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Prof. a cargo: Perassi José Miguel Di scurso Literario Género Narrativo Lengua y Literatura Material teórico para 4 Año “A”

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Page 1: Discurso Literario Género Narrativo · Unidad I: Discurso literario - Género Narrativo El narrador Es la voz que elige el autor para que se haga cargo de contar la historia. Es

Prof. a cargo: Perassi José Miguel

Di scurso Literario

Género Narrativo

Lengua y Literatura

Material teórico para

4 Año “A”

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Unidad I: Discurso literario - Género Narrativo

El discurso literario:

Un texto literario se diferencia de una receta de cocina, de una nota de enciclopedia o de una noticia periodística por

una característica esencial en él: la función poética del lenguaje. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de función

poética? Para responder a este interrogante, recordemos cuáles con las particularidades de esta función:

Función poética:

✓ El emisor tiene la intención de producir placer estético en el receptor a través de la creación de un

texto donde predomine la belleza.

✓ Se utilizan recursos literarios (metáforas, comparaciones, personificaciones, imágenes sensoriales,

repeticiones, juegos de palabras, etc.).

✓ El autor se manifiesta en los textos de diferentes maneras expresando sentimientos, valoraciones,

impresiones, creatividad imaginativa.

La narración:

La narración es el relato de una historia en la que algunos personajes realizan acciones. Esta historia es contada por

una voz, el narrador, que puede ser un personaje incluido en la historia o puede ser externo a los hechos.

Las narraciones se organizan alrededor de un conflicto. Primero existe una situación de equilibrio, que se rompe

porque sucede algo que desestabiliza el orden reinante. En ese momento se plantea el conflicto narrativo. A partir de

allí, la acción se desarrolla hasta que el conflicto se resuelve. De este modo, se llega al desenlace: se vuelve al equilibrio

inicial o se desemboca en un nuevo estado de equilibrio.

Situación inicial--------------------------------Complicación------------------------------Resolución

Se presenta a los personajes, el

lugar y el momento en que

sucede la historia. La situación

tiene cierto equilibrio:

Un padre tiene dos hijos y reparte

su fortuna entre ellos.

Se rompe el equilibrio de la situación inicial por un problema

o conflicto que el protagonista

debe afrontar:

El hijo menor parte de la casa,

derrocha su dinero y pasa hambre.

El conflicto se resuelve a favor

o en contra del protagonista.

El hijo menor regresa y es bien

recibido con alegría por su

padre.

Las formas más comunes en la narración son:

cuento, novela, leyenda, fábula y mito.

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Unidad I: Discurso literario - Género Narrativo

El narrador

Es la voz que elige el autor para que se haga cargo de contar la historia.

Es una figura imaginada, creada por el escritor, no hay que confundir autor con narrador.

Existen diferentes elementos que se deben tener en cuenta para determinar dónde y cómo se está narrando una

historia:

1. Según la posición: afuera/adentro. Si el narrador se ubica fuera del relato se dirá que es externo. Si cuenta la

historia desde adentro, haciendo foco en un personaje o como uno de los personajes, ya sea mero testigo de

la acción o protagonista, será interno.

2. Según la persona gramatical: en primera persona o en tercera. El narrador en primera persona puede ser

protagonista o testigo de la historia.

3. Según el grado de conocimiento con respecto a los hechos.

Tipos de Narradores

Narrador protagonista: utiliza la primera persona, participa de la historia y desde esta posición cuenta.

“El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje. Yo iba a comprar algo por

encargo de mi madre. Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí y me puse a

atrapar el recuerdo (…)”

Santiago Davobe

Narrador testigo: sólo cuenta lo que hacen o dicen los personajes en su presencia o lo que se entera por otros. Puede

referirse únicamente a lo que él ve, oye o percibe, pero no puede explicar pensamientos sentimientos de los

personajes. Puede narrar en primera o tercera persona.

“Durante los siguientes días los hombres recorrieron Paso del Rey, en las ni vecindades del río Reconquista, buscando

la calle Tronador y una casa humilde con pilares rosados (…)”

Alejandro Dolina

Narrador omnisciente: sabe lo que hacen, sienten y piensan los personajes. Es externo y narra en tercera persona. La

palabra omnisciente significa “el que todo lo sabe”.

“(…) Tionidio Pulido era un indio campesino que una tarde de febrero, estaba labrando sus tierra cuando e l suelo

comenzó a temblar y a moverse. Los temblores no lo sorprendieron… pero sí se asustó mucho cuando su arado (…)”

Constanza Gechter

Visión estereoscópica o múltiple punto de vista: el narrador pasa de un personaje a otro para contar el mismo

acontecimiento u otros, y cada personaje relata desde su visión particular.

Además de la voz del narrador, en una narración aparecen las voces de los personajes. Si se reproducen textualmente,

la raya de diálogo es la manera gráfica que permite identificar quién habla, y también separar esas palabras de la voz

del narrador.

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Verbos en la narración

El conocimiento de los verbos en la narración ayuda al lector a identificar las partes de la superestructura narrativa, a

diferenciar las acciones principales de las secundarias y a reconocer los comentarios del narrador.

Los verbos son:

✓ Pretérito imperfecto: se emplea para describir lugares y personajes. Indica acciones que se repiten o duran en

el pasado, por ejemplo: “era un indio”, “yo iba”, “estaba asustado”, etc.

✓ Pretérito perfecto simple: señala los núcleos narrativos. Es el tiempo que hace avanzar la narración. Indica

acciones terminadas en el pasado, por ejemplo: “se asustó”, “recorrieron”, etc.

✓ Pretérito pluscuamperfecto: indica una acción anterior a otra acción pasada, por ejemplo: “había

encontrado”, “había tenido”, etc.

✓ Presente: se usa en los diálogos y para aclaraciones u opiniones del narrador, por ejemplo: “pienso”, “creo”,

etc.

El ámbito de las acciones: tiempo y espacio

Las acciones de una historia se desarrollan en un tiempo y espacio determinados que constituyen el ámbito de la

historia.

El tiempo y el espacio pueden manifestarse de diferentes maneras:

✓ Directamente: se mencionan fechas y lugares.

✓ Indirectamente: no se mencionan fechas, pero nos brinda indicios que hacen deducir en qué época y lugar

transcurren los hechos.

El espacio: es el lugar donde transcurren los hechos narrados. En algunas narraciones, el narrador suele dar

información y describir los espacios. Por ejemplo: “el castillo en Viena, Austria, donde vive Rudolf con Elizabeth, su

mujer”

El tiempo: la ubicación temporal de los acontecimientos a veces es indefinida, como en los mitos: “En el comienzo de

los tiempos…”. Otras veces, el narrador sitúa los acontecimientos de manera más precisa.

Los personajes

Se denomina protagonista al personaje principal y personajes secundarios a los de menor importancia. En un relato

en el que un personaje es marcadamente oponente al protagonista se lo llama antagonista.

Para componer a los personajes de un relato, el autor agrega rasgos de personalidad. Sabemos del personaje lo que

el narrador quiere que sepamos: su aspecto exterior (figura, gestos, ademanes); su nivel de lengua; lo que piensa; sus

actitudes; lo que nos deja intuir.

La caracterización de un personaje puede ser directa o indirecta.

Directa: cuando el narrador lo describe, o cuando lo describe otro personaje, o cuando el personaje se describe a sí

mismo.

Indirecta: cuando el lector es quien debe sacar conclusiones sobre el personaje, ya sea por las acciones que éste realiza

o por la forma en que percibe a los demás.

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Unidad I: Discurso literario - Género Narrativo

Clasificación de los personajes:

✓ Principales: cuando llevan adelante la acción, la dominan.

✓ Secundarios: son subordinados, acompañan la acción.

✓ Estáticos: no varían en el desarrollo del relato.

✓ Dinámicos: son los que cambian, evolucionan.

✓ Típicos: son el resultado de una abstracción. Muchos detalles configuran una imagen característica: el avaro,

el pícaro, el resentido, etc.

✓ Simples: con rasgos que no cambian a los largo de la narración.

✓ Complejos: con rasgos variados y determinados; es contradictorio y cambiante.

La descripción en la narración

La descripción literaria representa los lugares, los objetos y los personajes con palabras, del mismo modo que la

pintura o la fotografía lo hacen con formas y colores. Según la actitud que asuma el observador frente a lo observado,

las descripciones pueden ser:

✓ Objetivas: el emisor informa con precisión sobre las características de lo descripto, intentando ajustarse a la

realidad y sin realizar valoraciones personales. En este tipo de descripción lo que se busca es definir un

elemento con finalidad informativa, utilizando un lenguaje preciso, que no exprese opinión ni emotividad. Por

ejemplo: “He aquí a Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo de madera y

cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites”

✓ Subjetivas: lo que se describe está atravesado por las emociones del observador. Por ejemplo: “Y el humo, el

humo crece en bocanadas nauseabundas”

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EL CUENTO:

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Es una narración breve, tiene pocos personajes, los diálogos son rápidos y están al servicio de la acción, la historia es

una sola la cual tiende, generalmente, a un final sorpresivo e importante. Para lograr un buen relato, el cuentista

busca:

❖ concentrarse en las acciones principales sin ofrecer descripciones detalladas de lugares o personajes, ni

abundantes diálogos;

❖ atrapar la atención del lector desde la primera frase para que no interrumpa la lectura, y sorprenderlo con un

desenlace inesperado;

❖ organizar una cadena o secuencia narrativa en la que cada acción-causada por otra anterior-determina una

consecuencia según relaciones de causa y efecto;

❖ jugar con cruces entre historia (aquellas acciones que se quieren contar) y el discurso (las distintas formas en

que se organizan las acciones al ser contadas).

Los cuentos se clasifican en: realistas, fantásticos, maravillosos, policiales, de ciencia ficción, de terror.

En esta unidad se trabajará el cuento realista, fantástico y de ciencia ficción.

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Unidad I: Discurso literario - Género Narrativo

El cuento realista

"(...) hay páginas de admirable limpidez en que parecen palparse las cosas, tocarse los hombres, aspirarse el ambiente (...). ¿Qué mejor maestro que la realidad?" Roberto J. Payró

Las obras realistas son aquellas que sin dejar de ser ficción tienen un amplio parecido con la realidad. Por eso cuando

un cuento o una novela reflejan situaciones creíbles, que en verdad podrían suceder, estamos en presencia de este

tipo de obras. Entonces, son relatos que narran historias donde los hechos son mostrados como reales, pero son

productos de la imaginación del autor. No se busca la veracidad ni la exactitud, sólo se intenta que resulte creíble.

Como movimiento artístico, el realismo surgió en Europa, en la segunda mitad del siglo XIX. Su literatura se basa en la

narración de las costumbres de los grupos sociales de la época, con la mayor fidelidad posible.

El cuento realista es, por lo tanto, una presentación seria y a veces trágica de la realidad. Generalmente el autor

parte de la observación directa de su entorno y lo refleja en sus obras con verosimilitud.

Características de los cuentos realistas:

los personajes son presentados como seres reales y sencillos (trabajan y viven en forma común)

ambientes reconocibles para el lector (lugares y tiempos bien determinados) descripciones

claras y precisas acontecimientos verosímiles

los diálogos reflejan las variedades de lengua

Realismo ruso

Rusia se incorpora al conjunto de la literatura europea a lo largo del siglo XIX, especialmente con el Realismo. Las

condiciones sociales e históricas tienen características específicas a lo largo de la segunda mitad del siglo y tendrán su

reflejo en la literatura realista. Señalemos que Rusia es un país agrario, con una burguesía muy escasa, concentrada

en

Moscú y San Petersburgo, en la que dominan los grandes terratenientes y aristócratas sobre una gran masa de

población campesina ligada a la propiedad de la tierra como siervos de la gleba. Bajo el reinado de Alejandro II se

produjo uno de los hechos más importantes de la historia rusa, la abolición de la servidumbre, si bien la medida no

favoreció económicamente a los campesinos. Rusia, que había vencido a Napoleón, se ve acosada por su

enfrentamiento con el imperio turco y aumentan las ansias revolucionarias: anarquismo, nihilismo, terrorismo,

populismo, son movimientos en los que se ven envueltos intelectuales y universitarios.

Tras la subida al poder del zar Alejandro III en 1881 la tensión entre los partidarios de la occidentalización (defendida

ya por Pedro I el Grande entre finales del XVII y principios del XVIII), que promueven el constitucionalismo, las

libertades y la modernización, y los defensores de la tradición rusa, de la Santa Madre Rusia, (los eslavófilos, los

defensores de la religión ortodoxa o los partidarios de formas tradicionales de propiedad colectiva), se resuelve a favor

de los últimos pues el zar ejerce un poder autocrático y represivo.

Características del realismo ruso:

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Unidad I: Discurso literario - Género Narrativo

La narrativa realista rusa reflejará esta realidad, tan distinta de la realidad francesa de las novelas de Flaubert y Balzac,

o de la realidad inglesa que vemos en Dickens o de la que reflejan nuestros Galdós o Clarín. La narrativa rusa fue

conocida en toda Europa y tuvo influencia en los escritores realistas españoles. Pero en todos los realistas late el

mismo deseo de reflejar la realidad contemporánea y desde posturas que no son ni asépticas ni conformistas.

Características de escritores realistas rusos:

Dos excepcionales escritores representan dos corrientes literarias en el ámbito del realismo y de la conformación de

la novela moderna: por un lado está Dostoievski, en cuyas novelas se percibe un tratamiento dramático de los

conflictos de la psique humana, continuando la tradición que viene de la tragedia griega y pasa por Shakespeare: el

mal, la culpa, la expiación, el pathos…, no en vano S. Freud se fijará en él; por otro lado tenemos a L. Tolstói, que

representaría la línea épica en el tratamiento del héroe y de su tiempo; podríamos añadir una tercera tendencia, la

lírica, en la que encuadraríamos a Gógol y Chéjov, con su visión tierna y melancólica de personajes corrientes que se

desenvuelven en ambientes cotidianos.

El mundo de las ciudades, especialmente San Petersburgo y Moscú, aparece reflejado tanto en los ambientes

aristocráticos como burgueses, a menudo ligados a la corte.

Importancia del tratamiento del mundo campesino y su miseria, y de los sectores pauperizados de las ciudades.

Atención a personajes singulares, y al profundo análisis psicológico, moral y espiritual, incluso místico, ligado

este tanto a la espiritualidad ortodoxa como al moralismo de los movimientos revolucionarios.

La perspectiva omnisciente de la voz narrativa en 3ª persona es general y está en consonancia con la postura

crítica del autor ante los hechos relatados.

Las historias de Chejov “El arte de escribir consiste en decir mucho con pocas palabras”

Antón Chéjov

Antón Chéjov nos ofrece a través del conjunto de su obra literaria una exaltación de la existencia humana, pero con el

distintivo de la melancolía y la tristeza que fluye por todos los personajes. La angustia ante lo inevitable de la muerte

y la fugacidad de la vida están casi siempre presentes en sus narraciones. Sus personajes no comprenden el mundo

que les rodea. Hasta en las historias más optimistas se percibe una zozobra casi invisible pero de extrema importancia

en su literatura.

El narrador profundiza en el mundo interno de los personajes, tras los acontecimientos vividos en la historia que se

cuenta. Pero Chéjov, no da respuestas a las preguntas, prefiere que cada lector extraiga sus propias conclusiones.

Tampoco hay en sus cuentos una lección moral a partir de las decisiones del personaje.

En los cuentos de Chejov brilla un singular sentido del humor que desarma en ocasiones al lector, provocando una

sonrisa, aunque sea imposible olvidar la crueldad y la mezquindad que abundan en muchos personajes y que revelan

el estado de un mundo en crisis, injusto e insolidario.

El realismo de Horacio Quiroga

En los cuentos de Horacio Quiroga la descripción del paisaje ayuda a dar forma al mundo representado y a crear el

efecto de realismo. Con esta apariencia de realidad se logra la verosimilitud en las narraciones realistas, es decir que

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los personajes y las situaciones resulten creíbles para el lector. A través de la descripción de lugares, objetos y

personajes se logra la credibilidad del lector.

Características de la narrativa de Horacio Quiroga:

En la obra de Horacio Quiroga podemos identificar elementos que se reiteran y

dan forma a su estilo, entre los que se destacan:

❖ La precisión de sus descripciones, que por un momento adquieren

objetividad del científico y, en otros, una gran emotividad. La variedad de

adjetivos revela riqueza en el lenguaje y minuciosidad en la observación.

❖ El predominio de la tercero persona omnisciente.

❖ Los finales contundentes como recurso para sorprender al lector, incluso

con oraciones cortas.

❖ El conflicto entre el hombre y su ambiente también es una constante en

la obra de Quiroga. Muchos de sus cuentos se ambientan en la selva, un

espacio muy particular en el cual los personajes enfrentan no sólo los

diferentes riesgos, propios de la geografía, sino también sus conflictos

internos.

El cuento fantástico

“el mundo se vuelve extraño”

Los cuentos fantásticos presentan hechos “anormales”, extraordinarios, pero que sucede en un contexto

aparentemente “normal”. En estos cuentos, el mundo verosímil en que parece transcurrir la historia es interrumpido

y modificado por algo sobrenatural o extraño que no tiene explicación racional. Por eso, a diferencia de la literatura

realista, en los cuentos fantásticos los sucesos no se pueden explicar según la lógica del mundo en que vivimos.

En la literatura fantástica, las certezas desaparecen y el lector se ve obligado a plantearse cuyas respuestas oscilan

entre lo posible y lo imposible. En el cuento fantástico, lo racional y lo mágico conviven y se enfrentan; los límites

entre lo natural y lo sobrenatural, entre la fantasía y la realidad se esfuman.

Una de las características más interesantes de estos cuentos es que provocan que el lector realice más de una

interpretación del texto, porque las cosas, en el mundo fantástico, nunca de una sola manera.

El término “fantástico” llega al español a través del latín que, a su vez, lo toma del griego fantastikos, que significa

“relativo al sueño, la apariencia, la ilusión; aquello que se relaciona con la imagen de algo en el espíritu”.

Los mecanismos de lo fantástico en Cortázar:

Horacio Quiroga es uno de los grandes cuentistas latinoamericanos. La mayor parte de su obra la desarrollo en Argentina. Además de su carrera como escritor, fue un gran periodista y dramaturgo.

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“Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre que, entre dos cosas que

parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para

mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no

podía explicarse con la lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonantes.”

Cortázar, Julio. El sentimiento de lo fantástico

Los cuentos fantásticos de Julio Cortázar cuestionan las categorías con las que

comprendemos la realidad, tales como el tiempo, el espacio y la causalidad lógica. Por

esta razón, puede afirmarse que presentan una visión extrañada del mundo. En los

estudios literarios se llama “extrañamiento” al fenómeno de volver extraños los objetos

y la cotidianeidad, cuya percepción tenemos automatizada. Lo fantástico,

entonces, se convierte, más que en la aparición de una nueva realidad, en el replanteo

de los hechos y acciones cotidianas desde una nueva perspectiva que permite no huir de lo real, sino percibirlo (y

comprenderlos) de otra manera.

Para conseguir este efecto, Cortázar recurre muchas veces a alterar algunas de las conocidas dualidades con las que

nos manejamos, por ejemplo, cuestionando los límites entre:

Se ha dicho que Cortázar elaboró una “literatura de pasajes”: los personajes de sus relatos van de un mundo a otro o

de un tiempo a otro distinto y sus textos tematizan las consecuencias de ese pasaje entre espacios que la percepción

habitual mantiene separados.

Otro recurso empleado por el autor es la elipsis, que consiste en omitir ciertos datos, lo cual conduce a infinidad de

interpretaciones del relato. “Casa tomada” es el mejor ejemplo, ya que el narrador nunca nombra aquello que “toma”

la casa, y esto permite diferentes lecturas.

Para resumir, un buen cuento será, para Cortázar, una unidad cerrada en la que todo resultará significativo. A la vez,

esa unidad cerrada se abrirá en una cadena impensada de interpretaciones más allá de lo que concretamente narra,

de acuerdo con el horizonte de cada lector.

Según los indicios que proporcionan al lector, los cuentos fantásticos pueden clasificarse en:

1. Puros: mantienen la ambigüedad hasta el desenlace. El lector no puede optar por alguna de las posibles

explicaciones (racional o sobrenatural).

2. Impuros: son aquellos que presentan en el momento de cierre algún elemento o indicio que orienta al lector

a optar por una explicación de tipo sobrenatural para los hechos ocurridos.

El narrador en los cuentos fantásticos:

Frecuentemente, las narraciones fantásticas y de horror comienzan con una introducción del narrador en primera

persona, que presenta la historia como si la hubiera presenciado o se la hubieran contado. Lo que va a contar es

pasado/presente realidad/ficción sueño/vigilia yo/otro acá/allá

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“increíble” porque sucederán hechos extraordinarios que irrumpen con la cotidianeidad y en el mundo “normal” que

presenta el cuento. Por eso, la introducción del narrador produce en el lector un efecto de confianza, de credibilidad,

es decir, predispone al lector a aceptarla como “verdadera” y a comprometerse emocionalmente (el lector se asusta,

se conmociona, sufre).

El narrador y lo extraordinario:

Lo extraordinario se presenta de manera paulatina: el narrador va dejando pistas, de modo que el lector pueda ir

armando rompecabezas para comprender qué es eso extraordinario que sucede.

Esas pistas se denominan indicios, que son datos que revelan parcialmente una información, es decir, datos que deben

ser interpretados para encontrarles un significado.

Generalmente, el lector puede armar una interpretación de los hechos narrados uniendo diversos indicios.

El cuento de ciencia ficción

“La ciencia y el destino de la humanidad”

Para entender qué es la literatura de ciencia ficción y cuál es la visión del mundo que ofrece a los lectores, podemos

comenzar a pensar la relación entre dos palabras que forman el concepto: “ciencia” y “ficción”. En primer lugar,

entendemos que se trata de una literatura relacionada con la ciencia, ya que los mundos que crean son mundos

posibles gracias a las conquistas de la ciencia y a la evolución tecnológica que los descubrimientos científicos traen

aparejadas.

La ciencia ficción se puede pensar, así, como un intento de describir y explorar el impacto de lo científico sobre el

hombre, no solo en el aspecto práctico y cotidiano, sino también en los campos filosófico, mitológico y poético. Para

lograrlo, crea mundos imposibles en el presente pero explicables racionalmente y, quizás, posibles en el futuro.

Estos relatos manifiestan los temores, incertidumbres y esperanzas de una época frente a los avances tecnológicos y

sus consecuencias, tanto simbólicas como materiales y concretas, para los seres humanos.

A este primer acercamiento a una definición de la ciencia ficción, podemos agregarle la cualidad de ser una literatura

de anticipación: el escritor de ciencia ficción se anticipa a la ciencia porque se propone “inventar” un futuro probable.

Es decir, imagina acontecimientos creíbles y tal vez posibles en un futuro lejano o cercano, gracias a los cambios que

el tiempo y la inventiva e inteligencia humanas generan.

En el siglo XVIII, después de la Revolución Industrial, comienza a pensarse que la ciencia tiene infinitas posibilidades

de avance. Esto generó esperanzas que también se reflejan en la literatura: ¿puede el ser humano ser mejor, vivir en

un mundo más justo, terminar con la guerra y el odio? ¿Es capaz de crear máquinas que simplifiquen su vida, que

resuelvan los problemas más complejos? ¿Pueden curarse todas las enfermedades? ¿Es posible evitar la muerte? Pero,

también, este avance ilimitado de la ciencia genera temores: ¿tiene derecho el ser humano a manipular la vida? ¿No

terminaran las máquinas destruyendo la naturaleza? ¿y si la realidad virtual ocupa el lugar de la realidad material?

Esta tensión entre lo deseado y lo temido es la que construye los temas de la ciencia ficción.

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Unidad I: Discurso literario - Género Narrativo

A grandes rasgos, se puede hablar de dos tipos de narraciones de ciencia ficción: la llamada ciencia de ficción dura,

que gira especialmente en torno a los avances, las formas y consecuencias de la tecnología, y otra más preocupada

por las relaciones humanas y sociales.

Tipos de ciencia ficción: utopías y contrautopías

Una vertiente de la ciencia ficción se propone mostrar que la ciencia y la tecnología pueden producir para la liberación

del hombre. Se trata, en este caso, de una visión optimista o utópica del futuro, que supondría el alcance de una

felicidad plena a partir de las conquistas científicas. El universo que presenta el relato de ciencia ficción tiene rasgos

positivos: se describen mundos en los que el mayor dominio sobre la

naturaleza sirvió al ser humano para alcanzar un grado más alto de

felicidad, y permitió a la humanidad acercarse a la perfección. Un

ejemplo de este tipo de ciencia ficción es la película ET, de Steven

Spielberg, y otro es El hombre bicentenario, de Isaac Asimov.

También existe una visión pesimista o contrautópica, que plantea la idea de un futuro en el que el hombre, en lugar

de salvarse, se pierde debido a los avances de la ciencia que traspasa determinados límites y no tiene en cuenta las

consecuencias inhumanas de sus “logros”. La ciencia ficción contrautópica muestra el sentimiento de pérdida, la

destrucción y la deshumanización que el progreso puede traer consigo. En ese sentido contrautópico, el más común

de la ciencia ficción, el género se puede entender como crítica social: cuando la ciencia se aleja de su sentido original

–el mejoramiento de la especie- inevitablemente conduce a profundizar los problemas sociales, a generar mayores

diferencias entre los seres humanos y también a desencadenar catástrofes al liberar el poder de la naturaleza, un

poder descomunal y caótico. Los conflictos más desarrollados por la ficción contrautópica son:

✓ Seres inteligentes, no humanos, se introducen en el mundo del hombre con intenciones colonizadoras. Por

ejemplo: La guerra de los mundos, de H.G. Wells.

✓ Fenómenos naturales imprevistos alteran la situación del hombre en la Tierra o amenazan la subsistencia de

las especies vivientes. Por ejemplo: 2012, dirigida por Roland Emmerich.

✓ El “progreso” de la humanidad conduce a la desintegración social y a la guerra total. Por ejemplo: Hijos de

los hombres, de Alfonso Cuarón.

✓ La tecnología se libera del control del hombre y lo somete. Por ejemplo: Terminator, de James Cameron.

Elementos propios de la ciencia ficción:

Aunque cada autor y cada obra de ciencia ficción perfilan propuestas distintas, podemos sistematizar las

características más generales de la ciencia ficción:

Temáticas Los temas de la ciencia ficción son muchos y variados. Algunos son:

• Los viajes en el tiempo y el espacio. • La rebelión de las máquinas. • Las guerras o la convivencia interplanetaria. • Las invasiones extraterrestres a la Tierra. • El mundo virtual. • La conquista o la vida en otros planetas. • El descubrimiento de “mundos perdidos”. • Las realidades o dimensiones paralelas. • La exploración de regiones inaccesibles para el hombre. • Los modos en que estará organizado nuestro mundo en el futuro. • La manipulación genética.

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Unidad I: Discurso literario - Género Narrativo

Científicos e inventos que traspasa los límites éticos permitidos.

Conflictos Los tipos principales de conflictos pueden reducirse a tres: 1. La inventiva humana pone en funcionamiento mecanismos que escapan al

dominio del hombre. 2. Seres inteligentes, no humanos, se introducen en el mundo del hombre.

3. Fenómenos naturales imprevistos alteran la situación del hombre en la Tierra o

amenazan la subsistencia de las especies vivientes.

Lenguajes El uso de un vocabulario particular, plagado de tecnicismos (es decir, palabras o

expresiones científicas de determinado ámbito científico) y neologismos (palabras

inexistentes en el diccionario, creadas para nombrar las nuevas realidades que se

describen, para las que no existe, todavía, un lenguaje), contribuye a crear la atmósfera de

la narración de ciencia ficción y a darle verosimilitud a la realidad creada.

Personajes Sus personajes son de dos tipos:

1. Seres posibles en nuestro mundo: científicos, investigadores, exploradores, astronautas, que representan la esfera científica, pero también hombres y mujeres comunes, los “afectados” por la ciencia.

2. Seres imposibles en nuestro mundo: alienígenas, robots inteligentes, androides, c, superhombres, protohombres, seres extinguidos, etc.

Aunque el relato se construya sobre un personaje determinado, a veces este no funciona

como una individualidad psicológica, sino como un representante de la especie, y es el

destino de la especie lo que aparece en cuestión.

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LA NOVELA:

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La novela es una narración más extensa que un cuento, con mayor cantidad de situaciones y desarrollo de personajes.

La palabra novela proviene del latín novus que significa “novedad”, y el género tiene sus orígenes más antiguo en los

relatos egipcios, griegos y romanos.

La novela es un relato en prosa de hechos reales o imaginarios, enmarcados en una época y un lugar determinado. Se

trata de un género complejo que, a veces, puede incluir otros géneros, como cartas, diarios íntimos o noticias

periodísticas. Como su extensión es mayor que la del cuento, la historia narrada puede abarcar diferentes épocas de

la vida de un mismo personaje. También es frecuente que el hecho principal aparezca entrelazado con episodios

secundarios que suelen confluir en el final, en un desenlace conjunto.

Las primeras novelas surgieron con la intención de describir una época determinada, por lo que se desarrolló

especialmente la presentación de situaciones, lugares y personajes.

La descripción de lugares tiene un papel importante en estas narraciones, para crear en la imaginación del lector el

ambiente en que se mueven los personajes. Esta descripción no siempre es objetiva, sino que puede estar modificada

por el punto de vista del narrador, que le atribuye cualidades que acompañan al estado de ánimo de los personajes.

Los personajes novelísticos pueden ser estáticos o dinámicos.

Según el tema, el ambiente o la intención predominante en cada novela, se las puede clasificar en: históricas,

costumbristas, testimoniales, de ciencia ficción, policiales, etc.

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Unidad I: Discurso literario - Género Narrativo

La polifonía de voces:

El término polifonía es una palabra griega que significa “muchas voces”. En la literatura, este término se aplica a la

inclusión, en un texto, tanto de las voces de distintos personajes como de “otras voces” que expresan diversas

posturas, actitudes, ideas que circulan en una sociedad. A veces, estos discursos se incluyen de manera explícita

mientras que, en otros casos, ingresan en la novela de manera implícita, dando un “clima” u horizonte de ideas en el

que se desarrollan los hechos y con el que se los interpreta.

También se puede hablar de polifonía cuando aparecen incluidos en un relato otros tipos de textos.

Las perspectivas de los personajes:

En algunos textos, el narrador incluye diálogos en los que aparecen las voces de diferentes personajes, con sus modos

particulares de hablar según su edad, la zona geográfica de origen, su ocupación o su uso especial del idioma. El

empleo de este recurso aporta a los relatos una dimensión nueva y más profunda para describir una época y una

sociedad a través de diferentes voces.

Los capítulos de una novela:

Debido a su extensión, las novelas suelen dividirse en capítulos según distintos criterios: para separar las diferentes

secuencias narrativas, para centrarse en determinados personajes, para narrar acciones que transcurren en forma

paralela, para marcar cambios de tiempo o de lugar, etc. Estos capítulos pueden llevar un título que sintetice lo que

sucede en él, pueden estar encabezados por un número o, simplemente, estar separados por un espacio en blanco al

comienzo.

Bibliografía

Avendaño, Fernando & otros. Literatura V. Ed. Santillana. Bavio,

Carmen & Chozas, Silvia. Lengua 9. Ed. Kapelusz.

Vassallo, Isabel & otros. Lengua y literatura 9. Ed. Estrada

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Selección de

cuentos

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1

A la deriva

Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante,

y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro

ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban

dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la

cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las

vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante

contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el

pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre

sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida

hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de

garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos

violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía

adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un

ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido

gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos

vasos, pero no sintió nada en la garganta.

—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre

gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa

morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle.

La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando

pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada

en la rueda de palo.

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2

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en

la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las

inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí

sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta

vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte. La pierna entera, hasta medio muslo,

era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió

el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y

terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y

se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban

disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente

atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó

tendido de pecho.

—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo.

En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta

su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros,

encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto,

asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre,

en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El

paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza

sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento

escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La

pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas

para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que

antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en

la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en TacurúPucú? Acaso viera

también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había

coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el

río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de

guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma

ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba

entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal

vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto

Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . .

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El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

—Un jueves...

Y cesó de respirar.

La Insolación

El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en

la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo.

Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo,

sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a

doscientros metros, por tres lados de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y

extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.

A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No

había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado, el campo emanaba

tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de

mejor compensado trabajo.

Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso

quejido de bienestar. Permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.

Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:

—La mañana es fresca.

Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después

de un momento, dijo:

—En aquel árbol hay dos halcones.

Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mirando por costumbre las

cosas.

Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido ya

su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y sintió leve dolor. Miró sus dedos sin

moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en

recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.

—No podía caminar—exclamó, en conclusión.

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Old no entendió a qué se refería. Milk agregó:

—Hay muchos piques.

Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:

—Hay muchos piques.

Callaron de nuevo, convencidos.

El sol salió, y en el primer baño de luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso

trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando

su molicie en beato pestañeo. Poco a poco, la pareja aumentó con la llegada de los otros

compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por un coatí,

dejaba ver dos dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco foxterriers, tendidos y muertos

de bienestar, durmieron.

Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos—

el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet—habían sentido

los pasos de su dueño que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un

momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio

pendiente, tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.

Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el

rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera en su

amo. Se alejaron con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto

abandonar aquél por la sombra de los corredores.

El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido, con catorce horas de

sol calcinante que parecía mantener en fusión el cielo, y que en un instante resquebrajaba la

tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día

anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la

siesta.

Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no

dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo, desde que el

invierno pasado habían aprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba

el arado. Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos

de la azada.

Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a

todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones

soportaban sobre la cabeza, rodeada hasta los hombros por el flotante pañuelo, con el mutismo

de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban de planta, en procura de más fresca sombra.

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Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar

mejor.

Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había

intentado arar. Allí, el cachorro vió de pronto a míster Jones que lo miraba fijamente, sentado

sobre un tronco. Old se puso en pie, meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero

erizados.

—Es el patrón,—exclamó el cachorro, sorprendido.

—No, no es él,—replicó Dick.

Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de míster Jones,

que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le

mostró los dientes:

—No es él, es la Muerte.

El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.

—¿Es el patrón muerto?—preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a

ladrar con furia, siempre en actitud de miedoso ataque. Sin moverse, míster Jones se

desvaneció en el aire ondulante.

Al 5ír los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada. Giraron la cabeza

para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.

Los fox-terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y

retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros, que cuando

una cosa va a morir, aparece antes.

—¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón?—preguntó.

—Porque no era él,—le respondieron displicentes.

Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos.

Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin

saber adonde. Míster Jones sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.

Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada, los

perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su

velada de whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la doble caída de las botas en el

piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de

dueño, y solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus

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sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz

cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro

ladraba. Había pasado media hora, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna,

el hocico extendido e hinchado de lamentos—bien alimentados y acariciados por el dueño que

iban a perder—continuaban llorando su doméstica miseria.

A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora,

trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había

sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la

carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la

máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,

recomendándole el caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de

mediodía e insistió en que no galopara un momento. Almorzó en seguida y subió. Los perros,

que en la mañana no habían dejado un momento a su patrón, se quedaron en los corredores.

La siesta pesaba, agobiaba de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las

quemazones. Alrededor del rancho, la tierra blanquizca del patio, deslumbraba por el sol a

plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los fox-

terriers.

—No ha aparecido más—dijo Milk.

Old, al 6ír aparecido, levantó las orejas sobre los ojos.

Esta vez el cachorro, incitado por la evocación, se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato

el grupo calló, entregado de nuevo a su defensiva cacería de moscas.

—No vino más—dijo Isondú.

—Había una lagartija bajo el raigón,—recordó por primera vez Prince.

Una gallina, el pico abierto y las alas caídas y apartadas del cuerpo, cruzó el patio

incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista, y saltó

de golpe:

—¡Viene otra vez!—gritó.

Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se arquearon

sobre las patas, ladrando con prudente furia a la Muerte que se acercaba. El animal caminaba

con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que iba a seguir. Al pasar frente al

rancho fue unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se degradó progresivamente en la cruda

luz.

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Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando

vió llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado

para volver a esa hora. Culpólo, con toda su lógica nacional, a lo que el otro respondía con

evasivas razones. Apenas libre y concluída su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era

imposible contar el latido, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó

al peón a la chacra, aún rebenque en mano, para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuíticas

disculpas.

Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado

con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a

la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que gritaba a éste, lejos ya, pidiéndole el

tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones,

sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un

peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.

Los perros le acompañaron, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía

demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, lo veían alejarse.

Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.

Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la

polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó

en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado, retoñado desde que

hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho,

se entrelazan en bloques macizos. La tarea, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora.

Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y polvorienta por el

barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitratos.

Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese

cansancio; marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás,

agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se

sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la

respiración.

Míster Jones se convenció de que había traspasado su límite de resistencia. Desde hacía rato

le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la

cabeza le empujaran violentamente el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto.

Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez… y de pronto volvió en sí y se halló en

distinto paraje: había caminado media cuadra, sin darse cuenta de nada. Miró atrás y la cabeza

se le fue en un nuevo vértigo.

Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A veces, agotados,

deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban precipitando su jadeo, pero volvían al

tormento del sol. Al fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.

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Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambrado de la chacra a míster

Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió

la cabeza y confrontó.

—¡La Muerte, la Muerte!—aulló.

Los otros la habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que atravesaba el alambrado, y

un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el

grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.

—¡Que no camine ligero el patrón!—exclamó Prince.

—¡Va a tropezar con él!—aullaron todos.

En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos

como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al

encuentro de míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su

patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro

llegaba ya. Hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el

encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.

Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fue inútil toda el agua; murió

sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue de Buenos Aires, estuvo una hora en

la chacra y en cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida. Los indios se repartieron los

perros que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las tardes con hambriento sigilo

a comer espigas de maíz en las chacras ajenas.

Horacio Quiroga.

La miel silvestre

Horacio Quiroga

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a consecuencia

de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a

vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y

la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar

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escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad como fuente

de dicha y sus peligros como encanto.

Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante

atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores —iniciados

también en Julio Verne— sabían andar aún en dos pies y recordaban el habla.

La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como

teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites

imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot.

Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de

conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa

era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En

consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué

fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso cree

de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en

componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres

choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus

famosos stromboot.

Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla

calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado,

evitándole arañazos y sucios contactos.

De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de

su ahijado.

—¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido.

—Al monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse el

winchester al hombro.

—¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor deja esa arma

y mañana te haré acompañar por un peón.

Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó

vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos y miró

detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de

observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.

Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su

fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco

a poco.

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Llegaron éstas a la segunda noche —aunque de un carácter un poco singular. Benincasa dormía

profundamente, cuando fue despertado por su padrino.

—¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo.

Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento

que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.

—¿Qué hay, qué hay?—preguntó echándose al suelo.

—Nada... Cuidado con los pies... La corrección.

Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son

pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son

esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos,

alacranes, sapos, víboras y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte

que sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo

ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador.

Los perros aúllan, los bueyes mugen y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roídos

en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su

riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.

No resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aquélla,

antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección.

Benincasa se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida de una mordedura.

—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino.

Éste, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose, en

cambio, de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque

sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.

Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender

que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era

maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse

la cara y cortarse las botas; todo en uno.

El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión —exacta por lo

demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no hay a esa hora más que

el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía cuando un sordo

zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas

aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela y vio en el fondo de la abertura diez o

doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.

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—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser bolsitas de cera,

llenas de miel...

Pero entre él —Benincasa— y las bolsitas estaban las abejas. Después de un momento de

descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el

ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su

mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen, constató que

no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica abundancia. ¡Maravillosos y

buenos animalitos!

En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para

escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete

contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría

transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El

contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual motivo,

tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Más qué perfume, en cambio!

Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era

sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo

que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente

abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.

Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que

éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que

resignarse.

Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de

miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los

árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del

paisaje.

—Qué curioso mareo... —pensó el contador. Y lo peor es...

Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco.

Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas.

Y los pies y las manes le hormigueaban.

—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa, sin escudriñar, sin

embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas... La corrección —concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

—¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había podido ni

aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un

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rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió

todo medio de defensa.

—¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover la mano!...

En su pánico constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y

pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma. —¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...

Pero una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades,

a lo por que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se

agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su

pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invadía el

suelo... Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un

verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus

piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora

oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de hormigas carnívoras

que subían.

Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el esqueleto

cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera,

lo iluminaron suficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la

halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el saber de la miel denuncia en

la mayoría de los casos su condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que creyó sentir

Benincasa.

Cuento: Una pequeñez Autor: Anton Chejov

Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Pertersburgo, aficionado a las carreras de

caballos, joven de treinta y dos años, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se

encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él,

arrastrando una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas de dicha novela estaban

llenas de vida e interés y habían sido saboreadas hacía mucho tiempo, pero las que las seguían

sucedíanse, sin interrupción, monótonas y grises.

Como Olga Ivanovna no estaba en casa, Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.

-¡Buenas noches, Nicolás Ilich! -le dijo una voz infantil-. Mamá vendrá en seguida.

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Ha ido con Sonia a casa de la modista.

Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un

sofá el hijo de su querida, Alioscha, un chiquillo de ocho años, esbelto, vestido como un figurín

con su traje de terciopelo y sus medias negras. Boca arriba, sobre un almohadón de tafetán,

levantaba alternativamente las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el

circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De

cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo

hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el

que Dios le hubiera dado un cuerpo tan inquieto.

-¡Buenas noches, amigo! -contestó Beliayev-. No te había visto. ¿Mamá está bien?

Alioscha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia

él.

-Le diré a usted... Mamá no está nunca bien. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de

algo...

Beliayev, para matar el tiempo, se puso a observar el rostro del niño. Hasta entonces, en

todo el tiempo que llevaba teniendo relaciones íntimas con Olga Ivanovna, casi no se había

fijado en él, no le daba más importancia que a cualquier mueble insignificante.

Ahora, en las tinieblas del anochecer, la frente pálida de Alioscha y sus ojos negros

recordábanle a Olga Ivanovna al principio de su relación con ella. Y quiso mostrarle un poco

de afecto al chiquillo.

-¡Ven aquí, Mosquito! -le dijo- Déjame verte más de cerca.

El chiquillo saltó del sofá y corrió al canapé.

-Bueno -comenzó Beliayev, poniéndole una mano en el hombro.- ¿Cómo te va?

-Le diré a usted... Antes me iba mejor.

-¿Y eso?

-Es muy sencillo. Antes, mi hermana y yo leíamos y tocábamos el piano; ahora nos obligan

a aprendernos de memoria poesías francesas... ¿Se ha cortado usted el pelo hace poco?

-Sí, hace unos días.

-¡Ya lo veo! Tiene usted la barbilla más corta. ¿Me deja usted tocársela?... ¿No le hago

daño?... ¿Por qué cuando se tira de un solo pelo duele y cuando se tira de muchos a la vez casi

no se siente?

El chiquillo empezó a jugar con la cadena del reloj de su interlocutor y prosiguió:

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-Cuando yo sea colegial, mamá me comprará un reloj. Y le diré que también me compre

una cadena como ésta. ¡Qué dije más bonito! Como el de papá... Papá lleva en el dije un retratito

de mamá... La cadena es mucho más larga que la de usted...

-¿Y tú cómo lo sabes? ¿Ves a tu papá?

-¿Yo?... No... Yo...

Alioscha se puso colorado y se turbó mucho, como un hombre que ha sido sorprendido en

la mentira.

Beliayev lo miró fijamente, y le preguntó:

-Ves a papá..., ¿verdad?

-No, no... Yo...

-Dímelo francamente, con la mano sobre el corazón. Se te conoce en la cara que ocultas la

verdad. No seas taimado. Le ves, no lo niegues... Háblame como a un amigo.

Alioscha reflexionó un poco.

-¿Y usted no se lo dirá a mamá?

-¡Claro que no! No tengas cuidado.

-¿Palabra de honor?

-¡Palabra de honor!

-¡Júramelo!

-¡Dios mío, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?

Alioscha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y susurró:

-Pero, ¡por Dios, no le diga usted nada a mamá! Ni a nadie, porque es un secreto. Si mamá

se entera, yo, Sonia y Pelagueia, la criada, tendremos muchos problemas. Pues bien, oiga usted:

yo y Sonia nos vemos con papá todos los martes. Cuando Pelagueia nos lleva de paseo vamos

a la confitería Aspel, donde nos espera papá en un cuartito aparte. Adentro hay una mesa de

mármol y encima de ella un cenicero con forma de cisne.

-¿Y qué hacéis allí?

-Nada. Primero nos saludamos, luego nos sentamos todos a la mesa y papá nos invita a

pasteles y café. A Sonia le gustan los pastelillos de carne, pero yo dos detesto. Prefiero los de

coles con huevo. Como comemos mucho, cuando volvemos a casa no tenemos hambre. Sin

embargo, cenamos para que mamá no sospeche nada.

-¿De qué habláis con papá?

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-De todo. Nos acaricia, nos besa, nos cuenta cuentos. ¿Sabe usted? Y dice que cuando

seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere; pero yo sí. Claro que me aburriré

sin mamá; pero podré escribirle cartas. Y hasta podré venir a verla los días de fiesta, ¿verdad?

Papá me ha prometido comprarme un caballo. ¡Es un hombre muy bueno! No comprendo por

qué mamá no le dice que regrese a casa y no quiere que le veamos. Él siempre nos pregunta

cómo está ella y qué hace. Cuando estuvo enferma y se lo dijimos, se cogió la cabeza con las

dos manos..., así..., y empezó a ir y venir por la habitación como un loco... Siempre nos

aconseja que obedezcamos y respetemos a mamá... Belayev, diga usted: ¿es verdad que somos

desgraciados?

-¿Por qué?

-No sé; papá lo dice: «Sois unos desgraciadas -nos dice-, y mamá, la pobre, también; todos

nosotros.» Y nos suplica que recemos para que Dios nos ampare.

Alioscha calló y se quedó meditabundo. Reinó un corto silencio.

-¡Vaya! -mugió Beliayev-. Entonces... ¿ mamá no sabe que celebráis esos congresos en la

pastelería?

- No... ¿Cómo va a saberlo? Pelagueia no se lo diría por nada del mundo... ¡Papá, anteayer,

nos dio unas peras!... Estaban dulces como la miel. Yo me comí dos...

-Y dime... ¿Papá no habla de mí?

-¿De usted? No sé cómo decirle... Le aseguro que no dice nada especial.

-Pero, ¿por qué no me lo cuentas?

-¿No se ofenderá usted?

-¡No, tonto! ¿Es que regaña cuando habla de mí?

-No es que regañe; pero... ¿sabe?..., está enfadado con usted. Dice que mamá es desgraciada

por culpa de usted; que usted ha sido su perdición. ¡Qué cosas tiene papá! Yo le explico que

usted es bueno..., y que nunca grita cuando habla con mamá; pero no me cree y, al oírme,

balancea la cabeza.

-¿Dice eso?... ¿Que yo he sido la perdición de tu madre?

-Sí, pero ¡no se enfade usted, Nicolás Ilich!

Beliayev se levantó y empezó a pasearse por el salón.

-¡Es absurdo y ridículo! -balbuceaba, encogiéndose de hombros y con una sonrisa amarga-

. Él es el principal culpable y afirma que yo he sido la perdición de Olga. ¡Vaya con el corderito

inocente!

Y, dirigiéndose al chiquillo, volvió a preguntar:

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-¿Conque te ha dicho que yo he sido la perdición de tu madre?

-Sí; pero... usted me ha prometido que no se iba a ofender.

-No me ofendo y, además... eso a ti no te importa. ¡Es que es hasta ridículo! ¡Ahora resulta

que el culpable soy yo!

Se oyó la campanilla. El chiquillo corrió a la puerta. Momentos después entró en el salón

con su madre y su hermana. Alioscha venía tras ellas dando saltos y cantando. Beliayev saludó

con la cabeza y siguió paseándose.

-¡Es natural después de todo! ¿A quién va a echar la culpa si no a mí? -murmuraba- ¡La

razón la tiene él! ¡Es el marido ofendido!

-¿De qué hablas? -le preguntó Olga Ivanovna.

-¿Que de qué hablo?... Pues mira... ¡Escucha lo que dice tu cónyuge! Parece ser que yo soy

un canalla, un malhechor... Según él he sido la perdición tuya y de los niños. ¡Todos sois unos

desgraciados y el único terriblemente..., terriblemente feliz soy yo!

¡Ah, qué feliz soy!

-No te entiendo, Nicolás. ¿Qué sucede?- preguntó la madre.

-Pregúntale a este caballerito -dijo Beliayev, señalando a Alioscha.

El chiquillo se puso rojo como un tomate, palideció y su rostro se contorsionó de miedo.

-¡Nicolás Ilich!-Murmuró el pequeño-. ¡Tsss!...

Olga Ivanovna miraba alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.

-¡Pregúntale!-prosiguió Belayev- Pelagueia, la muy tonta, lleva a tus hijos a la confiterías

todos los martes, donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos! Lo

gracioso es que tu esposo es un mártir y yo soy un canalla, un criminal que ha deshecho vuestra

felicidad y que los ha condenado a todos a una vida infame...

-¡Nicolás Ilich! -gimió Aliosha- Usted me había dado su palabra de honor...

-¡Déjame en paz! ¡Aquí se está tratando de cosas más importantes que las palabras de honor!

-dijo Belayev- ¡Me indigna la hipocresía y la mentira!

-Pero dime -preguntó Olga, con lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo-: ¿te ves con tu

padre?

Pero Aliosha, sin oírla, miraba espantado a Belayev.

-¡No es posible! -exclamó su madre-. Voy a preguntárselo a Pelagueia – dijo saliendo de la

habitación.

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- Óigame. ¡Usted me había dado su palabra de honor...! -dijo el chiquillo, todo trémulo,

clavando en Beliayev los ojos, llenos de horror y de reproches.

Beliayev hizo un ademán despectivo y siguió paseándose por el salón. Hundido en la

consideración de su ofensa, no reparaba ya en la presencia del niño. Para un hombre serio y

maduro como él, no era este el momento de ocuparse de chiquillos. Mientras tanto, Alioscha,

sentado en un rincón, le contó a su hermana cómo había sido engañado. Temblaba,

tartamudeaba y lloraba. Era la primera vez que tropezaba, brutalmente, con la mentira..., que

veía a ésta cara a cara. ¿Sabía él, acaso, que en este mundo, además de peras dulces, de

pastelillos y de relojes, existen muchas cosas más que no tienen nombre en el lenguaje infantil?

El violín de Rothschild

El pueblecillo era pequeño, peor que una aldea. Y los que en él vivían eran casi todos ancianos

que morían tan de tarde en tarde que aquello resultaba enfadoso.En el hospital y la cárcel se

necesitaban muy pocos ataúdes. Total, que el negocio iba muy mal. Si Yakov Ivanov hubiese

sido fabricante de ataúdes en la capital del distrito ya tendría probablemente casa propia y le

llamarían Yakov Matveich; pero en ese pueblecillo le llamaban sencillamente Yakov y, no se

sabe por qué, le habían puesto el apodo de Bronce. Vivía tan pobremente como un campesino,

en una cabaña pequeña y vieja de una sola habitación, en la que se apretujaban él, Marfa, la

estufa, una cama de matrimonio, los ataúdes, el banco de taller y todos los enseres domésticos.

Los ataúdes que Yakov hacía rean vistosos y de buena calidad. Para los campesinos y la gente

del pueblo los hacía midiéndose a sí mismo, sin equivocase nunca, ya que, aunque tenía setenta

años, no había en le pueblo ni en la cárcel nadie más alto ni más robusto que él. Para los señores

y las mujeres los hacía a medida, usando para tal fin una vara de metal.Si se le encargaban

ataúdes para niños los hacía de mala gana, sin tomar medida, desdeñosamente, y cuando le

pagaban por ese trabajo solía decir:

-Confieso que no me gusta malgastar el tiempo en fruslerías.Además de lo que cobraba por su

trabajo de carpintería, ganaba también algún dinerillo tocando el violín. Había en el pueblo una

orquesta judía que de ordinario tocaba en las bodas, dirigida por el hojalatero Shahkes, quien

se quedaba con más de la mitad de los ingresos. Como Yakov tocaba muy bien el violín,

especialmente canciones rusas, Shahkes le pedía de vez en cuando que tocara en su orquesta a

razón de cincuenta kopeks al día, sin contar las propinas que pudieran darle los invitados.

Cuando Bronce tomaba su asiento en la orquesta lo primero que le ocurría era que se le

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enrojecía la cara y se le cubría de sudor; hacía calor,olía a ajo hasta el extremo de causar sofoco;

el violín empezaba a chirriar, el contrabajo gruñía junto a su oído derecho y la flauta gemía

contra el izquierdo. La flauta la tocaba un judío flaco, de pelo rojizo, con toda una red de venas

rojas y azules en la cara, quien tenía por nombre el de un famoso ricachón: Rothschild. Y ese

condenado judío siempre se las ingeniaba para dar un tono triste a las canciones más alegres.

Sin motivo aparente Yakov empezó poco a poco a sentir odio y desprecio por los judíos, en

particular por Rothschild. Reñía con él, le insultaba con palabrotas y hasta trató en una ocasión

de pegarle, pero Rothschild se ofendió y dijo mirándole ferozmente:-Si no le respetase por su

talento musical le habría tirado por la ventana hace mucho tiempo.Y luego rompió a llorar. Por

esta causa dejaron de llamar a Yakov para que tocara en la orquesta tan a menudo como antes

lo hacía sólo cuando fallaba alguno de los judíos y no tenían más remedio que recurrir a él.

Yacov nunca estaba de buen humor porque de continuo tenía que afrontar las pérdidas más

horribles. Por ejemplo, era pecado trabajar en domingo o día festivo, el lunes era de mal agüero;

de modo que en el año había unos doscientos días en que, mal que le pesase, tenía que estar

mano sobre mano.¡Y menuda pérdida lo que eso suponía!Si alguien del pueblo tenía una boda

sin música, o si Shahkes no le, invitaba a tocar, eso también era un pérdida.El inspector de

policía había estado enfermo de tisis durante dos años, y Yakov había esperado impaciente que

se muriera, pero el inspector fue a curarse a la capital de la provincia y había muerto allí. He

ahí otra pérdida de por lo menos diez rublos, ya que el ataúd hubiera sido de los caros, con

forro de brocado. La consideración de sus pérdidas atormentaba a Yakov sobre todo de noche;

ponía el violín a su lado de la cama y cuando una de esas ideas fastidiosas le hurgaba el magín

pulsaba las cuerdas, el violín producía un sonido en la oscuridad y Yakov se sentía aliviado.

El seis de mayo del año pasado Marfa se sintió de repente enferma. La vieja respiraba con

dificultad, tenía mucha sed y se tambaleaba al andar; no obstante ella misma encendió la estufa

esa mañana y hasta fue por agua. Al anochecer se acostó. Yakov estuvo tocando el violín todo

el día. Cuando oscureció por completo tomó el cuaderno en que a diario apuntaba sus pérdidas

y, no teniendo otra cosa mejor que hacer,se puso a sumar las de ese año.Ascendían a más de

mil rublos. Tanto le perturbó este descubrimiento que tiró el cuaderno al suelo y lo pisoteó.

Luego lo recogió y estuvo sacudiéndolo largo rato, entre hondos y prolongados suspiros. Tenía

la cara amoratada y húmeda de sudor. Pensaba que si esos mil rublos que había perdido los

hubiera tenido en le banco, le habrían producido como mínimo cuarenta rublos de interés al

cabo del año.Así , pues, esos cuarenta rublos representaban también una pérdida. En resumen,

que dondequiera que miraba sólo hallaba pérdidas y más pérdidas.

-¡Yacov! -exclamó María inesperadamente- ¡Me estoy muriendo!Se volvió para mirar a su

esposa. El rostro de ella enrojecido por la fiebre, parecía insólitamente animado y gozoso.

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Bronce, habituado como estaba a verlo pálido, tímido y triste, quedó desconcertado. Le parecía

como si ella hubiese muerto y estuviese contenta de abandonar por fin la cabaña, los ataúdes y

al propio Yakov. Miraba el techo, moviendo los labios, con una expresión de gozo, como si

estuviera viendo a la Muerte, su liberadora y conversando con ella.Había llegado el amanecer

y por la ventana se veía el cielo teñido con los colores del alba. Por algún motivo desconocido

Yakov recordó,mirando ala vieja, que al parecer nunca le había hecho una caricia, nunca se

había compadecido de ella, nunca había pensado en comprarle un pañuelo o en traerle algún

dulce de las bodas. Por el contrario, sólo le había gritado, la había reñido por lo de las pérdidas

y la había amenazado con el puño en alto; cierto que nunca le había puesto la mano encima,

pero sí la había asustado, y cada vez que la reñía la dejaba paralizada de terror.Sí, y no le había

permitido tomar el té porque bien claro estaba que sus gastos eran cuantiosos, por lo que ella

había tenido que contentarse con beber agua caliente. Y ahora comprendía por qué la cara de

ella tenía esa extraña expresión de gozo. Y aquello le colmó de espanto.

Tan pronto como se hizo de día pidió prestado un caballo a un vecino y llevó a Marfa al

hospital. Como no había allí muchos enfermos no tuvo que esperar largo rato, sólo unas tres

horas. Con gran contento suyo, no era el médico el que recibía a los enfermos ese día, sino el

practicante,Maksim Nicolaich, un viejo de quien toda la ciudad decía que, aunque borrachín y

pendenciero, sabía más que el médico.

-Buenos días , señor dijo Yakov entrando con su vieja en la consulta-.Perdone, Maksim

Nikolaich, que le molestemos con estas cosillas. Como puede ver, este sujeto ha caído

enfermo.O, como se dice, la compañera de mi vida, si me permite usted la

expresión...Frunciendo las cejas grises y alisándose las patillas, el practicante clavó la mirada

en la vieja, quien toda encogida estaba sentada en un taburete. Con su cara enjuta, nariz larga

y boca abierta se parecía en su perfil a un pájaro sediento.

-Pues...sí...-dijo el practicante pausadamente y dando un suspiro-. Es un caso de gripe y quizá

con fiebre. Hay ahora tifus en la ciudad .¿Qué hay que hacer? Gracias a dios la vieja ya ha

tenido una larga vida...¿Qué edad tiene?-Le falta un año para los setenta, Maksim Nikolaich.-

Vaya, pues sí que ha vivido. Ya es hora de que acaben las cosas.-Tiene usted razón en lo que

dice, Maksim Nokolaich- dijo Yakov sonriendo por cortesía-.Y le agradezco su amabilidad,

pero permítame indicarle que hasta un insecto quiere vivir.-Eso nada tiene que ver -replicó el

practicante, como si de él dependiese el que la vieja viviera o no-. Bueno, amigo, oye lo que te

digo: Ponle una compresa fría alrededor de la cabeza y dale de estos polvos dos veces al día.

Y ahora vete con Dios.Bon jour.

Por la expresión de la cara del practicante Yakov coligó que ya era demasiado tarde para

polvos; para él estaba claro que Marfa moriría muy pronto, si no ese día, el siguiente. Tocó

ligeramente el codo del practicante, guiñó los ojos y dijo con voz queda:-Convendría ponerle

unas ventosas, Maksim Nikolaich.-No tengo tiempo, no tengo tiempo, amigo.Váyanse con

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Dios, usted y su vieja. Hasta la vista.-Hágame ese favor -imploró Yakov-.Bien sabe usted que

si, pongamos por caso, ella padeciese del estómago o de otro órgano interno, los polvos y las

gotas podrían curarla. Pero lo que tiene es un resfriado. Y para un resfriado, Maksim Nikolaich,

lo primero que hay que hacer es sangrar al enfermo.Pero el practicante había llamado ya al

enfermo siguiente y en la sala de espera había entrado una campesina con un niño pequeño.-

¡Váyase, váyase!...-dijo el practicante a Yakov frunciendo el ceño-. No hay nada más que

hacer.-Pues entonces póngale al menos unas sanguijuelas.Rezaré por usted eternamente.El

practicante, furioso, rugió:-¡Ni una palabra más, zopenco!...Yakov también perdió los estribos

y se puso rojo como un tomate, pero no dijo una palabra más, agarró del brazo a Marfa y la

sacó de la habitación. Sólo cuando ya estaban en el carro lanzó al hospital una mirada adusta y

despreciativa y dijo:-¡Vaya con estos artistas! A un hombre rico sí que lo sangraría pero a un

pobre ni una sanguijuela.¡Tío bruto!

Al llegar a casa, Marfa estuvo durante unos diez minutos apoyada en la estufa. Temía que , si

se acostaba, Yakov empezaría a hablar de pérdidas y a regañarla por quedarse en la cama y no

trabajar. Y Yakov la miraba con fastidio y se acordaba de que el día siguiente era el día de San

Juan Bautista, el otro el de San Nicolás milagrero, el siguiente era domingo, y luego lunes, día

de mal agüero. No se podría trabajar durante cuatro días, y Marfa de seguro moriría en uno de

ellos; así pues tenía que hacer el ataúd ese mismo día. Tomó su vara de medir metálica, se

acercó a la vieja y la midió. Después de eso, ella se acostó, él se santiguó y empezó a hacer el

ataúd.Cuando quedó terminado el trabajo, Bronce se puso los anteojos y escribió en su

librillo:"El ataúd de Marfa Ivanovna: 2 rublos 40 kopeks".Y suspiró. Durante todo ese tiempo

su mujer estuvo acostada, sin hablar y con los ojos cerrados. Pero al anochecer, cuando ya

oscurecía,llamó de pronto a su marido:-¿Te acuerdas, Yakov? -preguntó mirándolo con gozo-

.¿Te acuerdas de que hace cincuenta años nos dio Dios un niño de pelo rubio?Tú y yo nos

sentábamos entonces a la orilla del río y cantábamos canciones debajo del sauce.-Y riendo

amargamente agregó:"El niño murió".Yakov trató de hacer memoria pero no pudo recordar en

absoluto nada del niño o del sauce.-Ésas son imaginaciones tuyas -dijo.Llegó el sacerdote,

quien administró al enferma los sacramentos y la extremaunción. Marfa empezó a murmurar

algo ininteligible y cunado ya despuntaba la mañana murió.Las vecinas viejas lavaron y

amortajaron el cuerpo y lo pusieron en el ataúd. Para no tener que pagar al diácono, el propio

Yakov leyó los salmos. Tampoco tuvo que pagar los honorarios del cementerio, porque el

guardián de éste era compadre suyo. Cuatro campesinos llevaron el ataúd al camposanto sin

cobrar nada, por respeto a la difunta. Tras el ataúd iban unas viejas, unos mendigos y dos

tullidos.Las personas que se encontraban en el camino se santiguaban piadosamente...Y Yakov

quedó muy contento de que todo se hubiera hecho de manera tan honrosa, decente y barata, sin

ofender a nadie. Cuando dijo su último adiós a Marfa tocó el ataúd con la mano y

pensó:"Excelente trabajo".Pero volviendo del cementerio le acosó una fuerte congoja.

Sintióse mal, respiraba febril y penosamente, le flaqueaban las piernas y ansiaba beber algo.

Por añadidura, le revoloteaban en la cabeza un sinfín de pensamientos.Volvió a recordar que

jamás en su vida había tenido lástima de Marfa o le había hecho una caricia. Los cincuenta y

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dos años que habían estado viviendo juntos en una cabaña se alargaban hacia atrás

indefinidamente, pero durante ese tiempo no había pensado en ella una sola vez ni le había

hecho el menor caso, como si la pobre mujer hubiera sido un pero o un gato.Y, sin embargo,

ella había encendido la estufa todos los días, había guisado y cocido, ido por agua, cortado

leña, dormido con él en la misma cama; y cunado él había vuelto borracho de alguna boda ella

había colgado respetuosamente el violín en la pared y metido al marido en la cama, todo ello

en silencio, con cara preocupada y tímida.

Al encuentro de Yakov, sonriendo e inclinándose, venía Rothschild.-

Vengo en su busca,tío -dijo-.Moisei Ilich le manda saludos y desea que vaya usted a verle

enseguida.Yakov no esperaba tal cosa. Tenía ganas de llorar.-¡Largo de aquí! -exclamó,

prosiguiendo su camino.-¿Pero qué es eso?-preguntó Rothschild alarmado, corriendo tras él-

.¡Moisei Ilich se va a enfadar!¡quiere que vaya usted a verle enseguida!A Yakov le causaban

asco el jadear y guiñar de ojos del judío y las monstruosas manchas rojizas que tenía en la cara.

También le repugnaba mirar su levita verde llena de remiendos y toda su figura escuálida y

frágil.-¿A qué vienes tras de mí, diente de ajo?-gritó Yakov-. ¡Déjame en paz!El judío también

se sulfuró y gritó:-¡Si no baja usted de tono le tiro por encima de la valla!-¡Quítate de delante!

-rugió Yakov, yendo hacia él con los puños cerrados-.¡No hay quien pueda aguantar a los

judíos!Rothschild quedó paralizado por el terror. Se agachó y alzó las manos por encima de la

cabeza como para protegerse de los golpes; luego se levantó de un brinco y salió de allí a

escape. Cuando corría iba dando saltos y manoteando el aire, mostrando cómo se retorcía su

largo y descarnado espinazo. A los chicuelos de la calle les divertía el incidente y corrían

gritando "¡judío, judío!". También los perros iban fueron en su seguimiento ladrando a más y

mejor. Alguien soltó una carcajada y después lanzó un silbido, con lo que los perros renovaron

los ladridos con más brío y estrépito que nunca...Luego, por lo visto, un perro mordió a

Rothschild porque se oyó un grito de congoja y desesperación.

Yakov cruzó el prado comunal y fue sorteando las afueras del pueblo sin rumbo fijo,mientras

los chicuelos gritaban "¡que viene Bronce, que viene Bronce!". Se halló junto al río. Por allí,

revoloteando, chillaban las agachadizas y graznaban los patos. El sol brillaba intensamente y

el agua espejeaba tanto que era penoso mirarla. Yakov se internó por una vereda que corría a

lo largo de la orilla y vio a una señora gorda, de mejillas coloradas, que salía de la caseta de

baños."Vaya nutria", dijo para sí. No lejos de la caseta unos chicos pescaban cangrejos usando

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trozos de carne como cebo. Al verle empezaron a gritar maliciosamente "¡Bronce, Bronce!".

Pero he aquí que ante él se levantaba un viejo y frondoso sauce, de tronco enorme y con un

nido de cornejas entre las ramas...Y de pronto surgió en la memoria de Yakov , como algo

lleno de vida, el niño de rizos dorados y el sauce de que había hablado Marfa. Sí, este era el

mismísimo árbol,verde, inmóvil y triste.¡Cómo había envejecido, el pobre!Se sentó al pie del

mismo y se entregó a sus recuerdos. En la orilla opuesta,donde ahora había un prado que a

veces se inundaba,había existido en años anteriores un bosque de robustos abedules y aquel

cerro pelado que se divisaba en el horizonte había estado cubierto por un viejo pinar. Por el río

pasaban entonces barcazas, pero ahora todo aquello estaba pelado, liso y en la orilla sólo se

veía un abedul solitario, joven y garboso, como una muchacha, en tanto que por el río sólo

transitaban patos y gansos. Era difícil creer que por allí habían pasado barcas en otros tiempos.

Yakov cerró los ojos y en su imaginación vio venir hacia él, uno tras otro, una interminable

bandada de gansos blancos.Le sorprendía darse cuenta de que no había bajado al río una sola

vez durante los últimos cuarenta o cincuenta años de su vida, o si había venido no se había

dado cuenta de ello.La corriente era firme y bastante caudalosa; se habría podido pescar en ella

y vender el pescado a los comerciantes, a los funcionarios, al cantinero de la estación, e ingresar

el dinero en el banco. Habría podido ir en lancha por el río, de finca en finca, tocando el violín,

y la gente de toda condición habría dado dinero por oírle. Habría podido trabajar con una lancha

en el río, lo que hubiera sido más provechoso que hacer ataúdes. Por último, habría podido

criar gansos, matarlos y enviarlos a Moscú en el invierno; quizá con sólo la venta de las plumas

habría podido embolsarse diez rublos al año.Pero había perdido todas esas oportunidades; no

había hecho nada.¡qué pérdidas!¡Ay qué pérdidas! Y si se sumaba todo ello -pescar, tocar el

violín, trabajar con una lancha, criar gansos- ¡qué capitalazo hubiera reunido. Pero ni en sueños

había hecho nada de eso; su vida había transcurrido sin gusto ni provecho, tonta e inútilmente.

Delante de sí no quedaba nada; detrás tampoco, salvo pérdidas y pérdidas tan horribles que de

sólo pensar en ellas sentía escalofríos. ¿Y por qué no puede un hombre vivir de manera que se

puedan evitar tales perjuicios y pérdidas? A ver ¿por qué se talaron esos abedules y ese pinar?

¿Qué necesidad había de que estuvieran baldíos esos pastizales? ¿Por qué la gente hace siempre

precisamente lo que no debe hacer?¿Por qué Yakov, durante toda su vida, había reñido,

chillado, amenazado con el puño e injuriado a su mujer?Otra pregunta ¿que necesidad había

habido de insultar y asustar a un judío un momento antes?¿Por qué, en general, los hombres

están siempre echándose la zancadilla unos a otros? ¡pues hay que ver las pérdidas que se

originan con eso!¡Pérdidas terribles! Si no fuera por el odio y la rabia los hombres podrían

obtener unos de otros ganancias enormes.

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Todo ese anochecer, toda esa noche, estuvo Yakov soñando con el niño, con el

cauce, con el pescado y los gansos, con Marfa y su perfil de pájaro sediento, con el rostro pálido

y lastimero de Rothschild. Unos a modo de hocicos parecían acercarse a él por todos lados,

murmurándole sus pérdidas. Daba vueltas y más vueltas en la cama y se levantó cinco veces

durante la noche para tocar el violín.Haciendo un esfuerzo se levantó a la mañana siguiente y

fue al hospital. el mismo Maksim Nicolaich le mandó ponerse paños fríos en la cabeza y le dio

unos polvos; pero, por la expresión de la cara y el tono de la voz del practicante, Yakov

entendió que la cosa iba mal y que no había polvos que pudieran ayudarlo ya. Cuando volvía

a casa iba pensando que de su muerte resultaría al menos una ganancia: no tendría que comer,

ni beber, ni pagar impuestos, ni ofender a nadie; y como el individuo permanece en la tumba

durante cientos y miles de años, la suma de ello da por resultado una ganancia colosal. Así,

pues, la vida es para el hombre una pérdida, la muerte una ganancia. Esta conclusión es, por

supuesto, correcta, pero también lamentable y amarga. ¿Por qué en este mundo las cosas están

ordenadas de modo que la vida, que el hombre recibe tan sólo una vez, deba transcurrir sin

ganancia alguna?

No lamentaba tener que morir, pero cuando al llegar a casa vio el violín se le encogió el corazón

y se puso muy triste. No podía llevar consigo el violín a la tumba, por lo que éste quedaría

huérfano y correría la misma suerte que los bosquecillos de sauces y pinos. Todo en este mundo

acababa y seguiría acabando.Yakov salió y se sentó en el umbral de la cabaña, apretando el

violín contra su pecho. Y mientras pensaba en su vida desaprovechada y caduca empezó a

tocar, sin darse cuenta de que lo que tocaba era triste y enternecedor ni de que las lágrimas se

deslizaban por sus mejillas. Y cuanto más pensaba, más triste sonaba el violín.

Rechinó un picaporte y entró Rothschild por la puerta de la valla. Cruzó audazmente la primera

mitad del patio, pero al ver a Yakov hizo alto, se agachó y, seguramente de susto, empezó a

hace señas con las manos,como queriendo mostrar con los dedos la hora que era.-Ven aquí, no

tengas miedo -dijo Yakov con dulzura, indicándole que se aproximara-.¡Acércate!Mirando

desconfiado y miedoso, Rothschild fue acercándose y se detuvo a dos o tres pasos de Yakov.-

¡Por favor, no me pegue!-dijo inclinándose-.Moisei Ilich me manda otra vez. "No temas, me

ha dicho, vuelve a Yakov y dile que sin él no podemos salir del paso".Hay una boda el jueves

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que viene...Sí...íí. El señor Shapovalov casa a su hija con un hombre de bien. Y la boda ¡huy,

huy! será de postín -agregó el judío haciendo un guiño.-No puedo ir -dijo Yakov, respirando

penosamente-.Estoy enfermo, muchacho.Empezó a tocar de nuevo; y las lágrimas le saltaban

de los ojos al violín.Rothschild escuchaba atentamente, mirándole de soslayo, con los brazos

cruzados sobre el pecho. Y el miedo y la perplejidad de su cara fueron trocándose poco a poco

en sufrimiento y angustia. Levantó los ojos como en un éxtasis de dolor y murmuró "¡Ah!", y

las lágrimas empezaron a resbalar lentamente por sus mejillas y a caer sobre la levita verde.El

resto del día lo pasó Yakov acostado y entristecido. Cuando al anochecer llegó el sacerdote

para confesarle y le preguntó si no recordaba algún pecado en particular, trató de reanimar su

enflaquecida memoria y vio de nuevo ante sí la cara triste de Marfa y oyó el grito desesperado

del judío cuando el perro le mordió. Murmuró con un hilo de voz:-Dé mi violín a Rothschild.-

Así se hará- respondió el sacerdote.

Ahora toda la gente del pueblo pregunta:-¿De dónde habrá sacado Rothschild un violín tan

estupendo? ¡Lo habrá comprado, lo habrá robado, o quizá lo habrá sacado de una casa de

préstamos?Hace tiempo que Rothschild ha abandonado la flauta. Ahora bien, cuando trata de

reproducir lo que Yakov tocaba sentado en el umbral de la cabaña, el resultado es tan plañidero

y dolorido que sus oyentes rompen a llorar y él mismo acaba por alzar los ojos y murmurar

"¡Ah!".Y esta nueva canción gusta tanto en el pueblo, que los comerciantes y los funcionarios

rivalizan en invitar a Rothschild a sus casas y a menudo hacen que toque esa pieza diez veces

seguidas.

Anton Chejov

Pobres gentes

León Tolstoi

En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando

una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa… La noche es

fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es

templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue

encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca,

duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido

por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar

del viento, y tiene miedo.

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Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once… Juana se sume en

reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella

trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los

niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos;

no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte

el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. “Gracias a Dios, los niños están sanos.

No puedo quejarme”, piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. “¿Dónde estará

ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él”, dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza,

enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz

en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo

y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había

querido visitar a la vecina enferma. “No tiene quien la cuide”, piensa, mientras llama a la

puerta. Escucha… Nadie contesta.

“A lo mejor le ha pasado algo”, piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par.

Juana entra.

En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma.

Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace

boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la

cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte. Su pálida mano,

sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y

cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas y

rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.

Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por

encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño

dulce y profundo.

Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El

corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es

que no puede proceder de otra manera.

Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la

cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. “¿Qué me dirá? Como

si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños… ¿Es él? No, no… ¿Para qué los habré

cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido… Ahí viene… ¡No! Menos mal…”

La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.

“No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara ahora?”

Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.

La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo

mismo que antes.

De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino;

y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.

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-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.

-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.

-¡Vaya nochecita!

-Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?

-Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las redes.

Esto es horrible, horrible… No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo una

noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber podido

volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?

Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta junto

a la estufa.

-¿Yo? -exclama Juana, palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte

que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.

-Sí, sí -masculla el hombre-. Hace un tiempo de mil demonios, pero… ¿qué podemos hacer?

Ambos guardan silencio.

-¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?

-¿Qué me dices?

-No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le

desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños… Uno ni siquiera sabe

hablar y el otro empieza a andar a gatas…

Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.

-¡Vaya situación! -exclama, rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos

más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta? Ya

saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.

Juana no se mueve.

-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?

-Están aquí ya -replica la mujer descorriendo la cortina.

FIN

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CASA TOMADA

Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben

a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros

bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa

podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos

a las siete, y a eso de las once yo -le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me

iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer

fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda

y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era

ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me

murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años

con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era

necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos

moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al

suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos

justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba

el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las

mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no

era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y

chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo

no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a

perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe

en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba

esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en

literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo

importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero

cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón

de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila, Estaban con

naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba

hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los

campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una

destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados,

agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente

los ovillos. Era hermoso.

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Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la

biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia

Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala

delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual

comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y

la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y

pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que

conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y

más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes

de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la

puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un

departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre

en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la

limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires ser! una ciudad

limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire,

apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombo!

de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero vuela y se suspende en el aire,

un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene

estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al

fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornado puerta de roble, y daba

la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El

sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado

susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo

del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que

fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta

de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije

a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro ?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un ratc en reanudar su labor. Me

acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada

muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en

la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en

invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de

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muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos

algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose

tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no. daban las once y ya estábamos de brazos

cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo

pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos

para comer fríos de noche. Nos alegramos porque resulta molesto tener que abandonar los

dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio

de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido

a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de

estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno

en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces

Irene decía:

-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese

el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a

no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a

esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que

mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros

dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa.

Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los

mutuos y frecuentes insomnios. Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los

rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del

álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que

quedaban tocando la parte tomada nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba

canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos

irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los

dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más

despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba

a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le

dije a

Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella

tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo

apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi

lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de

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este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba

el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta

cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuertes pero siempre sordos,. a

espaldas nuestras.

Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán.

Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte --dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta

la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó

el tejido sin mirarlo.

. -¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio.

Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la

cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos

tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún

pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

JULIO CORTÁZAR

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a

abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el

dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con

el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que

miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta

que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano

izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su

memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión

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novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a

línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el

terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de

los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la

sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y

adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero

entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una

rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias,

no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de

hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad

agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se

sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del

amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro

cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores.

A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso

despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a

anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la

cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un

instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los

setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los

perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió

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los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las

palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En

lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y

entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo

verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Axólotl

Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axólotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des

Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos.

Ahora soy un axólotl.

El azar me llevó hacia ellos una mañana de primavera en que París abrió su cola de

pavorreal después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port-Royal, tomé St. Marcel y

L´Hospital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y

las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi

bicicleta contra las rejas y me fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi

pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con

los axólotl. Me quedé una hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Sainte-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axólotl son

formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma.

Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y

el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir

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en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación

de lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su

aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes.

Empecé a ir a todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios

sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios

y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto, porque desde el primer momento

comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin

embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella mañana ante el cristal donde unas

burbujas corrían en el agua. Los axólotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo

puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve

ejemplares, y la mayoría apoyaba la cabeza sobre el cristal, mirando con sus ojos de oro a los

que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas

figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una,

situada a la derecha y algo separada de las otras, para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado

y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño

lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria,

la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se

fusionaba con la cola, pero lo que más me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima,

acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos,

su cara. Un rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de alfiler,

enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por

mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior.

Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y lo inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de

la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total

semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano

triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina

hendidura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran

debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal, las

branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se

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enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los

diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho,

y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de

otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos

quietos.

Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axólotl.

Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una

inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las

finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple

ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de evadirse de ese sopor mineral en que

pasaban horas enteras. Sus ojos, sobre todo, me obsesionaban. Al lado de ellos, en los restantes

acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a

los nuestros. Los ojos de los axólotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra

manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía, inquieto) buscaba ver

mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las

criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras; jamás se

advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían

mirándome, desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axólotl. Lo supe el

día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan,

al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de

semejanza de los axólotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que

no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene manos así, y

en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axólotl, esa forma triangular rosada con

los ojillos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axólotl una

metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé

conscientemente, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una

reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo

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terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: "Sálvanos, sálvanos." Me sorprendía

musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome,

inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo

sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo

impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado

una relación tan profunda conmigo. Los axólotl eran como testigos de algo, y a veces como

horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos; había una pureza tan espantosa en esos ojos

transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir también máscara y también fantasmas.

Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable ¿qué

imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián,

no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. "Usted se los come con los ojos". me decía

riendo el guardián., que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de lo que

eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos, en un canibalismo de oro. Lejos del

acuario no hacía más que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir

todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente

una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día

continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de un axólotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana, al

inclinarme sobre el acuario, el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo

alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo,

un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axólotl.

No era posible que una expresión tan terrible, que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada

de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de que esa condena eterna,

de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad

proyectaba en los axólotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo

nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban

una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca

la cara de un axólotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el

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vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo

comprendí.

Sólo una cosa era extraña; seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue

en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi

cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender

a los axólotl. Yo era un axólotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era

posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario.

Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axólotl y estaba en mi mundo. El horror venía - lo

supe en ese momento - de creerme prisionero en un cuerpo de axólotl, transmigrado a él con

mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axólotl, condenado a moverme lúcidamente

entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una para vino a rozarme la cara, cuando

moviéndome apenas a un lado vi a un axólotl junto a mí que me miraba, y supe que también él

sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos

nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado

de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi,

me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros,

que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él.

Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido

al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo, porque lo que era

su obsesión es ahora un axólotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz

de volver en cierto modo a él - ah, sólo en cierto modo - y mantener alerta su deseo de

conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axólotl, y si pienso como un hombre es sólo

porque todo axólotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece

que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y

en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre

nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axólotl.

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No se culpe a nadie

Julio Cortázar

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra

piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de

casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul,

cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse

encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca

el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por

culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo,

poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul,

pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con

una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la

mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de

siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el

otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque

apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de

empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar

de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra

complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo,

agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre

en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En

la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir

como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda

la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira

nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de

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cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una

de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir

fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos

manos, aunque en cambio, parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana

azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que

hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va

humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte

en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay

una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha

estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa

manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De

todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando

a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide

respirar perfectamente, salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello

o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le

debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la

lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con

la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz,

le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de

una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta

de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque

esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un

anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar

el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver

tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando

el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello

y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte

del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque

sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los

hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para

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ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano

en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las

mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga

la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga,

si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad

en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su

cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar

mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado

tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una

prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque

responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la

verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la

entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha

desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de

las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba

sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad

húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un

dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más

despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no

el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar

por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de

las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera

otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo

porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus

fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse

el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata

izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante

y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza

a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere

detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su

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mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin

embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar

a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin

fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar

inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y

pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en

la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda

que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos,

absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia

es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en

un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar

así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana

de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos,

vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y

echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda

para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver

y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para

llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso

que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie doce pisos.

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Auténtico Amor

Isaac Asimov

Mi nombre es Joe. Así es como me llama mi colega, Milton Davidson. Él es un programador,

y yo soy un programa de computadora. Formo parte del complejo Multivac, y estoy conectado

con otros componentes esparcidos por todo el mundo. Lo sé todo. Casi todo.

Soy el programa privado de Milton. Su Joe. Milton sabe más acerca de programación que

cualquiera en el mundo, y yo soy su modelo experimental. Ha conseguido que yo hable mejor

que cualquier otra computadora puede hacerlo.

-Es simplemente cuestión de hacer encajar sonidos con símbolos, Joe -me dijo-. Así es como

funciona el cerebro humano, pese a que no sabemos todavía qué simbolos particulares emplea

el cerebro. Sé los símbolos que hay en el tuyo, y puedo convertirlos en palabras, uno a uno.

De modo que hablo. No creo que hable tan bien como pienso, pero Milton dice que hablo muy

bien. Milton no se ha casado nunca, aunque está a punto de cumplir los cuarenta años. Nunca

ha encontrado la mujer adecuada, me dice. Un día me comentó:

-Algún día la encontraré, Joe. Quiero lo mejor. Quiero conseguir el auténtico amor, y tú vas a

ayudarme. Estoy cansado de mejorarte a fin de que resuelvas los problemas del mundo.

Resuelve mi problema. Encuéntrame el auténtico amor.

-¿Qué es el auténtico amor? -pregunté yo.

-No importa. Se trata de una abstracción. Simplemente encuéntrame a la chica ideal. Estás

conectado con el complejo de Multivac, de modo que tienes acceso a los bancos de datos de

todos los seres humanos del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el auténtico amor.

-Estoy listo -dije.

-Primero elimina a todos los hombres -dijo él.

Eso era fácil. Sus palabras activaban símbolos en mis válvulas moleculares. Podía entrar en

contacto con los datos acumulados de todos los seres humanos del mundo. Como resultado de

aquellas palabras, descarté a 3.784.982.874 hombres. Mantuve el contacto con 3.786.112.090

mujeres.

-Elimina a todas las menores de veinticinco años -me dijo-; a todas las mayores de cuarenta.

Luego elimina a todas las que tengan un CI inferior a 120; a todas las que midan menos de 150

centimetros y más de 175 centimetros de estatura.

Fue dándome instrucciones exactas; eliminó a las mujeres con hijos vivos; eliminó a las

mujeres con diversas características genéticas.

-No estoy seguro del color de los ojos -dijo-. Dejemos ese dato por el momento. Pero elimina

a las pelirrojas. No me gustan.

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Al cabo de dos semanas, habíamos reducido la lista a 235 mujeres. Todas ellas hablaban

correctamente el inglés. Milton dijo que no quería problemas con el idioma. Aunque podía

recurrir a la traducción por computadora, eso resultaba un engorro en los tiempos íntimos.

-No puedo entrevistarme con 235 mujeres -dijo-. Tomaría demasiado tiempo, la gente podría

llegar a descubrir lo que estoy haciendo.

-Eso traería problemas -le advertí.

Milton había arreglado las cosas de modo que yo pudiera hacer cosas que no estaba diseñado

para hacer. Nadie sabía nada al respecto.

-No es asunto tuyo -dijo él, y su rostro enrojeció ligeramente-. Te diré lo que vamos a hacer,

Joe. Te proporcionaré holografías, y comprobarás la lista en busca de similitudes.

Me alimentó holografías de mujeres.

-Esas son tres ganadoras de concursos de belleza -dijo-. ¿Alguna de las 235 encaja con ellas?

Ocho de ellas encajaban, y Milton dijo:

-Bien, tienes su banco de datos. Estudia las demandas y necesidades del mercado de trabajo y

arregla las cosas de modo que sean asignadas temporalmente aquí. Una a una, por supuesto. -

Pensó unos instantes, agitó sus hombros arriba y abajo, y dijo-: Por orden alfabético.

Esta es una de las cosas que no estoy diseñado para hacer. Trasladar a Gente de trabajo a trabajo

por razones personales es algo llamado manipulación. Puedo hacerlo ahora porque Milton lo

agregó así. De todos modos se suponía que solamente lo hacía por él.

La primera chica llegó una semana más tarde. Milton enrojeció cuando la vió. Habló como si

realmente le costara hacerlo. Estuvieron juntos durante mucho rato, y él no prestó la menor

atención. En un momento determinado le dijo:

-Permítame invitarla a cenar.

Al día siguiente me informó:

-De alguna manera, no era lo suficientemente buena. Le faltaba algo. Es una mujer hermosa,

pero no capté nada del auténtico amor. Probemos la siguiente.

Ocurrió lo mismo con todas las ocho. Eran muy parecidas. Sonreían mucho y tenían voces

extremadamente agradables, pero Milton encontraba siempre algo que no encajaba.

-No puedo comprenderlo, Joe. Tú y yo hemos escogido a las ocho mujeres de todo el mundo

que parecen más adecuadas para mí. Son ideales. ¿Por qué no me gustan?

-¿Tú les gustas? -pregunté.

Alzó las cejas, y dio un puñetazo con una mano en contra la palma de la otra.

-Eso es, Joe. Es como una calle con dos direcciones. Si yo no soy su ideal, ellas no pueden

actuar de tal modo que se conviertan en mi ideal. Yo debo ser también su auténtico amor, pero

¿cómo puedo conseguirlo? -Pareció pensarlo todo el día.

A la mañana siguiente vino a mí y dijo:

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-Voy a dejártelo a ti, Joe. Todo a ti. Tienes en tu poder mi banco de datos, y además voy a

decirte todo lo que sé de mi mismo. Llenarías mi banco de datos con todos los detalles posibles,

pero guarda los añadidos para ti mismo.

-¿Qué debo hacer con ese banco de datos, Milton?

-Lo comparas con los de las 235 mujeres. No, 227. Deja aparte a las ocho que ya hemos visto.

Arregla las cosas de modo que se sometan a un examen psiquiatrico. Llena sus bancos de datos

y compáralos con el mío. Busca correlaciones.

(Arreglar examenes psiquiátricos es otra de las cosas que están en contra de mis instrucciones

originales.)

Durante semanas, Milton no dejó de hablarme. Me contó de sus padres y de sus demás

familiares. Me contó de su infancia y de sus días de escuela y de su adolescencia. Me contó de

mujeres jóvenes a las que gabía admirado a distancia. Su banco de datos fue creciendo, y él me

ajustó de modo que yo pudiera ampliar y profundizar mi comprensión simbólica.

-¿Te das cuenta, Joe? A medida que voy introduciendo más y más de mí en ti, te voy ajustando

para que encajes mejor conmigo. Si llegas a comprenderme lo suficientemente bien, entonces

cualquier mujer cuyo banco de datos puedas comprender perfectamente será mi auténtico amor.

Siguió hablándome, y yo fui comprendiéndole cada vez mejor y mejor.

Podía construir frases más largas, y mis expresiones se hacían más y más complicadas. Mi

forma de hablar empezó a sonar muy parecida a la suya en vocabulario, sintaxis y estilo.

En una ocasión le dije:

-¿Sabes, Milton? No se trata tan sólo de encontrar en una chica un ideal físico.

Necesitas una chica que encaje contigo personal, emocional y temperamentalmente. Si eso

ocurre, su apariencia es algo secundario. Si no podemos encontrar entre esas 227 la que encaje,

entonces buscaremos en otra parte. Encontraremos a alguien a la que no le importe tampoco tu

aspecto, si las personalidades encajan. Al fin y al cabo, ¿qué es la apariencia?

-Absolutamente de acuerdo -dijo-. Hubiera debido darme cuenta de eso si me hubiera

relacionado más con mujeres a lo largo de mi vida. Por supuesto, pensar en ellas lo hace ahora

todo más claro.

Siempre estábamos de acuerdo; pensábamos de forma tan parecida.

-No vamos a tener ningún problema, Milton, si me permites hacerte algunas preguntas. Puedo

ver donde hay lagunas y contradicciones en tu banco de datos.

Lo que siguió, dijo Milton, fue el equivalente de un cuidadoso psicoanálisis. Por supuesto, yo

estaba aprendiendo del examen psiquiátrico de las 227 mujeres..., con todas las cuales me

mantenía en estrecho contacto.

Milton parecía completamente feliz.

Hablar contigo, Joe, es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras personalidades han

empezado a encajar perfectamente.

-Como lo hará la personalidad de la mujer a la que escojamos.

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Porque ya la había escogido, y después de todo era una de las 227. Su nombre era Charity

Jones, y era catalogadora en la Biblioteca de Historia de Wichita. Su banco de datos ampliado

encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las demás mujeres habían sido desechadas por

uno y otro motivo a medida que los bancos de datos iban engrosando, pero con Charity la

resonancia era cada vez más perfecta.

No tuve que describírsela a Milton. Milton Había coordinado tan perfectamente mi simbolismo

con el suyo propio que pude transmitirle directamente la resonancia. Encajaba conmigo.

El siguiente paso fue ajustar las hojas de trabajo y los requerimientos laborales de modo que

Charity nos fuera asignada a nosotros. Eso debía hacerse muy delicadamente, de modo que

nadie se diera cuenta de que se producía algo ilegal.

Por supuesto, Milton lo sabía muy bien, puesto que era él quien lo había arreglado todo y gabía

cuidado de ello. Cuando vinieron a arrestarlo bajo la acusación de abuso de sus atribuciones,

fue, afortunadamente, por algo que se había producido hacía diez años. Me había hablado de

ello, por supuesto, gracias a lo cual había sido fácil arreglarlo todo..., y él no iba a hablar de

mí, porque eso haría que su delito fuera considerado mucho más grave.

Ahora él ya no está, y mañana es el 14 de febrero, el Día de San Valentín. Charity llegará

entonces, con sus frías manos y su dulce voz. Le enseñaré como manejarme y como cuidarme.

¿Qué importa la materia cuando nuestras personalidades resuenan de tal modo?

Le diré:

-Soy Joe, y tú eres mi auténtico amor.

Encuentro Nocturno

Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de

gasolina.

- Aquí se sentirá usted bastante solo – le dijo al viejo.

El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.

- No me quejo.

- ¿Le gusta Marte?

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- Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no

esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de

aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo

marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores

y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde

todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con

él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un

sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina.

Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa,

donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan

diferentes.

- Ha dado usted en el clavo – dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante.

Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía

dos días libres y iba a una fiesta.

- Ya nada me sorprende – prosiguió el viejo -. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta

a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire los

canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta

mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy

solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me

siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay

sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte?

Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce.

Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la

luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte.

Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y

aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.

Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo entre dientes.

Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y las colinas. Tomás, con una sola mano

en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo.

Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La

carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. Marte era un

mundo silencioso, pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los

mares secos giraban a su paso y las cintas de las montañas se alzaban contra las estrellas.

Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor

del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva,

y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y

aún más, ¿a qué se parecía el tiempo?

A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy

viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que

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descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y

Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.

La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se

sentó rígidamente, con la mirada fija en el camino.

Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche.

Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas. Deshabitados desde

hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.

Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la

camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde

donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termos y se sirvió una taza de café. Un pájaro

nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.

Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua

carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina, y luego un murmullo.

Tomás se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.

Y asomó en las colinas una extraña aparición.

Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba

suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo,

indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se

posaron en la antigua carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la

máquina un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.

Tomás levantó una mano y pensó automáticamente:

¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás habla nadado en la Tierra

en ríos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas

extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas

de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.

También el marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el

aire frío de la noche.

Tomás dio el primer paso.

- ¡Hola! – gritó.

- ¡Hola! – contesto el marciano en su propio idioma. No se entendieron.

- ¿Has dicho hola? – dijeron los dos.

- ¿Qué has dicho? – preguntaron, cada uno en su lengua.

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Los dos fruncieron el ceño.

- ¿Quién eres? – dijo Tomás en inglés.

- ¿Qué haces aquí – dijo el otro en marciano.

- ¿A dónde vas? – dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.

- Yo soy Tomás Gómez,

- Yo soy Muhe Ca.

No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces

el marciano sé echó a reír.

- ¡Espera!

Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.

- Ya está – dijo el marciano en inglés -. Así es mejor.

- ¡Qué pronto has aprendido mi idioma!

- No es nada.

Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.

- ¿Algo distinto? – dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez refiriéndose a

ambos.

- ¿Puedo ofrecerte una taza? – dijo Tomás.

- Por favor.

El marciano descendió de su máquina.

Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.

La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.

- ¡Dios mío! – gritó Tomás, y soltó la taza.

- ¡En nombre de los Dioses! – dijo el marciano en su propio idioma.

- ¿Viste lo que pasó? – murmuraron ambos, helados por el terror.

El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.

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- ¡Señor! – dijo Tomás.

- Realmente… – comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego

sacó un cuchillo de su cinturón.

- ¡Eh! – gritó Tomás.

- Has entendido mal. ¡Tómalo!

El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la

carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.

Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.

- ¡Las estrellas! – dijo.

- ¡Las estrellas! – respondió el marciano mirando a Tomás.

Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su carne

como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso;

parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del marciano, y le

brillaban como joyas en los brazos.

- ¡Eres transparente! – dijo Tomás.

- ¡Y tú también! – replicó el marciano retrocediendo.

Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.

El marciano se tocó la nariz y los labios.

- Yo tengo carne – murmuró -. Yo estoy vivo.

Tomás miró fijamente al fío.

- Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.

- ¡No! ¡Tú!

- ¡Un espectro!

- ¡Un fantasma!

Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas,

como trozos de hielo, corno luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos,

calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, si, ese otro, era sólo un prisma

espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.

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Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.

Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.

- ¿De dónde eres? – preguntó al fin el marciano.

- De la Tierra.

- ¿Qué es eso?

Tomás señaló el firmamento.

- ¿Cuándo llegaste?

- Hace más de un año, ¿no recuerdas?

- No.

- Y todos vosotros estabais muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi

totalmente ¿no lo sabes?

- No. No es cierto.

- Sí. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas.

Muertos. Millares de muertos.

- Eso es ridículo. ¡Estamos vivos!

- Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.

- ¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca de

las montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?

Tomás miró hacia donde le indicaba el marciano y vio las ruinas.

- Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.

El marciano se echó a reír.

- ¡Muerta! Dormí allí anoche

- Y Yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato y es un montón de escombros.

¿No ves las columnas rotas?

- ¿Rotas? Las veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.

- Hay polvo en las calles – dijo Tomás.

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- ¡Las calles están limpias!

- Los canales están vacíos.

- ¡Los canales están llenos de vino de lavándula!

- Está muerta.

- ¡Está viva! – protestó el marciano riéndose cada vez más -. Oh, estás muy equivocado

¿No ves las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres

hermosas esbeltas como barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en

las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta.

Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, beberemos, haremos el amor. ¿No las

ves?

- Tu ciudad está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro grupo.

Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois.

No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregon, y dos

docenas de toneladas de buenos clavos de acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos

más bonitos que hayas podido ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan

de la Tierra un par de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes

y whisky…

El marciano estaba inquieto.

- ¿Dónde está todo eso?

Tomás lo llevó hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.

- Allá están los cohetes. ¿Los ves?

- No.

- ¡Maldita sea! ¡Ahí están! Esos aparatos largos y plateados.

- No.

Tomás se echó a reír.

- ¡Estás ciego!

- Veo perfectamente. ¡Eres tú el que no ve!

- Pero ves la nueva ciudad, ¿no es cierto?

- Yo veo un océano, y la marea baja.

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- Señor, esa agua se evaporó hace cuarenta siglos.

- ¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!

- Es cierto, te lo aseguro.

El marciano se puso muy serio.

- Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blanca, las barcas

muy finas, las luces de la fiesta… ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha… Oigo los

cantos. ¡No están tan lejos! Tomás escuchó y sacudió la cabeza.

- No.

- Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tú me describes – dijo el marciano.

Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.

- ¿Podría ser?

- ¿Qué?

- ¿Dijiste que «del cielo»?

- De la Tierra.

- La Tierra, un nombre, nada – dijo el marciano – Pero… al subir por el camino hace una

hora… sentí…

Se llevó una mano a la nuca.

- ¿Frío?

- Sí.

- ¿Y ahora?

- Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino… –

dijo el marciano -. Una sensación extraña… El camino, la luz… Durante unos instante creí

ser el único sobreviviente de este mundo.

- Lo mismo me pasó a mí – dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy

íntimo de algo secreto y apasionante.

El marciano meditó unos instantes con los ojos cerrados.

- Sólo hay una explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.

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- No. Tú, tú eres del pasado – dijo el hombre de la Tierra.

- ¡Qué seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro?

¿En qué año estamos?

- En el año dos mil dos.

- ¿Qué significa eso para mí?

Tomás reflexionó y se encogió de hombros.

- Nada.

- Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos

que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas…

- ¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que

tú estás muerto.

- Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta

sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte.

Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?

- Sí. ¿Tienes miedo?

- ¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede

enfrentarse con el pasado, pero pensar… ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado?

¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas?

– El marciano calló y miró hacia la ciudad lejana. – Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta?

Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.

Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la

Tierra.

- Jamás nos pondremos de acuerdo – dijo.

- Admitamos nuestro desacuerdo – dijo el marciano -. ¿Qué importa quién es el pasado o

el futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez

mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien

siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy

breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.

Tomás tendió la mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron

atravesándose.

- ¿Volveremos a encontrarnos?

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- ¡Quién sabe! Tal vez otra noche.

- Me gustaría ir contigo a la fiesta.

- Y a mí me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír

todo lo que sucedió.

- Adiós – dijo Tomás.

- Buenas noches.

El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre se

metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.

- ¡Dios mío! ¡Qué pesadillas! – suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en

los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.

- ¡Qué extraña visión! – se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el

festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.

La noche era oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la

carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin

nada, durante toda la noche oscura y fresca.

Ray Bradbury