el nacimiento de la identidad americana...

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Colegio Las Cumbres Literatura 4° año Nombre: 1 UNIDAD I EL NACIMIENTO DE LA IDENTIDAD AMERICANA Material para los alumnos de literatura de 4°año Profesora Sofía Maurette Colegio Las Cumbres Año 2013

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Colegio Las Cumbres Literatura 4° año Nombre:

1

UNIDAD I

EL NACIMIENTO DE LA

IDENTIDAD AMERICANA

Material para los alumnos de literatura de 4°año

Profesora Sofía Maurette

Colegio Las Cumbres

Año 2013

Colegio Las Cumbres Literatura 4° año Nombre:

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Descubrimiento: Las voces de la conquista

La voz de los protagonistas

• Colón, Cristóbal. Diario de navegación (Relación compendiada de Fray Bartolomé de las Casas)

Jueves, 11 de octubre

Navegó al Oessudoeste. Tuvieron mucha mar y más que en todo el viaje habían tenido. Vieron pardelas y un junco verde junto a la nao. Vieron los de la carabela Pinta una caña y un palo y tomaron otro palillo labrado a lo que parecía con hierro, y un pedazo de caña y otra hierba que nace en tierra, y una tablilla. Los de la carabela Niña también vieron otras señales de tierra y un palillo cargado de escaramujos. Con estas señales respiraron y alegráronse todos. Anduvieron en este día, hasta puesto el sol, veintisiete leguas.

Después del sol puesto, navegó a su primer camino, al Oeste; andarían doce millas cada hora y hasta dos horas después de media noche andarían noventa millas, que son veintidós leguas y media. Y porque la carabela Pinta era más velera e iba delante del Almirante, halló tierra e hizo las señas que el Almirante había mandado. Esta tierra vio primero un marinero que se decía Rodrigo de Triana; puesto que el Almirante, a las diez de la noche, estando en el castillo de popa, vio lumbre, aunque fue cosa tan cerrada que no quiso afirmar que fuese tierra; pero llamó a Pero Gutiérrez, repostero de estrados del Rey, y díjole que parecía lumbre, que mirase él, y así lo hizo y viola; díjole también a Rodrigo Sánchez de Segovia, que el Rey y la Reina enviaban en el armada por veedor, el cual no vio nada porque no estaba en lugar do la pudiese ver. Después de que el Almirante lo dijo, se vio una vez o dos, y era como una candelilla de cera que se alzaba y levantaba, lo cual a pocos pareciera ser indicio de tierra. Pero el Almirante tuvo por cierto estar junto a la tierra. Por lo cual, cuando dijeron la Salve, que la acostumbraban decir y cantar a su manera todos los marineros y se hallan todos, rogó y amonestólos el Almirante que hiciesen buena guarda al castillo de proa, y mirasen bien por la tierra, y que al que le dijese primero que veía tierra le daría luego un jubón de seda, sin las otras mercedes que los Reyes habían prometido, que eran diez mil maravedís de juro a quien primero la viese. A las dos horas después de media noche pareció la tierra de la cual estarían dos leguas Amañaron todas las velas, y quedaron con el treo, que es la vela grande sin bonetas, y pusiéronse a la corda, temporizando hasta el día viernes, que llegaron a una islita de los Lucayos, que se llamaba en lengua de indios Guanahaní. Luego vinieron gente desnuda, y el Almirante salió a tierra en la barca armada, y Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez, su hermano, que era capitán de la Niña. Sacó el Almirante la bandera real y los capitanes con dos banderas de la Cruz Verde, que llevaba el Almirante en todos los navíos por seña, con una F y una Y: encima de cada letra su corona, una de un cabo de la cruz y otra de otro. Puestos en tierra vieron árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras. El Almirante llamó a los dos capitanes y a los demás que saltaron en tierra, y a Rodrigo de Escobedo, escribano de toda el armada, y a Rodrigo Sánchez de Segovia, y dijo que le diesen por fe y testimonio cómo él por ante todos tomaba, como de hecho tomó, posesión de la dicha isla por el Rey y por la Reina sus señores, haciendo las protestaciones que se requerían, como más largo se contiene en los testimonios que allí se hicieron por escrito. Luego se ajuntó allí mucha gente de la isla. Esto que se sigue son palabras formales del Almirante, en su libro de su primera navegación y descubrimiento de estas Indias. «Yo -dice él-, porque nos tuviesen mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza, les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor, con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla. Los cuales después venían a las barcas de los navíos adonde nos estábamos, nadando, y nos traían papagayos e

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hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles. En fin, todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad. Mas me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vi más de una harto moza. Y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vi de edad de más de treinta años: muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras: los cabellos gruesos casi como sedas de cola de caballo, y cortos: los cabellos traen por encima de las cejas, salvo unos pocos detrás que traen largos, que jamás cortan. De ellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los canarios ni negros ni blancos, y de ellos se pintan de blanco, y de ellos de colorado, y de ellos de lo que hallan, y de ellos se pintan las caras, y de ellos todo el cuerpo, y de ellos solos los ojos, y de ellos sólo el nariz. Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia. No tienen algún hierro: sus azagayas son unas varas sin hierro, y algunas de ellas tienen al cabo un diente de pez, y otras de otras cosas. Ellos todos a una mano Son de buena estatura de grandeza y buenos gestos, bien hechos. Yo vi algunos que tenían señales de heridas en sus cuerpos, y les hice señas qué era aquello, y ellos me mostraron cómo allí venían gente de otras islas que estaban cerca y les querían tomar y se defendían. Y yo creí y creo que aquí vienen de tierra firme a tomarlos por cautivos. Ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto dicen todo lo que les decía, y creo que ligeramente se harían cristianos; que me pareció que ninguna secta tenían. Yo, placiendo a Nuestro Señor, llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a Vuestras Altezas para que aprendan a hablar. Ninguna bestia de ninguna manera vi, salvo papagayos, en esta isla.» Todas son palabras del Almirante.

Sábado, 13 de octubre

« Luego que amaneció vinieron a la playa muchos de estos hombres, todos mancebos, como dicho tengo, y todos de buena estatura, gente muy hermosa: los cabellos no crespos, salvo corredios y gruesos, como sedas de caballo, y todos de la frente y cabeza muy ancha más que otra generación que hasta aquí haya visto, y los ojos muy hermosos y no pequeños, y ellos ninguno prieto, salvo de la color de los canarios, ni se debe esperar otra cosa, pues está Este Oeste con la isla de Hierro, en Canaria, bajo una línea. Las piernas muy derechas, todos a una mano, y no barriga, salvo muy bien hecha. Ellos vinieron a la nao con almadías, que son hechas del pie de un árbol, como un barco luengo, y todo de un pedazo, y labrado muy a maravilla, según la tierra, y grandes, en que en algunas venían cuarenta o cuarenta y cinco hombres, y otras más pequeñas, hasta haber de ellas en que venía un solo hombre. Remaban con una pala como de hornero, y anda a maravilla; y si se le trastorna, luego se echan todos a nadar y la enderezan y vacían con calabazas que traen ellos. Traían ovillos de algodón hilado y papagayos y azagayas y otras cositas que sería tedio de escribir, y todo daban por cualquier cosa que se los diese. Y yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vi que algunos de ellos traían un pedazuelo colgado en un agujero que tienen a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo la isla por el Sur, que estaba allí un rey que tenía grandes vasos de ello, y tenía muy mucho. Trabajé que fuesen allá, y después vi que no entendían en la ida. Determiné de aguardar hasta mañana en la tarde y después partir para el Sudeste, que según muchos de ellos me enseñaron decían que había tierra al Sur y al Sudoeste y al Noroeste, y que éstas del Noroeste les venían a combatir muchas veces, y así ir al Sudoeste a buscar el oro y piedras preciosas. Esta isla es bien grande y muy llana y de árboles muy verdes y muchas aguas y una laguna en medio muy grande, sin ninguna montaña, y toda ella verde, que es placer de mirarla; y esta gente harto mansa, y por la gana de haber de nuestras cosas, y temiendo que no se les ha de dar sin que den algo y no lo tienen, toman lo que pueden y se echan luego a nadar; que hasta los pedazos de las escudillas y de las tazas de vidrio rotas rescataban hasta que vi dar dieciséis ovillos de algodón por tres ceotís de Portugal, que es una blanca de Castilla, y en ellos habría más de una arroba de algodón hilado. Esto defendiera y no dejara tomar a nadie, salvo que yo lo mandara tomar todo para Vuestras Altezas si hubiera en cantidad. Aquí

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nace en esta isla, mas por el poco tiempo no pude dar así del todo fe. Y también aquí nace el oro que traen colgado a la nariz; más, por no perder tiempo quiero ir a ver si puedo topar a la isla de Cipango. Ahora, como fue noche, todos se fueron a tierra con sus almadías.»

• Cortés, Hernán. Segunda carta de relación.

Otro día después que a esta ciudad llegué me partí y a media legua andada, entré por una calzada que va por medio de esta dicha laguna, dos leguas hasta llegar a la gran ciudad de Temixtitan que está fundada en medio de la dicha laguna, la cual calzada es tan ancha como dos lanzas y muy bien obrada que pueden ir por toda ella ocho de caballo a la par y en estas dos leguas de la una parte y de la otra de la dicha calzada están tres ciudades y la una de ellas que se dice Misicalcingo, está fundada la mayor parte de ella dentro de la dicha laguna y las otras dos, que se llaman la una Niciaca y la otra Huchilohuchico, están en la costa de ella y muchas casas de ellas dentro en el agua. La primera ciudad de éstas tendrá hasta tres mil vecinos y la segunda más de seis mil y la tercera otros cuatro o cinco mil vecinos y en todas muy buenos edificios de casas y torres, en especial las casas de los señores y personas principales y las de sus mezquitas y oratorios donde ellos tienen sus ídolos. En estas ciudades hay mucho trato de sal, que hacen del agua de la dicha laguna y de la superficie que está en la tierra que baña la laguna, la cual cuecen en cierta manera y hacen panes de ella dicha sal, que venden para los naturales y para fuera de la comarca. Y así seguí la dicha calzada y a media legua antes de llegar al cuerpo de la ciudad de Temixtitan, a la entrada de otra calzada que viene a dar de la tierra firme a esta otra, está un muy fuerte baluarte con dos torres cercado de muro de dos estados, con su pretil almacenado por toda la cerca que toma con ambas calzadas y no tiene más de dos puertas, una por donde entran y otra por donde salen.

Aquí me salieron a ver y hablar hasta mil hombres principales, ciudadanos de la dicha ciudad, todos vestidos de una manera de hábito y según su costumbre, bien rico y llegados a hablarme cada uno por sí, hacía en llegando ante mí una ceremonia que entre ellos se usa mucho, que ponía cada uno la mano en tierra y la besaba y así estuve esperando casi una hora hasta que cada uno hiciese su ceremonia.

Y ya junto a la ciudad está un puente de madera de diez pasos de anchura y por allí está abierta la calzada porque tenga lugar el agua de entrar y salir, porque crece y mengua y también por fortaleza de la ciudad porque quitan y ponen algunas vigas muy luengas y anchas de que el dicho puente está hecho, todas las veces que quieren y de éstas hay muchas por toda la ciudad como adelante en la relación que de las cosas de ella haré vuestra alteza verá. Pasado este puente nos salió a recibir aquel señor Mutezuma con hasta doscientos señores, todos descalzos y vestidos de otra librea o manera de ropa asimismo bien rica a su uso y más que la de los otros venían en dos procesiones muy arrimados a las paredes de la calle, que es muy ancha y muy hermosa y derecha, que de un cabo se parece el otro y tiene dos tercios de legua y de la una parte y de la otra muy buenas y grandes casas, así de aposentamientos como de mezquitas y el dicho Mutezuma venía por medio de la calle con dos señores, el uno a la mano derecha y el otro a la izquierda, de los cuales el uno era aquel señor grande que dije que me había salido a hablar en las andas y el otro era su hermano del dicho Mutezuma, señor de aquella ciudad de Iztapalapa de donde yo aquel día había partido, todos tres vestidos de una manera, excepto el Mutezuma que iba calzado y los otros dos señores descalzos; cada uno lo llevaba de su brazo y como nos juntamos, yo me apeé y le fui a abrazar solo y aquellos dos señores que con él iban, me detuvieron con las manos para que no le tocase y ellos y él hicieron asimismo ceremonia de besar la tierra y hecha, mandó a aquel su hermano que venía con él que se quedase conmigo y me llevase por el brazo y él con el otro se iba adelante de mí poquito trecho.

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Y después de haberme él hablado, vinieron asimismo a hablarme todos los otros señores que iban en las dos procesiones, en orden uno en pos de otro y luego se tornaban a su procesión y al tiempo que yo llegué a hablar al dicho Mutezuma, me quité un collar que llevaba de margaritas y diamantes de vidrio y se lo eché al cuello y después de haber andado la calle adelante, vino un servidor suyo con dos collares de camarones envueltos en un paño, que eran hechos de huesos de caracoles colorados, que ellos tienen en mucho y de cada collar colgaban ocho camarones de oro de mucha perfección, tan largos casi como un geme y como se los trajeron se volvió a mí y me los echó al cuello. Y tornó a seguir por la calle en la forma ya dicha hasta llegar a una muy grande y hermosa casa que él tenía para aposentarnos, bien aderezada. Y allí me tomó de la mano y me llevó a una gran sala que estaba frontera del patio por donde entramos y allí me hizo sentar en un estrado muy rico que para él lo tenía mandado hacer y me dijo que le esperase allí y él se fue.

Y dende a poco rato, ya que toda la gente de mi compañía estaba aposentada, volvió con muchas y diversas joyas de oro, plata, plumajes y hasta cinco o seis mil piezas de ropa de algodón, muy ricas y de diversas maneras tejidas y labradas y después de habérmelas dado, se sentó en otro estrado que luego le hicieron allí junto con el otro donde yo estaba y sentado, propuso en esta manera: "Muchos días ha que por nuestras escrituras tenemos de nuestros antepasados noticia que yo ni todos los que en esta tierra habitamos no somos naturales de ella sino extranjeros y venidos a ella de partes muy extrañas y tenemos asimismo que a estas partes trajo nuestra generación un señor cuyos vasallos todos eran, el cual se volvió a su naturaleza y después tornó a venir dende en mucho tiempo y tanto, que ya estaban casados los que habían quedado con las mujeres naturales de la tierra y tenían mucha generación y hechos pueblos donde vivían y queriéndolos llevar consigo, no quisieron ir ni menos recibirle por señor y así se volvió y siempre hemos tenido que los que de él descendiesen habían de venir a sojuzgar esta tierra y a nosotros como a sus vasallos y según de la parte que vos decís que venís, que es a donde sale el sol y las cosas que decís de ese gran señor o rey que acá os envió, creemos y tenemos por cierto, él sea nuestro señor natural, en especial que nos decís que él ha muchos días tenía noticia de nosotros y por tanto, vos sed cierto que os obedeceremos y tendremos por señor en lugar de ese gran señor que vos decís y que en ello no habrá falta ni engaño alguno y bien podéis en toda la tierra, digo que en la que yo en mi señorío poseo, mandar a vuestra voluntad, porque será obedecido y hecho y todo lo que nosotros tenemos es para lo que vos de ello quisiéredes disponer. Y pues estáis en vuestra naturaleza y en vuestra casa, holgad y descansad del trabajo del camino y guerras que habéis tenido, que muy bien sé todos los que se os han ofrecido de Puntunchán acá y bien sé que los de Cempoal y de Tascalecal os han dicho muchos males e mí. No creáis más de lo que por vuestros ojos veredes, en especial de aquellos que son mis enemigos y algunos de ellos eran mis vasallos y se me han rebelado con vuestra venida y por favorecerse con vos lo dicen; los cuales sé que también os han dicho que yo tenía las casas con las paredes de oro y que las esteras de mis estrados y otras cosas de mi servicio eran asimismo de oro y que yo era y me hacía dios y otras muchas cosas. Las casas ya las véis que son de piedra, cal y tierra" y entonces alzó las vestiduras y me mostró el cuerpo diciendo: "A mí me veis aquí que soy de carne y hueso como vos y como cada uno y que soy mortal y palpable", asiéndose él con sus manos de los brazos y del cuerpo: "Ved cómo os han mentido; verdad es que tengo algunas cosas de oro que me han quedado de mis abuelos; todo lo que yo tuviere tenéis cada vez que vos lo quisiéredes; yo me voy a otras casas donde vivo; aquí seréis provisto de todas las cosas necesarias para vos y para vuestra gente. Y no recibáis pena alguna, pues estáis en vuestra casa y naturaleza". Yo le respondí a todo lo que me dijo, satisfaciendo a aquello que me pareció que convenía, en especial en hacerle creer que vuestra majestad era a quien ellos esperaban y con esto se despidió e ido, fuimos muy bien provistos de muchas gallinas, pan, frutas y otras cosas necesarias, especialmente para el servicio del aposento y de esta manera

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estuve seis días, muy bien provisto de todo lo necesario y visitado de muchos de aquellos señores.

• Díaz del Castillo, Bernal. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.

Otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha y vamos camino de Estapalapa. Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a Méjico, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto.

Algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños, y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como veíamos. Pues desde que llegamos cerca de Estapalapa, ver la grandeza de otros caciques que nos salieron a recibir, que fue el señor de aquel pueblo, que se decía Coadlavaca, y el señor de Culuacán, que entrambos entre deudos muy cercanos de Montezuma.

Después de bien visto todo aquello, fuimos a la huerta y jardín, que fue cosa muy admirable verlo y pasearlo, que no me hartaba de mirar la diversidad de árboles y los olores que cada uno tenía, y andenes llenos de rosas y flores, y muchos frutales y rosales de la tierra, y un estanque de agua dulce. Otra cosa de ver: que podían entrar en el vergel grandes canoas desde la laguna por una abertura que tenían hecha, sin saltar en tierra.

DEL GRANDE Y SOLEMNE RECIBIMIENTO QUE NOS HIZO EL GRAN MONTEZUMA

Luego otro día de mañana partimos de Estapalapa, muy acompañados de aquellos grandes caciques que atrás he dicho. Íbamos por nuestra calzada adelante, la cual es ancha de ocho pasos, y va tan derecha a la ciudad de Méjico, que me parece que no se torcía poco ni mucho, y aunque es bien ancha, toda iba llena de aquellas gentes que no cabían, unos que entraban en Méjico y otros que salían, y los indios que nos venían a ver, que no nos podíamos rodear de tantos como vinieron.

Desde que vimos cosas tan admirables, no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas, y en la calzada muchos puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de Méjico; y nosotros aun no llegábamos a cuatrocientos soldados, y teníamos muy bien en la memoria las pláticas y avisos que nos dijeron los de

Huexocingo, Tlascala y Tamanalco, y con otros muchos avisos que nos habían dado para que nos guardásemos de entrar en Méjico, que nos habían de matar desde que dentro nos tuviesen. Miren los curiosos lectores si esto que escribo si había bien que ponderar en ello. Qué hombres ha habido en el universo que tal atrevimiento tuviesen Pasemos adelante y vamos por nuestra calzada. Ya que llegamos donde se aparta otra calzadilla que iba a Cuyuacán, que es otra ciudad, donde estaban unas como torres que eran adoratorios, vinieron muchos principales y caciques con muy ricas mantas sobre sí, con galanía de libreas diferenciadas las de los unos caciques de los otros, y las calzadas llenas de ello. Aquellos grandes caciques enviaba el gran Montezuma adelante a recibirnos, y así como llegaban antes Cortés decían en su lengua que fuésemos bienvenidos.

Desde allí se adelantaron Cacamatzin, señor de Tezcuco, y el señor de Estapalapa, y el señor de

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Tacuba, y el señor de Cuyuacán a encontrarse con el gran Montezuma, que venía cerca, en ricas andas, acompañado de otros grandes señores y caciques que tenían vasallos.

Ya que llegábamos cerca de Méjico, adonde estaban otras torrecillas, se apeó el gran Montezuma de las andas, y traíanles del brazo aquellos grandes caciques, debajo de un palio muy riquísimo a maravilla, y la color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchihuís, que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en aquello.

El gran Montezuma venía muy ricamente ataviado, según su usanza, y traía calzados unas como cotaras, que así se dice lo que se calzan, las suelas de oro, y muy preciada pedrería por encima de ellas.

Venían, sin aquellos cuatro señores, otros cuatro grandes caciques que traían el palio sobre sus cabezas, y otros muchos señores que venían delante del gran Montezuma barriendo el suelo por donde había de pisar, y le ponían mantas porque no pisase la tierra. Todos estos señores ni por pensamiento le miraban en la cara, sino los ojos bajos y con mucho acato, excepto aquellos cuatro deudos y sobrinos suyos que lo llevaban del brazo.

Como Cortés vio y entendió y le dijeron que venía el gran Montezuma, se apeó del caballo, y desde que llegó cerca de Montezuma, a una se hicieron grandes acatos. Montezuma le dio el bienvenido, y nuestro Cortés le respondió con doña Marina que él fuese muy bien estado. Paréceme que Cortés, con la lengua doña Marina, que iba junto a él, le daba la mano derecha, y Montezuma no la quiso y se la dio él a Cortés.

Entonces sacó Cortés un collar que traía muy a mano de unas piedras de vidrio, que ya he dicho que se dicen margaritas, que tienen dentro de sí muchas labores y diversidad de colores, y venía ensartado en unos cordones de oro con almizcle porque diesen buen olor, y se lo echó al cuello al gran Montezuma, y cuando se lo puso le iba a abrazar, y aquellos grandes señores que iban con Montezuma detuvieron el brazo a Cortés que no le abrazase, porque lo tenían por menosprecio.

Luego Cortés, con la lengua doña Marina, le dijo que holgaba ahora su corazón en haber visto un tan gran príncipe, y que le tenía en gran merced la venida de su persona a recibirle y las mercedes que le hace a la continua.

Entonces Montezuma le dijo otras palabras de buen comedimiento, y mandó a dos de sus sobrinos de los que le traían del brazo, que eran el señor de Tezcuco y el señor de Cuyuacán, que se fuesen con nosotros hasta aposentarnos.

Montezuma con los otros dos sus parientes, Cuedlavaca y el señor de Tacuba, que le acompañaban, se volvió a la ciudad, y también se volvieron con él todas aquellas grandes compañías de caciques y principales que le habían venido a acompañar.

Quiero ahora decir la multitud de hombres, mujeres y muchachos que estaban en las calles y azoteas y en canoas en aquellas acequias, que nos salían a mirar. Era cosa de notar, que ahora que lo estoy escribiendo se me representa todo delante de mis ojos como si ayer fuera cuando esto pasó.

Dejemos palabras, pues las obras son buen testigo de lo que digo, y volvamos a nuestra entrada en Méjico, que nos llevaron a aposentar a unas grandes casas donde había aposentos para todos nosotros, que habían sido de su padre del gran Montezuma, que se decía Axayaca, adonde en aquella sazón tenía Montezuma sus grandes adoratorios de ídolos y una recámara muy secreta de piezas y joyas de oro, que era como tesoro de lo que había heredado de su padre Axayaca, que no tocaba en ello. Nos llevaron a aposentar a aquella casa porque, como nos llamaban teúles y por tales nos tenían, estuviésemos entre sus ídolos. Sea de una manera o sea de otra, allí nos llevaron, donde tenían hechos grandes estrados y salas muy entoldadas

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de paramentos de la tierra para nuestro capitán, y para cada uno de nosotros otras camas de esteras y unos toldillos encima.

Como llegamos y entramos enun gran patio, luego tomó por la mano el gran Montezuma a nuestro capitán, que allí le estuvo esperando, y le metió en el aposento y sala a donde había de posar, que le tenía muy ricamente aderezada para según su usanza. Tenía aparejado un muy rico collar de oro de hechura de camarones, obra muy maravillosa, y el mismo Montezuma se lo echó al cuello a nuestro capitán Cortés, que tuvieron bien que mirar sus capitanes del gran favor que le dio.

Cuando se lo hubo puesto, Cortés le dio las gracias con nuestras lenguas, y dijo Montezuma:

Malinche, en vuestra casa estáis vos y vuestros hermanos. Descansad. Luego se fue a sus palacios, que no estaban lejos.

Nosotros repartimos nuestros aposentos por capitanías, y nuestra artillería asestada en parte conveniente, y muy bien platicado la orden que en todo habíamos de tener, y estar muy apercibidos, así los de caballo como todos nuestros soldados.

Fue ésta nuestra venturosa y atrevida entrada en la gran ciudad de Tenustitlán Méjico, a ocho días del mes de noviembre, año de Nuestro Salvador Jesucristo de 1519.

La voz de denuncia

• De las Casas, Bartolomé. Brevísima relación de la destrucción de las Indias.

DE NUEVA ESPAÑA

De Cholula caminaron hacia Méjico, y enviándoles el gran rey Motenzuma millares de presentes, e señores y gentes, e fiestas al camino, e a la entrada de la calzada de Méjico, que es a dos leguas, envióles a su mesmo hermano acompañado de muchos grandes señores e grandes presentes de oro y plata e ropas; y a la entrada de la ciudad, saliendo él mesmo en persona en unas andas de oro con toda su gran corte a recebirlos, y acompañándolos hasta los palacios en que los había mandado aposentar, aquel mismo día, según me dijeron algunos de los que allí se hallaron, con cierta disimulación, estando seguro, prendieron al gran rey Motenzuma y pusieron ochenta hombres que le guardasen, e después echáronlo en grillos.

Pero dejado todo esto, en que había grandes y muchas cosas que contar, sólo quiero decir una señalada que allí aquellos tiranos hicieron. Yéndose el capitán de los españoles al puerto de la mar a prender a otro cierto capitán que venía contra él, y dejado cierto capitán, creo que con ciento pocos más hombres que guardasen al rey Motenzuma, acordaron aquellos españoles de cometer otra cosa señalada, para acrecentar su miedo en toda la tierra; industria (como dije) de que muchas veces han usado. Los indios y gente e señores de toda la ciudad y corte de Motenzuma no se ocupaban en otra cosa sino en dar placer a su señor preso. Y entre otras fiestas que le hacían era en las tardes hacer por todos los barrios e plazas de la ciudad los bailes y danzas que acostumbran y que llaman ellos mitotes, como en las islas llaman areítos, donde sacan todas sus galas e riquezas, y con ellas se emplean todos, porque es la principal manera de regocijo y fiestas; y los más nobles y caballeros y de sangre real, según sus grados, hacían sus bailes e fiestas más cercanas a las casas donde estaba preso su señor. En la más propincua parte a los dichos palacios estaban sobre dos mil hijos de señores, que era toda la flor y nata de la nobleza de todo el imperio de Motenzuma. A éstos fue el capitán de los españoles con una cuadrilla dellos, y envió otras cuadrillas a todas las otras partes de la ciudad donde hacían las dichas fiestas, disimulados como que iban a verlas, e mandó que a cierta hora

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todos diesen en ellos. Fué él, y estado embebidos y seguros en sus bailes, dicen "¡Santiago y a ellos!" e comienzan con las espadas desnudas a abrir aquellos cuerpos desnudos y delicados e a derramar aquella generosa sangre, que uno no dejaron a vida; lo mesmo hicieron los otros en las otras plazas.

Fué una cosa esta que a todos aquellos reinos y gentes puso en pasmo y angustia y luto, e hinchó de amargura y dolor, y de aquí a que se acabe el mundo, o ellos del todo se acaben, no dejarán de lamentar y cantar en sus areítos y bailes, como en romances (que acá decimos), aquella calamidad e pérdida de la sucesión de toda su nobleza, de que se preciaban de tantos años atrás.

Vista por los indios cosa tan injusta e crueldad tan nunca vista, en tantos inocentes sin culpa perpetrada, los que habían sufrido con tolerancia la prisión no menos injusta de su universal señor, porque él mesmo se lo mandaba que no acometiesen ni guerreasen a los cristianos, entonces pónense en armas toda la ciudad y vienen sobre ellos, y heridos muchos de los españoles apenas se pudieron escapar. Ponen un puñal a los pechos al preso Motenzuma que se pusiese a los corredores y mandase que los indios no combatiesen la casa, sino que se pusiesen en paz. Ellos no curaron entonces de obedecerle en nada, antes platicaban de elegir otro señor y capitán que guiase sus batallas; y porque ya volvía el capitán, que había ido al puerto, con victoria, y traía muchos más cristianos y venía cerca, cesaron el combate obra de tres o cuatro días, hasta que entró en la ciudad. Él entrado, ayuntaba infinita gente de toda la tierra, combaten a todos juntos de tal manera y tantos días, que temiendo todos morir acordaron una noche salir de la ciudad10. Sabido por los indios mataron gran cantidad de cristianos en los puentes de la laguna, con justísima y sancta guerra, por las causas justísimas que tuvieron, como dicho es. Las cuales, cualquiera que fuere hombre razonable y justo, las justificara. Suscedió después el combate de la ciudad, reformados los cristianos, donde hicieron estragos en los indios admirables y extraños, matando infinitas gentes y quemando vivos muchos y grandes señores.

Después de las tiranías grandísimas y abominables que éstos hicieron en la ciudad de Méjico y en las ciudades y tierra mucha (que por aquellos alrededores diez y quince y veinte leguas de Méjico, donde fueron muertas infinitas gentes), pasó adelante esta su tiránica pestilencia y fué a cundir e inficionar y asolar a la provincia de Pánuco, que era una cosa admirable la multitud de las gentes que tenía y los estragos y matanzas que allí hicieron. Después destruyeron por la mesma manera la provincia de Tututepeque y después la provincia de Ipilcingo, y después la de Colima, que cada una es más tierra que el reino de León y que el de Castilla. Contar los estragos y muertes y crueldades que en cada una hicieron sería sin duda cosa dificilísima y imposible de decir, e trabajosa de escuchar.

Es aquí de notar que el título con que entraban e por el cual comenzaban a destruir todos aquellos inocentes y despoblar aquellas tierras que tanta alegría y gozo debieran de causar a los que fueran verdaderos cristianos, con su tan grande e infinita población, era decir que viniesen a subjectarse e obedecer al rey de España, donde no, que los había de matar e hacer esclavos. Y los que no venían tan presto a cumplir tan irracionables y estultos mensajes e a ponerse en las manos de tan inicuos e crueles y bestiales hombres, llamábanles rebeldes y alzados contra el servicio de Su Majestad. Y así lo escrebían acá al rey nuestro señor e la ceguedad de los que regían las Indias no alcanzaba ni entendía aquello que en sus leyes está expreso e más claro que otro de sus primeros principios, conviene a saber: que ninguno es ni puede ser llamado rebelde si primero no es súbdito.

Considérese por los cristianos e que saben algo de Dios e de razón, e aun de las leyes humanas, qué tales pueden parar los corazones de cualquiera gente que vive en sus tierras segura e no sabe que deba nada a nadie, e que tiene sus naturales señores, las nuevas que les dijesen así de súpito: daos a obedescer a un rey estraño, que nunca vistes ni oístes, e si no,

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sabed que luego os hemos de hacer pedazos; especialmente viendo por experiencia que así luego lo hacen. Y lo que más espantable es, que a los que de hecho obedecen ponen en aspérrima servidumbre, donde son increíbles trabajos e tormentos más largos y que duran más que los que les dan metiéndolos a espada, al cabo perecen ellos e sus mujeres y hijos e toda su generación. E ya que con los dichos temores y amenazas aquellas gentes o otras cualesquiera en el mundo vengan a obedecer e reconoscer el señorío de rey extraño, no veen los ciegos e turbados de ambición e diabólica cudicia que no por eso adquieren una punta de derecho como verdaderamente sean temores y miedos, aquellos cadentes inconstantísimos viros, que de derecho natural e humano y divino es todo aire cuanto se hace para que valga, si no es el reatu e obligación que les queda a los fuegos infernales, e aun a las ofensas y daños que hacen a los reyes de Castilla destruyéndoles aquellos sus reinos e aniquilándole (en cuanto en ellos es) todo el derecho que tienen a todas las Indias; y estos son e no otros los servicios que los españoles han hecho a los dichos señores reyes en aquellas tierras, e hoy hacen.

La mirada moderna

• Esquivel, Laura; Malinche. México. Santillana. 2005

Gracias a las largas pláticas que la abuela y su nieta sostenían, desde los dos años el lenguaje de la niña era preciso, amplio y ordenado. A los cuatro años, Malinalli ya era capaz de expresar dudas y conceptos complicados sin el menor problema. El mérito era de la abuela.

Desde muy temprana edad, se había encargado de enseñarle a Malinalli a dibujar códices mentales para que ejercitara el lenguaje y la memoria. «La memoria», le dijo, «es ver desde dentro. Es dar forma y color a las palabras. Sin imágenes no hay memoria». Luego le pedía a la niña que dibujara en un papel un códice, o sea, una secuencia de imágenes que narraran algún acontecimiento. Podía ser un hecho real o imaginario. La niña pasaba largas horas dibujando y, por la noche, la abuela le pedía a Malinalli que le narrara su códice antes de dormir. De esta manera era como ellas jugaban. La abuela se divertía mucho descubriendo la imaginación y la inteligencia que su nieta tenía para interpretar las imágenes de un lienzo.

Lo que Malinalli nunca se imaginó fue que su abuela estuviera ciega. Para ella, la abuela se comportaba normalmente y conversaba muy bonito, sentía que el timbre de su voz acariciaba su oído y despertaba en ella una enorme alegría; se podía decir que Malinalli estaba enamorada de la voz y los ojos de su abuela.

Cuando la abuela narraba historias, Malinalli observaba sus ojos con una curiosidad smedida pues veía en ellos una belleza que no había visto en ninguna otra persona. Lo que más le atraía era que los ojos de su abuela sólo se encendían cuando hablaba. Cuando la abuela quedaba en silencio, sus ojos perdían vida, se apagaban. Fue de manera accidental que descubrió que esto se debía a que no podía ver.

Una tarde, cuando la abuela descansaba en el exterior de la casa, Malinalli se acercó en silencio y, sin hacer ruido, se puso muy cerca de su abuela. Traía un pequeño pájaro entre sus manos y le dijo:

—Mira abuela, ¿ves cómo sufre? La abuela le preguntó:

—¿Qué es lo que sufre?

—¿No lo ves? Lo traigo en mis manos y está herido, me gustaría curarlo.

—No, no lo veo, ¿de dónde está herido?

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—De una de sus alas.

La abuela extendió las manos y Malinalli depositó en ellas la pequeña ave.

Para Malinalli fue toda una sorpresa darse cuenta de que su abuela trataba de descubrir a tientas el daño en el ala del pájaro.

—Citli, ¿cómo es que viéndolo todo, no ves nada? Si tus ojos no ven los colores, no ven mis ojos, no ven mi cara, no ven mis códices, ¿qué es lo que ven?

La abuela le contestó:

—Yo veo lo que está atrás de las cosas. No puedo ver tu cara, pero sé que eres hermosa; no puedo ver tu exterior, pero puedo percibir tu alma. Nunca he visto tus códices, pero los he visto a través de tus palabras. Puedo ver todas las cosas en las que creo. Puedo mirar el porqué estamos aquí y adonde iremos cuando dejemos de jugar.

Malinalli empezó a llorar en silencio y su abuela le preguntó:

—¿Porqué lloras?

—Lloro porque veo que no necesitas los ojos para mirar ni para ser feliz —le respondió—, y lloro porque te quiero y no quiero que te vayas.

La abuela, con ternura, la tomó entre sus brazos y le dijo:

—Nunca me iré de ti. Cada vez que veas un ave volar, ahí estaré yo. En la forma de los árboles, ahí estaré yo. En las montañas, en los volcanes, en la milpa, estaré yo. Y, sobre todas las cosas, cada vez que llueva estaré cerca de ti. En la lluvia siempre estaremos juntas. Y no te preocupes por mí, yo me quedé ciega porque me molestaba que las formas me confundieran y no me dejaran ver su esencia. Yo me quedé ciega para regresar a la verdad. Fue una decisión mía y estoy feliz de ver lo que ahora veo.

Había amanecido. Esa mañana la luz era más líquida y las nubes dibujaban fantásticos animales en el cielo. Malinalli, acompañada del recuerdo de su abuela, dejó la labor del metate y procedió a encender el fuego para calentar el comal en donde la masa se transformaría en tortillas.

Lo hizo despacio y en respetuoso silencio. Era la última vez que lo encendería en ese lugar. Por un momento se dedicó a observar las formas del fuego tratando de adivinar su significado. El dios Huehuetéotl, el Fuego Viejo, le mostró sus mejores formas y colores. Las chispas, rojas y amarillas, se mezclaron con las verdes y azules para dibujar en los ojos de Malinalli mapas estelares, que la ubicaron en un lugar fuera del tiempo. Malinalli por un momento se llenó de paz. En este estado, modeló la masa con las palmas de sus manos y elaboró un par de tortillas que puso a cocer en el comal. La primera se la comió lentamente, hasta sentir dentro de su cuerpo la presencia de la abuela y del señor Quetzalcóatl. La otra la dejó quemar por completo y más tarde la molió en el metate hasta que la tortilla sólo fue una fina ceniza que lanzó al aire para dejar constancia de su presencia en ese lugar, para que el viento hablara por ella de su pasado, de su infancia, de su abuela.

Realizada esta íntima y personal ceremonia, Malinalli procedió a empacar sus pertenencias. Metió en un saco de yute los collares que como herencia su abuela le había dejado, unos granos de maíz de su milpa, más unos cuantos granos de cacao; moneda de gran valor, para utilizarlas en caso de una necesidad. Al hacerlo, deseó ser igual de valiosa que un grano de cacao; si así fuera, sería altamente valorada y nadie se atrevería a regalarla así nomás.

En cuanto tuvo listo el equipaje que la habría de acompañar, se dedicó a lavarse, vestirse y peinarse con esmero. Antes de partir, bendijo a la tierra que la había alimentado, al agua, al aire, al fuego y le pidió a los dioses que la acompañaran, que la guiaran, que le dieran su luz

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para conocer su mandato y su voluntad para poder cumplirlos. Pidió su bendición para que todo aquello que ella fuera a hacer o decir de ahí en adelante fuera de provecho para ella, para su pueblo y para la armonía del cosmos. Pidió al sol que le diera el poder de su voz para ser oída por todos y a la lluvia que la ayudara a fecundar todo aquello que sembrara.

Cubrió con tierra las cenizas que quedaban de lo que para ella era su fuego viejo y partió, con sus quince años a cuestas y la compañía de su abuela y Quetzalcóatl en las entrañas.

Aquel día, Cortés se había levantado de madrugada.

No podía dormir. Durante la noche, los pocos ratos en que logró conciliar el sueño fueron interrumpidos por espantosas pesadillas. La más aterradora se derivaba de un sueño que había tenido años atrás, en el cual se había visto rodeado de gentes desconocidas que lo llenaban de atenciones y honores, tratándolo como a un rey. En su momento, ese sueño lo había llenado de felicidad y le había proporcionado la certeza de que él iba a ser alguien importante. Sin embargo, la noche anterior ese sueño se había convertido en pesadilla, los honores en burlas, en intrigas susurrantes, en cuchillos con ojos que se encajaban en su espalda... en muerte. Lo peor de todo era que, al abrir los ojos, el sueño continuaba, el miedo seguía ahí, agazapado en la oscuridad.

La oscuridad no le gustaba, le achaparraba el alma. Durante sus largas travesías marinas siempre buscó en el cielo a la estrella Polar, la estrella de los navegantes, para no sentirse perdido. Cuando el cielo estaba nublado y no podía ver las estrellas, navegar sobre un mar negro lo llenaba de ansiedad.

No entender el idioma de los indígenas era lo mismo que navegar sobre un mar negro. Para él, el maya era igual de misterioso que el lado oscuro de la luna. Sus ininteligibles voces lo hacían sentirse inseguro, vulnerable. Por otro lado, no confiaba del todo en su traductor. No sabía hasta dónde el fraile Jerónimo de Aguilar era fiel a sus palabras o era capaz de traicionarlas.

El fraile le había llegado prácticamente caído del cielo. Sobreviviente de un naufragio años atrás, Jerónimo de Aguilar había sido hecho prisionero por los mayas. En cautiverio, había aprendido la lengua y las costumbres de aquella cultura. Cortés se había sentido muy afortunado cuando se enteró de su existencia y rápidamente lo hizo rescatar. De inmediato, Aguilar le proporcionó a Cortés información importantísima acerca de los mayas y, sobre todo, del imperio mexica, extenso y poderoso.

Aguilar resultó muy útil como intérprete entre Cortés y los indígenas de Yucatán, pero no había mostrado habilidad alguna para la negociación y el convencimiento, ya que, de haberla tenido, las primeras batallas entre españoles e indígenas no habrían sido necesarias. Cortés prefería recurrir al diálogo que a las armas. Peleaba sólo cuando fracasaba en el campo de la diplomacia. Y pronto tuvo que hacerlo.

Cortés había ganado la primera batalla. Su instinto de triunfo había logrado la derrota de los indígenas en Cintla. Desde luego, la presencia de los caballos y la artillería había jugado el papel más importante en esa su primera victoria en suelo extraño. Sin embargo, lejos de encontrarse con ánimo festivo y celebrando, un sentimiento de impotencia se había apoderado de su mente.

Desde pequeño había desarrollado la seguridad en sí mismo por medio de la facilidad que poseía para articular las palabras, entretejerlas, aplicarlas, utilizarlas de la manera más conveniente y convincente. A todo lo largo de su vida, a medida que había ido madurando, comprobaba que no había mejor arma que un buen discurso. Sin embargo, ahora se sentía vulnerable e inútil, desarmado. ¿Cómo podría utilizar su mejor y más efectiva arma ante aquellos indígenas que hablaban otras lenguas?

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Cortés hubiera dado la mitad de su vida con tal de dominar aquellas lenguas del país extraño. En La Española y en Cuba había progresado y ganado puestos de poder gracias a la manera en que decía sus discursos, adornados con latinajos, luciendo sus conocimientos.

Cortés sabía que no le bastarían los caballos, la artillería y los arcabuces para lograr el dominio de aquellas tierras. Estos indígenas eran civilizados, muy diferentes a aquellos de La Española y Cuba. Los cañones y la caballería surtían efecto entre la barbarie, pero dentro de un contexto civilizado lo ideal era lograr alianzas, negociar, prometer, convencer, y todo esto sólo podía lograrse por medio del diálogo, del cual se veía privado desde el principio.

En este nuevo mundo recién descubierto, Cortés sabía que tenía en sus manos la oportunidad de su vida; sin embargo, se sentía maniatado. No podía negociar, necesitaba con urgencia alguna manera de manejar la lengua de los indígenas.

Sabía que de otra forma —a señas, por ejemplo— le sería imposible lograr sus propósitos. Sin el dominio del lenguaje, de poco le servirían sus armas. Pensó que sería lo mismo que querer utilizar un arcabuz como un garrote, en vez de dispararlo. La velocidad de su pensamiento podía crear en fracción de segundos nuevos propósitos y nuevas verdades que le sirvieran para

sostener la vida de acuerdo a su conveniencia. Pero estas ideas y propósitos descansaban en la solidez de su discurso.

También estaba convencido de que la fortuna favorece a los valientes, pero en este caso la valentía —que la tenía de sobra— de poco serviría. Ésta era una empresa construida desde el principio a base de palabras. Las palabras eran los ladrillos y la valentía la argamasa.

Sin palabras, sin lengua, sin discurso no habría empresa, y sin empresa, no había conquista.

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Apropiación: La voz de la colonia

Sor Juana Inés de la Cruz

Redondillas

- III - Arguye de inconsecuencia el gusto y la

censura de los hombres, que en las mujeres

acusan lo que acusan

Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis. Si con ansia sin igual solicitáis su desdén, ¿por qué queréis que obren bien si las incitáis al mal? Combatís su resistencia y luego con gravedad decís que fue liviandad lo que hizo la diligencia. Parecer quiere el denuedo de vuestro parecer loco al niño que pone el coco y luego le tiene miedo. Queréis con presunción necia hallar a la que buscáis, para pretendida, Tais, y en la posesión, Lucrecia. ¿Qué humor puede ser más raro que el que, falto de consejo, él mismo empaña el espejo y siente que no esté claro? Con el favor y el desdén tenéis condición igual, quejándoos, si os tratan mal, burlándoos, si os quieren bien. Opinión ninguna gana, pues la que más se recata, si no os admite, es ingrata, y si os admite, es liviana.

Siempre tan necios andáis que con desigual nivel a una culpáis por cruel y a otra por fácil culpáis. ¿Pues cómo ha de estar templada la que vuestro amor pretende, si la que es ingrata ofende y la que es fácil enfada? Mas entre el enfado y pena que vuestro gusto refiere, bien haya la que no os quiere y queja enhorabuena. Dan vuestras amantes penas a sus libertades alas y después de hacerlas malas las queréis hallar muy buenas. ¿Cuál mayor culpa ha tenido en una pasión errada: la que cae de rogada o el que ruega de caído? ¿O cuál es más de culpar, aunque cualquiera mal haga: la que peca por la paga o el que paga por pecar? ¿Pues para qué os espantáis de la culpa que tenéis? Queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis. Dejad de solicitar y después con más razón acusaréis la afición de la que os fuere a rogar. Bien con muchas armas fundo que lidia vuestra arrogancia, pues en promesa e instancia juntáis diablo, carne y mundo.

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Sonetos

- I -

Procura desmentir los elogios que a un

retrato de la poetisa inscribió la verdad,

que llama pasión

Éste que ves, engaño colorido, que, del arte ostentado los primores, con falsos silogismos de colores es cauteloso engaño del sentido; éste en quien la lisonja ha pretendido excusar de los años los horrores y venciendo del tiempo los rigores triunfar de la vejez y del olvido: es un vano artificio del cuidado; es una flor al viento delicada; es un resguardo inútil para el hado; es una necia diligencia errada; es un afán caduco, y, bien mirado, es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.

- II - Quéjase de la suerte: insinúa su aversión a

los vicios y justifica su divertimiento a las

Musas

¿En perseguirme, mundo, qué interesas? ¿En qué te ofendo, cuando sólo intento poner bellezas en mi entendimiento y no mi entendimiento en las bellezas? Yo no estimo tesoros ni riquezas, y así, siempre me causa más contento poner riquezas en mi entendimiento que no mi entendimiento en las riquezas. Yo no estimo hermosura que vencida es despojo civil de las edades ni riqueza me agrada fementida, teniendo por mejor en mis verdades consumir vanidades de la vida que consumir la vida en vanidades.

- VII - Contiene una fantasía contenta con amar

decente

Detente, sombra de mi bien esquivo imagen del hechizo que más quiero, bella ilusión por quien alegre muero, dulce ficción por quien penosa vivo. Si al imán de tus gracias atractivo sirve mi pecho de obediente acero, ¿para qué me enamoras lisonjero, si has de burlarme luego fugitivo? Mas blasonar no puedes satisfecho de que triunfa de mí tu tiranía; que aunque dejas burlado el lazo estrecho que tu forma fantástica ceñía, poco importa burlar brazos y pecho si te labra prisión mi fantasía.

- XIX - Continúa el asunto y aun le expresa con

más viva elegancia

Feliciano me adora y le aborrezco; Lisardo me aborrece y yo le adoro; por quien no me apetece ingrato, lloro, y al que me llora tierno, no apetezco: a quien más me desdora, el alma ofrezco; a quien me ofrece víctimas, desdoro; desprecio al que enriquece mi decoro y al que le hace desprecios enriquezco; si con mi ofensa al uno reconvengo, me reconviene el otro a mí ofendido y al padecer de todos modos vengo; pues ambos atormentan mi sentido: aquéste con pedir lo que no tengo y aquél con no tener lo que le pido.

En De la Cruz, Sor Juana. Obras escogidas. Espasa Calpe, Madrid. Versión digitalizada de la Biblioteca

Virtual Miguel de Cervantes.

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Encuentro: El gaucho, el hallazgo de la voz propia

Bartolomé Hidalgo: El gaucho patriota

CIELITOS

Que con acompañamiento de guitarra

cantaban los patriotas al frente de las

murallas de Montevideo

Los chanchos de Vigodet ha encerrado en su chiquero, marchan al son de una gaita echando al hombro un fungeiro. Cielito de los gallegos, ¡ay!, cielito del dios Baco, que salgan al campo limpio y verán lo que es tabaco. Vigodet en su corral se encerró con sus gallegos, y temiendo que le pialen se anda haciendo el chancho rengo. Cielo de los mancarrones, ¡ay!, cielo de los potrillos, ya brincarán cuando sientan las espuelas y el lomillo. UN GAUCHO DE LA GUARDIA DEL MONTE

Contesta al Manifiesto de Fernando VII, y

saluda al condede Casa-Flores con el

siguiente cielito en su idioma

Ya que encerré la tropilla y que recogí el rodeo, voy a templar la guitarra para esplicar mi deseo. Cielito, cielo que sí, mi asunto es un poco largo; para algunos será alegre, y para otros será amargo. El otro día un amigo, hombre de letras por cierto, del rey Fernando a nosotros me leyó un gran Manifiesto. Cielito, cielo que sí,

este Rey es medio zonzo y en lugar de D. Fernando debiera llamarse Alonso. Ahora que él ha conocido que tenemos disensiones, haciendo cuerpo de gato, se viene por los rincones. Cielito, cielo que sí, guarde amigo el papelón, y por nuestra Independencia ponga una iluminación. Dice en él que es nuestro padre y que lo reconozcamos, que nos mantendrá en su gracia siempre que nos sometamos. Cielito, digo que sí ya no largamos el mono, no digo a Fernando el sétimo, pero ni tampoco al nono. Después que por todas partes lo sacamos apagando, ahora el Rey con mucho modo de humilde la viene echando. Cielito, cielo que sí, ya se le murió el potrillo, y si no, que se lo digan Osorio, Marcó y Morillo. Quien anda en estos es un conde Casa-Flores, a quien ya mis compatriotas le han escrito mil primores. Cielito, digo que no, siempre escoge D. Fernando para esta clase de asuntos hombres que andan deletreando. El Conde cree que ya es suyo nuestro Río de la Plata:

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¡cómo se conoce, amigo, que no sabe con quién trata! Allá va cielo y más cielo, cielito de Casa-Flores, Dios nos librará de plata pero nunca de pintores. Los que el yugo sacudieron y libertad proclamaron, de un Rey que vive tan lejos lueguito ya se olvidaron. Allá va cielo y más cielo, libertad, muera el tirano, o reconocernos libres, o adiosito y sable en mano. ¿Y qué esperanzas tendremos en un Rey que es tan ingrato que tiene en el corazón uñas lo mismo que el gato? Cielito, cielo que sí, el muchacho es tan clemente que a sus mejores vasallos se los merendó en caliente. En política es el diablo vivo sin comparación, y el reino que le confiaron se lo largó a Napoleón. Cielito, digo que sí, hoy se acostó con corona, y cuando se recordó se halló sin ella en Bayona. Para la guerra es terrible, balas nunca oyó sonar, ni sabe qué es entrevero, ni sangre vio coloriar. Cielito, cielo que sí, cielito de la herradura, para candil semejante mejor es dormir a oscuras. Lo lindo es que al fin nos grita y nos ronca con enojo, si fuese algún guapo... ¡vaya¡ ¡Pero que nos grite un flojo!

Cielito, digo que sí, venga a poner su contienda, y verá si se descuida dónde va a tirar la rienda. Eso que los reyes son imagen del Ser divino, es (con perdón de la gente) el más grande desatino. Cielito, cielo que sí, el evangelio yo escribo, y quien tenga venga le daré recibo. De estas imágenes una fue Nerón que mandó a Roma, y mejor que él es un toro cuando se para en la loma. Cielito, cielo que sí, no se necesitan reyes para gobernar los hombres sino benéficas leyes. Libre y muy libre ha de ser nuestro jefe, y no tirano; éste es el sagrado voto de todo buen ciudadano. Cielito, y otra vez cielo, bajo de esta inteligencia, reconozca, amigo Rey, nuestra augusta Independencia. Mire que grandes trabajos no apagan nuestros ardores, ni hambres, muertes ni miserias, ni aguas, fríos y calores. Cielito, cielo que sí, lo que te digo Fernando, confiesa que somos libres y no andés remolineando. Dos cosas ha de tener el que viva entre nosotros, amargo, y mozo de garras para sentársele a un potro. Y digo cielo y más cielo,

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cielito del espinillo, es circunstancia que sea liberal para el cuchillo. Mejor es andar delgao, ¡dar águila y sin penas, que no llorar para siempre entre pesadas cadenas. Cielito, cielo que sí, guardensé su chocolate, aquí somos puros Indios y sólo tomamos mate. Y si no le agrada, venga con lucida expedición, pero si sale matando no diga que fue traición. Cielito, los Españoles son de laya tan fatal, que si ganan, es milagro, y traición, si sale mal. Lo que el Rey siente es la falta de minas de plata y oro; para pasar este trago cante conmigo este coro. Cielito, digo que no, cielito, digo que sí, reciba, mi D. Fernando, memorias de Potosí. Ya se acabaron los tiempos en que seres racionales, adentro de aquellas minas morían como animales. Cielo, los Reyes de España ¡la p... que eran traviesos) Nos cristianaban al grito y nos robaban los pesos. Y luego nos enseñaban a rezar con grande esmero, por la interesante vida de cualquiera tigre overo. Y digo cielo y más cielo, cielito del cascabel, ¿rezaríamos con gusto

por un tal D. Pedro el Cruel? En fin, cuide amigo Rey de su vacilante trono, y de su tierra, si puede, haga cesar el encono. Cielito, cielo que sí, ya los constitucionales andan por ver si lo meten en algunos pajonales. Y veremos si lo saca la señora Inquisición, a la que no tardan mucho en arrimarle latón. Cielito, cielo que sí, ya he cantado lo que siento, supliendo la voluntá la falta de entendimiento.

DIALOGO PATRIOTICO INTERESANTE Entre jacinto Chano, capataz de una

estancia en las islas del Tordillo, y el

gaucho de la Guardia del Monte

CONTRERAS Con que, amigo, ¿diáonde diablos sale? Meta el redomón, desensille, votoalante.. . ¡Ah pingo que da calor! CHANO De las islas del Tordillo salí en este mancarrón: ¡ pero si es trabuco, Cristo! ¿Cómo está señó Ramón? CONTRERAS Lindamente a su servicio... ¿Y se vino del tirón? CHANO Sí, amigo, estaba de balde, y le dije a Salvador: andá traeme el azulejo, apretamelé el cinchón porque voy a platicar con el paisano Ramón, y ya también salí al tranco,

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y cuando se puso el sol caí al camino y me vine; cuando en esto se asustó el animal, porque el poncho las verijas le tocó... ¡Qué sosegarse este diablo! A bellaquiar se agachó y conmigo a unos zanjones caliente se enderezó. Viendomé medio atrasao puse el corazón en Dios y en la viuda, y me tendí; y tan lindo atropelló este bruto, que las zanjas como quiera las salvó. ¡Eh p... el pingo ligero! ¡Bien haiga quien lo parió! Por fin, después de este lance del todo se sosegó, y hoy lo sobé de mañana antes de salir el sol, de suerte que está el caballo parejo que da temor. CONTRERAS ¡Ah, Chano! ... ¡Pero si es liendro en cualquiera bagualón!... Mientras se calienta el agua y echamos un cimarrón ¿qué novedades se corren? CHANO Novedades... qué sé yo; hay tantas que uno no acierta a qué lao caerá el dos, aunque le esté viendo el lomo Todo el Pago es sabedor que yo siempre por la causa anduve al frío y calor. Cuando la primera Patria, al grito se presentó Chano con todos sus hijos. ¡Ah tiempo aquel, ya pasó! Si jue en la Patria del medio lo mesmo me sucedió, pero, amigo en esta Patria... Alcancemé un cimarrón. CONTRERAS No se corte, déle guasca, siga la conversación, velay mate: todos saben

que Chano, el viejo cantor, aonde quiera que vaya es un hombre de razón, y que una sentencia suya es como de Salomón. CHANO Pues bajo de ese entender empriestemé su atención, y le diré cuanto siente este pobre corazón, que como tórtola amante que a su consorte perdió, y que anda de rama en rama publicando su dolor; ansí yo de rancho en y de tapera en galpón ando triste y sin reposo, cantando con ronca voz de mi Patria los trabajos, de mi destino, el rigor... En diez años que llevamos de nuestra revolución por sacudir las cadenas de Fernando el balandrón: ¿qué ventaja hemos sacado? Las diré con su perdón. Robarnos unos a otros. aumentar la desunión, querer todos gobernar, y de faición en faición andar sin saber que andamos: resultando en conclusión que hasta el nombre de paisano parece de mal sabor, y en su lugar yo no veo sino un eterno rencor y una tropilla de pobres, que metida en un. rincón canta al son de su miseria: ¡no es la miseria mal son! CONTRERAS ¿Y no se sabe en qué diasques este enriedo consistió? ¡La pujanza en los paisanos que son de mala intención! Usté que es hombre escrebido por su madre digaló, que aunque yo compongo Cielos y soy medio, payador, a usté le rindo las armas

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porque sabe más que yo. CHANO Desde el principio, esto ya se equivocó; de todas nuestras Provincias se empezó a hacer distinción. Como si todas no juesen alumbradas por un sol; entraron a desconfiar unas de otras con tesón, y al instante la discordia el palenque nos ganó. Y cuanto nos discuidamos al grito nos revolcó. ¿Por qué naides sobre naides ha de ser más superior? El mérito es quien decide, oiga una comparaición: quiere hacer una voltiada en la estancia del Rincón el amigo Sayavedra: pronto se corre la voz del Pago entre la gauchada, ensillan el mancarrón más razonable que tienen, y afilando el alfajor se vinieron a la oreja cantando versos de amor; llegan, voltean, trabajan; pero amigo, del montón reventó el lazo un novillo y solito se cortó, y atrás de él como langosta el gauchaje se largó... ¡Qué recostarlo, ni en chanza! Cuando en esto lo atajó un muchacho forastero, y a la estancia lo arrimó. Lo llama el dueño de casa, mira su disposición y al instante lo conchaba. Ahura pues, pregunto yo: ¿el no ser de la cuadrilla hubiera sido razón para no premiar al mozo? Pues oiga la aplicación, la lay es una no más, y ella da su proteición a todo el que la respeta. El que la lay agravió que la desagravie al punto:

esto es lo que manda Dios, lo que pide la justicia y que clama la razón; sin preguntar si es porteño el que la ley ofendió, ni si es salteño o puntano, ni si tiene mal color; ella es igual contra el crimen y nunca hace distinción de arroyos ni de lagunas, de rico ni pobretón: para ella es lo mesmo el poncho que casaca y pantalón: pero es platicar de balde, y mientras no vea yo que se castiga el delito sin mirar la condición: digo, que hemos de ser libres cuando hable mi mancarrón. CONTRERAS Es cierto cuanto me ha dicho, y mire que es un dolor ver estas rivalidades, perdiendo el tiempo mejor solo en disputar derechos hasta que ¡no quiera Dios! se aproveche algún cualquiera de todo nuestro sudor. CHANO Todos disputan derechos; pero, amigo, sabe Dios si conocen sus deberes: de aquí nace nuestro error, nuestras desgracias y penas: yo lo digo, sí señor, ¡qué derechos ni que diablos! Primero es la obligación, cada uno cumpla la suya, y después será razón que reclame sus derechos: ansí en la revulución hemos ido reculando, disputando con tesón el empleo y la vedera, el rango y la adulación, y en cuanto a los ocho pesos... ¡El diablo es este Ramón! CONTRERAS Lo que a mí me causa espanto

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es ver que ya se acabó tanto dinero, por Cristo; ¡mire que daba temor tantísima pesería! ¡Yo no sé en qué se gastó! Cuando el general Belgrano (que esté gozando de Dios) entró en Tucumán, mi hermano por fortuna lo topó, y hasta entregar el rosquete ya no lo desamparó. Pero, ¡ah contar de miserias!, de la mesma formación sacaban la soldadesca delgada que era un dolor, con la ropa hecha miñangos y el que comía mejor era algún trigo cocido que por fortuna encontró. Los otros, cuál más cuál menos, sufren el mesmo rigor. Si es algún güen oficial que al fin se inutilizó, da cuatrocientos mil pasos pidiendo por concluisión un socorro: no hay dinero, vuelva... todavía no... Hasta que sus camaradas (que están también de mi flor) le largan una camisa, unos cigarros y adiós. Si es la pobre y triste viuda que a su marido perdió, y que anda en las diligencias de remediar su aflición, lamenta su suerte ingrata en un mísero rincón. De composturas no hablemos: vea lo que me pasó al entrar a la ciudad; estaba el pingo flacón y en el pantano primero lueguito ya se enterró, seguí adelante, ¡ah barriales! Si daba miedo, señor. Anduve por todas partes y vi un grande caserón que llaman de las comedias, que hace que se principió muchos años, y no pasa de un abierto corralón, y dicen los hombres viejos

que allí un caudal se gastó, tal vez al hacer las cuentas alguno se equivocó y por decir cien mil pesos... Velay otro cimarrón. Si es en el Paso del Ciego allí Tacuara perdió la carrera el otro día; y .él por el Paso cortó porque le habían informao que en su gran composición se había gastao un caudal. Conque, amigo, no sé yo por más que estoy cavilando aonde está el borbollón. CHANO Eso es querer saber mucho. Si se hiciera una razón de toda la plata y oro que en Buenos Aires entró desde el día memorable de nuestra revulución, y después de güena fe se hiciera una- relación de los gastos que han hablo, el pescuezo apuesto yo a que sobraba dinero para formar un cordón dende aquí a Guasupicúa, pero en tanto que al rigor del hambre perece el pobre, el soldao de valor, el oficial de servicios, y que la prostitución se acerca a la infeliz viuda que mira con cruel dolor padecer a sus hijuelos; entre tanto, el adulón, el que de nada nos sirve y vive en toda faición, disfruta gran abundancia, y como no le costó nada el andar remediao gasta más pesos que arroz. Y, amigo, de esta manera, en medio del pericón el que tiene es don Julano, y el que perdió se amoló: sin que todos los servicios que a la Patria le emprestó, lo libren de una roncada

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que le largue algún pintor. CONTRERAS Pues yo siempre oí decir que ante la lay era yo igual a todos los hombres. CHANO Mesmamente, así pasó, y en papeletas de molde por todo se publicó; pero hay sus dificultades en cuanto a la ejecución. Roba un gaucho unas espuelas, o quitó algún mancarrón, o del peso de unos medios a algún paisano alivió; lo prienden, me lo enchalecan, y en cuanto se descuidó le limpiaron la caracha, y de malo y saltiador me lo tratan, y a un presidio lo mandan con calzador; aquí la lay cumplió, es cierto, y de esto me alegro yo; quien tal hizo que tal pague. Vamos pues a un Señorón; tiene una casualidá... ya se ve... se remedió .. . Un descuido que a un cualquiera le sucede, si señor, al principio mucha bulla, embargo, causa, prisión, van y vienen, van y vienen, secretos, almiración, ¿qué declara? que es mentira, que él es un hombre de honor, ¿Y la mosca? No se sabe, el Estao la perdió, el preso sale a la calle y se acaba la función. ¿Y esto se llama igualdá?

¡La perra que me parió!.. En fin, dejemos, amigo, tan triste conversación, pues no pierdo la esperanza de ver la reformación. Paisanos de todas las layas, perdonad mi relación: ella es hija de un deseo puro y de güena intención. Valerosos generales de nuestra revulución, gobierno a quien le tributo toda mi veneración; que en todas vuestras aiciones os dé su gracia el Señor, para que enmendéis la plana que tantos años erró; que brille en güestros decretos la justicia y la razón, que el que la hizo la pague, premio al que lo mereció, guerra eterna a la discordia, y entonces sí creo yo que seremos hombres libres y gozaremos el don más precioso de la tierra: Americanos, unión, os lo pide humildemente un gaucho con ronca voz que no espera de la Patria ni premio ni galardón, pues desprecia las riquezas porque no tiene ambición. Y con esto hasta otro día, mande usté, amigo Ramón, a quien desea servirle con la vida y corazón. Esto dijo el viejo Chano y a su Pago se marchó, Ramón se largó al rodeo y el diálogo se acabó.

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Hilario Ascasubi: los gauchipolíticos

La Refalosa

Amenaza de un mashorquero y degollador

de los sitiadores de Montevideo dirigida al

gaucho JACINTO CIELO, gacetero y soldao

de la Legión argentina, defensora de

aquella plaza

Mirá, gaucho salvajón, que no pierdo la esperanza, y no es chanza, de hacerte probar qué cosa es Tin tin y Refalosa. Ahora te diré cómo es: escuchá y no te asustés; que para ustedes es canto más triste que un Viernes Santo. Unitario que agarramos lo estiramos; o paradito no más, por atrás, lo amarran los compañeros por supuesto, mashorqueros, y ligao con un maniador doblao, ya queda codo con codo y desnudito ante todo. ¡Salvajón! Aquí empieza su aflición. Luego después, a los pieses un sobeo en tres dobleces se le atraca, y queda como una estaca lindamente asigurao, y parao lo tenemos clamoriando; y como medio chanciando lo pinchamos, y lo que grita, cantamos la refalosa y tin tin, sin violín. Pero seguimos el son en la vaina del latón, que asentamos. el cuchillo, y le tantiamos con las uñas el cogote. ¡Brinca el salvaje vilote

que da risa! Cuando algunos en camisa se empiezan a revolcar, y a llorar, que es lo que más nos divierte; de igual suerte que al Presidente le agrada, y larga la carcajada de alegría, al oír la musiquería y la broma que le damos al salvaje que amarramos. Finalmente, cuando creemos conveniente, después que nos divertimos grandemente, decidimos que al salvaje el resuello se le ataje; y a derechas lo agarra uno de las mechas, mientras otro lo sujeta como a potro de las patas, que si se mueve es a gatas. Entre tanto, nos clama por cuanto santo tiene el cielo; pero hay no más por consuelo a su queja: abajito de la oreja, con un puñal bien templao y afilao, que se llama el quita penas, le atravesamos las venas del pescuezo. ¿Y qué se le hace con eso?, larga sangre que es un gusto, y del susto entra a revolver los ojos. ¡Ah, hombres flojos!, hemos visto algunos de estos que se muerden y hacen gestos, y visajes que se pelan los salvajes, largando tamaña lengua; y entre nosotros no es mengua

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el besarlo, para medio contentarlo. ¡Qué jarana!, nos reímos de buena gana y muy mucho, de ver que hasta les da chucho; y entonces lo desatamos y soltamos; ¡y lo sabemos parar para verlo REFALAR en la sangre!, hasta que le da un calambre y se cai a patalear, y a temblar muy fiero, hasta que se estira el salvaje: y, lo que espira, le sacamos una lonja que apreciamos el sobarla, y de manea gastarla. De ahí se le cortan orejas, barba, patilla y cejas; y pelao lo dejamos arrumbao, para que engorde algún chancho, O carancho. Con que ya ves, Salvajón; nadita te ha de pasar después de hacerte gritar: ¡Viva la Federación!

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Lastimosísimo parte oficial, que desde la

Colonia del Sacramento, le dirige el

traidor general Núñez a su Presidente

legal don Manuel Oribe, dándole cuenta

de haber sido derrotado por el valiente

coronel oriental don Venancio Flores en la

Horqueta del Rosario el 18 de julio de

1843, día del aniversario de la

Constitución de aquella República

Al excelentísimo señor Presidente legal de

la República oriental del Uruguay, Brigadier

General don Manuel Oribe y «Alderete».

¡Viva la Federación! ¡Muera el salvaje unitario manco Paz!, ¡y el incendario anarquista Pardejón! En la Horqueta del Rosario; día del Universario de nuestra Costitución, ¡nos han tocado el violón! Mi estimado Presidente; participo a Vuecelencia, que el día de nuestra ausiencia se me acabó el aguardiente, pues se largó mi asistente aonde se hallaba Estibao y lo impuso de contao de toda mi expedición, resultando en conclusión que el diablo se la ha llevao. Yo empecé a juntar potrada, y toros, y algunas yeguas, pero no me daban treguas para remitirle nada; pues toda la Salvajada se alborotó a mi salida, y me han tenido en seguida tan sumamente apretao, que nunca, nunca he pasao

susto más grande en la vida. Hasta que hoy de trasnochada FLORES se me apareció, y a Estibao se reunió para darme una sabliada. Yo aguardé la atropellada; pero como no soy ñato, en cuanto tomé el olfato a pura gente resuelta, ahí no más me les di güelta haciendo ¡fus! como el gato. Crea, señor, que disparo no por cobarde, sino porque claramente yo veo los bueyes con que aro: pues entre su gente es raro el hombre que medio aguante; así fue que en el istante que los salvajes cargaron, mis rosines me llevaron como a bagual por delante. Después de eso, disparamos todos tan en confusión, que soltamos el montón de hacienda que rejuntamos; pero por fin escapamos yo y cuatro hombres, a lo sumo, los demás se hicieron humo, y me queda el sentimiento que han ido a llevar el cuento... ¡a los infiernos!, presumo. Con que ansí, tenga paciencia, mi querido general, y si me he portado mal dispénseme Vuecelencia. Siento no hacer diligencia ahora mesmo por ganao, pero allá con bacalao medio se puede aguantar, porque yo de disparar me siento muy escaldao.

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Esteban Echeverría: la voz del romanticismo rioplatense

EL MATADERO

A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo del 183... Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustine, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.

Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar las mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.

Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando la misericordia del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará malditos.

Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.

Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.

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Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.

Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas.

No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.

Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y 1a penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.

Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes. Alarmóse un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, del Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina; tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población, y por último, bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo, se trajese ganado a los corrales.

En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos!

Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil

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principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.

Sea como fuere; a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.

-Chica, pero gorda -exclamaban-. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador!

Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero, y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin San Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia.

El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga, rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo.

Siguió la matanza y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallaban tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es hacer un croquis de la localidad.

El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce, recoge en tiempo de lluvia, toda la sangraza seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el Oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.

Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca pintura los siguientes letreros rojos: "Viva la Federación", "Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra", "Mueran los salvajes unitarios". Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán que la tal

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heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete al que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en presencia de un gran concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis, su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo.

La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos lo ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.

Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en el medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era, que inter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos.

-Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno.

-Aquél lo escondió en el alzapón -replicaba la negra.

-Che, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo -exclamaba el carnicero.

-¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.

-Son para esa bruja: a la m...

-¡A la bruja! ¡A la bruja! -repitieron los muchachos-: ¡Se lleva la riñonada y el tongorí! - Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.

Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.

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Varios muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraban chillando la matanza. Oíanse a menudo a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.

De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.

Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita.

Un animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armado del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.

El animal prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritánbanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella singular orquesta.

Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.

-Hi de p... en el toro.

-Al diablo los torunos del Azul.

-Malhaya el tropero que nos da gato por liebre.

-Si es novillo.

-¿No está viendo que es toro viejo?

-Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c... si le parece, c...o!

-Ahí los tiene entre las piernas. ¿No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino?

-Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?

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-Es emperrado y arisco como un unitario. -Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron-: ¡Mueran los salvajes unitarios!

-Para el tuerto los h...

-Sí, para el tuerto, que es hombre de c... para pelear con los unitarios.

-El matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!

-¡A Matasiete el matahambre!

-Allá va -gritó una voz ronca, interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz-. ¡Allá va el toro!

-¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio!

Y en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entre ambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Dióle el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.

-Se cortó el lazo -gritaron unos-: ¡allá va el toro!

Pero otros deslumbrados y atónitos guardaron silencio porque todo fue como un relámpago.

Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando:

-¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda!

-¡Enlaza, Siete pelos!

-¡Que te agarra, botija!

-¡Va furioso; no se le pongan delante!

-¡Ataja, ataja, morado!

-¡Déle espuela al mancarrón!

-¡Ya se metió en la calle sola!

-¡Que lo ataje el diablo!

El tropel y vocifería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras sentadas en hilera al borde del zanjón oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.

El toro entretanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales y en cuyo apozado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro

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arremetía al pantano. Azoróse de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas:

-Se amoló el gringo; levántate, gringo -exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro, al toro! cuatro negras achuradoras que se retiraban con su presa se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.

El animal, entretanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.

Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.

Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido en una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua estirándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas.

-¡Desjarreten ese animal! -exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarlo con otros compañeros.

Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó:

-¡Aquí están los huevos! -Y sacando de la barriga del animal y mostrándolos a los espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aún vedada. Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.

En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.

Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó:

-¡Allí viene un unitario! -y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.

-¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.

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-Perro unitario.

-Es un cajetilla.

-Monta en silla como los gringos.

-La mazorca con él

-¡La tijera!

-Es preciso sobarlo.

-Trae pistoleras por pintar.

-Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.

-¿A que no te le animás, Matasiete?

-¿A qué no?

-A que sí.

Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.

Era éste un joven como de veinticinco años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.

-¡Viva Matasiete! -exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.

Atolondrado todavía el joven, fue lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete dando un salto le salió al encuentro y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.

Una tremenda carcajada y un nuevo viva estentóreo volvió a vitorearlo.

¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! siempre en pandillas cayendo como buitres sobre la víctima inerte.

-Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.

-Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.

-Tiene buen pescuezo para el violín.

-Tocale el violín

-Mejor es la resbalosa.

-Probemos, dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.

-No, no lo degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero que se acercaba a caballo.

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-A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!

-¡Viva Matasiete!

-¡Mueran! ¡Vivan! -repitieron en coro los espectadores y atándolo codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.

La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del Matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.

-A ti te toca la resbalosa -gritó uno.

-Encomienda tu alma al diablo.

-Está furioso como toro montaraz.

-Ya le amansará el palo.

-Es preciso sobarlo.

-Por ahora verga y tijera.

-Si no, la vela.

-Mejor será la mazorca.

-Silencio y sentarse -exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven de pie encarando al juez exclamó con voz preñada de indignación.

-Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?

-¡Calma! -dijo sonriendo el juez-; no hay que encolerizarse. Ya lo verás.

El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.

-¿Tiemblas? -le dijo el juez.

-De rabia porque no puedo sofocarte entre mis brazos.

-¿Tendrías fuerza y valor para eso?

-Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.

-A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala.

Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.

-A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua para que se refresque.

-Uno de hiel te haría yo beber, infame.

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Un negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Dióle el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo salpicando el asombrado rostro de los espectadores.

-Este es incorregible.

-Ya lo domaremos.

-Silencio -dijo el juez-, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas. ¿Por qué no traes divisa?

-Porque no quiero.

-¿No sabes que lo manda el Restaurador?

-La librea es para vosotros esclavos, no para los hombres libres.

-A los libres se les hace llevar a la fuerza.

-Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas.

-¿No temes que el tigre te despedace?

-Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las entrañas.

-¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?

-Porque lo llevo en el corazón por la Patria, ¡por la Patria que vosotros habéis asesinado, infames!

-¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?

-Lo dispusísteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame.

-¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.

-Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada dénle verga, bien atado sobre la mesa.

Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.

-Primero degollarme que desnudarme; infame canalla.

Atáronle un pañuelo a la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre.

-Atenlo primero -exclamó el Juez.

-Está rugiendo de rabia -articuló un sayón.

En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando:

-Primero degollarme que desnudarme, infame, canalla.

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Sus fuerzas se habían agotado. Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.

-Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno.

-Tenía un río de sangre en las venas -articuló otro.

-Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio -exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.

Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.

Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.

En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el Matadero.

• Echeverría, Esteban. Obras Completas de D. Esteban Echeverría, Buenos Aires, Carlos Casavalle Editor, 1870-1874

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El escritor argentino y la tradición

Jorge Luis Borges

Quiero formular y justificar algunas proposiciones escépticas sobre el problema del escritor

argentino y la tradición. Mi escepticismo no se refiere a la dificultad o imposibilidad de

resolverlo, sino a la existencia misma del problema. Creo que nos enfrenta un tema retórico,

apto para desarrollos patéticos; más que de una verdadera dificultad mental entiendo que se

trata de una apariencia, de un simulacro, de un seudoproblema.

Antes de examinarlo, quiero considerar los planteos y soluciones más corrientes. Empezaré

por una solución que se ha hecho casi instintiva, que se presenta sin colaboración de

razonamientos; la que afirma que la tradición literaria argentina ya existe en la poesía

gauchesca. Según ella, el léxico, los procedimientos, los temas de la poesía gauchesca deben

ilustrar al escritor contemporáneo, y son un punto de partida y quizá un arquetipo. Es la

solución más común y por eso pienso demorarme en su examen.

Ha sido propuesta por Lugones en El payador; ahí se lee que los argentinos poseemos un

poema clásico, el Martín Fierro, y que ese poema debe ser para nosotros lo que los poemas

homéricos fueron para los griegos. Parece difícil contradecir esta opinión, sin menoscabo del

Martín Fierro. Creo que el Martín Fierro es la obra más perdurable que hemos escrito los

argentinos; y creo con la misma intensidad que no podemos suponer que el Martín Fierro es,

como algunas veces se ha dicho, nuestra Biblia, nuestro libro canónico.

Ricardo Rojas, que también ha recomendado la canonización del Martín Fierro, tiene una

página, en su Historia de la literatura argentina, que parece casi un lugar común y que es una

astucia.

Rojas estudia la poesía de los gauchescos, es decir, la poesía de Hidalgo, Ascasubi, Estanislao

del Campo y José Hernández, y la deriva de la poesía de los payadores, de la espontánea

poesía de los gauchos. Hace notar que el metro de la poesía popular es el octosílabo y que los

autores de la poesía gauchesca manejan ese metro, y acaba por considerar la poesía de los

gauchescos como una continuación o magnificación de la poesía de los payadores.

Sospecho que hay un grave error en esta afirmación; podríamos decir un hábil error, porque se

ve que Rojas, para dar raíz popular a la poseía de los gauchescos, que empieza en Hidalgo y

culmina en Hernández, la presenta como una continuación o derivación de la de los gauchos, y

así, Bartolomé Hidalgo es, no el Homero de esta poesía, como dijo Mitre, sino un eslabón.

Ricardo Rojas hace de Hidalgo un payador; sin embargo, según la misma Historia de la

literatura argentina, este supuesto payador empezó componiendo versos endecasílabos,

metro naturalmente vedado a los payadores, que no percibían su armonía, como no

percibieron la armonía del endecasílabo los lectores españoles cuando Garcilaso lo importó de

Italia.

Entiendo que hay una diferencia fundamental entre la poesía de los gauchos y la poesía

gauchesca. Basta comparar cualquier colección de poesías populares con el Martín Fierro, con

el Paulino Lucero, con el Fausto, para advertir esa diferencia, que está no menos en el léxico

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que en el propósito de los poetas. Los poetas populares del campo y del suburbio versifican

temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del amor, y lo hacen en un léxico

muy general también; en cambio, los poetas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente

popular, que los poetas populares no ensayan. No quiero decir que el idioma de los poetas

populares sea un español correcto, quiero decir que si hay incorrecciones son obra de la

ignorancia. En cambio, en los poetas gauchescos hay una busca de las palabras nativas, una

profusión del color local. La prueba es ésta: un colombiano, un mejicano o un español pueden

comprender inmediatamente las poesías de los payadores, de los gauchos, y en cambio

necesitan un glosario para comprender, siquiera aproximadamente, a Estanislao del Campo o

Ascasubi.

Todo esto puede resumirse así: la poesía gauchesca, que ha producido –me apresuro a

repetirlo- obras admirables, es un género literario tan artificial como cualquier otro. En las

primeras composiciones gauchescas, en las trovas de Bartolomé Hidalgo, ya hay un propósito

de presentarlas en función del gaucho, como dichas por gauchos, para que el lector las lea con

una entonación gauchesca. Nada más lejos de la poesía popular. El pueblo –y esto yo lo he

observado no sólo en los payadores de la campaña, sino en los de las orillas de Buenos Aires-,

cuando versifica, tiene la convicción de ejecutar algo importante, y rehuye instintivamente las

voces populares y busca voces y giros altisonantes. Es probable que ahora la poesía gauchesca

haya influido en los payadores y éstos abunden también en criollismos, pero en el principio no

ocurrió así, y tenemos una prueba (que nadie ha señalado) en el Martín Fierro.

El Martín Fierro está redactado en un español de entonación gauchesca y no nos deja olvidar

durante mucho tiempo que es un gaucho el que canta; abunda en comparaciones tomadas de

la vida pastoril; sin embargo, hay un pasaje famoso en que el autor olvida esta preocupación

de color local y escribe en un español general, y no habla de temas vernáculos, sino de grandes

temas abstractos, del tiempo, del espacio, del mar, de la noche. Me refiero a la payada entre

Martín Fierro y el Moreno, que ocupa el fin de la segunda parte. Es como si el mismo

Hernández hubiera querido indicar la diferencia entre su poesía gauchesca y la genuina poesía

de los gauchos. Cuando esos dos gauchos, Fierro y el Moreno, se ponen a cantar, olvidan toda

afectación gauchesca y abordan temas filosóficos. He podido comprobar lo mismo oyendo a

payadores de las orillas; éstos rehuyen el versificar en orillero o lunfardo y tratan de

expresarse con corrección. Desde luego fracasan, pero su propósito es hacer de la poesía algo

alto; algo distinguido, podríamos decir con una sonrisa.

La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentino y en color

local argentino me parece una equivocación. Si nos preguntan qué libro es más argentino, el

Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que

es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no están el paisaje argentino, la

topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina; sin embargo, hay otras

condiciones argentinas en La urna.

Recuerdo ahora unos versos de La urna que parecen escritos para que no pueda decirse que es

un libro argentino; son los que dicen: “…El sol en los tejados / y en las ventanas brilla.

Ruiseñores / quieren decir que están enamorados”.

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Aquí parece inevitable condenar: “El sol en los tejados y en las ventanas brilla”. Enrique Banchs

escribió estos versos en un suburbio de Buenos Aires, y en los suburbios de Buenos Aires no

hay tejados, sino azoteas; “ruiseñores quieren decir que están enamorados”; el ruiseñor es

menos un pájaro de la realidad que de la literatura, de la tradición griega y germánica. Sin

embargo, yo diría que en el manejo de estas imágenes convencionales, en esos tejados y en

esos ruiseñores anómalos, no estarán desde luego la arquitectura ni la ornitología argentinas,

pero están el pudor argentino, la reticencia argentina; la circunstancia de que Blanchs, al

hablar de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y había

dejado vacío el mundo para él, recurra a imágenes extranjeras y convencionales como los

tejados y los ruiseñores, es significativa: significativa del pudor, de la desconfianza, de las

reticencias argentinas; de la dificultad que tenemos para las confidencias, para la intimidad.

Además, no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los

rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es

nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más

lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiera negado su

derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos y latinos. Creo que

Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le

hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o

Macbeth, de tema escocés. El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que

los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.

He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele

y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y

caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en

el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del

Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma,

y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes;

eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un

turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas

de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser

árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer

en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local.

Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en

libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos

de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como

cuchilleros, milongas, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego,

hará un año, escribí una historia que se llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de

pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de

la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de

Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin

habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente

porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño,

pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.

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Ahora quiero hablar de una obra justamente ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me

refiero a Don Segundo Sombra de Gûiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo

Sombra es el tipo de libro nacional; pero si comparamos Don Segundo Sombra con las obras de

la tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra abunda

en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las

metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la

historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y

que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de Huckleberry Finn de Mark Twain, epopeya del

Misisipi. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al

contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue necesario que

Gûiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de

Kipling que había leído hacía muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de

los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es

menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.

Quiero señalar otra contradicción: los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la

mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas

locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.

Pasemos a otra solución. Se dice que hay una tradición a la que debemos acogernos los

escritores argentinos, y que esa tradición es la literatura española. Este segundo consejo es

desde luego un poco menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos;

muchas objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la historia

argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un

voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta: entre nosotros el placer de

la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un gusto

adquirido; yo muchas veces he prestado, a personas sin versación literaria especial, obras

francesas e inglesas, y estos libros han sido gustados inmediatamente, sin esfuerzo. En cambio,

cuando he propuesto a mis amigos la lectura de libros españoles, he comprobado que estos

libros les eran difícilmente gustables sin un aprendizaje especial; por eso creo que el hecho de

que algunos ilustres escritores argentinos escriban como españoles es menos el testimonio de

una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad argentina.

Llego a una tercera opinión que he leído hace poco sobre los escritores argentinos y la

tradición, y que me ha asombrado mucho. Viene a decir que nosotros, los argentinos, estamos

desvinculados del pasado; que ha habido como una solución de continuidad entre nosotros y

Europa. Según este singular parecer, los argentinos estamos como en los primeros días de la

creación; el hecho de buscar temas y procedimientos europeos es una ilusión, un error;

debemos comprender que estamos esencialmente solos, y no podemos jugar a ser europeos.

Esta opinión me parece infundada. Comprendo que muchos la acepten, porque esta

declaración de nuestra soledad, de nuestra perdición, de nuestro carácter primitivo tiene,

como el existencialismo, los encantos de lo patético. Muchas personas pueden aceptar esta

opinión porque una vez aceptada se sentirán solas, desconsoladas y, de algún modo,

interesantes. Sin embargo, he observado que en nuestro país, precisamente por ser un país

nuevo, hay un gran sentido del tiempo. Todo lo que ha ocurrido en Europa, los dramáticos

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acontecimientos de los últimos años de Europa, han resonado profundamente aquí. El hecho

de que una persona fuera partidaria de los franquistas o de los republicanos durante la guerra

civil española, o fuera partidaria de los nazis o de los aliados, ha determinado en muchos casos

peleas y distanciamientos graves. Esto no ocurriría si estuviéramos desvinculados de Europa.

En lo que se refiere a la historia argentina, creo que todos nosotros la sentimos

profundamente; y es natural que la sintamos, porque está, por la cronología y por la sangre,

muy cerca de nosotros; los nombres, las batallas de las guerras civiles, la guerra de la

independencia, todo está, en el tiempo y en la tradición familiar, muy cerca de nosotros.

¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay

problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo

también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes

de una u otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo

norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si

esta preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no;

dice que sobresalen en la cultura occidental, porque actúan dentro de esa cultura y al mismo

tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial; “por eso –dice- a un judío

siempre le será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo

mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose de los

irlandeses, no tenemos por qué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la

literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos

irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas

que no tenían sangre celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos,

para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general,

estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos

sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias

afortunadas.

Esto no quiere decir que todos los experimentos argentinos sean igualmente felices; creo que

este problema de la tradición y de lo argentino es simplemente una forma contemporánea, y

fugaz del eterno problema del determinismo. Si yo voy a tocar la mesa con una de mis manos,

y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la mano derecha?; y luego la toco con la

mano derecha, los deterministas dirán que yo no podía obrar de otro modo y que toda la

historia anterior del universo me obligaba a tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la

mano izquierda hubiera sido un milagro. Sin embargo, si la hubiera tocado con la mano

izquierda me habrían dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano. Lo

mismo ocurre con los temas y procedimientos literarios. Todo lo que hagamos con felicidad los

escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de igual modo que el hecho de

tratar temas italianos pertenece a la tradición de Inglaterra por obra de Chaucer y de

Shakespeare.

Creo, además, que todas estas discusiones previas sobre propósitos de ejecución literaria

están basadas en el error de suponer que las intenciones y los proyectos importan mucho.

Tomemos el caso de Kipling: Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados

ideales políticos, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo, al fin

de su vida hubo de confesar que la verdadera esencia de la obra de un escritor suele ser

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ignorada por éste; y recordó el caso de Swift que al escribir Los viajes de Gulliver quiso

levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo, un libro para niños. Platón

dijo que los poetas son amanuenses de un dios, que los anima contra su voluntad, contra sus

propósitos, como el imán anima a una serie de anillos de hierro.

Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el

universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser

argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier

modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.

Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística,

seremos argentinos y seremos también, buenos o tolerables escritores.

Colegio Las Cumbres Literatura 4° año Nombre:

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Presentación de Trabajos Prácticos

Los trabajos solicitados durante el año deberán ser presentados con el siguiente formato:

Carátula:

• Título del trabajo

• Nombre(s) del (los) alumno(s)

• Nombre de la materia

• Nombre del profesor

• Curso

• Año lectivo

Cuerpo:

• Times New Roman 11

• Interlineado 1,5

• Espaciado anterior y posterior 6

• SIN faltas de ortografía

• Subtítulos subrayados con el mismo formato que el cuerpo

• Numeración automática en todas las hojas

Bibliografía

• Título de libros: cursiva

• Título de cuentos o poemas: entre comillas

Bibliografía con el siguiente formato:

• Apellido, Nombre; Título. Ciudad, Editorial, año

• Hernández, José; Martín Fierro. Buenos Aires, Emecé, 2006

• Hidalgo, Bartolomé; “Cielito patrótico” en Diálogos y cielitos patrióticos. Buenos Aires, Colihue, 1998

• http://www.folkloretradiciones.com.ar/literatura/Cielitos_dialogos_patrioticos.pdf [Consultado el 6 de marzo de 2013]

Para tener en cuenta en la redacción de ensayos

• Leer la pregunta cuidadosamente y responder a todos los aspectos de ella

• Planear la respuesta antes de empezar a escribir (estructurar la introducción, el desarrollo y la conclusión)

• Escribir de manera prolija y legible

• El ensayo no debe contar el argumento de la obra, sino explicar los aspectos preguntados

• Las citas deberán ser cortas y relevantes para la argumentación