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http://issuu.com/guardagujas abril 2012, n° 50 Gasolina daniel espartaco sánchez + alejandro espinoza ° carlos bustos ° agustín fest ° fotografía: gerardo gonzález

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SUPLEMENTO DE LA JORNADA AGUASCALIENTES

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http://issuu.com/guardagujas

abril 2012, n° 50Gasolinad

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fotografía: gerardo gonzález

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http://lja.mx/guardagujas

er escritor joven es como un noviciado que dura de los 20 a los 35 años y, entre otras cosas, en los congresos de litera-tura tienes que compartir la habitación con otro escritor de alguna ciudad de provincia, como tú, autor de uno o dos libros, como tú, y es costumbre aceptada que éste te regale sus opúsculos dedicados con letra ilegible (publicados por un ins-tituto de cultura con el dinero de los contribuyentes) y tres meses des-

pués, cuando ya ni te acuerdes, te llame por teléfono para pedirte una opinión.—Hola, ¿qué te pareció mi libro de poesía?—¿Cuál libro? —Páramo insomne, te lo di en el congreso pasado.Como en esa ocasión, en el Puerto, mi compañero de cuarto era Wilson Carrera,

un viejo conocido, ya sabía que nada más para comenzar me esperaba un sablazo de mil pesos.

—Estoy quebrado —me dijo—, te lo pago en la quincena.Wilson era un tipo grande y afectuoso, de ánimo cambiante y apetentes fosas na-

sales. Transpiraba con exceso en el labio superior, y esto podía llegar a ser descon-certante. Estaba en quiebra todo el tiempo porque era adicto a la cocaína, tenía dos mujeres, dos hijos y una madre enferma, y era reportero de deportes en un periódico local de Tampico.

Carrera y yo —y los ahí reunidos en un hotel del malecón cuyos folletos y pre-cios prometían ser cinco estrellas, no así el servicio— éramos becarios del Estado benefactor, el cual nos pagaba durante un año para escribir un libro. A cambio se nos exigía, entre otras cosas, asistir a congresos con talleres de trabajo, donde sombríos tutores, antes jóvenes escritores becados, ahora en el desquite, despedazaban nuestra obra en público y la arrojaban al suelo:

—¿Llamas a esto poesía? —escuché una vez decir a uno de ellos, mientras agitaba un manojo de fotocopias en la cara pasmada de una jovencita.

Era como un congreso de economistas, pero más aburrido.A mí me gustaba Sofía Souza, una muchacha que escribía una obra de teatro exis-

tencialista de la cual no se entendía gran cosa, como pude percatarme al hojear el anuario con fragmentos de nuestra obra que los organizadores nos entregaron al llegar al hotel. El cabello castaño y quebrado le caía sobre los hombros a la manera casual y poseía una interesante estructura ósea de hombros muy anchos, casi mascu-linos, como de un fresco egipcio. Según el directorio que nos dieron al llegar, tenía 23 años; ahí estaba la fotografía que no me cansaba de contemplar como un adolescente en mi cuarto: era artística, todo lo contrario de la mía, páginas atrás, que parecía to-mada de un pasaporte. Souza posaba con una mano en el mentón y veía hacia una de las esquinas del recuadro, los ojos almendrados y enigmáticos; una sonrisa leve que se me quedó grabada desde la primera vez que la vi.

Era difícil concentrarse en Souza mientras Carrera se pedorreaba frente al lavabo, en cuya superficie de mármol había dispuesto dos líneas de cocaína.

—¿Quieres? –me dijo, esperando que la respuesta fuera no.—No.—¿Y cuándo piensas publicar otro libro? —No sé –dije. No había podido terminar otra cosa desde mi primer libro de cuentos, el que tam-

bién ganó un premio nacional. La novela por la que el Estado me pagaba iba de mal en peor, parecía no tener fin, ni resolución, ni principio, y todo esto me frustraba porque Carrera y los otros publicaban dos libros al año con dinero de los contribuyentes.

Tomé el teléfono del buró y marqué el número de mi ex esposa. Ella insistía en que debíamos ser grandes amigos, por lo que le llamaba cada día

para escuchar detalles minuciosos de su vida. Yo esperaba estar cerca en un momento de debilidad suyo y llevarla a la cama. Nunca ocurrió.

—¿Cómo llegaste? –me preguntó.—Bien –le dije–, estoy con Carrera, ¿te acuerdas de él? —Es un cerdo –dijo ella–, dile que te pague todo el dinero que te debe. —Sí, le diré.Carrera planchaba su mejor camisa, modelo proxeneta tailandés, la toalla en la cin-

tura, los pezones cubiertos de vellos largos y negros, el labio superior lleno de gotas de sudor.

—¿Cómo va todo? –le pregunté a mi ex mujer. —Voy a cenar con Rodrigo. —Es un buen muchacho.—Me la paso bien con él. Era mi turno para utilizar el baño antes del almuerzo. Me llevé el directorio para

contemplar la fotografía de Souza una vez más porque tenía la corazonada de que ella me miraba de manera diferente que a los demás; e incluso aquel día cruzamos dos palabras en el elevador:

—¿Hay algo que te apasione tanto en la vida como para morir? –me preguntó.Examiné con cuidado la pregunta y no pude obtener una respuesta, me distrajo la

nariz redonda y brillante de mi interrogadora.—No sé, ¿y tú?—El reguetón –me dijo.

SGasolinadaniel espartaco sánchez

1La realidad se ha vuelto innombrable. 2. Amor y salud mental pertenecen ahora al reino de la

comprobación científica.3. Pronto, muy pronto, desarrollaremos la caricia vir-

tual; una vez conquistado el reino de las sensaciones táctiles, la realidad se esfumará.

4. Hemos atravesado el umbral del cinismo, y estamos en paz con nuestra propia disolución.

5. La escritura perdió su gravitas al momento de democratizar-la. No sé si esto sea bueno o malo.

6. Seguimos sintiendo un dolor terrible cuando el dedo meñi-que del pie golpea con la esquina de una cama.

7. Después que la verdad dejó de serlo, la mentira se estableció como la ficción más verdadera.

8. Nunca me ha gustado el número 8.9. El amor primordial es aquel que nació de nuestro primer en-

cuentro sensorial con las hormonas del otro. Normalmente sucede a los once años.

10. Deberían soltar tigres y panteras en las calles de las ciudades metropolitanas. Eso nos mantendría alertas.

11. La superación personal es equivalente a la palmadita en la espalda que te dio el profesor de matemáticas en la secundaria.

12. Ahí donde todo es posible, nada es posible. 13. Donde nada es posible, ninguna imposibilidad es imagina-

ble. 14. Todos los cuentos son relatos morales. Todos son proclives a

revelar las desavenencias y tentaciones del mundo exterior. 15. ¿Quiénes son los grandes tejedores de historias de nuestro

tiempo? Los políticos. 16. Puede decirse que los medios y la publicidad también, o que

las grandes corporaciones, construyen ficciones para el espectáculo integrado. Pero es precisamente su integración al espectáculo lo que les impide el libre albedrío necesario para contar un cuento a las ma-sas. Esto, lo saben a la perfección los líderes políticos.

17. El arte es el único dispositivo que revela los escombros del sistema en que vivimos.

18. La vida cambiará al momento que eliminemos el “post” para clasificar los fenómenos de la realidad.

19. La historia completa del siglo XX ha sido vomitada, comple-tamente, en el siglo XX. Por eso todo huele rancio y ácido.

20. Las piedras son las únicas que saben de qué se trata todo esto. 21. Hay hombres y hay agallas y hay mujeres que las extirpan en

cualquier momento. Esto no lo digo yo, lo dice un vecino después que el tequila impide ciertos flujos sanguíneos y neuronales en su organismo.

22. Ahí donde nada es verdad, todo es verdad. 23. Puedo imaginar, por ejemplo, a doce elefantes vestidos de

frac y bailando al compás de una orquesta dirigida por un enano es-cocés, y sé que en alguna parte del mundo, está sucediendo.

24. Por cierto: la arbitrariedad retórica y la divagación sinsenti-do es uno de los actos más liberadores de la escritura. Todo lo demás es ruido y estructura.

25. Algo sobre el plagio: el robo original viene de nuestro uso de la palabra; luego de eso, todo ha sido una orgía de referencialidades, donde todos se acuestan con todos, algunos comienzan a sufrir de paranoia, otros de insaciabilidad, y otros se quedan mudos.

(Continuará)

* Seamus O’ Reilly (1946- ) es un narrador, cronista e historiador irlan-dés, radicado en la ciudad de Mexicali. Este fragmento aparece en uno de sus cuadernos de apuntes, a ser publicados en 2012 (editorial pendiente).

cuaderno postapocalíptico

50 realidadescontemporáneas

(fragmento)

alejandro espinoza

autor invitado: seamus o'reilly

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[email protected]

Y se bajó un piso antes que el mío, contoneando las caderas. Como yo nunca me sentí buen bailarín, cuando se cerraron las puertas supe que Sofía no era para mí. La declaración me pareció inexplicable en el contexto: un elevador. Su compañera de cuarto era Roberta Robles, una poeta de Chiapas que desta-caba por su tamaño junto a Souza, y junto a todo el mundo.

El primer día, al atardecer, Wilson Carrera me llevó por los bajos fondos del Puerto en busca de cocaína. Mi compañero sacó la nariz por la ventanilla del taxi y guió al chofer; podía olfatear la droga en cualquier parte. Llegamos a un mercado en las afueras de la ciudad: entre el olor a podrido y a manteca de cer-do, que distraerían a un novato, Carrera encontró a una señora gorda y negra, vestida con una grasienta camiseta blanca, cruzada de brazos junto a un cazo lleno de manteca y habló con ella en su jerga, de la cual no pude entender nada.

El primer intercambio se logró sin complicaciones.Para que no conquistara el mundo, la naturaleza hizo a mi amigo ineficaz

en actividades como el comercio. Digamos que Wilson Carrera y el desarro-llo del capitalismo no eran precisamente sinónimos. Compró dos cajas de su-puestos habanos de contrabando que pensaba vender de vuelta en Tampico, pero se trataba de tabaco veracruzano de muy mala calidad con etiquetas pi-ratas, como pude percatarme al abrir una de las cajas. Por supuesto, para el negocio de su vida, Carrera me quitó la billetera, tomó casi todo el contenido y prometió pagarme en cuanto vendiera la mercancía.

—Déjame algo –le dije–, quiero invitarle a Souza un trago.

Los cuatro becarios en la categoría de novela éramos Carrera, la pálida Romualda Velásquez, el inexorable Mario Gratín, exhaustivo en sus comentarios, y yo. El tutor, Miguel Habedero, un escritor de los años sesen-ta, no tenía nada qué decirnos: miraba absorto la mesa y hacía un ruido exasperante con el bolígrafo. Según me explicó mi compañero de cuarto, era autor de dos clásicos marginales de la literatura mexicana: Caminos de desolación y Walden tres. Cuando Carrera terminó de leer el sexto capítulo de su novela, Habedero se quedó absorto frente a sus fotocopias y se rascó la coronilla:

—¿Algún comentario?Y miró a Gratin, éste había rayoneado la mayor parte

de sus copias y tachado extensos pasajes con tinta roja.—Lo primero que me preocupa... –dijo, y no paró de

hablar durante dos horas ante la mirada indiferente de Carrera, quien, al terminar la mesa, tomó los generosos comentarios de Gratín, los hizo una pelota, y los arrojó al bote de basura, sin atinarle.

Sofía y Roberta bailaron toda la noche solas en el bar donde caímos algunos escritores, la mayoría ebrios. Todos, hombres y mujeres, las observamos des-de lejos. Si tan sólo uno de nosotros hubiera sido capaz de marcar el uno dos tres… En vez de eso, yo me dediqué a fumarme una cajetilla de cigarros, en-cendiendo uno con la colilla del anterior, y Carrera hizo constantes viajes al baño para inhalar cocaína.

A ella le gusta la gasolinaDame más gasolinaCómo le encanta la gasolinaDame más gasolina.

—¿Qué le ves a esa tipa? –dijo Carrera–, es muy esnob.Como sucede a menudo en los congresos de literatura, la noche terminó en

la piscina del hotel. Me tiré en la tumbona con un seis de cerveza y me fumé el cigarro de marihuana que Carrera me consiguió como un favor especial, me dijo, pues él no era tan vulgar para desperdiciar sus talentos de rastreador indio y viejo sabio chamán, en un poco de hierba. Me enseñó el culo peludo y celulítico y se arrojó a la piscina. Fue un espectáculo verlo emerger al centro bajo la luz mercurial de las lámparas. La naturaleza lo hizo gordo, feo, y torpe al caminar, pero le dio una agilidad excepcional en el agua; en tierra parecía fuera de lugar, en la piscina era un animal quimérico, dotado con la galanura y serenidad de los grandes mamíferos acuáticos. Había dispuesto dos rayas en el otro extremo de la alberca, para zampárselas con la alegría del león marino al comer el amigable pescado del entrenador. De alguna manera, mucho menos sublime, me recordó al albatros del poema de Charles Baudelaire.

El agua que saltó de la piscina apagó el cigarro y cuando traté de volver a encenderlo vi del otro lado a Sofia, como una sonámbula, vestida con panta-lones blancos de lino y una blusa holgada. Busqué entre las sombras la figura ejemplar de Roberta Robles (sus brazos, sin exagerar, eran del grosor de mis piernas), pero Sofía se había escabullido de sus robustas manos. Caminaba descalza por el borde de la alberca, sin mirar el chapoteo de Carrera. Temí que resbalara, se golpeara la nuca, y muriera sin ser mía, aunque tal vez tendría un poco de tiempo antes de la llegada de los paramédicos.

—¿Me das una cerveza? –preguntó. Se había sentado en la tumbona junto a mí. Arrojé el cigarro a la alberca. Si Carrera hubiera sido marihuano y no cocai-

nómano, habría saltado para atraparlo con los dientes. —Mi nariz –se quejó.

La sangre flotaba a su alrededor, trató de detener el flujo con una de sus ale-tas –metamorfoseado en mi imaginación, debido al alcohol y las drogas–, se hundió en un cardumen de burbujas blancas y rojas, giró sobre su propio eje y volvió a emerger.

Souza destapó la cerveza, pero ni siquiera le dio un trago. Puso el mentón sobre las rodillas y sonrió satisfecha. Miró hacia la alberca como si mi amigo fuera un espectáculo de la naturaleza (y de cierta forma lo era):

—Qué hermoso –dijo Sofía.Por su parte, el acento tampiqueño de Carrera tenía la cualidad de que cual-

quier palabra pronunciada sonara obscena, así fuera “madre”, “religión”, “cari-dad”:

—Hey, Souza –gritó–, ¿no quieres meterte a la alberca?—¿Hay algo –me preguntó ella–, que disfrutes tanto en la vida como para

morir?“Esta pregunta ya me la hizo”, pensé; y medité la respuesta con cuidado:—Bailar reguetón –le dije–, ¿y tú?—Nadar desnuda.Desató el lazo del pantalón y comprobé lo que ya había sospechado: no usa-

ba ropa interior. Levantó los brazos para sacarse la blusa –una espalda bien formada, con esporádicos lunares–, se tiró a la alberca y nadó hasta el otro

lado en zigzag, mientras Carrera emergía cada tanto e intentaba agarrarla, de lo cual Souza no pareció percatarse. Fui hasta el otro lado con la toalla que Sofía recibió con la sonrisa leve de siempre. Carrera flotaba boca abajo, en medio de la alberca, agotado por el esfuerzo. Temí que estuviera muerto y le toqué las costillas con el salabardo que estaba junto a la piscina.

—¿Estás bien, Carrera?Contestó con una andanada de burbujas.—Estoy muy cansada, voy a dormir –dijo

Souza.—Te acompaño.La luz mortecina y la música del elevador

lograron el efecto de un viaje largo: Sofía, con la toalla amarrada en medio de los pe-chos, y yo, detrás, sin darme cuenta –y tam-poco ella, debía de estar acostumbrada–, con sus ropas colgadas del brazo, como si fuera un criado. A través del cristal del elevador vi que la posición de Carrera en la piscina no había cambiado.

“Quizá está muerto, pensé, tal vez debí lla-mar a recepción para que pidan una ambulancia”. Pero no pude contenerme cuando vi las gotas de agua en los hombros de Sofía y pasé mi lengua por ellas. Ella se giró, me tomó de la cara y metió su larga y puntiaguda lengua en mi boca como si fuera a depositar sus huevecillos en mi estómago. Cuando la puerta se abrió, me jaló al pasillo, contra la ventana que daba hacia la alberca, donde los guardias del hotel tocaban con el salabardo el cuerpo inmóvil de Wilson Carrera. Uno de ellos corrió rumbo a la recepción mientras el otro in-tentó jalar el cuerpo a la orilla. Temí que el cristal se rompiera a mis espaldas.

—Vamos a mi cuarto –dije.—¿Y si llega Carrera?Me hubiera gustado decir:—Carrera está muerto.Pero no, lo vi forcejar con los guardias, los cuales no podrían con él; tarde o

temprano llegaría a la habitación por más cocaína, y ni siquiera el seguro de la puerta podría detenerlo. Si Carrera no hubiera perdido todo mi dinero con sus pretensiones empresariales, yo habría bajado a la recepción para tomar una habitación, pero ya le había echado un ojo a la tabla de precios, inalcanzables para mí.

—Entonces vamos a mi cuarto –dijo ella.—Pero ahí está Robles.—Tiene el sueño muy pesado.Extrajo la tarjeta llave del pantalón, el cual seguía colgado de mi brazo, y

abrió la puerta. Robles, en camisón, veía el televisor, acostada en la cama. —Bien –nos dijo–, podemos tener un trío.—Debo irme –dije, y cerré la puerta detrás de mí.Cuando llegué a la habitación, Carrera no estaba. ¿Dónde se había metido?

¿Cómo predecir situaciones como ésa? Me senté en la cama tendida y me comí el chocolate amargo que la camarera había dejado en mi almohada como una cortesía. Pensé en todo lo que Souza y yo podríamos haber hecho en ese mo-mento. Llamé a mi ex:

—Son las cuatro de la mañana –dijo con tono amodorrado–, ¿bebiste?—No.—Hasta mañana –dijo, y colgó.

Con autorización del autor, publicamos un fragmento de Gasolina, el libro se puede adquirir vía correo electrónico, pedidos a la si-guiente dirección: [email protected] Rústica: $ 50.00, Pasta dura: $ 90.00, más $ 35.00 del envio por correo certificado.

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editores: edilberto aldán / joel grijalva

La primera vez que conocí el pe-cado fue con la tesitura de san-to intacta, puesto que no hubo desliz alguno en mis primeros cinco años de vida. Ah, pero

poco tardé en descubrir el placer de des-virtuar la realidad con dulces mentiras que eran gratamente creídas debido, creo yo, al inofensivo rostro de infante con que fui do-tado. Ahora que ya soy un hombre adulto, con rostro de infante envejecido, he apren-dido que las mentiras no son pecado ni son malas, sólo llegan a lastimar si alguien es tan iluso como para creerlas.

Muchas veces utilizamos la mentira como un recurso para sobrevivir a los obstáculos de la vida diaria: cuando metemos la pata en el trabajo tenemos que mentir si no quere-mos perderlo o para evitar la reprimenda por parte de nuestro neurótico superior. De la misma forma mentimos a nuestras esposas, a nuestros padres y hasta nuestros hijos mientras que ellos por su parte continuarán la cadena de falsedades entre sus conocidos y amigos. Todo con un sólo propósito que a fin de cuentas resulta también engañoso: porque no que-remos decepcionar a los que nos rodean con nuestras carencias o debilidades. Así, en este mundo en que no sólo se permite, sino que se nos alienta a enga-ñar, mentimos diciéndonos que no mentimos puesto que en esta justificación encontramos un sentido heroico que nos permite mantener la frente en alto, al mismo tiempo que avanzamos por el enlodado sendero de la indiferencia.

En un océano de embustes disfrazados de buenas intenciones, engañamos al médico de la aseguradora, al metiche que hace encuestas, al policía imbécil que nos detiene en plena faena automovilística, al sacerdote que nos confiesa, al pordiosero indestructible que llueva o tiemble nos pide una moneda en los cruceros, y finalmente nos mentimos hasta a nosotros mismos sin más motivo

aparente que el de la salvación de nuestro cómodo estilo de vida.

Elevamos la mentira a un nivel de arte sagrado, de matemática pura, y a quienes nos tomamos la libertad de usarla con habilidad y descaro, ésta nos recompen-sa haciéndonos quedar ante los demás como seres abnegados o dignos de admi-ración, cuando en realidad hemos ingre-sado con honores al club de la todopode-rosa patraña.

Para terminar me permito hacer una di-sertación más: ¿Cuál es la diferencia entre un santo y un pecador? Su apetito por co-meter deslices. El hombre bueno perma-nece anoréxico ante el banquete de atro-cidades que ofrece la vida, en cambio el pecador es un gourmet de las venialidades: sabe cocinarlas a fuego lento y el momento

justo para servirlas, que es cuando causan o le causan más daño. Pero el ances-tral placer por la maldad, puro y embelesador, está ahí en el sótano de nuestra alma. No afirmo que todos los hombres seamos malos por naturaleza, pero la convicción de agredir al prójimo está presente si la ocasión lo permite. Si no es así, por qué sufre el mundo la plaga de tanto chupasangre profesional, de tanta gente que arroja la piedra y esconde la mano, tanto Hitler de pacotilla, tantos gobernantes de tantos países que presumen de omnipotentes.

Yo por mi parte, no creo ser ni bueno ni malo, cuando mucho alguien que a su paso por la vida miente de muchas maneras y por diferentes motivos, que exagera por lujo, que se alimenta de la ira, se sostiene en su soberbia y se forti-fica en su disparatado orgullo.

Alguna que otra vez, por las noches, despierto con un malestar interior; y es la incógnita lo que me mantiene suspendido en el silencio de mi cama: ¿Hoy, haciendo el mal, lo habré hecho bien?

la mentira por salvación

La costumbre de mirar por la ventana de mi oficina hacia el Popocatépetl en bus-ca de inspiración se ha visto interrumpi-da por dicho volcán, cuando se le ocu-rrió aventar unos cuantos escupitajos al

cielo. Desde hace unos días, un gris necio opaca el cielo. No se ve más allá de ciertos edificios y cierta extensión de lotes baldíos. Además siento que no puedo quedarme sentado aquí mucho tiempo o mi cuerpo acumulará ceniza hasta volverse de roca.

Mi patio está cubierto con películas y películas de polvo, las plantas de mi jardín, mis perros parecen golems, los cactos de la ventana gozan su paulatina transformación en piedra. Me sonrío. Contemplo la posibilidad de que este es el castigo por conver-tir en inspiración uno de los más grandes enigmas naturales. Esta es la certeza: somos ceniza en los pulmones, en el rostro, en el cuerpo. Podemos for-mar la hermandad de los Cara-Gris.

Sin embargo, a riesgo de convertirme en una es-tatua, no puedo levantarme de aquí porque es muy importante felicitar a guardagujas en su número cincuenta. El tiempo y sus números, al igual que la ceniza de la montaña humeante, se acumulan rápi-damente. Desde que vivo tiempos de paz, exiliado en la fabulosa Cholula de Rivadavia –que nombre tan rimbombante para una tierra tan suspendida en el tiempo– la acumulación de granos de arena son demasiado descubrimiento. Cincuenta números después aquí seguimos, en esta habitación de humo, buscando historias para llenarla de imágenes, de vo-ces, de murmullos ajenos o de recuerdos falsos.

Pronto el teclado dejará de funcionar, el venti-lador de la computadora que utilizo tiene riesgo de atascarse, los monitores dejarán de emitir luz y toda imagen será bicromática hasta, gradualmente, ennegrecer. Mis libros atrapan microscópica ceni-za entre sus hojas, curioso, los libros ahora contie-nen entre sus letras de tinta algo de fuego verdade-

ro y natural. Miro a la ventana y no me sorprende la constancia de unos trabajadores necios, opacos, que siguen construyendo un edificio a unos ocho-cientos metros de aquí. Antes me lamentaba por-que su conjunto pronto me tapará la vista del vol-cán. Ahora, con la ceniza entre las arrugas, pienso que no es tan malo. Entrecierro los ojos. ¿Dónde está el volcán?

Aprovecho pues, por ser el número 50 de guar-dagujas, en ofrecerles la primicia de la ceniza. El Popo, pienso divertido, se ha convertido en un ninja. Muy apropiado para la columna: Expulsó con fuerza sus bombas de humo y aprovechó para desaparecer. Ya no solo es la habitación de humo, pero Cholula de Rivadavia de humo, y México de humo, y el mundo de humo. Cuando esto se disi-pe, no me sorprendería ver que ha desaparecido. La inspiración es el truco que la naturaleza me está enseñando. Nublar la habitación, tronar los dedos y desaparecer. El Popo es un viejo titán, un mago muy sabio, ya es un especialista en el truco. Sospe-cho que dejará un espejismo en su lugar para que nadie se dé cuenta. Pueden citarme en eso y con-fiar, ya que soy testigo en segunda fila.

Hace rato me asomé por la ventana. Las tejas de mi casa son grises en vez de rojas. En la mañana me bañé, mientras el agua fluía y caía manchada por

el drenaje, pensé: ¿para qué bañarse si todavía no termina? Huele a quemado, huele a volcán. Desa-yuné y mordí pequeñas piedras en el huevo, en la salchicha. Tomo café con azúcar y ceniza, aunque sabe rico, está un poco espeso para mi garganta. Escribo para el 50 de guardagujas pero no aseguro que todo sea mío, porque unas partículas de pol-vo que asemejan letras aparecen y se graban en el texto. ¿Me pregunto si podré enviar el e-mail con la columna o si estará demasiado pesado para las palomas mensajeras y binarias que trabajan incan-sablemente mandando todos esos mensajes, esos correos, esos pedazos de comunicación tan inevi-tables en la época de este mundo?

Antes de que mis dedos se petrifiquen quisiera aprovechar para felicitarnos a los escritores, lecto-res, fotógrafos y chaneques que participamos en esta publicación. Me da gusto colaborar junto con buenas letras. Me gustaría decirles de cierto que la ceniza no puede difuminarlo todo, pero en este momento parece particularmente mentiroso y des-honesto. Si sobrevivmos a los embates del Popo, es-pero que nos veamos en el 75, en el 100, en el 125 y en el 200. Quien sabe, tal vez para ese tiempo, esta-remos convertidos en estatuas que siguen compar-tiendo, a través de miradas estáticas, toda la alegría de un tiempo suspendido.

cincuenta cenizas

Todos los números de

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uarda ujasg gCasa Terán. Rivero y Gutierrez No. 110. Col. Centro. Aguascalientes

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tripulaciónDaniel Espartaco Sánchez (Chihuahua, 1977). Es autor de El error del milenio (UG, 2006), Cosmonauta (FETA, 2011), considerado el mejor libro de relatos del año, según la revista Nexos, y Gasolina (Nitro Press, 2012). Ha sido ganador de diferentes premios nacionales entre los que destacan el Gilberto Owen 2005 y el Agustín Yañez 2009.

Alejandro Espinoza (Mexicali, Baja California, 1970). Narrador, ensa-yista, traductor. Entre sus obras se encuentran las colecciones de cuentos Las Visitas, La ciudad y sus silencios, la novela La Saga: una noveleta filosófi-ca la colección de viñetas, ensayos y artículos apócrifos titulada Las Bion-das no tienen corazón (CRUNCH editores, 2004). Profesor de Estética y Nuevas Tendencias por la Escuela de Artes de la UABC.

Carlos Bustos (Guadalajara, Jalisco, 1968). Editor y antólogo. Ha publi-cado cuento y novela. Entre su obra destaca Ladrones del crepúsculo, El ilusionista y el ojo del unicornio. Con el libro Fantásmica obtuvo el Premio nacional de cuento Gilberto Owen.

Agustín Fest. Mentiroso, escritor, creador, cínico, exfumador, bas-sethounder. Dice que vive en Cholula pero lo encuentras siempre en la red. Su blog: http://arbol217.com/

La fotografía de portada es de Gerardo González.