el sueño posible: de niño descalzo en el salvador a millonario en estados unidos

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Entertainment & Humor


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Esta es la historia de José Ramón Barahona, un luchador que no se doblegó nunca, pese a los golpes que le propinó la vida desde su infancia, cuando, debido a la temprana muerte de su padre experimentó, junto a los suyos, la más cruda pobreza. El niño soñador, el muchacho laborioso, el hombre emprendedor que puso todo su esfuerzo para alcanzar sus metas. Es esta la inspiradora historia de un humilde campesino salvadoreño que, alzándose desde la precaria condición de inmigrante ilegal en los Estados Unidos, logró alcanzar su sueño americano: partir de un cantón con los bolsillos vacíos y acompañado solamente de una maleta repleta de ilusiones, y llegar hasta la cumbre del éxito empresarial en la primera potencia económica del mundo. Encontrarlo aquí: http://www.amazon.co.uk/El-Sue%C3%B1o-Posible-descalzo-millonario-ebook/dp/B00JX2H99G/ref=sr_1_1?s=books&ie=UTF8&qid=1398894649&sr=1-1&keywords=sue%C3%B1o+posible

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CONTENIDOS

NOTA DEL AUTORPROLOGOINTRODUCCIONCAPITULO I“GARROTILLO” Y OTROS MUNDOSCAPITULO IILA MUERTE QUE CAMBIO MI VIDACAPITULO IIILAS OLAS MIGRATORIASCAPITULO IVUN CIPOTILLO VALIENTECAPITULO VMIS PRIMEROS VIAJES

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CAPITULO VIUNA NUEVA ETAPA EN SAN SALVADORCAPITULO VIISANGRE EN EL PAISAJECAPITULO VIIILA LOCURA DEL AMORCAPITULO IXUNA AVENTURA HACIA LO DESCONOCIDOCAPITULO XJAMAS ME VOY A QUEBRARCAPITULO XIDE REGRESO A LA TIERRA DE LAS OPORTUNIDADESCAPITULO XIIAHORA EL MUNDO ES MIOCAPITULO XIIIKATHY. LA ESPOSA, SOCIA Y AMIGACAPITULO XIVNACE MI PRIMERA EMPRESACAPITULO XVEL SUEÑO AMERICANO: ¡YA ERA RICO!CAPITULO XVIEL PADRINO DE CHALATENANGOCAPITULO XVIIUNA SUCIA CONSPIRACIONCAPITULO XVIIIGOLPEADO PERO NO PARTIDOCAPITULO XIXUN REGALO DE DIOSEPILOGOGLOSARIO DE SALVADOREÑISMOS

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NOTA DEL AUTOR

Debido a lo delicado de algunas circunstancias que se narran en este libro, los nombres de algunas personas han sido cambiados.

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PROLOGO

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Conocí a José Ramón Barahona hace casi una década. Por esa época ya era el líder indiscutible de la comunidad salvadoreña en Washington, D.C., Estados Unidos. Con el tiempo he tenido la oportunidad de conocerlo más a fondo, no sólo en el plano empresarial, sino también al hombre de familia, al ser humano, que a sus sesenta años, sigue lleno de proyectos y sueños. He tenido la oportunidad de compartir con él muchísimas vivencias enriquecedoras, de discutir a fondo sus ideas sobe el desarrollo económico y social de nuestro querido El Salvador. Debo reconocer lo mucho que he aprendido de su filosofía de vida, sus valores y principios.

Mi verdadero primer contacto personal con José fue al principio del otoño de 1997 en un evento netamente íntimo y familiar cuando, junto a Kathy, su esposa, y sus hijos Alicia y David, inauguraron su nueva casa en Great Falls, Virginia. Mi primera impresión fue que por su mentalidad, forma de vida y hasta por su manera de expresarse, era más gringo que salvadoreño, cercano probablemente a El Salvador; pero desconectado de la vida económica, social y política contemporánea de nuestro país.

Cuando lean este libro se darán cuenta que mi percepción era completamente equivocada. Ciertamente, la distancia y su alejamiento por casi 30 años de su querida tierra, lo hacían lucir ajeno a nuestra patria. Lo que no sabía era que él se mantenía completamente informado de todo lo que ocurría en su país, al que nunca le perdió la pista. Sin embargo, creo que en estos últimos años lo hemos recuperado para siempre. José cada día es más uno de nosotros.

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Salvadoreño antes que nada… orgulloso de ser salvadoreño. Hoy en día, el “Chief”, como cariñosamente le llamamos los que lo apreciamos, es uno de mis mejores amigos. Escribir estas líneas como prólogo de este libro de su vida que significa tanto para él, y que estoy seguro transformará la visión que tenemos sobre el sueño americano, es un verdadero privilegio.

De este libro me apasiona que es una obra pura, honesta y sincera. José lo cuenta todo. Este no es uno de esos libros para realzar la imagen y hacer relaciones públicas. La historia está completa con todas sus palabras, imágenes, hechos y personajes que han conjugado una experiencia de vida de éxitos, pero no exenta de vicisitudes. La obra está hecha con seguridad y absoluta transparencia, y cuenta su historia tal como la conocíamos sus amigos antes de esta publicación.

Como escribió un gran novelista, en este libro José escribe sobre lo vivido y vive sobre lo escrito. Debemos apreciar su valentía de contarnos sus sueños tal como él los ha materializado. Ya sea en Washington, D. C., San Salvador, San José, Costa Rica o en su amado Chalatenango; José nos demuestra en esta obra que ha sabido ganar todas las batallas de los inmigrantes y que es un ejemplo a seguir y un modelo para nuestras comunidades en los Estados Unidos, sus líderes y organizaciones.

El relato de José también es una esperanza para todos los jóvenes de nuestro país. El éxito radica en el trabajo duro, en ser honesto, disciplinado, en estar dispuesto a sacrificarse al máximo, en tener deseos, sueños y aspiraciones, preparándose y educándose para realizarlos. La historia que contiene este libro prueba que los hados de la fortuna no cruzan sus espadas para quien cumpla estos requisitos.

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Hace poco tiempo tuve la oportunidad de detenerme a mirar un poco de su vida a través de las condecoraciones, medallas, reconocimientos, menciones honoríficas, fotografías y una serie de cuadros que tienen sus recién inauguradas y elegantes oficinas en Herndon, Virginia.

Dos cosas llamaron mi atención: La Medalla de la Libertad otorgada por el Senado de los Estados Unidos, y que comparte con Margaret Thatcher, el actor Charlton Heston y el presidente Ronald Reagan, entre otros; y un reciente artículo que lo califica como el “Padrino de Chalatenango”, por sus obras sociales y humanitarias en el norte del país. Fue entonces cuando comprendí que, además de salvadoreño, José es un hombre de dimensión universal que ha transcendido fronteras, razas, idiomas, credos, condiciones económicas y sociales.

Es un hombre del pueblo con sencillez y naturalidad, pero también es un empresario visionario y globalizado.

Espero que este libro contribuya para que la historia de El Salvador así se lo reconozca y para que nuestras generaciones futuras aprovechen al máximo su legado.

René León

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INTRODUCCION

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Carmen Hernández de Barahona se despertó en la madrugada con los primeros dolores de parto. Era el 12 de agosto de 1944. Tenía 35 años, tez morena, complexión fuerte y mirada franca. Su esposo, Raúl Barahona, apenas dos años mayor que ella, se vistió rápido, se puso el sombrero, agarró el corvo, se tomó de viaje una guacalada de café negro endulzado con panela que Lucía, su hija, le había puesto a calentar en el fogón. Salió cuesta arriba a buscar a la niña Juliana, la partera. Eran las tres de la madrugada. Había llovido toda la noche y el cielo estrellado parecía recién lavado. El aire estaba impregnado de un fuerte olor de zacate limón, jazmines y nomeolvides.

Por el camino Raúl iba pidiéndoles a Dios y a Santa Teresa que todo saliera bien.

Era el octavo parto de Carmen, y eso no dejaba de preocuparlo un poco. Pero la niña Juliana vivía cerca y pronto estaría con ella de regreso. Pasó rápido por el ceibo frente al rancho de don Justo Martínez, donde ya se veían por las rendijas las luces de los candiles encendidos. Se fue trazadito junto al cerco de piedras de la propiedad de don Chepe Rodríguez, pasó la quebrada y llegó al rancho de la niña Juliana. Raúl vio con sorpresa que la matrona ya lo estaba esperando con una toalla sobre la cabeza, a manera de mantilla, y una bolsa en donde llevaba las cosas que le servirían para atender el parto.

–Buenos días niña Juliana… ¿Cómo sabía que hoy le tocaba a la Carmen?–Como que si es la primera vez, vos. Ya soy vieja en esto y desde anoche me avisó

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el corazón que la Carmen iba a parir hoy, así que vámonos rápido.–Vámonos pues–, cerró la plática Raúl.

Cuando llegaron a la casona encontraron a Carmen envuelta en cobijas y ensopada en sudor. Santiago, el mayor de los cipotes, estaba a su lado pasándole un paño tibio por la frente. Lucía calentaba algo en la cocina y los más chiquitos estaban dispersos y asustados. La niña Juliana se fue de inmediato al camastrón de petate y cordel, sacó una como cajita de metal, tijeras, trapitos de varios colores, alcohol, ungüentos y pomadas en botecitos de diversos tamaños. Lucía le llevó el agua caliente. Carmen respiraba más rápido. El dolor se le dibujaba en el rostro.

Raúl se quitó el sombrero y salió al corredor. Se sentó en la banca de madera que él mismo había construido y se puso a pensar. Todavía estaba oscuro. Recordó con claridad la tarde cuando, siendo ya casi un adolescente, su padre, un ciudadano español de origen vasco, lo llevó a Chalatenango y le compró su primer sombrero. Esa tarde le dijo que él estaba convencido que de su sangre nacería uno que estaría destinado a grandes cosas. Raúl no lo comprendió entonces. Pero esa madrugada, cuando ya el canto de los gallos y los pájaros mañaneros anunciaban el inminente amanecer, tuvo la certeza de que lo dicho por su padre tenía que ver con el octavo parto de Carmen.

También recordó la noche, varios años atrás, en el velorio de Marina Zelaya, cuando la niña Juliana, con un puro de tabaco en la boca y un guacal de café negro sin azúcar en la mano, le había dicho mirando hacia ninguna parte: “Ve, Raúl, yo sé lo que te digo, a este caserío de Santa Teresa se lo va a llevar el aguaje”.

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Por esas fechas el cantón Santa Teresa era un puñado de casitas dispersas entre el río Gualeza y el majestuoso río Lempa. En realidad se llamaba Potrerillos, pero sus habitantes prefirieron llamarlo desde siempre con el nombre de su santa patrona. Fue hasta 1971 que pasó a llamarse oficialmente Santa Teresa, por medio de un decreto legislativo.

La gente del cantón era sencilla, unida y feliz. La mayoría se dedicaba a sembrar la tierra en pequeñas parcelas. Los domingos iban al pueblo de Potonico o a la ciudad de Chalatenango para mercar. Vendían maíz, maicillo, frijoles y arroz, y compraban correas para caites, piedras de afilar, anillos para cumas y machetes, pastillas de cuajo, ganchos sandinos, dulce de laja, botellas de agua florida, almanaques de Bristol y azúcar de pilón.

Cuando alguien del cantón se casaba todos los demás se juntaban para ayudar a levantar el rancho a la nueva pareja. Todos eran católicos. El 14 de octubre, día titular de las fiestas en honor a Santa Teresa, todos iban a misa a escuchar el sermón del padre Antonio, que venía en mula del pueblo de Los Ranchos, para tan especial ocasión. Los que no cabían dentro del templo de un sólo campanario, que los mismos habitantes habían construido, se quedaban afuera oyendo la misa con actitud devota y cara contrita.

Después de la misa se hacían carreras de caballo, llamadas “de cinta”, en las que los jóvenes jinetes, a punta de pericia y gallardía, trataban de ganarse un beso de las candidatas a soberana de las fiestas, hermosas muchachas adornadas solamente por el vestidito de popelín, una franja de tela que les cruzaba pecho y espalda, una flor en el cabello y las gracias que Dios les había dado.

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Algunos se iban disimulados a la casa de Toño García, cuesta abajo en dirección al río, a enzaguanarse un par de guacalazos de guaro de maíz con boquitas de jocotillo tierno y sal y limón. Por la noche, armados de guitarras, maracas, tumbadoras y guitarrón, los músicos de Lupe Guandique, un virtuoso del violín, amenizaban el regio baile en los salones del grupo escolar.

Raúl vio cómo las primeras luces del alba teñían de un tenue color rosa y destellos púrpura algunas esquinas del cielo. El aire traía de las cocinas vecinas los olores a café, frijol y tortilla. A lo lejos los campistos arriaban a gritos al ganado. Poco a poco la oscurana fue vencida por la claridad y se hizo de mañanita. A las seis en punto Carmen pegó un último pugido y un niño de inmensos ojos negros cayó en las manos de la partera, quién cortó con maestría el cordón umbilical y acostó a la criatura boca arriba para limpiarlo. El niño no lloraba pero respiraba tranquilo y miraba con los ojos abiertos y ya vivaces los horcones del techo de la casa.

–Ya nació el cipote, pero este jodido no llora –, le anunció la partera a Raúl.

Él entró a la casa, le agarró la mano a su mujer y miró a su octavo hijo con ternura. Carmen sonreía sudorosa mientras acariciaba la frente del niño. A la media hora de nacido comenzó a llorar. Lloró veinticinco minutos, se prendió al pecho de Carmen y después se quedó dormido.

La casa de los Barahona estaba ubicada a la orilla de la vereda que conduce al río Gualeza. Vista desde una loma, parecía una enorme res echada sobre el llano. El techo era de teja oscura, las paredes de adobe repellado con cal y el piso de

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tierra. Estaba rodeada por tres corredores, de cuyos rústicos horcones colgaban hamacas. Había macetas con flores de todo tipo y una vieja carreta de bueyes pasaba estacionada al lado del cuarto donde se guardaba el maíz.

Dentro de la casa otras hamacas hacían las veces de muebles de sala para sentarse y conversar, había una mesa de madera vieja a manera de comedor, baúles para guardar la ropa, cántaros y ollas colocadas en yaguales sobre un tabanco pegado a la cocina de leña de dos hornillas.

Unos canceles hechos de reglas de madera y tela separaban los tres humildes dormitorios del resto de la casa. En uno dormían Raúl y Carmen, en los otros dos y en las hamacas se repartían los cipotes. Del horcón principal pendía el almanaque pintoresco de Bristol y una herradura atravesada por un clavo. En una de las paredes estaba la imagen de Santa Teresa.

Carmen mantenía el piso de tierra siempre limpio y apelmazado a punta de agua y escoba de chirrión. Por todos lados había macetas de flores hechas de cumbos viejos. Rodeaba la casona un terreno más bien grande. Allí había toriles para las vacas, el toro cebú y las bestias de carga. En el pequeño chiquero los chanchos se revolcaban en el fango. Raúl había sembrado milpas y naranjales, mangos y guineos majonchos, aguacates y limoneros, marañones y almendros. Había también guayabos, conacastes, tamarindos y algunas especies maderables.

La niña Juliana pasaba ya de los setenta años. Era una viejita menuda, de facciones indígenas y un carácter alegre y dicharachero. Además de partera tenía fama de adivina. Conocía la vida y obras de

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todos los habitantes de Santa Teresa. Desde que supo de los violentos sucesos de 1932 en el occidente del país, cuando murieron miles de personas durante una revuelta contra el gobierno, le dio por profetizar en velorios y bautizos que Santa Teresa iba a desaparecer por un diluvio, y que en todo Chalatenango se levantarían con odio hermanos contra hermanos.

Cuando el recién nacido yacía dormido al lado de su madre, la partera se acercó a Raúl y le preguntó:

–¿Cómo le vas a poner al cipote?– José, como mi padre, y Ramón… José Ramón. Ya habíamos dicho con Carmen que si nacía varón así se llamaría.

Ramón fue muy curioso desde pequeño. Era moreno y delgado. En su carita afilada destacaban sus enormes ojos oscuros. Cuando cumplió cinco años, su padre lo llevó por primera vez al río Lempa a pescar. Le enseñó a nadar y a tirar la atarraya. Aquel primer encuentro con el majestuoso río sería uno de los mejores recuerdos de toda su vida.

Una de las mayores alegrías del niño era ir los domingos a Potonico o Chalatenango. Raúl y los dos varones, Santiago y Ramón, se levantaban muy temprano en la madrugada, desayunaban frijoles enteros, cuajada, tortilla recién salida del comal y café caliente. Luego ensillaban las bestias: el caballo negro con un lucero en la frente y la mula parda. En el caballo iban Raúl y Ramón, éste último acomodado como podía en la punta delantera de la montura. En la mula iba Santiago. Cabalgaban despacio, subiendo y bajando la serranía.

Después de casi cuatro horas de viaje llegaban de mañanita a Chalatenango. Dejaban las bestias en

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el corral de don Loncho Hernández, quien por un cuartillo las cuidaba y les daba un manojo de zacate. Después de ir a misa, al terminar sus diligencias, Raúl llevaba a los niños a la tienda del turco don Jacobo para comprarles algunas ropitas. Después iban a tomar refrescos de ensalada en el puesto de doña Armida Solórzano.

Pasado el mediodía regresaban a Santa Teresa bajo un cielo inmensamente azul y por veredas que serpenteaban entre campos verdes, olorosos a frutas maduras y flores silvestres, hierba fresca y aire limpio. Eran felices. En la mente de Ramón, aquel niñito delgado y curioso, existía el sueño de que algún día aquellos paisajes, como la ropita comprada donde el turco don Jacobo, le quedarían pequeños.

Ese era el sueño, pero la realidad es dura y a menudo adversa, como si las circunstancias conspiraran contra la felicidad, o como si el destino se ensañase contra nuestras ilusiones. No son pocos los que se resignan o sucumben ante el peso de las desgracias. No son muchos los que sacando fuerzas de flaquezas superan las más duras pruebas y alcanzan la estrella soñada.

Este libro contiene la historia de José Ramón Barahona, un luchador que no se doblegó nunca, pese a los golpes que le propinó la vida desde su infancia, cuando debido a la temprana muerte de su padre, experimentó, junto a los suyos, la más cruda pobreza. Es el periplo vital del niño soñador, el muchacho laborioso, el hombre emprendedor y exitoso, en un relato contado por él mismo, gracias a su extraordinaria memoria y al recuerdo de sus mejores anécdotas.

En pocas palabras, esta es la inspiradora historia de un humilde campesino salvadoreño que

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alzándose desde su precaria condición de inmigrante ilegal en los Estados Unidos, logró realizar el sueño americano: partir del cantón descalzo, con una sola muda de ropa, los bolsillos vacíos y tan sólo una maleta repleta de ilusiones, pasar por San Salvador, en donde gozó del cariño y la protección de una respetada familia salvadoreña y escalar hasta la cumbre del éxito empresarial en la primera potencia económica del mundo.

Él es, sin lugar a dudas, el principal referente de la próspera comunidad de salvadoreños que reside en la capital de los Estados Unidos. Son conocidos sus éxitos empresariales, su preocupación real por los salvadoreños que llegan a ese país, sin más herramientas que las que nacen de sus ilusiones y de su tremenda capacidad de trabajo. Muchos de ellos encontraron trabajo y estabilidad con la ayuda de este hombre que al igual que ellos llegó a hacer posible un sueño.

La gesta de José Ramón Barahona muestra que no existen atajos ni fórmulas mágicas para alcanzar la realización de nuestros sueños. Demuestra que ello sólo es posible por una combinación de inteligencia, honradez, esfuerzo, disciplina, constancia y absoluta claridad de objetivos. Pero hay más en estas páginas. El sabor agridulce de la nostalgia, la solidaridad con los compatriotas humildes en el frío del norte, el deseo incesante de llegar o más bien de volver un día a la tierra prometida: El Salvador, este pedacito de suelo intenso, irascible y amoroso al mismo tiempo, que ha sido, es y será nuestro sustento.

El propósito de esta narración es servir de inspiración y aliento a las futuras generaciones y de ejemplo para quienes se lanzan a la conquista del éxito y la

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superación más allá de sus fronteras naturales o de sus limitaciones individuales.