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En nombre del amor "Ni con tigo ni sin ti: Contigo porque me matas. y sin ti porque me muero". (canción) Marta Cecilia Vé/ez Sa/darriaga" * Graduada en Filosofía y Letras, Universidad Pontificia Bolivariana. Maestria en Letras Modernas, Universidad de Aix -En- Provence, Francia. Profesora de la Univer·sidad de Antioquia. Editora de la Revista "Brujas, las Escriben". Autora de diversos estudios y escritos sobre la mujer.

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En nombre del amor "Ni con tigo ni sin ti:

Contigo porque me matas. y sin ti porque me muero".

(canción)

Marta Cecilia Vé/ez Sa/darriaga"

* Graduada en Filosofía y Letras, Universidad Pontificia Bolivariana. Maestria en Letras Modernas, Universidad de Aix -En- Provence, Francia. Profesora de la Univer·sidad de Antioquia. Editora de la Revista "Brujas, las Mujerc~ .

Escriben". Autora de diversos estudios y escritos sobre la mujer.

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Cuando me invitaron a escribir sobre Sexualidad Femenina, múlti­ples preguntas surgieron en torno al hecho de ser este un tema sobre el cual sólo se han pronunciado los varones desde los orígenes mis­mos de nuestra cultura.

La gran mayori'a de los pensadores que de una u otra forma han asumido el desarrollo de la cultura, se han ocupado de la mujer. Des­de los filósofos griegos hasta nuestros d1'as, ya sea en el arte, la lite­ratura, la ciencia, la filosofl'a o los decires cotidianos, los varones han definido a la mujer, su sexualidad, su grado de inteligencia, su desa­rrollo, sus llamadas "cualidades naturales", su ser, su deber ser, etc. Podrlamos decir, que junto al amor, la mujer ha sido un tema privile­giado en esta cultura.

Pensé entonces que esos dos elementos, mujer y amor, tan trata­dos*, no ocupan un puesto privilegiado por una unión del azar -po­co de azar hay en nuestra cultura, aunque ella muestre signos eviden­tes de ser azarosa- sino, más bien, porque junto a la sexualidad, ellos son los pilares que sostienen todo el andamiaje cultural y nos revelan un saber que devela este orden en su sometimiento y opresión, en las imposibilidades que calla con la mentira y en la situación de las mujeres que busca mantener como "natural e instintiva"

Ha sido el amor -amor por el padre, el marido, los hijos, amor por la patria y el prójimo- el que ha sostenido en cada historia particu­lar de las mujeres el silencio que ha impedido la ruptura, el encierro que ha sostenido la cultura; el sometimiento del cuerpo y la sexuali­dad los que han renovado una y otra vez las vidas destruidas en las guerras. y han sido el analfabetismo y la ignorancia quienes han per-

(*) En el doble sentido de la palabra : como objetos de estudio y como grandes producclo· nes del pensamiento.

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mitido a los varones ser los únicos artl'fices -a excepción de un puña­do de mujeres- en la construcción de este monstruo que llamamos civilización.

lCómo, pues, asumir ese vivo interés -manifestado en escritos, análisis y posturas- por la sexualidad, la mujer y el amor, cuando lo que precisamente se denuncia es una cultura opresora de la mujer, y hoy, quizás más intensamente que en otras épocas, el amor y la sexualidad ocupan los primeros lugares de una invitación ampliamen­te reconocida a lo largo de las mismas expresiones culturales?

lCómo, me pregunto, asumir que el amor ocupa en nuestros pen­samientos, consignas y preocupaciones filosóficas y culturales, un primerisimo lugar, cuando nos han precedido dos guerras mundiales, vivimos una cotidianidad de destrucción y nos amenaza una tercera guerra que será sin duda el fin de esta civilización y nos acompañan la segregación social, racial, sexual y poi itica?

Analicemos el amor, internémonos en la sexualidad tal y como es vivida y padecida por las mujeres, oigamos sus voces y decires, oiga­mos a las mujeres, repito, puesto que los varones sólo tienen y han

( tenido oídos para lo masculino; y estrictamente hablando, ellos, de la sexualidad femenina, no saben nada* .

Decia en otra parte**, que si fuéramos más rigurosas en un análisis no sólo de la historia y el pensamiento, sino también de la vida coti­diana, podriamos decir que ésta es una cultura homosexual - no en el sentido del amor, sino como odio y desprecio a ... -donde los varo­nes sólo admiran, respetan y asimilan como cientifico, asumen como bello, bueno y verdadero, lo que han dicho otros varones. All i, por lo tanto, toda palabra de mujer ha sido ignorada. Ignorada en dos senti­dos: por un lado en lo que ella, desde su galaxia de significación ha producido como saber y como denuncia. Y, por otro, lo que en esta palabra ha sido escuchado como masculino, es decir, oído desde esa concepción que de múltiples maneras ha intentado subordinarla, patologizarla y convertirla en el lugar de todos los temores mascu­linos.

El amor sin duda ha sido una práctica femenina. Al amor se dedi­caba esa mitad de la humanidad, las mujeres, mientras los varones creaban, inventaban o simplemente destru ian. Y all i, en esa dedica­ción del "yo te amo" se ha anulado nuestro ser social, poi itico, cul­tural, es decir, no sólo la determinación de nuestra vida y nuestro

(*) Hablo de sexualidad no como una func ión orgánico-genital, sino como una act1tud que compromete fur:~dam,entalmente al deseo.Saber de l a sexualidad de la mujer Implica , por lo tanto, "saber~ deseo'' .

(**) Revistá Brujas, la~ muJeres llSCrlben . No. 5

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cuerpo, sino la capacidad decisoria acerca del mundo en el cual quere­mos vivir.

El amor, su manera de vivirlo, concebirlo e incluso comprometerse con él, no ha sido en absoluto igual en los varones que en las mujeres. Basta una rápida mirada por nuestra vida para constatar all (sus dife­rencias, sus desigualdades, su aprendizaje y su experiencia.

Junto a nuestras madres aprendimos que nuestro espacio era el re­cinto cerrado del hogar, la escoba, la cocina, la costura, el cuidado de los hijos y un marido que la mayoría de las veces, se convertl'a en un hijo más. Su constancia y permanencia, su silencio, su encierro y sometimiento fueron nuestro paciente y cotidiano aprendizaje de lo que era amar . De ellas aprendimos también esa especie de desprendi­miento personal, que como bien lo dijera Virginia Wolff, "si había pollo para comer se quedaba con el muslo; si había una corriente de aire se sentaba en medio de ella; en resumen, estaba constituida de tal manera que jamás ten la una opinión o un deseo propios".

Su herencia fue, por lo tanto la comprensión del amor como sacri­ficio, olvido de nosotras mismas por un otro eternamente ausente de la cotidianidad y del hogar, la espera y la esperanza; y todo reforzado por esos cuentos infantiles trenzados y tatuados en nuestras vidas, habitantes de sueños y fantas(as donde pr(ncipes azules y finales feli­ces eran los contenidos obligados de todas las historias y por lo tanto de nuestras historias.

Y poco a poco fuimos creciendo paralelas a esas fábulas y mitos, repitiendo la historia de esas madres que nos han precedido y que de una u otra manera nos han mostrado la senda . No hacerlo, nos hubie­ra convertido en las figuras odiosas de esos mismos cuentos -brujas, envidiosas, madrastras, etc.- es decir, en "las otras", seres desprecia­bles que marcaban la senda por donde rodaríamos como hacia el abis­mo, si no éramos como nuestras madres, o como sus representantes fabuladas.

De esta manera el varón -s(mbolo de ese prlncipe azul- no sólo ha sido la posibilidad de no caer en un "letargo centenario" o de su­cumbir a la muerte o al engaño, sino, escapar a esa especie de "mal­dad" y "peste" que implica estar solteras. As( pues, aprendimos que la convivencia corporal y afectiva con los varones era nuestro hori­zonte, nuestro deber ser y nuestra única posibilidad.

De esta manera, más que el amor, aprendimos la sumisión; más que la igualdad y la conciencia de ser, aprendimos la dependencia y la subvaloración; más que los derechos y la fuerza necesaria para ejer­cerlos, aprendimos el temor y el silencio; más que el amor por noso­tras mismas y el respeto hacia nuestro cuerpo, aprendimos a desear

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y a amar a través del otro, de los serv1c1os y sacrificios que en su nombre hadamos. En términos generales, aprendimos a ser apéndi­ces, dependientes y carentes de valor para nosotras mismas. Y todo por el ejercicio de un amor, de una comprensión y delimitación del amor que desde pequeñas nos fue enseñado y que aún hoy aprende­mos a nuestro alrededor.

Y todas estas historias y fábulas infantiles, junto a la observación cotidiana de los silencios y las sumisiones de nuestras madres y de las mujeres en general, también las vivieron, sintieron y aprendieron nuestros hermanos. Pero una diferencia fundamental marca la desi­gualdad: ellos no eran mujeres, es decir, ellos no eran como aquéllas de agujas de tejer y silencios, de servidumbres y de olvidos. Ellos, al igual que su padre perteneclan a la calle, al "trabajo", y a la trans­formación de la naturaleza, a los mecanos, y a la bicicleta y poco a poco, desde su infancia, ellos se preparaban para ser como su padre, es decir, extraños al hogar, a las labores domésticas, al silencio; se preparaban para ser servidos, obedecidos, atendidos.

Aprendimos pues el amor como destino, es decir, el amor y sus consecuencias -el matrimonio y los hijos- como el único horizonte de ser, mientras que los varones aprendieron -y siempre se han encargado de que asl sea- la sumisión y silencio de las mujeres, como el amor. Que éste debe vestirse de servidumbre para que ellos puedan transformar o destruir la naturaleza. Allá están nuestros an­cestros, o incluso nosotras mismas para atestiguarlo . Y allí está tam­bién esa pregunta desgarradora acerca de los pensamientos, análisis, razonamientos y deseos de los miles de millones de mujeres y de una civilización para la que simple y llanamente pareciera que ellas no hubieran existido. ¿Dónde hay un pensamiento de mujer en la cien­cia, en la filosofía, en el arte, la literatura o la medicina? Si lo ha ha­bido -y esta arqueología ha sido una tarea cuyo conocimiento debe­mos al movimiento feminista- pero la cultura se ha encargado de ocultarlo bajo el velo de mujer, es decir, desecharlo por llevar el sello de su sexo.

Y esa diferencia, a la que no dudaremos en nombrar desigualdad, es la que ha hecho de la mujer un ser marginado no sólo de la cultura, sino del destino mismo de su vida, pasiones y deseos. Dedicada exclu­sivamente al servicio de su marido, lo que en términos generales le ha significado ser la reproductora de la especie y la sirvienta-madre de su esposo, permaneciendo olvidada y al margen de sí misma.

De esta manera, el amor, tal y como lo vivimos y sentimos es sólo el producto de la desigualdad, de su ejercicio y su expresión. Es en el marco de esta desigualdad donde el amor hace su aparición, no sólo

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para continuarla y perpetuarla, srno para que el sistema patriarcal* -y lo anteriormente expuesto es su expresión- se refuerce en cada familia, en cada situación amorosa, sea la que fuere, en cada situa­ción humana.

Pero, ¿qué significado tiene este silencio y este silenciamiento? ¿Qué significado tiene el que las mujeres hayamos permanecido por un lado junto al amor, y por otro lado, sumidas en el silencio y redu­cidas a la procreación? ¿Qué significa para esta cultura y para noso­tras, mujeres contemporáneas, ese silencio milenario, esa falta de re­conocimiento histórico, de identidad cultural?

Esta desigualdad en la que ella sólo encuentra su ser en tanto a su lado haya un varón que la legitime y le dé su razón, puesto que ella permanece al margen de la cultura, de su desarrollo y creación, ha tenido consecuencias nefastas no sólo para la mujer, sino también para los varones quienes en apariencia creen beneficiarse de la situa­ción.

Por un lado, las mujeres hemos amado en la desigualdad: desigual­dad de condiciones, desigualdad de oportunidades. desigualdad de ser Hemos invertido gran parte de nuestra energía buscando y consi­guiendo marido, tarea en la cual nos hemos dividido y fragmentado hasta llegar a ser y aparecer diferentes a nosotras mismas, puesto que como ya se dijo antes, es el varón quien nos legitima, al darnos la oportunidad de estar a su lado, de participar de la cultura al menos como madres.

En esta búsqueda de marido, la mujer se ve obligada a utilizar la llamada "seducción", artificio tan ampliamente conocido por todos y difundido a granel por las llamadas "revistas femeninas" donde aprendemos y nos esforzamos -mediante métodos que incluso llegan a ser una verdadera tortura- a ser y aparecer como los varones (que son en su mayoría los diseñadores del "ser", de la moda y la belleza) desean que seamos.

(*) "El patriarcado consiste en el poder de los padres: un sistema familiar y social, ideoló· gico y poi ítlco mediante el cual los hombres -a través de la fuerza, la opresión directa, los rituales, la tradición. la ley o el lenguaje, las costumbres, la etiqueta, la educación y la división del trabajo- determinan cuál es el papel que las mujeres deben Interpretar con el fin de estar en toda circunstancia sometidas al varón. Ello no implica necesaria· mente que ninguna mujer tenga pode• o que, en una cultura dada, todas las mujeres puedan carecer de ciertos poderes". (Adriene Rich. Sobre Mentiras, Secretos y Sllen· eles).

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Así, para encontrar un marido, complemento, soporte de nuestro ser, las mujeres hemos tenido que disfrazarnos. Es decir, para que la trampa -en la que los varones son los primeros en caer, aunque ellos hayan puesto las condiciones para ésta- sea efectiva y se produzca la conquista, las mujeres hemos tenido que aparecer como no somos, o lo que es lo mismo, traicionarnos y ser otras diferentes a nosotras mismas.

Ese amor pues, nos ha llevado a las mujeres a la división en noso­tras mismas y a vivir la vida -tal y como la hemos aprendido y conti­nuamos viviéndola de acuerdo con parámetros ya internalizados pero cuya construcción es cultural- como algo extenuante y agotador. Amamos y ese amor nos fragmenta y no amamos y entonces perma­necemos por fuera de todo cuanto esa cultura ha determinado como ser y deber ser para la mujer.

Por otro lado, podemos preguntarnos cómo han podido los varo­nes amar a un ser a quien desprecian y a todos los niveles consideran inferior. Basta con escuchar los chistes, las conversaciones entre los varones, o la manera como tratan a las mujeres (las golpizas y viola­ciones ser(an un ilustrador ejemplo de este desprecio), para saber que a los ojos del varón, la mujer es un ser despreciable, o lo que es lo mismo, "un mal necesario".

Y sin embargo, a pesar de todo ello, o quizás por ello mismo, los varones se unen a las mujeres -al menos la gran mayorla lo hacen-, unión sustentada en el sagrado sentimiento del amor, donde se refuerza y perpetúa el contexto de poder que les ha permitido el dominio no sólo de la cultura y la vida, sino también, del ser de las mujeres.

Y ésta es una de las grandes sinsalidas del mundo masculino: han sido condicionados, educados -y as( lo perpetúan- para despreciar a las mujeres, seres a quienes al mismo tiempo deben desear y con quie­nes deben convivir. Por un lado, el sometimiento, la desigualdad, el desprecio y por otro, el deseo, el amor, la vida en pareja, los hijos, etc. Paradoja masculina en la que los varones supuestamente aman a quien desprecian y viven con quien odian . División interna que los conducirá por los desfiladeros de la guerra o la destrucción de cuanto hacen, de la segregación y del sometimiento y, finalmente, del ahogo de una contradicción que los lleva a buscar siempre en el afuera lo que no es más que huella interna, zozobra frente a la existencia, puro vado interior donde siempre se encuentra perdido en el "hacer" y en el "tener", siendo el ser, el nombre de su propia fisura.

Y esta contradicción o fisura, los varones la acallan, camuflan y disfrazan mediante los artificios del amor y la división de las mujeres.

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Bajo la fórmula "tu eres especial", "tu no eres como las otras muje­res", los varones han cre1'do diferenciar a sus compañeras del resto de mujeres "despreciables", y con ello, al mismo tiempo, crear una jerar­quía o escala de valores que va desde sus madres, hermanas, hijas y esposas -es dec i r, las mujeres que directamente están a su lado y bajo su dominio, o lo que significa que valen casi tanto como él- hasta las prostitutas, que en verdad vienen a ser el resto de mujeres que no gravitan bajo su esfera de poder más cercana: su famil ia; pero que, siempre consideran susceptibles de pertenecerle, a precio que, las más de las veces, pagan con lo que es su valor primordial : el dinero o sus equivalentes.

Muchas veces me he preguntado la razón por la cual los varones han podido cuestionarse la estructura social, plantear la liberación de los oprimidos, hablar incluso de igualdad de clases, mas nunca mirar sus vidas privadas y el ejercicio de poder sobre las mujeres y en sus relaciones personales. Han aceptado la liberación de ios esclavos, lu­chan junto a los obreros y los campesinos, y han hablado incluso de revolución, pero nunca han querido abandonar su postura de amos en la cultura v en sus reiacionP.s amorosas. Pero es verdad, quizás todo esto no sea mas que la liberación de aquellos, sus compañeros de sexo, y no deaquéllas,cuya liberación pasa por el cuestionamiento de su postura justificada en tanto sexo. Su revolución nunca será com­pleta, es decir, nunca será revolución mientras no se cuestionen el amor, la sexualidad y la opresión que ejercen en nombre de la "supe­rioridad" de su sexo.

Sólo a costa de decir y quizá pensar que "sus" mujeres son mejores que el resto, que son especiales, los varones pueden acercarse a ellas y por otro lado, crear "competencia" entre nosotras en ese gran merca­do y conquista que supone "conseguir marido". Es aquí donde hacen su aparición "las otras", las "mujerzuelas", las "histéricas", las "sol­teronas", o las "envidiosas", representantes de esas figuras de los cuentos infantiles.

Es a ellas a quienes culpamos cuando el "compañero" o marido se va con otra . Son ellas quienes reciben los peores calificativos e insul­tos sin detenernos ni un instante a pensar en la actitud de ellos: en que también están en la relación -e incluso son quienes la mayoría de las veces la crean y la fomentan-. Asl, la división entre "sus" mu­jeres y "las otras" le rinde a los varones los más altos tributos, exo­nerándolos de toda responsabilidad; impide, además, que las mujeres tengamos una conciencia de grupo y podamos desenmascararnos y desenmascararles sus juegos engañosos en los que, finalmente, las mu­jeres nos convertimos en enemigas de nosotras mismas.

El amor para los varones entonces, es sólo el ejercicio de un poder, donde hay una, la suya -a quien han tenido que elevar a una catego-

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ría superior para justificar estar junto a alguien a quien consideran inferior- cuya exclusividad e importancia radica en que es la madre de sus hijos, a quien mantienen generalmente encerrada, marginada, mientras que el resto de las mujeres son susceptibles de ser suyas, di­ciéndoles -eso sí, muy secretamente- que ellas son especiales y que no se parecen en nada a su esposa gruñona y aburridora.

Es allí precisamente donde hace su aparición la doble moral mas­culina, el juego engañoso que visto en sus rasgos más comunes nos permite acercarnos a lo que el varón significa para el varón: dominio y cnntrol sobre las mujeres susceptibles de ser "suyas" algún día.

Había dicho que el varón ha sido educado para despreciar al ser con quien al mismo tiempo se ve obligado a compartir la vida, a de­sear y a reproducirse. Por otro lado mostré que la mujer sólo puede amarse a sí misma, considerarse alguien, cuando un varón la ama o la considera digna de amar. He señalado entonces la situación a partir de la cual se hace posible el ejercicio del poder y la estructura de desi­gualdad en la que se genera el amor que hoy vivimos.

Sin ir muy lejos, pienso que estas dos características emergen del movimiento de dos necesidades y dos pretensiones que vale la pena poner en consideración.

Dada la educación e ideología en la cual crece la mujer -depen­dencia económica, dependencia intelectual, dependencia de ser- ella se ha visto obligada a buscarse un varón y acomodarse, esto es, inten­tar ser como el varón quiere que ella sea. Frente a la mujer, el varón ha aparecido como poseedor de lo que ella no tiene, es decir, posee­dor del ser. Y aquí él cae en la trampa, su trampa: el tener, cuyo re­presentante para él es el pene. Pene que no es falo, aunque con él pretenda llenar el vacío que denuncia su falta . Quizás acá es posible pensar su compulsión a la violación y al desprecio.

Asl, la trampa o mentira del amor consiste en que por un lado, la mujer aparece como no es y el varón aparenta tener lo que no tiene. Equivoco que conduce al fracaso, la división y la aqresión; al despre­cio y a la falta de ser, camuflada en esa gran mascarada llamada amor.

Por otro lado, en esa mentira, el varón, no sólo necesita de una mujer para su "estabilidad social" y "narcisismo" en tanto ella hace cuanto él quiere para dedicarse a la transformación o destrucción de la na­turaleza, sino que coloca a la mujer en el lugar de una "falta" que él cree llenarle con su órgano, imaginando situarse asl por fuera de la "falta" que como ya vimos, denuncia no sólo su fisura en términos de ser, sino también en términos ·del desear.

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En esta diferencia ---complementación- de necesidades y requeri­mientos, donde aparentemente cada uno aparece y pretende tener lo que el otro requiere, se ponen en acción los dos mecanismos nece­sarios del llamado "enamoramiento", en el cual sólo se presentan dos salidas: la seducción por parte de las mujeres o la simulación de lo que no se es, y el ejercicio de poder por parte de los varones, o lo que es lo mismo, hacer creer y creerse, poseedor de lo que no tiene, lo que les permite a los varones afirmar y ejercer el poder en los términos del "para darte lo que no tienes deberás ser como yo quiero que seas''.

De aquí que en esta sociedad gobernada por varones, donde la mu­jer está definida y pensada como inferior, la mujer que no consiga ser elevada a un nivel superior, o lo que es lo mismo, ser escogida por un varón, está de antemano sentenciada.

Hecho el pacto "yo te sirvo" (yo te amo) y tu me das tu apellido (me das el ser) y me elevas por encima de la categorla de esa especie de subclase que son las mujeres, las diferencias y desajustes comienzan a hacerse evidentes: el varón inicia de nuevo su alarde de virilidad y se busca a "otras" (las otras) mujeres, puesto que la .comprobación de ésta pasa por la cantidad de mujeres "poseldas"*; es decir, su virili­dad y todo el espectáculo exhibicionista de ésta, radica en el número de coitos que hayan tenido, porque los varones quieren tomar a todas las mujeres, una por una, para decretar no sólo el imperio de su órgano, sino para ocultar esa misma carencia, falta o fisura que los lleva de una en otra, en una cadena sin fin que sólo es el sin fin de su propia falta. De esta manera se hace evidente que los varones sólo puedan ''separarse de una mujer cuando tienen otra". Pero a estas "otras" mujeres, que son el termómetro de su ser machos, también les han conjugado el verbo amar y les han hecho el alarde de tener lo que jus­tamente a ellas les falta: el pene. Sin embargo, a las mujeres, de fal­tarles no les falta nada -al menos en términos de órganos- e incluso podrlamos decir, que en estos mismos términos, tienen de sobra.

Entre tanto "sus" mujeres permanecen en casa, dedicadas a las tareas milenarias de cuidar a los hijos, o arreglar la casa, todo en el mismo orden; no sólo hacerle de comer al bebé, sino lavarle la ropa y prepararle la comida a su hijo de cuarenta o más años; y así, las mujeres comienzan a ver sus sueños de "príncipes azules" y "fi­nales felices", prometidos desde su infancia frtJstrados e inctuso mentirosos y falsos.

(*) "Poseídas" en el sentido de lo que les Implica la oclusión de su falta, es decir, genital­mente, por el arma de su sexo.

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De diversas maneras y por medios que se han denominado pato­lógicos, comienza a escucharse el grito de mujer acerca de su existen­cia, de su ser persona; a exigir respeto y consideración.

1 En el reino de ese dominio, en la firma de un pacto dañino, deni­grante, y enloquecedor para la mujer, ésta deviene en un ser sP.ñalado por la cultura como enfermo; no en vano, la mayoría de los pacientes siquiátricos que yacen en los hospitales son mujeres, al igual que la mayoría de quienes acuden a buscar ayuda sicológica o sicoanal ítica. Su grito, aquél que clama por su ser, porque en determinado momen­to se niega a ser tratada como un objeto o como un "coño"; porque no tiene el control sobre su cuerpo y se pasa la vida de preñez en par­to hasta llegar a la menopausia como quien llega al final porque "ya no sirve", adquiere las dimensiones de enfermedad, dimensiones que impiden y obstaculizan lo que ese grito expresa y porta como pala­bra de mujer.

El ejercicio de su sexualidad ha sido completamente negado; para ella, la penetración que puede traer como consecuencia un nuevo em­barazo y la fijación única en una parte de su cuerpo que implica la fragmentación de éste, le han impedido el acceso al placer y al goce. A los temores frente a un nuevo embarazo, a la negación de su cuer­po, como totalidad gozosa y al consecuente desprecio y generalmente abandono, cuando ya no puede parir, se le suma la servidumbre se­xual, en el sentido en que su deseo no cuenta, pues ella debe estar siempre dispuesta, y la desigualdad de la relación en la que, como la palabra lo indica, no hay ni un compartir, ni menos aún, un crecer juntos a partir de la propia determinación y conquistas personales.

Una verdadera sexualidad, es decir, una búsqueda del placer y del goce, no pueden darse en este contexto de desigualdad y ejercicio del poder, lo que señala también la imposibilidad de una "relación" se­xual. Junto al amor, la sexualidad es un mecanismo de sometimien­to de tal magnitud, que la más tímida y pasiva expresión de rechazo a esa sexualidad en tanto imposición y ejercicio del poder, como sería la llamada frigidez, implica ya de por sí una patología. Esto nos muestra también el desajuste síquico que produce en la mujer estar ejerciendo una sexualidad que no le rinde las más mínimas satisfac­ciones y además tener que fingirle al varón y así misma, el modelo -gritos y jadeos- de lo que él mismo ha determinado debe ser la expresión del placer-orgasmo en la mujer.

Así pues, podemos pensar las razones por las cuales la sexualidad heterosexual es el modelo sexual de nuestra cultura. En primer lugar, la heterosexualidad garantiza el dominio de los varones sobre las mujeres, no sólo en su vida y haceres cotidianos, sino también en el dominio sobre la vida y la gestación, capacidad exclusiva de las mu­jeres. Quizás no sea casual que junto a los movimientos de liberación

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de las mujeres -cuando éstas se han negado a parir hijos, además de otras razones, porque su herencia será la deformidad, la destrucción y la guerra, cuando se lucha por decidir sobre nuestros cuerpos, lo que también supone decidir sobre la reproducción-, se den los enormes apoyos de los Estados a las investigaciones para desarrollar la vida "in-vitro". Quizá la desigualdad y opresión de las mujeres haya teni­do como móvil principal alienarnos de la posibilidad -quizá la más radical diferencia con el varón- de dar o no la vida.

En segundo lugar, controlar la vida y el cuerpo de las mujeres me­diante el amor, la sexualidad genital y reproductora, implica también la perpetuación de la cultura donde no sólo el modo de vida, la con­cepción del mundo y la desigualdad se mantienen, sino que el varón es el modelo -de allí que el único placer permitido y la única sexua­lidad aprobada sea la que se rige y vive de acuerdo con el modelo masculino de la penetración, que implica, naturalmente, reproduc­ción- sin consideración alguna acerca de lo que desea la mujer.

Así, cualquier tipo de sexualidad que no implique como mínimo la reproducción de la especie, el sometimiento de las mujeres, el amor como ejercicio del poder y el reconocimiento del sexo masculino como El Sexo, será considerada desviada.

Por estas razones puedo afirmar que la sexualidad como el libre ejercicio del cuerpo todo, de la mente y de la autoafirmación perso­nal, no existe e incluso es imposible dentro de este contexto de desigualdad y ejercicio del poder, donde la mujer se da toda -o lo que significa que se al iena de sí misma- a cambio de amor, amenaza­da constantemente por la pérdida. de ser que le implica perder a su compañero en quien tiene suspendido y aplazado su deseo, y donde el varón, sintiéndose atrapado por el amor de la mujer, intenta tomar a todas las mujeres, una por una, en un deslizamiento de su propia imposibilidad y del vacío o falta que intenta llenar bajo la vanalidad de la llamada "posesión" .

La sexualidad, tal y como hoy es vivida, ha conducido a la mujer por los desfiladeros de la locura y la fragmentación, reforzados por la separación y rivalidad entre las mujeres, que las somete a la soledad, al aislamiento y al ahogo de encontrarse sola, sin poder hacer un aná­lisis de su vida privada, de sus relaciones amorosas, de su situación síquica y de su vida de reclusión en el recinto del hogar y de la cama, donde sea quien sea el varón, pertenezca a la clase social que perte­nezca, es por lo menos el amo y rey de ese espacio que es el cuerpo de la mujer.

En ese "yo te amo" que implica para la mujer entrega, estabilidad social y económica, falsía de ser, y para el varón posesión y domin.io,

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no son posibles ni lo serán jamás una relación igualitaria y verdadera­mente libre, es decir, por fuera de esa farsa del yo aparezco como no soy y tú dices tener lo que no tienes. Así, la partitura del amor se arma y podemos de nuevo escuchar la canción, paradoja femenina:

"Ni contigo, ni sin tí, contigo porque me matas y sin tí porque me muero".

O la canción masculina:

"Si no me querés te saco los ojos Y te corto la cara con una cuchilla de esas de afeitar".

Nunca será posible establecer relaciones igualitarias hasta tanto no descubramos nuestro propio deseo y hayamos cogido las riendas de nuestras vidas; hasta tanto cada mujer en su vida cotidiana, no abra

11 el espacio cerrado de su vida personal y pueda analizarlo al interior

de unas estructuras de poder cuyos mecanismos más inconcientes y por lo tanto, más sutiles, son el amor y la sexualidad; esto será en gran parte posible cuando hayamos roto con esa escala de valores -escala divisoria- que los varones nos han impuesto, y podamos re­conocernos a nosotras mismas como grupo, de manera tal, que colec­tivizando nuestras experiencias, podamos sacar fuera y colocar en su lugar -poi ítico- aquellos temores, expectativas y deseos sobre nues­tras vidas y al mismo tiempo, tomarnos el poder sobre nuestros cuer­pos y sobre nosotras de manera que saquemos fuera toda la coloni­zación que nos ha convertido en seres divididos.

Entre tanto opino, será necesaria una profunda soledad interior, subvertimos a nosotras mismas en todo cuanto hemos interiorizado; apoderarnos de nuestro deseo y denunciar nuestra situación median­te la palabra y la creación. Toda palabra de mujer es subversiva y transgrede el orden de desigualdad y alienación.

Escribamos, busquemos al interior de nosotras mismas esas voces que anuncian nuestro deseo y nuestro ser de manera tal que ellas pue­dan romper con los modelos alienantes del amor y dar comienzo a nuestras propias figuras de identidad, a una participación creativa del mundo en el que queremos vivir y a la manera como deseamos nues­tras relaciones personales. Con la palabra de mujer comienzan a caer los viejos modelos de una cultura asqueante y a edificarse una cultura más creativa e igualitaria, donde la vida no será el lugar del odio y del desprecio.