don julio n1

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Page 1: Don julio n1
Page 2: Don julio n1

¿Por qué Don Julio?

Los últimos 34 años del fútbol argentino pue-den concentrarse en sólo dos palabras: don, julio. Don Julio es el poder, la inmovilidad: el poder que ha ganado el presidente de la Asociación del Fútbol Argentino desde 1979, cuando asumió, y la inmovilidad a la que aún nos entregamos cada vez que escuchamos su apodo, la omnipotencia de un dios. Don Julio es nuestro castillo de Kafka, nuestro censor. En un país que ha cambiado con la velocidad del mundo, Don Julio es el miedo a cambiar. En ninguna línea de este primer número encon-trarán la palabra Grondona. No hay denuncias, no hay investigaciones en la Don Julio #1, pero así elegimos llamarnos porque para matar al padre primero hay que reconocerlo, aceptarlo, hacerse de él. Somos su apodo para ser su errata: donde Don Julio dice poder e inmovilidad, Don Julio de-bería decir añoranza y esperanza, el refugio de un periodismo que nos hartó; conformista, enlatado, un periodismo que consumimos y en el que tra-bajamos, pero que –creemos, gritamos– se puede mejorar. El cronista argentino Martín Caparrós ha escrito que “en su desesperación por pelearle espa-cio a la radio y a la televisión, los editores latinoa-mericanos suelen pensar medios gráficos para una rara especie que ellos se inventaron: el lector que no lee”. Don Julio pensó un medio gráfico para otro raro lector: el que tiene ganas de leer. Un nombre nunca se agota en el nombre: recién empieza en él. A ustedes quizá también les pusie-ron el de su madre o su padre. Bueno: somos Don Julio porque no tenemos nada que ver con él.

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SumarioHistorias

Yo jugué al fútbol en la Antártida ........................... p. 6El niño que no quería jugar ................................. p. 14¿Quién quiere ser Eric Murangwa? ...................... p. 30Entrevista a Juan Villoro .................................... p. 44El Evangelio según Barrabás ............................... p. 60Detrás de las líneas enemigas .............................. p. 68Yo soy el Víctor de la gente ................................. p. 76Bienvenidos a Ciudad Juárez ............................... p. 90Diario del primer 9 que jugó con Messi .............. p. 100Los viajes de Wenger ........................................ p. 104El día que me quieras ....................................... p. 112

Ensayos

Elogio de la derrota ............................................ p. 12El fútbol a sol y sombra ....................................... p. 54

Entretiempos

El juego de la copa: Angelito Labruna ................... p. 28Cine mudo: Bomberman ............ .......................... p. 74

EquipoEditores

Ignacio FuscoFederico Bassahún

Fotógrafos

Federico PerettiMatías de Mateos

Dibujante

Sergio Ucedo

Diseñadora

Delfina Laballos

Colaboran (en orden de aparición)

Ansilta GrizasMariano Tenconi Blanco

Francisco JáureguiJuan Diego Ortiz Jiménez

Federico YáñezGonzalo Ruiz

Pachy ReynosoSergio Duarte Méndez

Gabriel CardonaRafael RenteríaBen Lyttleton

TNQ

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Yo jugué al fútbol en

la Antártida

Historia

#1texto: Federico Peretti (@fedeperetti)fotos: Federico Peretti y Ansilta Grizas

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Y de repente, diez marinos españoles se bajan de un barco y nos preguntan: “¿Tienen gente para un partido?”. Nos miramos. La dotación de la

Armada suspende sus tareas. Juntamos seis. Siete, conmigo. Al rato estamos jugando al fútbol en uno de los lugares más fabulosos del mundo.

La entrada en calor no es para evitar lesio-nes, sino para sacarse el frío. El jefe de la base hace el sorteo. Ganan los españoles, que eligen tener viento a favor. El dato no es menor: las ráfagas superan los 70 kilómetros por hora.—Hay que aguantar el primer tiempo y darlo vuelta en el segundo — dice Piedrafita. Piedra-fita es el arquero. Abajo, el Teje, Rochelle y yo. Roberto, en el medio, y Olguín y Cogote arriba. El primer saque de arco español es un to-mahawk que vuela directamente hacia nues-tro arco. Va a estar complicada la mano. En nuestra primera contra se escapa Olguín: 1-0. Abrazos. Montonera. Sin televisión, sin In-ternet, incomunicados en la isla Decepción, pero 1-0. Los próximos 15 minutos pasan con la velocidad del viento. Los tres goles espa-ñoles, también. El arquero de ellos le sigue pegando más fuerte que Chilavert. El nues-tro, más grandote, no llega a la mitad de la cancha. Final del primer tiempo: 3-1 abajo y la esperanza del viento a favor. Lo primero que hago en el segundo tiempo, por supuesto, es tirar a matar. Siento la emoción del goleador justo antes de la conquista. Siento,

||| La isla se llama Decepción, queda en la Antártida, viven 15 personas y un volcán. Meses y meses planeando y pensando un trabajo fotográfico orientado en el hielo, y lo primero que veo es este desierto negro, la ceniza volcánica cubriéndolo todo. Eso fue lo primero; lo segundo me lo cuenta una de las 15 personas que viven en Decepción: si el volcán erupciona tenemos sólo siete minu-tos para irnos de acá. Abandonar la isla, huir, fugar. El instinto me obliga a mirar al puerto: el barco que nos trajo ya no está. Es obvio que el clima es duro, pero lo peor es que muchas veces hace más frío adentro de la casa que afuera. La fecha de regreso todavía es incierta. En este párrafo y algo ya pasaron dos semanas, y no hubo mucho para hacer. Hasta que, de repente, todo cambia. A lo lejos se acer-ca un barco. Es rojo, es blanco, y fondea a unos dos kilómetros. Algunos de los tripulantes vie-nen hacia la base en un zodiac negro. Nos mi-ramos con mis compañeros, desconcertados en tierra firme. Diez personas se bajan de la em-barcación. Luego sabríamos que son parte de la tripulación del buque español Las Palmas, que opera por la zona. Lo que ya sabemos ahora, mientras los vemos, es que son locos. Diez locos. Diez locos que visten la camiseta del Levante. Diez locos que visten la camiseta del Levan-te y -arriba del jogging, como los superhéroes- un pantalón corto, un short.— ¿Tienen gente para un partido? — nos pre-gunta un colorado con más pinta de irlandés que de otra cosa. La dotación de la Armada que está en nues-tra base debe seguir con sus tareas, pero logra juntar seis jugadores. Siete, conmigo. Demar-camos las líneas, clavamos cuatro palos: se alza el Mundialista Decepción.

| Yo jugué al fútbol en la Antártida

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Faltan cinco minutos. Ya estoy al lado de uno de los chicos de la dotación, que dejó de trabajar para venir a ver el partido. Recuerdo las dos materias que hice en el curso de en-trenador. Se lo informo.—Hice dos materias en el curso de entrenador. Y le grito al Teje:—Parate acá. No suban todos. Dale, centro a la olla y lo ganamos. Pero no ganamos, y cuando uno de los nuestros agarra la pelota para ir a los penales, los españoles le dicen que no, que tienen que volverse al barco. El Teje y Cogote empiezan a desarmar el Mundialista y los españoles se van, los veo irse con la camiseta del Levante, los pantalones cortos y un punto de visitante que evidentemente les servía. |||

también, que el remate se va a cualquier lado. El derechazo viaja directo al papelón, hasta que le pega a Rochelle: 3-2. Y entonces, vamos que po-demos, pero el arquero de ellos no era bueno por el viento: se ataja todo, nomás. La ceniza volcánica también nos engaña. La pelota pica en piedras y pozos que nadie ve, y los que tienen un imán para los rebotes son ellos. El Teje y yo tenemos un enorme campo para defen-der, porque el resto se fue al ataque. El 5 español nos mira con susto: hace un rato improvisé una chilena que casi le vuela la nariz. Se tiró, se revolcó un rato, pero nadie le compró la escena. Siga, siga. El que no tuvo que actuar fui yo, que caí de espal-das, golpeándome la columna. Me levanté rápido, disimulando, pero no podía ni caminar. Con un tiro libre y un pique raro llegó el 3-3, y llegó, tam-bién, mi cambio: no podía más.

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textos: Nacho Fuscofotos: Matías de Mateos

texto: Mariano Tenconi Blanco (@MarianoTenconi)ilustración: Sergio Ucedo (@sergioucedo2)

Ensayo

Elogio de la derrota¿Jugar para ganar, o jugar para perder?

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nada que no sea ganar. Ganar es casarse, dejar de amar. Suspenderse. El que quiere ganar tie-ne miedo. El que quiere ganar no quiere jugar. El que quiere ganar está matando al juego, está suicidándose. ¿Demasiado? Quizás. Aunque si es válida la analogía entre juego y vida, ¿qué es si no el que ya no quiere jugar? ¿El que ya no quiere vivir? El que quiere ganar es un paranoi-co, todos quieren robarle el triunfo. Ganar te convierte en un imbécil. Ganar es decir que No. Ganar es morir un poco.

Dd En cambio perder no. Perder es constructi-vo. Es afirmar que uno no sabe absolutamente nada. Pero es afirmar, no es negar. Porque lue-go de la derrota llegan los análisis, las nuevas decisiones, y la necesidad de afirmar algo. Algo nuevo. Perder es ser nuevo. Perder es ponerse a prueba. El perder no implica el miedo; nada hay que conservar. El que pierde no tiene nada, y el que no tiene nada no puede tener miedo. El que pierde sólo se tiene a sí mismo. Perder es el inicio de la aventura. Perder es juventud, es vida, perder es nacer de nuevo, perder afirma el juego, perder genera ganas de volver a jugar. Perder construye. Perder afirma. Perder dice Sí. El que pierde está vivo. Espero no haber logrado demostrar la tesis propuesta. Espero haber perdido. Espero no tener razón. Yo quiero seguir jugando. La de-rrota es el triunfo del juego.

Hay todo un sistema de definiciones sobre el juego, e incluso sobre la vida, basadas en una dicotomía (absolutamente pasada de moda) de los que quieren ganar y los que no. Sin que-rer participar de tan añeja discusión, creo que lo que hay - por encima de todo - es una difa-mación histórica de la derrota. Por tal, en este breve texto propongo generar una suerte de reivindicación. Por supuesto, todo juego impli-ca el querer ganar; nada hay peor que jugar con alguien que no tiene ese interés competitivo. En lo deportivo es más complejo, en otras for-mas de juego (el amor, esa ficción compartida, también lo es) el desinterés por la derrota - una especie de actitud desenfadada - puede tener un dulce encanto. Pero en lo deportivo no. Como sea, en cualquier terreno el ganar es el inicio de una felicidad y de una desdicha. Postulemos una tesis, entonces: es mejor perder que ganar.

Dd Ganar da la razón. Ganar es un único mo-vimiento. Ganar es autoafirmación. Ganar es ego. Ganar es creer que se ha encontrado el camino, que no hay que cambiar de camino, es suspender la prueba. Ganar es temor, es no querer perder lo que se obtuvo, es querer dete-ner el tiempo, no querer volver a jugar, querer perpetuar la instancia del triunfo. No es importante ganar. Ganar cancela el juego. Si juego es para ponerme en riesgo. Ganar no da lugar al juego, no da lugar a más

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| A la izquierda, la primera casa de Riquelme, en Don Torcuato.

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El niñoque no quería jugar

Historia

#2texto: Ignacio Fusco (@IgnacioFusco)

fotos: Matías de Mateos (@matidemateos)

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Lo descubrieron en el entretiempo de un torneo que jugaba su viejo. Estaba con unos amiguitos, pateando al arco, cuando un entrenador

de baby se obnubiló. Le ofreció jugar en su equipo. El niño, tímido, le dijo que no. Ésta es la historia de ese niño. La historia de

Riquelme, antes de que fuera Román.

| El primer potrero en el que jugó Riquelme, a menos de 50 metros de su casa.

tipo cruzó la vía y se mandó por uno de los pasi-llos de la villa. Casas fraternales, casas apretadas, la sensación de que vaciaron un balde de juguetes y todo quedó así, como cayó. Y, por supuesto, la estrechez: el pasillo largo y angosto de los que tie-nen -muchas veces- un solo camino, nomás. El tipo se frenó ante un grupito de pibes sentado en el cruce de dos pasillos.—Hola, disculpen: ¿hay acá un chiquito que juega muy bien? El padre tiene un equipo de fútbol, creo.—El hijo de Cacho debe ser –le dijo uno de los pibes, cabeceando hacia atrás–. Sí, vive para allá. — ¿Para allá para dónde?— Segundo pasillo. Al fondo. — ¿Uno chiquitito así es, no?— Sí, sí. La rompe.— ¿Y cómo se llama?— Román. Segundo pasillo, entonces, al fondo. Del maremoto de los juguetes a la pampa argenti-na: césped, tierra, más césped, más tierra y la insólita manera de darle otro nombre y otra historia al anonimato de esa forma. Un arco acá. El otro, allá.— Estaba ahí, pateando. Eran tres. La forma en que se movía, lo fino que era, por Dios. Quedé eclipsado. El loco, tipo loco -Jorge Rodríguez, 25 años, ex Cebollita, ex Combatiente de Malvinas-, se le acercó, se agachó, le sonrió, le preguntó:— Chiquito, vení… ¿vos sos Román? Román vestía, apenas, un pantaloncito de fútbol. Apenas, también, le asintió.—Y escuchame… –insistió Jorge– ¿dónde vivís?— Flaco, ¿a quién buscás? Un tipo de unos 27, 28 años, estaba sentado con dos amigos, tomando una coca, en un cordón. — No, digo… – se trabó Jorge – ¿la casa de este nene?

||| José C. Paz, San Miguel, Polvorines, Villa de Mayo, Don Torcuato: cuatro horas pateando ba-rrios, clubes, potreros y villas de la Provincia de Buenos Aires para encontrarse, ahora, ante un eterno descampado y una vía de tren que lo cru-zaba con la naturalidad de una cicatriz. Un solo dato tenía el loco, tipo loco, y con ese dato había cerrado la puerta de su casa por última vez. — Me habían dicho que el equipo se llamaba San Jorge. Y que al padre le decían Cacho. Ca-cho, o Piturro, le decían también. San Jorge era un equipo que el fin de semana había jugado un torneo en el club 9 de Julio, a una cuadra de su casa, en José C. Paz. Un ami-go le había dicho que se pegara una vuelta, para chusmear, y el loco, tipo loco, lo vio:—Seis, siete años tenía. Estaba ahí, con unos amiguitos, pateando al arco. Me acuerdo de eso: cada tanto se ponía a hacer jueguitos, pero lo que más me acuerdo es que pateaba mucho al arco. Es más, fijate que un amigo me dijo: “¿Lo viste? Para mí es mejor que Juan Pablo y Estrellita”. Juan Pa-blo y Estrellita eran dos chicos que tenía yo. No me acerqué, no le pregunté el nombre, nada. Esto fue un domingo. Y el lunes lo salí a buscar. Lunes, entonces, seis de la tarde. A un lado de la vía del tren, una villa. Al otro, árboles, matas, un mural de ligustrina y dos o tres ca-sas alejadas que alguien, seguro, se olvidó de guardar. El Conurbano es así: un pibe vago, o despelotado, o colgado, que jamás ordena su habitación. El tipo se había acordado que ahí, a la espalda de Campo de Mayo, había una villa que se llamaba San Jorge, y fue. Como había hecho con decenas de barrios durante cuatro horas, se rascó el peinado y fue. Más que la entrada, el tipo bordeó la vía cal-culando la salida: seis de la tarde, el sol que se en-sombrecía, un océano verde custodiando el frente de la villa y otro, más grande todavía, detrás. El

| El niño que no quería jugar

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— Está hablando con él.Dd

Jorge Rodríguez no laburaba en Ferro : labu-raba en un club de baby que se llama Bella Vis-ta. Jorge Rodríguez había dicho Ferro por decir, para no demorar la explicación y que la noche aplastara todo. Ernesto Riquelme - o Cacho, o Piturro - desconfiaba de Jorge, de Bella Vista y del Ferro que nunca existió. La mañana del pri-mer sábado, Jorge volvió a los pasillos de la villa y aplaudió a la puerta de la casa de Román. Salió Ernesto. O Cacho. O Piturro.— No quiere jugar, Jorge. No quiere ir. Jorge sintió en las piernas el cansancio de José C. Paz, Malvinas Argentinas, San Miguel, Polvorines, Villa de Mayo, Don Torcuato.

— ¿Y para qué la buscás?— Quería hablar con el padre del chico. Ese chico que no se movía, que ni miraba, que seguía, los ojos bajos, quietito ahí. — Soy delegado de Ferro. Busco chicos para llevarlos a jugar al baby –se destrabó Jorge, se-ñalando al niño con el mentón–. ¿Román, no? El tipo le pegó un sorbo a la coca.— Sí.— ¿Y el padre?— ¿Qué?— Cacho, me dijeron, ¿puede ser?— Ernesto. — Ernesto — repitió Jorge, dilatando el tiem-po —. ¿Podré… digo… su casa… o sea, digo: hablar con él?

| Cacho, un amigo del papá de Riquelme, con su hijo.

porque los dos jugaban en el equipo y los dos laburaban de albañiles, también. — Nos decía qué cagadas nos habíamos man-dado, qué cosa habíamos hecho mal, el pendejo. A los 13 años, Román les dijo de otra manera cómo hacerlo, qué hacer: empezó a jugar con ellos. Los rivales tenían 30 años y dos reflejos obvios: se le cagaban de risa, primero, y lo ca-gaban a patadas, después. — Lo mataban — insiste Cacho —. Después aprendió a soltarla más rápido, y cuándo gam-betear. Pero le daban, le daban mucho. Al prin-cipio lo buscaban, se reían, y después se daban cuenta de que era bueno en serio, el pendejo. Cacho recuerda aquellas patadas justo al costa-do de la primera cancha en la que jugó Román, el campito lunar -pozo, piedra, piedra, pozo, ay - en el que su viejo gritó: “Flaco, ¿a quién buscás?”.— Dejó de jugar con nosotros cuando ya estaba en Argentinos — precisa Cacho —, porque se tenía que cuidar. Pero antes, una bestia. Escu-chame, pateaba los penales: 14 años y pateaba los penales. Con un fierro le daba, Román. En Bella Vista, mientras tanto, algunos padres lo celaban. Bajito se decía que ahí viene el villero, mirá, hasta que a Jorge Rodríguez lo echaron del club y se fue a La Carpita, un club de baby que está a dos cuadras de la estación de tren de El Trope-zón. Román no quiso ir más a Bella Vista. Nico-lás Alfaro y Rafael Scandolo, dos compañeritos, tampoco. Una noche, Jorge se decidió: ya había convencido a Rafael, a Nico, y le faltaba Román. La noche es un agujero de ozono en la villa. Jorge caminó por el ahogo del segundo pasillo y aplau-dió a la puerta de la casa de Román. Televisores gritando, cumbia al palo, algu-nos chicos tomando coca en una esquina. Y por primera vez, abrió Román :— ¡Papi, vino Jorge! La última imagen hay que observarla

— No quiere – se afirmó Cacho –. Le da ver-güenza, es así. Cacho le había preguntado a Román qué que-ría y Román no le había dicho nada. Cada tarde de cada sábado, Cacho jugaba en el equipo que Jorge había visto antes y después de haber visto, por primera vez, a Román. “San Jorge”, le habían dicho, equivocándose con el nombre de la villa, pero no: el equipo se llamaba El Ciclón. Jorge no pudo verlo, aquella mañana, a Ro-mán : el niño de los Riquelme se había escon-dido en uno de los pasillos de su casa. Eso hizo entonces, y eso hizo cada vez que oía los aplau-sos del entrenador: refugiarse, fugarse, con el sigilo de un gurkha. Al primer sábado, Román hizo lo que hacía todos los sábados: acompañar a su viejo a los torneos que jugaba El Ciclón. —Convencelo, dale —le pidió Jorge a Cacho —. Traémelo a Bella Vista. Una vez, nada más. El primer número que Román usó en Bella Vista fue el 5. —Llegó con el padre, calladito, y no se movió de su lado hasta que le dije que había que ir al ves-tuario —recuerda Jorge—. Le había ofrecido una coca: nada. Un sánguche: nada. Y no habló nunca. Entramos al vestuario, lo presenté a los compañe-ritos y se cambió en una esquina, en silencio, solo. Jugó, volvió a cambiarse solo y se sentó al lado del padre, otra vez. Y tampoco me aceptó la coca. Como tampoco aceptó jugar, definitiva-mente, en Bella Vista. En la villa ya se sabía que Román la pisaba, cada tanto, en un club. Y Ro-mán ya sabía que los sábados iría, cada tanto, a los potreros en los que barrenaba El Ciclón.— Ocho, nueve, diez años y ya nos torea-ba. Nos veía salir a todos en fila y nos decía: “¿Cómo van a perder con unos muertos así?”. El que habla es Cacho, amigo de Cacho, el papá de Román. Cacho al cuadrado, digamos,

| El niño que no quería jugar

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Bombonerita a La Bombonerita, pero el arte nos acostumbró así: una obra más que tras-ciende al autor. La cancha de La Bombone-rita es un océano de cerámica azul, todo un flash luego de la caverna del buffet. Un azul brillante cielo, con la canchita delimitada por líneas blancas y un balcón que aprieta uno de los laterales hasta la intimidación. Se ve la ba-randa, la platea detrás, y la imagen cae como piña: el Maradona de las cejas depiladas infla el pecho en su palco de La Boca.— Acá... — dice Daniel, cerca de un córner — le tiró un caño tremendo a Mirko Saric, el chico que jugó en San Lorenzo. Se anunció duran-te semanas ese partido: Román contra Saric. La Carpita ya ganaba 3-0 y el partido terminó con un bochazo que Román durmió acá, con-tra este córner. Saric lo apretó, lo ahogó desde atrás, y mirá lo que hizo Román. Daniel debe imaginarse los gritos de los pa-dres, los nervios de los chicos, la pelota ahí :— Román se la pisó, se la alejó y le tiró un caño de rabona. Y cuando Saric volvió a mar-carlo, desesperado, se la pisó otra vez, vol-viendo al mismo lugar. Lo dicho: ni el tiempo - ni la pelota - han avanzado. Caminar la cancha azul de La Car-pita es caminar por un sendero de historias cuasi bíblicas:una vuelta, cuentan, quedó mano a mano con el arquero: lo revolcó, la pisó, le amagó un globo, el arquero se recuperó, se la volvió a pisar, lo gambeteó y se metió al arco con pelota - y gloria - y todo.otra tarde, porfían, bailó tanto a Tradito, Martín Tradito, un chico de Parque, que Ra-món Maddoni, el entrenador, lo sacó al pibe arrastrándolo de una oreja. un sábado, juran, no podía jugar una final por una hinchazón en el dedo gordo del pie derecho. El ex

desde arriba : Campo de Mayo, la noche, la vía y un desubicado cantando, saltando: — ¡La Carpita va a salir campeón, La Carpita va a salir campeón...! El tipo estaba loco. Y el futuro - siempre can-chero, enigmático - se asomó tras el telón: a la cancha de La Carpita le decían la Bombonerita.

Dd En La Carpita no hay fotos de Román. Afue-ra brilla el sol del mediodía, y entrar al club es como dejarse anochecer: lo primero que se siente es la pesadez de la sombra y lo primero que se ve es un buffet que tiene la inmensidad de un galpón y cinco o seis mesas, nomás. En una, dos viejos y una gaseosa; en otra, un hom-bre, sin gaseosa. Detrás del mostrador, una chi-ca - la moza, hija o sobrina, seguro, del presi-dente del club - se evade con la hipnosis de un televisor. El escritor italiano Ermanno Cavaz-zoni tenía razón: son maquetas los mundos, y basta que nos vayamos de ahí para que los tipos levanten todo y se escondan nuevamente, satisfechos de su actuación. La única pista de que Román jugó ahí se ve en la puerta de La Bombonerita. Arriba del marco quedó un pedazo de póster, pero justo el pedazo que no tenía que quedar: “(…) ídolo de La Carpita…”.—Lo arrancaron los dirigentes que estaban antes. “Juan Román Riquelme, ídolo de La Carpita”, de-cía. Pero como Román se había peleado con esa dirigencia, los tipos sacaron todo lo que había de él. Hincha de River, el presidente, imaginate. Daniel acomoda una mesa al lado de la puer-ta de La Bombonerita. En un rato acomodará su silla, una caja de cartón con las entradas y acomo-dará, también, las planillas con los nombres y los apellidos de los chicos que están por llegar.—La foto de Román tocaba el techo, más o menos. Daniel no se acuerda quién bautizó La

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presidente del club entró al vestuario. Se preocu-pó, lo animó, lo mimó. Reservamos su nombre porque la historia concluye con el ex presidente haciéndole masajes y chupándole el dedo del pie. Y La Carpita perdía 3-0, y entró Román, y en cinco minutos lo dio vuelta: 4-3. Y amén.

Dd Román silbaba: siempre silbaba. Silbaba acodado a la ventanilla del bondi, mientras volvía por la Ruta 202, sábados doce de la noche, desde La Carpita, y silbaba mientras desanudaba sus botines, seis y media de la mañana, antes de ir al entrenamiento de Ar-gentinos. La vieja se los dejaba colgados en una soguita, en el patio delantero de la casa. Román los desanudaba, entraba otra vez y se sentaba a la mesa de la cocina, o en la cama de su habitación. Y empezaba: estiraba un cor-dón, le apuntaba al ojal de un botín, lo pasa-ba, lo miraba, lo volvía a estirar. — La concha de tu madre, Román, que no lle-gamos — le susurraba Jorge, siempre a su lado. El mundo dormía. Y Román, silbando, se reía. Luego, nueve cuadras, bondi, tren, bondi otra vez. Argentinos se entrenaba en su cancha o en la de Lamadrid, pero daba igual: el viaje era un Vía Crucís hasta Jerusalén. Estamos en 1990. Román todavía jugaba en La Carpita, así que el fútbol no gozaba del descanso del Señor, y su cuerpo tam-poco: baby, once, baby, once, uf. En Argentinos de-tectaron que no recuperaba su peso. Román tenía 12 años y la delgadez de un wing. — Nos sometieron a un plan alimenticio. A él y a mí. A los dos. Régimen estricto, vitami-nas — avala Cristian Ezquerra, delantero de La Carpita y compañero de Román, también, en La Paternal. La vida es maravillosa: Ezque-rra es, ahora, gerente general de un restorán. Un restorán que queda en Miami.

| El póster, ajado, tras una pelea con la dirigencia del club.

| El niño que no quería jugar

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Jorge cabeceaba y señalaba a un flaquito con cubana y piernas de garza. — Si te gusta, mañana lo tenés practicando allá — le canchereó. El amigo le sonrió, se tiró hacia atrás:— Si sabés, Jorge, que lo tengo a Rondinone, que es un crack. Rondinone. Ron, di, no, ne. Así que Román siguió jugando, o no jugan-do, en Argentinos. Fue 8, 5, 11, 10 y pseudo cen-tral, entre el medio y la zaga. Jugó con Esteban Cambiasso, Emanuel Ruiz, Mariano Herrón; le nació la voz: en La Carpita se la pasaba or-denando y aconsejando a los compañeros, y en Argentinos, finalmente, también. Con el tiempo y el talento se asentó, y entonces llegó lo inevitable, el viaje de egresados de todo niño jugador. El primer retiro. Un viaje inmóvil, sin la obviedad de viajar.— Había como 200 personas, una locura – se entusiasma Cristian Ezquerra, el ex wing de La Carpita. El también tenía 12 años cuando el club los despidió. Los homenajeó, en realidad, por tener que despedirlos. Las cartulinas, las pancar-tas, el fibrón: “Categoría 78. Hasta siempre”. Doscientas personas, entonces. Repleta, luminosa, La Bombonerita. Jugaron todas las categorías, las siete categorías, y luego desen-fundaron los tablones para armar las mesas en la canchita azul. Familiares, abrazos, comilona, un escenario (o tarima) del lado de la platea, y el animador. La entrega de premios. El mejor compañero. El goleador. El mejor jugador. —Terminamos a las seis de la mañana. Cuan-do salimos era de día – recuerda Jorge Rodrí-guez, aún técnico de La Carpita, administra-dor de una cadena de locutorios –. Empezó como a la una y se estiró, se estiró. El último premio fue al mejor jugador. El mundo se hipnotiza con el balón de bron-

— Eramos flaquitos, súper flaquitos. Pero bue-no, yo era wing, él jugaba en el medio o lo tira-ban atrás, no tenía nada que ver. Dato fácil de encontrar en cualquier biogra-fía: al ídolo, de niño, no lo ponían. No jugaba. Lo cuidaban o lo subestimaban. El ídolo, de niño, era relegado por adultos que hoy se ras-can su panza mientras manejan el remís.—Ya te digo: lo movían fácil. Trababa la pelota y la perdía. Le costaba gambetear. Ramón Maddoni es una foca blanca a la mesa de un café. Lo de blanca es porque viste una chomba de Boca - blanca - y lo de foca es por la actitud pesada, desparramada. — No tenía continuidad de trabajo, Román —sentencia ante Don Julio—. Entraba, salía, no jugaba siempre, no. Y no sólo no jugaba, sino que a veces ni se concentraba. Argentinos no lo había querido fichar. Los repeló lo flaquito que era, y algu-nos entrenadores hasta decían que no jugaba bien. En Infantiles, Pre-Novena y Novena ha-bía 17 chicos en la planilla y el 18 - casi siem-pre - era Román. Lo ponían de titular cuando Argentinos jugaba en Rosario, por ejemplo, porque otros compañeritos no podían, no querían o no los dejaban viajar. Y Cacho, su viejo, se empezó a fastidiar.— ¿Lo va a tener en cuenta, Ramón? Riquelme Padre y Maddoni Entrenador, frente a frente en la práctica de Argentinos. — El viejo sabía lo que tenía en sus manos –recuerda Ramón –. Caía a preguntarme y yo le decía que sí, obvio que sí, pero que ha-bía que esperar. Cacho le retrucó de otra manera: intentó llevar a Román a Platense. Se lo dijo a Jorge. Jorge llamó a un técnico amigo suyo que laburaba en Platense y lo llevó a ver un Chacarita-Argentinos.— Mirá, es ése.

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— Haceme caso, te lo dan a vos. El animador dice un nombre. El mundo lo mira a él, que llora; llora y se queda sentado, aturdido por los aplausos, sin querer pararse, sin saber qué hacer. |||

ce que alza el animador. Debajo del escenario, los padres y los niños erigen un silencio de fe. Sentaditos, anónimos a un costado, Cristian Ezquerra y Román:— Es para vos.— Mirá si va a ser para mí. — Es para vos, boludo — le insiste Román —. Te digo que es para vos. — No, Román, éste no.

| La cancha de La Carpita.

| El niño que no quería jugar

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La Carpita, hincha de Riverplei. Ezquerra le ha-bía pedido a Rodríguez que le consiguiera una prueba en River. Se lo había pedido una vez, dos veces, tres. El detector de talentos de River era Titi Montes, esa especie de gurú, cyborg o dueño de los minisúper que tiene cada club. Rodríguez le contó a Montes lo de este chico Ezquerra. Y Montes le dijo:— Al monstruo, Jorge. Vos siempre hablás del monstruo ése que tenés. Traelo a ése. Se lo había dicho después de aceptarle que viniera Esterra, Ezerra, bueno, ése, “el que vos quieras”, pero River quería al monstruo. Y el monstruo ya entra al Monumental, ahí lo ve-mos, con Rodríguez, con Ezquerra, su fasti-dio, su botinero y esas piernas adolescentes de Houseman René.—Yo era wing izquierdo — le cuenta Ezquerra a Don Julio. Nunca mejor conjugado: Ezquerra

— Ni en pedo, no quiero ir ahí. Ahí no voy ni en pedo. Ahí es el Monumental. Ahí es ahí, literal-mente ahí, porque la escena nos muestra a un pendejo de 12 años caminando por el barrio River mientras el estadio se le agranda, una ciu-dad blanca que se erige en la ciudad. El primer nombre del pendejo es Juan, pero lo llaman por el segundo: Román. La frase del comienzo la había dicho algunos días atrás, la cabeza gacha y puchereando, y sólo unos segundos después: — Bueno, voy, pero por vos. Sólo por vos. Vos es Jorge Rodríguez, el técnico de su club de baby, La Carpita, el hombre que lo descubrió. Estamos en 1990, el inicio de la Argentina patilluda y gloriosa Riverplei. Tres personas caminan hacia el Monumental: Jor-ge Rodríguez, puchero Román y el culpable de esta historia, Cristian Ezquerra, delantero de

El día que Riquelmese probó en River

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Historia

#2Alargue

Algunos años después, el 12 de septiembre de 1996, Boca compró al enganche de Argenti-nos. Esta línea informativa, sencilla, podría ser la última de la crónica, pero no: es sólo un dato, un gancho necesario, porque hay más. El entonces River del presidente Alfredo Davicce tenía una deuda con Alberto Poletti, ex arquero de Estudiantes de La Plata y repre-sentante de Román. El River patilludo ya había ganado tres títulos en los tres primeros años de los 90, pero esa deuda no la podía pagar. Se lo informó a Poletti. Y Poletti sólo pidió que le probaran a un chico : Juan Román. Como aquellos entrenadores de Platense que vieron a Riquelme en un Chacarita-Ar-gentinos y le dijeron a Jorge Rodríguez que muchas gracias pero ellos tenían a “Rondi-none, que es un crack”, el brasileño Delem se acercó a un partido en el que jugaba el enton-ces centrojás. El hombre que descubrió y po-tenció a Ortega, Gallardo, Crespo, Almeyda, Solari, Saviola, Aimar, Falcao e Higuaín, lo observó, lo estudió, dijo:— Es muy bueno, sí, pero en su puesto tengo tres que son mejores que él. Uno de esos tres mejores era Damián Al-varez, que debutó en River en 1997 y se fue al olvido en el 2002.

era porque Ezquerra es, ahora, gerente general de un restorán. Un restorán que queda en Miami. — Nos probaron en una cancha auxiliar que estaba atrás del Monumental. La cantidad de pibes que había era impresionante, una locu-ra. En River ya jugaba un chico que había sido compañero nuestro en La Carpita, Martín Lu-cero, wing derecho. Es más : estuvo ese día, creo, nos vino a ver. Los coordinadores nos reunie-ron, y bueno, la de siempre : “¿De qué juegan, chicos?”. “De enganche”, les dijo Román. Titi Montes quiso que el enganche jugara en el segundo tiempo. Afuera, Ezquerra espe-raba para entrar. — Se parecía al Maradona gambeteador, Román. Gambeteaba, no era tanto de pegarle desde lejos. De eso me encargaba yo, que pateaba más fuer-te — recuerda el gerente —. Él juntaba a dos, tres pibes, los limpiaba y me dejaba mano a mano. El Maradona gambeteador, sí, tal cual. Así que Riquelme fue el Maradona gambe-teador en baby y, en su segunda vida, un 10 filosófico, Román: dónde debo pararme, cuán-do hay que tocarla, cómo, para qué. Y en River supo que le pegaba con un cañón.—Clavó un golazo desde afuera del área que ni te cuento. Un derechazo típico, bien de los suyos. No, no sabés lo que fue. Anduvo bárbaro, Román —recuerda Ezquerra, que jugó un poco más de diez minutos. A Román lo dejaron todo el segun-do tiempo. El arte de La Carpita nunca sucedió -gambeta de Riquelme, pase a Ezquerra, tac- y luego les dijeron que la próxima semana habría una segunda prueba, que volvieran, por favor. El fastidio, la caminata, el Monumental. —Y nos dijeron que no fuésemos más. Así, sin explicaciones. Nos rechazaron. Nos vol-tearon a los dos. Ah, la tentación de escribir que River rebotó a Riquelme. A Juan Román Riquelme.

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El juego de la copaTextuales de ídolos del fútbol argentino, descontextualizados, puestos hoy. El periodismo siempre ha preguntado lo mismo.

“La hinchada de Boca es capaz de alentar

a un pedazo de madera”

Angelito Labruna

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Hubo un partido, en el 55, que Boca les ganaba en la Bombonera y…(interrumpe) No la agarrábamos ni con la mano. De pron-to, se despertó Walter Gómez. Metió dos pases al claro. El primero para mí. Se la toqué a un rincón a Musimessi y empatamos. Al minuto, el pase de Walter fue para el Mono Zárate. La puso en el mismo rincón y ganamos 2-1. Al fi-nal del partido me acercaron un micrófono para pedirme una impresión del partido y, para darles más bronca a los boquenses, expliqué que lo nuestro había sido una táctica para hacerlos cansar y ganarles por sorpresa. A la salida, la hinchada de Boca me quería matar.

En el 2011, Almeyda se hizo remera y bandera al irse de La Bombonera besándose La Banda.(se ríe) Boca es una gran institución. Con una hinchada para aplaudir, para respetar, porque es muy especial. Ellos no miran la cara del jugador: son capaces de alentar a un pe-dazo de madera, a un árbol que tenga la casaca de Boca, para que ese árbol o esa madera rinda como jugador de fútbol.

¿Y River? ¿Qué genera River?Yo río y lloro por River. Yo, por River, pibe, una vez me quise pegar cuatro tiros.

En los 20 años que usted jugó en River, Angel, entre 1939 y 1959, el club ganó 13 títulos con 293 goles suyos. En los últimos cinco años, con sólo dos gritos de Fabbiani, River salió último, descendió y ahora volvió Ramón, a quien usted dirigió. Sin insultos, por favor: ¿cómo la vio?Antes había más desigualdad, sí. Los grandes eran los grandes y los chicos eran los chicos. Ahora queda la tra-dición, pero en la cancha son todos parecidos. Hasta cambió el tema de los dirigentes y los referís. Yo, por ejemplo, con la Banda Roja puesta hacía cualquier bar-baridad. Decirle a un referí: “¡Cobrá penal porque te voy a hacer rajar!”, y seguir en la cancha lo más tranquilo. Después las cosas fueron cambiando, aunque yo seguí agrandado; ahí sí, ya me echaron como 20 veces.

Hoy, con la tevé, serían 40.Atención que ahora no es fácil jugar, ¿eh? Es más difícil que antes. Por eso del ritmo acelerado con que se juega, antes parabas la pelota y mirabas el remate, pero ahora, por la obstrucción y destrucción, es casi imposible hacer eso. Hoy, un equipo de guerreros te complica el partido; no se ven las cosas lindas que se veían antes.

¿Y qué hacemos, entonces?Mirá, pibe, es sencillita la cosa. Eso de que se necesitan uno o dos años para armar un equipo es mentira. Uno tarda cuando no hay material. Mirá La Máquina: (el entrenador, Renato) Cesarini lo convenció a Moreno de que necesitaba más campo para correr y lo puso de ocho. Lo convenció a Pedernera de que contra la raya estaba asfixiado y lo puso de nueve. Luego me ascendió (a Primera) a mí, al tiempo que convirtió al Loco Loustau en wing izquierdo y a Mu-ñoz, que jugaba de ocho, lo puso de wing derecho. El técni-co tiene que orientar, pulir. Al que convenció más fácil fue a Loustau, que no hablaba nunca: un día el utilero le dio dos zapatos derechos y jugó todo el partido así, sin protestar.

A usted siempre le fue bárbaro contra Boca.Yo siempre viví de Boca. Gracias a ellos me hice famoso.

BibliografíaAngel Labruna y sus recuerdosRevista El Gráfico, 28 de diciembre de 1971. Candidato a milagreroRevista Goles, 7 de enero de 1975.Labruna, confesiones de un técnico asociado con el éxitoDiario Clarín, 5 de enero de 1976. “Los torneos cortos facilitan la victoria de los mediocres”Diario La Opinión, 20 de julio de 1976. “Nadie me puede enseñar nada”Diario Clarín, 10 de abril de 1979.

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| Refugiados en Gitarama, Ruanda, mayo de 1994.

¿Quién quiere ser Eric Murangwa?

Historia

#3texto: Federico Bassahún (@Fedebas)

fotos: Eric Murangwa y AFP

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| Murangwa, con niños de la Academia de Nyanza, en el sur de Ruanda.

Pudo haber sido una de las 500 mil personas asesinadas por el genocidio de Ruanda, pero su oficio lo salvó: Eric Murangwa era el arquero del Rayon Sports, el equipo del que era hincha el soldado que lo iba a matar. Estamos en 1994. Fugas, muerte, fútbol y traición en la matanza más tremenda de los últimos 20 años.

Juvenal Habyarimana, había sido asesinado. El avión en el que viajaba junto al presidente de Burundi, Cyprien Ntaryamira, estaba por aterri-zar cuando fue derribado por un misil. Relatan los periodistas franceses Gabriel Peries y David Servenay en el libro Una guerra negra: “El avión estalla en los jardines de la resi-dencia presidencial, situada justo al lado del ae-ropuerto (Gregoire Kayibanda). Son las 20.23. Los primeros testigos son los hijos de Juvenal Habyarimana. En el jardín descubren el espectá-culo macabro de los cuerpos carbonizados, irre-conocibles debido a la violencia del impacto. El hijo mayor tiene el extraño reflejo de tomar fotos de la escena. Más tarde, Jean-Luc Habyarimana venderá sus imágenes a la revista francesa Jeune Afrique. A partir de las 21, el genocidio se pone en marcha en las calles de Kigali”. Los colonizadores belgas habían dividido a los pobladores de Ruanda en hutus, tutsis y tuas, pese a que no había diferencias idio-máticas ni culturales ni aun históricas entre ellos. La minoría tutsi (15 por ciento), sin embargo, sojuzgó a la mayoría hutu (84

||| Eric Murangwa ya sabía por qué los cinco sol-dados que estaban delante de él habían derribado la puerta de su casa y le apuntaban con sus rifles. Dos días atrás, el 6 de abril de 1994, salía del restaurant Baobab cuando escuchó al guar-dia de seguridad contarles a otros clientes que también salían que había oído una explosión y visto una bola de fuego en el aire. Cerca, de-cía, del Aeropuerto Internacional Gregoire Kayibanda. Murangwa ni se detuvo: las explo-siones de granadas y las balaceras eran diarias en Kigali, la capital de Ruanda. “Vamos, no perdamos el tiempo”, le dijo a su compañero de departamento, Athanase, que había cenado con él. Estaba cansado y se quería ir a dormir. “No sabía - le cuenta, 19 años más tarde, a Don Julio - que desde ese día no volve-ría a ver a muchos amigos, colegas y, sobre todo, familiares.” A las cinco de la mañana, Murangwa se des-pertó aturdido: las balaceras y las explosiones venían de abajo, de la calle. Asustado, se levantó y sintonizó Radio France International. Enton-ces escuchó la noticia: el presidente de Ruanda,

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“Aun así, nunca me imaginé el terror que se desataría en Ruanda.” De vuelta en su casa, prendió radio Ruanda y escuchó que el gobierno había prohibido las reuniones de dos o más personas y ordenado a los ciudadanos no salir de sus casas. Murangwa y Athanase cerraron la puerta con llave. Pero a los cinco soldados que tenía ahora delante de él no les importó. Eran las dos de la mañana del 8 de abril de 1994.— ¡¿Dónde tienen escondidas las armas, cuca-rachas?! — les apuntó, con su rifle, un soldado.— No tenemos armas. Somos jugadores de fútbol — le contestó, tembloroso, Murangwa.— Ah, ¿sí, cucarachas? ¿Dónde?— En el Rayon Sports. Yo soy el arquero.—Yo soy hincha del Rayon Sports, cucaracha, y no te conozco. —Acá está el pasaporte. Acabo de viajar a Sudán a jugar un partido por la Champions League.— ¡No te creo! ¡Prueben que son jugadores o los mato!— ¡¿Quiénes son todas estas cucarachas?! —le gritó otro soldado, que había entrado a su habitación a revisar si había armas escondidas y salido de allí con un álbum de fotos.—Mis compañeros del Rayon Sports —respon-dió Murangwa, que le señaló una fotografía del equipo al soldado que decía ser hincha—. Y yo.— ¡Es cierto: miren, es Toto! ¡Totooooo! “Toto” significa “chico”, y así lo apodaban a Murangwa desde que era alcanzapelotas en los partidos del Rayon Sports. Años más tarde, lle-garía a ser el arquero del equipo del que, él tam-bién, era hincha, desde los cinco años. Debutó contra el club de su pueblo, Rwamagana FC, por la Copa Presidente Habyarimana. Ese día, Ra-yon Sports ganó 6-0, con un gol de él de penal.

por ciento) con la aquiescencia de los coloni-zadores belgas, que establecieron en 1935 la obligatoriedad de una cédula de identidad en la que se especificaba la etnia. En 1962, Ruanda se independizó de Bélgica. Los hutus habían llegado al poder. Habyarimana era hutu. Murangwa, tutsi. No bien amaneció, Murangwa fue a la casa de su familia. Cuando llegó, su padre lo re-prendió: le dijo que era peligroso salir a la calle. Pero su madre le pidió que le hiciera un favor antes de volver a su casa: que rezara con ellos para pedirle a dios que los protegiera. Murangwa pensó que exageraban. Había aprendido lo que era la discriminación ya desde niño, cuando en la escuela los hacían formar, a él y a sus compañeros, en dos filas, una por etnia, y debían, además, llevar su Fiche Scholaire, la identificación para diferenciar et-nias que tenían los alumnos hasta que cumplie-ran 18 años y recibieran la cédula de identidad.

| Con la selección de Ruanda contra Zanzíbar, en 1995.

“Era Toto”, le repetía el soldado hincha del equipo a los otros mientras se iban. En la puerta, encontrarían al portero del edificio. Le exigieron que se identificara. El portero no pudo. Y lo asesinaron. Tenía 17 años. Le faltaba uno para recibir su cédula de identidad. A la mañana siguiente, Murangwa fue a es-condidas a la casa de sus padres: quería ver si ellos y cuatro de sus cinco hermanos, que esta-ban allí, seguían vivos. Lo estaban. Recién días más tarde se enteraría de que su hermano menor, Irankunda Jean Paul, de siete años, no aparecía. Estaba de vacaciones en la escuela y había ido a la casa de John, el hijo de un primo de su padre que era enfermero en el hospital psiquiátrico Ndera. Irankunda Jean Paul y John siguen des-aparecidos. En total, 35 parientes de Murangwa mori-rían durante el genocidio.

Dd El Movimiento Republicano Nacional para la Democracia y el Desarrollo, el partido de go-bierno, había culpado a los rebeldes del Frente Patriótico Ruandés, que lo combatían desde el 1° de octubre de 1990, por la muerte de Habyari-mana (que, por cierto, nunca se atribuyeron ni nunca se esclareció) y había ordenado a la ciu-dadanía que matara a los ibyitso, “los cómplices del enemigo”: a los tutsis y los hutus colabora-cionistas con el Frente Patriótico. Leon Muge-sera, un profesor universitario que pertenecía al partido de gobierno, hasta llegó a alentar a los hutus a enviar a los tutsis de vuelta a Abisinia, ya entonces Etiopía, de donde venían, según la invención de los colonizadores belgas. Pero

| El potrero de la villa San Jorge, en Don Torcuato.

| Con su gorra, homenaje al arquero camerunés Bell.

| Con el Rayon Sports.

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ya en América tres siglos antes - no iban a la zaga de los colonizadores : ellos también lo eran. En Ruanda, incluso, llegaron a deponer en 1931 al rey Musinga, que hacía 35 años que estaba en el trono, porque no se quería con-vertir al catolicismo. (La evangelización, por lo demás, nunca fue una amable invitación a la conversión.) La deposición fue llevada adelan-te por Leon Classe, misionero francés que era la cabeza de la Iglesia Católica de Ruanda, y se la ofrendó a los reyes de Bélgica. También en los ’30, los misioneros intro-dujeron el fútbol en Ruanda. Al principio, se jugaba en las escuelas católicas, pero más tarde, ya declarada la independencia, se popularizaría a través de los señores feudales de las provin-cias, e incluso de las fuerzas armadas (ejemplo: Panther Noir, el club de la Guardia Nacional, que se disolvería en la previa del genocidio). Kiyovu Sports y Rayon Sports eran los dos equipos más populares. A partir de 1980, al Kiyovu Sports, un club fundado por intelectuales tutsis, lo controlaría el partido del gobierno hutu, el Movimiento Nacional Republicano para la Democracia y el Desarrollo, a través de su secretario gene-ral, Habimana Bonaventure. Los jugadores del equipo eran, si no funcionarios del gobierno, miembros del partido. En 1994, al club lo pre-sidía François Karera, un ex alcalde de Kigali que sería condenado por genocidio. No sería el único. Al Rayon Sports, el equipo para el que atajaba Murangwa, lo había fundado Donat Murego en 1964. Murego debió dejar la presidencia en 1981, cuando lo sentenciaron a 20 años de cárcel por participar de un golpe de Estado fallido contra Habyarimana. Murego no era un cuatro de copas: era el presidente de la Corte Suprema de Ruanda y el consejero legal del mismísimo Habyarimana.

pedía que lo hicieran por “la vía más rápida y corta”, el río Nyabarongo, donde cientos de tut-sis serían arrojados, inclusive vivos. Murangwa dejó la casa de su familia y se refugió en la de cuatro compañeros del Rayon Sports que vivían en la misma cuadra. Pensó que allí estaría a salvo. Se equivocó. Cuando atajaba, Murangwa vestía siem-pre un gorro porque así lo hacía su ídolo, el arquero camerunés Antoine Bell. “Usarlo en todos los partidos - le explica a Don Julio - era lo que me distinguía. Pensé que tenía estilo. Pero un día me contaron que Bell no lo usaba por eso. Resulta que él jugaba en Francia, y la mayoría de los partidos allí se jugaba por la noche, y él se ponía un gorro para proteger sus ojos de los reflectores. Al final, usar un gorro casi me cuesta la vida.” Estaba en lo de sus compañeros cuando tres Interahamwe, que eran los soldados del gobier-no, entraron a buscarlo. Lo acusaron de faltarle el respeto a Ruanda y de apoyar al Frente Pa-triótico por no haberse sacado el gorro durante el himno nacional en la previa del partido por la Champions League africana entre Rayon Sports y Al Hilal, de Sudán, el viaje del que le había hablado al soldado que no lo quiso matar. Pero los Interahamwe estaban desencajados. Uno le pegó un culatazo en la cabeza. Otro le disparó sin puntería. Y un tercero discutía con su primo, Misi-li, uno de los cuatro compañeros de equipo de Murangwa. Al final, los soldados se fueron. Habían dejado a Murangwa. Tirado en el piso. Ensangrentado.

Dd Los misioneros cristianos - ya en el África,

Murangwa del barrio Nyamirambo, donde vivía, al cuartel general de la Cruz Roja y, más tarde, al Hotel Mil Colinas. El gerente del Hotel Mil Colinas era Paul Rusesabagina, interpretado en 2004 por Don Cheadle en la película estadounidense Hotel Rwanda. Allí se relataba “la historia real” de Rusesabagina, un hutu que asiló a 1.200 tutsis en el hotel y así les salvó la vida. “No me gustó para nada la película - le explica Murangwa a Don Julio - porque era muy hollywoodense y, además, porque no es verdad lo que cuenta: Rusesabagina no fue un héroe y no hizo nada por salvar nuestras vidas. Lo conocí cuando me alojé ahí y no se parecía en nada a la versión de la película. Hotel Rwanda es una ficción. No fue gracias a él que sobreviví, sino por la ayuda del dirigente de Rayon Sports.” El dirigente de Rayon Sports todavía cum-ple su condena en una prisión de Kigali por cómplice del genocidio que masacró a, según estimó Human Rights Watch, medio millón de ruandeses en 100 días.

Dd En julio de 1994, el genocidio contra los tutsis llegó a su fin: el Frente Patriótico ha-bía triunfado por las armas. Murangwa, que se había escondido en Bugesera, al sur de Ruanda, volvió a Kigali. “Me propuse - cuenta - reconstruir al Rayon Sports. Tal vez haya sido por lo que había vivi-do durante el genocidio, que me sentí en deuda con mis compañeros de equipo, que me habían ayudado a sobrevivir.” En noviembre, Murangwa les propuso a los futbolistas del Kiyovu Sports, el clásico rival, jugar un amistoso. Iba a ser el primer partido de fútbol tras el genocidio. El Kiyovu Sports había perdido tres

Murego salió en libertad antes de termi-nar su condena. Para colaborar con el genocidio. “Era una persona a la que yo respetaba mucho. Era, para mí, una persona honorable, además. Pero todavía lo recuerdo en entrevis-tas radiales llamando a los hutus a atacar a los tutsis”, relata Murangwa durante la entrevista con Don Julio, que incluyó, además de con-versaciones, la reconstrucción escrita, por par-te de él, de los diálogos y de su anecdotario; en total, escribió 28 páginas de Word. “En otros clubes de Ruanda -agrega- hasta hubo casos de jugadores asesinados por sus pro-pios compañeros, pero yo también tuve suerte en eso: los míos cuidaron de mí. En particular, les debo mi vida a mi compañero Longin Munyu-rangabo y a un dirigente de Rayon Sports.” Munyurangabo estaba de novio con una tutsi. Como temía por su vida, le dijo de huir. Lo hicieron. Salieron de Kigali, pero soldados de la Fuerza Ruandesa de Defensa los detu-vieron en la provincia de Ruhengeri. De allí era el club Mukungwa Sport, presidido por el gobernador de Ruhengeri, Protais Zigiranyi-razo, alias Míster Z. “Este hombre - sostiene Murangwa - llevó el miedo y la intimidación al fútbol. Encarceló jugadores rivales y árbi-tros.” Los soldados reconocieron a Munyu-rangabo y lo increparon, además de por salir con una tutsi, por haber declinado una oferta del Mukungwa Sport a fines de los ’80. Lo mataron a balazos. Y apuñalaron a su novia, y la arrojaron al río. Ella, sin embargo, sobrevivió, y le relató, en persona, la historia a Murangwa. El dirigente del Rayon Sports era, también, un soldado de los Interahamwe. Murangwa lo sabía, pero confió en él por consejo de Mun-yurangabo. El dirigente organizó la salida de

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enteraríamos de que otra gente desafortunada, que estaba ahí para recibir comida, había sali-do herida también por pisar minas.” En realidad, había minas enterradas en toda Kigali: el tío de Murangwa, que hacía 20 años que se había exiliado, perdió una pierna no bien volvió a Ruanda. Kigali estaba en ruinas y había miles de ca-dáveres en las calles. Sin embargo, el partido - con la presencia de la alcaldesa de Kigali, Rose Kabuye, que había colaborado con la organización - se disputó en agosto, un mes después del genocidio, en el es-tadio Nyamirambo, que estaba lleno. “A pesar de las heridas abiertas - recuerda Murangwa -, hutus y tutsis asistieron para alentar a sus equipos por primera vez tras el genocidio. Ese día, el fútbol sirvió para unifi-car y dar esperanza.” Había una sola pelota. Y Kiyovu Sports ganó 3-1.

Dd Murangwa vive con su compañera y su hijo de ocho años en Londres. “Como sobreviviente del genocidio era difícil para mí, mentalmente y también por seguridad, quedarme en Kigali. Por eso decidí mudarme.” Lo hizo en 1997. En Londres, además de manejar una empresa de transporte, preside una organi-zación creada por él en 2010, Football for Hope, Peace and Unity, “para promover la reconciliación entre los ruandeses y preve-nir tragedias como la de 1994”. A través de ella organiza en Londres sesiones de entre-namientos, informales y diarias, para los niños y ancianos ruandeses de la diáspora. Además, desarrolla la iniciativa One Game, One People en Ruanda, que promueve, en alianza con todas las escuelas del país, el

futbolistas - Gukuni, Remera, Pilote - pero podía, según le anunció el entrenador Aloys Kanamugire, presentar al equipo. No así el Rayon Sports, que tenía apenas seis futbolis-tas que no habían muerto o huido de Kigali : Byungura, Puma, Kazanenda, Hamudini, Jo-sime y el propio Murangwa. La Association des Anciens Footballeurs du Rwanda estima que las personas relacionadas al fútbol - jugadores, entrenadores, dirigentes, árbitros - fallecidas durante el genocidio fueron, mínimo, 34. Mukura Victory Sport, un equipo del sur de Ruanda, fue el club más diezmado : el entrenador, Karoli Sitaki, y seis futbolistas fue-ron asesinados. Algunos de ellos, cuenta Mu-rangwa, por sus propios compañeros. Murangwa debió pedirles a futbolistas de otros equipos que jugaran para el Rayon Sports. Para practicar, el equipo reforzado eligió el es-tadio Mumena, donde días atrás habían comba-tido los rebeldes del Frente Patriótico y las Fuer-zas Armadas leales al gobierno. Había, todavía, minas en la cancha, y el pasto estaba alto. Mu-rangwa y sus compañeros incendiaron la cancha para detonar las minas que estaban enterradas. Recién entonces se pudieron entrenar. Menos suerte tuvieron los jugadores del Ki-yovu Sports. “Una vez, debimos detener un entrena-miento cuando alguien que estaba allí mi-rando fue a buscar una pelota, se tropezó con dos minas enterradas al lado de la cancha y murió. Entramos en pánico y salimos corrien-do a buscar a un soldado para contarle lo que había pasado”, le dijo, en abril de 2012, Nuru Munyemana, que ese día se entrenaba con sus compañeros en el estadio Tapis Rouge, al dia-rio The Rwanda Focus. La Comisión de Des-minado no había sido creada aún. “Lamenta-blemente, al otro día - contó Munyemana - nos

fútbol entre los niños. Viaja tres veces al año a Ruanda para monitorearla en persona. “Porque el fútbol, en definitiva, fue lo que salvó mi vida”, justifica Murangwa, que en los partidos con los niños - bien en Londres, bien en Kigali- se saca las ganas, se pone los guan-tes y vuelve a atajar. Siempre como Bell, con un gorro puesto. |||

| Murangwa, hoy, en Londres.

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Hijos nuestroschard Tardy, Ruanda perdería con Inglaterra y Uruguay, y empataría con Canadá. Era lo de menos. Como sostuvo Aloys Kanamugire, ayudan-te de Tardy, en diálogo con el periódico espa-ñol La Vanguardia, “el objetivo era mantener el grupo para recoger los frutos en el futuro. Los chicos son excepcionales, más que ami-gos, y no hay diferencias, ni hutus ni tutsis, todos son ruandeses”. Hasta no hacía muchos años, como se pue-de leer en el libro Ébano, del polaco Ryszard Kapuscinski, “toda la historia de las relaciones entre hutus y tutsis no era más que una negra cadena de incesantes pogromos y masacres, de migraciones forzosas y odios enconados. En la pequeña Ruanda no había lugar para dos pue-blos tan extraños y enemistados a muerte”. Ya no.

Faustin Usegimana nació el 11 de junio de 1994, un mes antes de la caída del gobierno genocida de Ruanda. No llegó a conocer a su papá, asesinado por los hutus. “Yo considero que somos todos ruandeses, sin importar la etnia”, dijo 17 años más tarde, el 10 de junio de 2011, en una entrevista con el diario Albu-querque Journal, de Nuevo México, Estados Unidos. Allí se preparaba la selección sub 17 de Ruanda, que iba a disputar el Mundial. Usegi-mana era el sub capitán. El Mundial Sub 17 era en México, y tenía a Ruanda en el Grupo C. Por primera vez en su historia, el fútbol de Ruanda iba a estar repre-sentado en un evento final organizado por la FIFA. Todos los integrantes del plantel nacie-ron entre 1994 y 1995, y la mayoría sufrió la pérdida de algún familiar o conocido, como le pasó a Usegimana. Dirigida por el francés Ri-

Historia

#3Alargue

texto: Francisco Jáuregui (@sportingafrica)

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Este avance del fútbol juvenil de Ruanda no hubiera sido posible sin el trabajo que hacen diversas academias. En la capital, Kigali, hay un centro gestionado por la Association des Jeu-nes Sportifs, cuyo principal objetivo es apoyar a los jóvenes para superar las diferencias étnicas. También está el centro Esperance de Kimisaga-ra, con capacidad para 200 niños que pueden tomar parte en programas y cursos, hacer teatro y jugar al fútbol. El club tiene un equipo en la Segunda División de Ruanda y dos de sus juga-dores ya han sido convocados para la selección. Ya lo había avisado Tardy en 2010: “Ruan-da ha invertido mucho en las categorías menores. Lo que necesitamos es ser pacien-tes. Tomará de cinco a seis años para ver a todos rindiendo al máximo. Pero el fútbol de Ruanda ha elegido el camino correcto”. El camino que se inició con el equipo de los hijos del genocidio.

“Todos perdimos amigos, familiares, perso-nas importantes en el genocidio. Para mí, ves-tir la camiseta de Ruanda ahora simboliza que estamos avanzando. Somos el futuro del fútbol ruandés, lo estamos sacando adelante - le contó Andrew Buteera, el 10 del equipo, a la web oficial de la FIFA -. A mucha gente le parece un mila-gro que estemos aquí. Hablan del genocidio, eso es todo lo que saben de Ruanda. Pero nosotros, como ruandeses, estamos representando a Áfri-ca. Eso significa mucho para nosotros.” Coincide el delantero Alfred Mugabo: “Esto va a unir al gobierno y a la gente de Ruanda. En lo personal estoy orgulloso de formar parte de este avance. Lo que pasó hace 17 años quedó atrás y ahora nos toca mirar hacia adelante. Eso es lo que nosotros estamos haciendo”. La competencia sirvió para que los futbo-listas de Ruanda se mostraran y hasta consi-guieran oportunidades en Europa. Tal fue el caso del capitán, Emery Bayisenge, que logró una prueba en el Zulte-Waregem FC de Bélgi-ca. Parece poco, pero no lo es : Ruanda ocupa la posición 137 del ranking de la FIFA, la 40 entre 54 equipos de la Confederación Africana de Fútbol, y tiene apenas dos futbolistas que juegan en Europa : el mediocampista Steven Godfroid, en el Olympic Charleroi, de la Ter-cera División B de Bélgica, y el delantero Elias Uzamukunda, en el Cannes, de la Cuarta Divi-sión de Francia, que es amateur. Después de la eliminación en la primera fase del Mundial, Tardy predijo : “Estoy convencido de que muchos de estos jugadores entrarán en la selección sub 20 y confío en que varios acaben en la mayor. Aquí hemos aprendido muchas lecciones y no tenemos nada de lo que avergonzarnos”. Estaba en lo cierto : Buteera, el mismo Bayisenge y Jean Marie Rusingizande-kwe ya han tenido sus chances.

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Historia

#4texto y foto: Mariano Tenconi Blanco (@MarianoTenconi)

Dibujos: Sergio Ucedo (@sergioucedo2)

Entrevista a Juan Villoro

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Cronista, novelista, ensayista, dramaturgo e hincha del Necaxa, lo primero que hace es pedir un tequila, una sangrita y una cerveza Sol. Luego, Juan Villoro escribe en voz alta: la victoria, la derrota, Messi, Mourinho, la

literatura y el amor. El fútbol también tiene su orador, y nació mexicano.

leónico de nuevo. En verdad ya llevo muchos días en México y tomo sus bebidas como pro-pias. Nos saludamos de nuevo. Hablamos de teatro, imagino que venir de ese “palo” y no del periodismo me da cierto respeto que un periodista no tendría, lo hago para mitigar mi temor, no sé si voy a saber preguntar. Leemos la carta, en verdad él apenas la sobrevuela, conoce el lugar, y yo hago que la leo pero resuelvo muy pronto que le voy a pedir un con-sejo. Me explica el 70 por ciento de la carta, paciente.

||| “San Cosme dirección Tasqueña, bajas en General Anaya y ahí tomas un pecero que te deje en la plaza de Coyoacán, güey. Vale tres varos.” Ésa es mi indicación. “Chingón”, digo yo, de pronto camaleónico. Responder en mexi-cano me afirma, me hace más conocedor de la ruta que me acaba de dar Gibrán, drama-turgo mexicano y ocasional anfitrión que me hace, a la vez, de GPS. Soy obsesivo, voy a ir repitiéndome el camino las ocho cuadras que me separan de la estación San Cosme del metro, el inicio de mi viaje hasta la Colonia Coyoacán. El día es indudablemente soleado, como los 40 días que pasé en México, invi-tado a un festival de teatro. Estuve en cinco ciudades diferentes en el norte y centro del país y nunca un atisbo de lluvia, nada, puro sol, inaudito, como sin más opciones. El via-je me hace sentir, incluso, feliz, cuando, para mi sorpresa, a las tres o cuatro estaciones, el subte emerge del túnel y me devuelve al sol de hoy. Me bajo, meticuloso de mi itinerario, y me tomo el pecero, un colectivo pequeño, para 20 personas, y sobre todo, petiso, con mi metro 80 casi que voy cabeceando el techo. Le pido al colectivero que me indique cuál es el centro de Coyoacán para bajarme y me le que-do al lado, desconfiado, obvio. El colectivero, amable, no me olvida, e incluso al bajar otro pasajero me explica redundantemente cómo llegar al centro de Coyoacán, cosa que logro fácilmente, a estas alturas sereno, suficiente. El Morral es el nombre del restaurant. Juan Villoro es el nombre del escritor con el que me voy a encontrar a almorzar. Es temprano, claro, me siento en una mesa y explico que es-pero a alguien. Juan Villoro es alto, elegante, amable. Llega y los mozos lo celebran. Con-migo es afectuoso, cercano. Pide una cerveza Sol, un tequila y una sangrita. Lo imito, cama-

| Entrevista a Juan Villoro

| Villoro en el restaurant El Morral.

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valdo Zubeldía forjó una tradición de honrar el resultado por encima de todas las cosas y que puede ser muy eficaz, sobre todo, con nuestro vicio, argentino y mexicano, de los torneos cor-tos. Torneos con una dramaturgia de una intensidad desafiante. Si tú pier-des tres partidos seguidos tie-nes que hacer las maletas y si estás pagando la hipo-teca de tu casa ya sabes que no la podrás pagar. No hay tiempo para la cantera ni para experi-mentos tácticos. Un en-trenador puede ingresar al torneo con el romanticismo de Menotti y terminarlo con el pragmatismo de Bilardo.

Deberíamos asumir que el juego es un juego y que el objeti-

vo es jugar mejor que el otro, pero muchas veces

nos domina el miedo. ¿Cómo entra el miedo en la lógica del juego?Lo que es fascinante es que surge la posibi-

lidad de que los miedos se acomoden de distintas

maneras y se combatan de muchas otras. Menotti tiene algo

de héroe de Conrad: un tipo que llegó a lo más alto con Argentina en el 78 y que a par-tir de allí siempre le fue mal. Un futból román-tico que tenía garantizada una derrota noble. Alguien que apostaba por la muerte poética. Había una especie de masoquismo estético aso-ciado a Menotti. Pero luego, Cruyff y Guardiola trataron de asociar la estética a la eficacia, y eso

Me encanta la costumbre de pedir un caldo y luego un plato. Pedimos. Almorzamos. Habla-mos. De repente me llega el momento de ha-cerme el periodista. Saco una hoja con temas garabateados. Pongo mi celular a grabar Notas de Voz, y me lanzo a la aventura. Comenzan-do a grabar me atajo, ensayo un prólogo débil sobre mi modo de preguntar, lo prevengo. “Si no, mejor reconstruyes nuestro almuerzo con tu dramaturgia y ya”, me tranquiliza otra vez, como cuando me explicó la carta.

¿Se juega como se vive? Es divertido pensarlo y es inevitable hacerlo. Está la sensación de pensar que las selecciones representan espíritus nacionales, y que Alema-nia se acaba imponiendo a las adversidades con extraordinaria disciplina porque así es el carác-ter nacional. O la Francia campeona del 98, que representó no la Francia actual sino una Francia conjetural, la que promulgó los derechos humanos y nunca los ha cumplido. Una selec-ción multicolor, mul-ticultural, que de algún modo representaba lo que el país anhela. Es divertido pensar que los equipos o las selecciones representan formas de vida concretas, pero por supuesto que es una generalización.

También suponemos que los menottistas son románticos empedernidos que sufren por amor y que los bilardistas abandonan a sus amores cuando perciben que la pasión puede empezar a disfuncionar.Hay muchas maneras de entender el juego. Os-

es muy atractivo: revitalizar la belleza. Es otro tipo de romanticismo. En el partido de ida, por la Champions, cuando el Barça jugó contra el Inter (en las semifinales de la edición 2009/10,

en Italia), el Inter salió como un vendaval, con Milito desatado en la delante-

ra, y el Barça, que jugaba mal, empezó ganando con un

gol de chiripa que anotó Pedro. Entonces yo hu-biera hecho un cambio en contra de la estética: hubiera sacado a Ibrahi-movic, un delantero ino-

perante, que jugaba en cá-mara lenta, y hubiera metido

a alguien que armara la media cancha y controlara el balón. Pero

ésta era una jugada conservadora que Guardiola nunca se permitió. Lo venció no poder admi-nistrar su propia pasión. El gran adversario de Guardiola fue el propio Guardiola, y por eso duró la mitad de lo que duró Cruyff en Barcelo-na. Duró cuatro años, conquistó más títulos que Cruyff, pero el nivel de exigencia que tuvo no pasó por una fórmula interesante, que es la de ad-ministrar la pasión. Entonces tenemos a al-guien como Menotti, un héroe griego que va con los ojos abiertos hacia el abismo. Y eso es noble, por supues-to. Pero luego tenemos a Guardiola, que pretende capitalizar la belleza, volverla rentable, y lo logra, salvo en mo-mentos en que no la administra y se desgasta, él y su equipo, demasiado pronto. Son distin-

tas fórmulas de la pasión. Todas ellas me pare-cen muy atractivas.

¿Hay una cierta cuestión ideológica que excede el juego, y eso es lo que lo hace tan atractivo?Bueno, quisiera volver a lo que decíamos hace rato de la belleza, la estética, y darle lugar al sufrimiento también. Hay equipos en los que es muy meritorio sufrir. Alemania es un ejemplo. Si el clima empeora, siempre favore-ce a Alemania. Cuando hay que joderse más, Alemania saca unas fuerzas extraordinarias. La desgracia es vitamina. Hay un jugador del Barça que me desconcierta: Alexis Sánchez. Alexis Sánchez es un futbolista extraordina-riamente esforzado que está hecho para sufrir y que no puede disfrutar al parejo como dis-frutan los demás jugadores. Los demás están disfrutando y el que está sufriendo es un de-lantero que no anota goles, un extremo que no asiste. Esos sufrimientos nobles no están hechos para el Barcelona. No es un equipo en donde el dolor y el sufrimiento se acrediten. Es interesante cómo hay equipos que se crean

desde la mística del dolor, como el Estudiantes de Zubeldía. Y

todo eso tiene que ver con el colectivo. México es

un país muy acostum-brado a las decisiones piramidales, un país fácilmente obediente. Hubo emperadores az-

tecas, un virreinato po-deroso, el PRI 71 años en

el poder. La gente cree que si obedece le irá mejor. Cuando

yo le pregunté a Manuel Lapuente, entonces DT de la nacional, cuál era el rasgo del mexicano, me contestó, sin vacilar: la

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obediencia. En una cultura como la mexicana, entonces, el grupo funciona me-

jor que las individualidades. El mejor jugador de Mé-

xico ha sido Hugo Sán-chez, pero no ha sido un ídolo tan querido como otros jugadores que eran más comuni-tarios, jugadores de la

colectividad. El futbolista mexicano que se destaca se

separa de los otros. Aquí, la co-munidad es muy fuerte, entonces,

el que se singulariza, el astro, se va, es otro. Es muy mexicano este dicho: “Ya no nos vas a saludar a nosotros”. Pero hay otro futból, el futból de la Champions, que pasa por las in-dividualidades. En Barcelona el gran mérito de Guardiola es haber liberado a Messi. Messi podría jugar con un 9 de referencia, ya lo hizo con Eto’o, pero no sería el de hoy. Messi juega simultáneamente de 10 y de 9. Es un 10 que organiza las jugadas como un 10 y las define como un 9. El 10 y el 9 son la misma persona. Guardiola lo liberó, mientras otros asumen

obligaciones. En ese alto rendimiento hay individualidades que mar-

can diferencias. El Atlético es Falcao. El Real Madrid, Ca-

sillas y Cristiano. El Bar-ça, Xavi e Iniesta, pero sobre todo Messi. Hay una curiosa tensión en la que lo individual be-

neficia al colectivo.

¿Qué pensás de Mourinho?Es probablemente el entre-

nador más rentable del futból mo-

derno. Ha triunfado en cuatro países. Es un mercenario perfecto. Se identifica con los juga-dores comprados por el dinero. Se aprovecha de la impunidad del futból. El futból debe ser la profesión moderna que más admite la im-punidad. En la medicina sería impensable que un médico, antes de operar, le pique el ojo a un anestesista, proteste ante la federación médica por la forma en que se hacen las operaciones, culpe a los paramédicos de su operación mal realizada, ese tipo de arbitrariedades. Pero el dinero que mueve el futból facilita la impuni-dad. Mourinho, por el resultado, es capaz de desafiar a toda una cultura futbolística.

Yo soy de Racing y mi club me conecta con mi padre y con mi abuelo, quienes me llevaban a la cancha desde muy chico. A mi papá sólo lo vi llorar el día que murió su papá, mi abuelo, y después, algunas veces, en la cancha de Racing, cuando me decía “qué lindo hubiera sido que el abuelo estuviera acá”. Pero eso es lo grandioso del futból. Yo le voy al Barcelona porque mi padre es del Barcelona. El nació allá y se vino a los nueve años. Mi pri-mer regalo, cuando yo nací, fue un llavero del Barcelona. Entonces todo lo que me remite al Barcelona me remite a la ciudad perdida de mi padre, un equipo de fantasmas. Y de eso están hechas las adhesiones al futból, que es lo más hermoso. Lo más importante del futból es que no es un deporte. Es una congregación de una serie de ilusiones y esperanzas que se delegan en once jugadores. Yo escribí Los once de la tribu porque cuando salen al campo no son juga-dores, son algo más. Son los once de la tribu. La tribu puede ser tu escuela, tu sindicato, tu ciudad, tu país. La noción de tribu varía. En la Argentina, donde los jugadores cambian tan-to, lo que permanece es el público.

tipos que están construyendo un edificio cuyo destino ignoran, que puede leerse como una metáfora del Muro. Y la sensación del pú-blico de participar de lo no dicho, de formar parte de la cofradía, era extraordinario. En Alemania Oriental se generaba esa sensación de comunidad. La gente no sólo veía la obra, sino que se estaba viendo a sí misma. Un acto de comunión muy cercano al futból.

Eso sucedió con el rock de los 70 en la Argenti-na. Muchas canciones escritas sorteando el con-trol de la dictadura aún tienen un matiz heroico. Como en Catalunya, la nova canciò catalana sor-teando la dictadura de Franco.

¿Qué puente se puede tender entre el rock y el fútbol?A mí me preocupa el tema de las identidades. Creo que el futból la preserva más. La globa-lización, el negocio, han acabado con las sub-culturas en el rock. La pregunta es: ¿quién me representa? En el futból tiene que ser alguien que suda. En el rock es alguien que murió hace mucho tiempo pero que escuchamos su voz. Es como si llenáramos un estadio para ver los videos de Di Stéfano.

¿Qué música pondrías en el vestuario si fue-ras futbolista?(Villoro se ríe; yo me siento ingenioso, me río también.) La cumbia y la samba son peligrosísimas, los ju-gadores pueden relajarse. Yo pondría algo más épico. U2, por ejemplo. O directamente a Wag-ner. Las Valkirias. No se trata de invadir Polonia pero al menos de conquistar la cancha enemiga.

(Él pide café. Yo, otra cerveza. Chequeo de nuevo el celular, paranoico. Sigue grabando.)

“Lo mejor que tiene Racing es su gente”, dice una canción de mi club.

Claro. Argentina y México com-parten eso por su propia gen-te, distintas pero importan-tes. Los argentinos son muy intervencionistas. Ellos creen

que pueden influir en el resul-tado. La fórmula del jugador Nº

12 es una invención argentina. Y tú entras a cualquier estadio argenti-

no y ellos se consideran capaces de vencer al adversario. El público se celebra a sí mis-mo, ya que los jugadores se van siempre y lo único que queda es la pasión. En Méxi-co somos más prudentes. No decimos “soy de” sino “le voy al Necaxa”, lo cual marca cierta distancia. Nosotros pensamos que lo importante no es lo que ocurre en el campo sino la posibilidad de estar juntos. Estar ahí no por el resultado sino para celebrarnos a nosotros mismos. No es casualidad que la ola se haya implementado al futból en Mé-xico. En ambos países, entonces, lo más va-lioso es el público.

El público que sostiene el ritual.Sí. Como si el teatro fuera un pretexto para

juntar al público. Lo más importante del teatro en Atenas era eso, juntarse. Si

la obra era buena, mala, no impor-taba, o importaba poco. Yo viví

en Alemania Oriental y en el teatro se daban las noticias, porque estaban prohibidas en la prensa. Dramaturgos como

Heiner Müller planteaban si-tuaciones candentes en térmi-

nos políticos pero de manera me-tafórica. Por ejemplo, La construcción:

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¿El rock puede ser una puerta de entrada a la literatura?Las entradas a la literatura son variadísimas. No creo que de manera automática, pero muchos de mis amigos han sido primero rocanroleros y después escritores. Quizás muchos quisieron ser rocanroleros y en un ejercicio de sustitución acabaron escribiendo. Yo creo que el rock puede ser una entrada, curiosamente, con los escuchas que se aficionan menos por los cantantes, por el frontman, y buscan en el rock algo un poco más oscuro, que ya es forzosamente literario. Si tú ves a los Rolling Stones y te llama la atención un tipo que está fu-mando, en la oscuridad, con su guitarra, que es Keith Richards, pues ya estás en la literatura.

El periodismo es otro de tus oficios, y hay un debate en la Argentina sobre el periodista que defiende al monopolio y a los grupos económicos, y el pe-riodista que tiene ideología partida-ria y milita desde su rol de periodista.No puede haber periodismo indiferente. Todo periodismo, en menor o mayor medi-da, es militante. El periodista no puede ser ajeno a la realidad y debe pronunciarse ante ella. Hay dos enemigos muy fuertes: uno, los monopolios mediáticos; otro, la inter-vención del gobierno: no puede haber un periodismo semi del estado que sea digno de su nombre, ya que responde a una agen-da gubernamental. Lo mismo si es un perió-dico de un partido. México es el país más peligroso para ejercer el periodismo. Tiene otros enemigos, como el crimen organizado,

y sobre todo en las zonas donde se conec-ta con el poder. No te mata un capo de la droga, te mata el político al que puedes po-ner en evidencia o el empresario que lava el dinero. No los malos, sino los que parecen buenos. Esos tres serían, entonces, los tres jinetes del apocalipsis para el periodismo.

(Villoro es amable, inteligente, lúcido. Escucha con atención las preguntas, sus respuestas son siempre inteligentes. Yo estoy contento por conversar con una persona profunda pero sobre todo porque sé que él

evita mi naufragio como periodista. Con-trolo que el celular siga grabando.)

¿Cómo te llevás con la derrota y la victoria?Yo anhelo la victo-ria pero sé que la derrota siempre es más literaria. Siendo

mexicano, entiendo que todos los relatos

identitarios tienen que ver con la derrota. La gran

recopilación de textos prehis-pánicos que hay en México se llama La

visión de los vencidos. La mayoría de las fechas patrias conmemoran derrotas en las que caí-mos no sin antes pronunciar algunas frases célebres extraordinarias. Nuestra identidad se forja en eso, en haber perdido, pero pen-sando que algo mejor podrá ser en el futuro. Yo apoyo al Necaxa, que estuvo 57 años sin salir campeón, que luego desapareció de la Primera División porque se convirtió en otro equipo, luego regresó, lo compraron unos empresarios y lo llevaron a Aguas Calientes, que sería como si un equipo de Buenos Ai-res se fuera a la Patagonia. Entonces eso te da

entré y la veía a ella, del otro lado, convertida en una manchita rosácea. Entonces le conté al señor que estaba a mi lado mi historia de amor. Lo conmoví lo suficiente para que él se muda-ra, atravesara toda la plaza para ocupar el asien-to de ella, y así ella llegara a mí. Y naturalmente pensé que el amor era eso: movilizar a quien sea para estar con quien tú quieres estar. Con el tiempo aprendí que debo tratar a mi mujer como traté al señor desconocido. Reinventar al amor no con esa pasión desbordada que se alimenta a sí misma, sino convencerla de que se trata de algo muy importante.

Terminamos la entrevista. Le tomo unas fotos. Hago de todo. Le pido que me reco-miende autores mexicanos y se entusiasma, me recomienda muchos, el papel en donde anoto me queda chico y busco otro, él incluso me ayuda a que las notas que tomo sean pro-lijas. Me despide muy amablemente, como lo fue todo el tiempo. Afectuoso también. Nos encontramos a las dos, son más de las cinco. Esta tarde tengo una cita con una actriz mexi-cana. Antes voy a comprar algunas recomen-daciones literarias de Villoro. Después voy a comprar un chianti italiano para la cita (imito a Muchacha Punk de Fogwill). Y en algún mo-mento de la cita voy a contar la historia de aquel hombre que tuvo una primera cita con una mujer en la plaza de toros, y sus asientos estaban en lados opuestos del estadio. |||

un temple muy grande ante la adversidad y te hace pensar que la derrota forma parte -todo el tiempo- de las experiencias cotidianas. La victoria se anhela pero no es muy tangible. Y entonces, con esta educación tanto nacional como deportiva y literaria, porque los héroes fracasados siempre son mucho más intere-santes que los triunfadores -en la derrota hay más historias que en el triunfo-, yo creo que me he convencido que, aunque la victoria es anhelada, es siempre un poco vulgar. Es como la rubia espectacular y un poco plástica con la que realmente no te deberías haber casado.

Sigo siendo excesivamente personal: quie-ro hablar de amor. ¿Es necesario sufrir en el amor? ¿Se puede dosificar la pasión?El drama es que el amor es incontrolable. Se-ría, quizás, tranquilizador poder evitar el ner-viosismo, la zozobra, y la preocupación en el amor. Pero también lo haría mucho más abu-rrido. La primera certeza de que alguien te atrae es que te pone nervioso, te pone en falta ante ti mismo y no quisieras sentirte así. El amor es la más agradable de las molestias, no es sólo pla-centero. Es necesario pero incomoda mucho. No veo la manera de administrarlo.

Es muy fácil ver la potencia del amor en el co-mienzo: la otra persona lo hace mejor a uno - de repente estoy lleno de opciones -. ¿Cómo se hace para manejar esto y que la vida conti-núe, que la relación dure? El amor es un movilizador poderoso. Por ejem-plo, mi esposa es muy aficionada a los toros, y yo, que no era nada aficionado, empecé a conseguir entradas para los toros. Pero, natu-ralmente, como yo no tenía tantas influencias, conseguí dos entradas muy buenas pero en puestos diametralmente opuestos. Así que yo

| Entrevista a Juan Villoro

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ensayofotográfico

fotos: Federico Peretti (@fedeperetti)

El fútbol a sol y sombra

El 4 de diciembre de 2003, la Legislatura Porteña gritó el sueño de Atlanta: la recuperación de su histórica sede, en

Villa Crespo, 12 años después de la quiebra del club. Así está hoy, sin embargo, la sede tan soñada.

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El Evangelio segúnBarrabás

Historia

#5texto: Juan Diego Ortiz Jiménez (@JdiegoOrtiz), desde Medellín

fotos: AFP y Prensa DIM

||| La historia moderna del fútbol colombia-no y de su sociedad misma se puede resumir con lo que pasó antes y después de dos par-tidos en dos ciudades que ni siquiera quedan en Colombia. Desde la planta baja del Estadio Monumental de Núñez hasta uno de los vesti-dores del Estadio Rose Bowl de Los Ángeles. La vida de dos camerinos sintetiza el destino manifiesto del pueblo colombiano: el corto lap-so que transcurre entre henchirse de ilusión y envenenarse con desesperanza. Un cuento de 306 días. Un filme que arrancó en la tarde del domingo 5 de septiembre de 1993 en Buenos Aires y vio el ocaso el miércoles 22 de junio de 1994 en Los Ángeles. Así comienza este relato. Gabriel Jaime Gómez Jaramillo es su nom-bre. Su alias, Barrabás. Su abuelo materno lo empezó a llamar así, como el famoso preso li-berado por la turba bíblica de la que también fueron protagonistas Jesús y Pilatos, por su desapego a las rutinas escolares. Gabriel Jai-me se fugaba del colegio para ocupar las pol-

vorientas canchas de una Medellín que apenas nacía al modernismo del Siglo XX. Sus actitu-des lo hicieron merecedor de varios despidos de colegios. Por eso, para ayudarle a expiar sus culpas, el abuelo lo despertaba diciéndole: “Ba-rrabasito, vamos para la iglesia”, y lo llevaba a misa apenas rayaba el sol. Con su apodo se hizo jugador profesional. En su armario guarda las camisetas de Atléti-co Nacional, Independiente Medellín, Millo-narios y Deportivo Cali. Aunque aparece en los renglones marginales, Barrabás fue testigo de excepción de la época dorada del balompié colombiano, de esa historia que fue y no vol-vió a ser. Era el bastión de la primera línea con Leonel Álvarez, el melenudo volante que com-binaba a la perfección la rudeza de sus mane-ras con la finura de sus movimientos. Ambos se encargaron de la tarea sucia. Un volante re-cio, Barra, que siempre estuvo en el llavero de Francisco Maturana y de su hermano, Hernán Darío Gómez, alias Bolillo.

El 22 de junio de 1994, Colombia perdió 2-1 ante Estados Unidos y fue eliminada del Mundial. Aquella tarde, Andrés Escobar metió el gol en contra que le costaría la vida. Aquella tarde, también, a un hombre lo borraron de los titulares por una amenaza de muerte: Gabriel Jaime Gómez Jaramillo, alias Barrabás. Nos encontramos con él en Medellín, y nos abrió la puerta de un camarín en el que el fracaso era el único destino.

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— No lo expulses — lo frena al árbitro — que van a decir que los goleamos porque tenían diez. Filippi frena la mano; se cuida de que Si-meone no lo escuche:— Bueno, pero háganles otro gol a estos hi-jos de puta. El lunes, al regreso a Bogotá, las calles de la capital se volvieron ríos humanos. Una ca-ravana sinfín desde el aeropuerto Eldorado hasta el estadio El Campín. Una caravana, un río de muerte: cien personas fallecieron du-rante los festejos en la capital. “La gente - cuenta Barrabás - se nos monta-ba encima de la capota del bus, pensé que se iba a voltear. Estaban todos desbordados, tuvi-mos que salir custodiados hasta el aeropuerto al otro día. Fue impresionante, aunque triste, por las personas que murieron.” Lo que nadie preveía era que la selección ya había tocado techo. Colombia disputó 13 parti-dos de preparación en la antesala del Mundial: ocho victorias, cuatro empates y una sola derrota. Bolivia ganó 1-0 en Villavicencio y aca-bó con un invicto de 27 fechas y dos largos años sin morder el polvo. “Muchos viajes, muchos días de concentración. A Estados Unidos llegamos muy desgastados. Al final sentimos el cansancio”, subraya Barrabás.— ¿Fue verdad que entraron mujeres a las habitaciones y hubo actos de indisciplina? ¿Que eso también influyó en el derrumbe de la selección?— Mentiras. Estuvimos en un hotel peque-ño, sin lobby, con 300 periodistas en la en-trada. ¿Qué podía pasar allá? Nada. Fueron mentiras, siempre se busca una justificación cuando no se gana.

Dd El estreno mundialista fue el 18 de junio en el Rose Bowl de Los Ángeles contra Ru-mania, el día que Colombia volvió a ser Co-

“Nuestra relación era normal, era mi her-mano pero también mi jefe. Aunque primero era mi amigo, al igual que Pacho. Nos criti-caron mucho pero siempre fue Bolillo el que me quería sacar de la titular y Maturana el que decía que no. Fui el jugador más regular en el Mundial de Italia y en el 5-0 fui el que más recuperé balones y mejor los entregué”, le cuenta Barrabás a Don Julio, reclinado en una pálida silla plástica en la cancha de areni-lla del barrio Campoamor de Medellín. Barrabás vivió la intimidad de esos dos camerinos, el del Monumental de Núñez y el del Rose Bowl de Los Ángeles. — Pacho, ahora sí nos jodimos, tenemos que ganarle a todo el mundo. Hernán Darío Gómez había lanzado la famosa frase al ingreso de los vestidores del Monumental. Después de las felicitaciones, las decenas de brazos fundidos en uno solo y de la oración, Bolillo se le acercó a Maturana y le tiró una de las máximas del deporte nacional. “Y eso que antes del partido estaban muy nerviosos -se sonríe Barrabás ante Don Julio-. Hasta Pacho, que era negro, se veía blanco. Entonces me acerqué y les dije: ‘¿Es-tán cagados? No se preocupen, hombres, que hoy vamos a ganar’.” Después de las atajadas de Oscar Córdo-ba, que no dejó pasar ni el aire, de los trazos finos del Pibe Valderrama, que parecía bai-lando ballet, y de las cabalgadas desbocadas de Faustino Asprilla, el pleito se convirtió en festín. Y en el medio del festín, una escena: el volante argentino Diego Simeone saca el codo y le autografía la boca al Tren Valencia. El Tren sangra. Es cárcel, pero antes expul-sión. El árbitro uruguayo Ernesto Filippi se acerca a Simeone y se manda una mano al bolsillo. Barrabás también está ahí.

lombia. Por perder 3-1, y por lo que supo al regresar a la concentración, en Fullerton: Ju-nior, el hijo de Luis Fernando Herrera, el la-teral derecho titular, había sido secuestrado. El susto fue mayúsculo, aunque el cautiverio, corto. Luego falleció uno de sus hermanos en un accidente automovilístico. Pero lo peor estaba por venir. El 22 de junio a la tres de la tarde, Barrabás pisó el campo del Rose Bowl. Colombia jugaría en una hora y media contra Estados Unidos. Barrabás vestía de civil. Estaba triste. “Las amenazas llegaron a las 11 am, en el ho-tel - le cuenta, 19 años después, a Don Julio -. Ni Maturana ni Bolillo llegaban al salón, donde estábamos con el grupo. Me paré y los fui a bus-car: era raro que no estuvieran a tiempo. A los 40 minutos aparecieron. Pacho lo hizo llorando, como un niño chiquito. Le dijo a Bolillo que die-ra la charla, pero Bolillo tampoco podía hablar.” Hasta que hablaron.—Nos acaban de amenazar, Barrabás. Te van a matar. Y también a mí y a mi familia. No pue-des jugar. No puedes— le anunció, entre lágri-mas, Maturana.—No, Pacho, yo juego. Juego de todas maneras.—Está en juego la vida de mi familia, Barra-bás — zanjó Maturana. “Al grupo se le cayó la moral con eso - le recuer-da Barrabás a Don Julio -, se pegó una bajo-neada impresionante. Yo quedé muy triste porque había jugado bien contra Rumania pero había in-tereses ocultos, no sé si para vender jugadores. La amenaza apareció en el monitor de la habitación de Pacho. A lo mejor, si Pacho no mira el televisor antes de la charla técnica, nada hubiera pasado. Y yo no me hubiera retirado del fútbol.” Maturana recordó en el documental The Two Escobars (Los dos Escobar, ESPN, 2010) la conmoción de esa mañana: “Si jugaba Ba-

rrabás nos mataban a todos. Sentía que tenía que jugar él, pero me ganaron ésa. No podía jugar con la vida de todos”. A Barrabás lo reemplazó Hernán Gaviria. Ocho años después, durante una práctica con el Deportivo Cali, al mediocampista lo mataría un rayo durante un entrenamiento. “El partido contra Estados Unidos lo vi en el estadio, tirado en el piso. Desde ahí presencié el autogol de Andrés”, recuerda Barrabás aquel mi-nuto 33 del primer tiempo: con el 2 en su espal-da, Andrés Escobar se estiró en el área para evitar que el balón llegara a John Harkes tras un centro de Eric Wynalda, pero con su pierna derecha lo introdujo en la portería de Córdoba. Mudez sepulcral. Segundos en los que el silencio gritó. Manos a la cabeza y el rostro de un prisionero condenado a muerte prosiguieron en la escena que se grabó en cámara lenta. “Él estaba muy ilusionado porque iba a jugar en el Milán. El Milán era como el Bar-celona de ese momento, el mejor equipo. Se sintió muy desilusionado porque soñaba con hacer un buen Mundial.”

Dd Ya con Colombia eliminada del campeona-to, Barrabás estaba en el aeropuerto de Los Án-geles con Escobar. — Vamos, Andrés, que mejor nos vamos a Las Vegas— intentó convencerlo Barrabás.—Sí, vayámonos una semana, Andrés. Una sema-na— insistió Santiago, el hermano del defensor.— Que no, que quiero volver a Colombia y casarme. Además debo dar la cara por el auto-gol — dijo, resuelto, Escobar. “La última imagen que tengo de él es ésa, en el aeropuerto - recuerda, ahora, Barrabás -. Todos estábamos advertidos de la situación que vivía Colombia, que no podríamos salir, pero Andrés era un ídolo tan grande que

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nerviosismo en Colombia. Eso fue muy duro para mí y para mi familia.” Y para Colombia entera, que, una vez, como si viviera miles de déjà vu, presenció su propio funeral. Una época de picos altos y bajos que se visualizan mejor en ese monitor que traza el pul-so del corazón hasta que la línea horizontal deja de subir y de bajar y se extiende en la eternidad yerta y gélida como el cuerpo que acaba de de-sertar. Ésa fue la Colombia de esos 306 días. Esa Colombia que se resume en lo que pasó antes y después de dos partidos de fútbol. Esa Colom-bia que se hinchó el pecho de ilusión y se enve-nenó después con desesperanza. Esa Colombia contada por Gabriel Jaime Gómez. Esa Colom-bia del Evangelio según Barrabás. |||

pensó que nada le podía pasar. Era humilde, caritativo y muy buena persona. Desafortu-nadamente, ése era su día.” Su día: el 2 de julio de 1994, 12 disparos ase-sinaron a Escobar a las afueras de una discoteca en la capital de Antioquia. “Fue una calentura del momento. Lo estaban insultando y moles-tando. Él pidió que lo respetaran, que él no se metía con nadie, y fue cuestión de tragos. Estaba en el lugar y en el momento equivocados.” Barrabás estaba en Los Ángeles. Su madre lo llamó a las cuatro de la mañana para contarle la desgracia. La llamada lo desarticuló. Lo des-membró. Y ahora le tocaba a él. Él debía llamar a la familia de Escobar, que aún no sabía nada. Barrabás marcó a Las Vegas y escuchó el pulso del teléfono una, dos, tres veces, hasta que el otro lado de la línea se personificó. Le contestó María Ester, hermana de Escobar.— ¿Qué hubo, Barra?—…— ¡¿Qué pasó?! ¡¿Se chocó Andrés?! —No, María, no se chocó... Lo acabaron de matar. Silencio. Barrabás tragó con dificultad: —Ya te van a llamar de Colombia. Barrabás se quedó en línea. Oía, de fon-do, gritos y llantos. “Renuncié a la selección y me quedé tres meses en Los Ángeles después de que mata-ron a Andrés –recuerda Barrabás, con resig-nación pero sin asomos de melancolía–. Yo había tenido un hijo, ya había renunciado a la selección, quería paz, tranquilidad. Cuan-do regresé a Colombia tres meses después, me encontré con siete guardaespaldas en el aeropuerto. ‘¿Y esto qué es?’, me dije. ¡Yo no había matado a nadie! Tuve que esconderme en la maleta del carro para salir. Y en mi casa me esperaban tres policías. Había mucho | Bolillo y Barrabás.

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| Embajada de Estados Unidos, Teherán, noviembre de 1979.

Detrás de las líneas enemigas

Historia

#6texto: Federico Yáñez (@fedeyanez)

fotos: AFP y Eskandarian

El 4 de noviembre de 1979, un grupo de más de 300 estudiantes iraníes tomó la embajada de los Estados Unidos

en Teherán. Durante 15 meses, 66 diplomáticos y ciudadanos estadounidenses fueron rehenes de los Discípulos del Imán. Mientras tanto, en Nueva York, un iraní se calzaba la 2 del

Cosmos de Pelé: Andranik Eskandarian. Don Julio lo llamó a su casa, en Nueva Jersey. Y Eskandarian atendió.

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||| En 1979 fue un actor involuntario durante uno de los conflictos diplomáticos más angus-tiantes del Siglo XX : la crisis de los rehenes en Irán. Mientras más de 300 estudiantes tomaban durante 444 días la embajada estadounidense en Teherán y retenían a 66 personas, Estados Unidos respondía con un boicot internacional e incluso llegó a deportar iraníes como represalia. A un océano de allí , el iraní Andranik Eskanda-rian jugaba al fútbol. Lo hacía en el Cosmos de Nueva York, el equipo de Franz Beckenbauer, Johan Neeskens y el mismísimo Pelé. La Revolución Islámica triunfó en enero de 1979. El Ayatolah Ruhollah Musavi Jomeini había motorizado desde el exterior un movi-miento que acabaría con el gobierno del Shah Mohammad Reza Pahlavi, que había llegado al gobierno en 1953 al derrocar a Mohammad Mosaddeq con la complicidad de los Esta-dos Unidos y Gran Bretaña. Cuando Jomei-ni tomó el poder, Pahlavi se exilió en Egipto y, después, en Estados Unidos, para tratarse

un cáncer. Luego de ese viaje comenzaron las protestas contra los intereses estadouniden-ses en Irán. La Revolución exigía la extradi-ción de Pahlavi. Cuando los estudiantes se apoderaron de la embajada, Estados Unidos bloqueó los fondos iraníes en su país y cortó las importaciones de petróleo. “Yo estaba tranquilo porque era futbolis-ta, no político. Si no te metías, no te hacían nada”, recuerda Eskandarian. Apenas se de-sató la crisis de los rehenes, sin embargo, los estadounidenses más belicosos eligieron la literalidad para llamar al defensor del Cos-mos: lo apodaron “Iraní”. Y si bien siempre tuvo el apoyo del club y sus compañeros, se-gún le cuenta por teléfono a Don Julio, no faltaron los hinchas visitantes que le hi-cieron sentir su nacionalidad. En abril de 1980, el Cosmos perdía 4-1 en Fort Lauderdale. Richard Croker, un especta-dor, saltó a la cancha, tacleó a Eskandarian, lo tumbó y comenzó a pegarle. “Por suerte el banco de suplentes estaba cerca, porque el tipo estaba loco. Venía por mí, que nunca había tenido nada que ver con la po-lítica”, cuenta el ex defensor. También lo insul-taron en algunos estadios, aunque siempre se tratara de “cinco o seis estúpidos entre 50.000 ó 60.000 personas”. Nunca, sin embargo, te-mió que lo deportaran, pese a que uno de los reclamos más fuertes de los estadounidenses era, justamente, echar a todos los iraníes. En 1979, apenas firmó con el Cosmos, los padres, dos hermanos y una hermana de Es-kandarian se fueron a los Estados Unidos con él. Otras dos hermanas se quedaron en Irán, adonde el defensor jamás volvió. Resuelta la crisis de los rehenes, lo apo-darían Eski. Hasta hoy vive en Nueva Jersey.

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el Cosmos, ya que luego volvió a Barcelona por problemas personales y recién al otro año ficha-ría para Los Angeles Aztecs. “Luego - repasa Eskandarian - el Cosmos me pidió si podía jugar un partido con ellos, a prueba. Un partido. Contra Boca.” La excusa, la Copa Anual de las Améri-cas. El encuentro se disputó en el estadio de los Giants de Nueva York el 9 de septiembre de 1978. El Cosmos y Boca igualaron 2-2 y el equipo estadounidense contrató al iraní. En ese momento también tenía ofertas para ir a España, pero se inclinó por Nueva York. “En los Estados Unidos había ya un par de jugadores asiáticos, así que finalmente decidí venir aquí. Y aún estoy muy contento de haberlo hecho.” Inmediatamente, la camiseta 2 del Cos-mos fue suya.

Dd Eskandarian viajó por el mundo, sobre todo por Sudamérica, con ese equipo de estre-llas sub 40 que quiso y no pudo popularizar el fútbol soccer en los Estados Unidos. Tie-ne recuerdos de Uruguay, Paraguay, Bolivia y “también de Cipolletti, Bariloche, Córdoba, la cancha de Argentinos Juniors”. Durante una de esas giras compartió cua-tro o cinco partidos con Pelé, que ya no juga-ba en la Liga de los Estados Unidos, la North American Soccer League (NASL), pero parti-cipaba de los road shows del equipo. Pelé se había retirado oficialmente del Cosmos el 1° de octubre de 1977 en un partido contra el Santos, aunque seguía ligado como una suer-te de embajador itinerante. Eskandarian enfa-tiza ante Don Julio: “¡Estoy muy orgullo-so de haber jugado con él y ser su amigo!”. En 1978, el Cosmos visitó a Belgrano de Córdoba en el Chateau Carreras. En la

Tiene dos casas de ropa, que él mismo atiende. Una llamada Birkenmeier Sport Shop. La otra, Eski Sports.

Dd La selección de Irán había debutado en un Mundial en 1978 : el Mundial de la Argenti-na de los genocidas Videla, Massera y Agosti. Eskandarian fue parte de ese equipo. Jugó dos partidos: en el debut, derrota 3-0 con Holan-da, y en el 1-1 contra Escocia, cuando anotó un gol… en contra. En la derrota 4-1 frente a Perú, el defensor estuvo en el banco. “No lo hicimos mal, pero teníamos poca ex-periencia. Jugué muy bien, por eso me miraron del Cosmos”, le cuenta Eskandarian a Don Ju-lio. Eskandarian ya sabía lo que era representar a Irán : lo había hecho en los Juegos Olímpicos de Montreal 76, cuando su equipo perdió en cuartos de final contra la Unión Soviética, que se quedaría con la medalla de bronce. Eskandarian jugaba entonces en el Taj, equi-po del que era hincha el mismísimo Shah Mo-hammad Reza Pahlavi. Taj, en persa, significa “corona”. Con la llegada de la Revolución Islámi-ca el nombre cambió a Esteghlal, que significa “independencia”. Los nuevos líderes no querían ningún signo monárquico, y menos aún en el fútbol, que era muy popular en Irán. El 31 de agosto de 1978, dos meses después del Mundial, la carrera del defensor cambió por completo. Ese día, en Nueva Jersey, se hizo el partido presentación de Johan Cruyff en el Cos-mos. Giorgio Chinaglia, Carlos Alberto y Bec-kenbauer jugaban para el equipo del holandés. Leao, Alberto Tarantini, Jorge Olguín, Américo Gallego, Rivelino, el tridente polaco Grzegorz Lato, Zbigniew Boniek y Kazimierz Deyna, más Eskandarian, se alineaban en el otro. El mejor partido de restos del mundo de la historia ter-minó 1-1. Sería la única vez que Cruyff jugaría en

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previa, Gloria Gaynor cantó I will survive. El partido terminó 1-1, con goles de Hugo Carba-llo y Chinaglia. Presidente de la Lazio en 1985, cuando el equipo fue descendido por un escán-dalo de corrupción, y acusado de formar parte de la Camorra, Chinaglia compró al Cosmos en 1984 y cayó con él. Entre 2002 y 2006 in-tentó reflotar la marca, pero no pudo. Murió el 1° de abril de 2012, unos meses antes de que se conociese que el equipo volvería a jugar en 2013 en el ascenso estadounidense. Un año después del empate ante Belgrano, la Selección que había ganado el Mundial 78 visitó al Cosmos en el estadio de los Giants de Nueva York. Argentina sólo pudo ganar 1-0, a un minu-to del final, con un gol de Daniel Passarella.

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tiene hoy 61 años - que tus hijos sean futbo-listas. Alecko tenía un buen récord en la se-cundaria y la universidad. Viajamos con mi familia durante dos semanas a la Argentina. Fue increíble haber estado después de más de 20 años en Mendoza, mismo lugar, mismo es-tadio donde yo debuté, donde mi hijo estaba jugando. Fue el mejor momento de mi vida.” Estados Unidos jugó sus tres partidos del Grupo C en Mendoza. Alecko fue suplente en todos, pero siempre entró en el segundo tiem-po. Ya por los octavos de final le tocó ir a la can-cha de Vélez, donde Egipto se impondría 2-0 y eliminaría a la Sub 20 de Estados Unidos. También en Vélez, la Argentina conseguiría su cuarto título en un Mundial Juvenil. El prime-ro había sido en 1979, con Diego Maradona, en Japón. La Sub 20 de Diego Maradona, otro de los equipos que Andranik Eskandarian enfren-tó con el Cosmos de Nueva York. Fue el 3 de noviembre de 1978, en Tucumán. Argentina ganó 2-1 con un gol de Maradona y otro de Rolando Ramón Barrera. Eskandarian marcó a Ramón Díaz. También a Marado-na, que ese día se sacaría una foto con Bec-kenbauer, el capitán del Cosmos. “A Maradona no lo pude parar”, recuerda el defensor iraní, que el 28 de mayo de 1984 lo volvió a enfrentar : en Nueva York, el Barcelona de Maradona visitó a su Cosmos. “Lo molí a patadas”, confiesa Eskandarian. El Cosmos ganó 5-3. |||

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“¡Quince mil personas quedaron afuera del estadio! - le dice a Don Julio el ex defensor iraní -. Acá todavía se sigue hablando de aquel partido. Todo el mundo lo recuerda.” Y un año después del amistoso ante la Se-lección de César Menotti, el Cosmos recibió al River de Angel Labruna. Estaba en juego la Copa Aerolíneas Argentinas. Juan José López convir-tió el 1-0 a siete minutos del final pero, con el tiempo cumplido, el Cosmos empató por inter-medio de Vladislav Bogicevic, que había jugado el Mundial 74 para Yugoslavia. En River, que estaba cerca del Tricampeonato en la Argentina, jugaron Ubaldo Fillol, Passarella, Reinaldo Mer-lo, Norberto Alonso y Leopoldo Jacinto Luque. El Cosmos pertenecía a la Warner Bros y fue el equipo más representativo de la NASL, que duró sólo 13 años, entre 1971 y 1984. Por las deudas de la NASL y de los equipos que la componían, se decidió dar por terminada esa aventura, que luego se reinventó como fútbol indoor para reconvertir-se, al final, en la Major League Soccer (MLS), que repitió el esquema: estrellas famosas cercanas al retiro que popularicen el fútbol.

Dd Veintitrés años después de haber debuta-do en un Mundial con la camiseta de Irán, Eskandarian vio desde una platea el debut mundialista de Alecko, uno de sus hijos, con la camiseta de los Estados Unidos. El 3 de junio de 1978, el Irán de Eskandarian perdió 3-0 ante Holanda en el estadio Ciudad de Mendoza, hoy llamado Malvinas Argentinas. El 17 de junio del 2001, en el mismo estadio, la Estados Unidos de Eskandarian perdió 1-0 ante China por la primera ronda del Mundial Sub 20 que ganaría la Selección de José Pe-kerman y Javier Saviola. Alecko fue suplente e ingresó en el segundo tiempo. “No es común - analiza Eskandarian, que

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Cine mudoHistorias cinematográficas

en blanco y negro. La realidad siempre envidió a la ficción. Y

la copia, como acá.

Bomberman “Nadie sabía de qué se trataba. Y hasta creyeron que era una bomba.” Estamos en 1886. La frase de Eliseo Brown, uno de los hermanos que jugó en Alumni, el primer equipo grosso del fútbol argentino, tiene la ventaja del tiempo. La dijo el 13 de marzo de 1969 en la revista Gente, pero ahora estamos en 1886, usted está en 1886 y trabaja en el puerto. De Buenos Aires, sí. Imagínese con la facha que quiera, a mí qué me importa. Le precisamos la fecha: 27 de julio de 1886. Hace un rato ha amarrado un barco que usted anotará con el siguiente nombre: “Caxton”. Vino de Liverpool, lleno de pasajeros, historias, esperanzas, todo eso que suele decirse, y tres bultos a nombre de “Watson y H”. Usted, gran aduanero, recibe los bultos, los revisa, se encuentra con unos largos palos de madera con una especie de taba en una de sus puntas y camisetas, muchas camisetas. A los palos le parece haberlos visto en algún lado, pero aquello otro no: en los bultos hay también una cosa gorda, redonda, pesada. ¿Qué carajo es eso? El escritor Ernesto Es-cobar Bavio escribirá en el libro Alumni, cuna de campeones y escuela de hidalguía, que usted se perdió, se asustó, se desconcertó. Y que llamó a sus compañeros de trabajo. “Fue muy, muy divertido cuando Wat-son Hutton nos contó que no le querían dejar pasar la primera pelota de fútbol que trajo a Buenos Aires porque pensaron que era una bomba. ¡Una bomba! - se le ríe, encima, Eliseo Brown - ¿Quién podía pensar que ahí se iba a desatar una pasión argentina? Nadie. Sólo ese tipo formidable que se llamó Hutton. El nos enseñó a jugar

sobre el piso de tierra del colegio. Nos gustaba con locura.” Pero todo eso se dijo después: volva-mos, clementes, al momento en el que usted discute con sus compañeros cómo anotar los materiales desconocidos. Los palos. La cosa gorda, redonda, pesada. No hay gravamen para eso, no lo hay. Re-cién en 1923, según el libro El Football en el Río de la Plata, sabremos que usted dijo algo más o menos así:— ¡Y bueno, tres pesos por cada bulto! ¡Son cosas para los ingleses locos! Un día después, el 28 de julio de 1886, el diario La Nación informa en

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la sección “Entradas de ultramar” que el vapor británico Caxton, procedente de Liverpool, trajo consignados a nombre de “Watson y H”, “3 bultos”. Tres bultos: uno de ellos, la bomba. O la primera pelota de fútbol que llegó al país. “¡Como para olvidarse de ese día! Tuvo un lío gordo en la aduana”, insiste Eliseo Brown en otras entrevistas que le hicieron, pero el escritor Escobar Bavio lo contradi-ce: no fue Watson Hutton el pionero, sino Míster Waters, cuñado del rector de la English High School. — Me complace muchísimo ver entre nosotros al hombre que trajo la primera pelota de fútbol al país — dijo Hutton, según una carta que Ernesto Brown, otro de los hermanos de Alumni, le escribió a un amigo en 1932. Estaban comiendo, en una reunión, y Hutton señaló a Waters, quien se sonrió. “Mr. Waters hizo venir de Inglaterra, a fin de ser usados en la escuela, varios elementos para fútbol y cricquet: pelotas, camisetas, etc, que no había en Buenos Aires - confir-ma Miss Mary Buchanan, de la alta alcurnia porteña, en el libro de Escobar Bavio -. Nada de aquello había aquí en una época en la que practicar deportes, fútbol, especialmente, era motivo de críticas y burlas.” Así que lo entendemos, aduanero: noso-tros también nos hubiéramos asustado al ver esa cosa grande, redonda, pesada, con la sola certeza de la inutilidad.

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Historia

#7texto: Gonzalo Ruiz (@gonza_ruiz), desde Mendoza

fotos: Pachy Reynoso (@pachmedia)

Yo soy el Víctor de la gente

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Dice que podría haber sido millonario. Que lo buscaron del Inter de Italia, Santos de Pelé y Real Madrid. Lo dice mientras la gente le pide autógrafos, lo saluda, en la Mendoza de la que jamás se movió. Si Carlovich es el Maradona rosarino, Víctor Legrotaglie es el Messi que Mendoza gozó. Un 10 de los ’70. Un 10 sin legado en YouTube. Un enganche que en los tiros

libres jugaba a pegarle a los fotógrafos.

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| 7978 | ||| –Yo podría ser millonario. Me vinieron a bus-car de todos lados. Pero no me quería ir de Men-doza. Las pocas veces que me fui volví rápido. Y acá, usté lo ve, la gente me quiere mucho. Pero podría haber sido muy millonario, eh.— ¿Y se arrepiente de eso?— ¡Qué me voy a arrepentir! Si yo la viví toda. Es una mañana soleada en el centro de Mendoza. Víctor Antonio Legrotaglie, leyenda del fútbol mendocino, se ríe y toma café. Ha-blar con Legrotaglie — El Víctor, a secas, para todos– es una tarea complicada. Cada tres per-sonas que pasan una lo saluda o se acerca o lo abraza o le pide un autógrafo o le tira un chiste.— ¡Grande, Víctor! Yo jugué con usted en el potrero de Tamarindos. ¿Se acuerda? — grita un pelado apurado y sigue camino. Legrotaglie levanta la mano derecha, asiente con la cabeza, saluda.— Víctor, ¿lo conoce?

| Yo soy el Víctor de la gente

—No tengo idea quién es — dice y vuelve a reír.Dd

Década del ’50. Las Heras, departamento popular que queda al norte de la ciudad de Mendoza. Casas bajas, veredas altas. Viñedos de un lado, viñedos del otro. En el medio, can-chas de tierra. Muchísimas canchas de tierra. Son épocas de potreros. Un pibe pintón, flaquito, sonrisa tatuada, picardía innata, juega a la pelota como ninguno puede jugar. La rompe. Lo vienen a buscar de todos los barrios para que juegue con ellos. Un día juega acá, otro día juega allá. Lo único que le importa es eso que hará toda la vida: jugar.—Ya de chico, el Víctor era crack. Cuando jugába-mos en la cancha de Tamarindos lo teníamos que hacer jugar de tres, con la condición de que no pa-sara la mitad de la cancha. Ésa era la única forma de que otros equipos nos quisieran jugar. “Si juega el Víctor, nosotros no jugamos”, nos decían.

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El Cato Aguilar es un conocido hincha de Gimnasia y Esgrima de Mendoza. Nació cerca de la casa de Legrotaglie, lo conoció de chico, compartió años con él y sabe mucho de ese zurdito pintón que era obligado a jugar de tres.— En la primaria había una maestra terri-ble, la Guidolfi. Una vieja hija de puta, mala mala. Si no le gustaba la tarea, te rompía la hoja a la mierda. Una vez le hizo eso al Víctor, le devolvió la hoja hecha un bollo, y el Víctor se puso a payanear con la hoja en el medio del aula. La vieja se volvió loca.

Dd Legrotaglie nació el 29 de mayo de 1937 en Las Heras. De pibe jugó en 5 de octubre, un equipo que participaba de la Liga Lasherina. Ahí empezó a demostrar que era un jugador fuera de lo común. Ahí lo empezaron a ver varios bus-cadores de talentos que rondaban los potreros mendocinos. 5 de octubre fue el Cebollitas del Víctor. Llegaron a estar 100 partidos invictos. Jamás hizo Inferiores. Lo querían varios clubes, pero él seguía en 5 de octubre con sus amigos. Su padre y sus siete tíos eran de Inde-pendiente Rivadavia. Sólo su madre era de Gim-nasia y Esgrima, eterno rival de Independiente. El Víctor eligió Gimnasia.— Debuté en Gimnasia a los 19 años, sin hacer Inferiores, y me quedé más de 20 años. Gim-nasia es mi casa, ahí viví momentos muy lin-dos –recuerda Legrotaglie, mientras aprovecha para venderle a algún parroquiano un ejemplar de su libro “El Víctor”, de reciente publicación.— El Víctor era un hijo de puta, hacía lo que quería — nos interrumpe Raúl, quien se suma al café sin pedir permiso —. Yo lo vi hacer payanitas con una moneda. — ¿Con una moneda?— Sí. Tiraba una moneda contra el piso, rebo-taba y la agarraba con la zurda: tac, tac, tac. Yo

lo vi con mis ojos, no me lo contaron. ¿Sabés la de apuestas que ganaba haciendo eso? Probá hacer payanas con una moneda, vas a ver.— Increíble.— Que te cuente la que se mandó en la Iglesia.— Víctor, ¿qué hizo en la Iglesia?— Nada, un día me robé una pelota nueva que habían comprado en la Iglesia; me tenté. En mi casa era difícil comprar una pelota nueva y el cura se descuidó, y a la mierda, me la llevé. ¡No sabés lo que era esa pelota!— ¿Y qué pasó?— Al otro día el cura empezó a decir que Dios iba a castigar al que se había robado la pelota, y cosas así. ¡Yo me pegué un cagazo! Dije: “Dios me va a meter una patada en el culo”. Así que a la noche tiré la pelota al patio de la Iglesia.—Se salvó del castigo.— Era muy chico. En esa época creía en Dios.

Dd Legrotaglie, además de jugar en Gimnasia, donde es ídolo, también vistió la camiseta de Chacarita Juniors, Atlético Argentino de Men-doza, Atlético de la Juventud Alianza de San Juan, Independiente Rivadavia, Américo Tes-orieri de La Rioja y la Selección de Mendoza. En el Lobo jugó 450 partidos. El club en el que más partidos jugó, después de Gimnasia, fue Atlético Argentino, con apenas 21 encuentros. En Gimnasia mostró lo máximo de su ta-lento. Aún hoy se recuerdan partidos épicos del Víctor y sus compadres, como llamaban al Lobo de esos tiempos. De boca en boca, las ha-zañas de Legrotaglie siguen vivas, como la his-toria de un pueblo, con su literatura y su músi-ca, con sus lugares y sus ídolos. Esos relatos ya hacen a la identidad de estos pagos.

Dd “Esa maravillosa Mendoza, la del vino, la cueca, la que parió grandes músicos y

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poetas, le puso al Víctor en sus pies lo que le puso a Tito Francia en su guitarra y a Te-jada Gómez en su poesía.” César Luis Menotti, en el libro El Víctor.

Dd Es un día cualquiera del año ’70. Gimnasia juega en su estadio por el Campeonato Nacio-nal. No importa el rival. Puede ser un grande de Buenos Aires o no, lo mismo da. Los hinchas caminan por calle Lencinas hacia la cancha. Un Rastrojero cargado llega al estadio. Bajan una guitarra, un bandoneón, un contrabajo. La orquesta de los hermanos Rosales tocará hoy. No será en el campo de juego. Tampoco en las tribunas. El concierto será en el vestuario local. Los jugadores se cambian. Algunos se ven-dan, otros reciben masajes. Varios más están pendientes de que no falte ninguna cábala. Los hermanos Rosales empiezan con su función. Suena una canción que ya es himno. “Hoooy, el Lobo está de fiestaaaa, lleeeegó el Víctor y su orquestaaaa.” Todos cantan. Legrotaglie baila, algunos se suman. Aplauden. Así, Gimnasia y Esgri-ma de Mendoza espera un partido. Nada de concentrar, nada de charlas tácticas que abu-rren, nada de estar serios y preocupados. El fútbol tiene que ser siempre una fiesta. Afue-ra y adentro de la cancha. El Víctor profesa un fútbol feliz. Y sus feligreses aumentan.

Dd—A ese Gimnasia le podía ganar cualquiera, pero antes había que quitarle la pelota –cuenta Rubén Lloveras, historiador del deporte mendocino. Gimnasia siempre fue sinónimo de buen juego. No valía ganar como sea. Primero ha-bía que jugar bien y brindar un espectáculo para el público. Ganar era una consecuencia lógica del buen juego.— Si para jugar levantabas la pelota más de

30 centímetros del piso, entonces no tenías lugar en Gimnasia. Legrotaglie lideró al Lobo mendocino en los Nacionales del ’70, ’71 y ’72. El equi-po nunca llegó a instancias finales, pero sí logró meterse en la memoria de un pueblo. Y el tiempo ha enseñado que muchos pue-den ser campeones, pero pocos son los que esquivan el olvido. El partido más recordado de aquellos tor-neos es una goleada a San Lorenzo, en el Viejo Gasómetro, 5-2, en el Nacional del ’71. En un momento, el árbitro Roberto Goi-coechea se acercó a Legrotaglie, cuando eso ya se parecía más a un baile que a un partido.— O paran con esto o yo no me hago cargo de lo que pueda pasar — le ordenó el referí. Legrotaglie le dijo que se quedara tranquilo.—Y paramos un poco la mano, porque le po-dríamos haber hecho diez.— ¿Fue para tanto?— Pibe, los mismos hinchas de San Lorenzo, que primero nos puteaban, después gritaban “oooole, oooole”, cuando la tocábamos. Nos terminaron ovacionando.

Dd “El Víctor, como lo fue Carlovich, Enri-que Omar Sívori, Ermindo Onega, como lo fue Rojitas y tantísimos otros, simbo-liza esa galería de talentosos jugadores con estilo y estirpe que supieron darle una identidad a nuestro fútbol.”

Roberto Perfumo, en el libro El Víctor.Dd

Gimnasia - y sobre todo Legrotaglie - te-nía un arma letal: los tiros libres. No ensa-yaban jugadas de pelotas paradas, no había laboratorio ni pizarrón. Para nada. Los tiros libres iban al arco y punto. El equipo tenía grandes pateadores: el

Víctor, el Polaco Torres, el Bolita Sosa y Montes de Oca, entre otros. Legrotaglie tenía una zurda prodigiosa. Un tiro libre cerca del área era más peligroso que un penal. Una tarde, en cancha de Gutiérrez, Gim-nasia tuvo como diez tiros libres. Ninguno fue al arco. Todos afuera. Los hinchas se pre-guntaban qué pasaba. El equipo venía con una racha ganadora en la Liga Mendocina. En los últimos partidos había marcado uno o dos goles de tiro libre en cada juego.—Yo no entendía qué pasaba — recuerda Cato, el conocido hincha del Lobo —. Cuando terminó el partido me fui derecho al vestuario, estaba re caliente. “Escuchame”, le dije al Víc-tor, “¿qué mierda les pasó que no metieron un solo tiro libre?”. El Víctor me miró, se sonrió y le dijo a Aceituno: “Contale vos”.— ¿Sabés qué pasa, Cato? — me dijo Acei-tuno–. Habíamos apostado a ver quién le pegaba al fotógrafo. Eso era Gimnasia: un equipo increíble.—Y ahí empecé a hacer memoria — se sonríe

Cato —. ¡Era cierto! En cada tiro libre el fotó-grafo se corría o agachaba la cabeza porque la pelota le pasaba cerca. El partido terminó 2-1 a favor de Gimnasia, pero eso a nadie le importa.

Dd Legrotaglie anotó 116 goles en su carrera. Aunque no hay registros oficiales sobre cómo fueron cada uno de esos tantos, se estima que marcó más de 60 de tiro libre y 12 olímpicos. Goles más, goles menos, si hay un aspecto que todo el que vio jugar al Víctor destaca, ese don, esa cualidad asombrosa, es su pegada. Oscar Guzzo, abogado, hincha de Gim-nasia y sobrino de Tito Guzzo, recordado presidente del Lobo en 1963, no se olvida las imágenes que vio de chico.—En los entrenamientos, el Víctor hacía apues-tas. Al arquero titular le jugaba que de 12 penales, diez iban a los palos y dos adentro. Y le salía. En el fútbol de hoy casi no se ven goles olímpi-cos. Legrotaglie marcó muchos. Da la sensación de que cada día que pasa son más y más y más.

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— Lo vi hacer muchos goles olímpicos. Siem-pre desde la punta derecha, pegándole con un tremendo efecto. La pelota, cuando llegaba al arco, giraba en comba hacia adentro, al primer palo. Era rarísimo porque los tiraba todos con la misma precisión. Con los pibes de mi edad nos pasábamos horas queriendo tirar un cór-ner para que entrara al arco. Solos. Sin arquero. Y nadie lo hacía — rememora Guzzo. Otro que también da fe de la calidad de Legrotaglie para pegarle a la pelota es Oscar Zavala, experimentado periodista mendocino, que comparte una anécdota que pinta lo que generaba el Víctor en los rivales.— Fue en un partido con Talleres. Había llega-do un santafesino a jugar en el Matador. Al Víc-tor le hicieron una falta en el borde del área. Un defensor de Talleres le dijo al árbitro: “Señor, fue adentro del área, es penal”. El santafesino no entendió nada y le gritó: “¡¿Sos pelotudo, cómo le pedís penal?! ¡Mejor si cobró tiro li-bre!”. Y el compañero le contestó: “No, boludo, en esa distancia es gol seguro del Víctor”.— ¿Y qué pasó?— Por supuesto que fue gol del Víctor.

Dd— La pegada se entrena. Yo me pasaba horas y horas y horas pegándole a la pelota. En el potrero de Tamarindos, cuando me entrenaba en Gimnasia, en todos lados. Eso no es ca-sualidad — dice el Víctor.

Dd Llegamos al estadio de Gimnasia para ha-cer las fotos. No se está entrenando el plantel de Primera. No encontramos al canchero. Sólo vemos a unos albañiles, que están haciendo obras para mejorar la cancha.— Víctor, tenemos que avisar en Secretaría que vamos a entrar a la cancha –le decimos, con el fotógrafo.

| Tapa de El Gráfico del 2 de noviembre de 1971.

— ¡Qué vamos a avisar, si esta cancha es mía! — dice y larga una carcajada. Razón no le falta: el estadio del Lobo se lla-ma Víctor Antonio Legrotaglie.

Dd “Cuando jugaba para Argentinos Juniors tuve el privilegio de enfrentarlo en aquellos viejos Nacionales y recuerdo que no había manera de poder quitarle la pelota, la tenía atada a su zurda y era un verdadero espectá-culo ver las fantasías que hacía adentro de un campo de juego.”

José Pekerman, en el libro El Víctor.Dd

Legrotaglie era muy amigo de otro grande del deporte mendocino: Nicolino Locche. El Víctor y el Intocable eran el ejemplo de esos deportistas talentosos, populares, bohemios. Eran ídolos de su pueblo. Y eran, sobre todo, dos caraduras. En una época los dos vivían en Chacras de Coria, un coqueto distrito del departamento Luján de Cuyo, al sur de la ciudad de Mendoza. Cerca del mediodía de un domingo sonó el timbre en una casa de Chacras. Eran Legrota-glie y Locche, el mejor futbolista de Mendoza y el mejor boxeador, acaso, de la Argentina. Los dos cracks iban a buscar a un amigo para que los acompañara en una jodita.— ¿Qué hacen acá, en qué andan? — dijo el amigo, que en esta anécdota mantendrá el ano-nimato, cuando les abrió la puerta.— El Nicolo salió a comprar los ravioles y me pasó a buscar. Nos vamos a Salta. ¿Te venís? —le propuso el Víctor.— ¿A Salta? ¿A qué van a Salta?— Nos vamos a visitar a unos indios, amigos del Nicolo.— Ustedes dos están en pedo. El Víctor y Nicolino se tuvieron que ir sin el tercer miembro del grupo.

| Con su hijo Cocó.

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el Carlo — recuerda el Víctor —. El Toto Loren-zo no quería saber nada más con nosotros. A Suñé lo agarramos y lo volvimos loco haciendo cabecitas. Fue una cosa de locos. Pero no hay filmaciones de eso, una lástima.

Dd—Yo no miento cuando digo que me buscaron de muchos lados. Me buscaron del Real Ma-drid, del Santos de Pelé, del Inter de Italia.— ¿Y por qué no se fue?— No quería. Yo quería estar acá. Además, acá, en ese momento, me pagaban muy bien. Yo te-nía boliches, autos, tenía de todo.— ¿Cómo fue lo del Real Madrid?— Mandaron al cónsul para convencerme. Me regaló un reloj, no sabés lo que era. Me dieron pasajes y todo. Me prometieron no sé cuánta plata. Pero nunca me fui.— Su mujer, ¿qué le decía?— La Lucha es el amor de mi vida. Siempre me bancó. Me entendió cómo era y me quiso así.— Pero usted le dio varios dolores de cabeza.— Miles. Miles. Pero ella sabe que siempre fue mi único amor. Un día, me siento a almorzar con la Lucha y una de mis hijas. Veo que en la mesa ponen dos platos. Para mí, nada.— ¿Nada?— Nada. En eso, la Lucha me tira un diario. Lo veo y había una nota que me habían hecho. El título decía: “Gané mucha plata y luego se la devolví a la gente”. “¡Qué te dé de comer la gente, caradura!”, me dijo la Lucha. Y me quedé sin almuerzo. Qué linda, la Lucha.

Dd Década del ’80. El Víctor era el técnico de Gimnasia, que jugaba un partido importante contra Huracán. Había que ganar. Era momen-to - como tantos otros momentos - de pedir ayuda divina. Y ahí fue Legrotaglie, con dos amigos, a una bruja.

— Eso fue un domingo al mediodía — recuer-da el amigo anónimo —. A la tarde me llama la Lucha, esposa del Víctor, para preguntarme si sabía algo. “No, Luchita, ni idea”, le dije.— ¿Cuándo volvieron?— Pará, eso no es nada. Pasan dos días. El mar-tes me llama Don Paco Bermúdez, entrenador de Nicolino. “Me han dicho que usted sabe dón-de está el Nicolino”, me dijo Don Paco. “Sí, Don Paco, está en Salta, con el Víctor”, le contesté.— ¿Y qué dijo Bermúdez?— Estaba como loco. El Nicolino peleaba el sá-bado en el Luna Park contra un brasileño y el Víctor jugaba contra la Lepra también el sábado.— ¿Y qué hicieron?— Volvieron el jueves. El Nicolino, como llegó, armó el bolso y se fue a Buenos Aires. El sába-do lo paseó al pobre brasileño. Y el Víctor fue figura ante la Lepra. Esos dos, no te miento, no se podían creer. ¡Habían salido a comprar ra-violes y terminaron en Salta!

Dd Tomás Felipe Carlovich es otra leyenda del fútbol rosarino. El Trinche es muy amigo de Legrotaglie. Una amistad que nació cuando el rosarino vivió en Mendoza y jugó para Inde-pendiente Rivadavia en la década del ’70.— “Cada vez que venís para acá se olvidan de mí”, me dijo Víctor la última vez que anduve por Mendoza — le cuenta el Trinche a Don Julio, desde su casa, en Rosario —. Cuando fui allá, con unos amigos comimos en su casa. Llegamos y el Víctor me dijo: “Ustedes tienen que venir más seguido”. “¿Por qué?”, le pre-gunté. “Porque nunca, nunca, nunca, tuve la heladera tan llena como ahora para recibirlos”. Un día Legrotaglie y Carlovich jugaron juntos. El Trinche reforzó a Gimnasia en un amistoso ante Boca, por la venta de Darío Felman a ese club.— No sabés lo que fue compartir la cancha con

más”, decía la plaqueta en la que el Víctor y sus compadres siempre le pedían al Cocó que los ayudara a ganar.— En un partido ante Estudiantes vi y es-cuché cuando Pachamé le recordó al Víctor que su hijo había fallecido. Fue la única vez que lo vi desencajado al Víctor — le cuenta Guzzo, el abogado, a Don Julio —. En el segundo tiempo les hizo ver a Malbernat y a Pachamé que no eran nadie al lado de él. Fue tal el toque que les dio que Pachamé trató de golpearlo porque lo bailaba, el Víctor justo lo esquivó, y le pegó a Malbernat.

Dd— Alguna vez leí que no le molesta hablar de su hijo, el Cocó.— Para nada. Yo soy feliz cuando hablo del Cocó. Él siempre me acompaña.— ¿Cómo hizo para superar esa pérdida?— Fue difícil. Al otro día de lo del Cocó, agarré el auto y me fui al Cerro de La Gloria. Me iba a tirar. Pensaba en eso. Pero cuando llegué, me cagué. No me animé. Y dije: “Voy a vivir por el Cocó”. Por eso me gusta hablar de él, porque me hace feliz, yo lo veo ahí, con su pantalonci-to, la camisetita de Gimnasia.— Después de lo que le pasó, ¿se puede seguir creyen-do en algo?—No sé, es difícil. Yo sólo creo en el Cocó. |||

Para ganar, la bruja les dijo que primero tenían que enterrar un gato muerto detrás de uno de los dos arcos. Y que después tenían que comprar una docena de claveles y que los juga-dores los tiraran a la tribuna de Huracán.— Imaginate la escena: tres tipos, de noche, entrando a la cancha para meter el gato no sé dónde mierda. Era una locura –cuenta uno de los testigos de esa noche. Y sigue:— Al otro día íbamos para la cancha y nos acor-damos: “¡Los claveles!”. Como justo teníamos que pasar por el cementerio aprovechamos y robamos los claveles de la tumba del Guacho Cubillos. Llegamos al vestuario, repartieron los claveles, dieron las indicaciones. El trabajo estaba hecho, pero… Pero siempre hay un pero.— Resulta que uno de los jugadores se equivocó y fue hacia la tribuna de Gimnasia con el clavel. Y lo tiró en la tribuna equivocada. Nos queríamos morir. “La bruja se nos vuelve en contra, la bruja se nos vuelve en contra”, decía el Víctor.–Ni pregunto cómo salió el partido.–Ni preguntes.

Dd El 19 de mayo de 1969 fue el día más tris-te en la vida de Legrotaglie. Cocó, su hijo de cinco años, murió cuando jugaba en el taller mecánico de la casa de unas tías a causa de un golpe en la cabeza. Después de eso, el hijo de Legrotaglie, quien siempre era la mascota de Gimnasia, pasó a ser la cábala del equipo. Antes de entrar a la cancha, el Víctor hacía besar por todos sus compañeros un pantaloncito del Cocó. Debajo de una de las tribunas del estadio del Lobo había un monolito que lo recordaba: “Por irse a jugar al cielo, nos quedamos sin mascota. Aquí un pibe menos, allá un ángel

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Historia

#8

Desde 2008 hasta 2011 fueron asesinadas, decapitadas, rafagueadas y colgadas de puentes alrededor de 9.600 personas. Una guerra entre capos narcos que desató escenas como ésta:

unos niños juegan en un club y de repente son acribillados por unos tipos que los ametrallan desde un auto. Así se vive en

la ciudad mexicana. Ahí jugó Indios, el equipo de fútbol que intentó distraer a la muerte.

texto: Sergio Arturo Duarte Méndez, desde Ciudad Juárezfotos: Gabriel Cardona y Rafael Rentería

Bienvenidos aCiudad Juárez

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| El Estadio Olímpico Benito Juárez.

||| En abril de 2010, cinco mil policías federales llegan a la ciudad. Vienen a reemplazar a los dos mil soldados que están desde marzo de 2009, cuando llegaron con uniformes verde oscuros en vehículos militares, humvees artilladas, ca-mionetas pick-up y camiones de carga como parte de la Operación Conjunta Chihuahua, encargada de combatir a las bandas del crimen organizado. Los policías federales se hospedan en el hotel María Bonita, donde se topan en los elevadores y en el lobby con los futbolistas del Club de Fútbol Indios. Estamos en Ciudad Juá-rez, la ciudad más peligrosa del mundo. Por miedo, los juarenses dejan de salir a los centros nocturnos, donde se registran muertes violentas, y se refugian en sus ca-sas. Las calles lucen vacías por las noches y la actividad económica se contrae. Los dueños de los negocios son agobiados por el pago de dinero a cambio de una tranquilidad para seguir trabajando: de no entregarlo, el bar, fu-neraria o refaccionaria puede ser quemado, o el propietario, asesinado. Sin embargo, cada 15 días, 22.500 jua-renses llenan el Estadio Olímpico Benito Juárez, el punto de reunión (muy cercano a El Paso, Texas, la segunda ciudad más segu-ra de los Estados Unidos, detrás de Hawái) para beber una cerveza y ver un partido de futbol soccer en paz. Entusiastas, los segui-dores de Indios acuden a la cancha con sus koyeras –bandas rojas que utilizan los tara-humaras– en la cabeza, máscaras en forma de balón y de sus luchadores favoritos, como Blue Demon y Tinieblas. La Indiomanía vive su pico más alto. No importa que los pre-cios de los abonos anuales - llamados Indio-cards - sean de los más costosos de México. Ver un solo juego en el área más cara, la de sombra preferente, cuesta 288 pesos mexi-

| Bienvenidos a Ciudad Juárez

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canos (más de 20 dólares); la más barata, en la cabecera, 47 pesos. Pero los seguidores pagan, y no es para menos: desde el descenso de Cobras, en 1992, que la ciudad no tiene un equipo en la Primera División. El 25 de mayo de 2008, los seguidores de Indios abarrotan las tiendas, compran cer-veza y carne para asar: preparan la fiesta. Es domingo al mediodía en el Nou Camp, en Guanajuato, cuando su equipo derrota, en el global, 3-2 a León, y asciende apenas tres años después de su fundación. Por la noche, ya de regreso, 40 mil juarenses salen a festejar a la calle. No les importa que, mediante un correo electrónico anónimo, se les anunciara que ese fin de semana iba a ser el más sanguinario en la historia de la frontera. La pequeña sala de espera del Aeropuerto Abraham González es colmada por los seguidores y la kilométrica fila de autos apostada sobre la Carretera Pa-namericana, obliga a cerrarla. Eufóricos, los juarenses acompañan a los futbolistas del ae-ropuerto a misa a la Iglesia de San Lorenzo. Nadie obedece el toque de queda. Tomás Campos era el capitán de Indios. Ya retirado, atiende una cancha de futbol de seis contra seis instalada en el estacionamiento del centro comercial Plaza Juárez Mall. “Gracias a Dios - le cuenta a Don Julio - esa noche no pasó nada. Nosotros sabíamos que el futbol era un aliciente para la gente. Hasta en los momen-tos más complicados que tuvo Juárez, el equipo aminoraba la tensión que generaba el estar acá. El futbol cambiaba un poquitito la ciudad.” Un poquitito: a fines de 2008, el colom-biano Andrés Chitiva les dice, sollozante, dos palabras a sus compañeros: “Me amenazaron”. Chitiva les cuenta que recibió una carta en la que le exigían dinero a cambio de no lastimar a sus hijos. Los jugadores no saben qué hacer.

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“En ese momento, mi primera reacción fue llamar a mi señora rápido, que saque a mi hija de la escuela, que la lleve a la casa y que ahí se mantuviera hasta que se calmara todo. Fueron dos días que nos hacían pensar si continuar o no por la situación de Chitiva. Era el momento más difícil de Ciudad Juárez. A las siete, ocho de la noche, la ciudad se paraba totalmente”, recuerda, para Don Julio, Juan Augusto “Che” Gómez, tucumano que, aun nacionali-zado mexicano desde hace años, conserva la tonada. Otro jugador argentino, el delantero Ezequiel Maggiolo, envía a su familia de vuel-ta a su país, y el mediocampista de contención Juan Ramón Curbelo, a la suya, al Uruguay (su esposa estaba aterrada porque su hijo era com-pañero de escuela del de Chitiva). Tras deliberar, los jugadores deciden con-tinuar. Chitiva, no: deja a Indios y se enrola con Águilas del América. En la mañana del 25 de enero de 2009, el equipo empata 1-1 con Rayados de Monterrey. Por la tarde, el rumor estremece a los futbolistas: a Cirilo Saucedo, portero de Indios, lo decapita-ron. Al final no es cierto, falsa alarma, pero los jugadores se mudan de inmediato a viviendas con seguridad privada. Justifica Gómez: “Por-que uno cuando salía a jugar a otras ciudades, la familia se quedaba y sí, te ibas con la preocupa-ción. Era decirles a ellos que salieran lo menos posible, aunque a veces no entendían”. En México se disputa el Clausura 2009, y el equipo deslumbra: no sólo evita el descen-so, sino que deja afuera de la competencia a Chivas de Guadalajara y, de manera indirecta, a Águilas del América, y llega hasta la semifi-nal, en la que cae con Pachuca. Irónicamente, esa misma noche, el Sistema de Adminis-tración Tributaria da a conocer al diario El Universal que Francisco Ibarra, propietario

de Indios, incurrió en prácticas evasivas de impuestos al asumir la figura de cooperativa. El sueño se termina al campeonato siguiente, en el Apertura 2009, cuando Indios establece una serie de récords negativos aún vigentes en el futbol mexicano: no gana un solo parti-do en 17 fechas, anota únicamente siete goles y suma seis puntos. La debacle continúa en el Bicentenario 2010, en el que liga diez parti-dos más sin ganar, y llega a 27 consecutivos. Esa racha se corta recién el 21 de marzo de 2010, cuando el delantero Daniel Frías anota para el 1-0 ante Gallos Blancos de Querétaro. Pero la victoria no cambia nada: a la semana y, con cinco juegos por disputarse, Indios cae 3-0 ante Atlante y desciende. El fracaso deportivo, las deudas con el fis-co, la falta de pago de premios y de sueldo a jugadores motivan la caída inevitable al abis-mo un año y medio más tarde: en diciembre de 2011, la Federación Mexicana de Futbol desafilia al equipo. Es el final.

Dd La orfandad futbolística se siente todavía hoy en Ciudad Juárez. En las calles, es común ver calcomanías de Indios pegadas en los autos y gente que, orgullosa, viste camisetas rojas, blancas y negras. La desaparición del equipo aún no es asimilada ni por sus futbolistas –al-gunos de ellos, desempleados o ya retirados– ni, menos que menos, por sus seguidores. “Es que representó mucho arraigo. Habemos gente que no aceptamos la idea de que se haya ido”, le afirma a Don Julio el líder de la porra El Kartel, Roberto Sierra, cuya grave y aguarden-tosa voz denota tristeza, pesar. Es que el club era un símbolo de identidad. Y también, un salvavidas para sacar a los niños de las pandillas. Que lo diga, si no, Frías, que dejó las drogas y las pandillas

| Bienvenidos a Ciudad Juárez

| Centro Comunitario Francisco I. Madero.

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| Lidia Juárez.

| Maleno Frías.

| Jesús Manuel Juárez.

| Juan Augusto “Che” Gómez.

| Saúl Delgado.

| Samuel Ceniceros.

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rica: para que se aprecie, Luis Montes, que juega en Esmeraldas de León, es el único jua-rense en la Primera División.

Dd “El proyecto de Indios - relata su ideólogo, Jorge Gánem, detrás de sus lentes con armazón cuadrado color plata - iba a servir también para que los jóvenes de Ciudad Juárez pudieran in-cursionar en el futbol profesional sin dejar sus hogares. Con la desaparición, eso se terminó.” Lo que queda es jugar al futbol rápido en centros comunitarios, pero ni así: el 23 de ene-ro de 2011, los integrantes del equipo ama-teur Necaxa calientan y se disponen a jugar en la cancha del Centro Comunitario Francisco I. Madero, parte del plan federal Todos Somos Juárez. Es de tarde, cuando, de la nada, un gru-po armado abre fuego y asesina a siete jóvenes. El árbitro Jesús Manuel Juárez, quien luce una barba a medio rasurar y ha pitado ahí una gran cantidad de partidos, describe: “Estuvo muy feo ahí. Cuando menos pensábamos, ya está-bamos rodeados de puros matones. Nomás lo que hicimos fue agacharnos y no mirar pa’ los lados”. De los siete asesinados, Samuel Ceni-ceros, de 19 años, era amigo de tres: Oscar, El Pulga y El Tito. “Y en julio volvió a pasar - le cuenta, con naturalidad y su gorra negra con la visera hacia atrás, a Don Julio -: yo estaba viendo un juego en la noche y me fui con mis amigos cerca de aquí, del centro comunitario. De repente, se oyen balazos y cuando vine, habían matado a unos que estaban viendo el juego en el estacionamiento.” “Eran camaradas de aquí. Y él era padrino de mi hermano - cuenta Saúl Delgado, cerca-no de El Pulga -. Ellos nos enseñaron a jugar aquí desde chavillos.” Pero la promotora deportiva del centro comu-nitario, Lidia Juárez, explica, entusiasmada:

para jugar en Indios. “Yo lo siento muy triste, la verdad, porque Ciudad Juárez con el futbol era otro. Pregunta mucho la gente que cuán-do irá a regresar el futbol aquí y uno se pone melancólico por lo que vivió con el equipo… Aparte, el futbol era algo que nos ponía a pen-sar en otras cosas que no fuera la violencia. Pero a veces las cosas pasan así, no se puede, y ni modo”, relata Frías, corpulento jugador que en la entrevista con Don Julio, en la escuelita de futbol en la que trabaja, viste su inseparable cachucha - una gorra de beisbo-lista - y una ceñida camiseta café. Otro ex futbolista de Indios, Alberto Jor-ge Orozco, socio de Frías en la escuelita, se apresta a jugar una cascarita (lo que en la Ar-gentina es un picado entre amigos) y para ello usa ropa deportiva en colores rojo y negro. Antes de entrar a la canchita, cuenta: “Lo ves en las redes sociales, o en la gente con la que te topas en la calle… quiere futbol, quiere al equipo de vuelta. Ese equipo era de la ciudad, era de la gente”. Che Gómez, autor del primer gol de Indios en Primera División, también recuerda, nostálgico: “Los sábados, en el es-tadio… ¡lo que se llenaba el estadio!”. En enero de 2012, ya consumada la desa-filiación de Indios, El Kartel lleva a cabo una marcha de protesta desde la Megabandera hasta el Estadio Olímpico Benito Juárez. Es el recorrido que alrededor de 400 seguidores ha-cían cada 15 días, cuando el equipo era todavía una realidad. En esa marcha, la desesperanza de los miembros de El Kartel es ahogada por el alcohol. “Sólo queríamos - cuenta, resignado, Sierra - que el gobierno se diera cuenta de que aquí hay afición de Primera División.” No consiguen nada, sin embargo: no hay vuelta atrás. Es que, además, Ciudad Juárez no tiene una historia futbolística demasiado

| Bienvenidos a Ciudad Juárez

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tismo de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), que se entrenan por la mañana y por la tarde. Construido a iniciativa de un grupo de periodistas deportivos e inaugurado en 1981 con un partido entre la selección mexi-cana y el Atlético de Madrid, el Estadio Olím-pico Benito Juáarez es cedido en comodato, por la municipalidad, a la universidad. El 18 de agosto de 2012, el Club de Futbol Indios de la UACJ, integrado por alumnos, debuta en casa en la Segunda División Pre-mier (Tercera División).

“Gracias a Dios, ya pasó todo eso a la historia, como quien dice. Está lleno de niños otra vez, desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche”. En el primer semestre de 2012 se re-gistra aquí una baja del cincuenta por ciento de asesinatos en relación al año anterior.

Dd Las butacas del Estadio Olímpico Benito Juárez lucen vacías. Entre diciembre de 2011 y agosto de 2012, los juarenses no pueden ir a la cancha: no tienen equipo a seguir. Al estadio lo usan sólo los integrantes del equipo de atle-

| Indios, en Primera División, en 2009.

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desafiliado Indios. Sin embargo, y aunque el uniforme tiene un diseño similar y su patro-cinador principal es el mismo –Smart, una cadena de centros comerciales–, el público no acude en masa a presenciar los partidos. No por nada, de última, Indios de la UACJ terminó en 2012 en la posición 27 de la tabla general de la Segunda División Premier, de la que participan 32 equipos. |||

“Esperemos - anhela Frías - que vuelva a juntar a la misma gente que nos seguía a no-sotros.” Pero el equipo nuevo registra entra-das promedio de siete mil personas, muy lejos de las 22.500 que llevaba Indios. Es más, son amigos y familiares de los jugadores y perso-nal que labora en la universidad los que van al estadio a apoyar a Indios de la UACJ: muchos de ellos, con boletos de cortesía. La zona de sombra del estadio se pinta ahora de blanco, amarillo y azul, los colores del equipo, pero algunos hinchas asisten con las camisetas del

| Alberto Jorge Orozco.

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| Bienvenidos a Ciudad Juárez

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textos: Nacho Fuscofotos: Matías de Mateos

Texto: Ignacio Fusco (@IgnacioFusco)fotos: Diego Rovira y Enrique Domínguez

Diario del primer 9

que jugó con MessiTodavía vive en Rosario. Le faltan algunas materias para recibirse de Licenciado en Administración de Empresas. Hace 14 años fue el goleador de la mítica 87 de Newell’s. La 10 la llevaba Messi. La 9, el hombre que cuenta esta historia, su historia: Diego Rovira.

Historia

#9

| Rovira, con la camiseta 12 del Elfsborg.

Roncaglia. Roncaglia, sí. Rápido, tiraba muy buenos centros, me acuerdo. Bergessio, ponele. Una onda Bergessio, algo así. Y arriba, de 9, yo. La 87 de Newell’s. El equipo de Quique. Qui-que Domínguez, el padre de Seba, el que juega en Vélez, el central. Atajaba Juan Cruz Leguizamón, que ahora está en Central Córdoba. De cinco ju-gaba Lucas Scaglia, un monstruo. Pulpo, le decían. Ahora está en el Once Caldas, en Colombia. Rosso, hoy en el Brescia. Gerardo Grighini, que también jugó en Italia. Leandro Giménez, que después se fue a River, y otro Leandro: Benítez. Y Leo, Roncaglia y yo. — La 87 de Newell’s es invencible — se repetía. Jugamos todo el 99 y casi todo el 2000. Yo había llegado a Newell’s a mediados del 98. Mi primera práctica fue en el predio de Bella Vista, donde se entrena la Primera. Jugamos un amistoso contra Renato Cesarini. Gana-mos como 7-0, una cosa así. Tres goles los metió un pibe chiquitito, rápido, hábil. Yo no conocía a nadie, pero fue el primero que me llamó la atención. Era el Leo. Y así salían los partidos: 8-0, 7-2, perdíamos la cuenta. El Leo apilaba a un par y me dejaba mano a mano. Siempre era así. Yo tenía que mantenerme habilitado, paradito sobre la últi-ma línea del rival, y listo: mano a mano seguro. La otra era el bochazo: si se complicaba, cosa rara, Leguizamón, el arquero, me apuntaba a mí.— Vos bajamelá — me pedía el Leo. Imaginate: una cabeza les sacaba a los ri-vales yo. En el 99 se jugaron tres torneos y los ga-namos todos. Es más: hasta me acuerdo que ganamos todos los partidos también, algo así como 45, 15 cada torneo, una bestialidad; to-dos, bueno, menos uno: contra Central. Era el único equipo que nos hacía partido, aunque

Encerrarme en mi habitación, tirarme en la cama, colgarme a pensar, ponerme nervio-so de tanto pensar. Todas mis noches eran así. Hacía meses que todas mis noches eran así. Pero aquélla supe que no. Apenas me encerré en mi habi-tación supe que ya no. Lo primero que hice fue abrir el placar. Una sola vez los había usado, nunca más. Me los había traído mi viejo desde Europa. Eran blan-cos. Unos enormes botines blancos. Me senté en el borde de la cama y los em-pecé a lustrar. Los lustraba, los alejaba, los mi-raba, los volvía a lustrar. Fue una imagen sin metáfora, sin doble interpretación. Los lustré, los guardé en la caja, los acomodé en el ropero y lo dije, me lo dije, en voz alta, por primera vez: “No juego más. Se acabó: no juego más”. A mis viejos se los conté después de una cena. Más que contarlo, se los confirmé, por-que algo ya intuían: “Dejo el fútbol”. Marzo del 2011: “Dejo el fútbol”. Qué bárbaro, dos años ya. Los dos me apoyaron, me bancaron, aunque mi viejo dijo algo obvio, que era una lástima, y la verdad que sí: él sabía cómo jugaba yo, él había sido quien me había visto una bocha de partidos, con el Leo, en Newell’s. El Leo: cada vez que lo veo me sonrío de las barbaridades que hace, qué animal. Como cuando le metió cinco goles al Bayer Leverkusen: ¿a quién se le ocurre meter cinco goles en un partido, y por la Champions League? ¿Y cómo hacés, además? En Newell’s ya era así, tal cual. Menos acele-ración, menos explosión, pero igual. Aquella delantera era tremenda. El Leo de 10. De 7,

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— Mamá, me hacen jugar de seis y encima lo tengo que marcar al Leo. Ni de la pechera lo puedo agarrar. Y no le voy a pegar al Leo. Pobre mi vieja, todavía se acuerda. — Dale, Leo, dejate de joder, no corrás más — le insistía yo, mientras él se me cagaba de risa. Era divertido, el Leo. Jodón. Por esa época habíamos agarrado la costumbre de merendar en mi casa. Scaglia, Benítez, el Leo y yo. Nos juntábamos a jugar a la Nintendo. Lo que nos reíamos. Mien-tras mi vieja nos preparaba la merienda, nos preparábamos nosotros también: abríamos los cajones del ropero de mi habitación y nos ves-tíamos con mis camisetas del fútbol europeo. Mi viejo es médico, viajaba a congresos, esas cosas, y siempre me traía una camiseta: Barce-lona, Manchester United, Real Madrid. Yo ni las usaba. De souvenir las tenía. Dos cajones llenos

una vuelta, en Bella Vista, lo goleamos 4-0. No nos llegaban al arco, era muy raro que un equi-po nos llegara al arco. Una vuelta, a uno de los ayudantes de Quique se le ocurrió que compi-tiéramos entre nosotros, para motivarnos. El Newell’s del primer tiempo contra el Newell’s del segundo tiempo. ¿El primer tiempo lo gana-mos 3-0? Perfecto. ¿Y el segundo? ¿Cuatro? En-tonces ganaba el Newell’s del segundo tiempo por 4-3. Era una joda. Con el Leo era una joda. Las charlas entre los centrales rivales eran maravillosas:— A este pibe no se lo puede parar.— No.— ¿Y qué hacemos?—Y qué sé yo. ¿No dijiste que no se lo podía parar? Tenían razón. Una vuelta, en un entrena-miento, un técnico de Newell’s me probó atrás.

| Rovira, arriba a la izquierda; Messi, abajo en el medio.

de camisetas. Y antes de jugar a la Nintendo, en-tonces, cada uno elegía una. Grighini se ponía la del Real Madrid, por ejemplo. Y el Leo, la del Barcelona. La de los 100 años del Barcelona, ésa que era mitad y mitad. La de Rivaldo, ¿no? Siem-pre hacía lo mismo: llegaba a casa y se iba a bus-car la del Barcelona. Leo, con una camiseta mía. Parecía que se había puesto un camisón.— Bueno, yo ésta me la llevo — me decía des-pués, cuando todos ya habían devuelto la suya adonde correspondía: mi cajón. Pero el Leo no:— Dale, damelá. Me lo pedía sonriendo, a unos pasos de la puerta de casa: — ¿Sí? Era mi única camiseta del Barça, mirá si se la iba a dar.

Dd— Quiero saber qué va a pasar conmigo.— Nada, Diego, ¿qué va a pasar? — me respon-dió uno de los coordinadores de Newell’s.—Tengo una chance para irme a Tiro Federal. Ya me pidieron el pase. Quiero saber qué va a ser de mi vida acá.—Te vamos a anotar en la lista de AFA. ¿Por? Entonces llegó la lista. Y nunca estuve en esa lista. Hasta ese momento había jugado siempre en la Liga Rosarina, pero en el 2009 me cansé. No me quedaba otra: tenía que irme de Newell’s.— Ese es el 9 que jugó con el Leo — se decía en Inferiores, pero yo siempre arrancaba des-de atrás. Sexta, Quinta, no importaba: Diego Rovira, al banco. La joda era que me daban una chance y la metía, o me ponían en los entre-tiempos, cosa rara, y la metía también.— El típico nueve que se adapta al fútbol italia-no — me definían en Newell’s. Pero el día que no me anotaron en la lista,

lo entendí: me tenía que ir. Con 22 años. Y sin pasaporte comunitario. Me fui a Suecia. Al Elfsborg, de la Segunda División. Me dieron la 12, como a Henry en su selección. Nunca me había pasado: los centrales eran más altos que yo. Vivía peleando, pero me fue bien: cinco goles en nueve partidos. A mí me fue bien, porque al equipo no: descendió. Entonces volví a la Argentina, y otra vez a entrenarme solo. Un contacto me había pro-metido una chance en la liga de Noruega: — Vos quedate tranquilo, Dieguito, que algo va a salir. Me ofrecieron pruebas en Almirante Brown, Morón: les dije que no. Yo quería una oferta de Primera. De Primera y de Europa, allá. — Quedate tranquilo, algo va a salir.Apareció Sportivo Italiano: le dije que no. Mientras, cursaba la Licenciatura en Admi-nistración de Empresa; menos mal: este año seguro me recibo, me faltan algunas materias nomás. Está bueno, me gusta. Me desarrollé en el área de negocios, aprendí, crecí. Entre el laburo y el estudio se me complicaba prender-me en algún partidito, lo último que jugué fue el Interfacultades, la única vez que desempolvé los botines blancos, aquellos enormes botines blancos. Pero anduvimos bien. El equipo perdía siempre y nosotros lo dejamos cuarto. Equipo peleador, corredor. Yo no hice muchos goles, ju-gué más retrasado, de asistidor. Me sirvió para moverme un poco, al menos. Además, fuimos el único equipo que le ganó dos veces al campeón.

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Historia

#10texto: Ben Lyttleton (@benlyt), desde Londres

fotos: AFP

Los viajes de Wenger

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francesa So Foot. “En 1983, cuando dirigía al Nancy, me pagaban el equivalente a 1.700 eu-ros al mes –recordó–. Buen dinero, ése: era lo que un empleado público podía percibir en esa época. Hice mi carrera a la par de la explosión económica en el fútbol, y por supuesto que me beneficié con ello. Lo que digo es que gane lo que gane hoy, soy el mismo entrenador que an-tes. De hecho, no sé cuánto gano en el Arsenal.” Lo que sí sabe Wenger, según una entrevis-ta que en agosto de 2009 le concedió al Daily Mail, es que “hace 20 años el mundo estaba di-vidido en dos: o se era comunista, o se era capi-talista. El modelo comunista no funcionó, pero el modelo capitalista que rige hoy tampoco luce sustentable. La gente, sin embargo, acepta que 50 personas sean dueñas del 40 por ciento de la riqueza mundial. ¿Es eso humanamente defendible? ¿Podemos aceptarlo cuando dos mil millones de personas sobreviven con dos dólares al día? No creo que lo podamos aceptar durante mucho tiempo más”. Wenger no propone, para nada, una

||| Arsene Wenger tenía 22 años, vivía en Francia y salía con una astróloga. Un día ella visitó, sin que él lo supiera, a una quiromante: quería preguntarle por el futuro de su noviaz-go. “Ese chico con el que estás –le advirtió, mientras le escudriñaba las líneas de sus palmas– no te conviene, porque nunca en su vida va a ganar dinero.” La novia se fue de allí, de inmediato, a terminar la relación. Todavía se ríe, Wenger, cuarenta años después: “Qui-zá –la justifica, con ironía– lo que esa señora le quiso decir a mi ex es que a mí no me atraía el dinero, no que no lo iba a ganar.” No hay en el mundo, sin embargo, un entrena-dor más atento al dinero que Wenger. No a lo que gana, pero sí al desenvolvimiento de la economía global. A los 25 años, mientras jugaba en el Ra-cing de Estrasburgo, se recibió de economista en la Universidad de su ciudad. “Es cierto que nunca me preocupó el dinero. Da seguridad, sí, pero cuando trabajas 12 horas al día el dinero es lo de menos, porque no tie-nes tiempo de gastarlo”, le explicó a la revista

A los 20 años viajó a Budapest sólo para comprobar si funcionaba el comunismo. A los 25 se recibió de economista en Estrasburgo. Ya entrenador, vivió en Japón, donde aprendió técnicas que hoy aplica en el Arsenal inglés. Su padre combatió en la Segunda Guerra y él insiste en su lucha: repensar el capitalismo. Él, o sea: Arsene Wenger. El mundo -los mundos- de W.

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que protagonizó el Olympique de Marsella, cinco veces consecutivas campeón de la Ligue 1 pero castigado al descenso por sobornos en 1993, privó a su Mónaco de, al menos, dos tí-tulos. Hoy, Wenger reorientó su cruzada eco-nómica y moral contra el nuevo rico de Eu-ropa, París Saint Germain, que desembolsó para la temporada 2012/13 más de cien millo-nes de euros por Zlatan Ibrahimovic, Thiago Silva y Ezequiel Lavezzi. “Un club como ése sólo puede comprar a esa clase de jugadores porque tiene recursos ilimitados que, al final, dañan al fútbol. Más que nunca deberíamos gestionar con responsabilidad.” Sin embargo, los árabes son un pulpo: los propietarios del París Saint Germain, con su presidente Nasser Al-Khelaifi a la cabeza, han contratado a Wenger para comentar, de vez en cuando, partidos para la cadena televisiva de la que son dueños, Al-Jazeera. “Europa -remata entonces el entrenador- es un Titanic, pero en el mundo del fútbol se si-gue como si nada.”

Dd Asistir a una conferencia de prensa de Wenger después de un partido de la Liga de Campeones de Europa puede ser una experiencia humillante para un periodista: en la temporada 2011/12, tras un 2-0 del Arsenal al Borussia Dortmund, me senté frente a él y escuché cómo respondía con fluidez en inglés, francés y alemán. Ser trilingüe no lo convierte, de por sí, en un mejor entrenador, aunque sí en un mejor comunicador, como Roy Hodgson, entrenador de Inglaterra, que habla cinco idiomas. Wenger jugaba en el Estrasburgo cuando aprovechó tres semanas de vacaciones para viajar a Cambridge y cursar inglés. “Ya enton-ces no me imaginaba viviendo toda mi vida sólo en Francia –le explicó al Daily Mail– y pensé que debía aprender a hablar en inglés.”

vuelta a la bipolaridad. Tenía veinte años cuando viajó de vacaciones a Hungría: estu-diante de economía, quería comprobar, en persona, si el sistema comunista funcionaba, o si podía funcionar. Vivió en Budapest un mes, y hasta visitó otros países de la Cortina de Hierro. “Volví a casa convencido de que ese sistema no funcionaría nunca”, sentenció. Era 1970, y Wenger jugaba, mientras tanto, en el Racing de Estrasburgo: arrancó como delan-tero, siguió como mediocampista y debutó en Primera División como defensor. Jugó apenas 12 partidos. Tres de ellos, en 1979, cuando el Racing se consagró campeón. Hoy, Wenger tiene una cruzada: fue él quien acuñó la frase “dopaje financiero” cuando el oligarca ruso Roman Abramovich invirtió par-te de su fortuna en el Chelsea. “El Chelsea creció como creció merced a recursos financieros ilimitados –explicó, ofus-cado, el entrenador–. Para mí es una suerte de dopaje, porque los recursos no son genuinos. El dinero no es el culpable, sino la gente que lo usa mal. Si se buscara que los futbolistas ganaran más dinero, sería bueno, pero si la consecuencia es un club que se endeuda, no. Me molesta que un club viva por encima de sus posibilidades reales. Porque pelear contra el Chelsea es pelear contra un club sin reglas. Si aplicásemos reglas de mercado, el Chelsea no tendría derecho a funcionar: si fuéramos a Bruselas a la Comisión de la Competencia de la Unión Europea, se lle-garía a la conclusión de que se trata de un caso de competencia desleal.” Cuando Abramovich compró al Chelsea en 2003, Wenger sintió que viajaba al pasado, cuando dirigía al Mónaco y su archirrival era el Olympique de Marsella que presidía Ber-nard Tapie. A Wenger todavía lo angustia esa historia: el técnico piensa que el escándalo

delanteros, Allen Simonsen, Henning Jensen y Jupp Heynckes. “Jugaban un fútbol espectacu-lar. Al verlos, asistí a una excelente escuela. Tanto Brasil, Ajax como Borussia Moenchengladbach, además de estar llenos de jugadores talentosísi-mos, disfrutaban de jugar y encima conseguían resultados. Influyeron mucho en mí.” Esa pasión por el fútbol se le vino abajo 20 años después, cuando vio cómo Tapie compra-ba partidos para el Olympique de Marsella. Entonces, Wenger tomó una decisión tajante pero previsible: irse de Francia. Recaló en Ja-pón, porque quería aprender una nueva cul-tura. Lo contrató el Nagoya Grampus Eight, donde descubrió la filosofía oriental. “Es muy cierto que en mi trabajo de entre-nador aplico esas enseñanzas.” Una enseñanza: “Un japonés considera una deshonra cuando alguien no da lo mejor de sí en lo que esté haciendo. ¿Ya conocen, ustedes, la historia del joven que quería ser pianista? Un día, un joven asistió a un concierto de un pianis-ta fantástico. Cuando terminó, fue a verlo al ca-marín. Le dijo: ‘Daría mi vida por tocar el piano como usted’. El pianista le contestó: ‘Es lo que he hecho yo, y aún lo sigo haciendo’.” Otra: “Controlar mis emociones. Dominar-las. En las peleas de sumo es imposible darse cuenta quién ganó, porque el vencedor no feste-ja por respeto a su adversario. Al ver eso apren-dí a ser modesto en el triunfo. En Japón, a un señor se le moría la esposa por la mañana, a la tarde iba a trabajar y no decía nada para no in-comodar a sus compañeros con su desgracia”. Y la última enseñanza, apenas llegó al Arse-nal, en 1996. El diario The Evening Standard había titulado “Arsene Who?”, y Arsene le con-testó: “Acá en Inglaterra comen demasiada car-ne, azúcar, nada de vegetales. Viví casi dos años en Japón y ahí se preocupan en serio por la

Alphonse, su papá, había peleado contra Ale-mania en la Segunda Guerra Mundial. “Nací justo después, y fui educado para odiar a los ale-manes –contó Wenger–. Pero eso tuvo el efec-to contrario: despertó mi curiosidad. Así que, como vivía en Alsacia, en la frontera, solía cruzar a Alemania. Allí vi que los alemanes no eran di-ferentes y que era estúpido odiarlos. Eso fue lo que me hizo querer vivir en todo el mundo.” Un mundo que comenzó, para Wenger, en el restorán de su pueblo, Duttlenheim, al no-reste de Francia. El restorán era de sus papás, Alphonse y Louise, que además lo atendían. Allí solía reunirse un comité que discutía la alineación del equipo del pueblo. “Y yo, que era un niño, no podía dejar de mirar.” Los jueves a la noche, los integrantes del comité escribían la lista de convocados en un peda-zo de papel que siempre olvidaban en el res-torán. “Y yo corría a verlo, y no podía evitar pensar: ‘¡¿Cómo dejaron afuera a tal, carajo?!’ o ‘¡¿Qué hace ése de wing izquierdo?!’. Creo que las pasiones de las personas nacen, todas ellas, en la niñez. La mía se despertó en el res-torán de mis padres. Estoy profundamente convencido de que aquel restorán fue deter-minante en mi pasión por el fútbol.” En la pasión, no en su filosofía, que elabora-ría a los 20 años, cuando - además de viajar por los países de la Cortina de Hierro - vio por tele-visión a Brasil en el Mundial de México 70. “Me formé una idea precisa de la táctica y del juego a finales de los ’60 y principios de los ’70, y esa selección de Brasil me impresionó muchísimo, como lo haría el Ajax de Cruyff”, aún recuerda. Aquellos ’60, aquellos ’70: mientras leía libros de economía en su habitación en Estrasburgo, Wenger veía de reojo en un canal de televisión alemán a otro equipo que también lo atrapa-ba, el Borussia Moenchengladbach y su trío de

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salud. En Japón me alimenté como nunca: fue la mejor dieta que hice en mi vida”. A Wenger se le termina el contrato con el Arsenal a mediados de 2014, y no le interesa renovarlo. No pretende, tampoco, que el club le reconozca que está donde está gracias a él, que fue lo que pasó. Por eso no se enojó –al menos en público– cuando el Arsenal levantó en 2011 tres estatuas conmemorativas por sus 125 años: las estatuas de Herbert Chapman (entrenador del equipo entre 1925 y 1934), Tony Adams (el capitán más ganador del club, donde jugó 18 años) y Thierry Henry. Wenger sólo sueña que su filosofía de juego lo tras-cienda: “Mi filosofía tiene un parentesco con la de Cruyff. El demostró que era un verdade-ro entrenador cuando se fue del Barcelona y su cultura futbolística sobrevivió. No es que sueñe con ser inmortal, no. Pero me encantaría ser una suerte de guía. Cuando un entrenador permanece durante años en un club debe dejar su huella. Sería imperdonable para mí haber tenido el privilegio de trabajar durante años en el Arsenal y no dejar nada”. Un legado, que le llaman. Jugar bien, en de-finitiva, “porque el fútbol es un arte”. Un arte que trata de conjurar - como aprendió en sus viajes, como aprendió en la vida- al miedo. “Piensen en nuestra educación - invitó Wenger en la entrevista con el Daily Mail -. Nuestra educación se basa en el miedo. Miedo a no ser exitosos en la vida, miedo a decepcio-nar a las otras personas, a nuestras familias. Miedo a decepcionarse a uno mismo. Es lo que pasa en el fútbol, según vemos en las conferen-cias de prensa: ‘¿Qué pasa si pierden el partido que viene?’, o ‘¿Va a renunciar si no ganan?’. El miedo lo guía todo. Y es el miedo lo primero que tenemos que vencer.” |||

| Racing de Estrasburgo, diciembre de 1978.

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Texto: Federico Bassahún (@Fedebas)fotos: Matías de Mateos (@matidemateos)

A 400 kilómetros de Montevideo, Tacuarembó es –juran– la ciudad en la que nació Gardel. La ciudad en la que –porfían– está el equipo con más gente después de

Peñarol y Nacional. Un equipo que en 2008 lució, en su camiseta, la cara del Zorzal. A Tacuarembó viajamos.

Saquen su entrada para ver a Tacuarembó FC.

Historia

#11

El día que me quieras

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| Chato Duarte

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||| La estación de ómnibus está desierta. Es pequeña : tiene siete andenes y dos kioscos sia-meses que comparten una pared lateral. Aden-tro hay tres bancos esqueléticos y una tele apa-gada. También, en una esquina y a media luz, una cafetería. Atendida por Sonia.—Café sí, pero tienen que esperar porque no

tengo máquina y tengo que calentar el agua y la leche. Ya-ya no lo puedo sacar — explica Sonia, que se va atrás a preparar el café, mientras entra una cincuentona platinada con un bolso, y se sienta. Sonia vuelve con dos tazas. Relata — : Mi bisabuela, que estaba casada con un primo her-mano de él, decía siempre que había nacido acá.— ¿Será? Para mí que no, Sonia — interviene la platinada, que desayuna un sándwich de mila-nesa que Sonia le acaba de dar. Son las seis menos cuarto de la mañana. Es de noche todavía a 400 kilómetros al nor-te de Montevideo, en Tacuarembó, una ciu-dad que se enorgullece (¿se enorgullece de a de veras?) porque Carlos Gardel habría naci-do acá, y de paso, porque “el pago más grande de la patria”, que así está escrito en la entrada de la estación, tiene al club de fútbol con más seguidores del Uruguay después de Peñarol y Nacional : Tacuarembó Fútbol Club, también llamado “El equipo de Gardel”. Cincuentona también, morruda, pelirro-ja corte escobillón: así es Sonia. Trabaja en la cafetería de la estación de ómnibus Carlos Gardel desde hace cinco años, cuando decidió dejar de contrabandear ropa desde Buenos Ai-res. Tiene 11 hermanos y un hijo que, para su disgusto, no quiso estudiar en Montevideo y trabaja en un aserradero. Sonia, ay, odia a Gar-del, porque “nunca le cantó a Tacuarembó”, y le molesta que lo homenajeen. A tres metros, en la puerta de la estación, hay un cartel con la cara sonriente del “tacuaremboense ilustre”. Sonia es hincha de Defensor Sporting y, ay, también odia al Tacuarembó Fútbol Club. Vive enfrente al estadio Raúl Goyenola, y desde que el equipo debutó en 1999 en Primera División, asistió apenas una vez a la cancha: a ver Tacua-rembó-Defensor Sporting.— Desde que empezó eso del fútbol viene

gente de Montevideo que rompe todo. Vi-drios, a mí me rompen los vidrios. Y roban: al almacén de enfrente sólo le dejan las cebollas cada vez que vienen. Y los de Tacuarembó me despiertan de la siesta cuando empiezan con los cohetes… — refunfuña Sonia.—Y con los tambores, Sonia. Como si fueran a ganar… — atiza la platinada, mientras se le-vanta y deja el sándwich de milanesa mordis-queado : se le va el ómnibus.—Sí, y los tambores también. Y ahí se acaba la paz.

Dd Ya es de día, pero la confitería La Sombrilla, en 25 de mayo y Joaquín Suárez, está cerrada : abre recién a las ocho, avisa Isabel, que está apo-yada contra la vidriera. Enfrente, en la plaza, los taxistas lavan sus taxis blancos y rojos. Al kiosco de la otra esquina todavía no llegó El Avisador, el diario de Tacuarembó : llega, si llega, a las 11.—Yo no creo que Gardel haya nacido acá. Para mí que nació en Francia — comenta Isabel, que no baja de los 70 años —. Pero acá hasta hay un museo de Gardel… Yo una vez por año voy.— Pero si usted no cree que Gardel haya nacido en Tacuarembó.— No, pero es lindo paseo. Además, tengo fo-tos de él por toda mi casa.— Pero si usted no cree que Gardel haya nacido en Tacuarembó.—¿Y qué tiene que ver? También soy fanática de El-vis Presley, y Elvis Presley no nació en Tacuarembó. Radamés estaciona la moto y abre la con-fitería: es el encargado. Isabel entra. Tres mi-nutos más tarde reaparece con un delantal de La Sombrilla. Barre, mientras el Chato Duarte (“Chatito, para las mujeres”), un viejito huesu-do que tampoco baja de los 70, desmonta las sillas de las mesas de plástico y las acomoda. El Chato viste de frac y moño. En la confitería no hay ni un cliente. De la pared de atrás cuel-

ga un banderín de Tacuarembó Fútbol Club. Pero ni una foto de Gardel. “Acá - relata Radamés, mientras acomo-da billetes en la caja registradora- vino hace unos años una vieja que estaba llena de malformaciones. Pedía comida, la vieja. Un cliente se apiadó y dejó pago no sé cuántos meses para que le diéramos de comer. Re-sulta que la vieja nos contó que era amiga de la señora que cuidaba a Gardel cuando era niño y la mamá se iba de parranda. Por eso sabemos que Gardel nació acá, porque ella iba a hacerle compañía a la amiga.” En Tacuarembó, todos conocen a alguien que conoció a alguien que había conocido a Gardel cuando niño.

Dd La Primera División de fútbol del Uruguay es, en realidad, una competencia metropolitana : de 16 clubes, apenas Cerro Largo no es de Mon-tevideo. En 1999, la Asociación Uruguaya de Fútbol intentó federalizar la Primera División, y aparecieron, de repente, clubes como Frontera Rivera, Plaza Colonia, Rocha Fútbol Club, De-portivo Maldonado. Y Tacuarembó Fútbol Club. “En la capital hay dos grandes, en el Interior, un gigante”, se enorgullecían, bandera mediante, los hinchas. En el resto del Uruguay se es de Na-cional o de Peñarol; pero en Tacuarembó, se es de Tacuarembó Fútbol Club o no se es.— Bueno, no, no es tan así: yo soy de Peñarol — contradice el señor que trapea la sede de Peñarol de Tacuarembó.—¿Pero de Peñarol de Tacuarembó o de Peñarol-Peñarol?—Yo soy de cualquier Peñarol. Si hay un Peña-rol en Japón, yo soy de ése también. En la otra esquina, en diagonal, está la sede de Nacional de Tacuarembó. Son las diez y media, y cinco señores se acodan en el mos-trador y otros dos juegan al billar.

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Schlemihl apenas si disfrutó de su fortuna: su amada, Mina, lo abandonó, y la sociedad lo desclasó porque “la gente decente tiene la cos-tumbre de llevar su sombra cuando camina al sol”. El “pobre diablo”, según escribió Adelbert von Chamisso en la novela La maravillosa historia de Peter Schlemihl, se debió exiliar en el Polo Norte: le había vendido su sombra al mismísimo diablo. Tacuarembó, en cambio, no se la vendió : se la regaló. Acá no hay árboles : la Intendencia taló a los que tenían raíces elefantiásicas que habían empezado a resquebrajar las veredas. A los que no, los desramó : por eso quedan algunos que otros troncos cadavéricos, guillotinados. El sol, ya en primavera, se ensaña con esta ciudad en la que viven 45 mil habitantes y que tiene un solo edificio alto, llamado La Torre. Las calles están en silencio, hasta que una voz aflautada que sale de un parlante del techo de un auto anuncia el estreno de una película en el Cine Beta : “Una comedia súuuuuuper divertida : ¿Qué voy a hacer con mi marido?, con Meeeeeryl Streep y Tooooomy Lee Jones”. En el cementerio, el sol abrasa el mausoleo del coronel Carlos Escayola y sus tres esposas, que está en la entrada. Escayola era el jefe políti-co y militar de Tacuarembó durante la dictadura de Máximo Santos, entre 1882 y 1886. Era, ade-más de un déspota, un mujeriego, que se casó con las hermanas Clara, Blanca y María Lelia Oliva : enviudaba de una y desposaba a otra. Resulta que Escayola embarazó a su aún cuñada María Lelia, de apenas 13 años (María Lelia, a la vez, habría sido hija de Escayola, que también se había acostado con la mamá de las hermanas Oliva, Juana Sghirla, pero ésa es otra historia). Escayola, avergonzado, le habría en-tregado su hijo a la sirvienta, una francesa que había llegado de Toulouse llamada Bertha

— A mí no me importa Tacuarembó Fútbol Club — confiesa el señor que atiende el bar.— Ah, no: yo sí soy de Tacuarembó. Soy de Ta-cuarembó, Nacional y Peñarol — comenta un señor de bigotes y gorrito azul. Los otros lo miran. El señor explica —: Bueno, hay que ser de los equipos que ganan… y de Tacuarembó.—Yo soy sólo de Tacuarembó. Sólo de Tacua-rembó — salta de atrás de un cactus un señor panzón, de bermudas por debajo de las rodi-llas, mocasines, gorrito y lentes.—No, tú eres de esos hinchas de Tacuarembó que cuando sale campeón Peñarol, sale de caravana —lo delata el señor que atiende mientras ceba mate.— No, señor, yo soy sólo de Tacuarembó. Des-de siempre.— ¿Y antes de Tacuarembó de qué eras?— Eh… eh… bueno… de Peñarol. Mabel Sánchez atiende el kiosco de la esqui-na del bulevar Correa y Oribe y Manuel Rodrí-guez. “¿Tacuarembó - le pregunta un cliente - juega hoy? Tengo un primo que juega ahí: es lateral izquierdo. Voy a tener que ir entonces.” Atrás de él cuelgan dos banderas que Mabel tie-ne a la venta: una de Peñarol, una de Nacional.— Nadie pide de Tacuarembó, sino de Nacio-nal y de Peñarol — se avergüenza Mabel.— ¿No era que acá eran todos hinchas de Tacuarembó?— Sí, cuando están afuera… Ahí sí se acuerdan de Tacuarembó.

Dd El hombre de traje gris, flaquísimo como “un hilo escapado de la aguja de un sastre”, lo persiguió a campo traviesa hasta que lo alcan-zó. Quería ofrecerle un trato a Peter Schlemihl : una bolsa de la que salían monedas de oro sin parar a cambio de su sombra. Schlemihl acep-tó : el hombre de traje gris le entregó la bolsa, le despegó la sombra del piso, la dobló, la guardó en su bolsillo y se fue “riendo entre dientes”.

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Gardes. Ella, a la larga, se iría a Buenos Aires con el niño a cuestas. Allí lo anotarían como Gardel. Domingo Carmelo del Bono y Álvez (“¿nom-bre de pila? Álvez, Álvez”) son los sepultureros del cementerio. “Tiene que ser, sí - opina Del Bono, un anciano tímido de lentes, bigotito y pelo blanquísimo -, porque todo el mundo lo dice, que Gardel nació acá.” Alvez, anciano tam-bién, pero grandote y pardusco, se excusa: “Yo si le digo le miento”. El jardinero pasa con un rastrillo y susurra: “Al museo tienen que ir. Ta’ lindo allá pa’ ustedes”. Ustedes : turistas. El Museo Carlos Gardel fue inaugurado en 1999 y está en Valle Edén, a 24 kilómetros de Tacuarembó. Para llegar, hay que ir en el Cale-bús que va al pueblo de Tambores y que para en la entrada de Valle Edén, a un kilómetro del museo. En el ómnibus no entra un alma. Adelante van el chofer y dos guardas. “Siempre lo andan recordando a Gardel por acá. Vienen muchos turistas, sí que vienen”, cuenta Julio, el chofer, que contrarresta el sol que le da de frente con un par de lentes negros gigantescos.— Nadie escucha a Gardel en Tacuarembó, ¿no? ¿Vos tampoco?— ¡¡¡So’ loco so’!!! ¡¡¡Mirá si voy a escuchar a Gardel yo!!! — se desternilla Julio. Los guardas, también. Para llegar al museo hay que atravesar el arroyo Jabonería, un hilo de agua que se puede cruzar de un salto o a través de un puente de madera col-gante, y una suerte de cementerio de patentes de motoqueros muertos (es una piedra con cuatro patentes). El museo Carlos Gardel es una casona que recibe 12 mil visitas al año. Adentro, a media luz y musicalizado con tangos del “invalorable artista uruguayo”, hay recortes de diarios y trans-cripciones de entrevistas a Gardel. Ejemplo: “Nací aquí, en Tacuarembó, lo que, por otra parte, por sabido, es ocioso aclarar”, La Tribuna Popular, 1°

que sólo puedes ir en una dirección… y es hacia arriba. Hacete socio de Tacuarembó”. Es que el club se vino abajo: ya en la B, pasó de siete, ocho mil personas por partido a dos mil. Dejó de ser, además, el embajador itinerante de Tacuarembó en el Uruguay : hasta llegó a tener estampada la cara de Gardel por un canje entre el club y el hotel cuatro estrellas Carlos Gardel, que alojaba gratis a los futbolistas antes de los partidos. “Pero Navarro Montoya le pegó a Alber-naz, que era el presidente y falleció hace po-quito, y chau”, informa Mario. Carlos Navarro Montoya era el arquero de Tacuarembó en 2009. Un día se quejó porque el equipo se entrenaba en una cancha llena de mier-da de caballo y porque el club les debía dinero a él y a sus compañeros. En protesta, los jugadores avisaron que no se iban a entrenar más así y hasta amenazaron con no jugar ante Rampla. Desistie-ron, al final. Pero en la previa de ese partido, en el vestuario, Navarro Montoya discutió con el presi-dente del club, Daniel Albernaz, y lo trompeó. Albernaz, que había negociado el canje con el hotel Carlos Gardel, renunció, y al final de ese campeonato, Tacuarembó Fútbol Club dejaría de tener la publicidad del hotel Carlos Gardel en la camiseta. — Gardel es nuestro — masculla Elbio —. Pasa que hay una pregunta que se hace la gente acá: “¿Por qué nunca le cantó a Tacuarembó?”. ¡Y no le cantó porque odiaba a su padre, que nunca lo quiso! Ese dictador que mandaba a matar al que quería… Pero es de acá, Gardel. Me encanta, nunca nadie va a cantar como él. Elbio cuenta que tiene una colección de 150 discos de vinilo. “Espere que los traigo - dice, mientras se levanta presuroso de la silla -. Todo está a la venta.” Va y viene con discos, que apila en una mesita en la entrada. Hay de todo : Ni-cola di Bari, Mercedes Sosa, Roberto Carlos,

de octubre de 1933. También hay fotos, un piano, una guitarra, un bandoneón. — ¡Claro que Gardel nació acá! Aunque, te digo, yo soy italiana, y tampoco me interesa demasiado — dice Flavia, una cincuentona ru-bia y simpatiquísima que vive en Montevideo. — Por supuesto que nació acá — apuntala la chica que vende las entradas.—Mira, Gardel nació de una relación incestuo-sa: ese coronel Escayola… — arranca Flavia.—Al coronel Escayola le gustaban mucho las mujeres, y se dice que tuvo 50 hijos… pero bue-no, eran otras épocas, ¿no? — interrumpe, son-riente, la chica que vende las entradas.— Es uruguayo pasa que Buenos Aires no iba a reconocer nada tú tienes que pensar que Razza-no Julio Sosa Gardel eran todos uruguayos —dice Eduardo Gómez, que vino con su familia desde Montevideo a visitar el museo. Eduardo habla sin comas —: ¿Pero cómo le iba a cantar Gardel a Tacuarembó estando en Buenos Aires si Gardel al final terminó siendo de Buenos Ai-res así como Natalia Oreiro lo es hoy?— ¿Se convencieron? — pregunta Flavia.

Dd En la calle no hay nadie. Tampoco en la Pa-rrillada Don Leo, de Elbio Peraza. Sin embargo está abierta. Peraza es un señor panzón, canoso, usa lentes y un sombrero indianajonesco. Ma-rio, su hijo, atiende la parrillada. Es fánatico de Tacuarembó Fútbol Club y hoy va a ir a la can-cha, avisa no bien escucha la voz que sale de otro auto con parlante arriba: “Esta tarde hay que co-par el Goyenola. El equipo de todos va por un triunfo impostergable rumbo al ascenso”. Porque Tacuarembó Fútbol Club juega en la B: después de 12 años en Primera División, descendió en abril de 2011. En la puerta de la parrillada hay un cartel: “Acá no se rinde nadie. Lo bueno de tocar fondo es

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chino mandarín al árbitro - y en el estaciona-miento ya no entra una moto. En la tribuna de madera que está atrás de un arco, hay diez chicos que tiran cohetes. Colgaron siete banderas : des-de una de una calavera hasta otra del Che. — ¿Quién es, quién es? — lo codea, con el mi-crófono apagado, Dante al Lobo Ramos, el co-mentarista. Dante está fastidioso : los números de Tacuarembó son ilegibles.— Gularte es.— ¡La lleva Sebastián Gularte! ¡La lleva el teacher! ¡¡¡Decí algo, Lobo, decí algo del tea-cher!!! — relata. Dante, que se levanta eyectado de la silla y se apoya contra el vidrio de la cabina, tiene 55 años y hace 41 que relata. Además es diputado nacional en el Parlamento por el Partido Colorado.— Hasta acá, Gularte es el mejor jugador de Tacuarembó — concede el Lobo. — ¡El Mago, m’hijo! En primavera, dejen que El Mago los vista, 25 de mayo y Sarandí — pu-blicita El maestro Julio Viana. — ¿Y ése, Lobo, y ése? — le vuelve a preguntar por lo bajo Dante.— Gularte es.— ¡Va Gularte otra vez! ¡El teacher la lleva! ¡Y éste es teacher en serio : además de jugador, es profesor de inglés!

Dd Tacuarembó Fútbol Club ya empató 0-0 con Rentistas. Son las doce y media de la noche en la estación Carlos Gardel. Está desierta, para variar. Pero la luz de la cafetería está prendida. Adentro, sola, está Sonia, que acaba de entrar. — ¡Hola! ¿Fueron a la cancha? Yo otra vez no pude dormir la siesta tranquila por el ruido de los cohetes de los de Tacuarembó.— Pero, Sonia, eran diez los que tiraban cohetes.— Sí, ¡pero cómo rompían los cocos! |||

Los Iracundos, Atahualpa Yupanqui, Los Chal-chaleros, Eduardo Falú, Leonardo Favio, Alfredo Zitarrosa, Abba, la banda sonora de El Padrino I y hasta la sexta sinfonía de Tchaikovsky. — Elbio, ¿y de Gardel?—No sé qué pasó… Tenía…

Dd En Tacuarembó hay una radio que se llama FM Gardel que no pasa tangos. “Justo hoy anuncié que cerrábamos”, recibe a Don Julio el dueño, Wellington Rodríguez, alias Cacho. Explica que la FM es “comunitaria, trucha”, pero que él presentó el papelerío en 2006 y nunca se lo aprobaron. Wellington es otro cin-cuentón, canoso de ojos azules, y está sentado con su esposa y sus dos hijas en el living de su casa, donde hay tres fotos colgadas en la pared: en ellas, aparece con Soledad Pastorutti, Antonio Ríos y Jaime Roos. Atrás está el estudio de la radio, inso-norizado con cajas de huevos azules.— ¿Por qué la radio se llama Gardel si no pasa can-ciones de él y ni siquiera tangos?— Me pareció que tenía que ponerme la cami-seta de Gardel. Y al principio sí pasaba algo de él… Pero, para serte sincero, el nombre también fue por una cuestión comercial. Que me abrió puertas. Hasta se contactó gente del extranjero a través de Facebook. Por esa sola palabra: Gardel.

Dd Dante Dini ya está en la cabina 3 del esta-dio Raúl Goyenola. Viste de remera, bermudas, medias y mocasines. Es, además del dueño, el relator de Radio Zorrilla de San Martín, “la voz amiga del norte uruguayo”. Tacuarembó Fútbol Club sale a la cancha de camiseta roja y blanca y con el sombrero de Gar-del estampado: es el logo de la Intendencia de Ta-cuarembó. La tribuna techada, la principal, está llena - 2.500 personas que van a estar en silencio hasta que termine el partido e insulten hasta en

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