Cuadernos de curaduría
m u s e o n a c i o n a l d e c o l o m b i a
DossierBicentenario
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b o g o t á , c o l o m b i a . i s s n 1 9 0 9 - 5 9 2 9 m i n i s t e r i o d e c u l t u r a d e c o l o m b i a | 2 0 1 9
nueva época
núm
ero
conte-nido
Museos, naturalistas y colecciones: itinerarios científicos en torno a la creación del Museo Nacional de Colombia (1823-1889)
María Paola Rodríguez Pradacuraduría de historia
[12]
La Independencia en el centro de la Rotonda
Rodrigo Trujillo Rubio
curaduría de arte
La Independencia: crisol de nuevas identidades
Francisco Romano Gómez
curaduría de arqueología
[46] [76]
Dos siglos de vida callejera en BogotáRayiv Torres SánchezAndrés Góngora Sierra
curaduría de etnografía
[96]
Una carta en tiempos de la revolución de Independencia: Carta de Camilo Torres a su hermano Ignacio, fechada el 1° de febrero de 1814
Naila Katherine Flor Ortega
curaduría de historia
[160]
El Estandarte de Pizarro del Museo Nacional de Colombia: fuentes primarias de un ícono de la Independencia
Libardo Sánchez Paredes
curaduría de historia
[180]
[132]
El retrato en las colecciones del Museo Nacional de Colombia durante su primer siglo de existencia (1823-1923)
Santiago Robledo Páez
curaduría de historia
cues-tiones
de museo
patrimo-nio en
estudio
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Presentación
En este contexto bicentenario, cuando nos encontramos inmersos en un
sinnúmero de actividades conmemorativas en torno a la creación de la
República de Colombia en 1819, hay dos tendencias que enmarcan este
tipo de celebraciones. Por un lado, la de considerar la conmemoración casi
exclusivamente como un viaje al pasado que se restringe a la recreación
de hechos, sucesos y circunstancias acaecidas en ese tiempo remoto, con
el riesgo de limitarse a lecturas literales y poco analíticas, signadas por
la sincronía de las fechas y la hipnosis de la cifra cerrada y redonda que
marca el número 200. Por otro lado, está la tendencia en la que se inscribe
el Museo Nacional de Colombia del siglo XXI, que consiste en permitirse
lanzar miradas al pasado, con el fin de revisar de manera mucho más
asertiva, profunda y analítica cuál fue la serie de motivaciones, dudas,
complejidades, retos y aciertos que se tejieron durante ese pasado. A partir de
ese relieve y presentación de complejidades, esta tendencia busca profundizar
las lecturas, las interpretaciones y la mirada crítica sobre ese acontecer, para
plantear nuevos caminos y senderos de investigación histórica
El Dossier Bicentenario de esta nueva época de los Cuadernos de Curaduría
ha buscado darle voz a algunos de los hechos de ese pasado, a través de
la reflexión actual de quienes lideran los procesos de investigación de los
cuatros grupos de colecciones (Arte, Etnografía, Historia y Arqueología)
que estructuran el acervo patrimonial del Museo Nacional. Dicha reflexión
es complementada con los aportes de algunos de los investigadores que
acompañan y nutren el trabajo de cada una de esas cuatro curadurías.
Considero que este conjunto de textos se identifica de diversas maneras con
dos categorías concebidas y trabajadas por el filósofo e historiador alemán
Reinhart Koselleck, que estructuran gran parte de su producción intelectual,
vinculada al análisis de los procesos históricos a partir del trasegar de los
conceptos, a saber: el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa,
que son entendidos de la siguiente manera. Por un lado, la experiencia hace
referencia al “pasado-presente”, es decir, a los acontecimientos pasados
que pueden ser recordados hoy y que están sujetos a ser transmitidos de
generación en generación. Por otro lado, la expectativa es vista como un
“futuro-presente”, entendido como todas aquellas proyecciones que se
hacen en el presente sobre lo que podría ocurrir, bien sea que se desee o
se tema, que se lleve a cabo o se padezca, sin que dichas proyecciones se
encuentren desvinculadas del todo con un pasado específico. Así mismo,
el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa permiten relacionar
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distintas temporalidades, ya que por definición las entrelazan entre sí,
tomando como punto de unión el presente, pero sin dejar de analizar y
profundizar interpretativamente el tiempo pretérito.
Es por ello que los textos que se presentan a continuación, que constituyen
uno de los muchos aportes a la conmemoración bicentenaria que el Museo
Nacional de Colombia ha querido entregar a la ciudadanía, están abiertos a
ser identificados y leídos, convergente y simultáneamente, en una de las dos
categorías emanadas de Koselleck; cada uno a partir de sus cuestionamientos
iniciales, su desarrollo temático y sus respectivas conclusiones.
De acuerdo con lo anterior, identifico los aportes de Francisco Romano,
María Paola Rodríguez, Naila Katherine Flor Ortega y Santiago Robledo
en el grupo de textos que puede inscribirse en el espacio de experiencia
propuesto por Koselleck. Se trata de reflexiones que analizan cuatro
circunstancias específicas vinculadas, de una u otra forma, al Bicentenario,
de las que quisiera señalar algunos detalles particulares.
Para Romano, el proceso de Independencia puede ser visto como un crisol
de las nuevas identidades nacionales, el cual se identifica a partir de un
detalle específico que cada vez toma más relevancia en la actualidad: la
múltiple y contrastada configuración humana y social de los ejércitos de
uno y otro bando que se enfrentaron hace doscientos años, así como su
variada proveniencia. Romano nos dice en su texto que
de los treinta y ocho prisioneros del Puente de Boyacá, que fueron
fusilados ese mismo día por orden del general Santander, veinticinco eran
españoles, y también hubo un panameño, un cartagenero, un guayanés, un
quiteño, un puertorriqueño, un tunjano, un neivano, un cartagüeño y cinco
venezolanos. (pp. 80-81)
A su vez, Rodríguez se concentra en los momentos que dieron forma
e inicio al Museo Nacional de Colombia, institución producto de las
decisiones de quienes configuraron la nueva república, en donde
los innumerables intercambios y circulación de saberes científicos y
conocimiento nos conducen a reconocer que la creación de esta institución
no se hizo a través de generación espontánea, sino que fue el resultado de
una inserción de la nueva república en una red de intereses comunes entre
Colombia y el exterior.
Por su parte, a partir de una categoría de orden patrimonial, Flor Ortega
revisa una fuente documental que llegó al museo como parte del legado
de Eduardo Santos. Identificada como una pieza de carácter patrimonial, la
carta analizada por esta investigadora se origina realmente en un ámbito
privado y testimonial, como producto de la necesidad que tuvieron Camilo
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p r e s e n ta c i ó n
e Ignacio Torres de compartir, de manera directa, sus impresiones en
torno a los acontecimientos del denominado interregno neogranadino.
En su intercambio epistolar, los hermanos Torres comparten sus ideas,
preocupaciones, temores y expectativas por el devenir político que están
viviendo en ese momento.
Completa este primer grupo Robledo, quien expande su mirada al primer
siglo de existencia del Museo Nacional, por medio de la revisión de los
factores, decisiones y motivaciones que le fueron dando forma a la galería
de retratos de nuestra institución. A partir de ello, Robledo señala cómo ese
conjunto fue creando unas intenciones pedagógicas, ligadas a las virtudes
patrióticas de los retratados, así como a la perpetuación de unos valores
sociales y políticos específicos. Resulta interesante dejar abierta una
segunda mirada al siguiente siglo y poder analizar, igualmente, qué tanto va
de una representación como la de Leonardo Infante de la Colección Franco
al busto de “Comanche”, o de la imagen grupal de la familia de José Hilario
López a los retratos de Carolina Cárdenas o Carola de Rojas Pinilla.
El segundo grupo de textos parece estar más directamente relacionado con
la categoría del horizonte de expectativa, a partir de esas proyecciones que
se hacen sobre fenómenos de un “presente-futuro”, pero que, como se dijo
antes, también tienen su origen en aspectos que proceden de la revisión del
pasado; en este caso, del Bicentenario.
Torres y Góngora se adentran en los vericuetos del tejido urbano bogotano,
para identificar individuos, prácticas y espacios que han corrido el riesgo de
ser sepultados por narrativas homogeneizadoras del pasado, en la medida
en que han hecho parte de situaciones de marginalización, desarraigo
y exclusión. Sin embargo, este recorrido de dos siglos integra una serie
de temporalidades que conduce a una revisión crítica de las prohibiciones
actuales alrededor del consumo de sustancias ilícitas, las contradicciones
de la economía del mercado y las razones que llevan a reconocer, de manera
paradójica, que no hay nadie más adaptado a una ciudad que ese habitante
de calle, que hace de cualquier esquina o rincón una parte de su hogar.
Las interpolaciones interpretativas también permiten que Trujillo nos
presente las diversas maneras en que viejos modos de pensamiento,
clasificación y taxonomías vinculadas a la percepción y análisis de la
expresión plástica converjan en un grupo de imágenes de las colecciones
de arte, para ser exhibidas en un ámbito de “futuro-presente” a partir de
la nueva disposición de la Rotonda, donde se integran algunas de las
representaciones emblemáticas de algunos protagonistas de las luchas por
la independencia.
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Por último, Sánchez traza una elipse teniendo como punto de partida una pieza fundacional de las colecciones del Museo –el estandarte de Francisco Pizarro–, que nos devuelve ya no doscientos años atrás, sino otros tres siglos antes –es decir, nos lleva al tiempo pasado de los propios libertadores–, para analizar, sobre la base de las fuentes primarias, el poder simbólico del estandarte. Esta pieza se convirtió en un “trofeo de guerra” tomado por los vencedores a los ejércitos de la Corona española, luego ingresó al Museo Nacional y al final se convirtió en objeto de análisis científicos que conducen a disipar las dudas sobre su cuestionada autenticidad.
Finalmente, tanto los espacios de experiencia como los horizontes de expectativa, que enmarcan estos aportes de la investigación en el Museo Nacional, están inevitablemente regidos por la ineludible dimensión temporal, que es el elemento que alienta y nutre el trabajo y la reflexión histórica. Estas experiencias y expectativas son alimentadas por la gran densidad, diversidad y complejidad de los ámbitos culturales, políticos y sociales que se han tejido entre ese momento fundacional de la Independencia y nuestro presente. Dichas experiencias y expectativas le han dado forma a la nación colombiana y seguirán marcando sus cambios y transformaciones futuras. Se trata de un material inagotable para la tarea de análisis histórico e investigativo, que una institución como el Museo Nacional de Colombia está en la obligación de mantener, estimular y divulgar de manera rigurosa, adecuada y constante, tanto en el día a día como en los tiempos de conmemoración.
Daniel Castro Benítez
Director del Museo Nacional de Colombia
cuestiones de museo
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Museos, naturalistas y colecciones: itinerarios científicos en torno a la creación del Museo Nacional de Colombia (1823-1889)1
María Paola Rodríguez Prada, PhDCoordinadora de la Curaduría de Historia del Museo Nacional de Colombia.
Resumen El relato de la creación del Museo Nacional de Colombia y de la Escuela de Minas en 1823 corresponde a un relato de circulación e intercambio material instalado en los nexos eruditos entre esferas públicas y privadas, establecidos entre academias, museos de historia natural, escuelas de formación técnica y fábricas de producción industrial de Bogotá, París, Sèvres y Lons-le-Saunier. Los intercambios favorecieron la constitución de redes científicas y la transferencia de saberes entre América y Europa, y viceversa. Así mismo, implicaron nuevas apropiaciones, mediadas por las condiciones de posibilidad locales y por la agencia de estructuras burocráticas cuyos actores, en los albores de la República de Colombia (1819), abogaban por el bien público, la educación y el avance de las ciencias. Este artículo argumenta el desarrollo y apropiación de unas prácticas científicas que favorecieron la integración cultural de comunidades científicas a lo largo del siglo xix. El seguimiento de colecciones museales, como vehículo de interconexión entre los diferentes aparatos y estructuras del saber científico y técnico entre Colombia y Europa, concreta una perspectiva global de análisis. Las operaciones de investigación y construcción de saberes científicos devinieron elementos patrimoniales embebidos en museos contemporáneos.
Palabras clavemuseos, patrimonio, colecciones, circulación, saberes científicos y técnicos, comunidades científicas.
curaduría de historia
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IntroducciónLa historia de la creación del Museo Nacional de Colombia y de la
Escuela de Minas en 1823 es una historia de circulación. Circulación
entre América y Europa de diplomáticos, ingenieros de minas, geógrafos,
mineros, naturalistas y maestros litógrafos. Pero también es una historia
del intercambio material de saberes, mediciones, cartas manuscritas
e impresos, grabados y colecciones. Es un relato instalado en las
sociabilidades eruditas –tanto en las esferas públicas como privadas–,
establecidas entre academias, museos de historia natural, escuelas de
formación técnica y fábricas de producción industrial de Bogotá, París,
Saint-Étienne, Sèvres y Lons-le-Saunier. Es una historia de fundación
antecedida y nutrida por otros relatos científicos, técnicos y políticos
tejidos entre Sevilla, Madrid, Freiberg, Upsala, Mariquita y Santafé
(Rodríguez Prada 2013). Es una historia global que, en términos de
Dominique Poulot, se desarrolla en el segundo periodo de la Ilustración
europea y “evoca algunas figuras centrales de la organización del saber en
el transcurso de la primera parte del siglo xix” (2013, 11).
Los circuitos e intercambios arriba enunciados favorecieron la
constitución de redes científicas y la transferencia de saberes –en ambas
direcciones– entre América y Europa. Estas transferencias implicaron
nuevas apropiaciones, readaptaciones y, luego, construcciones colectivas
transatlánticas, mediadas por las condiciones de posibilidad locales y
por la agencia de estructuras burocráticas de inicios de la República
de Colombia (1819). Sus actores desempeñaron nuevos roles en la
reformulación de espacios que propendían al bien público, la educación y
el avance de las ciencias. Instalado en un horizonte historiográfico crítico
sobre fundaciones de museos latinoamericanos en la primera mitad del
siglo xix (Lopes y Podgorny 2000; Achim y Podgorny 2013; Podgorny
y Lopes 2013, 2014 y 2016), este artículo argumenta el desarrollo y la
apropiación de unas prácticas científicas que favorecieron la integración de
comunidades científicas durante el resto del siglo xix. En 1823 el Congreso
de Colombia decretó la creación de un museo y una escuela de minas.
Dicha fundación se desarrolló en medio de las guerras de independencia
contra el régimen español y la reconfiguración geopolítica del continente
suramericano. El texto sitúa a la naciente República de Colombia y sus
ulteriores formaciones políticas territoriales hasta 1886 en un contexto
de construcción de saberes, identidades y coleccionismo científico en
interconexión con estructuras europeas del saber. A pesar de analizar
objetos patrimoniales conservados en fondos museales contemporáneos,
este escrito contempla hasta el año de 1889 como marcador cronológico
distintivo de la praxis museológica en el Museo Nacional de Colombia. La
catalogación de colecciones de historia natural allí desarrollada evidencia la
traza de la construcción colectiva del saber discutida a lo largo del artículo.
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La comprensión de esta historia establece un escenario más refinado que inquiere sobre itinerarios científicos en los cuales se involucran museos, naturalistas y colecciones. Una aproximación crítica a la historiografía tradicional, contrastada con la restitución de un corpus vasto de fuentes primarias, permite evidenciar que las operaciones de investigación y construcción de saberes científicos durante la primera parte del siglo xix se convirtieron gradualmente en elementos patrimoniales embebidos en museos contemporáneos. Tal argumentación es articulada aquí en tres secciones. La primera parte examina la instalación del museo y las prácticas científicas allí desarrolladas. Esta historia institucional se aborda a través de la revisión de la historiografía tradicional decimonónica con el propósito de rescatar elementos sobre su recepción pública y apropiación cultural y simbólica, así como de su alcance real en términos de colecciones, exhibición y producción de saberes. Se enfatiza tanto en las prácticas científicas de recolección, formación, organización y estudio de las colecciones en el Museo, como en una cultura material textual que favoreció la difusión de la investigación (Secord 2004, 657-658; Lopes 2008, 618). En términos metodológicos, la revisión de estas fuentes sitúa la emergencia de la institución museal dentro de sus unidades de análisis espaciales y temporales, relacionadas con la conformación de la república (Conrad 2017). La segunda sección observa la historia del Museo desde el corpus de fuentes correspondientes a literatura científica, dejada por las memorias científicas y autobiográficas individuales de algunos actores relacionados con el Museo. Ello permite restituir la agencia de los saberes como lugar de interconexión entre individuos e instituciones de formación técnica, científica y de gestión práctica de recursos. Asimismo, discute su circulación, incidencia y apropiación por parte de una sociabilidad erudita, modelando nuevos espacios del saber durante el resto del siglo xix e incluyendo ámbitos científicos que superan el contexto local colombiano. La tercera y última sección concreta la perspectiva global de análisis del artículo a partir de colecciones museales que, en cuanto fuente material, constituyen el vehículo de interconexión entre los diferentes aparatos y estructuras del saber científico y técnico entre Colombia y Europa. Operación esta desarrollada a lo largo del siglo xix, pero con incidencia estructural en la historia del patrimonio de algunos museos contemporáneos (Conrad 2017).
El Museo y sus prácticas científicas La fundación del Museo Nacional de Colombia junto con la Escuela de Minas, el 28 de julio de 1823, está íntimamente ligada con la historia del primer lustro de creación de la república. Mientras eran libradas las batallas de independencia del territorio central del Virreinato de la Nueva Granada (incluida la provincia de Panamá), de la Real Audiencia de Quito y de la Capitanía de Venezuela, entre 1819 y 1824, un Congreso instaurado desde febrero de 1819 en Santo Tomás de Angostura (actual ciudad
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
Bolívar en Venezuela) proclamó el establecimiento de una nueva república llamada Colombia. Constituida esta por los territorios arriba mencionados, el Congreso de Angostura designó un cuerpo diplomático para presentar dicha república ante los otros Estados y algunas potencias europeas. Uno de los plenipotenciarios delegados para las cortes europeas fue Francisco Antonio Zea (1766-1822). Su gestión pretendía el reconocimiento político para Colombia, la negociación de recursos para financiar la guerra y propiciar mecanismos para impulsar el bien y la prosperidad del país (blaa, slrm, Mss322; agn, ahlcr, Miscelánea 1820-1823, ii, f° 84). En concordancia con este último objetivo, Zea contrató en París y en Londres, en 1821 y 1822, personal especializado en geografía, ingeniería mecánica, ingeniería y explotación de minas, historia natural y artes litográficas. Este debía establecer en Colombia un Cuerpo de Geografía, una Escuela de Minas y un Cuerpo de Ingenieros de Minas, un Museo y un establecimiento litográfico. Cuando dichos especialistas llegaron a Colombia, entre 1822 y 1823, no solamente había sido sellada la independencia de Venezuela en 1821 y de la región de Quito en 1822, bajo el comando del presidente general Simón Bolívar (1783-1830), sino que el plenipotenciario F. A. Zea había fallecido en Bath, Inglaterra. Asimismo, un mes después de haber sido inaugurado el Museo en Bogotá, el 4 de julio de 1824, las tropas colombianas contribuyeron exitosamente con la independencia del Perú. En medio de estos acontecimientos, el naciente aparato burocrático republicano acogía en Colombia el Museo y la Escuela de Minas como instituciones científicas y técnicas de progreso y bien público.
En consideración del limitado acervo historiográfico que refiere tempranamente la institución museal colombiana en términos efectivos de sus prácticas científicas, colecciones, producción y circulación de saberes, exhibición, recepción pública y apropiación cultural y simbólica, concierne entonces discutir las circunstancias factuales del establecimiento según lo revelado por las pocas fuentes primarias repetidas reiteradamente por la historiografía tradicional. La Gaceta de Colombia (1821-1831) (gc), periódico oficial de publicación semanal, imprimió nueve artículos en siete ediciones, entre 1823 y 1825, relacionados con el arribo a Colombia de los naturalistas reclutados en Francia, la aprobación de sus contratos firmados con Francisco Antonio Zea, la fundación de la Escuela de Minas y del Museo, los decretos estableciendo sus respectivas cátedras científicas y la asignación del director y de los profesores, algunas de las investigaciones realizadas por los naturalistas, la inauguración del Museo y, finalmente, la apertura de las inscripciones estudiantiles para la Escuela de Minas (gc 1823, n.os 74, 99, 101, 111 y 112; gc 1824, n.o 144 y gc 1825, n.o 172)2. Más allá de su continua reiteración, la revisión de estas fuentes da indicios sobre la apropiación local de la institucionalidad científica para el desarrollo y el progreso, comprendida por el Museo y la Escuela de Minas durante sus décadas fundacionales, así como indicios sobre su incidencia –en una más
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larga duración– sobre ulteriores aparatos del saber en esferas públicas y privadas de la educación y las ciencias en Colombia. La historiografía misma refleja una red de autores cuya praxis científica se vio permeada por algunas de las prácticas y saberes instalados tempranamente en el Museo y la Escuela de Minas.
Las fuentes primarias enunciadas establecían de facto que estas instituciones fueron fundadas y abiertas para trabajo efectivo. Ello, en contraste con otros museos nacionales instaurados en algunas de las nacientes repúblicas vecinas, también durante las primeras décadas de independencia, que no lograron iniciar una actividad inmediata por las vicisitudes políticas y materiales del periodo –Argentina 1812 y 1823, instalado en 1826; Chile 1813, 1822 y 1838; México 1825 y 1830; Perú 1822 y 1826; Uruguay 1837 (Podgorny 2010, 59-66; Sanhueza 2013; Achim 2017; Sierra Anguita 2019)–. La Gaceta de Colombia se constituye como la fuente primaria por excelencia que testimonia la fundación del Museo y de la Escuela de Minas, así como su filiación con Francisco Antonio Zea. Esta referencia es seguida durante el siglo xix por dos fuentes secundarias. Inicialmente, Florentino Vezga (1833-1890) relacionado con una de las primeras sociedades científicas colombianas, la Sociedad de Naturalistas Neogranadinos (1859-1861), publicó en 1860 la historia de la Real Expedición Botánica (1783-1816). Allí incluyó una sección sobre el Museo Nacional en la cual, por primera vez en la historiografía, fueron parafraseadas con cierto detalle algunas de las cláusulas de los contratos hasta entonces desconocidos, firmados por Francisco Antonio Zea con el equipo de naturalistas enviado a Colombia para establecer el Museo y la Escuela de Minas (Vezga, 1936[1860]).
La segunda fuente que retoma en su conjunto la historia del Museo corresponde a una publicación de finales del siglo xix. Un agente diplomático alemán enviado a Colombia en 1872, Hermann Albert Schumacher (1839-1890), quien enseñó alemán en la Universidad Nacional en Bogotá (1874) y se interesó por la historia cultural y científica colombiana, publicó en su lengua materna en 1884 un libro histórico sobre personajes clave en la historia colombiana de las ciencias (Díaz-Piedrahita 1991). Este mencionaba el Museo Nacional y la Escuela de Minas y, aunque retomaba a Vezga, agregaba alguna información histórica sobre dichos establecimientos.
A mi entender, ambas fuentes –Vezga y Schumacher– suman la totalidad de las referencias historiográficas o fuentes secundarias del siglo xix que discutían institucionalmente el Museo Nacional de Colombia. Aunque Schumacher solo fue traducido al castellano y circuló en Colombia entre 1916 y 1986, sus vínculos con el antiguo botánico de la Comisión Corográfica (1850-1859), José Jerónimo Triana (1828-1890), y con Ezequiel
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Uricoechea (1834-1880) –otro de los fundadores de la Sociedad de Naturalistas Neogranadinos– permitieron que en Colombia se conociera tempranamente los avances de su investigación. Aparte de un reporte de mediados del siglo xix escrito por el tesorero de la Universidad Nacional, Rafael Eliseo Santander (1809-1883), impreso en 1868 en el seno mismo del aparato burocrático estatal, los Anales de la Universidad Nacional de Estados Unidos de Colombia (Santander 1868), así como del “Resumen cronológico desde su Fundación hasta el día” redactado por Fidel Pombo Rebolledo (1837-1901) e incorporado a su Breve guía del Museo Nacional en 1881 (Pombo 1881, 1-11)3, no se conocen otros estudios históricos sobre el periodo fundacional del Museo.
Un segundo elemento factual a discutir corresponde al trabajo científico conocido y que fuera desarrollado en el Museo y en la Escuela de Minas. Retomando la Gaceta de Colombia, resulta necesario referir nuevamente el artículo sobre la inauguración del Museo publicado el 18 de julio de 1824 (gc 1824, n.° 144). Como lo hemos analizado ampliamente en otros trabajos (Rodríguez Prada 2013, 354-356; 2019a), este artículo evoca una breve descripción de algunas de las piezas exhibidas en el Museo, sugiriendo la existencia de colecciones mineralógicas, rocas exógenas (meteoritos), especímenes paleontológicos y colecciones zoológicas (entomológicas, ictiológicas, herpetológicas, mastozoológicas), además de los objetos arqueológicos y etnográficos. También establece en la sede del Museo, la presencia de un laboratorio de química y de una sala de dibujo. Previamente, desde noviembre del año anterior, la Gaceta de Colombia había informado que dos memorias científicas habían sido publicadas por el personal del Museo, una de ellas sobre un meteorito, editada junto con un grabado litográfico de esa roca (gc 1823, n°. 111). Finalmente, en enero de 1826, ese mismo periódico daba noticias sobre algunas de las colecciones reunidas en el Museo y sobre las actividades de los colectores (Torres gc 1826, n°. 223). Para entonces, como resultado de expediciones locales y actividades de recolección y herborización especializadas, el Museo también poseía un grupo importante de colecciones botánicas. A partir de esos artículos en la Gaceta de Colombia puede establecerse que algunos de los minerales fueron clasificados siguiendo los métodos de René-Just Haüy (1743-1822), mientras que parte de las muestras botánicas habían sido organizadas por el profesor de botánica y otra parte por el naturalista recolector (gc 1824, n°. 144 y Torres gc 1826, n°. 223; Rodríguez Prada 2017, 134-135). La búsqueda y contrastación de nuevas fuentes primarias ha permitido precisar que el profesor de botánica, Juan María Céspedes (1776-1848), aplicaba los métodos de clasificación de Carl Linnæus (1707-1778) (blaa, slrm, Mss2412), mientras que el naturalista recolector, Justin-Marie Goudot (1802-1847), habría de haber aplicado los métodos aprendidos en el Muséum de Historia Natural de París, del profesor René Desfontaines (1750-1833) con quien se había formado. Goudot también
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siguió los cursos de Jean-Baptiste de Lamarck (1744-1829) con su ayuda-naturalista y profesor suplente Pierre-André Latreille (1742-1833) (Muséum 1889). Así, la organización de los especímenes zoológicos en Bogotá habría incorporado seguramente algunos de los elementos propios de los métodos de clasificación formulados por estos profesores (Rodríguez Prada 2016, 38).
La coyuntura histórica del periodo en el cual fue fundado el Museo definió el carácter inusual de sus colecciones. Reunió especímenes de ciencias naturales y de antropología –diferenciando objetos prehispánicos antiguos de los objetos etnográficos de cultura material artesanal e indígena–, simultáneamente con piezas de historia contemporánea del periodo, y con piezas artísticas relacionadas con las prácticas de representación científica y la iconografía colonial religiosa. Las prácticas museales relacionadas con las colecciones de historia deben buscarse entre las actuales colecciones del Museo Nacional conservadas en su fondo patrimonial (mnc, reg. 98, regs.100 a 104, reg. 109, regs. 117 y 118, reg. 205, regs. 891 y 892, reg.1093, reg. 2552)4. En cuanto a su exhibición, junto con el soneto escrito por José Fernández Madrid (1789-1830) publicado en noviembre de 1825 en la Gaceta de Colombia, en el cual se loaban “las banderas españolas colocadas en el museo en Bogotá” –calificadas como “monumentos de un déspota insolente [...] a los pies de una Colombia independiente” (GC 1825, n.° 213)5–, algunos viajeros extranjeros que visitaron el país en la primera mitad del siglo xix observaron también en el Museo otros objetos históricos vinculados con las guerras de independencia, así como pinturas propias de una producción artística local y extranjera (Steuart 1838, 132; Le Moyne 1945[1880], 119).
Los registros documentales e inventarios originales del Museo mencionados por los primeros directores del siglo xix, no han sido encontrados hasta el momento. En el Archivo General de la Nación reposan los pocos documentos conocidos sobre objetos enviados al Museo durante esa década fundacional, emitidos por oficiales militares y civiles asociados con el aparato burocrático estatal (agn, sr, fc 14, rollo n.° 11, leg. 12, n.° orden 4, índice 43, f° 68; agn, sr, fc 14, rollo n.° 11, leg.12, n.° orden 7, índice 406, f° 199-200). Evidentemente se trata de objetos relacionados con las guerras de independencia en curso y con algunas de las victorias del ejército patriota. En 1819, las batallas del Pantano de Vargas librada en julio 25 y del Puente de Boyacá, en agosto 7, habían sellado la independencia absoluta del territorio central del Virreinato de la Nueva Granada, designado como Cundinamarca por el Congreso de Angostura. Sucesivamente, la batalla de Carabobo del 24 de junio de 1821, independizó Venezuela. Quito obtuvo la libertad en 1822 en Bomboná, el 7 de abril, y en Pichincha el 24 de mayo. En fin, en 1824 la independencia del Perú fue asegurada en los campos de Junín y de Ayacucho, en agosto 6 y
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diciembre 9. Los objetos testimoniales de dichas batallas que ingresaron al Museo son tradicionalmente referidos por la historiografía decimonónica (gc 1825, n.° 203, y GC 1826, n.° 222; Arias Vargas 1868, 429-430; Sala de Negocios 1924, 7; Segura 1995, t. 1, 57-59, 61-62, 64). Más allá de su carga simbólica como objetos testimoniales de la historia en curso, imbuidos de valores cívicos y morales (Settis 2012, 8-9) –carga de por sí excepcional en términos de denotación patrimonial asignada durante el acontecer mismo–, las piezas también reflejan la extensión del territorio forjado por las armas y una circulación que, vehiculada por el aparato castrense, logra atravesar los Andes, las llanuras del Orinoco o bordear las costas Caribe hasta llegar al Museo en Bogotá. Todo ello, en medio de un territorio en estado de guerra.
El proyecto institucional de carácter técnico y científico formulado en el seno del aparato legislativo estatal, embebido en el contexto político de la Independencia, dejó su marca en la naturaleza de objetos recolectados y exhibidos en el Museo. Aunque no haya inventarios o descripciones oficiales conocidos sobre las colecciones patrimoniales y de estudio que puedan dar cuenta de su tipología y envergadura durante el primer lustro de su existencia, puede ser vislumbrada, no obstante, la presencia de trabajo científico activo relacionado con la recolección, formación, organización y estudio de las colecciones. Reportes y memorias científicas fueron publicados aprovechando tecnología de reproducción gráfica de punta, como aquellas del grabado litográfico recientemente importado a Colombia. Lo anterior, con el propósito de difundir el conocimiento producido en el marco de actividades científicas del Museo y de la Escuela de Minas.
La revisión de las fuentes históricas e historiográficas tradicionales evidencia la instalación del Museo y el desarrollo efectivo de sus prácticas museales, en concordancia con su quehacer científico y técnico. El carácter público de algunas de las fuentes revela el alcance de su recepción pública y la apropiación cultural y simbólica, tal como se anunció al principio de esta sección. Los objetos constitutivos del fondo patrimonial de colecciones del Museo Nacional adquieren también un carácter de fuente documental que, aunada a las fuentes tradicionales, restituye un relato rico en itinerarios científicos y prácticas museales, llevadas a cabo en el Museo y en la Escuela de Minas durante el primer periodo de su creación.
En términos heurísticos, el objeto estudiado emerge en un espacio local y va configurándose en una cronología que trasciende su periodo fundacional. La siguiente sección continúa indagando sobre la historiografía temprana, enfatizando la agencia de los saberes producidos y la constitución de redes de individuos cuya praxis apropió prácticas y metodologías científicas instauradas tempranamente en el Museo y en la Escuela de Minas.
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El Museo, la Escuela de Minas, algunos de sus actores y una sociabilidad eruditaAdicional a la historia institucional sobre el Museo y la Escuela de Minas,
otra vía para aproximarse a las practicas científicas allí desarrolladas es a
través de la historia de los individuos involucrados con estas instituciones.
Así, las fuentes primarias, constituidas por el conjunto de memorias
científicas publicadas durante el siglo xix por los mismos actores
relacionados con ambos establecimientos, ofrecen un corpus robusto de
investigación hasta ahora profusamente explotado por los historiadores
(Rodríguez Prada 2013, 17-20; 2016, 41). Estas memorias científicas y
biográficas fueron publicadas por Mariano Eduardo de Rivero (1798-
1857) en 1857 –Colección de memorias científicas, agrícolas e industriales
publicadas en distintas épocas–, por François-Désiré Roulin (1796-1874) en
1865 –Histoire Naturelle et Souvenirs de Voyage– y, de manera póstuma, por
Jean-Baptiste Dieudonné Boussingault (1801-1887) –Mémoires–, en 1892,
1896, 1900 y 1903. Más temprano aún, una antología de las expediciones
y memorias de Boussingault y de Roulin fue reunida, editada, traducida y
comentada por Joaquín Acosta (1800-1852) en 1849 –Viajes científicos a los
Andes ecuatoriales ó Colección de Memorias sobre Física, Química é Historia
Natural de la Nueva Granada, Ecuador y Venezuela–6. Para efectos de este
escrito, resulta también de particular importancia la comprensión de dichos
textos con el propósito de evidenciar las redes científicas establecidas
no solamente en Colombia entre diferentes generaciones de naturalistas,
ingenieros y científicos a lo largo del siglo xix, sino entre Colombia y Francia
durante nuestro periodo de estudio. Estas redes favorecieron un amplio
flujo de especímenes naturales, datos y personas, alcanzando museos
en París, así como incidiendo también en otras sociedades eruditas y
museos de la provincia francesa. La contrastación de dichas fuentes con
nuevos acervos documentales manuscritos inéditos esclarece el tejido de
relaciones sociales, científicas, disciplinares e institucionales del periodo.
Según las contratas manuscritas originales descubiertas durante nuestras
investigaciones, Mariano Eduardo de Rivero fue reclutado por Francisco
Antonio Zea para establecer el Museo y la Escuela de Minas, fungir
como su director, formar un Cuerpo de Minas y, previamente, adquirir en
Europa los instrumentos, libros y especímenes requeridos para garantizar
la fundación adecuada de esas instituciones. Jean-Baptiste Boussingault
fue vinculado para servir al Cuerpo de Minas, enseñar algunos cursos en
la Escuela de Minas y, como lo hemos reiterado en otros estudios, para
trabajar bajo la egida de Rivero con el fin de organizar el gabinete de
minerales de la Escuela, así como proveer ayuda con cualquier servicio y
enseñanza en la Escuela (agn, sc, eor, Grales. y civiles 1819-1825, caja 98,
leg. 86, f° 25 y 40). El contrato de Roulin es todavía desconocido, pero este
individuo tomó el lugar de un zootomista italiano llamado Carron, hasta
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ahora ignorado por la historiografía. Roulin pidió a Zea ser contratado para ocuparse de fisiología humana comparativa, por cuanto su especialidad era la fisiología experimental (agn, sc, eor, Grales. y civiles 1819-1825, caja.98, leg. 86, f°. 50). No obstante, una vez instalado en Bogotá y, en razón de sus estudios iniciales, Roulin impartió finalmente cursos en la Escuela de Minas concernientes a matemáticas elementales, geometría descriptiva, mecánica y diseño (agn, sr, fmh, t. 275, f° 827).
Joaquín Acosta, traductor en 1849 de las memorias científicas de los sujetos arriba enunciados, había sido nombrado director del Museo Nacional entre 1832 y 1837, y luego, tras una ausencia por designación diplomática, entre 1839 y 1840. En su juventud, por su trayectoria castrense, sus nexos con la burocracia ministerial y su participación en sociedades privadas de carácter filantrópico (bnc, rm192, Sociedad Filantrópica, 1827), había conocido en Bogotá a Rivero, a Boussingault y a Roulin antes de partir hacia París a estudiar bajo el patronazgo gubernamental, entre 1825 y 1830. En la capital francesa se relacionó con Alexander von Humboldt (1769-1859) –antiguo conocido de su familia en Guaduas, cuando el prusiano visitó el Virreinato de Nueva Granada en 1801–, con el matemático Jean-Marie Duhamel (1797-1872) y otros científicos del Muséum de Historia Natural, del Observatorio de París y de la Academia de Ciencias (bnc, fsad 55, Acosta 1826; Acosta de Samper 1901, Sánchez Paredes 2019a, 96-99). Más tarde, durante una estadía ulterior en Francia, en la cual fungía como embajador colombiano, fue cuando Joaquín Acosta publicó cartografías y libros de historia, así como antologías de algunos eruditos como Francisco José de Caldas (1771-1816), J.-B. Boussingault y F.-D. Roulin.
Las memorias científicas arriba enunciadas no solamente presentan logros individuales, sino que su análisis cruzado permite entrever algunas prácticas científicas desarrolladas durante el periodo en el que Rivero, Roulin y Boussingault estuvieron vinculados oficialmente con el Museo y con la Escuela de Minas. Asimismo, dichas memorias proveen pistas para la comprensión de las redes establecidas con otras instituciones científicas y actores, como Humboldt, George Cuvier (1769-1832) y Alexandre Brongniart (1770-1847), entre otros. En cuanto a las redes en el ámbito local, la Sociedad Filantrópica de Bogotá (1824) invitó a Humboldt como socio de mérito (Actas, octubre 1° 1825) y, una vez en Francia, Joaquín Acosta, miembro fundador de dicha sociedad, recibió novedades al respecto de parte del prusiano (bnc, rm215, f° 112). Finalmente, este respondió a la Sociedad agradeciendo, según carta leída en Bogotá durante la sesión del 17 enero de 1827 (bnc, rm192, Sociedad Filantrópica, 1827, f° 24v, 34v). Mariano de Rivero había sido también uno de los miembros fundadores de esta sociedad junto con el profesor de botánica del Museo, Juan María Céspedes. Mientras que los nexos eruditos de Céspedes con la
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región Caribe, Norteamérica y París fueron objeto de disquisición en otro
trabajo (Rodríguez Prada 2016, 36-37) y la partida de Colombia en 1825
alejara a Rivero de la Sociedad Filantrópica, dificultando la comprensión
de su ulterior filiación con la comunidad erudita colombiana, sí puede
observarse que diferentes miembros activos de dicha Sociedad ocuparían
roles directivos interinos en el Museo entre las décadas de 1820 y 1840.
Cuando Rivero falleció, Ezequiel Uricoechea, mencionado más arriba,
publicó su necrología en el periódico bogotano El Mosaico (Uricoechea
28.V.1859; 18.VI.1859), así como el panegírico del dibujante botánico
del Museo, Francisco Javier Matís (1763-1851), referenciándolos como
actores científicos relevantes de la época y estableciendo la filiación del
primero con el Museo. La Sociedad de Naturalistas Neogranadinos contaba
entre sus socios honorarios extranjeros, con François-Désiré Roulin,
Jean-Baptiste Boussingault y Alcide d’Orbigny (1802-1857), de quien se
hablará en el siguiente apartado (Obregón 1991, 106; 1992, 317). Estos
artículos de Uricoechea así como sus publicaciones sobre Antigüedades
Neogranadinas (Uricoechea 1854, 1877) visibilizan, en alguna medida, los
alcances de cierta sociabilidad erudita fijada desde la fundación del Museo.
Constituyen un eslabón en la genealogía historiográfica con respecto a esta
segunda generación de Florentino Vezga y Ezequiel Uricoechea (Obregón
1992), pero, en particular, dan cuenta de algunos procesos de formación
disciplinar y construcción colectiva de saberes.
Las memorias científicas arriba discutidas encauzan hacia el ámbito
contextual biográfico para aproximarse a los actores vinculados con el
Museo y la Escuela de Minas7. Así asentadas las bases para los estudios
sobre estos establecimientos, tratamos de revisar también los respectivos
perfiles científicos procurando restituir información sobre sus redes
científicas, sus objetos de estudio y la filiación precisa con Francisco
Antonio Zea –en su rol de plenipotenciario y de sabio naturalista–, con las
escuelas de minas en París y en Saint-Étienne, con el Muséum de Historia
Natural de París y la Academia de Ciencias. En términos generales, aunque
con menos referencias secundarias, actuamos igualmente en los casos
de Roulin, de Justin-Marie Goudot y de Jacques Bourdon (1791-ca. 1859).
El descubrimiento de los registros militares de Bourdon sirviendo bajo el
ejército napoleónico y de los contratos manuscritos originales de Goudot
y Bourdon permitió visibilizar con mayor precisión la identidad de este
último. Igualmente, ratificó que ambos individuos eran especialistas en
“preparar y formar las colecciones zoológicas” y que Goudot fue contratado
como “preparador y clasificador destinado particularmente a la ictiología”
(agn, sr 75, FPyS 10, D2, f° 37), mientras que Bourdon fue “destinado
particularmente a la entomología” (agn, sr 75, FPyS 10 D2, f° 40).
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Las prácticas naturalistas de Goudot en el espectro oficial público del Museo, aunque poco divulgadas (mnhn, bc, fa, Ms. 1970, 22, 2°, pièce 348. Torres GC 1826, n.o 223), develan un aspecto adicional más complejo para el ámbito privado. Desde su arribo a Colombia y hasta su deceso, Goudot nutrió un importante mercado de objetos naturales en Francia y su experticia como recolector contribuyó a enriquecer colecciones públicas y privadas en París, Normandía y Lons-le-Saunier (Rodríguez Prada 2013, 2016, 2019a). La envergadura de los especímenes recolectados por Goudot, muchos de ellos aún existentes, sirve de espejo para las elusivas colecciones científicas del Museo en Colombia del primer lustro de su existencia. Aunque referenciadas por sus primeros directores, estas siguen desconocidas hasta ser hallados los inventarios originales. Jaques Bourdon formó también un acervo importante de colecciones en el Museo, tal como lo sugiere su director interino en 1826, Gerónimo Torres y Tenorio (1772-1839) (Torres GC 1826, n.o 223). No obstante el silencio documental de su práctica naturalista, Bourdon coleccionó un acervo significativo de especímenes naturales luego de la culminación de sus vínculos contractuales con el Museo. Debió radicarse en Colombia y formar familia, puesto que en 1891 su hijo Rafael Bourdon ofreció en venta al Museo Nacional la colección de “insectos” de su padre, constituida por “principalmente coleópteros, muchos repetidos, arreglada en 130 cajas de madera y de cartón, de varios tamaños”. El director del Museo, Fidel Pombo Rebolledo, dio cuenta de su adquisición el 12 de febrero de ese mismo año (DO 1891, n.o 8,338)8. Tres años más tarde, se tiene noticia de las pesquisas realizadas por el mismo director para encontrar descendientes o trazas dejadas por Goudot en la ciudad portuaria fluvial de Honda, donde el naturalista francés se habría radicado y fallecido (MNC, AH 1894, vol. 1, f° 29)9. Si bien para entonces el resultado fue infructuoso, los aportes botánicos derivados del coleccionismo privado de Goudot ya habían sido incorporados en los estudios botánicos de José Jerónimo Triana y Émile Planchon (1823-1888) desde la década de 1860.
Los naturalistas reclutados en Europa por Francisco Antonio Zea estaban relacionados con la élite de las instituciones científicas de París: el Muséum de Historia Natural, la Academia de Ciencias, el Observatorio Astronómico y la Escuela Real de Minas. Más aun, con las estructuras gubernamentales responsables de regir en Francia sobre los recursos mineros e industriales, como el Cuerpo Real de Minas. Cada actor, bajo su propio dominio de experticia, mantenía nexos con sus pares, mentores y sociedades eruditas. Mientras trabajaban en el Museo y en la Escuela de Minas en Bogotá, estos naturalistas desarrollaron investigaciones, las publicaron de manera local y en el extranjero, recolectaron especímenes naturales y, por petición de sus pares, los hicieron llegar a Francia, contribuyendo así con el avance de las ciencias. Trascendiendo las memorias decimonónicas publicadas por los actores vinculados con el Museo Nacional y con la Escuela de Minas
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en busca de sus historias personales, fue restaurado un escenario más complejo de prácticas museales y construcción de ciencias en el periodo temprano de la vida republicana en Colombia. No solamente de manera local, sino entrelazada con una suerte de geopolítica científica global.
La siguiente sección evidencia el flujo de material científico, saberes, individuos y la interconexión entre los diferentes aparatos y estructuras del saber científico y técnico entre Colombia y Europa. A continuación se discute la perspectiva global a partir de la materialidad conservada en fondos patrimoniales museales contemporáneos, cuya vida social resulta inextricable de las prácticas de observación, coleccionismo, descripción, clasificación y circulación en esferas públicas y privadas del saber científico del siglo xix (Conrad 2017; Kopytoff 2003).
El Museo, relatos de itinerarios, de colecciones y de otros museosEn términos de prácticas científicas, los muestrarios de especímenes
naturales recolectados por el equipo del Museo en Colombia, las memorias
científicas allí producidas y las revistas científicas especializadas que
publicaron algunas observaciones naturalistas realizadas en el país revelan
una circulación inmediata de conocimientos durante el periodo fundacional
del Museo y de la Escuela de Minas. Asimismo, el coleccionismo efectuado
en ese país entre 1823 y 1830 –implicado también en una esfera privada–,
y las descripciones y clasificaciones ulteriores, formalizadas en centros de
acopio universal en el seno del aparato científico europeo, determinaron
una circulación de conocimiento de largo plazo que partió de Colombia y,
medio siglo más tarde, retornó y fue integrado a la institución museal del
mismo país. A continuación, un caso concreto de muestras mineralógicas
–objeto de estudio en memorias científicas que circularon a través de
revistas científicas especializadas– demuestra el carácter específico de
colecciones de estudio en las prácticas museales y de formación técnica.
Prácticas estas insertas en estructuras estatales de gestión útil de recursos
(Laboulais 2009, 153). Luego se enfatiza la vocación pedagógica de las
colecciones museales como elemento consustancial en el ámbito de
producción industrial. Se observa también que entre el coleccionismo
de sustancias minerales y geológicas y su posible usufructo en la
industria, las lógicas de aplicación técnica indujeron la mirada histórica
de una producción material cerámica de carácter universal, incluyendo
la producción cerámica americana, por entonces en proceso de ser
conocida por la intelligentsia europea. Finalmente, se establece que el
espectro antropológico de los vestigios arcaicos de culturas prehispánicas
americanas fue tejido en una esfera privada de colecciones arqueológicas,
legados familiares y formación de museos públicos de carácter nacional.
Tales dinámicas de circulación, apropiación y construcción científica
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material son reconstruidas en esta sección a partir de algunos fondos patrimoniales museales contemporáneos.
En primera instancia, se analiza la circulación inmediata de conocimiento subyacente en las prácticas del Museo Nacional y de la Escuela de Minas durante el periodo fundacional. Ello, a partir de las memorias científicas producidas in situ y de su amplia difusión a través de revistas especializadas. En efecto, a su llegada a Colombia, en noviembre de 1822, Rivero y Boussingault desembarcaron en las costas del departamento de Venezuela. Siguieron un itinerario preciso de observaciones, mediciones y recolecciones hasta su arribo a la ciudad capital. Durante su travesía por la Cordillera Oriental, en la villa de Santa Rosa de Viterbo, situada en el por entonces departamento de Cundinamarca, Rivero y Boussingault identificaron y adquirieron un grupo de meteoritos. El de mayor tamaño fue cuidadosamente estudiado y dejado allí para transportarlo luego hasta la capital, mientras que conservaron y llevaron con ellos otros ejemplares menos voluminosos. En Bogotá, luego de las respectivas fundaciones del Museo y de la Escuela de Minas, practicaron en el laboratorio de química análisis exhaustivos sobre algunas de esas muestras de rocas exógenas. Otras fueron incorporadas al gabinete de minerales exhibido en el Museo. Las noticias sobre estos especímenes fueron comunicadas por carta a Humboldt en París y una memoria científica fue impresa en Bogotá en 1823 (Rivero y Boussingault 1823). La Gaceta de Colombia reportó la publicación de esta memoria científica y algunos ejemplares de la misma también fueron enviados a París (gc 1823, n.° 111). Mientras tanto, durante las sesiones de la Academia de Ciencias en esa misma ciudad, las informaciones sobre el aerolito y la memoria fueron notificadas el 20 de octubre de 1823 (if, Académie des Sciences, 1916, t. vii, 570). Entre ese año y el siguiente de 1824, la memoria científica fue traducida al francés, alemán e inglés, y fue publicada en cinco revistas especializadas en París, Londres y Leipzig –Anales de Minas y Anales de Física y Química en París y una versión condensada en el Boletín de Ciencias Naturales y de Geología; en Londres, en el Quarterly Journal de Ciencias, Literatura y las Artes; y en Leipzig, un resumen de la memoria científica fue incorporado en los Anales de Física–. Para el año de 1825, entre otras publicaciones, la memoria original de Rivero y Boussingault había sido replicada en Breslavia en los Archivos de la minería y la metalurgia y, por supuesto, en 1828, Rivero la incluyó en su Memorial de Ciencias Naturales10 en Lima (Rodríguez Prada 2010, 2013, 2014). Actualmente, las colecciones del Museo Nacional conservan el aerolito grande de Santa Rosa de Viterbo bajo el registro n.° 87411. La historia de su propio periplo hacia el Museo, culminado solo hasta el siglo xx, trasciende el presente escrito.
Las colecciones de estudio –dispositivos de uso para análisis y experimentación– resultaban un componente esencial en las prácticas de
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formación técnica para la gestión óptima de los recursos mineros y de utilidad industrial (Boudia et al. 2009, 15; Laboulais 2009, 153). A continuación se presenta un caso concreto de muestras mineralógicas cuya relevancia se hace evidente en el circuito práctico de circulación de saberes. La agencia del espécimen mismo entrelaza dinámicas de formación técnica, ingenieros de minas y aplicación de campo del quehacer profesional. En el Gabinete de Minerales de la Escuela Real de Minas de París [École royale des Mines de Paris] (1783) fue depositada una muestra de nitratina peruana (55371 ensmp) donada por Mariano Eduardo de Rivero en 1822. Un año antes, en 1821, la revista Anales de minas, que correspondía a la colección de memorias sobre la explotación de minas y ciencias afines, redactada por el Consejo General de Minas de Francia, había publicado un artículo de autoría de Rivero sobre esa misma sustancia. Según Rivero este, mineral descubierto por él beneficiaría la industria de fabricación del ácido nítrico y de salitres (Rivero 1821, 596). El Gabinete de Minerales, hoy llamado Museo de Mineralogía adscrito a la actual Escuela Nacional Superior de Minas de París-mines ParisTech, preserva también otras ocho muestras de minerales donadas por Rivero, incluyendo un ejemplar de meteorito de Santa Rosa de Viterbo (24551 ensmp). Estos especímenes de cuarzo, halita, glauberita, sepiolita, andalusita y grossularia fueron recolectados en su conjunto por Rivero en Francia, España y Perú (68285 ensmp; 698 ensmp, 14464 ensmp, 22917 ensmp, 47233 ensmp; 41022 ensmp). En Colombia, la andalusita (3578 ensmp) proveniente de la Provincia de Mariquita y el meteorito fueron recolectados mientras Rivero trabajaba para el Museo y la Escuela de Minas. El Museo Mineralógico también conserva otros seis especímenes donados por Boussingault en 1876; entre ellos, una muestra de platino (6778 ensmp) recolectada tempranamente por su donante en “Medellín (río), Cauca”, según aparece en la respectiva ficha histórica descriptiva12.
El flujo de conocimiento es evidenciado no solamente en espacios intercontinentales, sino en lapsos temporales de largo alcance que revelan apropiaciones e integraciones estructurales del saber disciplinar (Conrad 2017). Este es el caso del siguiente ejemplo de circulación de conocimiento, con ecos museales en la década de 1880 en el Museo Nacional de Colombia. Durante su estadía en Colombia entre 1822 y 1833, sirviendo en la Escuela de Minas y luego trabajando con empresas mineras británicas privadas, Boussingault reunió una colección de fósiles que entregó al ingeniero jefe de minas (1819), geólogo, mineralogista y paleontólogo catedrático del Muséum de Historia Natural (desde 1822) y miembro de la Academia de Ciencias (1807), Alexandre Brongniart. Este delegó el estudio de los especímenes al naturalista Alcide d’Orbigny, quien recientemente había llegado de su propia expedición en Suramérica. En 1842, d’Orbigny publicó una minuciosa descripción textual de los fósiles debidamente clasificados, acompañada de grabados litográficos de cada
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uno de las especímenes. Evidentemente, la publicación de d’Orbigny, cuyas clasificaciones habían sido contrastadas con otros especímenes similares recolectados tanto en América como en otros lugares del globo, fue avalada por la Academia de Ciencias de París (Boussingault y d’Orbigny 1842). Las litografías de esos fósiles sintetizan las prácticas de observación, recolección, descripción y clasificación del objeto científico, así como las prácticas inherentes a la legitimación del saber ante las comunidades científicas, por medio de la publicación y circulación de una cultura material impresa (Rodríguez Prada 2019). Casi cuarenta años más tarde, en 1889, el director del Museo Nacional, Fidel Pombo Rebolledo, publicó en Bogotá el catálogo de las colecciones de historia natural del Museo adoptando las clasificaciones de d’Orbigny para la sección de fósiles (Pombo 1889, 37-42). Actualmente, el Muséum Nacional de Historia Natural de París conserva entre sus colecciones de Paleontología (F) algunos de esos especímenes fósiles clasificados por d’Orbigny. Entre ellos, un equinodermo equinoidea Langunum colombianus d’orbigny, 1842 (mnhn.f.r62438), un par de moluscos gastrópodos Rostellaria angulosa d’orbigny, 1842 y Rostellaria americana d’orbigny, 1842 (mnhn.f.a53128 y mnhn.f.b15815); y algunos moluscos bivalvos Anatina columbiana d’orbigny, 1842; Lucina plicatocostata d’orbigny, 1842 y Ostrea abrupta d’orbigny, 1842 (mnhn.f.a53135, mnhn.f.a53136, mnhn.f.b15807)13.
La aplicación práctica del saber mineralógico y geológico convergía también y de manera directa en la industria. Las dinámicas de experimentación técnica implicaron procesos de investigación histórica sobre la producción material cerámica de diferentes culturas. El siguiente caso revela que la circulación de especímenes arqueológicos americanos, vehiculados por algunos de los actores relacionados con el Museo colombiano, se inscribía en la vocación pedagógica de colecciones conformadas para el progreso de la producción industrial francesa. Alexandre Brongniart, también director entre 1800 y 1847 de la Real Manufactura de Porcelana de Sèvres (1756), inauguró en 1824 un Museo de la Cerámica y Vítricos [Musée céramique et vitrique], adjunto a la Manufactura. Este museo reunía ejemplos de cerámica de diferentes técnicas, provenientes de diversas partes del mundo y épocas. En su tratado sobre las artes cerámicas consideradas en su historia, prácticas y teorías (1844), Brongniart explicaba sus criterios cronológicos y geográficos entre las categorías de análisis para las muestras cerámicas, adicionales a las características materiales y tecnológicas de su producción (Brongniart 1844, xvii). En concordancia con dichas investigaciones técnicas e históricas, Brongniart recibió tempranamente, desde 1829, la donación de François-Désiré Roulin correspondiente a una vasija cerámica prehispánica que había excavado en 1824 en “Río Sucio”, Provincia de Popayán, durante su estadía en Colombia (mnc-Sèvres, Adumnc, boîte Amérique du Sud, doc. associé à l’objet mnc 1145; mnc-Sèvres, mnc 1145).
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Más tarde, Mariano Eduardo de Rivero también donó en 1836 una pareja de vasos ápodos prehispánicos o huacos del Perú (mnc-Sèvres, mnc 2094-1 y mnc 2094-2). Estos últimos fueron descritos por el curador del Museo en Sèvres, Denis-Désiré Riocreux (1791-1872), en el Registro de Inventario Metódico con fecha de ingreso por pieza (mnc-Sèvres, Adumnc, Livres de Registre d’Inventaire, 1.Méthodique, f° 52). Luego, los huacos también fueron mencionados en los catálogos razonados del Museo, publicados en 1845 por Brongniart y Riocreux, incluyendo el volumen de láminas (Brongniart y Riocreux 1845a, 1845b). En diciembre de ese año de 1845, Joaquín Acosta, otrora director del Museo Nacional en Bogotá, donó a Brongniart algunos objetos arqueológicos prehispánicos: un fragmento de cabeza zoomorfa y dos volantes de huso (mnc-Sèvres, mnc 3579; mnc 3580-1 y mnc 3580-2). Estos fueron consignados en los Registros de Inventario llevados por Riocreux, tanto en el libro del orden cronológico de ingreso como en aquel de objetos reagrupados por número de inventario (mnc-Sèvres, Adumnc Livres de Registre d’Inventaire, 2. Ordre d’entrée, 3. Objets regroupées). Más aún, hay traza epistolar de donaciones más tempranas de Acosta, reseñadas por él mismo en una misiva dirigida a Alexandre Brongniart el 20 de febrero de 1833, mientras fungía como director del Museo Nacional de Colombia. Esta carta, conservada entre los archivos documentales de Brongniart, dice que Acosta le había enviado desde Colombia, a través de dos conocidos mutuos, una colección de cerámicas locales, entre otros elementos, y, en segunda instancia, algunas piezas de cerámica para la Colección geográfica de Sèvres (mnhn, bc, fa, Ms. 1964, t. 1er, pièce 1). Es decir, para la sección de muestras cerámicas provenientes de diferentes continentes. Acosta tenía claridad sobre la relevancia práctica y de aplicación industrial de las colecciones cerámicas en la Manufactura Real de Porcelana dirigida por Brongniart (Brongniart 1837, Tricornot 2013, 32-35). Para el año de 1834, Joaquín Acosta había sido uno de los fundadores de la Sociedad de Industria Bogotana, a partir de la cual fue establecida la primera fábrica de loza fina en esa ciudad (1834-1887). Las donaciones de Roulin (1829), Rivero (1836) y de Acosta (1845) perduran hasta la actualidad en el Museo de Cerámica de Sèvres, entre las Colecciones Americanas14.
Colecciones públicas de patrimonio antropológico prehispánico americano, situadas en el corazón de la institución museal francesa –reorganizada a lo largo del siglo xx y xxi–, también tomaron forma gracias, entre otros, a legados familiares y prácticas de coleccionismo privado que durante el siglo xix devinieron elementos de patrimonio nacional y forjaron la historia de un campo de estudios. Las antigüedades excavadas en territorio colombiano bajo la egida del Museo Nacional durante las décadas de 1820 a 1840 incidieron en estos procesos y sirvieron de experiencia de campo para el ulterior trabajo anticuario de Rivero en Perú (Rivero 1841; Rivero y Tschudi 1851a y 1851b). Estas antigüedades contribuyeron asimismo a los estudios anticuarios neogranadinos de mediados del siglo xix en Colombia.
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El 21 de abril de 1825, Rivero le escribió a Humboldt desde Bogotá, antes
de finalizar su estadía como director del Museo y de la Escuela de Minas,
y partir hacia Perú. Afirmaba que estaba trabajando con Roulin para
publicar una “obrita” sobre los “monumentos” de los antiguos indios de
Cundinamarca. Decía que poseían una bonita colección de “tunjos” en oro y
cobre, algunos vasos y 18 dibujos de las estatuas colosales de San Agustín.
Estos habían sido dibujados por Francisco Javier Matís, antiguo pintor
de la Real Expedición Botánica (cit. en Alaperrine-Bouyer 1999, 61-63).
Cincuenta años más tarde, Ezequiel Uricoechea, miembro de la Sociedad
de Naturalistas Neogranadinos, publicó en la revista parisina La Nature
(1877) un artículo sobre antigüedades chibchas de Colombia, describiendo
algunas piezas exhibidas por entonces en el Museo de Antigüedades
Nacionales de Saint-Germain-en-Lay. Decía que dichos objetos fueron
donados por François-Désiré Roulin. En efecto, estos correspondían a
un muy reciente ingreso de donaciones a ese Museo. Hacía poco, entre
1872 y 1874, Roulin había entregado 25 objetos fabricados en oro tumbaga
(aleación de oro y cobre) y una acuarela representando figuras votivas
antropomorfas y zoomorfas prehispánicas (man, cd, Inventaire du Musée des
Antiquités Nationales, microfiche n°19449 à 20947, f° 9; man, cd, Album noir
37: Amérique, Mexique, Japon, Groenland, Pérou, Chine, doc. 37, f° 135, 137).
Su sobrino, el arqueólogo Alexandre Bertrand (1820-1902), quien era el
director y uno de los fundadores del Museo de Antigüedades Nacionales,
donó en 1875 otros bocetos de autoría de Roulin, en los que ilustraba
material lítico de algunas culturas antiguas de Norte América, México,
Bolivia y el Caribe (man, cd, doc. 37, f° 161, 163, 127, 115). Adicionalmente,
en 1873, Virginie Bertrand (n. ca. 1800), también tía de Alexandre Bertrand,
había ofrecido al Museo otros objetos del mismo tipo (man, cd, Inventaire
du Musée..., microfiche n°19449 à 20947, f° 27). Ella y su difunto marido,
Jean-Marie Duhamel –antiguo profesor de Joaquín Acosta–, debieron haber
obtenido esas piezas de orfebrería prehispánica a través de Roulin. De
hecho, la finada esposa de Roulin, Marie Jacquette (Manette) Blin (1795-
1838), era hermana de Marie-Caroline (1799-1884), madre de Alexandre
Bertrand. El padre de Alexandre –Alexandre-Jacques-François Bertrand
(1795-1831)– y Roulin eran antiguos colegas y egresados de la Facultad de
Medicina de París. Duhamel junto con Roulin, quien para finales de 1874
había fallecido, habían sido miembros de la Academia de Ciencias desde
1840 y 1865 respectivamente. Por su parte, Alexandre padre registraba la
actividad de las sesiones de dicha Academia como redactor científico en
diversas publicaciones de vulgarización.
El itinerario de esos objetos prehispánicos (colgantes, orejeras,
narigueras, pendientes, pectorales, cuentas de collar, aros, figuras votivas
y muestrarios minerales de oro) donados por Roulin y su parentela, los
Duhamel y los Bertrand, al Museo de Antigüedades Nacionales –actual
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Museo de Arqueología Nacional–, se extendió aún más en el tiempo. El 5 de marzo de 1935, Paul Rivet (1876-1958) recibió como depósito esa colección de piezas identificada como Colección 35.38 para el Museo del Hombre en París, sucesor del Museo de Etnografía de Trocadero y de las colecciones antropológicas del Muséum Nacional de Historia Natural (mnhn, bc, 2 am, 2 am 1 A8b, f° 480). El Museo del Hombre, bajo la dirección de Rivet, estaría entonces por inaugurar su nueva Galería de Culturas Americanas. Por ello era imprescindible exhibir allí los objetos traídos del Museo de Antigüedades Nacionales. Finalmente, en una de las reorganizaciones contemporáneas de los museos en Francia, el Museo del Hombre transfirió esas mismas colecciones de Roulin al Museo del Quai Branly-Jaques Chirac inaugurado en 2006 (mqb, upa, n.° d’inv. 71.1935.38 pièces 1 à 35)15, donde actualmente continúan siendo conservadas y exhibidas (Rodríguez Prada 2010, 309-319).
Casi doscientos años, dos continentes, cuatro ciudades y siete museos pueden ser contabilizados entre los itinerarios de estas colecciones. Ellas han circulado no solamente de manera física, textual y gráfica sino igualmente a través de memorias científicas y catálogos en otros países. Museos de ciencias, escuelas superiores de ingeniería, fábricas de cerámica y museos de arqueología, antropología y etnografía están concernidos por estos itinerarios.
ConclusiónHasta ahora no se han identificado fuentes historiográficas críticas que, desde una perspectiva museológica, discutan en profundidad sobre las colecciones del Museo Nacional de Colombia en términos de cultura material circunscrita a prácticas museales ni a la manera como estas fueran exhibidas. Menos aún, que aborden la manera sistemática de su flujo en amplios procesos de circulación de información o de colecciones entre redes científicas establecidas entre Colombia, América latina y Europa, durante este primer periodo fundacional. La historiografía del siglo xx y xxi retiene las fuentes primarias de las colecciones de historia y de fundación del Museo para argumentar discursos interpretativos de construcción de nación. Refiere algunas de las memorias científicas producidas por los sujetos vinculados con el Museo en términos de historia social de la ciencia en Colombia, o bien de historias de las diferentes disciplinas científicas haciendo énfasis en la agencia individual de los respectivos sujetos vinculados con el Museo. Por desconocimiento de la materialidad científica reunida en los fondos patrimoniales de las colecciones del periodo, aunado a la incomprensión del estado del arte de los respectivos campos disciplinares comprometidos, se carece de discusiones sobre las colecciones de historia natural y antropología en términos de construcción local de saberes científicos, de sus prácticas, de sus articulaciones institucionales públicas y privadas, y de sus efectos en
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una construcción disciplinar amplia de carácter local y global (Rodríguez Prada 2013, 17-20; 2016, 41).
Este artículo enfatizó en el relato de circulación suscitado en torno a la creación del Museo Nacional de Colombia y de la Escuela de Minas: circulación de ingenieros, geógrafos, mineros y naturalistas. Desplegó un conjunto de redes científicas y técnicas conformadas durante el periodo fundacional del Museo y de la Escuela de Minas en Colombia, así como durante las siguientes cuatro décadas del siglo xix en Colombia y en Francia. Fueron identificados y contextualizados algunos saberes científicos en proceso de especialización –como la mineralogía, la geología, la paleontología y la arqueología– y, por último, fue visibilizada la traza de ciertas prácticas de coleccionismo que contribuyeron a forjar y redefinir los perfiles de algunos agentes en la mediación de muestrarios naturales. Muestrarios que circularon no solamente como especímenes naturales, sino como mercaderías para las ciencias y la industria.
Si bien los anteriores elementos de discusión se plantearon a partir del análisis de los bien conocidos artículos de prensa –publicados desde la inauguración del Museo en 1823– y de un restringido corpus de memorias científicas y biográficas, editadas por algunos de los actores involucrados con el periodo fundacional del Museo, también se aportó una serie de documentos epistolares inéditos para la historiografía. Se esclareció asimismo, el sentido de apropiación y continuidad científica entre el conjunto de autores decimonónicos que retomaron los estudios del Museo de Colombia. Principalmente, se estableció una visión de conjunto de una masa crítica de acervos patrimoniales museales, constituida por la circulación de especímenes naturales, arqueológicos, etnográficos e industriales que fueron donados o adquiridos a lo largo del siglo xix por museos, sociedades eruditas de vocación científica, particulares o que fueron simplemente conservados en el ámbito privado de diversas familias francesas. Estas últimas fuentes primarias y cultura material museal constituyen una contribución historiográfica significativa a la historia del Museo Nacional de Colombia.
La historia de creación del Museo Nacional de Colombia y de la Escuela de Minas está íntimamente ligada con instituciones museales contemporáneas y con sus procesos sociales de construcción científica, cultural e identitaria. El flujo de información y cultura material evidencia un complejo conjunto de condiciones ante las cuales las instituciones, los individuos y las interrelaciones trascienden los museos colombianos y franceses del periodo. Dichas colecciones están embebidas en una historia social de la construcción del saber, en la cual los museos y sus prácticas científicas emergen como escenarios fundamentales para la agencia del saber.
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Notas 1 Esta investigación forma parte de una ponencia titulada Museums, naturalists and
collections: Scientific itineraries throughout the birth of the National Museum of Colombia (1823-1875) / Musées, naturalistes et collections: des itinéraires scientifiques autour de la création du Musée national de Colombie (1823-1875), presentada el 29 de mayo de 2017 en la Université du Maine (mshs), en el marco del International Workshop “Itineraries, Collections and Provincial Museums (1770-1920)”, realizado del 29 a 30 de mayo en Le Mans, Francia. La autora concurrió al evento gracias a la amable invitación de las profesoras Nathalie Richard de la mshs e Irina Podgorny del Museo de La Plata (Argentina), quienes en su momento aportaron valiosas observaciones, estimulando la continuación del trabajo. Sobre la versión del texto aquí publicada, agradezco al equipo del Departamento de Historia del Museo Nacional de Colombia, Bertha Aranguren, Libardo Sánchez Paredes, Santiago Robledo Páez y Camila Martínez Velasco, por sus atentas críticas y recomendaciones.
2 En razón de la extensión de las fuentes aquí citadas, se precisan a continuación: [s.a.], 16.III.1823. Espedicion de Historia Natural, Gaceta de Colombia 74: [s.p.]. [s.a.], 7.IX.1823. Liberalidad, Gaceta de Colombia 99: [s.p.]. [s.a.], 21.IX.1823. Leyes: el senado y cámara de representantes de la república de Colombia, reunidos en congreso. Vistas las contratas celebradas entre el sr. Francisco Antonio Zea [...], Gaceta de Colombia 101: [s.p.]. [s.a.], 30.XI.1823. Interior. Decreto de Gobierno [Habiéndose establecido en esta capital un museo...], Gaceta de Colombia 111: [s.p.]. [s.a.], 30.XI.1823. Los señores Mariano de Rivero y J.B. Boussingault individuos del museo […], Gaceta de Colombia 111: [s.p.]. [s.a.], 7.XII.1823. Hallándose autorizado el gobierno supremo por la ley de [...], Gaceta de Colombia 112: [s.p.]. [s.a.], 7.XII.1823. Escuela de Minas, Gaceta de Colombia 112: [s.p.]. [s.a.]. 18.VII.1824. Museo Colombiano, Gaceta de Colombia 144: [s.p.]. [s.a.]. 30.I.1825. Aviso, Gaceta de Colombia 172: [s.p.].
3 En la sección de “Apéndice” de dicha Breve Guía del Museo Nacional, Pombo refiere la presencia en el Museo de las publicaciones de Ezequiel Uricoechea: ítems 43 y 44, respectivamente, “Memoria sobre las antigüedades neo-granadinas [...]” y Mapoteca Colombiana. Colección de mapas, planos, vistas, &.a, relativos à la América española” (Pombo 1881, 33). Esta última publicación, impresa en 1860 en Londres, contenía los mapas dibujados por François-Désiré Roulin en Mariquita y Santa Ana, preparados durante su estadía en Colombia. En cuanto al rol de Fidel Pombo para el año en que aparecía la Breve Guía, este había sido contratado en 1880 para reorganizar el Museo, el Gobierno aceptaba “su cooperación gratuita para el arreglo y formación de los catálogos, siendo de su cargo la dirección del trabajo y la mayor parte de la clasificación de Historia Natural” (Pombo 1881, 10). Posteriormente, entre 1884 y el año de su deceso en 1901, fungiría como director del Museo Nacional.
4 mnc reg. 98 - Estandarte de Pizarro. Ca. 1529. / mnc reg. 100 - Bandera española del Regimiento de Infantería de los Cazadores de Extremadura, Segundo Batallón, tomada en la Campaña de Independencia del Perú. Ca. 1815. / mnc reg. 101 - Bandera coronela española del Regimiento de Burgos, tomada en la Campaña de Independencia del Perú. Ca. 1815. / mnc reg. 102 - Bandera española del Batallón de Infantería de la Línea de Huamanga, tomada en la Campaña de Independencia del Perú. Ca. 1824. / mnc reg. 103 - Bandera española de batallón de infantería, tomada en la Batalla de Ayohuma, en la Campaña de Independencia del Perú. Ca. 1813. / mnc reg. 104 - Bandera española del Batallón Numancia, tomada en la Campaña de Independencia del Perú. Ca. 1813. / mnc reg. 109 - Bandera con el escudo de España, del rey Carlos IV. Ca. 1790. / mnc reg. 117 - Pendón con el escudo de España. Ca. 1808. / mnc reg. 118 - Pendón con el escudo de Castilla y León. Ca. 1808. / mnc reg. 205 - Taller inca desconocido. Vestido (anacu) de una pacoaclla, también conocido como Manto o acso de la reina mujer de Atahualpa. Ca. 1530. / mnc reg. 891 - Llaves del castillo de San Carlos de Maracaibo. 1823. / mnc reg. 892 - Llaves de las puertas de las murallas de Cartagena. 1821. / mnc reg. 1093 - Antonio José de Sucre (1795-1830). Carta de Antonio José de Sucre de remisión del “manto o acso de la mujer reina de Atahualpa”, dirigida al director del Museo Nacional, Jerónimo Torres. 12.9.1825. / mnc reg. 2552 - Chungapoma (atribuido). Guirnalda cívica ofrendada por el pueblo de Cuzco al Libertador Simón Bolívar. Ca. 1825.
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5 Para la traza epistolar y el proceso de ingreso de estas banderas al Museo Nacional de Colombia, véase Sánchez Paredes (2019b), en este volumen de Cuadernos de Curaduría.
6 A continuación se precisan las fuentes aquí citadas: Mariano Eduardo de Rivero y Ustariz, 1857, Colección de Memorias Científicas, Agrícolas e Industriales publicadas en distintas Épocas, Bruselas. François-Désiré Roulin, 1865, Histoire Naturelle et Souvenirs de Voyage, París. Jean-Baptiste Boussingault, 1892, 1896, 1900, 1903; Mémoires t. I: 1802-1822, t. II: 1822-1823, t. III: 1823-1824, t. IV: 1824-1830, t. V: 1830-1832, París. Boussingault, Roulin y Joaquín Acosta (trad.), 1849, Viajes científicos a los Andes ecuatoriales ó Colección de Memorias sobre Física, Química é Historia Natural de la Nueva Granada, Ecuador y Venezuela [...], París.
7 Además de las memorias científicas y biográficas de los actores discutidos, figura un par de fuentes secundarias que explotan archivos primarios y que han completado también el corpus bibliográfico temprano: Marguerite Combes escribió en 1928 una biografía novelesca de Roulin transcribiendo manuscritos inéditos de la Academia de Ciencias y, por su parte, Arturo Alcalde Mongrut publicó en Perú, entre 1954 y 1964, un análisis comprensivo del legado científico de Rivero (Combes 1928; Alcalde Mongrut 1954, 1964). La obra de Combes fue traducida del francés al castellano en 1942 y, de esta manera fue conocida en Colombia, mientras que las investigaciones de Alcalde Mongrut parecieran no haber sido divulgadas en el país.
8 La autora expresa especial agradecimiento al investigador Santiago Robledo Páez, quien descubrió esta fuente documental y la compartió generosamente con ella.
9 Juan N. Restrepo en Honda, escribe al director del Museo Nacional Fidel Pombo en diciembre 6 de 1894, respondiendo entre otras cosas, la consulta que hace Pombo sobre Justin-Marie Goudot. Restrepo indica que no resta nada de este naturalista y refiere un testimonio de una anciana mujer que conoció personalmente al francés. Ella recuerda a una allegada de Goudot que recogió sus pertenencias para llevárselas a Francia luego del deceso del naturalista. La autora nuevamente agradece al investigador Santiago Robledo Páez por su trabajo exhaustivo de revisión del recientemente digitalizado Archivo Histórico del Museo Nacional y por transmitirle su hallazgo (Santiago Robledo, mensaje electrónico del 10 de abril de 2019).
10 Las publicaciones aquí citadas: Rivero y Boussingault, 1824, Mémoire sur différentes masses de fer qui ont été trouvées sur la Cordillère orientale des Andes, Annales des Mines t. IX: 411-413. Rivero y Boussingault, 1824, Mémoire sur différentes Masses de fer qui ont été trouvées sur la Cordillière [sic] orientale des Andes, Annales de Chimie et de Physique t. XXV: 438-443. Rivero y Boussingault, 1824, Mémoire sur différentes Masses de Fer qui ont été trouvées sur la Cordilière orientale des Andes, Bulletin des Sciences Naturelles et de Géologie. Deuxième Section du Bulletin Universel des Sciences et de l’Industrie t. II: 152-153. Rivero y Boussingault, 1824, On the different masses of Iron which have been found on the Eastern Cordbiliera [sic] of the Andes (…), The Quarterly Journal of Science, Literature, and The Arts, vol. XVII (n.° XXXIII): 394-395. [s.a], 1824, Ueber meteorische Gediegeneisenmassen, Annalen der Physik, Acht und Siebzigster Band.: 159-161. [= Annalen der Physik und Chemie, Zweiter Band]. Boussingault y Rivero, 1825, Ueber verschiedene Eisenmassen welche auf den dstilchen Cordilleren des Andes=Gebirges gefunden morden sind. Von den Herren Mariano de Rivero und Boussingault, Archiv für Bergbau und Hüttenwesen 9: 539-543. Boussingault y Rivero, 1828, Memoria sobre diferentes masas de hierro encontradas en la cordillera oriental de los Andes, Memorial de Ciencias Naturales y de Industria nacional y Extranjera [...] IV (julio, t. II): 133-139.
11 mnc, reg. 874 - Aerolito de Santa Rosa de Viterbo.
12 698 ensmp - Halite, Villarrubia de Santiago, Tolède, Castille-la-Manche, Castille Espagne. Rivero / 3578 ensmp - Andalousite, Mal Posso [sic.], Mariquila [sic.], Colombia. Don, Rivero / 14464 ensmp - Glaubérite, Villarrubia de Santiago, Tolède, Castille-la-Manche, Castille, Espagne. Rivero (Brongniart est associé à Rivero comme collecteur) / 22917 ensmp - Sépiolite, magnésite, Cabanaro, Madrid, Castille-la-Manche, Castille, Espagne. Don, Rivero (Près de Madrid) / 24551 ensmp - Météorite métallique, Santa Rosa de Viterbo, Boyaca, Colombie. Don, Rivero, (trouvé: 1810 - 150 gr) / 41022 ensmp - Grossulaire, Pasco (mine), Sbéqué, Pasco, Pérou. Rivero / 47233 ensmp Andalousite (macle), Madrid, Castille-la-Manche, Castille, Espagne. Don Rivero
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m u s e o s , n at u r a l i s ta s y c o l e c c i o n e s : i t i n e r a r i o s c i e n t í f i c o s e n t o r n o a l a c r e a c i ó n d e l m u s e o n a c i o n a l d e c o l o m b i a ( 1 8 2 3 - 1 8 8 9 )
/ 55371 ENSMP - Nitratine, Pérou. Don Rivero, 1822 / 68285 ensmp - Quartz (citrine), Vienne, Isère, Rhône-Alpes, France. Don, Rivero / 6778 ensmp - Platine, Medellin (rio), Cauca, Colombie. Don, Boussingault, 1876. La autora agradece a los sucesivos conservadores del Museo de Mineralogía, entre 2010, 2014 y 2017, Lydie Touret y Didier Nectoux, quienes la acogieron generosamente y permitieron su acceso a las colecciones del Museo.
13 mnhn - Collection Paleontology (f): mnhn.f.a53128 Nombre Rostellaria angulosa d’orbigny, 1842 (Rama Mollusca, clase Gastropoda, orden Caenogastropoda, familia Rostellariidae, género Rostellaria, especie Rostellaria angulosa) - http://coldb.mnhn.fr/catalognumber/mnhn/f/a53128 / mnhn.f.a53135 Nombre Anatina columbiana d’orbigny, 1842 (Rama Mollusca, clase Bivalvia, orden Venerida, familia Mactridae, género Anatina, especie Anatina columbiana) - http://coldb.mnhn.fr/catalognumber/mnhn/f/a53135 / Lot de 6 spécimens fossiles mnhn.f.a53136 Nombre Lucina plicatocostata d’ORBIGNY, 1842 (Rama Mollusca, clase Bivalvia, orden Venerida, familia Lucinidae, género Lucina, especie Lucina plicatocostata) - http://coldb.mnhn.fr/catalognumber/mnhn/f/a53136 / Lot de 2 spécimens fossiles mnhn.f.b15807 Nombre Ostrea abrupta d’orbigny, 1842 (Rama Mollusca, clase Bivalvia, orden Colloconchida, familia Ostreidae, género Ostrea, especie Ostrea abrupta) - http://coldb.mnhn.fr/catalognumber/mnhn/f/b15807 / mnhn.f.b15815 Nombre Rostellaria americana d’orbigny, 1842 (Rama Mollusca, clase Gastropoda, orden Caenogastropoda, familia Rostellariidae, género Rostellaria, especie Rostellaria americana) - http://coldb.mnhn.fr/catalognumber/mnhn/f/b15815 / mnhn.f.r62438 Nombre Langunum colombianus d’orbigny, 1842 (Rama equinodermos, clase Echinoidea, orden Cassiduloida, familia Clypeidae, género Langunum, especie Langunum colombianus) - http://coldb.mnhn.fr/catalognumber/mnhn/f/r62438
14 Sèvres - mnc Collections Américaines: Sèvres - mnc 1145 (Roulin) - Vase. / Sèvres - mnc 2094-1 (Rivero) - Bouteille bursaire apode (huagueros). / Sèvres - mnc 2094-2 (Rivero) - Bouteille sphéroïdale apode sans ornement (huagueros). / Sèvres - mnc 3579 (Acosta) - Tête monstrueuse. / Sèvres - mnc 3580-1 (Acosta) - Fuseaux de forme conique à ornements. / Sèvres - mnc 3580-2 (Acosta) - Fuseaux de forme conique à ornements. La autora agradece a la antigua conservadora de las Colecciones americanas del Museo Nacional de Cerámica, Marie-Chantal de Tricornot, quien en 2009 le permitió acceso irrestricto a las colecciones, archivos y libros originales de inventario.
15 mqb - upa: n.° d’Inv. 71.1935.38.1. Culture Muisca. Pectoral. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.2. Cult. Muisca. Serpent. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.3. Cult. Muisca. Pendeloque zoomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.4. Cult. Muisca. Grains de collier. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.5. Cult. Muisca. Boucle d’oreille. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.6. Cult. Muisca. Boucle d’oreille en or, perles sur une tige. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.7. Cult. Muisca. Récipient miniature. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.8. Cult. Muisca. Figurine anthropomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.9. Cult. Muisca. Figurine anthropomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.10. Cult. Muisca. Figurine anthropomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.11. Cult. Muisca. Figurine anthropomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.12. Cult. Muisca. Figurine anthropomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.13. Cult. Muisca. Figurine anthropomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.14. Cult. Muisca. Figurine anthropomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.15. Cult. Muisca. Pendentif zoomorphe.1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.16. Cult. Muisca. Pendentif zoomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.17. Cult. Muisca. Plaque surmontée de deux oiseaux. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.19. Cult. Muisca. Fragment de tunjo. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.20. Cult. Muisca. Ornement de nez. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.21. Cult. Muisca. Ornement zoomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.22. Cult. Muisca. Ornement zoomorphe (2 fragments). 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.25. Cult. Muisca. Plaque à décor anthropomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.26. Cult. Muisca. Figurine anthropomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.27. Echantillon de roche. / n.° d’Inv. 71.1935.38.28.1-2. Cult. Muisca. Paire de boucles d’oreilles. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.29. Cult. Muisca. Pendentif: petit quadrupède. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.30. Cult. Muisca. Figurine zoomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.31. Cult. Muisca. Figurine zoomorphe. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.32. Cult. Muisca. Pendentif zoomorphe.
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1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.33. Cult. Muisca. Ornement de nez. 1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.34. Cult. Muisca. Figurine anthropomorphe.1200-1600 a.d. / n.° d’Inv. 71.1935.38.35. Cult. Muisca. Plaque à décor ornithomorphe. 1200-1600 a.d. La autora agradece a Angèle Martin, encargada de los archivos científicos y de la documentación de las colecciones, en la Mediateca del Museo del Quai Branly, quien, en el 2008, le permitió acceso al material documental asociado con las colecciones del Museo del Hombre que habían sido trasladadas desde el Museo de Antigüedades Nacionales a principio del siglo xx. Igualmente y de manera muy especial, la autora reconoce el apoyo entusiasta de Marie-Hélène Thiault, conservadora del Centro de Documentación del Museo de Arqueología Nacional, quien en el 2008 no cejó en sus esfuerzos por seguir cada una de las pistas para encontrar el material de Roulin dejado al Museo.
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47 47
La Independencia en el centro de la Rotonda
Rodrigo Trujillo RubioCoordinador de la Curaduría de Arte del Museo Nacional de Colombia.
ResumenEl siguiente texto establece una serie de diálogos visuales y relaciones artísticas entre referentes diversos en la conmemoración del Bicentenario de la batalla de Boyacá. Articula la descripción de la Rotonda, una de las salas renovadas del Museo Nacional de Colombia, con caminos que se bifurcan y toman rumbos lejanos, en un juego de apreciación y conexión entre las pinturas exhibidas en este espacio. Tras relacionar estéticamente obras muy disímiles, el recorrido se centra en un cuadro que conecta el deseo por la apreciación artística con la destacada efeméride del nacimiento de la nación. El relato concluye con una apreciación del retrato de cuerpo entero de Francisco de Paula Santander pintado por José María Espinosa. La relación del evento histórico con la apreciación visual de varias obras se dirige naturalmente a una inquietud por el sentido de lo real.
Palabras clave: relaciones artísticas, Rotonda, Bicentenario de la Batalla de Boyacá, Francisco de Paula Santander, José María Espinosa, lo real.
curaduría de arte
48
d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
El deseo que tuve en la concepción de este artículo fue jugar con la observación y el pensamiento. Describiré opciones de apropiar las obras de arte desde una apreciación personal, para establecer un camino que articule algunos criterios curatoriales con la conmemoración del Bicentenario del nacimiento de la nación. Compartiré el efecto que algunas de las pinturas exhibidas en la Rotonda del tercer piso del Museo Nacional de Colombia producen en mí, teniendo como centro la lejana memoria de una batalla que redirigió el destino de nuestro país. La estructura de una sala y una efeméride que se destaca son dos ideas diferentes en diálogo para generar en el siguiente texto un recorrido, algo disparatado, como una de las múltiples posibilidades de conexión en un espacio específico del museo.
La renovación de las salas de exposición en el Museo Nacional ha motivado el planteamiento de nuevas propuestas curatoriales en un acercamiento que se propone con los diversos públicos. El propósito de hacer que la visita sea cada vez más significativa para el visitante abre distintas posibilidades en la concepción de cada montaje. Una de estas opciones es la de establecer conexiones entre las obras expuestas, con el fin de generar recursos alternativos de interpretación y encontrar en la visita al museo aspectos análogos a la forma como las personas se relacionan entre sí. Ver un cuadro y conocerlo por el que tiene al lado, desde criterios diferentes a pertenecer a un mismo tiempo o al mismo artista, extiende las opciones de apropiarlo racional o sensiblemente. Cada obra se singulariza cuando es acompañada por otra que difiere en su capacidad de comunicar algo y comparte algún tema entre sí. Se pueden ver ejemplos de esto en las obras artísticas exhibidas en la Rotonda del tercer piso del museo. En la conmemoración del Bicentenario presentamos hoy esta sala, con sus diferentes temas que articulan las obras expuestas, haciendo énfasis en una visión artística de los cuadros conectados con el hecho histórico que nos convoca.
Una de las reflexiones que frecuentemente se dan en la Curaduría de Arte, a la hora de planear una exposición o, específicamente, de concebir este artículo, nace de la siguiente pregunta: ¿arte o historia del arte? La respuesta, como el diálogo que planteamos aquí, es pendular. Los objetos de la colección representan los diferentes momentos de nuestro pasado; por lo tanto, la tendencia natural y tradicional es favorecer los relatos desde la historia. Sin embargo, cada uno de ellos se construyó en su momento con un fin diferente al de estar ubicados en un contexto histórico y en ellos permanecen elementos que comunican desde la visión artística.
El Museo Nacional de Colombia se diferencia de los otros museos en la ciudad por tener cuatro tipos de colecciones: las de historia, las de arte, las de arqueología y las de etnografía, las dos últimas en asociación con el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (icanh). Como este
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l a i n d e p e n d e n c i a e n e l c e n t r o d e l a r o t o n d a
Fig. 1 Espinosa Prieto, José María (1796-1883) Francisco de Paula Santander25.5.1853Óleo sobre tela228 x 145 cmReg. 243Colección Museo Nacional de Colombia
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
artículo es concebido desde la Curaduría de Arte, nuestra aspiración es favorecer el énfasis en la percepción artística, es decir, el péndulo ubicado en el extremo opuesto al relato histórico. Sin embargo, el movimiento pendular en esta ocasión jala fuertemente hacia el otro lado. El Bicentenario nos lleva a recordar la historia con la tendencia natural de ubicarnos en el pasado. Pero el deseo es el de favorecer la percepción estética de las obras que se conectan en este espacio expositivo. Buscaremos reconocer cómo los artistas de diferentes maneras estuvieron interesados en concebir una realidad.
Para conmemorar este importante hecho, hemos escogido una pintura de la Rotonda que ubicaremos en el centro de nuestro ejercicio. El retrato de Francisco de Paula Santander (véase figura 1) pintado en 1853 por el artista bogotano José María Espinosa Prieto (1796-1883), quizá la obra más representativa de la colección en el recuerdo de la destacada y distante efeméride.
Este retrato de cuerpo entero de Francisco de Paula Santander es una pintura alegórica, en la que podemos conocer con suficiente certeza la apariencia física del personaje representado. El prócer erguido sostiene en su mano derecha el libro de la Constitución. Al fondo de la escena, en un tono de luz más pálido que la del héroe, transcurre la acción del 7 de agosto de 1819. El general, vestido con su uniforme militar de gala, porta sobre el pecho cuatro medallas y en el piso yace el bicornio con los colores de la bandera de la naciente república. Esto es lo que vemos. Hoy no nos interesa cuándo nació el artista, cómo adquirió su experticia con los pinceles o cuál la influencia que ejerció sobre sus seguidores, sino qué hay detrás de la obra artística expuesta en una sala de exhibición. Tampoco vamos a ver el papel que jugó Santander al lado del Libertador en la batalla decisiva. Observaremos la pintura después de entrar en un juego disparatado de relaciones con otras obras de la misma sala, que nos inspire para encontrar otros caminos de apreciación.
Sin embargo, como respuesta al movimiento pendular al que nos hemos referido, es necesario indicar algo de la historia del cuadro para más adelante abrir otros caminos. Así, cabe señalar que este retrato de Santander es uno de tres de cuerpo entero y tamaño natural pintados por José María Espinosa Prieto.
Se trata de un homenaje póstumo al prócer de la Independencia, concluido el 25 de mayo de 1853. Poco más de un año después, Espinosa pintó un segundo retrato de esas dimensiones: el del arzobispo Manuel José Mosquera (véase figura 2) luego de su reciente exilio y muerte. En esta ocasión, el artista respondió al encargo de la viuda de Santander, Sixta Tulia Pontón, fundadora del colegio de señoritas del Sagrado Corazón, quien procuró el retrato del clérigo admirado y recordado en la ciudad. La esposa de Santander y Espinosa el pintor, otro elemento de conexión. El
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Fig. 2 José María Espinosa (1796-1883) Manuel José Mosquera1854Óleo sobre tela200 x 150 cmPalacio Episcopal, Bogotá
Fig. 3 José María Espinosa (1796-1883) Simón BolívarCa. 1855-1864Óleo sobre tela230 x 148 cmPalacio de Miraflores, Caracas
tercer retrato, también de cuerpo entero y tamaño natural, es el de Simón
Bolívar que hoy se encuentra en el Palacio de Miraflores en Caracas (véase
figura 3). De acuerdo con el relato que el mismo Espinosa hace en su libro
Memorias de un abanderado (1876), este último cuadro sería una copia
de otro retrato que había realizado en agosto de 1828 y en el que tuvo el
privilegio de pintar al Libertador posándole en vivo con los brazos cruzados.
De esa postura de Bolívar, en posición de tres cuartos y con los brazos
cruzados, surgieron muchas copias, reconocidas en la Iconografía del
Libertador de Enrique Uribe White (1967) como la serie de José María
Espinosa. El retrato de Bolívar, también de cuerpo entero y tamaño natural,
está en un ambiente neoclásico muy acogedor. De esta obra, elogiada
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
en una carta del 6 de junio de1864 por Tomás Cipriano de Mosquera (el
hermano del arzobispo), existe una acuarela y un dibujo a tinta de 1828 y
1829 respectivamente.
En el dibujo Simón Bolívar de 1929, (véase figura 4) Espinosa representa,
con un tono más pálido que la figura central, una escena de batalla, muy
probablemente la de Boyacá, y un bicornio yace en el piso, tal como lo
repetirá en el retrato de Santander. White plantea la posibilidad de que
esta representación sea la original, es decir, aquella que el artista habría
realizado con el Libertador posando.
Como nuestra intención es reflexionar sobre el retrato de Santander desde
el placer estético, es decir, con el péndulo ubicado de nuevo en el lado de la
percepción artística, iniciamos el recorrido en el lugar donde actualmente
está expuesto el cuadro: la Rotonda del tercer piso del Museo Nacional. En
la exhibición denominada la Mirada panóptica al arte en el Museo Nacional
Fig.4 José María Espinosa (1796-1883)
Simón Bolívar1929
Tinta china sobre papel blanco29 x 18 cm
Biblioteca Luis Ángel Arango
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l a i n d e p e n d e n c i a e n e l c e n t r o d e l a r o t o n d a
de Colombia, se da la posibilidad de tener contacto inmediato con todas las piezas de la sala, para así, como se dijo arriba, poder establecer conexiones, encontrar diferencias y proponer múltiples relaciones entre las pinturas exhibidas. Entremos.
La intersección de las naves del tercer piso en el Museo Nacional de Colombia es comúnmente conocida como la Rotonda. Ubicada en el edificio de la antigua Penitenciaría Central de Cundinamarca e inspirada en el concepto de cárcel panóptica del filósofo y economista británico Jeremy Bentham, esta estructura cuenta con un espacio que posibilita la mirada en todas las direcciones. Es un lugar de muros altos y de una inmensa riqueza geométrica. Arriba en la linterna la forma es un gran cubo ortogonal. En el centro, las barandas que dejan ver hacia abajo forman un octágono y las paredes de la sala tienen eco. En el segundo piso, visible desde la baranda, el eje es un círculo con una reja que permite ver el primer nivel del edificio, en donde el aerolito de Santa Rosa de Viterbo, caído del cielo el año de la declaración de la independencia, es el punto central de donde nace el museo. De vuelta en la Rotonda, la visión geométrica se extiende hacia las salas en los cuatro puntos cardinales. El centro del edificio ya posee una inmensa riqueza de forma que acompaña con generosidad visual el juego con las obras de gran formato allí exhibidas.
El montaje actual, trabajado con cinco grandes temas, propone tanto un relato somero de la historia del arte colombiano como la posibilidad de descubrir múltiples relaciones artísticas entre las obras exhibidas. De nuevo el péndulo. Estas asociaciones entre pinturas con un mismo tema están sugeridas en los apoyos ubicados en las esquinas de la sala. En cada uno de los temas propuestos, denominados como las vistas, se presentan dos niveles jerárquicos de relación. Uno principal en el que dos obras se destacan y otro secundario en el que otros cuadros complementan el tema desde diferentes aspectos. El retrato de Santander está en una de estas vistas y para observarlo en relación con el conjunto de obras de la sala, iniciamos la descripción del montaje.
En la primera vista se exhiben diferentes aproximaciones al tema religioso. El arte colonial, como punto de partida de la relación histórica, establece diálogos con obras de los siglos xix y xx, con una puerta de expositorio o camarín del siglo xviii y con dos retablos de un tríptico holandés del xvi. Las dos obras destacadas son El martirio de san Esteban (véase figura 5) atribuido a Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711), y La mujer del levita de los montes de Efraím de Epifanio Garay Caicedo (1849-1903) (véase figura 6).
Estas pinturas, la primera del Nuevo Testamento y la segunda del Antiguo, fueron concebidas en dos momentos muy distantes de la historia y, por lo tanto, posibilitan ver propósitos de creación muy diferentes, relacionados
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
Fig. 5 Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos(1638-1711) - Atribuido
Martirio de san EstebanCa. 1700
Óleo sobre tela223,5 x 148,5 cm
Reg. 2093Colección del Museo Nacional de Colombia
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Fig. 6 Epifanio Julián Garay Caicedo (1849-1903)La mujer del levita de los montes de Efraím1899 Óleo sobre tela 139 x 198,5 cmReg. 2103Colección del Museo Nacional de Colombia
con la religión. La del pintor colonial respondió en su momento a la
necesidad de propagar la fe con la mayor veracidad posible y, por su parte,
la del académico, al deseo de pintar fielmente un desnudo, en un tiempo de
extremadas restricciones de carácter moral vigiladas por la Iglesia. Al lado,
en el complemento religioso, dos obras del mismo Vásquez, El campamento
de los madianitas y Santo franciscano, permiten la relación con otras obras del
mismo artista. En lo alto de la sala, dos arcángeles de la escuela de
Francisco de Zurbarán (1598-1664) complementan el repertorio religioso
de diversos criterios artísticos y abren la posibilidad de descubrir otras
conexiones, diferentes al relato cronológico de la historia del arte.
La segunda vista sigue el recorrido en la sala de acuerdo con las
manecillas del reloj y da un salto que se acerca al presente1, los gestos
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
plásticos muestran el dinamismo del arte moderno. La Lección de guitarra
de Fernando Botero Angulo (n. 1932) (véase figura 7) y Sin título de
Luis Caballero Holguín (1943-1945) (véase figura 8) son las dos obras
destacadas con las que comienzan las relaciones en esta esquina.
La pincelada suelta y expresiva del cuadro de Botero y los colores vibrantes
del de Caballero inician los diálogos en esta sección. El arte moderno
favorece la expresión sensible, producida a través de texturas, colores
y relaciones de composición. En cada cuadro los elementos formales
son los protagonistas que despiertan las emociones y revelan una nueva
concepción de la realidad. Cuando Caballero deja un espacio vacío en la
obra, produce una sensación emocional de ausencia que nos hace sentir de
manera real su propia vivencia.
Como complemento que acompaña la vista, se encuentra la obra de
Santiago Cárdenas (n. 1937) En el parque (véase figura 9), en la que un
bastón pintado con perfección realista proyecta su sombra sobre un plano
en el que unas personas insinuadas con pinceladas gruesas y colores vivos
sugieren un cuestionamiento sobre qué es lo real: ¿el bastón que no lo es o
los colores y las formas que sí están allí?
Fig. 7 Fernando Botero Angulo (n. 1932)Lección de guitarra1960 Óleo sobre tela191 x 274,8 cmReg. 2384Colección del Museo Nacional de Colombia
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Al lado, las obras abstractas de Guillermo Wiedemann (1905-1969), Juan
Antonio Roda (1921-2003), Manuel Hernández (1928-2014) y Fanny Sanín
(n. 1938) reafirman dicha realidad plástica. Otra obra, Elegía a Blas de Lezo
de Alejandro Obregón Rosés (1920-1992), con su rico colorido abre otros
caminos al juego poético en la relación de “la bella y la bestia”.
En la tercera vista, se destacan dos obras de un mismo autor. Se trata del
pintor bogotano Andrés de Santa María (1860-1945), cuya obra, al lado de
otros cuadros, representa el umbral del arte moderno.
En relación con la vista anterior, esta es una esquina que retrocede en el
tiempo y nos lleva al momento en el que se abandona la pintura académica
y se tiende hacia nuevas formas de expresión. En la primera relación, las
dos pinturas de Santa María, concebidas en gran formato y separadas entre
sí por veinte años, muestran el dinamismo del cambio artístico en el albor
del siglo xx. La influencia que recibió el artista del impresionismo europeo
se ve de dos formas diferentes. En el barco lavadero del Sena de 1887 (véase
figura 11), se destaca el interés por la atmósfera. Es evidente que, tal como
lo hizo en su momento, por ejemplo, Edgar Degas, el artista se valió de
la fotografía para detener un instante de agotamiento de los personajes
Fig. 8 Luis Caballero Holguín (1943-1995) Sin título 13 de noviembre de 1967Óleo sobre tela195 x 398,6 cmReg. 4416 Colección del Museo Nacional de Colombia
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
Fig. 9 Santiago Cárdenas Arroyo (n. 1937) En el parque
1987Óleo sobre tela
173 x 130 cmReg. 5788
Colección del Museo Nacional de Colombia
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l a i n d e p e n d e n c i a e n e l c e n t r o d e l a r o t o n d a
Fig. 11 Andrés de Santa María Hurtado (1860-1945)
El lavadero sobre el Sena1887
Óleo sobre tela194,5 x 296,5 cm
Reg. 2118Colección del Museo Nacional de Colombia
Fig. 10 Andrés de Santa María Hurtado (1860-1945)Regreso del mercado [En la playa de Macuto]Ca. 1907Óleo sobre tela292 x 246 cmReg. 2117Colección del Museo Nacional de Colombia
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
rodeados por el vapor de la faena. En la otra obra, Regreso del mercado de 1907 (véase figura 10), sobresale la interacción de las pinceladas sueltas de diferentes colores y la textura producida por estas, propias también del efecto impresionista que era resultado de la rapidez en la ejecución, cuando los pintores detuvieron el momento lumínico. Al lado de estas obras se ubica una pequeña pintura intrusa que, por persistir en el carácter académico ya establecido, reafirma el cambio: dos artistas, el retratista y el retratado, están presentes en esta pintura de Ricardo Acevedo Bernal (1867-1930) (véase figura 12). El pintor retrata a su colega Francisco Cano Cardona (1865-1935) en plena acción. En la obra, ubicada temporalmente en la mitad de los dos cuadros de Santa María, el pintor es pintado con la perfecta pintura académica mientras pinta.
El cambio al arte moderno no es un asunto de qué está antes y qué después. De hecho, la obra La mujer del Levita de los montes de Efraím de Garay, ubicada en la esquina opuesta de la sala, es de 1899. La menciono aquí para conectarla con el barco lavadero del Sena. En los dos cuadros, cada uno de los artistas se valió de la fotografía. La diferencia está en que Santa María, trece años antes que Garay, entra sin inconvenientes en el arte asistido por la técnica fotográfica, mientras que Garay es “condenado” por tomar atajos en la elaboración del cuadro. En una crítica a esta obra de Garay se decía “que [el artista] lo ejecutó [a partir] de una fotografía ‘por el procedimiento del cuadriculado’” (Albar 1899, 6), un hecho que resultaba poco digno para un artista de gran altura profesional, tal como se lo consideraba en ese momento. Otras dos obras complementan esta sección de la sala: por un lado, En el parque, pintura en la que Eugenio Zerda (1878-1945), bajo la influencia de su maestro Andrés de Santa María, con una colorida paleta y gran habilidad en la mezcla de colores, representa una escena exterior cotidiana; por otro lado, Paisaje de San Francisco, cuadro de 1967 realizado por Ignacio Gómez Jaramillo (1910-1970), que conecta esta transición artística con el arte moderno.
Antes de pasar a la cuarta vista, que alberga el retrato de Santander, y sirviéndonos de la libertad que ofrece la sala de recorrerla en sentidos diferentes al transcurrir de la historia, pasamos a la quinta vista: De lo espiritual en el arte (Kandinsky 1989). Como la Rotonda es un espacio de muros altos, se decidió establecer en la parte superior un quinto tema de relación. Se diferencia de los otros cuatro en las esquinas, por no asociarse con ningún momento específico de nuestra historia. La conexión buscada ahora, entre cuatro obras en los puntos cardinales, revela cuatro formas diferentes en una concepción trascendental del arte. El símbolo filosófico, la grandeza natural, la representación divina prehispánica y la lejanía sugerida en el arte abstracto plantean el recorrido espiritual. En el occidente se ubica La Madre Tierra de Coriolano Leudo (1886-1957). Esta obra fue considerada
en su momento como la más importante de la historia del arte nacional en
sentido ideológico (Pizano 1922a, 218). Se trata de una representación del
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l a i n d e p e n d e n c i a e n e l c e n t r o d e l a r o t o n d a
Fig. 12 Ricardo Acevedo Bernal (1867-1930) Francisco Antonio Cano 1897Óleo sobre tela75 x 47 cmReg. 3112Colección del Museo Nacional de Colombia
ciclo de la vida, pintada de manera realista y académica, bajo la formación
española recibida por el artista. En palabras del pintor Roberto Pizano
(1896-1929), “La Tierra abre sus brazos pródigos y compasivos para todos
los seres en una forma santificada por el martirio de un dios” (Pizano
1922b, 283). En el sur de la sala se encuentra La laguna de la Herrera de
Gonzalo Ariza (1912-1995), es un paisaje en el que los estudios que el
pintor realizó en Japón lo alejan de la tradición europea y la tendencia
académica. Ariza plantea una pintura atmosférica, sin una ubicación
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temporal precisa. El paisaje conjuga la autenticidad del territorio local con el espíritu contemplativo ofrecido por el entorno natural. A su lado, otras dos obras complementan el sentido espiritual del paisaje, con una visión romántica de El paso de Uspallata del argentino Luis Graves (¿?) y Paisaje de Ricardo Gómez Campuzano (1891-1981). En oriente se halla el Retablo de los dioses tutelares de los chibchas de Luis Alberto Acuña (1904-1993); sobre la base de una interpretación personal, que sigue el espíritu del movimiento Bachué de inicios del siglo xx, el artista articula temáticamente el panteón muisca que representa un aspecto de la cosmogonía de nuestro pasado prehispánico. A su lado, con carácter simbolista, el Hombre salasaca, obra realizada por el pintor ecuatoriano Víctor Manuel Mideros (1888-1969), camina solemnemente por las cumbres de Los Andes. La cuarta obra, ubicada en el norte, es Forma y apoyo n.º 2 de Manuel Hernández Gómez (1928-2014). El efecto de la obra abstracta, en su serenidad formal, abre la sensación de movimiento hacia un lugar no presente. Las pinturas que la acompañan son las abstractas de la segunda vista descritas arriba.
La historia del arte colombiano está presente en la sala; sin embargo, no es la única estructura de exhibición para así poder aprovechar las obras desde otros aspectos de apreciación. Al tener presente las pinturas de diferentes tiempos de creación, el observador puede jugar con ellas y establecer comparaciones desde su voluntad. A continuación, para preparar el camino de relaciones con el retrato de Santander, presento un ejemplo caprichoso de comparación que surge de características plásticas encontradas en dos obras exhibidas:
¿Qué pueden tener en común el Martirio de san Esteban atribuido a Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711) (véase fig. 5) con la Composición de Guillermo Wiedemann (1905-1969) (véase figura 13 ) ubicada en la vista de los Gestos plásticos?
Primero, la asociación obvia: las dos obras pertenecen a la colección de arte del Museo Nacional de Colombia, son óleo sobre tela y están exhibidas en la Rotonda. Representan además dos momentos lejanos en la historia del arte del país.
El Martirio de Esteban, pintado durante la Colonia, se ubica en el tiempo en el que la imagen fue un medio fundamental en el proceso de evangelización. El cuadro muestra el momento en el que el diácono es lapidado tras haber sido acusado de blasfemia en la sinagoga. Saulo de Tarso, quien será conocido posteriormente como san Pablo, aparece sentado en el segundo plano de la escena. Después de participar en la aprobación de la condena del diácono, a Saulo le fue encargado cuidar la ropa de los verdugos. Él dirige su mirada al cielo y Jesús le indica con la mano que no haga parte del acto violento. Aunque el personaje central de
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Fig. 5 Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos(1638-1711) - AtribuidoMartirio de san EstebanCa. 1700Óleo sobre tela223,5 x 148,5 cmReg. 2093Colección del Museo Nacional de Colombia
Fig. 13 Guillermo Wiedemann (1905-1969) Composición1962Collage (tela y pigmentos)178,5 x 137,5 cmReg. 3460Colección del Museo Nacional de Colombia
la escena es el diácono, el artista acudió a recursos plásticos para resaltar
a Saulo, por ejemplo, su vestimenta aparece con una tonalidad más oscura
que la de los personajes a su alrededor. Al destacarse el santo ubicado en el
segundo plano, el pintor posibilita un diálogo visual que atraviesa el lienzo
en una diagonal; este elemento es reforzado con otro recurso plástico:
tanto Jesús, arriba en la nube, como el santo visten de rojo. Además, la
repetición de este color en los sombreros de dos testigos de la acción
fortalece el movimiento deseado por el artista. Entonces, vemos cómo
el color y el tono están al servicio del mensaje evangélico. En este caso,
describen el inicio de la conversión de san Pablo al cristianismo, narrada en
el Nuevo Testamento en los Hechos de los apóstoles.
La obra de Wiedemann colgada en el otro extremo de la sala, y que es
motivo de esta comparación caprichosa, es abstracta. El pintor alemán,
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un viajero que, como los del siglo xix, es seducido por el país, se vale de trapos sucios que articula de forma armónica sobre la superficie del lienzo. Una pequeña mancha roja, el mismo color del manto de Saulo, culmina en la intersección de dos diagonales de la composición. Otra mancha del mismo color, un poco más discreta, sigue la dirección de una de estas líneas del movimiento estructural del cuadro. Sin tener la motivación narrativa de la obra colonial, los recursos plásticos de la composición abstracta son similares: cumplen la función de conectar en armonía lo que aparentemente es un collage caótico. El contraste de los azules, ocres y grises con ese punto rojo de diminuto tamaño dinamiza el movimiento y procura llevar al observador a la presencia de relaciones dinámicas, coherentes, sensibles y complejas. La sensación de armonía y unidad en un collage abstracto y aparentemente caótico, como en la obra de Manuel Hernández vista arriba, se puede asociar con un hecho espiritual, en el sentido de estar frente al “aparecimiento único de una lejanía, por cercana que pueda estar” (Benjamin 2003, 47). Así, encontramos otro factor común entre las dos obras. La primera describe una escena espiritual, asociada a la narración religiosa. La segunda produce otra experiencia espiritual, esta vez no religiosa, al lograr una profunda unicidad en las relaciones plásticas dinámicas sobre una superficie aparentemente caótica.
Las dos obras hacen parte de la historia del arte nacional y se podría decir que están en sus extremos. El Martirio de San Esteban representa el largo periodo previo a la Independencia, mientras que Composición se ubica en un tiempo cercano, de sintonía con las vanguardias artísticas globales, con el sólido reconocimiento de estar en una república independiente que ya cuenta con cerca de siglo y medio de consolidación. En el punto medio de la historia nacional está el Francisco de Paula Santander de Espinosa.
Si partimos de un juego de comparación entre dos obras distantes, ahora celebramos el Bicentenario de la batalla de Boyacá con el antojo de establecer otras conexiones artísticas con las de esta esquina de la sala, teniendo como referente el icónico retrato del prócer.
Retornamos entonces a la cuarta vista de la Rotonda, Lo ideal y lo natural en la figura masculina. Aquí nos encontramos en el centro de la historia, de acuerdo con el deseo de conmemorar el nacimiento de la república. La necesidad de consolidación del país como una nueva nación implicó en su momento el reconocimiento y la exaltación de los personajes que lideraron la lucha contra el antiguo régimen. Por lo tanto, no es extraño que el retrato hubiera sido favorecido como el género artístico más relevante durante la mayor parte del siglo xix, muy por encima del prolongado dominio de la pintura religiosa. La visualización de los próceres como héroes legendarios quiso cultivar en su momento el orgullo de pertenecer a un país independiente.
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En la cuarta esquina de la sala se destacan el retrato de Francisco de Paula Santander de Espinosa y un Estudio académico de Enrique Recio y Gil (1856-ca.1910), un maestro español que por un tiempo breve enriqueció las aulas de la Escuela de Bellas Artes. Estas dos obras, una al lado de la otra y separadas en su creación por cerca de cuarenta años, justifican el propósito comparativo propuesto en la yuxtaposición de la figura heroica y la natural. Alrededor, otras cinco obras complementan la relación. En esta vista de la Rotonda se exhibe también un momento de cambio, clave en la historia del arte colombiano y evidenciado en los cuadros de gran formato: el ingreso de la pintura académica en el país. En 1886, junto con el nacimiento de la Constitución conservadora, Alberto Urdaneta Urdaneta (1845-1887), a su regreso de París, funda la Escuela de Bellas Artes en Bogotá siguiendo el modelo de la Academia Francesa. Uno de sus maestros, Jean-Louis Ernest Meissonier, fue reconocido como “uno de los grandes pintores de historia” (Huertas 2014, 33). Dos de las obras que acompañan al cuadro de Espinosa están concebidas desde el criterio historicista y responden al interés de enaltecer a los héroes de la Independencia. El Juramento de Antonio Nariño en la iglesia de San Agustín de Francisco Antonio Cano Cardona (1865-1935) (véase figura 14), pintado en 1926, es una de ellas.
Este cuadro de Francisco Antonio Cano describe el acto solemne del 31 de agosto de 1813, en el que Antonio Nariño respondió a la intimidación del entonces coronel español Juan Sámano, quien impuso a Cundinamarca y su capital prestar de nuevo obediencia al monarca español. El juramento a la bandera y al escudo de la provincia de Cundinamarca constituyó el evento de la oposición patriota, destacado por Cano. Este momento histórico y heroico fue representado con alta reverencia en un gran tríptico, en el que se separan tres momentos diversos de la escena. En el panel izquierdo aparece en el altar, un monaguillo y dos de los sacerdotes que tomaron parte en la ceremonia inicial. El panel central muestra a Nariño, José Miguel Pey, Manuel Bernardo Álvarez, José María Castillo y Rada y otros de los oficiales prestando juramento a la bandera de Cundinamarca. En el fondo, a la izquierda, se aprecia una pintura de Jesús Nazareno, advocación religiosa utilizada como símbolo por Nariño y sus copartidarios centralistas. En el panel derecho se observan varias damas santafereñas, entre las que sobresale Magdalena Ortega y Mesa (1762-1811), esposa de Nariño, quien levanta su brazo de manera similar a los patriotas, en señal de obediencia a la bandera. De pie, vestidas con uniforme militar y gorro frigio, permanecen las hijas del Precursor, Mercedes e Isabel. Los tres lienzos están concebidos para tener una visión periférica del momento en tres escenas diferentes: el altar, el juramento y las mujeres que simbolizan la libertad.
La otra pintura histórica de carácter heroico es Ricaurte en San Mateo de Pedro Alcántara Quijano Montero (1878-1953) (véase figura 15), pintado en 1920.
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Fig. 14 Francisco Antonio Cano Cardona (1865-1935) Juramento de Antonio Nariño en la iglesia de San Agustín 1926Óleo sobre tela264, 5 x 524,4 cm Reg. 2128Colección del Museo Nacional de Colombia
El capitán Antonio Ricaurte ha sido conocido como héroe y mártir de la guerra de independencia. Según el relato histórico tradicional, era común destacar el valor de los patriotas exaltándolos como héroes. Ante la implacable presión de las tropas realistas del asturiano José Tomás Boves, al que Bolívar se refería como el “León de los Llanos”, el “Urogallo” o “la bestia a caballo” (Hoffman 2012), se aceptó con vehemencia el relato según el cual Ricaurte se inmoló al incendiar las reservas de pólvora y el armamento del ejército patriota, custodiadas en la Hacienda de San Mateo. De acuerdo con una frase del Libertador, descrita en el Diario de
Bucaramanga de Louis Perú de la Croix, la condición de héroe fue un invento del propio Simón Bolívar:
Ricaurte, otro granadino, figura en la historia como un mártir voluntario
de la libertad, como un héroe que sacrificó su vida para salvar la de sus
compañeros y sembrar el espanto en medio de los enemigos; pero su
muerte no fue como aparece, no se hizo saltar con un barril de pólvora
en la casa de San Mateo, que había defendido con valor; yo soy el autor
del cuento; lo hice para entusiasmar a mis soldados, para atemorizar a
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los enemigos y dar la más alta idea de los militares granadinos. Ricaurte
murió el 25 de marzo del año 14 en la bajada de San Mateo, retirándose
con los suyos; murió de un balazo y un lanzazo, y lo encontré en dicha
bajada tendido boca abajo, ya muerto, y las espaldas quemadas por el sol.
(Perú de Lacroix, 1924)
Estas dos obras de Cano y Quijano, con la intención de fieles a la realidad a
través de la imitación de sus referentes, reflejan el profundo interés, a finales
del siglo xix, por el espíritu heroico atribuido al nacimiento de la nación; la
escenificación teatral es la opción escogida por la pintura académica para
glorificar la historia desde esa concepción sobrehumana. En las décadas
previas al ingreso del arte académico, José María Espinosa ya había
sido reconocido como el gran retratista de próceres, con una diferencia
importante en relación con los pintores académicos: él los conoció de
cerca. Su pincel permitió ver a muchos de los personajes centrales que
forjaron la nueva nación. El hecho de destacar las personalidades a
través del retrato implica un acercamiento a señalarlos como héroes. Sin
embargo, Espinosa, a diferencia de sus predecesores, buscó y logró una
Fig. 15 Pedro Alcántara Quijano Montero (1878-1953) Ricaurte en San Mateo1920Óleo sobre tela191 x 318 cmReg. 2102Colección del Museo Nacional de Colombia
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representación más humanizada que heroica, incluso cuando acudía a su memoria para recuperar la fisonomía de los que cayeron en la batalla. El carácter artístico de sus retratos es el de mostrar a las personas en una actitud cercana a la apariencia real y no idealizada. También en los cuadros de las batallas, recordadas cerca de 40 años después de vivirlas, en los primeros planos de la escena aparecen campesinos como testigos impasibles de la acción bélica en la lejanía. Esta actitud en la narración visual refleja a un artista interesado el sentimiento común más que en la acción heroica.
El caso del retrato de Santander (véase figura 1) se puede considerar, por lo tanto, como una excepción. Aunque es fiel a la fisionomía del prócer, el cuadro, por sus relaciones internas, se aleja de la realidad y destaca al personaje como un héroe que trasciende el tiempo. Aquí el pintor acudió a un lenguaje alegórico, ya que la figura central está separada de la acción del fondo y, de esta manera, se refuerza su condición heroica. En la escena trasera del cuadro hay una acción dramática en la que transcurre una batalla, con un tiempo específico y cambiante, mientras que en el primer plano el prócer está quieto, como si las circunstancias bélicas no lo afectaran. De los tres retratos de cuerpo entero mencionados arriba, el de Santander es hierático. El carácter realista, común en la obra de este pintor, evade a nuestra obra central. La figura del héroe está concebida con criterios representativos no muy diferentes a los heredados del retrato de los artistas que lo antecedieron. De modo que la apariencia de Santander se acerca más a los retratos de Pedro José Figueroa (ca. 1770-1838), ejemplificado aquí con el retrato de Bolívar (véase figura 16).
El criterio artístico en el retrato de Santander no difiere tampoco de la representación de los destacados personajes en los tiempos de la Colonia. La imagen, supuestamente de Antonio José de Amar y Borbón, atribuida a Joaquín Gutiérrez y pintada cerca de doce años antes que el cuadro de Bolívar de Figueroa, es un ejemplo (véase figura 17). La figura, enmarcada en un cortinaje carmesí, se mantiene erguida sin ninguna relación con el tiempo. La mesa del fondo carece de perspectiva y se podría decir que lo único que lo vincula con cierta actitud humana es la posición de las manos, una sosteniendo el bastón y la otra separando el dedo meñique.
En esta vista de la Rotonda, el mismo Santander, elevado a la condición de héroe a través de una representación hierática, tiene su propia visión humana en una pintura de Luis García Hevia (1816-1887) (véase figura 18). En el momento de su muerte, el prócer está acompañado por los personajes más cercanos, incluido el arzobispo Manuel José Mosquera. La composición, lejana a la simetría estática, produce una sensación afectiva. Cada persona está cuidadosamente diferenciada en sus facciones y refleja el momento de desolación.
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García Hevia, reconocido por buscar la apariencia real de los personajes que
representó, también hizo este otro retrato de Santander (véase figura 19).
En esta obra que no está en la Rotonda, Santander aparece como el
Bolívar de Espinosa, con los brazos cruzados, y como el de Figueroa, con
uniforme de gala y fondo oscuro. Se puede sentir que no tiene la rigidez del héroe.
La condición de héroe de Santander se destaca aún más en la Rotonda,
puesto que el retrato se ubica al lado de la representación de un hombre
común, en una actitud muy humana.
En el estudio de Enrique Recio y Gil (véase figura 20), un lienzo firmado y
con rastros plásticos de estar en proceso, el viejo cansado sostiene en la
mano un pesado mazo. En esta obra, el profesor español, que entre 1895
y 1900 estuvo a cargo de las clases de dibujo y pintura en la escuela de
Bellas Artes de Bogotá , se sirve de sus enseñanzas referidas al artista
barroco sevillano Diego Velázquez (1599-1660), concretamente en torno
a la representación que hace este artista del dios Marte (véase figura 21).
El primer indicio de comparación entre las dos obras es directo, la
Fig. 1 Espinosa Prieto, José María (1796-1883) Francisco de Paula Santander25.5.1853Óleo sobre tela228 x 145 cmReg. 243Colección Museo Nacional de Colombia
Fig. 16 Pedro José Figueroa (1770-1836)Simón Bolívar Ca. 1820Óleo sobre tela95 X 64 cm Reg. 1805Colección Museo Nacional de Colombia
Fig. 17 Joaquín Gutiérrez (?) – AtribuidoAntonio José Amar y Borbón (¿?)Ca. 1808Óleo sobre Tela124 x 91,5 cmReg. 3622Colección Museo Nacional de Colombia
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Fig. 18 Luis García Hevia (1816-1887) Muerte del general Santander1° de octubre de1841Óleo sobre tela163,5 x 205 Reg. 553Colección Museo Nacional de Colombia
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Fig. 19 Luis García Hevia (1816-1887) Francisco de Paula SantanderCa. 1840Pintura (Óleo / Tela)83,5 x 61,5 cmReg. 461 Colección Museo Nacional de Colombia
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Fig. 1 Espinosa Prieto, José María (1796-1883) Francisco de Paula Santander25.5.1853Óleo sobre tela228 x 145 cmReg. 243Colección Museo Nacional de Colombia
Fig. 20 Enrique Recio y Gil (1856-ca. 1898)Estudio académicoCa. 1894Óleo sobre tela 215 x 104,5Reg. 2101Colección del Museo Nacional de Colombia
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Fig. 21 Diego Velázquez (1599-1660)El dios MarteCa. 1640181 X 99 cmMuseo del Prado, Madrid
Fig. 22 Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564)Tumba de Lorenzo, duque de Urbino1530Basílica de San Lorenzo, Florencia
Fig. 23 Escopas (Atribuido)Ares Ludovisi
Ca. 132 a.C.156 cm (altura)
Museo Nazionale Romano
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posición del modelo es similar. Así mismo, Recio y Gil sigue a su referente
con la decisión de representar a otro dios por medio del elemento
iconográfico distintivo. Si Velázquez pinta a Marte, el estudio del
madrileño cambia a Vulcano, simbolizado por el martillo usado en la fragua.
Como tercer aspecto de seguimiento al maestro sevillano, está la idea de
humanizar en extremo al dios, de nuevo, en evidente oposición con la figura
heroica de Santander. Velázquez con ironía, presenta a Marte como un
soldado, identificado por su poblado bigote como miembro de los Tercios,
un ejército español en los Países Bajos. Está en una actitud meditativa
y melancólica, después de haber perdido su prestigio, al ser derrotado
por los franceses. La idea de seguir a los grandes maestros es un asunto
común y ya explorado, incluso por el mismo Velázquez. Por la posición y
la actitud de introspección, también se puede ver la similitud del Marte
de Velásquez con la escultura de Lorenzo de Medici realizada por Miguel
Ángel Buonarroti (1475-1564), conocida como “Il Pensieroso” (véase figura
22). Así mismo, el historiador de arte húngaro Charles de Tolnay (1899-
1981) conectó la pintura de Velázquez con la escultura Ares Ludovisi (véase
figura 23), atribuido a Escopas, escultor griego del siglo iv a. C., conocida
por su copia romana (Tolnay 1961). Con su estudio, Enrique Recio y Gil no
solo trajo a la escuela elementos técnicos en la producción artística de la
figura humana, sino que también aportó en la conexión con el arte europeo,
vista en este recorrido referencial hacia el pasado.
A los 200 años de la batalla de Boyacá, en la Rotonda del Museo Nacional
de Colombia el héroe de la Independencia, que trasciende el tiempo con
su figura estática y deshumanizada, está al lado de los dioses que desde
el espíritu grecorromano, renacentista, barroco y académico son más
humanos que nunca.
Notas 1 El recorrido alrededor de la Rotonda tiene dos direcciones: se puede seguir la
numeración de las vistas y desplazarse en dirección de las manecillas del reloj, lo que implica dar saltos en la historia, o hacer el recorrido, por el contrario, contra las manecillas y seguir la temporalidad en la otra dirección. La primera opción contribuye con la idea de buscar nuevas conexiones entre obras lejanas.
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Uribe White, E. 1967. Iconografía del Libertador. Bogotá: Ediciones Lerner.
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curaduría de arqueología
La Independencia: crisol de nuevas identidades
Francisco Romano Gómez
Coordinador de la Curaduría de Arqueología del Museo Nacional de Colombia.
Resumen
Las gestas de Independencia marcaron un gran hito histórico. Sin duda,
de 1810 a 1819 los procesos militares, políticos e ideológicos sellaron
la libertad de la Nueva Granada frente a la monarquía española. Sin
embargo, también se dieron unas dinámicas demográficas y sociales
que favorecieron la formación de nuevas colectividades e identidades
culturales. La heterogeneidad social, política, religiosa, étnica y cultural de
los ejércitos, la permanente movilidad de estos entre lugares distantes,
la confluencia de esas tropas en regiones pobladas por diversos grupos
sociales y las migraciones de poblaciones enteras de una región a otra
contribuyeron en estos procesos de formación de nuevas identidades.
En este texto se observa a la Independencia como un crisol en el que
se moldeó una variedad de rasgos sociales y culturales que define la
multiplicidad local y regional de la actual República de Colombia.
Palabras clave: Independencia, tropas, demografía, identidades,
colectividades.
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
IntroducciónSegún el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra ‘independencia’ viene del latín independere, que significa “acción y efecto de no estar bajo la voluntad de otro”, “estado o cualidad del aquel o aquello que no depende de otra persona o cosa”. El término también hace referencia a “La libertad, especialmente la de un Estado que no es tributario ni depende de otro”. Por su parte, el vocablo ‘libertad’ procede del latín libertatis, que significa “condición de no sujeción, del que es libre política y jurídicamente. Disponibilidad y falta de inhibición de obra y de palabra”. Igualmente, este concepto ha sido asociado con la “Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos” o al “Estado o condición de quien no es esclavo”. En el caso de la organización social, está relacionado con “los sistemas democráticos, [con el] derecho de valor superior que asegura la libre determinación de las personas”.
Así pues, la libertad en sentido amplio es la facultad y capacidad del ser humano para ejercer y desarrollar su conciencia, para pensar y llevar a cabo o no una determinada acción, según lo propicie la propia voluntad e inteligencia de la persona o grupo social. También denota una situación o estado regido por la justica en el que fuerzas ajenas no imponen su criterio, bajo determinantes físicas o morales sobre la propia decisión de un sujeto o un grupo social.
Justamente eran la libertad y la independencia frente a la Corona española lo que deseaba una gran parte de los americanos de Tierra Firme a comienzos del siglo xix, que vivía en lo que hoy día es el territorio de la Republica de Colombia, otrora las Provincias Unidas de la Nueva Granada surgidas a partir de 1810. Y es que los sentimientos de pelear por lo que es justo y por lo que se desea, como individuo y como conciudadano de un nuevo sistema, exacerbaron los ánimos de guerra necesarios para conquistar las tan anheladas y esquivas libertad e independencia.
Las célebres palabras de Simón Bolívar a Antonio Nariño sintetizan ese sentimiento. Según el Libertador, la guerra en la Nueva Granada permitió
Ver concurrir espontánea y simultáneamente a todos los pueblos de la
Confederación Granadina al restablecimiento, libertad e independencia de
la extinguida república de Venezuela, sin otro estímulo que la humanidad,
sin más ambición que la de la gloria de romper las cadenas que arrastran
sus compatriotas, y sin más esperanza que el premio que da la virtud a los
héroes que combaten por la razón y la justicia. (cit. en O’Leary 1952, 219).
Tal como lo demostraron los partidarios de la Independencia, también lo hicieron los partidarios de la monarquía española, para quienes su manera de concebir la libertad e independencia implicaba ser parte de las
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colonias del Imperio español de ultramar. No todos los pueblos de aquel territorio de la Nueva Granada tenían los mismos sentimientos o facultades (si parafraseamos las definiciones que encabezan este artículo) frente a la libertad y el buen Gobierno. Los partidarios de que esos territorios siguieran siendo regidos por la monarquía española también fueron muchos. En suma, los ejércitos de ambos lados estaban engrosados por fieles defensores de sus propias ideas. El gran choque de fuerzas acaecido en los campos de batalla representó la inminente confrontación de unos ideales de progreso, patrocinada por americanos leales a la causa independentista, contra los ideales de tradición, enarbolados por los adeptos a la monarquía del Imperio español y su continuidad.
En la guerra por la pacificación de la Nueva Granada, emprendida por España a partir de 1815, o por la independencia, librada por los patriotas, ambos bandos contaron con muchos adeptos que engrosaron las filas de los ejércitos y las guerrillas. La celebración por las victorias y la melancolía por las pérdidas sin duda estuvieron determinadas por las acciones de esos grupos armados regulares o irregulares en el campo de batalla. Pero la felicidad y la tristeza sufridas por ambos bandos, tras las campañas de aquel entonces hasta la victoria de 1819, no fueron más que los resultados de una larga confrontación entre americanos que “defendían a Fernando VII y el Imperio español, y americanos que luchaban por implantar la república y la
Espinosa Prieto, José María (1796-1883)Batalla de BoyacáCa. 1840Pintura (óleo / tela)Reg. TR 02
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independencia” (Gutiérrez 2019, 24). ¿Pero quiénes eran los americanos? ¿Y cómo fueron establecidos esos ejércitos?
La conformación del ejército realista de Costa Firme o Ejército Pacificador, que estuvo dirigido por Pablo Morillo, incluyó alrededor de 10 000 hombres de varias regiones de España y de los territorios hispanoamericanos. De igual forma, los ejércitos independentistas, comandados principalmente por Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, fueron conformados por miles de personas provenientes de diversos lugares de las antiguas Provincias Unidas de Nueva Granada, disueltas en 1816. A ellos se sumaron los patriotas convencidos de la instauración de la república que se habían escondido en los llanos del Casanare o refugiado en las Antillas, Estados Unidos, Inglaterra y en otros países de Europa. Ambos ejércitos contaron con una población múltiple de origen local y extranjera, comandada por un sinnúmero de grandes hombres de guerra.
Los relatos de las gestas de Independencia han estado fuertemente centrados en los próceres y sus hazañas, y aunque estos fueron personajes de singular relevancia, contaron con un inmenso apoyo de diversos grupos de la población. Claramente, los ideales de libertad e independencia motivaron esa gran diversidad de personas a trabajar con sus líderes en la creación de la república. Los procesos y grupos sociales no pueden dejar de ser considerados como las dos caras de una misma moneda. Juntos jalonaron el cambio social y político que las guerras de independencia demandaban. Pero el estudio de la diversidad cultural y social de esas poblaciones exige reflexionar sobre otros factores, más allá de la imperiosa defensa de la independencia y la libertad que cohesionaron y pusieron a funcionar de forma unánime a todas esas personas.
Como lo advierten Paulo Forero (1971) y Daniel Gutiérrez Ardila (2019), es necesario ver los referentes históricos desde una perspectiva nueva, por eso es necesario construir narrativas históricas que vayan más allá de las batallas, los grandes generales y sus lugartenientes. No obstante, es la misma documentación de las grandes batallas y de la formación de ejércitos lo que ha permitido llegar más lejos en la construcción de nuevos relatos históricos. Así pues, este ejercicio comienza por ver las grandes batallas de otra manera. No hay duda de que las batallas del Pantano de Vargas y del Puente de Boyacá resumen los hechos que llevaron a la victoria militar de los patriotas. Estas dos batallas sellaron militarmente un programa ideológico en búsqueda de la libertad política, social y económica.
En esas confrontaciones bélicas participaron en ambos bandos muchas personas con una gran variedad de características culturales y sociales. Del lado español tan solo hay que ver la lista del 11 de octubre de 1819, con los nombres y la ascendencia de los treinta y ocho prisioneros del
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Puente de Boyacá, que fueron fusilados ese mismo día por orden del
general Santander. De ellos, veinticinco eran españoles, y también hubo un
panameño, un cartagenero, un guayanés, un quiteño, un puertorriqueño, un
tunjano, un neivano, un cartagüeño y cinco venezolanos (Rodríguez y Lee
1970, 272). Otros tantos patriotas, que formaron las tropas de esta y otras
batallas, también provenían de lugares diversos y remotos.
La república se forjó con el esfuerzo y la vida de muchas personas y,
por esta razón, el estudio de los procesos sociales y culturales que
intervinieron en su formación no se puede centrar exclusivamente en
los héroes y sus logros, puesto que el examen de cualquier proceso
social que se realiza considerando tan solo a ciertos agentes resulta
bastante aislado e incompleto. Así pues, la investigación sobre los
grupos sociales de base que quedaron detrás de esos grandes personajes
complementa sustancialmente el panorama de las dinámicas sociales de la
Independencia. Los estudios sobre los grupos al margen de la historia ayudan
a dimensionar el legado que estos dejaron en la construcción social, cultural
y política de nuestra nación como Estado republicano hasta hoy día.
Dichos estudios han adquirido especial relevancia de un tiempo para
acá (Acosta 1954, Brown 2004, 2010, Brown y Roa 2005, Cuervo 1938,
Exposición temporal: 1819, un año significativoMuseo Nacional de Colombia, 2019Fotografía de Sandra Vargas Jara
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Del Castillo 2018, Deas 1996, Earle 2014, Echeverri 2018, Forero 1971, Hasbrouck 1928, Helg 2000, 2011, 2018, Lambert 1983, Lasso 2013, Lozano 1980, Montaña 1989, Prieto 1917, Rausch 1984, Riaño 1969, Rodríguez y Borrero 2014, Thibaud 2003, Van der Veen 2018, entre otros). ¡Para la muestra un botón! En julio de 2019, el Museo Nacional de Colombia inauguró la exposición temporal 1819, un año significativo, en la que se visibilizaron y homenajearon varios sectores de la población que facilitaron a los americanos la independencia definitiva frente a la monarquía española. En esta exposición se destacó a un conjunto de personas formado por artesanos, mujeres, memorialistas, comerciantes, indígenas, funcionarios, religiosos, extranjeros, esclavizados y, por supuesto, militares, en cuanto que forjadores de la independencia nacional.
Recordar a los olvidados ha sido menester de la justicia académica con los arquitectos de la historia. Sin embargo, para entender la naturaleza de la participación de esos constructores en los sucesos históricos, es necesario desglosar su composición social, con el fin de entender las características de su participación en las gestas de Independencia. Pero si se observan los diferentes grupos sociales mencionados arriba, puede sostenerse que no eran enteramente homogéneos. Cada colectivo se caracterizaba por su propia heterogeneidad interna. Por ejemplo, las mujeres momposinas de la Costa Caribe se diferenciaron de las mujeres del altiplano y estas, a su vez, se distinguieron de las mujeres de los llanos orientales. Lo mismo se puede expresar sobre los grupos indígenas de la gran región del Orinoco, que se diferenciaban entre ellos, así como también entre los grupos andinos o los de la Costa Caribe. Las poblaciones de origen africano tampoco fueron un conjunto homogéneo, pues los esclavizados no solo provenían de diferentes grupos culturales de África, sino que desarrollaron idiosincrasias locales, dadas las condiciones económicas y políticas de las regiones. Del mismo modo, los militares no solo se diferenciaban por rangos y cargos, sino por su condición social y su proveniencia como extranjeros o locales.
Tropas, emigración e identidad: demografía y sociedadLa guerra fue un acontecimiento que dio lugar a procesos de constante interacción social y favoreció la configuración de nuevas identidades. Horacio Rodríguez y Alberto Lee mencionan que en los campamentos de los ejércitos se daban actividades de esparcimiento. En los episodios de reclutamiento, se oficiaban misas (Rodríguez y Lee 1970, 251), seguramente para apaciguar las angustias y reconciliarse con el espíritu. Del mismo modo, se llevaban a cabo juegos a escondidas y carreras de caballos que fueron prohibidas en varios pueblos (Rodríguez y Lee 1970, 108). Estos eventos lúdicos y de distracción fueron aprovechados por algunos combatientes para desertar (Rodríguez y Lee 1970, 254). La interacción permanente entre distintos grupos, que estaban acantonados y residiendo
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en cercanía, fue un factor determinante en las configuraciones de
identidades. La socialización permanente entre esas colectividades derivó
en el aprendizaje de nuevas ideas y maneras de concebir la sociedad, la
cultura y el mundo de aquel tiempo.
Tan solo imaginemos un día de descanso en uno de los batallones del
Casanare en donde se encontraban los lanceros araucanos o casanareños,
los Húsares Rojos o legionarios ingleses y un grupo de guerreros indios
betoyes. También podríamos recrear la vida en un batallón patriota en
el que había vaqueros llaneros, indios guahibos, escoceses, irlandeses,
ingleses, pardos, mulatos, zambos y esclavizados. Las diferencias
lingüísticas, religiosas, culturales y sociales en general implicaron formas de
comunicación efectiva y de aprendizaje social y cultural que debieron estar
por encima del papel que jugaron los líderes de cada uno de esos grupos.
Ese aprendizaje con el tiempo debió derivar en nuevas concepciones
culturales, así como en comportamientos que hoy en día seguramente
están anclados en nuestra idiosincrasia o nuestra “colombianidad”, si es
factible denotar verídicamente esto (Knight 2000).
Otro ejemplo de esta situación fue la movilización y disposición de tropas
desde el Apure en Venezuela hasta las regiones de Achaguas y Riohacha
en 1820. En esas provincias del norte, en los actuales departamentos de la
Guajira y Cesar, se acantonaron ejércitos compuestos por lanceros llaneros
Santa María Hurtado, Andrés de (1860-1945)Los llanerosCa. 1910Pintura (óleo / lienzo)Reg. 5826
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del batallón Rifles y los Húsares de la Guardia, ambos comandados por el coronel José María Carreño; hubo Lanceros irlandeses al mando de Francisco Burdett O’Connor; estuvieron presentes legionarios ingleses, infantes de marina y corsarios europeos de Los Cayos y otras islas; esas tropas también incluyeron un piquete de caballería e infantería de lanceros venezolanos al mando del coronel Mariano Montilla. De igual modo, la presencia de integrantes de clanes wayúu y esclavizados de la Costa Caribe también ha sido documentada. Todos pelearon contra las huestes españolas, las cuales estuvieron compuestas por venezolanos, españoles, antillanos y los indios guerrilleros o “goagiros” al mando del indio Miguel José Gómez (Lecuna 1950b, 402-406, 457; 1950c, 4).
Las descripciones de los ejércitos que participaron en la batalla de Carabobo el 24 de junio de 1821 es otra muestran de la confluencia de diversas poblaciones. En ella combatieron criollos, indios, esclavizados, extranjeros y mestizos de todos los tipos. Los casi 6400 combatientes (Lecuna 1950c, 47-70) hacían parte del batallón de Apure de Páez, de la caballería del Alto Llano de Caracas al mando de Rondón, de los lanceros de caballería al mando de Laurencio Silva (quien además partió de Apure y combatió hasta Ayacucho), de la Legión Británica compuesta por las tropas de English y Elsom, todas al mando de Blosset, y de grupos de esclavizados al mando de quienes fueran sus amos, entre otros (Páez 1916, Torrente 1830).
Durante las campañas de movilización, los ejércitos iban incorporando lugareños de origen campesino y urbano. Parte del ejército realista de Barreiro contaba en sus filas con legiones de “patianos” o descendientes de africanos provenientes de la cuenca hidrográfica del río Patía, quienes, por lo demás, tenían fama entre sus superiores de desordenados por ser grandes adeptos a la bebida (Gutiérrez 2019, 24; Rodríguez y Lee 1970, 111-112). Los patianos formaron las guerrillas del Patía, que actuaron fundamentalmente en las ciudades de Pasto y Popayán, así como también en regiones circunvecinas y por supuesto en el valle del Patía en la región pacifica de la provincia de Popayán de la Nueva Granada. Las guerrillas patianas, comandadas por Antonio Tenorio, fueron famosas por actuar a favor de la causa española y por la ocupación breve de la ciudad de Popayán, en donde causaron estragos e incendiaron casas. Así mismo, se ha comentado sobre su presencia en las tropas de Zipaquirá y otros pueblos del altiplano central (Friede 1969, 12-20; Rodríguez y Lee 1970, 59-61).
Muchos de los actores que participaron en las batallas y los procesos sociales de independencia estaban acostumbrados a disfrutar de cierta libertad, en parte otorgada por la conquista de la autonomía en julio de 1810, con la creación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada (Cundinamarca, Antioquía, Cartagena, Casanare, Pamplona, Popayán y Tunja, Socorro, Neiva y Chocó), que se regían por sus propias juntas
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de gobierno. A partir de 1815 esta situación cambió bruscamente con la
entrada del Ejercito Pacificador. Esta sería una razón de más para que
después de esta fecha muchos defendieran tal estatus de las provincias.
Sin embargo, a la guerra no van todos alegremente a perder la vida;
por esto, la formación de ejércitos requirió de grandes estrategias de
publicidad. El reclutamiento de hombres para formar las huestes de guerra
estuvo centrado en la propaganda política que exaltaba ideales como el
honor guerrero y en las promesas de progreso económico y social. Estas
estrategias propagandísticas buscaban fortalecer la difusión de las ideas
defendidas por los líderes de los ejércitos y la adhesión tanto a la causa
monárquica como a la independentista, puesto que del lado español el
reclutamiento se vio fuertemente afectado por el estado de las maltratadas
finanzas de la Corona española, del mismo modo que el bando republicano
veía mermadas sus fuerzas por la escasez de recursos. Esos discursos
difundieron, ni más ni menos, que la adhesión o a la tradición o al progreso
y aunque en la guerra se puede perder la vida fácilmente, razón por la cual
los desertores fueron muchos, bajo las circunstancias políticas no fueron
pocos quienes se adhirieron a uno u otro ideal.
Con base en lo anterior surge una serie de preguntas: ¿qué hizo que
personas, pueblos étnicos y grupos sociales tan diversos pudieran
articularse en el gran objetivo de la independencia? ¿Por qué miembros
de culturas diametralmente opuestas decidieron actuar en conjunto? ¿Fue
tan solo la idea de la independencia la que motivo a las personas en la
búsqueda de la autonomía política y las libertades civiles? ¿Fue suficiente
su deseo de libertad para que se unieran en la batalla? Como hemos visto,
la libertad y la independencia fueron aspectos de suma relevancia. Pero las
diferentes colectividades (reunidas en ejércitos o en grupos de ayuda para
ellos) que buscaban la autonomía política y las libertades civiles (conquista
y ejercicio de los derechos ciudadanos) se involucraron en su búsqueda y
su lucha de maneras diversas; en las guerras de independencia se vieron
involucradas “regiones, pueblos, clases, grupos étnicos e individuos
[que] con frecuencia cambiaban de bando de acuerdo con alguna ventaja
percibida por la circunstancia política” (Brown y Roa 2005, 23).
Las guerras de independencia también representaron para diversos
sectores sociales un medio para resistir y adaptarse a los nuevos
escenarios políticos. La situación interna de muchas regiones se vio
favorecida por los procesos sociales a gran escala. La independencia
representaba la conquista de espacios sociales, políticos y económicos.
Así, los ideales republicanos impulsaron los derechos fundamentales de las
personas y el acceso a la propiedad privada de todos los ciudadanos bajo
una forma de gobierno representativa y liberal (Helg 2000, 230). Más allá
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de la participación militar, todas esas personas dejaron un legado y una impronta social en la naciente República de Colombia, por fuera de las batallas.
El 19 de mayo de 1815 estando en Kingston, Jamaica, el general Simón Bolívar escribió al comerciante Maxwell Hyslop que “la opinión de la América no está aún bien fijada, y aunque los seres que piensan son todos, todos, independientes, la masa general ignora todavía sus derechos y desconoce sus intereses” (Lecuna 1939, 150 y 153; 1950a, 401). Claramente, las palabras del Libertador estaban justificadas ante la necesidad del apoyo inglés en el proceso de liberación de América. De igual forma, Bolívar requería manifestar de manera vehemente su
Desconocido (-)Policarpa Salavarrieta
Ca. 1900Pintura (óleo / tela)
Reg. 3811
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liderazgo en los conflictos por la independencia, como emancipador de los pueblos. Pero los hechos fueron contrarios a sus afirmaciones. La enérgica participación de los diferentes sectores sociales en las gestas de Independencia evidencia que tuvieron claro su papel político y social en el conflicto contra la monarquía de España, ya sea por haber participado en la lucha directa en los campos de batalla, o por el apoyo indirecto al proceso de independencia.
Las poblaciones locales facilitaron a los ejércitos patriotas y republicanos ropa, cobijas, comida y animales de corral para alimentar a los oficiales y soldados, caballos para el combate y hombres para las tropas. Varias mujeres fungieron como espías dentro de las tropas realistas, al hacerse pasar por vendedoras de pan y víveres. Ellas comunicaron los movimientos de las tropas y sus tácticas de despliegue, incluyendo las del mismo Barreiro el 7 de agosto de 1819 (Forero 1971). No fueron pocas las mujeres que participaron en las batallas vestidas de hombres o que se encargaron de recoger los cadáveres de sus esposos, a quienes “llevaron de uno en uno al cementerio a sepultarlos” (Rodríguez y Borrero 2014, 80). La participación de las mujeres fue un ejemplo claro de un grupo poblacional con intereses claros en la conquista de la independencia.
Además, las luchas de varios sectores de la población no estuvieron motivadas tan solo por su independencia y libertad. El derecho por integrase, de manera formal y equitativa, en la nueva sociedad y su sistema político y económico fue un factor de gran importancia. El número de personas que, por su situación social, política, económica, étnica y racial, se encontraban en condición de inferioridad avivó la llama de la revolución. Los esclavizados, las mujeres y los indios, entre otros sectores campesinos y urbanos de la sociedad de aquel momento, pelearon para cambiar su condición como sujetos segregados dentro del sistema colonial. Todos ellos forjaron las bases de una sociedad con un nuevo “carácter”, si se me permite llamarlo de esta forma. La interacción social entre todos estos sujetos sociales sentó las bases de una nación que años más tarde vería nacer nuevas colectividades e identidades culturales.
Al margen de los campos de batalla se dieron otros fenómenos sociales y demográficos. Las emigraciones de pueblos enteros, movilizados a lo largo de extensos territorios de los llanos de Venezuela y la Nueva Granada, no fueron menos importantes en la configuración poblacional de la nueva república. A comienzos de la vigorosa campaña de 1814 se dieron emigraciones en varios puntos de Venezuela. Niños, mujeres y hombres, habitantes del campo, de pequeños caseríos, pueblos y ciudades como Caracas, emigraron escoltados por las tropas libertadoras para evitar la ocupación constante de sus lugares de residencia por parte de los realistas y para que no fueran objeto de asesinatos en masa y violaciones.
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Las emigraciones se dieron por etapas sucesivas. En Venezuela partieron del bajo hacia el alto Apure; desde aquí continuaron hacia los valles de Aragua y Tuy, y luego pasaron a Caracas. Posteriormente, se expandieron a las regiones de Oriente. A comienzos de 1814, tan solo en Caracas emigraron “20 000 almas a través de selvas y montañas, por escabrosas veredas, sin caballerías, sin víveres, en la estación lluviosa, a la merced de Dios” (Lecuna 1950a, 293). En esas grandes migraciones “Huían no solo los patriotas comprometidos y personas distinguidas, sino muchas de todas las clases sociales, sin distinción de raza, pues en todas se cebaban los sicarios del tirano” (Lecuna 1950a, 295).
En Cartagena, el 5 de diciembre de 1815, “2000 personas de todas las edades y sexos, animadas por el arrogante valor de Bermúdez, abandonaron la plaza en 13 buques, 7 de ellos de guerra, después de alejar de la bahía la escuadrilla de cañoneras españolas” (Lecuna 1950a, 409). Desde finales de 1815 e inicios de 1816 comenzaron las emigraciones de otros miles de mujeres, niños y hombres de la Nueva Granada hacia el bajo y el alto Apure. Queriendo ampararse de las atrocidades y la dura opresión de Morillo, muchas personas y tropas patriotas, entre quienes se encontraba José Antonio Páez, se juntaron en la villa de Arauca en el alto Apure, constituyeron un Gobierno y nombraron un jefe de armas (Lecuna 1950a, 223-254, 286, 293-297, 407-410, 485).
Sectores enteros de la población residentes de las provincias de Caracas, Barinas y Cumaná en Venezuela sufrieron desplazamientos durante 1814. Las poblaciones de Cartagena en la Nueva Granada que emigraron en masa entre los años 1815-1816, surcando los mares del Caribe, para resguardarse y establecerse en Haití, Jamaica, Curazao, Bonaire, Barbados y otros lugares de las Antillas son otro ejemplo del fenómeno que venimos mencionando. En esa regiones, así como en las islas, no era raro encontrar “hijos sin saber de sus padres, o padres ignorantes de la suerte de sus hijos” (Lecuna 1950a, 395). Paralelo a la movilización de poblaciones, se dio el desplazamiento de soldados por vastos territorios. La fascinante historia de Pedro Torneros, peleador constante desde Venezuela hasta el Puente de Boyacá, y la de Laurencio Silva, quien salió desde los llanos del bajo Apure y llegó combatiendo hasta Ayacucho, son tan solo un par de muchas.
Factores demográficos como la diversa composición de los ejércitos independentista o Ejército Libertador de la Nueva Granada y del Imperio español de Costa Firme, las emigraciones y la permanencia de los grupos sociales en las regiones que participaron directa o indirectamente en la guerra generaron un alto impacto en la creación de nuevas identidades culturales. La conformación de las tropas, en particular la de los independentistas que contaba con reclutas de todas las raigambres, condiciones sociales y ascendencia étnica y cultural, y su traspaso de unos
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lugares a otros muy distantes, desde 1815 contribuyeron a la configuración
de nuevos perfiles poblaciones en las antiguas colonias hispanoamericanas.
La Independencia fue un crisol de procesos sociales en el que se moldearon
rasgos religiosos, ideológicos, políticos y raciales que hoy por hoy
caracterizan la gran diversidad local y regional que componen la República
de Colombia.
Comentarios finalesPara finalizar, podemos indicar otra pregunta: ¿cuáles han sido los procesos
sociales e históricos que están detrás de nuestra alta diversidad cultural,
étnica y social? Singularmente, en nuestro territorio estos procesos han
tenido grandes hitos. Nadie pone en duda que la llegada de los españoles
al territorio americano fue uno de ellos; el arribo posterior de esclavizados
marcó otro gran hito en estos procesos. Pero hemos perdido de vista las
campañas militares de independencia de los territorios americanos, las
cuales comenzaron en 1810, cuando se crearon las Provincias Unidas de
la Nueva Granada; se postergaron a 1816, cuando esta entidad política se
disolvió, y culminaron en 1819, cuando las batallas del Pantano de Vargas y
Boyacá sellaron la liberación definitiva, por lo menos de forma militar, de la
Nueva Granada y Venezuela.
Esos años marcaron un gran hito no solo en términos militares, sociales,
políticos e ideológicos, también lo hicieron en aspectos demográficos,
étnicos y culturales. En este texto no he pretendido dar cuenta
exhaustivamente de la estructura y la composición de esos nuevos
Cañarete, J. W. (1868-1967)Batalla de Boyacá6.1919Pintura (óleo / tela)Reg. 522
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
conjuntos sociales y sus identidades, pues no es posible encontrar información suficiente sobre tales aspectos para hacer una etnohistoria detallada. Muchos de los documentos de aquel entonces claramente centraron su visión en hechos épicos y personajes civiles y militares notables. Por esta razón, es muy poco lo que puede evidenciarse, a partir de estas fuentes, sobre el contexto social, natural, étnico y cultural de las regiones y los grupos alrededor de las campañas militares. Definitivamente hay que seguir investigando, pero, por el momento, basta con exponer brevemente el contexto general de nuestros personajes olvidados.
Si apelamos nuevamente a la imaginación, habría sido fascinante observar un espacio de interacción entre los diferentes grupos que participaron en las luchas por la independencia. Los batallones eran pequeñas babilonias, en donde confluyó una alta diversidad lingüística, social, cultural y étnica. En ellos se escuchaban varias lenguas (las caribes con sus respectivos dialectos; lenguas de origen africano; variedades del español; el inglés y sus variaciones habladas por escoceses, irlandeses y británicos; el gaélico irlandés y el escoces; idiomas creoles y francés, entre otras). Se profesaban, aunque a escondidas, varias costumbres religiosas (de origen musulmán, ioruba o candomble, protestantismo y catolicismo, y las cosmogonías indígenas del cuerpo y el alma). Deambulaban varios tipos de filosofía de vida y cosmovisión (sobre el individuo y su lugar en el universo y la sociedad; la familia, el linaje, el clan y las relaciones de parentesco; la sociedad, sus artesanos y especialistas; el sistema social y sus jerarquías; la estructura económica y política del pueblo, el cacicazgo y la tribu; y ni qué decir del desarrollo de las tradiciones culturales y las relaciones sociales en sí mismas). Finalmente, todos los soldados asumían sus relaciones sociales con base en rangos y jerarquías.
La socialización entre personas y grupos diversos dio como resultado un innumerable corpus de nuevas tradiciones a lo largo del país y enriqueció otras preexistentes. La celebración de festividades y carnavales es un maravilloso ejemplo de estas dos facetas. La fiesta de Corpus Christi en Atánquez es un vivo reflejo de esto. En ese pueblo, durante el mes de junio, conjuntos de danzantes que representan a los negros y negritas de Palenque, los diablos y los pájaros o cucambas se mueven a través de emblemáticos lugares donde se realizan rituales y pagamentos, celebrando por la custodia, las tradiciones y la vida. El Corpus Christi que como fenómeno que denota equilibrios inestables entre historias diversas “es muchos y uno a la vez” (Morales 2000, 21), tal como lo fue la revolución por la independencia y la libertad. ¡Una lucha y una historia que fueron muchas luchas y muchas historias a la vez!
Sobre las características sociales de las diferentes poblaciones de Venezuela y la Nueva Granada a finales del siglo xviii y comienzos del
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siglo xix, Vicente Lecuna escribió: “Pero había algo característico [en esa
época,] causa de dudas e inquietud. La composición étnica del pueblo daba
un carácter especial al conjunto e infundía temores respecto al choque
eventual de las razas en una revolución” (Lecuna 1950a, x). Seguramente,
para muchos líderes de la independencia el choque entre pueblos representó
una gran preocupación. Contrario a lo esperado, los hechos de las gestas de
Independencia han corroborado que, en términos generales, la riqueza de la
composición étnica de los pueblos de Venezuela y la Nueva Granada aseguró
el camino hacia la liberación definitiva del territorio americano.
Ya hemos visto cómo las batallas de independencia que se libraron en
los territorios de los actuales países de Colombia y Venezuela no se
habrían podido mantener sin la participación de legionarios europeos,
afrodescendientes extranjeros y locales, indígenas, criollos y llaneros,
corsarios, músicos, y los enfermeros y cirujanos de los regimientos. Ni
qué decir de las mujeres, los artesanos, los comerciantes, entre otros, que
sin estar en el frente de batalla afectaron directamente los procesos de
independencia.
Según Daniel Castro, tras analizar un acontecimiento histórico,
las respuestas son variadas y corren el riesgo de ser esquemáticas, pues
con ese paso del tiempo podemos quedarnos con una narración limitada,
pues se pierden de vista los matices de todos y cada uno de los elementos
que intervinieron para que esos hechos del pasado se convirtieran en
aspectos relevantes. Y más aún si ellos condujeron a darle forma a una
nueva nación. (2019)
Este texto quiere ser sugestivo y divulgativo. No pretende ser exhaustivo,
en la medida en que no expone un estado del arte sobre el tema planteado,
si esto fuera posible. Más bien, quiere proponer nuevas rutas de acceso a
la información documental de dicho periodo de nuestra historia, así como
sugerir nuevas preguntar sobre él, desde la investigación antropológica de
sucesos relevantes para la historia de Colombia. Bajo estas reglas
de juego, este texto ha querido mostrar cómo los perfiles poblacionales de
los grupos que conformaron los ejércitos independentistas ayudaron a
reconfigurar la enorme diversidad poblacional que se observa hoy día
en Colombia. Así mismo, se ha querido resaltar que la diversidad de
las poblaciones que intervinieron en las dinámicas de la Independencia
constituyó un factor de singular relevancia en la creación de nuevos perfiles
demográficos e identidades culturales y étnicas. Las bases demográficas
e identitarias que posee actualmente nuestro país reposan, en gran
medida, en las batallas de independencia. Gente e identidad constituyen
los dos grandes pilares en los que descansa la nación que se ha venido
construyendo desde estas épocas. Además, estos representan dos campos
92
d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
maravillosos para crear nuevas narrativas sobre ese pasado, no tan lejano,
que está escondido en nuestro presente.
Con respecto al porvenir de su patria, Bolívar expresaba que la Nueva
Granada y Venezuela se unirían de forma muy resuelta, en las gestas
libertadoras e independentistas, en una sola república que se llamaría
Colombia, en honor a Colón, el descubridor del nuevo continente de las
Américas. A lo cual agrego que “Es muy posible que la Nueva Granada no
convenga en un Gobierno central, entonces formará por sí sola un Estado
que si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todo género”
(Lecuna 1939, 200, el subrayado es mío). ¡Y sí! En esto acertó plenamente
el Libertador. En Colombia subsistimos hasta el día de hoy. Lo hacemos
desde aquel 17 de diciembre de 1819, en que la república fuera establecida
políticamente en el Congreso de Angostura. Subsistimos gracias a que
uno de los inconmensurables recursos con que esta nación cuenta es
su diversidad étnica y cultural, política y social. Esta diversidad está
resguardada como uno de nuestros estratos profundos, sepultado en 1810
y los años posteriores de las luchas por la independencia y libertad. Luchas
cuyo anclaje permiten que hoy día sigamos resguardando el derecho a la
diferencia.
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curaduría de etnografía
Dos siglos de vida callejera en Bogotá1
Rayiv Torres SánchezInvestigador de la Curaduría de Etnografía del Museo Nacional de Colombia
Andrés Góngora SierraCoordinador de la Curaduría de Etnografía del Museo Nacional de Colombia.
ResumenDurante los últimos siglos han tenido lugar distintas formas de gobierno
sobre la población que habita y circula por las calles de Bogotá. Desde
finales de la era colonial la pobreza y la discriminación por clase, género y
raza han tomado formas específicas que reflejan la manera como se ejerce
el poder y se administra la vida pública. Conductas como la vagancia, el
juego, el libertinaje y el consumo de drogas pueriles fueron reprimidas y
perseguidas. En la naciente república del siglo xix, el control del Estado
y la vigilancia de las prácticas consideradas marginales en los espacios
urbanos consolidaron territorios de exclusión y, al mismo tiempo, campos
de resistencia. En el siglo xx, la progresiva instauración de políticas
gubernamentales, basadas en racionalidades biomédicas, dispositivos
de seguridad y proyectos de desarrollo urbano, jugó un papel decisivo
en la conformación de la nueva vida en república. Tal proyecto de
gobierno repercutió en la configuración de espacios marginalizados en
las grandes ciudades del país, caracterizados por el uso y comercio de
drogas, la exclusión social y el deterioro arquitectónico. A 200 años de
la independencia de Colombia, se ponen en evidencia varios interrogantes
acerca de la historia de las prohibiciones, el gobierno político de los hombres,
las contradicciones del capitalismo y el derecho a habitar y construir ciudad.
Palabras clavegubernamentalidad, exclusión social, vida callejera, drogas, renovación
urbana.
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
Entre diciembre de 2018 y marzo de 2019, en el marco del proyecto de
renovación del Museo Nacional de Colombia, se abrieron al público las
salas Hacer sociedad y Ser territorio. En reuniones previas a la apertura de
estos espacios, las curadurías y el equipo educativo del Museo realizaron
varias jornadas para conversar sobre los temas y objetos que componen las
nuevas exhibiciones permanentes. En dicha ocasión, se decidió que la mejor
manera de estudiar los contenidos y las asociaciones entre las más de
1800 piezas curadas era abrir espacios para conversar con los visitantes
sobre las exposiciones, dándole así un giro a los convencionales cursos
de formación. El propósito de esta iniciativa es hacer del museo un ágora,
un lugar donde puedan convivir las diferentes experiencias y visiones de
mundo que componen el paisaje plural de la nación colombiana. Este
artículo busca contribuir a la construcción de procesos de mediación,
aprendizaje y lectura crítica del ambicioso proyecto museológico que
comprehende la renovación de las narrativas del Museo Nacional. Para
esto, describiremos una serie de procesos que ha tenido lugar en el centro
histórico de la ciudad de Bogotá desde inicios del siglo xix, siguiéndole
el rastro a ciertos actores, para entender aquello que en los guiones
curatoriales denominamos sociabilidades contemporáneas. Dichos actores
estuvieron excluidos del relato de construcción de nación, ya sea por su
carácter subalterno o porque se hallaron ocultos tras el espeso velo de
tipologías sociológicas. Nos referiremos en particular a: i. los habitantes de
calle, categoría útil para describir la experiencia de circular, vivir y habitar
la calle; ii. las prohibiciones, comprendidas como arreglos sociosanitarios
diseñados para controlar las relaciones entre seres humanos y agentes
farmacológicos; y iii. el espacio urbano marginalizado, enfatizando su agencia,
es decir, su participación activa en la configuración de dispositivos de
gestión poblacional.
A partir de una lectura genealógica y socioantropológica, este texto
describe, en diálogo con las colecciones del Museo, los procesos de
subjetivación y exclusión social de las personas que han habitado las calles
del centro de Bogotá, las regulaciones formales y consuetudinarias de las
sustancias declaradas ilícitas y la transformación y agencia de los espacios
urbanos, entendidos como dispositivos de gobierno y superficies de
inscripción de la memoria y la historia. Para esto, tomaremos como unidad
de análisis la actual localidad de Los Mártires, emplazada en el centro de
Bogotá. En términos generales, nos referiremos a un proceso histórico y
social que tomó forma en el siglo xix, con la transformación de la Huerta de
Jaime en la Plaza de Los Mártires (topónimos que dan cuenta del paso del
sistema de dominación colonial al Gobierno republicano) y que se cristalizó
durante el xx, merced a las transformaciones institucionales, económicas,
urbanísticas y demográficas de la capital de Colombia.
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El artículo busca desarrollar tres objetivos. En primer lugar, explicar cómo desde finales del siglo xviii la pobreza y la exclusión por clase, género y raza pueden ser entendidas a la luz de las técnicas y tecnologías (Foucault 2007; Castro Gómez 2010) desarrolladas por la administración pública para gobernar la vida social. Se argumenta que las relaciones que la naciente república del siglo xix estableció con los habitantes y espacios marginales (relaciones que venían configurándose desde el final de la era colonial) se centraron, cada vez más, en el control soberano del territorio y en la vigilancia de comportamientos que transgredían los cánones modernos de la vida urbana. Prácticas como la vagancia y el consumo de aguardiente y chicha fueron duramente perseguidas, aunque nunca se logró su erradicación total. Mostraremos también cómo la primacía de lo legal secular y la moral (todavía religiosa hasta bien entrado el siglo xx) jugó un papel decisivo en la conformación del orden de la nueva vida en la república y de una sociedad civil con derechos políticos limitados.
En segundo lugar, intentaremos describir cómo los conflictos del siglo xix, la disputa por el poder político durante la primera mitad del siglo xx y la violencia en los campos originaron flujos migratorios que forzaron a los habitantes de diversas zonas del país a buscar refugio en las ciudades. En el caso de Bogotá, los desplazados se encontraron con los vecindarios limítrofes de las calles capitalinas, muchas de ellas sin infraestructura ni condiciones para la vivienda o para el cuidado de la salud. Huérfanos, ancianos, prostitutas, campesinos, mendigos y vendedores ambulantes dieron lugar a nuevas maneras de habitar en los márgenes de la ciudad, pero también mantuvieron lazos de convivencia, saberes tradicionales, rebusques y oficios muchas veces invisibles para la vida urbana común, separada, por lo general, de los lugares asociados al miedo y el estigma. Los habitantes de las periferias, como el barrio Santa Inés o San Victorino de Bogotá, a finales del siglo xix y comienzos del siglo xx, sufrieron las consecuencias de la transformación de los modos de producción que dieron lugar un nuevo tipo de miseria que puede ser definida como pobreza del capitalismo.
En tercer lugar, el artículo busca describir cómo, tras el fin de las violencias bipartidistas de mediados del siglo xx y la instauración de nuevos regímenes de gobierno, se implementaron políticas públicas relativas al proyecto de modernización, que incluyeron el control de la población marginal, según los planes de higiene y reordenamiento territorial de la ciudad durante el siglo xx. Desde la década de los años sesenta y setenta, se originaron estrategias alrededor de nuevos casos de seguridad concentradas en la lucha antidrogas, a partir de lo cual se formularon nuevas agendas para el ordenamiento del territorio. La razón de Estado, las agendas de aburguesamiento, la guerra-contra-las-drogas, la exclusión social y la violencia urbana profundizaron desigualdades e hicieron posible la
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
consolidación de grandes “ollas”2 a partir de la década de 1980, como la calle de El Cartucho y, posteriormente, en el siglo xxi, “La L” o calle del Bronx, sectores que concentraron buena parte del comercio y el consumo de sustancias ilícitas en la capital del país. Dichos territorios marginales y violentos operaron también como campos de resistencia y líneas de fuga que invitan a pensar, por un lado, en la manera en que opera el Estado en sus márgenes (Das y Poole 2006) y, por otro, en una noción de gobierno que supere los límites institucionalmente establecidos.
El problema de la vagancia Desde principios del siglo xviii, la vagancia, categoría que englobaba diferentes prácticas asociadas con la ausencia de trabajo, el juego, la ociosidad y los vicios, fue considerada sancionable por el orden colonial y el Gobierno de la ciudad de Santafé. La vagancia gozaba de un doble carácter: era considerada un vicio para la moral cristiana y un delito para el establecimiento jurídico dominante (Rodríguez 2015, 58). Sin embargo, ninguna de las medidas de gobierno fue eficiente para controlar la cantidad de vagos que aumentó durante los siglos xix y xx. Según las autoridades, el problema del vicio (es decir, de comportamientos contrarios a la virtud moral, que incluían el juego y el consumo de licor) alteraba significativamente el orden social. Sin embargo, y pese a las medidas de control, ambas actividades se arraigaron entre distintos sectores de la sociedad colonial.
En el siglo xviii, la chicha, el guarapo y el aguardiente destilado de forma ilegal eran bebidas mal vistas. No obstante, algunos sabios de la época ya expresaban su preocupación por la infructuosa prohibición de estas sustancias, considerando mejor llevar a cabo una estrategia de gobierno basada en la regulación, la optimización de usos medicinales y el cobro de impuestos:
Las irreprensibles distribuciones del aguardiente en los usos económicos,
médicos, cirujanos, farmacéuticos y dietéticos lo mucho que contribuya
el aumento de población que conocidamente crece de día en día en todas
las provincias de este Reino; y sobre todo lo mucho que influye en la
administración de rentas reales una bien reglada economía. Todo esto se
ignora, todo se confunde y solo se clama que el aguardiente es una bebida
pésima. (Mutis, 1771, cit. en Góngora 2013)
Desde finales del siglo xviii, con la caridad ilustrada, hubo propuestas de secularización de la asistencia social, matizada por las tendencias tradicionalistas que buscaban contener las aspiraciones autonomistas de las elites criollas y contener los levantamientos populares (Ramírez 2006, 23). En este sentido, se promovió la asociación entre la idea de progreso y la erradicación de la pobreza. En la naciente república aumentaron la vagancia
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Daniel Rodríguez (1914 - 2001)Monumento a los MártiresCa. 1940Museo de BogotáMdB17020
y la desocupación, merced a diferentes olas migratorias generadas por las guerras civiles de la segunda mitad del siglo xix. Paulatinamente, la pobreza pasó a ser concebida, a finales del siglo xix, como un problema social, más que un “designio divino”, como se entendía desde la era colonial. A finales de siglo, los diferentes conflictos por los que había atravesado el país suscitaron en el paisaje urbano “la presencia de millares de nuevos habitantes que presionaban por un terreno donde construir su vivienda y, una vez establecidos, buscaban hacerse a los servicios colectivos básicos” (Carrillo 1994, 131).
Quienes llegaron a las ciudades buscando refugio de la violencia se encontraron en los arrabales y tugurios con vagos, huérfanos y mendigos, hombres y mujeres que hoy llamaríamos habitantes de la calle. Con ello, las condiciones de vida urbana configuraron nuevos sistemas de vida o prácticas que escapaban a los dispositivos de control del naciente Gobierno republicano, los cuales estaban destinados a la regulación de las conductas moralmente ilícitas, tales como las medidas jurídicas y de policía para erradicar la vagancia.
En la vida urbana de Santafé a finales del siglo xix y principios del siglo xx surgieron nuevas formas de pobreza que convivieron con los modos
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
de vida de campesinos y habitantes honorables y notables. Artesanos y obreros de las incipientes industrias capitalistas frecuentaban las más de 700 chicherías (antes “tiendas de trato”), así como los diferentes “patios de barra”, lugares destinados al juego y que se solían asociar con la delincuencia, el desaseo y con ser morada de gentes sin oficio (Cifuentes 2018, 109). Al respecto, el trabajo de Milena Ortíz (2009) sobre mercados, tiendas y ventas ambulantes en la Bogotá decimonónica trae a colación una cita de Isaac Holton, viajero estadounidense que pasó por la ciudad en la década de 1850:
La mayoría de los clientes conversaba pasando de boca en boca las
totumas llenas de líquido turbio. Otros [se] abrían paso hasta el mostrador
para comprar un cuartillo de pan, chocolate, manteca o leña, y de ñapa les
daban un sorbo de chicha que sacaban de la tinaja, siempre destapada detrás
del mostrador. (Holton 1981[1856], cit. en Ortiz 2009, 9)
Auguste Le Moyne, (1800-ca. 1880) / José Manuel Groot
(1800-1878) - atribuidoTienda
Ca. 1835Acuarela (Acuarela /
Papel verjurado de fabricación industrial)
Reg. 549923,4 cm x 18,3 cm
Museo Nacional de Colombia
103
d o s s i g l o s d e v i d a c a l l e j e r a e n b o g o t á
Hubo también otros escenarios de alteraciones del orden público y moral,
como las tiendas de artesanos, establecidas desde la era colonial, en las
cuales eran comunes las riñas, el juego, los robos y las citas furtivas,
razones por las cuales siempre estuvieron en la mira de las autoridades
coloniales (Rodríguez 2015, 41). A mediados del siglo xix, para la policía era
“un hecho real que prácticamente todas las quejas de las gentes respecto a
toda suerte de anomalías y delitos estaban conectadas con las chicherías,
el juego y otras bebidas” (Fundación Misión Colombia 1988, 270). Aunque
no todos los consumidores de licor y jugadores eran vagabundos, estos
hábitos comenzaron a formar parte de la vida callejera y promovieron la
proliferación de alambiques caseros y lugares clandestinos para suplir la
demanda de alcohol. Tal fue el caso de las destilerías de aguardiente y de
las casas de juego (Cifuentes 2018). Así, el consumo de estas bebidas
alcohólicas y su asociación con la delincuencia ayudaron a configurar
un código de conductas prohibidas por las autoridades. A la larga, esta
interdicción se transformó en prácticas de hostigamiento contra ciertos
José Manuel Groot (1800-1878)Mesa de jugadores de naipe1863Pintura (Óleo / Tela)94,5 x 118,5 cmReg. 7371Museo Nacional de Colombia
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grupos poblacionales, principalmente indígenas y mestizos pobres que trasgredían la moral pública y afectaban los ideales de higiene, progreso y limpieza urbana.
A finales del siglo xix surgieron otros licores difíciles de regular, como el “pipo”, mezcla de aguardiente adulterado y gasolina (Cifuentes 2018, 109). Posteriormente, a inicios del siglo xx, la chicha fue desacreditada, difamada y luego prohibida (por antihigiénica), para asegurar el nicho comercial de la industria cervecera. Se constata así, en nuestro territorio, una lucha contra las drogas pueriles (Escohotado 2002), basada en argumentos de orden sanitario y moral y en el favorecimiento de las fábricas de licores y tabacaleras, así como de los nacientes laboratorios farmacéuticos.
De este modo, el juego y el consumo de ciertos licores en lugares específicos le otorgaron nuevos significados a la vagancia. Aunque el vago permaneció, nuevos sujetos, signados por las marcas de lo inmoral, lo patológico (el bobo o el loco) y lo ilegal, emergieron en las calles de Bogotá y, al mismo tiempo, se fueron transformando los ritmos y las maneras de habitar la ciudad y usufructuar el espacio público.
El paso de la administración colonial a la republicana significó una transformación en las formas de impartir justicia y controlar el territorio.
Deutsch Columbianische Brauerei G.m.b.H (1889-) /
DesconocidoFacsímil del portavaso
publicitario de la marca de cerveza La Pola, 1910
1996Impreso
(Tinta de impresión / Cartón)9 x 9 cm
Reg. 6595Museo Nacional de Colombia
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En 1891 se formalizó el cuerpo de policía nacional con sede en Bogotá para
encargarse de los “servicios de orden y seguridad” en la ciudad. Entre sus
funciones estaba la conservación de la tranquilidad social, la protección a
las personas y a las propiedades, el mantenimiento de la moralidad pública,
el aseo y el ornato, así como la prevención del delito, la persecución de
los delincuentes y “el control del orden en calles, plazas, parques, paseos,
teatros y demás espectáculos”3. De esta manera, se fue instaurando una
regulación de las conductas para asegurar un orden moral y normativo,
que se impuso sobre, aunque no eliminó, la tecnología de gobierno colonial
de asignación de oficios. La ciudad comenzaba a transformarse al ritmo de
la economía de mercado, modificando sus calles con vitrinas para ofertar
mercancía (el excedente no vital en estantería), a diferencia del sistema
colonial de la necesidad y la demanda vital al tendero. En 1870 se creó el
Banco de Bogotá y en 1923 el Banco de la República, con el fin de establecer
entes de regulación de la economía monetaria y del mercado. Así mismo,
nuevas oficinas de empresarios y abogados se instalaron en el centro de
Bogotá, principalmente en la calle 12 entre carreras 8ª y 9ª. Esto aceleró la
segmentación del espacio público y el uso restringido de las calles, lo que
generó nuevas necesidades de seguridad ante la proliferación del hurto,
la ladronería y los peligros urbanos. La construcción vertical, las fachadas,
Ricardo Moros Urbina (1865-1942)Banco de Bogotá en la calle de Florián6.1893Grabado (Tinta / Papel)Ing. 706116,9 cm x 24 cmMuseo Nacional de Colombia
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los bulevares de la modernidad metropolitana y los pasajes de la incipiente
burguesía que compraba en los almacenes de distinción de las carreras 8ª
y 9ª, como el Pasaje Hernández y el Pasaje Rivas, sirvieron para asegurar
las primeras diferencias de clase en el uso del espacio público, aquel que,
hasta bien entrado el siglo xix, era esencialmente una suma de parroquias.
Algunos censos de comienzos del siglo xix evidencian que las mujeres
habitantes de calle ocupaban cifras significativas. Según el conteo de
1801, de los 424 vagos y forasteros encontrados en la ciudad, 279 eran
mujeres, es decir, un 66,3 %, y 142 hombres, o sea, un 33,7 % (Ojeda 2011,
112, cit. en Cifuentes 2015, 114). Sin embargo, los censos del siglo xix no
discriminaron cualitativamente ninguna de las formas de habitar y vivir de
la calle, tal y como lo hizo la estadística distrital del siglo xx. Se sabe, sin
embargo, que las mujeres que no vivían en la calle pero que trabajaban
como vivanderas o como prostitutas incrementaban las cifras de lo que
era considerado vagancia. Posteriormente, durante la segunda mitad del
siglo xx uno de los principales lugares de trabajo sexual fue la plazoleta de
Los Mártires.
Desde la época colonial, las mujeres que trabajaban en la calle o que
vagaban estaban en una posición inferior social y moralmente, en
comparación con aquellas que optaban por el matrimonio o la vida
religiosa. En 1661, el rey Felipe IV de España había promulgado una serie
de reformas con el fin de que las mujeres que estuvieran en la calle
ejerciendo la prostitución o vagando fueran “recogidas”. Al respecto, la
Ley de Recogimiento de las mugeres perdidas de la Corte, cuyos lineamientos
principales se mantuvieron durante toda la era colonial, rezaba:
Por diferentes órdenes tengo mandado procuren recoger a las mugeres
perdidas […] y porque tengo entendido que, cada día crece el número
de ellas, de que se ocasionan muchos escándalos y perjuicios a la causa
pública. (España 1805, 422, cit. en Cifuentes 2015, 114)
Esta ley, además de indicar el objetivo de recoger a las mujeres y regular las
prácticas de vagancia, promulgaba la vigilancia de la promiscuidad sexual
(vagabundería) para evitar posibles mezclas raciales (Cifuentes 2015, 115).
La ejecución de esta reglamentación originó la necesidad de aumentar
las casas de acogida, así como la cantidad de personas que debían hacerse
cargo de la normalización de las mujeres retenidas, judicializadas y recogidas.
Dado que las casas de acogida fueron insuficientes, en 1868 se pensó
en la construcción de un ala exclusiva para estas mujeres en la Casa
Penitenciaria de Bogotá (Cifuentes 2015, 114). Para 1890, durante el
mandato del presidente Carlos Holguín, nació la cárcel del Buen Pastor, con
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d o s s i g l o s d e v i d a c a l l e j e r a e n b o g o t á
el fin de tener un espacio completo para que las mujeres pagaran sus penas y purgaran los delitos cometidos durante su vida en la calle, sometiéndose a técnicas de resocialización.
Los factores asociados al crecimiento urbano, la migración por la violencia y las condiciones de pobreza hicieron que la prostitución fuera en aumento a principios del siglo xx y se considerara un problema de moral, higiene y policía. A comienzos del siglo pasado, la prostitución se consideraba una “calamidad verdadera para toda la sociedad porque ultrajaba el pudor, corrompía a la juventud, engendraba los gérmenes de terribles enfermedades que se propagaban y traían consigo la degeneración de la raza” (Sánchez 1997, 114, cit. en Cifuentes 2015, 114). Algunas voces de la opinión pública dominante sostenían “que las mujeres sin lazos familiares ni los controles que [estos] implicaban constituían una amenaza para el orden social al no estar sujetas a varón alguno” (Ramírez 1998, 30) y, así mismo, que la tendencia a dedicarse a la prostitución era un hecho natural a la mujer, pues, como lo sostenía el Estudio sobre la prostitución en Bogotá de 1924, “la mujer busca el lucro por regla general y el hombre la satisfacción de sus apetitos sensuales” (cit. en Cifuentes 2015, 115).
Las categorías legales de comienzos del siglo xx no solamente reflejaban el dominio masculino del espacio urbano, sino que también profundizaron la vulnerabilidad física y social de la mujer, mezclando indistintamente la vagancia y la prostitución (Cifuentes 2015, 115). A comienzos del siglo xx, el trabajo sexual femenino fue catalogado por el código de policía de Bogotá de 1912 como “vagancia” o “vagabundería” (de ahí el uso prosaico de la expresión “vagabunda”), ya que el hecho de que no tuvieran un lugar fijo de trabajo y que deambularan sin adecuarse al orden social dominante las hacía sospechosas para las autoridades, que aumentaban la vigilancia sobre el cuerpo femenino y aseguraban sus condiciones de adecuación para la vida social.
El paso de lo colonial a lo republicano no significó un tránsito en el orden de la vida civil de las mujeres, así como tampoco una modificación substancial del papel doméstico o religioso heredado del orden colonial, cuyos estamentos dominantes tuvieron continuidad en la vida republicana; de igual modo, la invisibilización de la economía del cuidado, del trabajo doméstico, de la venta ambulante y del trabajo manual determinó, entre otras cosas, el lugar que durante décadas fue asignado para la población femenina.
Huérfanos e indigencia infantilDurante la era colonial los huérfanos fueron otro tipo de población cuyo manejo dio lugar a diferentes estrategias de control por parte de las autoridades coloniales. En las primeras décadas del siglo xvii, la función de acogida y cuidado de los niños huérfanos y abandonados reposaba
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
en manos de las autoridades locales y de personas particulares que los
adoptaban en el seno de su familia (Rodríguez 2015, 62). El aprendizaje de
oficios fue considerado por las autoridades coloniales como una forma
de garantizar el amparo y la incorporación de los huérfanos a la vida de la
ciudad. Se trataba de regular las conductas para que no afectaran el orden
de gobierno ni la normatividad de la vida en policía a “son de campana”.
Hacia 1890, las autoridades de la república notaron cómo el aumento
de niños y jóvenes que “mendigaban, vagaban y cometían infracciones
menores” se convirtió en un asunto de gobierno que ameritó soluciones
por parte de la administración pública (Cifuentes 2018, 110). Los niños de
la calle de finales del siglo xix y principios del siglo xx eran, básicamente,
aquellos que quedaban huérfanos o que tenían que ayudar a su madre con
la supervivencia del hogar (Muñoz y Pachón 1991, 304). Una descripción
de este tipo de población de finales del siglo xix ilustra bien la situación.
Para el autor, el “muchacho huérfano o abandonado” es aquel que
pernocta en el portal más inmediato al lugar donde le coge la noche, que
se alimenta de los despojos de otras comidas o de algún pan estafado
con ardides ingeniosos. Se le ve por la mañana en la plazuela de San
Victorino, lamiendo la estaca con que se destapan las botijas de miel,
y por la tarde en los cerezos de Egipto o en las huertas de Las Nieves
acariciando y sobornando al mastín que las custodia. (Museo de Cuadros
de Costumbres 1886, 366)
Fídolo Alfonso González Camargo (1883-1941)
Arrabales de BogotáCa. 1915
Pintura (Óleo / Madera)21,4 cm x 34 cm
Reg. 2154Museo Nacional de Colombia
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d o s s i g l o s d e v i d a c a l l e j e r a e n b o g o t á
Las causas de la indigencia infantil, como se llamó este nuevo problema
de gobierno, estuvieron estrechamente relacionadas, por un lado, con la
segregación socio-racial de origen colonial y, por otro, con la ilegitimidad
de los hijos fecundados por fuera del matrimonio (Ramírez 2006, 214). Por
su parte, la pobreza, las repercusiones morales y las fuertes recriminaciones
avaladas por la estructura patriarcal hicieron común la práctica de abandonar
o ceder los hijos a familias con mejores oportunidades económicas.
Entrado el siglo xx, es posible rastrear el tránsito de la idea de caridad,
de origen despótico e ilustrado, a conceptos propios de la modernidad
republicana (todavía morales) que apoyaron las directrices de políticas
metropolitanas y cosmopolitas para el control de la mendicidad y la
pobreza. Esto habilitó una nueva concepción de la niñez y sus cuidados,
así como el desarrollo de nuevas infraestructuras y estrategias
gubernamentales para tal fin, como el propio Ministerio de Educación
Nacional, creado en 1928. Para algunos intelectuales de la época, como
Max Grillo (1868-1949), el fenómeno de los niños de la calle dejó de ser
considerado un problema exclusivo de la pobreza, o de aquello que no
estaba bien visto en el espacio público (bajo la óptica higienista), y pasó a
ocupar un lugar relevante en las reflexiones sociológicas sobre la familia,
las diferencias de clase y la cultura urbana (Muñoz y Pachón 2019, 159). Así,
aparecieron las primeras investigaciones sobre el modo de vida del chino de la
calle, sujeto considerado parte esencial de la vida urbana de Bogotá.
Las investigadoras Cecilia Muñoz y Ximena Pachón mencionan que,
cuando el orden público se turbaba, el niño callejero jugaba un papel
fundamental en los motines y protestas. “Nadie era más ligero para recoger
piedras, que fueron las armas de aquellos revolucionarios”. A propósito
de la vida del “chino bogotano”, las autoras se refieren a estos “pequeños
revolucionarios” como “actores que sirvieron de informantes, estafetas y
pregoneros en las guerras civiles” (Muñoz y Pachón 2019, 159).
El chino de la calle evidenciaba las transformaciones de la ciudad y fue un
personaje de obligatoria referencia en las descripciones del paisaje callejero
capitalino. En un reportaje de El Tiempo de 1937 se decía que:
Es abrumador el número de niños que deambulan en las calles, sin oficio
ni beneficio; duermen en los quicios de los almacenes; bajo la cruz de oro
de la Basílica primada; invaden los automóviles estacionados; asedian
con sus pedigüeñas palabras a los “doctores”, inclusive a los ministros
diplomáticos; riñen en las aceras; se motejan con las más desabridas
palabras, en puro castellano, pues es rara la voz germania que usan, y
dejan por dondequiera las huellas de su falta de aseo. Pero tanto usted
como yo nos engañamos al creer que esos párvulos haraposos carecen de
padres. (El Tiempo. Bogotá, agosto 27, 1934, 4.)
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
Transcurrida la primera mitad del siglo xx, el chino de la calle se había tornado más sucio, abandonado y su imagen se vinculaba cada vez más con la delincuencia. Para los años treinta del siglo xx, dicho personaje comenzó a ser desplazado paulatinamente por el gamín4. El nuevo niño de la calle era hijo de una ciudad que se transformaba rápidamente, debido a las dinámicas de aceleración capitalista pero que, en muchos aspectos, no había conseguido controlar la anomia5. Si bien estos niños constituyeron un nuevo tipo de problema para gobernantes y planeadores urbanos, por no encajar en sus modelos de ciudad propuestos principalmente por arquitectos modernistas (Suárez 2012), en la práctica fueron empleados como mano de obra en los chircales o ladrilleras de donde se extrajo buena parte del material para construir los nuevos barrios bogotanos. De igual manera, muchos de ellos se desempeñaron en otros oficios propios de la calle, como lustrabotas, voceadores de prensa, limpiadores de vidrios y, en el caso de las niñas huérfanas, trabajando como sirvientas.
El gamín “presagiaba una terrible rebeldía de inequívoca actitud arrogante y su manera de interactuar como hijos de la calle los hizo reconstruir los
Fídolo Alfonso González Camargo (1883 - 1941)Sirvienta bogotana
Ca. 1916Dibujo (Lápiz compuesto /
Papel)24,5 x 15,5 cm
Reg. 2364Museo Nacional de Colombia
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d o s s i g l o s d e v i d a c a l l e j e r a e n b o g o t á
lazos rotos de sus familias con las galladas” (Cifuentes 2015, 113). Las
galladas eran grupos de niños que establecían lazos y jerarquías en la calle,
garantizando ciertas formas de supervivencia (Muñoz y Pachón 2019, 12).
A mediados del siglo xx, y durante las décadas posteriores, los gamines
entraron a formar parte de las categorías de los censos oficiales y los
números públicos que sirven para gobernar con mayor eficiencia ciertas
capas poblacionales y caracterizar a los habitantes urbanos. No obstante,
y a pesar de la creación de instituciones públicas de protección, como
el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar en 1968, el cuidado de la
infancia abandonada fue realizado por instituciones privadas de vocación
caritativa, muchas de ellas asociadas con la Iglesia católica y otras
congregaciones religiosas evangélicas (Barrios, Góngora y Suárez 2006).
En las últimas décadas del siglo xx, la vida de las galladas de gamines se
hizo más complicada: sus condiciones de salud física y mental se volvieron
aún más frágiles, debido al consumo de drogas (alcohol y marihuana
Ximena Pachón C.Chinos bogotanos en la calleS. XXFotografía en blanco y negroColección particular
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principalmente), pero especialmente de inhalantes (pegamento usado en zapatería y otros oficios), necesarios para sobrevivir al frío y la adversidad de la calle bogotana. A finales del siglo xx, quedaban pocas galladas, en parte por la rudeza del medio urbano y en parte porque los programas de protección del Estado (muchos de los cuales, valga decirlo, contrataban sus acciones con instituciones caritativas) aumentaron notablemente su cobertura, aunque sin proveer medios eficientes para la inclusión social de niños y jóvenes en situación de calle. En la transición al siglo xxi, los gamines desparecieron, pero en su lugar se instaló en el imaginario urbano la categoría de ñero (sinónimo de “indigente”, pero también “compañero” y “amigo”). No obstante, a diferencia de las prácticas y categorías que hemos venido explicando, el devenir de este sujeto va estar relacionado con el advenimiento de un nuevo problema de gobierno que trasciende los límites del Estado nación colombiano y que algunos analistas describen como una situación articulada con el ensamblaje global denominado guerra-contra-las-drogas (Zigon 2015; Borja et al 2017).
De la Huerta de Jaime al Voto Nacional
El barrio Santa Inés se expandió hacia 1885, una vez se dieron las
condiciones para fijar un enclave comercial importante. Incluso, desde
1797, según el mapa de Carlos Francisco Cabrer, al barrio le correspondían
15 grandes manzanas6. Santa Inés era la puerta de ingreso a la ciudad de
los viajeros que llegaban por el camino de Puente Aranda y formaba parte
del centro administrativo junto con la Plaza Mayor, que tenía como uso más
tradicional servir de mercado. Esa función se trasladó a la plaza situada
en la parroquia de San Victorino. La traza urbana del barrio Santa Inés,
hacia 1894, abarcaba una extensión de manzanas, entre las carreras 9 y
12 y las calles 9 y 13, con edificaciones diferentes a las residenciales, que
muestran el crecimiento urbano del barrio y la respectiva transformación
que tiene este espacio en términos de los servicios que se ofrecen (Robledo
y Rodríguez 2008, 152). Hay distintos momentos de la configuración. A
partir de 1848 hubo tres oleadas de edificaciones comerciales, chicherías
y fábricas (de instrumentos de cuerda, de máquinas, de cerveza, velas y
jabón), herrerías y ebanistería. En 1891 hubo un tercer momento en el que
las edificaciones se dispusieron para la hotelería y en 1923 se fundó en
Santa Inés el hospital Barbieri.
Tras estos hitos urbanísticos, se comenzaron a identificar y a delimitar
ciertos usos del espacio. En la actual Plaza de los Mártires se encontraba la
Huerta de Jaime donde, según la tradición, fueron ejecutados insurgentes
patriotas en la época de la llamada reconquista española; de ahí su nombre
republicano. Hasta bien entrado el siglo xix, la Huerta estaba ubicada
frente a la calle Honda y hacía parte del barrio Santa Inés. Con la llegada
del ferrocarril y la estación de la Sabana, la calle de Honda se convirtió en
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la avenida Caracas, con lo que se separó la Huerta de Jaime del costado
oriental de la ciudad. Posteriormente, con la construcción de la carrera
décima y la demolición del convento de Santa Inés, se desintegraron
completamente los barrios de San Victorino y Santa Inés y se configuraron
dos mundos diferentes. Es notable también que en la Huerta de Jaime se
sembraba el papayo y, probablemente, se colgaba a las víctimas del papayo,
de esa manera se explicaría el dicho popular de “lo pasaron al papayo”, para
hablar de “la muerte violenta de alguien” (Morris 2010, 20).
La historia del barrio Santa Inés y, posteriormente, de lo que sería conocido
como la calle de El Cartucho está asociada urbanamente a la parroquia
de San Victorino. La transformación administrativa entre lo colonial
(parroquia) y lo republicano (barrio) determinó unas características
comerciales para el uso del suelo, pero también la manera de habitar
dicho espacio. Los artesanos tuvieron diversos oficios, como la confección
de prendas de vestir, zapatos, artefactos para la cocina, albañilería y
carpintería, cuyos talleres se ubicaban en San Victorino, Santa Bárbara y
Las Nieves (Robledo y Rodríguez 2008, 153). Muchos de ellos significaban
un puente comercial entre la ciudad y el campo. Diversos insumos agrícolas
para la venta se encontraban sobre la calle décima con carrera 18, así como
los trabajos manuales de cestería que existen hasta hoy en día en el pasaje
ubicado entre la carrera 16 y la carrera 15 con calle décima.
Auguste Le Moyne (1800 - Ca.1880)Vue de Bogota prise de la Huerta de AyméCa. 1830Dibujo (Tinta de China / Papel verjurado de fabricación industrial)21,1 cm x 28,6 cmReg. 5456Museo Nacional de Colombia
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
La historiadora Diana Rodríguez señala que los artesanos santafereños pudieron estar concentrados en barrios concretos. Según el censo de 1778, buena parte de los vecinos de las Nieves, sobre la Calle Real (hoy carrera 7ª), eran artesanos (Rodríguez 2015). Es posible que en las Nieves sí se haya presentado cierta concentración de artesanos, en la medida en que allí se encontraba una de las plazas comerciales más importantes de la ciudad. Sin embargo, las tiendas más solicitadas y mejor ubicadas, y tal vez las más costosas, estuvieron ubicadas en la Calle Real (hoy en día carrera 7ª). Allí, aledañas a las “tiendas de trato”, estaban las tiendas de sastres, zapateros, confiteros, plateros, entre otros (Rodríguez 2015; Ortiz, 2009).
Ya desde mediados del siglo xvii, las denominadas parroquias de San Victorino y Santa Bárbara mostraban desarrollos que, según la administración de la época, requerían de vigilancia por parte de quienes allí habitaban desde la época de la ciudad colonial, principalmente la población indígena y, posteriormente, mestiza, cuyos oficios, como la cestería, la herrería y la sastrería, aunque menospreciados, eran necesarios para la vida cotidiana de la ciudad. Esto se debía a que los oficios eran desempeñados por personas consideradas de una calidad inferior: artesanos, zapateros, vendedores en las plazas de mercado, alfareros y tejedores, etc. A pesar de que el barrio Santa Inés marcaba una diferencia con relación a otros sectores aledaños, el deterioro que experimentó en los años sucesivos sirvió como motivo para pedir su destrucción total (Robledo y Rodríguez 2008, 153).
Según las crónicas de Cordovez Moure, al margen de los símbolos republicanos y religiosos que configuraron la Plaza de los Mártires de Bogotá, la mayoría de los crímenes de mediados del siglo xix tuvieron lugar en estos sectores. Algunos de mayor notoriedad, como el del juicio del llamado “abogado de los pobres”, José Raimundo Russi, y su posterior ejecución junto con sus compañeros. Los asaltos de Ignacio Rodríguez a gente prestante o habitantes de San Victorino y las revueltas de los artesanos en abril de 1851 ratificaron la condición de “peligrosidad” de la zona e hicieron del sector un foco de vigilancia, inseguridad y marginalidad. Los argumentos que justificaron la paulatina intervención urbana en los barrios de San Victorino y Santa Inés se compaginaron con las ideas cosmopolitas de progreso, control, salud, higiene y seguridad en los lineamientos administrativos de la ciudad.
En 1850, la Cámara Provincial de Bogotá dispuso, mediante una ordenanza, que en el lugar conocido como la Huerta de Jaime se llamara la Plaza de Los Mártires (Cardeño 2007). La ordenanza precisó que en su centro se debía levantar un obelisco de piedra con la inscripción de “los nombres de los próceres de la consagración pública que allí murieron por su amor a la independencia de América”, entre ellos, Camilo Torres Tenorio, Mercedes
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Victor BisagneMercedes AbregoCa. 1913Fundición (Bronce y mármol)75,4 x 26,4 x 26,3 cmReg. 7503Museo Nacional de Colombia
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Abrego y Francisco José de Caldas, fusilados por el ejército español de Pablo Morillo durante la reconquista. En 1881 se inició en el barrio Santa Inés la construcción de la capilla del Sagrado Corazón de Jesús en predios cedidos por Doña Rosalía Calvo. Las obras fueron coordinadas por el sacerdote Rudesindo Castillo. La primera construcción contó con el diseño de Francisco Olaya, que murió en 1888, antes de terminar la edificación. El 6 de mayo de 1898 se abrió la capilla. Luego, en 1902, el monseñor Bernardo Herrera Restrepo solicitó la cooperación de la ciudadanía para hacer un voto de la nación colombiana al Sagrado Corazón de Jesús, con el fin de pedir el final de la guerra de los Mil Días (1899-1902).
El 20 de julio de 1872, el entonces presidente Manuel Murillo Toro había puesto la primera piedra del obelisco, que se terminó en 1880 durante el gobierno de Julián Trujillo. En sus orígenes, el monumento estuvo rodeado por una verja y en cada esquina tuvo cuatro figuras femeninas que personificaban la Paz, la Gloria, la Justicia y la Libertad, que más adelante se retiraron y trasladaron a la localidad de Bosa. En el centro de cada uno de los cuatro basamentos se instalaron otras tantas urnas con los nombres de los mártires. El parque sufrió unas reformas significativas entre 1917 y 1919 y otra entre 1927 y 1928, cuando la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá ordenó la construcción de andenes, camellones, retirar el carrusel y el espejo de agua. El obelisco fue reparado en 1959 y se ordenó la reconstrucción del parque para celebrar el sesquicentenario de la independencia de Colombia en 1969. Con la construcción de la avenida Caracas, cuando la plaza quedó dividida en dos partes, el obelisco fue de nuevo desplazado hacia el costado occidental, junto a la basílica del Voto Nacional. Desde ese momento, el símbolo cívico del obelisco y la consagración religiosa quedaron en diálogo; incluso, de manera excepcional para la arquitectura religiosa del país, se incrustó el escudo nacional en el frontispicio de la iglesia. El obelisco representa un hito republicano con cuatro pilares que significan los valores civiles y religiosos fundantes de la república colombiana, a los que, durante décadas, los presidentes consagraron su gobierno cada 7 de agosto.
A partir de proyectos de desarrollo planteados por urbanistas e ingenieros modernistas, como Karl Brunner, la zona de Santa Inés comenzó a ser objeto de intervenciones de ordenamiento territorial. En 1936 Brunner diseñó la traza de la carrera décima, con el fin de conectar de norte a sur la ciudad. El proyecto iba de la mano con otras intervenciones urbanísticas como la avenida Caracas, Palermo, el parque Centenario, etc. La intervención de Brunner consistía, como se reconoció en su momento, en un conjunto de propuestas aisladas, lejos de un plan integral, dado que la intención de conectividad y modernización de la ciudad fragmentó la urbe en localidades, cuyas divisiones separaban las poblaciones en dos grandes categorías: “establecidos y marginados” (Morris 2010). La construcción de
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la carrera décima y la avenida Caracas implicó la demolición de la plaza y
del convento de Santa Inés, con lo que el barrio fue partido en dos: oriente
y occidente. Tal división fue definitiva para los años venideros, debido a
que dejó, por un lado, una zona cercana a la Plaza Mayor hacia el oriente,
San Victorino, y, por otro lado, el barrio Santa Inés. Con el tiempo, la
necesidad de reestablecer la comunicación entre ambos sectores definió en
gran medida la agenda urbanística y comercial entre la Plaza España, San
Andresito y San Victorino.
En su momento, las obras para la celebración del IV Centenario de la
ciudad en 1938, que contó con ofrendas simbólicas como el traslado de los
restos de Gonzalo Jiménez de Quesada al Cementerio Central, incluyeron
también un proyecto de “embellecimiento” y “saneamiento” del Paseo
Bolívar, para lo cual era necesario “adquirir terrenos, erradicar tugurios,
construir algunas urbanizaciones y la construcción de un parque” (cit. en
Castillo Daza 2003, 97). El Paseo Bolívar partía de San Cristóbal hasta el
barrio Egipto, pasando por La Concordia, el Parque de la Independencia y el
nuevo Parque Nacional. Estas obras involucraron al barrio Santa Inés, en la
medida en que el “saneamiento del sector” contemplaba el desplazamiento
de los habitantes del barrio; esta trashumancia fue la primera de aquellas
que ocurrieron en las décadas posteriores. Por un lado, el sector comenzó a
recibir poblaciones excluidas de la ciudad que convivieron con los diversos
Fernando Carrizosa Valenzuela (1881-1947)Estudio de Hoyas Hidrográficas. Acueducto de BogotáCa. 1925Copia en gelatina (Emulsión fotográfica / Papel)8,6 x 13,9 cmReg. 6650.015 Museo Nacional de Colombia
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usos del barrio, como la construcción de la primera estación del tren de la Sabana en 1880 y de la sede de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia; por otro lado, fue el sector que los reformadores urbanos querían hacer desaparecer.
La consolidación de las “ollas” El sector de El Cartucho tiene varios antecedentes, aunque no es claro cuáles fueron los primeros límites de este emplazamiento urbano ni el origen de su nombre. En un mapa elaborado por Agustín Codazzi en 1849 la “calle del Cartucho” aparecía situada en la carrera 12 entre las calles 10 y 11 de la época. Parece ser que en un principio el nombre de El Cartucho no estuvo asociado al deterioro arquitectónico, al vicio o la ilegalidad, sino a las revueltas de artesanos y las armas de los revolucionarios. Algunos estudios plantean que el topónimo guarda relación con los polvorines clandestinos de los patriotas independentistas de la primera mitad del siglo xix, los cuales se ubicaban en la calle 9 entre carreras 12 y 13 y que, junto con los comercios de San Victorino, constituyeron lugares de resistencias de diferente orden (Robledo y Rodríguez 2008, 156).
A lo largo del siglo xx, poblaciones rurales de diversas regiones del país llegaron al barrio Santa Inés para comerciar productos traídos del campo, tal y como lo hacen los vendedores de la Plaza Samper Mendoza o Plaza
Germán Téllez CastañedaEx Escuela de Medicina
1975Fondo Germán Téllez Castañeda
Museo de BogotáMdBI06082
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de las Yerbas desde la primera mitad del siglo xx. Hasta la década de los
años cuarenta, el barrio Santa Inés estuvo habitado por vecinos de clase
media y baja. El barrio tenía una ubicación estratégica y central, muy cerca
de las terminales de transporte intermunicipal, la estación de ferrocarril de
la Sabana y la plaza de San Victorino. La urbanización de Santa Inés venía
creciendo desde la década de los años veinte. Se habían edificado casas de
estilo republicano “que podían llegar a tener hasta quince habitaciones”,
construcciones como el Palacio de la Higiene y el edificio de la Policía
Nacional y calles que conectaban con San Victorino, la avenida Jiménez y
las líneas del tranvía (Cifuentes 2018, 95). Los flujos de mercancías y de
personas relacionadas con la confluencia de trenes y buses hicieron del
barrio un sector especialmente atractivo para los vagabundos, vendedores
ambulantes, ropavejeros y todos aquellos transeúntes que no contaban
con una fuente fija de supervivencia. El barrio Santa Inés también fue un
lugar importante para los campesinos que debían salir y volver a la ciudad
permanentemente para abastecer los mercados. Con la construcción
de la carrera décima, en el marco del primer gran proyecto de
modernización urbana, se separaron ciertas calles del barrio Santa Inés
del sector de El Cartucho.
Hernando Turriago Riaño (Chapete) (1923-1997)Otra vez por las callesCa. 1960Dibujo (Tinta / Papel)26,3 cm x 24,1 cmReg. 5048Museo Nacional de Colombia
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Tras los hechos del 9 de abril de 1948, y en el marco de la violencia partidista que se vivió en el país durante la década de los años cincuenta, Bogotá recibió un número significativo de desplazados, lo que llevó a transformar las casonas republicanas de El Cartucho y Santa Inés en inquilinatos. Paralelamente, alrededor de los nuevos espacios industrializados de la ciudad se ubicó una gran cantidad de personas marginadas que llegaban buscando opciones de vida y, dadas las dificultades, se quedaban en las inmediaciones y las periferias, donde habitaban los trabajadores de la industria ferroviaria. No obstante, en el centro y sus alrededores se dejaron casi intactas las construcciones y solamente se invirtió en la traza vial, así como en la modernización de ciertos edificios que no estaban destinados para la vivienda.
A partir de la década de los años sesenta, la mayoría de casas republicanas del barrio Santa Inés, San Victorino y Santafé se convirtieron en inquilinatos. Posteriormente, como consecuencia de la expansión del comercio de drogas ilícitas (principalmente, “bazuco”7, cocaína y marihuana), muchas de esas edificaciones se transformaron en castillos8 (Góngora y Suárez 2008). En esa misma época, los vendedores ambulantes comenzaron a instalarse en la zona norte de San Victorino, lo que reforzó la idea de marginalidad de los habitantes del sector y sus conexiones con la delincuencia. Sin embargo, la dinámica comercial y el papel de la principal plaza de Gran Mercado Central, durante muchos años conocida como “las galerías”, definió la importancia del barrio que durante décadas fungió como puerta de entrada y eje comercial de la ciudad. A medida que aumentaba la demanda comercial, los habitantes de San Victorino se desplazaron al barrio Santa Inés. Este fue el desplazamiento de un primer Cartucho, conocido ya como un “lugar peligroso” (Robledo y Rodríguez 2008). Cuando San Victorino se separó del barrio Santa Inés, ya era conocido como Santa Inés-El Cartucho, lugar asociado con el miedo, el desprecio y el rechazo, cuya condición habilitó la configuración de mecanismos de encerramiento y exclusión en Bogotá, que pueden ser considerados espacios heterotópicos (Foucault, 2010; Góngora et. al 2019). Los perímetros cerrados del sector sirvieron de refugio a familias pobres, pequeños comerciantes, botelleras, vendedoras de frutas y verduras, vivanderas, recicladores, habitantes de la calle, prostitutas, carniceros, pescaderos y también traficantes y delincuentes en general.
Durante la segunda mitad del siglo xx, los inquilinatos de El Cartucho fueron el refugio de los grupos de forajidos y prófugos de la justicia. Según Comanche9, el lugar era “un escapulario para escaparse de la presión”, ya que era un espacio relegado al deterioro y al olvido (Herrera y Zárate 1994, 68). Para Robledo y Rodríguez (2008), El Cartucho y todo el barrio Santa Inés se convirtieron en una zona en donde se negociaban todo el tiempo los límites entre la vida y la muerte, el refugio y el desamparo, la legalidad y
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la ilegalidad y la presencia o ausencia del Estado. Allí se configuraron unas regulaciones internas que originaron usos específicos de los corredores y las edificaciones, que funcionaban como pensiones y centros de acopio y distribución de drogas. También se actualizó la administración interna del espacio con sus respectivas fronteras (Góngora y Suárez 2008). Entre tanto, el espacio público era ocupado por los habitantes de la calle, la calle 9ª con carrera 11 hacia el occidente era utilizada por ventas informales realizadas por los “cachivacheros” y los “herramienteros”; por su parte, en las casas de la calle 8ª con carreras 12 y funcionaban los talleres de balastreros, mientras que en la carrera 13 con calle 6 funcionaban en espacios interiores los locales de los sobanderos, hoy en día barrio San Bernardo. El espacio para las “vivanderas” funcionaba dentro de edificaciones o en la calle.
El bazuco se introdujo en el mercado de drogas ilícitas de Bogotá durante los años ochenta del siglo xx y alteró completamente la vida callejera (Morris 2010, 67). Su uso se extendió rápidamente, debido a su bajo precio y capacidad de generar estados de alerta y ansiedad útiles para sobrevivir en la calle. Como señalan Góngora y Suárez (2008), el bazuco cambió la dinámica social de El Cartucho: si bien las compraventas, bodegas de reciclaje, máquinas tragamonedas y el resto de negocios se mantuvieron, la venta de droga y, en especial, de pasta básica de coca se transformó en el principal objeto de lucro. Como consecuencia, tanto la apariencia de la “olla” como el estado de salud y las condiciones de vida de sus habitantes se degradaron ostensiblemente.
El proyecto de desalojo y demolición de El Cartucho se inició durante la primera alcaldía de Enrique Peñalosa (1998-2000), con el objetivo de adelantar la renovación urbana de un sector deteriorado y combatir la venta y consumo de drogas en el corazón de la ciudad. No obstante, las estrategias para formular una agenda pública activaron categorías del orden sanitario-moral que homogeneizaron los términos e identificaron a todos los habitantes como “ilegales e indigentes adictos, en condición de peligrosidad” (Robledo y Rodríguez 2008, 168). Diversos estudios socioantropológicos afirman que la intervención se pensó como una forma de higienización que pretendió esconder lo indeseable de los procesos de marginalidad y delincuencia asociados al tráfico y consumo de drogas (Góngora y Suárez 2008; Cifuentes 2018).
Tras la intervención de El Cartucho, se inauguró el parque Tercer Milenio (2002), pero a la vez se produjo la expansión centrífuga de las tasas de homicidios y de los expendios de drogas hacia nuevas periferias urbanas. Aparecieron así nuevas “ollas” a lo largo de las localidades de Mártires, Santa Fe y Kennedy (Góngora y Suarez 2008). De igual manera, un gran número de habitantes de la calle ya no se encontraba concentrado en
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
un solo espacio, sino que se dispersó y desplazó a diferentes puntos de la ciudad, lo que hizo que esta esta población se tornara más visible (Cifuentes 2018, 82). De esta manera “La L” (o calle del Bronx), ubicada en el sector del Voto Nacional, a una cuadra de la Plaza de Los Mártires, fue el lugar que acogió y remplazó las dinámicas sociales y comerciales de El Cartucho.
Conclusiones
Desde finales del siglo xix, la prohibición de prácticas y consumo de substancias como la chicha fueron perseguidas durante de dos siglos, con el fin de garantizar cierto orden público y control de la consciencia (salud mental) de la población, pero también habilitar el monopolio de algunas industrias como la cerveza y el aguardiente a finales del siglo xviii, marginar el comercio informal y luchar contra las drogas a lo largo del siglo xx y lo que va del xxi. Las políticas públicas han evolucionado a la medida del saber clínico, médico y jurídico, para diseñar dispositivos sanitario-morales y, de esa manera, regir la salud pública y legislar sobre las conductas desviadas que durante mucho tiempo fueron criminalizadas, lo que ha
Caldodecultivo - Unai Reglero, Gabriela Córdoba Vivas y
Guillermo Camacho /Andrés Bonilla Gutiérrez
Homenaje a Comanche, el comandante del
Cartucho, ca. 1928-19962015
Vaciado (Fibra de vidrio)55 x 50 x 25 cm
Reg. 8163Museo Nacional de Colombia
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originado regímenes de exclusión y nuevas tecnologías de seguridad contra la población.
Durante las décadas de 1960 y 1970, el fenómeno global de producción, consumo y lucha antidrogas aumentó de manera significativa; simultáneamente, surgieron nuevas sociabilidades asociadas, primero, al consumo de marihuana y, luego, al de cocaína y el bazuco. Este panorama reformuló las condiciones de habitabilidad de la calle y fortaleció los campos de resistencia frente a la prohibición.
Espacios urbanos marginales como El Cartucho se convirtieron en la morada de buena parte de los habitantes de calle de Bogotá. Esta población había sufrido el impacto de las políticas gubernamentales de reordenamiento urbano que fomentaron la desaparición de muchos oficios informales. Hacia 1999, las viviendas de la zona fueron derrumbadas por intervención de la alcaldía de Bogotá, argumentando la necesidad de desmantelar las empresas ilegales de tráfico de drogas, explotación sexual, falsificación y comercio de armas (Góngora y Suárez 2008). El proceso de degradación urbana corrió de la mano con la aparición del bazuco y de personas con serios deterioros en su salud física y mental como consecuencia del consumo problemático de dicha sustancia. Estos factores contribuyeron a reforzar la representación social y mediática de un lugar “oscuro y peligroso”. En la época, se hablaba de una “bomba de tiempo” que amenazaba las promesas utópicas (Foucault 2010) de la ciudad limpia y ordenada y de un espacio público libre de intrusos para la rápida circulación de mercancías y personas (Robledo y Rodríguez 2008, 155).
Los dispositivos de seguridad, las técnicas de normalización y las tecnologías de gobierno, que van desde la segregación racial en la colonia hace 200 años, a las ciudadanías limitadas, la exclusión social de la república y la inequidad económica y social propia del urbanismo moderno, contribuyeron a configurar heterotopías y campos de exclusión, represión y resistencia. Las distintas formas de gobierno no han sido indiferentes a las narrativas del desprecio sobre los habitantes de la calle (Pabón, 2016), como lo hemos visto, a través de los medios y las posiciones desarrollistas e ilustradas de las élites más cercanas a los Gobiernos de comienzos del siglo xx y sus instituciones públicas. Como se dijo, estas narrativas han justificado acciones de intervención, agendas públicas de desalojo o incluso programas de exterminio, como la llamada “limpieza social” (Taussig 2003; Pabón 2016). A 200 años de la independencia de Colombia, el “gobierno político de los hombres” (Foucault 2007) pone en evidencia varios interrogantes acerca de la historia de las prohibiciones, las contradicciones del capitalismo y el “derecho a la ciudad” (Lefebvre 1967); a saber, la facultad de los habitantes a construir, decidir, circular y crear la urbe (Molano 2016).
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Jefferson Camilo OrtizObelisco de la Plaza
de Mártires2019
Cortesía del autor
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d o s s i g l o s d e v i d a c a l l e j e r a e n b o g o t á
Notas 1 Este artículo recoge algunos de los aspectos de la investigación realizada por la
Curaduría de Etnografía del Museo Nacional para el guion de “La Esquina Redonda: Co-laboratorio de creación y memoria”. La iniciativa fue financiada por la Fundación Gilberto Alzate Avendaño –fuga- entidad perteneciente a la Alcaldía Mayor de Bogotá, en el marco del proyecto Bronx Distrito Creativo.
2 Complejos urbanos o locales destinados al expendio y consumo de drogas.
3 Tomado de: http://www.suin-juriscol.gov.co/viewDocument.asp?ruta=Decretos/1204923. Visitada el 20 de septiembre de 2018.
4 Según el Diccionario de la Academia Francesa, el vocablo francés gamin se refiere a un niño, a un hombre o una mujer muy joven “con intención amable”. Sin embargo, el Diccionario de americanismos de la RAE designó una identidad despectiva al galicismo gamín: “Niño o joven que vive en la calle mendigando o robando”. Y en su adjetivación, con el agravante del “comportamiento ordinario, grosero”, que formula el estereotipo del significado que se le asigna por lo general al gamín o a la persona gamina.
5 Término usado en las teorías de sistemas producidas por la sociología de la época para explicar la permanencia de conductas desviadas.
6 Véase Archivo de Bogotá. Secretaría General. Los primeros planos de Bogotá. http://archivobogota.secretariageneral.gov.co/noticias/los-primeros-planos-bogota-0
7 Pasta básica de coca adulterada.
8 Casonas destinadas a la venta y consumo de drogas.
9 Comanche fue un reconocido habitante de El Cartucho, su historia de vida se narra en el libro Comanche Comandante de El Cartucho. En 1996 murió de tuberculosis en El Cartucho, años después de la publicación del libro.
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Universidad Nacional de Colombia e Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.
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El retrato en las colecciones del Museo Nacional de Colombia durante su primer siglo de existencia (1823-1923)
Santiago Robledo PáezInvestigador de la Curaduría de Historia del Museo Nacional de Colombia.
Resumen Al concluir el primer siglo de existencia del Museo Nacional de Colombia, su colección de retratos se había constituido como el eje del relato histórico presentado en sus salas de exposición. Sin embargo, esta colección de retratos, en aquella época la más numerosa de Colombia, solo adquirió dicha función por medio de un proceso gradual y azaroso. Para comprender la función y la especificidad de esta galería, primero se presentarán a grandes rasgos las funciones sociales del retrato colombiano en dicho periodo. Esto permitirá contextualizar la creación e incremento de la galería de retratos del Museo, temática abordada en la segunda parte del artículo. La reconstitución de la situación general del retrato se realizó a partir de un examen de la bibliografía existente; a su vez, la dilucidación del proceso de consolidación de la colección de retratos fue posible mediante la revisión de fuentes de archivo.
Palabras clave: retratos, coleccionismo, museo, historia.
curaduría de historia
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Introducción La revisión de las colecciones de pinturas conservadas actualmente por museos y particulares permite concluir que el género pictórico más practicado por los pintores colombianos durante el siglo xix fue el retrato. Si bien la ausencia en muchos de estos acervos de muestras significativas de otros tipos de pintura por entonces en boga, como aquella de temática religiosa, ha distorsionado la percepción actual de la pintura colombiana decimonónica, el predominio del retrato es un hecho constatable. Podría afirmarse que en aquella época “todos los artistas sin excepción fueron retratistas, desde los más famosos hasta aquellos que apenas ahora se empiezan a conocer o permanecen en el anonimato y que conforman el grupo más numeroso” (Mejía 1993, s.n.).
Entre 1823 y 1923, primer siglo de existencia del Museo Nacional, el catalizador del ingreso de retratos a sus colecciones fue el interés histórico y documental. Esto es fundamental, debido a que aunque eran obras pictóricas, su carácter artístico no fue determinante como factor de valoración a la hora de incorporarlas a las colecciones del Museo. Ernesto Restrepo Tirado (1862-1948), director del Museo entre 1910 y 1920, expresó bien la función que llegaría a adquirir la galería de retratos a principios del siglo xx, cuando el carácter del Museo era ya más histórico. En sus palabras, en el Museo
aprenderán las generaciones que nos empujan, a conocer los nombres
de nuestros grandes hombres, y al grabarse cada retrato en su mente
querrán saber algo de su historia, y así los conocerán, tratarán de imitar
sus virtudes y de evitar los tortuosos senderos que a unos pocos llevaron
al abismo. (1913, 86)
Los retratos servían para honrar y conmemorar a los fundadores de la república y, de esta manera, se convertían gradualmente en documentos históricos. Así mismo, como se evidencia en el pasaje citado, también se les adjudicó una función pedagógica, al corresponder con representaciones de sujetos poseedores de cualidades políticas y morales que permitían caracterizarlos como modelos de ciudadanía y del ejercicio de las virtudes patrióticas.
Sin embargo, declaraciones como la de Restrepo Tirado pueden resultar engañosas en lo referente al proceso de constitución de la colección de retratos del Museo Nacional de Colombia. Dicha concepción de la función de la galería es una racionalización a posteriori y no necesariamente un criterio previo que guiara desde un principio su conformación. La formación de la galería de retratos fue un proceso azaroso que no respondió necesariamente a una planeación programática de parte de la institución. En su desarrollo intervinieron numerosos actores en las más variadas
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circunstancias. Solo hasta finales del siglo xix el Museo dispuso de los
suficientes retratos para ensayar su presentación en galerías temáticas de
próceres y gobernantes, lo suficientemente completas para poder plasmar
con ellas un relato lineal de la historia nacional. No obstante, es necesario
recalcar que el criterio de importancia histórica y documental reguló
siempre la incorporación de retratos a las colecciones del Museo. Es por
ello que esta galería, la cual desde las últimas décadas del siglo xix fue sin
duda la de mayor envergadura en el país, adquirió un carácter particular.
En el Museo no figuraron por entonces retratos al óleo de sujetos activos
en la esfera privada y era insignificante el número de representaciones
femeninas conservadas en la colección; así mismo, su acervo contaba con
un número escaso de miniaturas. Esto distanciaba las características de
este conjunto de obras de las prácticas habituales en la producción colombiana
de retratos de esos tiempos. Según la base de datos Colecciones
Colombianas, donde se registra la documentación conocida de las colecciones
del Museo, antes de 1923 habrían ingresado apenas veintiséis miniaturas
al Museo Nacional. De estas, las primeras nueve habrían llegado en la
década de 1880, dos en aquella de 1890, una en la de 1900, cuatro en la
de 1910 y diez en la de 1920. En cambio, los catálogos de la época refieren
que el número de retratos al óleo en la colección habría sido de 42 en 1881
Autor desconocidoMuseo NacionalCa. 1918FotograbadoLibro azul de Colombia, p. 60Museo Nacional de Colombia, reg. 7858
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(Pombo 1881) y 192 según el catálogo impreso en dos volúmenes entre 1886 y 1889 (Pombo 1886, 1889). Un inventario levantado en 1905 registra 219 (ahmn, Vol.2, 1905, ff. 30r-32v), el catálogo impreso en 1912 enumera 233 (Restrepo 1912) y en el de 1917 aparecen 271 (Restrepo 1917).
Para comprender la especificidad de la colección de retratos reunida en el Museo Nacional de Colombia durante su primer siglo de existencia, consideramos necesario presentar en grandes líneas la dimensión social de la práctica de este tipo de pintura en la Colombia de la época. Entonces, en este artículo se destacará cómo los retratos fueron comisionados habitualmente por las élites, para cuyos integrantes la posesión de este tipo de representaciones, valoradas a partir del criterio del parecido, devino en un símbolo de estatus. Así mismo, se mostrará cómo además del uso privado de los retratos, ámbito donde servían como objetos de distinción social, estos se presentaron en público, ya fuera como evidencia del progreso material y artístico de la nación o como instrumento para honrar a los grandes hombres de la patria. Finalmente, se presentará el proceso de conformación de la galería de retratos del Museo Nacional, donde, además de ser útiles para homenajear a los grandes hombres de la patria, los retratos sirvieron para estructurar el relato histórico mostrado al público. La revisión del proceso de conformación de la colección de retratos del Museo permite entrever la importancia de las iniciativas privadas y los límites de la acción estatal. Fueron muy pocos los retratos comisionados o comprados para el Museo, pudiéndose constituir la galería, sobre todo, gracias a remisiones y donaciones. Esta circunstancia nos invita a reflexionar sobre el alcance del papel del Museo Nacional como “aparato” de representación de la nación dependiente de los intereses gubernamentales.
Usos sociales del retrato En la década de 1840, la pintura colombiana “había adoptado de manera generalizada el retrato de personajes civiles, militares y eclesiásticos como uno de sus motivos principales” (Londoño 1995, 72). Esta difusión de la representación de efigies de sujetos contemporáneos fue aún más notable si consideramos que, además de popularizarse el retrato al óleo, en esa década también llegó la fotografía al país y empezaron a difundirse litografías de retratos de próceres y hombres ilustres de la república, realizadas tanto en el extranjero como localmente. Así mismo, en aquella época todavía se realizaban muchos retratos en miniatura, la “técnica [pictórica] más practicada en Colombia durante la primera mitad del siglo xix” (González Aranda 1993, 13-14). En lo referente a los retratos pintados al óleo, si bien ya no era el principal comitente de pinturas, la Iglesia continuó comisionando representaciones de sus integrantes más destacados. Como ejemplo, puede señalarse la serie de retratos de párrocos de la iglesia de las Nieves de Bogotá, la cual había sido iniciada en tiempos coloniales y aumentó durante el siglo xix con obras de pintores
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Epifanio Julián Garay Caicedo (1849-1903)Teresa Ponce de León de Tanco1903Óleo sobre tela112,5 x 88,5 cm Museo Nacional de Colombia, reg. 2574Donado por la Fundación Beatriz Osorio (1972)
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como Celestino Figueroa (1811-1870) e Ignacio Beltrán. A su vez, Victorino
García (1791-1870) y José Miguel Figueroa (ca. 1815-1874) pintaron monjas
coronadas (Montero 2016, 40 y 140), y muchos otros, incluyendo a José
María Espinosa (1796-1883), de quien se desconocen pinturas de temática
devocional, retrataron eclesiásticos prestantes.
Al difundirse el retrato en el ámbito privado, se pintaron muchos individuos
cuya figuración política no necesariamente fue la más destacada. Por
ejemplo, pintores antioqueños, como los integrantes de la familia Palomino
a finales del siglo xix, retrataron a
aquellos arrieros, comerciantes y mineros enriquecidos, [quienes] a falta
de una tradición, adquirieron usos y costumbres europeas para poder
estar “en sociedad”. Nada mejor para mostrar prestigio y perpetuarlo, que
ver su propia imagen o la de sus parientes plasmada en un lienzo. (Mejía
1993, s.n.)
Las clases pudientes de las diferentes regiones del país comisionaron sus
retratos, como ocurrió en Pasto, donde durante el siglo xix pintores como
Justo Capelo (n. 1839), además de retratos, produjeron principalmente
imágenes religiosas (Granda 2000, 28). A diferencia de los retratos
comisionados por el Estado y de los que figuraron en espacios públicos,
que solían representar a hombres, en aquellos pintados por solicitud de
particulares para sus hogares también figuraron las mujeres de la familia.
Se conservan ejemplares de retratos de esposos encargados a un artista en
un mismo momento. Fueron escasas, en cambio, las representaciones de
niños y los retratos de grupos familiares.
Estos retratos de sujetos privados se exhibían en espacios destacados de
los hogares, tal como lo indica José María Vergara y Vergara en su relato
El lenguaje de las casas. En este cuadro de costumbres, Vergara narra cómo
en la sala de la segunda “casa”, aquella correspondiente a la Bogotá de
la primera mitad del siglo xix, se exhibía en un lugar destacado el retrato
del padre de las propietarias. Este mismo personaje, esta vez en formato de
miniatura, aparecía junto con su viuda en una pared donde también lucían
imágenes de santos (1866, 395 y 397). Algunas de las familias más
distinguidas y adineradas, como la de Roberto Ávila –personaje de la novela
Pax, escrita por Lorenzo Marroquín (1856-1916) y José Manuel Rivas (1863-
1923)–, pudieron llegar a constituir verdaderas galerías de retratos. En este
ejemplo de ficción, los trece retratos de la familia Ávila, que abarcaban
desde el siglo xvi al xix, “habían estado allí por años y años, inmóviles
entre el oro de sus marcos, viviendo en familia, y sirviendo de ejemplo a
generaciones sucesivas” (Marroquín y Rivas 1910, 74).
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En 1841 se realizó la primera de las exposiciones colombianas de artes e industrias, espacios que desde entonces sirvieron como foro para la promoción nacional. Inspiradas en las exposiciones universales, las ferias realizadas localmente tenían como objeto “revelar las potencialidades del país” (Martínez 2001, 381) mediante la exhibición de las riquezas naturales y los frutos del trabajo nacional. Al ser mínimo el desarrollo industrial alcanzado durante el siglo xix, en las secciones dedicadas a las artes se mostraban ejemplares de la producción artesanal, incluyendo pinturas. Esta situación es sintomática de la valoración dada a la labor de los pintores en aquellos tiempos por la sociedad colombiana. Aunque entonces aún no existía la idea del artista como un actor socialmente diferenciado, cuya activad se guiara por un ideal del arte por el arte, sus obras eran consideradas lo suficientemente meritorias como para figurar entre las manifestaciones del desarrollo material de la nación. Puesto que el retrato era uno de los géneros pictóricos más difundidos, este se exhibió en aquellas ferias.
Luis García Hevia (1816-1887) presentó en la exposición de 1841, junto con los primeros daguerrotipos tomados por un colombiano sobre los cuales se tenga referencia, un retrato del empresario Francisco Montoya Zapata (1789-1862) y otro del arzobispo Manuel José Mosquera (1800-1853). Allí mismo, Celestino Figueroa mostró retratos de Ignacio Herrera (1769-1840), abogado y prócer, y Francisco de Paula Santander (1792-1840) (El Constitucional de Cundinamarca 3 de diciembre, 1841, 62). Máximo Merizalde (ca. 1818-1880) expuso su pintura del general y político Domingo Caycedo (1783-1843) en la muestra de 1844 (Gaceta de la Nueva Granada 7 de enero, 1844, 3) y José María Espinosa exhibió un “retrato del Libertador trabajado al humo” en la de 1846 (Arrubla, Silvestre y Silva 1846, 1). En la exposición nacional de 1871 también se presentaron retratos pintados por Salvador Barrera, Epifanio Garay (1849-1903), Ramón Torres Méndez (1809-1885) y José María Espinosa (Scarpetta y Vergara 1978, 221-236). Sin embargo, de manera sorprendente, el número de retratos fue reducido en comparación con las pinturas como paisajes, escenas de género y de temática religiosa, lo cual es significativo si se considera que esta exposición antecede al inicio de la formación artística profesional en el país y la instauración del gusto por la pintura “académica”.
Las primeras exposiciones dedicadas exclusivamente a las bellas artes fueron las tres organizadas por la Sociedad de Dibujo y Pintura en 1847 y 1848 (Medina 2014, 58-64). En una de ellas, realizada el 20 de julio de 1847, se exhibieron retratos de los mártires de la Independencia (El Día 1º de agosto, 1847, 4). En la exposición de 1848 fueron presentados retratos de Santander y Antonio Nariño (1876-1823), pintados por Waldina Dávila (1823-1900), y uno de Antonio José de Sucre (1795-1830), obra de Celestino Martínez (1820-1885) pintor, litógrafo y fotógrafo venezolano
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(Scarpeta y Vergara 1978, 213 y 218). Waldina Dávila fue una de las varias pintoras colombianas activas durante el siglo xix, junto con Indalecia Tavera de Barriga, quien mostró un retrato de Tomás Cipriano de Mosquera (1798-1878) en la exposición de artes e industria celebrada en Boyacá en 1879 (Espinosa 1879, 7179), o Eustoquia Carrasquilla, cuyos retratos de Sucre y Bolívar pintados en 1845 se conservan hoy en día, respectivamente, en la Casa Museo Quinta de Bolívar y en la Fundación Boulton de Caracas. En aquella época, la obra de estas artistas no fue valorada del mismo modo que la producida por sus colegas hombres y casi no figura en las colecciones públicas actuales.
Las mujeres pintoras también figuraron activamente en el certamen de bellas artes de 1874 encabezado por el pintor mexicano Felipe Santiago Gutiérrez (1824-1904). Este artista llegó al país gracias a las gestiones de Rafael Pombo (1833-1912), quien lideró un esfuerzo infructuoso por establecer una escuela de bellas artes en 1873 (Vanegas 2017, 275) y enseñó en Bogotá a hombres y mujeres los cánones de la pintura académica. En la exposición de 1874, junto con las obras de pintores invitados y de sus discípulos, Gutiérrez exhibió retratos de una dama bogotana, Santander, Santos Gutiérrez (1820-1872) y Santos Acosta (1827-1901), ambos expresidentes (Pombo 1978, 254). Los retratos de Gutiérrez fueron muy exitosos en la alta sociedad bogotana, para la cual este artista ya había producido alrededor de veinte pinturas en enero de 1874, apenas dos meses después de su llegada a la ciudad (Medina 2014, 93). Alberto Urdaneta, rector de la recién consolidada Escuela de Bellas Artes de Bogotá, organizó en 1886 una gran exposición artística. Esta muestra, compuesta por más de 1200 obras, “situó a la pintura y la escultura del país en su justa dimensión, enfatizando su valor como patrimonio artístico e iniciando su apreciación en un contexto histórico, e inclusive, universal” (Serrano 1985, 18). Allí figuraron retratos coloniales y de los principales pintores nacionales activos durante el siglo xix. Además, también se exhibieron retratos de colombianos realizados por pintores europeos. Estos fueron pintados durante los viajes a Europa de los retratados o eran encargados, recurriendo a la fotografía, desde Bogotá a casas productoras de retratos del Viejo Continente (González 2013, 283). Estos retratos, junto con fotografías e impresos, habían permitido la divulgación de la tipología del retrato “académico” en Colombia antes de la llegada de Felipe Santiago Gutiérrez y la instauración de la enseñanza artística académica local.
Varias de las exposiciones mencionadas se realizaron con ocasión de la conmemoración de la Independencia. En estas coyunturas también tuvo lugar otro tipo de utilización de los retratos: ya no como manifestaciones del avance de la civilización material en el país, sino “como símbolos del nuevo orden [republicano] –a la par de escudos, banderas y alegorías– ocupando posiciones relevantes en espacios y ceremonias públicas”
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(Robledo 2018, 86). A diferencia de lo ocurrido en las exposiciones de artes e industrias, en estos momentos usualmente solo figuraron los retratos de hombres relevantes política y militarmente. Celebraciones públicas, inauguraciones de sociedades académicas y paradas militares se contaron entre los eventos propicios para la exhibición de estos retratos de próceres. Si bien el Estado y los Gobiernos locales ordenaron la producción de retratos para honrar con ellos a individuos considerados ilustres, la pobreza del erario impidió con frecuencia su ejecución. Por lo tanto, en dichas ocasiones de ceremonial público, al menos algunos de los retratos mostrados debieron ser aquellos comisionados previamente por los familiares del personaje representado (Robledo 2018, 93). A pesar de la falta crónica de recursos, en la segunda mitad del siglo xix comenzaron a formarse algunas galerías de retratos por iniciativa gubernamental, como aquella de presidentes del estado de Panamá comisionada a Epifanio Garay (González 2013, 303) o la de gobernadores de Cundinamarca. Sin embargo, la mencionada limitación presupuestal del Estado explica que las galerías de retratos más relevantes hayan sido constituidas en este periodo por iniciativa privada. De esta manera surgió, por ejemplo, la Colección Franco y se incrementó la galería de retratos de rectores y catedráticos del Colegio Mayor del Rosario. Esta última galería fue iniciada durante la Colonia y complementada durante el siglo xix principalmente con donaciones (Robledo 2018, 92). La galería de retratos del Museo Nacional de Colombia, cuya conformación abordaremos a continuación, pudo constituirse por una combinación de la limitada acción estatal con iniciativas privadas.
La galería de retratos del Museo Nacional, interés histórico y documentalEl Museo Nacional de Colombia fue inaugurado el 4 de julio de 1824 en la antigua Casa Botánica, siendo esta una institución cuya primera vocación fue la enseñanza de la historia natural y la formación de colecciones científicamente constituidas y clasificadas para su estudio. Sin embargo, aunque no perdieron su función original, desde estos primeros años las colecciones del Museo incorporaron objetos de otras índoles. En palabras de María Paola Rodríguez, “progresivamente, la identidad del Museo cambió. A los especímenes mineralógicos del gabinete y a los ejemplares zoológicos y paleontológicos que vinculaban la institución con las ciencias naturales, se agregaron objetos de arqueología, etnología e historia” (2013, 382). A lo largo del siglo xix, el Museo mantuvo un carácter múltiple, puesto que era a la vez repositorio de colecciones históricas –que incluían material arqueológico–, artísticas, científicas e “industriales”. Estas últimas fueron aquellas compuestas por productos manufacturados y recursos naturales que revelaban el potencial económico del país, cuya exhibición en el Museo dio a este, además de su carácter histórico y científico, una función similar a la de las exposiciones nacionales de arte e industria. El
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Museo Nacional adquiriría un talante predominantemente histórico en la década de 1930, cuando las colecciones científicas e industriales restantes se enviaron a otros repositorios (Segura 1995a, 294-296). Fue solo hasta 1948, cuando el Museo recibió las colecciones del desaparecido Museo de Bellas Artes, que esta institución obtendría una dimensión artística clara y permanente, coyuntura que trasciende los límites temporales del presente trabajo.
A lo largo del siglo xix y durante las primeras décadas del xx, los retratos –objetos iconográficos que facilitaban la evocación del carácter y hechos de los personajes representados– se convirtieron en el núcleo del relato histórico del Museo Nacional. Los héroes de la Independencia fueron los personajes centrales de dicho relato. Según Laura Malosetti, cuyas reflexiones referidas al Museo Histórico de Buenos Aires también pueden aplicarse al Museo Nacional de Colombia del siglo xix y principios del xx, la presencia “virtual” de los héroes de la Independencia se sostenía mediante la muestra de reliquias auténticas, como uniformes, armas medallas y otras pertenencias personales. Sin embargo, dicho efecto de presencia solo se lograba cuando los visitantes podían observar los rostros de los héroes. Por eso “era crucial poseer imágenes de estos hombres, sobre todo retratos, los cuales se convertían en las ‘caras’ de la nación misma” (Malosetti 2016, 111). Este carácter de “reliquia” dado a los retratos en el contexto del Museo, además de la falta de recursos que generalmente impedía la comisión de nuevas pinturas, ayuda a explicar la preferencia por retratos “antiguos” –realizados en vida del sujeto representado o poco después de su muerte– o basados en ellos, para la conformación de la galería de la institución.
Hemos podido establecer la procedencia de 271 de los retratos incorporados a la colección del Museo Nacional antes de 1923. De estos, 35 ingresaron a la colección del Museo cuando sus autores todavía estaban vivos e incluyen, a su vez, los pocos comisionados explícitamente para el Museo y otros remitidos por instituciones estatales que habían encargado previamente su realización. De los restantes, 37 son de autor desconocido, siendo imposible asegurar con certeza si fueron contemporáneos o no al retratado, y 39 son obra de pintores ya fallecidos en el momento de su incorporación a las colecciones. Estas últimas representaciones habitualmente fueron contemporáneas a los sujetos representados. Los 152 retratos pertenecientes a la Colección Franco merecen una mención particular. Sus autores, Constancio Franco (1842-1917), Julián Rubiano (ca. 1855-1925) y Eugenio Montoya (ca. 1860-1922), no produjeron una iconografía novedosa, sino que pintaron su serie mediante la copia de retratos antiguos. Algunos de los individuos fueron representados a partir de fotografías, los demás copiando litografías, miniaturas y óleos conservados por sus familiares (Robledo 2019, 28). Cuando esta colección
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fue comprada por el Estado en 1882, su valoración y avalúo se encargó a José María Espinosa, Alberto Urdaneta (1845-1887), Felipe Santiago Gutiérrez, Epifanio Garay y Pantaleón Mendoza (ca. 1860-1909). Estos pintores, exponentes significativos del medio artístico colombiano de entonces, calificaron la Colección Franco como de limitado interés plástico pero de valor documental e histórico (Robledo 2019, 25-28).
De repositorio de retratos de hombres de ciencia a galería de próceres y gobernantes A la colección del Museo Nacional de Colombia se incorporaron retratos de dos hombres de ciencia, Carlos Linneo (1774, reg. 535) y José Celestino Mutis, ambos cuadros heredados de la Expedición Botánica. La presencia de estos retratos en una institución dedicada al estudio de las ciencias
Autor desconocidoAlexander von HumboldtCa. 1830Óleo sobre tela71 x 53 cm Museo Nacional de Colombia, reg. 552
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naturales, como lo fue el Museo Nacional en sus primeros años, puede asociarse con el establecimiento de galerías de científicos insignes presentes en las instituciones académicas de la Ilustración europea (Rodríguez 2013, 387). María Paola Rodríguez encontró indicios, en una carta de Alexander von Humboldt (1769-1859) dirigida a Simón Bolívar en 1822 y en la correspondencia sostenida entre Humboldt y el pintor francés François Gerard (1770-1837), de la comisión a Gerard de un retrato del científico prusiano por parte del Gobierno colombiano (Rodríguez 2013, 314-318). En las colecciones del Museo Nacional existe aún un retrato de Humboldt (ca. 1830, reg. 552) de cuya pertenencia al Museo se tiene un primer testimonio en 1853 (Lisboa 1984, 210). La compra de un retrato de Francisco José de Caldas, “que carecía el Museo” (agn, Sección República, Instrucción Pública, Carpeta 126, f. 60)1, es la primera comisión de una pintura para la colección de retratos del Museo sobre la cual tenemos noticia certera. Este fue encargado a José Manuel Groot (1800-1878) por Joaquín Acosta (1800-1852), director de la institución entre 1832 y 1837 (agn, Sección República, Instrucción Pública, Carpeta 126, f. 71).
Acorde con la evolución del Museo Nacional, el criterio principal de interés que primó para la inclusión de retratos en la galería de la institución dejó de ser el mérito “científico” de los retratados. Pronto predominaron en la colección los personajes destacados en los ámbitos político y militar. La primera adquisición significativa de retratos, con la cual podría afirmarse que se dio un inicio formal a la colección de retratos del Museo y su carácter histórico, se produjo por iniciativa de Joaquín Acosta. Esta, de manera notable, no la constituyeron representaciones de sujetos partícipes en la creación de la nueva república. En su informe “El aumento que ha tenido el Museo en el presente año”, documento escrito hacia 1834, Acosta señaló el ingreso al Museo de “los retratos de los virreyes que a mi solicitud se hicieron pasar de la Tesorería de la Provincia” (agn, Sección República, Instrucción Pública, Carpeta 126, f. 33). Esta adquisición no implicó el gasto de recursos del Museo, dinámica que se repetirá en numerosas ocasiones en los años siguientes. En la actualidad, la serie de los virreyes se encuentra dispersa, conservándose pinturas en el Museo Colonial, la Academia Colombiana de Historia, el Palacio de Nariño y el Museo Nacional.
En una descripción del Museo de 1858, en la que se evidencia el incipiente carácter histórico de su galería de retratos, se enumeran algunas pinturas que entonces poseía la institución. Por entonces allí se exhibían “los retratos de los Vireyes [sic], de algunos Reyes de España, el del soldado feroz, don Pablo Morillo, el de Colón, el de Leticia Bonaparte i el de Demóstenes” (Anom. 1858, 44). El retrato de Morillo (ca. 1815, reg. 524), pintura atribuida a Pedro José Figueroa (ca. 1770-1838), también había sido mencionado por Miguel María Lisboa, quien visitó el Museo en 1853.
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Además, Lisboa refirió que “en lo alto de la sala está el retrato del general
Neira y colgadas abajo están su espada y su lanza; a los lados están los
retratos de varios generales de la Independencia, el de Humboldt y uno
de Colón” (Lisboa 1984, 200-201). El retrato de Juan José Neira (1841,
reg. 235), atribuido a Luis García Hevia, y aquellos de los “generales de
la Independencia” ingresaron al Museo de una manera inédita hasta ese
momento, esto es, a raíz de leyes y decretos cuyo objetivo fuera honrar
la memoria de los representados. El artículo 4º de dicha ley estipulaba
que “se destinará en el Museo Nacional una sala para los monumentos
históricos: se denominará ‘Sala Neira’ i en ella ocuparán el lugar preferente
el retrato de este, i la espada i lanza con que combatió” (Pombo 1845,
408). Una ley de 1842 ordenó la realización e inclusión en el Museo del
Joaquín Gutiérrez – atribuido Antonio Amar y Borbón (?)Ca. 1808Óleo sobre tela124 x 91,5 cm Museo Nacional de Colombia, reg. 3622Trasladado del Museo de Arte Colonial (4.5.1995)
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retrato de Francisco Martínez Bueno (reg. 349) (Pombo 1845, 408), obra
pintada por Jaime Joaquín Santibáñez (1789-ca.1864). Algunas leyes
de 1848 y 1849 destinaron al Museo pinturas de los próceres Atanasio
Girardot, Antonio Ricaurte, Luciano D’Elhuyar, José María Córdova y Liborio
Mejía (Plaza 1850, 13, 15 y 255). En 1850 se pagaron aquellas efigies de
Girardot, Ricaurte y D’Elhuyar a José María Espinosa (González 1998, 80-81),
quien también habría realizado el retrato de Córdova (Pombo 1886, 83)2.
El retrato de Caldas pintado por Groot y aquellos realizados por Espinosa,
García Hevia y Santibañez fueron los únicos comisionados por el Museo
durante el siglo xix.
Si bien las armas de Neira fueron depositadas en el Museo en los primeros
meses de 1841 (Anom. 1841, 33), la sala de monumentos históricos
planeada no tuvo mucha posteridad en su sede de la Casa Botánica. Este
inmueble fue vendido por el Gobierno en 1842, por lo que las colecciones
del Museo tuvieron que ser almacenadas en una pieza de la edificación
Luis García Hevia (1816-1887)Juan José Neira
1841Óleo sobre tela
93,8 x 78 cm Museo Nacional de Colombia, reg. 235
Ordenado por decreto de honores expedido por el Congreso de la
República para ser colocado en el Museo Nacional en una sala con su
nombre (19.4.1841)
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que albergaba la Secretaría del Interior y de Guerra (Segura 1995b, 17). Allí
permanecieron hasta 1845, cuando la primera administración de Tomas
Cipriano de Mosquera decidió su traslado al edificio de las Aulas (Segura
1995b, 23). Años después, el carácter histórico de la galería de retratos
se hizo evidente en un proyecto de reorganización de la biblioteca y “los
museos”, el cual fue presentado el 20 de septiembre de 1864 por Manuel
José Pardo, integrante de la Sociedad Filarmónica de Bogotá y de la Junta
General de Beneficencia del estado de Cundinamarca. Pardo sugirió
cambios para la ordenación de la biblioteca, la “Sala de mineralogía”, el
“Gabinete de historia natural” y el “Museo de pinturas” (agn, Fondo Enrique
Ortega Ricaurte, Serie Museos, Caja n.º 181, Carpeta 663, ff. 6r-12r). La
primera sala de este último debería constituirse con las obras coloniales
decomisadas por la desamortización a las comunidades religiosas. Una de
las otras dos albergaría los retratos de las autoridades coloniales y la otra
“los retratos de los hombres ilustres del país”. Para la conformación de esta
última, podría contarse
con multitud de retratos que existen en el museo, i con muchos que
poseen los particulares, quienes a una insinuacion del Gobierno,
manifestandoles el deseo de fundar una galería de esta naturaleza,
los cedería gustosos, por que ocuparían el lugar que la historia les ha
designado, i al mismo tiempo, se complacerían teniendo la certeza de
que las imágenes de sus antepasados tomandolas el Gobierno bajo su
salvaguardia se trasmitirian a las jeneraciones venideras, cosa que no
sucede cuando estos objetos pertenecen a los particulares. (agn, Fondo
Enrique Ortega Ricaurte, Serie Museos, Caja 181, Carpeta 663, f. 9r-9v)
En 1864 el Museo Nacional tenía una disposición múltiple, poseyendo aún
su carácter originario de institución dedicada a las ciencias naturales, pero
desarrollando también otras facetas, como aquella cada vez más notoria de
galería de retratos. En el proyecto de reordenamiento del Museo, las dos
salas de carácter histórico más evidente habrían sido las de exposición
de retratos coloniales y republicanos. Este proyecto de Pardo también
confirma la importancia de las donaciones privadas para la constitución
de la colección de retratos del Museo, así como las razones que desde su
perspectiva podían movilizar a los posibles donantes. Ejemplos notables de
los retratos donados fueron, entre muchos, el de Félix Restrepo (ca. 1832,
reg. 499), regalado al Museo en 1881 por los bisnietos del retratado; el de
Santander pintado por Espinosa en 1853 (reg. 243), obsequiado el 19 de
abril de 1887 por Manuela y Teodolinda Briceño Santander (ahmn, vol. 0,
1887, f. 11.); y uno de Simón Bolívar (1821, reg. 398), obsequiado por Felipe
F. Paúl a finales de 1890 o principios de 1891 (Pombo 1891).
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La función que los retratos desempeñaban en el Museo se manifestó
asimismo en el proyecto de reorganización y clasificación del Museo
propuesto el 8 de junio de 1881 por Fidel Pombo (1837-1901), científico,
ingeniero y docente. En dicho proyecto se formuló que el Museo debía
catalogarse en dos secciones: la de historia natural –dividida en zoología,
botánica, mineralogía y geología– y la de historia patria. Esta última estaba
compuesta por “varios retratos de gobernantes del país y varias personas
notables. De otros cuadros al óleo sobre asuntos diversos. Banderas y
estandartes de varias épocas notables de nuestra existencia política.
Numerosos objetos de arqueología y de Historia; y otras curiosidades”
(agn, Sección República, Fondo Secretaría de Instrucción Pública, Tomo 7,
Carpeta 4, f. 783v). No consideramos que la enumeración de los retratos
en primera instancia haya sido fortuita, siendo la sección “Retratos de
personajes eminentes en las ciencias, y de otras celebridades” un apartado
considerable del capítulo “Historia, arqueología, curiosidades y pinturas”
de un primer catálogo del Museo impreso en 1881 (Pombo 1881, 14-17).
José María Espinosa (1796-1883)
Francisco de Paula Santander
25.5.1853Óleo sobre tela
228 x 145 cm Museo Nacional de Colombia, reg. 243
Donado por Manuela y Teodolinda Briceño Santander (19.4.1887)
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El siguiente catálogo del Museo fue publicado cuando Pombo ya era su director, cargo que ejerció entre 1884 y 1901. La lectura de la Nueva guía permite constatar que la colección de retratos del Museo casi se cuadriplicó con respecto a lo registrado en 1881. Esto fue resultado de la mayor adquisición de pinturas en toda la historia del Museo Nacional, es decir, el ingreso a sus colecciones de la serie de retratos conocida como la Colección Franco.
La colección de 150 retratos de próceres de la Independencia, elaborada a finales del siglo xix por iniciativa de Constancio Franco (1842-1917), fue probablemente la serie de retratos más extensa de las creadas en Colombia durante el siglo xix. La factura de las pinturas inició hacia 1878 y en 1882 fue determinada su compra por parte del Estado, y su trasladado al Museo Nacional solo inició hasta 1884 (Robledo 2019, 21-23). El ingreso de estos retratos al Museo permitió que comenzara a gestarse la idea de creación de una galería de gobernantes de la nación, cuya conformación hubiera sido imposible con las pinturas conservadas previamente en el Museo. Enrique Álvarez Bonilla (1848-1913), subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública, visitó el Museo en 1888 y señaló, que aunque había allí retratos de las autoridades coloniales, algunas notabilidades y presidentes de la república, debía complementarse la colección de las efigies de estos últimos (Ávarez y Pombo 1888, 588). En un informe de 1894, Fidel Pombo reiteró la necesidad de completar esta colección de retratos: “en la galería de retratos de los jefes de gobierno, desde el tiempo de los virreyes hasta la época actual, faltan algunos retratos, que deberían conseguirse” (Segura 1995a, 182).
La voluntad de complementar la colección de retratos del Museo Nacional expresada por Pombo, se evidencia también en una carta de Rafael Espinosa Escallón (1829-ca. 1915), director del Museo de 1905 a 1910, dirigida al Ministerio de Instrucción Pública. Allí, Espinosa recordó las disposiciones de Carlos Cuervo Márquez (1858-1930), anterior ministro, quien determinó “que se fueran adquiriendo paulatinamente aquellos [retratos de hombres ilustres] que por sus servicios a la patria hubieran adquirido respectiva celebridad” (agn, saa-ii, Ministerio de Instrucción Pública, Colecciones: Informes, Carpeta 5, f. 15). El primer retrato comisionado para integrar la galería de gobernantes del Museo en esta coyuntura fue el de Rufino Cuervo Barreto (1906, reg. 407), abuelo de Cuervo Márquez (ahmn, vol. 2, 1906, f. 15). En este periodo, el Museo también recibió una importante remisión estatal: “once [retratos] al óleo, de medio cuerpo, [que fueron] enviados al Museo por su Excelencia el Presidente de la República; y al presente [se utilizan] para decorar el salón de la Asamblea Nacional. Todos fueron presidentes nacionales” (Espinosa 1907, 766). A pesar de la declaración de intenciones de Espinosa Escallón, el incremento de la colección de retratos a inicios del siglo xx continuó
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dependiendo principalmente de las donaciones privadas e institucionales. La puesta en práctica de la directiva de complementación de la galería de retratos solo se efectuó con dinamismo cuando Ernesto Restrepo Tirado (1862-1948) asumió la dirección del Museo.
Restrepo Tirado, director del Museo Nacional desde 1910 hasta 1920, inauguró el 20 de julio de 1911 un nuevo salón histórico constituido a partir de la “antigua portería del salón de grados y del depósito” del edificio de las Aulas (Restrepo 1911a, 211). Allí se expusieron unos pocos objetos prehispánicos y coloniales, recuerdos de la guerra de independencia y retratos de los próceres, de los cuales, por falta de espacio, solo se pudieron colocar “unos pocos” (Restrepo 1911b, 216). Además de este nuevo salón histórico, existía
otro que, ocupado en su mayor parte por retratos, es una lección
objetiva de historia. Allí los reyes de España, los mandatarios españoles,
los fundadores de la república, el Jefe del Ejército expedicionario, los
mártires de la Revolución, los militares que nos dieron independencia, los
próceres civiles que contribuyeron a la organización de la República,
los gobernantes de la era republicana. Agréganse a esto varios bustos
de colombianos distinguidos, retratos de notables miembros del clero, de
heroínas y cuadros de historia, como el que representa la muerte del
General Santander. (Ibáñez 1912, x)
Así describió Pedro María Ibáñez (1854-1919) la galería de pinturas del Museo en la introducción del Catálogo de 1912. Ello contrasta con el ordenamiento de la colección de retratos tal como es presentado en el cuerpo de dicho catálogo, donde esta aparece dividida en dos grandes secciones: el Salón de Gobernantes de Colombia y la Galería de Próceres (Restrepo 1912, 234-257). Esta discordancia permite inferir que la estructura de los catálogos no necesariamente reflejaba la disposición de las galerías de exhibición. Por falta de espacio, no siempre pudo exhibirse la pinacoteca en su totalidad, situación evidente en una declaración de Restrepo Tirado de 1915, realizada cuando el Museo llevaba dos años instalado en el Pasaje Cuervo:
algunos retratos de próceres y Presidentes y de hombres de ciencia y
naturalistas distinguidos, lo mismo que las buenas pinturas de que es el
Museo propietario […] sólo aguardan para su exhibición la entrega de
unos tres salones ofrecidos por el ministerio de Obras públicas. (Restrepo
1915, 164)
En 1918 se informa que todavía se conservaban depositados fuera del Museo “unos treinta retratos y cuadros al óleo depositados en dos piezas, pues en el Museo no hay puesto para colocarlos” (Paúl y Restrepo 1918, 458). Consideramos importante señalar estas circunstancias, debido a
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que la pinacoteca del Museo ha sido estudiada tal como la presentan los catálogos (Pérez 2011, 125-130), es decir, como si hubiera sido mostrada completa y dividida en secciones diferenciadas temáticamente, disposición que no necesariamente concordaba con sus condiciones reales de exhibición. Si bien físicamente la Galería de Próceres no estaba separada realmente del Salón de Gobernantes, como conjuntos pictóricos estas podían diferenciarse hasta cierto punto, debido a que la primera se componía en su mayoría por los retratos de la Colección Franco y, por su parte, los cuadros del Salón tenían procedencias y facturas más variadas.
Durante los meses previos a la inauguración del nuevo Salón Histórico en 1911, el director del Museo también se propuso “colocar en el Salón Histórico que actualmente se prepara en ese establecimiento, una colección, lo más completa posible, de los retratos del Libertador” (ahmn, vol. 3, 1911, f. 106). Suponemos que esto habría incentivado la donación de un retrato de Bolívar (ca. 1830, reg. 346) por parte de Mercedes Uricoechea de Gutiérrez el 21 de mayo de 1911 (ahmn, vol. 2 Anexo, 1911, f. 106.). La lectura del texto “Esjematología o ensayo iconográfico de Bolívar”, escrito por Alberto Urdaneta y publicado en el Papel Periódico Ilustrado en julio de 1883, le permitió a Restrepo Tirado enterarse de la existencia de retratos de Bolívar en otras dependencias del Estado. Su solicitud fue infructuosa con el Ministerio de Guerra y el Ministerio de Gobierno; sin embargo, logró en mayo y junio de 1911 el traslado de retratos de Bolívar al Museo Nacional desde la Casa de la Moneda y el Ministerio de Relaciones Exteriores (ahmn, vol. 3, 1911, ff. 107 y 142). Ambos retratos fueron trasferidos posteriormente en 1922 a la Quinta de Bolívar (ahmn, vol. 8, 1922, ff. 46-47).
Restrepo Tirado también realizó gestiones para complementar el Salón, como lo evidencia el acervo documental del Archivo Histórico del Museo. En septiembre de 1911 se comunicó con expresidentes de la república y sus familiares, solicitando la donación al Museo de retratos de los antiguos mandatarios. Entre otros, les escribió a los parientes de Froilán Largacha (ahmn, vol. 3, 1911, f. 190), Manuel Murillo Toro (ahmn, vol. 3, 1911, f. 195) y Miguel Antonio Caro (ahmn, vol. 3, 1911, f. 189). El director del Museo también acudió a instituciones estatales con el mismo objetivo y, de esta manera, consiguió en septiembre de 1911 la remisión al Museo de los retratos de Juan Eleuterio Ulloa (agn, saa-ii, Ministerio de Instrucción Pública, Colecciones: Informes, Carpeta 1, f. 71.) y Rafael Reyes (ahmn, vol. 3, 1911, f. 191).
En lo concerniente a la ampliación de la colección de retratos, la gestión más exitosa de Restrepo Tirado fue la que condujo al traslado de veintiséis retratos de la Gobernación de Cundinamarca al Museo Nacional. Esta pudo iniciar como resultado de la intención del director por adquirir un
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retrato de Manuel María Mallarino (1808-1872). Para su consecución,
Restrepo Tirado había contactado también a Manuel María Mallarino
Isaacs, nieto del presidente, quien entre 1911 y 1913 fue alcalde de Bogotá.
En su respuesta del 9 de septiembre de 1911 a la carta de Restrepo Tirado,
Mallarino Isaacs indicó que había
aprovechado la ocasión para insinuar al Sr. Gobernador [de
Cundinamarca] la conveniencia de que un gran número de retratos
de hombres ilustres, que andan por ahí dispersos, expuestos a las
eventualidades consiguientes, vayan todos al Museo Nacional, para que
allí se coloquen aquellos que merezcan tan grande honor. (ahmn, vol. 3,
1911, f. 188)
Restrepo Tirado continuó el trámite iniciado por Mallarino Isaacs, el cual
concluyó con la remisión de veintiséis retratos desde la Gobernación al
Museo en octubre de 1913 (ahmn, vol. 5, 1913, f. 163). Entre el conjunto de
retratados figuran políticos, gobernadores del departamento y presidentes
de la república.
Si aquella fue la principal donación de retratos recibida por el Museo en
estos años, la mayor compra se había efectuado en abril de 1913. En ese
entonces, el Ministerio de Instrucción Pública autorizó la adquisición de
quince retratos de próceres de la Independencia elaborados en las primeras
décadas del siglo xix, operación que Restrepo Tirado consideraba de
“interés verdadero para el museo” (agn, saa-ii, Ministerio de Instrucción
Pública, Colecciones: Informes, Carpeta 1, f. 147). Estas obras fueron
adquiridas al pintor Ricardo Moros Urbina (1865-1942), quien había
trabajado como grabador en el Papel Periódico Ilustrado para Alberto
Urdaneta. Este último no solamente había sido director de la publicación
sino que también fue el anterior poseedor de los quince retratos antiguos
comprados a Moros Urbina. Durante la gestión de Restrepo Tirado
asimismo se efectuaron algunas compras individuales de retratos, como
aquel de José María Córdova (1876, reg. 518) pintado por Fermín Isaza
(1809-ca.1895), pagado en 1913 a Francisco Barberi (agn, saa-ii, Ministerio
de Instrucción Pública, Colecciones: Informes, Carpeta 1, f. 157) y aquel de
Carlos Martínez Silva (1904, reg. 460) pintado por Silvano Cuellar (1873-
1938) y adquirido en 1919 a José Manuel Martínez (ahmn, vol. 7, 1919, f. 18).
Conclusión La gestión de Ernesto Restrepo Tirado permitió que el Museo Nacional
de Colombia asumiera el talante histórico que lo caracterizaría desde el
segundo cuarto del siglo xx. Si bien la labor de este director se distinguió
por un notable dinamismo, que se tradujo en la incorporación de un número
importante de objetos y pinturas a las colecciones del Museo, esta se llevó
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Silvano Andrés Cuellar Jiménez (1873-1938)Carlos Martínez Silva1904Óleo sobre tela230 x 157 cm Museo Nacional de Colombia, reg. 460Donado por Felipe F. Paúl (ca. 1886)
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
a cabo en un marco de acción estatal que no difería sustancialmente del
que había definido a la administración del Museo en las décadas anteriores.
Es decir, el éxito de Restrepo Tirado en la dirección del Museo no puede
hacernos olvidar que las donaciones y remisiones continuaron siendo los
principales modos de incremento de la colección. El mérito de Restrepo
Tirado en la consolidación de un relato histórico que sirviese de entramado
discursivo para las exhibiciones del Museo fue particularmente notable.
Sin embargo, aquel no fue producto de una intención programática, sino
de un imaginativo bricolaje administrativo y narrativo. Por lo tanto, y sin
negar la relativa importancia de la colección de retratos del Museo Nacional en
la constitución de la iconografía que ha informado al imaginario histórico
nacional, debemos insistir en que su constitución no fue el resultado de
proyectos “nacionales” de producción de imágenes financiados por el
Estado. Esta es una situación similar a la que Olga Acosta describe en
relación con la producción de pintura histórica en Colombia durante las
primeras décadas del siglo xx. Sobre esta, Acosta afirma que fue elaborada
en razón de intereses particulares de algunas instituciones, artistas y
políticos, y no de proyectos estatales (2010, 169).
Autor desconocidoEl Museo en el edificio Pedro A. López: Salón
de la época de la Independencia
1.2.1923Fotograbado
Cromos, No. 339 pp. 58 y 59Biblioteca Nacional de Colombia
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En el siglo xx el primer proyecto importante de comisión de retratos de
gobernantes colombianos para la pinacoteca del Museo fue implementado
en 1924 y 1925, cuando se encargaron retratos faltantes en la galería de
gobernantes a pintores formados en la Escuela de Bellas Artes, como
Coriolano Leudo (1886-1957), Rafael Tavera (1878-1957) y Eugenio Zerda
(1878-1945). Habían transcurrido más de setenta años desde que se
compraran los retratos pintados por José María Espinosa. Difícilmente
puede afirmarse que durante el primer siglo de su existencia el Museo
Nacional sirviera como un catalizador para la producción de retratos.
Esto es notable, debido a que a finales del siglo xix la galería de esta
institución era ya la más extensa del país. Además, en virtud de su interés
histórico y documental, la calidad plástica de los retratos en cuestión fue
secundaria como criterio de conformación y solo fueron incluidas efigies
de personajes, casi exclusivamente hombres, activos en los ámbitos
políticos, militares y científicos. Así mismo, otros formatos de retrato como
la miniatura, que durante la época estudiada se difundieron profusamente,
no fueron coleccionados con exhaustividad. Esto nos conduce a concluir
que la colección de retratos del Museo Nacional en este periodo no fue
representativa de la producción retratística colombiana, lo cual nunca fue
su intención, ya que funcionaba, en cambio, como la encarnación gráfica
de un relato histórico cuya lógica fue construyéndose gradualmente y en la
medida de lo posible.
Notas 1 Agradezco esta referencia a Libardo Sánchez Paredes, investigador del Departamento
de Curaduría de Historia del Museo Nacional de Colombia.
2 Estas obras de Espinosa fueron trasladadas en 1960 al Museo de la Independencia
(ahmn, vol. 59, f. 382).
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161 161
Una carta en tiempos de la revolución de Independencia: Carta de Camilo Torres a su hermano Ignacio, fechada el 1° de febrero de 1814*
Naila Katherine Flor OrtegaCuraduría de Historia del Museo Nacional de Colombia.
ResumenEn las colecciones del Museo Nacional de Colombia se conserva el documento denominado Carta de Camilo Torres a su hermano Ignacio (reg. 2001). La misiva fue escrita por José Camilo Clemente Torres Tenorio (1766-1816). En ella se pone en evidencia su vinculación y la de su hermano Ignacio Francisco Torres Tenorio (1776-1841) en la gesta independentista, particularmente durante el interregno neogranadino (1810-1816). En el presente informe de pieza se analiza la carta como objeto de la colección histórica del Museo Nacional, a partir del estudio de cuatro ejes temáticos: el ingreso de la carta a las colecciones del Museo Nacional, los vínculos entre el remitente y el destinario de la carta, la participación de los hermanos en la revolución de Independencia y la resignificación de la carta en su paso de documento de carácter privado a pieza testimonial. Las fuentes consultadas para realizar esta investigación fueron: el Archivo Eduardo Santos (aes) conservado por la Biblioteca Luis Ángel Arango (blaa), el Archivo Histórico del Museo Nacional de Colombia (ahmnc) y la base de datos Colecciones Colombianas del mismo Museo (bdcc-mnc), el Archivo Histórico de la Casa Museo Quinta de Bolívar (ahcmqb), así como el Fondo Camilo Torres y Tenorio (fctt), custodiado por el Archivo Histórico Javeriano Juan Manuel Pacheco (ahjjmp).
Palabras claveCamilo Torres Tenorio, Ignacio Torres Tenorio, revolución de Independencia, coleccionismo, donación, Museo Nacional de Colombia, vida social de las cosas.
curaduría de historia
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
En su colección histórica, el Museo Nacional de Colombia conserva
una carta escrita por el neogranadino José Camilo Clemente Torres
Tenorio (1766-1816), la cual fue dirigida a su hermano Ignacio Francisco
Torres Tenorio (1776-1841) (bdcc-mnc, reg. 2001. Véase anexo n.° 1)1. El
documento fue donado por Eduardo Santos Montejo (1888-1974) al Museo
Nacional de Colombia en 1958. Actualmente se encuentra catalogado con
el número de registro 2001. Esta pieza constituye un valioso testimonio de
los dramas ocasionados por la guerra y del compromiso de dos hermanos
con la gesta independentista. Así mismo, y como señala Vanegas respecto
del epistolario de los hermanos José Gregorio (1781-1816) y Agustín
Gutiérrez Moreno (n. 1784), la carta es una evidencia tanto de “los
fundamentos y las formas que revestían los lazos familiares” como de “los
meandros de la vida privada” (Vanegas 2011, 19-20). En este informe de
pieza se explicará de qué manera la carta ingresó a las colecciones del Museo
y se analizará el contexto de su producción y su función comunicativa.
La misiva, manuscrita en dos folios, fue redactada en Tunja el 1° de
febrero de 1814. En ella, Camilo le dice a su “querido hermano” que
pensaba no escribirle, primero, porque consideraba que otro hermano,
Gerónimo Torres Tenorio, lo pondría al tanto de lo que estaba ocurriendo
en Santafé con respecto a la guerra por la independencia de la Nueva
Granada y, segundo, porque no sabía si Ignacio se había dirigido con el
ejército independentista hacia Pasto, lugar dominado por defensores de la
Corona española. Pareciera que este último hecho suscitaba preocupación
en Camilo, puesto que le planteó a su familiar una advertencia que no
quería dejar de hacerle. La recomendación impelía a Ignacio a no fungir
nuevamente como parlamentario, es decir, como agente destinado a
transmitir comunicaciones a jefes del bando realista1, porque, en opinión
de Camilo, ese cargo lo llevaría a poner su vida en manos de los enemigos.
Según él, ese tipo de formalidades o cargos no eran respetados por los
españoles, quienes consideraban a los patriotas como “insurgentes”.
Camilo argumentaba que “Contigo Pr[incip]almte debe haber un encono
particular, pr lo precedido y pr que eres un herm[an]o mio. Asi, prud[enci]a p[ar]a estos casos, qe no está reñida con el valor y con la obligación”.
Camilo consideraba que su hermano ya había dado pruebas de su “buena
disposicion p[ar]a servir en lo que te ocupen”. Además de su advertencia
a Ignacio, Camilo comenta en la carta que de sus hermanas solo sabe que
“estan buenas”, aunque tiene dudas sobre el rumor de la muerte de su
hermana Luisa, porque en una carta del 6 de enero que le dirigiera Ignacio
a Gerónimo, no le mencionaba nada al respecto. Al terminar su misiva,
Camilo le dice a Ignacio, entre otras cosas, “continua trabajando pr tu
Patria” (bdcc-mnc, reg. 2001).
163
una carta en tiempos de la revolución de independencia: carta de camilo torres a su hermano ignacio, fechada el 1° de febrero de 1814
Camilo Torres y Tenorio (1766-1816)Carta de Camilo Torres a su hermano Ignacio1.2.1814(reg. 2001)Colección Museo Nacional de ColombiaReproducción fotográfica por Samuel Monsalve Parra
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
La carta en las colecciones del Museo Nacional de ColombiaEste documento histórico fue donado en 1958 por Eduardo Santos, quien
además de haber fungido como político y periodista, fue coleccionista,
filántropo y miembro de instituciones académicas como la Academia
Colombiana de Historia. Su colección, de carácter histórico, reunió objetos
testimoniales de la vida política, social, económica y geográfica del
país (Flor 2019, 122). Inicialmente, la carta formó parte de un conjunto
de doscientas noventa piezas donadas por Santos, con el objeto de
exhibirlas en una sala que la entonces directora del Museo Teresa Cuervo
Borda (1889-1976) denominaría Salón Eduardo Santos. A causa de dos
donaciones anteriores a 1958 y otras posteriores a este año, la carta
finalmente haría parte de un conjunto aproximado de trescientas cuarenta
y un piezas donadas por Santos al Museo Nacional (Flor 2019, 128-131)2.
Probablemente antes de cederla a este Museo, la carta fue exhibida en la
Casa Museo Quinta de Bolívar, junto con otras piezas que Santos había
entregado en “calidad de depósito transitorio” a esta entidad (ahcmqb,
Inventarios, compras, donaciones, f. 94).
Al parecer, la donación al Museo Nacional ocurrió debido a que Cuervo
le solicitó a Santos el préstamo de su colección. Las peticiones de las
cuales tenemos noticia fueron planteadas en cartas fechadas en 1947 y
1948. En 1947, Cuervo le pidió prestada a Santos “su magnífica colección
iconográfica del Libertador, para colocarla en uno de los salones del
Museo”. En 1948, le solicitó “su famosa Colección sobre Bolívar y demás
cosas, para destinar una sala especial” (ahmnc, vol. 16, 1947, f. 61; vol. 16,
1948, f. 27; Flor 2019, 128). Estos requerimientos pudieron incidir en la
decisión de Eduardo Santos de exhibir en el Museo Nacional los objetos
históricos de su propiedad, así como en la donación de tales piezas (blaa,
aes, Miscelánea, caja 22, carp. 8, f. 369).
El acto de Santos de dar la carta al Museo Nacional implicó el traspaso del
documento de una colección privada a una colección pública y, por tanto,
la resignificación de la pieza, puesto que al ingresar al acervo del Museo
fue convertida en patrimonio cultural de la nación. Sin embargo, la misiva
había sido previamente resignificada, al pasar del ámbito privado de la
familia Torres Tenorio a un escenario completamente diferente. Aunque
desconocemos en qué momento la carta salió del espectro privado, hemos
podido rastrear cómo ingresó a la colección de Santos, gracias al archivo
Eduardo Santos custodiado por la Biblioteca Luis Ángel Arango. Entre
los documentos clasificados en el fondo Miscelánea figura uno que lleva
por título “Lista de varios documentos antiguos”. Tal lista, que consta de
diez descripciones de documentos, esta antecedida por una tarjeta de
presentación en la que se lee en letras impresas el nombre Julia Cayzedo
165
una carta en tiempos de la revolución de independencia: carta de camilo torres a su hermano ignacio, fechada el 1° de febrero de 1814
Cárdenas y en letras manuscritas, “affa y s.s.”. La fecha es “Bogotá, 5 de
diciembre 1950”. En el reverso figuran las palabras manuscritas: “Muy
estimado amigo: le dejo esta lista de Documentos antiguos para que Ud
vea que [sic.] puede interesarle”. En el listado aparece enunciada la carta
escrita por Camilo Torres de la siguiente manera:
Carta de Don Camilo Torres a su hermano Ignacio, fechada en Tunja a 1 de
Febrero de 1814-Le recomienda que no se vuelva a meter de parlamentario
porque le puede costar muy caro. Los españoles no respetan fomalidades
[sic.] entre nosotros pues nos tienen por insurgentes y que si se le ofrece
otra igual con Sámano o con el sanguinario Motes [Montes] no sería él
el que volvia [sic.] a traer la razón &&. Habla tambien [sic.] de Nariño, y
que no ha tenido noticias de Popayán, durante la permanencia de Sámano.
(blaa, aes, Miscelánea, caja 22, carp. 5, f. 240)
Además de la carta, en la lista figuran cuatro documentos más relacionados
con la familia Torres Tenorio3. Conforme a las descripciones de los diez
documentos de la lista, puede suponerse que, en un momento de su vida social,
la comunicación denominada Carta de Camilo Torres a su hermano Ignacio
(reg. 2001) formó parte de un conjunto de documentos testimoniales de
la historia del país. Datados entre 1768 y 1819, los documentos evocan
asuntos de la familia Torres Tenorio, aspectos escolares durante la Colonia
y cuestiones económicas y políticas del proceso de Independencia,
principalmente de la provincia de Popayán. Respecto a dicha familia,
los documentos descritos revelan algunos cargos que ocupó Gerónimo
Francisco Torres y Herreros (1724-1802), padre de Camilo e Ignacio; la
participación de estos dos hermanos en la revolución de Independencia y,
posiblemente, la vinculación de Camilo al acontecimiento histórico conocido
como “la conspiración de los pasquines” de 1794.
Por la fecha de la tarjeta de presentación, puede señalarse que la
carta estuvo en posesión de la señora Cayzedo hasta el año 1950 –
desconocemos desde cuándo–. En el listado aparece en letra manuscrita
y en color rojo la anotación “$700.00 pagados al padre Cayzedo” (blaa,
aes, Miscelánea, caja 22, carp. 5, f. 240). Así, es posible plantear que la
carta fue adquirida por Santos junto con los otros documentos ofrecidos
por la señora Cayzedo. Esta adquisición situaría la misiva escrita por
Camilo Torres en un nuevo escenario: de formar parte de un conjunto de
documentos históricos de propiedad de la señora Cayzedo –de quien
desconocemos si fue familiar de los Torres Tenorio, coleccionista o solo
se dedicaba a comerciar con antigüedades–, la carta pasó a acrecentar la
colección de una figura pública. En este nuevo contexto, la epístola, que ya
había dejado de cumplir el papel de instrumento de comunicación entre
dos hermanos, adquirió un valor como objeto patrimonial de una colección
privada conformada por objetos testimoniales de la historia del país.
166
d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
Como ya se mencionó, con la donación que hizo Santos en 1958 al Museo
Nacional, la carta fue investida con una connotación simbólica en cuanto
que objeto patrimonial y cultural de la nación.
Desde su ingreso en las colecciones del Museo, la carta ha sido clasificada
bajo la categoría de “Manuscritos”. En el catálogo del Museo Nacional
publicado en 1960, la directora Teresa Cuervo la registró con el número
2001, con la siguiente descripción: “Carta de don Camilo Torres a su
hermano Gerónimo, fechada en Tunja el 1° de febrero de 1814” (Ministerio
de Educación Nacional y División de Extensión Cultural 1960, 285). Esta
misma información, con un error en el nombre del destinatario, figuraría
en el catálogo publicado por la misma directora en 1968 (Ministerio de
Educación Nacional 1968, 305).
Vínculos familiares del remitente y del destinatario
Ignacio y Camilo Torres fueron miembros de una familia notable de la
provincia de Popayán. Sus padres fueron Gerónimo Francisco Torres y
Herreros, nacido en Lumbreras, hoy municipio de la comunidad autónoma
de La Rioja (España), y María Teresa Tenorio y Carvajal, oriunda de
Popayán (Álvarez 1905a, 65-67). Torres y Herreros llegó a Cartagena
de Indias a mediados del siglo xviii. Aunque en esta provincia estableció
negocios de comercio, posteriormente se trasladó a Popayán, con el ánimo
de trabajar en la explotación de minas de oro (Álvarez 1905a, 67). Tras fijar
en dicha provincia su residencia, adquirió vastas extensiones de tierra en
zonas actualmente conocidas como Neiva, Popayán y en la Costa Pacífica, y
se dedicó allí a actividades económicas como la minería y el comercio de la
quina (Castrillón 2003, 11). Torres y Herreros también fungió como soldado
distinguido y subteniente de las milicias urbanas de Popayán, capitán en las
milicias disciplinadas de Popayán y regidor de esta misma provincia (bdcc-
mnc, reg. 2004; blaa, aes, Miscelánea, caja 22, carp. 5, f. 240).
De acuerdo con Silva, los Torres Tenorio fueron “gentes de ‘mediano caudal’
y mediano reconocimiento social” (2008, 438). Las actividades mineras
fueron poco productivas y, al cabo de un tiempo, el padre de la familia se
convirtió en el dueño de una mina de escasos rendimientos, de tierras de
dudosa propiedad sin cultivar y de una pequeña cuadrilla de esclavos (Silva
2008, 438). Adicionalmente, la familia se vio afectada económicamente
por los gastos onerosos que asumió Torres y Herreros en la apertura del
camino de Izná y en la construcción del puente Cauca. Para esta última
obra suministró gratuitamente la cal, de la cual se requirieron grandes
cantidades porque el puente se cayó y debieron construirlo por segunda
vez (Álvarez 1905a, 68).
167
una carta en tiempos de la revolución de independencia: carta de camilo torres a su hermano ignacio, fechada el 1° de febrero de 1814
Camilo e Ignacio tuvieron siete hermanos: María Luisa, María Manuela,
María Andrea, Manuel Ignacio, Gerónimo Antonio (1771-1839), y Teresa
y Rafaela, quienes al parecer murieron cuando eran niñas (Arboleda
1996, 539). Según algunos biógrafos, los hermanos Torres recibieron sus
primeros estudios en casa de sus padres, con profesores particulares.
Mientras de Camilo se conoce que estudió humanidades y filosofía en
el Real Colegio Seminario San Francisco de Asís (en Popayán) y que
posteriormente obtuvo los títulos de bachillerato en filosofía y de bachiller,
licenciado y doctor en teología y derecho canónico, otorgados por el
Colegio Mayor de Nuestra del Rosario (Álvarez 1905b, 132; Forero 1952, 15-
23); de Ignacio solo se sabe que cursó estudios en el mismo Real Colegio
Seminario de Popayán (Arboleda 1996, 540).
Camilo formó parte de lo que Silva ha llamado el “grupo” de los ilustrados
de la Nueva Granada. Su educación le permitió acceder a aspectos como la
lectura de libros ilustrados, participar en espacios de sociabilidad erudita
como las tertulias y apropiarse de un nuevo sistema de representaciones
en torno a problemas como la creación de riqueza, el saber, el trabajo
y la naturaleza (Silva 2008, 613-629). En el ámbito laboral, Camilo fue
catedrático de filosofía, derecho civil y derecho real de España en el Colegio
Mayor del Rosario ([Cárdenas] 1832, v). Además, fungió como protector
de esclavos, abogado defensor de pobres, abogado de la Real Audiencia
de Santa Fe y de los Reales Consejos de España, abogado y asesor de la
Casa de la Moneda, y asesor y director del Cabildo de Santafé (Castrillón
2003, 13; [Cárdenas] 1832, iv). Camilo fue considerado por sus coetáneos
como uno de los más eminentes abogados del Nuevo Reino de Granada
(Gutiérrez 2010, 241). Ignacio, por el contrario, se dedicaba a la minería. Al
parecer, él y su hermano Gerónimo respondían económicamente por sus
hermanas, quienes también residían en Popayán (ahjjmp, fctt, carp. 176, f. 14).
En 1810, cuando se forma la primera junta de gobierno en el Nuevo Reino de
Granada, Camilo tenía 44 años e Ignacio, 34. En 1814, año en el que Camilo
escribió la carta, él vivía en Tunja e Ignacio residía en Popayán. Ambos
participaron activamente en la revolución neogranadina por la independencia.
Camilo e Ignacio Torres Tenorio en la contienda independentistaLa carta conservada por el Museo Nacional de Colombia (reg.
2001) permite inferir que fue escrita en el contexto de la guerra de
independencia, más específicamente, durante el periodo comprendido
entre la deposición de las autoridades virreinales en 1810 y la llegada
del Ejército Expedicionario al Nuevo Reino de Granada (Gutiérrez 2007,
38). Este periodo, denominado por Daniel Gutiérrez como el “interregno
168
d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
neogranadino”, se caracterizó por la formación de una docena de estados
soberanos e independientes y la creación de una confederación de
pequeñas repúblicas (Gutiérrez 2007, 39 y 52)4.
El remitente y el destinatario, Camilo e Ignacio, participaron en
los acontecimientos que tuvieron lugar en esa etapa de la historia
colombiana. Tal periodo tuvo sus antecedentes en 1808, cuando
Napoleón Bonaparte (1769-1821) invadió la península ibérica y obligó al
rey Fernando VII (1784-1833) a abdicar. Mientras Camilo mantuvo un
accionar político en la gesta independentista, Ignacio fungió inicialmente
como político y posteriormente como militar de los ejércitos patriotas. La
vinculación de Camilo a dicho proceso inició en el Cabildo de Santafé. Por
su parte, Ignacio figuró en el escenario político a raíz de su intervención en
los debates suscitados en Popayán para discernir sobre la crisis política.
Debido a tal participación, en 1809 fue comisionado por algunos dirigentes
de Santafé, entre ellos su hermano Camilo, para trasladarse a la capital del
virreinato, al parecer, con el encargo de discutir con ellos sobre los planes
que debían adoptarse en el Nuevo Reino de Granada (Álvarez 1903, 136;
Álvarez 1905a, 73; Arboleda 1996, 540).
A través de su quehacer político, Camilo Torres criticó la Suprema
Junta Central Gubernativa del Reino, órgano creado por los españoles
peninsulares el 25 de septiembre de 1808 en Aranjuez, para gobernar “en
lugar y nombre del rey” y enfrentar a los franceses (Guerra 2009, 160). En
su Memorial de agravios5, Torres manifestó su posición sobre la forma de
consolidar el nuevo Gobierno monárquico, el cual debía sustentarse en los
principios de justicia, igualdad de derechos y soberanía (1832, 4 y 13). Así,
el Gobierno debía conformarse de forma tal que “resultase un verdadero
cuerpo nacional”, con igual número de representantes por cada provincia
española y por cada reino y capitanía general de las américas (Torres
1832, 2 y 5). La desigualdad en la representación nacional –promovida
por la Suprema Junta Central al convocar un diputado por cada uno de los
virreinatos y capitanías generales de las Américas, y dos vocales por cada
provincia española–, así como la disolución de esta Junta y la creación
irregular de un Consejo de Regencia (Gutiérrez 2016, 17), condujo a Camilo
Torres y a otros dirigentes neogranadinos a erigir juntas de gobierno. Torres
defendió la instauración de estas entidades políticas argumentando que
ellas constituían “la única forma de gobierno que sería más conveniente”
para la libertad y felicidad del reino (Torres 1960, 61). Camilo fue elegido
vocal en la Junta de Santafé, instaurada el 20 de julio de 1810. A través de
esta y otras juntas erigidas en el Nuevo Reino de Ganada, la élite política
asumió el derecho de la soberanía, removió las autoridades monárquicas
e instaló Gobiernos provinciales en nombre de Fernando VII (Torres y
Gutiérrez 1810).
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una carta en tiempos de la revolución de independencia: carta de camilo torres a su hermano ignacio, fechada el 1° de febrero de 1814
Por su parte, Ignacio regresó a Popayán, capital de la gobernación del mismo nombre conformada por Pasto, Popayán y las ciudades del Valle –Anserma, Buga, Cali, Caloto, Cartago y Toro– (Díaz 2006, 301). En diciembre de 1810, Ignacio partió desde Popayán hacia el Valle con el objeto de unirse a las tropas que las ciudades de esa región estaban organizando para enviar ayuda militar a Popayán (ahjjmp, fctt, carp. 176, f. 37-38). De esta manera, el joven Torres combatiría contra las fuerzas realistas dirigidas por el gobernador de Popayán Miguel Tacón (1775-1855), quien había declarado ilegal la Junta Provisional de Salud y Seguridad Pública creada en agosto de 1810 para restablecer la administración interior de la gobernación de Popayán (Díaz 2006, 307; Quintero y Martínez 2008, 202-205 y 245-248). Ignacio participó en el entrenamiento de tropas de infantería (ahjjmp, fctt, carp. 176, f. 37-38) y le fue conferido “el mando del Cuerpo de jinetes organizado en Toro” (cit. en Álvarez 1905a, 76). Bajo la dirección de la Junta Provisional de Gobierno de las Ciudades Amigas del Valle del Cauca –conformada el 1° de febrero de 1811 para organizar la defensa y gobierno de las ciudades confederadas del Valle (Díaz 2006, 308)– y con el rango de teniente de milicias, Torres participó el 28 de marzo de 1811 en la acción de Palacé, contienda en la cual fue derrotado el gobernador Miguel Tacón (Arboleda 1996, 540; Álvarez 1903, 137). En ese mismo año pelearía también en el Patía y en Mercaderes, y participaría en la ocupación de Pasto (Álvarez 1905a, 74 y 79).
Desde la provincia de Popayán y mediante sus cartas, Ignacio transmitía a Camilo noticias sobre España y Quito, conocidas por él a través de la prensa quiteña. A su vez, Camilo informaba a Ignacio sobre los acontecimientos ocurridos en Santafé y Cartagena, sobre las novedades divulgadas por las gacetas inglesas y le remitía impresos como las “gazetas de Caracas” (ahjjmp, fctt, carp. 176, f. 4-5, 6-7, 43-44, 52; Torres 1960, 54). Gerónimo, otro de los hermanos Torres Tenorio, también contribuyó a este constante intercambio de información sobre la guerra y las entidades gubernamentales (véase Álvarez 1903, 135-148). En la correspondencia y en las acciones políticas o militares de estos hermanos, se percibe el discurrir de una clase dirigente neogranadina que erigía entidades soberanas al tiempo que combatía contra las fuerzas realistas que luchaban por mantener el orden monárquico.
En contraste con el quehacer militar de Ignacio, Camilo conservó un perfil político en la contienda contra la Corona española. Además de intervenir en la consolidación de la Junta de Santafé, participó en las discusiones sobre los órganos de gobierno con los cuales, según Gutiérrez, la élite política buscaba restablecer la cohesión del cuerpo político y mantener la integridad del cuerpo social (2010, 64). Aunque Camilo defendió inicialmente la idea de conformar en Santafé una junta central del reino y de esta manera promovió una forma de gobierno centralista, posteriormente apoyó la
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propuesta de algunos dirigentes cartageneros de erigir un congreso general conformado por representantes de las diferentes provincias. En este cuerpo, constituido el 22 de diciembre de 1810 conforme al sistema federativo, Camilo fungió como representante de la provincia de Pamplona (Gutiérrez 2010, 65-66). Posteriormente, ejerció como secretario del Colegio Constituyente y Electoral, órgano creado por la Junta de Santafé con el doble propósito de asumir la administración de la provincia de Cundinamarca y proponer una Constitución provincial. En representación de la provincia de Pamplona, Torres participó en la conformación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada y en la consolidación del Congreso de esa nueva entidad política (“Acta de federación” 1989 [1811], 4). El Congreso eligió a Torres como su presidente (1812-1814 y 1815-1816) y le asignó atribuciones de encargado del poder ejecutivo (Hernández 1989, xxiv). Desde esta posición, Camilo Torres se convirtió en uno de los más vehementes defensores del sistema federal.
A diferencia de Camilo, parece ser que Ignacio no respaldó ninguna de las dos formas de gobierno. Él consideraba que por los tiempos que estaban viviendo, de contiendas entre patriotas y realistas, era necesario enfocarse en otros asuntos. En una carta del 7 de mayo de 1811, Ignacio le diría a Camilo:
creo que todos debemos persuadirnos de que durante la actual contienda,
que apenas principia, más que inútil es perjudicial malgastar el tiempo
precioso en discusiones estériles sobre formas de Gobierno; porque,
además de que el calor de la polémica enardecerá los ánimos, los
distraerá del fin primordial, que es la salud pública, única y suprema
ley. Esta época es sólo de lucha, de guerra sin tregua ni descanso, hasta
despedazar las cadenas con que nos oprimen y sacudir el infamante
yugo de la Metrópoli; lo demás es enteramente secundario y se hará
después. En suma: traten ustedes de establecer allá un Gobierno
provisorio que atienda en lo posible al orden interior, que arbitre recursos
con qué atender á las necesidades de la guerra, y nosotros lucharemos
aquí con decisión, energía y fe inquebrantables, para conseguir la
anhelada libertad; asegurada ésta, nos constituiremos luego en cuerpo
de Nación independiente y soberana; tales son mis ideas, hijas de íntima
convicción. (cit. en Álvarez 1905a, 75)
A pesar de estas reconvenciones, Camilo no cejó en la defensa de la forma de gobierno federal. Por su parte, la convicción de Ignacio sobre la necesidad de luchar “para conseguir la anhelada libertad” lo llevaría a perseguir a Tacón en su travesía hacia Pasto. La participación de Ignacio en la ocupación patriota de esta ciudad le permitiría acceder al cargo de jefe civil y militar de Pasto, y ascender a coronel (ahjjmp, fctt, carp. 53, f. 88; Álvarez 1905a, 79). Quizá la misma convicción llevaría a Ignacio a incorporarse a las fuerzas comandadas por el general Antonio Nariño en la denominada Campaña del Sur, organizada para combatir la amenaza de las
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una carta en tiempos de la revolución de independencia: carta de camilo torres a su hermano ignacio, fechada el 1° de febrero de 1814
tropas españolas, ávidas por recuperar el sur del Nuevo Reino de
Granada (González 1998, 31). Ignacio luchó en las batallas del Alto
Palacé (30.12.1813), Calibío (15.1.1814), Juanambú (29.4.1814), Chacapamba
(4.5.1814), Tasines (9.5.1814) y de los ejidos de Pasto (10.5.1814) (Álvarez
1905a, 80).
Camilo le escribió la carta a Ignacio el 1° de febrero de 1814, es decir,
durante el accionar militar de este último en la Campaña del Sur. Al
parecer, una misión de parlamentario que Nariño le había confiado a
Ignacio motivaría la escritura de la epístola. La advertencia inexorable
de Camilo estaba relacionada con dicha misión, sobre la cual no se han
podido conocer detalles. Según Camilo, aunque Ignacio ya había fungido
como parlamentario y había podido conservar su vida, no debía volver a
ejercer tal cargo, porque las misiones asignadas por Nariño lo llevarían a
relacionarse con mandatarios españoles y, en consecuencia, a poner en
riesgo su vida. Un riesgo que, según Camilo, se acrecentaba por cuanto
eran considerados insurgentes y por el hecho de ser su hermano (bdcc-
mnc, reg. 2001).
Tales consideraciones de los patriotas como insurgentes, rebeldes y
traidores (Restrepo 2009, 427) conducirían al encarcelamiento de Ignacio
y a la muerte de Camilo. Ello acontecería efectivamente en el marco de la
expedición pacificadora impuesta por Fernando VII tras regresar a España a
comienzos de 1814 (Gutiérrez 2016, 18). Ignacio, apresado en junio de 1816
tras la derrota del Ejército Patriota en la Cuchilla del Tambo, fue condenado
al presidio en un castillo en Puerto Cabello (Venezuela)6. Al siguiente mes,
Camilo fue capturado en Popayán, ciudad a la cual había huido para salvar
su vida. Junto con doce detenidos más, Camilo fue obligado a caminar
hasta Santafé para ser juzgado allí por el Consejo de Guerra. Por ser
considerado una de las “principales cabezas de la rebelión”, fue condenado
a la “pena capital” y a la confiscación de sus bienes. En el documento
titulado Continúa la relación de los principales cabezas de la rebelion de este
Nuevo Reyno de Granda, que despues de formados sus procesos, y vistos
detenidamente en el Consejo de Guerra permanente, han sufrido por sus delitos
la pena capital en la forma que se expresa, se señaló:
Dr. camilo torres. Diputado del Congreso por la Provincia de Popayán,
Presidente del mismo en cuyo tiempo publicó diferentes proclamas
contra el Gobierno del Rey, entusiasmando á los Pueblos para sostener
la Independencia. Id. Que el anterior: Fué pasado por las armas, luego
colgado en la horca, y axada su cabeza en parque público, y confiscados
sus bienes. (1816, s.p.)
Camilo Torres fue fusilado el 5 de octubre de 1816 en el Colegio de Santo
Tomás. Su cabeza fue exhibida en una jaula de hierro en el camino de San
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
Diego –en ese entonces, una de las entradas de Santafé–, con el objeto de “dar testimonio de la justicia española” (Caballero 1902, 257; Restrepo 2009, 429). Su esposa Francisca Prieto Ricaurte e hijos fueron reducidos a la mendicidad, debido a la confiscación de sus bienes. Las hermanas Torres Tenorio fueron condenadas a vivir sin recursos económicos en El Pital, municipio actualmente situado en el departamento del Huila (Álvarez 1903, 138). Estos hechos, ocurridos como retaliación por la participación de los hermanos en el proceso de Independencia, denotan el grado de vinculación de Camilo e Ignacio en ese proceso. Esa misma participación se manifiesta en la misiva conservada en el Museo Nacional de Colombia. La carta, que inicialmente circuló en el ámbito privado de la familia, posteriormente transitó a la esfera pública, ¿qué pudo haber motivado este tránsito?
Resignificación de la carta de carácter privado a documento testimonialLa carta, como se mencionó anteriormente, fue escrita en Tunja por Camilo y remitida a Popayán a su hermano Ignacio. Así, la misiva circuló inicialmente en el ámbito privado de la familia Torres Tenorio. Transcurrido el tiempo, la epístola trascendió el espacio privado para circular, como ya se señaló, en posibles anticuarios, en una colección privada y posteriormente en la esfera pública nacional. Aunque no pueden indicarse todos los momentos de la “vida social” de la carta en los cuales acontecieron estos cambios, sí puede arriesgarse una explicación sobre los motivos por los cuales acaecieron, a partir de lo que Arjun Appadurai ha llamado “la desviación de las mercancías de sus rutas específicas” (1986, 43). Según Appadurai, la desviación de los objetos de sus rutas acostumbradas ocurre cuando ellos son producidos con un fin específico, pero por efectos del mercado del arte o de la moda, son colocados en contextos inverosímiles –que aceleran o incrementan su valor– y, por tanto, transformados cultural, social y económicamente. Este tipo de desviación se observa, por ejemplo, en objetos pertenecientes a familias notables, que a causa de la penuria económica deben desprenderse de sus bienes heredados, antigüedades y recuerdos para mercantilizarlos (Appadurai 1986, 43-45). Así, lo que hace la “desviación” es transmutar un objeto en otra cosa y resignificarlo en un nuevo escenario.
Estos cambios pueden observarse también en la misiva objeto de estudio en este informe de pieza. Sin embargo, dichas transformaciones podrían circunscribirse más a cuestiones culturales e históricas que a factores como la moda o el mercado del arte. La misiva, escrita con el fin de servir de instrumento de comunicación entre dos hermanos, experimentó un cambio en su valor y se convirtió en un objeto testimonial de la historia colombiana, debido a factores como la representación del pasado nacional. Así, la sustracción de la carta de su círculo familiar inicial puede explicarse,
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una carta en tiempos de la revolución de independencia: carta de camilo torres a su hermano ignacio, fechada el 1° de febrero de 1814
siguiendo a Robledo, a partir de los discursos que la nación colombiana
construyó para generar representaciones de los principales actores e hitos
del pasado nacional (2018, 79).
Aunque los hermanos Torres Tenorio no combatieron en las batallas
que sellaron la independencia definitiva del Nuevo Reino de Granada,
sus nombres quedaron vinculados a los primeros años de la gesta
independentista y, en el caso de Ignacio, al proceso de formación del nuevo
Estado republicano, después de proclamada la independencia absoluta
en 1819. Estos hechos fijarían los nombres de Ignacio y principalmente
de Camilo en el imaginario colectivo nacional. En el caso de Ignacio, su
adscripción a tal imaginario sería el resultado de sus servicios militares,
pero también de su vínculo familiar con el “prócer” Camilo Torres. En una
carta escrita por Simón Bolívar el 26 de febrero de 1825 para solicitarle
al general Francisco de Paula Santander (1792-1840) que le otorgara un
ascenso militar a Ignacio, Bolívar señalaba:
Usted sabe que él ha sufrido infinito por la Patria, y que tiene más de diez
años de antigüedad en el grado de Coronel. Por otra parte, los más de los
Intendentes de los Departamentos son Generales, y los de Cuenca verían
con mucho gusto que su Coronel fuese ascendido á General. Agregue
usted que es hermano de D. Camilo, á quien debo gratitud y un amor sin
límites, y para terminar mis razones diré también que el Coronel Torres
tiene todo: servicios meritorios, inteligencia, juicio, bondad, honradez,
valor y amabilidad. Tales hombres deben ascenderse para el bien del país.
(cit. en Álvarez 1905a, 80-81)
A pesar de la importante vinculación de Ignacio al proceso independentista,
su acción militar fue menos valorada y visibilizada en relación con la
exaltación que recibió la labor política de Camilo. Esta valoración desigual
fue latente desde los primeros años de circulación de los discursos sobre
la historia nacional. Uno de los textos que contribuyó a la difusión de tal
relato fue Historia de la revolución de la República de Colombia en la América
Meridional, escrito por José Manuel Restrepo (1781-1863), contemporáneo
de los hermanos Torres Tenorio. En su libro, Restrepo enalteció de manera
recurrente la labor de Camilo:
El doctor don Camilo Torres fue encargado por el ayuntamiento de Santafé
para redactar la representación que debía dirigir a la Junta Central sobre
un punto de tamaña importancia. Redactola en efecto demostrando la
injusticia del procedimiento, y lo hizo de un modo tan claro, con una
elocuencia tan varonil, y desenvolviendo principios tan luminosos, que
formó la opinión pública contra las injusticias de la madre patria y de sus
mandatarios en América. (Restrepo 2009, 107)
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
Las biografías sobre Camilo Torres difundidas después de la publicación de la obra de Restrepo, exaltaron su figura de una manera apologética y le asignaron acciones y pensamientos anacrónicos ([Cárdenas] 1832, i-ix; Groot 1869, 187-188; Quijano 1882, 134-138; Arboleda 1996, 539-540). Así, por ejemplo, en la biografía publicada en el Papel Periódico Ilustrado, escrita con el objeto de homenajear a Torres, Quijano (1847-1922) señaló:
Camilo Tórres es, entre el grupo de hombres civiles, la figura más
culminante de la Independencia. Su talento político predijo la
emancipación, el célebre Memorial de agravios, cuando aún no se pensaba
en otra cosa que en jurar fidelidad á Fernando VII y á las Juntas de
Sevilla y de Cádiz; sus escritos impusieron á los peninsulares, y su voz
inflamó los corazones, despertó el espíritu público y desató, como una
opuesta corriente eléctrica, los rayos mal contenidos de la tempestad
revolucionaria. Su genio organizador creó la estructura política de la
naciente nacionalidad. (Quijano 1882, 134)
Este tipo de glorificaciones, que no fueron exclusivas en las biografías de Camilo Torres sino una especie de “norma” en las historias de vida de los próceres de la Independencia, fueron difundidas en el siglo xx por la Academia Colombiana de Historia, entidad de carácter oficial entre 1909 y 1958. Tal ente fomentó las investigaciones históricas del país, orientó los contenidos de la enseñanza de la historia y asesoró y enriqueció los acervos de entidades como la Biblioteca Nacional, el Archivo General de la Nación y el Museo Nacional de Colombia (Betancourt 2007, 45-46). La labor de Camilo Torres en la gesta independentista tuvo su mayor reconocimiento simbólico en expresiones como “padre de la patria” y “prócer de la Independencia”, difundidas durante el siglo xix y posteriormente por la Academia de Historia.
A la representación heroica de Torres contribuyeron también los retratos realizados en el siglo xix por su sobrino político José María Espinosa (1796-1883), quien fijó mediante sus obras los rasgos característicos y físicos de los próceres (González 1998, 76). Así mismo, el retrato elaborado en la primera década del siglo xx por Constancio Franco (1842-1917) coadyuvó a consolidar la representación iconográfica de Camilo. Aunque estas iconografías y la de otros “héroes” fueron producto de iniciativas privadas –puesto que no contaron con la financiación del Estado–, en todo caso crearon representaciones históricas sobre el pasado y fijaron a los héroes en el imaginario colectivo (Robledo 2018, 79-80 y 92).
Tales narrativas sobre Camilo Torres y sus representaciones iconográficas favorecieron la “desviación” de la misiva denominada Carta de Camilo Torres a su hermano Ignacio de su motivo original de producción, de su función comunicacional y del ámbito privado. Por esta desviación, la carta adquirió un valor histórico y se convirtió en objeto testimonial del prócer Camilo
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una carta en tiempos de la revolución de independencia: carta de camilo torres a su hermano ignacio, fechada el 1° de febrero de 1814
Torres y del proceso de Independencia. Probablemente, dicha valoración motivó la adquisición de la carta por parte de Eduardo Santos, quien, como miembro de la Academia de Historia, participó en la difusión de las narrativas enaltecedoras de los próceres. El mismo valor incidiría en su “acto de dar” la carta y otros objetos de su colección al Museo Nacional de Colombia, entidad por entonces enfocada en reflejar en sus colecciones la historia heroica y las bases de la nacionalidad colombiana (Ministerio de Educación Nacional y División de Extensión Cultural 1960, X). La donación de Santos y la conservación y exhibición de la carta en el Museo han garantizado que esta pieza patrimonial pueda ser conocida y admirada por los diversos públicos que visitan el Museo Nacional de Colombia.
Notas* La autora agradece los comentarios de María Paola Rodríguez Prada, curadora del
Departamento de Historia del Museo Nacional de Colombia.
1 En el Fondo Camilo Torres Tenorio, custodiado por el Archivo Histórico Javeriano Juan Manuel Pacheco, se conserva una copia manuscrita de la misiva (ahjjmp, fctt, carp. 53, f. 88).
2 Agradezco al evaluador de este artículo la aclaración sobre las funciones que ejercía un parlamentario en tiempos de guerra.
3 Además de la donación de objetos, Santos cedió al Museo recursos económicos en varias ocasiones (mnc, ah, 1958, vol. 37, f. 10; 1959, vol. 37, f. 26-27).
4 Estos documentos son: nombramiento de “[…] Don Gerónimo F. de Torres para Capitán de la primera compañia [sic.] de las Milicias Disciplinadas de la Provincia de Popayán […]”, “Título de aprovación [sic.] y confirmación del oficio de Regidor de Popayán a favor de Don Gerónimo Francisco de Tores [sic.] […]”, “Demanda a favor de Camilo Torres por haber ido a reconocer todos sus papeles y escritos […]”, “Hoja de de [sic.] Servicios de Don Gerónimo Francisco de Torres 1782 como Capitán de Milicias Disciplinadas […]” (blaa, aes, Miscelánea, caja 22, carp. 5, f. 240). Este último documento también fue donado por Santos al Museo Nacional. Actualmente se encuentra catalogado con el número de registro 2004.
5 La historiografía tradicional ha denominado este momento histórico “Primera República”.
6 Este documento y los Motivos que han obligado al Nuevo Reyno de Granada á reasumir los derechos de la soberanía, remover las autoridades del antiguo gobierno, é instalar una Suprema Junta baxo la sola dominacion y en nombre de nuestro Soberano Fernando VII, y con independencia del Consejo de Regéncia, y de qualquiera otra representación, escrito por Camilo Torres y Fruto Joaquín Gutiérrez (1770-1816) en 1810, constituyeron, de acuerdo con Víctor Manuel Uribe, “dos de las principales exposiciones sobre por qué ellos [abogados del cabildo de Santafé] y otras figuras de la élite veían necesario crear juntas de gobierno en las colonias” (2000, 32).
7 Allí permanecería hasta 1821 (Álvarez 1905a, 80; Arboleda 1996, 540-541). En octubre de ese año sería nombrado edecán en el Estado Mayor General. Como tal combatiría en la batalla de Bomboná y en las batallas que se sucedieron hasta la ocupación de Pasto. Posteriormente prestaría servicios a la campaña dirigida por Simón Bolívar (1783-1830) para liberar al Perú, bajo el nombramiento de intendente del Azuay (Álvarez 1905a, 80). Por solicitud de Bolívar, a Torres le sería conferido el “grado de general de brigada y el título de Hijo preclaro de la República” (Gaceta de Colombia, n.° 236, 23 de abril de 1826, citada por Álvarez 1905a, 81). A Torres también le sería concedida una de las nueve medallas de oro que en 1826 el Gobierno de Perú destinó a militares colombianos, para premiar sus servicios (Álvarez 1905a, 81). Además, fungiría como congresista del Ecuador e introduciría la primera imprenta a Cuenca (Arboleda 1996, 540-541).
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- Correspondencia recibida por Camilo Torres de su madre, Teresa Tenorio, carp. 177, f, 1-340
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una carta en tiempos de la revolución de independencia: carta de camilo torres a su hermano ignacio, fechada el 1° de febrero de 1814
Anexo n.° 1
Transcripción de la Carta de Camilo Torres a su hermano Ignacio (reg. 2001):Folio 1
1 Tunja 1° de Febrero de 1814
2 Mi querido herm[an]o: Ign[aci]o: pensaba no es-
3 cribirte, asi por q[ue] lo hace Gerónimo, que te dirá quanto yo
4 pudiera de lo de por acá, como p[o]r q[ue] no sabia si hubieres
5 seguido á Pasto con el Ex[érci]to, como me parece q[u]e lo harán;
6 p[er]o se me ha ocurrido una advert[enci]a y no quiero dexar de
7 hacertela.
8 No te vuelvas á meter á Parlamentario ya q[u]e esca-
9 paste de una que te pudo haber costado muy caro, y q[u]e en
10 mi concepto fue imprud[enci]a. Los españoles no respetan es-
11 tas formalidades entre nosotros, como q[u]e nos tienen p[o]r in-
12 surgentes; y si hoy te ofreciera otra igual con Sámano,
13 ó con el sanguinario Montes, no serías tu el q[u]e volvías
14 á traer la razon. Contigo Pr[incip]alm[en]te debe haber un encono
15 particular, p[o]r lo precedido y p[o]r que eres un herm[an]o mio.
16 Asi, prud[enci]a p[ar]a estos casos, q[u]e no está reñida con el valor
Folio 1 (anverso)
1 y con la obligacion. El mismo Nariño u otro sup[eri]or se
2 haría cargo de esto sin que tu perdieres nada, pues ya
3 has dado prueba de tu buena disposición p[ar]a servir en lo
4 que te ocupen.
5 Nada sé absolutam[en]te de lo q[ue] há pasado en Pop[ayá]n
6 durante la permanencia de Sámano, ni de lo q[ue] se ha seguido
7 despues. Aun de mis herm[ana]s ignoro la suerte, sino en general
8 q[ue] estan buenas, sin q[ue] nos hayan sacado de la duda de si
9 murió la Luisa como lo habian asegurado. Dios quiera
10 q[ue] no haya sido asi, como lo creo, pues en la unica q[ue] há re-
11 cibido de ti hasta ahora Geronimo del 6 de En[er]o no le
12 dices nada.
13 P[o]r lo demas recibe mil enhorabuenas, dalas á to-
14 dos los amigos y paysanos, y continua trabajando p[o]r tu
15 Patria. Acá no hay novedad en la fam[ili]a Pacha y todos los
16 muchachos están buenos, y te saludan. A D[ios] q[ue] te gu[arde]
17 m[ucho]s añ[o]s.
18 tu herm[an]o
19 Camilo
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El Estandarte de Pizarro del Museo Nacional de Colombia: fuentes primarias de un ícono de la Independencia
Libardo Sánchez ParedesInvestigador de la Curaduría de Historia del Museo Nacional de Colombia.
ResumenEl Estandarte de Francisco Pizarro (1478-1541), pieza de la colección del Museo Nacional de Colombia desde 1825 (registro 98), ha sido considerado históricamente como un símbolo de la victoria patriota en la gesta de Independencia, dado que se ha afirmado que fue aquel con el cual Pizarro ocupó Cusco en 1533. Sin embargo, su autenticidad ha sido objeto de múltiples cuestionamientos desde el mismo siglo xix, debido a la existencia de dos estandartes más cuya propiedad también se ha atribuido a Pizarro, uno de ellos resguardado en Venezuela y otro en Perú. Tradicionalmente, los autores, según su nacionalidad, han afirmado la autenticidad de uno u otro estandarte, apoyándose en un rastreo de fuentes primarias fragmentario que no permite restituir la historia en su integridad. En este artículo se aporta información para la resolución del problema de la autenticidad del Estandarte de Francisco Pizarro, mediante la exposición exhaustiva de las fuentes primarias con las cuales se recibió dicho estandarte en Colombia. Además, se presentan las conclusiones de estudios técnicos realizados desde la disciplina de la conservación de bienes inmuebles, en los que se muestran datos valiosos para dilucidar la datación, materialidad y técnica de elaboración de la pieza.
Palabras claveEstandarte de Francisco Pizarro, fuentes primarias.
curaduría de historia
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
Estas son las banderas que algún día
Los fieros Castellanos tremolaron;
Estas en Cajamarca presenciaron
La mas abominable alevosía;
Recuerdos de opresión y tiranía,
Al Perú tres centurias insultaron,
Y los Libertadores las hallaron
Tintas en pura sangre todavía.
¡Monumentos de un déspota insolente,
Banderas de Pizarro ensangrentadas,
Que rindió ante Bolívar la Victoria:
A los pies de Colombia independiente
Para Siempre abatidas y humilladas,
Oprobio del Perú, sed nuestra gloria!
José Fernández de Madrid (1789-1830), 1825.
El Estandarte de Pizarro ingresó en las colecciones del Museo Nacional en 1825 como un trofeo que, según su donante, Antonio José de Sucre (1795-1830), “recordará un día a los hijos de los Libertadores, que sus padres, penetrados de los deberes patrios y del sublime amor a la gloria, condujeron en triunfo las armas de Colombia a las frías y eminentes cimas de Potosí” (Gaceta de Colombia 1825, septiembre 4). De forma simbólica, la pieza contrapone la conquista española de los pueblos amerindios con la posterior independencia de los actuales países de Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia. Esta simbolización ha dotado al estandarte de un valor testimonial sobre la independencia nacional y justifica el carácter destacado que esta pieza ha ocupado en las colecciones de objetos históricos del Museo Nacional de Colombia.
Pareciera que ninguna otra pieza del Museo Nacional ha recibido tanta atención en términos bibliográficos como el Estandarte de Pizarro y esto, precisamente, en virtud de la polémica sobre su autenticidad, pues no hay solamente un estandarte atribuido a Pizarro, sino tres: uno en el Museo Nacional de Colombia y otros en Venezuela y en Perú. Así, dada la importancia testimonial del objeto, ha habido un deseo nacionalista, por parte de varios intelectuales, de afirmar su autenticidad y comprobar, por medio de documentos o procesos químicos, cuál de los estandartes pudo haber sido el que portó Francisco Pizarro cuando entró en la ciudad de Cuzco el 23 de marzo de 1534. De allí los numerosos estudios que se han realizado sobre la pieza.
La bibliografía sobre el estandarte tiene calidad desigual, fundamenta sus afirmaciones en fuentes primarias, pero casi en su totalidad no cita los lugares de donde obtiene la información y tampoco es sistemática en la presentación de las fuentes primarias. Este artículo busca subsanar este vacío y da cuenta de las fuentes primarias que han servido a la
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e l e s t a n d a rt e d e p i z a r r o d e l m u s e o n a c i o n a l d e c o l o m b i a : f u e n t e s p r i m a r i a s d e u n í c o n o d e l a i n d e p e n d e n c i a
Autor desconocidoEstandarte de PizarroCa. 1529Cosido y bordado a mano166 x 125 x 3,5 cmReg. 98Museo Nacional de ColombiaDonado por el mariscal Antonio José de Sucre (19.4.1825). El Gobierno lo entregó al Museo el 1.11.1825.
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
historiografía como evidencia para sus afirmaciones. Se centra en aquellos documentos que se refieren concretamente al estandarte que se encuentra en las colecciones del Museo Nacional de Colombia (registro 98). Además, aporta la referencia de otros documentos hasta ahora desconocidos o que no han sido citados por la historiografía tradicional.
En términos metodológicos, las fuentes primarias que sustentan las argumentaciones presentadas por los documentos son citadas refiriéndose puntualmente a su ubicación. Por tal razón, se realiza la transcripción de dichos documentos con su correspondiente relación del lugar de procedencia. Tras esclarecer las fuentes primarias, se incluye un segundo apartado sobre los catálogos del Museo Nacional que han registrado sistemáticamente las colecciones. En algunos casos, estos libros pueden ser considerados como fuentes primarias para la historia de los objetos y del Museo en sí mismo, ya que aportan información sobre las piezas que no está presente en ningún otro registro documental. Para el caso del Estandarte de Pizarro, dado que se trata de un objeto cuya existencia dentro de las colecciones del Museo discurre a lo largo de su historia, es posible encontrar referencias suyas desde el primer catálogo, publicado en 1886, hasta el último que pretendió ser también exhaustivo y que salió a la luz en 1968. Por último, aunque no se consideran sensu stricto fuentes primarias, se incluyen las investigaciones realizadas desde la disciplina de la conservación de bienes inmuebles que incorporan procedimientos químicos y físicos para determinar la composición material de la pieza y su datación, lo cual constituye una información que no ha sido divulgada ampliamente hasta este momento. Los estudios desde la disciplina de la conservación de bienes inmuebles aportan elementos que permiten determinar la exactitud de hipótesis históricas sobre la proveniencia o datación de un objeto.
Fuentes primariasLas fuentes primarias que sirven de evidencia para las investigaciones realizadas sobre el Estandarte de Pizarro pueden dividirse en tres categorías: correspondencia y oficios, relatos de cronistas y viajeros, y noticias de prensa. La correspondencia y los oficios consisten en comunicaciones privadas u oficiales, respectivamente, intercambiadas entre jefes militares o entre militares y miembros del Estado. En su mayoría, estos documentos se encuentran en el diario oficial de la época, la Gaceta de Colombia (1821-1830), o en las memorias del general Florencio O’Leary (1801-1854), militar y funcionario del Estado que recopiló su correspondencia privada y oficial. Los relatos de cronistas y viajeros son testimonios de residentes o viajeros que refieren, por diversos motivos y en circunstancias disímiles, haber presenciado los estandartes de Pizarro. Finalmente, la prensa refiere la actualidad del estandarte, reafirma y construye su representación simbólica, relacionándolo con la Independencia.
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Correspondencia y oficios
La correspondencia relacionada con el estandarte inicia con una misiva que
Antonio José de Sucre (1795-1830) dirige a Simón Bolívar (1783-1830), en
la que se hace mención del envío de este este objeto:
30 de diciembre de 1824
A S. E. el General Bolívar
Por fin escribo a U. del Cuzco el año 24, y le escribo después que ya
no hay enemigos en el Perú. Se ha verificado la oferta que U. hizo á los
pueblos de acabar la guerra en este año, y es una de mis satisfacciones
mas grandes.
Le hago a usted presente de la bandera que trajo Pizarro al Cuzco hace
trescientos años pasados; son una porción de tiras desechas, pero tienen
el mérito de ser la conquistadora del Perú. Creo que será un trofeo
apreciable para U. No la mando ahora porque no se extravíe; la llevará el
primer oficial de confianza que vaya […]
A. J. de Sucre. (O’Leary 1884, t. xiii, 209)
Casi dos meses después, Sucre notificó nuevamente a Bolívar el envío
del Estandarte de Pizarro e hizo mención del envío de otras banderas
al vicepresidente Francisco de Paula Santander (1792-1840). Sobre el
comunicado previo a Santander o acerca de cuáles eran las banderas que
ofrecía no se cuenta con información:
24 de febrero de 1825
A S. E. el General Bolívar
Ahora remito a usted abiertos los oficios y documentos que van al
gobierno de Colombia por duplicado: los principales van por Arequipa con
un oficial que llevará las banderas que ofrecí al Vicepresidente. El General
Lara tiene en su poder la bandera de Pizarro con la orden de ponerla en
manos de usted al llegar a Arequipa, porque es mi deseo que al llegar
usted a las primeras tropas colombianas se le presente este trofeo que
honra a los hijos de U. […]
A. J. de Sucre. (O’Leary 1884, t. xiii, 232)
En abril del mismo año, Sucre refirió otra vez a Bolívar el envío del
estandarte, esta vez directamente a Bogotá por medio de un emisario:
23 de abril de 1825
A S. E. el General Bolívar
Desde el 4 no he escrito a U. porque pensé hacerlo el 12 que debía
marchar Elizalde, y he tenido que demorarlo hasta hoy. Elizalde va
a Bogotá a felicitar de parte del ejército al Gobierno, cumpliendo la
prevención que usted hizo de mandar un jefe a dar cuenta y con el parte
de la batalla de Ayacucho […] le remito los pendones reales de estas
186
d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
provincias que siendo trofeos de [no] poca monta1, valen depositarlos en
Bogotá […]
A. J. de Sucre. (O’Leary1884, t. xiii, 249)
El 6 de junio, con un oficio de la Secretaría de Marina y Guerra, se comunicó la aceptación de las banderas por parte del vicepresidente Santander:
República de Colombia, Secretaría de Marina y Guerra, Palacio de
Gobierno de Bogotá á 6 de junio de 1825.
El excelentísimo señor vicepresidente de la República encargado del
gobierno acepta en nombre de ella [la República] con júbilo incapaz de
ser esplicado las cinco banderas españolas que V. E. le ofrece en señal de
la obediencia y estimacion del ejército. Estas banderas se conservarán
en un lugar público para que a su vista los colombianos a quienes
ellas pertenecen ya, se trasladen con la imajinacion a los afortunados
campos de Ayacucho y sean testigos del heroismo del ejército de sus
compatriotas […]
Pedro Gual. (Gaceta de Colombia 1825, junio 16)
El 12 de junio una comunicación de Sucre notificó la entrega de las cinco banderas dirigidas a Santander y, finalmente, la remisión a Bolívar del Estandarte de Pizarro junto con las demás banderas:
El jeneral en jefe Antonio José Sucre desde el Cusco con fecha 29 de
diciembre dice al sor. Secretario de la guerra, entre otras cosas, lo
siguiente: “tengo la honra de enviar a S. E. el vicepresidente en nombre
del ejército cinco banderas de los mas veteranos rejimientos españoles
que esclavizaron al Perú por catorce años de triunfos: ellas son las señales
de obediencia y estimación que el ejército le ofrece y que ruego se digne
en aceptar. El estandarte con que Pizarro entró años pasados a ésta
ilustre capital de los Incas lo remito a S. E. el Libertador como trofeo que
corresponde al guerrero que marcó al ejército colombiano el camino de la
gloria y el de la libertad del Perú”. (Gaceta de Colombia 1825, junio 12)
En septiembre, la misma Gaceta de Colombia dio parte de la llegada a Bogotá del emisario de Sucre, el coronel Elizalde, y transcribió la carta de Sucre dirigida a Santander en abril, notificándole el envío del estandarte y las banderas:
19 de abril de 1825
Al señor secretario de estado del despacho de la guerra
Señor secretario
El señor Coronel-graduado Antonio Elizalde, Ayudante General y Diputado
del Ejército para felicitar a S. E. el Vicepresidente, por el feliz término de la
campaña de las tropas colombianas en el Perú que ha finalizado la guerra
de Independencia, tendrá el honor de presentar a S. E. el estandarte real
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e l e s t a n d a rt e d e p i z a r r o d e l m u s e o n a c i o n a l d e c o l o m b i a : f u e n t e s p r i m a r i a s d e u n í c o n o d e l a i n d e p e n d e n c i a
de Castilla con que los españoles entraron en este rico país trescientos
años pasados.
Este trofeo que el ejército presenta a S. E. en testimonio de respeto y
de aprecio, recordará un día a los hijos de los Libertadores, que sus
padres, penetrados de los deberes patrios y del sublime amor a la gloria,
condujeron en triunfo las armas de Colombia a las frías y eminentes cimas
de Potosí.
También pondrá a los pies de S. E. los cuatro pendones españoles de las
Provincias del Alto Perú que formaban la insignia de vasallaje y esclavitud
de estos pueblos a los descendientes de Fernando sesto, y que hoy han
recobrado su libertad y sus derechos por el valor, constancia y heroísmo
de las legiones de la República.
A estos trofeos que el Ejército tributa como resultado de sus trabajos
al gobierno de su patria, añade el noble orgullo de asegurarle que han
desaparecido los enemigos que oprimían la tierra de Manco-Capac, y
que desde Ayacucho a Tupiza se han humillado ante los libertadores
veinticinco generales españoles, mil cien Jefes y oficiales y diez y ocho
mil soldados en el campo de batalla, y en las guarniciones; y redimido del
poder de los tiranos un terreno de cuatrocientas leguas y dos millones
de habitantes que bendicen a Colombia por los bienes de la paz, de la
libertad, y de la victoria con que los ha favorecido.
El Ejército espera que S. E. acoja con bondad los sentimientos de su
entusiasmo nacional, y yo tengo la satisfacción de ser su órgano para
manifestárselo.
Dios guarde a V. S., Sr. Secretario.
Antonio José de Sucre. (Gaceta de Colombia 1825, septiembre 4)
La anterior carta está encabezada por una presentación del editor del periódico que señala que el coronel Elizalde entregó las banderas al vicepresidente:
El gobierno ha visto con satisfacción en la sala de su despacho el
estandarte de Castilla y los pendones reales de las provincias del
Alto Perú, que no recordaran [sic] en adelante la época ominosa
de la subyugación de la América, sin decir al mismo tiempo a
quien los mirare la gloria de su emancipación […] A estos trofeos
acompañan otros no menos dignos del ejército que los envía,
a saber: la bandera coronela del rejimiento de Burgos con las
armas de esta provincia y las del Cuzco que son un sol, con esta
inscricion: civitas soli vocabitur una. La del batallón de Huamanga
magníficamente bordada en oro y plata. Otra de las de la cruz
de Borgoña con estas inscripciones en sus ángulos: la batalla de
Ayohumana recuperó las provincias del Potosí y Charcas en 14 de
noviembre de 1813: lavó la afrenta del Tacuman y Salla en los llanos de
Vilcapujía: 1 de octubre de 1813. Las banderas de los batallones 1 y
2 del rejimiento de cazadores de Estremadura igualmente lujosas
que la del batallon de Huamanga. Y por último los sellos reales
grande y pequeño de la real audiencia y chancillería del Cuzco.
(Gaceta de Colombia 1825, septiembre 4)
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
En el artículo que el historiador León Gómez E. publicó en el periódico
El Bogotano, en 1882, titulado “El estandarte de Francisco Pizarro”2, se
transcribe una comunicación del secretario de Estado dirigida al director
del Museo, en la cual se notificaba que las banderas se destinaron al
“Museo de Colombia”. Este es el primer documento que afirma que el
Estandarte de Pizarro fue enviado al Museo Nacional:
[8]
República de Colombia–Secretaría de Estado del Despacho del
Interior
Palacio del Gobierno en Bogotá, á 2 de Octubre de 1825
Sr. Director del Museo.
El Excmo. Sr. Vicepresidente ha resuelto que se deposite en el
Museo el estandarte de Pizarro y las banderas españolas que el
ejército colombiano ha tomado en la gloriosa campaña del Perú,
y espera que usted lo coloque, de modo que todos cuantos en
lo sucesivo visiten el Museo de Colombia registren también los
monumentos de la gloria de las armas colombianas dirigidas
por el Libertador Presidente y mandadas inmediatamente por
el General Sucre en el Perú. El día I° del entrante á las doce del
día se trasladarán de Palacio al Museo, con la correspondiente
solemnidad, como un pequeño tributo que el Gobierno paga á los
defensores de la libertad y á las virtudes del Ejército de Colombia
vencedor en Junín y Ayacucho.
Dios guarde á usted.
José Manuel Restrepo. (cit. en Gómez 1904)3
Efectivamente, el primero de noviembre de 1825 las banderas fueron
llevadas al Museo Nacional. El político, escritor y poeta José Fernández
de Madrid (1789-1830) escribió, en conmemoración del acontecimiento,
el soneto “A las banderas de Pizarro colocadas en el Museo de Bogotá”,
publicado en los periódicos El Constitucional (el 3 de noviembre de 1825)
y la Gaceta de Colombia (el 13 de noviembre de 1925). Dicho soneto fue
transcrito como epígrafe de este artículo.
Hay que resaltar que en este soneto, tal y como se aprecia en otras fuentes
presentadas adelante, Fernández de Madrid habla de las “Banderas de
Pizarro ensangrentadas”, es decir, alude a la existencia de más de una
bandera atribuida al conquistador español.
En una última correspondencia relacionada con el estandarte, fechada en
enero de 1826, se afirma que fueron enviados con destino a Caracas y a
Cumaná (Venezuela) el estandarte Real de Castilla y una de las banderas.
A continuación se transcriben las cartas de remisión y la respuesta dada
por la municipalidad de Caracas:
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e l e s t a n d a rt e d e p i z a r r o d e l m u s e o n a c i o n a l d e c o l o m b i a : f u e n t e s p r i m a r i a s d e u n í c o n o d e l a i n d e p e n d e n c i a
A la muy ilustre Municipalidad de Caracas
Tengo la honra de ser el órgano del Gobierno para presentar a esa
Municipalidad el estandarte real de Castilla que el ejército colombiano
ha abatido en el Perú bajo la dirección de S. E. el Libertador Presidente.
La ciudad de Caracas, cuna del Libertador y baluarte inexpugnable de la
libertad, tiene derecho a conservar en su seno la insignia de los ultrajes
cometidos por el Gobierno español en la tierra de los Incas, que al cabo
de tres centurias ha sido conquistada por el insigne americano que
Caracas produjo para la felicidad de los hombres. Cree el Ejecutivo que
esa Municipalidad apreciará la posesión de un monumento tan respetable,
que envidiarían otros pueblos; y espera que este paso reciba el pueblo
caraqueño una nueva prueba del aprecio y consideración que merece al
Poder Ejecutivo.
[…]
Palacio del Gobierno en Bogotá a 9 de enero de 1826
C. Soublette. (O’Leary 1884, t. i, 423)
A la ilustre Municipalidad de Cumaná
El Excmo. señor Vicepresidente de la República desea que la ciudad de
Cumaná conserve uno de los monumentos del valor y virtudes del Ejército
Colombiano, vencedor en Ayacucho, bajo la inmediata dirección del
General Antonio José de Sucre. Teniendo Cumaná la dicha de ser la cuna
de este benemérito General, al Ejecutivo ha parecido que tiene derecho a
conservar en su seno uno de los trofeos de las luces, constancia y bizarría
de uno de sus hijos; la bandera española que tengo el honor de remitir a
US., es una de las que el General Sucre ha ofrecido al Gobierno en nombre
del Ejército; la Municipalidad de Cumaná puede disponer su conservación
para perpetua memoria de los triunfos de sus compatriotas sobre los
opresores de América.
[…]
C. Soublette
Palacio de Gobierno en Bogotá, a 9 de Enero de 1826. (O’Leary 1884, t. i, 423)
Relatos de cronistas y viajeros
Una segunda prueba documental aducida para circunscribir y evidenciar
la autenticidad del estandarte se encuentra en los relatos de cronistas. El
texto de Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela (1674-1736) es especialmente
relevante, pues consigna la primera historia y descripción de la pieza.
Arzánz de Orsúa escribió, entre 1705 y 1736, la Historia de la Villa Imperial
de Potosí, donde afirmó que el estandarte Real de Castilla, que él llamó el
“estandarte Real de la Villa Imperial de Potosí”, fue dedicado al apóstol
Santiago y tuvo su primera aparición cuando los Reyes Católicos entraron
en Granada, tras la expulsión de los moros en 1492. Posteriormente,
Cristóbal Colón lo trajo en su primer viaje a América. Según el autor, el
estandarte pasó luego
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
al reino de México continuando la conquista, y de allí a las provincias
de Honduras hasta hallarse en la ciudad de Nombre de Dios, de donde
el marqués don Francisco de Pizarro lo tomó para la conquista de este
peruano reino. (Arzánz 1965, 172)
Varios años después de la muerte de Pizarro, el estandarte, que permanecía
en La Paz, fue reclamado por la ciudad de Cuzco, debido a “haberse
conquistado con él”. El virrey del Perú, Andrés Hurtado de Mendoza,
marqués de Cañete (1510-1560), lo destinó finalmente a la Villa Imperial
de Potosí.
Según descripción de Arzánz de Orsua, el estandarte de Pizarro
[e]s de un finísimo damasco carmesí, con cairel de seda del mismo color;
en medio de él está bordado de realce de trencilla de oro, la imájen del
Apóstol Santiago puesto á caballo destrozando infieles, de mas de media
vara de largo, y poco menos de ancho; y solo esta tarja del Apóstol se
conserva entera, porque todo lo demás del Real Estandarte está hecho
hilas mantenidas solamente con los caireles que también se conservan
fuertes y asi como está lo sacan cada año el día del Apóstol, con grande
acompañamiente [sic], y fiesta, llevándolo el alférez Real á caballo; y con
haber durado mas de doscientos y diez y seis años, se espera adelante su
duración por lo fuerte de los caireles y bordadura: además que aforrándolo en
otra tela puede permanecer el tiempo que Dios quisiere. (Arzánz 1965, 174)
Este estandarte Real de la Villa Imperial de Potosí coincide, como se verá
más adelante, con el estandarte que hoy día se encuentra en Caracas,
Venezuela. Hacia 1736, cuando la historia de Arzánz concluye, el
estandarte continuaba en Potosí y se desconoce el momento en el que fue
trasladado a Cuzco, lugar donde, según el relato de Sucre, se encontraba
cuando le fue entregado.
Las siguientes menciones del estandarte dimanadas de crónicas de viajeros
son producidas en el siglo xix, cuando la pieza conservada en Colombia ya
ha adquirido un valor simbólico importante para la nación. El viajero francés
Auguste Le Moyne (1800-1880), en Viajes y estancias en América del Sur,
sostiene sobre el Museo de Bogotá que: “De los objetos más curiosos eran
ejemplares minerales, armas, fetiches y cacharros de los primitivos indios,
algunos cuadros de Vásquez y finalmente el estandarte del conquistador
Pizarro donado por el Perú a Bolívar” (Le Moyne 1945, 119). La estancia de
Le Moyne, como encargado de negocios del Gobierno francés en Colombia,
se efectuó entre 1828 y 1839, es decir, poco después de que el estandarte
hubiera llegado a Bogotá, y evidencia que el Museo albergaba un objeto
que era presentado como el “Estandarte de Pizarro”.
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Otra mención del estandarte fue registrada por el diplomático brasilero Miguel María Lisboa (1809-1881), quien, al referirse a su estancia en la Nueva Granada en 1853, destaca la visita que realizó al Museo de Bogotá. Allí observó que:
En las vitrinas que ya mencioné hay una colcha de plumas, obra de los
indios andaquíes, y una bandera de damasco bordada en oro que, como
la que existe en Caracas, perteneció a Pizarro y fue traída de Lima por
Bolívar; y en las columnas que sostienen el techo de la sala están colgadas
varias banderas tomadas en la guerra de la independencia. (Lisboa 1984, 211)
Lisboa, que había desempeñado funciones como diplomático en Venezuela, conoció el estandarte de Caracas y no dudó en afirmar que tanto este como el que se hallaba en Bogotá pertenecieron a Pizarro.
PrensaFinalmente, los artículos de prensa constituyen el tercer tipo de fuente primaria que da información sobre el estandarte. En el periódico El Constitucional se registra una fiesta realizada en honor del Libertador en la que se exhibió esta pieza:
El viernes pasado, dia de S. E. el Libertador Presidente de
Colombia, dio el jeneral Santander un esplendido bayle en honor
de su ilustre amigo. Los salones estaban decorados, espresamente
para la ocasion, con los estandartes que en diferentes acciones
se han tomado a los opresores del País. Lo que más atrajo la
atención de la brillante concurrencia, fueron los estandartes con
que Pizarro entro primero al Perú, en el año de 1533, que fueron
tomados por el ejército colombiano a su entrada en el Cuzco, y han
sido presentados al Vice-Presidente, por el coronel Elizalde, que vio
comisionado al efecto. (El Constitucional 1825, noviembre 3)
La misma noticia es referida en un artículo aparecido en la Gaceta de Colombia4. Allí se describe la fiesta de gala que preparó el vicepresidente Santander en honor del cumpleaños de Simón Bolívar. En la descripción que se hace de los objetos que decoran el salón, se mencionan los estandartes Reales de Castilla.
La sala estaba ricamente adornada, no con las preseas del lujo
de los reyes, sino con los trofeos de los ejércitos vencidos por
los hijos de Colombia. Veíase en la testera el retrato de bolívar,
principal ornato de todas nuestras fiestas, así como el original
lo es de nuestra patria y de este siglo. Los estandartes reales de
Castilla con que Pizarro acaudilló en 1533 a los destructores del
imperio del Sol […] las banderas de los bravos de Extremadura,
Humanga, Numancia y Burgos. (cit. en Groot 1889, t. v, 45)
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Ambas noticias de prensa, además de mostrar que el contenido simbólico que relaciona la Independencia con las banderas era comúnmente reconocido, mencionan la existencia del estandarte en plural. Lo anterior, por un lado, indica que existió más de un estandarte presentado desde un principio como perteneciente a Pizarro y, por otro lado, puede explicar la existencia actual de dos estandartes reales, uno en Caracas y otro en el Museo Nacional de Colombia.
Catálogos del Museo NacionalComo parte de sus labores de investigación sobre las piezas albergadas en el Museo, los directores de esta institución realizaron y editaron catálogos razonados de sus colecciones desde 1881. En ellos, el Estandarte de Pizarro es descrito y, en algunos casos, es citada documentación que busca evidenciar su autenticidad. En un catálogo del Museo titulado la Nueva
guía descriptiva del Museo Nacional de Bogotá, realizado por su director Fidel Pombo Rebolledo (1837-1891) y publicado en 1886, en la sección de “Historia patria, arqueología y curiosidades”, se enumeran las banderas y el estandarte bajo el título “Banderas Memorables” (Pombo 1886, 16). Anotado con el número de registro 84, el autor señala:
El Estandarte Real de Castilla con que Pizarro entró al Perú en 1533.
(Está en una caja de vidrieras.) Tiene la forma de gallardete o bandera
con uno de sus cuatro lados terminado en dos puntas. Es de tela de seda
blanca, bastante deteriorada y con unos remiendos. Mide 2 metros 60
centímetros en su mayor largo y 1 metro 22 centímetros de ancho. Lleva
en el centro, por su derecho, el Escudo Real de Castilla, del cual sólo le
queda una Torre en uno de los cuarteles superiores, y parte de un león
en uno de los inferiores. El escudo mide 63 centímetros de alto y 35 de
ancho; tiene en contorno varios dibujos y parte del cordón del Toisón de
oro. El Estandarte estaba ribeteado por un adorno hecho de seda e hilo de
plata. Por el reverso no parece haber tenido ninguna insignia o adorno.
Su autenticidad está comprobada por la carta remisoria del señor
General Sucre y el oficio del Gobierno de Colombia que ordenó [que] se
depositara en el Museo Nacional. (Pombo 1886, 16)
A continuación, Pombo transcribe el oficio de José Manuel Restrepo con el que se destinan las banderas y el estandarte al Museo Nacional, considerándolo como prueba definitiva de la autenticidad de la pieza. Pombo no cita la fuente de la cual tomó el oficio ni su procedencia, por lo que no puede establecerse si consultó el documento original o lo transcribió a partir del artículo de León Gómez E. (1892).
El Catálogo general del Museo de Bogotá. Objetos históricos – Retratos de
próceres y gobernantes. Pinturas etc., publicado entre 1912 y 1917, y editado por el entonces director del Museo Nacional, Ernesto Restrepo Tirado
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(1862-1948), transcribió la descripción del estandarte realizado por León Gómez en su artículo y posteriormente señala:
Mucho se ha discutido acerca de la autenticidad de esta joya de
nuestro museo; pero después del estudio hecho por el citado León
Gómez y el análisis de las publicaciones sobre el mismo asunto, del
doctor Pedro María Ibáñez (Bogotá y sus inmediaciones, páginas 270
y siguientes), no queda duda alguna de que éste fue el mismo que
llevaba Pizarro cuando conquistó el Reino de los Incas. (Restrepo
1912, 66)
En el Catálogo del Museo Nacional, editado por Teresa Cuervo Borda en 1960 y reeditado en 1968, se transcribe la información registrada en el catálogo de Restrepo Tirado (Museo Nacional de Colombia 1960, 26-27).
Una última publicación del Museo es el libro editado por Martha Segura, Itinerario del Museo Nacional de Colombia (1995). Con respecto al estandarte, esta autora transcribe algunas de las fuentes que han sido presentadas en este artículo, pero confunde los hechos (la fiesta en honor al Libertador resulta anterior a la llegada de las banderas) y cita las fuentes en ubicaciones que no corresponden.
Estudios desde la disciplina de la conservación de bienes culturales muebles al Estandarte de PizarroEste tipo de investigaciones emplea técnicas físico-químicas para establecer, entre otras cosas, los componentes de los materiales y la manera como se fabricaron las piezas que alberga un museo. Con esta información pueden establecerse posibles dataciones, procedencias y técnicas de realización, con lo que se aportan datos que pueden considerarse como fuentes primarias para una investigación histórica. En el caso del estandarte del Museo Nacional de Colombia, se conocen cuatro investigaciones.
La primera fue realizada por la restauradora de bienes muebles Emilia Cortés Moreno. Cortés formuló el diseño y acompañó la ejecución del depósito de material textil del Museo Nacional en 19875. Posteriormente, realizó un Informe preliminar para la conservación a largo plazo del Estandarte
de Francisco Pizarro (1998). En este documento, la investigadora realizó un estudio sobre la técnica de producción del estandarte y una evaluación sobre el estado de conservación de sus materiales, para dictaminar finalmente las condiciones requeridas por la pieza con vistas a un óptimo almacenamiento (Cortés, 1998). Paralelo a esto, Cortés llevó a cabo una recopilación documental sobre la historia del estandarte, a partir de fuentes secundarias y algunas primarias que aludían solo indirectamente a este objeto (Cortés, 1998).
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La segunda investigación es una tesis de grado para obtener el título de conservadora y restauradora de bienes muebles de la Universidad el Externado de Colombia, presentada en el 2013 por Lucía Alviar Cerón. Tras un análisis del estado de conservación del estandarte, Alviar realizó una propuesta de intervención para atender a las problemáticas de conservación por ella identificadas. En su investigación se proponía aplicar, para un caso concreto de bien patrimonial como estudio de caso, el modelo del sistema integrado de conservación (sic) (Alviar 2013, 3).
Otra investigación sobre este objeto también es una tesis de grado para obtener el título de conservadora y restauradora de bienes muebles de la Universidad el Externado de Colombia, realizada en el 2013 por Laura Patricia Castelblanco Matiz. La conservadora partió de una reconstrucción de la historia de la pieza, tomando la pregunta por su originalidad como el centro de las discusiones entre los diversos autores que la han estudiado. El trabajo inicia con un recorrido histórico del estandarte y su contexto, enfocándose en su presencia en el Museo Nacional. La investigadora rastreó la historia de esta pieza a través del trasegar de las colecciones del Museo por sus distintas sedes. Luego del recorrido histórico, Castelblanco realizó un análisis vexilológico, esto es, de la heráldica inserta en el estandarte. La autora revisó las diversas versiones sobre los estandartes atribuidos a Pizarro, ubicados en Perú, Caracas y el Museo Nacional de Colombia. Tras estos análisis, la investigadora considera que el estandarte del Museo Nacional de Colombia carece de las armas de Francisco Pizarro:
si se tiene en cuenta las características vexilológicas de lo que es la pieza
en la actualidad, se deduce que la denominación más adecuada para su
descripción es la de estandarte tipo pendón con las armas de Castilla y
León. (Castelblanco 2013, 87)
Castelblanco se aproximó a un cuestionamiento sobre la datación de la pieza a partir de la investigación de la composición química de los colorantes utilizados en el estandarte. Dicho análisis le permitió establecer que tales pigmentos fueron utilizados hasta la segunda mitad del siglo xviii. Esta información contribuye circunscribir la posible datación de la pieza como propia del periodo colonial americano. Sin embargo, cuando examinó la materialidad del tejido, la autora encontró “papel de trapos” inserto en las costuras del escudo, el cual fue utilizado para dar realce a los elementos que se colocaban sobre este. La datación probable de este “papel de trapos” es el siglo xix (Castelblanco 2013, 75). En su conclusión, la autora sostiene que el estandarte está
conformado por elementos de distintas épocas, es decir, que el escudo de
Castilla y León en un primer momento se encontraba sobre un textil del
que se desconocen sus características y su fondo fue reemplazado por
el que se observa hoy en día. (Castelblanco 2013, 82)
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El textil del escudo cuenta con una antigüedad mayor que la del fondo
sobre el cual está ensamblado. Por ello es posible que, ante el deterioro
del fondo, el escudo haya sido removido y puesto sobre una superficie en
mejor estado de conservación (Castelblanco 2013, 82).
La última investigación consultada fue Francisco Pizarro’s Banner of Arms:
An Anlytical Work Contributing to Latin America’s History, realizada como
tesis de Maestría en Arqueología y Ambiente por Diego Badillo (2016). La
investigación partió de un conjunto de 25 muestras de tejido que fueron
facilitadas por el Museo Nacional, “dichas muestras fueron sometidas a
estudios analíticos para su caracterización físico-química”. Los resultados
permitieron caracterizar los materiales de su elaboración. “Usando la
datación por radiocarbono, fue posible conocer con alta precisión que
el estandarte fue elaborado entre los siglos xv-xvi y sufrió procesos de
restauración con añadidura de textiles en tiempos modernos” (Badillo
2016, xviii).
Los análisis realizados por Badillo muestran que la composición de los
materiales corresponde a los que se utilizaban en España durante la época
de Pizarro. Así mismo, los resultados de la datación por radiocarbono
indican que los materiales corresponden a la época del descubrimiento de
América y el viaje de Pizarro al Virreinato del Perú. Por último, reiteran las
conclusiones de Castelblanco, según las cuales, tanto el emblema como la
bandera pertenecen a una misma época, pero se comprueba la existencia de
otros materiales pertenecientes épocas posteriores que formarían parte de
añadidos y reparaciones hechos a la bandera original (Badillo 2016, 98-99).
Gracias a los estudios realizados por los restauradores de bienes muebles,
pueden corroborarse las fuentes documentales de la época de llegada del
estandarte al Museo y, de igual modo, afirmar que la pieza que posee el
Museo Nacional de Colombia perteneció a la época en la que Francisco
Pizarro estuvo en Perú y, a su vez, que el objeto es de factura española.
ConclusiónDe acuerdo con las fuentes primarias antes referidas, es posible concluir
que el estandarte que se encuentra en Caracas, habiendo sido remitido por
Bolívar y ajustándose a la descripción que de él hizo Arzáns de Orsúa en el
siglo xviii, fue aquel con el que Pizarro entró a Cuzco en 1533. El estandarte
que se encuentra en las colecciones del Museo Nacional de Colombia es
un estandarte real, sobre el cual, gracias a los estudios técnicos realizados
desde el área de la conservación, se puede concluir que fue fabricado y
utilizado durante la época colonial. Remitido también por Sucre desde
Cuzco, pudo haberse encontrado en la catedral de la ciudad junto con el
estandarte de Pizarro.
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Por su parte, para argumentar sus diversas hipótesis, autores como el
venezolano Arístides Rojas (1892-1893), el colombiano Pedro María Ibáñez
(1891) o los peruanos Ricardo de Palma (1911) y Juan Bromley (1935)6
emprendieron sendos estudios monográficos sobre el estandarte y en ellos
evocaron de manera parcial las fuentes primarias a las que se ha hecho
referencia en este artículo. La presente monumenta, por haber aportado con
la exposición razonada de estos documentos, constituye un paso previo de
cualquier análisis crítico de los autores y las fuentes en que estos se basan.
Un análisis del momento de la recepción del estandarte en Bogotá, su
traslado al Museo y su evocación por los autores citados permitiría apreciar
cómo esta pieza ha sido interpretada y evocada como un artefacto que
favorece la legitimación de las élites que lo utilizan.
Es relevante una reflexión final sobre las fuentes primarias en la
investigación histórica en un museo. Además de las fuentes documentales,
el museo cuenta en su cotidianidad con los objetos mismos. Este contacto
propicia la intervención de procedimientos físico-químicos que aportan con sus
datos al esclarecimiento de hipótesis, reforzando o cuestionando argumentos
obtenidos a partir del análisis documental, y, de esta manera, amplía el
estatuto de legitimidad de las conclusiones en una investigación histórica.
Notas 1 La frase original es “le remito los pendones reales de estas provincias que siendo
trofeos de poca monta”, pero es presumible haya habido un error tipográfico que
eliminó la palabra no. De lo contrario, resulta incoherente que el mismo Sucre
demerite lo que considera un regalo de gran valía para el vicepresidente.
2 Luego transcrito en el Boletín de Historia y Antigüedades.
3 León Gómez señala que la correspondencia citada se encuentra en el archivo del
Colegio Mayor de San Bartolomé; sin embargo, en esta investigación se revisó
la sección del archivo disponible para consulta y, entre estos documentos, no se
encontró la carta referida por Gómez.
4 José Manuel Groot sostiene que la noticia antes citada se encuentra en la “Gaceta”. El
único periódico de la época que conocemos con ese nombre es la Gaceta de Colombia,
que se ha citado en este artículo continuamente. Marta Segura, en el Itinerario del
Museo Nacional de Colombia, señala que la noticia de la que habla Groot se halla en
la Gaceta número 191, publicada en julio 12 de 1825; sin embargo, en dicho ejemplar
no se encuentra la noticia. Al revisar los números siguientes, posteriores a la fecha
del cumpleaños del Libertador, no hay ninguna descripción de una festividad, por
lo que no se puede dar razón exacta del lugar donde José Manuel Groot extrajo la
información.
5 Sobre el proceso de diseño y ejecución, véase Cortés (1991).
6 Véase Arístides Rojas (1892, 1893), Pedro María Ibáñez (1891), Juan Romley (1935) y Ricardo de Palma (1911).
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Referencias
Prensa
Gaceta de Colombia
El Constitucional
Crónicas
Arzáns de Orsúa y Vela, B. 1965. Historia de la Villa Imperial de Potosí.
Providence: Brown University Press.
Moyne, A. L. 1945. Viajes y estancias en América del Sur, la Nueva Granada,
Santiago de Cuba, Jamaica y el Istmo de Panamá. Bogotá: Biblioteca
Popular de Cultura Colombiana.
Lisboa, M. M. 1984. Relación de un viaje a Venezuela, Nueva Granada y
Ecuador. Bogotá: Fondo Cultural Cafetero
Catálogos
Pombo Rebolledo, F. 1886. Nueva guía descriptiva del Museo Nacional de
Bogotá. Bogotá: Imprenta de “La Luz”.
Museo Nacional de Colombia. 1960. Catálogo del Museo Nacional de
Colombia. Bogotá: Ministerio de Educación Nacional.
Restrepo Tirado, E. 1912. Catálogo general del Museo de Bogotá. Objetos
históricos – Retratos de próceres y gobernantes. Pinturas etc. Bogotá:
Imprenta de “La Luz”.
Artículos
Gómez, E. L. 1904. El estandarte de Francisco Pizarro. Boletín de Historia y
Antigüedades 2, n.º 4: 716-725.
Libros de historia
Ibáñez, P. M. 1891. Crónicas de Bogotá y sus inmediaciones. Bogotá: Imprenta
de la Luz.
Groot, J. M. 1889. Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada. Escrita sobre
documentos autenticos. Bogotá: Casa editorial de M. Rivas & C.
O’Leary, F. 1884. Memorias. Caracas: Imprenta de “El Monitor”.
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d o s s i e rb i c e n t e n a r i o
Restrepo, J. M. 1858. Historia de la revolución de la República de Colombia. Tomo III. París: mprenta de José Jacquin.
Rojas, A. 1892. El estandarte de Pizarro. De la colección de leyendas históricas de Venezuela. Caracas: Imprenta de la Patria.
Rojas, A. 1893. Objetos históricos de Venezuela en la exposición de Chicago. Estudios acerca de ellos. Caracas: Imprenta y Litografía Nacional.
Romley, J. 1935. Monografías históricas sobre la ciudad de Lima. Lima: Librería e Imprenta Gil.
Segura, M. 1995. Itinerario del Museo Nacional de Colombia, 1823-1994, tomo I. Bogotá: Museo Nacional de Colombia.
Tesis e informes de investigación
Alviar Cerón, L. 2013. Propuesta de conservación integral para el estandarte de Francisco Pizarro del Museo Nacional de Colombia. Trabajo de grado Conservadora y Restauradora de Bienes Muebles, Universidad el Externado de Colombia.
Badillo, Diego. 2016. Francisco Pizarro’s Banner of Arms: An Anlytical Work Contributing to Latin America’s History. Tesis de Maestría en Arqueología y Ambiente, Universidad de Évora.
Castelblanco Matiz, L. P. 2013. “El Estandarte de Francisco Pizarro”. Caracterización del textil que alberga el Museo Nacional de Colombia. Trabajo de grado Conservadora y Restauradora de Bienes Muebles, Universidad el Externado de Colombia.
Cortés, E. 1991. Modelo de depósito para material textil. Diseño y ejecución del depósito para material textil del Museo Nacional. Restauración Hoy. Revista de Divulgación Centro Nacional de Restauración 2.
Cortés, E. 1998. Informe preliminar para la conservación a largo plazo del Estandarte de Francisco Pizarro. Bogotá: Museo Nacional de Colombia.
En la portada, detalle de la pieza:
Luis García Hevia (1816-1887) Francisco de Paula SantanderCa. 1840Pintura (Óleo / Tela)83,5 x 61,5 cmReg. 461 Colección Museo Nacional de Colombia
Museo Nacional de Colombia
DirectorDaniel Castro Benítez
SubdirectoraAna María Cortés Solano
Curador de arteRodrigo Trujillo Rubio
Curador de etnografíaAndrés Leonardo Góngora Sierra
Curadora de historiaMaría Paola Rodríguez Prada
Curador de arqueologíaFrancisco Romano Gómez
AutoresMaría Paola Rodríguez Prada
Rodrigo Trujillo RubioFrancisco Romano Gómez
Rayiv Torres SánchezAndrés Góngora SierraSantiago Robledo Páez
Naila Katherine Flor OrtegaLibardo Sánchez Paredes
Coordinación editorialCarlos Granada Rojas
Comité editorialDaniel Castro Benítez
Fernando López BarbosaRodrigo Trujillo Rubio
Andrés Leonardo Góngora SierraMaría Paola Rodríguez Prada
Francisco Romano Gómez
Corrección ortotipográficaCarlos Granada Rojas
Diseño editorial y diagramaciónNeftalí Vanegas Menguán
FotografíasP. 12 © Francisco José Rodríguez Prada, 2019.Fotocomposición a partir de Archivo General de la Nación, Gaceta de Colombia n°144: 30.I.1825; y clichés de María Paola Rodríguez Prada del Musée national de céramique Sèvres, Collections Américaines, mnc 1145 (Roulin), mnc 3579 (Acosta), mnc 3580-2 (Acosta); Musée de Minéralogie - mines ParisTech, 3578 ensmp; y Pl.1. en Alcide d’Orbigny, Coquilles et Échinodermes Fossiles de Colombie (Nouvelle-Grenade), Bibliothèque - mines ParisTech.
La décima quinta edición deCuadernos de Curaduría fue publicada en diciembre de 2019 en: http://www.museonacional.gov.co/Publica-ciones/cuadernos-de-curaduria/Paginas/cuadernos-de-curaduria-14.aspx