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Los Cuadernos de Asturias EN BUSCA DE FSSINELLI José Ignacio Gracia Noriega E n años sucesivos de esta década se con- memoran dos acontecimientos relacio- nados con las andanzas de otros tantos extranjeros por Asturias: en 1776 inicia su viaje por España, durante el que visitará As- turias, a lo que entra por Somiedo, Joseph Townsend, según consta en su libro «Voyage en Espagne, it dans années 1786 et 1787» (París, 1809); y el 22 de junio de 1887, llece en Corno Roberto Frassinelli Burnitz. De los dos, será Frassinelli el de orígenes más misteriosos y el de destino más incierto. No es que se sepa gran cosa de Townsend, pero las deducciones que so- bre él se hacen no parece que planteen proble- ma; don Fermín Canella, en sus «Cartaeyos d'Asturies», reconoce: «No eron hallados por más diligencias con que se buscaron datos bio- gráficos del estudioso viajero, y sólo sí aparece, a la lectura de sus escritos, que debió ser perso- na bien acomodada, muy instruida y médico, al parecer, por lo mucho que se detuvo en las en- rmedades y hospitales, por sus consideracio- nes higiénicas y climatológicas y por sus varia- dos conocimientos en beneficencia y ciencias naturales (1). Como buen inglés hace siempre comparaciones con su país, se distingue por sus observaciones minuciosas, detalles en los gastos y pormenores estadísticos. Viajó por los años 1786 y 1787, reinando Carlos III, y de su nación, posición y ciencia puede juzgarse por el aprecio y distinción con que es recibido en la Corte. Co- me con Floridablanca y es amigo de Campoma- nes; los embajadores de Inglaterra, Rusia y Pru- sia y otras naciones le reciben en su mesa; le agasajan los duques de Osuna, Alba, Medinaceli y Berwick, los marqueses de Oviedo, los condes de Peñafiel, del Carpio y el general O'Neile». Parece ser que Frassinelli no gozaba de esti- maciones menores: era académico correspon- diente de la Historia; el rey Alnso XII le reci- bió en audiencia, y, con este motivo, le regaló al soberano una carpeta que contenía sus dibujos; y Alejandro Pidal y Mon, en su necrología de don Roberto Frassinelli, incluida en «Discursos y artículos literarios» (Madrid, 1887), a la que en más ocasiones recurriremos a lo largo de este trabajo, menciona que «aquella generación de eruditos y de literatos, en que descollaban Ga- llardo, Estébanez Calderón, Durán, Pidal, Ochoa, Morante, Hartzenbusch y tantos cuyos nombres están inscritos con letras de oro en los stos de las antiguas Academias, estimaban en todo lo que valía a Frassinelli». 88 También era eminente en el aspecto, digá- moslo así, prosional, aunque su actividad esta- ba muy diversificada. Mas, como escribe Pidal y Mon: «Alemán por los cuatro costados, vino a Es- paña en aquella época liz para anticuarios y bibliófilos, en que los tesoros de la desa- mortización se malbarataban en las rias y baratillos en nombre del progreso y de las luces, y sus conocimientos literarios y artís- ticos, superiores a los de la generalidad de sus contemporáneos españoles, le produje- ron rica cosecha de adquisiciones arqueoló- gicas. Su minucioso y exactísimo modo de dibujar le permitió conservar en verdaderas 'tograas de lápiz' el recuerdo de monu- mentos arquitectónicos que la piqueta revo- lucionaria ha convertido en miserables rui- nas. Carderera y Fernández-Guerra decían que las inscripciones copiadas por Frassine- lli eran más ciles de desciar que los ori- ginales esculpidos en las antiguas piedras, y las carteras del arqueólogo alemán conser- van los restos de monasterios y castillos que descubrió en sus largas correrías a pie, en los más apartados valles de las más remotas montañas, y de las que hoy ya no existe ni la más lejana memoria.» Pese a este reconocimiento y a esta acepta- ción mundana, sobre todo en Madrid, lo que, para un extranjero que vive en un lugar remoto, entre montañas, no es poco, sucede con Frassi- nelli que llegó sin que apenas se supiera nada de él, y se e casi sin dejar rastro. La mayor parte de su obra, de sus dibujos, de sus anotaciones, se ha perdido. El Camarín de la Reina, en la Gruta de Covadonga, obra suya, e arrebatado del lugar que ocupaba y lanzado al abismo en época reciente. El pasado de Frassinelli es oscuro: llega a As- turias cuando ha cumplido los cuarenta años: es decir, cuando ya tiene un pasado del que se sabe poca cosa. Se sabe que nació en Ludwigsburg, en Wurtemberg, en el año 1811; que era caballe- ro y que emigró a España, solo, soltero, sin ras- tros aparentes detrás. Como los viajeros román- ticos, recorrió muchas comarcas españolas, y fi- nalmente se estableció en Corno, a la sombra de Covadonga y junto a los Picos de Europa, en 1854. Por sus méritos como arqueólogo, biblió- gra y dibante (no se contarían los que tuvo como montañero y cazador), e elegido miem- bro correspondiente de las Reales de la Historia y Nobles Artes de San Fernando, y ostentaba las altas condecoraciones de la Cruz de Francisco José de Austria y la encomienda de Isabel la Ca- tólica. Sus papeles se han esparcido después de su muerte; su casa de Corno está en ruinas y se mantiene en pie gracias a la lealtad de la piedra; en la «Cueva del cuélebre» ya no hay «cuélebre» germánico que la habite; y su contribución, im-

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Los Cuadernos de Asturias

EN BUSCA DE

FRASSINELLI

José Ignacio Gracia Noriega

En años sucesivos de esta década se con­memoran dos acontecimientos relacio­nados con las andanzas de otros tantos extranjeros por Asturias: en 1776 inicia

su viaje por España, durante el que visitará As­turias, a lo que entra por Somiedo, Joseph Townsend, según consta en su libro «Voyage en Espagne, fait dans années 1786 et 1787» (París, 1809); y el 22 de junio de 1887, fallece en Corno Roberto Frassinelli Burnitz. De los dos, será Frassinelli el de orígenes más misteriosos y el de destino más incierto. No es que se sepa gran cosa de Townsend, pero las deducciones que so­bre él se hacen no parece que planteen proble­ma; don Fermín Canella, en sus «Cartafueyos d' Asturies», reconoce: «No fueron hallados por más diligencias con que se buscaron datos bio­gráficos del estudioso viajero, y sólo sí aparece, a la lectura de sus escritos, que debió ser perso­na bien acomodada, muy instruida y médico, al parecer, por lo mucho que se detuvo en las en­fermedades y hospitales, por sus consideracio­nes higiénicas y climatológicas y por sus varia­dos conocimientos en beneficencia y ciencias naturales (1). Como buen inglés hace siempre comparaciones con su país, se distingue por sus observaciones minuciosas, detalles en los gastos y pormenores estadísticos. Viajó por los años 1786 y 1787, reinando Carlos III, y de su nación, posición y ciencia puede juzgarse por el aprecio y distinción con que es recibido en la Corte. Co­me con Floridablanca y es amigo de Campoma­nes; los embajadores de Inglaterra, Rusia y Pru­sia y otras naciones le reciben en su mesa; le agasajan los duques de Osuna, Alba, Medinaceli y Berwick, los marqueses de Oviedo, los condes de Peñafiel, del Carpio y el general O'Neile».

Parece ser que Frassinelli no gozaba de esti­maciones menores: era académico correspon­diente de la Historia; el rey Alfonso XII le reci­bió en audiencia, y, con este motivo, le regaló al soberano una carpeta que contenía sus dibujos; y Alejandro Pidal y Mon, en su necrología de don Roberto Frassinelli, incluida en «Discursos y artículos literarios» (Madrid, 1887), a la que en más ocasiones recurriremos a lo largo de este trabajo, menciona que «aquella generación de eruditos y de literatos, en que descollaban Ga­llardo, Estébanez Calderón, Durán, Pidal, Ochoa, Morante, Hartzenbusch y tantos cuyos nombres están inscritos con letras de oro en los fastos de las antiguas Academias, estimaban en todo lo que valía a Frassinelli».

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También era eminente en el aspecto, digá­moslo así, profesional, aunque su actividad esta­ba muy diversificada. Mas, como escribe Pidal y Mon:

«Alemán por los cuatro costados, vino a Es­paña en aquella época feliz para anticuarios y bibliófilos, en que los tesoros de la desa­mortización se malbarataban en las ferias y baratillos en nombre del progreso y de las luces, y sus conocimientos literarios y artís­ticos, superiores a los de la generalidad de sus contemporáneos españoles, le produje­ron rica cosecha de adquisiciones arqueoló­gicas. Su minucioso y exactísimo modo de dibujar le permitió conservar en verdaderas 'fotografías de lápiz' el recuerdo de monu­mentos arquitectónicos que la piqueta revo­lucionaria ha convertido en miserables rui­nas. Carderera y Fernández-Guerra decían que las inscripciones copiadas por Frassine­lli eran más fáciles de descifrar que los ori­ginales esculpidos en las antiguas piedras, y las carteras del arqueólogo alemán conser­van los restos de monasterios y castillos que descubrió en sus largas correrías a pie, en los más apartados valles de las más remotas montañas, y de las que hoy ya no existe ni la más lejana memoria.»

Pese a este reconocimiento y a esta acepta­ción mundana, sobre todo en Madrid, lo que, para un extranjero que vive en un lugar remoto, entre montañas, no es poco, sucede con Frassi­nelli que llegó sin que apenas se supiera nada de él, y se fue casi sin dejar rastro. La mayor parte de su obra, de sus dibujos, de sus anotaciones, se ha perdido. El Camarín de la Reina, en la Gruta de Covadonga, obra suya, fue arrebatado del lugar que ocupaba y lanzado al abismo en época reciente.

El pasado de Frassinelli es oscuro: llega a As­turias cuando ha cumplido los cuarenta años: es decir, cuando ya tiene un pasado del que se sabe poca cosa. Se sabe que nació en Ludwigsburg, en Wurtemberg, en el año 1811; que era caballe­ro y que emigró a España, solo, soltero, sin ras­tros aparentes detrás. Como los viajeros román­ticos, recorrió muchas comarcas españolas, y fi­nalmente se estableció en Corno, a la sombra de Covadonga y junto a los Picos de Europa, en 1854. Por sus méritos como arqueólogo, biblió­grafo y dibujante (no se contarían los que tuvo como montañero y cazador), fue elegido miem­bro correspondiente de las Reales de la Historia y Nobles Artes de San Fernando, y ostentaba las altas condecoraciones de la Cruz de Francisco José de Austria y la encomienda de Isabel la Ca­tólica.

Sus papeles se han esparcido después de su muerte; su casa de Corno está en ruinas y se mantiene en pie gracias a la lealtad de la piedra; en la «Cueva del cuélebre» ya no hay «cuélebre» germánico que la habite; y su contribución, im-

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Los Cuadernos de Asturias

Don Roberto Frassinelli Burnitz (1811-1887).

portantísima, a la edificación de la Basílica de Covadonga fue detenida sin otra explicación. Mario Roso de Luna, en su imaginativo libro «El tesoro de los lagos de So miedo» ( en el que da un recorrido pormenorizado por una supues­ta «Asturias iniciática», seguramente a través de las páginas de Madoz, como alguien dijo, con más razón que malicia) le declara «ocultista y mago de buena ley», y dice, lo que parece más en consonancia con el carácter y el estilo del personaje, que «Aunque llegase con cartas di­plomáticas procedentes de las Embajadas de Alemania, Italia y Austria, siempre guardó acer­ca de su origen una reserva tan absoluta como extraña».

Roso de Luna asegura haber consultado sus papeles, entre los que menciona «un completo tratado acerca de los elementales naturales, en­cabezado, en bellísima letra gótica, con versos de Lucrecio, en su 'De rerum natura', alusivos al hecho oculto de que todo en la Naturaleza está poblado de seres, visibles o invisibles, en núme­ro mágicamente incontable: los trescientos treinta millones de seres de la literatura védica. Vienen luego unos brillantes párrafos en alemán

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que bastarían por sí solos para acreditar a don Roberto de literato consumado: una grata mez­cla del estilo de Goethe con el de Schiller y el de Reine, consagrando a este último dulces año­ranzas nacidas de aquel corazón que debió de haber sufrido mucho. Hay intercaladas, además, unas notas gráficas, de tal colorido astral, que habrían sido dignas de Alberto Durero o de nuestro Goya». Añade, más adelante, que, en materia literaria, Frassinelli frecuentaba la lectu­ra de Reine, en alemán, y de los «Cuentos fan­tásticos» de Antonio de Trueba, en español. Es posible. Mas tal como presenta estas preferen­cias el «iniciado» extremeño -«sus maestros: Reine, Schopenhauer y Trueba»- no dejan de resultar, si no grotescas, cuando menos sorpren­dentes: por lo menos en la formulación.

Atina, en cambio, Roso de Luna, en la des­cripción del personaje, pues coincide con otros testimonios que sobre él quedan:

«Don Roberto dicen que era de elevada es­tatura, delgado, vigoroso y rubio. Cuando vino por primera vez aquí, no se sabe ni se sabrá jamás de dónde vino. Hacia el año cincuenta y cuatro usaba barba corrida, que se afeitó luego, cuando hubo encanecido en la exploración de hasta los últimos rincones de la provincia. Recto y justo como el mejor de los príncipes, jamás dio motivo de mur­muración ni de queja a estas gentes senci­llas para quien era casi una segunda Provi­dencia, con sus consejos sanos y sabios, cuanto con su caridad inagotable.»

También dice que:

«Los gustos de Frassinelli eran los del más refinado «gentleman» dentro de su austeri­dad ordinaria característica. ( ... ) Solían asis­tirle en la casa un criado y una mujer vieja, antes de casarse en el país. Como el mejor de los orientales, deparaba en la planta baja de la casita cómodo alojamiento a cuantos trasponían sus umbrales; les obsequiaba con pollos, truchas, huevos, queso de Ca­brales y las demás cosas más selectas del país, sin dejar de añadir nunca, como último postre, unas confituras sencillamente mara­villosas, de factura inglesa, preparadas, al parecer, por él mismo. Tenía también un anteojo astronómico Zeiss, y en su despa­cho de la planta alta una porción de cosas desusadas en Asturias: animales disecados, raras pieles, cuadros, incunables, armas an­tiquísimas y cosas mil, por el estilo.

Mas, incapaz de continuar en tono moderado durante mucho tiempo, acto seguido afirma Ro­so de Luna que «las gentes de por aquí cuentan que dio en decir, en 'esfoyazas' y 'amagüestos', que Frassinelli entendía el lenguaje de los ani­males, en especial el de los perros».

Pidal y Mon, que le conoció personalmente, le presenta con menos fantasía que Roso de Lu-

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na pero con mucha mayor eficacia, al menos li­teraria, sobresaliendo imponente entre los cai­nejos, en las tremendas gargantas del Cares, y austero y eficaz cuando iba a las montañas:

«( ... ) Su verdadero teatro eran los Picos de Europa, Peña Santa, la Canal de Trea, los gigantescos Urrieles asturianos. En ellos se perdía meses enteros, llevando por todo ajuar un zurrón con harina de maíz y una lata para tostarlo al fuego de la yerba seca, su carabina y los cartuchos. Vino no lo bebía; bebía agua en la palma de la mano; carne, sólo la del robeco que abatía el certe­ro disparo de su escopeta, y cuya asadura tostaba sobre la misma lata al mismo fuego. Dormía sobre las últimas matas del enebro que avecinan la región de las peñas y de las nieves. ·

También describe Pidal y Mon su casa de Corao:

«Allí sentó sus reales, creando en la pinto­resca aldea de Corao aquella casa modesta, con su jardín primorosamente cultivado, y su cueva, aquella cueva habitada, según la tradición, por el Cuélebre fantástico y san­guinario, y de la que salía al obscurecer para vagar por su jardín la gigantesca lechuza do­mesticada por el sabio alemán, para reflejar en sus anchas alas los plateados rayos de la luna.»

En la montaña, ni los años ni las privaciones le doblegaban, según Pidal y Mon:

Y sin embargo, durante aquella penosa ex­pedición, el anciano alemán apenas probó otra cosa que leche y agua; se mantuvo constantemente a la cabeza de la partida y desafiaba el extremado rigor del frío en las noches claras, para enriquecer las páginas de su álbum de dibujante.

El nombre de Frassinelli va unido al de Cova­donga, cuya majestad, según Ambrosio de Mo­rales, «no se podía dar bien a entender del todo con palabras», y de cuya grandeza escribió el poeta inglés Robert Southey:

Nor in the hernie annals of her fame Doth she show forth a scene of more re­

[nown. (No exhibe [España] en los heroicos anales

[de su fama un escenario de mayor renombre).

De este lugar dice la «Crónica Alfonsina» que «al saber Pelayo la invasión (de los moros), se retiró a una caverna del monte Auseva que lla­man Cueva de Santa María». El nombre de Pe­layo está unido al de leyendas de cuevas, según se deduce de una que no es del ciclo de Cova­donga, pero en la que un ermitaño hace la profe­cía de que «el látigo de Dios va a descender so­bre las espaldas de los godos y va a empaparlas

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de sangre», según Constantino Cabal; y los pro­pios Picos de Europa están flanqueados por dos cuevas santas: la de Covadonga, en el macizo occidental, y la de Santo Toribio, en Liébana, en el oriental; pero esto es otra cuestión.

Lo cierto es que el lugar de Covadonga impre­siona, aún excluyendo de él todo contenido reli­gioso. Ramón Pérez de Ayala, con mirada laica, reconoce en el ensayo «Lugar asturiano»:

«En Covadonga sentimos la emoción máxi­ma del milagro, precisamente porque allí to­do es natural, porque la Naturaleza reviste máximas proporciones.»

Constantino Cabal lo describe con acentos épicos en su libro «Covadonga»:

«Una vez quise yo que un dolor mío se pa­reciera a las nieblas, se arrastrara por las cumbres y se hiciera jirones en los cielos ... Y me entré en estas montañas, que parecen anudarse para tragar los caminos, y que pa­recen levantarse en vuelo, llevando una ca-tedral a manera de custodia. Estas montañas son garfios, hechos de can­tos, de jaras, de herbazales y de arbustos ... la que alza la Catedral, todo se vuelve zarpa que la coge ... Frente a ella hay una cueva, y un hotel, y una hilera de casitas ... Y el lugar es escenario de belleza majestuosa, sobera­namente agreste. Hay vertientes escondidas debajo de los rozos y los árboles; hay cimas secas y calvas; hay la iglesia gallarda y arro­gante, dominadora de los precipicios ... Y en la cueva salta el río, resoplando, marmullan­do, hinchándose, atropellándose, arrastran­do un hervor ronco, que es fragor y tem­blor, y tempestad, como si las entrañas de la tierra por donde el agua se arroja la apesga­ran, la tundieran, la aplastaran con el peso terrible de las peñas que se arremolinaron en su dorso.

Qué pueda significar «Covadonga» es asunto que a Cabal le lleva nueve páginas: si Cova-lon­ga, o «cueva larga»; si Cova-fonda, o «cueva pro­funda»; si Cova-de-donga, o «cueva del jefe», o si «Cueva de Nuestra Señora», de «Cova», cue­va, y «donga-Dominica». Pero no hablamos del mar, sino de su efecto en el corazón de los hom­bres, que escribió Saint-John Perse: buscamos aquí el efecto de las soledades de Covadonga so­bre el ánimo romántico de Don Roberto Frassi­nelli, el «Alemán de Corao».

Covadonga había estado semioculta durante siglos. Era un topónimo con resonancias históri­cas, religiosas, épicas y poco más. Tendría que llegar como Obispo a Oviedo don Benito Sanz y Forés ( que, más tarde, sería designado Carde­nal), para que diversos y vagos proyectos referi­dos a aquel lugar tomaran cuerpo. En el lugar había un Santuario, y el último proyecto para restaurarlo databa de Carlos III; Sanz y Forés, al visitarlo por vez primera, quedó altamente im-

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Paisaje de Covadonga.

presionado, aunque por distintas razones, según nos atengamos a Martín Andreu o a Constanti­no Cabal. Según Cabal:

Cuando llegó este Obispo a Covadonga, el lugar le cautivó y la historia del lugar des­pertó sus entusiasmos. Entonces quiso le­vantar un templo digno de este lugar y de su historia. Necesitaba este fin un montón de oro; la piedad de sus feligreses le dió una parte; otra se la concedió el Estado; otra la puso él. ..

Por su parte, Martin Andreu, en su libro «Vi-sión de Covadonga», escribe:

El estado de pobreza a que Covadonga vino, sobre todo después de la desaparición de aquel gran rey (Carlos III), que sentía ver­dadero amor a tan santo lugar, era tal, que el Sr. Obispo Sanz y Forés, en su primera visita al histórico Santuario no pudo menos de exclamar dolorosamente impresionado: iEsto es Covadonga! A expensas suyas construyó en la Cueva la actual capilla de estilo romano-bizantino, en 1874, y de su iniciativa brotó el engrandecimiento moder­no de Covadonga.

Las obras se iniciaron el 2 de junio de 1877, según Cabal, quien proporciona el dato de que

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el obrero que cargó el primer barreno se llamaba Ignacio Elola y que lo encendió el propio Alfon­so XII, que asistía a la inauguración; la primera piedra de la Basílica se puso el 11 de noviembre de 1877, según Martin Andreu, «sobre planos de don Lucas Palacios y de don Roberto Frassinelli en inteligencia particular los dos con el seño{ Sanz y Forés». En cinco años se gastaron en las obras, según Cabal, 418.753 pesetas; a la marcha de Sanz y Forés, su sucesor, Herrero y Espinosa de los Monteros, encontró las arcas vacías, por lo que ordenó detener los trabajos. La Basílica sería rematada, según plano definitivo de Apari­ci y Soriano, en 1901, siendo Obispo Fray Ra­món Martínez Vigil. El Papa León XIII había elevado la Colegiata a la categoría de Basílica y por una Real Orden de 19 de abril de 1884 se de­clara a Covadonga Monumento Nacional.

El primer proyecto de la Basílica tenía una so­briedad germánica, que luego se adornaría en el definitivo. Roso de Luna indica que la iniciativa de levantar la Basílica fue obra de Frassinelli, que intercambió numerosísimas cartas con el Obispo Sanz y Forés; este legajo, según la mis­ma fuente, fue cedido por la esposa de Frassine­lli al historiador y catedrático Fermín Canella.

Sin embargo, es probable que Frassinelli se sintiera más a gusto en los Picos de Europa, acompañado de los cainejos, los hombres-gamu­za, «los ribereños de aquel mar de piedra» se­gún frase afortunada de Pidal y Mon, que dntre canónigos. Allí, en aquellas peñas, estaba en so­ledad; como escribió Alfonso Camín:

Picos de Europa. La nieve por todo el monte rocoso. lQuién a cruzarlos se atreve no siendo el pastor y el oso?

En aquellas soledades, «en aquella agreste y sobre toda ponderación salvaje comarca» según Pidal y Mon, «en las noches de luna trasl�daba a su cartera los fantásticos picachos de la caliza los girones desgarrados de la niebla, los ventis� queros olvidados entre las rocas, el águila ergui­da sobre la peña colosal, el robeco trasponiendo la cortante arista de la cumbre».

En Covadonga, por el contrario, está claro que no se saldó la deuda con Frassinelli. Alejandro Pidal y Mon escribe en su nota necrológica de Frassinelli (y luego lo repetirá en el tomo II de «Asturias», de Bellmunt y Canella):

«Covadonga lo recordará y serían ingratos sus hijos si entre las lápidas que visten las paredes de los claustros del Monasterio no se leyera en una el nombre del extranjero alemán, hijo adoptivo de aquellas monta­ñas, arqueólogo, dibujante, arquitecto, bi­bliófilo, literato, botánico, médico, que re­concentró todo su amor en aquellos lugares donde solía vivir constantemente y a donde quiso volver pocos días antes de su muerte. Como si misterioso aviso le indicase su pró-

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ximo fin, y como si quisiera que sus huesos reposaran a la vista de aquellas agujas de piedra que tantas veces conquistó con la fir­meza y tenacidad de su lápiz y de su planta, a la sombra del venerable santuario que tu­vo durante cerca de medio siglo en él uno de sus más devotos admiradores y fervien­tes panegiristas.».

Años después, en la revista «Covadonga» (Núm. 139, 15 de abril de 1928), aparece esta malhumorada reseña del libro «El Emm. Sr. Cardenal Sanz y Forés. 1828-1928. Algunos da­tos biográficos», del canónigo de Oviedo pacien­te Méndez Mori, editado en la imprenta «La Cruz», Oviedo (2):

«Nos parece hijo del gran cariño a Sanz y Forés, y hasta cierto punto disculpable, lo de afirmar (?) el 'bajo nivel moral' de Cova­donga en los años de 1868 al 71, lo de soste­ner la continuidad del Camarín (3), por lo mismo que es obra de Sanz y Forés, tantos años respetada, y, para decirlo todo, le dire­mos con toda franqueza, estamos escribien­do para la historia, que no le han informado bien en lo de la 'ancianidad' del busto de

. Sanz y Forés; que no nos convence lo de los planos de FrasineUi (sic), y que nos parece algo excesivo el elogio a FrassineUi y en cambio muy mermado el de don Máximo de la Vega, que se destaca en este libro poco más que un 'listero' de las obras de Covadonga en tiempos del Sr. Sanz y Forés ( 4).»

El libro del canónigo Mori habría de desatar polémica. En el número 142 de «Covadonga», del 1 de junio de 1928, Maximiliano Arboleya publica el artículo «El Sr. Sanz y Forés en Cova­donga», claramente desfavorable al Obispo, y, en consecuencia, a la biografía de Mori Méndez. Arboleya, que se haría famoso como fundador y animador de sindicatos católicos, dentro de una tónica de moderación, arremete en este artículo contra Frassinelli:

«Vamos a ver: lEs o no verdad que ese Fra­sinelli (sic), del que se hacen tan chocantes elogios y hasta se publica la fotografía, ni era arquitecto ni ingeniero ni enviado del gobierno alemán sino simple viajante de co­mercio, seguramente no católico y desde luego aventurero completamente. estrafala­rio? (5) lEs o no verdad que antes de llegar el Sr. Herrero y Espinosa de los Monteros (6) no había ni planos, ni dirección técnica,más que la tan discutible de FrasineUi? lEso no verdad que esa situación anormalísimainspiró la enérgica protesta de la Central deArquitectos, atrajo la negativa de subven­ciones e impidió la recolección de donativospor los encargados de recibirlos en Madrid?lEs o no verdad que gracias al Sr. Herrero

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todo esto quedó normalizado con el 'despi­do' del alemán, el nombramiento de una Junta de Obras y la designación por ésta de un arquitecto oficialmente encargado de di­cha dirección técnica? lEs o no verdad que la factura, acaso delicada en exceso, del templo monumental se debe única y exclu­sivamente a que el arquitecto Sr. Aparici tu­vo que proyectarlo sobre el pie forzado de los costosísimos cimientos casi ya por com­pleto levantados sin saber qué iba a ir en­cima?

A este respecto, Arboleya concluye que le duele que el iniciador del engrandecimiento de Covadonga, Sanz y Forés, aparezca «tan impen­sadamente» ante el público asturiano en «la pos­tura nada airosa en que nos lo presenta, no sé aún con qué extraño objeto, el Sr. Mori...» (7).

Parece ser que lo menos airoso de la postura de Sanz y Forés, en opinión de Arboleya, fue su colaboración con Frassinelli.

En cuanto al «Camarín de la Virgen», nunca pareció haber sido del gusto de los canónigos, y así, en marzo de 1928, una comisión del Cabil­do, compuesta por el Magistral, el conde de Rodríguez San Pedro y el arquitecto García Lo­mas, acudió al Rey para hacerle ver la conve­niencia de hacer en él una reforma definitiva, ya que se trataba del «trono de la Madre de Espa­ña»; el Rey, con buen sentido, propuso que se comunicara el asunto a la Academia de la Histo­ria y que ésta «emitiera su autorizada opinión». Y así, con fecha de 23 de junio de 1928, Vicente Castañeda, secretario interino de la Academia de la Historia, le dirige al Conde de Rodríguez San Pedro, presidente del patronato de Cova­donga, un informe en el que se afirma lo que sigue:

«No es posible, ni aún sería recomendable empeñarse en resucitar la realidad de icono­grafía y culto según pudiera darse allí en tiempo de Pelayo; tampoco se justificaría elegir entre�las etapas de arte anteriores y posteriores, una como más expresiva para acomodar a ella la invención que ahora se proyecta; lo mejor será envolver en vague­dades de cronología, preservadoras contra distracciones que lo concreto de un estudio histórico cualquiera llevaría consigo; es de­cir, que parezca cosa vieja y nada más; que parezca humilde aunque sea preciosa; que lujos, si los hay, no vayan en la envoltura si­no como joyas adherentes. Puede presumirse con certeza que magnifi­cencias de arte nunca las hubo en Covadon­ga. El resguardo que allí se exigía contra la intemperie, se obtuvo con tabiques de ma­dera, cerrado más o menos el recinto sagra­do, como representaciones antiguas dejan ver. Cuando en el siglo último, bajo pleno romanticismo, se quiso dar aires de monu­mentalidad a aquello, aún fue madera el

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La nueva capilla en Covadonga.

material elegido, y en ella se remedó una decoración copiada servilmente de los edifi­cios del Naranco, del siglo IX, con añadidos románicos; obra que, si en reproducciones desmiente su verdad, pareciendo de piedra, a la vista desagrada más aún con su aderezo de pintura gris y purpurina.

Con este veredicto, el Camarín quedaba sen­tenciado. Nos preguntamos si habrá influido en ello la publicación de la biografía de Sanz y Forés por Morí. Después de la teórica, la prácti­ca: salgo con Eduardo Urculo en busca de Fras­sinelli, en el coche de Urculo. Un buen día: el único gris y lluvioso de un verano particular­mente seco. Entramos, por Posada de Llanes, en dirección a Corao. En el cruce de Llamarcón hay un bar que vende de todo: mangos de guadañas y hachas, botas, cuerdas, cabezales, cencerros, linternas, cuadernos, bolígrafos, latas de conser­vas, miel; y también vino, café, copas, y chorizos de la casa, que entran bien con el acompaña­miento del blanco mañanero. Un poco más aba­jo de la puerta del bar, la carretera toma dos di­recciones: a la izquierda lleva a Cabrales, a la de­recha va a Onís. Tomamos el camino de la dere­cha. La Rehollada está abajo, y, en una loma, al lado de la carretera, el chalet de Francisco de la Vega, que fue hostelero en Madrid y delicado poeta que cantó en «sílabas contadas» la belleza del campo astur. Pasamos Avín; atravesamos Benia, pueblo grande, que evoca ferias y merca-

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dos; y llegamos, finalmente a Corao, donde po­só el alemán don Roberto Frassinelli. Nunca sa­bremos por qué eligió este lugar. Acaso lo haya hecho por alguna razón prosaica, porque le hu­bieran puesto a precio asequible el huerto don­de levantó su casa de buena piedra y en el que plantó hasta treinta especies distintas de manza­nos: encima de este huerto está el cueto con su cueva, en la que habitaba el «cuélebre», más germánico que asturiano: Urculo me muestra el lugar de la cerca por el que hay que saltar para llegar a ella. Pero también Frassinelli, a quien Gómez Tabanera calificó de «personaje de Hoff­mann», pudiera haber tenido otras razones para asentarse allí. Corao es un lugar lleno de prodi­gios: En él resuenan aún el pasado prehistórico y el paso de las centurias romanas: cerca estaba el dolmen de Abamia, que el Destino deparó en el camino de Frassinelli: al prodigio aquí se une la magia de la casualidad: si había un dolmen en aquellos lugares, era inevitable que un persona­je misterioso y fantástico, Roberto Frassinelli, fuese su descubridor. En la iglesia de Abamia la vinculación con la mítica batalla de Covadonga es evidente: allí estuvieron enterrados Pelayo y su esposa. Y Covadonga está cerca, rodeada de nieblas y de épica, como la canta Alfonso Camín:

Alturas de Covadonga y el Auseva tan sonoro, que parece que prolonga sus batallas con el moro.

En Corao, además (y esto pertenece mejor al terreno de la casualidad que al de la magia), los Miyar crearon una tradición relojera, de presti­gio en España y fuera de ella: Miyar, casualmen­te, hacía trabajos de relojería para la corte aus­tro-húngara: desconocemos qué tipo de relación habrán podido tener ambos en los cortos límites de Corao, el relojero internacionalizado por su arte y el alemán expatriado.

Encima de Corao está Abamia. Camino de ella nos encontramos con el cementerio nuevo, al que han sido trasladados los restos de Frassi­nelli, aunque tal vez fuera más apropiado para él el entorno del cementerio de arriba. Según Vi­gil, en su «Asturias Monumental, Epigráfica y Diplomática», esta iglesia, conforme la tradi­ción, había sido construida por el rey Pelayo, «en cuyo tiempo estaba destinada a monasterio, siendo toda reformada en el siglo X». En su in­terior, en el lado norte de la nave, se conserva un sepulcro con la inscripción: «HIC IACET R GAUDIOSA UX OR R PELAGII». Ambrosio de Morales escribe: «Esta iglesia edificó el Rey D. Pelayo, y se enterró con su muger en ella. Es­to se tiene así en el común, y también el obispoPelayo lo escribe, y de aquí fue después trasla­dado a Covadonga, conforme a lo que se hadicho».

Covadonga fue la gran competidora de Aba­mia; como escriben María Cruz Morales y Emi-

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lio Casares: «Esta iglesia pierde importancia con el auge de Covadonga y al faltarle el apoyo de la corte que, a medida que avanzaba la Reconquis­ta, se establecía más al Sur».

La iglesia está en un alto, rodeada de verdura, malezas y algún árbol; al norte tiene una buena vista del valle del río Bueña. Ambrosio de Mora­les anota que está «arriba a media ladera de una sierra harto alta». En aquel lugar solitario y un tanto desolado, tenemos la sensación de que po­co cambió el paraje desde la visita de Morales; este comisionado de Felipe II la vio en un buen momento y la describe con fuerza épica:

«La iglesia fue muy pequeña, conforme a todas las de aquellos tiempos, y por fuera arrimada a ella estaba la sepultura del rey, y algo más apartada la de su muger. Agora han edificado de nuevo la iglesia más gran­de por su mucha feligresía, y así quedó den­tro la sepultura del rey y fuera la de su mu­ger: y son dos tumbas de piedra de lo más angostas, a los pies de media vara en alto, y aun la de la reina ya no tiene cubierta, ni aún tierra. El día que yo allí estuve era do­mingo, y parecía que estaba allí el real del rey D. Pelayo, pues había al derredor de la iglesia más de doscientas lanzas hincadas de

- ·fos que venían á misa. Y dan su razón deltraerlas que, como vienen á misa por aque­llas brañas, pueden encontrar un oso de quehay tantos, y quieren tener con qué defen­derse dél.»

También dice Morales que: «Puédese bien creer edificó el rey esta iglesia por alguna otra gran victoria de los moros, que alcanzó en este valle, que por ancho y llano era harto aparejado para rehacerse los moros, y valerse de su mu­chedumbre». Finalmente, Morales repara en el pasado romano de esta tierra, en la que se libra­ron batallas contra las águilas del César: «Es que aquí fue la furia de la guerra de Augusto César con los asturianos cuando los sujetó», escribe: y, más adelante: «Hállase memoria de esto del tiempo de Augusto César en este valle sobre que cae la iglesia de Santa Eulalia, en un lugar llamado Corao, donde los viejos vieron más de veinte piedras de sepulturas romanas con letra, y así otras piedras de aquel tiempo, las cuales se han consumido en edificios, que no quedan ya más de tres, y éstas las llevo yo sacadas».

Detrás de la iglesia está el cementerio, venci­do y ruinoso, que parece el escenario de un cuento de Edgar Allan Poe en versión cinemato­gráfica de Roger Corman. Aquí estuvo enterra­do Frassinelli, bajo una «piedra cicatriceada, de oscuro gris pizarroso invadido de maleza», que escribió Magín Berenguer. Durante la restaura­ción de la iglesia, por cuenta de la Caja de Aho­rros de Asturias, se reparó en ella: así lo cuenta Magín Berenguer en «Monumentos asturianos restaurados por la Caja de Ahorros de Asturias».

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«En su cementerio hace años ví una mo­destísima tumba invadida por la maleza cuyo verdor contrastaba casi enojosamente con el fondo negruzco de una lápida .de pi­zarra cruzada por la cicatriz de una grieta que amenazaba partirla. Separando la hiedra a duras penas leí, o creí leer: «Aquí yace Roberto Frassinelli Bur­nitz. Para mí fue una tristísima sorpresa, una de esas experiencias que acorazan de escepti­cismo la fe en los aprecios humanos. Por­que Roberto Frassinelli -el «alemán de Co­rao», como en su tiempo se le conoció- ha­bía sido personaje festejado en vida por su valía. Nacido alemán, hijo de italiano y ale­mana, llegó a Corao hacia 1844 con 43 años de vida, muriendo allí 33 años después.»

El Grupo de Veteranos de la Montaña, con el apoyo del párroco, trasladó los restos de Frassi­nelli a la iglesia, costeando esta nueva sepultura la Caja de Ahorros. Duerme, pues, ahora Frassi­nelli en el mismo lugar en que reposaron los Reyes.

Seguimos camino, hacia Covadonga, hacia «la tierra santa», que dijo el Conde de Saint-Saud, quien, en uno de sus viajes a los Picos de Euro­pa (septiembre de 1891), describe así la llegada al lugar:

«Pasamos una última curva de la carretera, y a la derecha, sobre una terraza apoyada en grandes muros, se alza la gran basílica de cierto aspecto bizantino, donde un grupo de obreros trabaja. En curva y contracurva se sube a la terraza, pasando de largo bajo la gruta sagrada, donde el primer rey de los as­turianos, milagrosamente ayudado por una tempestad, aplastó a los sarracenos con un puñado de valientes.»

En efecto: tenemos la basílica rosada en alto, sobre nuestras cabezas; y se la ve desde todas las curvas por las que asciende el camino. Aquí trabajó Frassinelli, bajo cuya dirección se allanó el Cerro del Cueto y se construyó la cripta. La marcha del obispo Sanz y Forés y que no fuera arquitecto titulado determinaron, como hemos visto, su alejamiento de estas obras, que fueron continuadas por Federico Aparici, director de la Escuela de Arquitectura de Madrid, con escasas variantes sobre el dibujo original de Frassinelli, el cual había diseñado y construido también el Camarín de la Santa Cueva, en madera y escayo­la, que fue demolido al final de la guerra civil y sustituido por la actual capilla, obra de don Luis Menéndez Pidal.

Hay tiendas y chamarilerías a la entrada del lugar santo; llegan o se van excursionistas en multitud de autocares, y pasean apaciblemente los canónigos. Si no regalada, como ellos dicen, la vida en Covadonga es apacible. Pero hemos de buscar huellas de Frassinelli más alto aún,

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'Paisaje en la montaña de Covadonga.

por lo que no nos detenemos. Urculo se propo­ne llegar al pozo del Alemán; está orbayando. El automóvil asciende la montaña. Hay muchos coches aparcados en la curva del Mirador de la Reina. «Este sitio -escribe Concha Espina en «Altar Mayor»- es una espléndida atalaya grata­mente revestida de bancos y rasteles, flores y ta­pices de verdura, que logró tanta solicitud en medio del salvaje tramonto porque un día la rei­na Victoria de Battemberg se detuvo aquí para admirar uno de los semblantes extraordinarios de la solemne belleza de Asturias. Desde enton­ces se ha convertido en moderna posa del terri­ble sendero; un descanso que permite ver cómo saltan, ensanchándose, las lejanías, se tienden las llanuras residuales, se forman los pliegues geológicos, brecha y campas, altitudes y abis­mos, en la misteriosa libertad de las cumbres».

Subimos; hasta el coche da muestras de fati­ga, pero el paisaje es de majestuosa belleza. Al Norte vemos, entre brumas, la sombría línea del mar. Estamos a la altura de las nubes. Martin Andreu, en su «Visión de Covadonga», escribió de esta ruta:

«La carretera que, en ascensión continua, lleva al viajero a la altura de Los Lagos,

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ofrece desde distintos sitios hermosas pers­pectivas. Quien la trazó pudo seguir, desde luego, una dirección obligada; pero no deja de ser muy digno de notarse que, en todos los cuadros desde una u otra de sus variadas revueltas, figura siempre, como término principal, el Santuario, desde el momento en que su mole rojiza destaca en toda su grandiosidad sobre el fondo verde de las cercanas laderas y el violáceo de los lejanos montes, hasta el instante en que, perdidas las dimensiones de la distancia, se ofrece como un maravilloso cofrecillo de esos que en las hondonadas o en las espesuras guar­dan las hadas.»

En una revuelta del camino se abre un valle y al fondo está el lago Enol. La pendiente que he­mos subido es formidable: la carretera trepa la montaña. Luis Pardo, en un antiguo artículo so­bre el lago Enol, nos detalla las alturas: la Basíli­ca está a 263,40 m.; la cruz en el kilómetro 6, a 759, m; La Curva, a 936 m.; las rocas «El Elefan­te», a 1.006 m.; el lago Enol, a 1.039,76. El Con­de de Saint-Saud lo vio «en un verdeante paisa­je, el único gran lago de los Picos de Europa, ex­tendiendo, a más de mil metros de altitud, fren­te al océano, su vasta cuenca de agua clara». Al fondo están los Urrieles, Torre Cerredo y la im­presionante mole de Peña Santa, en cuya cum­bre, de 2.596 m., decía la leyenda que manaba una fuente muy clara.

Hace frío en estas alturas y orbaya. La vista de una chica en manga corta nos hace poco menos que tiritar. Los colores están apagados y tan sólo destacan, entre estos verdes aplastados y grisá­ceos, los colores amarillos y rojos de los «ano­racs» de los excursionistas. Las aguas del lago, para sorpresa nuestra, están llenas de espumas, de suciedad, de plásticos. Seguimos hasta el lago Ercina, a 1.078,68 m., y, de allí, al «pozo del Ale­mán», última etapa en esta busca de Frassinelli. Más allá, entre las montañas imponentes, están otros escenarios del paso del «alemán de Co­rao»: «su verdadero teatro -como escribió Pidal y Mon- (8) eran los Picos de Europa, Peña San­ta, la Canal de Trea, los gigantescos Urrieles as­turianos». Y Caín, «un pueblo colgado ahí aba­jo, a donde no se puede entrar ni salir, y donde viven todos de la caza», y de cuyos habitantes anotó Saint-Saud: «Los cainejos, de gran reputa­ción como cazadores en la montaña y de gran­des pecadores ante Jehovah, forman un arcaico clan y sostienen que su señor les abandonó, re­nunciando a mantenerlos sometidos durante el apogeo de la época feudal». Sin duda Frassinelli habrá conocido al anciano cura de este pueblo, de quien dice pestes Saint-Saud, destacando su avaricia, grosería y suciedad.

El camino, desde el lago hasta el pozo, está en malas condiciones. El orbayo lo ha llenado de barro. Un pastor borracho camina con pericia por la estrecha senda de piedra que bordea el la-

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go. Hemos dejado atrás los lagos y ya sólo hay montaña y soledad. El «pozo del Alemán» está en lugar escondido, hundido debajo de un árbol; y un puente rústico pasa sobre él. El agua no se mueve pero es tan clara y transparente que da frío mirarla. Aquí venía a bañarse Roberto Fras­sinelli. No es de extrañar que persona tan mo­derna que hasta se bañaba mereciera la ..-.. desconfianza de los señores canónigos �de Covadonga. �

(1) Joseph Townsend (1739-1816), era hijo de un merca­der londinense. Se graduó en el colegio Ciare Hall, de Cam­bridge, en 1762, y posteriormente, como sospecha Canella, estudió medicina, en Edimburgo, con el Dr. Cullén. Cléri­go, fue designado rector de Pewsey, en Wiltshire; rectoría que conservaría hasta su muerte. Proporcionó cierta anima­ción a esta vida sedentaria realizando algunos viajes y escri­biendo varios libros; entre éstos, «A dissertation on the Poor Laws», «A Guide to Health», etc. En sus viajes no abandonó Europa; visitó Irlanda, Francia, Holanda y Flan­des. Según Ian Robertson hizo el viaje por España a los tres meses del fallecimiento de su esposa, para levantar el áni­mo. Resultado de este viaje es el libro «Journey through Spain in the years 1786 and 1787», publicado en 1791.

(2) Benito Sanz y Forés nació en Gandía en 1828. Si­guió estudios eclesiásticos con brillantez, obtuvo el grado de doctor y fue canónigo por oposición de Tortosa; en 1868 es nombrado Obispo de Oviedo, y, seguidamente, Arzobis­po de Valladolid y de Sevilla, donde sucede al filósofo astu­riano Fray Ceferino González. Fue muy conocido por sus dotes oratorias. León XIII le hizo Cardenal, y presidió el Congreso Católico de Sevilla en 1892, y el de Tarragona en 1894. Falleció en 1895.

(3) Félix Aramburu, en «Covadonga» (en «Asturias», deBellmunt y Canella, I), cita a «el arquitecto gijonés don Lu­cas Palacio, el maestro de obras don Mariano Esbric, y sin­gularmente el cultísimo 'alemán de Corao' Sr. Frassinelli con su consejo y ayuda eficaces, fueron los auxiliares con que contó para este efecto y para la ejecución de las inme­diatas labores el Sr. Sanz y Forés». También destaca la la­bor «de gestor, de inspector, de administrador», del canóni­go don Máximo de la Vega. No obstante, critica con acritud la obra del Camarín, que «con tal predominio de tonos cla­ros y brillantes en estofas y pinturas, viene a resultar atilda­do, para muchos más propio de aristocrática y femenina mansión que de lugar tan áspero y austero».

(4) Don Máximo de la Vega, canónigo de Covadonga.Aparece acompañando a Frassinelli en un dramático episo­dio de alta montaña relatado por Pida! y Mon en la tan mencionada nota necrológica, donde le llama «el célebre canónigo de Covadonga»; quien, en trance de despeñarse un cainejo, pronunció «las sagradas palabras de la absolu­ción 'in artículo mortis', mientras su mano, abandonando la escopeta, trazaba el signo redentor en los aires».

(5) Alejandro Pida! y Mon también alude, en su necro­lógica, a las extravagancias de Frassinelli: «Era, en efecto, un hombre muy original el Alemán de Corao, como le lla­maban los montañeses, y su originalidad lo mismo se pres­taba a la admiración que al ridículo. El respeto a la muerte me veda tratar aquí la parte cómica de sus extraordinarias teorías y aventuras, de sus inverosímiles narraciones; pero

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sea de ello lo que quiera, siempre será cierto que Covadonga ha perdido una de sus personalidades más características».

(6) Sebastián Herrero y Espinosa de los Monteros suce­dió a Sanz y Forés como Obispo de Oviedo, y aunque sólo permaneció unos meses al frente de la diócesis, ordenó de­tener las obras de Covadonga y prescindió de los servicios de Frassinelli. Había nacido en Jerez en 1822 y en su juven­tud se dedicó a la literatura, escribiendo un drama, «García el Calumniador», que se estrenó en Cádiz con éxito. Luego, de modo imprevisto, toma el estado eclesiástico. Además de Oviedo, fue obispo de Jaén y Arzobispo de Valencia, y Cardenal. Parece, tanto en el siglo XIX como en éste, que la silla episcopal de Oviedo es augurio de brillantes carreras eclesiásticas que pueden desembocar en el cardenalato, co­mo en el caso de Sanz y Forés, Herrero y Espinosa de los Monteros, y, más recientemente, Enrique y Tarancón. He­rrero y Espinosa de los Monteros se hizo notar por su cari­dad, distribuyendo parte de su hacienda entre los pobres.

(7) Arboleya toma como pretexto a Frassinelli para im­pugnar la versión que Mari da de Sanz y Forés, acusándole de recordar episodios en los que el Obispo no queda airoso por culpa del alemán. Así, una vez recordados éstos en el li­bro, aprovecha para reprocharle a Sanz y Forés «la indepen­dencia con que realizó allí (en Covadonga) las obras de ca­rácter regional y nacional, su absoluta oposición a tolerar la dirección técnica de un arquitecto oficial, la sonada protesta de la Central de Arquitectos porque el Sr. Sanz realizaba tan importantes obras, los cimientos de una Catedral, sin planos y sin dirección técnica, ni que en Covadonga estu­viera como único orientador artístico de obras tales un ale­mán aventurero, corredor de objetos antiguos para cierta casa comercial de Francfort». Y añade Arboleya en el men­cionado artículo «El Sr. Sanz y Forés en Covadonga»; «Pero el Sr. Mari, que no es de los que olvidan ciertas cosas, lo re­cordaba todo, y como si estuviéramos muy apurados pidién­dole cuentas a dicho inolvidable prelado por todo aquello, he aquí que creyó llegado el momento, al cabo de medio si­glo, de salir ia la defensa del Sr. Sanz! Y hubiéralo hecho sin 'meterse' con nadie, y todos nos habríamos limitado a dolernos de que a estas horas se sacaran a colación tan de­sagradables asuntos, ya definitivamente sepultados en el panteón del olvido más o menos involuntarios; pero lejos de eso, el distinguido capitular ovetense trata de adobar su inútil 'defensa' dejando caer ciertas acusaciones sobre el Sr. Herrero, sobre la magna junta de obras por él nombrada, sobre el admirado arquitecto autor de la Basílica, y, al me­nos de rechazo y por tabla, sobre el Obispo Martínez Vigil, 'culpable' de haber reanudado las obras suspendidas por el Sr. Herrero, 'culpable' de haber sostenido la Junta nombra­da por su antecesor y el arquitecto nombrado por la Junta, y 'culpable', por consiguiente, de no haber colocado de nuevo al frente de las obras del templo monumental al dicho mis­terioso 'alemán de Corao', que según nos dice tantas veces y basado en testimonios tan irrecusables, el Sr. Mari, era en Covadonga, por expreso deseo del Sr. Sanz, quien resolvía todas las dudas y zanjaba todas las cuestiones ...

(8) Don Pedro Pida!, marqués de Villaviciosa de Astu­rias, de quien Alfonso Camín decía con maldad bastante in­justificada que tenía «prosa de esquimal», dedica una pági­na a Roberto Frassinelli en su libro «Picos de Europa. Con­tribución al estudio de las montañas españolas» (Madrid, 1918), escrito en colaboración con José F. Zabala, en la que resume la citada nota necrológica escrita por su padre, don Alejandro Pida!, y la cierra con las siguientes palabras: «Era, en efecto, un hombre muy original el 'alemán de Corao', como le llamaban los montañeses; un extranjero enamora­do de la grandiosa naturaleza asturiana; amigo íntimo de aquellos torreones de piedra, de aquellos bosques impene­trables; de aquellos lagos solitarios; de aquella región inac­cesible a todo ánimo temeroso, a toda planta insegura, a to­do espíritu no tocado del amor irresistible a lo infinito que embargaba al gran compañero Roberto Frassinelli.»