etapa de Martin Scorsese.

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En los primeros años setenta, las trayectorias profesionales de los cachorros del Nuevo Hollywood

empezaban a tomar cuerpo. Es así como Francis Ford Coppola fundó American Zoetrope, Steven

Spielberg constituyó Amblin, y George Lucas puso con Lucasfilm el primer pilar de su gran imperio.

Desde la mitad de la década, esa joven generación varió el rumbo de la industria. La grandes

compañías estadounidenses veían tambalear su imperio debido al gran déficit acumulado. Fue el

momento oportuno para el cambio. El gran empresario de toda la vida dio paso a un grupo de

accionistas, quienes a su vez pusieron al frente de sus empresas a ejecutivos eficientes que

debían defender su puesto buscando auténticos taquillazos.

Una llamada de atención, que irremediablemente marcó al cine posterior, fue el estreno de Tiburón

(1975), de Steven Spielberg, y, sobre todo, La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas, dos

películas sin las que es imposible entender el reciente mercado estadounidense.

Por esta vía, se entró de lleno en la era dominada por el box-office, la lista de éxito elaborada a

partir de la recaudación. Se hablaba de películas que más recaudan en un fin de semana, pero

poco a poco se fue acortando esa referencia para señalar cual es la más taquillera el primer día de

estreno. El mundo del cine pasó, por consiguiente, a moverse por unos derroteros claramente

comerciales.

Mientras los grandes directores como Billy Wilder, John Huston, Fred Zinnemann, George Cukor,

Martin Ritt y Elia Kazan entraban en una zona crepuscular, surgía con fuerza el grupo formado por

Don Siegel, Woody Allen, Bob Fosse, Robert Altman, Spielberg, Coppola, Martin Scorsese, George

Lucas y Brian de Palma.

Estrenos de corte clásico, como El golpe (1973), de George Roy Hill, con Paul Newman, Robert

Redford y Robert Shaw en los principales papeles, no parecían detener la marea de cambios que

se avecinaba.

Consciente de ello, Francis Ford Coppola empezó a buscar una vía alternativa que le diera más

independencia de la estructura industrial de Hollywood. Después de reunir un mínimo capital

financiero, fundó a finales de 1969 la American Zoetrope, la productora que tanta relevancia tuvo

en su vida.

En esta tesitura, Francis ayudó a George Lucas a sacar adelante sus primeros proyectos. Mientras

tanto, abordó el encargo de la Paramount de dirigir El Padrino (1972), una sorprendente saga en

torno a la mafia, escrita por Mario Puzo.

El resultado fue, como todos ustedes saben, fascinante. Y además consolidó a Coppola como uno

de los mejores directores del momento. Comercialmente, fue una de las películas más taquilleras

de todos los tiempos. Luego llegarían dos entregas más (El padrino II, 1974; El padrino III, 1990),

que resultaron asimismo excelentes.

Coppola dedicó a Apocalipsis Now (1979) varios años de su vida y se empecinó en completar un

rodaje que alcanzó altos grados de locura. Publicitado como una aventura obsesionante, ese viaje

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de Benjamin Willard (Martin Sheen) al encuentro del coronel Walter E. Kurtz (Marlon Brando)

resultó una de las historias visuales más impactantes que jamás se han visto sobre el conflicto de

Vietnam.

Por medio de Zoetrope, Coppola deseaba consolidar un equipo de trabajo con el que se pudiera

hacer frente a producciones de bajo coste y con la máxima independencia. Él ejerció como

propietario, George Lucas fue el vicepresidente de la firma –se separaron después de rodar THX

1138– y Mona Skager, la encargada de la administración.

Dando un respiro a los acreedores, los primeros proyectos fueron avalados por Warner Bros-Seven

Arts.

Zoetrope dispuso de un local que pronto dispuso de una amplia gama de equipos de rodaje y

postproducción. Tras rodar El Padrino, Coppola volvió a consolidar el estudio. Para ello compró un

edificio en San Francisco. También compró un teatro (el Little Fox, donde pensaba crear una

escuela de actores), dispuso de una revista, City, que desapareció en 1976, y fue accionista de

Cinema 5, una empresa que distribuyó películas extrajeras en Estados Unidos.

Después de una nueva crisis, en 1979 adquirió los Hollywood General Studios, que fueron

revendidos cinco años más tarde –para salir de otra crisis– al millonario canadiense Jack Singer.

Antes cité Tiburón, una película de género que llevaba una carga de profundidad. Es un buen

punto de partida para hablar de otras películas que, desde el terror y la fantasía, describían aquel

tiempo en el que la guerra del Vietnam, la contracultura y el empleo de drogas condicionaron el

pensamiento juvenil.

El estilo documental a la hora de mostrar la violencia reaparecía en La matanza de Texas (1974),

de Tobe Hooper, título en el que los psicópatas eran una familia de carniceros del Medio Oeste,

liderados por el benjamín, un gigante deforme que cubría su rostro con una piel humana.

“Leatherface”, que tal era su nombre, pronto se hizo popular entre los aficionados, siendo el primer

criminal de este tipo que despertaba las simpatías del público.

A finales de los sesenta, coincidiendo con la explosión demográfica, comenzaron a aparecer

producciones en las que los niños eran el agente que trae el horror, comúnmente asociado con las

fuerzas diabólicas. Tres títulos ejemplifican este contenido: La semilla del diablo (1968), de Roman

Polanski; El exorcista (1973), de William Friedkin; y La profecía (1976), de Richard Donner.

Al margen de esa variante luciferina, el público experimentó ese mismo miedo gracias a ¡Estoy

vivo! (1974), de Larry Cohen, y a Cromosoma 3 (1979), de David Cronenberg.

Stephen King, por entonces un pujante novelista de terror, dio al cine un primer argumento que

también se relacionaba con la infancia. La adolescente de Carrie (1976), de Brian De Palma, tiene

poderes psíquicos que, por culpa de su opresiva madre y de la incomprensión de sus compañeros,

desembocan finalmente en una masacre. Niños y jóvenes parecían destinados en esta etapa a

convertirse en portadores de desgracia en una mayoría de títulos.

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En la referencia a “Leatherface” quedaba consignada una nueva tendencia de los aficionados, cada

vez más proclives a simpatizar con el villano en lugar de con el héroe. Producciones como Las

colinas tienen ojos (1977), de Wes Craven; La noche de Halloween (1978), de John Carpenter; y

Viernes 13 (1981), de Sean S. Cunnigham, contaban con personajes centrales de conciencia

alterada, sádicos y generalmente guiados exclusivamente por el único afán de asesinar al número

máximo de víctimas.

En contraste, la ciencia ficción proponía argumentos mucho más esperanzadores. La guerra de las

galaxias (1977), de George Lucas, es una de las películas más populares de todos los tiempos.

Además, inauguró una nueva edad de oro del género, convertido ya en un estilo en el que incluso

era posible mezclar elementos del cine bélico, el western y el cine de capa y espada.

Las dos primeras continuaciones, El Imperio contraataca (1979), de Irvin Kershner; y El retorno del

Jedi (1983), de Richard Marquand, convirtieron la saga galáctica en una fuente constante de

beneficios, gracias a la mercadotecnia derivada de su explotación, a los pases televisivos, a la

venta en vídeo y a los reestrenos.

El mismo año que Lucas consiguió su gran éxito, llegó a las pantallas Encuentros en la tercera fase

(1977), de Steven Spielberg, film que recoge la inquietud existente en esas fechas por los platillos

volantes. La imagen de los alienígenas era, en este caso, genuinamente benéfica.

Se diferencia por ello de lo propuesto en Alien, el octavo pasajero (1979), de Ridley Scott, cuyo

protagonista era un extraterrestre adaptado evolutivamente para la guerra. A medio camino entre el

horror y la ciencia-ficción, está película fue una buena muestra del refinamiento estético de su

realizador, algo ausente en su entretenida secuela Aliens, el regreso (1986) de James Cameron.

La nostalgia por la ciencia-ficción clásica, originada por el film de Lucas, dio lugar a toda una serie

de producciones en las que se revisitaban los viejos temas del género. Así, Star Trek, la película

(1979), de Robert Wise, era una versión cinematográfica de la teleserie del mismo nombre creada

por Gene Roddenberry en los sesenta. La reposición de los episodios televisivos y la producción de

otros nuevos, así como la elaboración de nuevas películas han convertido todos los derivados de

Star Trek en sinónimo de negocio.

Esa mirada al pasado que promovió la producción de Star Trek fue la misma que permitió

proyectos como Flash Gordon (1980), de Mike Hodges; y Superman (1978), de Richard Donner. En

ambos casos el punto de partida eran populares cómics de los años treinta.

En la huida hacia adelante de los grandes estudios, éstos desarrollaron el cine de catástrofes (La

aventura del Poseidón, 1972; El coloso en llamas, 1974). Los géneros comenzaban a revisarse a sí

mismos, estableciendo nuevos códigos que suponían un cóctel en el que cabe un poco de todo.

Junto a los directores del Nuevo Hollywood surgió otra generación de actores que renovó el star

system. Fue así como Harrison Ford, Richard Dreyfuss, Robert de Niro, Harvey Keitel coincidieron

en los estudios con Dustin Hoffman (Perros de paja, 1971), Al Pacino (Serpico, 1973), Robert

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Redford (Todos los hombres del presidente, 1976), Sylvester Stallone (Rocky, 1976), John Travolta

(Fiebre del sábado noche, 1977, Grease, 1978), Christopher Walken (El cazador, 1978), y con

actrices de la talla de Jane Fonda, Diane Keaton, Jill Clayburgh, Sissy Spacek, Meryl Streep,

Jessica Lange, Geneviève Bujold, Susan Sarandon y las jovencísimas Jodie Foster y Nastassia

Kinski.

A mediados de los setenta, Woody Allen comenzó a trabajar en una línea más personal, con una

inclinación hacia la tragicomedia, en donde el escenario de su vida, Nueva York, le sirve para

mostrar esos complejos que le impiden progresar en sus relaciones con el sexo opuesto. Es así

como surgen Annie Hall (1977), Manhattan (1978) y Sueños de un seductor (1972). La receta es

sofisticada: Allen tiene que vivir atado sus vivencias más personales para alumbrar nuevas

historias. No obstante, su admiración por la literatura y el cine europeos le lleva a realizar una serie

de películas en las que se identifican Leon Tolstoi (La última noche de Boris Grushenko, 1975) e

incluso William Shakespeare (Comedia sexual de una noche de verano, 1982).

A Robert Altman la experiencia televisiva le permitió independizarse y fundar su propia productora,

la Lion’s Gate, con la que dirigió dos películas que, aun siendo trabajos modestos, le permitieron

entrar en el ritmo de trabajo de Hollywood, sobre todo cuando llegó a sus manos, después de

haber sido rechazado por muchos directores, el guión de MASH (1970), una historia sobre un

equipo de médicos y enfermeras que trabajan en la guerra de Corea. La película recibió varios

premios internacionales y se convirtió en uno de los títulos más taquilleros del momento.

A partir de esta fecha, la carrera de Altman avanzó por todos los géneros cinematográficos,

explorando realidades vitales muy diversas. Por esas fechas, se convirtió en productor de

directores como Alan Rudolph, Robert Benton y Robert M. Young. En estos años le dieron fama

Nashville (1975), un fresco coral sobre el mundo del country, la desmitificadora Buffalo Bill y los

indios (1976), en la que daba un repaso a uno de los personajes más carismáticos del Oeste, y Un

día de boda (1978), crítica a ciertos convencionalismos sociales.

En Francia, país que admira a Allen y a Altman, los movimientos políticos de finales de los sesenta

dieron paso a la producción de películas más comprometidas como Z (1969) y Estado de sitio

(1973), ambas de Costa Gavras, o El atentado (1972), de Yves Boisset.

También los cambios políticos del país animaron a una revisión de la historia desde perspectivas

muy diversas. Son los casos de Lacombe Lucien (1974), de Malle, Violette Nozière (1978), de

Chabrol, Lancelot du Lac (1974), de Bresson, y Que empiece la fiesta (1971), de Bertrand

Tavernier.

Muchos directores consiguieron, gracias a la apertura de pequeñas salas en las ciudades más

importantes del país, que sus películas fueran vistas por sus más incondicionales. Citaré en este

sentido a Chabrol (Relaciones sangrientas, 1973), Bresson (El diablo probablemente, 1976),

Truffaut (La noche americana, 1976), quienes compartieron cartelera con colegas como André

Cayatte (El veredicto, 1974), Jacques Rivette (Celine y Julia van en barco, 1974), Robert Enrico (El

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viejo fusil, 1975), Claude Lelouch (Le bont et les méchants, 1976), Pierre Granier-Deferre (Una

mujer en la ventana, 1976) y Jacques Deray (Los granujas, 1977).

El cine alemán también tuvo repercusión en el panorama mundial, gracias a directores tan

personales y sugerentes como Wim Wenders (Alicia en las ciudades, 1974; El amigo americano,

1977), Volker Schlöndorff (El tambor de hojalata, 1979), Werner Herzog y Rainer W. Fassbinder.

Por su parte, el cine italiano continuó con la misma línea de producción que le caracterizó durante

los sesenta. Ahí nos encontramos con Elio Petri (Investigación sobre un ciudadano libre de toda

sospecha, 1970), Federico Fellini (Amarcord, 1973), Bernardo Bertolucci (Novecento, 1976) y

Francesco Rosi (Cristo se paró en Eboli, 1979).

Maestro de maestros, su compatriota Luchino Visconti siguió dando muestras de distinción

narrativa con Muerte en Venecia (1971), Ludwig (1972), Confidencias (1974) y El inocente (1976).

Por lo que se refiere al cine británico, conviene saber que estaba relativamente bloqueado por la

producción que Hollywood llevaba a cabo en los estudios londinenses. Muchos cineastas locales

decidieron que lo más idóneo era rodar bajo el paraguas norteamericano. No obstante, se

estrenaron películas como El expreso de medianoche (1978), de Alan Parker, así como los nuevos

trabajos Stanley Kubrick (La naranja mecánica, 1971; Barry Lyndon, 1975), Ken Russell (La pasión

de vivir, 1971; El Mesías salvaje, 1972), el grupo Monthy Pyton (La vida de Brian, 1977), Ken

Loach (Vida de familia, 1971) y Derek Jarman (The Tempest, 1979).

Al otro lado del Atlántico, durante el mandato de Perón, el cine argentino se recuperó muy

favorablemente, alcanzado una cuota de mercado jamás sospechada. Quizás, fruto de la nueva

política impulsada desde el Instituto Nacional de Cinematografía (dirigido por Mario Soffici) y el

Ente Oficial de Calificaciones (dirigido por Octavio Getino) fue el éxito obtenido por películas como

La Patagonia rebelde (1974), de Héctor Olivera, Boquitas pintadas (1974), del ya maduro Leopoldo

Torre Nilsson; Quebracho (1974), de Ricardo Wulicher; y La Raulito (1974), de Lautaro Murúa.

Tras el golpe militar de 1976, el cine argentino entró en un camino difícil, en el que todo fueron

obstáculos: censura, control y falta de una política coherente en el negocio cinematográfico y

apertura del mercado al cine extranjero sin cortapisas de ningún tipo. Todo ello dificultó el estreno

de películas argentinas. Sin embargo, existió cierta producción con nombres como Raúl de la

Torre, Juan José Jusid, Héctor Olivera, Alejandro Doria, Adolfo Aristarain, Sergio Renán y David J.

Kohon

En Brasil Galuber Rocha, Nelson Pereira dos Santos y Rui Guerra mantuvieron su línea anterior.

Con la llegada de Salvador Allende al poder chileno en 1970, Miguel Littin quedó al frente de la

remozada Chile Films, y con la ayuda del Estado el cine local vivió una nueva época, abordando

tanto en cortos como en largometrajes aspectos de la vida social y política del país.

Esta ayuda se extendía al sector de la distribución (se fundó la Distribuidora Nacional) y exhibición

(con una red de salas estatales), con la intención de abrir huecos en las pantallas

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cinematográficas, y que dio lugar a títulos dirigidos por Helvio Soto (Voto + fusil, 1970), Patricio

Guzmán (El primer año, 1972), Aldo Francia (Ya no basta con rezar, 1972) y Miguel Littin

(Compañero presidente, 1972).

La aventura cinematográfica iniciada bajo la presidencia de Allende se vio truncada con el golpe

militar del general Augusto Pinochet (septiembre de 1973). Por esas fechas se encontraba Patricio

Guzmán rodando La batalla de Chile: la lucha de un pueblo sin armas, un largo documental que

pretendía ser un testimonio de la vida social y política del país.

Fueron años muy importantes para el cine australiano, que se dio a conocer a nivel internacional

después de haber vivido aletargado durante décadas. Con la ayuda de la administración pública,

nuevos directores consiguieron realizar películas sobre temas autóctonos, pero con una mirada

universal. Trabajan en estos años Bruce Beresford, Phillip Noyce, Fred Schepisi, Peter Weir (Picnic

en Hanging Rock, 1975) y George Miller (Mad Max, 1979).

El mismo periodo se vivió en el cine de Hong-Kong como el de mayor repercusión externa.

Gracias, fundamentalmente, a las películas de artes marciales interpretadas por Bruce Lee (Kárate

a muerte en Bangkok, 1971) y Jackie Chan (La serpiente a la sombra del águila, 1978).

Imagen superior: El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), de Clint Eastwood © The

Malpaso Company, Warner Bros Pictures. Reservados todos los derechos.

Historia del Cine X. Los años 80

La década de los ochenta se caracterizó, desde el punto de vista empresarial, por las

sucesivas compras y ventas de los patrimonios de la Metro Goldwyn Mayer, la 20th Century

Fox, Columbia, United Artists y otros paquetes menores.

Los grandes conglomerados multinacionales, muy implantados en sectores como la electrónica de

consumo, el mundo discográfico y las cadenas de televisión, buscaban entrar en estos grandes

almacenes del cine, porque sabían que, con esos lotes interminables de películas, tendrían poder

en el sector audiovisual.

La nueva generación de productores y directores tenía muy claro que los éxitos habidos hasta

finales de la década no podían ser ocasionales.

Las trayectorias de dos de los hombres que más estaban influyendo en el cambio industrial de

Hollywood, George Lucas y Steven Spielberg, se cruzaron durante la preparación de En busca del

Arca perdida (1981), una película de aventuras magistral. Ambos tenían una experiencia que los

avalaba frente al público: el primero venía respaldado por las cifras en taquilla Tiburón (1975),

mientras que el segundo era el padre de una franquicia con un porvenir inmejorable, La guerra de

las galaxias (1977)

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Frente a héroes de corte clásico, propios del subgénero llamado ópera espacial, otros aventureros

de perfil más reprochable llegaron a las pantallas por esta época. El violento conductor solitario que

sobrevive a un apocalipsis nuclear en Mad Max, salvajes de la autopista (1978) es un buen ejemplo

al respecto. El responsable de esa película, el australiano George Miller, prolongó las peripecias

del personaje en dos largometrajes más: Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1982) y Mad Max:

Más allá de la cúpula del trueno (1985). En los dos casos cabía entrever elementos del western.

Una vez más, la mezcla de géneros seguía su curso.

Precisamente del cruce entre novela negra y ciencia-ficción nació Blade Runner (1982), de Ridley

Scott. El dibujo del futuro que proponía esta película es bastante verosímil. Ciudades masificadas,

multirraciales, hipertecnificadas y de alta criminalidad. El enfrentamiento entre el detective

protagonista y esos seres cibernéticos que aspiran a ser humanos y vivir como tales posee una

tensión extraordinaria, por no mencionar la belleza de la realización, con no pocos elementos del

estilo publicitario. Este título no sólo influyó en posteriores películas del género, sino que también

dejó su marca en el cómic e incluso en la novela.

Uno de los mayores éxitos de la década fue E.T., el extraterrestre (1982), un cuento de hadas

oculto tras las convenciones de la ciencia ficción. Conmovedora, vibrante y divertida, la película

demostró que Spielberg era el nuevo Midas de Hollywood.

El agresor llegado de otro mundo, en este caso futuro, era el tema de Terminator (1984), de James

Cameron, película en la que la caza del hombre está protagonizada por un poderoso humanoide

cibernético que, como la criatura de Frankenstein en el film de Whale, muestra su rebeldía con la

destrucción. Adaptándose a los nuevos gustos del público, Cameron dirigió una segunda parte,

Terminator II: el Juicio final (1991), en la que el robot de apariencia humana se convertía en aliado

de los humanos.

El viaje al pasado, como en Regreso al futuro (1985), de Robert Zemeckis, o al fondo de la

memoria, como en Desafío total (1992), de Paul Verhoeven, permitían la llegada a un mundo

nuevo. Ese factor de extrañeza fue decisivo para encauzar aventuras en las que, tanto o más que

la propia historia, contaba la ambientación de los paisajes por los que ésta discurre. Es por ello por

lo que los efectos especiales cobraron una creciente y acaso excesiva importancia.

Corría el año 1982 y, en el marco de una relativa independencia, Francis Ford Coppola

experimentó con las nuevas tecnologías de rodaje en Corazonada.

A la sombra de Lucas y Spielberg crecieron profesionalmente directores como Joe Dante

(Gremlins, 1983), Robert Zemeckis y Tobe Hooper (Poltergeist, 1982). La comercialidad, no

obstante, llegó a través de las disparatadas comedias de los hermanos Zucker (Aterriza como

puedas, 1980; Top Secret, 1984) y también de la mano de Ivan Reitman (Los cazafantasmas,

1984), y John Landis (Un hombre lobo americano en Londres, 1981).

El cine de los ochenta es sumamente interesante por la confluencia de varias generaciones de

realizadores. Así, Walter Hill, Paul Schrader, Lawrence Kasdan, John Badham, Alan J. Pakula,

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Peter Bogdanovich y Brian de Palma llegaron a su madurez creativa en un momento en el que

seguían en activo Billy Wilder, George Cukor, John Cassavetes, Robert Altman, Blake Edwards y

Martin Ritt.

Con un criterio cosmopolita, Hollywood acogía desde años atrás a un buen puñado de cineastas

extranjeros. Fueron los casos de Ridley Scott (Blade Runner, 1982), Louis Malle (Atlantic City,

1980), Andrei Konchalovsky (Los amantes de María, 1984), Milos Forman (Amadeus, 1984), Wim

Wenders (París-Texas, 1984), Ken Russell, Michael Apted, Alan Parker, Richard Marquand, Peter

Weir (El año que vivimos peligrosamente, 1982; Único testigo, 1985), George Miller (Las brujas de

Eastwick, 1987) y Bruce Beresford (Gracias y favores, 1983; Paseando a Miss Daisy, 1989).

Los estudios británicos acogían el rodaje de superproducciones norteamericanas, y también

facilitaban los recursos artísticos necesarios para que un estadounidense como David Lynch

pudiese filmar una cinta tan británica como El hombre elefante (1980).

Uno de los principales impulsores de la industria británica fue el productor David Puttnam. Por

estas fechas, salieron de las islas cintas como Carros de fuego (1981), de Hugh Hudson, Excalibur

(1981), de John Boorman, y Gandhi (1982), de Richard Attenborough. Asimismo, se dieron a

conocer creadores más personales, como Peter Greenaway, Stephen Frears y Michael Radford.

Para protegerse, el cine francés dispuso del impuesto sobre la entrada y del apoyo del conjunto del

SOFICA (Sociedad para la Financiación de la Industria Cinematográfica y Audiovisual), que

financiaba la producción audiovisual a partir de capitales de empresas y particulares que buscaban,

con dicha inversión, beneficios fiscales.

Las iniciativas que se pusieron en marcha desde mediados de los años ochenta tenían que ver con

las directrices globales de las principales empresas audiovisuales francesas. Así, determinadas

líneas creativas pasaron directamente a televisión –el cine cómico, el cine negro–, mientras que en

el cine se favoreció la presencia de nuevos directores, jóvenes que irrumpieron con notables

pretensiones que el tiempo fue situando en su contexto.

No obstante, la fama siguió sonriendo a veteranos como François Truffaut (El último metro, 1980;

La mujer de al lado, 1981; Vivamente el domingo, 1983), Claude Chabrol (El caballo del orgullo,

1980; Un asunto de mujeres, 1988), Eric Rohmer (La mujer del aviador, 1980; Paulina en la playa,

1982) y Jean-Luc Godard (Nombre: Carmen, 1983; Yo te saludo, María, 1985). Al tiempo, otros

directores más jóvenes intentaron aunar calidad y comercialidad: Maurice Pialat (Loulou, 1980),

Gérard Oury (As de ases, 1982), Coline Serreau (Tres solteros y un biberón, 1985) y Jean-Jacques

Annaud (El oso, 1988), por citar sólo a los más conocidos.

El gobierno francés defendió el cine como patrimonio nacional, y también como industria del ocio.

Por eso los franceses fueron los máximos impulsores de la “excepción cultural”, que Europa puso

sobre la mesa en las conversaciones comerciales con Estados Unidos (concretadas en la

negociación del GATT). Gracias a ese impulso gubernamental, se fortaleció desde los primeros

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años noventa la presencia del cine francés en sus propias salas, y de hecho, llegó a alcanzar una

media del 35-40% de la cuota de mercado.

Desde Latinoamérica, hacían oír sus voces el brasileño Héctor Babenco (Pixote, la ley del más

fuerte, 1980), el peruano Francisco J. Lombardi (La ciudad y los perros, 1985) y el mexicano Arturo

Ripstein (La seducción, 1981; El imperio de la fortuna, 1985).

El cine argentino festejó su recuperada democracia con títulos de sumo interés. María Luisa

Bemberg estrenó Camila (1984) y Yo, la peor de todas (1990), Fernando Solanas rodó Sur (1987),

Manuel Pereira, La deuda interna (1987), Carlos Sorin, La película del rey (1985), y Eliseo Subiela

dio a conocer Hombre mirando al Sudeste (1985) y El lado oscuro del corazón (1991).

El cine italiano, discreto en sus ventas internacionales pese al valor de las nuevas creaciones de

Ettore Escola y otros veteranos, ganó enteros gracias a la superproducción El último emperador

(1987), dirigida por Bernardo Bertolucci. Con relativa frecuencia se podían ver los últimos trabajos

de Federico Fellini (Y la nave va, 1983), Marco Ferreri, Marco Bellocchio y Michelangelo Antonioni.

Dentro de Europa, el intercambio cultural se cifraba en coproducciones. Por lo demás, distribuían

su cine dentro de continente el maestro Ingmar Bergman (Fanny y Alexander, 1982), Andrzej

Zulawski, Emir Kusturica (Papá está en viaje de negocios, 1985), Elem Klimov (Masacre, 1985),

Wim Wenders (Cielo sobre Berlín, 1987), Krysztof Kieslowski (No matarás, 1987) y Manoel de

Oliveira (Francisca, 1981).

Japón continuó ofreciendo películas muy interesantes, arraigadas en la tradición medieval y las

costumbres ancestrales. Akira Kurosawa, con el apoyo de Coppola y Lucas, consiguió acabar

Kagemusha (1980). Nagisa Oshima estrenó en medio mundo Feliz Navidad Mr. Lawrence (1982) y

Shoei Imamura recogió la Palma de Oro en Cannes por La balada de Narayama (1983).

Imagen superior: Los intocables (The Untouchables, 1987), de Brian de Palma © Paramount

Pictures. Reservados todos los derechos.

Historia del Cine XI. Los años 90

En Estados Unidos, el cine de los noventa aportó grandes novedades, sobre todo si lo

comparamos con la década anterior. Para empezar, la pujanza del mercado del VHS y de los

vídeojuegos reforzó la importancia de las franquicias, que permitían una explotación

diversificada del producto audiovisual en varios formatos.

De cara a los estrenos, las grandes compañías apostaron por multiplicar el número de copias para

su exhibición, lo cual les obligaba a reforzar la mercadotecnia precisa para recuperar su inversión a

corto o medio plazo.

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Y pese a la proliferación de festivales que impulsaban al cine independiente, éste último pasó a

depender también de las majors, consolidando el vigor de los grandes grupos.

Lo cierto es que la década se abrió con el deseo de que el público adulto volviera a las salas. Por

desgracia para los promotores de la medida, los estudios de mercado aún demostraban que la

mayor parte de la audiencia estaba formada casi exclusivamente por adolescentes.

En todo caso, surgió un grupo de cineastas independientes que reclamaba la herencia de los

setenta y se dirigía a una audiencia madura, tanto por su edad como por sus ambiciones

intelectuales.

En dicho grupo se distinguieron tipos sumamente interesante. Por ejemplo, John Sayles (Passion

Fish, 1992; Lone Star, 1996), Ang Lee (El banquete de boda, 1992; Sentido y sensibilidad, 1995),

los hermanos Coen (Muerte entre las flores, 1990; Fargo, 1995), Spike Lee (Fiebre salvaje, 1991;

Girl 9, 1996) y Edward Burns (Los hermanos McMullen, 1995; Ella es única, 1996).

Junto a las producciones de George Lucas y Steven Spielberg –aún más respetado tras el

lanzamiento de la magistral La lista de Schindler (1993)–, nos encontramos con los esmerados

trabajos de otros norteamericanos.

A la delicadeza de James Ivory (Regreso a Howards End, 1992), se sumaban la sorprendente y

prolífica trayectoria de Woody Allen (Misterioso asesinato en Manhattan, 1993; Poderosa afrodita,

1995; Todos dicen I Love You, 1996) y la imaginería bizarra de Tim Burton (Eduardo Manostijeras,

1990; Ed Wood, 1994; Pesadilla antes de Navidad, 1995; Mars Attacks!, 1996).

Dicho de otro modo: el cine estaodunidense demostraba al mundo que no era heterogéneo ni

monótono. La evidencia, sin embargo, fue poco escuchada por una parte de la crítica del Viejo

Continente, que insistía en la dualidad América (cine de consumo insubstancial) vs. Europa (cine

artístico y comprometido).

Casi sobra añadir que esa dicotomía, bastante tramposa, aún prospera en los medios de

comunicación de este lado del Atlántico.

Tras el enorme éxito de Atracción fatal (1987) e Instinto básico (1992) una de las fórmulas que se

pusieron a prueba en el mercado fue el drama erótico. En esa corriente tan poco prometedora se

inscribieron cintas olvidables, como Una proposición indecente (1993) y Striptease (1995), e

incluso un biopic inspirado en el creador de la revista "Hustler", El escándalo de Larry Flynt (1996).

La generación del vídeo impuso nuevos modos de narrar, influidos por las novelas baratas, la

televisión y los cómics. Desde el primer momento, el espectador medio agradeció esa combinación

de diálogos de historieta, planificación dinámica y violencia estilizada que fue patentada por

Quentin Tarantino, Tony Scott, Robert Rodríguez y Oliver Stone, y que se convirtió en la baza de

títulos como Reservoir Dogs (1992), Amor a quemarropa (1993), Pulp Fiction (1994), Desperado

(1994) y Asesinos natos (1994).

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Si algo tenían en común todos estos largometrajes era la presencia de Tarantino en los créditos.

Quizá por ello, se comenzó a hablar sobre el tarantinismo como una corriente con valor propio.

Junto a esas propuestas postmodernas, el cine convencional de aventuras aún demostraba su

eficacia, alcanzando algunas cotas singulares con Maximo riesgo (1992), de Renny Harlin, y El

fugitivo (1993), de Andrew Davis.

Por aquello de que nunca es malo aprovechar las sinergias del mercado, los best-sellers del

momento fueron llevados a la pantalla sin pérdida de tiempo. Esto hizo ganar merecidísimas

fortunas a escritores como Stephen King (La mitad oscura, 1992), Tom Clancy (Peligro inminente,

1994), Michael Crichton (Parque Jurásico, 1993) y John Grisham (El cliente, 1994).

Con la misma intención comercial, el universo del videojuego empezó a trasladarse al cine. Dos

cintas muy mediocres fueron pioneras de esta corriente, Super Mario Bros (1993) y Mortal Kombat

(1995). Por suerte, el modelo fue perfeccionándose, y en la década siguiente proporcionaría más

de una obra interesante.

Antes cité a Michael Crichton, y no está de más recuperarlo para dedicar unas líneas a la campaña

promocional que originó la adaptación de su novela, Parque Jurásico (1993), de Steven Spielberg.

Digámoslo con claridad: si el público acudió a las salas, al margen del sello de calidad que ofrece

el nombre de Spielberg, es porque la moderna tecnología digital había permitido unos efectos

portentosos, llamativos por sí solos. Es aquí donde quedó establecido que un blockbuster (un éxito

contundente desde el primer fin de semana) por fuerza debía ser también una película de efectos

especiales.

Esta premisa, como ustedes saben, llega a nuestros días. Poco importa si el film es un policiaco o

describe la piratería caribeña. El concurso de los trucajes visuales ha de ser tan llamativo como lo

permita el presupuesto.

Los efectos especiales, por cierto, fueron utilizados sin discriminar lo necesario de lo superfluo, y

acabaron convirtiéndose en el signo distintivo de la ciencia-ficción y el thriller de acción de los

noventa.

Ello encareció los costos de producción y forzó una carrera tecnológica en la que el más difícil

todavía fue una constante. La elaborada producción de Waterworld, el mundo del agua (1995), de

Kevin Reynolds, fue una muestra indicativa. El guión, tirando a previsible, no era la baza decisiva

de este film. Lo verdaderamente llamativo era la compleja imaginería acuática que, gracias a los

efectos especiales, era mostrada en pantalla.

Con todo, Hollywood era mucho más que fuegos artificiales. Demostrando un talento que iba más

allá de la interpretación, varios actores de primera fila se convirtieron en productores y directores.

El ejemplo más citado era Clint Eastwood, que triunfó con Sin perdón (1992) tras casi dos décadas

realizando películas excelentes.

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Entre los más afortunados a la hora de dar este salto detrás de las cámaras, figuran Kevin Costner

(Bailando con lobos, 1990), Mel Gibson (Braveheart, 1995), Jodie Foster (El pequeño Tate, 1991; A

casa por vacaciones, 1995), Tim Robbins (Ciudadano Bob Roberts, 1992; Pena de muerte, 1995),

Al Pacino (Looking for Richard, 1996) y Tom Hanks (The Wonders, 1996).

Por distintas razones, las tres películas más influyentes de la década en Estados Unidos fueron

Titanic (1997), la maravillosa superproducción de James Cameron; Sexo, mentiras y cintas de

vídeo (1989), de Steven Soderbergh, demostración de que el cine independiente podría ser

taquillero; y Reservoir Dogs (1992), de Quentin Tarantino, cuyo influjo en el thriller fue

destacadísimo por razones que ya expliqué más arriba.

Miramax Films, la compañía productora de Pulp Fiction (1994), fue adquirida por Disney, que a lo

largo de la década consolidó su liderazgo en el campo del dibujo animado a través de títulos como

La bella y la bestia (1991) y El Rey León (1994).

Corría el año 1995 cuando el primer largometraje de animación digital, Toy Story, fue producido por

una filial de Disney, Pixar Animation Studios.

El cine europeo, que en una gran proporción se sostenía mediante las coproducciones, ofreció

durante estos años un cine menos espectacular, aunque con una línea muy estable de calidad y

creatividad.

Hubo, no obstante, grandes superproducciones europeas, como El pequeño Buda (1993), de

Bertolucci, y Hamlet (1996), del prolífico shakespeariano Kenneth Branagh. Pero la base de la

producción fueron cintas de alto prestigio y bajo coste como La bella mentirosa (1991), de Jacques

Rivette, Tierras de penumbra (1993), de Richard Attenborough, Lloviendo piedras (1993), de Ken

Loach, El cartero (y Pablo Neruda) (1994), de Michael Radford, Carrington (1995), de Christopher

Hampton, TrainspottingRompiendo las olas (1996), de Lars von Trier, Secretos y mentiras (1996),

de Mike Leigh, y Antonia (1996), de Marleen Gorris. (1996), de Danny Boyle,

Francia lideró esta tendencia. Allí, la diversidad de propuestas se pudo descubrir en el cine de

Betrand Tavernier (Un domingo en el campo, 1984; Ley 627, 1992; El capitán Conan, 1996), André

Techiné (En la boca no, 1991; Los juncos salvajes, 1994), Claude Sautet (Un corazón de invierno,

1993), Bertrand Blier (Demasiado bella para ti, 1989), Patrice Leconte (Monsieur Hire, 1988; El

marido de la peluquera, 1990; El perfume de Ivonne, 1993), Patrice Chéreau (La reina Margot,

1994), el citado Jacques Rivette (Alto, bajo, fuerte, 1995) y Agnés Varda (Ciento y una noche,

1995).

Como se deduce de la anterior enumeración, el cine galo intentó mantener siempre el equilibrio

entre la línea de autor y la comercial, abriéndose de esta forma al mercado internacional. Si Jean

Marie Poiré situó su comedia Los visitantes (1992) entre las películas más comerciales de la

década, Jean-Jacques Annaud se convirtió en el cineasta francés más internacional, abordando

coproducciones de envergadura tan notable como El nombre de la rosa (1986), El amante (1991) y

Enemigo a las puertas (2000).

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En esta edad dorada de la cinematografía francesa, Alain Corneau sorprendió con Todas las

mañanas del mundo (1991), Régis Wagnier con Indochina (1992) y Jean Paul Rappeneau alcanzó

dos notables éxitos de taquilla con Cyrano de Bergerac (1992) y El húsar en el tejado (1995).

Pero quien supo convertirse en un auténtico magnate cinematográfico fue Luc Besson. Después de

acaparar la atención crítica con Subway (1984) y Nikita, dura de matar (1989), llegó a una

audiencia universal con El quinto elemento (1997) y Juana de Arco (1999).

Bajo la influencia de Besson, se diseñaron producciones de corte norteamericano y patrocinio

europeo, como Crying Freeman, los paraísos perdidos (1996), de Christophe Gans.

Francis Weber adaptó su mayor éxito teatral en La cena de los idiotas (1998), y Claude Zidi tradujo

a imágenes un cómic de Uderzo y Goscinny, Astérix y Obélix contra César (1999), una desigual

película que se convirtió en otro fenómeno taquillero.

Aprovechando esta buena racha, el cine francés se convirtió a lo largo de los años noventa en

impulsor de películas de cineastas foráneos que alcanzaron una evidente notoriedad, y no sólo en

festivales, sino también en el mercado internacional.

Así, diversos productores compartieron riesgos en películas como El olor de la papaya verde

(1992), del vietnamita Tran Anh Hung; La mirada de Ulises (1995), del griego Theo Angelopoulos;

El trío de Shanghai (1995), del chino Zhang Yimou; La otra América (1995), del yugoslavo Goran

Paskaljivic; Genealogías de un crimen (1997), del chileno Raúl Ruiz; y El silencio (1998), del iraní

Mohsen Makhmalbaf.

A medida que el cine escandinavo iba replegándose hacia la tersura narrativa, fue adquiriendo

sentido el movimiento cinematográfico que dio en llamarse Dogma 95.

Impulsado por un grupo de directores daneses, el Dogma rechazaba cualquier artificio a la hora de

rodar, tanto en la imagen como en el sonido, y se apoyaba en la capacidad interpretativa de los

actores.

Quizá el punto de partida del Dogma se deba encontrar en la propuesta formal que Lars von Trier

realizó en Rompiendo las olas (1995), una película que supuso un revulsivo para el cine europeo

de finales de siglo.

Las directrices narrativas del film de Trier apuntaron hacia dos dianas: el uso de la cámara y la

función de los personajes. La cámara cambió su ubicación tradicional, y menudearon los largos

planos secuencia, rodados con cámara en mano.

Esta fórmula evita el esquema básico cinematográfico del plano-contraplano, lo que hace posible la

libertad absoluta a la cámara para envolver a los protagonistas de la historia. Con esto se

invirtieron los términos: la cámara se sometió a los actores y no éstos al operador.

Con sus ideas recogidas en una película, y una vez comprobados los resultados, Trier se unió a

directores como Thomas Vinterberg, Soren Kragh-Jacobsen y Kristian Levring, y juntos elaboraron

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un decálogo que se denominó Dogma 95, y que comenzó a llegar sin interrupción a las pantallas

europeas desde ese momento.

A parti de entonces, los puntos que tienen que asumir todos los directores que deseen trabajar bajo

la denominación Dogma, son los siguientes:

“Juro someterme al cumplimiento de las siguientes normas redactadas y confirmadas por Dogma

‘95:

El rodaje debe realizarse en exteriores que no pueden ser alterados. Si algún objeto en particular

es necesario para la historia, debe elegirse una localización donde éste se encuentre.

El sonido no puede ser separado de las imágenes y viceversa. Nunca se añadirá música, salvo si

está presente en la escena que se rueda.

La cámara hay que sostenerla en mano. Cualquier movimiento o inmovilidad conseguidos sin

apoyo técnico está autorizado. La película no debe suceder donde está la cámara, sino que la

grabación debe realizarse donde ocurre la acción.

El largometraje tiene que ser en color. La iluminación especial no está aceptada. Si hay poca luz, la

escena habrá que eliminarla o dorarla con un solo foco sobre la cámara.

Los trucajes y filtros están prohibidos.

La película no debe contener acción superficial (asesinatos, tiroteos, persecuciones…).

Los cambios temporales y geográficos quedan prohibidos (La acción transcurre aquí y ahora).

Los géneros no son aceptables.

El formato técnico debe ser de 35 mm.

El director no puede aparecer en los créditos.

Además, juro que como director me abstendré de caer en preferencias personales. Ya no soy un

artista. Juro que no intentaré crear una obra de arte, porque considero el instante como algo mucho

más importante que el conjunto. Mi fin supremo es forzar que la verdad salga de mis personajes y

de mis escenas. Juro hacer esto por todos los medios posibles, sacrificando cualquier

consideración estética. De este modo, hago mi voto de castidad”.

Las primeras películas que consolidaron al movimiento están firmadas por sus fundadores:

Celebración (1998), de Vinterberg, Los idiotas (1998), de Von Trier, Mifune (1999), de Kragh

Jacobsen, y The King is Live (1999), de Levring.

Ni que decir tiene que, pese a su trascendencia mediática y profesional, las cintas Dogma no

fueron las únicas producciones internacionales que conquistaron al público adulto.

De hecho, entre los grandes éxitos de la década, y siempre dentro de este apartado, salen a relucir

películas como la canadiense Leolo (1992), de Jean-Claude Lauzon, las australianas El piano

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(1992), de Jane Campion, y Shine (1996), de Scott Ricks, las chinas La linterna roja (1991) y Qiu

Ju, una mujer china (1992), de Zhang Yimou, y la cubana Fresa y chocolate (1993), de Tomás

Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabio.

Imagen superior: El último mohicano (The Last of the Mohicans, 1992), de Michael Mann © Morgan

Creek Productions, Twentieth Century-Fox Film Corporation. Cortesía del Departamento de Prensa

de TriPictures. Reservados todos los derechos

Historia del Cine XII. El nuevo milenio

Como sucedió en décadas previas, el cine del año 2000 se enfrenta a retos crecientes. Retos

que son consecuencia de nuevas circunstancias sociales y tecnológicas, y que ponen a

prueba la imaginación y la capacidad adaptativa del sector.

Desde su puesta en funcionamiento, el cine digital facilita el acabado, el almacenaje y la

distribución de las películas, lo cual supone importantes y favorables reformas en las salas de

exhibición. También permite comercializar los productos a través de la red, a menor coste para el

usuario: una fórmula que, por cierto, debe competir con la piratería y las descargas P2P, cuya

generalización pone en serios apuros a la industria.

Para atraer a un espectador acostumbrado a ver cine en su ordenador, se extiende el circuito de

salas IMAX, que ya no sólo proyectan documentales, sino cintas de estreno rodadas en ese

espectacular formato.

De todos modos, la afluencia a los cines decrece en todo el mundo. Surge un nuevo modelo de

consumidor: el que adquiere y acumula DVDs, y los disfruta en su hogar, aprovechando las

ventajas de unas pantallas televisivas cada vez más perfeccionadas y de unos sistemas de sonido

impecables, incorporados a los home theatre systems (home cinema).

Otro detalle interesante es que el lenguaje imperfecto de las vídeocamaras digitales, consagrado

por la generación de You Tube, comienza a enriquecer la narrativa cinematográfica. Eso es, al

menos, lo que dan a entender producciones como Cloverfield (2007), de J.J. Abrams.

La simple novedad tecnológica, cierto coleccionismo que fermenta a deshora y el apremio de las

ráfagas comerciales, a las que nada cuesta negarse, caracterizan esta primera época del DVD. Al

menos, eso es lo que argumentan los reacios a dicho soporte.

En contraste, el lema de sus adeptos es más contenido; no ya el contenido de las películas

originales, sino el que reitera su recuerdo. Horas de nuevo contenido –diferencia capital si se

piensa en el viejo VHS–, catalogable en uno, dos o más discos.

Esto es: el filme y sus anuncios, aparte de documentales y entrevistas, secuencias eliminadas, e

incluso buen número de bandas de doblaje en babélico repertorio.

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De aquí, por cierto, nace otro de los méritos con que se distingue un DVD: no sólo cabe disfrutar de

un sonido nítido y de la imagen irreprochablemente remozada.

Hay otras primicias, porque en esta idolatría de la novedad casi todo es concebible: Ridley Scott

suministra celuloide inédito y el veterano Charlton Heston alcanza a relatar cada minucia de esa

desmesura que viene a ser Ben Hur (1959).

Por consiguiente, y dado que el receptor virtual de tan frondoso dispositivo establece

comparaciones con aquello que pudo ver en la sala de cine o frente al televisor, se trata de

brindarle pretextos: detalles subalternos –las tomas falsas y otros residuos del montaje– que

corroboren esa opulencia.

No en vano, el derroche y la mezcla irrespetuosa de niveles de lectura producen un cierto tipo de

agrado, sobre todo en sus efectos de corto alcance. Por supuesto, siempre es divertido colocar

nuevos rótulos a las historias familiares.

Es decir: no se trata sólo de adquirir una versión impecable de Drácula (1931), de Tod Browning.

Tanto o más atractivo puede ser el comentario de fondo que añade un historiador minucioso –en

este caso David J. Skal– o la nueva música compuesta para la ocasión por Philip Glass.

Lo cual nos lleva a una paradoja: esa versión de Drácula es un estreno del año 2000.

No descuento otros argumentos en pro del DVD. En esta dirección, acaso un impulso decisivo

provenga de las filmotecas, donde el nuevo sistema puede servir para inventariar y divulgar el

patrimonio cinematográfico. Vale la pena tomar por ejemplo a Fritz Lang para medir qué valor

adquiere en todo ello el disco digital.

Comprimida de esa forma, hemos visto una película como Los nibelungos (1924) en su versión

íntegra, preparada por la Friedrich Wilhelm Murnau Stiftung. Dicha institución también presenta

copias de El doctor Mabuse (1922) y de Metrópolis (1926), gracias a las cuales Lang deja huella de

su genio en el moderno circuito audiovisual.

Tampoco descubro nada nuevo: con estas publicaciones los archivos fílmicos reparan la actual

fatiga inventiva buscando arraigo en el canon. Por cierto, al manejar este repertorio de clásicos

remasterizados, sorprenden por la novedad de enfoque organismos como la Cinémathèque

Quebecoise, patrocinadora de una formidable edición de El fantasma de la ópera (1925) donde la

espectral pieza de Rupert Julian recobra la bicromía del antiguo Technicolor en una de sus

secuencias más aparatosas. El DVD, en esas circunstancias, no significa recreo sino devoción.

Con todo, arriesgo una hipótesis: pese a los muchos prestigios heredados y a reivindicar la alta

cultura, en términos de consumo estos lanzamientos también persiguen la rentabilidad.

Tal debió de ser la idea de la familia de Charles Chaplin cuando cedió los negativos de sus filmes

para su transferencia digital, y lo mismo vale para la Universal, que invirtió casi un millón de dólares

en reparar el negativo de la hitchcockiana Vértigo (1958).

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Al cabo, en el negocio audiovisual –bien lo sabe el millonario Ted Turner– nada hay tan

provechoso como los contenidos. Dicho sea sin excepciones.

Por la misma senda, la defensa de una soberanía creativa que parece deslucida por los

productores conduce al non plus ultra del DVD: la versión del director.

Naturalmente, el espectador ilustrado desearía conocer las seis horas que duraba Cleopatra según

la concibió Joseph L. Mankiewicz, y no sólo las tres que llegaron a verse en 1963. De igual modo,

el montaje extendido de Apocalypse Now (1979) enfatiza muy eficazmente el sombrío itinerario

propuesto por Francis Ford Coppola.

Pero a veces esta reescritura tiene menos utilidad de la que le asigna la mercadotecnia. Como ya

insinué antes, la búsqueda de añadidos también conduce a discutibles jugadas publicitarias, caso

del diverso montaje que Spielberg mostró de Encuentros en la tercera fase en 1977 y 1980, hoy

combinado en un mismo disco.

No obstante, los ejemplos eminentes podrían sumarse, y por lo demás, sería difícil invertir la

orientación, pues Peter Jackson ya ha demostrado con El Señor de los Anillos que el incremento

de metraje en un DVD es proporcional a su beneficio económico.

¿Y qué hay de la permanencia de este artilugio en el mercado? Cuando menos, pasará una

década antes de que la industria permita la generalización de nuevas patentes como el Blu Ray y

el HD DVD.

Mientras tanto, las salas de cine continúan proyectando películas, pese a que la rentabilidad de

dicho circuito sea inferior a la del DVD y los vídeojuegos.

El público adulto, acostumbrado ya a adquirir DVDs clásicos y modernos, aún compra entradas de

cine gracias a un tipo de producción de presupuesto medio-alto, realizada por compañías

independientes. El paradigma es Shakespeare enamorado (1998), de John Madden, con un

modélico reparto encabezado por Gwyneth Paltrow, Joseph Fiennes, Judi Dench, Geoffrey Rush,

Colin Firth, Ben Affleck y Tom Wilkinson.

Siguen la misma línea coproducciones como El pianista (2002), de Roman Polanski.

Por ese camino, nos encontramos con thrillers de autor, como Mystic River (2003), de Clint

Eastwood, a quien ese público maduro también reconoce en la intensidad de melodramas como

Million Dollar Baby (2004).

Desde Europa, esa tendencia se deja apreciar en películas como Amelie (2001), de Jean-Pierre

Jeunet. Al comenzar el nuevo milenio, Italia no consigue atinar en ese punto, y eso que la crítica

aún comenta la repercusión de estrenos anteriores, como La vida es bella (1998), de Roberto

Benigni, y Cinema Paradiso (1989), de Giuseppe Tornatore.

El cine independiente, consolidado como una marca de fábrica por firmas como Miramax, sigue

compitiendo en el mercado urbano. Así, películas como Lost in Translation (2003), de Sofia

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Coppola, obtienen un volumen de ingresos que interesa a las majors. No debe extrañar, por

consiguiente, que casi todas las grandes compañías creen sellos y filiales dedicados al cine indie.

Sobra decir que este era un viejo sueño que Francis Coppola, padre de Sofia, defendió años atrás

con su American Zoetrope.

La globalización llega a Hollywood. Y de qué manera. Grandes sellos empiezan a distribuir en DVD

películas de Bollywood. Las estrellas del cine chino ruedan películas en Los Ángeles. Y los

estudios californianos, para abaratar costes, empiezan a rodar en Checoslovaquia, Canadá,

Australia y Nueva Zelanda.

De este último país es nativo Peter Jackson, que logra rodar, desde una relativa independencia

financiera –New Line Cinema es el soporte de Wingnut Films–, la superproducción El Señor de los

anillos: la comunidad del anillo (2001). La hazaña de Jackson es portentosa, y su logro creativo no

es inferior. Junto a Frances Walsh y Philippa Boyens, adapta la novela homónima de J.R.R. Tolkien

y la pone en imágenes con un soberbio reparto que encabezan Elijah Wood, Ian McKellen, Liv

Tyler, Viggo Mortensen, Sean Astin, Cate Blanchett, John Rhys-Davies, Orlando Bloom,

Christopher Lee, Hugo Weaving, Sean Bean e Ian Holm.

Tras completar la trilogía prevista con El Señor de los anillos: Las dos torres (2002) y El Señor de

los anillos: el retorno del rey (2003), Jackson se lanza a la aventura de rodar su remake de King

Kong (2005).

El público seguidor del neozelandés ya está familiarizado con la narrativa televisiva y con el ritmo

impuesto por los vídeojuegos. Los críticos más nostálgicos hablan de una transformación de las

fórmulas cinematográficas, paulatinamente alejada del discurso narrativo que se consolidó durante

la edad de oro de Hollywood.

De ahí que muchos no terminen de disfrutar con otra trilogía, diseñada por los hermanos Andy y

Larry Wachowski. Con todo, Matrix (1999), Matrix Reloaded (2003) y Matrix Revolutions (2003) se

convierten en un impresionante revulsivo de la ciencia ficción, que además tiene un influjo estético

en otras producciones del momento.

Frente a esa modernidad tecnológica, Ridley Scott recupera la pulsión del cine clásico en su

personal homenaje al peplum, Gladiator (2000), galardonando con cinco Oscar: Mejor película,

mejor actor (Russell Crowe), vesturio, sonido y efectos visuales.

Si Peter Jackson opera en Nueva Zelanda, Baz Luhrmann lo hace desde Australia, país desde el

que realiza para 20th Century Fox Moulin Rouge! (2001), un musical postmoderno, de estética

circense, interpretado por Nicole Kidman, Ewan McGregor, John Leguizamo, Jim Broadbent y

Richard Roxburgh.

A su modo, Matrix y Moulin Rouge ponen en práctica el cóctel de géneros, eligiendo ingredientes

del cine de alto presupuesto y de la serie B. Es, en realidad, el mismo propósito que persigue

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Tarantino con las dos entregas de Kill Bill (2004). En ellas hay un poco de todo: desde melodrama

hasta cine de artes marciales, sin olvidar la comedia y el western.

El cómic deja caer su influencia en el cine de esta década. Uno de los guionistas más destacados,

Frank Miller comprueba cómo se adaptan con enorme talento dos de sus obras. Sin City (2005) es

dirigida por Robert Rodríguez, y 300 (2006), por Zack Snyder.

Entre las cintas más afortunadas en esta transición del tebeo a la pantalla, figuran asimismo

Batman Begins (2005) y El caballero oscuro (2008), de Christopher Nolan, X-Men (2000) y X-Men 2

(2003), de Bryan Singer, X-Men 3: La decisión final (2006), de Brett Ratner, Spiderman (2002), de

Sam Raimi, e Iron Man (2008), de Jon Favreau.

George Lucas recupera su saga galáctica y rueda tres nuevas entregas, aprovechando el impulso

de la nostalgia. Es el mismo resorte que explica el lanzamiento de Indiana Jones y el Reino de la

Calavera de Cristal (2008), de Steven Spielberg, y de Star Trek (2008), de J.J. Abrams.

La necesidad de consolidar antiguas franquicias conduce a la renovación de la serie dedicada al

agente James Bond. Daniel Craig pasa a interpretar el papel y el primer largometraje donde lo

desempeña, Casino Royale (2005) cosecha un merecido éxito.

Entre las nuevas franquicias, acaso las más populares sean la de Harry Potter, inspirada en las

novelas de J.K. Rowling, y la de Piratas del Caribe, con tres entregas en las salas de cine (2003,

2006 y 2007).

Gore Bervinsky, responsable de la saga pirata, rueda en 2002 La señal, remake norteamericano de

uno de los grandes triunfos del cine japonés de terror, The Ring (1998), de Hideo Nakata.

Lo cierto es que las producciones del género realizadas en Japón, las llamadas J Horror, son el

último atisbo de lo que antaño fue una gran industria en ese país. Del 2000 en adelante, las islas

sólo exportan cintas de miedo sobrenatural y películas de dibujos animados, en la excelente línea

de El viaje de Chihiro (2001), de Hayao Miyazaki.

Independientemente de la crisis económica y de la falta de apoyo institucional, Iberoamérica

confirma que posee un magnífico plantel de cineastas. En Brasil, Fernando Meirelles dirige Ciudad

de Dios (2002), un absorbente largometraje social escrito por Braulio Mantovani a partir de la

novela homónima de Paulo Lins.

En Argentina, los peores problemas económicos coinciden con un auge del cine local. Especial

relieve cobra este tratamiento de la deriva en Nueve reinas (2000), de Fabián Bielinsky,

protagonizada por Gastón Pauls y Ricardo Darín. Este último encarna a un embaucador

deslumbrado por una rapiña de largo alcance. En todo caso, más allá de los continuos giros de la

trama, el ojo del espectador es llevado al plano social, y así percibe la corrupción y los valores en

crisis.

En ello coincide Juan José Campanella, quien sitúa su invención, El hijo de la novia (2001), en una

ciudad desequilibrada por la incertidumbre. Muy apropiadamente, Campanella sugiere una

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respuesta esperanzadora. Razón de más para subrayar la lucidez sentimental del protagonista –

otra vez Darín– cuando su vida tiende a la esclerosis; un proceso muy acorde con tiempos tan

deslucidos.

En esta encrucijada, España coincide con Argentina y defiende un consorcio que se fraguó en los

años cuarenta y aún sigue activo. Sobran los ejemplos y la lista es elocuente. Ricardo Darín actúa

en coproducciones como El Faro del Sur (1998) y La fuga (2001), ambas dirigidas por Eduardo

Mignona; y el mismo tipo de acuerdos aviva proyectos como Nueces para el amor (2000), de

Alberto Lecchi, Una noche con Sabrina Love (2000), de Alejandro Agresti, Vidas privadas (2001),

de Fito Páez,  Martín (Hache) (1997), de Adolfo Aristarain, Plata quemada (2000), de Marcelo

Pineyro, y El hijo de la novia, del citado Campanella.

El caso de México es deslumbrante, casi tanto como en la época en que Emilio “Indio” Fernández,

admirador de John Ford, rodó títulos míticos como Flor silvestre (1943) y María Candelaria (1943).

Se dice que su fiebre contagió a aquellos profesores de la UNAM que en 1963 fundaron el Centro

Universitario de Estudios Cinematográficos. El alumnado también sucumbió al encanto del viejo

león.

Precisamente va a ser un pupilo de dicha entidad, criado cerca de los Estudios Churubusco, el

encargado de animar la fiesta con su película Y tu mamá también (2001).

¿De quién se trata? Pues de Alfonso Cuarón, cuyos amigos dicen de él que infundió nueva

esperanza a un sector languideciente. No en vano, además de rodar Harry Potter y el prisionero de

Azkabán (2004), Cuarón produce El espinazo del diablo (2001), de su compadre Guillermo del

Toro, otro innovador tiernamente enamorado de los subgéneros, capaz de alternar el frenesí

hollywoodense −en lo que va desde Mimic (1997) hasta Hellboy (2004)− con razonables esfuerzos

de cooperación a la europea, al estilo de El laberinto del fauno (2006).

Por una de esas paradojas que siempre esperamos de México, películas como El crimen del padre

Amaro (2002), de Carlos Carrera, forman parte de un nuevo ciclo expansivo vivificado por el Fondo

para la Producción Cinematográfica de Calidad. Ni que decir tiene que el depositario indiscutible de

este optimismo es Alejandro González Iñárritu, curtido como productor en Televisa y secundado

por un libretista excepcional, Guillermo Arriaga.

Un asombroso hábito de Iñárritu consiste en elaborar discursos sumamente inteligentes, y luego

reducirlos a la condición de anticipos de una futura obra maestra. En cuanto narrador, su voz es

ahora más sabia que cuando rodó Amores perros (1999). Aspira, desde mucho antes, a un

cosmopolitismo dramático que halla su perfil más acabado en Babel (2006), cinta estadounidense,

de reparto multilingüe, y ejemplo nada azaroso de lo que puede dar de sí la creatividad mexicana.

Imagen superior: Iron Man (2008), de Jon Favreau © Industrial Light and Magic, Sony Pictures.

Cortesía de Sony Pictures Releasing de España. Reservados todos los derechos.

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