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HISTORIA DE LA VIDA DEL BUSCÓN LLAMADO DON PABLOS, EJEMPLO DE VAGAMUNDOS Y ESPEJO DE TA- CAÑOS Don Francisco de Quevedo Villegas Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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HISTORIA DE LA VIDA DELBUSCÓN

LLAMADO DON PABLOS, EJEMPLODE VAGAMUNDOS Y ESPEJO DE TA-

CAÑOS

Don Francisco de QuevedoVillegas

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que nonos responsabilizamos de la fidelidad delcontenido del mismo.

1) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

2) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO I

En que cuenta quién es el Buscón

Yo, señora, soy de Segovia; mi padre se llamóClemente Pablo, natural del mismo pueblo(Dios le tenga en el cielo). Fue, tal como todosdicen, de oficio barbero, aunque eran tan altossus pensamientos que se corría de que le llama-sen así, diciendo que él era tundidor de mejillasy sastre de barbas. Dicen que era de muy buenacepa y, según él bebía, es cosa para creer. Estu-vo casado con Aldonza de San Pedro, hija deDiego de San Juan y nieta de Andrés de SanCristóbal. Sospechábase en el pueblo que no eracristiana vieja (aun viéndola con canas y rota),aunque ella, por los nombres y sobrenombresde sus pasados, quiso esforzar que era decen-diente de la gloria. Tuvo muy buen parecer

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para letrado; mujer de amigas y cuadrilla, y depocos enemigos, porque hasta los tres del almano los tuvo por tales; persona de valor y cono-cida por quien era. Padeció grandes trabajosrecién casada, y aun después, porque malaslenguas daban en decir que mi padre metía eldos de bastos para sacar el as de oros. Probóse-le que a todos los que hacía la barba a navaja,mientras les daba con el agua, levantándoles lacara para el lavatorio, un mi hermanico de sieteaños les sacaba muy a su salvo los tuétanos delas faldriqueras. Murió el angelico de unos azo-tes que le dieron en la cárcel. Sintiólo mucho mipadre, por ser tal, que robaba a todos (las vo-luntades).

Por estas y otras niñerías estuvo preso, y rigo-res de Justicia (de que hombre no se puede de-fender) le sacaron por las calles. En lo que tocade medio abajo tratáronle aquellos señores re-galadamente. Iba a la brida, en bestia segura yde buen paso, con mesura y buen día. Mas demedio arriba, ecétera, que no hay más que de-

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cir, para quien sabe lo que hace un pintor desuela en unas costillas. Diéronle docientos es-cogidos, que de allí a seis años se le contabanpor encima de la ropilla. Más se movía el que selos daba, que él, cosa que pareció muy bien.Divirtióse algo con las alabanzas que iba oyen-do de sus buenas carnes, que le estaba de perlaslo colorado.

Mi madre, pues, ¿no tuvo calamidades? Undía, alabándomela una vieja que me crió, decíaque era tal su agrado, que hechizaba a cuantosla trataban. Y decía (no sin sentimiento):

-En su tiempo, hijo, eran los virgos como so-les, unos amanecidos y otros puestos, y los más,en un día mismo amanecidos y puestos.

Hubo fama que reedificada doncellas, resus-citaba cabellos, encubriendo canas; empreñabapiernas con pantorrillas postizas. Y con no tra-tarla nadie que se le cubriese pelo, solas lascalvas se la cubría, porque hacía cabelleras;poblaba quijadas con dientes; al fin vivía deadornar hombres, y era remendona de cuerpos.

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Unos la llamaban zurcidora de gustos; otros,algebrista de voluntades desconcertadas; otros,juntona; cuál la llamaba enflautadora de miem-bros y cuál tejedora de carnes, y por mal nom-bre alcagüeta. Para unos era tercera, primerapara otros, y flux para los dineros de todos.Ver, pues, con la cara de risa que ella oía estode todos, era para dar mil gracias a Dios.

Hubo grandes diferencias entre mis padressobre a quién había de imitar en el oficio, masyo, que siempre tuve pensamientos de caballe-ro desde chiquito, nunca me apliqué a uno ni aotro. Decíame mi padre:

-Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánicasino liberal.

Y de allí a un rato, habiendo suspirado, decía,de manos:

-Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Porqué piensas que los alguaciles y jueces nos abo-rrecen tanto? Unas veces nos destierran, otrasnos azotan y otras nos cuelgan. (No lo puedodecir sin lágrimas, lloraba como un niño el

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buen viejo, acordándose de las que le habíanbatanado las costillas). Porque no querrían que,donde están, hubiese otros ladrones sino ellos ysus ministros. Mas de todo nos libró la buenaastucia. En mi mocedad, siempre andaba porlas iglesias, y no de puro buen cristiano. Mu-chas veces me hubieran llorado en el asno, sihubiera cantado en el potro. Nunca confesésino cuando lo mandaba la Santa Madre Iglesia.Preso estuve por pedigüeño en caminos, y apique de que me esteraran el tragar, y de aca-bar todos mis negocios con diez y seis mara-vedís: diez de soga y seis de cáñamo. Mas detodo me ha sacado el punto en boca, el chitón ylos nones. Y, con esto y mi oficio, he sustentadoa tu madre lo más honradamente que he podi-do.

-¿Cómo a mí sustentado? -dijo ella con gran-de cólera. Yo os he sustentado a vos, y sacádoosde las cárceles con industria, y mantenídoos enellas con dinero. Si no confesábades, ¿era porvuestro ánimo? o ¿por las bebidas que yo os

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daba? ¡Gracias a mis botes! Y si no temiera queme habían de oír en la calle, yo dijera lo decuando entré por la chimenea y os saqué por eltejado.

Metílos en paz, diciendo que yo queríaaprender virtud resueltamente, y ir con misbuenos pensamientos adelante; y que para estome pusiesen a la escuela, pues sin leer ni escri-bir no se podía hacer nada. Parecióles bien loque decía, aunque lo gruñeron un rato entre losdos. Mi madre se entró a dentro, y mi padre fuea rapar a uno (así lo dijo él) no sé si la barba o labolsa, lo más ordinario era uno y otro. Yo mequedé solo, dando gracias a Dios porque mehizo hijo de padres tan celosos de mi bien.

CAPITULO II

De cómo fue a la escuela y lo que en ella lesucedió

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A otro día, ya estaba comprada la cartilla yhablado el maestro. Fui, señora, a la escuela;recibióme muy alegre, diciendo que tenía carade hombre agudo y de buen entendimiento. Yo,con esto, por no desmentirle, di muy bien lalición aquella mañana. Sentábame el maestrojunto a sí, ganaba la palmatoria los más díaspor venir antes, y íbame el postrero por haceralgunos recados a la Señora (que así llamába-mos la mujer del maestro). Teníalos a todos consemejantes caricias obligados; favorecíanmedemasiado, y con esto creció la envidia en losdemás niños. LLegábame, de todos, a los hijosde caballeros y personas principales, y particu-larmente a un hijo de don Alonso Coronel deZúñiga, con el cual juntaba meriendas. Ibame asu casa a jugar los días de fiesta, y acompañá-bale cada día. Los otros, o que porque no leshablaba o que porque les parecía demasiadopunto el mío, siempre andaban poniéndomenombres tocantes al oficio de mi padre. Unosme llamaban don Navaja, otros don Ventosa;

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cuál decía, por disculpar la invidia, que mequería mal porque mi madre le había chupadodos hermanitas pequeñas, de noche; otro decíaque a mi padre le habían llevado a su casa paraque la limpiase de ratones (por llamarle gato).Unos me decían "zape" cuando pasaba, y otros"miz". Cuál decía:

-Yo la tiré dos berenjenas a su madre cuandofue obispa.

Al fin, con todo cuanto andaban royéndomelos zancajos, nunca me faltaron, gloria a Dios. Yaunque yo me corría, disimulaba; todo lo sufr-ía, hasta que un día un muchacho se atrevió adecirme a voces hijo de una puta y hechicera; locual, como me lo dijo tan claro (que aun si lodijera turbio no me diera por entendido) agarréuna piedra y descalabréle. Fuime a mi madrecorriendo que me escondiese; contéla el caso;díjome:

-Muy bien hiciste: bien muestras quién eres;sólo anduviste errado en no preguntarle quiénse lo dijo.

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Cuando yo oí esto, como siempre tuve altospensamientos, volvíme a ella y roguéla me de-clarase si le podía desmentir con verdad o queme dijese si me había concebido a escote entremuchos o si era hijo de mi padre. Rióse y dijo:

-Ah, noramaza, ¿eso sabes decir? No serásbobo: gracia tienes. Muy bien hiciste en que-brarle la cabeza, que esas cosas, aunque seanverdad, no se han de decir.

Yo, con esto, quedé como muerto, y dime pornovillo de legítimo matrimonio, determinadode coger lo que pudiese en breves días, y salir-me de en casa de mi padre, tanto pudo conmi-go la vergüenza. Disimulé, fue mi padre, curóal muchacho, apaciguólo y volvióme a la escue-la, adonde el maestro me recibió con ira, hastaque, oyendo la causa de la riña, se le aplacó elenojo, considerando la razón que había tenido.

En todo esto, siempre me visitaba aquel hijode don Alonso de Zúñiga, que se llamaba donDiego, porque me quería bien naturalmente.Que yo trocaba con él los peones si eran mejo-

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res los míos, dábale de lo que almorzaba y no lepedía de lo que él comía, comprábale estampas,enseñábale a luchar, jugaba con él al toro, yentreteníale siempre. Así que, los más días, suspadres del caballerito, viendo cuánto le regoci-jaba mi compañía, rogaban a los míos que medejasen con él a comer y cenar y aun a dormirlos más días.

Sucedió, pues, uno de los primeros que huboescuela por Navidad, que viniendo por la calleun hombre que se llamaba Poncio de Aguire (elcual tenía fama de confeso) que el don Dieguitome dijo:

-Hola, llámale Poncio Pilato y echa a correr.Yo, por darle gusto a mi amigo, llaméle Pon-

cio Pilato. Corrióse tanto el hombre, que dio acorrer tras mí con un cuchillo desnudo paramatarme, de suerte que fue forzoso metermehuyendo en casa de mi maestro, dando gritos.Entró el hombre tras mí, y defendióme el maes-tro de que no me matase, asigurándole de cas-tigarme. Y así luego (aunque Señora le rogó por

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mí, movida de lo que yo la servía, no apro-vechó), mandóme desatacar, y, azotándome,decía tras cada azote:

-¿Diréis más Poncio Pilato?.Yo respondía:-No, señor.Y respondílo veinte veces, a otros tantos azo-

tes que me dio. Quedé tan escarmentado dedecir Poncio Pilato, y con tal miedo, que,mandándome el día siguiente decir (como sol-ía) las oraciones a los otros, llegando al Credo(advierta V. Md. la inocente malicia), al tiempode decir "padeció so el poder de Poncio Pilato",acordándome que no había de decir más Pila-tos, dije: "padeció so el poder de Poncio deAguirre". Dióle al maestro tanta risa de oír misimplicidad y de ver el miedo que le había te-nido, que me abrazó y dio una firma en que meperdonaba de azotes las dos primeras veces quelos mereciese. Con esto fui yo muy contento.

En estas niñeces pasé algún tiempo apren-diendo a leer y escrebir. Llegó (por no enfadar)

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el de unas Carnestolendas, y, trazando el maes-tro de que se holgasen sus muchachos, ordenóque hubiese rey de gallos. Echamos suertesentre doce señalados por él, y cúpome a mí.Avisé a mis padres que me buscasen galas.

LLegó el día, y salí en uno como caballo, me-jor dijera en un cofre vivo, que no anduvo enpeores pasos Roberto del diablo, según andaba.êl era rucio, y rodado el que iba encima por loque caía en todo. La edad no hay que tratar,biznietos tenía en tahonas. De su raza no sémás de que sospecho era de judío, según eramedroso y desdichado. Iban tras mí los demásniños todos aderezados.

Pasamos por la plaza (aun de acordarme ten-go miedo), y llegando cerca de las mesas de lasverduras (Dios nos libre), agarró mi caballo unrepollo a una, y ni fue visto ni oído cuando lodespachó a las tripas, a las cuales, como ibarodando por el gaznate, no llegó en muchotiempo. La bercera (que siempre son desver-gonzadas) empezó a dar voces; llegáronse otras

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y, con ellas, pícaros, y alzando zanorias garro-fales, nabos frisones, tronchos y otras legum-bres, empiezan a dar tras el pobre rey. Yo,viendo que era batalla nabal, y que no se habíade hacer a caballo, comencé a apearme; mas talgolpe me le dieron al caballo en la cara, que,yendo a empinarse, cayó conmigo en una(hablando con perdón) privada. Púseme cual V.Md. puede imaginar. Ya mis muchachos sehabían armado de piedras, y daban tras las re-vendederas, y descalabraron dos.

Yo, a todo esto, después que caí en la privada,era la persona más necesaria de la riña. Vino lajusticia, comenzó a hacer información, prendióa berceras y muchachos, mirando a todos quéarmas tenían y quitándoselas, porque habíansacado algunos dagas de las que traían por ga-la, y otros espadas pequeñas. LLegó a mí, y,viendo que no tenía ningunas, porque me lashabían quitado y metídolas en una casa a secarcon la capa y sombrero, pidióme, como digo,las armas, al cual respondí, todo sucio, que, si

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no eran ofensivas contra las narices, que yo notenía otras. Quiero confesar a V. Md. que,cuando me empezaron a tirar los tronchos, na-bos, etcétera, que, como yo llevaba plumas en elsombrero, entendiendo que me habían tenidopor mi madre y que la tiraban, como habíanhecho otras veces, como necio y muchacho,empecé a decir: -"Hermanas, aunque llevoplumas, no soy Aldonza de San Pedro, mi ma-dre" (como si ellas no lo echaran de ver por eltalle y rostro). El miedo me disculpó la igno-rancia, y el sucederme la desgracia tan de re-pente.

Pero, volviendo al alguacil, quísome llevar ala cárcel, y no me llevó porque no hallaba pordonde asirme (tal me había puesto del lodo).Unos se fueron por una parte y otros por otra, yyo me vine a mi casa desde la plaza, martiri-zando cuantas narices topaba en el camino.Entré en ella, conté a mis padres el suceso, ycorriéronse tanto de verme de la manera quevenía, que me quisieron maltratar. Yo echaba la

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culpa a las dos leguas de rocín esprimido queme dieron. Procuraba satisfacerlos, y, viendoque no bastaba, salíme de su casa y fuime a vera mi amigo don Diego, al cual hallé en la suyadescalabrado, y a sus padres resueltos por ellode no inviarle más a la escuela. Allí tuve nue-vas de cómo mi rocín, viéndose en aprieto, seesforzó a tirar dos coces, y, de puro flaco, se ledesgajaron las dos piernas, y se quedó sembra-do para otro año en el lodo, bien cerca de espi-rar.

Viéndome, pues, con una fiesta revuelta, unpueblo escandalizado, los padres corridos, miamigo descalabrado y el caballo muerto, de-terminéme de no volver más a la escuela ni acasa de mis padres, sino de quedarme a servir adon Diego o, por mejor decir, en su compañía,y esto con gran gusto de los suyos, por el quedaba mi amistad al niño. Escribí a mi casa queyo no había menester más ir a la escuela por-que, aunque no sabía bien escribir, para mi in-tento de ser caballero lo que se requería era

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escribir mal, y que así, desde luego, renunciabala escuela por no darles gasto, y su casa paraahorrarlos de pesadumbre. Avisé, de dónde ycómo quedaba, y que hasta que me diesen li-cencia no los vería.

CAPITULO IIIDe cómo fue a un pupilaje por criado de don

Diego Coronel

Determinó, pues, don Alonso de poner a suhijo en pupilaje, lo uno por apartarle de su re-galo, y lo otro por ahorrar de cuidado. Supoque había en Segovia un licenciado Cabra, quetenía por oficio el criar hijos de caballeros, yenvió allá el suyo, y a mí para que le acompa-ñase y sirviese.

Entramos, primero domingo después de Cua-resma, en poder de la hambre viva, porque tallaceria no admite encarecimiento. êl era unclérigo cerbatana, largo sólo en el talle, unacabeza pequeña, los ojos avecindados en el co-

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gote, que parecía que miraba por cuévanos, tanhundidos y escuros, que era buen sitio el suyopara tiendas de mercaderes; la nariz, de cuerpode santo, comido el pico, entre Roma y Francia,porque se le había comido de unas búas de res-friado, que aun no fueron de vicio porque cues-tan dinero; las barbas descoloridas de miedo dela boca vecina, que, de pura hambre, parecíaque amenazaba a comérselas; los dientes, lefaltaban no sé cuántos, y pienso que por holga-zanes y vagamundos se los habían desterrado;el gaznate largo como de avestruz, con unanuez tan salida, que parecía se iba a buscar decomer forzada de la necesidad; los brazos secos;las manos como un manojo de sarmientos cadauna. Mirado de medio abajo, parecía tenedor ocompás, con dos piernas largas y flacas. Su an-dar muy espacioso; si se descomponía algo, lesonaban los güesos como tablillas de San Láza-ro. La habla ética; la barba grande, que nuncase la cortaba por no gastar, y él decía que eratanto el asco que le daba ver la mano del barbe-

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ro por su cara, que antes se dejaría matar quetal permitiese. Cortábale los cabellos un mu-chacho de nosotros. Traía un bonete los días desol, ratonado con mil gateras y guarniciones degrasa; era de cosa que fue paño, con los fondosen caspa. La sotana, según decían algunos, eramilagrosa, porque no se sabía de qué color era.Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por decuero de rana; otros decían que era ilusión;desde cerca parecía negra, y desde lejos entreazul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello nipuños. Parecía, con esto y los cabellos largos yla sotana y el bonetón, teatino lanudo. Cadazapato podía ser tumba de un filisteo. Pues ¿suaposento? Aun arañas no había en él. Conjura-ba los ratones de miedo que no le royesen al-gunos mendrugos que guardaba. La cama teníaen el suelo, y dormía siempre de un lado por nogastar las sábanas. Al fin, él era archipobre yprotomiseria.

A poder déste, pues, vine, y en su poder es-tuve con don Diego, y la noche que llegamos

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nos señaló nuestro aposento y nos hizo unaplática corta, que aun por no gastar tiempo noduró más. Díjonos lo que habíamos de hacer.Estuvimos ocupados en esto hasta la hora decomer. Fuimos allá; comían los amos primero, yservíamos los criados.

El refitorio era un aposento como medio ce-lemín. Sentábanse a una mesa hasta cinco caba-lleros. Yo miré lo primero por los gatos, y, co-mo no los vi, pregunté que cómo no los había aun criado antiguo, el cual, de flaco estaba yacon la marca del pupilaje. Comenzó a enterne-cerse, y dijo:

-¿Cómo gatos? Pues ¿quien os ha dicho a vosque los gatos son amigos de ayunos y peniten-cias? En lo gordo se os echa de ver que soisnuevo. ¿Qué tiene esto de refitorio de Geróni-mos para que se críen aquí?

Yo, con esto, me comencé a afligir; y más mesusté cuando advertí que todos los que vivíanen el pupilaje de antes estaban como leznas,con unas caras que parecía se afeitaban con

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diaquilón. Sentóse el licenciado Cabra y echó labendición. Comieron una comida eterna, sinprincipio ni fin. Trujeron caldo en unas escudi-llas de madera, tan claro, que en comer unadellas peligrara Narciso más que en la fuente.Noté con la ansia que los macilentos dedos seechaban a nado tras un garbanzo güérfano ysolo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cadasorbo:

-Cierto que no hay tal cosa como la olla, di-gan lo que dijeren; todo lo demás es vicio ygula.

Y, sacando la lengua, la paseaba por los bigo-tes, lamiéndoselos, con que dejaba la barba pa-vonada de caldo. Acabando de decirlo, echósesu escudilla a pechos, diciendo:

-Todo esto es salud, y otro tanto ingenio.-¡Mal ingenio te acabe!, decía yo entre mí,

cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco,con un plato de carne en las manos, que parecíaque la había quitado de sí mismo. Venía un

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nabo aventurero a vueltas de la carne (apenas),y dijo el maestro en viéndole:

-¿Nabo hay? No hay perdiz para mí que se leiguale. Coman, que me huelgo de verlos comer.

Y, tomando el cuchillo por el cuerno, picólecon la punta y asomándole a las narices,trayéndole en procesión por la portada de lacara, meciendo la cabeza dos veces, dijo:

-Conforta realmente, y son cordiales.Que era grande adulador de las legumbres.

Repartió a cada uno tan poco carnero, que, en-tre lo que se les pegó en las uñas y se les quedóentre los dientes, pienso que se consumió todo,dejando descomulgadas las tripas de partici-pantes. Cabra los miraba y decía:

-Coman, que mozos son y me huelgo de versus buenas ganas.

(¡Mire V. Md. qué aliño para los que bosteza-ban de hambre!). Acabaron de comer y queda-ron unos mendrugos en la mesa y, en el plato,dos pellejos y unos güesos; y dijo el pupilero:

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-Quede esto para los criados, que tambiénhan de comer; no lo queramos todo.

-¡Mal te haga Dios y lo que has comido, lace-rado -decía yo-, que tal amenaza has hecho amis tripas!

Echó la bendición, y dijo:-Ea, demos lugar a la gentecilla que se repapi-

le, y váyanse hasta las dos a hacer ejercicio, noles haga mal lo que han comido.

Entonces yo no pude tener la risa, abriendotoda la boca. Enojóse mucho, y díjome queaprendiese modestia, y tres o cuatro sentenciasviejas, y fuese.

Sentámonos nosotros, y yo, que vi el negociomalparado y que mis tripas pedían justicia,como más sano y más fuerte que los otros,arremetí al plato, como arremetieron todos, yemboquéme de tres mendrugos los dos, y el unpellejo. Comenzaron los otros a gruñir; al ruidoentró Cabra, diciendo:

-Coman como hermanos, pues Dios les dacon qué. No riñan, que para todos hay.

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Volvióse al sol y dejónos solos. Certifico a V.Md. que vi al uno dellos, que se llamaba Jurre,vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dóndese comía, que una cortecilla que le cupo la llevódos veces a los ojos, y entre tres no le acertabana encaminar las manos a la boca. Pedí yo debeber, que los otros, por estar casi en ayunas,no lo hacían, y diéronme un vaso con agua; yno le hube bien llegado a la boca, cuando, comosi fuera lavatorio de comunión, me le quitó elmozo espiritado que dije. Levantéme con gran-de dolor de mi alma, viendo que estaba en casadonde se brindaba a las tripas y no hacían larazón. Dióme gana de descomer (aunque nohabía comido), digo, de proveerme, y preguntépor las necesarias a un antiguo, y díjome:

-Como no lo son en esta casa, no las hay. Parauna vez que os proveeréis mientras aquí estu-viéredes, dondequiera podréis; que aquí estoydos meses ha, y no he hecho tal cosa sino el díaque entré, como agora vos, de lo que cené en micasa la noche antes.

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¿Como encareceré yo mi tristeza y pena? Fuetanta, que, considerando lo poco que había deentrar en mi cuerpo, no osé, aunque tenía gana,echar nada de dél. Entretuvímonos hasta lanoche. Decíame don Diego que qué haría élpara persuadir a las tripas que habían comido,porque no lo querían creer. Andaban váguidosen aquella casa como en otras ahítos.

LLegó la hora de cenar; pasóse la meriendaen blanco, y la cena ya que no se pasó en blan-co, se pasó en moreno: pasas y almendras, ycandil y dos bendiciones, porque se dijese quecenábamos con bendición. "Es cosa saludable(decía) cenar poco, para tener el estómago des-ocupado", y citaba una arretahíla de médicosinfernales. Decía alabanzas de la dieta, y que seahorraba un hombre de sueños pesados, sa-biendo que, en su casa, no se podía soñar otracosa sino que comían. Cenaron y cenamos to-dos, y no cenó ninguno.

Fuímonos a acostar, y en toda la noche pudi-mos yo ni don Diego dormir, él trazando de

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quejarse a su padre y pedir que le sacase de allí,y yo aconsejándole que lo hiciese; aunque últi-mamente le dije:

-Señor, ¿sabéis de cierto si estamos vivos?Porque yo imagino que, en la pendencia de lasberceras, nos mataron, y que somos ánimas queestamos en el Purgatorio. Y así, es por demásdecir que nos saque vuestro padre, si alguno nonos reza en alguna cuenta de perdones y nossaca de penas con alguna misa en altar previle-giado.

Entre estas pláticas, y un poco que dormimos,se llegó la hora de levantar. Dieron las seis, yllamó Cabra a lición; fuimos y oímosla todos.Mandáronme leer el primer nominativo a losotros, y era de manera mi hambre, que me da-sayuné con la mitad de las razones, comiéndo-melas. Y todo esto creerá quien supiere lo queme contó el mozo de Cabra, diciendo que unaCuaresma, topó muchos hombres, unos me-tiendo los pies, otros las manos y otros todo elcuerpo, en el portal de su casa, y esto por muy

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gran rato, y mucha gente que venía a sólo aque-llo de fuera; y preguntando a uno un día quequé sería (porque Cabra se enojó de que se lopreguntase) respondió que los unos tenían sar-na y los otros sabañones, y que, en metiéndolosen aquella casa, morían de hambre, de maneraque no comían desde allí adelante. Certificómeque era verdad, y yo, que conocí la casa, lo creo.Dígolo porque no parezca encarecimiento loque dije. Y volviendo a la lición, diola y de-corámosla. Y prosiguió siempre en aquel modode vivir que he contado. Sólo añadió a la comi-da tocino en la olla, por no sé qué que le dije-ron, un día, de hidalguía, allá fuera. Y así, teníauna ceja de hierro, toda agujerada como salva-dera; abríala, y metía un pedazo de tocino enella, que la llenase, y tornábala a cerrar, y met-íala colgando de un cordel en la olla, para quela diese algún zumo por los agujeros, y quedasepara otro día el tocino. Parecióle después que,en esto, se gastaba mucho, y dio en sólo asomarel tocino a la olla. Dábase la olla por entendida

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del tocino y nosotros comíamos algunas sospe-chas de pernil.

Pasábamoslo con estas cosas como se puedeimaginar. Don Diego y yo nos vimos tan al ca-bo, que, ya que para comer, al cabo de un mes,no hallábamos remedio, le buscamos para nolevantarnos de mañana; y así, trazamos de de-cir que teníamos algún mal. No osamos decircalentura, porque, no la teniendo, era fácil deconocer el enredo. Dolor de cabeza u muelasera poco estorbo. Dijimos, al fin, que nos dolíanlas tripas, y que estábamos muy malos deachaque de no haber hecho de nuestras perso-nas en tres días, fiados en que, a trueque de nogastar dos cuartos en una melecina, no buscaríael remedio. Mas ordenólo el diablo de otrasuerte, porque tenía una que había heredado desu padre, que fue boticario. Supo el mal, ytomóla y aderezó una melecina, y haciendollamar una vieja de setenta años, tía suya, quele servía de enfermera, dijo que nos echase sen-das gaitas. Empezaron por don Diego; el des-

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venturado atajóse, y la vieja, en vez de echárse-la dentro, disparósela por entre la camisa y elespinazo, y diole con ella en el cogote, y vino aservir por defuera de guarnición la que dentrohabía de ser aforro. Quedó el mozo dando gri-tos; vino Cabra y, viéndolo, dijo que me echa-sen a mí la otra, que luego tornarían a don Die-go. Yo me resistía, pero no me valió, porque,teniéndome Cabra y otros, me la echó la vieja, ala cual, de retorno, di con ella en toda la cara.Enojóse Cabra conmigo, y dijo que él me echar-ía de su casa, que bien se echaba de ver que erabellaquería todo. Yo rogaba a Dios que se eno-jase tanto que me despidiese, mas no lo quisomi ventura.

Quejábamonos nosotros a don Alonso, y elCabra le hacía creer que lo hacíamos por noasistir al estudio. Con esto, no nos valían plega-rias.

Metió en casa la vieja por ama, para que gui-sase de comer y sirviese a los pupilos, y despi-dió al criado porque le halló, un viernes a la

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mañana, con unas migajas de pan en la ropilla.Lo que pasamos con la vieja, Dios lo sabe. Eratan sorda, que no oía nada; entendía por señas;ciega, y tan gran rezadora que un día se le des-ensartó el rosario sobre la olla y nos la trujo conel caldo más devoto que he comido. Unos de-cían: -"¡Garbanzos negros! Sin duda son deEtiopía". Otro decía: -"¡Garbanzos con luto!¿Quién se les habrá muerto?" Mi amo fue elprimero que se encajó una cuenta, y al mascarlase quebró un diente. Los viernes solía inviarunos güevos, con tantas barbas a fuerza de pe-los y canas suyas, que pudieran pretender co-rregimiento u abogacía. Pues meter el badil porel cucharón, y inviar una escudilla de caldoempedrada, era ordinario. Mil veces topé yosabandijas, palos y estopa de la que hilaba, enla olla. Y todo lo metía para que hiciese presen-cia en las tripas y abultase.

Pasamos en este trabajo hasta la Cuaresma;vino, y a la entrada della estuvo malo un com-pañero. Cabra, por no gastar, detuvo el llamar

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médico hasta que ya él pedía confisión más queotra cosa. Llamó entonces un platicante, el cualle tomó el pulso y dijo que la hambre le habíaganado por la mano en matar aquel hombre.Diéronle el Sacramento, y el pobre, cuando levio (que había un día que no hablaba), dijo:

-Señor mío Jesucristo, necesario ha sido el ve-ros entrar en esta casa para persuadirme que noes el infierno.

Imprimiéronseme estas razones en el co-razón. Murió el pobre mozo, enterrámosle muypobremente por ser forastero, y quedamos to-dos asombrados. Divulgóse por el pueblo elcaso atroz; llegó a oídos de don Alonso Coronely, como no tenía otro hijo, desengañóse de losembustes de Cabra, y comenzó a dar más crédi-to a las razones de dos sombras, que ya está-bamos reducidos a tan miserable estado. Vino asacarnos del pupilaje y, teniéndonos delante,nos preguntaba por nosotros. Y tales nos vio,que, sin aguardar a más, tratando muy mal depalabra al licenciado Vigilia, nos mandó llevar

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en dos sillas a casa. Despedímonos de los com-pañeros, que nos seguían con los deseos y conlos ojos, haciendo las lástimas que hace el quequeda en Argel, viendo venir rescatados por laTrinidad sus compañeros.

CAPITULO IVDe la convalecencia y ida a estudiar a Alcalá

de Henares

Entramos en casa de don Alonso, y echáron-nos en dos camas con mucho tiento, porque nose nos desparramasen los huesos de puros roí-dos de la hambre. Trujeron esploradores quenos buscasen los ojos por toda la cara, y a mí,como había sido mi trabajo mayor y la hambreimperial, que al fin me trataban como a criado,en buen rato no me los hallaron. Trujeronmédicos y mandaron que nos limpiasen conzorras el polvo de las bocas, como a retablos, ybien lo éramos de duelos. Ordenaron que nosdiesen sustancias y pistos. ¿Quién podrá contar,

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a la primera almendrada y a la primera ave, lasluminarias que pusieron las tripas de contento?Todo les hacía novedad. Mandaron los dotoresque, por nueve días, no hablase nadie recio ennuestro aposento porque, como estaban güecoslos estómagos, sonaba en ellos el eco de cual-quiera palabra.

Con estas y otras prevenciones, comenzamosa volver y cobrar algún aliento, pero nuncapodían las quijadas desdoblarse, que estabanmagras y alforzadas; y así, se dio orden quecada día nos las ahormasen con la mano delalmirez. Levantábamonos a hacer pinicos de-ntro de cuarenta días, y aún parecíamos som-bras de otros hombres y, en lo amarillo y flaco,simiente de los Padres del yermo. Todo el díagastábamos en dar gracias a Dios por habernosrescatado de la captividad del fierísimo Cabra,y rogábamos al Señor que ningún cristiano ca-yese en sus manos crueles. Si acaso, comiendo,alguna vez, nos acordábamos de las mesas delmal pupilero, se nos aumentaba la hambre tan-

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to, que acrecentábamos la costa aquel día. Sol-íamos contar a don Alonso cómo, al sentarse enla mesa, nos decía males de la gula (no habién-dola él conocido en su vida). Y reíase muchocuando le contábamos que, en el mandamientodeNo matarás, metía perdices y capones, galli-nas y todas las cosas que no quería darnos, y,por el consiguiente, la hambre, pues parecíaque tenía por pecado el matarla, y aun el herir-la, según regateaba el comer.

Pasáronsenos tres meses en esto, y, al cabo,trató don Alonso de inviar a su hijo a Alcalá, aestudiar lo que le faltaba de la Gramática.Díjome a mí si quería ir, y yo, que no deseabaotra cosa sino salir de tierra donde se oyese elnombre de aquel malvado perseguidor deestómagos, ofrecí de servir a su hijo como vería.Y, con esto, diole un criado para ayo, que legobernase la casa y tuviese cuenta del dinerodel gasto, que nos daba remitido en cédulaspara un hombre que se llamaba Julián Merluza.Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje;

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era una media camita, y otra de cordeles conruedas para meterla debajo de la otra mía y delmayordomo, que se llamaba Baranda, cincocolchones, ocho sábanas, ocho almohadas, cua-tro tapices, un cofre con ropa blanca, y las de-más zarandajas de casa. Nosotros nos metimosen un coche, salimos a la tardecica, una horaantes de anochecer, y llegamos a la media no-che, poco más, a la siempre maldita venta deViveros.

El ventero era morisco y ladrón, que en mivida vi perro y gato juntos con la paz que aqueldía. Hízonos gran fiesta, y, como él y los minis-tros del carretero iban horros (que ya habíallegado también con el hato antes, porque noso-tros veníamos de espacio), pegóse al coche,diome a mí la mano para salir del estribo, ydíjome si iba a estudiar. Yo le respondí que sí;metióme adentro, y estaban dos rufianes conunas mujercillas, un cura rezando al olor, unviejo mercader y avariento procurando olvidar-se de cenar; andaba esforzando sus ojos, que se

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durmiesen en ayunas; arremedaba los bostezos,diciendo: -"Más me engorda un poco de sueñoque cuantos faisanes tiene el mundo". Dos es-tudiantes fregones, de los de mantellina, pan-zas al trote, andaban aparecidos por la ventapara engullir. Mi amo, pues, como más nuevoen la venta y muchacho, dijo:

-Señor güésped, deme lo que hubiere para míy mis criados.

-Todos los somos de V. Md. -dijeron al puntolos rufianes-, y le hemos de servir. Hola, güés-ped, mirad que este caballero os agradecerá loque hiciéredes. Vaciad la dispensa.

Y, diciendo esto, llegóse el uno y quitóle lacapa, y dijo:

-Descanse V. Md., mi señor.Y púsola en un poyo. Estaba yo con esto des-

vanecido y hecho dueño de la venta. Dijo unade las mujeres:

-¡Qué buen talle de caballero! ¿Y va a estu-diar? ¿Es V. Md. su criado?.

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Yo respondí, creyendo que era así como lodecían, que yo y el otro lo éramos. Preguntá-ronme su nombre, y no bien lo dije, cuando eluno de los estudiantes se llegó a él medio llo-rando, y, dándole un abrazo apretadísimo, dijo:

-Oh, mi señor don Diego, ¿quién me dijera amí, agora diez años, que había de ver yo a V.Md. desta manera? ¡Desdichado de mí, queestoy tal que no me conocerá V. Md!.

êl se quedó admirado, y yo también, que jurá-ramos entrambos no haberle visto en nuestravida. El otro compañero andaba mirando a donDiego a la cara, y dijo a su amigo:

-¿Es este señor de cuyo padre me dijistes vostantas cosas? ¡Gran dicha ha sido nuestra cono-celle según está de grande! ¡Dios le guarde!

Y empezó a santiguarse.(¿Quién no creyeraque se habían criado con nosotros?) Don Diegose le ofreció mucho, y, preguntándole su nom-bre, salió el ventero y puso los manteles, y,oliendo la estafa, dijo:

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-Dejen eso, que después de cenar se hablará,que se enfría.

LLegó un rufián y puso asientos para todos yuna silla para don Diego, y el otro trujo un pla-to. Los estudiantes dijeron:

-Cene V. Md., que, entre tanto que a nosotrosnos aderezan lo que hubiere, le serviremos a lamesa.

-¡Jesús! -dijo don Diego-; V. Mds. se sienten, sison servidos.

Y a esto respondieron los rufianes (nohablando con ellos):

-Luego, mi señor, que aún no está todo a pun-to.

Yo, cuando vi a los unos convidados y a losotros que se convidaban, afligíme, y temí lo quesucedió. Porque los estudiantes tomaron la en-salada, que era un razonable plato, y, mirandoa mi amo, dijeron:

-No es razón que, donde está un caballero tanprincipal, se queden estas damas sin comer.Mande V. Md. que alcancen un bocado.

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êl, haciendo del galán, convidólas. Sentáron-se, y, entre los dos estudiantes y ellas no deja-ron sino un cogollo, en cuatro bocados, el cualse comió don Diego. Y, al dársele, aquel maldi-to estudiante le dijo:

-Un agüelo tuvo V. Md., tío de mi padre, quejamás comió lechugas; y son malas para la me-moria, y más de noche, y éstas no son tan bue-nas.

Y, diciendo esto, sepultó un panecillo, y elotro, otro. Pues ¿las mujeres? Ya daban cuentade un pan, y el que más comía era el cura, conel mirar sólo. Sentáronse los rufianes con mediocabrito asado y dos lonjas de tocino y un par depalomas cocidas, y dijeron:

-Pues padre, ¿ahí se está? Llegue y alcance,que mi señor don Diego nos hace merced a to-dos. Pesia diez, la Iglesia ha de ser la primera.

No bien se lo dijeron, cuando se sentó. Ya,cuando vio mi amo que todos se le habían enca-jado, comenzóse a afligir. Repartiéronlo todo, ya don Diego dieron no se qué güesos y alones

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diciendo que "del cabrito el güesecito y del aveel aloncito" y que el refrán lo decía. Con lo cualnosotros comimos refranes y ellos aves. Lo de-más se engulleron el cura y los otros.

Decían los rufianes:-No cene mucho, señor, que le hará mal.Y replicaba el maldito estudiante:-Y más, que es menester hacerse a comer poco

para la vida de Alcalá.Yo y el otro criado estábamos rogando a Dios

que les pusiese en corazón que dejasen algo. Yya que lo hubieron comido todo, y que el curarepasaba los güesos de los otros, volvió el unrufián y dijo:

-Oh, pecador de mí, no habemos dejado nadaa los criados. Vengan aquí V. Mds. Ah, señorgüésped, déles todo lo que hubiere; vea aquí undoblón.

Tan presto saltó el descomulgado pariente demi amo (digo el estudiantón) y dijo:

-Aunque V. Md. me perdone, señor hidalgo,debe de saber poco de cortesía. ¿Conoce, por

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dicha, a mi señor primo? êl dará a sus criados, yaun a los nuestros si los tuviéramos, como nosha dado a nosotros.

Y volviéndose a don Diego, que estaba pas-mado, dijo:

-No se enoje V. Md., que no le conocían.Maldiciones le eché cuando vi tan gran disi-

mulación, que no pensé acabar.Levantaron las mesas, y todos dijeron a don

Diego que se acostase. êl quería pagar la cena, yreplicáronle que no lo hiciese, que a la mañanahabría lugar. Estuviéronse un rato parlando;preguntóle su nombre al estudiante, y él dijoque se llamaba tal Coronel. (En los infiernosdescanse, dondequiera que está). Vio al ava-riento que dormía, y dijo:

-¿V. Md. quiere reír? Pues hagamos algunaburla a este mal viejo, que no ha comido sinoun pero en todo el camino, y es riquísimo.

Los rufianes dijeron:-Bien haya el licenciado; hágalo, que es razón.

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Con esto, se llegó y sacó al pobre viejo, quedormía, de debajo de los pies unas alforjas, y,desenvolviéndolas, halló una caja, y, como sifuera de guerra hizo gente. Llegáronse todos, y,abriéndola, vio ser de alcorzas. Sacó todascuantas había y, en su lugar, puso piedras, pa-los y lo que halló; y, encima, dos o tres yesonesy un tarazón de teja. Cerró la caja y púsoladonde estaba, y dijo:

-Pues aún no basta, que bota tiene el viejo.Sacóla el vino y, desenfundando una almo-

hada de nuestro coche, después de haber echa-do un poco de vino debajo, se la llenó de lana yestopa, y la cerró. Con esto, se fueron todos aacostar para una hora que quedaba o media, yel estudiante lo puso todo en las alforjas, y en lacapilla del gabán le echó una gran piedra, yfuese a dormir.

LLegó la hora de caminar; despertaron todos,y el viejo todavía dormía. Llamáronle, y, al le-vantarse, no podía levantar la capilla del gabán.

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Miró lo que era, y el mesonero adrede le riñó,diciendo:

-Cuerpo de Dios, ¿no halló otra cosa que lle-varse, padre, sino esa piedra? ¿Qué les parece aV. Mds., si yo no lo hubiera visto? Cosa es queestimo en más de cien ducados, porque es con-tra el dolor de estómago.

Juraba y perjuraba, diciendo que no habíametido él tal en la capilla.

Los rufianes hicieron la cuenta, y vino a mon-tar de cena sólo treinta reales, que no entendie-ra Juan de Leganés la suma. Decían los estu-diantes:

-¿No pide más un ochavo?Y respondió un rufián:-No, si no burlárase con este caballero delante

de nosotros; aunque ventero, sabe lo que ha dehacer. Déjese V. Md. gobernar, que en manoestá.

Y tosiendo, cogió el dinero, contólo y, dijo,sobrando del que sacó mi amo cuatro reales, losasió, diciendo:

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-êstos le daré de posada, que a estos pícaroscon cuatro reales se les tapa la boca.

Quedamos sustados con el gasto. Almorza-mos un bocado, y el viejo tomó sus alforjas y,porque no viésemos lo que sacaba y no partircon nadie, desatólas a escuras debajo del gabán;y agarrando un yesón, echósele en la boca yfuele a hincar una muela y medio diente quetenía, y por poco los perdiera. Comenzó a es-cupir y hacer gestos de asco y de dolor; llega-mos todos a él, y el cura el primero, diciéndoleque qué tenía. Empezóse a ofrecer a Satanás;dejó caer las alforjas; llegóse a él el estudiante, ydijo:

-¡Arriedro vayas, cata la cruz!Otro abrió un breviario; hiciéronle creer que

estaba endemoniado, hasta que él mismo dijo loque era, y pidió que le dejasen enjaguar la bocacon un poco de vino, que él traía bota. Dejáron-le y, sacándola, abrióla; y, echando en un vasoun poco de vino, salió con la lana y estopa unvino salvaje, tan barbado y velloso, que no se

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podía beber ni colar. Entonces acabó de perderla paciencia el viejo, pero, viendo las descom-puestas carcajadas de risa, tuvo por bien el ca-llar y subir en el carro con los rufianes y lasmujeres. Los estudiantes y el cura se ensartaronen dos borricos, y nosotros nos subimos en elcoche; y no bien comenzó a caminar, cuandounos y otros nos comenzaron a dar vaya, decla-rando la burla. El ventero decía:

-Señor nuevo, a pocas estrenas como ésta, en-vejecerá.

El cura decía:-Sacerdote soy; allá se lo diré de misas.Y el estudiante maldito voceaba:-Señor primo, otra vez rásquese cuándo le

coman y no después.El otro decía:-Sarna de V. Md., señor don Diego.Nosotros dimos en no hacer caso; Dios sabe

cuán corridos íbamos. Con estas y otras cosas,llegamos a la villa; apeámonos en un mesón, yen todo el día, que llegamos a las nueve, aca-

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bamos de contar la cena pasada, y nunca pu-dimos en limpio sacar el gasto.

CAPITULO VDe la entrada de Alcalá, patente y burlas

que le hicieron por nuevo

Antes que anocheciese, salimos del mesón ala casa que nos tenían alquilada, que estabafuera la puerta de Santiago, patio de estudian-tes donde hay muchos juntos, aunque ésta ten-íamos entre tres moradores diferentes no más.Era el dueño y güésped de los que creen enDios por cortesía o sobre falso; moriscos losllaman en el pueblo. Recibióme, pues, el güés-ped con peor cara que si yo fuera el SantísimoSacramento. Ni sé si lo hizo porque le co-menzásemos a tener respeto, o por ser naturalsuyo dellos, que no es mucho que tenga malacondición quien no tiene buena ley. Pusimosnuestro hatillo, acomodamos las camas y lodemás, y dormimos aquella noche.

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Amaneció, y helos aquí en camisa a todos losestudiantes de la posada a pedir la patente a miamo. êl, que no sabía lo que era, preguntómeque qué querían, y yo, entre tanto, por lo quepodía suceder, me acomodé entre dos colcho-nes, y sólo tenía la media cabeza fuera, queparecía tortuga. Pidieron dos docenas de reales;diéronselos, y con tanto comenzaron una gritadel diablo, diciendo:

-Viva el compañero, y sea admitido en nues-tra amistad. Goce de las preeminencias de anti-guo. Pueda tener sarna, andar manchado y pa-decer la hambre que todos.

Y con esto (¡mire V. Md. qué previlegios!) vo-laron por la escalera, y al momento nos vesti-mos nosotros y tomamos el camino para escue-las. A mi amo, apadrináronle unos colegialesconocidos de su padre y entró en su general;pero yo, que había de entrar en otro diferente yfui solo, comencé a temblar. Entré en el patio, yno hube metido bien un pie, cuando me encara-ron y comenzaron a decir: -"¡Nuevo!". Yo, por

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disimular di en reír, como que no hacía caso;mas no bastó, porque, llegándose a mí ocho onueve, comenzaron a reírse. Púseme colorado;nunca Dios lo permitiera, pues, al instante, sepuso uno que estaba a mi lado las manos en lasnarices y, apartándose, dijo:

-Por resucitar está este Lázaro, según olisca.Y con esto todos se apartaron tapándose las

narices. Yo, que me pensé escapar, puse lasmanos también y dije:

-V. Mds. tienen razón, que huele muy mal.Dioles mucha risa y, apartándose, ya estaban

juntos hasta ciento. Comenzaron a escarrar ytocar al arma, y en las toses y abrir y cerrar delas bocas, vi que se me aparejaban gargajos. Enesto, un manchegazo acatarrado hízome alardede uno terrible, diciendo:

-Esto hago.Yo entonces, que me vi perdido, dije:-¡Juro a Dios que ma...!Iba a decirte, pero fue tal la batería y lluvia

que cayó sobre mí, que no pude acabar la

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razón. Yo estaba cubierto el rostro con la capa,y tan blanco, que todos tiraban a mí; y era dever cómo tomaban la puntería. Estaba ya neva-do de pies a cabeza, pero un bellaco, viéndomecubierto y que no tenía en la cara cosa, arrancóhacia mí diciendo con gran cólera:

-¡Baste, no le déis con el palo!Que yo, según me trataban, creí dellos que lo

harían. Destapéme por ver lo que era, y, almismo tiempo, el que daba las voces me en-clavó un gargajo en los dos ojos. Aquí se han deconsiderar mis angustias. Levantó la infernalgente una grita que me aturdieron. Y yo, segúnlo que echaron sobre mí de sus estómagos,pensé que por ahorrar de médicos y boticasaguardan nuevos para purgarse. Quisieron trasesto darme de pescozones, pero no había dóndesin llevarse en las manos la mitad del afeite demi negra capa, ya blanca por mis pecados.Dejáronme, y iba hecho zufaina de viejo a purasaliva. Fuime a casa, que apenas acerté, y fueventura el ser de mañana, pues sólo topé dos o

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tres muchachos, que debían de ser bien inclina-dos, porque no me tiraron más de cuatro o seistrapajos, y luego me dejaron.

Entré en casa, y el morisco que me vio, co-menzóse a reír y a hacer como que quería escu-pirme. Yo, que temí que lo hiciese, dije:

-Tené, güésped, que no soyEcce-Homo.Nunca lo dijera, porque me dio dos libras de

porrazos, dándome sobre los hombros con laspesas que tenía. Con esta ayuda de costa, me-dio derrengado, subí arriba; y en buscar pordónde asir la sotana y el manteo para quitárme-los, se pasó mucho rato. Al fin, le quité y meeché en la cama, y colguélo en una azutea. Vinomi amo y, como me halló durmiendo y no sabíala asquerosa aventura, enojóse y comenzó adarme repelones, con tanta prisa, que, a dosmás, despierto calvo. Levantéme dando voces yquejándome, y él, con más cólera, dijo:

-¿Es buen modo de servir ése, Pablos? Ya esotra vida.

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Yo, cuando oí decir "otra vida", entendí queera ya muerto, y dije:

-Bien me anima V. Md. en mis trabajos. Veacuál está aquella sotana y manteo, que ha ser-vido de pañizuelo a las mayores narices que sehan visto jamás en paso, y mire estas costillas.

Y con esto, empecé a llorar. êl, viendo mi llan-to, creyólo, y, buscando la sotana y viéndola,compadecióse de mí y dijo:

-Pablo, abre el ojo que asan carne. Mira por ti,que aquí no tienes otro padre ni madre.

Contéle todo lo que había pasado, y mandó-me desnudar y llevar a mi aposento (que eradonde dormían cuatro criados de los güéspedesde casa). Acostéme y dormí; y con esto, a lanoche, después de haber comido y cenado bien,me hallé fuerte y ya como si no hubiera pasadopor mí nada. Pero, cuando comienzan desgra-cias en uno, parece que nunca se han de acabar,que andan encadenadas, y unas traían a otras.Viniéronse a acostar los otros criados y, sa-ludándome todos, me preguntaron si estaba

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malo y cómo estaba en la cama. Yo les conté elcaso y, al punto, como si en ellos no hubieramal ninguno, se empezaron a santiguar, di-ciendo:

-No se hiciera entre luteranos. ¿Hay tal mal-dad?.

Otro decía:-El retor tiene la culpa en no poner remedio.

¿Conocerá los que eran?.Yo respondí que no, y agradecíles la merced

que me mostraban hacer. Con esto se acabaronde desnudar, acostáronse, mataron la luz, ydormíme yo, que me parecía que estaba con mipadre y mis hermanos.

Debían de ser las doce, cuando el uno dellosme despertó a puros gritos, diciendo:

-¡Ay, que me matan! ¡Ladrones!.Sonaban en su cama, entre estas voces, unos

golpazos de látigo. Yo levanté la cabeza y dije:-¿Qué es eso?.Y apenas la descubrí, cuando con una maro-

ma me asentaron un azote con hijos en todas

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las espaldas. Comencé a quejarme; quísemelevantar; quejábase el otro también; dábanme amí sólo. Yo comencé a decir:

-¡Justicia de Dios!.Pero menudeaban tanto los azotes sobre mí,

que ya no me quedó (por haberme tirado lasfrazadas abajo) otro remedio sino el de meter-me debajo de la cama. Hícelo así, y, al punto,los tres que dormían empezaron a dar gritostambién. Y como sonaban los azotes, yo creíque alguno de fuera nos daba a todos. Entretanto, aquel maldito que estaba junto a mí sepasó a mi cama y proveyó en ella, y cubriólavolviéndose a la suya. Cesaron los azotes, ylevantáronse con grandes gritos todos cuatro,diciendo:

-¡Es gran bellaquería, y no ha de quedar así!.Yo todavía me estaba debajo de la cama,

quejándome como perro cogido entre puertas,tan encogido que parecía galgo con calambre.Hicieron los otros que cerraban la puerta , y yoentonces salí de donde estaba, y subíme a mi

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cama, preguntando si acaso les habían hechomal. Todos se quejaban de muerte.

Acostéme y cubríme y torné a dormir; y co-mo, entre sueños, me revolcase, cuando des-perté halléme proveído y hecho una necesaria.Levantáronse todos, y yo tomé por achaque losazotes para no vestirme. No había diablos queme moviesen de un lado. Estaba confuso, con-siderando si acaso, con el miedo y la turbación,sin sentirlo, había hecho aquella vileza, o sientre sueños. Al fin, yo me hallaba inocente yculpado, y no sabía cómo disculparme.

Los compañerons se llegaron a mí, quejándo-se y muy disimulados, a preguntarme cómoestaba; yo les dije que muy malo, porque mehabían dado muchos azotes. Preguntábales yoque qué podía haber sido, y ellos decían:

-A fee que no se escape, que el matemáticonos lo dirá. Pero, dejando esto, veamos si estáisherido, que os quejábades mucho.

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Y diciendo esto, fueron a levantar la ropa condeseo de afrentarme. En esto, mi amo entródiciendo:

-¿Es posible, Pablos, que no he de poder con-tigo? Son las ocho ¿y estáste en la cama?¡Levántate enhoramala!.

Los otros, por asegurarme, contaron a donDiego el caso todo, y pidiéronle que me dejasedormir. Y decía uno:

-Y si V. Md. no lo cree, levantá, amigo.Y agarraba de la ropa. Yo la tenía asida con

los dientes por no mostrar la caca. Y cuandoellos vieron que no había remedio por aquelcamino, dijo uno:

-¡Cuerpo de Dios, y cómo hiede!.Don Diego dijo lo mismo, porque era verdad,

y luego, tras él, todos comenzaron a mirar sihabía en el aposento algún servicio. Decían queno se podía estar allí. Dijo uno:

-¡Pues es muy bueno esto para haber de estu-diar!.

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Miraron las camas, y quitáronlas para ver de-bajo, y dijeron:

-Sin duda debajo de la de Pablos hay algo;pasémosle a una de las nuestras, y miremosdebajo della.

Yo, que veía poco remedio en el negocio yque me iban a echar la garra, fingí que me hab-ía dado mal de corazón: agarréme a los palos,hice visajes... Ellos, que sabían el misterio, apre-taron conmigo, diciendo:

-¡Gran lástima!.Don Diego me tomó el dedo del corazón y, al

fin, entre los cinco me levantaron. Y al alzar lassábanas, fue tanta la risa de todos (viendo losrecientes no ya palominos sino palomos gran-des) que se hundía el aposento.

-¡Pobre dél! - decían los bellacos (yo hacía deldesmayado)-; tírele V. Md. mucho de ese dedodel corazón.

Y mi amo, entendiendo hacerme bien, tantotiró que me le desconcertó. Los otros trataronde darme un garrote en los muslos, y decían:

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-El pobrecito agora sin duda se ensució,cuando le dio el mal.

¡Quién dirá lo que yo sentía, lo uno con lavergüenza, descoyuntado un dedo, y a peligrode que me diesen garrote! Al fin, de miedo deque me le diesen (que ya me tenían los cordelesen los muslos), hice que había vuelto, y porpresto que lo hice (como los bellacos iban conmalicia), ya me habían hecho dos dedos de se-ñal en cada pierna. Dejáronme diciendo:

-¡Jesús, y que flaco sois!.Yo lloraba de enojo, y ellos decían adrede:-Más va en vuestra salud que en haberos en-

suciado. Callá.Y con esto me pusieron en la cama, después

de haberme lavado, y se fueron.Yo no hacía a solas sino considerar cómo casi

era peor lo que había pasado en Alcalá en undía, que todo lo que me sucedió con Cabra. Amediodía me vestí, limpié la sotana lo mejorque pude, lavándola como gualdrapa, yaguardé a mi amo que, en llegando, me pre-

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guntó cómo estaba. Comieron todos los de lacasa y yo, aunque poco y de mala gana. Y des-pués, juntándonos todos a parlar en el corredor,los otros criados, después de darme vaya, de-clararon la burla. Riéronla todos, doblóse miafrenta, y dije entre mí: -"Avisón, Pablos, aler-ta". Propuse de hacer nueva vida, y con esto,hechos amigos, vivimos de allí adelante todoslos de la casa como hermanos, y en las escuelasy patios nadie me inquietó más.

CAPITULO VIDe las crueldades de la ama, y travesuras

que hizo

"Haz como vieres" dice el refrán, y dice bien.De puro considerar en él, vine a resolverme deser bellaco con los bellacos, y más, si pudiese,que todos. No sé si salí con ello, pero yo asegu-ro a V. Md. que hice todas las diligencias posi-bles.

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Lo primero, yo puse pena de la vida a todoslos cochinos que se entrasen en casa, y a lospollos de la ama que del corral pasasen a miaposento. Sucedió que, un día, entraron dospuercos del mejor garbo que vi en mi vida. Yoestaba jugando con los otros criados, y oílosgruñir, y dije al uno:

-Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa.Fue, y dijo que dos marranos. Yo que lo oí,

me enojé tanto que salí allá diciendo que eramucha bellaquería y atrevimiento venir a gru-ñir a casa ajena. Y diciendo esto, envásole acada uno a puerta cerrada la espada por lospechos, y luego los acogotamos. Porque no seoyese el ruido que hacían, todos a la par dába-mos grandísimos gritos como que cantábamos,y así espiraron en nuestras manos. Sacamos losvientres, recogimos la sangre, y a puros jergo-nes los medio chamuscamos en el corral, desuerte que, cuando vinieron los amos, ya estabatodo hecho aunque mal, si no eran los vientres,que aún no estaban acabadas de hacer las mor-

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cillas. Y no por falta de prisa, en verdad, que,por no detenernos, las habíamos dejado la mi-tad de lo que ellas se tenían dentro, y nos lascomimos las más como se las traía hechas elcochino en la barriga.

Supo, pues, don Diego el caso, y enojóseconmigo de manera que obligó a los huéspedes(que de risa no se podían valer) a volver pormí. Preguntábame don Diego que qué había dedecir si me acusaban y me prendía la justicia. Alo cual respondí yo que me llamaría a hambre,que es el sagrado de los estudiantes; y que, sino me valiese, diría que, como se entraron sinllamar a la puerta como en su casa, que entendíque eran nuestros. Riéronse todos de las dis-culpas. Dijo don Diego:

-A fee, Pablos, que os hacéis a las armas.Era de notar ver a mi amo tan quieto y reli-

gioso, y a mí tan travieso, que el uno exagerabaal otro o la virtud o el vicio.

No cabía el ama de contento conmigo, porqueéramos dos al mohíno: habíamonos conjurado

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contra la despensa. Yo era el despensero Judas,de botas a bolsa, que desde entonces hereda nosé qué amor a la sisa este oficio. La carne noguardaba en manos de la ama la orden retórica,porque siempre iba de más a menos; no eranada carnal, antes, de puro penitente estaba enlos güesos. Y la vez que podía echar cabra uoveja, no echaba carnero, y si había güesos, noentraba cosa magra. Era cercenadora de por-ciones como de moneda, y así hacía unas ollaséticas de puro flacas, unos caldos que, a estarcuajados, se pudieran hacer sartas de cristaldellos. Las Pascuas, por diferenciar, para queestuviese gorda la olla, solía echar cabos de velade sebo y así decía que estaban sus ollas gordaspor el cabo. Y era verdad según me lo parló unpabilo que yo masqué un día. Ella decía, cuan-do yo estaba delante:

-Mi amo, por cierto que no hay servicio comoel de Pablicos, si él no fuese travieso; consérveleV. Md., que bien se le puede sufrir el ser bella-quillo por la fidelidad; lo mejor de la plaza tray.

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Yo, por el consiguiente, decía della lo mismo,y así teníamos engañada la casa. Si se comprabaaceite de por junto, carbón o tocino, escondía-mos la mitad, y cuando nos parecía, decíamosel ama y yo:

-Modérese V. Md. en el gasto, que en verdadque, si se dan tanta prisa, no baste la haciendadel Rey. Ya se ha acabado el aceite o el carbón.Pero tal prisa le han dado. Mande V. Md. com-prar más, y a fee que se ha de lucir de otra ma-nera. Denle dineros a Pablicos.

Dábanmelos y vendíamosles la mitad sisada,y, de lo que comprábamos, sisábamos la otramitad; y esto era en todo. Y si alguna vez com-praba yo algo en la plaza por lo que valía, reñ-íamos adrede el ama y yo. Ella decía:

-No me digas a mí, Pablicos, que estos sondos cuartos de ensalada.

Yo hacía que lloraba, daba voces, íbame aquejar a mi señor, y apretábale para que inviaseal mayordomo a sabello, para que callase laama, que adrede porfiaba. Iban y sabíanlo, y

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con esto asegurábamos al amo y al mayordo-mo, y quedaban agradecidos, en mí a las obras,y en el ama al celo de su bien. Decíale don Die-go, muy satisfecho de mí:

-¡Así fuese Pablicos aplicado a virtud como esde fiar! ¿Toda esta es la lealtad que me decísvos dél?.

Tuvímoslos desta manera, chupándolos comosanguijuelas. Yo apostaré que V. Md. se espan-ta de la suma de dinero que montaba al cabodel año. Ello mucho debió de ser, pero no debíaobligar a restitución, porque el ama confesaba ycomulgaba de ocho a ocho días, y nunca la virastro de imaginación de volver nada ni hacerescrúpulo, con ser, como digo, una santa.

Traía un rosario al cuello siempre, tan grande,que era más barato llevar un haz de leña a cues-tas. Dél colgaban muchos manojos de imágines,cruces y cuentas de perdones que hacían ruidode sonajas. Bendecía las ollas y al espumar hac-ía cruces con el cucharón. Yo pienso que lasconjuraba por sacarles los espíritus ya que no

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tenían carne. En todas las imágines decía querezaba cada noche por sus bienhechores; conta-ba ciento y tantos santos abogados suyos, y enverdad que había menester todas estas ayudaspara desquitarse de lo que pecaba. Acostábaseen un aposento encima del de mi amo, y rezabamas oraciones que un ciego. Entraba por elJustoJuez y acababa en elConquibules, que ella decía,y en laSalve Rehína. Decía las oraciones en latín,adrede, por fingirse inocente, de suerte que nosdespedazábamos de risa todos. Tenía otrashabilidades; era conqueridora de voluntades ycorchete de gustos, que es lo mismo que alca-güeta; pero disculpábase conmigo diciendo quele venía de casta, como al rey de Francia sanarlamparones.

¿Pensará V. Md. que siempre estuvimos enpaz? Pues ¿quién ignora que dos amigos, comosean cudiciosos, si están juntos, se han de pro-curar engañar el uno al otro? "êsta ha de serruin conmigo, pues lo es con su amo", decía yoentre mí; ella debía de decir lo mismo porque

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chocamos de embuste el uno con el otro, y porpoco se descubriera la hilaza. Quedamos ene-migos como gatos, y gatos, que en despensa espeor que gatos y perros.

Yo, que me vi ya mal con el ama, y que no lapodía burlar, busqué nuevas trazas de holgar-me, y di en lo que llaman los estudiantes correro arrebatar. En esto me sucedieron cosas gra-ciosísimas, porque yendo una noche a las nue-ve (que anda poca gente) por la calle Mayor, viuna confitería, y en ella un cofín de pasas sobreel tablero, y, tomando vuelo, vine a agarrarle ydi a correr. El confitero dio tras mí, y otroscriados y vecinos. Yo, como iba cargado, vi que,aunque les llevaba ventaja, me habían de alcan-zar, y, al volver una esquina, sentéme sobre él,y envolví la capa a la pierna de presto, y em-pecé a decir, con la pierna en la mano, fingién-dome pobre:

-¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha pisado!.Oyéronme esto y, en llegando, empecé a de-

cir: "Por tan alta Señora", y lo ordinario de la

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hora menguada y aire corrupto. Ellos se veníandesgañifando, y dijéronme:

-¿Va por aquí un hombre, hermano?-Ahí adelante, que aquí me pisó, loado sea el

Señor.Arrancaron con esto, y fuéronse; quedé solo,

llevéme el cofín a casa, conté la burla, y no qui-sieron creer que había sucedido así, aunque locelebraron mucho. Por lo cual, los convidé paraotra noche a verme correr cajas. Vinieron, yadvirtiendo ellos que estaban las cajas dentro latienda, y que no las podía tomar con la mano,tuviéronlo por imposible, y más por estar elconfitero, por lo que sucedió al otro de las pa-sas, alerta. Vine, pues, y metiendo doce pasosatrás de la tienda mano a la espada, que era unestoque recio, partí corriendo, y, en llegando ala tienda, dije: -"¡Muera!". Y tiré una estocadapor delante del confitero. êl se dejó caer pi-diendo confesión, y yo di la estocada en unacaja, y la pasé y saqué en la espada, y me fuicon ella. Quedáronse espantados de ver la tra-

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za, y muertos de risa de que el confitero decíaque le mirasen, que sin duda le había herido, yque era un hombre con quien él había tenidopalabras. Pero, volviendo los ojos, como queda-ron desbaratas, al salir de la caja, las que esta-ban alrededor, echó de ver la burla, y empezó asantiguarse que no pensó acabar. Confieso quenunca me supo cosa tan bien.

Decían los compañeros que yo solo podía sus-tentar la casa con lo que corría, que es lo mismoque hurtar, en nombre revesado. Yo, como eramuchacho y oía que me alababan el ingenio conque salía destas travesuras, animábame parahacer muchas más. Cada día traía la pretinallena de jarras de monjas, que les pedía parabeber y me venía con ellas; introduje que nodiesen nada sin prenda primero.

Y así, prometí a don Diego y a todos los com-pañeros, de quitar una noche las espadas a lamesma ronda. Señalóse cúal había de ser, yfuimos juntos, yo delante, y en columbrando la

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justicia, lleguéme con otro de los criados decasa, muy alborotado, y dije:

-¿Justicia?Respondieron:-Sí.-¿Es el corregidor?Dijeron que sí. Hínqueme de rodillas y dije:-Señor, en sus manos de V. Md. está mi re-

medio y mi venganza, y mucho provecho de larepública; mande V Md. oírme dos palabras asolas, si quiere una gran prisión.

Apartóse; ya los corchetes estaban empuñan-do las espadas y los alguaciles poniendo manoa las varitas. Yo le dije:

-Señor, yo he venido desde Sevilla siguiendoseis hombres los más facinorosos del mundo,todos ladrones y matadores de hombres, y en-tre ellos viene uno que mató a mi madre y a unhermano mío por saltearlos, y le está probadoesto; y vienen acompañando, según los he oídodecir, a una espía francesa; y aun sospecho porlo que les he oído, que es...(y bajando más la

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voz dije) Antonio Pérez. Con esto, el corregidordio un salto hacia arriba, y dijo:

-¿Y dónde están?-Señor, en la casa pública; no se detenga V.

Md., que las ánimas de mi madre y hermano selo pagarán en oraciones, y el rey acá.

-¡Jesús! -dijo-, no nos detengamos. ¡Hola, se-guidme todos! Dadme una rodela.

Yo entonces le dije, tornándole a apartar:-Señor, perderse ha V. Md. si hace eso, por-

que antes importa que todos V. Mds. entren sinespadas, y uno a uno, que ellos están en losaposentos y traen pistoletes, y en viendo entrarcon espadas, como saben que no la puede traersino la justicia, dispararán. Con dagas es mejor,y cogerlos por detrás los brazos, que demasia-dos vamos.

Cuadróle al corregidor la traza, con la cudiciade la prisión. En esto llegamos cerca, y el corre-gidor, advertido, mandó que debajo de unasyerbas pusiesen todos las espadas escondidasen un campo que está enfrente casi de la casa;

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pusiéronlas y caminaron. Yo, que había avisadoal otro que ellos dejarlas y él tomarlas y pescar-se a casa fuese todo uno, hízolo así; y, al entrartodos, quedéme atrás el postrero; y, en entran-do ellos mezclados con otra gente que entraba,di cantonada y emboquéme por una callejuelaque va a dar a la Vitoria, que no me alcanzaraun galgo.

Ellos que entraron y no vieron nada, porqueno había sino estudiantes y pícaros (que es todouno), comenzaron a buscarme, y, no hallándo-me, sospecharon lo que fue; y yendo a buscarsus espadas, no hallaron media. ¿Quién contaralas diligencias que hizo con el retor el corregi-dor? Aquella noche anduvieron todos los pa-tios, reconociendo las caras y mirando las ar-mas. LLegaron a casa, y yo, porque no me co-nociesen, estaba echado en la cama con un to-cador y con una vela en la mano y un Cristo enla otra, y un compañero clérigo ayudándome amorir, y los demás rezando las letanías. Llegóel retor y la justicia, y viendo el espectáculo, se

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salieron, no persuadiéndose que allí pudierahaber habido lugar para cosa. No miraron na-da, antes el retor me dijo un responso; preguntósi estaba ya sin habla, y dijéronle que sí; y contanto, se fueron desesperados de hallar rastro,jurando el retor de remitirle si le topasen, y elcorregidor de ahorcarle fuese quien fuese. Le-vantéme de la cama, y hasta hoy no se ha aca-bado de solenizar la burla en Alcalá.

Y por no se largo, dejo de contar cómo hacíamonte la plaza del pueblo, pues de cajones detundidores y plateros y mesas de fruteras (quenunca se me olvidará la afrenta de cuando fuirey de gallos) sustentaba la chimenea de casatodo el año. Callo las pinsiones que tenía sobrelos habares, viñas y güertos, en todo aquello dealrededor. Con estas y otras cosas, comencé acobrar fama de travieso y agudo entre todos.Favorecíanme los caballeros, y apenas me deja-ban servir a don Diego, a quien siempre tuve elrespeto que era razón por el mucho amor queme tenía.

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CAPITULO VIIDe la ida de don Diego, y nuevas de la

muerte de su padre y madre, y la resoluciónque tomó en sus cosas para adelante.

En este tiempo, vino a don Diego una carta desu padre, en cuyo pliego venía otra de un tíomío llamado Alonso Ramplón, hombre allega-do a toda virtud y muy conocido en Segoviapor lo que era allegado a la justicia, pues cuan-tas allí se habían hecho, de cuarenta años a estaparte, han pasado por sus manos. Verdugo era,si va a decir la verdad, pero una águila en eloficio; vérsele hacer daba gana a uno de dejarseahorcar. êste, pues, me escribió una carta a Al-calá, desde Segovia, en esta forma:

"Hijo Pablos (que por el mucho amor que metenía me llamaba así), las ocupaciones grandesdesta plaza en que me tiene ocupado Su Majes-tad, no me han dado lugar a hacer esto; que sialgo tiene malo el servir al Rey, es el trabajo,

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aunque se desquita con esta negra honrilla deser sus criados.

Pésame de daros nuevas de poco gusto. Vues-tro padre murió ocho días ha, con el mayorvalor que ha muerto hombre en el mundo;dígolo como quien lo guindó. Subió en el asnosin poner pie en el estribo; veníale el sayo va-quero que parecía haberse hecho para él, y,como tenía aquella presencia, nadie le veía conlos cristos delante, que no le juzgase por ahor-cado. Iba con gran desenfado, mirando a lasventanas y haciendo cortesías a los que dejabansus oficios por mirarle; hízose dos veces losbigotes; mandaba descansar a los confesores, yíbales alabando lo que decían bueno.

Llegó a la N de palo, puso el un pie en la es-calera, no subió a gatas ni despacio y, viendoun escalón hendido, volvióse a la justicia, y dijoque mandase aderezar aquél para otro, que notodos tenían su hígado. No os sabré encarecercuán bien pareció a todos.

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Sentóse arriba, tiró las arrugas de la ropaatrás, tomó la soga y púsola en la nuez. Y vien-do que el teatino le quería predicar, vuelto a él,le dijo: -"Padre, yo lo doy por predicado; vayaun poco de Credo, y acabemos presto, que noquerría parecer prolijo". Hízose así; enco-mendóme que le pusiese la caperuza de lado yque le limpiase las barbas. Yo lo hice así. Cayósin encoger las piernas ni hacer gesto; quedócon una gravedad que no había más que pedir.Hícele cuartos, y dile por sepoltura los caminos.Dios sabe lo que a mí me pesa de verle en ellos,haciendo mesa franca a los grajos. Pero yo en-tiendo que los pasteleros desta tierra nos conso-larán, acomodándole en los de a cuatro.

De vuestra madre, aunque está viva agora,casi os puedo decir lo mismo, porque está presaen la Inquisición de Toledo, porque desenterra-ba los muertos sin ser murmuradora. Halláron-la en su casa más piernas, brazos y cabezas queen una capilla de milagros. Y lo menos que hac-ía era sobrevirgos y contrahacer doncellas. Di-

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cen que representará en un auto el día de laTrinidad, con cuatrocientos de muerte. Pésameque nos deshonra a todos, y a mi principalmen-te, que, al fin, soy ministro del Rey, y me estánmal estos parentescos.

Hijo, aquí ha quedado no sé qué hacienda es-condida de vuestros padres; será en todo hastacuatrocientos ducados. Vuestro tío soy, y lo quetengo ha de ser para vos. Vista ésta, os podéisvenir aquí, que, con lo que vos sabéis de latín yretórica, seréis singular en el arte de verdugo.Respondedme luego, y, entre tanto, Dios osguarde"

No puedo negar que sentí mucho la nuevaafrenta, pero holguéme en parte (tanto puedenlos vicios en los padres, que consuela[n] de susdesgracias, por grandes que sean, a los hijos).Fuime corriendo a don Diego, que estaba le-yendo la carta de su padre, en que le mandabaque se fuese y que no me llevase en su compañ-ía, movido de las travesuras mías que habíaoído decir. Díjome que se determinaba ir, y

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todo lo que le mandaba su padre, que a él lepesaba de dejarme, y a mí más; díjome que meacomodaría con otro caballero amigo suyo, pa-ra que le sirviese. Yo, en esto, riéndome, le dije:

-Señor, ya soy otro, y otros mis pensamientos;más alto pico, y más autoridad me importa te-ner. Porque, si hasta agora tenía como cada cualmi piedra en el rollo, agora tengo mi padre.

[Declaréle] cómo había muerto tan honrada-mente como el más estirado, cómo le trincharony le hicieron moneda, cómo me había escrito miseñor tío, el verdugo, desto y de la prisioncillade mama, que a él, como a quien sabía quien yosoy, me pude descubrir sin vergüenza. Las-timóse mucho y preguntóme que qué pensabahacer. Dile cuenta de mis determinaciones; ycon tanto, al otro día, él se fue a Segovia hartotriste, y yo me quedé en la casa disimulando midesventura.

Quemé la carta porque, perdiéndoseme aca-so, no la leyese alguien, y comencé a disponermi partida para Segovia, con fin de cobrar mi

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hacienda y conocer mis parientes, para huirdellos.

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LIBRO SEGUNDO

CAPITULO IDel camino de Alcalá para Segovia, y de lo

que le sucedió en él hasta Rejas donde durmióaquella noche

LLegó el día de apartarme de la mejor vidaque hallo haber pasado. Dios sabe lo que sentíel dejar tantos amigos y apasionados, que eransin número. Vendí lo poco que tenía, de secre-to, para el camino, y, con ayuda de unos em-bustes, hice hasta seiscientos reales. Alquiléuna mula y salíme de la posada, adonde ya notenía que sacar más de mi sombra. ¿Quién con-tara las angustias del zapatero por lo fiado, lassolicitudes del ama por el salario, las voces delgüésped de la casa por el arrendamiento? Unodecía: -"¡Siempre me lo dijo el corazón!"; otro: -"¡Bien me decían a mí que éste era un trampis-ta!". Al fin, yo salí tan bienquisto del pueblo,que dejé con mi ausencia a la mitad dél lloran-

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do, y a la otra mitad riéndose de los que llora-ban.

Yo me iba entretiniendo por el camino, consi-derando en estas cosas, cuando, pasado Torote,encontré con un hombre en un macho de albar-da, el cual iba hablando entre sí con muy granprisa, y tan embebecido, que, aun estando a sulado, no me vía. Saludéle y saludóme; pre-guntéle dónde iba, y después que nos pagamoslas respuestas, comenzamos luego a tratar de sibajaba el turco y de las fuerzas del Rey. Co-menzó a decir de qué manera se podía conquis-tar la Tierra Santa, y cómo se ganaría Argel, enlos cuales discursos eché de ver que era locorepúblico y de gobierno.

Proseguimos en la conversación (propia depícaros), y venimos a dar, de una cosa en otra,en Flandes. Aquí fue ello, que empezó a suspi-rar y a decir:

-Más me cuestan a mí esos estados que alRey, porque ha catorce años que ando con un

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arbitrio que, si como es imposible no lo fuera,ya estuviera todo sosegado.

-¿Qué cosa puede ser -le dije yo- que, convi-niendo tanto, sea imposible y no se puedahacer?.

-¿Quién le dice a V. Md. -dijo luego- que nose puede hacer?; hacerse puede, que ser impo-sible es otra cosa. Y si no fuera por dar pesa-dumbre, le contara a V. Md. lo que es; pero alláse verá, que agora lo pienso imprimir con otrostrabajillos, entre los cuales le doy al Rey modode ganar a Ostende por dos caminos.

Roguéle que me los dijese, y, al punto, sacan-do de las faldriqueras un gran papel, memostró pintado el fuerte del enemigo y el nues-tro, y dijo:

-Bien ve V. Md. que la dificultad de todo estáen este pedazo de mar; pues yo doy orden dechuparle todo con esponjas, y quitarle de allí.

Di yo con este desatino una gran risada, y élentonces, mirándome a la cara, me dijo:

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-A nadie se lo he dicho que no haya hechootro tanto, que a todos les da gran contento.

-Ese tengo yo, por cierto -le dije-, de oír cosatan nueva y tan bien fundada, pero advierta V.Md. que ya que chupe el agua que hubiere en-tonces, tornará luego la mar a echar más.

-No hará la mar tal cosa, que lo tengo yo esomuy apurado -me respondió-, y no hay quetratar; fuera de que yo tengo pensada una in-vención para hundir la mar por aquella partedoce estados.

No le osé replicar de miedo que me dijese quetenía arbitrio para tirar el cielo acá bajo. No vien mi vida tan gran orate. Decíame que Joanelono había hecho nada, que él trazaba agora desubir toda el agua de Tajo a Toledo de otra ma-nera más fácil. Y sabido lo que era, dijo que porensalmo: ¡Mire V. Md. quién tal oyó en el mun-do! Y, al cabo, me dijo:

-Y no lo pienso poner en ejecución, si primeroel Rey no me da una encomienda, que la puedo

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tener muy bien, y tengo una ejecutoria muyhonrada.

Con estas pláticas y desconciertos, llegamos aTorrejón, donde se quedó, que venía a ver unaparienta suya.

Yo pasé adelante, pereciéndome de risa de losarbitrios en que ocupaba el tiempo, cuando,Dios y enhorabuena, desde lejos, vi una mulasuelta, y un hombre junto a ella a pie, que, mi-rando a un libro, hacía unas rayas que medíacon un compás. Daba vueltas y saltos a un ladoy a otro, y de rato en rato, poniendo un dedoencima de otro, hacía con ellos mil cosas sal-tando. Yo confieso que entendí por gran rato(que me paré desde lejos a vello) que era encan-tador, y casi no me determinaba a pasar. Al fin,me determiné, y, llegando cerca, sintióme, cerróel libro, y, al poner el pie en el estribo, resbaló-sele y cayó. Levantéle, y dijome:

-No tomé bien el medio de proporción parahacer la circunferencia al subir.

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Yo no le entendí lo que me dijo y luego temílo que era, porque más desatinado hombre noha nacido de las mujeres. Preguntóme si iba aMadrid por línea recta, o si iba por camino cir-cunflejo. Yo, aunque no lo entendí, le dije quecircunflejo. Preguntóme cúya era la espada quellevaba al lado. Respondíle que mía, y, mirán-dola, dijo:

-Esos gavilanes habían de ser más largos, pa-ra reparar los tajos que se forman sobre el cen-tro de las estocadas.

Y empezó a meter una parola tan grande, queme forzó a preguntarle qué materia profesaba.Díjome que él era diestro verdadero, y que loharía bueno en cualquiera parte. Yo, movido arisa, le dije:

-Pues, en verdad, que por lo que yo vi hacer aV. Md. en el campo denantes, que más le teníapor encantador, viendo los círculos.

-Eso -me dijo- era que se me ofreció una tretapor el cuarto cículo con el compás mayor, con-tinuando la espada para matar sin confesión al

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contrario, porque no diga quién lo hizo, y esta-ba poniéndolo en términos de matemática.

-¿Es posible -le dije yo- que hay matemáticaen eso?

-No solamente matemática -dijo-, mas teolog-ía, filosofía, música y medicina.

-Esa postrera no lo dudo, pues se trata de ma-tar en esa arte.

-No os burleis -me dijo-, que agora aprendoyo la limpiadera contra la espada, haciendo lostajos mayores, que comprehenden en sí las as-pirales de la espada.

-No entiendo cosa de cuantas me decís, chicani grande.

-Pues este libro las dice -me respondió-, quese llamaGrandezas de la espada, y es muy buenoy dice milagros; y, para que lo creáis, en Rejasque dormiremos esta noche, con dos asadoresme veréis hacer maravillas. Y no dudéis quecualquiera que leyere en este libro, matará atodos los que quisiere.

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-U ese libro enseña a ser pestes a los hombres,u le compuso algún dotor.

-¿Cómo dotor? Bien lo entiende -me dijo-: esun gran sabio, y aun, estoy por decir, más".

En estas pláticas, llegamos a Rejas. Apeámo-nos en una posada y, al apearnos, me advirtiócon grandes voces que hiciese un ángulo obtu-so con las piernas, y que, reduciéndolas a líneasparalelas, me pusiese perpendicular en el suelo.El güésped, que me vio reír y le vio, preguntó-me que si era indio aquel caballero, que habla-ba de aquella suerte. Pensé con esto perder eljuicio. LLegóse luego al güésped, y díjole:

-Señor, déme dos asadores para dos o tresángulos, que al momento se los volveré.

-¡Jesús! -dijo el güésped-, déme V. Md. acá losángulos, que mi mujer los asará; aunque avesson que no las he oído nombrar.

-¡Qué! ¡No son aves!"; dijo volviéndose a mí:Mire V. Md. lo que es no saber. Déme los asa-dores, que no los quiero sino para esgrimir; que

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quizá le valdrá más lo que me viere hacer hoy,que todo lo que ha ganado en su vida.

En fin, las asadores estaban ocupados, yhubimos de tomar dos cucharones. No se havisto cosa tan digna de risa en el mundo. Dabaun salto y decía:

-Con este compás alcanzo más, y gano losgrados del perfil. Ahora me aprovecho del mo-vimiento remiso para matar el natural. êstahabía de ser cuchillada, y éste tajo.

No llegaba a mí desde una legua, y andabaalrededor con el cucharón, y, como yo me esta-ba quedo, parecían tretas contra olla que sesale. Díjome al fin:

-Esto es lo bueno, y no las borracherías queenseñan estos bellacos maestros de esgrima,que no saben sino beber.

No lo había acabado de decir, cuando de unaposento salió un mulatazo mostrando las pre-sas, con un sombrero enjerto en guardasol, y uncoleto de ante debajo de una ropilla suelta yllena de cintas, zambo de piernas a lo águila

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imperial, la cara con unper signum crucis de ini-micis suis, la barba de ganchos, con unos bigotesde guardamano, y una daga con más rejas queun locutorio de monjas. Y, mirando al suelo,dijo:

-Yo soy examinado y traigo la carta, y, por elsol que calienta los panes, que haga pedazos aquien tratare mal a tanto buen hijo como profe-sa la destreza.

Yo que vi la ocasión, metíme en medio, y dijeque no hablaba con él, y que así no tenía porqué picarse.

-Meta mano a la blanca si la trai, y apuremoscuál es verdadera destreza, y déjese de cucha-rones.

El pobre de mi compañero abrió el libro, y di-jo en altas voces:

-Este libro lo dice, y está impreso con licenciadel Rey, y yo sustentaré que es verdad lo quedice, con el cucharón y sin el cucharón, aquí yen otra parte, y, si no, midámoslo.

Y sacó el compás, y empezó a decir:

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-Este ángulo es obtuso.Y entonces, el maestro sacó la daga, y dijo:-Yo no sé quién es Angulo ni Obtuso, ni en mi

vida oí decir tales hombres; pero, con ésta en lamano, le haré yo pedazos.

Acometió al pobre diablo, el cual empezó ahuir, dando saltos por la casa, diciendo:

-No me puede dar, que le he ganado los gra-dos del perfil.

Metímoslos en paz el güésped y yo y otragente que había, aunque de risa no me podíamover.

Metieron al buen hombre en su aposento, y amí con él; cenamos, y acostámonos todos los dela casa. Y, a las dos de la mañana, levántase encamisa, y empieza a andar a escuras por el apo-sento, dando saltos y diciendo en lengua ma-temática mil disparates. Despertóme a mí, y, nocontento con esto, bajó al güésped para que lediese luz, diciendo que había hallado objeto fijoa la estocada sagita por la cuerda. El güésped sedaba a los diablos de que lo despertase, y tanto

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le molestó, que le llamó loco. Y con esto, se su-bió y me dijo que, si me quería levantar, veríala treta tan famosa que había hallado contra elturco y sus alfanjes. Y decía que luego se laquería ir a enseñar al Rey, por ser en favor delos católicos.

En esto, amaneció; vestímonos todos, paga-mos la posada, hicímoslos amigos a él y al ma-estro, el cual se apartó diciendo que el libro quealegaba mi compañero era bueno, pero quehacía más locos que diestros, porque los más nole entendían.

CAPITULO IIDe lo que le sucedió hasta llegar a Madrid,

con un poeta

Yo tomé mi camino para Madrid, y él se des-pidió de mí por ir diferente jornada. Y ya queestaba apartado, volvió con gran prisa, y,llamándome a voces, estando en el campo don-de no nos oía nadie, me dijo al oído:

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-Por vida de V. Md., que no diga nada de to-dos los altísimos secretos que le he comunicadoen materia de destreza, y guárdelo para sí, puestiene buen entendimiento.

Yo le prometí de hacerlo; tornóse a partir demí, y yo empecé a reírme del secreto tan gracio-so.

Con esto, caminé más de una legua que notopé persona. Iba yo entre mí pensando en lasmuchas dificultades que tenía para profesarhonra y virtud, pues había menester tapar pri-mero la poca de mis padres, y luego tener tanta,que me desconociesen por ella. Y parecíanme amí tan bien estos pensamientos honrados, queyo me los agradecía a mí mismo. Decía a solas:"Más se me ha de agradecer a mí, que no hetenido de quien aprender virtud, ni a quienparecer en ella, que al que la hereda de susagüelos".

En esta razones y discursos iba, cuando topéun clérigo muy viejo en una mula, que iba ca-mino de Madrid. Trabamos plática, y luego me

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preguntó que de dónde venía; yo le dije que deAlcalá.

-Maldiga Dios -dijo él- tan mala gente comohay en ese pueblo, pues falta entre todos unhombre de discurso.

Preguntéle que cómo o por qué se podía decirtal de lugar donde asistían tantos doctos varo-nes. Y él, muy enojado dijo:

-¿Doctos? Yo le diré a V. Md. que tan doctos,que habiendo más de catorce años que hago yoen Majalahonda (donde he sido sacristán) laschanzonetas al Corpus y al Nacimiento, no mepremiaron en el cartel unos cantarcicos; y por-que vea V. Md. la sinrazón, se los he de leer,que yo sé que se holgará.

Y diciendo y haciendo, desenvainó una re-tahíla de coplas pestilenciales, y por la primera,que era ésta, se conocerán las demás:

Pastores, ¿no es lindo chiste,que es hoy el señor san Corpus Criste?Hoy es el día de las danzasen que el Cordero sin mancilla

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tanto se humilla,que visita nuestras panzas,y entre estas bienaventuranzasentra en el humano buche.Suene el lindo sacabuche,pues nuestro bien consiste.Pastores, ¿no es lindo chiste?-¿Qué pudiera decir más -me dijo- el mismo

inventor de los chistes? Mire qué misterios en-cierra aquella palabra pastores: más me costó deun mes de estudio.

Yo no pude con esto tener la risa, que a bor-bollones se me salía por los ojos y narices, y,dando una gran carcajada, dije:

-¡Cosa admirable! Pero sólo reparo en quellama V. Md. señor san Corpus Criste. Y CorpusChristi no es santo, sino el día de la institucióndel Sacramento.

-¡Qué lindo es eso! -me respondió, haciendoburla-; yo le daré en el calendario, y está cano-nizado, y apostaré a ello la cabeza.

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No pude porfiar, perdido de risa de ver lasuma inorancia; antes le dije cierto que erandignas de cualquier premio, y que no habíaoído cosa tan graciosa en mi vida.

-¿No? -dijo al mismo punto-; pues oya V. Md.un pedacito de un librillo que tengo hecho a lasonce mil vírgines, adonde a cada una he com-puesto cincuenta otavas, cosa rica.

Yo, por escusarme de oír tanto millón de ota-vas, le supliqué que no me dijese cosa a lo divi-no. Y así, me comenzó a recitar una comediaque tenía más jornadas que el camino de Jeru-salén. Decíame:

-Hícela en dos días, y éste es el borrador.Y sería hasta cinco manos de papel. El título

eraEl arca de Noé. Hacíase toda entre gallos yratones, jumentos, raposas, lobos y jabalíes,como fábulas de Isopo. Yo le alabé la traza y lainvención, a lo cual me respondió:

-Ello cosa mía es, pero no se ha hecho otra talen el mundo, y la novedad es más que todo; y,

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si yo salgo con hacerla representar, será cosafamosa.

-¿Cómo se podrá representar -le dije yo-, sihan de entrar los mismos animales, y ellos nohablan?

-Esa es la dificultad, que a no haber ésa, ¿hab-ía cosa más alta? Pero yo tengo pensado dehacerla toda de papagayos, tordos y picazas,que hablan, y meter para el entremés monas.

-Por cierto, alta cosa es ésa.-Otras más altas he hecho yo -dijo- por una

mujer a quien amo. Y vea aquí novecientos yun sonetos y doce redondillas (que parecía quecontaba escudos por maravedís) hechos a lapiernas de mi dama.

Yo le dije que si se las había visto él, y díjomeque no había hecho tal por las órdenes que ten-ía, pero que iban en profecía los concetos. Yoconfieso la verdad, que aunque me holgaba deoírle, tuve miedo a tantos versos malos, y así,comencé a echar la plática a otras cosas. Decíaleque veía liebres, y él saltaba:

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-Pues empezaré por uno donde la comparo aese animal.

Y empezaba luego; y yo, por divertirle, decía:-¿No ve V. Md. aquella estrella que se ve de

día?A lo cual, dijo:-En acabando éste, le diré el soneto treinta, en

que la llamo estrella, que no parece sino quesabe los intentos dellos.

Afligíme tanto, con ver que no podía nombrarcosa a [que él] no hubiese hecho algún dispara-te, que, cuando vi que llegábamos a Madrid, nocabía de contento, entendiendo que de ver-güenza callaría; pero fue al revés, porque, pormostrar lo que era, alzó la voz entrando por lacalle. Yo le supliqué que lo dejase, poniéndolepor delante que, si los niños olían poeta, noquedaría troncho que no se viniese por sus piestras nosotros, por estar declarados por locos enuna premática que había salido contra ellos, deuno que lo fue y se recogió a buen vivir. Pidió-me que se la leyese si la tenía, muy congojado.

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Prometí de hacerlo en la posada. Fuímonos auna, donde él se acostumbraba apear, y halla-mos a la puerta más de doce ciegos. Unos leconocieron por el olor, y otros por la voz. Dié-ronle una barahúnda de bienvenido; abrazólosa todos, y luego empezaron unos a pedirle ora-ción para el Justo Juez en verso grave y sonoro,tal que provocase a gestos; otros pidieron de lasánimas; y por aquí discurrió, recibiendo ochoreales de señal de cada uno. Despidiólos, ydíjome:

-Más me han de valer de trecientos reales losciegos; y así, con licencia de V. Md., me reco-geré agora un poco, para hacer alguna dellas, y,en acabando de comer, oiremos la premática.

¡Oh vida miserable! Pues ninguna lo es másque la de los locos que ganan de comer con losque lo son.

CAPITULO IIIDe lo que hizo en Madrid, y lo que le suce-

dió hasta llegar a Cercedilla, donde durmió

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Recogióse un rato a estudiar herejías y nece-dades para los ciegos. Entre tanto, se hizo horade comer; comimos, y luego pidióme que leleyese la premática. Yo, por no haber otra cosaque hacer, la saqué y se la leí. La cual pongoaquí, por haberme parecido aguda y conve-niente a lo que se quiso reprehender en ella.Decía en este tenor:

Premática del desengaño contra los poetasgüeros, chirles y hebenes

Diole al sacristán la mayor risa del mundo, ydijo:

-¡Hablara yo para mañana! Por Dios, que en-tendí que hablaba conmigo, y es sólo contra lospoetas hebenes.

Cayóme a mí muy en gracia oírle decir esto,como si él fuera muy albillo o moscatel. Dejé elprólogo y comencé el primer capítulo que de-cía:

"Atendiendo a que este género de sabandijasque llaman poetas son nuestros prójimos, ycristianos aunque malos; viendo que todo el

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año adoran cejas, dientes, listones y zapatilla[s],haciendo otros pecados más inormes, manda-mos que la Semana Santa recojan a todos lospoetas públicos y cantoneros, como a malasmujeres, y que los prediquen sacando Cristospara convertirlos. Y para esto señalamos casasde arrepentidos.

Item, advirtiendo los grandes buchornos quehay en las caniculares y nunca anochecidascoplas de los poetas de sol, como pasas a fuerzade los soles y estrellas que gastan en hacerlas,les ponemos perpetuo silencio en las cosas delcielo, señalando meses vedados a las musas,como a la caza y pesca, porque no se agoten conla prisa que las dan.

Item, habiendo considerado que esta seta in-fernal de hombres condenados a perpetuo con-ceto, despedazadores del vocablo y volteadoresde razones, han pegado el dicho achaque depoesía a las mujeres, declaramos que nos tene-mos por desquitados con este mal que lashemos hecho, del que nos hicieron en la man-

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zana. Y por cuanto el siglo está pobre y necesi-tado, mandamos quemar las coplas de los poe-tas, como franjas viejas, para sacar el oro, platay perlas, pues en los más versos hacen sus da-mas de todos metales, como estatuas de Nabu-cho".

Aquí no lo pudo sufrir el sacristán y, le-vantándose en pie, dijo:

-¡Mas no, sino quitarnos las haciendas! Nopase V. Md. adelante, que sobre eso pienso ir alPapa, y gastar lo que tengo. Bueno es que yo,que soy eclesiástico, había de padecer ese agra-vio. Yo probaré que las coplas del poeta clérigono están sujetas a tal premática, y luego quieroirlo a averiguar ante la justicia.

En parte me dio gana de reír, pero, por no de-tenerme, que se me hacía tarde, le dije:

-Señor, esta premática es hecha por gracia,que no tiene fuerza ni apremia, por estar faltade autoridad.

-¡Pecador de mí! -dijo muy alborotado-, avisa-ra V. Md. y hubiérame ahorrado la mayor pe-

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sadumbre del mundo. ¿Sabe V. Md. lo que eshallarse un hombre con ochocientas mil coplasde contado, y oír eso? Prosiga V. Md., y Dios leperdone el susto que me dio.

Proseguí diciendo:"Item, advirtiendo que después que dejaron

de ser moros (aunque todavía conservan algu-nas reliquias) se han metido a pastores, por locual andan los ganados flacos de beber suslágrimas, chamuscados con sus ánimas encen-didas, y tan embebecidos en su música, que nopacen, mandamos que dejen el tal oficio, seña-lando ermitas a los amigos de soledad. Y a losdemás, por ser oficio alegre y de pullas, que seacomoden en mozos de mulas".

-¡Algún puto, cornudo, bujarrón y judío -dijoen altas voces- ordenó tal cosa! Y si supieraquién era, yo le hiciera una sátira, con tales co-plas que le pesara a él y a todos cuantos lasvieran, de verlas. ¡Miren qué bien le estaría aun hombre lampiño como yo la ermita! ¡O a unhombre vinajeroso y sacristando, ser mozo de

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mulas! Ea, señor, que son grandes pesadum-bres esas.

-Ya le he dicho a V. Md. -repliqué- que sonburlas, y que las oiga como tales.

Proseguí diciendo que por estorbar los gran-des hurtos, mandábamos que no se pasasencoplas de Aragón a Castilla, ni de Italia a Espa-ña, so pena de andar bien vestido el poeta quetal hiciese, y, si reincidiese, de andar limpio unhora.

Esto le cayó muy en gracia, porque traía éluna sotana con canas, de puro vieja, y con tan-tas cazcarrias que, para enterrarle, no era me-nester más de estregársela encima. El manteo,se podían estercolar con él dos heredades.

Y así, medio riendo, le dije que mandabantambién tener entre los desesperados que seahorcan y despeñan, y que, como a tales, no lasenterrasen en sagrado, a las mujeres que seenamoran de poeta a secas. Y que, advirtiendoa la gran cosecha de redondillas, canciones ysonetos que había habido en estos años fértiles,

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mandaban que los legajos que por sus deméri-tos escapaban de las especerías, fuesen a lasnecesarias sin apelación.

Y, por acabar, llegué al postrer capítulo, quedecía así:

"Pero advirtiendo, con ojos de piedad, a quehay tres géneros de gentes en la república tansumamente miserables, que no pueden vivir sinlos tales poetas como son farsantes, ciegos ysacristanes, mandamos que pueda haber algu-nos oficiales públicos desta arte, con tal quepuedan tener carta de examen de los caciquesde los poetas que fueren en aquellas partes.Limitando a los poetas de farsantes que no aca-ben los entremeses con palos ni diablos, ni lascomedias en casamientos, ni hagan las trazascon papeles o cintas. Y a los de ciegos, que nosucedan en Tetuán los casos, desterrándolesestos vocablos:cristián, amada,humanal ypundo-nores; y mandándoles que, para decir lapresenteobra, no diganzozobra. Y a los de sacristanes, queno hagan los villancicos conGil ni Pascual, que

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no jueguen del vocablo, ni hagan los pensa-mientos de tornillo, que, mudándoles el nom-bre, se vuelvan a cada fiesta.

Y, finalmente, mandamos a todos los poetasen común que se descarten de Júpiter, Venus,Apolo y otros dioses, so pena de que lostendrán por abogados a la hora de su muerte".

A todos los que oyeron la premática pareciócuanto bien se puede decir, y todos me pidie-ron traslado de ella. Sólo el sacristanejo empezóa jurar por vida de las vísperas solenes,introiboyChiries, que era sátira contra él, por lo que de-cía de los ciegos, y que él sabía mejor lo quehabía de hacer que naide. Y últimamente dijo:

-Hombre soy yo que he estado en un aposen-to con Liñán, y he comido más de dos veces conEspinel. Y que había estado en Madrid tan cer-ca de Lope de Vega como lo estaba de mí, y quehabía visto a don Alonso de Ercilla mil veces, yque tenía en su casa un retrato del divino Fi-gueroa, y que había comprado los gregüescosque dejó Padilla cuando se metió fraile, y que

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hoy día los traía, y malos. Enseñólos, y diolesesto a todos tanta risa, que no querían salir dela posada.

Al fin, ya eran las dos, y como era forzoso elcamino, salimos de Madrid. Yo me despedí dél,aunque me pesaba, y comencé a caminar parael puerto. Quiso Dios que, porque no fuesepensando en mal, me topase con un soldado.Iba en cuerpo y en alma, el cuello en el sombre-ro, los calzones vueltos, la camisa en la espada,la espada al hombro, los zapatos en la [faldri-quera], alpargates, y medias de lienzo, sus fras-cos en la pretina y un poco de órgano en cajasde hoja de lata para papeles. Luego trabamosplática; preguntóme si venía de la Corte; dijeque de paso había estado en ella.

-No está para más -dijo luego- que es pueblopara gente ruin. Más quiero, ¡voto a Cristo!,estar en un sitio, la nieve a la cinta, hecho unreloj, comiendo madera, que sufriendo las su-percherías que se hacen a un hombre de bien. Yen llegando a ese lugarcito del diablo nos remi-

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ten a la sopa y al coche de los pobres en SanFelipe donde cada día en corrillos se hace con-sejo de estado, y guerra en pie, y desabrigada.Y en vida nos hacen soldados en pena por loscimenterios, y si pedimos entretenimiento, nosenvían a la comedia, y, si ventajas, a los jugado-res. Y con esto, comidos de piojos y güéspedas,nos volvemos en este pelo a rogar a los moros yherejes con nuestros cuerpos.

A esto le dije yo que advirtiese que en la Cor-te había de todo, y que estimaban mucho acualquier hombre de suerte.

-¿Qué estiman -dijo muy enojado- si he esta-do yo ahí seis meses pretendiendo una bande-ra, tras veinte años de servicios y haber perdidomi sangre en servicio del Rey, como lo dicenestas heridas?

Y quiso desatacarse. Y dije:-Señor mío, desatacarse más es brindar a puto

que enseñar heridas.Creo que pretendía introducir en picazos al-

gunas almorranas. Luego, en los calcañares, me

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enseñó otras dos señales, y dijo que eran balas,y yo saqué, por otras dos mías que tengo, quehabían sido sabañones. Y las balas pocas vecesse andan a roer zancajos. Estaba derrengado dealgún palo que le dieron porque se dormíahaciendo guarda, y decía que era de un astilla-zo. Quitóse el sombrero y mostróme el rostro;calzaba dieciséis puntos de cara, que tantostenía en [una] cuchillada que le partía las nari-ces. Tenía otros tres chirlos, que se la volvíanmapa a puras líneas.

-Estas me dieron -dijo- defendiendo a París,en servicio de Dios y del Rey, por quien veotrinchado mi gesto, y no he recibido sino bue-nas palabras, que agora tienen lugar de malasobras. Lea estos papeles -me dijo-, por vida dellicenciado, que no ha salido en campaña, ¡votoa Cristo!, hombre, ¡vive Dios!, tan señalado.

Y decía verdad, porque lo estaba a puros gol-pes. Comenzó a sacar cañones de hoja de lata ya enseñarme papeles, que debían de ser de otroa quien había tomado el nombre. Yo los leí, y

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dije mil cosas en su alabanza, y que el Cid niBernardo no habían hecho lo que él. Saltó enesto, y dijo:

-¿Cómo lo que yo? ¡Voto a Dios!, ni lo queGarcía de Paredes, Julián Romero y otros hom-bres de bien, ¡pese al diablo! Sé que entonces nohabía artillería, ¡voto a Dios!, que no hubieraBernardo para un hora en este tiempo. Pregun-te V. Md. en Flandes por la hazaña del Mellado,y verá lo que le dicen.

-¿Es V. Md. acaso? -le dije yo.Y él respondió:-¿Pues qué otro? ¿No me ve la mella que ten-

go en los dientes? No tratemos desto, que pare-ce mal alabarse el hombre.

Yendo en estas conversaciones, topamos enun borrico un ermitaño, con una barba tan lar-ga, que hacía lodos con ella, macilento y vesti-do de paño pardo. Saludamos con el Deo graciasacostumbrado, y empezó a alabar los trigos y,en ellos, la misericordia del Señor. Saltó el sol-dado, y dijo:

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-¡Ah, padre!, más espesas he visto yo las picassobre mí, y, ¡voto a Cristo!, que hice en el sacode Amberes lo que pude; sí, ¡juro a Dios!.

El ermitaño le reprehendió que no jurase tan-to, a lo cual dijo:

-Padre, bien se echa de ver que no es soldado,pues me reprehende mi propio oficio.

Diome a mí gran risa de ver en lo que poníala soldadesca, y eché de ver que era algún pi-carón gallina, porque ya entre soldados no haycostumbre más aborrecida de los de más im-portancia, cuando no de todos. El ermitaño ledijo:

-Y ¿dónde dejó V. Md. el saco de Amberes,que ése me parece de las Navas, y que sería demás abrigo el de Amberes?

Riose mucho el soldado de la pregunta, y elermitaño de su desnudez, y con tanto llegamosa la falda del puerto; el ermitaño rezando elrosario en una carga de leña hecha bolas, demanera que, a cada avemaría, sonaba un cabe;el soldado iba comparando las peñas a los casti-

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llos que había visto, y mirando cuál lugar erafuerte y adónde se había de plantar la artillería.Yo iba mirando tanto el rosariazo del ermitaño,con las cuentas frisonas, como la espada delsoldado.

-¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran partedeste puerto -decía-, y hiciera buena obra a loscaminantes!.

-No hay tal como hacer buenas obras -decía elsantero. Y pujaba un suspiro por remate. Ibaentre sí rezando a silbos oraciones de culebra.

En estas cosas divertidos, llegamos a Cercedi-lla. Entramos en la posada todos tres juntos, yaanochecido; mandamos aderezar la cena -eraviernes-, y, entre tanto, el ermitaño dijo:

-Entretengámonos un rato, que la ociosidades madre de los vicios; juguemos avemarías.

Y dejó caer de la manga el descuadernado.Diome a mí gran risa el ver aquello, conside-rando en las cuentas. El soldado dijo:

-No, sino juguemos hasta cien reales que yotraigo, en amistad.

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Yo, cudicioso, dije que jugaría otros tantos, yel ermitaño, por no hacer mal tercio, acetó, ydijo que allí llevaba el aceite de la lámpara, queeran hasta ducientos reales. Yo confieso quepensé ser su lechuza y bebérsele, pero ansí lesucedan todos sus intentos al turco.

Fue el juego al parar, y lo bueno fue que dijoque no sabía el juego, y hizo que se le enseñá-semos. Dejónos el bienaventurado hacer dosmanos, y luego nos la dio tal, que no dejó blan-ca en la mesa. Heredónos en vida; retiraba elladrón con las ancas de la mano que era lásti-ma. Perdía una sencilla, y acertaba doce mali-ciosas. El soldado echaba a cada suerte docevotos y otros tantospeses, aforrados enpor vidas.Yo me comí las uñas, y el fraile ocupaba lassuyas en mi moneda. No dejaba santo que nollamaba; nuestras cartas eran como el Mesías,que nunca venían y las aguardábamos siempre.

Acabó de pelarnos; quísimosle jugar sobreprendas, y él, tras haberme ganado a mí seis-cientoa reales, que era lo que llevaba, y al sol-

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dado los ciento, dijo que aquello era entreteni-miento, y que éramos prójimos, y que no habíade tratar de otra cosa.

-No juren -decía-, que a mí, porque me enco-mendaba a Dios, me ha sucedido bien.

Y como nosotros no sabíamos la habilidadque tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo,y el soldado juró de no jurar más, y yo de lamisma suerte.

-¡Pesia tal! -decía el pobre alférez (que él medijo entonces que lo era)-, entre luteranos ymoros me he visto, pero no he padecido taldespojo.

êl se reía a todo esto. Tornó a sacar el rosariopara rezar. Yo, que no tenía ya blanca, pedíleque me diese de cenar, y que pagase hasta Se-govia la posada por los dos, que íbamosin puri-bus. Prometió hacerlo. Metióse sesenta güevos,¡no vi tal en mi vida!. Dijo que se iba a acostar.

Dormimos todos en una sala con otra genteque estaba allí, porque los aposentos estabantomados para otros. Yo me acosté con harta

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tristeza; y el soldado llamó al güésped, y le en-comendó sus papeles en las cajas de lata que lostraía, y un envoltorio de camisas jubiladas.Acostámonos; el padre se persinó, y nosotrosnos santiguamos dél. Durmió; yo estuve desve-lado, trazando cómo quitarle el dinero. El sol-dado hablaba entre sueños de los cien reales,como si no estuvieran sin remedio.

Hízose hora de levantar. Pedí yo luz muyaprisa; trujéronla, y el güésped el envoltorio alsoldado, y olvidáronsele los papeles. El pobrealférez hundió la casa a gritos, pidiendo que lediese los servicios. El güésped se turbó, y, comotodos decíamos que se los diese, fue corriendoy trujo tres bacines, diciendo:

-He ahí para cada uno el suyo. ¿Quieren másservicios?

Que él entendió que nos habían dado cáma-ras. Aquí fue ella, que se levantó el soldado conla espada tras el güésped, en camisa, jurandoque le había de matar porque hacía burla dél,que se había hallado en la Naval, San Quintín y

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otras, trayendo servicios en lugar de los papelesque le había dado. Todos salimos tras él a te-nerle, y aun no podíamos. Decía el güésped:

-Señor, su merced pidió servicios; yo no estoyobligado a saber que, en lengua soldada, sellaman así los papeles de las hazañas.

Apaciguámoslos, y tornamos al aposento. Elermitaño, receloso, se quedó en la cama, di-ciendo que le había hecho mal el susto. Pagópor nosotros, y salímonos del pueblo para elpuerto, enfadados del término del ermitaño, yde ver que no le habíamos podido quitar el di-nero.

Topamos con un ginovés, digo con uno des-tos antecristos de las monedas de España, quesubía el puerto con un paje detrás, y él con suguardasol, muy a lo dineroso. Trabamos con-versación con él; todo lo llevaba a materia demaravedís, que es gente que naturalmente na-ció para bolsas. Comenzó a nombrar a Vi-sanzón, y si era bien dar dineros o no a Vi-sanzón, tanto que el soldado y yo le pregunta-

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mos que quién era aquel caballero. A lo cualrespondió, riéndose:

-Es un pueblo de Italia, donde se juntan loshombres de negocios, que acá llamamos fulle-ros de pluma, a poner los precios por donde segobierna la moneda.

De lo cual sacamos que, en Visanzón, se llevael compás a los músicos de uña. Entretúvonosel camino contando que estaba perdido porquehabía quebrado un cambio, que le tenía más desesenta mil escudos. Y todo lo juraba por suconciencia; aunque yo pienso que conciencia enmercader es como virgo en cantonera, que sevende sin haberle. Nadie, casi, tiene conciencia,de todos los deste trato; porque, como oyendecir que muerde por muy poco, han dado endejarla con el ombligo en naciendo.

En estas pláticas, vimos los muros de Segovia,y a mí se me alegraron los ojos, a pesar de lamemoria, que, con los sucesos de Cabra, mecontradecía el contento. Llegué al pueblo y, a laentrada, vi a mi padre en el camino, aguardan-

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do ir en bolsas, hecho cuartos, a Josafad. Enter-necíme, y entré algo desconocido de como salí,con punta de barba, bien vestido.

Dejé la compañia; y, considerando en quiénconocería a mi tío -fuera del rollo- mejor en elpueblo, no hallé nadie de quien echar mano.Lleguéme a mucha gente a preguntar por Alon-so Ramplón, y nadie me daba razón dél, di-ciendo que no le conocían. Holgué mucho dever tantos hombres de bien en mi pueblo,cuando, estando en esto, oí al precursor de lapenca hacer de garganta, y a mi tío de las su-yas. Venía una procesión de desnudos, todosdescaperuzados, delante de mi tío, y él, muyhaciéndose de pencas, con una en la mano, to-cando un pasacalles públicas en las costillas decinco laúdes, sino que llevaba sogas por cuer-das. Yo, que estaba notando esto con un hom-bre a quien había dicho, preguntando por él,que era yo un gran caballero, veo a mi buen tíoque, echando en mí los ojos (por pasar cerca),arremetió a abrazarme, llamándome sobrino.

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Penséme morir de vergüenza; no volví a des-pedirme de aquél con quién estaba. Fuime conél, y díjome:

-Aquí te podrás ir, mientras cumplo con estagente; que ya vamos de vuelta, y hoy comerásconmigo.

Yo, que me vi a caballo, y que en aquella sartaparecería punto menos de azotado, dije que leaguardaría allí; y así, me aparté tan avergonza-do, que, a no depender dél la cobranza de mihacienda, no lo hablara más en mi vida ni pare-ciera entre gentes. Acabó de repasarles las es-paldas, volvió y llevóme a su casa, donde meapeé y comimos.

CAPITULO IVDel hospedaje de su tío, y visitas, la cobran-

za de su hacienda y vuelta a la corte

Tenía mi buen tío su alojamiento junto al ma-tadero, en casa de un aguador. Entramos enella, y díjome:

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-No es alcázar la posada, pero yo os prometo,sobrino, que es a propósito para dar expedientea mis nogocios.

Subimos por una escalera, que sólo aguardé aver lo que me sucedía en lo alto, para si se dife-renciaba en algo de la horca. Entramos en unaposento tan bajo, que andábamos por él comoquién recibe bendiciones, con las cabezas bajas.Colgó la penca en un clavo, que estaba conotros de que colgaban cordeles, lazos, cuchillos,escarpias y otras herramientas del oficio. Díjo-me que por qué no me quitaba el manteo y mesentaba; yo le dije que no lo tenía de costumbre.Dios sabe cuál estaba de ver la infamia de mitío, el cual me dijo que había tenido ventura entopar con él en tan buena ocasión, porque co-mería bien, que tenía convidados unos amigos.

En esto, entró por la puerta, con una ropa(hasta los pies) morada, uno de los que pidenpara las ánimas, y haciendo son con la cajita,dijo:

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-Tanto me han valido a mí las ánimas hoy,como a ti los azotados: encaja.

Hiciéronse la mamona el uno al otro. Arre-mangóse el desalmado animero el sayazo, yquedó con unas piernas zambas en gregüescosde lienzo, y empezó a bailar y decir que si habíavenido Clemente. Dijo mi tío que no, cuando,Dios y enhorabuena, devanado en un trapo, ycon unos zuecos, entró un chirimía de la bello-ta, digo, un porquero. Conocíle por el (hablan-do con perdón) cuerno que traía en la mano.Salúdonos a su manera, y tras él entró un mula-to zurdo y bizco, un sombrero con más faldaque un monte y más copa que un nogal, la es-pada con más gavilanes que la caza del Rey, uncoleto de ante. Traía la cara de punto, porque apuros chirlos la tenía toda hilvanada.

Entró y sentóse, saludando a los de casa; y ami tío le dijo:

-A fe, Alonso, que lo han pagado bien el Ro-mo y el Garroso.

Saltó el de las ánimas, y dijo:

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-Cuatro ducados di yo a Flechilla, verdugo deOcaña, porque aguijase el burro, y porque nollevase la penca de tres suelas, cuando me pal-mearon.

-¡Vive Dios! -dijo el corchete-, que se lo paguéyo sobrado a Juanazo en Murcia, porque iba elborrico con un paseo de pato, y el bellaco melos asentó de manera que no se levantaron sinoronchas.

Y el porquero, concomiéndose, dijo:-Con virgo están mis espaldas.-A cada puerco le viene su San Martín -dijo el

demandador.-De eso me puedo alabar yo -dijo mi buen tío-

entre cuantos manejan la zurriaga, que, al quese me encomienda, hago lo que debo. Sesentame dieron los de hoy, y llevaron unos azotes deamigo, con penca sencilla.

Yo que vi cuán honrada gente era la quehablaba mi tío, confieso que me puse colorado,de suerte que no pude disimular la vergüenza.Echómelo de ver el corchete, y dijo:

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-¿Es el padre el que padeció el otro día, aquien se dieron ciertos empujones en el envés?

Yo respondí que no era hombre que padecíacomo ellos. En esto, se levantó mi tío y dijo:

-Es mi sobrino, maeso en Alcalá, gran supues-to.

Pidiéronme perdón, y ofreciéronme toda cari-cia. Yo rabiaba ya por comer, y por cobrar mihacienda y huir de mi tío. Pusieron las mesas; ypor una soguilla, en un sombrero, como subenla limosna los de la cárcel, subían la comida deun bodegón que estaba a las espaldas de la ca-sa, en unos mendrugos de platos y retacillos decántaros y tinajas. No podrá nadie encarecer misentimiento y afrenta. Sentáronse a comer, encabecera el demandador. Diciendo: "La Iglesiaen mejor lugar; siéntese, padre", echó la bendi-ción mi tío y, como estaba hecho a santiguarespaldas, parecían más amagos de azotes quede cruces. Y los demás nos sentamos sin orden.No quiero decir lo que comimos; sólo, que erantodas cosas para beber. Sorbióse el corchete tres

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de puro tinto. Brindóme a mí el porquero; melas cogía al vuelo, y hacía más razones que dec-íamos todos. No había memoria de agua, y me-nos voluntad della.

Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cua-tro. Y tomando un hisopo, después de haberquitado las hojaldres, dijeron un responso to-dos, con surequiem aeternam, por el ánima deldifunto cuyas eran aquellas carnes. Dijo mi tío:

-Ya os acordáis, sobrino, lo que os escribí devuestro padre.

Vínoseme a la memoria; ellos comieron, peroyo pasé con los suelos solos, y quedéme con lacostumbre; y así, siempre que como pasteles,rezo una avemaría por el que Dios haya.

Menudeóse sobre dos jarros; y era de suertelo que hicieron el corchete y el de las ánimas,que se pusieron las suyas tales, que, trayendoun plato de salchichas (que parecía de dedos denegro), dijo uno:

-¡Qué mulata está la olla!

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Ya mi tío estaba tal, que, alargando la mano yasiendo una, dijo, con la voz algo áspera y ron-ca, el un ojo medio acostado, y el otro nadandoen mosto:

-Sobrino, por este pan de Dios que crió a suimagen y semejanza, que no he comido en mivida mejor carne tinta.

Yo que vi al corchete que, alargando la mano,tomó el salero y dijo: "Caliente está este caldo",y que el porquero se llevó el puño de sal, di-ciendo: "Es bueno el avisillo para beber", y se lochocló en la boca, comencé a reír por una parte,y a rabiar por otra.

Trujeron caldo, y el de las ánimas tomó conentrambas manos una escudilla, diciendo: -"Dios bendijo la limpieza", y alzándola parasorberla, por llevarla a la boca, se la puso en elcarrillo, y, volcándola, se asó en caldo, y se pu-so todo de arriba abajo que era vergüenza. êl,que se vio así, fuese a levantar, y como pesabaalgo la cabeza, quiso ahirmar sobre la mesa,que era destas movedizas; trastornóla, y

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manchó a los demás; y tras esto decía que elporquero le había empujado. El porquero quevio que el otro se le caía encima, levantóse, yalzando el instrumento de güeso, le dio con éluna trompetada. Asiéronse a puños, y, estandojuntos los dos, y teniéndole el demandadormordido de un carrillo, con los vuelcos y alte-ración, el porquero vomitó cuanto había comi-do en las barbas del de la demanda. Mi tío, queestaba más en su juicio, decía que quién habíatraído a su casa tantos clérigos. Yo que los vique ya, en suma, multiplicaban, metí en paz labrega, desasí a los dos, y levanté del suelo alcorchete, el cual estaba llorando con gran tris-teza; eché a mi tío en la cama, el cual hizo cor-tesía a un velador de palo que tenía, pensandoque era convidado. Quité el cuerno al porquero,el cual, ya que dormían los otros, no habíahacerle callar, diciendo que le diesen su cuerno,porque no había habido jamás quien supiese enél más tonadas, y que le quería tañer con el

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órgano. Al fin, yo no me aparté dellos hasta quevi que dormían.

Salíme de casa; entretúveme en ver mi tierratoda la tarde, pasé por la casa de Cabra, tuvenueva de que ya era muerto, y no cuidé de pre-guntar de qué, sabiendo que hay hambre en elmundo. Torné a casa a la noche, habiendo pa-sado cuatro horas, y hallé al uno despierto yque andaba a gatas por el aposento buscando lapuerta, y diciendo que se les había perdido lacasa. Levantéle, y dejé dormir a los demás hastalas once de la noche que despertaron; y, espe-rezándose, preguntó mi tío que qué hora era.Respondió el porquero (que aún no la habíadesollado) que no era nada sino la siesta, y quehacía grandes buchornos. El demandador, co-mo pudo, dijo que le diesen su cajilla: -"Muchohan holgado las ánimas para tener a su cargomi sustento"; y fuese, en lugar de ir a la puerta,a la ventana; y, como vio estrellas, comenzó allamar a los otros con grandes voces, diciendoque el cielo estaba estrellado a mediodía, y que

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había un gran eclís. Santiguáronse todos y be-saron la tierra.

Yo que vi la bellaquería del demandador, es-candalicéme mucho, y propuse de guardarmede semejantes hombres. Con estas vilezas yinfamias que vía yo, ya me crecía por puntos eldeseo de verme entre gente principal y caballe-ros. Despachéloss a todos uno por uno lo mejorque pude, acosté a mi tío, que, aunque no teníazorra, tenía raposa, y yo acomodéme sobre misvestidos y algunas ropas de los que Dios tenga,que estaban por allí.

Pasamos desta manera la noche. A la mañana,traté con mi tío de reconocer mi hacienda ycobralla. Despertó diciendo que estaba molido,y que no sabía de qué. El aposento estaba, partecon las enjaguaduras de las monas, parte conlas aguas que habían hecho de no beberlas,hecho una taberna de vinos de retorno. Le-vantóse, tratamos largo en mis cosas, y tuveharto trabajo por ser hombre tan borracho yrústico. Al fin, le reduje a que me diera noticia

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de parte de mi hacienda, aunque no de toda, yasí, me la dio de unos trecientos ducados quemi buen padre había ganado por sus puños, ydejádolos en confianza de una buena mujer acuya sombra se hurtaba diez leguas a la redon-da.

Por no cansar a V. Md., vengo a decir quecobré y embolsé mi dinero, el cual mi tío nohabía bebido ni gastado, que fue harto para serhombre de tan poca razón, porque pensaba queyo me graduaría con éste, y que, estudiando,podría ser cardenal, que, como estaba en sumano hacerlos, no lo tenía por dificultoso.Díjome, en viendo que los tenía:

-Hijo Pablos, mucha culpa tendrás si no me-dras y eres bueno, pues tienes a quién parecer.Dinero llevas; yo no te he de faltar, que cuantosirvo y cuanto tengo, para ti lo quiero.

Agradecíle mucho la oferta. Gastamos el díaen pláticas desatinadas y en pagar las visitas alos personajes dichos. Pasaron la tarde en jugara la taba mi tío, el porquero, y demandador.

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êste jugaba misas como si fuera otra cosa. Erade ver cómo se barajaban la taba: cogiéndola enel aire al que la echaba, y meciéndola en la mu-ñeca, se la tornaban a dar. Sacaban de taba co-mo de naipe, para la fábrica de la sed, porquehabía siempre un jarro en medio.

Vino la noche; ellos se fueron; acostámonosmi tío y yo cada uno en su cama (que ya habíaprevenido para mí un colchón). Amaneció y,antes que él despertase, yo me levanté y me fuia una posada, sin que me sintiese; torné a cerrarla puerta por de fuera, y echéle la llave por unagatera.

Como he dicho, me fui a un mesón a escondery aguardar comodidad para ir a la corte. Dejéleen el aposento una carta cerrada, que conteníami ida y las causas, avisándole que no me bus-case, porque eternamente no lo había de ver.

CAPITULO VDe su huida, y los sucesos en ella hasta la

corte

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Partía aquella mañana del mesón un arrierocon cargas a la corte. Llevaba un jumento; al-quilómele, y salíme a aguardarle a la puertafuera del lugar. Salió, espetéme en el dicho, yempecé mi jornada. Iba entre mí diciendo: "Alláquedarás, bellaco, deshonrabuenos, jinete degaznates". Consideraba yo que iba a la corte,adonde nadie me conocía (que era la cosa quemás me consolaba), y que había de valerme pormi habilidad allí. Propuse de colgar los hábitosen llegando, y de sacar vestidos nuevos cortosal uso. Pero volvamos a las cosas que el dichode mi tío hacía, ofendido con la carta que decíaen esta forma:

"Señor Alonso Ramplón: Tras haberme Dioshecho tan señaladas mercedes como quitarmede delante a mi buen padre y tener a mi madreen Toledo, donde, por lo menos, sé que haráhumo, no me faltaba sino ver hacer en V. Md.lo que en otros hace. Yo pretendo ser uno de milinaje, que dos es imposible, si no vengo a susmanos, y trinchándome, como hace a otros. No

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pregunte por mí, ni me nombre, porque meimporta negar la sangre que tenemos. Sirva alRey, y adiós".

No hay que encarecer las blasfemias y opro-bios que diría contra mí. Volvamos a mi cami-no. Yo iba caballero en el rucio de la Mancha, ybien deseoso de no topar nadie, cuando desdelejos vi venir un hidalgo de portante, con sucapa puesta, espada ceñida, calzas atacadas ybotas, y al parecer bien puesto, el cuello abiertomás de roto que de molde, el sombrero de lado.Sospeché que era algún caballero que dejabaatrás su coche; y ansí, emparejando le saludé.

Miróme y dijo:-Irá V. Md., señor licenciado, en ese borrico

con harto más descanso que yo con todo miaparato.

Yo, que entendí que lo decía por coche y cria-dos que dejaba atrás, dije:

-En verdad, señor, que lo tengo por más apa-cible caminar que el del coche, porque aunque

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V. Md. vendrá en el que trai detrás con regalo,aquellos vuelcos que da, inquietan.

-¿Cuál coche detrás? -dijo él muy alborotado.Y, al volver atrás, como hizo fuerza, se le ca-

yeron las calzas, porque se le rompió una agu-jeta que traía, la cual era tan sola que, tras ver-me muerto de risa de verle, me pidió una pres-tada. Yo, que vi que de la camisa no se vía sinouna ceja, y que traía tapado el rabo de medioojo, le dije:

-Por Dios, señor, si V. Md. no aguarda a suscriados, yo no puedo socorrerle, porque vengotambién atacado únicamente.

-Si hace V. Md. burla -dijo él, con las cachon-das de la mano-, vaya, porque no entiendo esode los criados.

Y aclaróseme tanto en materia de ser pobre,que me confesó, a media legua que anduvimos,que si no le hacía merced de dejarle subir en elborrico un rato, no le era posible pasar adelan-te, por ir cansado de caminar con las bragas enlos puños; y, movido a compasión, me apeé; y,

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como él no podía soltar las calzas, húbele yo desubir. Y espantóme lo que descubrí en el toca-miento, porque, por la parte de atrás, que cubr-ía la capa, traía las cuchilladas con entretelas denalga pura. êl, que sintió lo que le había visto,como discreto, se previno diciendo:

-Señor licenciado, no es oro todo lo que relu-ce. Debióle parecer a V. Md., en viendo el cue-llo abierto y mi presencia, que era un conde deIrlos. Como destas hojaldres cubren en el mun-do lo que V. Md. ha tentado.

Yo le dije que le aseguraba de que me habíapersuadido a muy diferentes cosas de las quevía.

-Pues aún no ha visto nada V. Md. -replicó-,que hay tanto que ver en mí como tengo, por-que nada cubro. Veme aquí V. Md. un hidalgohecho y derecho, de casa de solar montañés,que, si como sustento la nobleza, me sustentara,no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licen-ciado, sin pan y carne, no se sustenta buenasangre, y por la misericordia de Dios, todos la

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tienen colorada, y no puede ser hijo de algo elque no tiene nada. Ya he caído en la cuenta delas ejecutorias, después que, hallándome enayunas un día, no me quisieron dar sobre ellaen un bodegón dos tajadas; pues, ¡decir que notiene letras de oro! Pero más valiera el oro enlas píldoras que en las letras, y de más prove-cho es. Y, con todo, hay muy pocas letras conoro. He vendido hasta mi sepoltura, por notener sobre qué caer muerto, que la hacienda demi padre Toribio Rodríguez Vallejo Gómez deAmpuero (que todos estos nombres tenía), seperdió en una fianza. Sólo eldon me ha quedadopor vender, y soy tan desgraciado que no hallonadie con necesidad dél, pues quien no le tienepor ante, le tiene por postre, como el remendón,azadón, pendón, blandón, bordón y otros así.

Confieso que, aunque iban mezcladas con ri-sa, las calamidades del dicho hidalgo me enter-necieron. Preguntéle cómo se llamaba, y adón-de iba y a qué. Dijo que todos los nombres desu padre: don Toribio Rodríguez Vallejo

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Gómez de Ampuero y Jordán. No se vio jamásnombre tan campanudo, porque acababa endany empezaba endon, como son de badajo. Trasesto dijo que iba a la corte, porque un mayo-razgo roído como él, en un pueblo corto, olíamal a dos días, y no se podía sustentar, y quepor eso se iba a la patria común, adonde cabentodos, y adonde hay mesas francas para estó-magos aventureros.

-Y nunca, cuando entro en ella, me faltan cienreales en la bolsa, cama, de comer y refocilo delo vedado, porque la industria en la corte espiedra filosofal, que vuelve en oro cuanto toca.

Yo vi el cielo abierto, y en son de entreteni-miento para el camino, le rogué que me contasecómo y con quiénes y de qué manera viven enla corte los que no tenían, como él, porque meparecía dificultoso en este tiempo, que no sólose contenta cada uno con sus cosas, sino queaun solicitan las ajenas.

-Muchos hay desos -dijo-, y muchos de esto-tros. Es la lisonja llave maestra, que abre a to-

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das voluntades en tales pueblos. Y porque no sele haga dificultoso lo que digo, oiga mis sucesosy mis trazas, y se asegurará de esa duda.

CAPITULO VIEn que prosigue el camino y lo prometido

de su vida y costumbres

"-Lo primero ha de saber que en la corte haysiempre el más necio y el más sabio, más rico ymás pobre, y los extremos de todas las cosas;que disimula los malos y esconde los buenos, yque en ella hay unos géneros de gentes comoyo, que no se les conoce raíz ni mueble, ni otracepa de la de que decienden los tales. Entrenosotros nos diferenciamos con diferentesnombres; unos nos llamamos caballeros hebe-nes; otros, güeros, chanflones, chirles, traspilla-dos y caninos.

Es nuestra abogada la industria; pagamos lasmás veces los estómagos de vacío, que es grantrabajo traer la comida en manos ajenas. Somos

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susto de los banquetes, polilla de los bodego-nes, cáncer de las ollas y convidados por fuer-za. Sustentámonos así del aire, y andamos con-tentos. Somos gente que comemos un puerro, yrepresentamos un capón. Entrará uno a visitar-nos en nuestras casas, y hallarán nuestros apo-sentos llenos de güesos de carnero y aves,mondaduras de frutas, la puerta embarazadacon plumas y pellejos de gazapos; todo lo cualcogemos de parte de noche por el pueblo, parahonrarnos con ello de día. Reñimos en entrandoel huésped: "¿Es posible que no he de ser yopoderoso para que barra esa moza? Perdone V.Md., que han comido aquí unos amigos, y estoscriados...", etc. Quien no nos conoce cree que esasí, y pasa por convite.

Pues ¿qué diré del modo de comer en casasajenas? En hablando a uno media vez, sabemossu casa, vámosle a ver, y siempre a la hora demascar, que se sepa que está en la mesa. Deci-mos que nos llevan sus amores, porque tal en-tendimiento, etc. Si nos preguntan si hemos

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comido, si ellos no han empezado decimos queno; si nos convidan, no aguardamos a segundoenvite, porque destas aguardadas nos han su-cedido grandes vigilias. Si han empezado, de-cimos que sí; y, aunque parta muy bien el ave,pan o carne el que fuere, para tomar ocasión deengullir un bocado, decimos:

-Ahora deje V. Md., que le quiero servir demaestresala, que solía, Dios le tenga en el cielo(y nombramos un señor muerto, duque o con-de), gustar más de verme partir que de comer.

Diciendo esto, tomamos el cuchillo y parti-mos bocaditos, y al cabo decimos:

-¡Oh, qué bien güele! Cierto que haría agravioa la guisandera en no probarlo. ¡Qué buenamano tiene!.

Y diciendo y haciendo, va en pruebas el me-dio plato: el nabo por ser nabo, el tocino por sertocino, y todo por lo que es. Cuando esto nosfalta, ya tenemos sopa de algún convento apla-zada; no la tomamos en público, sino a lo es-

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condido, haciendo creer a los frailes que es másdevoción que necesidad.

Es de ver uno de nosotros en una casa de jue-go, con el cuidado que sirve y despabila lasvelas, trai orinales, cómo mete naipes y solenizalas cosas del que gana, todo por un triste realde barato.

Tenemos de memoria, para lo que toca a ves-tirnos, toda la ropería vieja. Y como en otraspartes hay hora señalada para oración, la tene-mos nosotros para remendarnos. Son de ver, alas mañanas, las diversidades de cosas que sa-namos; que, como tenemos por enemigo decla-rado al sol, por cuanto nos descubre los re-miendos, puntadas y trapos, nos ponemos,abiertas las piernas, a la mañana, a su rayo, y enla sombra del suelo vemos las que hacen losandrajos y hilachas de las entrepiernas. Es dever cómo quitamos cuchilladas de atrás parapoblar lo de adelante; y solemos traer la traseratan pacífica, por falta de cuchilladas, que sequeda en las puras bayetas. Sábelo sola [la] ca-

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pa, y guardámonos de días de aire, y de subirpor escaleras claras o a caballo. Estudiamosposturas contra la luz, pues, en día claro, an-damos las piernas muy juntas, y hacemos lasreverencias con solos los tobillos, porque, si seabren las rodillas, se verá el ventanaje.

No hay cosa en todos nuestros cuerpos queno haya sido otra cosa y no tenga historia.Verbigratia: bien ve V. Md. -dijo- esta ropilla; puesprimero fue guegüescos, nieta de una capa ybisnieta de un capuz, que fue en su principio, yahora espera salir para soletas y otras cosas.Los escarpines, primero son pañizuelos,habiendo sido toallas, y antes camisas, hijas desábanas; y después de todo, los aprovechamospara papel, y en el papel escribimos, y despuéshacemos dél polvos para resucitar los zapatos,que, de incurables, los he visto hacer revivircon semejantes medicamentos.

Pues ¿qué diré del modo con que de nochenos apartamos de las luces, porque no se veanlos herreruelos calvos y las ropillas lampiñas?,

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que no hay más pelo en ellas que en un guija-rro, que es Dios servido de dárnosle en la barbay quitárnosle en la capa. Pero, por no gastar conbarberos, prevenimos siempre de aguardar aque otro de los nuestros tenga también pelam-bre, y entonces nos la quitamos el uno al otro,conforme lo del Evangelio: "Ayudaos comobuenos hermanos".

Traemos gran cuenta en no andar los unospor las casas de los otros, si sabemos que algu-no trata la misma gente que otro. Es de vercómo andan los estómagos en celo.

Estamos obligados a andar a caballo una vezcada mes, aunque sea en pollino, por las callespúblicas; y obligados a ir en coche una vez en elaño, aunque sea en la arquilla o trasera. Pero, sialguna vez vamos dentro del coche, es de con-siderar que siempre es en el estribo, con todo elpescuezo de fuera, haciendo cortesías porquenos vean todos, y hablando a los amigos y co-nocidos aunque miren a otra parte.

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Si nos come delante de algunas damas, tene-mos traza para rascarnos en público sin que sevea; si es en el muslo, contamos que vimos unsoldado atravesado desde tal parte a tal parte, yseñalamos con las manos aquéllas que nos co-men, rascándonos en vez de enseñarlas. Si es enla iglesia, y come en el pecho, nos damossanctusaunque sea alintroibo. Levantámonos, yarrimándonos a una esquina en son de empi-narnos para ver algo, nos rascamos.

¿Qué diré del mentir? Jamás se halla verdaden nuestra boca. Encajamos duques y condes enlas conversaciones, unos por amigos, otros pordeudos; y advertimos que los tales señores, oestán muertos o muy lejos.

Y lo que más es de notar es que nunca nosenamoramos sino depane lucrando, que veda laorden damas melindrosas, por lindas que sean;y así, siempre andamos en recuesta con unabodegonera por la comida, con la güéspeda porla posada, con la que abre los cuellos por losque tray el hombre. Y aunque, comiendo tan

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poco y bebiendo tan mal, no se puede cumplircon tantas, por su tanda todas están contentas.

Quien ve estas botas mías, ¿cómo pensará queandan caballeras en las piernas en pelo, sinmedia ni otra cosa? Y quien viere este cuello,¿por qué ha de pensar que no tengo camisa?Pues todo esto le puede faltar a un caballero,señor licenciado, pero cuello abierto y almido-nado, no. Lo uno, porque así es gran ornato dela persona; y después de haberle vuelto de unaparte a otra, es de sustento, porque se cena elhombre en el almidón con sus fondos en mu-gre, chupándole con destreza.

Y al fin, señor licenciado, un caballero de no-sotros ha de tener más faltas que una preñadade nueve meses, y con esto vive en la corte; yya se ve en prosperidad y con dineros; y ya enel espital. Pero, en fin, se vive, y el que se sabebandear es rey, con poco que tenga."

Tanto gusté de las estrañas maneras de vivirdel hidalgo, y tanto me embebecí, que divertidocon ellas y con otras, me llegué a pie hasta las

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Rozas, adonde nos quedamos aquella noche.Cenó conmigo el dicho hidalgo, que no traíablanca y yo me hallaba obligado a sus avisos,porque con ellos abrí los ojos a muchas cosas,inclinándome a la chirlería. Declaréle mis dese-os antes que nos acostásemos; abrazóme milveces, diciendo que siempre esperó que habíande hacer impresión sus razones en hombre detan buen entendimiento. Ofrecióme favor paraintroducirme en la corte con los demás cofradesdel estafón, y posada en compañía de todos.Acetéla, no declarándole que tenía los escudosque llevaba, sino hasta cien reales solos. Loscuales bastaron, con la buena obra que le habíahecho y hacía, a obligarle a mi amistad.

Compréle del huésped tres agujetas, atacóse,dormimos aquella noche, madrugamos, y di-mos con nuestros cuerpos en Madrid.

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LIBRO TERCERO Y ÚLTIMO DE LA PRI-MERA PARTE DE LA VIDA DEL BUSCON

CAPITULO IDe lo que le sucedió en la corte luego que

llegó hasta que amaneció

Entramos en la Corte a las diez de la mañana;fuímonos a apear, de conformidad, en casa delos amigos de don Toribio. Llegó a la puerta;llamó; abrióle una vejezuela muy pobrementeabrigada, rostro cáscara de nuez, mordiscadade facciones, cargada de espaldas y de años.Preguntó por los amigos, y respondió, con unchillido crespo, que habían ido a buscar. Estu-vimos solos hasta que dieron las doce, pasandoel tiempo él en animarme a la profesión de lavida barata, y yo en atender a todo.

A las doce y media, entró por la puerta unaestantigua vestida de bayeta hasta los pies,punto menos de Arias Gonzalo, que al mismoPortugal empalagara de bayetas. Habláronse

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los dos en germanía, de lo cual resultó darmeun abrazo y ofrecérseme. Hablamos un rato, ysacó un guante con diez y seis reales, y unacarta, con la cual, diciendo que era licencia parapedir para una pobre, [los] había allegado. Va-ció el guante y sacó otro, y doblólos a usanzade médico. Yo le pregunté que por qué no selos ponía, y dijo que por ser entrambos de unamano, que era treta para tener guantes.

A todo esto, noté que no se desarrebozaba, ypregunté, como nuevo, para saber la causa deestar siempre envuelto en la capa, a lo cual res-pondió:

-Hijo, tengo en las espaldas una gatera,acompañada de un remiendo de lanilla y deuna mancha de aceite; que en mi hato, aunquecaminéis a cualquiera parte, nunca saldréis dela Mancha, que parece que hago caravanas paralechuza u que retozo con algunos candiles. Estepedazo de arrebozo lo disimula todo.

Desarrebozóse, y hallé que debajo de la sota-na traía gran bulto. Yo pensé que eran calzas,

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porque eran a modo dellas, cuando él, paraentrarse a espulgar, se arremangó, y vi que erandos rodajas de cartón que traía atadas a la cin-tura y encajadas en los muslos, de suerte quehacían apariencia debajo del luto; porque el talno traía camisa ni gregüescos, que apenas teníaqué espulgar, según andaba desnudo. Entró alespulgadero, y volvió una tablilla como las queponen en las sacristías, que decía: "Espulgadorhay", porque no entrase otro. Grandes graciasdi a Dios, viendo cuánto dio a los hombres endarles industria, ya que les quitase riquezas.

-Yo -dijo mi buen amigo- vengo del caminocon mal de calzas, y así, me habré menesterrecoger a remendar.

Preguntó si había algunos retazos, que la vie-ja recogía trapos dos días en la semana por lascalles, como las que tratan en papel, para aco-modar jubones incurables, ropillas tísicas y condolor de costado de los caballeros. Dijo que no,y que por falta de harapos se estaba, quince

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días había, en la cama, de mal de zaragüelles,don Lorenzo Iñíguez del Pedroso.

En esto estábamos, cuando vino uno con susbotas de camino y su vestido pardo, con unsombrero, prendidas las faldas por los dos la-dos. Supo mi venida de los demás, y hablómecon mucho afecto. Quitóse la capa, y traía (¡mi-re V. Md. quién tal pensara!) la ropilla, de par-do paño la delantera, y la trasera de lienzoblanco, con sus fondos en sudor. No pude tenerla risa, y él, con gran disimulación, dijo:

-Haráse a las armas, y no se reirá. Yo apostaréque no sabe por qué traigo este sombrero con lafalda presa arriba.

Yo dije que por galantería, y por dar lugar ala vista.

-Antes por estorbarla -dijo-; sepa que es por-que no tiene toquilla, y que así no lo echan dever.

Y, diciendo esto, sacó más de veinte cartas yotros tantos reales, diciendo que no había po-dido dar aquéllas. Traía cada una un real de

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porte, y eran hechas por él mismo. Ponía lafirma de quien le parecía, escribía nuevas queinventaba a las personas más honradas, y dába-las en aquel traje, cobrando los portes. Y estohacía cada mes, cosa que me espantó ver lanovedad de la vida.

Entraron luego otros dos, el uno con una ro-pilla de paño, larga hasta el medio valón, y sucapa de los mismo, levantando el cuello porqueno se viese el anjeo, que estaba roto. Los valo-nes eran de chamelote, mas no era más de loque se descubría, y lo demás de bayeta colora-da. êste venía dando voces con el otro, que traíavalona por no tener cuello, y unos frascos porno tener capa, y una muleta con una piernaliada en trapajos y pellejos, por no tener más deuna calza. Hacíase soldado, y habíalo sido enlos alojamientos y hasta la mar. Contaba estra-ños servicios suyos, y, a título de soldado, en-traba en cualquiera parte. Decía el de la ropillay casi gregüescos:

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-La mitad me debéis, o por lo menos muchaparte, y si no me la dais, ¡juro a Dios...!

-No jure a Dios -dijo el otro-, que, en llegandoa casa, no soy cojo, y os daré con esta muletamil palos.

Sí daréis, no daréis, y en los mentises acos-tumbrados, arremetió el uno al otro y, asiéndo-se, se salieron con los pedazos de los vestidosen las manos a los primeros estirones y no fuemucho. Metímoslos en paz, y preguntamos lacausa de la pendencia. Dijo el soldado:

-¿A mí chanzas? ¡No llevaréis ni medio! Hande saber V. Mds. que, estando hoy en San Sal-vador, llegó un niño a este pobrete, y le dijoque si era yo el alférez Joan de Lorenzana, ydijo que sí, atento a que le vio no sé qué cosaque traía en las manos. Llevómele, y dijo,nombrándome alférez: "Mire V. Md. qué lequiere este niño". Yo que luego entendí la flor,aceté. Recibí el recado, y con él doce pañizue-los, y respondí a su madre, que los inviaba aalgun hombre de aquel nombre. Pídeme agora

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la mitad. Yo antes me haré pedazos otra vezque tal dé. Todos los han de romper mis nari-ces.

Juzgóse la causa en su favor. Sólo se le con-tradijo lo del sonar con ellos, mandándole quelos entregase a la vieja, para honrar la comuni-dad haciendo dellos unos cuellos y unos rema-tes de mangas que se viesen y representasencamisas, que el sonarse estaba vedado en laorden, si no era en el aire, u de saetilla a coz dededo.

Era de ver, llegada la noche, cómo nos acos-tamos en dos camas, tan juntos que parecíamosherramienta en estuche. Pasóse la cena de enclaro en claro. No se desnudaron los más, que,con acostarse como andaban de día, cumplie-ron con el precepto de dormir en cueros.

CAPITULO IIEn que prosigue la materia comenzada y

cuenta algunos raros sucesos

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Amaneció el Señor, y pusímonos todos enarma. Ya estaba yo tan hallado con ellos comosi todos fuéramos hermanos (que esta facilidady dulzura se halla siempre en las cosas malas).Era de ver a uno ponerse la camisa de doceveces, dividida en doce trapos, diciendo unaoración a cada uno, como sacerdote que se vis-te. A cuál se le perdía una pierna en los callejo-nes de las calzas, y la venía a hallar donde me-nos convenía asomada. Otro pedía guía paraponerse el jubón, y en media hora se podía ave-riguar con él.

Acabado esto, que no fue poco de ver, todosempuñaron aguja y hilo para hacer un puntea-do en un rasgado y otro. Cuál, para culcusirsedebajo del brazo, estirándole, se hacía L. Uno,hincado de rodillas, arremedando un cinco deguarismo, socorría a los cañones. Otro, por ple-gar las entrepiernas, metiendo la cabeza entreellas, se hacía un ovillo. No pintó tan estrañasposturas Bosco como yo vi, porque ellos cosíany la vieja les daba los materiales, trapos y arra-

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piezos de diferentes colores, los cuales habíatraído el soldado.

Acabóse la hora del remedio (que así la lla-maban ellos) y fuéronse mirando unos a otroslo que quedaba mal parado. Determinaron deirse fuera, y yo dije que antes trazasen mi ves-tido, porque quería gastar los cien reales enuno, y quitarme la sotana.

-Eso no -dijeron ellos-; el dinero se dé al de-pósito, y vistámosle de lo reservado. Luego,señalémosle su diócesi en el pueblo, adonde élsolo busque y apolille.

Parecióme bien; deposité el dinero y, en uninstante, de la sotanilla me hicieron ropilla deluto de paño; y acortando el herreruelo, quedóbueno. Lo que sobró de paño trocaron a unsombrero viejo reteñido; pusiéronle por toquillaunos algodones de tintero muy bien puestos. Elcuello y los valones me quitaron, y en su lugarme pusieron unas calzas atacadas, con cuchi-lladas no más de por delante, que lados y tras-era eran unas gamuzas. Las medias calzas de

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seda aun no eran medias, porque no llegabanmás de cuatro dedos más abajo de la rodilla; loscuales cuatro dedos cubría una bota justa sobrela media colorada que yo traía. El cuello estabatodo abierto, de puro roto; pusiéronmele, ydijeron:

-El [cuello está trabajoso] por detrás y por loslados. V. Md., si le mirase uno, ha de ir vol-viéndose con él, como la flor del sol con el sol;si fueren dos y miraren por los lados, saquepies; y para los de atrás, traiga siempre el som-brero caído sobre el cogote, de suerte que lafalda cubra el cuello y descubra toda la frente; yal que preguntare que por qué anda así,respóndale que porque puede andar con la caradescubierta por todo el mundo.

Diéronme una caja con hilo negro y hilo blan-co, seda, cordel y aguja, dedal, paño, lienzo,raso y otros retacillos, y un cuchillo; pusiéron-me una espuela en la pretina, yesca y eslabónen una bolsa de cuero, diciendo:

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-Con esta caja puede ir por todo el mundo,sin haber menester amigos ni deudos; en ésta seencierra todo nuestro remedio. Tómela y guár-dela.

Señaláronme por cuartel para buscar mi vidael de San Luis; y así, empecé mi jornada, sa-liendo de casa con los otros, aunque por sernuevo me dieron, para empezar la estafa, comoa misacantano, por padrino el mismo que metrujo y convirtió.

Salimos de casa con paso tardo, los rosariosen la mano; tomamos el camino para mi barrioseñalado. A todos hacíamos cortesías; a loshombres, quitábamos el sombrero, deseandohacer los mismo con sus capas; a las mujereshacíamos reverencias, que se huelgan con ellasy con las paternidades mucho. A uno decía mibuen ayo: "Mañana me traen dineros; a otro:"Aguárdeme V. Md. un día, que me trai en pa-labras el banco. Cuál le pedía la capa, quién ledaba prisa por la pretina; en lo cual conocí queera tan amigo de sus amigos, que no tenía cosa

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suya. Andábamos haciendo culebra de unaacera a otra, por no topar con casas de acreedo-res. Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otroel de la espada y otro el de las sábanas y cami-sas, de manera que eché de ver que era caballe-ro de alquiler, como mula.

Sucedió, pues, que vio desde lejos un hombreque le sacaba los ojos, según dijo, por una deu-da, mas no podía el dinero. Y porque no le co-nociese, soltó de detrás de las orejas el cabello,que traía recogido, y quedó nazareno, entreermitaño y caballero lanudo; plantóse un par-che en un ojo, y púsose a hablar italiano conmi-go. Esto pudo hacer mientras el otro venía, queaún no le había visto, por estar ocupado enchismes con una vieja. Digo de verdad que vi alhombre dar vueltas alrededor, como perro quese quiere echar; hacíase más cruces que un en-salmador, y fuese diciendo:

-¡Jesús!, pensé que era él. A quien bueyes haperdido..., etc.

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Yo moríame de risa de ver la figura de miamigo. Entróse en un portal a recoger la melenay el parche, y dijo:

-Estos son los aderezos de negar deudas.Aprendé, hermano, que veréis mil cosas déstasen el pueblo.

Pasamos adelante y, en una esquina, por serde mañana, tomamos dos tajadas de alcotín yagua ardiente, de una picarona que nos lo diode gracia, después de dar el bienvenido a miadestrador. Y díjome:

-Con esto vaya el hombre descuidado de co-mer hoy; y, por lo menos, esto no puede faltar.

Afligíme yo, considerando que aún teníamosen duda la comida, y repliqué afligido por par-te de mi estómago. A lo cual respondió:

-Poca fe tienes con la religión y orden de loscaninos. No falta el Señor a los cuervos ni a losgrajos ni aun a los escribanos, ¿y había de faltara los traspillados?. Poco estómago tienes.

-Es verdad -dije-, pero temo mucho tener me-nos y nada en él.

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En esto estábamos, y dio un reloj las doce; ycomo yo era nuevo en el trato, no les cayó engracia a mis tripas el alcotín, y tenía hambrecomo si tal no hubiera comido. Renovada, pues,la memoria con la hora, volvíme al amigo ydije:

-Hermano, este de la hambre es recio novi-ciado; estaba hecho el hombre a comer más queun sabañón, y hanme metido a vigilias. Si vosno lo sentís, no es mucho, que criado con ham-bre desde niño, como el otro rey con ponzoña,os sustentéis ya con ella. No os veo hacer dili-gencia vehemente para mascar, y así, yo deter-mino de hacer la que pudiere.

-¡Cuerpo de Dios -replicó- con vos! Pues danagora las doce, ¿y tanta prisa? Tenéis muy pun-tuales ganas y ejecutivas, y han menester llevaren paciencia algunas pagas atrasadas. ¡No, sinocomer todo el día! ¿Qué más hacen los anima-les? No se escribe que jamás caballero nuestrohaya tenido cámaras; que antes, de puro malproveídos, no nos proveemos. Ya os he dicho

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que a nadie falta Dios. Y si tanta prisa tenéis, yome voy a la sopa de San Jerónimo, adonde hayaquellos frailes de leche como capones, y allíharé el buche. Si vois queréis seguirme, venid,y si no, cada uno a sus aventuras.

-Adiós -dije yo-, que no son tan cortas mis fal-tas, que se hayan de suplir con sobras de otros.Cada uno eche por su calle.

Mi amigo iba pisando tieso, y mirándose a lospies; sacó unas migajas de pan que traía para elefeto siempre en una cajuela, y derramóselaspor la barba y vestido, de suerte que parecíahaber comido. Ya yo iba tosiendo y escarbando,por disimular mi flaqueza, limpiándome losbigotes, arrebozado y la capa sobre el hombroizquierdo, jugando con el decenario, que lo eraporque no tenía más de diez cuentas. Todos losque me vían me juzgaban por comido, y si [fue-ra] de piojos, no erraran.

Iba yo fiado en mis escudillos, aunque meremordía la conciencia el ser contra la ordencomer a su costa quien vive de tripas horras en

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el mundo. Yo me iba determinando a quebrarel ayuno, y llegué con esto a la esquina de lacalle de San Luis, adonde vivía un pastelero.Asomábase uno de a ocho tostado, y con aquelresuello del horno tropezóme en las narices, yal instante me quedé del modo que andaba,como el perro perdiguero con el aliento de lacaza, puestos en él los ojos. Le miré con tantoahínco, que se secó el pastel como un aojado.Allí es de contemplar las trazas que yo dabapara hurtarle; resolvíame otra vez a pagarlo. Enesto, me dio la una. Angustiéme de manera queme determiné a zamparme en un bodegón delos que están por allí. Yo que iba haciendo pun-ta a uno, Dios que lo quiso, topo con un licen-ciado Flechilla, amigo mío, que venía haldean-do por la calle abajo, con más barros que la carade un sanguino, y tantos rabos, que parecíachirrión con sotana, pulpo graduado o merca-der que cargaba para Italia. Arremetió a mí enviéndome, que, según estaba, fue mucho cono-

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cerme. Yo le abracé; preguntóme cómo estaba;díjele luego:

-¡Ah, señor licenciado, qué de cosas tengo quecontarle! Sólo me pesa de que me he de ir estanoche y no habrá lugar.

-Eso me pesa a mí -replicó-, y si no fuera porser tarde, y voy con prisa a comer, me detuvie-ra más, porque me aguarda una hermana casa-da y su marido.

-¿Que aquí está mi [señora] Ana? Aunque lodeje todo, vamos, que quiero hacer lo que estoyobligado.

Abrí los ojos oyendo que no había comido.Fuime con él, y empecéle a contar que una mu-jercilla que él había querido mucho en Alcalá,sabía yo dónde estaba, y que le podía dar en-trada en su casa. Pegósele luego al alma el envi-te, que fue industria tratarle de cosa de gusto.Llegamos tratando en ello a su casa. Entramos;yo me ofrecí mucho a su cuñado y hermana, yellos, no persuadiéndose a otra cosa sino a queyo venía convidado por venir a tal hora, co-

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menzaron a decir que si lo supieran que habíande tener tan buen güésped, que hubieran pre-venido algo. Yo cogí la ocasión y convidéme,diciendo que yo era de casa y amigo viejo, yque se me hiciera agravio en tratarme concumplimiento.

Sentáronse y sentéme; y porque el otro lo lle-vase mejor, que ni me había convidado ni lepasaba por la imaginación, de rato en rato lepegaba yo con la mozuela, diciendo que mehabía preguntado por él, y que le tenía en elalma, y otras mentiras deste modo; con lo cualllevaba mejor el verme engullir, porque tal des-trozo como yo hice en el ante, no lo hiciera unabala en el de un coleto. Vino la olla, y comímelaen dos bocados casi toda, sin malicia, pero conprisa tan fiera, que parecía que aun entre losdientes no la tenía bien segura. Dios es mi pa-dre, que no come un cuerpo más presto elmontón de la Antigua de Valladolid, que ledeshace en veinte y cuatro horas, que yo des-paché el ordinario; pues fue con más prisa que

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un extraordinario el correo. Ellos bien debíannotar los fieros tragos del caldo y el modo deagotar la escudilla, la persecución de los güesosy el destrozo de la carne. Y si va a decir verdad,entre burla y juego, empedré la faltriquera demendrugos.

Levantóse la mesa; apartámonos yo y el licen-ciado a hablar de la ida en casa de la dicha. Yose lo facilité mucho. Y estando hablando con éla una ventana, hice que me llamaban de la ca-lle, y dije: -"¿A mí, señor? Ya bajo". Pedíle licen-cia, diciendo que luego volvía. Quedómeaguardando hasta hoy, que desaparecí por lodel pan comido y la compañía deshecha.Topóme otras muchas veces, y disculpéme conél, contándole mil embustes que no importanpara el caso.

Fuime por las calles de Dios, llegué a laspuerta de Guadalajara, y sentéme en un bancode los que tienen en sus puertas los mercaderes.Quiso Dios que llegaron a la tienda dos de lasque piden prestado sobre sus caras, tapadas de

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medio ojo, con su vieja y pajecillo. Preguntaronsi había algún terciopelo de labor extraordina-ria. Yo empecé luego, para trabar conversación,a jugar del vocablo, de tercio y pelado, y pelo, yapelo y pospelo, y no dejé güeso sano a larazón. Sentí que les había dado mi libertadalgún seguro de algo de la tienda, y yo, comoquien no aventuraba a perder nada, ofrecílas loque quisiesen. Regatearon, diciendo que notomaban de quien no conocían. Yo me apro-veché de la ocasión, diciendo que había sidoatrevimiento ofrecerles nada, pero que mehiciesen merced de acetar unas telas que mehabían traído de Milán, que a la noche llevaríaun paje (que les dije que era mío, por estar en-frente aguardando a su amo, que estaba en otratienda, por lo cual estaba descaperuzado). Ypara que me tuviesen por hombre de partes yconocido, no hacía sino quitar el sombrero atodos los oidores y caballeros que pasaban, y,sin conocer a ninguno, les hacía cortesías comosi los tratara familiarmente. Ellas se cegaron

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con esto, y con unos cien escudos en oro que yosaqué de los que traía, con achaque de dar li-mosna a un pobre que me la pidió.

Pareciólas irse, por ser ya tarde, y así me pi-dieron licencia, advirtiéndome con el secretoque había de ir el paje. Yo las pedí por favor ycomo en gracia un rosario engazado en oro quellevaba la más bonita dellas, en prendas de quelas había de ver a otro día sin falta. Regatearondármele; yo les ofrecía en prendas los cien es-cudos, y dijéronme su casa; y con intento deestafarme en más, se fiaron de mí y preguntá-ronme mi posada, diciendo que no podía entrarpaje en la suya a todas horas, por ser genteprincipal. Yo las llevé por la calle Mayor, y, alentrar en la de las Carretas, escogí la casa quemejor y más grande me pareció. Tenía un cochesin caballos a la puerta. Díjeles que aquélla era,y que allí estaba ella, y el coche y dueño paraservirlas. Nombréme don Alvaro de Córdoba, yentréme por la puerta delante de sus ojos. Yacuérdome que, cuando salimos de la tienda,

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llamé uno de los pajes, con gran autoridad, conla mano. Hice que le decía que se quedasentodos y que me aguardasen allí (que así dije yoque lo había dicho); y la verdad es que le pre-gunté si era criado del comendador mi tío. Dijoque no; y con tanto, acomodé los criados ajenoscomo buen caballero.

Llegó la noche escura, y acogímonos a casatodos. Entré y hallé al soldado de los trapos conuna hacha de cera que le dieron para acompa-ñar un difunto, y se vino con ella. Llamábaseéste Magazo, natural de Olías; había sido ca-pitán en una comedia, y combatido con morosen una danza. A los de Flandes decía que habíaestado en la China; y a los de la China, en Flan-des. Trataba de formar un campo, y nunca suposino espulgarse en él. Nombraba castillos, yapenas los había visto en los ochavos. Celebra-ba mucho la memoria del señor don Juan, y oíledecir yo muchas veces de Luis Quijada quehabía sido honra de amigos. Nombraba turcos,galeones y capitanes, todos los que había leído

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en unas coplas que andaban desto; y como élno sabía nada de mar, porque no tenía de navalmás del comer nabos, dijo, contando la batallaque había vencido el señor don Juan en Lepan-to, que aquel Lepanto fue un moro muy bravo,como no sabía el pobrete que era nombre delmar. Pasábamos con él lindos ratos.

Entró luego mi compañero, deshechas las na-rices y toda la cabeza entrapajada, lleno de san-gre y muy sucio. Preguntámosle la causa, y dijoque había ido a la sopa de San Jerónimo y quepidió porción doblada, diciendo que era paraunas personas honradas y pobres. Quitáronseloa los otros mendigos para dárselo, y ellos, conel enojo, siguiéronle, y vieron que, en un rincóndetrás de la puerta, estaba sorbiendo con granvalor. Y sobre si era bien hecho engañar porengullir y quitar a otros para sí, se levantaronvoces, y tras ellas palos, y tras los palos chicho-nes y tolondrones en su pobre cabeza. Embis-tiéronle con los jarros, y el daño de las naricesse le hizo uno con una escudilla de palo que se

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la dio a oler con más prisa que convenía. Quitá-ronle la espada, salió a las voces el portero, yaun no los podía meter en paz. En fin, se vio entanto peligro el pobre hermano, que decía: "¡Yovolveré lo que he comido!"; y aun no bastaba,que ya no reparaban sino en que pedía paraotros, y no se preciaba de sopón. -"¡Miren eltodo trapos, como muñeca de niños, más tristeque pastelería en Cuaresma, con más agujerosque una flauta, y más remiendos que una pía, ymás manchas que un jaspe, y más puntos queun libro de música (decía un estudiantón destosde la capacha, gorronazo), que hay hombre enla sopa del bendito santo que puede ser obispoo otra cualquier dignidad, y se afrenta un donPeluche de comer! ¡Graduado estoy de bachilleren artes por Sigüenza!". Metióse el portero depor medio, viendo que un vejezuelo que allíestaba decía que, aunque acudía al brodio, queera decendiente de los Godos, y que tenía deu-dos.

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Aquí lo dejo porque el compañero estaba yafuera [desaprensando] los güesos.

CAPITULO IIIEn que prosigue la misma materia, hasta dar

con todos en la cárcel

Entró Merlo Díaz, hecha la pretina una sartade búcaros y vidros, los cuales, pidiendo debeber en los tornos de las monjas, había aga-rrado con poco temor de Dios. Mas sacóle de lapuja don Lorenzo del Pedroso, el cual entró conuna capa muy buena, la cual había trocado enuna mesa de trucos a la suya, que no se la cu-briera pelo al que la llevó, por ser desbarbada.Usaba éste quitarse la capa como que queríajugar, y ponerla con las otras, y luego, comoque no hacía partido, iba por su capa, y tomabala que mejor le parecía y salíase. Usábalo en losjuegos de argolla y bolos.

Mas todo fue nada para ver entrar a don Co-sme, cercado de muchachos con lamparones,

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cáncer y lepra, heridos y mancos, el cual se hab-ía hecho ensalmador con unas santiguaduras yoraciones que había aprendido de una vieja.Ganaba éste por todos, porque si el que venía acurarse no traía bulto debajo de la capa, no so-naba dinero en faldriquera, o no piaban algu-nos capones, no había lugar. Tenía asolado me-dio reino. Hacía creer cuanto quería, porque noha nacido tal artífice en el mentir; tanto, queaun por descuido no decía verdad. Hablaba delNiño Jesús, entraba en las casas con Deo gra-cias, decía lo del "Espíritu Santo sea con to-dos".... Traía todo ajuar de hipócrita: un rosariocon unas cuentas frisonas; al descuido hacíaque se le viese por debajo de la capa un trozode disciplina salpicada con sangre de las nari-ces; hacía creer, concomiéndose, que los piojoseran silicios, y que la hambre canina eran ayu-nos voluntarios. Contaba tentaciones; en nom-brando al demonio, decía "Dios no libre y nosguarde"; besaba la tierra al entrar en la iglesia;llamábase indigno; no levantaba los ojos a las

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mujeres, pero las faldas sí. Con estas cosas, tra-ía el pueblo tal, que se encomendaban a él, yera como encomendarse al diablo. Porque él erajugador y lo otro (ciertos los llaman, y por malnombre fulleros). Juraba el nombre de Diosunas veces en vano, y otras en vacío. Pues en loque toca a mujeres, tenía seis hijos, y preñadasdos santeras. Al fin, de los mandamientos deDios, los que no quebraba, hendía.

Vino Polanco haciendo gran ruido, y pidió susaco pardo, cruz grande, barba larga postiza ycampanilla. Andaba de noche desta suerte, di-ciendo: "Acordaos de la muerte, y haced bienpara las ánimas...", etc. Con esto cogía muchalimosna, y entrábase en las casas que veía abier-tas; si no había testigos ni estorbo, robaba cuan-to había; si le topaban, tocaba la campanilla, ydecía con una voz que él fingía muy penitente:"Acordaos, hermanos...", etc.

Todas estas trazas de hurtar y modos extra-ordinarios conocí, por espacio de un mes, enellos. Volvamos agora a que les enseñé el rosa-

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rio y conté el cuento. Celebraron mucho la tra-za, y recibióle la vieja por su cuenta y razónpara venderle. La cual se iba por las casas di-ciendo que era de una doncella pobre, y que sedeshacía dél para comer. Y ya tenía para cadacosa su embuste y su trapaza. Lloraba la vieja acada paso; enclavijaba las manos y suspiraba delo amargo; llamaba hijos a todos. Traía, encimade muy buena camisa, jubón, ropa, saya y man-teo, un saco de sayal roto, de un amigo ermita-ño que tenía en las cuestas de Alcalá. Esta go-bernaba el hato, aconsejaba y encubría.

Quiso, pues, el diablo, que nunca está ociosoen cosas tocantes a sus siervos, que, yendo avender no sé qué ropa y otras cosillas a unacasa, conoció uno no sé qué hacienda suya. Tru-jo un alguacil, y agarráronme la vieja, que sellamaba la madre Labruscas. Confesó luegotodo el caso, y dijo cómo vivíamos todos, y queéramos caballeros de rapiña. Dejóla el alguacilen la cárcel, y vino a casa, y halló en ella a todosmis compañeros, y a mí con ellos. Traía media

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docena de corchetes, verdugos de a pie, y diocon todo el colegio buscón en la cárcel, adondese vio en gran peligro la caballería.

CAPITULO IVEn que trata los sucesos de la cárcel, hasta

salir la vieja azotada, los compañeros a la ver-güenza y él en fiado

Echáronnos, en entrando, a cada uno dos pa-res de grillos, y sumiéronnos en un calabozo.Yo que me vi ir allá, aprovechéme del dineroque traía conmigo y, sacando un doblón, díjeleal carcelero:

-Señor, oígame V. Md. en secreto.Y para que lo hiciese, dile escudo como cara.

En viéndolos, me apartó.-Suplico a V. Md. -le dije- que se duela de un

hombre de bien.Busquéle las manos, y como sus palmas esta-

ban hechas a llevar semejantes dátiles, cerrócon los dichos veinte y seis, diciendo:

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-Yo averiguaré la enfermedad y, si no es ur-gente, bajará al cepo.

Yo conocí la deshecha, y respondíle humilde.Dejóme fuera, y a los amigos descolgáronlosabajo.

Dejo de contar la risa tan grande que, en lacárcel y por las calles, había con nosotros; por-que como nos traían atados y a empellones,unos sin capas y otros con ellas arrastrando,eran de ver unos cuerpos pías remendados, yotros aloques de tinto y blanco. A cuál, por asir-le de alguna parte sigura, por estar todo tanmanido le agarraba el corchete de las purascarnes, y aun no hallaba de qué asir, según lostenía roídos la hambre. Otros iban dejando a loscorchetes en las manos los pedazos de ropillasy gregüescos; al quitar la soga en que veníanensartados, se salían pegados los andrajos.

Al fin, yo fui, llegada la noche, a dormir a lasala de los linajes. Diéronme mi camilla. Era dever algunos dormir envainados, sin quitarsenada; otros, desnudarse de un golpe todo cuan-

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to traían encima como culebras; cuáles jugaban.Y, al fin, cerrados, se mató la luz. Olvidamostodos los grillos. Era de ver a los que no teníancama llegar y asir de los pies al acostado, y sa-carlo arrastrando en medio de la sala, y encajar-se en la cama, y aquél asir de otro para acomo-darse.

Estaba el servicio a mi cabecera; vime forza-do, a intercesión de mis narices, a decirles quemudasen a otra parte el vedriado. Y sobre si leviene muy ancho o no (como si me hubierantomado la medida con el bacín), tuvimos pala-bras. Usé el oficio de adelantado, que es mejor aveces serlo de un cachete que de un reino, ymetíle a uno media pretina en la cara. êl, porlevantarse aprisa, derramóle, y al ruido des-pertó el concurso. Asábamonos a pretinazos aescuras, y era tanto el mal olor, que hubieronde levantarse todos. Alzóse el grito. El alcaide,sospechando que se le iban algunos vasallos,subió corriendo, armado, con toda su cuadrilla;abrió la sala, entró luz y informóse del caso.

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Condenáronme todos; yo me disculpaba condecir que en toda la noche me habían dejadocerrar los ojos. El carcelero, pareciéndole quepor no dejarme zabullir en lo hondo le daríaotro doblón, asió del caso y mandóme bajarallá. Determinéme a consentir, antes que a pe-llizcar el talego más de lo que lo estaba. Fuillevado abajo; recibiéronme con arbórbola yplacer los amigos. Dormí aquella noche algodesabrigado.

Amaneció el Señor, y salimos del calabozo.Vímonos las caras, y lo primero que nos fuenotificado fue dar para la limpieza, como si enuna noche lo hubiera yo ensuciado todo, sopena de culebrazo fino. Yo di luego seis reales;mis compañeros no tenían qué dar, y así, que-daron remitidos para la noche.

Había en el calabozo un mozo tuerto, alto,abigotado, mohíno de cara, cargado de espal-das y de azotes en ellas. Traía más hierro queVizcaya, dos pares de grillos y una cadena deportada. Llamábanle el Jayán. Decía que estaba

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preso por cosas de aire, y así, sospechaba yo siera por algunas fuelles, chirimías o abanicos, ydecíale si era por algo desto. Respondía que no,que eran cosas de atrás. Yo pensé que pecadosviejos quería decir, y averigüé que por puto.Cuando el alcaide le reñía por alguna travesu-ra, le llamaba botiller del verdugo y depositariogeneral de culpas. Otras veces le amenazabadiciendo: -"¿Qué te arriesgas, pobrete, con elque ha de hacer humo? Dios es Dios, que tevendimie de camino". Había confesado éste, yera tan maldito, que traíamos todos con carlan-cas, como mastines, las traseras, y no habíaquien se osase ventosear, de miedo de acordar-le dónde tenía las asentaderas.

êste hacía amistad con otro que llamaban Ro-bledo, y por otro nombre el Trepado. Decía queestaba preso por liberalidades; y, entendido,eran de manos en pescar lo que topaba. êstehabía sido más azotado que postillón; no habíaverdugo que no hubiese probado la mano en él.Tenía la cara con tantas cuchilladas que, a des-

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cubrirse puntos, no se la ganara un flux. Teníamenos las orejas y pegadas las narices, aunqueno tan bien como la cuchillada que se las partía.

A éstos se llegaban otros cuatro hombres, ra-pantes como leones de armas, todos agrillados,gente de azotes y galeras, chilindrón legítimo.Decían ellos que presto podrían decir que hab-ían servido a su Rey por mar y por tierra. No sepodrá creer la notable alegría con que aguarda-ban su despacho.

Todos éstos, mohínos de ver que mis compa-ñeros no contribuían, ordenaron a la noche dedarlos culebra de cáñamo, con una soga dedi-cada al efeto.

Vino la noche. Fuímonos ahuchados a la post-rera faldriquera de la casa. Mataron la luz; yometíme luego debajo de la tarima. Empezaron asilbar dos dellos, y otro a dar sogazos. Los bue-nos caballeros, que vieron el negocio de revuel-ta, se apretaron de manera las carnes ayunas(cenadas, comidas y almorzadas de sarna ypiojos), que cupieron todos en un resquicio de

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la tarima. Estaban como liendres en cabellos ochinches en cama. Sonaban los golpes en latabla; callaban los dichos. Los bellacos, que vie-ron que no se quejaban, dejaron el dar azotes, yempezaron a tirar ladrillos, piedras y cascoteque tenían recogido. Allí fue ella, que uno lehalló el cogote a don Toribio, y le levantó unapantorrilla en él de dos dedos. Comenzó a darvoces que le mataban. Los bellacos, porque nose oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos yhacían ruido con las prisiones. êl, por esconder-se, [asió] de los otros para meterse debajo. Allífue el ver cómo, con la fuerza que hacían, lessonaban los güesos.

Acabaron su vida las ropillas; no quedabaandrajo en pie. Menudeaban tanto las piedras ycascotes, que, dentro de poco tiempo, tenía eldicho don Toribio más golpes en la cabeza queuna ropilla abierta. Y no hallando remedio con-tra el granizo, viéndose, sin santidad, cerca demorir San Esteban, dijo que le dejasen salir, queél pagaría luego y daría sus vestidos en pren-

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das. Consintiéronselo, y, a pesar de los otros,que se defendían con él, descalabrado y comopudo, se levantó y pasó a mi lado.

Los otros, por presto que acordaron a hacer lomismo, ya tenían las chollas con más tejas quepelos. Ofrecieron para pagar la patente sus ves-tidos, haciendo cuenta que era mejor entrarseen la cama por desnudos que por heridos. Y así,aquella noche los dejaron, y a la mañana lespidieron que se desnudasen, y se halló que, detodos sus vestidos juntos, no se podía haceruna mecha a un candil.

Quedáronse en la cama, digo envueltos enuna manta, la cual era la que llaman ruana,donde se espulgan todos. Empezaron luego asentir el abrigo de la manta, porque había piojocon hambre canina, y otro que, en un brazoayuno dellos, quebraba ayuno de ocho días;habíalos frisones, y otros que se podían echar ala oreja de un toro. Pensaron aquella mañanaser almorzados dellos; quitáronse la manta,

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maldiciendo su fortuna, deshaciéndose a purasuñadas.

Yo salíme del calabozo, diciéndoles que meperdonasen si no les hiciese mucha compañía,porque me importaba no hacérsela. Torné arepasarle las manos al carcelero con tres de aocho y, sabiendo quién era el escribano de lacausa, inviéle a llamar con un picarillo. Vino,metíle en un aposento, y empecéle a decir (des-pués de haber tratado de la causa) cómo yotenía no sé que dinero; supliquéle que me loguardase, y que, en lo que hubiese lugar, favo-reciese la causa de de un hijodalgo desgraciadoque, por engaño, había incurrido en tal delito.

-Crea V. Md. -dijo, después de haber pescadola mosca-, que en nosotros está todo el juego, yque si uno da en no ser hombre de bien, puedehacer mucho mal. Más tengo yo en galeras debalde, por mi gusto, que hay letras en el proce-so. Fíese de mí, y crea que le sacaré a paz y asalvo.

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Fuese con esto, y volvióse desde la puerta apedirme algo para el buen Diego García, el al-guacil, que importaba acallarle con mordaza deplata, y apuntóme no sé qué del relator, paraayuda de comerse cláusula entera. Dijo:

-Un relator, señor, con arcar las cejas, levantarla voz, dar una patada para hacer atender alalcalde divertido, hacer una acción, destruye aun cristiano.

Dime por entendido, y añadí otros cincuentareales; y en pago me dijo que enderezase elcuello de la capa, y dos remedios para el cata-rro que tenía de la frialdad del calabozo, yúltimamente me dijo, mirándome con grillos:

-Ahorre de pesadumbre, que, con ocho realesque dé al alcaide, le aliviará; que ésta es genteque no hace virtud si no es por interés.

Cayóme en gracia la advertencia. Al fin, él sefue. Yo di al carcelero un escudo; quitóme losgrillos. Dejábame entrar en su casa. Tenía unaballena por mujer, y dos hijas (del diablo), feasy necias, y de la vida, a pesar de sus caras. Su-

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cedió que el carcelero (se llamaba tal Blandonesde San Pablo, y la mujer doña Ana Moráez)vino a comer, estando yo allí, muy enojado ybufando. No quiso comer. La mujer, recelandoalguna gran pesadumbre, se llegó a él, y le en-fadó tanto con las acostumbradas importuni-dades, que dijo:

-¿Qué ha de ser, si el bellaco ladrón de Al-mendros, el aposentador, me ha dicho, tenien-do palabras con él sobre el arrendamiento, quevos no sois limpia?

-¿Tantos rabos me ha quitado el bellaco? -dijoella-; por el siglo de mi agüelo, que no sois[hombre], pues no le pelastes las barbas. ¿Lla-mo yo a sus criadas que me limpien?.

Y volviéndose a mí, dijo:-Vale Dios que no me podrá decir que soy

judía como él, que, de cuatro cuartos que tiene,los dos son de villano, y los otros ocho mara-vedís, de hebreo. A fe, señor don Pablos, que siyo lo oyera, que yo le acordara de que tiene lasespaldas en el aspa del San Andrés.

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Entonces, muy afligido el alcaide, respondió:-¡Ay, mujer, que callé porque dijo que en esa

teníades vos dos o tres madejas! Que lo suciono os lo dijo por lo puerco, sino por el no locomer.

-Luego ¿judía dijo que era? ¿Y con esa pa-ciencia lo decís, buenos tiempos? ¿Así sentís lahonra de doña Ana Moráez, hija de EstebanRubio y Joan de Madrid, que sabe Dios y todoel mundo?

-¡Cómo! ¿Hija -dije yo- de Joan de Madrid?-De Joan de Madrid, el de Auñón.-Voto a Dios -dije yo- que el bellaco que tal

dijo es un judío, puto y cornudo.Y volviéndome a ellas:-Joan de Madrid, mi señor, que esté en el cie-

lo, fue primo hermano de mi padre. Y daré yoprobanza de quién es y cómo; y esto me toca amí. Y si salgo de la cárcel, yo le haré desdecircien veces al bellaco. Ejecutoria tengo en elpueblo, tocante a entrambos, con letras de oro.

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Alegráronse con el nuevo pariente, y cobra-ron ánimo con lo de la ejecutoria. Y ni yo latenía, ni sabía quiénes eran. Comenzó el maridoa quererse informar del parentesco por menu-do. Yo, porque no me cogiese en mentira, hiceque me salía de enojado, votando y jurando.Tuviéronme, diciendo que no se tratase másdello. Yo, de rato en rato, salía muy al descuidocon decir:

-¡Joan de Madrid! ¡Burlando es la probanzaque yo tengo suya!.

Otras veces decía:-¡Joan de Madrid, el mayor! Su padre de Joan

de Madrid fue casado con Ana de Acevedo, lagorda.

Y callaba otro poco. Al fin, con estas cosas, elalcaide me daba de comer y cama en su casa, yel escribano, solicitado dél y cohechado con eldinero, lo hizo tan bien, que sacaron a la viejadelante de todos, en un palafrén pardo a la bri-da, con un músico de culpas delante. Era elpregón: "¡A esta mujer, por ladrona!". Llevábale

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el compás en las costillas el verdugo, según loque le habían recetado los señores de los ropo-nes. Luego seguían todos mis compañeros, enlos overos de echar agua, sin sombreros y lascaras descubiertas. Sacábanlos a la vergüenza, ycada uno, de puro roto, llevaba la suya de fue-ra. Desterráronlos por seis años. Yo salí en fia-do, por virtud del escribano. Y el relator no sedescuidó, porque mudó tono, habló quedo yronco, brincó razones y mascó cláusulas ente-ras.

CAPITULO VDe cómo tomó posada, y la desgracia que le

sucedió en ella

Salí de la cárcel. Halléme solo y sin los ami-gos; aunque me avisaron que iban camino deSevilla a costa de la caridad, no los quise seguir.

Determinéme de ir a una posada, donde halléuna moza rubia y blanca, miradora, alegre, aveces entremetida, y a veces entresacada y sali-

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da; zaceaba un poco; tenía miedo a los ratones;preciábase de manos y, por enseñarlas, siempredespabilaba las velas, partía la comida en lamesa, en la iglesia siempre tenía puestas lasmanos, por las calles iba enseñando siemprecuál casa era de uno y cuál de otro; en el estra-do, de contino tenía un alfiler que prender en eltocado; si se jugaba a algún juego, era siempreel de pizpirigaña, por ser cosa de mostrar ma-nos. Hacía que bostezaba, adrede, sin tenergana, por mostrar los dientes y hacer cruces enla boca. Al fin, toda la casa tenía ya tan mano-seada, que enfadaba ya a sus mismos padres.

Hospedáronme muy bien en su casa, porquetenían trato de alquilarla, con muy buena ropa,a tres moradores: fui el uno yo, el otro un por-tugués, y un catalán. Hiciéronme muy buenaacogida.

A mí no me pareció mal la moza para el delei-te, y lo otro la comodidad de hallármela en ca-sa. Di en poner en ella los ojos; contábales cuen-tos que yo tenía estudiados para entretener;

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traíalas nuevas, aunque nunca las hubiese;servíalas en todo lo que era de balde. Díjelasque sabía encatamientos, y que era nigromante,que haría que pareciese que se hundía la casa yque se abrasaba, y otras cosas que ellas, comobuenas creedoras, tragaron. Granjeé una volun-tad en todos agradecida, pero no enamorada,que, como no estaba tan bien vestido como erarazón, aunque ya me había mejorado algo deropa (por medio del alcaide, a quien visitabasiempre, conservando la sangre a pura carne ypan que le comía), no hacían de mí el caso queera razón.

Di, para acreditarme de rico que lo disimula-ba, en enviar a mi casa amigos a buscarmecuando no estaba en ella. Entró uno, el primero,preguntando por el señor don Ramiro deGuzmán, que así dije que era mi nombre (por-que los amigos me habían dicho que no era decosta mudarse los nombres, y que era útil). Alfin, preguntó por don Ramiro, "un hombre denegocios rico, que hizo agora tres asientos con

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el Rey". Desconociéronme en esto las húespe-das, y respondieron que allí no vivía sino undon Ramiro de Guzmán, más roto que rico,pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre.

-Ese es -replicó- el que yo digo. Y no quisieramás renta al servicio de Dios que la que tiene amás de dos mil ducados.

Contóles otros embustes, quedáronse espan-tadas, y él las dejó una cédula de cambio fingi-da, que traía a cobrar en mí, de nueve mil escu-dos. Díjoles que me la diesen para que la aceta-se, y fuese.

Creyeron la riqueza la niña y la madre, yacotáronme luego para marido. Vine yo congran disimulación, y, en entrando, me dieron lacédula diciendo:

-Dineros y amor mal se encubren, señor donRamiro. ¿Cómo que nos esconda V. Md. quiénes, debiéndonos tanta voluntad?.

Yo hice como que me había disgustado por eldejar de la cédula, y fuime a mi aposento. Erade ver cómo, en creyendo que tenía dinero, me

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decían que todo me estaba bien, celebraban mispalabras, no había tal donaire como el mío. Yoque las vi tan cebadas, declaré mi voluntad a lamuchacha, y ella me oyó contentísima, dicién-dome mil lisonjas.

Apartámonos; y una noche, di para confir-marlas más en mi riqueza; cerréme en mi apo-sento, que estaba dividido del suyo con sólo untabique muy delgado, y, sacando cincuentaescudos, estuve contándolos en la mesa tantasveces, que oyeron contar seis mil escudos. Fueesto de verme con tanto dinero de contado,para ellas, todo lo que yo podía desear, porquedieron en desvelarse para regalarme y servir-me.

El portugués se llamaba o siñor Vasco deMeneses, caballero de la cartilla, digo de Chris-tus. Traía su capa de luto, botas, cuello pequeñoy mostachos grandes. Ardía por doña Beren-guela de Robledo, que así se llamaba. Ena-morábala sentándose a conversación, y suspi-rando más que beata en sermón de Cuaresma.

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Cantaba mal, y siempre andaba apuntando conél el catalán, el cual era la criatura más triste ymiserable que Dios crió; comía a tercianas, detres a tres días, y el pan tan duro, que apenas lepudiera morder un maldiciente. Prentendía porlo bravo, y si no era el poner güevos, no le fal-taba otra cosa para gallina, porque cacareabanotablemente.

Como vieron los dos que yo iba tan adelante,dieron en decir mal de mí. El portugués decíaque era un piojoso, pícaro, desarropado; el ca-talán me trataba de cobarde y vil. Yo lo sabíatodo, y a veces lo oía, pero no me hallaba conánimo para responder. Al fin, la moza mehablaba y recibía mis billetes. Comenzaba porlo ordinario: "Este atrevimiento, su muchahermosura de V. Md..."; decía lo de "me abra-so", trataba de "penar", ofrecíame por esclavo,firmaba el corazón con la saeta... Al fin, llega-mos a los túes, y yo, para alimentar más elcrédito de mi calidad, salíme de casa y alquiléuna mula, y arrebozado y mudando la voz,

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vine a la posada y pregunté por mí mismo, di-ciendo si vivía allí su merced del señor donRamiro de Guzmán, señor del Valcerrado yVillorete.

-Aquí vive -respondió la niña- un caballerode ese nombre, pequeño de cuerpo.

Y, por las señas, dije yo que era él, y las su-pliqué que le dijesen que Diego de Solórzana,su mayordomo que fue de las depositarías, pa-saba a las cobranzas, y le había venido a besarlas manos. Con esto me fui, y volví a casa deallí a un rato.

Recibiéronme con la mayor alegría del mun-do, diciendo que para qué les tenía escondidoel ser señor de Valcerrado y Villorete. Diéron-me el recado. Con esto, la muchacha se remató,cudiciosa de marido tan rico, y trazó de que lafuese a hablar a la una de la noche, por un co-rredor que caía a un tejado, donde estaba laventana de su aposento.

El diablo, que es agudo en todo, ordenó que,venida la noche, yo, deseoso de gozar la oca-

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sión, me subí al corredor, y, por pasar desde élal tejado que había de ser, vánseme los pies, ydoy en el de un vecino escribano tan desatina-do golpe, que quebré todas las tejas, y queda-ron estampadas en las costillas. Al ruido, des-pertó la media casa, y pensando que eran la-drones (que son antojadizos dellos los desteoficio) subieron al tejado. Yo que vi esto, quí-seme esconder detrás de una chimenea, y fueaumentar la sospecha, porque el escribano ydos criados y un hermano me molieron a palosy me ataron a vista de mi dama, sin bastarmeninguna diligencia. Mas ella se reía mucho,porque, como yo la había dicho que sabía hacerburlas y encantamentos, pensó que había caídopor gracia y nigromancia, y no hacía sino de-cirme que subiese, que bastaba ya. Con esto, ycon los palos y puñadas que me dieron, dabaaullidos; y era lo bueno que ella pensaba quetodo era artificio, y no acababa de reír.

Comenzó luego a hacer la causa, y porque mesonaron unas llaves en la faldriquera, dijo y

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escribió que eran ganzúas y aunque las vio, sinhaber remedio de que no lo fuesen. Díjele queera don Ramiro de Guzmán, y rióse mucho. Yo,triste, que me había visto moler a palos delantede mi dama, y me vi llevar preso sin razón ycon mal nombre, no sabía qué hacerme. Hincá-bame de rodillas, y ni por esas ni por esotrasbastaba con el escribano.

Todo esto pasaba en el tejado, que los tales,aun de las tejas arriba levantan falsos testimo-nios. Dieron orden de bajarme abajo, y lo hicie-ron por una ventana que caía a una pieza queservía de cocina.

CAPITULO VIProsigue el cuento, con otros varios sucesos

No cerré los ojos en toda la noche, conside-rando mi desgracia, que no fue dar en el tejado,sino en las manos del escribano. Y cuando meacordaba de lo de las ganzúas y las hojas quehabía escrito en la causa, [echaba de ver que no

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hay cosa que tanto crezca como culpa en poderde escribano].

Pasé la noche en revolver trazas; una[s] vecesme determinaba a rogárselo por Jesucristo, yconsiderando lo que le pasó con ellos vivo, nome atrevía. Mil veces me quise desatar, perosentíame luego, y levantábase a visitarme losnudos, que más velaba él en cómo forjaría elembuste que yo en mi provecho. Madrugó alamanecer, y vistióse a hora que en toda su casano había otros levantados sino él y los testimo-nios. Agarró la correa, y tornóme a repasar lascostillas, reprehendiéndome el mal vicio dehurtar como quien tan bien le sabía.

En esto estábamos, él dándome y yo casi de-terminado de darle a él dineros, que es la san-gre con que se labran semejantes diamantes,cuando, incitados y forzados de los ruegos demi querida, que me había visto caer y apalear,desengañada de que no era encanto sino desdi-cha, entraron el portugués y el catalán, y enviendo el escribano que me hablaban, desen-

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vainando la pluma, los quiso espetar porcómplices en el proceso.

El portugués no lo pudo sufrir, y tratóle algomal de palabra, diciendo que él era un caballero"fidalgo de casa du Rey", y que yo era un"home muito fidalgo", y que era bellaqueríatenerme atado. Comenzóme a desatar y, al pun-to, el escribamo clamó: "¡Resistencia!"; y doscriados suyos, entre corchetes y ganapanes,pisaron las capas, deshiciéronse los cuellos,como lo suelen hacer para representar las pu-ñadas que no ha habido, y pedían favor al Rey.Los dos, al fin, me desataron, y viendo el escri-bano que no había quien le ayudase, dijo:

-Voto a Dios que esto no se puede hacer con-migo, y que a no ser Vs. Mds. quien son, lespodría costar caro. Manden contentar estostestigos, y echen de ver que les sirvo sin interés.

Yo vi luego la letra; saqué ocho reales y díse-los, y aun estuve por volverle los palos que mehabía dado; pero, por no confesar que los había

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recibido, lo dejé, y me fui con ellos, dando lasgracias de mi libertad y rescate.

Entré en casa con la cara rozada de puros mo-jicones, y las espaldas algo mohínas de los va-rapalos. Reíase el catalán mucho, y decía a laniña que se casase conmigo, para volver elrefrán al revés, y que no fuese tras cornudoapaleado, sino tras apaleado cornudo. Tratá-bame de resuelto y sacudido, por los palos;traíame afrentado con estos equívocos. Si en-traba a visitarlos, trataban luego de varear;otras veces, de leña y madera. Yo que me vicorrido y afrentado, y que ya me iban dando enla flor de lo rico, comencé a trazar de salirme decasa; y, para no pagar comida, cama ni posada,que montaba algunos reales, y sacar mi hatolibre, traté con un licenciado Brandalagas, natu-ral de Hornillos, y con otros dos amigos suyos,que me viniesen una noche a prender. Llegaronla señalada, y requirieron a la güéspeda quevenían de parte del Santo Oficio, y que conven-ía secreto. Temblaron todas, por lo que yo me

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había hecho nigromántico con ellas. Al sacarmea mí callaron; pero, al ver sacar el hato, pidie-ron embargo por la deuda, y respondieron queeran bienes de la Inquisición. Con esto nochistó alma terrena.

Dejáronles salir, y quedaron diciendo quesiempre lo temieron. Contaban al catalán y alportugués lo de aquellos que me venían a bus-car; decían entrambos que eran demonios y queyo tenía familiar. Y cuando les contaban deldinero que yo había contado, decían que parec-ía dinero pero que no lo era; de ninguna suertepersuadiéronse a ello.

Yo saqué mi ropa y comida horra. Di traza,con los que me ayudaron, de mudar de hábito,y ponerme calza de obra y vestido al uso, cue-llos grandes y un lacayo en menudos: dos laca-yuelos, que entonces era uso. Animáronme aello, poniéndome por delante el provecho quese me siguiría de casarme con la ostentación, atítulo de rico, y que era cosa que sucedía mu-chas veces en la corte. Y aún añadieron que

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ellos me encaminarían parte conveniente y queme estuviese bien, y con algún arcaduz pordonde se guiase. Yo, negro cudicioso de pescarmujer, determinéme. Visité no sé cuántas al-monedas, y compré mi aderezo de casar. Supedónde se alquilaban caballos, y espetéme enuno el primer día, y no hallé lacayo.

Salíme a la calle Mayor, y púseme enfrente deuna tienda de jaeces, como que concertaba al-guno. Llegáronse dos caballeros, cada cual consu lacayo. Preguntáronme si concertaba uno deplata que tenía en las manos; yo solté la prosay, con mil cortesías, los detuve un rato. En fin,dijeron que se querían ir al Prado a bureo unpoco, y yo, que si no lo tenían a enfado, que losacompañaría. Dejé dicho al mercader que siviniesen allí mis pajes y un lacayo, que los en-caminase al Prado. Di señas de la librea, ymetíme entre los dos y caminamos. Yo iba con-siderando que a nadie que nos veía era posibleel determinar cúyos eran los lacayos, ni cuál erael que no le llevaba.

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Empecé a hablar muy recio de las cañas deTalavera, y de un caballo que tenía porcelana;encarecíales mucho el roldanejo que esperabade Córdoba. En topando algún paje, caballo olacayo, los hacía parar y les preguntaba cúyoera, y decía de las señales y si le querían ven-der; hacíale dar dos vueltas en la calle, y, aun-que no la tuviese, le ponía una falta en el freno,y decía lo que había de hacer para remediarlo.Y quiso mi ventura que topé muchas ocasionesde hacer esto. Y porque los otros iban embela-sados y, a mi parecer, diciendo: "¿Quién seráeste tagarote escuderón?", porque el uno lleva-ba un hábito en lo pechos, y el otro una cadenade diamantes (que era hábito y encomiendatodo junto), dije yo que andaba en busca debuenos caballos para mí y a otro primo mío,que entrábamos en unas fiestas.

Llegamos al Prado, y, en entrando, saqué elpie del estribo, y puse el talón por defuera yempecé a pasear. Llevaba la capa echada sobreel hombro y el sombrero en la mano. Mirában-

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me todos; cuál decía: "Este yo le he visto a pie";otro: "Hola, lindo va el buscón". Yo hacía comoque no oía nada, y paseaba.

Llegáronse a un coche de damas los dos, ypidiéronme que picardease un rato. Dejéles laparte de las mozas, y tomé el estribo de madrey tía. Eran las vejezuelas alegres, la una de cin-cuenta y la otra punto menos. Díjeles mil terne-zas, y oíanme (que no hay mujer, por vieja quesea, que tenga tantos años como presunción).Prometílas regalos y preguntélas del estado deaquellas señoras, y respondieron que doncellas,y se les echaba de ver en la plática. Yo dije loordinario: que las viesen colocadas como me-recían; y agradóles mucho la palabra colocadas.Preguntáronme tras esto que en qué me entre-tenía en la corte. Yo les dije que en huir de unpadre y madre, que me querían casar contra mivoluntad con mujer fea y necia y mal nacida,por el mucho dote.

-Y yo, señoras, quiero más una mujer limpiaen cueros, que una judía poderosa, que, por la

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bondad de Dios, mi mayorazgo vale al pie decuatro mil ducados de renta; y, si salgo con unpleito que traigo en buenos puntos, no habrémenester nada.

Saltó tan presto la tía:-¡Ay, señor, y cómo le quiero bien! No se case

sino con su gusto y mujer de casta, que le pro-meto que, con ser yo no muy rica, no he queri-do casar mi sobrina, con haberle salido ricoscasamientos, por no ser de calidad. Ella pobrees, que no tiene sino seis mil ducados de dote,pero no debe nada a nadie en sangre.

-Eso creo muy bien -dije yo.En esto, las doncellicas remataron la conver-

sación con pedir algo de merendar a mis ami-gos:

Mirábase el uno a otro,y a todos tiembla la barba.

Yo, que vi ocasión, dije que echaba menosmis pajes, por no tener con quien inviar a casapor unas cajas que tenía. Agradeciéronmelo, yyo las supliqué se fuesen a la Casa del Campo

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al otro día, y que yo las inviaría algo fiambre.Acetaron luego; dijéronme su casa y pregunta-ron la mía. Y, con tanto, se apartó el coche, y yoy los compañeros comenzamos a caminar acasa.

Ellos, que me vieron largo en lo de la merien-da, aficionáronse, y, por obligarme, me suplica-ron cenase con ellos aquella noche. Hícemealgo de rogar, aunque poco, y cené con ellos,haciendo bajar a buscar mis criados, y jurandode echarlos de casa. Dieron las diez, y yo dijeque era plazo de cierto martelo y que, así, mediesen licencia. Fuime, quedando concertadosde vernos a la tarde, en la Casa del Campo.

Fui a dar el caballo al alquilador, y desde allía mi casa. Hallé los compañeros jugando quino-licas. Contéles el caso y el concierto hecho, ydeterminamos de enviar la merienda sin falta, ygastar docientos reales en ella.

Acostámonos con estas determinaciones. Yoconfieso que no pude dormir en toda la noche,con el cuidado de lo que había de hacer con el

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dote. Y lo que más me tenía en duda era elhacer dél una casa o darlo a censo, que no sabíayo cuál sería mejor y de más provecho.

CAPITULO VIIEn que se prosigue lo mismo, con otros su-

cesos y desgracias que le sucedieron

Amaneció, y despertamos a dar traza en loscriados, plata y merienda. En fin, como el dine-ro ha dado en mandarlo todo, y no hay quien lepierda el respeto, pagándoselo a un reposterode un señor, me dio plata, y la sirvió él y trescriados.

Pasóse la mañana en aderezar lo necesario, ya la tarde ya yo tenía alquilado mi caballito.Tomé el camino, a la hora señalada, para laCasa del Campo. Llevaba toda la pretina llenade papeles, como memoriales, y desabotonadosseis botones de la ropilla, y asomados unospapeles. Llegué, y ya estaban allá las dichas ylos caballeros y todo. Recibiéronme ellas con

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mucho amor, y ellos llamándome de vos, enseñal de familiaridad. Había dicho que me lla-maba don Filipe Tristán, y en todo el día habíaotra cosa sino don Filipe acá y don Filipe allá.Yo comencé a decir que me había visto tanocupado con negocios de Su Majestad y cuen-tas de mi mayorazgo, que había temido el nopoder cumplir; y que, así, las apercibía a me-rienda de repente.

En esto, llegó el respostero con su jarcia, platay mozos; los otros y ellas no hacían sino mi-rarme y callar. Mandéle que fuese al cenador yaderezase allí, que entretanto nos íbamos a losestanques. Llegáronse a mí las viejas a hacermeregalos, y holguéme de ver descubiertas lasniñas, porque no he visto, desde que Dios mecrió, tan linda cosa como aquella en quien yotenía asestado el matrimonio: blanca, rubia,colorada, boca pequeña, dientes menudos yespesos, buena nariz, ojos rasgados y verdes,alta de cuerpo, lindas manazas y zazosita. La

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otra no era mala, pero tenía más desenvoltura,y dábame sospechas de hocicada.

Fuimos a los estanques, vímoslo todo y, en eldiscurso, conocí que la mi desposada corríapeligro en tiempo de Herodes, por inocente. Nosabía, pero como yo no quiero las mujeres paraconsejeras ni bufonas, sino para acostarme conellas, y si son feas y discretas es lo mismo queacostarse con Aristóteles o Séneca o con un li-bro, procúrolas de buenas partes para el arte delas ofensas; que, cuando sea boba, harto sabe sime sabe bien. Esto me consoló. Llegamos cercadel cenador, y, al pasar una enramada, pren-dióseme en un árbol la guarnición del cuello ydesgarróse un poco. Llegó la niña, y prendió-melo con un alfiler de plata, y dijo la madre queinviase el cuello a su casa al otro día, que allá loaderezaría doña Ana, que así se llamaba la ni-ña.

Estaba todo cumplidísimo; mucho que me-rendar, caliente y fiambre, frutas y dulces. Le-vantaron los manteles y, estando en esto, vi

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venir un caballero con dos criados, por la güer-ta adelante, y cuando no me cato, conozco a mibuen don Diego Coronel. Acercóse a mí, y co-mo estaba en aquel hábito, no hacía sino mi-rarme. Habló a las mujeres y tratólas de primas;y, a todo esto, no hacía sino volver y mirarme.Yo me estaba hablando con el repostero, y losotros dos, que eran sus amigos, estaban en granconversación con él.

Preguntóles, según se echó de ver después,mi nombre, y ellos dijeron:

-Don Filipe Tristán, un caballero muy honra-do y rico.

Veíale yo santiguarse. Al fin, delante dellas yde todos, se llegó a mí y dijo:

-V. Md. me perdone, que por Dios que le ten-ía, hasta que supe su nombre, por bien diferen-te de lo que es; que no he visto cosa tan pareci-da a un criado que yo tuve en Segovia, que sellamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismolugar.

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Riéronse todos mucho, y yo me esforcé paraque no me desmintiese la color, y díjele quetenía deseo de ver aquel hombre, porque mehabían dicho infinitos que le era parecidísimo.

-¡Jesús! -decía el Don Diego-. ¿Cómo pareci-do? El talle, la habla, los meneos, hasta en esaseñal de la frente, que en V. Md. debe de serherida, y en él fue un palo que le dieron en-trando a hurtar unas gallinas.¡No he visto talcosa! Digo, señor, que es admiración grande, yque no he visto cosa tan parecida.

-Dolo al diablo -dije yo- y ¿no ahorcaron eseganapán?

Entonces las viejas, tía y madre, dijeron quecómo era posible que a un caballero tan princi-pal se pareciese un pícaro tan bajo como aquél.Y porque no sospechase nada dellas, dijo launa:

-Yo le conozco muy bien al señor don Filipe,que es el que nos hospedó por orden de mi ma-rido (que fue gran amigo suyo) en Ocaña.

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Yo entendí la letra, y dije que mi voluntad eray sería de servirlas con mi poco posible en to-das partes.

El don Diego se me ofreció, y me pidióperdón del agravio que me había hecho en te-nerme por el hijo del barbero. Y añadía:

-No creerá V. Md.: su madre era hechicera yun poco puta, y su padre ladrón y su tío verdu-go, y él el más ruin hombre y más mal inclina-do tacaño del mundo.

Yo decía con unos empujoncillos de risa:-¡Gentil bergantón! ¡Hideputa pícaro!Y por de dentro considere el pío lector lo que

sentiría mi galloferia. Estaba, aunque lo disimu-laba, como en brasas. Tratamos de venirnos allugar. Yo y los otros dos nos despedimos, y donDiego se entró con ellas en el coche. Preguntó-las que qué era la merienda y el estar conmigo,y la madre y tía dijeron cómo yo era un mayo-razgo de tantos ducados de renta, y que mequería casar con Anica; que se informase y ver-

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ía si era cosa, no sólo acertada, sino de muchahonra para todo su linaje.

En esto pasaron el camino hasta su casa, queera en la calle del Arenal, a San Filipe. Nosotrosnos fuimos a csa juntos, como la otra noche.Pidiéronme que jugase, cudiciosos de pelarme.Yo entendíles la flor y sentéme. Sacaron naipes:estaban hechos. Perdí una mano. Di en irmepor abajo, y ganéles cosa de trecientos reales; ycon tanto, me despedí y vine a mi casa.

Topé a mis compañeros, licenciado Brandala-gas y Pero López, los cuales estaban estudiandoen unos dados tretas flamantes. En viéndome lodejaron, cudiciosos de preguntarme lo que mehabía sucedido. Yo venía cariacontecido y en-capotado; no les dije más de que me había vistoen un grande aprieto. Contéles cómo me habíatopado con don Diego, y lo que me había suce-dido; consoláronme, aconsejando que disimula-se y no desistiese de la pretensión por ningúncamino ni manera.

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En esto, supimos que se jugaba, en casa de unvecino boticario, juego de parar. Entendíalo yoentonces razonablemente, porque tenía másflores que un mayo, y barajas hechas, lindas.Determinámonos de ir a darles un muerto (queasí se llama el enterrar una bolsa); invié losamigos delante, entraron en la pieza, y dijeronsi gustarían de jugar con un fraile que acababade llegar a curarse en casa de unas primas su-yas, que venía enfermo y traía talegos como elbrazo y una calza de doblones. Crecióles a to-dos el ojo, y clamaron:

-¡Venga el fraile norabuena!-Es hombre grave en la orden -replicó Pero

López- y, como ha salido, se quiere entretener,que él más lo hace por la conversación.

-Venga, y sea por lo que fuere.-No ha de entrar nadie de fuera, por el recato

-dijo Brandalagas.-No hay tratar deso -respondió el güésped-;

ni criados.

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Con esto, ellos quedaron ciertos del caso, ycreída la mentira.

Vinieron los acólitos, y ya yo estaba con untocador en la cabeza por disimular la corona yfingir la enfermedad; sahuméme con paja yafeitéme de tercianas, con una color de ceraamarilla, y mi hábito de fraile, unos antojos ymi barba, que por ser atusada no desayudaba.Entré muy humilde, sentéme, comenzóse eljuego. Ellos levantaban bien; iban tres al mohí-no, pero quedaron mohínos los tres, porque yo,que sabía más que ellos, les di tal gatada que,en espacio de tres horas, me llevé más de mil ytrecientos reales. Di baratos y, con mi "¡loadosea Nuestro Señor!", me despedí, encargándolesque no recibiesen escándalo de verme jugar,que era entretenimiento y no otra cosa. Losotros, que habían perdido cuanto tenían,dábanse a mil diablos. Despedíme, y salímonosfuera.

Venimos a casa a la una y media, y acostá-monos después de haber partido la ganancia.

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Consoléme con esto algo de lo sucedido, y, a lamañana, me levanté a buscar mi caballo, y nohallé por alquilar ninguno; en lo cual conocíque había otros muchos como yo. Pues andar apie pareciera mal, y más entonces, fuime a SanFilipe, y topéme con un lacayo de un letrado,que tenía un caballo y le aguardaba, que se hab-ía acabado de apear a oír misa. Metíle cuatroreales en la mano, porque, mientras su amoestaba en la iglesia, me dejase dar dos vueltasen el caballo por la calle del Arenal, que era lade mi señora.

Consintió, subí en el caballo, y di dos vueltascalle arriba y calle abajo, sin ver nada; y, al darla tercera, asomóse doña Ana. Yo que la vi, y nosabía las mañas del caballo ni era buen jinete,quise hacer galantería: dile dos varazos, tirélede la rienda; empínase y, tirando dos coces,aprieta a correr y da conmigo por las orejas enun charco.

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Yo que me vi así, y rodeado de niños que sehabían llegado, y delante de mi señora, empecéa decir:

-¡Oh, hideputa! ¡No fuérades vos valenzuela!Estas temeridades me han de acabar. Habíanmedicho las mañas, y quise porfiar con él.

Traía el lacayo ya el caballo, que se paró lue-go. Yo torné a subir; y, al ruido, se había aso-mado don Diego Coronel, que vivía en la mis-ma casa de sus primas. Yo que le vi, me de-mudé. Preguntóme si había sido algo; dije queno, aunque tenía estropeada una pierna.Dábame el lacayo prisa, porque no saliese suamo y lo viese, que había de ir a palacio. Y soytan desgraciado, que, estándome diciendo ellacayo que nos fuésemos, llega por detrás elletradillo, y, conociendo su rocín, arremete allacayo y empieza a darle de puñadas, diciendoen altas voces que qué bellaquería era dar sucaballo a nadie; y lo peor fue que, volviéndosea mí, dijo que me apease con Dios, muy enoja-do. Todo pasaba a vista de mi dama y de don

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Diego: no se ha visto en tanta vergüenzaningún azotado. Estaba tristísimo de ver dosdesgracias tan grandes en un palmo de tierra.Al fin, me hube de apear; subió el letrado yfuese. Y yo, por hacer la deshecha, quedémehablando desde la calle con don Diego y dije:

-En mi vida subí en tan mala bestia. Está ahími caballo overo en San Filipe, y es desbocadoen la carrera y trotón. Dije como yo le corría yhacía parar; dijeron que allí estaba uno en queno lo haría, y era éste deste licenciado. Quiseprobarlo. No se puede creer qué duro es decaderas; y con mala silla, fue milagro no ma-tarme.

-Sí fue -dijo don Diego-; y, con todo, pareceque se siente V. Md. de esa pierna.

-Sí siento -dije yo-; y me querría ir a tomar micaballo y a casa.

La muchacha quedó satisfecha y con lástimade mi caída, mas el don Diego cobró mala sos-pecha de lo del letrado, y fue totalmente causade mi desdicha, fuera de otras muchas que me

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sucedieron. Y la mayor y fundamento de lasotras fue que, cuando llegué a casa, y fui a veruna arca, adonde tenía en una maleta todo eldinero que me había quedado de mi herencia ylo que había ganado, menos cien reales que yotraía conmigo, hallé que el buen licenciadoBrandalagas y Pedro López habían cargado conello, y no parecían. Quedé como muerto, sinsaber qué consejo tomar de mi remedio. Decíaentre mí: "¡Malhaya quien fía en hacienda malganada, que se va como se viene! ¡Triste de mí!¿Qué haré?". No sabía si irme a buscarlos, si darparte a la justicia. Esto no me parecía bien, por-que, si los prendían, habían de aclarar lo delhábito y otras cosas, y era morir en la horca.Pues seguirlos, no sabía por dónde. Al fin, porno perder también el casamiento, que ya yo meconsideraba remediado con el dote, determinéde quedarme y apretarlo sumamente.

Comí, y a la tarde alquilé mi caballico, y fui-me hacia la calle; y como no llevaba lacayo, porno pasar sin él, aguardaba a la esquina, antes

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de entrar, a que pasase algún hombre que lopareciese, y, en pasando, partía detrás dél,haciéndole lacayo sin serlo; y en llegando al finde la calle, metíame detrás de la esquina, hastaque volviese otro que lo pareciese; metíamedetrás, y daba otra vuelta.

Yo no sé si fue la fuerza de la verdad de seryo el mismo pícaro que sospechaba don Diego,o si fue la sospecha del caballo del letrado, uqué se fue, que don Diego se puso a inquerirquién era y de qué vivía, y me espiaba. En fin,tanto hizo, que por el más extraordinario cami-no del mundo supo la verdad; porque yo apre-taba en lo del casamiento, por papeles, brava-mente, y él, acosado de ellas, que tenían deseode acabarlo, andando en mi busca, topó con ellicenciado Flechilla, que fue el que me convidóa comer cuando yo estaba con los caballeros. Yéste, enojado de cómo yo no le había vuelto aver, hablando con don Diego, y sabiendo cómoyo había sido su criado, le dijo de la suerte queme encontró cuando me llevó a comer, y que no

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había dos días que me había topado a caballomuy bien puesto, y le había contado cómo mecasaba riquísimamente.

No aguardó más don Diego, y, volviéndose asu casa, encontró con los dos caballeros delhábito y cadena amigos míos, junto a la Puertadel Sol, y contóles lo que pasaba, y díjoles quese aparejasen y, en viéndome a la noche en lacalle, que me magulasen los cascos; y que meconocerían en la capa que él traía, que la llevar-ía yo. Concertáronse, y, en entrando en la calle,tapáronme; y disimularon de suerte los tres quejamás pensé que eran tan amigos míos comoentonces. Estuvímonos en conversación, tra-tando de lo que sería bien hacer a la noche, has-ta el avemaría. Entonces despidiéndonse losdos, echaron hacía abajo, y yo y don Diegoquedamos solos y echamos a San Filipe.

Llegando a la entrada de la calle de la Paz, di-jo don Diego:

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-Por vida de don Filipe, que troquemos capas,que me importa pasar por aquí y que no meconozcan.

-Sea en buen hora -dije yo.Tomé la suya inocentemente, y dile la mía.

Ofrecíle mi persona para hacerle espaldas, masél, que tenía trazado el deshacerme las mías,dijo que le importaba ir solo, que me fuese.

No bien me aparté dél con su capa, cuandoordena el diablo que dos que lo aguardabanpara cintarearlo por una mujercilla, entendien-do por la capa que yo era don Diego, levantan yempiezan una lluvia de espaldarazos sobre mí.Yo di voces, y en ellas y la cara conocieron queno era yo. Huyeron, y yo quedéme en la callecon los cintarazos. Disimulé tres o cuatro chi-chones que tenía, y detúveme un rato, que noosé entrar en la calle, de miedo. En fin, a lasdoce, que era a la hora que solía hablar con ella,llegué a la puerta; y, emparejando, cierra unode los que me aguardaban por don Diego, conun garrote conmigo, y dame dos palos en las

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piernas y derríbame en el suelo; y llega el otro,y dame un trasquilón de oreja a oreja, y quí-tanme la capa, y dejánme en el suelo, diciendo:

-¡Así pagan los pícaros embustidores mal na-cidos!.

Comencé a dar gritos y a pedir confisión; ycomo no sabía lo que era, aunque sospechabapor las palabras que acaso era el güésped dequien me había salido con la traza de la Inqui-sición, o el carcelero burlado, o mis compañeroshuídos...; y, al fin, yo esperaba de tantas partesla cuchillada, que no sabía a quién echársela;pero nunca sospeché en don Diego ni en lo queera, daba voces:

-¡A los capeadores!A ellas vino la justicia; levantáronme, y, vien-

do mi cara con una zanja de un palmo, y sincapa ni saber lo que era, asiéronme para lle-varme a curar. Metiéronme en casa de un bar-bero, curóme, preguntáronme dónde vivía, ylleváronme allá. Acostáronme, y quedé aquellanoche confuso, viendo mi cara de dos pedazos,

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y tan lisiadas las piernas de los palos, que nome podía tener en ellas ni las sentía, robado, yde manera que ni podía seguir a los amigos, nitratar del casamiento, ni estar en la corte, niestar fuera.

CAPITULO VIIIDe su cura y otros sucesos peregrinos

He aquí a la mañana amanece a mi cabecerala güéspeda de casa, vieja de bien, arrugada yllena de afeite, que parecía higo enharinado,niña si se lo preguntaban, con su cara de mues-ca, entre chufa y castaña apilada, tartamuda,barbada y bizca y roma; no le faltaba una gotapara bruja. Tenía buena fama en el lugar, yechábase a dormir con ella y con cuantos quer-ían; templaba gustos y careaba placeres.Llamábase la Paloma; alquilaba su casa, y eracorredora para alquilar otras. En todo el año nose vaciaba la posada de gente.

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Era de ver cómo ensayaba una muchaha en eltaparse, lo primero enseñándola cuáles cosashabía de descubrir de su cara. A la de buenosdientes, que riese siempre, hasta en los pésa-mes; a la de buenas manos, se las enseñaba aesgrimir; a la rubia, un bamboleo de cabellos yun asomo de vedijas por el manto y la toca es-tremado; a buenos ojos, lindos bailes con lasniñas y dormidillos, cerrándolos, y elevacionesmirando arriba. Pues tratada en materia de afei-tes, cuervos entraban y les corregía las caras demanera que, al entrar en sus casas, de puroblancas no las conocían sus maridos. Enlucíamanos y gargantas como paredes, acicalabadientes, arrancaba el vello; tenía un bebedizoque llamaba Herodes, porque con él mataba losniños en las barrigas, y hacía malparir y malempreñar. Y en lo que ella era más estremadaera en arremedar virgos y adobar doncellas. Ensolos ocho días que yo estuve en casa, la vihacer todo esto. Y, para remate de lo que era,enseñaba a pelar, y refranes que dijesen las mu-

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jeres. Allí les decía cómo habían de encajar lajoya: las niñas por gracia, las mozas por deuda,y las viejas por respeto y obligación. Enseñabapediduras para dinero seco, y pediduras paracadenas y sortijas. Citaba a la Vidaña, su concu-rrente en Alcalá, y a la Plañosa, en Burgos, aMuñatones la de Salamanca.

Esto he dicho para que se me tenga lástima dever a las manos que vine, y se ponderen mejorlas razones que me dijo; y empezó por estaspalabras, que siempre hablaba por refranes:

-De donde sacan y no pon, hijo don Filipe,presto llegan al hondón; de tales polvos, taleslodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te en-tiendo, ni sé tu manera de vivir. Mozo eres, nome espanto que hagas algunas travesuras, sinmirar que, durmiendo, caminamos a la güesa:yo, como montón de tierra, te lo puedo decir.¡Qué cosa es que me digan a mí que has des-perdiciado mucha hacienda sin saber cómo, yque te han visto aquí ya estudiante, ya pícaro, yya caballero, y todo por las compañías! Dime

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con quién andas, hijo, y diréte quién eres; cadaoveja con su pareja; sábete, hijo, que de la manoa la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo, que site inquietaban mujeres, bien sabes tú que soyyo fiel perpetuo, en esta tierra, de esa merca-duría, y que me sustento de las posturas, asíque enseño como que pongo, y que nos damoscon ellas en casa; y no andarte con un pícaro yotro pícaro, tras una alcorzada y otra redoma-dona, que gasta las faldas con quien hace susmangas. Yo te juro que hubieras ahorrado mu-chos ducados si te hubieras encomendado a mí,porque no soy nada amiga de dineros. Y pormis entenados y difuntos, y así yo haya buenacabamiento, que aun lo que me debes de laposada no te lo pidiera agora, a no haberlo me-nester [para unas candelicas y hierbas] (quetrataba en botes, sin ser boticaria, y si la unta-ban las manos, se untaba y salía de noche por lapuerta del humo).

Yo que vi que había acabado la plática ysermón en pedirme, que, con ser su tema, acabó

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en él, y no comenzó, como todos hacen, no meespanté de la visita, que no me la había hechootra vez mientras había sido su güésped, si nofue un día que me vino a dar satisfaciones deque había oído que me habían dicho no sé quéde hechizos, y que la quisieron prender y es-condió la calle; vínome a desengañar y a decirque era otra de su nombre.

Yo la conté su dinero y, estándosele dando, ladesventura, que nunca me olvida, y el diablo,que se acuerda de mí, trazó que la venían aprender por amancebada, y sabían que estabael amigo en casa. Entraron en mi aposento; co-mo me vieron en la cama, y a ella conmigo,cerraron con ella y conmigo, y diéronme cuatroo seis empellones muy grandes, y arrastráron-me fuera de la cama. A ella la tenían asida otrosdos, tratándola de alcagüeta y bruja. ¡Quién talpensara de una mujer que hacía la vida referi-da!.

A las voces del alguacil y a mis quejas, elamigo, que era un frutero que estaba en el apo-

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sento de adentro, dio a correr. Ellos que lo vie-ron, y supieron por lo que decía otro güéspedde casa que yo lo era, arrancaron tras el picaño,y asiéronle, y dejáronme a mí repelado y apu-ñeado; y con todo mi trabajo, me reía de lo quelos picarones decían a la Guía. Porque uno lamiraba y decía:

-¡Qué bien os estará una mitra, madre, y loque me holgaré de veros consagrar tres milnabos a vuestro servicio!.

Otro:-Ya tienen escogidas plumas los señores al-

caldes, para que entréis bizarra.Al fin, trujeron el picarón, y atáronlos en-

trambos. Pidiéronme perdón, y dejáronme solo.Yo quedé algo aliviado de ver a mi buenagüéspeda en el estado que tenía sus negocios; yasí, no tenía otro cuidado sino el de levantarmea tiempo que la tirase mi naranja. Aunque,según las cosas que contaba una criada quequedó en casa, yo desconfié de su prisión, por-

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que me dijo no sé qué de volar, y otras cosasque no me sonaron bien.

Estuve en la casa curándome ocho días, yapenas podía salir; diéronme doce puntos en lacara, y hube de ponerme muletas. Halléme sindinero, porque los cien reales se consumieronen la cura, comida y posada; y así, para nohacer más gasto no tiniendo dinero, determinéde salirme con dos muletas de la casa, y vendermi vestido, cuellos y jubones, que era todo muybueno. Hícelo, y compré con lo que me dieronun coleto de cordobán viejo y un jubonazo deestopa famoso, mi gabán de pobre, remendadoy largo, mis polainas y zapatos grandes, la capi-lla del gabán en la cabeza; un Cristo de broncetraía colgando del cuello, y un rosario.

Impúsome en la voz y frases doloridas de pe-dir un pobre que entendía de la arte mucho; yasí, comencé luego a ejercitallo por las calles.Cosíme sesenta reales que me sobraron, en eljubón; y, con esto, me metí a pobre, fiado en mibuena prosa. Anduve ocho días por las calles,

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aullando en esta forma, con voz dolorida y re-alzamiento de plegarias: "¡Dalde, buen cristia-no, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado;que me veo y me deseo!". Esto decía los días detrabajo, pero los días de fiesta comenzaba condiferente voz, y decía: "¡Fieles cristianos y de-votos del Señor! ¡Por tan alta princesa como laReina de los Angeles, Madre de Dios, daldeuna limosna al pobre tullido y lastimado de lamano del Señor!". Y paraba un poco, que es degrande importancia, y luego añadía: "¡Un airecorruto, en hora menguada, trabajando en unaviña, me trabó mis miembros, que me vi sano ybueno como se ven y se vean, loado sea el Se-ñor!".

Venían con esto los ochavos trompicando, yganaba mucho dinero. Y ganara más, si no seme atravesara un mocetón mal encarado, man-co de los brazos y con una pierna menos, queme rondaba las mismas calles en un carretón, ycogía más lismona con pedir mal criado. Decíacon voz ronca, rematando en chillido: "¡Acord-

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áos, siervos de Jesucristo, del castigado del Se-ñor por sus pecados! ¡Dalde al pobre lo queDios reciba!". Y añadía: "¡Por el buen Jesú!"; yganaba que era un juicio. Yo advertí, y no medije más Jesús, sino quitábale la s, y movía amás devoción. Al fin, yo mudé de frasecicas, ycogía maravillosa mosca.

Llevaba metidas entrambas piernas en unabolsa de cuero, y liadas, y mis dos muletas.Dormía en un portal de un cirujano, con unpobre de cantón, uno de los mayores bellacosque Dios crió. Estaba riquísimo, y era comonuestro retor; ganaba más que todos; tenía unapotra muy grande, y atábase con un cordel elbrazo por arriba, y parecía que tenía hinchadala mano y manca, y calentura, todo junto. Pon-íase echado boca arriba en su puesto, y con lapotra defuera, tan grande como una bola depuente, y decía: "¡Miren la pobreza y el regaloque hace el Señor al cristiano!". Si pasaba mujerdecía: "¡Ah, señora hermosa, sea Dios en suánima!". Y las más, porque las llamase así, le

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daban limosna, y pasaban por allí aunque nofuese camino para sus visitas. Si pasaba un sol-dadico: "¡Ah, señor capitán!", decía; y si otrohombre cualquiera: "¡Ah, señor caballero!". Siiba alguno en coche, luego le llamaba señoría, ysi clérigo en mula, señor arcediano. En fin, éladulaba terriblemente. Tenía modo diferentepara pedir los días de los santos; y vine a tenertanta amistad con él, que me descubrió un se-creto con que, en dos días, estuvimos ricos. Yera que este tal pobre tenía tres muchachos pe-queños, que recogían limosna por las calles yhurtaban lo que podían; dábanle cuenta a él, ytodo lo guardaba. Iba a la parte con dos niñosde la cajuela en las sangrías que hacían dellas, ytomé el mismo arbitrio, y él me encaminó lagentecica a propósito.

Halléme en menos de un mes con más de do-cientos reales horros. Y últimamente me de-claró, con intento que nos fuésemos juntos, elmayor secreto y la más alta industria que cupoen mendigo, y la hicimos entrambos. Y era que

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hurtábamos niños, cada día, entre los dos, cua-tro o cinco; pregonábanlos, y salíamos nosotrosa preguntar las señas, y decíamos: -"Por cierto,señor, que le topé a tal hora, y que si no llego,que le mata un carro; en casa está". Dábannos elhallazgo, y veníamos a enriquecer de maneraque me hallé yo con cincuenta escudos, y yasano de las piernas, aunque las traía entrapaja-das.

Determiné de salirme de la corte, y tomar micamino para Toledo, donde ni conocía ni meconocía nadie. Al fin, yo me determiné; compréun vestido pardo, cuello y espada, y despedímede Valcázar, que era el pobre que dije, y busquépor los mesones en qué ir a Toledo.

CAPITULO IXEn que se hace representante, poeta y galán

de monja

Topé en un paraje una compañía de farsantesque iban a Toledo. Llevaban tres carros, y quiso

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Dios que, entre los compañeros, iba uno que lohabía sido mío del estudio en Alcalá, y habíarenegado y metídose al oficio. Díjele lo que meimportaba ir allá y salir de la corte; y apenas elhombre me conocía con la cuchillada, y no hac-ía sino santiguarse de mi per signum crucis. Alfin, me hizo amistad, por mi dinero, de alcan-zar de los demás lugar para que yo fuese conellos.

Ibamos barajados hombres y mujeres, y unaentre ellas, la bailarina, que también hacía lasreinas y papeles graves en la comedia, me pare-ció estremada sabandija. Acertó a estar su ma-rido a mi lado, y yo, sin pensar a quien hablaba,llevado del deseo de amor y gozarla, díjele:

-A esta mujer, ¿por qué orden la podremoshablar, para gastar con su merced unos veinteescudos, que me ha parecido bien por ser her-mosa?.

-No me lo está a mí el decirlo, que soy su ma-rido -dijo el hombre-, ni tratar deso; pero sinpasión, que no me mueve ninguna, se puede

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gastar con ella cualquier dinero, porque talescarnes no tiene el suelo, ni tal juguetoncica.

Y diciendo esto, saltó del carro y fuese al otro,según pareció, por darme lugar que la hablase.

Cayóme en gracia la respuesta del hombre, yeché de ver que éstos son de los que dijeraalgún bellaco que cumplen el preceto de SanPablo de tener mujeres como si nos la tuviesen,torciendo la sentencia en malicia. Yo gocé de laocación, habléla, y preguntóme que adónde iba,y algo de mi vida. Al fin, tras muchas palabras,dejamos concertadas para Toledo las obras.Ibamonos holgando por el camino mucho.

Yo, acaso, comencé a representar un pedazode la comedia de San Alejo, que me acordabade cuando muchacho, y representélo de suerteque les di cudicia. Y sabiendo, por lo que yo ledije a mi amigo que iba en la compañía, misdesgracias y descomodidades, díjome que siquería entrar en la danza con ellos. Encarecié-ronme tanto la vida de la farándula, y yo, quetenía necesidad de arrimo, y me había parecido

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bien la moza, concertéme por dos años con elautor. Hícele escritura de estar con él, y diomemi ración y representaciones. Y con tanto, lle-gamos a Toledo.

Diéronme que estudiar tres o cuatro loas, ypapeles de barba, que los acomodaba bien conmi voz. Yo puse cuidado en todo, y eché laprimera loa en el lugar. Era de una nave, de loque son todas, que venía destrozada y sin pro-visión; decía lo de "este es el puerto", llamaba ala gente "senado", pedía perdón de las faltas ysilencio, y entréme. Hubo un víctor de rezado,y al fin parecí bien en el teatro.

Representamos una comedia de un represen-tante nuestro (que yo me admiré de que fuesenpoetas, porque pensaba que el serlo era dehombres muy doctos y sabios, y no de gentetan sumamente lega). Y está ya de manera esto,que no hay autor que no escriba comedias, nirepresentante que no haga su farsa de moros ycristianos; que me acuerdo yo antes, que si no

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eran comedias del buen Lope de Vega, yRamón, no había otra cosa.

Al fin, hízose la comedia el primer día, y no laentendió nadie; al segundo, empezámosla, yquiso Dios que empezaba por una guerra, ysalía yo armado y con rodela, que, si no, a ma-nos de mal membrillo, tronchos y badeas, aca-bo. No se ha visto tal torbellino, y ello merecía-lo la comedia, porque traía un rey de Nor-mandía, sin propósito, en hábito de ermitaño, ymetía dos lacayos por hacer reír; y al desatar dela maraña, no había más de casarse todos, y allávas. Al fin, tuvimos nuestro merecido.

Tratamos todos muy mal al compañero poeta,y yo principalmente, diciéndole que mirase dela que nos habíamos escapado y escarmentase.Díjome que jurado a Dios, que no era suyo na-da de la comedia, sino que de un paso tomadode uno, y otro de otro, había hecho aquella capade pobre, de remiendo, y que el daño no habíaestado sino en lo mal zurcido. Confesóme quelos farsantes que hacían comedias todo les obli-

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gaba a restitución, porque se aprovechaban decuanto habían representado, y que era muyfácil, y que el interés de sacar trecientos o cua-trocientos reales les ponía aquellos riesgos; lootro, que como andaban por esos lugares, lesleían unos y otros comedias: -"Tomámoslaspara verlas, llevámonoslas y, con añadir unanecedad y quitar una cosa bien dicha, decimosque es nuestra.". Y declaróme como no habíahabido farsante jamás que supiese hacer unacopla de otra manera. No me pareció mal latraza, y yo confieso que me incliné a ella, porhallarme con algún natural a la poesía; y más,que tenía yo conocimiento con algunos poetas,y había leído a Garcilaso; y así, determiné dedar en el arte. Y con esto y la farsanta y repre-sentar, pasaba la vida. Que pasado un mes quehabía que estábamos en Toledo, haciendo co-medias buenas y enmendando el yerro pasado,[ya] yo tenía nombre, y habían llegado a lla-marme Alonsete, que yo había dicho llamarmeAlonso; y por otro nombre me llamaban el

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Cruel, por serlo una figura que había hecho congran aceptación de los mosqueteros y chusmavulgar. Tenía ya tres pares de vestidos, y auto-res que me pretendían sonsacar de la compañía.Hablaba de entender de la comedia, murmura-ba de los famosos, reprehendía los gestos a Pi-nedo, daba mi voto en el reposo natural deSánchez, llamaba bonico a Morales, pedíanmeel parecer en el adorno de los teatros y trazarlas apariencias. Si alguno venía a leer comedia,yo era el que la oía.

Al fin, animado con este aplauso, me desvir-gué de poeta en un romancico, y luego hice unentremés, y no pareció mal. Atrevíme a unacomedia, y porque no escapase de ser divinacosa, la hice de Nuestra Señora del Rosario.Comenzaba con chirimías, había sus ánimas depurgatorio y sus demonios, que se usaban en-tonces, con su "bu, bu" al salir, y "rri, rri" al en-trar; [caíale] muy en gracia al lugar el nombrede Satán en las coplas, y el tratar luego de si

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cayó del cielo, y tal. En fin, mi comedia se hizo,y pareció muy bien.

No me daba manos a trabajar, porque acud-ían a mí enamorados, unos por coplas de cejas,y otros de ojos, cuál soneto de manos, y cuálromancico para cabellos. Para cada cosa teníasu precio, aunque, como había otras tiendas,porque acudiesen a la mía, hacía barato. ¿Puesvillancicos? Hervía en sacristanes y demanda-deras de monjas; ciegos me sustentaban a puraoración, ocho reales de cada una; y me acuerdoque hice entonces la del Justo Juez, grave y so-norosa, que provocaba a gestos. Escribí para unciego, que las sacó en su nombre, las famosasque empiezan:

Madre del Verbo humanal,Hija del Padre divino,dame gracia virginal, etc.

Fui el primero que introdujo acabar las coplascomo los sermones, con "aquí gracia y despuésgloria", en esta copla de un cautivo de Tetuán:

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Pidámosle sin falaciaal alto Rey sin escoria,pues ve nuestra pertinacia,que nos quiera dar su gracia,y después allá la gloria. Amén.

Estaba viento en popa con estas cosas, rico ypróspero, y tal, que casi espiraba ya a ser autor.Tenía mi casa muy bien aderezada, porque hab-ía dado, para tener tapicería barata, en un arbi-trio del diablo, y fue de comprar resposteros detabernas, y colgarlos. Costáronme veinte y cin-co o treinta reales, y eran más para ver quecuantos tiene el Rey, pues por éstos se veía depuro rotos, y por esotros no se verá nada.

Sucedióme un día la mejor cosa del mundo,que, aunque es en mi afrenta, la he de contar.Yo me recogía en mi posada, el día que escribíacomedia, al desván, y allí me estaba y allí co-mía; subía una moza con la vianda, y dejába-mela allí. Yo tenía por costumbre escribir repre-sentando recio, como si lo hiciera en el tablado.Ordena el diablo que, a la hora y punto que la

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moza iba subiendo por la escalera, que era an-gosta y escura, con los platos y olla, yo estabaen un paso de una montería, y daba grandesgritos componiendo mi comedia; y decía:

Guarda el oso, guarda el oso,que me deja hecho pedazos,y baja tras ti furioso;

que entendió la moza (que era gallega), comooyó decir "baja tras ti" y "me deja", que era ver-dad, y que la avisaba. Va a huir y, con la turba-ción, písase la saya, y rueda toda la escalera,derrama la olla y quiebra los platos, y sale dan-do gritos a la calle, diciendo que mataba un osoa un hombre. Y, por presto que yo acudí, yaestaba toda la vecindad conmigo preguntandopor el oso; y aun contándoles yo como habíasido ignorancia de la moza, porque era lo quehe referido de la comedia, aun no lo queríancreer; no comí aquel día. Supiéronlo los com-pañeros, y fue celebrado el cuento en la ciudad.Y destas cosas me sucedieron muchas mientras

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perseveré en el oficio de poeta y no salí del malestado.

Sucedió, pues, que a mi autor (que siempreparan en esto), sabiendo que en Toledo le habíaido bien, le ejecutaron no sé por qué deudas, yle pusieron en la cárcel, con lo cual nos des-membramos todos, y echó cada uno por su par-te. Yo, si va a decir verdad, aunque los compa-ñeros me querían guiar a otras compañías, co-mo no aspiraba a semejantes oficios y el andaren ellos era por necesidad, ya que me vía condineros y bien puesto, no traté de más que deholgarme.

Despedíme de todos; fuéronse, y yo, que en-tendí salir de mala vida con no ser farsante, sino lo ha V. Md. por enojo, di en amante de red,como cofia, y por hablar más claro, en preten-diente de Antecristo, que es lo mismo que galánde monjas. Tuve ocasión para dar en esto por-que una, a cuya petición había yo hecho mu-chos villancicos, se aficionó en un auto delCorpus de mí, viéndome representar un San

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Juan Evangelista (que lo era ella). Regalábamela mujer con cuidado, y habíame dicho que sólosentía que fuese farsante, porque yo había fin-gido que era hijo de un gran caballero, y dábalacompasión. Al fin, me determiné de escribirlalo siguiente:

CARTA

"Más por agradar a V. Md. que por hacer loque me importaba, he dejado la compañía; que,para mí, cualquiera sin la suya es soledad. Yaseré tanto más suyo, cuanto soy más mío. Aví-seme cuándo habrá locutorio, y sabré junta-mente cuándo tendré gusto", etc.

Llevó el billetico la andadera; no se podrácreer el contento de la buena monja sabiendomi nuevo estado. Respondióme desta manera:

RESPUESTA"De sus buenos sucesos, antes aguardo los

parabienes que los doy, y me pesara dello a no

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saber que mi voluntad y su provecho es todouno. Podemos decir que ha vuelto en sí; no res-ta agora sino perseverancia que se mida con laque yo tendré. El locutorio dudo por hoy, perono deje de venirse V. Md. a vísperas, que allínos veremos, y luego por las vistas, y quizápodré yo hacer alguna pandilla a la abadesa. Yadiós", etc.

Contentóme el papel, que realmente la monjatenía buen entendimiento y era hermosa. Comíy púseme el vestido con que solía hacer los ga-lanes en las comedias. Fuime derecho a la igle-sia, recé, y luego empecé a repasar todos loslazos y agujeros de la red con los ojos, para versi parecía; cuando Dios y enhorabuena, quemás era diablo y en hora mala, oigo la seña an-tigua: empieza a toser, y yo a toser; y andabauna tosidura de Barrabás. Arremedábamos uncatarro, y parecía que habían echado pimientoen la iglesia. Al fin, yo estaba cansado de toser,cuando se me asoma a la red una vieja tosien-do, y eché de ver mi desventura (que es peli-

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grosísima seña en los conventos; porque comoes seña a las mozas, es costumbre en las viejas,y hay hombre que piensa que es reclamo deruiseñor, y le sale después graznido de cuervo).

Estuve gran rato en la iglesia, hasta que em-pezaron vísperas. Oílas todas, que por esto lla-man a los enamorados de monjas "solenesenamorados", por lo que tienen de vísperas, ytienen también que nunca salen de vísperas delcontento, porque no se les llega el día jamás.

No se creerá los pares de vísperas que yo oí.Estaba con dos varas de gaznate más del quetenía cuando entré en los amores, a puro esti-rarme para ver, gran compañero del sacristán ymonacillo, y muy bien recibido del vicario, queera hombre de humor. Andaba tan tieso, queparecía que almorzaba asadores y que comíavirotes.

Fuime a las vistas, y allá, con ser una plazuelabien grande, era menester inviar a tomar lugara las doce, como para comedia nueva: hervía endevotos. Al fin, me puse en donde pude; y pod-

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íanse ir a ver, por cosas raras, las diferentesposturas de los amantes. Cuál, sin pestañear,mirando, con su mano puesta en la espada y laotra con el rosario, estaba como figura de pie-dra sobre sepulcro; otro, alzadas las manos yestendidos los brazos a lo seráfico, recibiendolas llagas; cuál, con la boca más abierta que lade mujer pedigüeña, sin hablar palabra, la en-señaba a su querida las entrañas por el gaznate;otro, pegado a la pared, dando pesadumbre alos ladrillos, parecía medirse con la esquina;cuál se paseaba como si le hubieran de quererpor el portante, como a macho; otro, con unacartica en la mano, a uso de cazador con carne,parecía que llamaba halcón. Los celosos [eran]otra banda; éstos, unos estaban en corrillosriéndose y mirando a ellas; otros, leyendo co-plas y enseñándoselas; cuál, para dar picón,pasaba por el terrero con una mujer de la mano;y cuál hablaba con una criada echadiza que ledaba un recado.

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Esto era de la parte de abajo y nuestra, perode la de arriba, adonde estaban las monjas, eracosa de ver también; porque las vistas era unatorrecilla llena de rendijas toda, y una paredcon deshilados, que ya parecía salvadera, y yapomo de olor. Estaban todos los agujeros po-blados de brújulas; allí se veía una pepitoria,una mano y acullá un pie; en otra parte habíacosas de sábado: cabezas y lenguas, aunquefaltaban sesos; a otro lado se mostraba buho-nería: una enseñaba el rosario, cuál mecía elpañizuelo, en otra parte colgaba un guante, allísalía un listón verde. Unas hablaban algo recio,otras tosían; cuál hacía la seña de los sombrere-ros, como si sacara arañas, ceceando.

En verano, es de ver cómo no sólo se calien-ten al sol, sino se chamuscan; que es gran gustoverlas a ellas tan crudas y a ellos tan asados. Enivierno acontece, con la humidad, nacerle a unode nosotros berros y arboledas en el cuerpo. Nohay nieve que se nos escape, ni lluvia que senos pase por alto; y todo esto, al cabo, es para

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ver a una mujer por red y vidrieras, como güe-so de santo; es como enamorarse de un tordoen jaula, si habla, y, si calla, de un retrato. Losfavores son todos toques, que nunca llegan acabes: un paloteadico con los dedos. Hincan lascabezas en las rejas, y apúntanse los requiebrospor las troneras. Aman al escondite. ¡Y verloshablar quedito y de rezado! ¡Pues sufrir unavieja que riñe, una portera que manda y unatornera que miente! Y lo mejor es ver cómo nospiden celos de las de acá fuera, diciendo que elverdadero amor es el suyo, y las causas tanendemoniadas que hallan para probarlo.

Al fin, yo llamaba ya "señora" a la abadesa,"padre" al vicario y "hermano" al sacristán, co-sas todas que, con el tiempo y el curso, alcanzaun desesperado. Empezáronme a enfadar lastorneras con despedirme y las monjas con pe-dirme. Consideré cuán caro me costaba el in-fierno, que a otros se da tan barato y en estavida, por tan descansados caminos. Veía queme condenaba a puñados, y que me iba al in-

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fierno por sólo el sentido del tacto. Si hablaba,solía, porque no me oyesen los demás que esta-ban en las rejas, juntar tanto con ellas la cabeza,que por dos días siguientes traía los hierrosestampados en la frente, y hablaba como sacer-dote que dice las palabras de la consagración.No me veía nadie que no decía: "¡Maldito seas,bellaco monjil!", y otras cosas peores.

Todo esto me tenía revolviendo pareceres, ycasi determinado a dejar la monja, aunque per-diese mi sustento. Y determinéme el día de SanJuan Evangelista, porque acabé de conocer loque son las monjas. Y no quiera V. Md. sabermás de que las Bautistas todas enronquecieronadrede, y sacaron tales voces, que, en vez decantar la misa, la gimieron; no se lavaron lascaras, y se vistieron de viejo. Y los devotos delas Bautistas, por desautorizar la fiesta, trujeronbanquetas en lugar de sillas a la iglesia, y mu-chos pícaros del rastro. Cuando yo vi que lasunas por el un santo, y las otras por el otro,trataban indecentemente dellos, cogiéndola a

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mi monja, con título de rifárselos, cincuentaescudos de cosas de labor, medias de seda, bol-sicos de ámbar y dulces, tomé mi camino paraSevilla, temiendo que, si más aguardaba, habíade ver nacer mandrágoras en los locutorios.

Lo que la monja hizo de sentimiento, más porlo que la llevaba que por mí, considérelo el píoletor.

CAPITULO XDe lo que le sucedió en Sevilla hasta embar-

carse a Indias

Pasé el camino de Toledo a Sevilla próspera-mente, porque, como yo tenía ya mis principiosde fullero, y llevaba dados cargados con nueva[pasta] de mayor y de menor, y tenía la manoderecha encubridora de un dado -pues preñadade cuatro, paría tres-, llevaba gran provisión decartones de lo ancho y de lo largo para hacergarrotes de morros y ballestilla, y así, no se meescapaba dinero.

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Dejo de referir otras muchas flores, porque, adecirlas todas, me tuvieran más por ramilleteque por hombre; y también, porque antes fueradar que imitar, que referir vicios de que huyanlos hombres. Mas quizá declarando yo algunaschanzas y modos de hablar, estarán más avisa-dos los ignorantes, y los que leyeren mi libroserán engañados por su culpa.

No te fíes, hombre, en dar tú la baraja, que tela trocarán al despabilar de una vela. Guarda elnaipe de tocamientos, raspados o bruñidos,cosa con que se conocen los azares. Y por sifueres pícaro, letor, advierte que, en cocinas ycaballerizas, pican con un alfiler u doblan losazares, para conocerlos por lo hendido. Si trata-res con gente honrada, guárdate del naipe, quedesde la estampa fue concebido en pecado, yque, con traer atravesado el papel, dice lo queviene. No te fíes de naipe limpio, que, al que davista y retén, lo más jabonado es sucio. Advier-te que, a la carteta, el que hace los naipes queno doble más arqueadas las figuras, fuera de

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los reyes, que las demás cartas, porque el taldoblar es por tu dinero difunto. A la primera,mira no den de arriba las que descarta el queda, y procura que no se pidan cartas u por losdedos en el naipe u por las primeras letras delas palabras.

No quiero darte luz de más cosas; éstas bas-tan para saber que has de vivir con cautela,pues es cierto que son infinitas las maulas quete callo. "Dar muerte" llaman quitar el dinero, ycon propiedad; "revesa" llaman la treta contrael amigo, que de puro revesada no la entiende;"dobles" son los que acarrean sencillos para quelos desuellen estos rastreros de bolsas; "blanco"llaman al sano de malicia y bueno como el pan,y "negro" al que deja en blanco sus diligencias.

Yo, pues, con este lenguaje y con estas flores,llegué a Sevilla con el dinero de las camaradas;gané el alquiler de las mulas, y la comida y di-neros a los güéspedes de las posadas. Fuimeluego a apear al mesón del Moro, donde metopó un condicípulo mío de Alcalá, que se lla-

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maba Mata, y agora se decía, por parecerlenombre de poco ruido, Matorral. Trataba envidas, y era tendero de cuchilladas, y no le ibamal. Traía la muestra dellas en su cara, y porlas que le habían dado, concertaba tamaño yhondura de las que había de dar. Decía: "Nohay tal maestro como el bien acuchillado"; ytenía razón, porque la cara era una cuera, y élun cuero. Díjome que me había de ir a cenarcon él y otros camaradas, y que ellos me volver-ían al mesón.

Fui; llegamos a su posada, y dijo:-Ea, quite la capa vuacé, y parezca hombre,

que verá esta noche todos los buenos hijos deJevilla. Y porque no lo tengan por maricón,ahaje ese cuello y agobie de espaldas; la capacaída, que siempre nosotros andamos de capacaída; ese hocico, de tornillo, gestos a un lado ya otro; y haga vucé de las j, h, y de las h, j. Digaconmigo: jerida, mojino, jumo, pahería, mohar,habalí, y harro de vino". Tomélo de memoria.Prestóme una daga, que en lo ancho era alfanje,

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y, en lo largo, de comedimiento suyo no se lla-maba espada, que bien podía.

-Bébase -me dijo- esta media azumbre de vinopuro, que si no da vaharada, no parecerá va-liente.

Estando en esto, y yo con lo bebido atolon-drado, entraron cuatro dellos, con cuatro zapa-tos de gotoso por caras, andando a lo columpio,no cubiertos con las capas sino fajados por loslomos; los sombreros empinados sobre la fren-te, altas las faldillas de delante, que parecíandiademas; un par de herrerías enteras por gua-niciones de dagas y espadas; las conteras, enconversación con el calcañar derecho; los ojosderribados, la vista fuerte; bigotes buidos a locuerno, y barbas turcas, como caballos.

Hiciéronnos un gesto con la boca, y luego ami amigo le dijeron, con voces mohínas, sisan-do palabras:

-Seidor.-So compadre -respondió mi ayo.

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Sentáronse; y para preguntar quién era yo, nohablaron palabra, sino el uno miró a Matorra-les, y, abriendo la boca y empujando hacía mí ellado de abajo me señaló. A lo cual mi maestrode novicios satisfizo empuñando la barba ymirando hacia abajo. Y con esto, se levantarontodos y me abrazaron, y yo a ellos, que fue lomismo que si catara cuatro diferentes vinos.

Llegó la hora de cenar; vinieron a servir unospícaros que los bravos llaman "cañones".Sentámonos a la mesa; aparecióse luego el al-caparrón; empezaron, por bienvenido, a beber ami honra, que yo, hasta que la vi beber, no en-tendí que tenía tanta. Vino pescado, y carne, ytodo con apetitos de sed. Estaba una artesa enel suelo llena de vino, y allí se echaba de bucesel que quería hacer la razón; contentóme la pe-nadilla; a dos veces, no hubo hombre que cono-ciese al otro.

Empezaron pláticas de guerra; menudeában-se los juramentos; murieron, de brindis a brin-dis, veinte o treinta sin confesión; recetáronsele

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al asistente mil puñaladas; tratóse de la buenamemoria de Domingo Tiznado, y Gayón; de-rramóse vino en cantidad al ánima de Escami-lla; los que las cogieron tristes, lloraron tierna-mente al mal logrado Alonso Alvarez. Y a micompañero, con estas cosas, se le desconcertó elreloj de la cabeza, y dijo, algo ronco, tomandoun pan con las dos manos y mirando a la luz:

-Por ésta, que es la cara de Dios, y por aquellaluz que salió por la boca del ángel, que si vuce-des quieren, que esta noche hemos de dar alcorchete que siguió al pobre Tuerto.

Levantóse entre ellos alarido disforme, y des-nudando las dagas, lo juraron poniendo lasmanos cada uno en el borde de la artesa, yechándose sobre ella de hocicos; dijeron:

-Así como bebemos este vino, hemos de be-berle la sangre a todo acechador.

-¿Quién es este Alonso Alvarez -pregunté-que tanto se ha sentido su muerte?.

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-Mancebito -dijo el uno- lidiador ahigadado,mozo de manos y buen compañero. ¡Vamos,que me retientan los dimoños!

Con esto, salimos de casa a montería de cor-chetes. Yo, como iba entregado al vino y habíarenunciado en su poder mis sentidos, no ad-vertí al riesgo que me ponía. Llegamos a la callede la Mar, donde encaró con nosotros la ronda.No bien la columbraron, cuando, sacando lasespadas, la embistieron; yo hice lo mismo, ylimpiamos dos cuerpos de corchetes de susmalditas ánimas, al primer encuentro. El algua-cil puso la justicia en sus pies, y apeló por lacalle arriba dando voces. No lo pudimos seguir,por haber cargado delantero. Y, al fin, nos aco-gimos a la Iglesia Mayor, donde nos ampara-mos del rigor de la justicia, y dormimos lo ne-cesario para espumar el vino que hervía en loscascos. Y vueltos ya en nuestro acuerdo, meespantaba yo de ver que hubiese perdido lajusticia dos corchetes, y huido el alguacil de un

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racimo de uvas, que entonces lo éramos noso-tros.

Pasábamoslo en la iglesia notablemente, por-que, al olor de los retraídos, vinieron ninfas,desnudándose para vestirnos. Aficionóseme laGrajales; vistióme de nuevo de sus colores.Súpome bien y mejor que todas esta vida; y así,propuse de navegar en ansias con la Grajal has-ta morir. Estudié la jacarandina, y en pocos díasera rabí de los otros rufianes.

La justicia no se descuidaba de buscarnos;rondábanos la puerta, pero, con todo, de medianoche abajo, rondábamos disfrazados. Yo quevi que duraba mucho este negocio, y más lafortuna en perseguirme (no de escarmentado,que no soy tan cuerdo, sino de cansado, comoobstinado pecador), determiné, consultándoloprimero con la Grajal, de pasarme a Indias conella, a ver si, mudando mundo y tierra, mejo-raría mi suerte. Y fueme peor, como V. Md.verá en la segunda parte, pues nunca mejora su

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estado quien muda solamente de lugar, y no devida y costumbres.

FIN