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Chile 1960-2010Una era de transformaciones

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CINCUENTA AÑOS DE HISTORIA

El 22 de mayo de 1960 ocurrió un gran sismo en Chile, país acostumbrado a desastres naturales que dejan cuantiosos daños materiales y humanos. Un maremoto y un megaterremoto de magnitud 9,5, el mayor registra-do en la historia de la humanidad desde que existe registro, provocaron la muerte de unas dos mil personas, con gran destrucción en el sur de Chile, especialmente en la ciudad de Valdivia. Medio siglo después, el 27 de febrero de 2010, un nuevo terremoto azotó al país, con un tsunami incluido. Murieron más de quinientas personas, cientos de miles de ca-sas sufrieron daños y dos millones de chilenos quedaron damnificados.

Aunque el fenómeno de los sismos sea una simple casualidad, en 1960 Chile conmemoraba el sesquicentenario de la Primera Junta de Gobierno, mientras que el 2010 se aprestaba a celebrar el bicentena-rio de dicha Junta. Eran momentos históricos y de proyección, que se veían interrumpidos por los desastres de la naturaleza, tal vez como una manera de hacerle presente al país que debería seguir conviviendo con ellos, como parte de su destino.

Sin embargo, el Chile del 2010 era muy distinto al de 1960. Desde luego es importante tener presente que, entre los periódicos sismos y de-sastres de la naturaleza durante los gobiernos de esta época —período de solo cincuenta años—, el país también transitó los años más agita-dos y violentos del siglo XX, a causa de los “terremotos políticos” que modificaron el paisaje de la historia nacional y del mundo. Chile formó parte del escenario de la Guerra Fría que, para el caso latinoamericano, recibió una gran influencia de la Revolución Cubana y de su afán por expandir su ideario en el continente. En efecto, a partir de 1960 y en los decenios siguientes, el país se transformó en un laboratorio de experi-mentos políticos y económicos. Primero se aplicaron las reformas im-pulsadas por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), que promovía la Industrialización Sustitutiva de Importaciones (ISI); luego se probaron las políticas promovidas por los Estados Unidos a través de la Alianza para el Progreso; después se aplicó el proyecto comunitario de la Democracia Cristiana; luego el socialista de la Unidad Popular, que

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alineaba a Chile con el bloque de los socialismos reales; finalmente, la crisis institucional condujo a la instalación de un gobierno militar, que creó una nueva institucionalidad política y económica.

En 1960, un joven chileno de 18 años tenía el 50% de posibilidades de haber padecido desnutrición, una de las peores consecuencias de la pobreza del país. Cincuenta años después, uno de cada dos jóvenes egre-sados de la enseñanza secundaria accedía a la educación superior. Es probable que el primero ni siquiera haya terminado la enseñanza esco-lar completa, mientras que sus hijos o nietos podían contar con estudios universitarios, y tal vez habían trocado la desnutrición de sus ancestros por algún grado de obesidad.

Pero el cambio vivido por Chile en este medio siglo no solo se refleja en estas variables, sino que tiene manifestaciones en diversos aspectos de la sociedad: en la esperanza de vida y en la mortalidad infantil, en la participación en los avances de la medicina, la disponibilidad casi universal de los servicios públicos —energía eléctrica, agua potable, alcantarillado—, de la educación formal y de la vivienda. El mejora-miento del ingreso ha permitido la disminución radical de la pobreza, la virtual superación de la miseria, y el acceso masivo a los bienes de con-sumo, como automóviles, electrodomésticos, computadores y teléfonos celulares. Así surgió un Chile, mayormente urbano y moderno, que se conecta e inserta en el mundo global.

Los años 60, en Chile y en el mundo, fueron tiempos de rebeldía. Se buscaba la transformación revolucionaria de la sociedad, postura que se justificaba —en el caso chileno— por el contraste entre una democracia política formal y el subdesarrollo económico. Veinte años después, en Chile se empezaban a percibir los efectos del crecimiento económico y el mejoramiento en las condiciones de vida material, aunque todavía en un contexto de restricciones a las libertades políticas. El país finalmente alcanzó la articulación del crecimiento económico y la democracia polí-tica, con un acuerdo constitucional y las primeras elecciones libres, que hicieron posible una transición desde el régimen militar a los gobiernos democráticos. Entre 1960 y el 2010 Chile ensayó experiencias distintas, incluso contradictorias, para enfrentar los problemas de entonces: un

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gobierno de derecha dirigido por Jorge Alessandri, luego la Democra-cia Cristiana con su líder Eduardo Frei, y finalmente la izquierda bajo la figura de Salvador Allende. Siguieron diecisiete años de un régimen militar liderado por Augusto Pinochet, que culminaron con la entrega del mando a Patricio Aylwin, abanderado de la Concertación de Parti-dos por la Democracia, coalición que vería a otros tres de sus candidatos como Presidentes de la República, antes de entregar el mando a Sebas-tián Piñera, el primer mandatario de centroderecha elegido en más de cincuenta años.

Este medio siglo tiene una historia que es necesario conocer, para comprender incluso el lugar en que se encuentra Chile en esta segun-da década del siglo XXI. Fueron décadas en que la valorada democracia chilena experimentó una profunda crisis, por su incapacidad de atender las demandas sociales, por los excesos ideológicos y por una institucio-nalidad sobrepasada, que dio paso tiempo después a un período de con-solidación política y crecimiento económico. Entre 1960 y 2010 el país dio muestras de encontrarse plenamente inserto en procesos políticos de cambio que se desarrollaban a nivel latinoamericano y mundial.

CONTRADICCIONES DEL SISTEMA DEMOCRÁTICO CHILENO

Cuando dejó el gobierno en 1964, Jorge Alessandri escribió una intere-sante carta a su embajador en el Vaticano. Ahí analizaba las crecientes demandas de la población, que habían sido exacerbadas por instituciones como la Iglesia Católica. El Presidente estimaba que dichas expectativas no podrían ser satisfechas, según las posibilidades que el país ofrecía en-tonces, y concluía: “Mucho me temo que estemos caminando hacia un golpe de Estado, que nos haga abrir los ojos a la realidad”. Si bien este era un tema que no estaba en la agenda pública, y pudo haber sido considera-do en ese momento como una exageración, la mirada del gobernante se mostraba visionaria: para entonces la práctica de los consensos se estaba deteriorando, como quedó en evidencia en las elecciones presidenciales que se celebraron ese año, por la división que primó en una campaña que se caracterizó también por la intervención extranjera.

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Eduardo Frei, candidato de la Democracia Cristiana, y Salvador Allende, por el Frente de Acción Popular (FRAP), polarizaron la política chilena, en lo que fue una proyección de la Guerra Fría a Chile. La revo-lución cubana de 1959 había redefinido el enfrentamiento en las Amé-ricas, sirviendo de inspiración a diversos movimientos políticos regio-nales. Varios de ellos hicieron pública su opción por la vía armada para alcanzar el poder, y se formaron grupos que seguían el modelo guerri-llero cubano. Para contrarrestar esta tendencia, los Estados Unidos pro-movieron reformas en las naciones del continente, de manera de evitar la revolución social, bajo la fórmula de una “Alianza para el Progreso”. El programa de Frei, enmarcado en este proyecto, contrastaba su “Re-volución en Libertad” con las experiencias marxistas que precisamente conculcaban las libertades.

Allende y Frei —no obstante representar visiones absolutamente opuestas— coincidían en la necesidad de un cambio radical en Chile. Este tipo de “reformas estructurales” incluso había recibido la bendición de la Iglesia Católica, a través de un importante documento firmado por todos los obispos del país. En alguna medida, ese clima revolucionario comenzaba a penetrar las distintas organizaciones, instalando transver-salmente la idea de que era necesario algún tipo de revolución, sin que en ese momento surgiera una alternativa convincente frente a ella.

¿Por qué se estimaba necesaria una transformación tan radical para Chile? La pregunta tiene diversas respuestas que expresan las contradic-ciones entre el ámbito político y el económico-social. Hacia 1960 había una relativa complacencia por el grado de desarrollo democrático alcan-zado por el país, que coexistía con una sensación de frustración, debido a la postergación social, la mediocridad del comportamiento económico y la falta de oportunidades para amplios sectores de la población, que miraban el futuro con temor e incertidumbre, casi sin esperanza.

EL DESARROLLO POLÍTICO

Desde 1932, cuando se restableció efectivamente el régimen constitu-cional, Chile avanzó hacia una progresiva democratización, en un pro-

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ceso similar al experimentado durante el siglo XIX. El camino recorrido permitió ir extendiendo la ciudadanía, dentro de un régimen que com-binaba el pluralismo de partidos, las libertades cívicas y la alternancia en el poder. En las sucesivas elecciones presidenciales hasta 1970, los candidatos triunfantes representaron una amplia diversidad de ideas, la que, junto con demostrar la consolidación del sistema, constituía al mis-mo tiempo una dificultad para la concreción de proyectos de largo plazo, que excedieran los límites de un período presidencial.

Lo mismo ocurrió en materia parlamentaria. Coexistían los partidos nacidos durante el siglo XIX, como el Conservador, el Liberal y el Radical, que habían ido evolucionando conforme a los tiempos, con nuevas colec-tividades y líderes políticos, lo que era un reflejo de la libertad y competiti-vidad del sistema, y de su capacidad para incorporar nuevos actores. Así, por ejemplo, fuerzas muy minoritarias o inexistentes hacia 1932, como el Partido Comunista, el Socialista o la Democracia Cristiana, llegarían a tener gran importancia, mientras otros, de gran representatividad enton-ces, estaban muy debilitados como fue el caso de los partidos Liberal y Conservador, que se fusionaron en 1966, dando vida al Partido Nacional.

No se debe dejar de mencionar, en este ámbito, la situación de las Fuerzas Armadas, que habían tenido una participación decisiva en la crisis del parlamentarismo en 1924, en la nueva Constitución de 1925, y en los sucesivos gobiernos hasta 1932. El restablecimiento de la demo-cracia implicó también el retorno de los uniformados a los cuarteles y el pleno respeto de las instituciones militares al orden constitucional. Si bien hubo intentos posteriores aislados por parte de algunos militares de intervenir en los procesos políticos, la verdad es que Chile, a diferen-cia de otros países, podía mirar con confianza la prescindencia política de los uniformados.

La ampliación de la ciudadanía resultó fundamental, en una demo-cracia en que la conquista del sufragio era el factor esencial para llegar al gobierno. Un hito decisivo en este proceso fue la aprobación del dere-cho a voto de la mujer en 1948 después de una larga lucha y extensos de-bates. De inmediato, un amplio grupo de la población pasó a tener de-recho a voto en las elecciones presidenciales, siguiendo una tendencia

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mundial. Si en la elección de 1932 habían votado solo 344 mil personas, el electorado fue aumentando de manera constante hasta llegar a casi tres millones en 1970. Finalmente, ese año se aprobó una reforma que ampliaba nuevamente la ciudadanía, al reducir la edad para sufragar de 21 a 18 años y al permitir el derecho a voto de los analfabetos. Si bien Chile conocía una democracia progresiva, creciente, abierta a nuevos sectores de la población, comenzaba a emerger una presión por mayor progreso y justicia social, que los gobernantes democráticos fueron in-capaces de satisfacer.

EL SUBDESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIAL

En efecto, este desarrollo político contrastaba con la realidad social y económica nacional. Si en política había una relativa autoconciencia de éxito, en lo social la situación era exactamente la inversa. Fueron cre-ciendo la desesperanza, la sensación de crisis y la crítica social. Había conciencia de que existía un desajuste muy grande entre las necesida-des de los sectores más vulnerables, las expectativas que generaban las campañas electorales y la verdadera capacidad del país para satisfacer-las. El problema tenía múltiples expresiones, y sus manifestaciones más visibles eran lamentables: pobreza generalizada, analfabetismo, desnu-trición, bajo crecimiento económico y alta inflación.

La desnutrición, por ejemplo, era un foco de preocupación en el esce-nario médico y social de Chile, tema que sería enfrentado con decisión y éxito por el doctor Fernando Monckeberg a mediados de la década de 1970. Los niños pobres sin escuela y sin zapatos; la falta de vivienda o las malas condiciones de las mismas, en términos de tamaño y salubridad, eran parte de las tristes postales que ofrecía el Chile de mediados de si-glo. Todavía en 1950 el 31% de los chilenos moría antes del primer año de vida, el 11% antes de los diez años y el 4% antes de cumplir las dos dé-cadas. En cuanto a la vivienda, en 1952 el 20% de los hogares presentaba condiciones de hacinamiento, apenas el 42% tenía alcantarillado o fosa séptica y el 41% carecía de electricidad, mientras que el agua potable cubría las necesidades de solo el 52%.

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Todo esto no pasaba inadvertido. Diversos pensadores expresaron críticas que, miradas en conjunto, describían de manera dramática la realidad social del país. No era la primera vez que se exponía una situa-ción similar: lo habían hecho también en su momento los pensadores del Centenario, en su crítica social y nacionalista. En esta línea siguie-ron Carlos Keller con un libro de elocuente título, La eterna crisis chilena (1931); Salvador Allende, entonces ministro de Salud, quien en su obra sobre La realidad médico-social chilena (1939) aseguraba que era el país con “la más alta tasa de mortalidad infantil del mundo”, y el Padre Al-berto Hurtado, quien en su diagnóstico ¿Es Chile un país católico? (1941) advertía sobre una serie de lacras sociales, como la falta de vivienda obrera, el analfabetismo, la mortalidad infantil, la disolución de la fami-lia y el alcoholismo. Las denuncias continuaron en la segunda mitad del siglo con un mayor énfasis en lo económico. Es el caso de Jorge Ahuma-da, quien en su libro En vez de la miseria (1958), criticó el estancamien-to de la agricultura, la inflación endémica, el centralismo y la desigual distribución de los ingresos, llegando a hablar después de la “crisis inte-gral” de Chile, una expresión que haría suya, ya Presidente de la Repú-blica, Eduardo Frei Montalva. En 1959 Aníbal Pinto sorprendió con su obra Chile, un caso de desarrollo frustrado, otro título impactante, donde reseñaba las múltiples causas de esa frustración, como eran el retraso económico, la brecha social y el fracaso en la agricultura.

Esta “visión de Chile” tuvo expresiones en el mundo de la cultura. Obras como Hijo de Ladrón, de Manuel Rojas; La sangre y la esperanza, de Nicomedes Guzmán; Mi camarada padre, de Baltazar Castro; o Hijo del salitre, de Volodia Teitelboim, no son simplemente novelas, sino lite-ratura políticamente comprometida, específicamente socialista, crítica del subdesarrollo social, y que incluso animan a la revolución. La mis-ma denuncia social se puede percibir en algunos de los poemas o prosas de Pablo Neruda, de Vicente Huidobro, de Gonzalo Rojas e incluso de Gabriela Mistral.

Ocurre otro tanto en la música, desde fines de la década de 1950, cuando se desarrolla la canción de protesta, de crítica y de invitación a la revolución, con influencia cubana, del bando rojo en la Guerra Civil Es-

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pañola y de la música norteamericana. Se aprecia en la canto de Violeta Parra —probablemente la expresión más genuinamente chilena—, así como en la música políticamente comprometida de Víctor Jara, Quila-payún, Inti Illimani y muchos otros grupos que pensaban con “concien-cia política” y hacían propuestas de cambio social.

El asunto de fondo era que el país tenía ciertos problemas que se arrastraban ya por décadas y que no encontraban respuestas oportunas y efectivas. Desde el primer cuarto del siglo XX se había ido imponiendo la idea de que la solución debía venir a través del Estado, cuyo tamaño y funciones aumentaron sostenidamente. Esto significó que el Estado no solo ejercería sus tareas tradicionales: orden, defensa, seguridad, gobierno, legislación y justicia. También sería, progresivamente, edu-cador, productor de bienes y servicios, impulsaría la industrialización y controlaría los precios. Todas estas actividades debían convertirlo en el principal agente y motor del desarrollo. Se consideraba, por entonces, que la ampliación del ámbito de acción estatal era el camino para en-cauzar la economía de manera de mejorar las condiciones de vida de la población. A lo anterior debe agregarse, desde los años de la Segunda Guerra Mundial, la gran confianza que existía en la ayuda externa para salir del estancamiento.

En el plano económico, al menos, los resultados fueron insatisfacto-rios. Por entonces otros países en el mundo avanzaban hacia sistemas más liberales logrando mayor prosperidad, mientras que en Chile el bajo crecimiento económico impedía cubrir las necesidades crecientes de la población y la inflación seguía como fenómeno recurrente. El mo-delo de la Comisión Económica para América Latina no tuvo los resul-tados esperados por sus economistas, sociólogos y por los gobiernos que propusieron esa vía de desarrollo alternativo.

Comenzaba a ser evidente, al menos para un sector de la población, que se estaba incubando un descontento que en algún momento iba a explotar. En la década de 1960 se conjugaron varios factores que agra-varon la crisis. Quizás el más evidente fue el desajuste entre las expec-tativas de la población, estimuladas por la demagogia de los partidos y candidatos interesados en captar adhesiones, y la incapacidad del país

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para satisfacerlas. Fue una contradicción imposible de resolver, lo que no hizo más que alimentar la frustración y las consiguientes críticas.

Quizás esto explique que los sectores políticos más gravitantes en esos años, la Democracia Cristiana y la izquierda marxista, todos mo-vimientos de raigambre ideológica, compartían en lo esencial la visión sobre una “crisis integral” o “estructural” que debía resolverse median-te una revolución.

EL CAMINO DE LAS REVOLUCIONES

En la elección de 1964, Eduardo Frei alcanzó la Presidencia con un gran apoyo electoral, y al año siguiente la Democracia Cristiana pasó a tener una amplia representación en el Congreso Nacional. Era tal vez la últi-ma oportunidad que tenía la vieja y cansada democracia chilena para resolver los problemas crónicos de una ciudadanía que se aferró mayori-tariamente a esta opción, como una nueva esperanza que podía evitar el colapso institucional. El gobierno contaba con un generoso apoyo inter-nacional, el respaldo de la Iglesia Católica y la resignación de la derecha política, que habiendo llamado a votar por Frei como una alternativa al comunismo, pronto fue sobrepasada por reformas que no compartía.

Efectivamente, el gobierno de Frei promovió cambios profundos —como la Reforma Agraria, la educacional o la estatización parcial del cobre—, estrategia que lejos de fortalecer la opción de un segundo go-bierno DC, terminó traspasando el gobierno a su histórico adversario, con una baja ostensible en la popularidad de su partido, aunque pre-servando su prestigio personal. Este resultado se explica también por la dificultad que tuvo Frei de mantener la unidad de la Democracia Cristiana dentro del tono y estilo que deseaba imprimirle a su gobierno. En efecto, a poco andar, en la DC se desató una crisis de crecimiento y comenzó a evidenciar diferencias internas que resultaron insalvables, y que culminaron con la partida de parlamentarios y dirigentes juveniles al mundo de la izquierda.

Entre los acontecimientos que fueron sobrepasando a la administra-ción, Frei debió enfrentar una serie de problemas que se arrastraban por

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años, pero que estallaron precisamente durante su gobierno, como las tomas en las universidades, las dificultades y el desencanto en el Ejército y en el Poder Judicial, que fueron crispando el clima político, en una so-ciedad cada vez más polarizada. Con los ánimos caldeados, el discurso opositor pasó de la crítica a la violencia verbal y luego física. Es curioso, pero a pesar de que el gobierno intentaba solucionar los problemas so-ciales, incluso con medidas radicales, la movilización siguió en aumen-to, como si lo anterior no importara.

Los grandes temores que emergieron en 1964 frente a la candidatu-ra de Allende no eran simplemente una expresión de anticomunismo, sino que era el resultado de la admiración de los socialistas y comunis-tas chilenos por la Revolución Cubana y la dictadura de Fidel Castro. No se trataba solo del influjo de la mística revolucionaria, sino que obe-decía a razones ideológicas de fondo: los partidos de izquierda chilenos adherían al marxismo leninismo, lo que tenía un sentido específico en el plano de las ideas y de la acción política.

Estos grupos, a los que se sumó el Movimiento de Izquierda Revo-lucionaria (MIR), creían en la lucha de clases y procuraban derrocar el régimen capitalista o “burgués”, y reemplazarlo por una sociedad so-cialista, si bien no siempre concordaban en los medios. Los comunistas privilegiaron la llamada “vía chilena”, es decir institucional, mientras los socialistas y los miristas proclamaron que la vía armada era la forma para hacerse del poder. De hecho, se siguieron ambos caminos, lo que llevó al PS y al PC a agruparse con otros partidos para dar vida a la Uni-dad Popular (UP), que llegó al gobierno —no al poder, como decían ellos mismos—, con la elección de Salvador Allende en 1970.

El diagnóstico que hacía el Programa de la UP sobre la realidad chi-lena era lapidario. Existía un “estancamiento económico y social” y una pobreza generalizada. Consideraba que el sistema había fracasado —“en Chile se gobierna y se legisla a favor de unos pocos”—, por lo cual se hacía necesario iniciar una revolución que llevara al país al socialismo, siendo la UP “la única alternativa verdaderamente popular”. Contem-plaba una Asamblea del Pueblo, la participación activa del Estado en las más diversas áreas de la economía, pretendía reducir la propiedad pri-

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vada a la más mínima expresión. Por otra parte, se profundizarían —y radicalizarían— las reformas agraria y educacional, y se estrecharían las relaciones internacionales con los países de la órbita socialista, y espe-cialmente con Cuba.

En la realidad las cosas fueron bastante más complejas. La victoria de Allende, si bien legítima, fue ajustada y precaria y, al no obtener mayo-ría absoluta de los votos, debió ser validada por el Congreso Pleno, siste-ma establecido para esos casos. La Democracia Cristiana —que temía el rumbo que podía tomar el país— exigió previamente un Estatuto de Garantías Constitucionales. Era un hecho sin precedentes, que tenía por objetivo impedir “las más flagrantes violaciones a las normas de conviven-cia democrática en que suelen incurrir los regímenes políticos domina-dos por ciertos sectores totalitarios de inspiración marxista”, en palabras del senador DC Patricio Aylwin. Allende lo aceptó “como una necesi-dad táctica”, según diría después de convertido en Presidente de Chile.

Por distintas razones, la fórmula fracasó. La Unidad Popular nunca logró la mayoría necesaria en el Congreso para llevar adelante una re-volución en el marco de la legalidad democrática. Por otro lado, luego de un primer año políticamente exitoso, empezaron a surgir las dificul-tades. La economía se resintió por efecto de las medidas adoptadas, se agudizó la polarización política y, más tarde, en medio de las protestas sociales de diversos sectores —por la escasez de alimentos y los temores sobre la radicalización ideológica—, el Presidente decidió incorporar a los altos mandos de las FFAA en el gabinete. Eso, lejos de apaciguar los ánimos, implicó en la práctica la politización de los militares.

Emergió en el ambiente el temor por la posibilidad de una guerra civil. En las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, la oposición agrupa-da en la Confederación Democrática (CODE) —integrada por la Demo-cracia Cristiana, el Partido Nacional y dos fracciones del radicalismo— derrotó a la Unidad Popular, pero sin alcanzar la mayoría de los dos tercios necesaria para deponer legalmente al Presidente. Por su parte Allende tampoco tenía la mayoría para avanzar en su “vía chilena al socialismo”. Era un empate político que reafirmaba la tesis de quienes creían que el camino estaba abierto para una solución violenta.

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El martes 11 de septiembre actuaron las Fuerzas Armadas, en el con-texto de una creciente polarización y de la amenaza de una guerra inter-na. Así terminaba una historia de larga data, que desnudó la incapacidad del sistema sociopolítico para satisfacer las expectativas de la población que, por lo demás, estaba muy lejos de aceptar la consolidación de un régimen marxista en el país.

EL 11 DE SEPTIEMBRE

Lo que ocurrió ese día había sido largamente anunciado, pero no por ello fue menos sorpresivo. Algunos esperaban el estallido de una guerra ci-vil, otros predecían la inevitable intervención militar, mientras no falta-ban los que todavía confiaban en una solución democrática. El problema fue que durante 1973 los últimos recursos institucionales se fueron ago-tando aceleradamente, mientras aparecían en uno y otro bando —como última salida— las soluciones de fuerza. En su último discurso ante el Congreso Pleno, Allende declaró que en Chile no habría guerra civil. Unos lo interpretaron como un llamado de alerta, mientras otros enfati-zaban la necesidad de triunfar en caso de estallar la confrontación.

Los acontecimientos se precipitaron. En agosto el Gobierno efectuó un cambio de gabinete al cual se integraron, nuevamente, los unifor-mados. El cardenal Raúl Silva Henríquez buscó el diálogo entre el go-bierno y la Democracia Cristiana para resolver el impasse político, pero las reuniones entre el presidente Allende y el senador y presidente de la Democracia Cristiana Patricio Aylwin organizadas para este efecto terminaron en un fracaso.

El 22 de agosto la Cámara de Diputados aprobó un histórico acuerdo que denunciaba el grave quebrantamiento del orden constitucional y le-gal de la República por parte del gobierno de la Unidad Popular, y repre-sentaba a las Fuerzas Armadas que debían “poner inmediato término a todas las situaciones de hecho referidas, que infringen la Constitución y las leyes”. El presidente Allende —atendiendo al contenido y contexto del documento— estimó que la declaración era un llamado al golpe de Estado. El 25 del mismo mes, el general Carlos Prats renunció a la Co-

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mandancia en Jefe del Ejército, y lo sucedió el general Augusto Pino-chet. Aunque se desconocían las posiciones políticas de este, la cercanía de Prats con el gobierno de la UP hizo sentir a la izquierda que perdía un aliado importante.

Finalmente, el martes 11 de septiembre actuaron las Fuerzas Arma-das, según lo concordado por el almirante José Toribio Merino con los generales Gustavo Leigh, de la Fuerza Aérea, y Augusto Pinochet, en un histórico documento manuscrito. Dos días antes, Carlos Altamira-no, líder del Partido Socialista, había pronunciado un encendido y ame-nazante discurso, en el que denunciaba los intentos de golpe de Estado llamaba a sus partidarios a estar alerta, y a combatirlo “con la fuerza del pueblo”. Se comentó en algún momento que esto habría precipitado la intervención militar, aunque es claro que ella ya estaba decidida de antes y que las declaraciones del líder socialista solo agudizaban un es-cenario político de división y enfrentamiento.

De inmediato emergieron las acusaciones recíprocas y la búsqueda de culpables, y el propio Allende tuvo palabras al respecto en un dramático y emotivo discurso final, especie de testamento político, en el cual decla-ró que “el capital foráneo, el imperialismo, unido a la reacción”, habían creado el clima “para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición”.

Los uniformados tenían una visión muy distinta. El Bando Nº 5, del mismo martes 11, denunciaba que el gobierno de Allende había incurri-do “en grave ilegitimidad”, al quebrantar ciertos derechos fundamen-tales. Además había roto la unidad nacional; se había puesto al margen de la Constitución; en el país existía anarquía, asfixia de libertades y desquiciamiento moral y económico, y que por todo ello estaba en pe-ligro la seguridad interna y externa del país. Por lo mismo, resultaba justificado “deponer a un gobierno ilegítimo, inmoral y no representa-tivo”. Los tres ex Presidentes de la República vivos —Gabriel González Videla, Jorge Alessandri y Eduardo Frei— respaldaron, cada uno en su estilo, la intervención militar.

El último de ellos, en la línea de un amplio sector de su partido, ex-plicó su posición el 8 de noviembre de 1973, en una carta a Mariano Ru-mor, presidente mundial de la Democracia Cristiana. Ahí señaló que,

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a su juicio, “la responsabilidad íntegra de esta situación —y lo decimos sin eufemismo alguno— corresponde al régimen de la Unidad Popular instaurado en el país”, que siempre había sido minoría, y que trató “de manera implacable de imponer un modelo de sociedad inspirado clara-mente en el marxismo-leninismo”.

Sin embargo, dentro de la DC el denominado “grupo de los 13” de inmediato condenó “categóricamente el derrocamiento del Presidente Constitucional de Chile, señor Salvador Allende”. En el reparto de las culpas, señalaban que “la falta de rectificación nos llevó a la tragedia”, lo cual era “responsabilidad de todos, Gobierno y Oposición”. Firma-ban este documento Bernardo Leighton, Renán Fuentealba y Belisario Velasco, entre otros.

En realidad, el problema de fondo es que, para entonces, la demo-cracia chilena era percibida como un sistema agotado, incapaz de res-ponder a los problemas, por lo que fue disminuyendo su respaldo ciu-dadano y político. En su diario correspondiente al mismo 11, el general Prats se preguntaba retóricamente: “¿Por qué los demócratas sinceros del gobierno y de la oposición no fueron capaces de divisar el abismo a que se precipitaba el país?” Quizá la pregunta estaba mal formulada o no apuntaba a la esencia del problema que existía en Chile hacia 1973, con una democracia prácticamente destruida, por suicidio más que por agresión externa.

A la izquierda y al gobierno de la Unidad Popular les asistía la convic-ción de que era necesario avanzar hacia el socialismo, lo que implicaba en la práctica construir una sociedad ajena a los valores e instituciones propios de las democracias occidentales. En cambio, en la derecha y en un sector mayoritario de la Democracia Cristiana consideraban que la única solución a la crisis que vivía el país, para evitar la entronización del marxismo, era precisamente la intervención y la posterior instauración de un gobierno militar que, se estimaba, debía ser transitorio. De esta manera, el 11 de septiembre puso la lápida a un régimen ya fallecido.

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EL RÉGIMEN MILITAR. DE LA INTERVENCIÓN A LA REVOLUCIÓN

En el Acta de Constitución de la Junta de Gobierno suscrita el mismo 11 de septiembre, se establecía que esta asumía el Mando Supremo de la Nación, “con el patriótico compromiso de restaurar la chilenidad, la justicia y la institucionalidad quebrantadas”. La integraron el general Augusto Pinochet, por el Ejército; el almirante José Toribio Merino, por la Armada; el general Gustavo Leigh, por la Fuerza Aérea; y el general César Mendoza, por Carabineros.

El mismo documento designaba al general Pinochet como presiden-te de la Junta, por ser el Ejército el instituto armado más antiguo, y pre-cisaba que respetaría la Constitución y las leyes, “en la medida en que la actual situación del país lo permita para el mejor cumplimiento de los postulados que ella se propone”. Así como estaba planteado, se trataba de una intervención de emergencia, necesariamente temporal y restau-radora. Sin embargo, la situación cambió rápidamente.

En la mayoría de los países la reacción fue de rechazo a la interven-ción militar en Chile. Diversos líderes extranjeros habían solidarizado y admirado la “vía chilena al socialismo”; les parecía sensato ese camino en vez de una revolución violenta y no entendían los matices de la polí-tica nacional, para evaluar la ilegitimidad en la que habría incurrido el gobierno de Allende. Dicha solidaridad se expresó en el asilo y acogida que brindaron a los exiliados chilenos después del 11 de septiembre, más todavía cuando se comprobaban los efectos de la represión, que fue muy dura en la etapa inicial, con el objetivo de desactivar los cordones indus-triales y la acción que se temía de los grupos paramilitares de izquierda, con apoyo cubano.

Como informó Henry Kissinger el mismo 11 en la tarde al presidente Richard Nixon, “la Junta de líderes militares que reclama el poder ple-no está tomando una posición enérgica contra cualquier resistencia”. En efecto, la idea fue asumir rápidamente el control de la situación, espe-cialmente en el plano militar. Se pensaba que existía un vasto arsenal de armas en poder de algunos grupos de izquierda, como ellos mismos habían anunciado, a lo que se sumaba el apoyo que recibirían de los ac-

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tivistas cubanos y de otras nacionalidades que habían llegado a Chile en los años anteriores, para contribuir en el proceso revolucionario. En realidad, se fue descubriendo que la capacidad militar de la izquierda no era tan grande como se temía. Por otra parte, la intervención de las Fuerzas Armadas fue muy decidida; se decretó el estado de sitio y el con-trol del país se estableció en pocos días o semanas. Personeros y partida-rios de la Unidad Popular fueron detenidos; unos fueron muertos, otros relegados, y los más se asilaron o se ocultaron.

A los pocos días se inició el camino institucional. El propósito de crear un orden nuevo pronto reemplazó al anuncio de restaurar la an-terior institucionalidad quebrantada. El 13 de septiembre, en la primera reunión de la Junta una vez asumido el poder, se acordó emitir un bando en el que se clausuraba el Congreso Nacional y se declaraba fuera de la ley a los partidos marxistas, al tiempo que afirmaba que “se encuentra en estudio la promulgación de una nueva Constitución Política del Es-tado”. Al comenzar a estudiar una Carta Fundamental que daría vida a un régimen sociopolítico nuevo, la Junta recién asumida manifestaba su voluntad transformadora, que abandonaba la lógica de la intervención del 11 de septiembre, pero que era congruente con la realidad de los he-chos que la habían motivado.

La Declaración de Principios del Gobierno Militar, del 11 de marzo de 1974, fijó las líneas matrices de la administración, y definió varias coor-denadas del desarrollo hacia el futuro. Algunas ideas cambiaron el pa-radigma conceptual de inmediato. Fue el caso de la función subsidiaria del Estado y la noción de bien común como fundamentos de una socie-dad libre, al igual que la valoración del derecho de propiedad privada y la libre iniciativa en el campo económico. Estas ideas representaban una clara oposición al estatismo imperante hasta 1973 y contrastaban con las políticas de otros regímenes militares de la región.

En un comienzo, el modelo que se iba a desarrollar no aparecía bien definido, en parte debido a las distintas vertientes de apoyo que tenía el gobierno en sus primeros años. Desde luego estaban los propios unifor-mados, cuyo respaldo Pinochet cultivó de manera sistemática; el anti-guo Partido Nacional, que si bien se auto disolvió después del 11, aportó

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hombres e ideas; los gremialistas, que ejercieron una gran influencia a través de su líder Jaime Guzmán, y también hubo personas que habían pertenecido a la Democracia Cristiana e independientes que pasaron a colaborar con el gobierno.

El nuevo sistema económico comenzó a aplicarse, en la práctica, a partir de 1975, con el decidido liderazgo de un contingente de econo-mistas formados en universidades norteamericanas, especialmente de Chicago. Había muchos aspectos que definían esta forma de mirar la economía: apertura al exterior y reducción de aranceles, sistema de li-bre competencia, respeto a la propiedad privada y a la libre iniciativa en el campo económico, la focalización del gasto público. Más tarde se de-sarrollaron otras transformaciones importantes como fueron la reforma del sistema de pensiones con un régimen de capitalización individual y de administración privada de los ahorros previsionales; los cambios en el sistema universitario, con la posibilidad de crear nuevos proyectos educacionales particulares, o la apertura de la televisión privada.

El llamado “Plan de recuperación económica” redefinió la función del Estado, que había sido casi omnipresente hasta 1973. Ahora pasaba a ser subsidiario, es decir, mantenía en plenitud sus funciones propias de gobierno, legislación, justicia, defensa nacional y seguridad interior, pero en los demás ámbitos debía actuar cuando los particulares no pudieran hacerlo por sí mismos. De esta manera, en los campos de la economía o de la educación, eran las personas y sus asociaciones los primeros lla-mados a actuar, lo que explica la transformación económica del país, sus logros sociales y las nuevas orientaciones en el plano educacional.

Donde la actuación del Gobierno fue repudiable es en el ámbito de los derechos humanos. Y ello en un doble sentido. En primer lugar, pre-cisamente por las violaciones a esos derechos, que se produjeron sobre todo en los primeros tiempos. En segundo lugar, porque en ese período se produjo un cambio de mentalidad a nivel internacional, elevándose los parámetros de los derechos humanos y las libertades fundamentales de las personas, a un valor universal, lo que conllevó repetidas conde-nas al gobierno chileno por parte de la comunidad internacional en las Naciones Unidas, destacándose la situación de los detenidos desapare-

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cidos. En esta materia Chile adoptó una postura defensiva y contradic-toria, lo que podría deberse a las tensiones al interior del régimen.

En materia de derechos humanos la Iglesia Católica tuvo un papel rele-vante. Liderada por el Cardenal Raúl Silva Henríquez, arzobispo de San-tiago, y apoyada por profesionales democratacristianos y otros, asumió la defensa de las personas afectadas. En un plano distinto, pero con el mis-mo sentido, se manifestó la actitud de civiles y militares que intentaron —desde la colaboración con el régimen— evitar los excesos de los orga-nismos de seguridad.

Finalmente, la Constitución aprobada en 1980 fijó no solo la nueva institucionalidad, como se la denominó, sino también el itinerario que debía seguir la transición a la democracia. Contemplaba la continuación del gobierno de Pinochet por otros ocho años y una liberalización polí-tica progresiva, que culminaría con un plebiscito para decidir entre el apoyo al candidato oficial o el llamado a elecciones abiertas.

El plebiscito del 11 de septiembre de 1980, en el que se votó acerca de la nueva Carta Fundamental, se convirtió en una oportunidad para aunar a las fuerzas opositoras al régimen, que se organizaron para de-nunciar la propuesta oficialista. Su campaña culminó con un acto en el Teatro Caupolicán, en el que Eduardo Frei Montalva pronunció un discurso rechazando la Constitución de Pinochet, exigiendo la forma-ción de una asamblea constituyente y elecciones abiertas, es decir, se pedía el restablecimiento inmediato de la democracia. En la práctica, la Constitución fue aprobada y comenzó a regir el itinerario fijado para la transición democrática, sin perjuicio de que la oposición desconociera la validez del plebiscito.

LA REDEFINICIÓN DE LAS IZQUIERDAS Y LAS DERECHAS

Uno de los procesos fundamentales acaecidos durante el gobierno mili-tar fue la redefinición del mapa político nacional. Este reordenamiento obedeció a la fuerza de las circunstancias, pero también al aprendizaje político de los distintos sectores en esos años. Después de 1973, y a me-

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dida que se prolongaba la continuidad del régimen, renacieron las eva-luaciones y autocríticas, y se rearmaron las coaliciones: los que antes es-taban unidos se dividieron y los adversarios de otrora se reunieron para enfrentar la nueva coyuntura.

Una nueva derecha emergió con fuerza en su deseo de apoyar la tran-sición a la democracia, en el contexto de apertura política impulsada por Sergio Onofre Jarpa, como ministro del Interior en 1983. Los gremia-listas de Jaime Guzmán se transformaron en la Unión Demócrata In-dependiente, mientras algunos jóvenes encabezados por Andrés Alla-mand y otras figuras dieron vida a la Unión Nacional. El propio Jarpa, junto a otros dirigentes, fundó el Frente Nacional del Trabajo, y sectores nacionalistas se agruparon en Avanzada Nacional.

En la izquierda el proceso fue doble. Los socialistas constituyeron diversos grupos, conforme vivieron distintas experiencias en el exilio, algunas de las cuales significaron redescubrir el valor de la libertad po-lítica. Poco a poco fue primando la postura de adherir al régimen demo-crático tradicional, occidental, “burgués”, como habrían dicho en sus años revolucionarios, a lo que se agregaba la aceptación del derecho de propiedad. Los comunistas, por su parte, endurecieron su postura histó-rica y crearon incluso una organización armada para intentar derrotar por las armas a la dictadura. Hubo también otros grupos que tuvieron vida propia, con ciertos apoyos y líderes que, en general, venían de la política anterior a 1973, como era el caso de los radicales.

La Democracia Cristiana había sido la gran fuerza política capaz de inclinar la balanza en momentos de decisivos dilemas nacionales. Primero fue contra Allende, cuando su gobierno dejó en evidencia sus propósitos totalitarios; luego contra Pinochet, por la violación a los de-rechos humanos y su afán refundacional sin plazos breves y definidos. Era el partido que con menos traumas apoyaba a la democracia como régimen político, al tiempo que evolucionaba en el plano socioeconómi-co desde el antiguo comunitarismo o socialismo comunitario hacia una economía social de mercado.

Los socialistas y los democratacristianos fueron los ejes de la opo-sición al gobierno de Pinochet y más tarde se unirían formando una

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alianza de gobierno para la transición. Los adversarios de los años 1964 a 1973 ahora aparecían reunidos ante una nueva realidad política, en lo que puede considerarse la fase inicial de la lenta reconciliación nacional. Quizá el elemento central sobre el cual se había producido un consenso en el país era que había que construir caminos que condujeran a la de-mocracia y no a otros sistemas, y que esto debía hacerse en paz, en una lógica de colaboración, y rechazando la violencia. Otro gran aprendizaje político de aquellos años.

En cualquier caso, a partir de 1983 comienza a ser evidente que en el proceso de transición la figura de Pinochet será un factor crucial que condicionará muchas decisiones, situación que se prolongaría al menos hasta la primera década del siglo XXI.

TODOS QUERÍAN LA DEMOCRACIA

En los años ochenta se produjo un tránsito gradual hacia la democracia. Este proceso fue plural por cuanto las fuerzas que promovieron la res-tauración democrática eran grupos con ideas políticas contrapuestas, que diferían en su posición frente al régimen de Pinochet, y también en su interpretación de la historia reciente y su proyecto de futuro.

Tomando en cuenta esta diversidad de actores, el gobierno mili-tar no abandonó su propósito de que la transición hacia la democracia condujera hacia un nuevo régimen, con una democracia más eficiente y protegida de la amenaza totalitaria, y por lo mismo mejor que la que había existido en Chile hasta 1973. La oposición se agrupó en la Alianza Democrática, después llamada Concertación de Partidos por la Demo-cracia, guiada por la convicción de que el país debía transitar en forma pacífica desde la dictadura a un régimen democrático tradicional, en el menor tiempo posible, aspiración compartida mayoritariamente por el Episcopado Nacional. Ese fue el sentido del Acuerdo Nacional pro-movido en 1985 por el arzobispo de Santiago, cardenal Juan Francisco Fresno. A ese objetivo también contribuyó la comunidad internacional, ejerciendo presión e impulsando un proceso gradual y pacífico, con un norte claramente democrático.

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Tal avance también se dio en el ámbito de la sociedad civil. En la dé-cada de 1980 se produjo una irrupción de las federaciones estudiantiles, asociaciones de trabajadores y agrupaciones gremiales en la vida pública.

En el plano intelectual se venía desarrollando desde 1973 una re-flexión sobre el concepto de democracia en una doble acepción: como forma de vida en la cual se abren los espacios para ejercer las responsa-bilidades individuales, y como forma de gobierno, con la participación ciudadana en los procesos electorales, sobre lo cual se generó un con-senso, si bien subsistían diferencias prácticas al respecto.

La demanda democrática se concentraba en las cuestiones esencia-les, como eran la posibilidad de elegir libremente a las autoridades, el respeto a los derechos humanos, y las libertades políticas fundamenta-les, de asociación, reunión y libertad de prensa, precisamente lo que se echaba de menos en el gobierno militar.

En cuanto a la forma específica que debía adoptar ese camino ha-cia la democracia, las posturas eran discordantes. El itinerario de Pino-chet resultaba inaceptable para la oposición, que consideraba ilegítima la Constitución de 1980 por haberse aprobado en un plebiscito que no contaba con registros electorales establecidos, y exigía acelerar el pro-ceso mediante un pronto llamado a elecciones. Sin embargo, hacia 1984 comenzaron a surgir señales de realismo político que resultarían deter-minantes. Ese año algunos líderes de la Alianza Democrática llamaron a aceptar la Constitución “como un hecho”, posición que encontró un progresivo respaldo. Con ella habría que trabajar, se quisiera o no, una postura que tuvo creciente aceptación entre los adversarios al gobierno.

El Chile de entonces presentaba resultados contrastantes. Tenía un sistema económico libre y que comenzaba a mostrar éxitos, reconocido a nivel internacional, que había permitido modernizar el país. En cambio, en el plano político, era una dictadura rechazada no solo desde la órbita comunista —por razones ideológicas o de solidaridad con sus aliados chilenos—, sino también por muchas de las democracias occidentales.

A fines de la década confluyeron tres procesos electorales de la ma-yor relevancia: el plebiscito de 1988, cuando fue derrotada la opción de que Pinochet siguiera en el gobierno; la ratificación de la reforma cons-

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titucional de julio de 1989, concordada entre el gobierno y la oposición; y la elección presidencial de diciembre de ese mismo año, en la que Pa-tricio Aylwin fue elegido Presidente de la República. De esta forma el Gobierno Militar cumplió con su compromiso de restablecer la demo-cracia, haciendo una entrega pacífica del poder, en contraste con lo que sucedía habitualmente con los regímenes similares.

La reforma constitucional de 1989 fue el resultado de un consenso entre los diferentes sectores políticos, lo que generó las condiciones de confianza en el respeto a la legalidad acordada, para un restablecimien-to democrático pacífico y acordado. El general Pinochet presentó su go-bierno como una “misión cumplida”, al haber dejado al país una nue-va institucionalidad, una reforma sustantiva de la economía y grandes cambios sociales, mientras la oposición destacaba sus propias victorias políticas y electorales, que le habían permitido la recuperación de la de-mocracia y la llegada al gobierno.

Para entender mejor el proceso de transición, es necesario tener en vista la situación internacional. El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín, un hecho impensable pocos meses antes. Para los socialismos reales representaba una derrota emblemática. En los meses siguien-tes fueron cayendo los regímenes comunistas en Europa Oriental, con la subsiguiente democratización de esas sociedades; colapsó la propia Unión Soviética, paradigma para el comunismo chileno, y China conti-nuó con su paulatina liberalización económica. Corea del Norte y Cuba persistirían en mantener simultáneamente su régimen totalitario, con una dictadura política y una economía socialista, a un altísimo costo so-cial. En América Latina las dictaduras de los años 70 y 80 se transfor-maron en las democracias de los 90, adoptando, por lo general, modelos de economía libre. Todo esto representaba el fin de la Guerra Fría, con una victoria de las libertades políticas y económicas sobre los modelos del socialismo totalitario.

También había cambiado la actitud de los Estados Unidos hacia Chi-le. En 1964 habían intervenido apoyando la candidatura anticomunista de Eduardo Frei Montalva, y sus líderes habían celebrado la intervención militar de 1973, pues en ambos momentos temían la instalación de otro

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régimen prosoviético en América Latina. Con el paso de los años y la evolución de su política exterior, asumieron como paradigma la demo-cracia y el rechazo a la violación de los derechos humanos y la posición norteamericana se hizo más crítica. Los presidentes Jimmy Carter y Ro-nald Reagan comenzaron a promover el retorno a la democracia, como una condición necesaria para la plena inserción internacional de Chile.

DEMOCRACIA RESTAURADA Y ECONOMÍA DEL PROGRESO

El 11 de marzo de 1990 asumió Patricio Aylwin como Presidente de la República. Con dicha asunción se completaba el traspaso del poder des-de los militares a los civiles, en el contexto de una transición pactada. En lo económico, Chile llevaba cinco años de gran crecimiento y había reducido la pobreza en siete puntos porcentuales desde 1987, aunque persistían otros desafíos importantes. Aylwin era un hombre de larga trayectoria política, militante y varias veces presidente de la Democra-cia Cristiana. Antes de 1973 había sido un hombre crítico de la izquier-da marxista, y en la ya mencionada negociación con Allende no había dudado en manifestar al Presidente su temor por la amenaza totalitaria que representaba la Unidad Popular. Después del 11 de septiembre jus-tificó la intervención militar, denunciando la existencia de un plan para terminar con la democracia en el país con apoyo de importantes contin-gentes de paramilitares cubanos. Diecisiete años después, su posición frente al régimen militar había cambiado.

El propio Aylwin explicaba la formación de la gran alianza que unió a los antiguos adversarios socialistas y la DC contra la dictadura militar, como el producto de un aprendizaje político. Había que dejar atrás las antiguas animadversiones y promover una visión común sobre el futuro, a partir de algunas ideas esenciales. La principal de ellas era la necesi-dad de transitar desde el régimen autoritario a la democracia, y comen-zar a gobernar conjugando un sistema de libertades con un adecuado crecimiento económico.

La vigencia de la economía de mercado planteaba un problema. Los partidarios del gobierno militar lo presentaban como uno de sus mayo-

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res éxitos, mientras sus opositores criticaban dicho sistema, pero sin proponer una alternativa mejor. A estas alturas no podían volver a las ideas socialistas o comunitarias que habían atraído a la izquierda y a la Democracia Cristiana antes de 1973, pero tampoco podían aceptar la economía libre, que llamaban “neoliberal” y que tanto habían criticado.

En la práctica, se optó por una fórmula sensata en lo económico e inteligente en lo político. En lo esencial, se mantuvo la economía libre, pero con ciertos cambios que significaban darle un acento social al mo-delo. Así llegaron una reforma tributaria y otra laboral. Sin embargo, “el modelo”, como se llamaría tiempo después, se mantendría sobre las bases del respeto a la propiedad privada y a la libre iniciativa en el campo económico, con un Estado que no intervenía mayormente en las actividades productivas y con una apertura a la inversión extranjera y al comercio internacional.

La aceptación de la economía de mercado por parte de la centro- izquierda tuvo dos etapas. La primera tuvo lugar durante los años del exilio y en la oposición a Pinochet, cuando muchos antiguos socialis-tas se fueron decepcionando de las dictaduras del Este de la Cortina de Hierro, de su represión, su rigidez burocrática y su fracaso económico. Incluso llegaron a aceptar la propiedad privada, lo que contrariaba el dogma de la ortodoxia marxista, pero que era asumida por el socialis-mo renovado, como sucedía en Europa con los gobiernos de Andreas Papandreu en Grecia, de Felipe González en España y de François Mit-terrand en Francia.

El segundo momento aconteció con su llegada al gobierno en 1990, cuando se mezcló la realidad económica nacional, que había experi-mentado cambios profundos en los tres lustros precedentes, con la si-tuación política, que exigía a la nueva Concertación la capacidad de dar garantías de gobernabilidad, de no desalentar la inversión y de dar certeza jurídica a la empresa privada. Los buenos resultados económi-cos obtenidos durante la presidencia de Patricio Aylwin fueron el mayor aliciente para consolidar el sistema vigente, en el que los empresarios desempeñaron un papel activo. Debido a su éxito, fue mantenido por sus sucesores en La Moneda.

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Entre 1985 y 1998, es decir, en los últimos cinco años del gobierno militar y en los nueve primeros años de gobiernos democráticos, el cre-cimiento económico de Chile superó el 7% anual, lo que permitía pro-yectar la derrota de la pobreza en un futuro no demasiado lejano y con-templar la incorporación del país al grupo de las naciones desarrolladas. El sistema económico se justificó por sus logros, que se estimaban mu-cho más relevantes que las antiguas ideologías.

IRRUPCIÓN DEL SENTIMIENTO DE CRISIS

En 1998 Tomás Moulian publicó Chile actual. Anatomía de un mito, un libro que tuvo mucha difusión y discusión pública en su momento. El texto era un análisis crítico del modelo de sociedad que se había cons-truido en el país en las últimas dos décadas, y contribuyó a desplazar el eje de autocomplacencia que había caracterizado la transición chilena.

Ya había indicios de cambio. Un tema muchas veces inadvertido fue el reemplazo en los liderazgos sociales y estudiantiles. Si después de 1985 la Democracia Cristiana había presidido numerosos sindicatos y fede-raciones universitarias, esto comenzó a variar en favor del socialismo, y posteriormente en beneficio de una nueva izquierda extraparlamentaria, que triunfó en diversas universidades y algunas organizaciones sociales, como la Central Unitaria de Trabajadores o el Colegio de Profesores.

Un factor importante fue la crisis económica de 1998, la primera des-de los años 80, que constituyó un alto en el camino del crecimiento. Au-mentó la cesantía, quebraron algunas empresas y se pudo advertir que el futuro no estaba asegurado. Como resultado, aumentaron las críticas contra de modelo económico, algunas puntuales y otras al sistema mis-mo. Así, paradójicamente, el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle —con formación de ingeniero—, que en sus inicios mantuvo el crecimiento económico y avanzó en la superación de la pobreza, concluyó con una caída en los principales indicadores económicos, afectado por la crisis internacional.

Esta sensación de crisis no perduró ni tampoco se difundió con gran fuerza. Cuando asumió Ricardo Lagos en marzo de 2000, volvió

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la confianza en que el país seguiría gozando de progreso económico y fortaleza democrática.

LOS SOCIALISTAS DE REGRESO EN LA MONEDA

En 1999 se llevaron a cabo elecciones primarias en la Concertación de Partidos por la Democracia, para escoger su candidato en las eleccio-nes presidenciales de ese año. La izquierda tenía su líder natural, Ri-cardo Lagos, mientras la Democracia Cristiana levantaba el nombre de Andrés Zaldívar.

Este último usó una estrategia decidora durante su campaña, ha-ciendo ver que él ofrecía garantías de gobernabilidad, lo que insinuaba que Lagos no las daba. Ello reflejaba los temores subyacentes en algún sector de la sociedad chilena, que estimaban que el gobierno de un so-cialista como Lagos podía constituir una vuelta al pasado, pues sería el primero después de Allende en llegar a La Moneda. En la elección presi-dencial el líder socialista —abanderado de la Concertación— triunfó en forma estrecha sobre Joaquín Lavín, resultado a partir del cual la centro-derecha vislumbró la posibilidad de regresar al gobierno por primera vez desde el retorno a la democracia.

La elección de Lagos, lejos de debilitar el sistema, contribuyó a for-talecerlo. Con ello desaparecieron los fantasmas de que la única opción de gobernabilidad fuera un Presidente perteneciente a la Democracia Cristiana, porque en tal caso la fortaleza del sistema sería mínima y no podría consolidarse en el tiempo. En la práctica, el gobierno de Lagos confirmó el modelo de desarrollo chileno en un doble sentido: en primer lugar, en el ámbito político porque no hubo fisuras ni retrocesos, sino consolidación. Lagos, sin duda buscando contrastar una declaración de Allende en tiempos de crisis institucional, afirmó expresamente que él era “Presidente de todos los chilenos”.

En materia económica, siguió la misma línea de sus antecesores, e incluso tuvo algunos logros notables, como la firma del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos. Con ello, un Presidente de filiación socialista aparecía encabezando un país abierto al mundo, donde regía

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la libertad económica. Consultado en una ocasión por su matriz ideoló-gica, el gobernante señaló que podría ubicarse en la “Tercera Vía” del británico Anthony Giddens, que superaba los socialismos del siglo XX para formular una propuesta que exigía que toda autoridad tuviera un origen democrático y un sistema económico abierto.

A mediados de su gobierno explotó un tema que más adelante vol-vería a tener relevancia política, como fue la existencia de un sistema al interior del Estado que permitía el pago de “sobresueldos” a ministros y altos funcionarios de gobierno, lo que sumió a la administración en una crisis política. Si bien muchos llegaron a advertir que tal vez el gobierno terminaría anticipadamente, el asunto se resolvió con un acuerdo entre el gobierno de Lagos y la oposición.

Avanzando en un tema controversial, como el de la vigencia de la Constitución Política de la República, Lagos impulsó una reforma que implicó la supresión de los llamados “enclaves autoritarios”, como eran los senadores designados y vitalicios. Había además otro aspecto sim-bólico: la nueva Constitución del 2005 llevaría la firma del propio Lagos, quien señaló en forma triunfalista: “Tenemos hoy por fin una Constitu-ción democrática, acorde con el espíritu de Chile, del alma permanente de Chile, es nuestro mejor homenaje a la independencia, a las glorias patrias, a la gloria y a la fuerza de nuestro entendimiento nacional”.

Al año siguiente, Lagos entregó el mando a Michelle Bachelet, tam-bién socialista. Si bien provenía de una facción más dura del socialismo y había estado exiliada en Alemania Oriental, su gobierno mantuvo los mismos patrones que habían acompañado a la transición. Era, además, la primera mujer que llegaba a la Presidencia de la República, lo que constituía una clara demostración de lo mucho que había cambiado la sociedad chilena.

EL BICENTENARIO Y EL CAMBIO DE ÉPOCA

Un momento trascendente en el ámbito político se produjo el 2010, cuan-do asumió como Presidente de la República Sebastián Piñera, líder de la opositora Coalición por el Cambio. Con ello, los distintos sectores polí-

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ticos del país habían llegado a La Moneda desde 1990, lo que constituyó un nuevo signo de consolidación democrática. Para el año del Bicente-nario, que comenzó con un gran terremoto, el país vivía una época con la mayor prosperidad económica en sus dos siglos de vida independiente.

Un factor que requiere de mayor estudio es el cambio cultural expe-rimentado por la sociedad chilena en la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI. Esta “transición paralela”, por así llamarla, se ha caracterizado por la difusión de actitudes liberales que han ido reempla-zando a los valores tradicionales, lo que se refleja en los programas de te-levisión y en las encuestas, y cuya aceptación creciente se manifiesta en algunas reformas legislativas y en diversas manifestaciones y actitudes en la sociedad. Estas transformaciones se dan en el contexto de cambios fundamentales en los modos de comunicación como es la expansión de Internet y de la telefonía móvil. El surgimiento de redes sociales a través de plataformas como Twitter y Facebook, junto con la irrupción de pe-riódicos electrónicos, han contribuido a facilitar la participación ciuda-dana y transformar la opinión pública.

Las posibilidades que ofrecen estos medios han permitido la apari-ción de movimientos como el de “los indignados”, en distintos lugares del mundo. Sus reclamos van dirigidos contra el sistema de mercado y la democracia representativa, junto con una demanda por mayor par-ticipación social y una visión más horizontal de la política. Así, diver-sos temas han marcado la agenda pública nacional desde la óptica de la participación ciudadana, incluyendo algunos conflictos pendientes, que incluso llegan a cuestionar las bases de la organización social y políti-ca. Entre ellos se pueden mencionar el movimiento estudiantil, cuyas principales manifestaciones se dieron el 2006 y el 2011; los problemas y brotes de violencia en la Araucanía, a raíz del “conflicto mapuche”; el debate constitucional; algunas protestas regionales y la llamada “discu-sión valórica” en torno al matrimonio o el aborto.

En Chile, la tónica de estos movimientos es la exigencia de reformas, que significan una erosión de los consensos de la transición, la crítica y el desprestigio de los referentes tradicionales de autoridad y las demandas de beneficios, tanto en el plano político como en el económico-social,

Page 32: HCH 1 Texto - ellibero.cl · 1960 Chile conmemoraba el sesquicentenario de la Primera Junta de Gobierno, mientras que el 2010 se aprestaba a celebrar el bicentena- ... modi.caron

Una era de transformaciones

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que aquellos definen como derechos universales. Podrían ser indicios del surgimiento de una nueva época en el Chile del siglo XXI.

A la fecha del Bicentenario, los jóvenes que tenían 18 años en 1960 se acercaban a los setenta años. La mayoría de estos adultos mayores son un reflejo del aumento considerable de la esperanza de vida en el país. Quizá pueden ver a sus nietos en la educación superior y valorar esos logros con sus amigos y vecinos, en una sociedad que ahora muestra una amplia primacía de la clase media. Pueden comentar con sus hijos y nie-tos sobre cuánto ha cambiado Chile desde entonces, las inmensas trans-formaciones que ha experimentado en los más diversos ámbitos, en una época que ha tenido dificultades, pero también alegrías. Las personas que viven en las primeras décadas del siglo XXI —estudiantes, uniformados, trabajadores, jubilados, las familias— no se comparan con el Chile pobre y de escasas oportunidades que existían en los años 60 y 70, sino con el que ha crecido y ha visto difundir la prosperidad y el acceso a mejores condiciones de vida, aunque todavía subsistan muchos desafíos.