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El monstruo apareció justo despuésde la medianoche. Pero no era elque Conor había estado esperando,el de la pesadilla que ha estadosoñando todas las noches desdeque su madre comenzó con eltratamiento. El de la oscuridad y elviento y el grito… Ese monstruo deljardín es diferente. Antiguo, salvaje.Y quiere de Conor algo terrible ypeligroso. Quiere la verdad.

Esta edición incluye las ilustracionesrealizadas por Jim Kay para laedición ilustrada de este libro.

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Patrick Ness

Un monstruoviene a verme(Ed. Ilustrada)

A partir de una idea original deSiobhan Dowd

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ePub r1.0OZN 19.07.14

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Título original: A monster callsPatrick Ness, 2011Traducción: Carlos Jiménez ArribasIlustrador: Jim KayRetoque de cubierta: OZN

Editor digital: OZNePub base r1.1

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Nota de los autores

No llegué a conocer en persona aSiobhan Dowd. Solo la conozco como laconoceréis la mayoría de vosotros: através de sus extraordinarios libros.Cuatro novelas para jóvenes llenas defuerza, dos de ellas publicadas en vida,dos después de su temprana muerte. Sino las habéis leído, poned remedio a esedescuido inmediatamente.

Este habría sido su quinto libro.Tenía los personajes, una premisa y uninicio. Lo que no tenía,desgraciadamente, era tiempo.

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Cuando me preguntaron si estaríadispuesto a convertir su trabajo en unlibro, dudé. Lo que no quería —lo queno podía hacer— era escribir unanovela imitando su voz. Eso habría sidohacerle un flaco favor a ella, al lector, ysobre todo a la historia. No creo que labuena escritura pueda funcionar así.

Pero lo que tienen las buenas ideases que generan otras ideas. Casi antes deque pudiera evitarlo, las ideas deSiobhan me sugirieron otras nuevas, yempecé a sentir ese deseo que todoescritor ansía: el deseo de juntarpalabras, el deseo de contar unahistoria.

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Sentí —y siento— que me habíancedido un testigo, como si una escritoraespecialmente dotada me hubiera dadosu historia y me hubiera dicho:«Adelante. Corre con ella. Métete enlíos». Y eso fue lo que intenté hacer. Alo largo del camino tuve una únicadirectriz: escribir un libro que a miparecer a Siobhan le habría gustado.Ningún otro criterio importabarealmente.

Y ahora ha llegado el momento depasarte el testigo. Las historias noterminan con los escritores, aun cuandosean muchos los que tomen la salida.Aquí tienes lo que se nos ocurrió a

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Siobhan y a mí. Así que, adelante. Correcon ello.

Métete en líos.PATRICK NESS

Londres, febrero de 2011

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Un monstruo viene averme

El monstruo apareció pasadas las docede la noche. Como hacen todos losmonstruos.

Conor estaba despierto cuando elmonstruo llegó.

Acababa de tener una pesadilla.Bueno, una pesadilla no. La pesadilla.La que tenía tantas veces últimamente.La de la oscuridad y el viento y losgritos. La pesadilla en la que unasmanos se escapaban de las suyas pormuy fuerte que las sujetara. La que

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acababa siempre con…«Vete», susurraba Conor a la

oscuridad de la habitación en el intentode que la pesadilla retrocediera, de queno lo siguiera al mundo del despertar.«Vete de una vez».

Miró el reloj que su madre habíacolocado en la mesilla. Las 00.07. Muytarde si al día siguiente había quelevantarse para ir al colegio, tarde sobretodo para un domingo por la noche.

No le había contado a nadie lo de lapesadilla. A su madre, por razonesobvias, pero tampoco a su padre cuandohablaban por teléfono cada dos semanas(más o menos) y, por supuesto, tampoco

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a su abuela, ni a nadie del instituto. Esopor descontado.

Lo que sucedía en la pesadilla notenía por qué saberlo nadie.

Conor miró adormilado suhabitación y frunció el ceño. Algo se leestaba escapando. Se sentó en la cama,un poco más despierto. La pesadilla loiba soltando, pero había algo que nopodía precisar, algo diferente, algo…

Aguzó el oído intentandodesentrañar el silencio, pero solo oyólos ruidos de la casa en calma; de vez encuando el crujido de algún mueble en eldesierto piso de abajo, o el roce de lasmantas en la habitación de al lado,

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donde su madre dormía.Nada.Y luego algo. Aquello que lo había

despertado.Alguien decía su nombre.Conor.

Sintió una oleada de pánico, se leencogieron las tripas. ¿Lo habíaseguido? ¿Había conseguido salir de lapesadilla y…? «No seas idiota —sedijo—. Eres mayor para creer enmonstruos».

Y lo era. Había cumplido los treceel mes anterior. Los monstruos eran cosa

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de bebés. Los monstruos eran cosa deniños que se hacían pis en la cama. Losmonstruos eran…

Conor.Allí estaba otra vez. Conor tragó

saliva. Era un octubre inusitadamentecálido y la ventana estaba abierta. Talvez el roce de las cortinas movidas porla brisa sonara igual que…

Conor.Vale, no era el viento. Era una voz,

pero no una voz conocida. No era la desu madre, eso seguro. No era para nadauna voz de mujer, y por un instante sepreguntó si su padre no habría hecho unviaje sorpresa desde Estados Unidos y

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habría llegado demasiado tarde parallamar por teléfono y…

Conor.No. Su padre no. Esa voz tenía un

sonido muy peculiar, un sonidomonstruoso, salvaje e indómito.

Entonces oyó fuera un crujido, comosi un ser gigantesco caminara por unsuelo de madera.

No quería levantarse a mirar. Y, a lavez, una parte de él lo deseaba más quenada en el mundo.

Se zafó de las mantas, se levantó dela cama y fue hasta la ventana. A lapálida luz de la luna vio claramente latorre de la iglesia en la pequeña colina

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que había detrás de la casa, allí dondelas vías del tren trazaban una curva, doslíneas metálicas que lanzaban un pálidoresplandor en mitad de la noche. La lunatambién brillaba sobre el cementerioadosado a la iglesia, lleno de lápidasque apenas se podían leer.

Conor vio también el enorme tejoque crecía en el centro del cementerio,un árbol tan viejo que parecía hecho dela misma piedra que la iglesia. Sabíaque era un tejo porque se lo había dichosu madre; primero de pequeño, para queno se comiera las bayas, que eranvenenosas; y luego otra vez el añoanterior, cuando ella miró por la ventana

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de la cocina con una expresión rara y ledijo: «Sabes que eso es un tejo,¿verdad?».

Y entonces oyó de nuevo su nombre.Conor.Como si se lo dijeran muy bajito a

los dos oídos a la vez.—¿Qué? —dijo Conor, con el

corazón dándole saltos en el pecho,impaciente de pronto por ver quésucedía.

Una nube ocultó la luna, dejó elpaisaje en tinieblas, y se oyó el susurrodel viento que descendía a todavelocidad por la colina, se metía en sucuarto y mecía las cortinas. Sonó otra

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vez el crujido seco de la madera, comoel gemido de un ser vivo, como elestómago hambriento del mundopidiendo a gritos su comida.

Entonces pasó la nube, y volvió abrillar la luna.

Sobre el tejo.Que ahora estaba plantado en medio

de su jardín.Y ahí estaba el monstruo.Mientras Conor lo miraba, las ramas

más altas del árbol se juntaron hastatomar la forma de una cara enorme yterrorífica, con un destello del quesurgió una boca, una nariz y hasta unosojos que lo miraban fijamente. Otras

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ramas se enredaron unas con otras, sinparar de crujir, sin parar de gemir hastaformar dos largos brazos y una segundapierna apoyada junto al tronco principal.El resto del árbol fue uniéndose en tornoa una espina dorsal, después en un torso,y las hojas, finas como agujas, trenzaronuna piel peluda y verde que se movía yrespiraba como si debajo hubieramúsculos y pulmones.

Más alto ya que la ventana, elmonstruo crecía a lo ancho e iba dandoforma a una figura imponente, la figurade algo que parecía fuerte, que parecíapoderoso. Miraba fijamente a Conor,que oía el rugido huracanado de la

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respiración que salía por su boca. Elmonstruo apoyó las gigantescas manos aambos lados de la ventana, agachó lacabeza hasta que sus enormes ojosocuparon todo el marco, y clavó enConor una mirada fulminante. La casagimió quedamente bajo el peso delmonstruo.

Y entonces el monstruo habló.

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—Conor O’Malley —dijo, y unaráfaga enorme de aquella cálidarespiración que olía a hojasdescompuestas entró por la ventana deConor echándole el pelo hacia atrás.

La voz del monstruo retumbaba,sonaba alta y baja a la vez, con unavibración tan honda que Conor la sentíadentro del pecho.

—Vengo a por ti, Conor O’Malley.—El monstruo se apretó contra la casa ycayeron cuadros, libros, aparatoselectrónicos y un viejo rinoceronte depeluche.

«Un monstruo», pensó Conor. Unmonstruo tan real como la vida misma.

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En la vida real, despierto. No en unsueño, sino allí, en su ventana.

Que venía a por él.Pero no salió corriendo.De hecho, ni siquiera estaba

asustado.Lo que sentía, lo que había sentido

desde que apareció el monstruo, era unadesilusión cada vez mayor.

No era el monstruo que él esperaba.—Pues vale, ven a por mí.

Hubo un extraño silencio.—¿Qué has dicho? —preguntó el

monstruo.

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Conor se cruzó de brazos.—He dicho que vale, que vengas a

por mí.El monstruo se quedó parado unos

instantes, luego soltó un bramido yempezó a darle puñetazos a la casa. Eltejado se combó y aparecieron grandesgrietas en las paredes. El aire resonabacon los bramidos enfurecidos delmonstruo.

—Grita todo lo que quieras —dijoConor encogiéndose de hombros—, hevisto cosas peores.

El monstruo rugió todavía con másfuerza y metió el brazo por la ventana,destrozando los cristales, el marco de

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madera y los ladrillos. Una rama enormey nudosa agarró a Conor por la cintura,lo sacó de su habitación y lo sostuvocontra el cerco de la luna; apretaba contal fuerza que casi no podía respirar.Conor vio los dientes aserrados demadera dura y rugosa en la boca delmonstruo, y sintió que un aliento cálidollegaba hasta él.

—No tienes miedo, ¿eh?—No —dijo Conor—. Por lo

menos, no de ti.El monstruo entrecerró los ojos.—Ya lo tendrás —dijo—. Antes del

final.Y lo último que recordó Conor fue el

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rugido del monstruo cuando abrió laboca para comérselo vivo.

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El desayuno

—¿Mamá? —dijo Conor entrando en lacocina.

Sabía que no estaría allí, no se oía elagua hirviendo en la tetera, y eso era loprimero que hacía su madre, peroúltimamente Conor la llamaba cuandoentraba en cualquier habitación de lacasa. Tal vez se había quedado dormidaen algún sitio sin pretenderlo, y él noquería asustarla.

Pero su madre no estaba en lacocina. Posiblemente seguía en la cama.Lo que implicaba que Conor tendría que

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prepararse el desayuno, algo a lo que sehabía acostumbrado últimamente. Bien.Mejor que bien, de hecho, sobre todoesa mañana.

Abrió el cubo de la basura y metióbien la bolsa de plástico que llevaba yla cubrió con más basura.

—Ya está —dijo hablando connadie, y respiró hondo unos instantes.Luego asintió con la cabeza y dijo—: Eldesayuno.

El pan en la tostadora, los cerealesen un bol, el zumo en un vaso, y yasentado a la pequeña mesa de la cocina.Su madre se compraba el pan y loscereales en un herbolario del centro, y

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Conor, afortunadamente, no tenía quecompartirlos con ella. Eran de un sabortan triste como el aspecto que tenían.

Miró el reloj. Quedaban veinticincominutos. Ya llevaba puesto el uniformedel colegio, la mochila con todo lonecesario para el día lo esperaba junto ala puerta. Se lo había preparado todo élsolo.

Se había sentado de espaldas a laventana de la cocina, la que estabaencima del fregadero, con vistas alpequeño jardín de la parte de atrás de lacasa, a las vías del tren y, más arriba, ala iglesia con su cementerio.

Y su tejo.

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Conor tomó otra cucharada decereales. El sonido que hacía almasticar era lo único que se oía en lacasa.

Había sido un sueño. ¿Qué otra cosapodía haber sido?

Esa mañana al abrir los ojos, loprimero que hizo fue mirar la ventana.Todavía seguía allí, por supuesto, sindaño alguno, sin ningún boquete. Puesclaro que seguía allí. Solo un bebépensaría que había sucedido de verdad.Solo un bebé creería que un árbol, ¡enserio, un árbol!, había bajado andando

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desde la colina y había atacado la casa.Después de un poco, por lo absurdo

que era, se había levantado de la cama.Y había sentido un crujido bajo los

pies.Todo el suelo de su habitación

estaba cubierto de hojas de tejo, cortas ypicudas.

Se llevó a la boca otra cucharada decereales sin mirar bajo ningún conceptoel cubo de la basura, donde habíametido la bolsa de plástico llena dehojas que había barrido esa mañananada más levantarse.

Había sido una noche ventosa.Estaba claro que se habían metido con el

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viento por la ventana abierta.Estaba claro.Se acabó los cereales y las tostadas,

se bebió lo que quedaba del zumo, luegoenjuagó los platos y los metió en ellavavajillas. Todavía le quedaban veinteminutos. Decidió sacar la basura, asícorría menos riesgos, y llevó la bolsa alcontenedor con ruedas que había frente ala casa. Como le pillaba de paso,recogió lo que había para reciclar y losacó también. Luego puso una lavadoracon las sábanas que había tendido en lacuerda cuando volvió del colegio.

Entró otra vez en la cocina y miró elreloj.

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Todavía quedaban diez minutos.Seguía sin haber señales de…—¿Conor? —oyó que decían en el

piso de arriba.Soltó todo el aire que, sin darse

cuenta, había retenido en los pulmones.

—¿Ya has desayunado? —lepreguntó su madre, apoyada contra elquicio de la puerta de la cocina.

—Sí, mamá —dijo Conor, mochilaen mano.

—¿De verdad?—Que sí, mamá.Ella lo miró no muy convencida.

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Conor entornó los ojos.—Tostadas y cereales y zumo —dijo

—. He metido los platos en ellavavajillas.

—Y has sacado la basura —dijo sumadre en voz baja al ver lo ordenadaque había dejado la cocina.

—También he puesto una lavadora—dijo Conor.

—Eres un buen chico —dijo ella y,aunque le sonreía, había tristeza en suvoz—. Siento no haberme levantado.

—No pasa nada.—Es que este nuevo ciclo de…—No pasa nada —dijo Conor.Su madre se quedó callada, pero le

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seguía sonriendo. Todavía no se habíaatado el pañuelo, y el cráneo peladoparecía demasiado blando, demasiadofrágil con la luz de la mañana, como elde un bebé. A Conor le dolía elestómago solo de verlo.

—¿Fuiste tú el que hizo ruidoanoche? —preguntó su madre.

Conor se quedó helado.—¿Cuándo?—Tuvo que ser poco después de

medianoche —dijo ella, arrastrando lospies al ir a encender la tetera—. Penséque estaba soñando pero juraría que oítu voz.

—Seguramente hablaba en sueños.

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—Seguramente —dijo su madre conun bostezo. Tomó una taza de la repisaque había al lado de la nevera—. Se meolvidó decirte que tu abuela vienemañana —añadió susurrando.

—Jo, mamá. —Conor hundió loshombros.

—Ya lo sé, pero así no tendrás quehacerte el desayuno cada mañana.

—¿Cada mañana? ¿Cuánto tiempo seva a quedar?

—Conor…—No la necesitamos…—Sabes cómo me pongo con el

tratamiento.—Hasta ahora estábamos bien…

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—¡Conor! —zanjó su madre, con untono tan duro que los dos sesorprendieron. Tras un largo silencio,ella volvió a sonreír; parecía muy, muycansada—. Intentaré que sea el menortiempo posible, ¿vale? Sé que no tegusta dejarle tu cuarto, y lo siento. No lehabría pedido que viniera si no hicierafalta, ¿de acuerdo?

Conor tendría que dormir en el sofá.Sin embargo, ese no era el problema. Nole gustaba cómo le hablaba su abuela,igual que si fuera un empleado suyo queestuviera a prueba. Una prueba que porsupuesto no superaría. Además, sumadre y él siempre se las habían

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apañado los dos solos: por muy mal quese sintiera su madre con el tratamiento,era el precio que pagaba para ponersebuena…

—Solo serán un par de noches —dijo su madre, como si le hubiera leídoel pensamiento—. No te preocupes,¿vale?

Conor pellizcó la cremallera de lamochila e intentó pensar en otras cosas.Y entonces se acordó de la bolsa llenade hojas que había metido en el cubo dela basura. Quizá que su abuela ocuparasu cuarto no era lo peor que podía pasar.

—Esa es la sonrisa que a mí megusta —dijo su madre; cogió la tetera

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cuando el agua estuvo caliente y dijocon una mueca fingida de horror—: Meva a traer sus pelucas viejas, ¿te lopuedes creer? —Se pasó la otra manopor la cabeza pelada—. Voy a parecer elzombi de Margaret Thatcher.

—Se me hace tarde —dijo Conormirando el reloj.

—Vale, cariño —dijo ella, y fuetambaleándose hasta donde él estabapara besarlo en la frente—. Eres muybueno —dijo de nuevo—. Ojalá notuvieras que ser tan bueno.

Cuando Conor se disponía a salir,vio que su madre se llevaba la taza de téhacia la ventana de la cocina que

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quedaba encima del fregadero y, al abrirla puerta de la calle, oyó que decía «Ahíestá ese viejo tejo», como si estuvierahablando sola.

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El colegio

Cuando se levantó, notó el sabor de lasangre. Se había mordido el labio pordentro al golpearse contra el suelo, yuna vez de pie se concentró en ese saborextraño y metálico que te daba ganas deescupir nada más sentirlo, como sihubieras comido algo que no era comidani nada que se le pareciera.

Pero en vez de escupirlo se lo tragó.A Harry y a sus compinches les habríaencantado saber que Conor estabasangrando. Podía oír a Anton y a Sullyriéndose detrás de él, y sabía

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exactamente la expresión que Harrytendría en la cara aunque no pudieravérsela. Hasta podía adivinar lo que ibaa decir a continuación con su voztranquila y divertida, como imitando lade esos adultos que es mejor noencontrarse nunca por la calle.

—Ten cuidado con esos escalones—dijo Harry—, no te vayas a caer.

Justo, eso mismo.

No siempre había sido así.Harry era el Rubito de Oro, el

mimado de los profesores curso trascurso en el colegio. El primero en

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levantar la mano, el jugador más rápidoen el campo de fútbol, pero aparte deeso, era un niño más en la clase deConor. No habían llegado a ser lo que sedice amigos (Harry en realidad no teníaamigos, solo seguidores; Anton y Sullyse limitaban a estar siempre detrás de ély a reírle todas las gracias), perotampoco habían sido enemigos. Si lehubieran dicho que Harry sabía cómo sellamaba no se lo habría creído.

Pero en el último año algo habíacambiado. Harry empezó a fijarse enConor, lo buscaba con la mirada, loobservaba con divertida indiferencia.

Este cambio no se produjo cuando

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empezó todo con la madre de Conor. No,llegó más tarde, cuando empezó a tenerla pesadilla, la pesadilla de verdad, noel tonto del árbol, la pesadilla de losgritos y la caída, la pesadilla que nuncale contaría a ningún bicho viviente.Cuando Conor empezó a tener esapesadilla, Harry se fijó en él, como si lehubieran puesto una señal secreta quesolo él pudiera ver.

Una señal que atraía a Harry igualque un imán atrae el hierro.

El primer día del nuevo curso, Harryle puso la zancadilla en el patio delcolegio, y él se cayó al suelo.

Así había empezado.

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Y así había seguido.

Conor continuó dándoles la espaldamientras Anton y Sully se reían. Se pasóla lengua por dentro del labio para versi el corte era muy profundo. Nadaserio. Saldría vivo de esa si conseguíallegar a su clase sin que pasara nadamás.

Pero entonces pasó algo más.—¡Dejadlo en paz! —oyó Conor, y

se estremeció al oírlo.Se dio la vuelta y vio la cara

enfurecida de Lily Andrews a escasoscentímetros de la de Harry, lo que solo

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consiguió que Anton y Sully se rierantodavía más fuerte.

—Tu caniche ha venido a salvarte—dijo Anton.

—Solo intento que sea una luchajusta —dijo Lily enfurruñada; por muchoque se recogiera el pelo, los rizos lequedaban tan tiesos como los de uncaniche.

—Estás sangrando, O’Malley —dijoHarry tranquilamente, sin hacer caso deLily.

Conor se llevó la mano a la bocademasiado tarde para retener un poco desangre que le salía por las comisuras.

—¡Su madre la calva tendrá que

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darle un besito ahí para que se le cure!—dijo Sully con un cacareo.

A Conor se le contrajo el estómagocomo si tuviera dentro una bola defuego, un sol en miniatura que lequemara las entrañas, pero antes de quetuviera tiempo de reaccionar, Lily se leadelantó. Con un grito de indignaciónempujó contra el seto a un sorprendidoSully, que perdió el equilibrio y cayó alsuelo.

—¡Lillian Andrews! —La vozfatídica venía del patio.

Se quedaron quietos. Hasta Sully,que intentaba levantarse. La señoritaKwan, su tutora, se acercaba hecha un

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basilisco, con el ceño más fruncido ytemible que le habían visto nuncagrabado como una cicatriz en la cara.

—Han empezado ellos, seño —dijoLily ya a la defensiva.

—No me cuentes historias —repusola señorita Kwan—. ¿Estás bien,Sullivan?

Sully le echó una mirada a Lily,luego puso cara de dolor.

—No sé, seño. A lo mejor tengo queirme a casa.

—No te pases de listo —dijo laseñorita Kwan—. Lillian, a mi despachoahora mismo.

—Pero, señorita, se estaban…

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—Ahora mismo, Lillian.—¡Se estaban riendo de la madre de

Conor!Se quedaron todos petrificados; el

sol ardiente que Conor tenía en elestómago subió de temperatura, a puntode devorarlo vivo (y le vino a la menteun recuerdo repentino de la pesadilla,del rugido del viento, de la oscuridadque ardía). Se lo quitó de la cabeza.

—¿Es verdad eso, Conor? —preguntó la señorita Kwan con una caratan seria como un sermón.

La sangre que Conor tenía en lalengua le daba arcadas. Miró a Harry y asus compinches. Anton y Sully parecían

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preocupados, pero Harry lo mirabasereno, sin inmutarse, como si sintieraverdadera curiosidad por oír lo queConor iba a decir.

—No, señorita, no es verdad —dijoConor tragándose la sangre—. Me caí.Ellos estaban ayudándome a levantarme.

A Lily le cambió la cara en el acto,llena de sorpresa y dolor. Se le quedó laboca abierta, pero no emitió ningúnsonido.

—Todos a vuestras clases —dijo laseñorita Kwan—. Todos menos tú,Lillian.

Lily seguía mirando a Conormientras la señorita Kwan se la llevaba

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del brazo, pero Conor apartó la mirada.Y se topó con la de Harry, que le

tendía la mochila.—Bien hecho —dijo Harry.Conor agarró la mochila con un

gesto brusco y entró en clase.

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Escribir la vida

«Historias», pensó Conor con unescalofrío mientras caminaba hacia sucasa.

El colegio había acabado y él habíaconseguido escaparse. Había evitado aHarry y a los otros durante el resto deldía, aunque posiblemente no habíanquerido provocarle otro «accidente» tanpoco tiempo después de que casi lospillara la señorita Kwan. También habíaevitado a Lily, quien volvió a clase conlos ojos rojos e hinchados y cara deenfadada. Cuando sonó el timbre del

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final de las clases, Conor saliócorriendo; sentía que se le caía de loshombros el peso del colegio y de Harryy de Lily con cada calle que lo alejabade allí.

«Historias», pensó otra vez.«Vuestras historias —había dicho laseñorita Marl—. No penséis que nohabéis vivido lo bastante como para notener una historia que contar».

«Escribir la vida», lo había llamado;un trabajo sobre ellos mismos. Su árbolgenealógico, dónde habían vivido, losviajes en vacaciones y los recuerdosfelices.

Cosas importantes que hubieran

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pasado.Conor se cambió la mochila de

hombro. Se le ocurrían un par de cosasimportantes que habían pasado. Nadaque quisiera escribir, sin embargo.Cuando se fue su padre. Cuando el gatosalió un día de casa para no regresarnunca más.

La tarde que su madre le dijo quedebían tener «una pequeña charla».Arrugó el gesto y siguió caminando.

Pero también se acordaba del díaanterior a ese. Su madre lo llevó a surestaurante indio favorito y le dejó pedirtodo el vindaloo que quiso. Luego ellase echó a reír y dijo: «¿Y por qué no,

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maldita sea?», y pidió más de lo mismopara ella. Empezaron a tirarse pedos yaantes de llegar al coche. Y de camino acasa, apenas si podían hablar de tantoreírse y tirarse pedos.

Conor sonrió. Porque aquello no fueun simple regreso a casa. Fue un viajesorpresa al cine, en un día de colegio,para ver una película que Conor yahabía visto cuatro veces pero que sabíaque su madre no soportaba. Y sinembargo allí estaban los dos, viéndolaotra vez hasta el final, riéndose todavíaellos solos, comiendo palomitas ybebiendo Coca-Cola.

Conor no era tonto. Cuando tuvieron

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la «pequeña charla» al día siguiente,supo lo que su madre había hecho y porqué lo había hecho. Sin embargo, eso nole restaba nada a lo bien que se lohabían pasado la noche anterior. A lomucho que se habían reído. Al hecho deque todo les había parecido posible. Atodo lo bueno que podría perfectamentehaberles sucedido allí mismo y en aquelmismo instante y a lo poco que eso leshabría sorprendido.

Pero tampoco pensaba escribirsobre eso.

—¡Oye! —Una voz que lo llamabapor detrás le hizo soltar un gruñido—.¡Oye, Conor, espera!

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Lily.

—¡Oye! —Lo alcanzó y se plantódelante de él para que tuviera quepararse si no quería arrollarla. Lilyjadeaba, pero se le veía en la cara queseguía furiosa—. ¿Por qué me has hechoeso?

—Déjame en paz. —Conor se abriócamino de un empujón.

—¿Por qué no le contaste a laseñorita Kwan lo que había pasado deverdad? —insistió Lily, siguiéndolo—.¿Por qué dejaste que me metiera enproblemas?

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—¿Por qué te metiste si no eraasunto tuyo?

—Intentaba ayudarte.—No necesito tu ayuda. Me las

estaba arreglando solo.—¡No es cierto! —dijo Lily—. Te

habías hecho sangre.—¡No es asunto tuyo! —Conor

siguió caminando.—Estoy castigada toda la semana —

se quejó Lily—. Y van a mandar unanota a mis padres.

—No es mi problema.—Pero tú tienes la culpa.Conor se paró de pronto y se volvió

hacia ella. Tenía tal expresión de enfado

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que la chica se echó para atrás,sorprendida, casi como si tuviera miedo.

—La culpa es tuya —dijo—. Tuya ysolo tuya.

Conor salió disparado calle abajo.—¡Antes éramos amigos! —gritó

Lily detrás de él.—Antes —dijo Conor sin darse la

vuelta.

Conocía a Lily de toda la vida. O desdeque tenía memoria, lo cual venía a ser lomismo.

Sus madres ya eran amigas antes deque ellos nacieran, y Lily era como una

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hermana que vivía en otra casa, sobretodo cuando una madre o la otra hacíande canguro. Pero habían sido soloamigos, nada de ese rollo romántico conel que a veces se burlaban de ellos en elcolegio. En cierto sentido, a Conor lecostaba mirar a Lily como a una chica, opor lo menos como a las otras chicas delcolegio. ¿Cómo iba a mirarla así si losdos habían hecho de ovejitas en elmismo belén cuando tenían cinco años?¿Si sabía que no paraba de meterse eldedo en la nariz? ¿Si ella sabía hastacuándo tuvo la luz de la habitaciónencendida después de que su padre sefuera de casa? Solo había sido una

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amistad, algo de lo más normal.Pero entonces sucedió lo de la

«pequeña charla» con su madre, y lo quepasó después fue muy sencillo y muyrepentino.

No lo sabía nadie.Luego lo supo la madre de Lily,

como era natural.Luego lo supo Lily.Y luego lo supo todo el mundo. Todo

el mundo. Lo cual cambió las cosas dela noche a la mañana.

Y Conor jamás se lo perdonaría.

Una calle más y luego otra y allí estaba

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su casa, pequeña pero sin vecinos a loslados. Era lo único en lo que su madrehabía insistido cuando el divorcio, enque la casa era de ellos dos, libre decargas, y que no tendrían que mudarsecuando su padre se fuera a EstadosUnidos con Stephanie, la que era ahorasu mujer. Eso fue hace seis años, tantotiempo que Conor ya no se acordaba delo que era tener a un padre en casa.

Lo que no quería decir que nopensara en ello.

Miró la colina detrás de la casa, elcampanario de la iglesia se recortabacontra el cielo nublado. Y el tejo secernía sobre el cementerio como un

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gigante dormido. Conor se obligó aseguir mirándolo, convenciéndose deque solo era un árbol, un árbol comootro cualquiera de los que jalonaban lasvías del tren. Un árbol. No era más queeso. Siempre había sido eso. Un árbol.

Un árbol que, mientras Conor lomiraba, levantó su cara gigantesca y lomiró a plena luz del sol, con los brazosextendidos y la voz que decía: Conor…

Conor dio un salto y casi se cayó dela acera; tuvo que agarrarse al capó deun coche que estaba aparcado.

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Tres historias

Aquella noche estaba en la cama,completamente despierto, mirando elreloj en la mesilla.

Había sido la tarde más lenta queuno pudiera imaginar. Preparar unalasaña que había descongelado dejó tanagotada a su madre que se durmió a loscinco minutos de que empezara EastEnders. Conor odiaba esa serie, pero sela grabó, luego le echó un edredón porencima y se fue a lavar los platos.

El móvil de su madre había sonadouna vez sin despertarla. Conor vio que

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era la madre de Lily quien llamaba ydejó que saltara el buzón de voz. Hizolos deberes en la mesa de la cocina,pero no hizo la redacción de «Escribirla vida» que había mandado la señoritaMarl. Luego estuvo jugando en interneten su cuarto, se lavó los dientes y seacostó. Acababa de apagar la luz cuandosu madre entró completamenteadormilada y pidiendo perdón, paradarle un beso de buenas noches.

Pocos minutos después la oyóvomitar en el baño.

—¿Te ayudo? —le preguntó Conordesde la cama.

—No, cariño —dijo ella con voz

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muy débil—. A estas alturas ya me heacostumbrado.

Eso era lo malo. Conor también sehabía acostumbrado. Los peores díaseran siempre el segundo y el tercerodespués del tratamiento, los días en losque estaba más cansada, cuandovomitaba más. Se había convertido ya enalgo casi normal.

Los vómitos pararon pasados unosminutos. Oyó que su madre apagaba laluz del baño y cerraba la puerta de sucuarto.

Eso había sido hacía dos horas.Llevaba despierto desde entonces,esperando.

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Pero ¿esperando qué?El reloj de la mesilla marcó las

00.05. Luego las 00.06. Miró la ventanade su cuarto, cerrada a cal y cantoaunque la noche todavía era cálida. Elreloj dio las 00.07.

Se levantó, fue hasta la ventana ymiró fuera.

El monstruo estaba en su jardín,mirándolo fijamente.

—Ábreme —dijo el monstruo: suvoz sonó clara, como si la ventana nomediara entre los dos—. Quiero hablarcontigo.

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—Sí, claro —dijo Conor sinlevantar la voz—. Eso es lo que siemprequieren los monstruos. Hablar.

El monstruo sonrió. Daba pánicoverlo.

—Si tengo que destrozar la ventana,lo haré encantado.

Levantó un puño de madera lleno denudos con la intención de atravesar lapared de la habitación.

—¡No! —gritó Conor—. No quieroque despiertes a mi madre.

—Entonces sal —dijo el monstruo y,aun estando dentro de su habitación, aConor se le llenó la nariz de un olorhúmedo a tierra y a madera y a savia.

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—¿Qué quieres de mí?—No es lo que yo quiera de ti,

Conor O’Malley. —El monstruo pegó lacara a la ventana—. Es lo que tú quieresde mí.

—Yo no quiero nada de ti —replicóConor.

—Todavía no —dijo el monstruo—.Pero ya lo querrás.

«Es solo un sueño», se dijo Conor, en eljardín trasero de su casa, mirando haciaarriba la silueta del monstruo recortadacontra la luna. No se acababa de creerque hubiera bajado la escalera de

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puntillas, hubiera abierto la puerta deatrás y hubiera salido.

Seguía sintiéndose tranquilo. Lo cualera extraño. Esa pesadilla (porqueseguro que era una pesadilla, pordescontado que lo era) era tan distinta ala otra…

Para empezar no había terror, nipánico, ni oscuridad.

Y sin embargo allí estaba elmonstruo, tan claro como la noche másclara, diez o quince metros por encimade él, respirando pesadamente en el airede la noche.

—Es solo un sueño —dijo otra vez.—Pero ¿qué es un sueño, Conor

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O’Malley? —El monstruo bajó lacabeza hasta la cara de Conor—. ¿Quiéndice que no es todo lo demás lo que esun sueño?

Cada vez que el monstruo se movía,Conor oía el crujido de la madera, comoun quejido de su cuerpo gigantesco. Veíala fuerza de sus brazos, enormescordadas de ramas que se retorcíandando forma a los músculos del árbol,unidos al enorme tronco que era elpecho, todo coronado por una cabeza yunos dientes que podría hacerlo trizas deun mordisco.

—¿Qué eres? —preguntó Conorabrazándose el cuerpo con fuerza.

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—No soy un «qué» —refunfuñó elmonstruo—. Soy un «quién».

—¿Quién eres entonces?El monstruo abrió mucho los ojos.—¿Que quién soy? —dijo, y luego

gritó—. ¿Que quién soy?Parecía que el monstruo seguía

creciendo, cada vez era más alto y másancho. Un viento súbito los rodeó, y elmonstruo abrió los brazos tanto queparecía que le llegaban a horizontesopuestos, tanto que parecían lo bastantegrandes como para abarcar el mundo.

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—¡He tenido tantos nombres comoaños tiene el tiempo! —dijo con unrugido—. ¡Soy Herne el Cazador! ¡SoyCernunnos! ¡Soy el eterno HombreVerde!

El monstruo bajó uno de los brazos,atrapó a Conor y lo elevó en el aire; elviento se arremolinó en torno a elloshaciendo que las hojas que formaban lapiel del monstruo se agitaranairadamente.

—¿Que quién soy? —rugió de nuevo—. ¡Soy la espina dorsal que sostienelas montañas! ¡Soy las lágrimas quelloran los ríos! ¡Soy los pulmones querespiran el viento! ¡Soy el lobo que mata

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al gran ciervo, el gavilán que mata alratón, la araña que mata a la mosca!¡Soy el gran ciervo, el ratón, la moscaque son comidos! ¡Soy la serpiente delmundo que se devora la cola! ¡Soy todolo que no está domesticado y no sepuede domesticar! —Acercó a Conoruno de sus ojos—. Soy esta tierrasalvaje, y he venido a por ti, ConorO’Malley.

—Pareces un árbol.El monstruo lo apretó hasta que

Conor empezó a gritar.—No echo a andar todos los días,

muchacho, solo cuando es cuestión devida o muerte. Y espero que se me

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escuche.El monstruo aflojó la presión y

Conor pudo respirar de nuevo.—Vale, ¿y qué quieres de mí?El monstruo esbozó una sonrisa

diabólica. El viento se aplacó y sucedióla calma.

—Por fin —dijo—. La razón por laque he echado a andar.

Conor se puso tenso, de pronto teníamiedo.

—Esto es lo que pasará, ConorO’Malley —continuó el monstruo—:Vendré a ti de nuevo otras noches y… —Conor sintió que se le encogía elestómago, como si se estuviera

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preparando para recibir un golpe— tecontaré tres historias. Tres historias deotras veces en las que tuve que echar aandar.

Conor pestañeó. Luego volvió apestañear.

—¿Me vas a contar historias?—Así es —dijo el monstruo.—Bueno… —Conor miró a un lado

y a otro sin dar crédito—. ¿Y qué clasede pesadilla es esa?

—Las historias son lo más salvajede todo —tronó la voz del monstruo—.Las historias persiguen y muerden y

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cazan.—Eso dicen siempre los profesores

—dijo Conor—. Y tampoco los creenadie.

—Y cuando yo haya terminado mistres historias —continuó el monstruo,como si Conor no hubiera hablado—, túme contarás a mí una cuarta.

Conor se revolvió en la mano delmonstruo.

—No se me dan bien las historias.—Tú me contarás a mí una cuarta —

repitió el monstruo—, y será la verdad.—¿La verdad?—No una verdad cualquiera. Tu

verdad.

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—Vale —dijo Conor—, pero dijisteque antes del final pasaría miedo, y esono da nada de miedo.

—Sabes que no es cierto —dijo elmonstruo—. Sabes que tu verdad, esaverdad que escondes, Conor O’Malley,es lo que más miedo te da en el mundo.

Conor dejó de revolverse. No sereferiría a… No podía ser que seestuviera refiriendo a… No podía serque supiera eso.

No. ¡No! No le contaría nunca anadie lo que pasaba en la pesadilla deverdad. Ni en un millón de años.

—Me la contarás —dijo el monstruo—. Pues esa es la razón por la que me

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has llamado.Conor se sintió todavía más

confundido.—¿Que yo te he llamado? Yo no te

llamé…—Me contarás la cuarta historia. Me

contarás la verdad.—Y si no te la cuento ¿qué? —dijo

Conor.El monstruo volvió a esbozar su

sonrisa diabólica.—Entonces te comeré vivo. —Y

abrió la boca hasta lo indescriptible,tanto que podría comerse el mundoentero, tanto que podría hacer que Conordesapareciera para siempre…

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Conor se sentó en la cama y dio ungrito.

Su cama. Estaba otra vez ahí. Era unsueño, claro. Por supuesto que era unsueño. Otra vez. Suspiró enfadado y sefrotó los ojos. ¿Cómo iba a descansarcon sueños tan agotadores?

Iría a por un vaso de agua, pensómientras retiraba las mantas. Selevantaría y empezaría esa noche desdeel principio, olvidándose de ese sueñoque no tenía ni pies ni cabe… Algocrujió bajo sus pies.

Encendió la lámpara. El suelo estaballeno de bayas de tejo, rojas y

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venenosas. Y la ventana estaba cerrada acal y canto.

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La abuela

—¿Estás siendo bueno con mamá?La abuela le pellizcó las mejillas

con tanta fuerza que Conor habría juradoque le había hecho sangre.

—Se está portando muy bien —dijola madre de Conor; llevaba su pañuelofavorito atado alrededor de la cabeza—.Así que no hace falta que le hagas daño.

—Bobadas —dijo la abuela dándoledos cachetes juguetones que le dolieronbastante—. ¿Por qué no vas y pones latetera a hervir para mí y para mamá? —Tal como lo dijo no parecía una

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pregunta.Mientras Conor salía de la

habitación con gesto de alivio, su abuelase puso en jarras y miró a su madre.

—Y ahora, querida —la oyó decirConor cuando entraba en la cocina—,¿qué vamos a hacer contigo?

Su abuela no era como otras abuelas. Élhabía visto a la abuela de Lily muchasveces, y era como se supone que teníanque ser todas las abuelas: llena dearrugas y siempre sonriente, con el peloblanco y todo lo demás. Cuandococinaba ponía a cada uno, como

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guarnición, sus tres clases de verdurascocidas durante una eternidad, y enNavidad le daba la risa tonta con unacopita de jerez y una corona de papel enla cabeza.

La abuela de Conor llevabapantalones, se teñía el pelo y decíacosas sin sentido como «Los sesenta deahora son los cincuenta de antes» o «Alos coches clásicos hay que darles lacera más cara». A saber lo quesignificaba eso… Mandaba lasfelicitaciones de cumpleaños por correoelectrónico, discutía con los camarerospor el vino y todavía trabajaba. Su casaestaba llena de antiguallas que valían

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una fortuna y que no te dejaba tocar,como un reloj al que ni la señora de lalimpieza podía quitarle el polvo. Y esaera otra. ¿Cuántas abuelas tenían señorade la limpieza?

—Con doble de azúcar y sin leche—dijo desde el salón mientras Conorpreparaba el té. Como si no lo supieradespués de las miles de veces que habíaido a visitarlos.

—Gracias, muchachito —dijo suabuela cuando Conor entró con el té.

—Gracias, cariño —dijo su madrecon una sonrisa que la abuela no vio,

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como invitándolo a que se uniera a ellacontra su madre. Conor no pudo evitarsonreír un poco.

—¿Y qué tal hoy en el colegio,jovencito?

—Bien —respondió Conor.La verdad era que no había ido bien.

Lily estaba todavía que echaba humo;Harry le había metido en la mochila unrotulador gordo sin capuchón, y laseñorita Kwan lo había llevado apartepara preguntarle, muy seria, «cómo loestaba llevando».

—¿Sabes? —Su abuela dejó la tazade té sobre la mesa—. A apenas unoscientos de metros de mi casa hay un

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colegio privado para chicos fabuloso.Me he estado informando, y el nivelacadémico es bastante alto, mucho másque en el instituto, eso seguro.

Conor la miró fijamente. Esa era laotra razón por la que no le gustaban lasvisitas de su abuela. Lo que acababa dedecir era lo que diría un esnob sobre elcolegio del barrio.

O podía ser algo más. Podría ser unainsinuación sobre un futuro posible. Unposible después.

Conor sintió que la rabia le subíapor la boca del estómago…

—Está feliz donde está, mamá —dijo enseguida su madre—. ¿A que sí,

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Conor?Conor apretó los dientes y

respondió:—Estoy bien donde estoy.

La cena fue comida china para llevar. Laabuela de Conor no era muy de cocinar.Eso era cierto. Siempre que Conor sequedaba con ella, en la nevera habíapoca cosa aparte de un huevo y medioaguacate. Su madre estaba todavíademasiado cansada para ponerse acocinar y, aunque Conor podía haberpreparado algo, a su abuela ni se le pasópor la cabeza esa posibilidad.

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Le habían dejado recoger, eso sí, yestaba metiendo los envoltorios depapel de plata encima de la bolsa conlas bayas venenosas que habíaescondido en el cubo de la basuracuando su abuela entró en la cocina.

—Tú y yo tenemos que hablar,muchachito.

—Tengo nombre, ¿sabes? Y no es«muchachito».

—No seas descarado —dijo suabuela. Seguía allí de pie, con losbrazos cruzados. La miró unos instantes.Ella le devolvió la mirada. Luegochasqueó la lengua—. No soy tuenemiga, Conor. Estoy aquí para ayudar

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a tu madre.—Sé por qué estás aquí —dijo él, y

tomó un paño para limpiar una encimeraque ya estaba limpia de sobra.

Su abuela dio un paso adelante y lequitó el paño.

—Estoy aquí porque los chicos detrece años no deberían ponerse a limpiarla cocina sin que se lo manden.

—¿Ibas a hacerlo tú si no?—Conor…—Vete de aquí —dijo Conor—. No

nos haces ninguna falta.—Conor —dijo ella con mayor

firmeza—, tenemos que hablar de lo queva a pasar.

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—No tenemos que hablar de nada.Siempre empeora después deltratamiento. Mañana estará mejor. —Lelanzó una mirada desafiante—. Yentonces podrás irte a tu casa.

Su abuela miró al techo y soltó unsuspiro. Luego se frotó la cara con lasmanos, y Conor se sorprendió al ver queestaba enfadada, pero enfadada deverdad. Aunque quizá no con él.

Sacó otro paño y empezó a pasarlode nuevo por la encimera, para no tenerque mirarla. Pasó el paño por toda lasuperficie hasta llegar al fregadero ymiró sin darse cuenta por la ventana.

El monstruo estaba en el jardín de la

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parte de atrás de la casa, tan grandecomo el sol que ya se ponía. Miraba aConor.

—Mañana parecerá que está mejor—dijo su abuela, con voz más ronca—,pero no lo estará, Conor.

Ahí no tenía razón. Conor se dio lavuelta y volvió a mirarla.

—El tratamiento hace que se pongabuena. Por eso va.

Su abuela se limitó a mirarlofijamente unos instantes, como si tuvieraque tomar una decisión.

—Tienes que hablar de esto conella, Conor —dijo por fin. Luego, comosi hablara consigo misma añadió—: Ella

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tiene que hablar de esto contigo.—¿Hablar conmigo de qué? —

preguntó Conor.Su abuela se cruzó de brazos.—De venirte a vivir conmigo.Conor frunció el ceño, y por un

segundo pareció que la estancia sequedaba a oscuras, por un segundo fuecomo si la casa temblara de arribaabajo, por un segundo Conor sintió quepodía hundir la mano y arrancar el suelode cuajo de la tierra oscura ypalpitante…

Parpadeó. Su abuela todavíaesperaba una respuesta.

—No pienso irme a vivir contigo.

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—Conor…—No pienso irme a vivir contigo

nunca.—Sí que vendrás —dijo ella—.

Sintiéndolo mucho, tendrás que venir. Séque ella intenta protegerte, pero debessaber que cuando todo esto hayaacabado, tendrás un hogar, muchachito.Con alguien que te querrá y cuidará deti.

—Cuando todo esto haya acabado—dijo Conor, con voz furiosa—, tú teirás y nosotros estaremos bien.

—Conor…Y entonces oyeron la voz que venía

del salón.

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—Mamá… Mamá…Su abuela salió de la cocina tan

deprisa que Conor dio un salto del susto.Oyó que su madre tosía y que su abuelale decía «Tranquila, cariño, tranquila,chist, chist, chist». Miró por la ventanade la cocina de camino hacia el salón.

El monstruo había desaparecido.Su abuela estaba en el sofá,

abrazando a su madre, acariciándole laespalda mientras ella vomitaba en unapalangana que tenían siempre a manopor si acaso.

Su abuela lo miraba; tenía unaexpresión dura y decidida ycompletamente indescifrable.

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Las historias soncriaturas salvajes

La casa estaba a oscuras. Su abuelahabía logrado por fin llevar a su madrehasta la cama y luego había ido aacostarse a la habitación de Conor;había cerrado la puerta y no le habíapreguntado si quería coger algo de sudormitorio.

Conor estaba echado en el sofá,despierto. Le parecía que le iba a serimposible conciliar el sueño después delas cosas que había dicho su abuela y dever lo mal que se había puesto su madre

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aquella noche. Habían pasado ya tresdías desde el tratamiento, más o menoslo que solía tardar en recuperarse, peroseguía vomitando, seguía cansada, másque otras veces…

Apartó aquellos pensamientos de sucabeza, pero volvieron y tuvo queapartarlos otra vez. Al final debió dequedarse dormido, pero solo supo queestaba dormido cuando vino lapesadilla.

El árbol no. La pesadilla.Con el rugir del viento y el temblor

de la tierra y las manos que él sujetababien fuerte pero que al final resbalaban,con Conor haciendo toda la fuerza que

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podía pero sin que eso fuera suficiente,con las manos que se soltaban, con lacaída, con los gritos…

—¡No! —gritó Conor, y el pánico losiguió hasta que despertó, oprimiéndoleel pecho tan fuerte que apenas podíarespirar, presionándole la garganta,llenándole los ojos de lágrimas.

—No —dijo otra vez, en voz baja.La casa estaba en silencio y a

oscuras. Aguzó el oído un instante, perono se oía nada, ningún ruido de su madreo de su abuela. Entreabrió los ojos en laoscuridad y miró el reloj delreproductor de DVD.

Las 00.07. Pues claro.

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Aguzó más el oído intentandodesentrañar el silencio. Pero no pasónada. No oyó su nombre, no oyó elcrujido de la madera.

Quizá esa noche no viniera.Las 00.08, marcaba el reloj.Las 00.09.Un poco enfadado, Conor se levantó

y fue a la cocina. Miró por la ventana.El monstruo estaba en el jardín de la

parte de atrás.—¿Por qué has tardado tanto? —

preguntó.

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—Es hora de que te cuente laprimera historia.

Conor no se movió de la silla dejardín en la que se había sentado nadamás salir fuera. Tenía las piernasflexionadas contra el pecho y la caraapretada contra las rodillas.

—¿Me estás escuchando? —preguntó el monstruo.

—No —dijo Conor.Sintió cómo el aire se arremolinaba

otra vez a su alrededor.—¡Pues escúchame! —gritó el

monstruo—. He vivido tanto como estatierra y me vas a prestar el respeto que

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me es debido…Conor se levantó y se dirigió hacia

la puerta de la cocina.—¿Adónde crees que vas? —quiso

saber el monstruo.Conor se dio la vuelta, y había tanta

ira en su cara, tanto dolor, que hasta elmonstruo se puso derecho, y levantó lascejas, enormes y boscosas, con un gestode sorpresa.

—¿Qué sabrás tú? —le espetóConor—. ¿Qué sabrás tú de nada?

—Sé de ti, Conor O’Malley —dijoel monstruo.

—No —repuso Conor—. Sisupieras de mí, sabrías que no tengo

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tiempo para escuchar historias estúpidasy aburridas de un árbol estúpido yaburrido que ni siquiera es real…

—Vaya —dijo el monstruo—.¿Acaso soñaste las bayas que había enel suelo de tu habitación?

—¿Y a quién le importa si las soñé ono? —gritó Conor—. Son solo unasbayas estúpidas. Uhhh, ¡qué miedo! Oh,por favor, por favor, ¡sálvame de lasbayas!

El monstruo lo miróinquisitivamente.

—Qué raro —dijo—. Tus palabrasme dicen que te dan miedo las bayas,pero tus actos parece que digan otra

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cosa.—¿Eres tan viejo como el mundo y

nunca has oído hablar del sarcasmo? —preguntó Conor.

—Ah, sí, he oído hablar de ello. —El monstruo puso las enormes ramas desus manos en las caderas—. Pero lagente, por lo general, se cuida mucho deusarlo conmigo.

—¿No puedes dejarme en paz?El monstruo meneó la cabeza, pero

no como respuesta a la pregunta deConor.

—Es extraño —dijo—. Haga lo quehaga no te doy miedo.

—Solo eres un árbol —dijo Conor.

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Aunque caminase y hablara, aunquefuera más grande que su casa y se lopudiera tragar de un bocado, el monstruono era más que un tejo. Le crecían bayashasta en las ramas de los codos.

—Tienes cosas peores que temer —dijo el monstruo, pero no como unapregunta.

Conor miró al suelo, luego a la luna,a cualquier parte menos a los ojos delmonstruo. La sensación de la pesadillacrecía dentro de él, lo volvía todooscuridad, hacía que todo parecierapesado e imposible, como si le hubieranpedido que levantara una montaña conlas manos o no lo dejarían marcharse.

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—Pensé… —dijo—. Te vimirándome antes, cuando estabapeleándome con mi abuela, y pensé…

—¿Qué pensaste? —preguntó elmonstruo.

—Olvídalo. —Conor se dio lavuelta para entrar en la casa.

—Pensaste que quizá estaba aquípara ayudarte —dijo el monstruo.

Conor se quedó parado.—Pensaste que quizá había venido a

derrocar a tus enemigos. A dar muerte atus dragones.

Conor seguía sin volverse, aunquetampoco entró en la casa.

—Sentiste que esa era la razón

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cuando te dije que tú me habías llamado,que tú eras el motivo por el que habíavenido andando hasta aquí. ¿A que sí?

Conor se dio la vuelta.—Pero tú solo quieres contarme

historias —dijo con una nota dedesencanto en la voz.

El monstruo se puso de rodillas paraque su cara quedase a la altura de la deConor.

—Historias de cómo derroqué aenemigos —dijo—. Historias de cómodi muerte a dragones.

Conor parpadeó ante la mirada delmonstruo.

—Las historias son criaturas

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salvajes —dijo el monstruo—. Cuandolas sueltas, ¿quién sabe los desastresque pueden causar?

El monstruo miró la ventana de lahabitación de Conor. La habitación en laque dormía su abuela.

—Déjame que te cuente una historiade cuando eché a andar. Déjame que tecuente el final que tuvo una reinamalvada y cómo me encargué de quedesapareciera de la faz de la tierra.

Conor tragó saliva y miró almonstruo a la cara.

—Adelante —dijo.

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La primera historia

—Hace mucho tiempo —dijo elmonstruo—, antes de que todo esto fuerauna ciudad con carreteras y trenes ycoches, era un lugar lleno de vegetación.Los árboles cubrían las colinas ycrecían bordeando los senderos. Dabansombra a los arroyos y protegían lascasas, pues también entonces habíacasas, hechas de piedra y tierra.

»Esto era un reino.—¿Qué? —dijo Conor, recorriendo

con la mirada todo su jardín—. ¿Aquí?El monstruo lo miró con curiosidad

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y ladeó la cabeza.—¿Nunca habías oído hablar de él?—De un reino por aquí, no —dijo

Conor—. Ni siquiera tenemos unMcDonald’s.

—Y sin embargo —continuó elmonstruo— era un reino, pequeño perofeliz, porque el rey era un rey justo, unhombre que había alcanzado la sabiduríatras muchas dificultades. Su mujer lehabía dado cuatro robustos hijosvarones, pero mientras estuvo en eltrono se vio obligado a luchar en muchasbatallas para preservar la paz de sureino. Batallas contra gigantes ydragones, batallas contra lobos negros

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de ojos rojos, batallas contra ejércitosde hombres dirigidos por grandesmagos.

»Estas batallas aseguraron loslímites del reino y trajeron la paz a sustierras. Pero la victoria tuvo un precio.Uno tras otro los cuatro hijos del reymurieron en la contienda. Bajo el fuegode un dragón o a manos de un gigante oentre los dientes de un lobo o atravesadopor la lanza de un hombre. Uno tras otrocayeron los cuatro príncipes del reino,dejando al rey un único heredero. Sunieto recién nacido.

—Todo esto suena a cuento de hadas—dijo Conor con desconfianza.

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—No dirías eso si oyeras losalaridos de un hombre atravesado poruna lanza —dijo el monstruo—. O susgritos de terror mientras lodespedazaban los lobos. Y ahora estatecallado.

»Al poco tiempo la mujer del reymurió de pena, y también la madre deljoven príncipe. Todo lo que le quedó alrey por compañía fue el niño y mástristeza de la que un hombre puedesoportar solo.

«Tengo que volver a casarme»,decidió el rey. «Por el bien de mipríncipe y de mi reino, aunque no lohaga por mí».

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»Así que el rey volvió a casarse, ylo hizo con una princesa de un reinovecino, un matrimonio de convenienciaque hizo más fuertes ambos reinos. Ellaera joven y bella y, aunque puede quefuera de facciones un poco duras y delengua un poco afilada, parecía quehacía feliz al rey.

»Pasó el tiempo. El joven príncipecreció hasta convertirse casi en unhombre, le faltaban apenas dos añospara cumplir los dieciocho que lepermitirían ascender al trono a la muertedel viejo rey. Fueron días felices para elreino. Se habían acabado las batallas, yel futuro parecía asegurado en las manos

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del aguerrido y joven príncipe.»Pero un día el rey cayó enfermo. Se

extendió el rumor de que su jovenesposa lo había envenenado. Secontaban historias de que la nueva reinahabía utilizado conjuros de magia negrapara parecer más joven de lo que enrealidad era y de que bajo esa carajovial se escondía el ceño torvo de unavieja arpía. Todos estaban seguros deque había sido ella la que habíaenvenenado al rey, pero él suplicó a sussúbditos hasta su postrer aliento que nola culparan.

»Y así murió, un año antes de que sunieto tuviera edad para subir al trono. La

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reina, su abuelastra, se convirtió enregente en su lugar: todos los asuntos deEstado quedarían a su cargo hasta que elpríncipe tuviera edad para reemplazarla.

»Al principio, para sorpresa demuchos, gobernó bien. Su semblante,pese a los rumores, era joven y grato, yse esforzaba por seguir rigiendo a lamanera del rey muerto.

»El príncipe, entretanto, se habíaenamorado.

—Lo sabía —refunfuñó Conor—. Eneste tipo de historias siempre sale unpríncipe estúpido que se enamora. —Empezó a caminar hacia la casa—. Yocreía que iba a ser una buena historia.

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Con un rápido movimiento, elmonstruo agarró a Conor de los tobilloscon una mano larga y grande y lo levantóboca abajo, dejándolo suspendido en elaire de tal manera que se le bajó lacamiseta y los latidos del corazón leretumbaban en la cabeza.

—Como estaba diciendo —continuóel monstruo—, el príncipe se habíaenamorado. Ella no era más que la hijade un granjero, pero era muy hermosa, ytambién inteligente, como tienen que serlas hijas de los granjeros, pues llevaruna granja es un asunto muy complicado.Todo el reino veía con buenos ojosaquella boda.

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»Pero no la reina. Había disfrutadode su tiempo de regente y sentía unaextraña renuencia a dejarlo. Empezó apensar que quizá fuera mejor que lacorona se quedara en la familia, que elreino lo gobernaran personas losuficientemente sabias, ¿y qué mejorsolución que el príncipe se casara conella?

—¡Qué asco! —dijo Conor, todavíacolgando boca abajo—. ¡Era su abuela!

—Su abuelastra —le corrigió elmonstruo—. No eran parientes desangre, y para el caso ella era tambiénuna mujer joven.

—Eso no está bien… —dijo Conor

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meneando la cabeza, con el pelooscilando en el aire. Luego hizo unapausa—. ¿Podrías bajarme?

El monstruo lo dejó en el suelo ysiguió con la historia.

—Al príncipe tampoco le parecíabien casarse con la reina. Dijo que semataría antes que hacer algo así. Juróque huiría con la hermosa hija delgranjero y que el día en que cumplieradieciocho años volvería para liberar asu pueblo de la tiranía de la reina. Asíque una noche salieron a todo galope,parando solo para dormir a la sombra deun tejo gigantesco.

—¿Tú? —preguntó Conor.

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—Yo —dijo el monstruo—. Aunqueen realidad es solo una parte de mí.Puedo tomar cualquier forma decualquier tamaño, pero la del tejo es delo más cómoda.

El príncipe y la hija del granjero seabrazaron bajo la creciente aurora.Habían jurado ser castos hasta quepudieran casarse en el futuro reino, perola pasión los pudo y al poco tiempodormían desnudos uno en los brazos delotro.

Durmieron todo el día a la sombrade mis ramas y sobrevino otra vez lanoche. El príncipe se despertó.«Levántate, amada mía», le susurró a la

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hija del granjero, «pues debemoscabalgar hacia ese día en que seremosesposo y esposa».

»Pero su amada no despertó. Lamovió de lado y cuando el cuerpo de lajoven volvió a caer por su propio peso,el príncipe vio bajo la luz de la luna lasangre que manchaba el suelo.

—¿Sangre? —dijo Conor, pero elmonstruo siguió hablando.

—El príncipe también tenía sangreen las manos, y vio un cuchilloensangrentado en la hierba, junto a ellos,apoyado contra las raíces del árbol.Alguien había asesinado a su amada y lohabía dispuesto todo de tal modo que

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parecía que el príncipe era quien habíacometido el crimen.

«¡La reina!», gritó el príncipe. «¡Lareina es la responsable de estatraición!».

A lo lejos oyó que se acercaba gentedel lugar. Si lo hallaban allí, verían elcuchillo y la sangre, y lo acusarían deasesinato. Lo ejecutarían por ese crimen.

—Y la reina podría gobernar sinobstáculo alguno —dijo Conor con unamueca de asco—. Espero que estahistoria acabe con que tú le arrancas lacabeza.

—El príncipe no tenía adónde huir.Habían espantado a su caballo mientras

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él dormía. El tejo era su único cobijo.Y también el único sitio al que podía

dirigirse para buscar ayuda.Ahora bien, el mundo era más joven

entonces. La barrera entre las cosas eramás fina, más fácil de atravesar. Elpríncipe lo sabía. Y levantó la cabezahacia el gran tejo y le habló.

El monstruo hizo una pausa.—¿Qué dijo? —preguntó Conor.—Dijo lo bastante como para que yo

echara a andar —explicó el monstruo—.Reconozco la injusticia nada más verla.

El príncipe echó a correr hacia loslugareños que se acercaban. «¡La reinaha asesinado a mi prometida!», gritaba.

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«¡Hay que detener a la reina!».Los rumores sobre la brujería de la

reina llevaban ya bastante tiempocirculando, y el príncipe era tan amadopor el pueblo que les costó muy pocover la obvia verdad. Menos les costótodavía cuando vieron a aquel enormeHombre Verde, tan alto como unamontaña, caminando detrás del príncipe,pidiendo venganza.

Conor volvió a mirar los gigantescosbrazos y piernas del monstruo, la bocallena de dientes aserrados, toda suabrumadora monstruosidad. Imaginó loque debió de pensar la reina cuando lovio acercarse.

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Sonrió.—Los súbditos irrumpieron en el

castillo de la reina con tanta furia quetemblaron hasta los cimientos. Cayeronlas fortificaciones y los techos sevinieron abajo, y cuando hallaron a lareina en sus aposentos, la muchedumbrela agarró y se la llevó a rastras hasta unapira para quemarla viva allí mismo.

—Bien hecho —dijo Conor con unasonrisa—. Se lo merecía. —Miró haciala ventana de su habitación, dondedormía su abuela—. Supongo que a míno puedes ayudarme con ella, ¿no? —preguntó—. No es que quiera que laquemen viva ni nada parecido, pero a lo

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mejor un poco de…—La historia —dijo el monstruo—

no ha acabado todavía.

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El resto de la primerahistoria

—¿No? —preguntó Conor—. Pero si lareina fue derrocada…

—Lo fue —dijo el monstruo—. Perono por mí.

Conor, confuso, titubeó.—Dijiste que te habías asegurado de

que no se la volviera a ver jamás.—Y en efecto, eso hice. Cuando los

lugareños prendieron fuego a la pirapara quemarla viva, yo la cogí y lasalvé.

—¿Que hiciste qué? —dijo Conor.

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—La tomé entre mis manos y me lallevé allí donde los lugareños nopudieran encontrarla nunca, más alláincluso de los confines del reino en elque había nacido, a un pueblo al ladodel mar. Y allí la dejé para que vivieraen paz.

Conor, atónito, se puso de pie yelevó la voz sin dar crédito a lo queestaba oyendo.

—¡Pero ella asesinó a la hija delgranjero! —gritó—. ¿Cómo pudistesalvar a una asesina?

Entonces su cara adoptó unaexpresión sombría y dio un paso atrás.

—Sí que es verdad que eres un

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monstruo.—En ningún momento he dicho que

fuera ella la que mató a la hija delgranjero —dijo el monstruo—. Lo únicoque he dicho es que el príncipe dijo quehabía sido ella.

Conor parpadeó. Luego se cruzó debrazos.

—¿Y quién la mató entonces?El monstruo abrió sus enormes

manos y se levantó una brisa que trajoconsigo una neblina. La casa de Conorseguía allí, pero la neblina cubrió eljardín de la parte de atrás,sustituyéndolo por un campo con un tejogigante en el centro y un hombre y una

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mujer durmiendo junto a sus raíces.—Después de haber hecho el amor

—dijo el monstruo—, el príncipe siguiódespierto.

Conor vio que el joven príncipe selevantaba y miraba a sus pies a la hijadel granjero; también a Conor la jovenle pareció una belleza. El príncipe lamiró unos instantes, luego se envolviócon una manta y fue hasta su caballo. Elpríncipe tomó algo de las alforjas, luegodesató el caballo, lo golpeó con fuerzaen las ancas y dejó que se alejara algalope. El príncipe sostuvo en alto loque había sacado de las alforjas.

Un cuchillo que brillaba a la luz de

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la luna.—¡No! —gritó Conor.El monstruo cerró las manos y la

niebla descendió otra vez mientras elpríncipe se acercaba cuchillo en mano ala hija del granjero, que seguíadurmiendo.

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—¡Tú dijiste que se sorprendió alver que ella no despertaba!

—Después de matar a la hija delgranjero —dijo el monstruo—, elpríncipe se echó junto a ella y se durmióotra vez. Cuando despertó, representóuna pantomima, no fuera a ser quealguien lo estuviera viendo. Pero tesorprenderá saber que también lo hizopara él mismo. —Las ramas delmonstruo crujieron—. A veces la gentenecesita mentirse a sí misma más queninguna otra cosa.

—¡Tú dijiste que fue a buscar ayuda!¡Y que tú lo ayudaste!

—Solo dije que me contó lo bastante

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como para que yo echara a andar.Conor miró con los ojos muy

abiertos primero al monstruo y luego asu jardín, que empezaba a emerger delos últimos flecos de neblina.

—¿Qué te contó? —preguntó.—Me contó que lo había hecho por

el bien de su reino. Que la nueva reinaera de hecho una bruja, que su abuelo yalo sospechaba cuando se casó con ella,pero que lo pasó por alto debido a subelleza. El príncipe no podía derrocar auna poderosa bruja él solo. Necesitabaque lo ayudara la furia de los lugareños.La muerte de la hija del granjero sirviópara eso. El príncipe lamentó hacerlo,

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se le partió el corazón, dijo, pero igualque su propio padre había muertodefendiendo el reino, también suhermosa doncella tenía que morir. Sumuerte serviría para derrocar un malmucho mayor. Cuando dijo que la reinahabía asesinado a su prometida, él creía,a su manera, que era verdad.

—¡Todo eso es una chorrada! —gritó Conor—. No hacía falta que lamatara. La gente estaba con él. Lohabrían seguido de todas formas.

—Siempre hay que escuchar conescepticismo la justificación de loshombres que matan —dijo el monstruo—. La injusticia que vi, la razón por la

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que eché a andar, se cometió con lareina, no con el príncipe.

—¿Llegaron a descubrirlo? —dijoConor, horrorizado—. ¿Lo castigaron?

—Fue un rey muy querido —respondió el monstruo—, y reinó felizhasta el final de su larga vida.

Conor miró hacia la ventana de suhabitación, otra vez con el ceñofruncido.

—Así que el buen príncipe era unasesino y la malvada reina no era unabruja después de todo. ¿Se supone queesa es la lección de todo esto? ¿Que yodebería ser amable con mi abuela?

Oyó un rumor raro, distinto a todo lo

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que había oído a lo largo de su vida.Tardó un minuto en darse cuenta de queel monstruo se estaba riendo.

—¿Crees que te cuento historiaspara darte lecciones? —dijo elmonstruo—. ¿Crees que he salidoandando del tiempo y de la mismísimatierra para darte lecciones deamabilidad?

Se reía cada vez más alto, hasta queel suelo empezó a temblar y parecía queel cielo se iba a venir abajo.

—Sí, eso creía —dijo Conor,avergonzado.

—No, no —repuso el monstruocuando por fin se calmó—. La reina era

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con toda certeza una bruja y es posibleque estuviera planeando grandes males.¿Quién sabe? Al fin y al cabo intentabaaferrarse al poder.

—Entonces ¿por qué la salvaste?—Porque lo que no era, era una

asesina.Conor dio unos pasos por el jardín,

pensando. Luego dio unos cuantos pasosmás.

—No lo entiendo. ¿Aquí quién es elbueno?

—No siempre hay un bueno. Nisiempre hay un malo. Casi todo elmundo está en algún punto intermedio.

Conor negó con la cabeza.

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—Es una historia horrible. Y falsa.—Es una historia verídica —dijo el

monstruo—. Muchas cosas que sonverdad parecen falsas. Los reinos tienenlos príncipes que se merecen, las hijasde los granjeros mueren sin razón, yalgunas veces las brujas son dignas desalvación. Muchas veces, la verdad seadicha. Te sorprendería saber cuántas.

Conor volvió a mirar hacia laventana de su habitación, e imaginó a suabuela durmiendo en su cama.

—¿Y cómo se supone que eso mesalvará a mí de ella?

El monstruo se puso en pie cuanlargo era, y miró a Conor desde las

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alturas.—No es de ella de quien necesitas

salvarte.

Conor se sentó con la espalda pegada alrespaldo del sofá; respiraba de nuevocon dificultad.

El reloj marcaba las 00.07.—¡Maldita sea! —dijo Conor—.

¿Estoy soñando o no?Se levantó, enfadado…E inmediatamente se dio con algo en

el dedo gordo del pie.—¿Y ahora qué? —refunfuñó al

tiempo que alargaba la mano para

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encender la luz.De un nudo en la tarima del suelo

había brotado, con fuerza y esplendor,un arbolito de unos treinta centímetrosde alto.

Conor lo miró durante un rato. Luegofue a la cocina a por un cuchillo paraarrancarlo del suelo.

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Un acuerdo

—Te perdono —dijo Lily cuando loalcanzó de camino al colegio al díasiguiente.

—¿Por qué? —preguntó Conor sinmirarla. Estaba todavía enfadado por lahistoria del monstruo, por las falsedadesy los retorcimientos de la trama, nada delo cual le servía de ninguna ayuda. Sehabía pasado media hora arrancando delsuelo el arbolito, de una resistenciaincreíble, y tenía la sensación de queapenas se había quedado dormido otravez cuando ya era la hora de levantarse,

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de lo cual se enteró porque su abuelaempezó a gritarle que llegaba tarde. Nisiquiera le dejó despedirse de su madre,quien, le dijo, había tenido una nochedifícil y debía descansar. Lo cual le hizosentirse culpable, porque si su madrehabía tenido una noche difícil, él tendríaque haber estado allí para ayudarla, nosu abuela, quien apenas lo dejó lavarselos dientes antes de ponerle una manzanaen la mano y echarlo fuera.

—Te perdono por haberme metidoen problemas, imbécil —dijo Lily, perosin demasiada dureza en la voz.

—Fuiste tú la que te metiste enproblemas —repuso Conor—. Fuiste tú

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la que tiraste a Sully al suelo.—Te perdono por haber mentido —

dijo Lily; llevaba los rizos de canichesujetos concienzudamente con unadiadema.

Conor siguió caminando sin hacerlecaso.

—¿No vas a decir que tú también losientes? —le preguntó Lily.

—No —dijo Conor.—¿Por qué no?—Porque no lo siento.—Conor…—No lo siento —dijo Conor

deteniéndose—, y además no teperdono.

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Se miraron desafiantes bajo el fríosol de la mañana, ninguno quería ser elprimero que desviara la mirada.

—Mi madre dice que tenemos queser indulgentes contigo —dijo Lily porfin—. Por todo lo que estás pasando.

Y por un momento el sol parecióocultarse detrás de las nubes. Por unmomento Conor solo vio súbitastormentas eléctricas que seaproximaban, sintió que estaban a puntode explotar en el cielo y de atravesarleel cuerpo y de salirle por los puños. Porun momento sintió que podría agarrartodo el aire, retorcerlo alrededor delcuerpo de Lily y partirla en dos…

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—¿Conor? —dijo Lily, asustada.—Tu madre no sabe nada de nada —

dijo él—. Y tú tampoco.Echó a andar a toda prisa, dejándola

atrás.

Hacía algo más de un año desde queLily les contó a algunas de sus amigas lode la madre de Conor, aunque él no lehabía dicho que podía contarlo. Esasamigas se lo contaron a unas cuantasmás, quienes se lo contaron a otras, yantes de que acabara el día era como sialrededor de Conor se hubiera abiertoun círculo, una zona muerta con él en el

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centro, rodeado de minas terrestres quetodo el mundo tenía miedo de pisar. Derepente, los que él creía que eran susamigos dejaban de hablar cuando seacercaba a ellos, aunque la verdad eraque no tenía muchos aparte de Lily, peroaun así. Conor sorprendía a la gentesusurrando por los pasillos o durante lacomida. Hasta los profesores ponían unacara distinta cuando él levantaba lamano en clase.

Así que al final dejó de acercarse asus amigos, dejó de mirar cuando oíasusurros, e incluso dejó de levantar lamano.

Aunque al parecer nadie se dio

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cuenta. Era como si de repente sehubiese vuelto invisible.

Nunca le había resultado tan duro elcolegio ni se había sentido tan aliviadocon las vacaciones de verano como enese curso. Su madre estaba en plenotratamiento, algo que, repetía ella una yotra vez, era duro pero «estabafuncionando», el ciclo se acercaba a sufin. El plan era que ella lo terminaría, unnuevo curso empezaría, y podrían pasarpágina y comenzar de cero.

Solo que no había sido así. Eltratamiento de su madre se habíaprolongado más de lo esperado, unsegundo ciclo y luego un tercero. Los

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profesores del nuevo curso eran todavíapeores porque solo lo conocían por lode su madre, y no por el que era antes. Ysus compañeros lo trataban como sifuera él el enfermo, sobre todo desdeque Harry y sus compinches se fijaronen él.

Y ahora tenía a su abuela en casa ysoñaba con árboles.

O quizá no fuera un sueño. Lo quesería todavía peor.

Siguió caminando hacia el colegiosin que se le pasara el enfado. Le echabala culpa a Lily porque casi todo habíasido culpa de ella, ¿o no?

Le echaba la culpa a Lily, porque ¿a

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quién culpar si no?

Esta vez tenía el puño de Harry en elestómago.

Conor se cayó al suelo, se raspó larodilla con el escalón de cemento, y sehizo un agujero en los pantalones deluniforme. Lo peor era el agujero. Se ledaba fatal coser.

—Qué patoso eres, O’Malley —dijoSully riéndose detrás de él—. Te caestodos los días.

—Deberías hacértelo mirar —oyóque decía Anton.

—A lo mejor está borracho —dijo

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Sully, y sonaron más risas; pero entreellos había un punto silencioso: Conorsabía que Harry no se estaba riendo.Sabía, sin levantar la vista, que Harry selimitaba a mirarlo, esperaba a ver quéharía.

Al levantarse, vio a Lily junto a lapared del colegio. Estaba con otraschicas, volvían a clase tras el recreo.Lily no hablaba con ellas, solo miraba aConor mientras se alejaba.

—Hoy la Super Caniche no te ayuda—dijo Sully, todavía riéndose.

—Mejor para ti, Sully —dijo Harry,hablando por primera vez. Conortodavía no se había vuelto hacia ellos,

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pero sabía que Harry no le estaba riendola gracia a Sully. Conor siguió mirandoa Lily hasta que desapareció de su vista.

—Oye, míranos cuando te hablamos—dijo Sully, sin duda echando chispaspor el comentario de Harry; agarró aConor por los hombros, y le dio lavuelta.

—No lo toques —dijo Harry concalma, en voz baja, pero en un tono tanamenazante que Sully retrocedió deinmediato—. O’Malley y yo tenemos unacuerdo —añadió Harry—. Yo soy elúnico que lo toca. ¿No es así?

Conor esperó un momento y luegoasintió despacio con la cabeza. Ese

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parecía ser el acuerdo.Harry, con expresión impasible, con

los ojos fijos en Conor, se acercó a él.Conor ni siquiera parpadeó, y sequedaron así, cara a cara, mientrasAnton y Sully se miraban nerviosos.

Harry ladeó ligeramente la cabeza,como si se le hubiera ocurrido unapregunta, algo que intentara entender.Conor seguía sin moverse. Todos los desu curso ya habían entrado. Conor sentíael vacío que se abría a su alrededor,incluso el silencio de Anton y de Sully.Deberían volver a clase enseguida.Deberían entrar ya.

Pero nadie se movió.

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Harry levantó un puño y lo echóhacia atrás, como si se dispusiera agolpear a Conor en la cara.

Tampoco entonces Conor parpadeó.No se movió. Se limitó a mirar a Harrya los ojos, a la espera de que llegara elgolpe.

Pero no llegó.Harry bajó el puño, lo dejó caer

despacio a un costado; seguía mirandotodavía a Conor.

—Sí —dijo por fin, en voz baja,como si hubiera entendido algo—. Yame parecía a mí.

Y entonces, una vez más, llegó lavoz fatídica.

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—¡Eh, vosotros! —gritó la señoritaKwan cruzando el patio en dirección aellos como un demonio con patas—. ¡Elrecreo se acabó hace tres minutos! ¿Sepuede saber qué hacéis aquí?

—Perdone, señorita —dijo Harry,con una voz de repente más suave—.Estábamos hablando con Conor de losdeberes que la señorita Marl mandósobre la «Escritura de la vida» yperdimos la noción del tiempo. —Le dioun manotazo a Conor en el hombro,como si fueran amigos íntimos—. Nadiesabe tanto de historias como Conor. —Harry miró muy serio a la señorita

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Kwan—. Y hablar de ello lo ayuda asacarlo fuera.

—Sí —dijo la señorita Kwanfrunciendo el ceño—, seguro quehablabais de eso. Tenéis todos un aviso.Un solo problema más hoy y os quedáiscastigados.

—Sí, señorita —dijo Harryalegremente, y Anton y Sully lorepitieron.

Volvieron a clase; Conor los seguíaa un metro de distancia.

—Un momento, Conor, por favor —dijo la señorita Kwan.

Conor se detuvo y se volvió pero nola miró a la cara.

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—¿Seguro que todo va bien entre túy esos chicos? —dijo la señorita Kwancon la voz en modo «amable», que dabasolo un poco menos de miedo quecuando gritaba a pleno pulmón.

—Sí, señorita —dijo Conor, todavíasin mirarla.

—No estoy ciega y sé cómo funcionaHarry —dijo—. Un acosador concarisma y buenas notas sigue siendo unacosador. —Suspiró, irritada—.Seguramente un día será primerministro. Que Dios nos coja confesados.

Conor no dijo nada, y el silencioadquirió una cualidad especial que élconocía muy bien, porque la señorita

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Kwan inclinó el cuerpo hacia delante,dejó caer los hombros, y bajó la cabezahacia la de Conor.

Sabía lo que venía ahora. Lo sabía ylo odiaba.

—No puedo imaginar lo que debesde estar pasando, Conor —dijo laseñorita Kwan, casi en un susurro—,pero si alguna vez quieres hablar, mipuerta siempre está abierta.

No podía mirarla, no podía ver elcariño que había en ella, no podíasoportar oírselo en la voz.

Porque él no se lo merecía.Tuvo un fogonazo de la pesadilla,

los gritos, el pánico, lo que pasaba al

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final…—Estoy bien, señorita —masculló

mirándose los zapatos—. No estoypasando por nada.

Oyó que la señorita Kwan daba otrosuspiro.

—Vale. Olvídate del primer aviso yvuelve a clase. —Le dio unaspalmaditas en el hombro y fue hacia laentrada.

Y por un momento Conor se quedócompletamente solo.

Supo que si se pasara todo el díafuera no lo castigarían.

Por algún motivo eso hizo que sesintiera todavía peor.

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Una pequeña charla

Después del colegio, su abuela loesperaba en el sofá.

—Tenemos que hablar —dijo antesincluso de que Conor cerrara la puerta, ypuso una cara que lo dejó en el sitio.Puso una cara que hizo que le doliera elestómago.

—¿Qué pasa? —preguntó.Su abuela tomó aire por la nariz, una

inhalación larga y sonora, y miró por laventana del salón, como si estuvieratomando fuerzas. Parecía un ave depresa. Un gavilán capaz de llevarse en

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las garras una oveja.—Tu madre tiene que volver al

hospital —dijo—. Te quedarás en micasa unos días. Tienes que hacer lamaleta.

—¿Qué le pasa? —Conor no semovió.

Su abuela abrió mucho los ojosdurante un segundo, como si no acabarade creerse que le hiciera una preguntatan rematadamente estúpida. Luego seaplacó.

—Le duele mucho —dijo—. Más delo que debería dolerle.

—Tiene medicamentos para eldolor… —empezó a decir Conor, pero

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su abuela dio una palmada en el aire,solo una, pero muy fuerte, lo suficientepara que no siguiera.

—No le está haciendo nada, Conor—dijo secamente; parecía que estuvieramirando a algún punto por encima de élmás que a él mismo—. No le estáhaciendo nada.

—¿Qué es lo que no le está haciendonada?

Su abuela juntó las manos y dio unascuantas palmaditas, como si lasestuviera poniendo a prueba o algo así,luego miró otra vez por la ventana, sinabrir la boca en ningún momento. Por finse puso de pie, se concentró en estirarse

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el vestido.—Tu madre está arriba —dijo—.

Quiere hablar contigo.—Pero…—Tu padre llegará el domingo.De repente Conor se puso tenso.—¿Que viene papá?—Tengo que hacer unas llamadas —

dijo ella sacando el móvil y pasando porsu lado para salir.

—¿Por qué viene papá? —preguntóConor.

—Tu madre te está esperando —dijosu abuela cerrando la puerta detrás deella.

Conor ni siquiera había dejado la

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mochila en el suelo.

Venía su padre. Su padre. De EstadosUnidos. No venía desde hacía dosNavidades. Al parecer a su nueva mujerle ocurría siempre algo de extremaurgencia en el último minuto, por eso supadre no podía ir a verlo más a menudo,y más ahora que había nacido el bebé.Su padre, cuyas visitas eran cada vezmenos frecuentes y cuyas llamadas seespaciaban cada vez más en el tiempo.

Venía su padre. ¿Por qué?—Conor —oyó que lo llamaba su

madre.

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No estaba en su habitación. Estaba en lade Conor, echada en su cama, sobre eledredón, mirando por la ventana elcementerio en la colina.

Y el tejo. Que solo era un tejo.—Hola, cariño —dijo con una

sonrisa, pero él supo por las líneasalrededor de los ojos que le dolía, ledolía como solo le había dolido una vezantes. Entonces tuvieron que ingresarla yno le dieron el alta hasta casi quincedías después. Fue la última SemanaSanta, y el tiempo que pasó Conor encasa de su abuela estuvo a punto deacabar con los dos.

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—¿Qué pasa? ¿Por qué van aingresarte otra vez?

Ella dio unas palmaditas en eledredón para que se sentara a su lado.

Él se quedó donde estaba.—¿Qué pasa?Su madre todavía sonreía, pero

ahora con una sonrisa más tensa; pasólos dedos por el dibujo bordado deledredón, aquellos osos pardos de losque Conor se había cansado hacía años.Se había atado el pañuelo rojoalrededor de la cabeza, pero sinajustarlo, y se le veía el cráneo peladodebajo. Conor no creía que hubierallegado a probarse las viejas pelucas de

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su abuela.—Me pondré bien —dijo ella—. De

verdad.—¿De verdad? —preguntó él.—Hemos pasado antes por esto,

Conor —dijo ella—. Así que no tepreocupes. Me he sentido muy mal antesy me han ingresado y se han ocupado deello. Eso será lo que pase esta vez. —Dio otra palmadita en el edredón—. ¿Noquieres venir a sentarte con tu mamá,que está mayor y fatigada?

Conor tragó saliva, pero entonces asu madre se le iluminó la cara y él supoque sonreía de verdad. Se acercó a lacama y se sentó junto a ella en el lado de

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la ventana. Ella le pasó la mano por elpelo, apartándoselo de los ojos, y Conorvio lo delgado que tenía el brazo, comosi solo fuera piel y huesos.

—¿Por qué viene papá?La mano de su madre se detuvo,

luego bajó a su regazo.—Hace mucho que no lo ves. ¿No te

hace ilusión que venga?—A la abuela no parece que le haga

mucha.—Bueno, ya sabes lo que piensa ella

de tu padre. No le hagas caso. Túpásatelo bien con él.

Se quedaron sentados en silenciounos instantes.

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—Hay algo más —dijo Conor porfin—. ¿Verdad?

Sintió que su madre se incorporabaun poco.

—Mírame, hijo —dijo dulcemente.Él se volvió para mirarla, aunque

habría pagado un millón de libras por notener que hacerlo.

—Este último tratamiento no estáhaciendo lo que se esperaba —dijo ella—. Eso solo quiere decir que van atener que ajustarlo, probar con otracosa.

—¿Solo es eso? —preguntó Conor.—Solo es eso. Pueden probar

todavía con muchas más cosas. Es

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normal. No te preocupes.—¿Estás segura?—Estoy segura.—Porque… —Y ahí Conor se calló

un segundo y miró al suelo—. Porqueme lo podrías decir, ya lo sabes.

Y entonces ella lo rodeó con susbrazos, tan delgados ahora, tan blandosantes cuando lo abrazaba. No decíanada, solo lo abrazaba. Conor volvió amirar por la ventana, y al poco su madrese volvió y también miró.

—Sabes que eso es un tejo,¿verdad? —dijo ella por fin.

Conor entornó los ojos, pero no enseñal de protesta.

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—Sí, mamá, me lo has dicho cientosde veces.

—Échale un ojo mientras yo noestoy, ¿vale? —dijo ella—. Asegúratede que sigue ahí cuando yo vuelva.

Y Conor supo que estaba diciéndoleque volvería, así que asintió y sequedaron los dos contemplando el árbol.

Que, por mucho que lo miraran,seguía siendo un árbol.

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La casa de la abuela

Cinco días. Hacía cinco días que noveía al monstruo.

Quizá no sabía dónde vivía suabuela. O quizá estaba demasiado lejospara que fuera hasta allí. De todasformas, aunque la casa de la abuela eracon diferencia más grande que la deConor y su madre, apenas tenía jardín.Había llenado el jardín trasero concobertizos, un estanque con piedras y un«despacho» con paneles de madera quehabía instalado en el centro y que eradonde hacía la mayor parte de su trabajo

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como agente inmobiliario, unaocupación tan aburrida que, cuando ellase ponía a describirla, Conor nuncaescuchaba más allá de la primera frase.Todo lo demás eran veredas de ladrilloy flores en tiestos. No había espaciopara un árbol. Ni siquiera había hierba.

—No te quedes ahí pasmado,jovencito —dijo su abuela, asomada a lapuerta de atrás y poniéndose unpendiente—. Tu padre estará prontoaquí, y yo me voy a ver a tu madre.

—No estaba pasmado —dijo Conor.—Y qué tendrá que ver el tocino con

la velocidad. Ven, entra.Su abuela desapareció dentro de la

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casa, y él la siguió con desgana. Eradomingo, el día en que su padre iría abuscarlo desde el aeropuerto. Lorecogería, irían a ver a su madre, yluego pasarían el día juntos como«padre e hijo». Conor estaba casi segurode que eso significaba otra ronda de«Tenemos que hablar». Su abuela noestaría en casa cuando llegara su padre.Y eso le venía bien a todo el mundo.

—Haz el favor de llevarte lamochila del recibidor —dijo ella,pasando por su lado y cogiendo el bolso—. No vaya a pensar tu padre que tetengo en una pocilga.

—Difícil que lo piense —dijo

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Conor entre dientes mientras ellaexaminaba su maquillaje en el espejodel recibidor.

La casa de su abuela estaba máslimpia que la habitación de su madre enel hospital. La señora de la limpieza,Marta, iba los miércoles, pero Conor noentendía para qué se molestaba. Suabuela se levantaba temprano para pasarla aspiradora, hacía la colada cuatroveces a la semana, y una vez por semanalimpiaba el baño antes de irse a la cama.No dejaba ni que los cacharros pasaranpor el fregadero antes de meterlos en ellavavajillas, y una vez hasta le quitó elplato a Conor cuando todavía no había

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terminado.«Una mujer de mi edad que vive

sola… —decía al menos una vez al día—. Si no estoy yo en todo, ¿quién lo vaa estar?». Lo decía como un reto, comodesafiando a Conor a que contestara.

Lo llevaba al colegio en coche;Conor llegaba pronto todos los días, yeso que eran cuarenta y cinco minutos deviaje. Cada día, cuando él salía delcolegio, ella lo estaba esperando y seiban derechos al hospital. Solíanquedarse una hora o así, excepto si sumadre estaba demasiado cansada parahablar (había ocurrido dos veces en losúltimos cinco días), y luego se iban a

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casa de su abuela, donde él hacía losdeberes y ella encargaba por teléfonoalgo de comida para llevar que nohubieran probado todavía.

Era como el verano en que Conor ysu madre se alojaron en una pensión enCornwall. Pero más limpio. Y más deordeno y mando.

—A ver, Conor —dijo ellaponiéndose la chaqueta del traje. Eradomingo, pero no tenía que enseñarninguna casa, así que Conor no entendíapor qué se había arreglado tanto solopara ir al hospital. Sospechó que quizáquería que su padre se sintieraincómodo—. Puede que tu padre no se

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dé cuenta de lo cansada que está tumadre, ¿vale? —dijo ella—. Así queentre los dos tendremos que asegurarnosde que no se quede demasiado tiempo.—Se miró otra vez en el espejo y bajóla voz—. Aunque hasta ahora eso nohaya sido un problema.

Se dio la vuelta y agitó una manoque parecía una estrella de mar a modode despedida.

—Sé bueno —dijo.La puerta se cerró detrás de ella con

un sonoro golpe. Conor estaba solo encasa de su abuela.

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Subió a la habitación de invitados,donde dormía. Su abuela la llamaba «lahabitación de Conor», sin embargo élsiempre decía «la habitación deinvitados», y entonces su abuela movíala cabeza y decía algo entre dientes.

Pero ¿qué esperaba? No se parecíaen nada a su habitación. No se parecía ala habitación de nadie, y menos a la deun chico. Tenía las paredes desnudas yblancas salvo por tres grabadosdiferentes de barcos veleros; su abueladebía de pensar que eso le gustaría a unchico. Las sábanas y el edredón eran

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también de un blanco cegador, y solohabía otro mueble, un armario de robletan grande como para comer dentro.

Podría haber sido una habitacióncualquiera de una casa cualquiera en unplaneta cualquiera de un lugarcualquiera del universo. No le gustabaestar en ella, ni siquiera para escapar desu abuela. Ahora solo había subido paracoger un libro, pues su abuela habíaprohibido los juegos de ordenador en sucasa. Sacó el libro de la mochila y alsalir de la habitación, miró por laventana que daba al jardín de la parte deatrás.

Solo senderos de piedra, cobertizos

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y el despacho.Nada que le devolviera la mirada.

El salón era uno de esos salones en losque no se sienta nunca nadie. Su abuelano lo dejaba entrar, no fuera a mancharla tapicería, así que sería allí dondeesperaría a que llegara su padre leyendoel libro.

Conor se dejó caer en el sofá, quetenía unas patas de madera curvadas ytan finas que parecía que llevabatacones. Enfrente había una vitrina llenade platos expuestos y tazas con tantasflorituras que parecía imposible beber

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sin cortarse los labios. Sobre lachimenea estaba el reloj favorito de suabuela, que solo ella podía tocar. Lohabía heredado de su madre, y llevabaaños diciendo que lo iba a llevar a laFeria de Antigüedades para que se lotasaran. En la parte de abajo tenía unpéndulo que oscilaba, y daba la horacada quince minutos, tan alto que tehacía dar un brinco si no lo esperabas.Toda la estancia era como un museo decómo vivía la gente antiguamente. Nisiquiera había televisión. Estaba en lacocina y casi nunca la encendían.

Se puso a leer. ¿Qué otra cosa podíahacer?

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Había tenido la esperanza de hablar consu padre antes de que cogiera el avión,pero entre las visitas al hospital y ladiferencia horaria y las migrañas tanoportunas de su nueva mujer iba a tenerque esperar a que llegara.

Cuando fuera que llegara. Conormiró el reloj de péndulo. La una menosveinte. Daría el cuarto en cinco minutos.

Cinco vacíos y silenciosos minutos.Se dio cuenta de que estaba

nervioso. Hacía mucho tiempo que noveía a su padre en persona, fuera delSkype. ¿Estaría cambiado? ¿EstaríaConor cambiado?

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Y luego estaban las otras preguntas.¿Por qué venía precisamente ahora? Sumadre no tenía buen aspecto, peorincluso tras cinco días en el hospital,pero aún confiaba en la medicaciónnueva que le estaban dando. Faltabanmeses para Navidad, y el cumpleaños deConor ya había pasado. Así que ¿porqué ahora?

Miró el suelo, cuyo centro estabacubierto por una alfombra oval muy caray que parecía muy vieja. Se agachó,levantó uno de los bordes y miró laspulidas tablas debajo. Había un nudo enuna de ellas. Pasó el dedo, pero la tablaera tan vieja y tan lisa que no se notaba

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la diferencia entre el nudo y el resto.—¿Estás ahí? —susurró Conor.El timbre de la puerta sonó y Conor

dio un brinco. Salió del salón másnervioso de lo que pensaba que sepondría. Abrió la puerta de la calle.

Allí estaba su padre: muy cambiadopero igual que siempre.

—Hey, hijo —dijo su padre de esaforma tan extraña con la que EstadosUnidos le estaba moldeando la voz.

Conor sonrió de oreja a oreja, comohacía al menos un año que no sonreía.

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Colega

—¿Cómo te va, colega? —le preguntósu padre mientras esperaban que lacamarera les sirviera las pizzas.

—¿Colega? —preguntó Conorlevantando una ceja.

—Perdona —dijo su padresonriendo con timidez—. EstadosUnidos es casi un idioma aparte.

—Cada vez que hablo contigo tu vozes más rara.

—Bueno… —Su padre jugueteó conla copa de vino—. Me alegro de verte.

Conor le dio un sorbo a la Coca-

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Cola. Su madre se encontraba realmentemal cuando llegaron al hospital.Tuvieron que esperar a su abuela paraque la ayudara a salir del baño, yentonces estaba tan cansada que todo loque pudo decir fue «Hola, cariño», aConor, y «¿Qué tal, Liam?», a su padre,antes de quedarse dormida. Su abuelales pidió que se marcharan a los pocosminutos, y puso tal cara que su padre nose atrevió a rechistar.

—Tu madre es, esto… —decía supadre en ese momento, con los ojosentrecerrados pero sin mirar nada enparticular—. Es una persona muyluchadora, ¿verdad?

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Conor se encogió de hombros.—¿Cómo te va, Con?—Me has preguntado eso como

ochocientas veces desde que llegaste —dijo Conor.

—Perdona.—Estoy bien —dijo Conor—. A

mamá están poniéndole una medicaciónnueva. Hará que se sienta mejor. Tienemal aspecto, pero ya ha estado así antes.¿Por qué todo el mundo se comportacomo si…? —Se calló y dio otro sorboa la Coca-Cola.

—Tienes razón, hijo —dijo su padre—. Tienes toda la razón. —Dejó la copaen la mesa y empezó a girarla sobre la

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base—. Sin embargo, vas a tener que servaliente por ella, Con. Vas a tener queser muy valiente, mucho, por ella.

—Hablas como en las películasamericanas.

Su padre rió bajito.—Tu hermana está muy bien. Ya casi

anda.—Mi medio hermana —dijo Conor.—Estoy deseando que la conozcas

—dijo su padre—. Tenemos queorganizar una visita pronto. Quizáincluso estas Navidades. ¿Te gustaría?

Conor miró a su padre a los ojos.—¿Y mamá?—Lo he hablado con tu abuela. Diría

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que no le parece mal, siempre y cuandote mandemos de vuelta a tiempo para elnuevo trimestre en el colegio.

Conor pasó una mano por el bordede la mesa.

—Entonces ¿solo sería una visita?—¿A qué te refieres? —dijo su

padre, parecía sorprendido—. Unavisita en vez de… —lo dejó ahí, yConor supo deducir lo que quería decir—. Conor…

Pero de repente Conor no quería queterminara la frase.

—Hay un árbol que viene avisitarme —dijo hablando rápido;empezó a quitarle la etiqueta a la botella

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de Coca-Cola—. Viene a casa por lanoche, me cuenta historias.

Su padre parpadeó, desconcertado.—¿Qué?—Al principio creía que era un

sueño —dijo Conor, raspando laetiqueta con la uña del pulgar—, perocuando me despertaba siempre habíahojas y arbolitos que brotaban del suelo.Los he ido escondiendo para que nadielo descubra…

—Conor…—Todavía no ha ido a casa de la

abuela. Supongo que porque vivedemasiado lejos…

—¿Qué estás…?

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—Pero ¿qué importaría la distanciasi solo fuera un sueño? ¿Acaso un sueñono podría cruzar toda la ciudadandando? No si es tan viejo como latierra y tan grande como el mundo…

—Conor, déjalo ya…—No quiero vivir con la abuela —

dijo Conor de repente con una voz tanfuerte y engolada que parecía que loestaba ahogando. Fijó la mirada en laetiqueta de la botella de Coca-Cola ysiguió raspando con la uña del pulgar elpapel mojado—. ¿Por qué no puedo ir avivir contigo? ¿Por qué no puedo ir aEstados Unidos?

Su padre se pasó la lengua por los

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labios.—Te refieres a cuando…—La casa de la abuela es la casa de

una señora mayor —dijo Conor.Su padre soltó una risita.—Pienso decirle que la has llamado

señora mayor.—No puedes tocar nada ni sentarte

en ningún sitio —dijo Conor—. Nopuedes dejar nada desordenado nisiquiera un segundo. Y solo tieneinternet en el despacho de fuera, y ahí nome deja entrar.

—Estoy seguro de que podemoshablar con ella de esas cosas. Estoyseguro de que hay un montón de espacio

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en la casa para que todo sea más fácil,para que tú te sientas cómodo.

—¡No quiero estar cómodo en esacasa! —dijo Conor levantando la voz—.Quiero mi propia habitación en mipropia casa.

—En Estados Unidos tampocotendrías eso —dijo su padre—. Casi notenemos sitio ni para nosotros tres, Con.Tu abuela tiene mucho más dinero yespacio que nosotros. Además, tú vas alcolegio aquí, tus amigos están aquí, todatu vida está aquí. Sería injusto sacartesin más de todo eso.

—¿Injusto para quién? —preguntóConor.

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Su padre suspiró.—A eso me refería —dijo—. A eso

me refería cuando te dije que ibas atener que ser valiente.

—Eso es lo que me dice todo elmundo —repuso Conor—. Como sisignificara algo.

—Lo siento —dijo su padre—. Séque parece algo completamente injusto,y me gustaría tanto que fuera diferente…

—¿De veras?—Pues claro que sí. —Su padre se

inclinó sobre la mesa—. Pero es mejorasí. Ya lo verás.

Conor tragó saliva, seguía sinmirarlo a los ojos. Luego tragó saliva

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otra vez.—¿Podríamos hablar de esto cuando

mamá se recupere?Su padre volvió a echarse hacia

atrás despacio.—Pues claro, colega. Eso es

exactamente lo que haremos.Conor lo miró.—¿Colega?Su padre sonrió.—Perdona. —Levantó la copa y

bebió hasta que no quedó nada de vino.La dejó encima de la mesa y chasqueó lalengua, luego le dirigió a Conor unamirada inquisitiva—. ¿Qué era todo esoque decías de un árbol?

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Pero llegó la camarera y se hizo unsilencio mientras dejaba las pizzasdelante de ellos.

—Americana —dijo Conor mirandola suya con el ceño fruncido—. Si estapizza hablara, seguro que tendría tuacento.

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Los estadounidensesno tienen muchas

vacaciones

—Parece que tu abuela no ha llegadotodavía —dijo el padre de Conoraparcando el coche de alquiler delantede la casa de su abuela.

—A veces vuelve al hospital cuandoyo ya me he acostado —dijo Conor—.Las enfermeras la dejan dormir en unsillón.

Su padre asintió con la cabeza.—Puede que yo no le caiga bien —

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dijo—, pero eso no quiere decir que seamala persona.

Conor miró la casa por la ventanilla.—¿Hasta cuándo te quedas? —

preguntó. Le había dado miedopreguntarlo antes.

Su padre soltó un largo suspiro, eltipo de suspiro que anunciaba malasnoticias.

—Solo unos días, me temo.Conor se volvió hacia él.—¿Nada más?—Los estadounidenses no tienen

muchas vacaciones.—Tú no eres estadounidense.—Pero ahora vivo allí. —Sonrió

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nervioso—. Llevas toda la nocheburlándote de mi acento.

—Entonces ¿para qué has venido?—preguntó Conor—. ¿Por qué te hasmolestado en venir?

Su padre esperó un momento antesde responder.

—He venido porque tu madre me lopidió. —Parecía que iba a decir algomás, pero no lo hizo.

Conor tampoco dijo nada.—Pero volveré —dijo su padre—.

Ya sabes, cuando haga falta. —Y añadióen un tono más animado—: ¡Y enNavidad irás a visitarnos! Lo pasaremosmuy bien.

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—En esa casa tuya en la que no secabe y donde no hay sitio para mí —dijoConor.

—Conor…—Y luego volveré aquí para ir al

colegio.—Con…—¿Para qué has venido? —preguntó

Conor otra vez, en voz baja.Su padre no respondió. Se abrió un

silencio tal en el coche que tuvieron lasensación de estar sentados en losextremos opuestos de un desfiladero.Entonces su padre alzó una mano paraposarla en el hombro de Conor, peroConor se apartó y abrió la puerta para

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salir del coche.—Espera, Conor.Conor esperó pero no se dio la

vuelta.—¿Quieres que entre contigo hasta

que vuelva tu abuela? —preguntó supadre—. Para hacerte compañía…

—Estoy bien solo —dijo Conor, ysalió del coche.

La casa estaba en calma cuando entró.¿Por qué no iba a ser así?

Estaba solo.Se tiró otra vez en el sofá, y oyó

cómo crujía con el impacto. Era un

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sonido tan gratificante que se levantó yse volvió a tirar. Luego se puso de pie yempezó a saltar en el sofá, las patas demadera gimieron y se arrastraron unoscentímetros por el suelo, dejando cuatroarañazos idénticos en la madera noble.

Sonrió. Aquello le sentaba bien.Bajó de un salto y dio una patada al

sofá para echarlo todavía más atrás.Apenas era consciente de que jadeaba.Sentía que le ardía la cabeza, como situviera fiebre. Levantó un pie para darleotra patada al sofá.

Entonces alzó la vista y vio el reloj.

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El preciado reloj de su abuela, colgandosobre la chimenea, con el péndulooscilando a un lado y a otro, a un lado ya otro, como si llevara su propia vidaprivada y Conor no le importara nada.

Se acercó despacio, con los puñoscerrados. Faltaba muy poco para quesonara el tong, tong, tong… de lasnueve. Conor se quedó allí hasta que elsegundero dio toda la vuelta y llegó alas doce. En el instante en que iban aempezar los tong, tong…, cogió elpéndulo, y lo sujetó en el punto más altode su oscilación.

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Oyó cómo se quejaba el mecanismodel reloj mientras la primera «t» deltong interrumpido permanecía en el aire.Con la mano libre, Conor adelantó lasmanecillas de los minutos y lossegundos pasando de las doce. Seresistían, pero empujó más y, al hacerlo,oyó un clic que no sonó precisamentebien. Las manecillas de los minutos ylos segundos se liberaron de repente delo que fuera que las sujetaba, y Conorlas hizo girar, hasta que alcanzaron a lamanecilla de la hora, y entonces arrastrótambién esa, mientras se oían lastimerostongs que solo sonaban a medias y másclics dolorosos que salían de dentro de

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la caja de madera.Sintió que las gotas de sudor le

surcaban la frente y que el pecho leardía por el calor.

(… casi como en la pesadilla, conesa fiebre que le hacía ver el contornodel mundo borroso y saliéndose de sueje, pero en ese momento el quemandaba era él, en ese momento lapesadilla era él…).

La segunda manecilla, la más fina delas tres, de pronto se desgajó de laesfera con un chasquido, dio un bote enla alfombra que cubría el suelo ydesapareció entre las cenizas de lachimenea.

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Conor dio al instante un paso atrás ysoltó el péndulo. Este cayó hasta supunto central pero ya no volvió aoscilar. No se oía el tictac ni elcaracterístico zumbido que el reloj solíahacer cuando estaba en marcha. Lasmanecillas seguían clavadas donde lashabía dejado.

Ohoh.

Cuando Conor se dio cuenta de lo quehabía hecho se le encogió el estómago.

«Oh, no», pensó.«Oh, no».Lo había roto.

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Un reloj que quizá valiera más quela carraca de coche que tenía su madre.

Su abuela lo iba a matar, quizáliteralmente, lo iba a matar…

Entonces se dio cuenta.La manecilla de las horas y la de los

minutos se habían parado a una horaconcreta.

Las 00.07.—Como ejemplo de destrucción —

dijo el monstruo detrás de él—, esto esbastante penoso.

Conor se dio la vuelta rápidamente. Dealguna manera, de algún modo, el

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monstruo había entrado en el salón de suabuela. Era demasiado grande, porsupuesto, y tenía que agacharse mucho,pero mucho, para caber debajo deltecho; las ramas y las hojas se retorcíany se apretaban para ocupar menosespacio, pero allí estaba, llenando todoslos huecos.

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—Es el tipo de destrucción que uno

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esperaría de un muchacho —dijo, y sualiento le echó el pelo hacia atrás.

—¿Qué haces aquí? —preguntóConor. Sintió un súbito ramalazo deesperanza—. ¿Estoy dormido? ¿Esto esun sueño? Como cuando rompiste laventana de mi cuarto y me desperté y…

—He venido a contarte la segundahistoria —dijo el monstruo.

Conor soltó un sonido deexasperación y volvió a mirar el relojroto.

—¿Será tan mala como la última? —preguntó, preocupado.

—Termina con una destrucción comoDios manda, si es que te refieres a eso.

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Conor se volvió hacia el monstruo.La expresión de su cara había dadoforma a lo que reconoció como susonrisa malvada.

—¿Es una historia tramposa? —preguntó Conor—. ¿Que parece que va aser de una manera y luego es de otracompletamente distinta?

—No —dijo el monstruo—. Essobre un hombre que solo pensaba en símismo. —El monstruo sonrió otra vez,lo que le dio un aspecto todavía másperverso—. Y recibe un castigo duro deverdad.

Conor se quedó parado respirandodurante un segundo, pensando en el reloj

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roto, en los arañazos en la maderanoble, en las bayas venenosas que caíandel monstruo sobre el suelo limpio de suabuela.

Pensó en su padre.—Te escucho —dijo Conor.

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La segunda historia

—Hace ciento cincuenta años —empezóel monstruo—, esta tierra se habíatransformado en un lugar lleno deindustrias. Las fábricas crecían en elpaisaje como la mala hierba. Se talaronárboles, se destruyeron los campos, losríos se volvieron negros. El cielo seasfixiaba por el humo y la ceniza, ytambién la gente, que no paraba de tosery rascarse, siempre con la vista baja,mirando el suelo. Las aldeas seconvirtieron en pueblos; los pueblos, enciudades. Y la gente empezó a vivir

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sobre la tierra en vez de vivir en ella.»Pero había todavía espacios

verdes, si sabías dónde mirar.El monstruo abrió las manos y una

niebla invadió el salón de su abuela.Cuando se aclaró, Conor y el monstruoestaban en un campo lleno de verdor convistas a un valle de metal y ladrillo.

—Estoy dormido, ¿verdad? —dijoConor.

—Silencio —dijo el monstruo—.Aquí viene.

Y Conor vio a un hombre, con pintade amargado, pesadas ropas negras y elceño muy, muy fruncido, que subía porla colina hacia ellos.

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—En el borde de todo este verdorvivía un hombre. Su nombre no tieneimportancia, pues nadie lo usaba nunca.Los lugareños lo llamaban simplementeel boticario.

—¿El qué? —preguntó Conor.—El boticario —dijo el monstruo.—¿El qué?—Un boticario es un farmacéutico;

ya entonces era una palabra pasada demoda.

—Ah —dijo Conor—. Haberlodicho antes.

—Pero él se había ganado el nombrea pulso, porque el oficio de boticarioera antiguo, tiene que ver con los viejos

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usos de la medicina. Con hierbas ycortezas de árboles, con brebajespreparados con bayas y hojas.

—La nueva mujer de mi padre haceeso —dijo Conor mientras veían alhombre extraer una raíz de la tierra—.Tiene una tienda en la que vende cuarzosy minerales.

El monstruo arrugó el ceño.—No es ni mucho menos lo mismo.»Muchos días el boticario iba

andando a recoger hierbas y hojas por elcampo verde que rodeaba su casa. Perocon el paso de los años sus caminatas sehicieron cada vez más largas, pues lasfábricas y las carreteras se expandían

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alrededor de la ciudad como esossarpullidos que a él se le daba tan bientratar. Mientras que antes a mediamañana ya había recogido el heliacantoy la bellarosa, ahora tardaba todo el día.

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»El mundo estaba cambiando, y elboticario se convirtió en un hombreamargado. O mejor dicho, en un hombremás amargado todavía, pues siemprehabía sido un antipático. Era avariciosoy cobraba demasiado por sus curas,muchas veces más de lo que el pacientepodía pagar. Sin embargo, se sorprendíade lo poco que lo querían los lugareños,pensaba que deberían tratarlo con muchomás respeto. Y como su actitud haciaellos era penosa, la de ellos hacia éltambién lo era, hasta que, según ibapasando el tiempo, sus pacientesempezaron a buscar otros remedios másmodernos de otros curanderos más

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modernos. Lo que, como es lógico, solosirvió para hacer del boticario unhombre todavía más amargado.

La niebla los rodeó de nuevo y laescena cambió. Ahora estaban en unprado sobre un pequeño altozano. A unlado se levantaba la casa de un párrocoy en medio de un grupo de lápidasrecientes se erigía un tejo gigantesco.

—En el pueblo del boticariotambién vivía un párroco…

—Esta es la colina que hay detrás demi casa —lo interrumpió Conor. Miróalrededor, pero no vio ni la vía del trenni las hileras de casas, solo unos cuantossenderos y el lecho cenagoso de un

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arroyuelo.—El párroco tenía dos hijas —

continuó el monstruo—, que eran laalegría de sus días.

Dos chicas salieron de la casa;gritaban, se reían y se lanzaban puñadosde hierba. Corrían alrededor del troncodel tejo y se escondían la una de la otra.

—Ese eres tú —dijo Conorseñalando el árbol, que por el momentoera solo un árbol.

—Sí, vale, en las tierras querodeaban la casa del párroco tambiénhabía un tejo. Y bien bonito que era —dijo el monstruo.

—Si tú lo dices —dijo Conor.

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—Resulta que el boticario queríahacerse con el tejo a cualquier precio.

—Ah, ¿sí? —preguntó Conor—.¿Por qué?

El monstruo parecía sorprendido.—El tejo es el más importante de los

árboles medicinales —dijo—. Vivemiles de años. Sus bayas, su corteza, sushojas, su pulpa, su madera, todo bulle ycrepita y se retuerce en él lleno de vida.Mezclado y tratado por el boticarioadecuado, puede curar casi todas lasdolencias que afectan al hombre.

Conor arrugó la frente.—Eso te lo estás inventando.La cara del monstruo se oscureció

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cual una nube de tormenta.—¿Te atreves a cuestionar lo que yo

digo, muchacho?—No —dijo Conor, dando un paso

atrás al ver la ira del monstruo—. Esque nunca había oído eso antes.

El monstruo, enfadado, permanecióun rato con el entrecejo fruncido, luegosiguió con la historia.

—Para recolectar esas cosas delárbol, el boticario tendría que haberlotalado. Y el párroco no se lo permitía.El tejo llevaba en aquel terreno desdemucho antes de que se destinara a laparroquia. Habían empezado a dar usoal cementerio y había planes de

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construir una iglesia nueva. El tejoprotegería la iglesia de la lluviatorrencial y de las inclemencias deltiempo, y el párroco, por muchas vecesque el boticario se lo pidiera, y se lopidió muchas, no le dejaba acercarse alárbol.

Bien. El párroco era un hombreilustrado, y también amable. Quería lomejor para su congregación, sacarlos dela edad oscura de la superstición y labrujería. Predicaba contra los viejosusos del boticario, y este, con sucarácter de mil demonios y su avaricia,contribuía en gran medida a que estossermones no cayeran en saco roto. Su

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negocio se redujo todavía más.Pero entonces un día las hijas del

párroco cayeron enfermas, primero una,y luego la otra, por una epidemia que sehabía extendido por toda la comarca.

El cielo se oscureció, y Conor oyólas toses de las hijas dentro de la casadel párroco, oyó también al párrocorezando en voz alta y el llanto de lamujer del párroco.

—Nada de lo que hizo el párrocosirvió de ayuda. Ni las oraciones, ni lascuras de un médico moderno que vivíados pueblos más arriba, ni los remediosdel campo que le ofrecían tímidamente yen secreto sus feligreses. Nada. Las

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hijas se consumían y se acercaban a lamuerte. Finalmente, no quedaba otraopción que acudir al boticario. Elpárroco se tragó su orgullo y fue asuplicarle que lo perdonara.

«Te ruego que ayudes a mis hijas»,pidió el párroco, de rodillas a la puertadel boticario. «Si no lo haces por mí,hazlo al menos por mis dos hijasinocentes».

«¿Por qué iba a hacerlo?», preguntóel boticario. «Has alejado a mi clientelacon tus prédicas. Me has negado el tejo,la mejor fuente de curación que tengo.Has vuelto al pueblo en mi contra».

«Podrás quedarte con el tejo», dijo

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el párroco. «Predicaré sermones a tufavor. Diré a mis feligreses que acudan ati para cualquier dolencia que tengan. Tedaré todo lo que me pidas a cambio deque salves a mis hijas».

El boticario estaba sorprendido.«¿Estarías dispuesto a renunciar a

todo aquello en lo que crees?».«Si sirviera para salvar a mis hijas»,

dijo el párroco, «renunciaría a todo».«Entonces», dijo el boticario

cerrándole la puerta en las narices, «nopuedo hacer nada por ti».

—¿Qué? —dijo Conor.—Esa misma noche las dos hijas del

párroco murieron.

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—¿Qué? —dijo Conor de nuevo,con una sensación igual que la de lapesadilla creciéndole en las entrañas.

—Y esa misma noche, eché a andar.—¡Bien! —gritó Conor—. Ese

imbécil se merece un buen castigo.—Eso pensé yo también —dijo el

monstruo.»Poco antes de la medianoche

arranqué de sus cimientos la casa delpárroco.

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El resto de la segundahistoria

—¿La del párroco? —exclamó Conor.—Sí —dijo el monstruo—. Tiré el

tejado al valle que había más abajo ytumbé a puñetazos todas las paredes desu casa.

La casa del párroco seguía delantede ellos, y Conor vio que el tejo seconvertía en el monstruo y, hecho unafuria, se ponía a golpear la casa delpárroco. De pronto la puerta se abrió yel párroco y su mujer huyerondespavoridos. El monstruo les lanzó el

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tejado y no les dio por poco.—¿Qué estás haciendo? —dijo

Conor—. ¡El boti como se diga es elmalo!

—¿Sí? —preguntó detrás de él elmonstruo de verdad.

Hubo un estruendo: el otro monstruoestaba derribando la pared frontal de lacasa del párroco.

—¡Pues claro que sí! —gritó Conor—. ¡No quiso curar a las hijas delpárroco! ¡Y murieron!

—El párroco se negó a creer que elboticario era capaz de curar —dijo elmonstruo—. Cuando todo iba bien, casiacabó con el boticario, pero cuando las

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cosas se torcieron, no le importórenunciar a todas sus creencias si esopodía salvar a sus hijas.

—¿Y qué? —dijo Conor—.¡Cualquiera habría hecho lo mismo!¡Cualquiera habría hecho lo mismo!¿Qué esperabas que hiciera?

—Esperaba que le hubiera dado eltejo al boticario la primera vez que se lopidió.

Esto dejó a Conor sin palabras. Seoyó el estrépito de otra pared que sederrumbaba en la casa del párroco.

—¿Habrías dejado que te mataran?—Soy mucho más que un árbol —

dijo el monstruo—, pero sí, habría

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dejado que hicieran astillas el tejo.Habría salvado a las hijas del párroco.Y a muchos, muchos otros además de aellas.

—¡Pero habría matado el árbol y sehabría hecho rico! —gritó Conor—. ¡Elboticario era malo!

—Era avaricioso y maleducado yestaba amargado, pero también eracurandero. El párroco, sin embargo,¿qué era? No era nada. La creencia es lamitad de toda curación. La creencia enla cura, la creencia en el futuro que nosespera. Y he aquí un hombre que vivíade la creencia, pero que la sacrificó a laprimera de cambio, justo cuando más la

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necesitaba. Creía de un modo egoísta ytemeroso. Y eso les costó la vida a sushijas.

—Dijiste que esta era una historiasin trucos.

—Dije que esta era una historia deun hombre que recibió su castigo poregoísta. Y eso es lo que es.

Conor miró otra vez al monstruo queestaba destruyendo la casa del párroco.Una pierna monstruosa y gigantesca tiróde una patada una escalera. Un brazomonstruoso y gigantesco demolió lashabitaciones.

—Dime, Conor O’Malley —lepreguntó el monstruo detrás de él—. ¿Te

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gustaría unirte a nosotros?

—¿Unirme a vosotros? —dijoConor, sorprendido.

—Te aseguro que es de lo másgratificante.

El monstruo dio un paso adelante,uniéndose a su segundo yo, y atravesócon un pie gigante un sofá no muydistinto del de la abuela de Conor. Elmonstruo miró a Conor, expectante.

—¿Qué quieres que destruya? —preguntó; dio otro paso hacia el segundomonstruo y, tras una imagenterriblemente borrosa, los dos se

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fundieron en un solo monstruo todavíamás grande—. Espero tus órdenes,muchacho.

Conor empezó a respirarentrecortadamente. El corazón le latía amil por hora y aquella sensación febrilse había apoderado de él de nuevo.Esperó durante un largo instante.

—Tira abajo la chimenea —dijo alcabo.

El puño del monstruo saliódisparado al instante y la chimenea cayócon un estruendo.

Conor respiraba como si fuera él elque estuviera destruyéndolo todo.

—Tira las camas —dijo.

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El monstruo cogió las camas de losdos dormitorios, que ya no tenían tejado,y las lanzó con tanta fuerza que parecíaque llegarían volando casi hasta la líneadel horizonte.

—¡Destroza los muebles! —gritóConor—. ¡Destrózalo todo!

El monstruo pisoteaba todos losmuebles que encontraba, entre crujidos yestallidos que lo llenaban desatisfacción.

—¡HAZLO TODO AÑICOS! —rugió Conor, y el monstruo rugió a suvez y derrumbó las paredes quequedaban en pie. Conor echó a correrpara ayudarlo, tomó una rama del suelo

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y rompió los cristales de las ventanasque todavía los conservaban. Gritaba tanfuerte que no podía oír sus propiospensamientos, perdido en aquel frenesíde destrucción, enceguecido,destrozando y destrozando ydestrozando. El monstruo tenía razón,era muy gratificante. Conor gritó hastaque se quedó ronco, destrozó hasta quele dolían los brazos, rugió hasta casiquedar exhausto. Cuando por fin paró,vio que el monstruo lo miraba ensilencio, lejos de los escombros. Conorjadeaba y se apoyaba en la rama paramantener el equilibrio.

—Ahora sí —dijo el monstruo—,

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esto sí es una destrucción como Diosmanda.

Y de repente estaban de vuelta en elsalón de la abuela.

Conor vio que no había dejado casinada sin destruir.

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La destrucción

El sofá estaba hecho pedazos. Todas laspatas de madera estaban rotas, latapicería, rajada y desgarrada, habíapuñados del relleno por todo el suelo,además de los restos del reloj,arrancado de la pared y hecho añicoscasi irreconocibles. También estabandestrozadas las lámparas y las dosmesitas que había a ambos lados delsofá, así como la estantería bajo losventanales, de cuyos libros no quedabani una hoja intacta. Hasta el papel de lapared había sido arrancado en tiras

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sucias e irregulares. Lo único quequedaba en pie era la vitrina, aunque laspuertas de cristal estaban rotas y todo loque contenía había caído al suelo.

Conor se quedó allí parado enestado de shock. Se miró las manos:estaban cubiertas de arañazos y desangre, tenía las uñas rotas y arrancadas,y le dolían del esfuerzo.

—Oh, Dios —susurró.Se dio la vuelta para mirar al

monstruo.Ya no estaba allí.—¿Qué has hecho? —gritó en

aquella calma súbita.Era imposible que hubiera hecho

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todo eso él solo.Imposible.¿O no?—Oh, Dios —dijo otra vez—. Oh,

Dios.—La destrucción es algo muy

gratificante —escuchó, pero era comouna voz en la brisa, algo que casi noestaba allí.

Y entonces oyó el coche de suabuela en la entrada.

No había escapatoria. Ni tiempo parasalir por la puerta de atrás y huir adonde fuera que ella no lo encontrara

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jamás.Pero, pensó, ni siquiera su padre se

lo llevaría cuando averiguase lo quehabía hecho. Nunca dejarían que unchico capaz de aquello fuera a vivir enuna casa con un bebé…

—Oh, Dios —dijo Conor otra vez;el corazón le latía tan fuerte que casi sele salía del pecho.

Su abuela metió la llave en lacerradura y abrió la puerta.

En la décima de segundo que siguió a suentrada en la casa, mientras se dirigía alsalón todavía hurgando en el bolso,

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antes de que se diera cuenta de dóndeestaba Conor o de lo que había pasado,él le vio la cara, vio lo cansada queestaba pero ninguna noticia, ni buena nimala, solo lo mismo de todas las nochesen el hospital con la madre de Conor, lomismo de todas las noches que lasestaba dejando a las dos tan delgadas.

Entonces ella levantó la vista.—¿Qué…? —dijo, se calló para no

decir «demonios» delante de Conor. Sequedó petrificada, agarrada todavía albolso. Solo sus ojos se movían,asimilando incrédula la destrucción delsalón, casi negándose a ver lo querealmente había allí. Conor ni siquiera

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la oía respirar.Y entonces lo miró a él, con la boca

abierta, con los ojos como platos. Lovio de pie en medio de todo, con lasmanos ensangrentadas por su labor.

Se le cerró la boca, pero no con ladura mueca de siempre. Le temblaba,como si estuviera haciendo esfuerzospor no llorar, como si le costaramantener el resto de la cara en su sitio.

Y entonces gimió, desde lo máshondo, con la boca cerrada.

Era un sonido tan lastimero queConor tuvo que hacer un esfuerzo parano taparse los oídos.

Gimió otra vez. Y otra. Y luego otra

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vez, hasta que fue un único sonido, unúnico y horrible gemido sin final. Se lecayó el bolso al suelo. Se puso laspalmas de las manos en la boca como sieso fuera a detener el horrible sonido dedolor, de queja y de lamento que le salíaa borbotones.

—¿Abuela? —dijo Conor en vozalta y tensa, aterrorizado.

Y entonces su abuela gritó.Retiró las manos, las cerró en

sendos puños, abrió completamente laboca y gritó. Gritó tan fuerte que Conoral final se tapó los oídos. No lo miraba,no miraba nada, solo le gritaba al aire.

Conor nunca en toda su vida había

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tenido tanto miedo. Era como estar en elfin del mundo, casi como estar vivo ydespierto en su pesadilla, los gritos, elvacío…

Entonces su abuela entró en el salón.

Se abrió paso a patadas entre losescombros casi como si no los viera.Conor se apartó rápidamente de sucamino y tropezó con los restos del sofá.Levantó una mano para protegerse,esperando los tortazos que iban a caerleen cualquier momento…

Pero su abuela no iba a por él.Pasó de largo, con la cara

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contorsionada por el llanto, el gemidosaliéndole otra vez de dentro. Fue hastala vitrina, lo único que quedaba en pieen el salón.

Y la aferró por un lado…Y tiró de ella con todas sus fuerzas

una vez…Dos veces…Y una tercera vez.La estantería se vino

estrepitosamente abajo y se estrellócontra el suelo con un crujido final.

Su abuela emitió un último gemido,se inclinó hacia delante y apoyó lasmanos en las rodillas; jadeaba.

No miró a Conor, no lo miró ni una

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sola vez cuando se puso derecha y saliódel salón; dejó el bolso donde se lehabía caído, se fue directa a suhabitación y cerró la puerta despacio.

Conor se quedó allí un rato, no sabía sidebía moverse o no.

Después de lo que pareció unaeternidad, fue a la cocina de su abuela apor bolsas de basura. Estuvo trabajandoentre aquel caos hasta bien entrada lanoche, pero era mucho para él. Clareabael alba cuando por fin se rindió.

Subió la escalera, ni siquiera semolestó en lavarse la mugre y la sangre

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seca. Al pasar junto a la habitación desu abuela supo por la luz que se colababajo la puerta que todavía estabadespierta.

La oyó llorar.

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Invisible

Conor se quedó esperando en el patiodel colegio.

Había visto a Lily. Estaba con ungrupo de chicas a las que él sabía queLily no les caía muy bien y que ellastampoco le caían bien a ella, pero allíestaba, en silencio mientras las otras noparaban de hablar. Conor se sorprendióbuscando su mirada, pero ella no lomiró. Como si ya no lo viera.

Así que esperó solo, apoyado contraun muro de piedra, lejos de los otroschicos que chillaban y reían y miraban

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sus móviles como si nada malo pasaraen el mundo, como si en la inmensidaddel universo a ellos nunca pudierapasarles nada.

Entonces los vio. Harry, Sully yAnton, atravesando el patio hacia él, conlos ojos de Harry fijos en él, serio peroal acecho, y sus compinchesprometiéndoselas muy felices.

Se acercaban. Conor sintió que leflaqueaban las fuerzas de puro alivio.

Aquella mañana había dormido losuficiente para tener la pesadilla, comosi las cosas no estuvieran ya lo bastante

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mal. Había soñado otra vez con el terrory la caída, y aquello tan horroroso quepasaba al final. Se había despertadogritando. Así había comenzado un díaque no pintaba mucho mejor.

Cuando por fin se atrevió a bajar, supadre estaba en la cocina de su abuela,preparando el desayuno.

No vio a su abuela por ningunaparte.

—¿Revueltos? —preguntó su padre,levantando la sartén en la que estabahaciendo los huevos.

Conor asintió, aunque no tenía nipizca de hambre, y se sentó a la mesa.Su padre terminó de hacer los huevos y

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los puso sobre unas tostadas conmantequilla; colocó dos platos en lamesa: uno para Conor, otro para él. Sesentó y comieron.

El silencio se hizo tan pesado que aConor le costaba respirar.

—La liaste buena —dijo por fin supadre.

Conor siguió comiendo, daba losbocados más pequeños que podía.

—Me llamó esta mañana. Muy, muytemprano.

Conor tomó otro bocadomicroscópico.

—Tu madre ha empeorado, Con —dijo su padre. Conor levantó

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rápidamente la vista—. Tu abuela se haido al hospital a hablar con los médicos—siguió su padre—. Te acercaré alcolegio…

—¿Al colegio? —dijo Conor—.¡Quiero ver a mamá!

Pero su padre ya estaba negando conla cabeza.

—No es lugar para un niño en estemomento. Te llevaré al colegio y me iréal hospital, pero a la salida te recogeré yte llevaré a verla. —Su padre miró elplato—. Te recogeré antes si… esnecesario.

Conor dejó el cuchillo y el tenedoren el plato. No le apetecía comer más.

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Quizá ya no le apetecería nunca más.—Oye —dijo su padre—.

¿Recuerdas que te dije que ibas a tenerque ser valiente? Pues ese momento hallegado. —Señaló el salón—. Veocuánto te está afectando esto. —Esbozóuna sonrisa triste—. Tu abuela tambiénlo ve.

—No quería hacerlo —dijo Conor, yel corazón empezó a latirle con fuerza—. No sé qué pasó.

—No pasa nada —dijo su padre.—¿No pasa nada? —Conor arrugó

el entrecejo.—No te preocupes por eso. Más se

perdió en la guerra.

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—¿Eso qué quiere decir?—Quiere decir que vamos a hacer

como que nunca ocurrió —dijo su padrecon firmeza—, porque ahora mismoestán pasando otras cosas.

—¿Otras cosas como lo de mamá?Su padre suspiró.—Acábate el desayuno.—¿No me vais a castigar?—¿De qué serviría, Con? —dijo su

padre, moviendo la cabeza—. Dime, ¿dequé serviría?

En clase, Conor no se había enterado deuna sola palabra, pero los profesores no

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lo habían regañado por su falta deatención. La señorita Marl ni siquiera lehizo entregar la redacción de «Escribirla vida», aunque el plazo acababa esedía. Conor no había escrito ni una solafrase.

Sus compañeros también manteníanla distancia, como si oliera mal. Intentórecordar si había hablado con alguno deellos desde que llegó por la mañana.Creía que no. Lo que quería decir que nohabía hablado con nadie desde laconversación con su padre durante eldesayuno.

¿Cómo era posible?Pero allí estaba Harry. Y al menos

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eso parecía algo normal.—Conor O’Malley —dijo Harry

deteniéndose a un paso de él. Sully yAnton se quedaron detrás, riéndose.

Conor se separó del muro y dejócaer las manos en los costados,preparándose para el puñetazo queestaría al llegar.

Solo que no llegó.Harry simplemente se quedó ahí

delante. Sully y Anton también; lasonrisa se les fue encogiendo poco apoco.

—¿A qué esperas? —preguntóConor.

—Sí —le dijo Sully a Harry—, ¿a

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qué esperas?—Pégale —dijo Anton.Harry no se movió, lo miraba

fijamente. Conor no podía hacer otracosa que sostenerle la mirada, hasta quele pareció que no había nada más en elmundo aparte de Harry y de él. Lesudaban las manos. El corazón le latíadesbocado.

«Venga, hazlo», pensó, y entonces sedio cuenta de que lo decía en voz alta.

—¡Venga, hazlo!—¿Que haga qué? —dijo Harry con

calma—. ¿Qué narices quieres que haga,O’Malley?

—Quiere que le des una paliza y lo

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tumbes —dijo Sully.—Quiere que le sacudas —dijo

Anton.—¿Es cierto eso? —preguntó Harry,

y parecía realmente interesado—. ¿Eseso lo que quieres?

Conor no dijo nada, se limitó aseguir allí, con los puños cerrados.Esperando.

Y entonces sonó el timbre, muy alto,y la señorita Kwan empezó a cruzar elpatio, hablaba con otra profesora perono perdía de vista a los alumnos quehabía a su alrededor, con un ojo puestoespecialmente en Conor y Harry.

—Me parece que nunca sabremos —

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dijo Harry— lo que quiere O’Malley.Anton y Sully se rieron, aunque no

habían entendido la broma, y los tres sedieron la vuelta para entrar en clase.

Pero Harry miraba a Conor mientrasse alejaba, no apartó la vista de él enningún momento.

Mientras dejaba a Conor allí solo.Como si fuera invisible para el resto

del mundo.

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Los tejos

—Hola, cariño —dijo su madre,incorporándose un poco en la cama,cuando Conor entró por la puerta.

Conor vio cuánto le costaba hacerlo.—Estaré fuera. —Su abuela se

levantó de la silla y pasó a su lado sinmirarlo.

—Voy a por algo a la máquina,colega —dijo su padre desde la puerta—. ¿Quieres algo?

—Quiero que dejes de llamarme«colega» —respondió Conor sin apartarlos ojos de su madre.

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Que rió.—Vuelvo enseguida —dijo su padre,

y lo dejó solo con ella.—Ven, acércate.Su madre dio unos golpecitos en la

cama.Él fue hasta allí y se sentó junto a

ella, con cuidado de no tocar ni el tuboque le habían clavado en el brazo ni elque le enviaba aire a los pulmones ni elque sabía que le ponían a veces en elpecho, cuando le metían las sustanciasquímicas de color naranja brillantedurante los tratamientos.

—¿Cómo está mi Conor? —preguntólevantando una mano delgada para

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pasársela por el pelo. Él vio que teníauna mancha amarilla en el brazo,alrededor del punto en el que le habíanmetido el tubo, y pequeños moratones enla parte interior del codo.

Pero sonreía. Era una sonrisacansada, una sonrisa agotada, pero erauna sonrisa.

—Sé que debo parecer un adefesio—dijo ella.

—No, no es cierto —dijo Conor.Ella volvió a pasarle los dedos por

el pelo.—Creo que sé perdonar una mentira

piadosa.—¿Estás bien? —preguntó Conor, y

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aunque la pregunta era completamenteabsurda, ella supo lo que quería decir.

—Bueno, cariño —dijo—, hanprobado con dos cosas distintas y no hanfuncionado. Y han visto que nofuncionaban bastante antes de lo queesperaban. Si es que eso tiene sentido.

Conor negó con la cabeza.—No, para mí tampoco lo tiene, la

verdad —dijo ella.Él vio que su sonrisa se contraía, le

resultaba más difícil mantenerla. Sumadre respiró hondo, y el aire resonó,como si tuviera algo pesado dentro delpecho.

—Va todo un poco más rápido de lo

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que yo esperaba, cariño —dijo ella, y suvoz era pastosa, tanto que a Conor se leestrechó el nudo que tenía en elestómago. De pronto se alegró de nohaber comido nada desde el desayuno—. Aunque —dijo su madre; su vozseguía siendo pastosa, pero volvía asonreír— van a probar con otra cosa, unmedicamento que en algunos casos hadado buenos resultados.

—¿Por qué no lo intentaron antes?—preguntó Conor.

—¿Te acuerdas de los tratamientos?—dijo ella—. ¿Lo de perder el pelo ytodos esos vómitos?

—Pues claro.

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—Bueno, esto es algo que tomascuando lo otro no ha funcionado comoellos querían —dijo ella—. Siempre erauna posibilidad, pero esperaban no tenerque usarlo. —Bajó la mirada—. Yesperaban no tener que usarlo tanpronto.

—¿Eso quiere decir que esdemasiado tarde? —le preguntó Conorantes incluso de saber lo que estabadiciendo.

—No, Conor —respondió ellaenseguida—. No pienses eso. No esdemasiado tarde. Nunca es demasiadotarde.

—¿Seguro?

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Ella sonrió de nuevo.—Estoy convencida de todo lo que

digo —dijo, con un poco más de fuerzaen la voz.

Conor recordó lo que había dicho elmonstruo. «La creencia es la mitad de lacuración».

Le costaba respirar, pero la tensiónaflojó un poco, empezando por elestómago. Su madre vio que estaba algomás relajado, y le frotó la piel delbrazo.

—Y hay algo interesante de verdad—dijo ella, y su voz sonó un poco másalegre—. ¿Te acuerdas del árbol que hayen la colina de detrás de casa?

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Conor abrió unos ojos como platos.—Bueno, aunque te cueste creerlo

—siguió su madre—, ese medicamentolo extraen de los tejos.

—¿De los tejos? —preguntó Conoren voz baja.

—Sí —dijo su madre—. Habíaleído sobre el tema hace tiempo, cuandoempezó todo esto. —Tosió tapándose laboca con la mano, luego tosió otra vez—. Esperaba que no llegáramos a estepunto, pero me parecía increíble quedurante todo ese tiempo viéramos untejo desde nuestra casa. Y que justo eseárbol pudiera ser lo que me curase.

A Conor le daba vueltas la cabeza,

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tan rápido que casi se mareó.—Las cosas verdes de este mundo

son maravillosas, ¿verdad? —siguiódiciendo su madre—. Nos empeñamosen deshacernos de ellas y resulta quemuchas veces son justo lo que nos salva.

—¿Te va a salvar a ti? —preguntóConor, casi incapaz de hablar.

Su madre sonrió otra vez.—Espero que sí —dijo—. Creo que

sí.

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¿Podría ser?

Conor salió al pasillo del hospital, lacabeza le iba a mil por hora. Unmedicamento que se extrae de los tejos.Un medicamento que podía curar deverdad. Un medicamento como el que elboticario se negó a hacer para elpárroco. Aunque, para ser sinceros,Conor no tenía todavía del todo claropor qué fue la casa del párroco la queacabó demolida.

A no ser que…A no ser que el monstruo hubiera ido

por una razón. A no ser que hubiera

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echado a andar para curar a la madre deConor.

Casi no se atrevía a teneresperanzas. Casi no se atrevía apensarlo. No.

No, claro que no. No podía serverdad, qué bobo era. El monstruo eraun sueño. Eso era todo, un sueño.

Pero las hojas. Y las bayas. Y elarbolito saliendo del suelo. Y ladestrucción del salón de su abuela.

De repente se sintió ligero, como siflotara.

¿Podría ser? ¿Podría ser de verdad?Oyó voces y miró hacia el fondo del

pasillo. Su padre y su abuela estaban

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discutiendo.

No podía oír lo que decían, pero suabuela le apuntaba airadamente con undedo a la altura del pecho. «Vale, ¿y quéquieres que haga?», le decía su padre, lobastante alto como para atraer laatención de la gente que pasaba por elpasillo. Conor no oyó la respuesta de suabuela, pero ella volvió hecha una furiapor el pasillo y pasó de largo, sinmirarlo siquiera mientras se metía en lahabitación de su madre.

Su padre se acercó poco después,con los hombros caídos.

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—¿Qué pasa? —preguntó Conor.—Bah, tu abuela se ha enfadado

conmigo —dijo su padre con una sonrisarápida—. Nada nuevo.

—¿Por qué?Su padre hizo una mueca.—Hay malas noticias, Conor —dijo

—. Tengo que volver esta noche.—¿Esta noche? —preguntó Conor

—. ¿Por qué?—La niña está enferma.—Vaya —dijo Conor—. ¿Qué tiene?—Seguramente nada grave, pero

Stephanie se ha puesto nerviosa y la hallevado al hospital y quiere que vuelvaya.

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—¿Y vas a ir?—Voy a ir pero volveré —dijo su

padre—. El domingo que viene no, elotro, así que ni siquiera son dossemanas. En el trabajo me darán másdías para venir a verte.

—Dos semanas —dijo Conorhablando casi consigo mismo—. Perobueno, está bien. A mamá le están dandoesa medicación nueva y se pondrámejor. Así que cuando vuelvas…

Se calló al ver la cara de su padre.—Hijo, ¿por qué no vamos a dar un

paseo?

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Frente al hospital había un pequeñoparque con senderos entre los árboles.Mientras Conor y su padre caminabanhacia un banco vacío, se cruzaron conpacientes que llevaban el uniforme delhospital; paseaban con sus familiares osolos, fumando a escondidas. Como si elparque fuera un ala al aire libre delhospital. O un lugar de recreo para losfantasmas.

—Tenemos que hablar, ¿no? —dijoConor cuando se sentaron—.Últimamente todo el mundo quierehablar conmigo.

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—Conor —dijo su padre—. Esamedicación nueva que le están dando atu madre…

—La va a poner buena —dijo Conorcon firmeza.

Su padre se quedó en silencio unmomento.

—No, Conor —dijo—.Probablemente no.

—Sí, se va a poner buena —insistióConor.

—Es un último intento, un intento ala desesperada. Lo siento, hijo, pero lascosas están yendo demasiado rápido.

—La curará. Sé que la curará.—Conor —dijo su padre—. La otra

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razón por la que tu abuela está enfadadaconmigo es porque cree que ni tu madreni yo hemos sido sinceros contigo.Sobre lo que está pasando.

—¡Qué sabrá la abuela!Su padre le puso una mano en el

hombro.—Conor, tu madre…—Se va a curar —dijo Conor,

apartando la mano y poniéndose de pie—. El secreto es ese nuevomedicamento. El medicamento es larazón. Te lo digo yo, lo sé.

Su padre parecía confuso.—¿La razón de qué?—Así que vuélvete a Estados

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Unidos —siguió Conor—, con tu otrafamilia, aquí estaremos bien sin ti.Porque esto va a funcionar.

—Conor, no…—Sí. Va a funcionar.—Hijo —dijo su padre inclinándose

hacia delante—. Las historias no tienensiempre un final feliz.

Eso lo desconcertó. Porque eraverdad, no siempre acababan bien. Elmonstruo se lo había enseñado. Lashistorias eran criaturas salvajes, muysalvajes, y salían disparadas en ladirección que menos esperabas.

Su padre meneaba la cabeza.—Es demasiado pedirte esto. Lo es,

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sé que lo es. Es injusto y cruel y no escomo deberían ser las cosas.

Conor guardó silencio.—Volveré en una semana a partir del

domingo —dijo su padre—. No loolvides, ¿vale?

Conor miró al sol con los ojosentrecerrados. Había sido un octubreincreíblemente cálido, como si el veranose empeñara en quedarse.

—¿Cuánto tiempo te quedarás?—Lo que haga falta.—Y luego volverás a irte.—Tendré que irme. Allí tengo…—Otra familia —terminó Conor.Su padre alargó la mano otra vez,

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pero Conor ya iba de vuelta hacia elhospital.

Porque sí que daría resultado,funcionaría, esa era la verdadera razónpor la que el monstruo había echado aandar. Tenía que serlo. Si el monstruoera real, esa tenía que ser la razón.

Antes de entrar en el hospital, Conormiró el reloj que había en la fachada.Ocho horas todavía hasta las 00.07.

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Ninguna historia

—¿La puedes curar? —preguntó Conor.—El tejo es un árbol que cura —

dijo el monstruo—. Es la forma en queelijo caminar la mayor parte de lasveces.

Conor torció el gesto.—Eso no es lo que se dice una

respuesta.El monstruo le respondió con su

sonrisa malvada.

La abuela de Conor lo había llevado de

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vuelta a casa cuando su madre se quedódormida sin haber probado la cena. Nohabía hablado con él de lo del salón.Apenas le había dirigido la palabra.

—Me vuelvo al hospital —habíadicho mientras Conor salía del coche—.Prepárate algo de cena. Sé que al menoseso sabes hacerlo.

—¿Crees que papá estará ya en elaeropuerto? —preguntó Conor.

Su abuela se había limitado a lanzarun suspiro de impaciencia. Él habíacerrado la puerta y ella se había ido.Llevaba bastante tiempo dentro de lacasa; el reloj —el reloj barato de lacocina que iba con pilas y que era todo

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lo que tenían ahora— se arrastraba conlentitud hacia la medianoche y su abuelani había regresado ni había llamado.Pensó en llamarla él, pero en unaocasión ya le había gritado porque elsonido del teléfono había despertado asu madre.

Daba igual. De hecho era más fácilasí. No tenía por qué fingir que se iba ala cama. Esperaría hasta que el relojdiera las 00.07. Entonces saldría fuera ydiría: «¿Dónde estás?».

Y el monstruo diría: «Estoy aquí», ypasaría por encima del despacho que suabuela tenía en el jardín con un fácilmovimiento.

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—¿La puedes curar? —le preguntóConor otra vez, con mayor firmeza.

El monstruo lo miró desde lo alto.—Eso no depende de mí.—¿Por qué no? —preguntó Conor

—. Derribas casas y rescatas brujas.Dices que en cada parte de ti hay unremedio si la gente sabe cómo usarlo.

—Si a tu madre se la puede curar —dijo el monstruo—, el tejo la curará.

Conor se cruzó de brazos.—¿Es eso un sí?Entonces el monstruo hizo algo que

no había hecho hasta ese momento.Se sentó.

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Apoyó toda la magnitud de su pesosobre el despacho de su abuela. Conoroyó cómo crujía la madera y vio que eltejado se combaba. El corazón se lesalía por la garganta. Si el monstruodestruía también el despacho de suabuela, a saber lo que ella le haría a él.Quizá mandarlo derecho a la cárcel. Opeor todavía, a un internado.

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—Todavía no sabes por qué mellamaste, ¿verdad? —preguntó elmonstruo—. Todavía no sabes por quéhe venido andando. No creas que es algoque haga todos los días, ConorO’Malley.

—Yo no te llamé —dijo Conor—. Ano ser que fuera en un sueño o algo. Y silo hice, es obvio que fue por mi madre.

—Ah, ¿sí?—Bueno, ¿y por qué si no? —dijo

Conor elevando la voz—. No iba allamarte para oír esas horribles historiasque no tienen ningún sentido.

—¿Te olvidas del salón de tuabuela?

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A Conor se le escapó una sonrisita.—Ya me parecía a mí —dijo el

monstruo.—Estoy hablando en serio —dijo

Conor.—Yo también. Pero aún no estamos

preparados para la tercera y últimahistoria. Será pronto. Y después tú mecontarás tu historia, Conor O’Malley.Me contarás tu verdad. —El monstruo seinclinó hacia delante—. Ya sabes de quéte hablo.

La niebla los rodeó de repente y eljardín de su abuela desapareció de lavista. El mundo se transformó en unlugar gris y vacío, y Conor supo

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exactamente dónde estaba, y en quéexactamente se había transformado elmundo.

Estaba dentro de la pesadilla.

Eso era lo que se sentía dentro de lapesadilla, eso era lo que se veía, losbordes del mundo desmoronándose yConor sujetándole las manos, sintiendocómo se le escurrían de entre los dedos,sintiendo cómo ella caía…

—¡No! —gritó—. ¡No! ¡Eso no!La niebla escampó y Conor estaba

de nuevo en el jardín de su abuela, conel monstruo todavía sentado sobre el

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despacho.—Eso no es mi verdad —dijo Conor

con voz temblorosa—. Eso solo es unapesadilla.

—Sin embargo —dijo el monstruoponiéndose de pie, y pareció que lasvigas del tejado del despacho suspirarande alivio—, eso es lo que pasará tras latercera historia.

—Fantástico —dijo Conor—, otrahistoria cuando están pasando cosas másimportantes.

—Las historias son importantes —dijo el monstruo—. Pueden ser másimportantes que cualquier otra cosa. Siportan la verdad.

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—Escribir la vida —dijo Conoramargamente entre dientes.

El monstruo pareció sorprendido.—En efecto —dijo. Se dio la vuelta

para marcharse, pero miró otra vez aConor—. Búscame pronto.

—Quiero saber qué va a pasar conmi madre —dijo Conor.

El monstruo se detuvo.—¿Es que no lo sabes ya?—Dijiste que eras un árbol que

curaba —dijo Conor—. ¡Bueno, pues yonecesito que cures!

—Y curaré —dijo el monstruo.Y con un golpe de viento

desapareció.

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Ya no te veo

—Yo también quiero ir al hospital —dijo Conor a la mañana siguientemientras iba en el coche con su abuela—. Hoy no quiero ir al colegio.

Su abuela se limitó a seguirconduciendo. Había bastantesposibilidades de que no volviera ahablarle nunca más.

—¿Qué tal estaba anoche? —preguntó Conor. Después de que se fuerael monstruo, había aguantado despierto,esperando, durante un buen rato, pero, apesar de todo, se había quedado

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dormido antes de que volviera suabuela.

—Igual —dijo ella lacónicamente,con los ojos fijos en la carretera.

—¿Le está haciendo algo la nuevamedicación?

Su abuela tardó tanto tiempo encontestar a esa pregunta que Conorpensó que ya no iba a hacerlo, y estaba apunto de preguntárselo otra vez cuandoella dijo:

—Es demasiado pronto parasaberlo.

Conor dejó que pasaran unas cuantascalles, luego le preguntó:

—¿Cuándo va a volver a casa?

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A esa pregunta su abuela norespondió, y eso que aún les quedabaotra media hora de viaje para llegar alcolegio.

No había manera de que prestaraatención en clase. Algo que de todasformas no tenía importancia porqueninguno de los profesores le preguntónada. Tampoco los compañeros. Paracuando llegó la hora de la comida, sehabía tirado otra mañana sin cruzar unapalabra con nadie.

Se sentó solo en el extremo delcomedor, sin probar la comida que tenía

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delante. Había un ruido increíble, losgritos, los chillidos, las peleas y lasrisas de sus compañeros resonaban en lasala. Conor hizo lo posible porignorarlos.

El monstruo la curaría. Por supuestoque lo haría. ¿Qué otra razón podríahaber para que hubiera ido? No habíaotra explicación. Había ido hasta élandando como el árbol de la curación, elmismo árbol del que sacaban elmedicamento para su madre, ¿para quéotra cosa si no?

«Por favor», pensó Conor mientrasmiraba la bandeja de la comida todavíaintacta. «Por favor».

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Desde el otro lado de la mesa, dosmanos dieron un fuerte golpe a amboslados de la bandeja, y le tiraron encimael zumo de naranja.

Conor se levantó, aunque no lo bastanterápido. Tenía los pantalones empapados,el líquido se deslizaba por sus piernas.

—¡O’Malley se ha hecho pisencima! —estaba gritando ya Sully, conAnton a su lado partiéndose de risa.

—¡Toma! —le dijo Antonsalpicándole con los dedos un poco delzumo que había caído en la mesa—. ¡Tedejabas esto!

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Harry estaba entre Anton y Sully,como siempre, con los brazos cruzados,mirándolo.

Conor le devolvió la mirada.Ninguno de los dos se movió durante

un rato tan largo que Sully y Anton sequedaron callados. Empezaron aponerse nerviosos mientras la lucha demiradas continuaba; se preguntaban quéiba a hacer Harry a continuación.

También Conor se lo preguntaba.—Me parece que ya te he calado,

O’Malley —dijo Harry por fin—. Creoque ya sé lo que estás pidiendo.

—Y ahora te lo van a dar —dijoSully.

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Él y Anton rieron y entrechocaronlos puños.

Conor no vio a ningún profesor conel rabillo del ojo, así que supo queHarry había elegido un momento en elque pudieran meterse con él sin servistos.

Conor estaba solo.Harry dio un paso al frente, todavía

mantenía la calma.—Aquí tienes el golpe más duro de

todos, O’Malley —dijo Harry—. Estoes lo peor que te puedo hacer.

Tendía la mano, como si quisieraestrechársela.

Quería estrechársela.

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Conor reaccionó de manera casiautomática: alargó la mano y estrechó lade Harry sin pararse siquiera a pensar loque estaba haciendo. Se estrecharon lamano como dos hombres de negocios alfinal de una reunión.

—Adiós, O’Malley —dijo Harrymirándolo a los ojos—. Ya no te veo.

Le soltó la mano, se dio la vuelta yse fue. Anton y Sully parecían todavíamás desconcertados, pero después de unsegundo se fueron también.

Ninguno se dio la vuelta para mirara Conor.

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En la pared del comedor había un relojdigital gigante, adquirido como loúltimo en tecnología en algún momentoen los años setenta y que nunca habíancambiado, aunque era más viejo que lamadre de Conor. Mientras Conor veíacómo se alejaba Harry, cómo se alejabasin mirar atrás, cómo se alejaba sinhacer nada, Harry pasó bajo el relojdigital.

La comida empezaba a las 11.55 yterminaba a las 12.40.

En el reloj eran ahora las 12.06.Las palabras de Harry sonaban como

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un eco en la cabeza de Conor.«Ya no te veo».Harry seguía alejándose, cumpliendo

su promesa.«Ya no te veo».El reloj marcó las 12.07

—Es la hora de la tercera historia—dijo el monstruo, detrás de él.

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La tercera historia

—Había una vez un hombre invisible —continuó diciendo el monstruo, aunqueConor seguía con los ojos clavados enHarry—, que se cansó de que no lovieran.

Conor echó a andar.A andar detrás de Harry.—No es que fuera de verdad

invisible —dijo el monstruo siguiendo aConor; el comedor parecía pequeño allípor donde pasaban—. Sino que la gentese había acostumbrado a no verlo.

—¡Oye! —dijo Conor.

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Harry no se dio la vuelta. TampocoSully ni Anton, aunque seguían con susrisitas mientras Conor apretaba el paso.

—Y si nadie te ve —dijo elmonstruo apretando también el paso—,¿se puede decir que estés ahí?

—¡OYE! —gritó Conor.El comedor se había quedado en

silencio mientras Conor y el monstruoseguían a Harry a toda prisa.

A Harry, que todavía no se habíadado la vuelta.

Conor lo alcanzó, lo agarró por elhombro e hizo que se girara. Harryfingió que no sabía qué estabasucediendo y dirigió a Sully una mirada

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acusadora, como si se lo hubiera hechoél.

—Deja de hacer el tonto —dijoHarry y se volvió otra vez.

Se volvió de espaldas a Conor.—Y entonces un día el hombre

invisible decidió —dijo el monstruo, ysu voz resonaba en los oídos de Conor—: «Haré que me vean».

—¿Cómo? —preguntó Conor,respirando entrecortadamente; no sevolvió para ver al monstruo; no observóla reacción de todo el comedor al ver unmonstruo tan grande allí en medio, peroera consciente de los murmullos denerviosismo y de la extraña expectación

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que había en el aire—. ¿Cómo lo hizoese hombre?

Conor sintió que el monstruo searrodillaba detrás de él y se acercaba asu oído para susurrarle el resto de lahistoria.

—Llamó —dijo— a un monstruo.—Y alargó una mano enorme ymonstruosa que pasó junto a Conor y tiróa Harry al suelo de un tremendoempujón.

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Se oyó un estruendo de bandejas ygritos mientras Harry rodaba por elsuelo. Anton y Sully miraron aterrados,primero a Harry, luego de nuevo aConor.

Les cambió la cara al verlo. Conordio otro paso hacia ellos; sentía la moledel monstruo detrás de él.

Anton y Sully dieron media vuelta yecharon a correr.

—¿A qué te crees que estás jugando,O’Malley? —dijo Harry mientras selevantaba del suelo, con una mano en lafrente, donde se había golpeado al caer.Apartó la mano y algunos gritaron al verla sangre.

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Conor seguía avanzando, la gente seapartaba como podía. El monstruo ibacon él, pisando exactamente donde élpisaba.

—¿No me ves? —gritó Conor—.¿No me ves?

—¡No, O’Malley! —gritaba Harrysin moverse del sitio—. No te veo.¡Nadie aquí te ve!

Conor se paró y miró despacio a sualrededor. Todo el comedor losobservaba, esperando a ver qué pasaba.

Pero cuando Conor los miraba,apartaban la vista, como si les dierademasiada vergüenza o les dolieramirarlo directamente a los ojos. Solo

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Lily le sostuvo la mirada durante más deun segundo; había angustia y dolor en sucara.

—¿Crees que esto me da miedo,O’Malley? —dijo Harry tocándose lasangre en la frente—. ¿Crees que te voya tener miedo algún día?

Conor no decía nada, solo seguíaavanzando.

Harry dio un paso atrás.—Conor O’Malley —dijo con voz

venenosa—. A quien todo el mundocompadece por lo de su madre. Que vapor el colegio pavoneándose como sifuera diferente, como si nadie supiera loque está sufriendo.

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Conor siguió andando, casi lo habíaalcanzado.

—Conor O’Malley, que quiere quelo castiguen —dijo Harry, quecontinuaba retrocediendo con la miradafija en Conor—. Conor O’Malley, quenecesita que lo castiguen. ¿Y por qué,Conor O’Malley? ¿Qué secretos tanterribles escondes?

—Cállate —dijo Conor.Y oyó que la voz del monstruo lo

decía con él.Harry dio otro paso atrás y chocó

con una ventana. Era como si todo elcolegio estuviera conteniendo larespiración a la espera de qué iba a

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hacer Conor. Oyó a un par de profesoresdando voces fuera, por fin se habíanenterado de que pasaba algo.

—Pero ¿sabes lo que veo cuando temiro, O’Malley?

Conor cerró los puños.Harry se inclinó hacia delante con

los ojos echando chispas.—No veo nada —dijo.Sin darse la vuelta, Conor le hizo

una pregunta al monstruo.—¿Qué hiciste para ayudar al

hombre invisible?Y sintió de nuevo la voz del

monstruo, como si estuviera dentro de sucabeza.

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—Hice que vieran —dijo.Conor cerró todavía más los puños.Entonces el monstruo dio un salto

adelante para hacer que Harry viera.

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El castigo

—Ni siquiera sé qué decir. —Ladirectora soltó un suspiro deexasperación y movió la cabeza de unlado a otro—. ¿Qué puedo decirte,Conor?

Conor seguía con los ojos fijos en laalfombra, que tenía el color de una granmancha de vino. La señorita Kwanestaba sentada detrás de él, como siConor pudiera intentar escaparse. Sintió,más que vio, que la directora seinclinaba hacia delante. Era mayor quela señorita Kwan. Y daba el doble de

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miedo.—Lo has mandado al hospital,

Conor —dijo—. Le has roto un brazo, lanariz, y seguro que ya no tendrá losdientes tan bonitos como antes. Suspadres han amenazado con llevar ajuicio al colegio y presentar cargoscontra ti.

Al oír eso Conor levantó la mirada.—Estaban histéricos, Conor —dijo

la señorita Kwan detrás de él—, y nome extraña. Les expliqué lo que habíaestado pasando. Que estaba acosándotey que tu situación era… especial.

Conor torció el gesto al oír aquellapalabra.

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—De hecho, lo del acoso es lo quemás les ha asustado —dijo la señoritaKwan en un tono de desdén—. Alparecer es difícil que te acepten en unauniversidad si te han acusado de acosoen el colegio.

—¡Pero esa no es la cuestión! —dijola directora, levantando tanto la voz queConor y la señorita Kwan dieron un bote—. Es que ni siquiera entiendo lo quepasó realmente. —Miró unos papelesque tenía encima de la mesa; informesde profesores y de otros alumnos, pensóConor—. Ni siquiera entiendo cómo unchico puede haber causado tanto daño élsolo.

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Conor había sentido lo que el monstruole estaba haciendo a Harry, lo habíasentido en sus propias manos. Cuando elmonstruo agarró a Harry por la camisa,Conor sintió hasta la tela en las palmasde las manos. Cuando el monstruo ledaba un puñetazo, Conor sentía elimpacto del golpe en su propio puño.Cuando el monstruo le retorció el brazoa Harry por detrás de la espalda, Conorhabía sentido la resistencia que oponíanlos músculos de Harry.

La resistencia, pero no la victoria.Porque, ¿cómo iba un chico a vencer

a un monstruo?

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Recordaba el griterío y el correr deaquí para allá. Recordaba que los otrosniños habían salido disparados a buscara los profesores. Recordaba el círculo asu alrededor abriéndose más y másmientras el monstruo le contaba lahistoria de todo lo que había hecho porel hombre invisible.

—Nunca más invisible —seguíadiciendo el monstruo mientras daba unapaliza a Harry—. Nunca más invisible.

Llegó un momento en que Harry dejóde oponer resistencia: los golpes delmonstruo eran demasiado fuertes,demasiados golpes, demasiado rápidos,y empezó a suplicarle al monstruo que

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parara.—Nunca más invisible —dijo el

monstruo, deteniéndose por fin; lasenormes ramas de sus puños seenroscaron y crujieron como el estallidode un trueno.

Se volvió hacia Conor.—Pero hay cosas peores que ser

invisible —dijo.Y se desvaneció, dejando a Conor

solo ante Harry, que temblaba ysangraba.

Ahora en el comedor todo el mundomiraba a Conor. Todos podían verlo,todos los ojos se fijaban en él. Reinabael silencio, demasiado silencio para

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tantos niños, y durante unos instantes,antes de que los profesores lo rompieran—¿dónde habían estado los profesores?¿Los había apartado el monstruo paraque no vieran nada? ¿O en realidad todohabía pasado muy rápido?—, se oyóentrar el viento por una ventana abierta,un viento que dejó en el suelo unascuantas hojas picudas.

Luego unas manos de adulto seposaron en Conor y se lo llevaron deallí.

—¿Qué puedes decir en tu defensa?—preguntó la directora.

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Conor se encogió de hombros.—Me va a hacer falta más que eso

—dijo ella—. Lo dejaste gravementeherido.

—No fui yo —murmuró Conor.—¿Qué has dicho? —dijo ella con

un hilo de voz.—No fui yo —dijo Conor más

claramente—. Fue el monstruo el que lohizo.

—El monstruo —dijo la directora.—Yo ni siquiera toqué a Harry.La directora miró a la señorita

Kwan.—Todo el comedor te vio pegar a

Harry —dijo la señorita Kwan—. Te

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vieron tirarlo al suelo. Te vieronlanzarlo por encima de una mesa. Tevieron golpearle la cabeza contra elsuelo. —La señorita Kwan se inclinóhacia delante—. Te oyeron gritar algoacerca de ser visto. Acerca de no serinvisible nunca más.

Conor flexionó las manos despacio.Las tenía otra vez doloridas. Igual quetras la destrucción del salón de suabuela.

—Puedo comprender lo enfadadoque tienes que estar —dijo la señoritaKwan, suavizando la voz—. Me refieroa que ni siquiera hemos podidocontactar con un familiar o un tutor.

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—Mi padre ha vuelto a EstadosUnidos —dijo Conor—. Y mi abuelapone el móvil en silencio para que nodespierte a mi madre. Pero seguramentele devolverá la llamada.

La directora se echó hacia atrás enla silla.

—El reglamento del colegio exige laexpulsión inmediata.

Conor sintió que se le hundía elestómago, sintió que se le encogía todoel cuerpo bajo una tonelada de peso.

Pero entonces se dio cuenta de quese le encogía porque le habían quitadoel peso de encima.

Lo anegaba el entendimiento,

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también el alivio, un alivio tan grandeque casi lloró, allí, en la oficina de ladirectora.

Lo iban a castigar. Por fin iba asuceder. Todo tendría sentido otra vez.La directora lo iba a expulsar.

El castigo estaba llegando. Gracias aDios. Gracias a Dios…

—Pero ¿cómo podría hacer eso?Conor se quedó de piedra.—¿Cómo podría hacer eso y

llamarme profesora? —dijo—. Con todolo que estás pasando. —Frunció el ceño—. Con todo lo que sabemos de Harry.—Movió ligeramente la cabeza—.Llegará un día en que hablaremos de

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esto, Conor O’Malley. Y créeme quellegará. Pero hoy no es ese día. —Lomiró una última vez—. Tienes cosas másimportantes en las que pensar.

Conor tardó un instante encomprender que ya estaba. Eso era todo.Eso era todo lo que iba a recibir.

—¿No me van a castigar? —dijo.La directora le sonrió con severidad,

con amabilidad casi, y entonces dijoprácticamente lo mismo que había dichosu padre.

—¿Qué sentido tendría?

La señorita Kwan lo llevó de vuelta a

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clase. Los dos alumnos con los que secruzaron en el pasillo se pegaron a lapared para dejarlo pasar.

En su clase todos se quedaron ensilencio cuando abrió la puerta, y nadie,ni siquiera el profesor, dijo una solapalabra mientras se dirigía hacia supupitre. Lily, en el pupitre de al lado, lomiró como si fuera a decir algo. Pero nolo dijo.

Nadie le dirigió la palabra en todoel día.

«Hay cosas peores que serinvisible», había dicho el monstruo, ytenía razón.

Conor ya no era invisible. Ahora

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todos lo veían.Pero estaba más lejos que nunca.

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Una nota

Pasaron unos días. Luego unos días más.Era difícil saber cuántos exactamente. AConor le parecían un único día grande ygris. Se levantaba por las mañanas y suabuela no hablaba con él, ni siquierasobre la llamada de la directora. Iba alcolegio y tampoco allí le hablaba nadie.Iba al hospital a ver a su madre, y estabademasiado cansada para hablar con él.Su padre lo llamaba por teléfono, y notenía nada que decirle.

El monstruo no se había dejado verdesde el ataque a Harry, aunque se

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suponía que ahora era Conor quien teníaque contarle una historia. Noche trasnoche lo esperó en vano. Quizá elmonstruo supiera que Conor no sabíaqué historia contarle. O que Conor sísabía pero no quería.

Al final Conor se quedaba dormido,y llegaba la pesadilla. Ahora llegabasiempre que se quedaba dormido, y peorque antes, si es que eso era posible. Sedespertaba gritando tres o cuatro vecescada noche, una vez gritó tan fuerte quesu abuela llamó a la puerta para ver siestaba bien.

Pero no entró.Llegaba el fin de semana y lo

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pasaban en el hospital; la nuevamedicación estaba tardando en hacerefecto, y entretanto, le habíandiagnosticado una infección en lospulmones. El dolor había aumentado, asíque se pasaba casi todo el tiempodormida o diciendo cosas sin sentidopor los calmantes. La abuela de Conorlo mandaba salir de la habitacióncuando su madre se ponía así, y seacostumbró tanto a vagar por el hospitalque una vez llevó al ala de rayos X auna mujer que se había perdido.

Lily y su madre también iban a verlael fin de semana pero, mientras estabanallí, Conor siempre se iba al quiosco a

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leer revistas.Luego, casi sin darse cuenta, estaba

otra vez en el colegio. Por increíble quepudiera parecer, el tiempo seguíapasando para el resto del mundo.

El resto del mundo que no estaba ala espera.

La señorita Marl estaba devolviéndolesla redacción de «Escribir la vida». Almenos a todos los que tenían una vida.

Conor se quedó sentado a su pupitre,con la mano apoyada en la barbilla,mirando el reloj. Todavía faltaban doshoras y media para las 12.07. No es que

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eso fuera importante. Estaba empezandoa pensar que el monstruo se había idopara siempre.

Otro más que tampoco le hablaría.—Eh —oyó que alguien susurraba

cerca de él. Burlándose, sin duda. «Miraa Conor O’Malley, ahí sentado como unfardo. Qué friki».

—¡Eh! —oyó otra vez, esta vez conmás insistencia.

Se dio cuenta de que el susurro ibadirigido a él.

Lily estaba sentada al otro lado delpasillo, donde se había sentado siempreen todos los años que llevaban juntos enel colegio. Miraba a la señorita Marl,

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pero tenía una nota escondida entre losdedos.

Una nota para Conor.—¡Cógela! —le susurró sin mover

los labios, haciéndole señales con lanota.

Conor levantó la vista para ver si laseñorita Marl los miraba, pero estabademasiado ocupada expresando ciertadecepción porque la vida de Sully separeciera tanto a la de un héroe decómic inspirado en un insecto. Conoralargó la mano hacia el pasillo y cogióla nota.

Estaba doblada como unasdoscientas veces; abrirla fue como

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deshacer un nudo. Miró irritado a Lily,pero ella seguía fingiendo que atendía ala profesora.

Conor alisó la nota encima delpupitre y la leyó. Para haberla dobladotanto, solo había escrito cuatro líneas.

Cuatro líneas, y el mundoenmudeció.

«Siento haberle contado a todo el mundolo de tu madre», ponía en la primeralínea.

«Echo de menos ser amiga tuya»,ponía en la segunda.

«¿Estás bien?», ponía en la tercera.

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«Yo te veo», ponía en la cuarta, conel «Yo» subrayado unas cien veces.

La leyó otra vez. Y otra.Miró hacia atrás para ver a Lily,

quien estaba recibiendo todo tipo deelogios de la señorita Marl, pero vioque se estaba poniendo roja y no solopor lo que decía la profesora.

La señorita Marl pasó a otro alumno.Lily miró a Conor. Lo miró a los

ojos.Y tenía razón. Ella lo veía, lo veía

de verdad.Conor tuvo que tragar saliva antes

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de poder hablar.—Lily… —empezó a decir, pero la

puerta de la clase se abrió y lasecretaria del colegio entró, hizo señas ala señorita Marl y le susurró algo aloído.

Las dos se volvieron para mirar aConor.

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Cien años

En el hospital, la abuela de Conor sedetuvo ante la puerta de la habitación desu madre.

—¿No vas a entrar? —preguntóConor.

Ella negó con la cabeza.—Estaré abajo en la sala de espera

—dijo, y lo dejó solo.Tenía una sensación agria en el

estómago ante lo que podía encontrarsedentro. Nunca lo habían sacado delcolegio a media mañana, ni siquieracuando la ingresaron en Semana Santa.

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Se le agolpaban las preguntas en lacabeza.

Preguntas a las que no prestóatención.

Empujó la puerta temiéndose lopeor.

Pero su madre estaba despierta, conla cama en la posición de sentada. Másaún, le sonreía, y por un segundo aConor le dio un vuelco el corazón. Elmedicamento había funcionado. El tejola había curado. El monstruo lo habíaconseguido…

Entonces vio que la sonrisa no secorrespondía con los ojos de su madre.Se alegraba de verlo, pero también tenía

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miedo. Y estaba triste. Y más cansada delo que nunca la había visto, que ya eradecir.

Y no lo habrían sacado del colegiopara decirle que su madre estaba unpoco mejor.

—Hola, hijo —dijo y, cuando lodijo, los ojos se le llenaron de lágrimasy Conor notó la preocupación en su voz.

Conor notó que se estaba poniendomuy, muy enfadado.

—Ven aquí —dijo ella, dandogolpecitos en la colcha.

Sin embargo, Conor se dejó caer en

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una silla junto a la cama.—¿Qué tal estás, cariño? —le

preguntó ella; tenía la voz muy débil, surespiración era todavía más temblorosaque el día anterior. Parecía más llena detubos que le daban medicamentos y airey a saber qué más. No llevaba elpañuelo y su cabeza se veía pelada yblanca bajo la luz fluorescente de lahabitación. Conor sintió una urgenciacasi irresistible de tapársela con algo,de protegerla, antes de que nadie vieralo vulnerable que era.

—¿Qué pasa? —preguntó él—. ¿Porqué me ha sacado la abuela del colegio?

—Quería verte, y la morfina me está

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dejando tan rápido fuera de combate,que no sabía si más tarde sería posible.

Conor se cruzó firmemente debrazos.

—A veces estás despierta por lasnoches —dijo—. Me podrías habervisto esta noche.

Sabía que estaba haciendo unapregunta. Sabía que ella también losabía.

Y por eso supo, cuando ella habló denuevo, que le estaba dando unarespuesta.

—Quería verte ahora, Conor —dijo,y su voz volvió a sonar preocupada y losojos se le llenaron de lágrimas.

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—Tenemos que hablar, ¿no? —dijoConor con más brusquedad de la quehabría querido—. Hablar de…

No terminó la frase.—Mírame, hijo —dijo ella, porque

él estaba mirando al suelo. Despacio, éllevantó la vista. Le sonreía con susonrisa llena de cansancio, y Conor violo hundida que estaba en las almohadas,como si ni siquiera tuviera fuerzas paraalzar la cabeza. Se dio cuenta de quehabían levantado la cama porque si no,no alcanzaría a verlo.

Ella respiró hondo para decir algo,lo que le provocó un ataque terrible detos ronca. Tardó un rato largo en poder

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volver a hablar.—He hablado con el médico esta

mañana —dijo con voz muy débil—. Eltratamiento nuevo no funciona, Conor.

—¿El del tejo?—Sí.Conor frunció el ceño.—¿Cómo puede ser que no

funcione?Su madre tragó saliva.—Las cosas han ido demasiado

deprisa. Era una vaga esperanza. Yahora tengo esta infección…

—Pero ¿cómo es posible que nofuncione? —dijo Conor de nuevo, comosi se lo estuviera preguntando a otra

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persona.—Ya lo sé —dijo su madre; la

sonrisa triste seguía ahí—. Ver ese tejotodos los días era como tener un amigoahí fuera que me ayudaría si todo salíamal.

Conor seguía cruzado de brazos.—Pero no ha ayudado.Su madre negó ligeramente con la

cabeza. Había preocupación en sumirada, y Conor comprendió que estabapreocupada por él.

—Entonces ¿ahora qué pasa? —preguntó Conor—. ¿Cuál es el siguientetratamiento?

Ella no respondió. Lo cual era una

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respuesta en sí misma.Conor lo dijo en alto de todas

formas.—No hay más tratamientos.—Lo siento, hijo —dijo su madre, y

se le escaparon unas lágrimas, aunquemantenía intacta la sonrisa—. No hesentido nunca nada tanto en la vida.

Conor no podía respirar, la pesadillalo asfixiaba por dentro.

—Dijiste que funcionaría —dijo conla voz entrecortada.

—Ya lo sé.—Lo dijiste. Creías que iba a

funcionar.—Lo sé.

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—Mentiste —dijo Conor, mirándolaa los ojos—. Has estado todo estetiempo mintiendo.

—Yo creía de verdad que iba afuncionar —dijo ella—. Es posible queeso haya sido lo que me ha mantenidoaquí tanto tiempo, Conor. Creerlo paraque tú lo creyeras.

Su madre quiso cogerle la mano,pero él la retiró.

—Mentiste —volvió a decir él.—Me parece que en lo más hondo

de tu corazón siempre lo has sabido —dijo su madre—. ¿A que sí?

Conor no respondió.—Es normal que estés enfadado,

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cariño —dijo ella—. De verdad, esnormal. —Y soltó una risita—. Yotambién estoy bastante enfadada si tedigo la verdad. Pero quiero que sepasesto, Conor, es importante que meescuches. ¿Me estás escuchando?

Quiso cogerle otra vez la mano. Trasun segundo, él la dejó, pero la apretócon tan poca fuerza… ¡con tan pocafuerza…!

—Enfádate todo lo que tengas queenfadarte —dijo ella—. Que nadie te loimpida. Ni tu abuela, ni tu padre, nadie.Y si tienes que romper cosas, por Dios,hazlas añicos.

No podía mirarla. De veras que no

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podía.—Y si un día —dijo ella, llorando

ahora sin poder contenerse—, echas lavista atrás y te sientes mal por haberteenfadado tanto, por haberte enfadadotanto conmigo que no podías nihablarme, entonces tienes que saber,Conor, tienes que saber que no pasónada porque te enfadaras. No pasó nada.Y que yo lo sabía. Yo lo sé, ¿vale? Sétodo lo que tienes que decirme sinnecesidad de que lo digas en alto.¿Vale?

Conor seguía sin poder mirarla. Nopodía levantar la cabeza de lo muchoque le pesaba. Estaba partido en dos,

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como si le hubieran cortado justo por lamitad.

Pero asintió con la cabeza.

La oyó dar un suspiro largo yquejumbroso, y oyó el alivio que habíaen él, y también la extenuación.

—Lo siento, hijo —dijo—. Voy anecesitar más calmantes.

Él le soltó la mano. Ella apretó elbotón de una máquina que administrabaunos calmantes tan fuertes que no podíaseguir despierta cuando se los ponía.Luego le tomó la mano de nuevo.

—Ojalá me quedaran cien años —

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dijo con voz muy baja—. Cien años quedarte.

Él no respondió. Unos segundos mástarde el medicamento la había dormido,pero no importaba.

Habían hablado. No había nada másque decir.

—¿Conor? —dijo su abuelaasomando la cabeza por la puerta algomás tarde, Conor no sabía cuánto mástarde.

—Quiero irme a casa —dijo él convoz queda.

—Conor…

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—A mi casa —dijo, levantando lacabeza, los ojos rojos, con pena, convergüenza, con ira—. La del tejo.

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¿Qué sentido tienestú?

—Me vuelvo al hospital, Conor —dijosu abuela cuando lo dejó frente a la casa—. No me gusta dejarla así. ¿Quénecesitas que es tan importante?

—Tengo que hacer una cosa —dijoConor con la mirada clavada en el hogaren el que había pasado toda su vida.Parecía vacío y extraño, aunque no hacíamucho que se habían ido.

Se dio cuenta de que, posiblemente,ya nunca más sería su hogar.

—Volveré a recogerte dentro de una

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hora —dijo su abuela—. Cenaremos enel hospital.

Conor no la escuchaba. Estaba yacerrando la puerta del coche detrás deél.

—¡Una hora! —le gritó su abuela através de la puerta cerrada—. Estanoche querrás estar allí.

Conor empezó a subir los escalonesde su casa.

—¿Conor? —lo llamó su abuela.Pero él no se dio la vuelta.

Cuando su abuela enfiló el cochehacia la calle y se alejó, él apenas laoyó.

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Dentro, la casa olía a polvo y airerancio. Ni siquiera se preocupó decerrar la puerta detrás de él. Fuederecho a la cocina y miró por laventana. Allí estaba la iglesia en lacolina. Allí estaba el tejo vigilando sucementerio.

Conor salió al jardín de atrás. De unsalto se encaramó a la mesa en la que sumadre solía beber Pimm’s en verano, yse dio impulso para pasar por encima dela valla de atrás. No lo había hechodesde que era un niño muy pequeño,hacía tanto tiempo ya de eso que era supadre el que lo castigaba por ello. Elboquete en el alambre de espino junto a

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la vía del tren seguía allí, y se coló porel agujero sin importarle rasgarse lacamisa. Cruzó las vías casi sin mirar sivenía un tren, sorteó otra valla, y yaestaba en la base de la colina quellevaba a la iglesia. Saltó la pared bajade piedra que la rodeaba y subió por laladera, entre las lápidas, todo el tiempocon la vista fija en el árbol.

Y todo el tiempo, seguía siendo unárbol.

Conor echó a correr.—¡Despierta! —gritó antes de llegar

a él—. ¡DESPIERTA!Llegó al tronco y empezó a darle

patadas.

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—¡Te he dicho que despiertes! ¡Meda igual la hora que sea!

Le dio otra patada.Y otra más fuerte.Y otra más.Y el árbol se apartó tan rápido que

Conor perdió el equilibrio y se cayó alsuelo.

—Si sigues con eso te vas a hacerdaño —dijo el monstruo, erguido cuanalto era.

—¡No funcionó! —gritó Conorponiéndose de pie—. Dijiste que el tejola curaría, ¡pero no la ha curado!

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—Dije que si tenía cura, el tejo lacuraría —dijo el monstruo—. Alparecer no tenía cura.

La ira creció en el pecho de Conor,oprimiéndole el corazón contra lascostillas. Atacó al monstruo en laspiernas, golpeando la corteza con lasmanos, magullándoselas.

—¡Cúrala! ¡Tienes que curarla!—Conor —dijo el monstruo.—¿Qué sentido tienes tú si no

puedes curarla? —dijo Conor, dándolepuñetazos—. Solo esas estúpidashistorias y los líos en los que me metes,y todo el mundo mirándome como siestuviera enfermo…

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Se detuvo porque el monstruo lolevantó en el aire.

—Tú me llamaste, Conor O’Malley—dijo mirándolo muy serio—. Tú eresel que tiene las respuestas para esaspreguntas.

—¡Si yo te llamé —dijo Conor conla cara roja y lágrimas que casi no sentíacorriéndole por las mejillas—, fue parasalvarla! ¡Para salvarla!

Un susurro recorrió las hojas delmonstruo, como si se mecieran con ungolpe de viento largo y lento.

—No vine para curarla a ella —dijoel monstruo—. Vine para curarte a ti.

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—¿A mí? —Conor dejó deretorcerse en la mano del monstruo—.Yo no necesito que me curen. Mi madrees la que…

Pero no fue capaz de decirlo. Nisiquiera ahora era capaz de decirlo. Niaunque hubieran hablado. Ni aunque lohubiera sabido todo el tiempo. Porqueclaro que lo sabía, claro que lo habíasabido, por mucho que hubiera queridocreer que no era verdad, claro que losabía. Pero aun así no podía decirlo.

No podía decir que su madre seestaba…

Seguía gritando enfurecido y lecostaba respirar. Se sentía como si lo

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estuvieran rajando de arriba abajo,como si el cuerpo se le descoyuntara.

Miró de nuevo al monstruo.—Ayúdame —dijo en voz baja.—Ha llegado el momento —dijo el

monstruo— de la cuarta historia.Conor soltó un chillido de rabia.—¡No! ¡No me refería a eso! ¡Están

pasando cosas más importantes!—Sí —dijo el monstruo—. Es

cierto.Abrió la mano que tenía libre. La

niebla los envolvió de nuevo.Y otra vez estaban en mitad de la

pesadilla.

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La cuarta historia

Hasta sostenido en la gigantesca ypoderosa mano del monstruo, Conorsentía que el terror se filtrará dentro deél, sentía su negrura encharcándole lospulmones, sentía que el estómago se leiba hundiendo…

—¡No! —gritó, retorciéndose unpoco más, pero el monstruo lo sujetabafuerte—. ¡No! ¡Por favor!

La colina, la iglesia, el cementerio,todo había desaparecido, hasta el solhabía desaparecido, dejándolos enmedio de una fría oscuridad, una

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oscuridad que llevaba persiguiéndolodesde que ingresaron a su madre laprimera vez, desde antes de eso, cuandoempezó con los tratamientos que hacíanque se le cayera el pelo, desde antes deeso, cuando tuvo una gripe que no se lecuraba y fue a un médico y resultó queno era gripe, desde antes de eso, cuandoempezó a quejarse de lo cansada que sesentía, incluso antes de eso, inclusodesde siempre, le parecía, la pesadillaestaba allí, acechándolo, rodeándolo,aislándolo del resto, haciéndole sentirsesolo.

Era como si Conor nunca hubieraestado en otra parte.

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—¡Sácame de aquí! —gritó—. ¡Porfavor!

—Ha llegado el momento de lacuarta historia.

—¡Yo no sé ninguna historia! —dijoConor, con la mente sacudida por elmiedo.

—Si no la cuentas tú —dijo elmonstruo—, tendré que contarla yo. —Acercó la cara a Conor—. Y créeme site digo que no es eso lo que necesitas.

—Por favor. Tengo que volver conmi madre.

—Tu madre ya está aquí —dijo elmonstruo girándose hacia las sombras.

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El monstruo lo bajó, casi lo dejó caer, yConor se dio de bruces.

Reconoció la tierra fría bajo lasmanos, reconoció el claro en el queestaba, rodeado en tres de sus lados porun bosque oscuro e impenetrable,reconoció el cuarto lado, un precipicioque caía en picado hacia las sombras,más abajo.

Y al borde del precipicio, su madre.Estaba de espaldas, pero lo miraba

por encima del hombro, sonriendo.Parecía tan débil como cuando estaba enel hospital, pero le decía adiós con unamano, en silencio.

—¡Mamá! —gritó Conor; sentía que

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el cuerpo le pesaba demasiado y nopodía ponerse en pie, como siempre queempezaba la pesadilla—. ¡Tienes quesalir de aquí!

Su madre no se movió, aunquepareció preocupada por lo que él habíadicho.

Conor se arrastró hacia delante,tenso por el esfuerzo.

—¡Mamá, tienes que echar a correr!—Estoy bien, cariño —dijo—. No

hay nada de que preocuparse.—¡Mamá, corre! ¡Por favor, corre!—Pero, cariño, está el…Su madre se interrumpió y se volvió

hacia el borde del precipicio, como si

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hubiera oído algo.—No —susurró Conor para sí

mismo. Se arrastró otro poco más, peroella estaba demasiado lejos, demasiadolejos para que él la alcanzara a tiempo,y sentía el cuerpo tan pesado…

Salió un sonido grave del fondo delprecipicio. Un estruendo que retumbaba.

Como si algo grande se moviera allíabajo.

Algo más grande que el mundo.Y estaba subiendo por la pared del

precipicio.—¿Conor? —preguntó su madre,

volviéndose para mirarlo.Pero Conor ya lo sabía. Era

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demasiado tarde.Venía el monstruo de verdad.

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—¡Mamá! —gritó Conor, haciendolo que podía para ponerse de pie,luchando contra el peso invisible quetiraba de él hacia abajo—. ¡MAMÁ!

—¡Conor! —gritó su madre,retirándose del precipicio.

Pero el estruendo sonaba cada vezmás alto. Y más alto. Y todavía más alto.

—¡MAMÁ!Sabía que no llegaría a tiempo.Porque, con un rugido, una nube de

oscuridad ardiente sacó dos puñosenormes por encima del borde delprecipicio. Se cernieron en el aire undemorado instante, sobre su madre,mientras ella intentaba alejarse.

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Pero estaba muy débil, demasiadodébil…

Y los dos puños cayeron a la vezsobre ella, la agarraron y tiraron haciael fondo del precipicio.

Y por fin Conor pudo echar a correr.Cruzó el claro gritando, corría tanrápido que estuvo a punto de caerse, yse lanzó hacia ella, hacia las manos queella le tendía mientras los puños laarrastraban precipicio abajo.

Y sus manos tomaron las de sumadre.

La pesadilla que lo despertaba gritando

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todas las noches estaba teniendo lugaren ese preciso instante, allí mismo.

Conor estaba al borde delprecipicio, preparándose para aquelmomento, aferrando con todas susfuerzas las manos de su madre para quela negrura no se la llevara, para que lacriatura no la arrastrara al fondo delprecipicio.

Al fin lo veía.El monstruo de verdad, el que de

verdad le daba miedo, el que élesperaba ver la primera vez que sepresentó el tejo, el de la pesadilla,hecho de nube y de ceniza y de llamasoscuras, pero con músculos reales, con

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fuerza real, con ojos rojos y reales quelo fulminaban con la mirada y dientesrelucientes que se comerían viva a sumadre. «He visto cosas peores», lehabía dicho Conor al monstruo laprimera noche.

Y ahí estaba lo peor.—¡Ayúdame, Conor! —gritó su

madre—. ¡No me sueltes!—¡No te soltaré! —gritó a su vez

Conor—. ¡Te lo prometo!El monstruo de la pesadilla dio un

rugido y tiró más fuerte, con los puñosapretados alrededor del cuerpo de sumadre.

Y ella empezó a resbalar de las

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manos de Conor.—¡Por favor, Conor! —gritó ella

aterrorizada—. ¡No me sueltes!—¡No te soltaré! —gritó Conor. Se

volvió hacia el tejo, que seguía allí, sinmoverse—. ¡Ayúdame! ¡No puedosujetarla!

Pero el tejo se quedó allí, mirando.Las manos de su madre se

deslizaban de las suyas.—¡Conor! —gritó ella.—¡Mamá! —gritó él, sujetándola

más fuerte.Pero se le escapaba, cada vez

pesaba más y más, el monstruo de lapesadilla cada vez tiraba más y más

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fuerte.—¡Me estoy escurriendo! —gritó su

madre.—¡NO! —gritó él.Se cayó de bruces sobre el pecho de

tanto que pesaba su madre con los puñosde la pesadilla tirando de ella.

Su madre gritó otra vez.Y otra.Y pesaba tanto, tanto que parecía

imposible.—¡Por favor! —susurró Conor para

sí mismo—. ¡Por favor!—Y aquí —dijo el tejo detrás de él

— está la cuarta historia.—¡Cállate! —gritó Conor—.

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¡Ayúdame!—Aquí está la verdad de Conor

O’Malley.Y su madre gritaba.Y se estaba escurriendo.Costaba tanto sujetarla…—Es ahora o nunca —dijo el tejo—.

Tienes que decir la verdad.—¡No! —dijo Conor con voz

entrecortada.—Debes hacerlo.—¡No! —dijo Conor otra vez,

mirando abajo la cara de su madre…Y la verdad llegó de repente…Cuando la pesadilla alcanzó su

máxima perfección…

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—¡No! —gritó Conor una vez más…Y su madre cayó.

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El resto de la cuartahistoria

Ese era el momento en que solíadespertarse. Cuando ella caía, gritando,alejándose de sus manos, al abismo, enlos brazos de la pesadilla, perdida yapara siempre, era cuando él seincorporaba en la cama, cubierto desudor, con el corazón latiéndole tandeprisa que creía que se iba a morir.

Pero no se despertó.La pesadilla lo rodeaba todavía. El

tejo seguía detrás de él.—La historia todavía no ha acabado

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—dijo.—Sácame de aquí —dijo Conor,

poniéndose de pie, tembloroso—. Tengoque ir a ver a mi madre.

—Ya no está aquí, Conor —dijo elmonstruo—. Tú la soltaste.

—Esto es solo una pesadilla —dijoConor, jadeando—. Esto no es laverdad.

—Esto sí que es la verdad —dijo elmonstruo—. Lo sabes. Tú la soltaste.

—Se cayó —dijo Conor—. Nopodía sujetarla más. Pesaba tanto…

—Que la soltaste.—¡Se cayó! —gritó Conor presa

casi de la desesperación.

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La nube de mugre y ceniza que sehabía llevado a su madre volvía a subirpor las paredes del precipicio enpequeños remolinos de humo, un humoque Conor no podía evitar inhalar. Se lemetía por la boca y por la nariz, como elaire, lo llenaba por dentro, lo asfixiaba.Tenía que hacer un esfuerzo hasta pararespirar.

—Tú la soltaste —dijo el monstruo.—¡Yo no la solté! —gritó Conor con

la voz quebrada—. ¡Se cayó!—O dices la verdad o no saldrás

nunca de esta pesadilla —dijo elmonstruo, elevándose sobre él,imponente y amenazador, con la voz más

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terrorífica que Conor le había oídonunca—. Te quedarás aquí atrapado túsolo el resto de tu vida.

—¡Por favor, deja que me marche!—suplicó Conor intentando retroceder.Gritó aterrorizado al ver que lospequeños remolinos de humo se lehabían enroscado en las piernas. Lotiraron al suelo y empezaron aenvolverle también los brazos—.¡Ayúdame!

—¡Di la verdad! —dijo el monstruo,ahora con voz severa y terrorífica—. Dila verdad o quédate aquí para siempre.

—¿Qué verdad? —gritó Conor,luchando desesperadamente contra los

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remolinos—. ¡No sé a qué te refieres!La cara del monstruo surgió de

repente de entre la negrura y quedó aescasos centímetros de la de Conor.

—Sí que lo sabes —dijo en voz bajay amenazadora.

Y hubo un silencio repentino.

Porque, sí, Conor lo sabía.Siempre lo había sabido.La verdad.La verdad real.La verdad de la pesadilla.—No —dijo, despacio, mientras la

negrura empezaba a rodearle el cuello

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—. No, no puedo.—Debes hacerlo.—No puedo —repitió Conor.—Sí puedes —dijo el monstruo, y

hubo un cambio en su voz. Una nota dealgo.

De amabilidad.A Conor se le llenaron los ojos de

lágrimas. Las lágrimas se deslizaban porsus mejillas y él no podía hacer nadapara detenerlas, ni siquiera podíasecárselas porque ahora los remolinosde humo de la pesadilla lo cubrían ycegaban, se habían apoderado de él casipor completo.

—Por favor, no me obligues —

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suplicó Conor—. Por favor, no meobligues a decirlo.

—Tú la soltaste —dijo el monstruo.Conor negó con la cabeza.—Por favor…—Tú la soltaste —dijo otra vez el

monstruo.Conor cerró con fuerza los ojos.Sin embargo, luego asintió con la

cabeza.—Podrías haber aguantado más —

dijo el monstruo—, pero la dejaste caer.Abriste las manos y dejaste que lapesadilla se la llevara.

Conor asintió otra vez, tenía la caraarrugada por el dolor y el llanto.

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—Querías que se cayera.—No —dijo Conor entre grandes

lágrimas.—Querías que se fuera.—¡No!—Tienes que decir la verdad y

tienes que decirla ahora. ConorO’Malley. Dila. Debes hacerlo.

Conor negó otra vez con la cabeza,apretando con fuerza la boca, pero sintióque el pecho le quemaba, como sialguien hubiera encendido allí unahoguera, un sol en miniatura que ardía ylo quemaba por dentro.

—Decirlo me matará —jadeó.—Lo que te matará es no decirlo —

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repuso el monstruo—. Tienes quedecirlo.

—¡No puedo!—La soltaste. ¿Por qué?La negrura le envolvía los ojos, le

tapaba la nariz y le sofocaba la boca.Conor jadeaba, tratando de respirar, envano. La oscuridad lo estaba asfixiando.Lo estaba matando…

—¿Por qué, Conor? —dijo furiosoel monstruo—. ¡Dime POR QUÉ! ¡Antesde que sea demasiado tarde!

Y de pronto, el fuego que Conortenía en el pecho lo abrasó, de prontoardió como si pretendiera devorarlovivo. Era la verdad, él sabía que lo era.

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Un gemido empezó a surgir de sugarganta, un gemido que se elevó hastaconvertirse en grito y luego en unalarido sin palabras, y Conor abrió laboca y el fuego salió ardiendo, ardiendopara consumirlo todo, estallando contrala negrura, contra el tejo también,prendiéndole fuego junto al resto delmundo, abrasando a Conor mientrasgritaba y gritaba y gritaba, de dolor y depena…

Y dijo las palabras. Dijo la verdad.Contó el resto de la cuarta historia.—¡Ya no puedo soportarlo más! —

gritó desesperado mientras el fuegoardía furiosamente a su alrededor—.

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¡No puedo soportar saber que se va a ir!¡Quiero que pase ya! ¡Quiero que todoesto se acabe!

Y entonces el fuego devoró elmundo, arrasándolo todo, llevándoselotambién a él.

Conor lo recibió con alivio, porqueera, por fin, el castigo que se merecía.

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Vida después de lamuerte

Conor abrió los ojos. Yacía sobre lahierba en la colina de detrás de su casa.

Seguía vivo.Lo cual era lo peor que podía haber

pasado.—¿Por qué no me ha matado? —

gimió, llevándose las manos a la cara—.Me merezco lo peor.

—¿Tú crees? —le preguntó elmonstruo elevándose por encima de él.

—He pensado en ello una eternidad—dijo Conor despacio, lastimeramente,

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esforzándose por hallar las palabras—.Siempre he sabido que ella no saldríaadelante, casi desde el principio. Medecía que estaba mejor porque eso eralo que yo quería oír. Y yo la creí. Soloque no la creía.

—No —dijo el monstruo.Conor tragó saliva, seguía

esforzándose.—Y empecé a pensar en las ganas

que tenía de que se acabara. En lasganas que tenía de dejar de pensar enello. En lo insoportable que se me hacíaya la espera. No podía soportar lo soloque hacía que me sintiera.

Empezó a llorar de verdad, más de

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lo que creía haber llorado nunca, mástodavía que cuando se enteró de que sumadre estaba enferma.

—Y una parte de ti deseaba queaquello se acabara —dijo el monstruo—, aunque eso significara perderla.

Conor asintió con la cabeza, casiincapaz de hablar.

—Y empezó la pesadilla. Lapesadilla que terminaba siempre con…

—Yo la solté —dijo Conor con unsuspiro—. Podría haber seguidosujetándola pero la solté.

—Y esa —dijo el monstruo— es laverdad.

—¡Pero yo no quería! —dijo Conor

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alzando la voz—. ¡Yo no quería soltarla!¡Y ahora es de verdad! ¡Ahora se va amorir y es culpa mía!

—Y esa —dijo el monstruo— no esen absoluto la verdad.

La pena de Conor era algo físico, loparalizaba como un cepo, le tensabacomo si todo él fuera un solo músculo.Apenas podía respirar del agotamiento,y se dejó caer en la tierra de nuevo,deseando que se lo llevara de una vezpor todas y para siempre.

Casi no sintió las enormes manos delmonstruo recogiéndolo y formando un

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pequeño nido para acogerlo. Fue solovagamente consciente de que las hojas ylas ramas se retorcían en torno a él,ablandándose y ensanchándose para quese tumbara en ellas.

—Es culpa mía —decía Conor—.Yo la solté. Es culpa mía.

—No es culpa tuya —dijo elmonstruo, y su voz flotaba en el aire quelo rodeaba como una brisa.

—Sí lo es.—Solo querías que se acabara el

dolor —dijo el monstruo—. Tu propiodolor. Acabar con tu aislamiento. Es elanhelo más humano que hay.

—Yo no quería hacerlo —dijo

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Conor.—Querías —dijo el monstruo—,

pero no querías.Conor se sorbió los mocos y lo miró

a la cara, que era tan grande como unapared delante de él.

—¿Cómo pueden ser verdad las doscosas a la vez?

—Porque los humanos son animalescomplicados —dijo el monstruo—.¿Cómo puede una reina ser a la vez unabruja buena y una bruja mala? ¿Cómopuede un príncipe ser a la vez un asesinoy un salvador? ¿Cómo puede unboticario tener un carácter del demoniopero ser recto en sus principios? ¿Cómo

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puede un párroco tener malospensamientos y buen corazón? ¿Cómo esposible que los hombres invisibles esténmás solos cuando consiguen que todo elmundo los vea?

—No lo sé —dijo Conorencogiéndose de hombros, agotado—.Tus historias nunca tuvieron sentido paramí.

—La respuesta es que no importa loque pienses —dijo el monstruo—,porque la mente entrará en contradicciónconsigo misma cien veces al día.Querías que ella se fuera pero a la vezquerías desesperadamente que yo lasalvara. Tu mente se creerá las mentiras

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piadosas pero conoce también lasverdades que duelen y que hacen queesas mentiras sean necesarias. Y tumente te castigará por creer ambascosas.

—Pero ¿cómo luchas contra eso? —preguntó Conor con voz ronca—. ¿Cómoluchas contra tus contradiccionesinternas?

—Diciendo la verdad —respondióel monstruo—, como tú acabas de hacer.

Conor pensó otra vez en las manosde su madre, en las suyas cuando lasoltaba…

—No pienses más en eso, ConorO’Malley —dijo el monstruo con

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ternura—. Esta es la razón por la queeché a andar, para contarte esto y quepuedas curarte. Tienes que escucharme.

Conor tragó saliva de nuevo.—Te escucho.—Tu vida no la escribes con

palabras —dijo el monstruo—. Laescribes con acciones. Lo que piensasno es importante. Lo único importante eslo que haces.

Hubo un largo silencio en el queConor recobró el aliento.

—Entonces ¿qué hago? —preguntópor fin.

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—Haces lo que acabas de hacerahora —dijo el monstruo—. Dices laverdad.

—¿Y ya está?—¿Crees que es fácil? —El

monstruo arqueó dos enormes cejas—.Preferías morir antes que decirla.

Conor se miró las manos, y al pocolas abrió.

—Porque estaba tan equivocado enlo que pensaba…

—No es que fuera equivocado —dijo el monstruo—, es que solo era unpensamiento, uno entre un millón. No

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una acción.Conor dejó escapar un suspiro largo,

largo, quejumbroso todavía.Pero ya no se ahogaba. La pesadilla

no lo inundaba por dentro, no le oprimíael pecho, no tiraba de él hacia abajo.

De hecho, ni siquiera sentía lapesadilla por ninguna parte.

—Estoy tan cansado… —dijo Conorponiendo la cabeza entre las manos—.Estoy tan cansado de todo esto…

—Pues duerme —dijo entonces elmonstruo—. Hay tiempo.

—¿Lo hay? —murmuró Conor,incapaz de repente de mantener los ojosabiertos.

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El monstruo cambió un poco más laforma de sus manos, haciendo máscómodo el nido de hojas en el queConor estaba echado.

—Tengo que ir a ver a mi madre —protestó Conor.

—La verás —dijo el monstruo—. Telo prometo.

Conor abrió los ojos.—¿Estarás allí?—Sí —dijo el monstruo—. Serán

los últimos pasos de mi caminar.Conor se sintió flotar, la marea del

sueño tiraba de él con tanta fuerza queno podía resistirse.

Pero antes de dejarse llevar por

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completo, sintió que una pregunta lesubía a la boca como una burbuja.

—¿Por qué vienes siempre a lasdoce y siete? —preguntó.

Se quedó dormido antes de que elmonstruo pudiera contestarle.

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Algo en común

—¡Oh, gracias a Dios!Las palabras se colaron en su cabeza

antes de que Conor despertara del todo.—¡Conor! —oyó, y luego más fuerte

—: ¡Conor!La voz de su abuela.Abrió los ojos, se incorporó

despacio hasta sentarse. Era de noche.¿Cuánto tiempo llevaba dormido? Miróa su alrededor. Todavía estaba en lacolina de detrás de su casa, acurrucadoen las raíces del tejo que se elevabainmenso sobre él. Levantó la vista. Era

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solo un árbol.Pero también habría jurado que no lo

era.—¡CONOR!Su abuela se acercaba corriendo

desde la iglesia; vio el coche aparcadoen la carretera, con las luces encendidasy el motor en marcha. Se puso de piemientras ella corría hacia él; su cara erauna mezcla de enfado y de alivio y dealgo que Conor reconoció y que leencogió el estómago.

—¡Oh, gracias a Dios, gracias aDIOS! —gritó cuando llegó hasta él.

Y entonces hizo algo sorprendente.Lo abrazó tan fuerte que a punto

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estuvieron de caerse los dos al suelo. Sino se cayeron fue porque Conor seapoyó contra el tronco del árbol. Luegosu abuela lo soltó y empezó a gritar deverdad.

—¿Dónde has ESTADO? ¡LlevoHORAS buscándote! ¡EstabaPREOCUPADÍSIMA, Conor! ¿EN QUÉDEMONIOS ESTABAS PENSANDO?

—Tenía que hacer una cosa —dijoConor.

—No hay tiempo —dijo ella—,¡tenemos que irnos!

Y echó a correr hacia el coche, locual era muy preocupante. Conor corriódetrás de ella de manera casi

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automática, y se metió de un salto en elasiento del acompañante. Ni siquiera ledio tiempo de cerrar la puerta antes deque su abuela arrancara con un chirridode neumáticos.

No se atrevió a preguntar por quétenían tanta prisa.

—Conor —dijo su abuela mientrasel coche bajaba por la carretera a unavelocidad alarmante. Solo cuando lamiró vio que estaba llorando mares. Ytemblando—. Conor, es que no te… —Tembló un poco más, luego Conor vioque agarraba el volante todavía con más

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fuerza.—Abuela… —empezó a decir él.—No —dijo ella—. No.Siguieron camino sin decir nada

durante un rato, pasando las señales deceda el paso casi sin mirar. Conorvolvió a comprobar su cinturón deseguridad.

—Abuela… —dijo Conoragarrándose al asiento mientras pasabanvolando por encima de un bache.

Ella seguía acelerando.—Lo siento —dijo él en voz baja.Ella se rió, una risa triste y áspera.

Movió la cabeza.—No tiene importancia —dijo—.

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No tiene importancia.—¿No?—Pues claro que no —dijo ella, y

empezó a llorar otra vez. Pero no era laclase de abuela que deja que el llanto leimpida hablar—. ¿Qué te parece,Conor? ¿Tú y yo? No somos lo que sedice una pareja perfecta, ¿verdad queno?

—No —dijo Conor—. Me pareceque no.

—A mí tampoco me lo parece. —Giró en una esquina tan rápido queConor tuvo que agarrarse a la manilla dela puerta para seguir derecho.

—Pero vamos a tener que aprender,

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¿sabes? —dijo ella.Conor tragó saliva.—Lo sé.Conor oyó un sollozo.—Lo sabes, ¿verdad? —dijo su

abuela—. Claro que lo sabes.Ella tosió para aclararse la garganta

mientras miraba a ambos lados alacercarse a un cruce antes de saltarse elsemáforo en rojo. Conor se preguntó quéhora sería. Casi no había tráfico.

—Pero ¿sabes qué, nieto? —dijo suabuela—. Tenemos algo en común.

—¿Sí? —preguntó Conor cuando elhospital apareció al final de la carretera.

—Oh, sí —dijo su abuela apretando

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más aún el acelerador, y él vio queseguía llorando.

—¿Y qué es? —preguntó Conor.Su abuela se metió en el primer sitio

libre que vio en la acera junto alhospital, subió el coche encima delbordillo y frenó con un golpe seco.

—Tu madre —dijo ella mirándolofijamente a los ojos—. Eso es lo quetenemos en común.

Conor no dijo nada.Pero sabía a qué se refería. Su

madre era hija suya. Y su madre era lapersona más importante para los dos.Eso era tener mucho en común.

Era sin duda un punto de partida.

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Su abuela paró el motor y abrió lapuerta.

—Tenemos que darnos prisa —dijo.

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La verdad

Su abuela entró en la habitación de sumadre en el hospital delante de él y conuna pregunta terrible dibujada en lacara. Pero dentro había una enfermeraque se la contestó en el acto.

—Tranquila —dijo—. Llegan atiempo.

Su abuela se llevó las manos a laboca y dejó escapar un grito de alivio.

—Veo que lo ha encontrado —dijola enfermera mirando a Conor.

—Sí —fue todo lo que dijo suabuela.

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Tanto ella como Conor miraban a sumadre. La habitación estaba casi toda enpenumbra, solo con una luz encendidaencima de la cama que ocupaba ella.Tenía los ojos cerrados, y su respiraciónsonaba como si tuviera un peso encimadel pecho. La enfermera los dejó asolas, y su abuela se sentó en la silla alotro lado de la cama, se inclinó haciadelante y tomó una de las manos de suhija. La sostuvo entre las suyas, labesaba mientras se mecía adelante yatrás.

—¿Mamá? —oyó Conor. Era sumadre la que hablaba, con la voz tanpastosa y baja que casi era imposible

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entenderla.—Estoy aquí, cariño —dijo su

abuela sin soltarle la mano—. Conortambién está aquí.

—¿Sí? —dijo su madre condificultad, sin abrir los ojos.

Su abuela lo miró para que dijeraalgo.

—Estoy aquí, mamá —dijo Conor.Su madre no dijo nada, tan solo

alargó la mano que tenía más cerca deél.

Le pedía que se la cogiera.Que se la cogiera y no la soltara.—Aquí está el final de la historia —

dijo el monstruo detrás de él.

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—¿Qué hago? —susurró Conor.Sintió que el monstruo le ponía las

manos en los hombros. No sabía por quépero eran lo suficientemente pequeñascomo para que Conor sintiera que loestaban sujetando.

—Todo lo que tienes que hacer esdecir la verdad —dijo el monstruo.

—Me da miedo —dijo Conor. Veía asu abuela allí en la penumbra, inclinadasobre su hija. Veía la mano de su madre,todavía tendida, sus ojos todavíacerrados.

—Pues claro que te da miedo —dijoel monstruo empujándolo despacio hacia

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delante—. Y aun así lo harás.Mientras las manos del monstruo lo

guiaban delicada pero firmemente haciasu madre, Conor vio el reloj que habíaen la pared, encima de la cama. Nosabía muy bien cómo, pero ya eran las23.46.

Quedaban veintiún minutos para las00.07.

Quería preguntarle al monstruo quépasaría entonces, pero no se atrevió.

Porque sentía que lo sabía.—Si dices la verdad —le susurró el

monstruo al oído—, podrás enfrentarte atodo lo que venga.

Así que Conor miró a su madre, a su

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mano tendida. Sentía que se ahogabaotra vez y que los ojos se le llenaban delágrimas.

Sin embargo no era el ahogo de lapesadilla. Era más simple, más claro.

Pero igual de duro.Tomó la mano de su madre.

Ella abrió los ojos, un instante, y lo vioallí. Luego volvió a cerrarlos.

Pero lo había visto.Y él supo que era entonces. Supo

que de verdad no había vuelta atrás. Queiba a pasar, independientemente de loque él quisiera, independientemente de

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lo que sintiera.Y supo también que lo iba a superar.Sería terrible. Mucho más que

terrible.Pero sobreviviría.Y esa era la razón por la que había

ido el monstruo. Tenía que ser. Conor lonecesitaba, y de alguna manera sunecesidad lo había llamado. Y habíavenido andando. Solo para ese instante.

—¿Te quedarás? —le susurró Conoral monstruo, casi incapaz de hablar—.¿Te quedarás hasta que…?

—Me quedaré —dijo el monstruo,con las manos todavía en los hombrosde Conor—. Ahora lo único que tienes

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que hacer es decir la verdad.Y Conor lo hizo.Respiró hondo.Y, por fin, dijo la verdad y toda la

verdad.

—No quiero que te vayas —dijo,con las lágrimas cayéndole por lasmejillas, despacio primero, aborbotones después, igual que un río.

—Ya lo sé, mi amor —dijo su madrecon su voz pastosa—. Ya lo sé.

Conor sentía al monstruo,sujetándolo y dejándolo delante de ella.

—No quiero que te vayas —dijo

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otra vez.Y eso era todo lo que tenía que

decir.Se inclinó hacia delante sobre la

cama y la rodeó con el brazo.Sujetándola.Supo que llegaría, y pronto, quizá

incluso a las 00.07. El momento en queella se escurriría de sus manos, pormucho que él la sujetara con todas susfuerzas.

—Pero no en este momento —susurró el monstruo, todavía cerca—.Aún no.

Conor sujetaba a su madre confuerza.

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Y al hacerlo, pudo por fin dejar queella se fuera.