directo bogotá # 40

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Número 40 Enero - marzo de 2013 Facultad de Comunicación y Lenguaje Distribución gratuita Griegos en la Atenas suramericana Una pequeña colonia de griegos se ha adaptado a Bogotá como si fuera su polis. Y hay huellas por doquier de esta cultura milenaria, como estas esculturas de tritones en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional.

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Periodismo Urbano

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Page 1: Directo Bogotá # 40

Número 40Enero - marzo de 2013

Facultad de Comunicación y LenguajeDistribución gratuita

Griegos en la Atenas

suramericanaUna pequeña colonia de griegos se ha adaptado a Bogotá como si fuera su polis. Y hay huellas por doquier de esta cultura milenaria, como estas esculturas de tritones en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional.

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Revista escrita por los estudiantes de la carrera de Comunicación Social.

Directora Maryluz Vallejo

Asistente editorial Mariángela Urbina

Reporteros en esta edición Eliana Samacá, Juanita Escallón, Luna Cepeda,

Mariángela Urbina, David Alonzo, Constantinos Papailias, Úrsula Toro, Karen Tatiana

Aroca, Diana Ravelo, Julián Eduardo Santos, Felipe González, Juan Sebastián Alba,

Carlos Andrés Londoño, Laura Villa

Portada y Contraportada Fotos: Constantinos Papailias

Esculturas Universidad Nacional

Ilustrador Felipe León

Caricaturista Cristian Sánchez

Diseño y diagramación Angélica Ospina

[email protected]

Corrección de estilo Gustavo Patiño Díaz

[email protected]

Impresión Javegraf

Decano Académico José Vicente Arizmendi C.

Decano del Medio Universitario Ismael Rolón M.

Directora de la Carrera de Comunicación Social Mónica Salazar

Director del Departamento de Comunicación Mario Morales

Informes y distribución Transversal 4ª No. 42-00, piso 6 Teléfono: 3 20 83 20, ext 4587

Escríbanos a: [email protected] Consulte nuestro archivo digital en la página:

www.directobogota.com

Pontificia Universidad JaverianaCarrera de Comunicación Social

02] sueltos}Cabos*

Valeria, bailarina a su aire

14] ]DIVINO

rostro[+

Centenario de la ‘Ciudad de Dios’

“Me quedé con los zapatosdel padre Campoamor”:Rubén Hernández

Una ‘María’ llena de gracia

27]*

patriMonio**

Fantasmas de la 26

49]*

patriMonio**

Cu cu, cantaba la rana

54]*

patriMonio**

43]Eternamente Yolanda y Yesenia

}estaciónCENTRAL*[ ]

Una isla con techo

23]de Bogotá

Aguafuertes

64]caricatura ]−

]

Estado de coma

Amaranta, la historia detrás de la pancarta

05] Salud(( ))

37]Obras que respiran luz

ARTe*} ]

Griegos en la Atenas suramericana

18] }Colonias

40]Buen viento en internet

libroS

} }

*( )

62]“Conocer la ciudad profunda me salvó como escritor”: Mario Mendoza

libroS

} }

*( )

La casa de losavioncitos de papel

52] ARTe*} ]

La letra con pegante entra

56]}estaciónCENTRAL*[ ]

Page 4: Directo Bogotá # 40

La Llave del privilegio{ El Distrito se vistió de arcoíris{Estaba a punto de rendirme y atravesar la ciudad desde el norte hasta la carrera 10ª o la calle 26, troncales de la fase III de Transmilenio, después de buscar durante cerca de 45 minutos dónde recargar la Tarjeta Llave que acababa de adquirir. Vi en una ventana diminuta el aviso “Tu Llave”, y fue como un milagro: eso significaba recargar la dichosa tarjeta e incluso adquirirla.

Así, me encontré a las seis de la tarde en un bus limpio y desocupado. Por la ventana veía a los pasajeros empa-quetados como sardinas en los demás buses, mientras yo compartía este privilegio con otras tres personas.

¿El problema? Que la falta de información a la ciuda-danía y los errores en la implementación del Sistema Integrado de Transporte Público (SITP) —falta de rutas, de unificación de tarjetas y escasa información de los puntos de recarga de la Tarjeta Llave— le costarán al Distrito $750.000 millones, hasta que el sistema se normalice, en aproximadamente tres años.

De acuerdo con cifras del Transmilenio, tras 80 días de operación del sistema, a diario un bus del SITP transpor-ta 19 pasajeros aproximadamente, por lo que me siento honrada de ser, entre los más de siete millones que pa-gan impuestos, una de las 8.740 personas que disfrutan de este placer a diario.

Ángela Patricia Sierra [email protected]

La administración de Petro se llenó de un arcoíris progre-sista que, ante el azul y el rojo que han imperado hasta el momento, causa escozor a la vista de algunos. Las putitas y maricones solo habían tenido lugar en las calles y las peluquerías. Nadie quería verlos en otro escenario.

Superando un sistema educativo que no les permi-tía profesionalizarse o un régimen laboral en el que es requisito presentar una libreta militar —que solo obtienen quienes pueden pagarla o los que son o aparentan ser suficientemente machos para unirse a las filas de los héroes de la patria—, ahora quienes ejercían la prostitución y la peluquería pueden hacer parte de programas de inserción laboral distintos a la fabricación de manillas y artesanías.

Numerosos profesionales han empezado a recibir salarios y a ubicarse en cargos afines a sus perfiles, los cuales, antes de esta Alcaldía y la creación de la Subdirección para Asuntos LGBT, de la Secretaría Distrital de Integra-ción Social, eran una utopía.

¿Que si Petro tiene preferencias por los niños que han nacido con la alita rota? ¿Qué si ahora es requisito ser miembro de una letra del alfabeto como L, G, B, T, I o para acceder al gobierno distrital? Muchas serán las críticas de parte de un sistema diseñado en blanco y negro, que poco a poco terminará adaptándose a la revuelta de colores.

David Alonzo C. [email protected]

Príncipes sin trono{El trono de Edilberto García es una Rimax blanca. Parece más corpulento de lo que es, simplemente porque carga tres ruanas. No tiene cetro, pero sí un bolillo de madera para ahuyentar a los ladrones. Y a falta de garita, está amurallado por el frío, pero reina en la soledad de la no-che, en una de las entradas de Sanandresito de la calle 13 con carrera 39. Su turno se extiende hasta las 7:00 de la mañana y, a falta de baño, utiliza el árbol más cercano.

Después de un turno de doce horas seguidas —no las ocho reglamentarias—, las piernas se adormecen, la cara se amorata y no hay ruana que aguante. No solo es cuestión de salud, también de seguridad, porque en cualquier momento es más fácil atacar a alguien que esté desprotegido.

Entre los celadores del sector se hablan y ayudan, algunos sí tienen una cabina de vigilancia y los más afortunados están dentro de los locales. Mejor les va a los “serenos” de la bicicleta, que al menos bombean la sangre con su pedaleo. Oficios de la noche casi invisibles.

Dora Alejandra Ramírez Vallejo [email protected]

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sueltos}Cabos*

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¿La verde, la roja y la azul?{En estos días fui testigo de uno de los errores de informa-ción que se manejan en el sistema de transportes de Bogo-tá. La señorita que atendía la taquilla de la estación de la calle 142 vendió una tarjeta roja (Viajero Frecuente) a una mujer que quería utilizar los buses del SITP. La señora salió de la estación, subió al alimentador circular de la zona y se fue. Así que decidí hacer lo mismo: comprar la tarjeta roja y dejar en la casa la verde (Tu Llave). Cuando intenté subir en un bus del sistema SITP, los cuales van vacíos y solo paran en los lugares permitidos —toda una revolución en la mentalidad bogotana— ¡oh, sorpresa!: al poner mi tarjeta frecuente, esta no pasó. El conductor del bus me dijo que esa no funcionaba, que solo podía utilizar la tarjeta verde. Muerta de la rabia, intenté buscar un sitio cercano donde comprar la tarjeta Tu Llave, pero nunca encontré uno. Y es que solo se pueden comprar en sitios especiales y se recargan en puntos específicos, que no se ubican fácilmente. Ni siquiera puedo recargar la tarjeta Tu Llave en las cabinas del sistema de Transmilenio, solo puedo hacerlo en las troncales de las calles 10ª y 26, por lo que ahora, en mi billetera, debo llevar la verde, la roja y la azul. Así no me confundo: Roja (frecuente) para Transmilenio en todas las troncales, menos en la calle 10ª y 26. Azul, igual que la roja, pero no puedo usarla en los alimentadores circulares, como el de la 142. Verde (Tu Llave) para todos los buses azules del SITP y únicamente en las troncales de las calles 10ª y la 26 de Transmilenio.

Ahora mi billetera ni siquiera cierra de tantas tarjetas, que cuando sean inservibles o las pierda, contribuirán a degradar el planeta Bogotá.

Manuela Bernal [email protected]

Un Click educativo{En el Parque Ricaurte acomodaron, en forma de círculo, quince colchonetas sobre el suelo para cada uno de los niños, de alrededor seis años, que iban a participar en el taller. María Teresa Jurado, directora de formación, les repartió El libro mágico de historias, que le compró el Ministerio de Cultura a Click, una agencia de arte y pedagogía para niños.

Esta agencia creó un método innovador para enseñar, pues en sus ejercicios priman la literatura y el arte. Su creadora, Lisa Neisa, explica que después de varias jorna-das, los niños responden eficazmente a estos talleres don-de se abordan sus experiencias. Una vez al mes, durante un semestre, la agencia acompañará a los niños del jardín infantil, en Ricaurte.

Los mismos talleres han pasado por colegios privados de todos los estratos. Además de preparar ejercicios para los niños, el equipo realizador prepara guías de actividades

para los docentes con el fin de que continúen enseñando a construir “Un mundo más equitativo, libre de discrimi-nación y violencia”, como es el eslogan del programa. ¡Y muchos niños bogotanos querrán salir en esta foto!

Julia Roldán. [email protected]

Paseo sanguinario{Después de una noche de rumba en la Zona T, Tatiana y Mauricio pararon el primer taxi que cruzaba la calle para que los llevara a sus casas. Para su sorpresa, el taxi ‘zapatico’ tenía dos personas más escondidas, una en el baúl y otra en el asiento de adelante. Después de varias amenazas y sin poder robar mucho, lanzaron a Mauricio del taxi que circulaba a alta velocidad. Se gol-peó duro la cabeza y se raspó la cara con el pavimento, pero el taxi seguía acelerando.

Tatiana se quedó en el carro mientras la golpeaban en la cabeza con la cacha del revólver, le gritaban y le pegaban puños. La empujaron del taxi a una velocidad de 80 kiló-metros por hora y cayó encima de unos escombros en el barrio Siete de Agosto. Al pararse, sintió un mareo fuerte y se dio cuenta de que le estaba sangrando la cabeza. “A través del vidrio de atrás alcancé a ver al hombre de la pis-tola apuntándome y fue cuando cerré los ojos con fuerza, pensando que eran mis últimos instantes de vida”.

Terminó en el hospital con varias heridas que le dejaron cicatrices. ¿Será una nueva modalidad de los paseos millonarios, o fue un caso único y demencial? Esta historia demuestra que, aunque la Alcaldía afirma que los homicidios han disminuido 44%, todavía falta mucho para que Bogotá sea Humana.

Michelle Yidios Hakim [email protected]

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La civilización sobre ruedas{Adriana timbra para bajarse del bus. El conductor, acele-rado y tal vez colérico, arranca sin esperar a que baje su pasajera. Adriana cae al cemento y se fractura la pierna.

Mi abuela, de 66 años, es bamboleada cual veleta cuan-do debe tomar bus. Quien la acompaña siempre tiene que gritarle al conductor: “¡Espere!, ¡cuidado con la se-ñora, que no se ha subido”. El conductor suele contestar con tres piedras en la mano cuando se le reclama.

El año pasado tomé un taxi para salir de la Clínica Fundadores hacia mi casa en Quinta Paredes. Durante el recorrido, el taxista hizo competencias de velocidad. Me tocaba sostenerme de los agarradores de las puertas y ni con eso podía evitar volar de un lado a otro. Me gritaba porque dizque no escuchaba las indicaciones. Al llegar a mi casa, me cobró más de lo debido. Le entregué el billete y le dije: “Tome, y por favor aprenda a prestar un buen servicio”. El sujeto se bajó con una llave, palo,

Un sueño hecho Déjà Vu{Déjà Vu es una serie para web que cuenta la historia de Sebastián, un joven que puede ver tragedias antes de que ocurran, con la posibilidad de cambiarlas, pero al hacerlo cambia el destino de otros y provoca eventos que ponen en riesgo las vidas de otras personas, la suya y la de la mujer que ama. Tiene 12 capítulos que dosifi can suspenso, acción, drama, amor y peligro. Todos los capí-tulos serán divulgados a partir del 5 de marzo del 2013 en la página ofi cial www.dejavuserieweb.com y en redes sociales como facebook (facebook.com/dejavuserieweb) y Twitter (@DejaVuSerieWeb). Al ser un producto digital, permite que los seguidores puedan interactuar con el contenido y con otros usuarios. Por su formato puede ser visto desde cualquier dispositivo con acceso a internet.

La historia, grabada en diversos escenarios de Bogotá, es creación de Juan Francisco Pérez Villalba, quien estuvo a cargo de la dirección, y Edwin Herrera Ruiz, productor del proyecto. Ambos son estudiantes de Comunicación de la Universidad Javeriana. Participan actores como Julián Trujillo, Alejandro Aguilar y Clara Mejía, talento joven.

Lo que comenzó como un trabajo de grado se convir-tió en un ambicioso proyecto audiovisual que recibió mención de honor de la Universidad y excelentes críticas de libretistas, realizadores y académicos del ámbito televisivo y cinematográfi co. Por su factura técnica y narrativa, puede competir en la escena global. Un Déjà Vu hecho realidad.

Daniel Alejandro Pinilla [email protected]

tió en un ambicioso proyecto audiovisual que recibió mención de honor de la Universidad y excelentes críticas

televisivo y cinematográfi co. Por su factura técnica y narrativa, puede competir en la escena global. Un Déjà

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tubo o alguna especie de arma de metal gigante. “Ya sé dónde vive, perra ******, después salen llorando porque uno les casca… Véngase y nos damos…”.

¿Qué pasa con nuestros conductores? ¿Dónde quedan las capacitaciones que les ofrece la Secretaría de Movilidad? No olvidemos que además de los trancones y el estado de las vías, también debemos poner el ojo en la educa-ción de las personas que nos transportan. Si no podemos confi ar en ellos, la ciudad no es ciudad.

La solución existe. Apoyemos el SITP: organizado, segu-ro, con buses nuevos (no cocinas de humo ambulantes) y, sobre todo, conductores capacitados, que aprendieron a prestar un buen servicio. Entendamos de una vez que el Transmilenio no da abasto y que con el gremio de taxistas no puede pelear nadie: son una república independiente. Que el odio enfermizo hacia el Alcalde no nos prive de cambios positivos y necesarios.

Mariángela Urbina [email protected]

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Salud(( ))

Texto: Eliana Samacá [email protected]

Fotos: Manuela Bernal y Laura Castro

Estadode coma

{Cuando se cumplen los 20 años de la Ley 100 o Ley de Seguridad Social, este reportaje da cuenta de las fallas en el sistema de salud colombiano que, con

aterradora frecuencia, cobra víctimas consideradas como “errores médicos” o “eventos adversos”. Para sancionar a los responsables y reparar a las víctimas y

familiares, se encuentra en trámite un proyecto de ley aplicable a casos de omisión o denegación de urgencias en el servicio de salud.

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Ilustración: Felipe León

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[1990 0

1991 1

1992 0

1993 5

1994 8

1995 23

1996 40

1997 56

1998 79

1999 139

2000 108

2001 116

Año AñoNo. de demandas

No. de demandas

2002 120

2003 117

2004 166

2005 160

2006 155

2007 206

2008 233

2009 140

2010 192

2011 75

2012 21

Total 2.160

Con la Ley 100 de 1993 la cobertura en salud alcanza hoy el 96% de la población colombiana, pero la calidad del servicio es discutible. Prueba de ello son los erro-res médicos, que aumentaron desde que se privatizó la salud en Colombia.

Con información proporcionada por la Agencia Nacio-nal de Defensa Jurídica del Estado, en respuesta a un derecho de petición, presentamos la relación de las demandas que condenan al Estado por responsabilidad médica anualmente, desde 1990:

A su vez, en el Consejo de Estado, máximo tribunal de la justicia administrativa y donde se constatan los fallos adversos a la Nación por errores médicos, figuran 786 registros por fallas en el servicio médico, en el mismo periodo (1990-2012).

El Consejo de Estado aclaró: “No se posee un número preciso sobre la totalidad de acciones en el país, ya que estas son presentadas ante juzgados y tribuna-les, inicialmente, y al Consejo de Estado en segunda instancia. En consecuencia, no todos los procesos clasificados como imputación de responsabilidad por falla del servicio médico o responsabilidad médica se encuentran registrados. Ahora bien, la Relatoría del Consejo de Estado contiene un estimativo de las providencias en medio magnético, pero no la totali-dad de toda la jurisprudencia emitida por el Máximo Tribunal de lo Contencioso”. Lo que sí es ostensible es

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el incremento después de 1993, y sobre todo en los años 2010 y 2011.

Durante el III Simposio Internacional de Seguridad del Paciente —prácticas clínicas sin errores— realizado el 14 de marzo de 2012 en Bogotá, se planteó una cifra preocupante: de cada 100 pacientes, 10 sufren un “evento adverso” al ingresar a una institución de salud, y 90% de esos eventos habrían podido evitarse. Esto demuestra la alta incidencia de daños no intencionales que pueden producir discapacidad e incluso la muerte.

Cada institución tiene registros y cifras diferentes; por lo tanto, es difícil saber cuántas víctimas de falla mé-dica se presentan al año. Algunas personas demandan ante un juez, si lo que buscan es una indemnización económica; otras se quejan ante el Tribunal de Ética Médica de su departamento. Hay quienes mantienen silencio y su caso no es registrado.

El abogado Germán Humberto Rincón, catedrático en temas de salud y especialista en derechos humanos, sostiene que la tramitomanía de las empresas pres-tadoras de salud (EPS) ha dificultado el acceso a la salud y propiciado prácticas que están dentro y fuera del plan obligatorio de salud (POS). Lo explica con un ejemplo contundente: si un niño nace prematuro, se le debe hacer un examen para corroborar el estado de

Plantón en Famisanar, 8 de febrero 2013. Foto Manuela Bernal.

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su visión. En algunos casos se le debe dar un medica-mento para fortalecer su visión y evitar una posible ceguera. Inicialmente, esto no es una urgencia, porque la persona no se está muriendo, pero si el medicamen-to no está incluido dentro del POS, la EPS no está en la obligación de dárselo. “Y Colombia tienen montón de ciegos por eso”, concluye Rincón.

La impotencia de los médicos

Jorge Pulido, médico y abogado especialista en temas de salud, afirma que las fallas médicas no son tanto por negligencia, imprudencia o impericia, ni por falta a la norma, sino que el problema está en las EPS, pues el gobierno las dejó a cargo del Sistema de Seguridad Social, que terminó tercerizado; de ahí la reducción de tiempo y presupuesto, que va en menoscabo de la buena atención. “A estas instituciones, el Estado les dio el derecho de administrar la salud, y por ello no pueden violentar las normas que el mismo Estado promulgó. Entre las EPS siempre van a pelear por los clientes, pues saben bien que una aspirina que les vale $1, se la pueden vender al Estado en $1.000. Finalmen-te, todo se revierte en el Fondo de Seguridad y Garantía [Fosyga], casi siempre por debajo de cuerda”.

Liliana Salazar, médica de SaludCoop, sostiene que después de la Ley 100 aumentaron las fallas en el servicio porque “a uno le exigen tiempos, y la ley cada vez pone más trabas, pero no ve que detrás estamos los médicos, que no funcionamos como maquinitas, como ellos quieren”. Ella coincide con Pulido en que no existen buenas condiciones laborales para los profesio-nales de la salud, ya que el tiempo estipulado para las citas es de 20 minutos por paciente, lo que desmejora la atención y compromete la ética médica, pero garan-tiza rentabilidad a las EPS.

Como asesor legal de entidades de salud, Jorge Pulido cuenta su experiencia: “Sucedió en una EPS para la cual trabajé hasta finales del 2011: podría llamarla Negrecoop porque negrean a todo el mundo. Teníamos que trabajar 208 × 192; es decir, 208 horas de trabajo por 192 horas de pago. Las horas de más había que regalarlas a la EPS”.

¿Cuándo hay víctimas de un error?

El Tribunal Nacional de Ética Médica tiene una clasi-ficación de formas y momentos en los que se pueden presentar eventos, fallas o errores en la prestación del servicio. Algunos pueden ser intencionales, preveni-bles o simplemente producto de reacciones inevitables. No se puede generalizar que se trate de eventos de naturaleza intencional; por lo tanto, debe conocerse en qué casos hay mala prestación del servicio médico.

La Secretaría de Salud define evento adverso así: "Si-tuación involuntaria que produce daño, y se presenta durante la atención en salud (por ejemplo: caerse de la camilla)". Se considera evento adverso el daño que se ocasiona a un paciente y que no tenía antes de un procedimiento médico, y puede ser desde una lesión grave en cualquier parte del cuerpo, hasta la muerte del paciente. También está el daño no permanente, el cual puede ser tratado y no dejar secuela. El daño moral y psicológico queda muchas veces fuera del rango del evento adverso, pero no debería ser así. Los eventos adversos pueden ser involuntarios, pues se parte de la premisa de que ninguna persona del equi-po médico busca hacerle daño a un paciente. Pero no se puede descartar que haya intencionalidad, caso en el cual habría un acto doloso.

Otro componente del evento adverso es cuando existe daño fuera de la enfermedad por la cual se llevó a la intervención equivocada. El ejemplo clásico es el de la mujer que va a dar a luz a su hijo por cesárea, se realiza la incisión en el abdomen bajo, pero la herida se infecta debido a un error de procedimiento. Existen los eventos adversos evitables, relacionados con daños que habrían podido evitarse y que, de conformidad con el artículo 15 de la Ley 23 de 1981, obliga a los médicos a no exponer a sus pacientes a riesgos injusti-ficados. En estos casos es determinante pedir consen-timiento a los pacientes para aplicar un tratamiento médico o quirúrgico.

El caso contrario es el evento adverso no evitable, que se presenta cuando se causa daño un paciente sin intención, por lo cual no se considera error. El ejemplo específico es el de aquellas personas a quienes se les practica una cirugía a corazón abierto. Se sabe que es un procedimiento de alto riesgo y si como conse-cuencia el paciente sufre un paro cardiorrespiratorio y muere, difícilmente se puede probar que hubo error médico, ya que era previsible un desenlace fatal.

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Marcha contra la Ley 100 en Bogotá. Foto archivo Laura Castro (2010).

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El segundo caso es el error por acción o por omisión. El primero corresponde a cuando el personal médico, a la hora de hacer cualquier procedimiento o formulación, realiza algo indebido (por ejemplo, aplica una dosis su-perior de medicamento). El caso de omisión se da cuando el profesional de la salud debía hacer algo para que su paciente estuviera bien y no lo hizo, como no formular un medicamento a tiempo para evitar una infección.

Para las defi niciones anteriores, el Ministerio de Salud y Protección Social ha considerado las siguientes causales de error: cirugías o procedimientos cancelados por fac-tores atribuibles a una organización o a un profesional, pacientes con trombosis venosa profunda a quienes no se les realizan pruebas de coagulación, pacientes con neumonías en pediatría, cirugías en partes equivocadas, personas infartadas, pacientes con reingreso a servicio de urgencias por la misma causa, entrega equivocada de recién nacidos, fuga de pacientes psiquiátricos hospitali-zados, suicidio de internados o quemaduras por lámparas de cirugía, entre otros casos.

Los médicos hablan de sus errores

Desde su vivencia como médica de la EPS Saludcoop, Liliana Salazar plantea que hay ocasiones en las que se les ponen límites a los médicos en sus diagnósticos,

lo cual lleva a errores garrafales. Es el caso del médico al que no le dejan pedir algo que un paciente necesi-ta: “Si uno pide un electrocardiograma, lo llaman y lo regañan o incluso le pasan un memorando”, afi rma.

Para Jorge Pulido, el principal limitante de la profesión, además del origen de incontables errores, es el tiempo: una hora para ver a tres pacientes y en ocasiones hasta cuatro, es un despropósito. “En las EPS exigen un tiem-po, que se verifi ca a través de auditorías mensuales. El mejor médico, según este tipo de escalas, es el que logra cumplir los requerimientos; el otro es descalifi cado. Si usted se demora 30 minutos con su paciente, eso implica que va a ver solo dos pacientes por hora, quedando como un pésimo profesional”, manifi esta Pulido.

Hay preguntas que ya son frecuentes entre los usuarios del sistema: ¿por qué los médicos no ordenan exámenes a tiempo, sino que esperan hasta el último momento? Liliana Salazar responde: “El paciente solo espera a que uno pida un examen para hacer un diagnóstico, pero también existe la semiología y la clínica. Una hiperten-sión se puede diagnosticar solo examinando al paciente. Hay situaciones que no requieren exámenes”.

Denunciar un error médico

Cuando un paciente es víctima de un error médico o una familia pierde a un ser querido por causa de una falla médica, muchas veces no saben qué hacer para que los culpables paguen por el daño cometido. Se piensa en un proceso legal, pero muchos desisten porque ni siquiera saben cómo poner una tutela y así, por ignorancia, la mayoría de casos quedan en la impunidad.

El abogado Germán Humberto Rincón explica cómo denunciar una falla en el servicio médico: “Primero hay que presentar queja ante la Superintendencia de Salud, la EPS o la entidad prestadora de salud. No se requiere abogado. El paciente puede iniciar una inves-tigación y, dependiendo de los resultados, emprender una demanda civil o penal para el pago de perjuicios. La Superintendencia solo sanciona o multa a la enti-dad, pero es importante dejar claro que no obliga a indemnizar a las víctimas”.

La Superintendencia de Salud recibe las quejas por las siguientes vías: ofi cinas de atención a los usuarios, peticiones escritas, centro de atención telefónica que impulsa procesos de indagación, comunicaciones directas al chat de la Superintendencia o diligenciando los formularios que la entidad ofrece para recibir las quejas, además del mecanismo de la conciliación.

Según Dolly Sánchez, jefe de Comunicaciones de la Superintendencia de Salud, la conciliación permite que

Familiar de víctima encadenado frente a Famisanar.

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los usuarios puedan acceder a abogados expertos en temas de salud para resolver quejas frente a derechos vulnerados. La Superintendencia resuelve la mayoría de quejas en cinco días hábiles, durante los cuales se cita a la EPS o IPS, y esta debe responder, tanto a los usuarios como a la Superintendencia, por qué denegó un servicio o prestó una mala atención. Si el problema persiste, la Superintendencia puede sancionar, con posibilidades que van desde multas hasta el cierre de la entidad. La inci-dencia actual de EPS intervenidas es una buena muestra de que hay crisis y de que, a pesar de los incipientes resultados, el Estado tiene cómo intervenir.

El otro camino de defensa es la Asociación de Usua-rios, habilitada por la Ley 100 de 1993 para garan-tizar una mejor calidad en el servicio. Según Néstor Álvarez, delegado de la Asociación de Pacientes de Alto Costo en la Nueva EPS, el objetivo de ese grupo es fomentar el desarrollo de la participación social entre la ciudadanía para defender los derechos de los usuarios del sistema de salud.

La siguiente instancia es la Secretaría de Salud. En este caso también se inicia una investigación contra la EPS y, por lo general, se pide un concepto médico para establecer si hubo algún error u omisión. Si es así, esto le puede servir a la víctima como indicio de que hubo responsabilidad de la EPS, con el fin que pueda demandar para recibir una indemnización económica.

También existen otros procedimientos para que los usuarios del servicio médico puedan interponer sus quejas. Al Tribunal de Ética Médica se presenta una queja directa contra un médico específico, con la

perspectiva de que el solo hecho de presentar y trami-tar la inconformidad constituye una sanción para la persona demandada. Los presuntos implicados en un craso error médico son sometidos a una investigación hecha por los magistrados del Tribunal. Dependiendo de los resultados, el médico puede ser amonestado o suspendido de su ejercicio profesional; o puede ser exonerado. Esa es la competencia de este organismo, cuyos efectos no son judiciales, sino que regula aspec-tos propios de la medicina.

Otra alternativa de los usuarios es solicitar a la EPS una investigación interna sobre los hechos, por intermedio del Comité de Ética Hospitalaria (que por ley debe existir en todas las clínicas y hospitales), para que examine una queja contra el personal médico en general o contra alguien en particular. Según los resultados del estudio, la institución médica puede llamar la atención o suspender laboralmente a alguno de los implicados. Por tratarse de una investigación interna, tampoco suscita efectos judiciales.

Ya en los terrenos de la justicia, el primer camino es la denuncia ante la Fiscalía General de la Nación por el presunto delito de homicidio culposo o lesiones personales. Según lo que dispone la ley, la víctima tiene cinco años para demandar después de ocurri-dos los hechos. Se trata de probar que la persona que causó el daño no tenía la intención de hacerlo, pero debido a sus acciones u omisiones, el paciente falleció o quedó con una lesión irreversible. Este ente emprende una investigación con apoyo de un perito médico de Medicina Legal.

Marcha contra la salud (2010).

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Habitualmente, los procesos de naturaleza penal por estas causas terminan en pago de perjuicios, siempre y cuando la persona investigada sea sancionada. La víctima puede designar un abogado que esté al frente del caso, pero no es obligatorio contar con esta fi gura. Ahora bien, si la víctima o su familia buscan preferen-cialmente una indemnización económica, el camino correcto es entablar una demanda ante un juez. Si la acción es contra una entidad privada, la persona afectada debe dirigirse a un juzgado civil; si se trata de demandar a una entidad del Estado, el camino es llevar el caso ante un juzgado contencioso adminis-trativo. En cualquiera de las dos opciones, la víctima tiene dos años para demandar después de ocurridos los hechos, y es obligatorio tener un abogado.

En caso de que el juez falle a favor de la víctima, esta puede obtener indemnización por perjuicios mate-riales, computados con los años que dejó de producir económicamente una persona. También pueden darse pagos por perjuicios morales, por la afectación de una persona o de sus familiares.

El ranking de las quejas

Según la Superintendencia de Salud, en el primer semestre de 2012, 397 personas se quejaron por fallas en la ética médica; 32 manifestaron ser víctimas de un evento adverso y 4.189 presentaron quejas por descui-do o negligencia en el tratamiento, impericia médica, tratamiento equivocado, cirugías no consentidas, maltrato verbal por médico, diagnóstico equivocado y retraso en la atención, entre las más comunes.

Para abordar la crisis del sistema de salud, el 10 de mayo de 2012, a instancias de la Corte Constitucional, se realizó una audiencia pública en la que se aborda-ron temas como la negación a los pacientes de servi-

cios que están incluidos dentro del POS, la apropiación de cargas parafi scales por las entidades, el negocio del recobro de los medicamentos o la tercerización del trabajo en el sector salud. Estos y otros temas, con in-cidencias en costos y víctimas, llevaron a que la Corte pusiera en tela de juicio la efectividad y calidad de la salud que hoy están recibiendo los colombianos.

Esta audiencia pública fue el preámbulo a un publi-citado debate realizado el 22 de mayo de 2012 en la plenaria del Senado, en el cual quedó demostrado por qué crece el número de errores médicos y víctimas del sector salud. El Senador citante, Jorge Enrique Robledo, declarado crítico del sistema de salud, concluyó: “Hoy la Ley 100 no es para la salud de los colombianos, sino una ley para el negocio fi nanciero, en donde los geren-tes de las EPS, a fi nal de año, no hacen un balance de cuántas personas se curaron, sino de cuánta plata dio el negocio y cuánto sonó la registradora”. Y con cifras del llamado “carrusel de la salud” demostró que se trata de un sistema al borde del colapso, en el cual el 50% de los usuarios están en EPS intervenidas. “Aquí es más la gente que muere por la Ley 100 que la que muere por to-das las violencias que desgraciadamente nos martirizan”, concluyó el senador Robledo.

Ley sancionatoriaPara que la indolencia del sistema o de ciertos profe-sionales sea sancionada, cursa el proyecto de ley 050 del 2012 de omisión o denegación de urgencias en el servicio de salud. Marco Niño, asesor del proyecto del senador Guillermo Santos, cuenta que al hacer la in-vestigación preliminar asumía que el Tribunal de Ética hacía bien su labor. Hoy manifi esta que cuando en el 2010 solicitó cifras a la institución para saber cuántos médicos habían destituido o sancionado en los últimos cinco años, se enteró con sorpresa de que no había sido sancionado ni un solo médico.

El periodista Ignacio Greiffenstein, quien ha venido documentando situaciones críticas de atención médica en instituciones públicas y privadas de salud, ratifi -ca que hoy es nula la actuación del Tribunal de Ética Médica, porque siempre tiene la excusa perfecta de que se cumplieron los protocolos. “El protocolo es que si no tenía temperatura no hubo procedimiento. Hay falta de sensibilidad y los médicos se condicionan a actuar según lo que está escrito, pero no por lo que ven o sienten”.

No hay mecanismos claros para que los médicos respon-dan por casos de errores en sus procedimientos. Existen los tribunales administrativos y cada día hay más sen-tencias de reparación directa que obligan a indemnizar a víctimas de la atención médica, pero los errores indivi-duales poco se castigan. Es un debate a corazón abierto.

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“El protocolo es que si no tenía temperatura no hubo procedimiento. Hay falta de sensibilidad y los médicos se condicionan a actuar según lo que está escrito, pero no por lo que ven o sienten”.

No hay mecanismos claros para que los médicos respon-dan por casos de errores en sus procedimientos. Existen los tribunales administrativos y cada día hay más sen-tencias de reparación directa que obligan a indemnizar a víctimas de la atención médica, pero los errores indivi-duales poco se castigan. Es un debate a corazón abierto.

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Salud(( ))

Texto: Eliana Samacá Salamanca [email protected]

Fotos: Cortesía de David Curtidor

la historia detrás de la pancartaAmaranta,

{El caso de Amaranta, una niña de ocho años de edad fallecida en agosto de 2012, se ha vuelto emblemático, no por la resonancia que tuvo en los medios de

comunicación, sino porque su familia y la comunidad indígena nasa buscan justicia, ya que ella habría podido salvarse si hubiera recibido la atención médica adecuada.

Frente a la clínica Cafam de la calle 51 con carrera 16 de Bogotá, hay un plantón silencioso. Se ven personas de todas las edades sosteniendo claveles blancos y pan-cartas con un mensaje: “¡Amaranta vive! El lucro en la salud mata más colombianos que la guerra”. El organiza-dor es David Curtidor, padre de la niña fallecida.

Ese martes 13 de noviembre de 2012, a las 10:00 de la mañana, se sumaron por igual motivo Gerar-do Forero y Lizeth Villamil, padres de Ana María, la bebé de 11 meses fallecida el mes anterior en la misma clínica. Efraín Osorio también llevó un cartel con la foto de su esposa Shirley, que murió con ocho meses de embarazo. La familia Curtidor Piñaque —David, Fabiola, Juan David y Violeta— aparecieron con su pancarta. Todos se pusieron cita esa mañana

como víctimas de la EPS Famisanar. Lo único que quieren es que los culpables paguen. El dinero no puede devolverles a sus hijas o a su esposa y por eso prefieren que haya sanciones drásticas para que no se repitan sus historias.

Amaranta tenía ocho años. En sus venas corría sangre indígena, pues pertenecía a la comunidad nasa del Cauca, y hablaba perfectamente tanto el español, como su nasa yuwe. Ella sintió el peor dolor de cabeza de su vida el 2 de agosto de 2012. Llegó de la nada y se fue con él hasta la tumba, una semana después, el 9 de agosto. Un inofensivo dolor que los médicos asociaron a una sinusitis o a una meningitis, pero por falta de una tomografía axial computarizada (TAC) no se hizo el diagnóstico correcto: derrame cerebral.

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El 2 de agosto, Amaranta tuvo salida de campo en su co-legio, la Escuela Pedagógica Experimental. El 3 se levan-tó como si nada, despertó a Violeta, su hermana de seis años, se fueron al colegio, y al llegar sintió un fuerte dolor de cabeza. Llamaron a su papá para que autorizara darle acetaminofén. David creyó que se trataba de algo pasajero, que quizá estaba insolada por la salida del día anterior. Dijo que sí y esperó que todo fuera un percance fugaz. Pero al regresar a casa el dolor persistía.

Todos pensaban que era una gripa con fiebre y ma-lestar. Le dieron gotas de acetaminofén y se durmió. A medianoche se despertó con mucho dolor. Sus padres la llevaron a la clínica de Cafam, de la calle 51 con carrera 16, el día 4 de agosto a las 7:00 a.m. Cincuenta minu-tos después llegó al servicio de urgencias, donde fue valorada y se concluyó que todo era normal. El dolor de cabeza intenso, la fiebre y las náuseas no alarmaron al médico general de turno, Luis Armando Quecan.

Le aplicaron dipirona y mostró una leve mejoría. A las 9:41 a.m. le dieron salida y le dijeron que volviera si el dolor persistía. Ese día, Amaranta y Fabiola, su mamá, pensaban viajar al Cauca porque la abuela esta-ba enferma. Pero al ver las dolencias de su hija, llamó a su médico tradicional y este le sugirió que no la llevara porque se trataba de una enfermedad occiden-tal. David y su hija fueron a la terminal de transporte a despedir a Fabiola.

Sin imaginar que sería la última vez que se verían, se fundieron en un abrazo, y Amaranta le dijo: “Ve tranqui-la que yo voy con Diosito, dile a mi abuelita que se recu-pere”. Doce horas después, Amaranta regresó a urgencias. El dolor de cabeza empeoró y tuvo vómito. David llevó a su hija a la misma clínica con la esperanza de que le die-ran una solución, pero Dercy Moreno, médica de turno, apenas escribió en la historia clínica que era una simple cefalea y que no había daño neurológico aparente.

Esa noche, Amaranta no paró de quejarse. El domingo, a las 9:47 a.m., el médico general Alexánder González se aventuró a dar un diagnóstico. Según él, Amaran-ta tenía sinusitis aguda y dolor de cabeza por efecto secundario. Esa mañana, la niña amaneció desganada, pero su papá estaba confiado en que por fin sabría a qué se debía el dolor de su hija. “Confiaba en que eran especialistas, que conocían su oficio, no tenía por qué desconfiar de su criterio profesional”, afirma.

A las 4:17 p.m., el dolor de cabeza no cedía, y la hos-pitalizaron. Una hora más tarde le hicieron un examen general, y González mantuvo el mismo diagnóstico, pero por primera vez pensaron que lo mejor era tomar-le una tomografía cerebral o TAC. Según David, su hija, desesperada por el dolor, “gritaba, se botaba al piso,

se revolcaba de desespero, no soportaba nada. El propio doctor González la recogió del piso y le habló para que se calmara”, relató.

David permanecía tranquilo porque estaba en la clínica y su lógica le decía que todo iba a salir bien. A la 1:00 a.m. del 6 de agosto, Amaranta se orinó y las enfermeras se preocuparon más por la limpieza que por el signo de alarma. La niña había perdido su control de esfínteres. David recuerda que fue grosera con las enfermeras y él le pidió que se disculpara. Ese recuerdo lo taladra: con un sentimiento de nobleza y resignación extrema Amaranta pidió perdón.

A las 3:45 a.m. Amaranta convulsionó. David recuerda que torció sus manos hacia adentro, el cuerpo se puso rígido, los párpados adoptaron una extraña posición, sus labios se llenaron de espuma. Al ver la escena, su papá se alarmó, informó a las enfermeras, pero esa crisis tam-poco significó para los médicos un síntoma de alerta. En el registro quedó escrito que Amaranta sufrió movimien-tos tónicos por unos segundos, es decir, que convulsionó y que además tuvo relajación de esfínter.

Desde ese momento el inofensivo dolor de cabeza em-pezó a hacer estragos. A las 8:21 a.m., Amaranta, con fiebre, ya no respondía a ningún estímulo. Se le diag-nosticó meningitis. Por orden del médico pediatra, Darío Abadía, la entubaron. Debía ser trasladada de urgencia a una unidad de cuidados intensivos, pero solo hasta las 11:30 a.m. hubo cupo en la Clínica Infantil Colsubsidio de la calle 67. David cuenta con indignación que la ambulancia tenía problemas con sus equipos.

Solo hasta la 1:00 p.m. le tomaron una TAC, pero ya era demasiado tarde. El dolor de cabeza de seis días cumplió su cometido. Amaranta había sufrido un acci-dente cerebrovascular y solo la salvaría un milagro. El miércoles 8 de agosto a la madrugada, Fabiola llegó a ver a su hija y la encontró inconsciente. Nunca quiso dejar solos a sus hijos y se sentía mal por haber dejado a Amaranta. David agrega que a él le preocupaba, más que su dolor, el de Fabiola, porque ella había dejado a la niña bajo su cuidado y pensaba: “Ahora con qué le salgo a Fabiola”.

Esa mañana los resultados de la TAC fueron revelados a sus padres. El examen dejó ver graves daños en el ce-rebro de su hija. A las 8:00 p.m., el médico les informó que no había nada que hacer. El deterioro de los signos vitales causó daños irreversibles, pues el oxígeno dejó de llegar a su cerebro. El médico recomendó apagar el ventilador mecánico que la mantenía con vida. Sus padres estuvieron de acuerdo. A las 12:20 a.m. del 9 de agosto, Amaranta se despidió de la vida, de sus sueños, en especial el de ser presidenta de Colombia.

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Amaranta no recibió la atención médica adecuada y David cree que ella habría sido mejor atendida en la EPS de la Asociación Indígena. “Desafortunadamente, estaba en el régimen contributivo, pagando”, sostiene, y se siente ofendido por los médicos. No entiende por qué no le dijeron que su hija necesitaba ese examen, y piensa que si en la institución no lo querían hacer, debieron decírselo, porque él tenía las posibilidades económicas para pagarlo en otra parte.

Amaranta signifi có una dura pérdida para sus padres y para su comunidad. Aunque siempre muestra fortaleza, a David se le quiebra la voz en ocasiones y se lleva las manos a la cara recordando que su hija era una líder en potencia: a su corta edad, era una niña liberada y la había criado así, sin temor a nada ni a nadie, porque sentía orgullo diciendo que su hija no era un ser obe-diente. La comparaba con Amaranta de Cien Años de Soledad, pues así quería que fuera en el futuro.

Mientras repasa sus fotos y videos, sus ojos se llenan de lágrimas y agrega: “Nadie lo sabía, pero Amaranta era mi consentida”. Su refugio son esas imágenes de todos los momentos: cuando despertaba, cuando comía o jugaba, cuando hablaba del ratón Pérez o irradiaba alegría para todos los que estaban a su alrededor. Sobre todo, su hermana Violeta, a quien despertaba en las mañanas para ir al colegio, y luego la cargaba en su espalda como su mamá auxiliar.

David se mantiene en pie de lucha para probar el error médico que llevó a la tumba a Amaranta, aunque por sus creencias, también sabe que Amaranta vive, que no ha muerto, que trascendió a una nueva vida, no de la manera que todos habrían querido, pero que tiene la certeza de que su muerte no quedará impune.

El caso fue expuesto ante la Secretaría Distrital de Salud, que investiga bajo reserva y, por lo tanto, no puede dar ninguna declaración. La EPS implicada, Famisanar, se abstuvo de hablar por ausencia del dictamen legal, porque, aunque se tienen los resulta-dos de la necropsia, falta el dictamen de patología que puede determinar si hubo falla médica.

Hoy su rostro es imagen de una campaña ciudadana para que no mueran más niños por fallas médicas.

De plantón en plantón

La clínica Cafam de la calle 51 y la EPS Famisanar han sido protagonistas en los últimos escándalos por los llamados “eventos adversos”. Amaranta Curtidor, de 8 ocho años de edad, murió allí el 9 de agosto de 2012; Ana María Forero, de 11 meses, falleció de meningitis bacteriana el 23 de octubre de 2012 en el mismo lugar. Shirley Alvarado murió el 3 de octubre del mismo año, con ocho meses de embarazo. Las tres fueron atendidas por Famisanar, empresa a la cual los familiares de ellas culpabilizan por negligencia.

El dolor y la necesidad de hacer justicia llevó a David Curtidor, padre de Amaranta, a buscar a las familias víctimas de la EPS e invitarlas a unirse a la causa. El 13 de noviembre de 2012, David Curtidor, Fabiola Piñacue, Juan David y Violeta Curtidor, con el respaldo de la Organización Nacional Indígena de Colombia, convocaron al primer plantón silencioso enfrente de la clínica Cafam de la calle 51. En el evento participaron Gerardo Forero y Lizeth Villamil, padres de Ana María, y Efraín Osorio, esposo de Shirley.

Desde esa fecha las familias han continuado con los plantones, tanto en la clínica de la 51, como en el Ministerio de Salud y Protección Social y en la Clínica Ciudad de Roma, donde se le prestó el mal servicio a Shirley.

En el caso de Amaranta, Cafam envió el 13 de noviembre de 2012 un comunicado a la familia y a los medios de comunicación en el cual hace un recuento de la historia clínica y concluye: “Cafam considera pertinente dejar en claro que Amaranta recibió en nuestra institución la atención médica correspondiente al nivel de complejidad del servicio que requirió, basada en la aplicación de las guías de manejo médico y las normas sobre accesibilidad de los servicios de salud […]. Cafam reitera los sentimientos de condolencia a la familia de Amaranta y a la Organización Nacional Indígena de Colombia”.

El último plantón fue el 8 de febrero de 2013 en la sede principal de Famisanar, en la calle 78 a la altura de la carrera 13. El secretario de Salud, Guillermo Alfonso Jaramillo, habló con El Espectador, según la nota del periódico titulada: “No estamos derrotados”. El funcionario anunció que la entidad ya formuló pliego de cargos a Famisanar, a la IPS Cafam en la calle 51 y a la Alianza de Ambulancias Médicas S.A. En cuanto al caso de Amaranta, señaló que se avanza en la investigación y se ha citado a los implicados a responder al pliego de cargos.

En cuanto a la sanción, el secretario declaró al diario: “Nosotros tenemos unas multas al respecto y si vemos que hubo alguna falla desde el punto de vista profesional dirigimos la multa hacia el profesional o los profesionales respectivos. La multa a veces es de $1 millón o $2 millones. Para mí son medidas muy suaves. Necesitamos sanciones más fuertes”.

Por su lado, el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses dio a conocer el resultado de la necropsia de Amaranta y dictaminó que el encéfalo tenía un aumento de peso, se evidenció un hematoma subdural y un edema cerebral. El informe concluye que la causa y la manera de la muerte están en estudio.

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Texto: Juanita Escallón Vicaría [email protected]

Fotos: archivo familiar

bailarina a su aireValeria,

{El temperamento alegre, las manifestaciones desmesuradas de afecto y el histrionismo de Valeria

cautivan el corazón de quienes la conocen. Ella es la prueba de que las personas con discapacidad cognitiva pueden alcanzar una

relativa independencia siempre y cuando tengan condiciones afectivas y económicas.

]DIVINO

rostro[+

Como todas las navidades, en la del 2002, el Ballet Anna Pavlova presentaba una obra en el Teatro Colón. Martha Pérez, junto con 30 niñas de cuatro años de edad en promedio, había montado El mundo mágico de los cuentos para presentarse ante un público exigente. Tan pronto la música empezó a sonar y las niñas a bailar, una pequeña vestida de ratón, no muy coordinada, pero feliz, sobresalía en el escenario. Cuando la obra terminó, el telón bajó unos segundos para que las bailarinas se organizaran y pudieran saludar con una venia. Valeria no pudo resistirse y asomó la cabeza antes de tiempo. El público, emocionado, la aplaudió de pie.

Valeria es la única hija de Nancy Serna y Hans Charry y tiene síndrome de Down. Nació el 19 de junio de 1996, un mes antes de lo esperado. A pesar de su condición, ella no se siente diferente, y nadie la ve así. Hace ballet, gimnasia rítmica, vaulting y natación, va a un colegio “normal”, está trabajando en su propia empresa y es tan independiente como sus primos y compañeros de colegio.

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Nancy y Hans estaban en Cajicá visitando a los abuelos paternos de Valeria cuando se anticipó el parto. Nancy recuerda que se sentía mal desde que llegaron, y decidió acostarse. Como siguió enferma, la ginecóloga les aconsejó ir de inmediato a la clínica. A las diez de la mañana llegó a la Palermo y a la una de la tarde terminó el parto.

Apenas abrió los ojos, la doctora que la recibió notó la condición de síndrome de Down de la bebé. Hans, que es médico, también lo supo y decidió que nadie se entera-ría hasta que él lo considerara oportuno. Las enfermeras se la llevaron,la examinaron y arreglaron para llevársela a Nancy. Ella la recibió con un abrazo enorme, sin darse cuenta de nada. La abuela materna entró a conocerla y se concentró en encontrarle parecidos a todos los miem-bros de la familia. Era una niña muy pequeña; medía apenas 47 centímetros y pesaba 2.400 gramos, pero estaba perfecta de salud.

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En la fiesta de disfraces del 2012.

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Al segundo día, Hans entró al cuarto a darle la no-ticia a su esposa: “Vengo a decirte algo hermoso que ha sucedido en nuestras vidas, Valeria es un regalo de Dios… y nació con síndrome de Down”. Nancy rompió en llanto, llena de miedo. Ella asegura que la fortaleza de su esposo la ayudó a enfrentar la situación. Sabía que se le venían situaciones difíciles y que tenía que ser fuerte para educar a una niña independiente. “Afortunadamen-te, mi marido es una muy buena persona y se desvive por Valeria. Si yo le digo que tiene que bajar esa estrella para que ella esté bien, él la baja”.

La primera decisión que tomaron tras salir de la clínica fue ir a vivir a Cajicá para darle a Valeria una vida tran-quila, un aire más puro y un paisaje bonito. El cuarto de Valeria no era como el de cualquier bebé. No estaba pintado de rosa, decorado con peluches y con una cuna enorme y acolchonada. Apenas tenía colchonetas en el piso, espejos en todas las paredes y barras pegadas a menos de medio metro del piso. Parecía un salón de baile. La habitación estaba dispuesta para que la bebé se desarrollara de la manera más cómoda. “Cuando se que-daba dormida ahí en las colchonetas, yo iba y le ponía una cobijita y la dejaba ahí”.

A los 10 días de nacida, Valeria entró a la Corporación Síndrome de Down. Allí recibió en las mañanas dife-rentes terapias que reforzaban en su casa. En la tarde descansaba en casa de su abuela mientras sus padres tra-bajaban. Nancy es administradora de empresas y geren-cia la clínica de cirugía plástica de su esposo, cirujano plástico. En la noche, recogían a Valeria y emprendían camino a Cajicá. “Los tres años que vivimos allá fueron muy buenos para Valeria; el aire fresco le ayudó a desa-rrollar bien sus pulmones y su corazón, y hasta hoy no ha tenido ninguna complicación médica”, cuenta Nancy.

Durante los tres años que vivieron en Cajicá, Valeria asistió a la Corporación. Su estadía ahí fue provechosa, pero tenía problemas de convivencia que las profesoras no supieron manejar. Era una niña inquieta, desbordaba alegría e hiperactividad, resultado de la libertad y del amplio espacio para moverse y experimentar que tenía en su casa. Solía halarle el pelo a todo aquel que se le acercara. Era una maña difícil de quitar, pero no era gesto de maldad.

El problema es que en la Corporación trataban a Valeria como el “demonio” del salón y no entendían que era una niña inquieta y feliz. Cuenta Nancy que en el mismo salón de Valeria había un niño con parálisis cerebral al que ella molestaba igual que a todos. El niño empezó a cambiar notoriamente, se volvió retraído y las profesoras culparon a Valeria. Según el diagnóstico médico, la cau-sa de su trastorno era el cambio en su medicación, no Valeria. En esos días, cuando fue al colegio, Nancy fue

testigo de una escena incómoda: la profesora, desespe-rada con la indisciplina, decía a los niños del grupo que si no se callaban, les llevaba a Valeria Charry. Ese fue la razón por la que Nancy sacó a su hija de la Corporación.

La entraron a un jardín infantil y luego al colegio para que aprendiera, como cualquier niño, a comportarse en comunidad. El reto era grande, pues iba a estudiar con niños de su edad sin ninguna discapacidad. La fonoaudióloga les recomendó el colegio Liceo Boston, ubicado en Suba, al occidente de Bogotá. No era fácil en esa época encontrar un colegio que tuviera políticas de inclusión, pero Nancy y Hans lo consiguieron. Aunque no tenían experiencia, el rector de la época aceptó la responsabilidad con la condición de que los padres de Valeria asumieran el pago de la tutora.

El colegio desarrolló plantillas para que Valeria traba-jara durante las clases a su ritmo. Desde prekínder ha estado con los mismos compañeros de clase, ahora está en octavo y es la adoración de su curso. Diariamente se turnan entre todos para acompañarla y asegurarse de que esté bien, de que nadie se burle de ella o la intimi-de. Ella es una más del grupo, nadie la trata de manera diferente. Todos los días tiene asesoría con su tutora de 8:00 a 11:00 de la mañana para trabajar temas que se le dificultan. Almuerza con sus compañeros y recibe las clases de la tarde sola. A las 3:00 p.m. toma el bus que la lleva a su casa, abre con sus llaves y se dedica a sus cosas. La independencia que ha conseguido es fruto de

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La pequeña Valeria de uniforme.

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la confianza de sus papás. “Yo confío en la persona que eduqué porque sé que hice una buena labor. Todos los días llega a la casa y llama a la clínica a avisar que llegó. Yo vivo tranquila porque sé que ella se puede defender solita”, dice Nancy, quien recibe con gusto las múltiples llamadas que les hace su hija.

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— Valeria: flex, punta, pie. Descansa… Punta y pasé… Media punta, flex, pasé.

Así transcurre una hora de ensayo de Valeria en la academia de ballet de Anna Pavlova. Allí asiste desde los cuatro años y, aunque no tiene la mejor coordina-ción, su elasticidad, entusiasmo, ritmo y concentración la hicieron ascender al grupo de “las grandes”, las que reciben clase con la maestra Ana Consuelo Gómez Caballero, dueña de la Academia. Y no hay padres más orgullosos que Nancy y Hans en las presentaciones decembrinas del ballet porque a la salida, Valeria es la más felicitada y fotografiada.

Cuando era una bebé, la abuela, las tías y las amigas de la familia se la turnaban para alzarla y bailaban con ella por toda la casa. Fue la abuela quien decidió que quería que su nieta fuera bailarina, y a pesar de que Nancy le dijo que ninguna bailarina tenía síndrome de Down, ella se dedicó a llamar a cuanta academia encontró en

el directorio telefónico. En Anna Pavlova nunca habían recibido a una alumna de esta condición, pero estaban dispuestos a intentarlo.

Carolina Ramírez, actriz de La hija del mariachi, la recibió la mañana de la audición. La niña se presentó y su desparpajo y alegría enamoraron a Carolina, quien se aventuró a aceptarla y entrenarla tres días a la semana. Ese mismo año se presentó en el Teatro Colón y fue la sensación del espectáculo.

La niña lo sabe y se esmera por no perder la atención de sus compañeras de baile, las mamás y las profe-soras. Las integrantes de su grupo no superan los 25 años y son las mejores amigas de Valeria. Asisten a todas las fiestas que ella celebra, porque le encanta festejar todo; no para de bailar en toda la noche, como si tuviera un motor incorporado. Aunque este año cumple 16, quiere hacer la fiesta de 15 que no hizo el año pasado, con vestido largo y vals con su papá, a quien está entrenando hace un tiempo. Cabe aclarar que sí hizo fiesta de brujas, entre muchas otras celebraciones, para las cuales su madre alquila salones comunales donde puede, porque Valeria ama las mini-tecas con toda su parafernalia de luces.

Además del ballet, desde hace cuatro años Valeria practica gimnasia rítmica tres veces a la semana en la

Valeria, gimnasta estelar.

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Valeria gimnasta

academia Rusalka, fundada por dos gimnastas rítmicas rusas, medallistas mundiales. Llegaron a Colombia para entrenar talento joven que pueda representar al país en eventos mundiales. Están enamoradas de Valeria y disponen de todo el tiempo y la paciencia para hacer de ella una experta en este arte. Tiene la ventaja de la fl exibilidad y facilidad para moverse que le ha dado el ballet, pero necesita moverse al mismo ritmo de todas. Con ella practican también mujeres no mayores de 26 años, quienes la ayudan y consienten.

Ensaya seis días de la semana: lunes, miércoles y viernes, ballet; martes, jueves y sábado, gimnasia. A diario se quita el uniforme del colegio para ponerse una trusa que le marca su cuerpo. Se recoge su largo pelo rubio —casi color mantequilla—, se cuelga la maleta al hombro y sale a ensayar. Disfruta mucho el rato en cada academia, pero nada es más emocionante que llegar a la casa, ponerse la piyama y encerrarse en su cuarto a bailar.

A propósito de este gusto por bailar, Nancy recuerda un evento que causó la envidia de muchas mujeres: “Estábamos en el concierto de Shakira y, por la condición de Valeria, nos pasaron a la primera fi la, junto a los hijos del alcalde. Al fi nal, muchas niñas se acercaron a ofrecerme plata por la camisa del cantante de Train, el grupo telonero, porque el muchacho se quitó la camisa, la fi rmó y se la regaló a Valeria. Esa noche también le permitieron tocar la guitarra del guitarrista de Shakira”.

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Con tanto estímulo y atención, Valeria se ha convertido en una persona independiente y capaz de valerse por sí misma en muchas actividades cotidianas. Incluso, ha viajado sola a Manizales varias veces, y también se ha quedado con su papá a cargo por varios días. “Mi único miedo en la vida es faltarle; yo sé que ella es muy capaz de todo, pero me da pánico no estar ya más para ella”.

Para darle independencia económica, sus papás le están montando un negocio de trabajos manuales. Trajeron de Estados Unidos 80 troqueles diferentes que le permiten a Valeria cortar el papel en mil formas y crear diversos productos. Los troqueles son especiales y no tienen ni una sola cuchilla, lo que asegura su integridad física. Hace cajas de todos los tamaños, tarjetas de invitación para diversos eventos, muñe-cos decorativos para cartas, sobres, entre otros. Con estas herramientas Valeria podrá, a largo plazo, ganar su propio dinero. Para ella esto no es un trabajo, es sentarse a hacer “magia, magia”, como dice. El ballet la ayudó a desarrollar su motricidad fi na, así que los productos fi nales son perfectos. Su trabajo es tan bue-no que sus papás quieren montarle un local.

Como es lógico a su edad, Valeria está enamorada de artistas y cantantes. Es fan número uno del grupo estadounidense One Direction, junto con su amiga de toda la vida, Angélica. Durante el mes de noviembre participó en un concurso que organizó la emisora local Los 40 Principales para llevar a una pareja de fanáticas a Nueva York y poder conocerlos. Debían realizar un video con algunas especifi caciones para ser las ganadoras; Angélica fue la productora y Valeria, la protagonista. Con el video que presentaron avan-zaron a la segunda ronda y, fi nalmente, ocuparon el noveno lugar. No pudieron conocer al grupo ese año, pero Valeria no pierde la esperanza. De Navidad pidió el último CD del grupo. Cuando alguien le pregunta por el bolso que lleva terciado, con la fotografía de sus ídolos, sacude su melena rubia y posa como si fuera a presentarse en el nuevo reality de baile, La Pista.

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}Colonias

Texto y fotos: Constantinos Papailias O. [email protected]

Griegos en la Atenassuramericana

{A más de 10.000 kilómetros de su país, una pequeña colonia de griegos se ha adaptado a Bogotá, la otrora Atenas suramericana, como si fuera su

polis. Salvo por la dificultad de pronunciar los apellidos, la ciudad ha acogido su comida, su arquitectura, su religión y su filosofía de la vida. Una crónica

contada por un ateniense, de padre griego y madre tolimense, con cuatro años en la capital.

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Georgia, la embajadora

Georgia Kaltsidou nació en 1961 en la segunda ciudad más importante de Grecia: Tesalónica, ubicada en el norte del país y que hoy cuenta con un millón habitantes aproximadamente. En 1984, luego de haber compartido en Alemania con españoles y una amiga boliviana, llegó a Bogotá, haciendo realidad su sueño de conocer Suramérica y vivir en un país de habla cas-tellana, idioma que siempre la cautivó. El clima bogo-tano y la vida metropolitana no estaban tan alejados de su país y se dejó llevar por los encantos criollos.

Al año y medio de su llegada a Bogotá, Georgia se contactó con el primer compatriota y por medio de él accedió a los demás helenos residentes en la capital colombiana. Alexis Maraveyas, dueño de un café en el sector de Chapinero, fue quien tejió los vínculos de su comunidad. Su café se convirtió en el ágora donde los griegos contemporáneos organizaban tertulias. Georgia cuenta que se reunían al término del día, compartían sus experiencias y hablaban en su idioma natal.

Hoy en día, Georgia, le rinde tributo a su país de origen. Tienes tres hijos: Akiles, Sofía y Odiseo; dos perros: Zeus y Apolo, y se ha convertido en embajado-ra ad honorem de los griegos en Colombia. Es la encar-gada de hacer circular la información sobre la colonia en este país, organiza eventos —como la celebración del 28 de octubre, cuando los griegos conmemoran su entrada a la Segunda Guerra Mundial, combatiendo contra los italianos—, el 25 de marzo, cuando con-memoran el grito de independencia de 1821 contra el Imperio Otomano, y el ritual de fin de año. Georgia es quien lleva las cuentas, la información y el contacto con los griegos que han pasado o siguen en Bogotá.

Georgia es reconocida no solo por convocar a los griegos de Bogotá, sino que sus amplios conocimien-tos de filosofía, música, cultura y mitos helenos le han permitido entrar en los recintos universitarios y ser insignia en círculos de seguidores del helenismo. Por ello, al entrar en su casa, ubicada en el norte de Bogotá, sobresale el piano que sus hijos interpretan con excelencia y las pinturas de personajes famosos de la historia de la humanidad. En una pared se aprecia un cuadro del Partenón, monumento que nos recuerda la importancia de Grecia en la Antigüedad.

Georgia es escritora y ha publicado artículos, conferen-cias y cuentos en revistas nacionales e internacionales; traduce textos literarios y acaba de publicar su primera colección de poemas escritos en griego y en castellano, titulado Destellos. En el 2008 fue condecorada por el gobierno griego como Embajadora del helenismo.

Es así como en la ciudad que a finales del siglo XIX re-cibió el epíteto de “Atenas de la América del Sur” por el humanista español Marcelino Menéndez Pelayo, de-bido a su cultura literaria, habita una griega erudita.

Griegos atraídos por las musas colombianas

Como musas, las mujeres colombianas cautivaron el corazón de los griegos, que al igual que los hombres de Odiseo en la popular obra de Homero, quedaron atrapados por los encantos de la belleza colom-biana. Así le sucedió a Pavlos Voidonikolas, padre de Panagiotis, dueño del restaurante griego más original que se puede encontrar en la ciudad: Opa. “Opa nació en junio de 2008 en un local bastante limitado. Con el pasar del tiempo, la clientela fue llegando y logramos crecer. Era una idea de poner un sitio de comida rápida griega y ofrecer un sabor lo más cercano posible al original”, dice Panagiotis, quien asegura que aunque colombiano de nacimien-to, disfruta mucho cuando habla griego y visita el país de su padre para ver a la familia y deleitarse con los sabores de la cocina griega.

Georgia Kaltsidou, experta en cultura helénica.

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La idea de Opa le llegó en un momento de desorienta-ción. Estaba terminando sus estudios de administración de empresas en la Universidad de los Andes, pero no se veía trabajando con traje y corbata en alguna multina-cional. Los amigos que lo habían acompañado en varias ocasiones a Grecia para vacaciones, le sugirieron que pusiera un restaurante de gyros en Bogotá. Luego de trabajar por un tiempo en un restaurante en Grecia, volvió a Colombia y con la experiencia adquirida montó el primer Opa Gyros en la calle 90 con carrera 14, que ofrece a diario una comida rica, nutritiva y saludable.

Otro griego atraído por las musas fue el empresario Demóstenes Despiniadis o, como a él le gusta que le digan, ‘Monster Despiadado’. Al preguntarle qué lo trajo a Colombia, responde: “La inmigración del amor”. Además de dedicarse a los negocios de tecnología, se preocupa por el medio ambiente. Como hombre del mar, lidera un proyecto para construir arrecifes artificiales en Santa Marta y proteger la biodiversidad del océano. Esa ciudad se le parece a una isla griega. Cuando el tiempo lo permite, viaja y recarga sus bate-rías a orillas del mar.

En septiembre de 2012, en el Hotel Morrison, al norte de Bogotá se inauguró Teo Estiatorio (esta última palabra significa ‘restaurante’ en griego). Theofilos Lykos, más conocido como Teo, nació y creció en Atenas. Su restaurante ofrece diferentes picadas (poikilies) de mariscos o el mpifteki, que es carne molida, al estilo de las albóndigas. De entrada se pueden pedir las tradicionales pitas, empanadas o pasteles, en sabores de espinaca o queso (spanakopita y tiropita, respectivamente). Si se quiere una comida ligera de sabor mediterráneo, se puede pedir jtapodi ksidato, pulpo en vinagre o vino con tomate. Para postre, Teo ofrece el tradicional yogur griego con miel o para comensales refinados que buscan una prueba de la repostería casera tiene galaktomoureko (pastel de hojaldre con vainilla) y karidopita (pastel de nueces), ambos mojados con miel.

Un consulado no tan heleno

Curiosamente, el cónsul griego solo tiene de europeo el nombre de su hermano, Virgilio, aunque es un nombre que proviene del latín, idioma que junto con el griego antiguo, dio origen a muchos de los idiomas del mundo actual. Se trata de Alberto Barco Vargas, hermano del expresidente, quien se acompaña del vi-cecónsul, Dimitris Hristodoulopoulos, pediatra, encar-gado de todos los trámites que se requieren con el país heleno, con ayuda de la traductora Georgia Kaltsidou.

Colombia ha recibido a los griegos con afecto. Hace una década, Bogotá llegó a tener 120 griegos

Arriba: sede de Uniandes, edificación estilo neoclásico.

Abajo: Atenea en la Biblioteca de la Universidad Nacional de Bogotá.

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registrados. Pero actualmente, según Georgia, sus reuniones no superan las 20 personas.

Y aunque pocos, no faltan los artistas y científicos. Athina Odapazoglou, quien firma como Athina Odapas, es una reconocida artista griega que lleva largo tiempo en Bogotá, y junto con Toya González Hristodoulo-poulou, la esposa de Dimitris Hristodoulopoulos, ha realizado varias exposiciones de pintura inspiradas en el paisaje de Grecia.

María Kavoura, isleña griega, vive en Bogotá desde hace más de una década y solo espera que su marido colombiano se pensione para radicarse en Santa Marta, cerca al mar, que aunque no es el Egeo, lo evoca. María trabaja desde hace siete años en la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá, donde dicta clases de literatura y humanidades. Su pasión siempre fue estudiar la litera-tura latinoamericana y eso la llevó hasta Argentina, para luego llegar a Colombia y quedar “atrapada”.

Spiros Stathoulopoulos, reconocido internacionalmen-te por películas como Meteora y Nekropolis, llegó a Colombia a los ocho años de edad y vivió durante una década en la capital colombiana, antes de irse a pres-tar servicio militar en su país natal. El director heleno vive hoy en Los Ángeles.

La iglesia ortodoxa

La familia Arvaniti fundó en 1967 el único templo or-todoxo en Bogotá: Iglesia de la Asunción de la Virgen María. Gerasimos Arvanitis tiene las llaves de la iglesia que construyó su padre para la comunidad ortodoxa en la calle 103 con carrera 21. Junto al padre Mixahl, colombiano pero bautizado en la religión ortodoxa, abren la iglesia todos los domingos para los griegos, rusos y demás ortodoxos que asisten a la leitourgia, como se dice misa en griego. Actualmente, acuden entre 20 y 30 personas, en su mayoría ortodoxos de

Arriba: Cementerio Central. Panteón familiar.

Abajo: Atenea en la Biblioteca Luis Ángel Arango

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nacionalidad rusa, pero no faltan los serbios y los búlgaros, entre otros. En el templo se realizan bauti-zos, matrimonios y demás rituales relacionados con el calendario ortodoxo.

El padre Mixahl dice que las ceremonias especiales, como los matrimonios y los bautismos, son mejores acá que en Grecia. “El calor, el deseo y las ganas de hacer las cosas como son originalmente, pero lejos de su lugar de origen, hacen que resulten mejores”.

No podría decirse lo mismo de las huellas en la escul-tura y en la arquitectura de la ciudad, imitaciones de mejor o peor factura. La biblioteca de la Universidad Nacional reúne la mayor cantidad de réplicas de los museos Británico, El Prado, El Louvre, y al aire libre sobresalen las fi guras de imponentes tritones de la mitología griega (ver portada de la revista) rodea-dos de grafi tis. Además, numerosas edifi caciones de la ciudad exhiben columnas jónicas y dóricas, como el Capitolio Nacional, diseñado originalmente por Thomas Reed a mediados del siglo XIX, hasta el monumento de Sie, la diosa del agua, ubicado en la avenida de las Américas, inspirado en el Partenón de Atenas. A la vuelta del siglo XXI, no podrá decirse que Bogotá es la “apenas suramericana”. Fachada del templo ortodoxo situado en el norte de la ciudad.

Interior del templo ortodoxo.{22}

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Texto: Laura Villa [email protected]

Fotos: Natalia Gónima

con techoUna Isla

{Un día de septiembre de 2012, la cronista acompañó a los voluntarios de Un Techo para mi País, programa que lleva siete años en Colombia, a una

jornada de construcción en el barrio La Isla, en la localidad de Ciudad Bolívar.

—¿No trajiste camiseta blanca? —me pregunta, preocupado, uno de los voluntarios de Un Techo para mi País, que espera el bus conmigo.

—No me avisaron —respondo.

—Es preocupante que no te identifiquen como parte del grupo —me advierte.

Espero por 45 minutos en el Portal Tunal, el bus “Potosí-Caracolí” que me lleva al barrio La Isla. Es blanco con líneas rojas, viejo y destartalado. Todas las sillas están ocupadas; de pie apenas cabemos los ocho voluntarios que subimos. Pronto la carretera desapare-ce, el bus empieza a andar sobre una trocha de arena. A los lados no hay andenes, sino huecos por donde circulan aguas negras.

La subida es cada vez más empinada. El bus se balan-cea salvajemente y mientras los demás voluntarios charlan agarrados de un tubo, yo me aferro a él como si mi vida dependiera de eso.

Poco a poco, las sillas se desocupan. Puedo tomar asiento y observar con atención los casas hechas de cartón, lata, tablas medio puestas, muchas de ellas con anuncios de “minutos a 200” escritos en papel blanco y marcador.

Varios niños en chancletas corren por un limbo. Una delgada línea los resguarda de atravesar la angosta trocha donde se balanceaba la buseta, o de caerse en el riachuelo de aguas negras.

Pero además de los niños de mejillas quemadas por el frío, hay perros callejeros de todas las variedades de cruces, buscando comida entre la basura incrustada en el barrial que tienen por andén.

de BogotáAguafuertes

Aspecto de la jornada de construcción.

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Es como un mar. A lado y lado del camino que recorre la buseta se levantan olas de casas que amenazan con desbordarse en cualquier momento. El barrio La Isla está rodeado de montañas que han sido invadidas has-ta su cúspide con casas a medio hacer que se desplo-marían con un viento fuerte.

Al llegar entendí que el nombre del barrio se debe a un lago que hay entre un cerro y otro. Una nata verde y espesa que flota sobre el agua turbia emana un olor a botadero de basura. “Al atardecer el lago cambia de lado. Lo verde se pasa adonde estaba el agua y el agua adonde estaba lo verde”, me dice Felipe Bogotá, un jo-ven de 24 años que desde hace dos años es el gerente general de Un Techo Para Mi País Colombia.

El resguardo de Felipe

Felipe tiene el pelo negro, las mejillas coloradas, es de mediana estatura y lleva con mucho orgullo su camise-ta institucional. A los 21 años, una amiga lo invitó a ser voluntario del proyecto en el barrio Sierra Morena. Sin saber en qué se metía, fue al barrio y se resguardó bajo un techo que lo acogería por mucho tiempo.

“Mi motivación para permanecer en Un techo para mi País es que no nos quedamos quietos, trabajamos mucho. Vamos a los barrios, conocemos las problemá-ticas de cada sector, trabajamos con nuestras propias manos y vemos que podemos hacer algo cada día que venimos”, explica.

Empezó como voluntario en el Área de Detección y Asignación, en la cual encuestaba a las familias y analizaba su situación para, posteriormente, decidir si se le otorgaría o no una vivienda transitoria. Más

adelante, su potencial de líder lo llevó a vincularse de manera formal en la dirección del Área de Finanzas de la organización. No tardó mucho tiempo en ascender a la Dirección de Recursos, donde se encargaba de con-seguir lo necesario para construir las casas, dar crédi-tos, capacitaciones y planes de educación, mediante la vinculación de empresas a los diferentes proyectos.

“Como organización, hemos tenido muchos problemas. Los voluntarios estamos comprometidos a trabajar con las familias pobres. Llegamos a lugares desconocidos siendo desconocidos, y es con nuestro trabajo como nos ganamos la confianza de la gente”, añade.

Su mayor expectativa con Techo es ser uno de los líderes en el país en el tema de pobreza. “Queremos

David, quien pasa sus días en el barrio.

Una de las seis casas levantadas por los voluntarios ese fin de semana.

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que las familias sean protagonistas del proceso, que digan qué es lo que necesitan. Esa es la forma de salir de la pobreza. Nosotros solo hacemos un acompaña-miento”, afirma.

Esta es su escuela porque está aprendiendo a ser un líder social de la mano con las comunidades. Sueña con aportar al desarrollo del país: “Yo sí creo que esta es una revolución, que realmente vamos a impactar en la realidad que representa la pobreza en Colombia”.

Latinoamérica tiene el mismo techo

Emprendo junto a los voluntarios una caminata sin rumbo, pese a que he traído los zapatos inadecuados, pues las botas de tela parecen de papel comparadas con las pantaneras que llevan los demás.

“Es por aquí”, me dice Florencia Blughten, señalando un estrecho y empinado camino de barro que se abre paso en medio de una montaña. Ella, Felipe y otros tres voluntarios empiezan a subir como si tuvieran alguna clase de adherente en la suela de sus botas. Yo hago lo mismo, pero temerosa de resbalar y rodar cuesta abajo.

Florencia es alta, rubia, usa un bluyín viejo y la camiseta de la organización. Esta argentina de 24 años se vinculó a Techo en octubre del 2007, cuando una

amiga —cuyo hermano dirigía un área—, la invitó a construir en Argentina. Ahora es la directora de comu-nicaciones de nuestro país.

“Es muy diferente la organización en Argentina y en Colombia. Allá no se construye en montaña, sino en terreno plano, así que las construcciones se facilitan. Igualmente, los barrios más pobres están junto a secto-res privados y exclusivos. Aquí en Colombia la pobreza está ya sea en el extremo sur o en el extremo norte. En Argentina se ve más la desigualdad y aquí se ve más la exclusión”, comenta.

A lado y lado del camino empiezan a aparecer casas improvisadas, incrustadas a la fuerza en la montaña. Es inevitable pensar en la segunda ola invernal que, según dicen los expertos, azotará el país en cualquier momento. Uno se hace la imagen mental de estas casas rodando montaña abajo.

Con este paisaje agreste de fondo, Flor me cuenta que su expectativa más grande en Techo es seguir partici-pando hasta que la echen, ya que uno de los requisi-tos para construir es ser menor de 30 años. Aunque le quedan seis años, dice que después de eso quiere seguir apoyando el proyecto: “Yo creo que el cambio es posible y que lo estamos haciendo aquí”, asegura.

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Un techo para Urbano

Son las once de la mañana, y Urbano Uñañe está atento porque 13 de los voluntarios de Techo están instalando la que será su casa nueva. Tiene 68 años y se le difi culta hablar. Balbuceó cuando le pregun-té cómo había logrado que le otorgaran la casa. “Yo estaba aquí en el ranchito y pasaron los de Techo y me preguntaron. Yo ya había comprado este terreno y tenía el rancho de puro zinc y esto siempre se mojaba. Estoy solo, pero muy contento porque me hicieron mi casita donde puedo vivir mis últimos días”, dijo.

Él es una de las personas del barrio La Isla que se be-nefi ciarán de las construcciones de este fi n de semana, en el que entregarán seis casas. Como él, hay muchos orgullosos de la oportunidad que la organización les ha dado, pero ninguno se logra involucrar con los

voluntarios como David, de cinco años, quien inte-rrumpió la entrevista para preguntarme:

—Oiga, ¿esto tiene radio? —y me arrebató la graba-dora de las manos. Con la promesa de que al terminar lo dejaría escuchar su voz, respondió las preguntas rápidamente—. Es que no sé si voy a vivir acá. De pronto. Yo vivo en Los Libertadores, que queda lejitos. Yo vengo porque aquí me cuida mi abuelita, porque mi mamá tiene que estudiar por la noche.

Pensando en David, en su picardía y en la situación de pobreza que viven muchos niños como él, me dirijo hacia la trocha de arena donde pasará el bus que me llevará de vuelta al Portal Tunal. Para mí, hoy será el único día, pero para David y su mamá es un trayecto diario. Y no solo para ellos, pues los voluntarios de la or-ganización vienen todos los fi nes de semana a hacer de madera, tejas, pasión y corazón un techo para su país.

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patriMonio**

Texto: David Alonzo C. [email protected]

Fotos: David Alonzo y Constantinos Papailias Archivo de Rubén Hernández

Centenario de la ‘Ciudad de Dios’

{Desde la falda de la montaña y en la localidad San Cristóbal, allá donde San Agustín habría imaginado la

“ciudad ideal”, un muro con el emblemático Círculo de los Obreros registra las fechas de fundación y centenario del barrio Villa Javier: 1913-2013, legado del padre jesuita José María

Campoamor. El barrio se prepara para este aniversario engalanando sus casas y sacando a relucir sus historias.

El padre Campoamor

El 1º de enero de 1911, el sacerdote español José María Campoamor (La Coruña, España, 1872-Bogotá, 1946) llegó con la Compañía de Jesús al Colegio Mayor de San Bartolomé, y para erradicar las nacientes ideas socialistas y comunistas de los obreros en la ciudad, ese mismo año fundó el Círculo de Obreros de Bogotá, que pronto reunió a cerca de 400 obreros. La asocia-ción se caracterizó por afiliar a tipógrafos, carpinteros, pintores, zapateros, músicos y contratistas, que no te-nían viviendas estables y no eran obreros industriales.

Siguiendo el modelo europeo, el padre Campoamor —que había trabajado varios años en organizaciones católicas y socialistas en países europeos—, inauguró la Caja de Ahorros del Círculo de Obreros, para facilitar el acceso al crédito a sectores populares, gracias a lo cual se organizó el colectivo de artesanos y se inició la construcción de un nuevo proyecto urbanístico, único en el país, encomendado a Dios.

“Este esfuerzo por construir una ‘Ciudad de Dios’ en el sur de la capital, se inició en 1913 y se concluyó en

1934, cuando se logró tener 110 viviendas, la mayoría construidas entre 1913 y 1927, en un lote de 14 fanega-das”, registra el historiador de Bogotá, Fabio Zambrano, en un artículo de la revista Credencial (octubre de 1999). Aunque el historiador del barrio, Rubén Hernández, luego comprobó que fueron 114 casas en 15 fanegadas. El barrio ocupó las actuales calles 8ª Sur y 10ª Sur, entre las carreras 2ª y 6ª, en la localidad de San Cristóbal.

A diferencia de otros sacerdotes que fundan los barrios o vecindarios a partir de la iglesia central, el padre Campoamor destinó los recursos para la construcción de vivienda, la escuela femenina y la escuela masculina, y la alberca en la que después de clases jugaban los hijos de los obreros. Y aun-que, como ha documentado Hernández, hubo siete proyectos de iglesias, una de ellas de estilo gótico y otra de estilo bizantino, y hasta se pusieron primeras piedras, nunca se construyó ninguna de esas, sino una modesta iglesia que se inauguró veinte años después de muerto el padre Campoamor.

Luego de su muerte, Mariano Ospina Pérez expresó en un discurso del 19 de marzo de 1946: “El padre

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Campoamor fue el primero que construyó un barrio confortable, adecuado y económico para las familias de la clase obrera: Villa Javier”.

“Prohibida la entrada de perros”

Lo primero que se construyó en el barrio fue un muro de tapia pisada y adobe de 1,50 metros de alto, con una verja de hierro forjado que limitaba el área urbanizada. Más adelante, los mismos obreros le abrieron huecos al muro para entrar después de las siete de la noche, lo cual estaba prohibido por el padre. Por su cerramiento, se puede considerar que este fue el primer conjunto residencial de la ciudad. El padre no vivía en Villa Javier, sino en el Colegio San Bartolomé, pero se desplazaba allá todos los días en bicicleta al barrio, y el encargado de abrir y cerrar la verja, Eudoro Rodríguez, lo mantenía informado de quiénes llegaban tarde.

Por orden del jesuita, los habitantes tenían un re-glamento de convivencia interna, que en palabras de Hernández “respondía al deber ser de una comunidad piadosa y religiosa”. Establecía la prohibición de tener perros y gallinas fuera del corral, que las parejas recién casadas vivieran con las suegras o con otros parientes, que se consumieran bebidas alcohólicas y algunos com-portamientos que pudieran afectar la imagen impecable que el padre quería darle al barrio. Así comienza el reglamento: “Villa Javier quiere ser el pueblo de Dios, el pueblo de los diez mandamientos y las obras de misericordia. El monumento […] que haga ver al mundo prácticamente como el ideal de la humanidad”.

Primer teatro al aire libre

El 7 de septiembre de 1913, se inauguró el barrio con la primera piedra y el 7 de diciembre ya se contaba con dos casas de las 120 proyectadas. Junto a las viviendas que se entregarían en arriendo a los miembros del Círculo de Obreros (con tarifas de $0,80 centavos a $2,00 según el área), se construyó el Edificio Central, llamado también casa Santa Ana, donde residían ‘las Marías’, obreras conocidas, entre otras cosas, por el manejo de la imprenta, los oficios contables, manuales y agrícolas, estos últimos que aprendían en la granja de Santa Teresa. Estas ‘Ma-rías’ eran como novicias, pero sin hábitos ni votos, y vivían bajo la severa vigilancia del padre, que las mantenía alejadas de los obreros. Cuando un obrero quería casarse con una 'María', tenía que pedirle la mano de ella al padre, y en ocasiones era el sacerdo-te quien decidía las uniones.

De las 114 casas construidas sin apoyo estatal, solo quedan 30 con las características originales. Se asentaron en el terreno aledaño al río Fucha, el cual había servido para la edificación del Peñón del Aserrío y de un asilo para “locas” (como se decía en la época) administrado por el Distrito; allí funcionó la fábrica de pólvora de Bogotá durante la Colonia, incendiada por los españoles al perder la batalla de Boyacá.

Según Hernández, antes de que se fundara la Media Tor-ta, el barrio contaba con un teatro al aire libre, al cual asistía el público bogotano que llegaba en tranvía por

Puerta de entrada al barrio (1922).

La banda de música con el padre Campoamor.

Calle principal de Villa Javier

La ceremonia de los Reyes Magos, que heredó el barrio Egipto.

El padre Campoamor rodeado de 'Marías'.

Los niños de Villa Javier vestidos de marineros (2011)

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la ruta de San Cristóbal. El teatro, con concha acústica, servía de escenario para presentaciones de zarzuela, obras dramáticas y musicales a cargo de las escuelas del barrio, y podía acoger hasta 70.000 personas.

Durante su consolidación, Villa Javier contó con dos pilas de agua, una imprenta para sacar el periódico diario y semanal, una carbonera, un chircal para seguir construyendo las casas a medida que se con-seguían recursos con bazares y donaciones, zona de lavaderos, baños públicos, una botica, una tienda, una casa matrimonial, 90 casas para arrendar y 30 para talleres y escuelas, capilla y una granja agrícola para la enseñanza, la práctica y el autoabastecimiento de los habitantes. Todo un complejo sostenible.

El barrio —cuyas casas fueron diseñadas por el arquitecto belga Antonio de Stoutte— ha entra-do en las dinámicas de la ciudad moderna, pero algunas casas conservan la fisonomía original de las fachadas. Todavía se puede ver, en cada cuadra, un par de casas pareadas en espejo con un gran círculo contenido en otro: el símbolo del Círculo de Obreros. Vestigios de la memoria de lo que fue una particular y modesta arquitectura, acompañada de vivencias sociales.

Según Felipe Cruz, estudiante de Derecho que visita todos los fines de semana el barrio para tomar cursos de idiomas gratuitos en la iglesia, “el barrio es un bo-nito lugar donde se respira cierto aire de vecindad y en el que se puede caminar tarde en la noche sin temor”.

Las González

A la entrada de una de las casas mejor conservadas es posible encontrar a Inés, Martha y Teresa González, hijas de Ana María González y José Alfonso Gonzá-lez. La madre era una de las ‘Marías’ que cuidaban la enorme huerta que hoy ocupan el parque y la iglesia de San Francisco; él era miembro de la banda marcial y, como tantos otros jóvenes sin recursos, recibía el apoyo del jesuita.

“Nosotros pintamos el frente y decoramos la casa lo más bonito que se pueda”, afirma Teresa en relación con los preparativos del centenario. Ella, que vive con dos hermanas y un hermano (“los cinco solte-ros”) de un total de diez hijos, hace parte de una de las familias más tradicionales del barrio.

Rubén Hernández, que hace más de cuatro décadas nació en una antigua casa de este barrio, hoy lidera la celebración de los 100 años.

“Tal vez es esa responsabilidad que tienen todos los seres humanos de regresar a casa”, afirma Rubén al preguntarle por qué ha trabajado durante los últimos diez años en la recopilación de la memoria histórica y arquitectónica del barrio, a pesar de que ya no viva en él. Sabe que para el Distrito y para el imaginario de la Bogotá moderna, este es un barrio más de los que han quedado en el olvido. En diferentes archivos ha recabado planos, documentos, escrituras y hasta evidencias de que se celebraban 40 fiestas, 25 de ellas religiosas, y 10 cívicas y patrias, como la del 20 de ju-

El padre jesuita José María Campoamor. Iglesia de San Francisco, con San Farncisco Javier y el padre Campoamor, vigilantes en el atrio.

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lio, con caballos prestados por la Escuela de Artillería del Ejército, y la más célebre, la de los Reyes Magos, que luego se trasladó al barrio Egipto.

Tal vez por la misma razón que Rubén vela por la pre-servación de la memoria de Villa Javier, las hermanas González anhelan sacar las velas y el pastel, y cantar los gozos como cuando sus padres acompañaban la procesión de Reyes Magos. “Esperamos que para la celebración podamos sacar cosas que aún guardamos, como el teléfono negro o la piedra de moler”.

En realidad, las fi estas comenzaron en 1911, cuan-do la Fundación Social promovió los festejos del centenario del Círculo de Obreros. Continuaron en 2012 con desfi les de la banda y la presentación de las agrupaciones musicales del barrio; y este año, seguramente, habrá una misa concelebrada en la iglesia de San Francisco Javier. En septiembre, con las fachadas recién pintadas y con festones en los postes, los habitantes saldrán a las calles, deseosos de volver a ser una sola familia, como en los tiempos de Campoamor. ¡Feliz centenario, Villa Javier!

Las González en una de las casas originales del barrio.

El Edifi cio Central, inaugurado en 1927, único protegido como patrimonio arquitectónico en Villa Javier.

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“Me quedé con los zapatos del padre Campoamor”:

Rubén HernándezTexto y fotos: Maryluz [email protected]

{Rubén Hernández Molina, el historiador que ha hecho posible la celebración de los cien años de Villa Javier, en la localidad de San Cristóbal, narra las anécdotas de

infancia que le despertaron el interés por recuperar la memoria de su barrio.

Rubén frente al mural que pintó para el centenario del barrio.

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patriMonio**

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Entre sotanas y hábitos

Rebeca, la mamá de Rubén Hernández, llegó a Bogotá en los años cincuenta, procedente de Ibagué, bus-cando a su marido, que administraba una panade-ría familiar en el barrio Villa Javier. En Ibagué era modista y le hacía las sotanas al padre salesiano Juan del Rizo; cuando a este lo trasladaron a Bogotá, le pidió que se viniera a vivir a la capital para que le siguiera cosiendo, y ella terminó viviendo en el barrio del padre Campoamor. Rubén conserva la imagen de su casa llena de curas y monjas porque su mamá hacía or-namentos, capas, casullas, quepis, sotanas. Desde niño veía los arrumes de tela, los rollos gigantes, porque ella también les hacía los uniformes a las ‘Marías’ del barrio, los delantales y los vestidos de paño formales. Se crio en olor de santidad y sonido de pedal.

“Cuando éramos niños, jugábamos bolas, aros, yermis, ponchados, montábamos en patineta, carro esferado e íbamos al parque. Había una tiendita, la de la señora Georgina, una de las ‘Marías’ originales de Campoamor, que a escondidas nos vendía torpedos y totes en Navi-dad, y nos advertía que cuidado con quemarnos porque no nos volvía a vender.

Así fuimos creciendo, con las historias que los grandes nos contaban: que por la calle principal bajaban los Reyes Magos; que había un estanque donde se bañaban los niños; que los mayores se saltaban el muro del ba-rrio… Esa memoria le va quedando a uno y eso me fue sembrando un misterio que ya adulto quise descubrir esculcando en las entrañas del barrio.

Cuando teníamos como diez años, le tirábamos piedras a la escultura de bronce del padre, que sonaba coca, como una campana. Era nuestra pilatuna. En una de esas, Miguel, un grandulón que tenía como 15 años, le tiró un ladrillo y le partió la mano. Salimos asustados corriendo y no queríamos volver a salir al parque.

Crecimos con ese cargo de conciencia, pero Miguel Troconis, que trabajaba en un taller de fibra de vidrio, le hizo la mano con una mezcla de fibra de vidrio y cemento. Luego, yo logré que la Fundación Social me financiara la reconstrucción de la mano en bronce, que le encargué al escultor Mauricio Jaramillo. La mano de cemento está guardada en la Iglesia. Y yo terminé con los zapatos del padre Campoamor: la escultura estaba entronizada en el parque principal, pero en un rediseño del parque la trasladaron al atrio de la Iglesia. Cuando los de la Asociación Mutual de Villa Javier la movie-ron, como era tan grande (de 3,5 metros de altura) y pesada, se les quedaron los zapatos por fuera. Entonces el párroco resolvió que pusieran los zapatos en la base, como asomándose por la sotana, pero desde abajo pa-recía que calzara 50 o 60. Con su autorización, terminé llevándome los zapatos para mi casa”.

La 9ªKintoníaDe esta manera, Rubén Hernández restituyó no solo la mano del padre, sino la memoria del barrio. Y lo hizo con ayuda de la Fundación Social y de sus amigos de infancia, principalmente.

“Con mis amigos tenemos un grupo que se llama La 9ªKintonía porque aquí había muchos músicos, y nos em-pezamos a reunir en la lechería de la ‘María’ más antigua, Rosario Igua de Rodríguez, que sí se casó y tuvo hijos. En la lechería se juntaban dos generaciones y recordába-mos las pilatunas de todos, y cómo doña Georgina nos alquilaba las historietas y los cuentos en la miscelánea. Esa tienda en las mañanas era la lechería, y en la noche, café y punto de encuentro para tertuliar. De tanto añorar ese pasado, esos diez muchachos cómplices de aventuras decidimos celebrarle el cumpleaños número 90 al barrio donde seguíamos viviendo. De una plata que me gané, contraté una papayera y un 7 de septiembre a las 6:00 de la mañana, con voladores, diez pelagatos comenzamos a darle vueltas al barrio. A un señor que pasó con su zorra, le alquilamos el caballo viejo y le pusimos la bandera de Colombia y durante una hora le dimos vueltas al barrio para recordar las viejas épocas de los Reyes Magos, cuan-do salían siete carrozas y ser rey era un honor. La fiesta desapareció a comienzos de los años cincuenta; entonces el padre José María Posada le regaló los trajes a Egipto.

Dicen que cuando se muere el pastor se acaban las fies-tas. Y Posada no era tan carismático como Campoamor, y

Los zapatos del padre Campoamor en el patio de la casa del historiador del barrio.

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se empezaron a vender las casas; el barrio se desvalorizó y fue perdiendo la identidad. A Posada le tocó el regla-mento del barrio, y aunque no se aplicaba estrictamente, las costumbres se conservaron y pasaron de generación en generación”.

Esas costumbres las comenzó a documentar el historia-dor porque su propósito es que las nuevas generacio-nes conozcan y se apropien de esta memoria cultural urbana. Hace un par de años publicó el primer resultado de su investigación: Sucesivos registros del barrio. San Francisco Javier. Villa Javier, un pequeño libro ilustrado con fotografías de la época obtenidas en archivos de la ciudad, pero, sobre todo, en álbumes familiares. Esta pu-blicación, al igual que un afiche con el primer plano de Villa Javier reconstruido por él, fueron sus regalos para los “villajavieranos”. Los mismos que obsequia cuando dicta charlas en colegios o centros culturales del sector.

El barrio que puede desaparecer Asimismo, terminó el libro del centenario del barrio, concebido como un recorrido visual, cuya portada es el primer dibujo de Villa Javier realizado por Rafael Mena, que era dibujante, director musical y director de periódicos de la Asociación Mutual. La estructura del libro es un drama en varios actos, cuyo último acto es el de la desaparición del barrio… Hernández solo espera que aparezcan los mecenas para publicarlo, así como la investigación que realizó sobre los siete pro-yectos de iglesia que tuvo Villa Javier, barrio consa-grado a Dios que, paradójicamente, vino a tener iglesia 50 años después de fundado. Antes solo tuvo una

modesta capilla en el Edificio Central, que se terminó de construir en 1927.

La hipótesis de Rubén Hernández es que el padre Campoamor concebía el barrio como una iglesia al aire libre. La iglesia como construcción social, aunque los primeros registros hablaban de una iglesia que parecía un castillo, como el de san Francisco Javier, en Nava-rra. Así como Jesucristo no tenía Iglesia y predicaba al descampado —en las calles, en el parque—, pero tenía un movimiento, Campoamor no tenía iglesia, pero contaba con su movimiento de obreros.

Y es que este barrio obrero, que colinda con el barrio Santa Ana y La María, vecino de la avenida Primero de Mayo, lejos de haber sido un epicentro de insurrec-ción, fue centro de devoción cristiana. Los obreros y ´Marías´ que allí vivieron durante décadas bajo la vigilancia del ‘Padre Consiliario’, llevaron una vida digna y educaron a sus hijos en esos valores. Además, en las artes escénicas, porque “todos los habitantes se volvieron actores”, como dice Rubén. Incluso en el Edificio Central, al lado de la capilla, estaba el teatro.

La casa-museo

Con orgullo, Rubén Hernández enseña su casa en Villa Javier, comprada hace cuatro años con otro miembro de la 9ªKintonía, para devolverle su apariencia original. En la puerta se lee una placa que dice: “Casa El Teñidero, como recuerdo de un cuerpo de agua que atravesaba el territorio en el que hoy habita la comunidad de San Francisco Javier en sus 95 años. 1913-2008”. El Teñidero era una quebrada que pasaba por esa calle y surtía la pila de agua y los lavaderos públicos.

Debajo de su casa, en el muro que colinda con el Edificio Central, Rubén y sus compinches de la lechería pintaron la silueta del padre Campoamor en medio de la fecha de la fundación y del centenario del barrio. En ese Edificio Central funcionaba la escuela de niñas donde él estudió desde pequeño gracias a que su mamá era la costurera de algunas ‘Marías’. Era el único niño bendito entre las niñas, y consentido por las pro-fesoras. Como no había bachillerato, se fue a estudiar a un colegio salesiano en otro barrio. Luego estudió arquitectura en la Universidad Nacional.

En esa casa tiene Rubén su museo de objetos del barrio, que para él son auténticos tesoros: un facsímil del pergamino del acta de fundación, las partituras de los músicos del barrio, una de las primeras tapas de al-cantarilla de forma circular, la colección de periódicos del barrio desde la fundación hasta 1964, un lavama-nos de piedra, además de los regalos que le hacen los vecinos conocedores de su devoción por la historia del

Primer plano de Villa Javier reconstruido por Rubén Hernández.

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barrio. Otros tesoros son el acta de creación del Círculo de Obreros y el primer cuaderno de afi liaciones, que le dio a guardar ‘el Diablo Montoya’.

Él mira cada foto con lupa, la estudia y toma apun-tes que vierte en sus libros. Como la foto donde apa-recía originalmente el padre Campoamor con Eudoro Rodríguez, el encargado de la puerta principal, pero Laureano Garzón cortó la foto y sacó a Eudoro por “sapo”, porque lo aventó cuando llegó una noche borracho. Y antes de morir le regaló la foto a Rubén.

Trueques y trucos

Obsesionado por cada pieza, ha perseguido una escultura de Santa Teresa, que recientemente donó la Fundación Social al asilo donde se encuentran varias ‘Marías’. Descubrió que la escultura del padre José María Campoamor, que acompaña a la de Francisco Javier en el atrio de la Iglesia de Villa Javier, podría atribuirse a Ramón Barba, escultor a quien el Conce-jo de Bogotá, por un acuerdo de 1946, se la encargó como homenaje al recién fallecido sacerdote. El hijo de Barba le permitió a Rubén Hernández fotografi ar la maqueta que hizo su papá del padre Campoamor, y el parecido es evidente.

“A mí, para conseguir la información y el material me ha tocado hacer de todo: trueques, emborrachar a los viejitos, comprarles porcelanas a las antiguas ‘Marías’, regalarles libros, rogarles o darles algo mío…”.

En ese ofi cio de desenterrador de piezas e historias, encontró abandonados en la Iglesia varios pedazos de la antigua reja de la entrada del barrio. Con ayuda de la fotografía que tenía de la verja, descubrió que era la ori-ginal y decidió restaurarla. Le pidió permiso al anterior párroco, quien se mostró reticente; pasaron varios años y un nuevo párroco accedió. Danilo Morales, herrero y ornamentador, donó su trabajo, y él, los materiales. Ya restaurada, la ubicó como cancel en la entrada de la Iglesia, a manera de tributo y recuerdo en el centenario del barrio.

Con el mismo tesón, Rubén ha ayudado a pintar casas, a embellecer el barrio, y hasta ha sacado moldes de las tapas de alcantarilla antes de que se las roben.

Su sueño en este centenario sería ver, como en las fotos antiguas, la calle 9ª llena de gente, los niños disfrazados de marineritos y pastorcitos, y las niñas de ángeles o de ‘Marías’; las jóvenes, de cantantes de zarzuela; las bandas de música y la sombra larga del padre Campoa-mor como pastor de este peculiar rebaño que no solo cultivaba hortalizas, sino también el espíritu.

En 1995, Rubén Hernández presentó al Instituto Distrital de Patrimonio una proclama de conmemo-ración para declarar al barrio como patrimonio local, patrimonio “modesto” de la ciudad. Recogió unas 80 fi rmas. Pero esta entidad no le prestó atención porque considera que el barrio ya está muy transformado; y desconoce el patrimonio intangible. El único inmueble protegido es el Edifi cio Central.

Quizá este año volverá a las andadas con sus amigos de infancia y tocarán a rebato las campanas de la iglesia para alertar sobre la posible desaparición del barrio obrero.

Rubén Hernández mirando la colección de periódicos de la Asociación Mutual.

En los últimos diez años las fachadas empezaron a transformarse para todas las celebraciones.

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patriMonio**

Mariela León, de 80 años, es una de las pocas ‘Marías’ que conservan fresco el rostro, la memoria y la picar-día. En Villa Javier también vive doña Rosario Igua de Rodríguez, de 103 años, pero ya está un poco perdida; y un matrimonio obrero de esos tiempos: Carlos Galea-no —cuñado de Mariela— y su esposa Leonarda, que llegaron al barrio en 1926. Hay otras cinco abuelitas centenarias en un asilo cercano a la Javeriana, y todas se reencuentran en las celebraciones de cumpleaños que les hace la Fundación Social cada tres meses.

Mariela llegó al barrio a los 14 años, proveniente de La Palma, Cundinamarca; sus padres la enviaron porque había una paisana ahí y querían que tuviera instrucción y aprendiera algún oficio. Vivía con otras 40 o 50 ‘Ma-rías’, huérfanas o provenientes del campo, como ella. Cultivaban la huerta, les enseñaban tareas manuales y jardinería, así como a cocinar, tejer, bordar y ordeñar. Se levantaban a las 5:30 de la mañana, iban a misa, luego a la huerta y por las tardes tomaban clases con profesoras y benefactoras, que les daban la instrucción básica para luego ser maestras en las escuelas. “Aquello era un noviciado con granja para echar azadón; calzá-bamos alpargatas y usábamos uniforme”, dice Mariela. Recuerda que el padre Campoamor era altísimo y les daba un poco de miedo por su sotana negra y el gorro que llevaba. Como no le gustaba que las niñas rezaran rápido el rosario, ellas repetían a sus espaldas: “Salga María y entre Jesús”.

“Un día llegó una superiora del centro y estábamos en el comedor como 40 ‘Marías’; dijo que en la calle 12 estaban haciendo un edificio para la maternidad. Y yo pregunté que qué era eso…”. A los 15 años no tenían idea del mundo real, porque todo estaba prohibido.

llena de graciaUna ‘María’

{Una de las últimas ‘Marías’ del barrio San Javier, Mariela León, quien alcanzó a conocer al padre Campoamor, recuerda las épocas en las que el barrio se solazaba

en rezos y festividades, y a su marido, Luis María Galeano, obrero de refinado espíritu, autor de las fotos antiguas que aparecen en este especial del centenario de Villa Javier.

Mariela con la ruana y la bandola de su difunto marido.

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Aunque conoció muy joven al que sería su marido —que le llevaba 20 años—, se casó a los 21 años, después de un noviazgo interrumpido por la Violencia, que la obligó a regresar durante un tiempo a su pue-blo. En el Edifi cio Central o en la Granja Santa Teresa, donde vivían las Marías —y que hoy son apartamen-tos— los novios se hacían la visita bien separados, y el padre vigilaba, fi ngiendo que leía la Biblia.

En la casa de dos pisos que construyó Luis María Galeano cuando se casaron, en 1954, se observan las imágenes más queridas por Mariela. En la consola de la sala está su foto disfrazada de ángel, papel que les co-rrespondía a las niñas ‘Marías’. No pudo representar a la Virgen, “aunque decían que era muy bonita, porque no cantaba bien y había que cantar A la nanita nana con el niño en los brazos…”.

Al lado está la foto del matrimonio: los dos de traje negro, de calle; ella con un ramo de azucenas y un som-brero igual al que usaba la María de Efraín en la película de moda; él, con terno y sombrero. Ese matrimonio no lo bendijo el padre Campoamor, que ya había muerto, sino el padre José María Posada, su sucesor. Y la fi esta duró ocho días porque se celebró fuera del barrio.

En una esquina de la sala sobresale el piano que fue de su marido, y que ella conserva aunque solo lo tocan para sacudirlo. Él interpretaba de oído música colombiana, era rey en la fi esta de los Reyes Magos y colaborador en todos los eventos. Entronizado en el comedor está el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que usaban los miembros del Círculo de Obreros para hacer sus reuniones.

Pero el “santuario” consagrado a su marido, falleci-do hace 19 años, es el pequeño estudio, que Mariela mantiene bajo llave. Las paredes están cubiertas de re-cortes de periódicos y de fotos porque Luis María era el fotógrafo de las primeras comuniones y matrimonios del barrio; las herramientas aparecen colgadas en perfecto orden, y en los estantes de la biblioteca reposan los li-bros y enciclopedias tal cual los dejó. Mariela enseña su diario —un libro gigante como los de contabilidad, de tapas rojas—, que llevó con exquisita caligrafía Palmer desde 1953 hasta poco antes de morir, en 1994, cuando las manos le temblaban. En ese cubículo, Mariela saca la ruana y el sombrero de su marido, perfectamente prote-gido con un plástico; toma la bandola que solía tocar y posa radiante para la foto.

Paradójicamente, por ser el fotógrafo familiar y del barrio, Luis María casi nunca sale en las fotos, salvo en la del matrimonio. Pero conservó el álbum de fotografías del barrio que tanto le ha servido a Rubén Hernández para sus investigaciones y libros. Sus pasatiempos fue-

ron la música, la fotografía y la lectura, aunque trabajó 40 años en el colegio de las bethlemitas, como “el hom-bre solo” de las monjas, hasta pensionarse.

Desde la terraza de la casa donde crecieron los seis hijos del matrimonio, Mariela contempla los cerros Monserra-te y Guadalupe, su vista favorita, y el Edifi cio Central donde pasó su juventud. Justo al frente de su casa se aprecia el parqueadero del edifi cio, que en los buenos tiempos fue el patio de juegos de la escuela, dividido por una pared para que no se mezclaran los niños con las niñas. La terraza está protegida por la patrona del barrio, María Inmaculada, una virgen que pertenecía a Luis Alberto, a la que Mariela, que pinta y decora cerá-mica, devolvió el color de su manto original.

Según ella, Villa Javier es un barrio sano, con el “espíritu jesuita” inculcado por los padres, que todavía van de visita al barrio y saben que Mariela los recibe con vino de naranja, como a todos sus visitantes (la costumbre más atrevida que estableció ella en su casa desde que un hijo aprendió a prepararlo en el Sena). De vivir el padre Campoamor, seguramente lo aproba-ría por ser “espirituoso”.

Foto de Luis María Galeano, en sus años mozos.{36}

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Sin título. 90 cm x 70 cm

Obras que respiran luz

{Textoy fotos:

Luna Cepeda [email protected]

Carlos Cepeda es un artista bogotano que desarrolló una técnica propia: acrílico sobre malla sintética. La temática de sus obras gira en torno al legado ancestral latinoamericano. Su carrera profesional ha estado marcada tanto por triunfos como por derrotas.

ARTe*} ]

Cepeda entra a su estudio, se cambia la camisa por un buzo negro que tiene rastros coloridos de jornadas de creación que van de tres a ocho horas diarias, y pone música de Vangelis para concentrarse. Elige un bastidor de un metro cuadrado y lo pone encima de una malla que se encuentra en el piso. Monta la malla en el bastidor y lo coloca después en el caballete; saca los acrílicos con los que iniciará su trabajo y toma una brocha que unta de acrílico negro. Con un rápido movimiento la malla comienza a tomar color. Después vienen el naranja y el amarillo, que dan toques vivos al fondo la obra.

Carlos Cepeda es un bogotano nacido en 1958. Sus padres, de origen boyacense, migraron a la capital en los años cincuenta por causa de la Violencia. Cuando Cepeda decidió estudiar bellas artes, no tuvo el apoyo de su papá y decidió irse a Bucaramanga a vivir con su hermano mayor. “En este proyecto de estudiar el arte aguanté hambre”, afi rma al hablar de los cinco años de carrera en la Dirección de Cultura Artística de Santander (Dicas).

Al graduarse decidió volver a Bogotá, debido a los escasos escenarios culturales de Bucaramanga y las pocas oportunidades para los artistas. Cepeda afi rma: “Cuan-do estudiaba, con mis compañeros participábamos en charlas y discutíamos sobre qué es ser un buen artista; entonces decíamos que la idea era tener una impronta, un estilo propio para encontrar la diferencia con los demás pintores”. Esa refl exión lo impulsó a investigar diversos materiales que pudieran ofrecerle nuevos horizontes. Pro-bó con plástico, costales, telas, pero nada lo convencía.

El corral inspirador

Un día se encontraba jugando tejo en el campo; allí había un corral de gallinas, y Cepeda se percató de que una punta de la malla que las encerraba estaba super-puesta en todo el corral, y se dio cuenta de que esa superposición de mallas daba un efecto visual. Este fue el detonante para que el artista comenzara a trabajar con mallas. Tuvo que investigar cuál era la más apropiada y se quedó con una de huecos pequeños.

El artista explica su técnica de la siguiente manera: “Tengo una especie de caja del tamaño de la obra y de

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cinco centímetros de profundidad; en el fondo de esa caja pongo una malla blanca y después sobre la caja montó la obra ya pintada. Así la superposición de las dos mallas hace que la obra vibre, pues la luz entra por las celdillas, golpea en el fondo y se devuelve”.

Pero la técnica no es lo más importante, también lo es el concepto. Al comienzo pintaba lo cotidiano, figuras hu-manas, paisajes y bodegones. Pero fue por un encuentro casual que se comenzó a interesar por el legado ances-tral: “En el arte se usa lo de los canjes. Una vez llegó a mi

estudio un guaquero que quería un par de pinturas mías, pero no tenía plata. Entonces me ofreció unas piezas pre-colombinas como parte de pago”. Fue así como descubrió la filosofía que subyace en las culturas ancestrales, de las cuales hace abstracciones en sus obras.

Después de plasmar el fondo, comienza a trazar dife-rentes figuras; espirales, círculos y arcos forman sus creaciones, que en la actualidad son abstractas, después de haber sido figurativas. El colorido de las pinturas es predominantemente fuerte: fucsia, verde, rojo, azul y

Lenguaje ancestral. 1 m x 1 m.

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amarillo, mezclados con otros materiales, como la escar-cha y el estuco, que generan textura. Suele trabajar en formatos de un metro cuadrado, pero también utiliza los rectangulares tanto a lo largo como a lo ancho.

El periodista cultural Gustavo Tatis habló así de la obra de Cepeda en la inauguración de la exposición en la Casa del Marqués de Valdehoyos, en Cartagena: “Estas pinturas están habitadas por la liturgia del amor, y por los conju-ros de la soledad. El hilo de las cometas de Carlos Cepeda cruzan el día y la noche, y descienden a otro cielo, tal vez, al planeta imaginado o presentido. Sus criaturas parecen haber salido de un sueño, fl otan en la tierra fi rme del sueño. En medio de la luz y la sombra, alguien instaura el ritual de sus propios misterios. La obra tiene varias lecturas, más allá del color y de la fi guración misma”.

Cepeda obtiene la inspiración de pintores como Jackson Pollock, Alejandro Obregón y Andrés de Santa María. Otras artes, como la música, el teatro y la poesía, le dan movimiento.

La carrera de Cepeda ha estado marcada por el apoyo de su esposa y de sus dos hijas, Luna y Zue, a quienes defi ne como mujeres cósmicas y aurigas de su corazón. El pintor afi rma: “Soy un furibundo seguidor de la familia; para mí han sido importantes en mi quehacer cotidiano como ser humano y mi quehacer profesional como artista”.

Las obras del pintor han sido expuestas en países como Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Venezuela y Argentina, y también en diferentes ciudades del país; justamente del 18 al 22 de marzo expondrá en el Centro de Convenciones de Medellín, en el encuentro de la Co-misión Interamericana de Derechos Humanos. A pesar de estos logros, vivir del arte no ha sido fácil, por eso tiene junto con su esposa una empresa de diseño con la que se mantienen, además de la venta de sus obras, que adquie-ren coleccionistas, políticos y militares, como también personas del común para decorar sus casas y entidades públicas, como la Dirección de la Policía Nacional, donde hay un mural de Cepeda de 7 por 2 metros que narra la historia de esta institución. Y espera realizar un mural en el aeropuerto Eldorado, si le aceptan su propuesta.

Con sus “obras que respiran luz”, nombre que le ha dado a su trabajo artístico, Cepeda ha logrado conocer a muchas personas que le han mostrado su admira-ción. El expresidente César Gaviria Trujillo, recono-cido coleccionista de arte, en la inauguración de la exposición realizada en conmemoración de los 80 años del Gimnasio Moderno, lo anunció como una de las re-velaciones del arte colombiano de esta nueva década. “Tus cuadros respiran luz y a través de tus cuadros yo respiro vida”, escribió Wolgang Igner, asistente a

la exposición en Alemania en 1996. “Carlos Cepeda proporciona a nuestra imaginación los ecos perfectos usando una técnica que permite la luz para festejar los colores y patrones”, dijo el coleccionista canadiense Varouj Pogarean.

El sueño de Cepeda, después de 30 años de trayecto-ria, es pintar murales gigantes y que su obra se vuelva común para todas las personas. “Uno de mis sueños dorados es que la obra sea cotidiana, que la gente la vea cuando esté haciendo sus vueltas; quiero que esté en sitios públicos”.

Sin título. 90 cm x 70 cm.

El artista Carlos Cepeda, cuya obra completa se puede visitar en: www.carloscepeda.tk

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Buen viento en internet

{La colección “Libro al Viento”, con exquisita selección de títulos que les ha permitido a los usuarios del Transmilenio olvidar pasajeramente las

incomodidades del sistema y prolongar el placer de leer en sus casas, ya está disponible en la web para todos los ciudadanos.

Texto: Úrsula Toro Uribe [email protected]

Fotos: Theo González C.

No hay situación más tediosa que una larga espera y no tener un buen libro a la mano para entretenerse. Un hospital, un trayecto de portal a portal en Trans-milenio, la fila de un banco puede enloquecer hasta al más sereno parroquiano.

Por asuntos como este, Paloma Saiz, coordinadora de los Programas de Promoción de la Lectura de la Secre-taría de Cultura de México D. F., abanderó un progra-ma llamado Para Leer de Boleto en el Metro, en el que, durante su funcionamiento, al menos se hicieron cinco millones de lecturas de cuentos, piezas en un acto y poemas, desde enero de 2004 hasta enero de 2010.

El programa, reinaugurado el 4 de junio de 2012, con-siste en la edición de una serie de antologías de textos cortos (seis en total, durante la duración del programa) escritos por autores residentes en México D. F.; estos libros eran puestos a la disposición de los pasajeros del metro, con la condición de que al terminar su viaje los devolvieran a sus anaqueles.

En Bogotá hacía falta un programa de este tipo, así que en 2004, la escritora y periodista Laura Restrepo —autora, entre otras, de la reconocida novela Delirio— trajo la idea mexicana, y en manos de la secretaria de Cultura, Recreación y Deporte del Distrito, Martha Senn, y de la gerente de Literatura del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá, Ana Roda, el proyecto tomó alas y se puso en marcha, bajo el nombre Libro al Viento, durante la alcaldía de Luis Eduardo Garzón. Actualmente lo maneja el Instituto de Artes (Idartes).

El panorama bogotano

Como la mayoría de los habitantes de Bogotá no pueden adquirir libros de calidad, tanto literaria como editorial,

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pues el 12,8% vive en situación de pobreza, Libro al Viento les posibilita el acceso a una buena colección.

En Bogotá, según el escritor Antonio García, director editorial del programa: “Un libro cuesta lo mismo que una botella de aguardiente, y gana la botella de aguar-diente, de lejos. Es un asunto suntuario para gente que tiene que pagar servicios y alimentar a los niños, por lo que la alta cultura queda para las clases altas”.

Fundalectura, al alcance de todos

Desde 2004 hasta finalizar 2012, se han publicado 87 títulos. Los libros se distribuyen en forma conjunta con varios programas bandera del Distrito para el fomento de la lectura, ya que “la idea no es solamente la distribución aleatoria de los libros, sino que, además, se acompañe con acciones que fomenten la lectura entre los habitantes de la ciudad", afirma Paola Cárdenas, miembro de los comités de la Fundación para el Fomento de la Lectura (Fundalectura), que pone a circular los libros en las biblioestaciones, pequeñas bibliotecas ubicadas en cuatro estaciones de Transmilenio con gran afluencia de público —Jiménez, Ricaurte, Sur y Suba—, donde los usuarios deben inscribirse en el programa para recibir automática-mente el libro en préstamo por dos semanas.

También está el programa Paraderos Paralibros Para-parques (PPP), de los que hay 53 en parques públicos de la ciudad, donde además de la colección de Libro al Viento se prestan otros libros, especialmente clásicos de la literatura. Para muchos, en un día de sol es un muy buen programa ir al parque a relajarse y a leer un libro. Edwin Rodríguez, panadero, comenta que todos los domingos por la mañana se va en familia al parque, y mientras Sandra Milena Casas, su esposa, y Katherine, su hija, juegan, él se acuesta debajo de un árbol a leer un libro que le facilita Estefanía Daza, la

encargada del PPP. Según él, “es un momento maravi-lloso, pues nos conectamos como familia”.

En el último año, Fundalectura abrió puntos de lectura en nueve plazas de mercado. Steven Medina, que acompaña todos los días a su papá al puesto de verduras que tienen en la plaza de mercado del barrio Restrepo, es quien más le saca jugo a este paradero paralibros para plazas (PPP). Él espera con ansias la llegada de Paula Andrea Romero, la encargada del puesto, con quien ha entablado amistad. Su papá se siente mucho más tranquilo, porque sabe que si no está en el “puesto”, leyendo entre los tomates, “está en alguno de los talleres donde la seño' Paula”.

Los volúmenes de libros que manejan estos programas de Fundalectura son entre 300 y 1.000 por estaciones y puntos de lectura. Libro al Viento también es utilizado en dos programas: Palabras con Voz, que funciona en hospitales distritales y Salir a Leer, en cárceles. Según Paola Cárdenas, la idea del programa Palabras con Voz “es humanizar la atención que tienen los hospitales a través de la lectura en voz alta y los conversatorios”, a los cuales asisten desde un paciente en tratamiento contra el cáncer, que desea ver una cara amable distinta a la de los médicos y las enfermeras, hasta la persona que acompa-ña a un familiar en una larga cirugía.

Por su parte, Salir a Leer se desarrolla con internos de cuatro cárceles de la ciudad (Picota, Distrital, Buen Pas-tor y Modelo) y consta de clubes semanales de lectura a los que asisten entre 20 y 30 internos, que acceden a los libros por medio de dispensadores ubicados en los pa-bellones, los cuales son surtidos bimestralmente con al menos 200 libros, porque la demanda es alta. Muchos de estos libros no son devueltos, como sucede en los otros programas, lo que indica que en este caso ven la lectura como una escapatoria de los barrotes.

El recetario santafereño, lectura apetecida en la plaza.

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Desafíos al vientoAunque el programa Libro al Viento pertenece al go-bierno distrital, ha logrado sobrevivir a varios alcaldes, gracias a la aceptación y pedido de los ciudadanos. Paola Cárdenas afi rma que no ha sido fácil mantenerse ajenos a la “politiquería” que ronda los estamentos públicos. Ella se opuso a que Samuel Moreno publicara la rendición de cuentas de su mandato en las contra-portadas de los libros, pero Idartes ganó la batalla.

De cada nuevo título que saca Libro al Viento, se im-primen 10.000 ejemplares, aunque su director editorial aspira a que sean muchos más. Para esto es clave el apoyo de la Secretaría de Educación, que al determi-nar que un libro debe distribuirse en los colegios de la ciudad como lectura obligada, se imprimen 40.000 ejemplares; además, se realizan talleres con los docen-tes para que sean agentes mediadores de lectura.

Libro al Viento tiene ediciones de muy buena calidad y con el tamaño perfecto para que el transeúnte pueda lle-varlo en un bolsillo; además, están ilustrados y algunos en policromía. Antonio García emprendió una reestruc-turación del programa porque, a pesar de la calidad de los libros, no estaba claro el perfi l del lector al que iban dirigidos ni la línea editorial. Los títulos más recientes corresponden a la colección Inicial, dedicada a primeros lectores, con poco texto y abundantes ilustraciones; la colección Capital, reúne temas relacionados con Bogotá; Lateral publica los libros de formato novedoso, como la novela gráfi ca; por último, está la categoría Universal, donde además de los clásicos, se encuentran títulos reconocidos internacionalmente.

Paola Cárdenas comenta que uno de los mayores desafíos que aún no han podido cumplir es crearles a los usuarios de estos puntos la conciencia de que esos libros son bienes públicos y que, por lo tanto, deben circular entre los millones de bogotanos, porque no hay presupuesto sufi ciente para reimprimir y surtir constantemente estos puntos.

Muchas personas consultadas afi rman tener en su po-der al menos seis títulos de este fondo, pues les cuesta devolverlos. Según ellos, los funcionarios de los PPP no pueden comprobar si un afi liado está en mora con la entrega de un libro: “No se sabe quién es más tonto, el que presta un libro o el que lo devuelve”, aducen.

Como el presupuesto del programa es limitado, no se puede invertir en difusión; por ello, mucha gente no se ha enterado de su existencia tras ocho años de funcionamiento, lo que le ha restado impacto. Y esto también infl uye en el tipo de libros que se publican, porque es muy complicado comprar derechos patrimo-niales de un autor cuando se está pensando en cómo

conseguir recursos para la impresión. En cuanto a esto, Antonio García comenta que, dada la naturaleza gratuita del programa, muchos autores han cedido sus derechos, pero eso no es lo ideal.

El problema presupuestal más grande que enfrenta el programa es el abandono en el que queda cada vez que se termina un contrato de distribución y empaque, como ocurre con la mayoría de entidades públicas.

Proyectándose al futuro

Para acercar Libro al Viento a quienes no utilizan Transmilenio o no frecuentan las estaciones de Funda-lectura, 11 de los 85 libros ya se encuentran disponi-bles en formato pdf en la página web del Banco de la República (www.banrepcultural.org).

“Lo que soñamos con Libro al Viento es que venga un man, se baje del BMW, se siente frente al embolador y que mientras lo están lustrando abra un libro de unos sonetos de Shakespeare; y de pronto el embolador le diga: ‘Yo leí ese libro’, y que el del BMW, lo mire a los ojos como a un igual”, concluye el escritor Antonio García.

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Con menos de un metro y medio de estatura, pero con la fortaleza de un gigante, Temilda Pinilla se ha llena-do de valor en la interminable búsqueda de su hija.

—Y ahora, ¿cuál es el siguiente paso? —preguntamos.

—Ahora, ¡ja!, pues supongo que demandar a nivel internacional. Acá en este país ya no hacen nada. Es lo mismo de siempre.

Esperar es un verbo que Temilda Pinilla Pinilla, oriun-da del pequeño municipio de Santa Sofía, Boyacá, conoce muy bien, como cientos de familias de desapa-recidos que no han vuelto a casa. Ella clama y reclama por la desaparición de Yolanda, su hija, de la que no se sabe nada desde 1997.

El barrio La Manuelita, de Suba, ubicado al norocci-dente de Bogotá, salió en las primeras planas de los periódicos por hechos que de 1995 a 1997 ocurrieron en la misma cuadra, que era tranquila hasta que co-menzaron a desaparecer mujeres entre los 13 y los 19 años de edad. La última del grupo fue María Yolanda Perdomo Pinilla, desaparecida el 24 de julio de 1997, día de su cumpleaños.

—Ella no se demoraba, y cuando lo hacía, llamaba a avisarme —asegura Temilda.

—Y de tanto denunciar, ¿usted no siente miedo?

—¡No, pero si yo ya qué puedo hacer! Ya me quitaron una parte de mí, mi hija. Ahora, ¿qué más puedo per-der? Ya no tengo miedo.

EternamenteYolanda y Yesenia

{Temilda Pinilla y Florinda Farfán no pierden la esperanza de encontrar a sus hijas, quienes desaparecieron junto con otras tres jovencitas hace más de 15 años en el

barrio La Manuelita, de Suba. El único sospechoso vinculado al caso fue absuelto por falta de pruebas. Si en lo que va del 2013 se han reportado 950 casos de desaparecidos en Colombia (634 hombres y 316 mujeres), según cifras de Medicina

Legal, este drama no es del pasado.

Texto y fotos: Karen Aroca González [email protected]

Diana Ravelo Méndez [email protected]

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Cuando Temilda habla de su Yoli le saltan las lágrimas. Sin saber de leyes y escasamente con el bachillerato, ella ha recorrido todas las instancias y ha apelado a los derechos que se le deberían respetar, según la Constitución de 1991.

El Gaula, el desaparecido DAS, Medicina Legal, la Pro-curaduría, la Defensoría, la Fiscalía, la Policía, algún político charlatán, canales de televisión, periódicos, audiencias y abogados ineptos han abierto y cerrado sus puertas a las madres de las desaparecidas.

Más preguntas que respuestas quedan de este largo caso. De su bolso, Temilda saca una abultada carpeta de color rojo. Encabeza el papelerío la primera denun-cia realizada en un CAI cercano a La Manuelita. De resto, con impotencia, Temilda pasa hoja por hoja y se asoman muchos sellos de “Recibido”, que no son ga-rantía de una respuesta, sino de un trámite cumplido.

“Hasta que uno no siente el dolor…”

La esperanza es lo que mantiene a Temilda con dispo-sición para atender entrevistas y responder las mismas preguntas una y otra vez.

“Antes de que Yolanda desapareciera yo había visto en televisión que las otras niñas estaban desaparecidas. Pero, lo que digo yo, hasta que uno no siente el dolor en carne propia, uno no se concientiza… Yo lo vi en las noticias e incluso me colé en una de las marchas”.

Todo comenzó en 1997, un año caracterizado por los recurrentes paros de maestros oficiales que exigían aumento de salario. En ese contexto ocurrió la desapari-ción de Yolanda, quien un 24 de julio se fue antes de lo esperado del colegio distrital Miguel Antonio Caro en el barrio Quirigua. “Yo no sabía que los maestros tuvieron una reunión a las ocho y despacharon a los estudiantes desde temprano. Preciso ese día no fui por ella porque estuve enferma; tenía casi un mes de embarazo”.

Ese día Yolanda se devolvió en bus a Suba con una compañera del colegio que se bajó antes. Hay testigos que la vieron llegar a la esquina de su casa. Cuenta una conocida que ella vio en ese lugar a un vecino (cuyo nombre prefieren reservarse por motivos de seguridad), haciéndole señas con las manos a la joven, quien, inexplicablemente, se fue con él.

La torta se quemó, el almuerzo se suspendió. Era la una de la tarde y Yolanda no llegaba a casa. Temilda recuerda su desespero; su corazón de madre comen-zaba a presentir algo malo. La fiesta de cumpleaños de Yolanda, con el ramo de flores y frutas, la torta y las sorpresas tuvieron que esperar. “Al fin no hubo almuerzo. Yo salí a la calle, a la avenida. Miré los buses pa’ver si venía algún compañero de ella, pero nada”.

“Pero, Temilda, si Yolanda sí llegó. Vaya adonde el veci-no, que ella está allá. De pronto le pidió que le cuidara a los hijos o algo”, le dijo una amiga del barrio cuando vio su desespero.

Anhelando que así fuera, Temilda se tranquilizó. “Yo dije: ‘¡Está allá!’, Dios mío, gracias. No tenía sospechas sobre él, pero se me hizo muy raro todo”.

Con la ilusión de encontrarla, fue a la casa del vecino, en la parte de arriba de la cuadra; tenía la radio a todo volumen. Temilda timbraba y timbraba, pero nadie salía.

Mientras tanto, Jaime Perdomo, su esposo, fue al CAI más cercano a contar el caso. Temilda regresó a casa del vecino. “Yo le pregunté que qué estaba haciendo él cerca a mi casa. Entonces él se puso todo pálido, daba saltos de un lado al otro, no hallaba qué decir… Yo le pregunté: ‘¿Usted vio a Yolanda hoy?’. Él me dijo que no, que él no la había visto, que en ningún momento. Todo me lo negó”.

Decidida, volvió a esta casa acompañada de la Policía. No se pudo hacer mucho porque los agentes no tenían orden de allanamiento. Sospechando de la situación, a Temilda se le ocurrió quedarse enfrente del domicilio. “Para mí, mi hija sí estaba ahí, pero no ve que nadie me quiso acom-pañar a quedarme esa noche”, dice Temilda con un tono de ira mezclado con arrepentimiento.

La desaparición de Yolanda, la última ocurrida en La Manuelita, despertó las sospechas de otras cuatro madres que se sintieron identificadas con la histo-ria. No hay rastro alguno de Nini Johanna Moncada,

La calle de las desapariciones en el barrio La Manuelita.

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desaparecida en 1995 a los 11 años; Andrea García López, a los 14; Johanna Hernández, a los 18, y Julie Jessenia Chacón, a los 13, estas últimas tres en 1996. Todas se perdieron en el mismo sector, y hoy están en el olvido. En el 2009 se realizó la Marcha de las Antorchas, en la que los habitantes firmaron un pacto de seguridad y convivencia con la administración dis-trital. Ahora el barrio tiene más casas, más negocios y menos problemas de seguridad.

Insultos y negligencia

Desde el momento en que su hija desapareció, a Temilda le ha tocado llenarse de valor para soportar amenazas y más de una ofensa. Hasta la vecina que vio por última vez a Yolanda, la ha insultado. “Ahora me dice que por qué no rompí la puerta que estaba cerrada. Está toreada que porque la citan al juzgado a declarar; ¡que esa mierda ya está cerrada, que esa mierda ya no sé qué!”, cuenta Temilda para ilustrar el miedo de muchos a decir la verdad.

El temor es algo que Temilda ha perdido con el tiem-po. “A mí me decían que si no me daba miedo meterme con ese viejo. Pero yo dije: ‘Es que yo no me metí con el viejo; el que se metió conmigo fue él. Yo a él no lo estaba llamando ni le estaba diciendo que se robara a mi hija, lo que más quería’”.

Amenazas telefónicas, panfletos, insultos y hasta burlas es algo con lo que ella ha tenido que lidiar durante más de quince años. Un día recibió debajo de su puerta un aviso en mayúsculas con mala ortografía y letras recortadas de revistas. “SuS hijaS no eStan vivaS. SuS hijaS laS violo laS mato laS eSquartiSo laS voto al rio juan amarillo. Fue l.a.”, decía el anuncio.

Y hasta de la Policía ha recibido insultos. Cuando fueron a poner la denuncia al CAI, Temilda asegu-ra que le dijeron: “Que no, que tranquila, que esa hijuetantas estaba con el mozo en la residencia y que no me afanara”. Pero ella tiene claro que para su edad, Yolanda no era de esas niñas que se volaban para irse con el novio.

Temilda, boyacense, de una familia devota y conserva-dora y de principios católicos, tomó la determinación de ser cristiana cuando un día se confesó y no encon-tró más respuestas.

—Padre, es que se desapareció mi hija —dijo Temilda llorando.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó el sacerdote.

—Cumplía 19, padre.

—Ah, eso no se preocupe, que eso debe estar con el novio —aseguró el cura con tranquilidad.

Florinda Farfán, madre de Yulie Yesenia Chacón, niña desaparecida desde el 20 de febrero de 1996.

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“¿Sí ve?, yo sufrí mucho. Yo decía: ‘Si eso me lo dijo un cura, ¿qué esperanza tengo?’. Antes pensaba hasta en matarme, no lo hacía porque tenía el bebé”, comenta ella.

Ahora Temilda no llora, al menos no lo hizo en las audiencias cuando estaba frente a frente con el vecino sospechoso, que hace poco fue absuelto por falta de pruebas frente a las desapariciones que lo vinculaban en el caso.

“Uno es el que busca y el que llama” Temilda se ha pasado todos estos años de aquí para allá y acullá en marchas, audiencias y reuniones que salen en los noticieros, todo sin resultado. “Nos reu-nimos con Ernesto Samper, con Piedad Córdoba, con el fiscal general de la nación. ¡Bah!, fuimos a hablarle a Piedad y esa vieja no nos paró bolas”.

Hace algunos años estuvo casi todo un día en Medicina Legal viendo álbumes con fotos de muertos no identi-ficados desde 1997. Y por buscar a su hija en medio de cadáveres de NN estuvo mucho tiempo con gripa.

“Dondequiera que me decían que habían encontrado a alguien, yo iba y miraba, pero no, no era ella”.

—Mire, mire esto es lo de Medicina Legal —indica mostrando la hoja en la carpeta.

—¿Hay algún seguimiento de Medicina legal o de alguno de los entes investigadores para que la llamen y le digan cómo ha avanzado el caso? —preguntamos.

Temilda abre los ojos

—A nosotras siempre nos ha tocado llamar y hacer todo. Antes, las entidades son las que nos han llamado a preguntar: “Y ¿qué han sabido? ¿Qué han hecho?”.

Temilda ha soportado duras pruebas en su vida. Cuando desapareció su Yoli, tuvo que sobrellevar un embarazo riesgoso porque le dio preeclampsia y le ordenaron permanecer en reposo, pero ella no pudo. Su bebé nació prematuro, en noviembre de 1997, y al tiempo que lo cuidaba en el hospital y atendía a su otro niño de ocho años, iba a entidades como la Fiscalía y Medicina Legal para darle seguimiento al caso de su hija.

“Se llevaron a una, pero me dejaron a otro”, afirma Te-milda. Su hijo Alberto, que cumplió quince años, conoce a Yolanda por el retrato que está entronizado en la sala.

“Yolanda era una niña, es una niña muy juiciosa. Nunca la veía en la calle o con novios o amigos. Es que se llevaron niñas de su casa”.

Por ahora, la búsqueda continúa. Con ayuda de un abo-gado asignado por la senadora Gilma Jiménez, Temilda y las otras madres esperan entablar una demanda en tribunales internacionales porque están cansadas de la negligencia de los funcionarios públicos.

Por pocos recursos económicos, “falta de pruebas”, muchos “Recibido” en el papel, el miedo y el silencio de otros, las inconsistencias entre jueces y las audien-cias inconclusas, el caso sigue en las mismas. Estanca-do, como las aguas del Juan Amarillo.

Como en la vieja canción de Pablo Milanés, Temilda se-guirá esperando a Yolanda, a su Eternamente Yolanda.

El cuarto intacto

Florinda Farfán le mantiene el cuarto intacto a su hija Yulie Yesenia Chacón Farfán desde aquel martes 20 de febrero de 1996, cuando la niña de 11 años salió para el Colegio Cooperativo San José de Calasanz, donde

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Las madres de las tres niñas desaparecidas. De izquierda a derecha: Florinda Farfán, Temilda Pinilla y Heroína Bello.

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comenzaba el séptimo año. Estuvo en clase, se sabe que salió para su casa, pero nunca regresó.

Como si no pasaran los años, los juguetes —entre esos su favorito, Guri-Guri, un muñeco grande que le había pedido al niño Dios—, las dos camas con cubrelechos en ojalillo y el mueble de madera siguen en el mismo lugar. Lo único extraño es el arrume de pancartas, con frases como: “Yesenia, no dejaré de buscarte”, “Los desaparecidos también son secuestrados”, “Exigimos igualdad de derechos ¿Quién nos responde?”.

De las paredes azules del cuarto cuelgan varias foto-grafías de la niña en momentos especiales. En la sala de la casa, Florinda tiene un altar para rezar por su pronto regreso.

Cadena de impunidad

Florinda ha recorrido el país buscando a su hija. Una vez, luego de salir la foto de Yesenia en un programa del periodista Ramón Jimeno, la llamó un señor de San José del Guaviare y le dijo que había una niña que se llamaba igual y que era muy parecida a la de la pancarta. Florinda consiguió que un coronel de la Policía la llevara en una avioneta.

“Por allá llegamos, fuimos investigando, localizamos a una niña llamada Yesenia en el Sena, tenía más o menos las mismas características, pero su cara era delgadita. No era mi hija”, contó.

Después, la llamaron de la Fiscalía y le dijeron que dos muchachas decían que la habían visto en un lugar que se llamaba El Retorno y que estaba en la guerrilla. La fiscal que tenía el caso mandó una carta para que hicieran la investigación y le confirmaron que sí, pero nunca se concretó nada.

—Y ¿usted qué piensa sobre eso? —le preguntamos.

—Es una burla con el dolor de uno; en una oportuni-dad trataron de hacer creer que el caso ya había sido resuelto. Yo solo me pregunto: si la niña está en la guerrilla, el tipo que tenían como sospechoso no la mató, y si él la mató, eran mentiras de la investigadora que hizo eso por salir del paso.

El hombre al que se refiere Florinda es al mismo vecino de Yolanda, condenado por el asesinato de su esposa y que, según denunciaron sus cuñadas, estaba relacio-nado con la desaparición de varias personas en La Manuelita. A finales del 2012, un juez lo absolvió.

Estas no son las únicas versiones que hay sobre la desaparición de la niña. Al segundo día de su ausencia fueron capturados Jaime Humberto Arias Orozco y Floralba Fino Mendieta por el testimonio de una menor

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Yolanda pequeña.

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de edad, que dijo haberlos visto subir a Yesenia en un Volkswagen rojo. Nunca fueron vinculados ofi cialmente a la investigación.

En otra ocasión, la hermana de Florinda recibió la llamada de una joven que supuestamente era Yese-nia. “Ella pedía que la buscaran. Mi hermana le dijo que la estábamos buscando por cielo y tierra, que nos diera alguna pista, y ella solo respondió que estaba en una fi nca. Luego se cortó la comunicación”. Duran-te días, Florinda esperó que se volviera a comunicar. Nunca sucedió.

Recibió llamadas de varios desconocidos pidiéndole dinero y asegurando que tenían a la niña en su poder. “Recibí a un hombre en la casa, me robó la grabadora y el celular. El man vio las pancartas, llamó y dijo que él sabía dónde estaba mi hija, que alistara cinco millo-nes”, cuenta con indignación.

—¿Cuál de las versiones considera la más certera? —le preguntamos.

—Uno no sabe, la cabeza es como un casete que va y vuelve. Ya solo les doy credibilidad a las pruebas. Como no vi nada, no puedo levantar una calumnia y uno por más afectado que esté no puede acusar a nadie sin evidencias. Todas las versiones suenan verí-dicas y las autoridades no han investigado para saber cuál es la verdadera.

En su angustia, esta madre ha acudido a todos los me-dios: mentalistas, parapsicólogos, lectores del tabaco, del chocolate y hasta se contactó con una clarividente que reside en España y que le mandó unos dibujos en los que, según la mujer, se veía la ubicación de su hija y las otras niñas desaparecidas. “Esto lo entenderá Mandrake. Nos dice que el río que sale ahí es el Juan

Amarillo, un humedal, y que veía como ruinas. Me dijo que estaba en un sitio donde habían construido unas torres”, cuenta Florinda mientras tiene un su mano una hoja con unos extraños y confusos trazos.

Ella abre uno de los cajones de un mueble donde con-serva muchos regalos empacados, el de cada Navidad, para que cuando su hija regrese pueda recuperar algo de las celebraciones que pasó lejos de casa.

En otro cajón tiene archivadas todas las publicacio-nes sobre el caso; clasifi có por fechas los artículos de prensa y los pegó en pliegos de cartón cartulina; el material de video lo pasó a DVD. Enseña algunos vo-lantes con los que ha empapelado las calles bogotanas y por los que ha recibido amenazas.

“Una vez me llamaron y dijeron: ‘Vieja HP, deje de estar empapelando toda la ciudad si no quiere que le quememos la casa’”. Denunció esa amenaza ante del DAS, tiempo después le dijeron que la llamada había sido hecha desde un radioteléfono y por eso era muy difícil rastrearla.

En el caso de Yesenia ha habido una suma de circuns-tancias desafortunadas, entre ellas el cambio constan-te de detectives o su ausencia, lo cual ha obligado a las madres a investigar por su cuenta, pues para las autoridades, como una vez le contestó un fi scal a Flo-rinda, hay casos más importantes. Otro elemento que complicó el curso de la investigación fue que se dejó pasar mucho tiempo para llamar a declarar a testigos, y algunos nunca fueron citados.

Son todas estas incoherencias las que la llevan a pre-guntarse: “Si han encontrado secuestrados debajo de una piedra, ¿por qué no van a encontrar unas meno-res que desaparecieron a plena luz del día? ¿A mí de qué me sirve que el caso esté en alguna estadística? A mí me sirve es que hagan una gestión. A uno no lo tienen en cuenta por el tipo de desaparición; ¿tienen más importancia las desapariciones por parte de la guerrilla? Si hubiéramos tenido plata, ya sabríamos quién fue”.

Y ahora que se cerró el proceso y se absolvió al único sospechoso, la impotencia es mayor porque ya no saben adónde acudir. Un abogado que le asignaron le dijo que tenían que esperar el recurso de apelación, pero para ella eso no es sufi ciente.

A pesar de todo, Florinda Farfán sueña con su hija viva, de uniforme y con el anillo de oro que le había regalado por pasar en “limpio” el año. Ella ha sabido de gente que aparece después de 20 años, y esa es su esperanza con Yesenia. Aunque ya no quepa en la ropa que le guardó.

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Fantasmasde la 26Texto y fotos: Felipe González Saavedra [email protected]

{Las esculturas de la avenida 26 parecen fantasmas que luchan por sobrevivir en la ciudad y que hacen parte de un museo que pocos conocen, pero que

todos han visto: el Museo Vial Avenida El Dorado. Las obras de la fase III del Transmilenio no respetaron este patrimonio, cuyo mantenimiento es difícil y

costoso. La líder del proyecto de restauración habla con Directo Bogotá.

Las esculturas del espacio público de Bogotá son sus habitantes más silenciosos. De ellas no se desprende la algarabía de las plazas, ni el alarido de las calles. Están ahí, quietas, casi monolíticas, soportando estoi-camente el paso del tiempo, las inclemencias del clima capitalino, los rayones de los vándalos y los grafitis de artistas incomprendidos.

Pero esto no es todo. Los interminables proyectos urbanos de una ciudad que no deja de transformarse también tienen impacto negativo en las esculturas del espacio público, como ha sucedido con la construcción de la fase III de Transmilenio por la avenida 26. De forma sorprendente —teniendo en cuenta la mala pla-neación del Distrito—, alguien se dio cuenta de que la integridad de las obras artísticas estaba en riesgo por la descomunal cantidad de partículas de polvo que se levantaban día a día durante la construcción.

Desde entonces, las silenciosas esculturas de la avenida 26 han aparecido convertidas en fantasmas blancos y anónimos que han llamado la atención de la ciuda-danía. Responsable de estas fantasmagorías es Camila Zuluaga, restauradora de bienes muebles de la Univer-sidad Externado de Colombia y líder del proyecto de conservación y restauración en la avenida 26.

Monumentos con historia clínica

En 2009, cuando comenzó el proyecto de forma paralela con las obras de Transmilenio, Zuluaga y otros cuatro restauradores fueron contratados por las empresas

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patriMonio**

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concesionadas por el Distrito para realizar un diag-nóstico de cada pieza y luego hacer los cubrimientos para mitigar el impacto. En primer lugar, Zuluaga y su equipo identificaron dos tramos con presencia de esculturas y monumentos: uno de ellos va desde la carrera 3ª con calle 19 hasta el Cementerio Central y desde la avenida 26 hasta la calle 32 con carrera 7ª, concesión de Confase; el otro va desde el Cementerio Central hasta la Avenida Cali, concesión de Colvías. Según Zuluaga, en estos trayectos hay alrededor de 50 esculturas, entre públicas y privadas, hechas de piedra, metal y cemento.

Identificadas las piezas, se realizó con cada una lo que los restauradores llaman una “historia clínica”, que consta de dos partes. En la primera se realiza una des-cripción detallada de la obra y se consigna lo referente a su historia, a su trayectoria en el tiempo y a su sig-nificación como obra artística. En la segunda viene el diagnóstico, que consiste en establecer los deterioros o patologías de la obra —alteraciones como abrasio-nes, ataques biológicos, deformaciones, desajustes de ensamble, desunión de piezas, grietas, manchas, levantamiento de pintura, rayones o suciedad— para tomar medidas.

Los cubrimientos

Diagnosticada cada una de las 23 obras que hicieron parte de este proyecto, encontrar la forma de cubrirlas representó un reto para el equipo de restauradores. Las primeras seis esculturas con las que trabajaron —La Rebeca, El Águila Agustiniana, El Guerrero Agustiniano, Camacho Roldán, Las Edades de Bogotá y El Girasol— fueron cubiertas con unas estructuras semejantes a casetas. Sin embargo, en una ciudad donde los indi-gentes y los habitantes de la calle deambulan por el centro sin techo alguno, las cubiertas se convirtieron rápidamente en albergues nocturnos. Y además de la podredumbre producida por los excrementos y la orina que los ocupantes dejaban al pie de las esculturas, en-frentaron una situación más grave cuando una mañana cualquiera apareció el cadáver de un hombre en uno de los cubrimientos.

Luego de que el equipo de restauradores expusiera la situación ante el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural —custodio de los monumentos y las esculturas de carácter público— se decidió retirar el cubrimiento y forrar las obras con un material protector. Ese material, como explica Zuluaga, debía no solo proteger la escul-tura de la lluvia, la humedad y el polvo, sino que debía dejarla respirar, de tal manera que cuando hiciera sol no se creara un microclima por dentro, lo que llevaría a la aparición de pasto y hongos. Se eligió un geotextil

blanco, material utilizado en obras civiles por los inge-nieros entre la capa de tierra y el cemento que, para el caso de las esculturas, era apropiado porque, además de atrapar las partículas de polvo, permite que el agua se evapore y deja así respirar las obras.

El dispendioso proceso de ceñir y coser el material a cada una de las piezas fue una prueba de paciencia para el equipo de restauradores, tanto por la dimen-sión de algunas como por la particularidad de sus con-tornos. El tiempo que cada pieza ha estado cubierta ha dependido estrictamente del avance de las obras de Transmilenio. Así, mientras algunas piezas estu-vieron cubiertas durante algunos meses en los tramos construidos rápidamente, otras llevan más de dos años convertidas en fantasmas. Aquellas que ya han sido destapadas y que, según el diagnóstico lo requerían, se limpiaron y desinfectaron con un jabón especial y les borraron los grafitis mediante un proceso conocido como sandblasting, para remover las marcas de pintura sobre superficies metálicas con arena a presión. Desde que finalizaron las intervenciones, y a pesar de que los encargados siguen monitoreando las piezas, las sufridas esculturas quedaron una vez más abandonas a su suerte.

El Museo Vial Avenida El Dorado

Paradójicamente, la aparición de estos fantasmas ha visibilizado más que nunca las esculturas de la ciudad y ha revivido un fantasma mayor del que muchos nun-ca han oído hablar: el Museo Vial Avenida El Dorado.

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El 6 de agosto de 1994 se inauguró el proyecto de museo vial a cielo abierto en la avenida 26, corredor de entrada internacional a Bogotá desde el aeropuerto El Dorado. El proyecto había sido impulsado con motivo de los 456 años de Bogotá por la primera dama de la nación, Ana Milena Muñoz de Gaviria, cuya iniciativa estaba inspi-rada en algunas avenidas europeas, como los campos Elíseos en París o la avenida de La Libertad en Lisboa.

Por medio de convocatoria e invitación, las primeras obras fueron donadas a la ciudad por reconocidos artistas plásticos del país y del exterior. Así, en el separador de la 26, se emplazaron las primeras siete obras: Pedazo de río, de Bernardo Salcedo; Horizontes, de Édgar Negret; Doble Victoria Alada, de Eduardo Ramírez Villamizar; El viajero, de Antonio Segui; La Ventana, de Carlos Rojas; Intihuatana, de Fernando de Syzlo, y Eclipse, de Ángela Gurria.

A partir de ese momento, al Museo Vial Avenida El Dorado se le han ido sumando más obras, tanto en el separador como en las márgenes de la avenida 26, donde se encuentran varias piezas de carácter privado que han sido adquiridas para las entradas de los edifi cios nuevos. En general, a pesar de que las piezas carezcan de iluminación nocturna apropiada, de que no existan placas que las identifi quen y de la ausencia de medidas para custodiar y preservar cada escultura, el museo ha logrado parcialmente convertirse en aque-llo que se había propuesto.

La importancia de estas obras no es menor, como muy bien lo consignó la Secretaría de Recreación Cultura y Deporte en su Guía de esculturas y monumentos conmemorativos en espacio público. Según se lee en el prólogo, estas esculturas “son fragmentos que traen a la mente el pasado o refrescan la vigencia de un acontecimiento. Estas obras conmemorativas que se encuentran en espacio público de Bogotá, no solo embellecen las calles, sino que robustecen la memoria. Dispuestas en pasos peatonales, avenidas o parques, las esculturas son pausas obligatorias de la refl exión, que hoy representan una importante colección de bienes muebles patrimonio de todos los ciudadanos”.

No obstante su valor histórico, simbólico y artístico, las esculturas de este museo, y las del espacio público en general, parecen ser vistas como parte del mobiliario urbano, como si fueran un paradero, un semáforo o un poste de luz. Este hecho puede constatarse en la acti-tud de la ciudad hacia sus esculturas, que oscila entre la indiferencia y la trasgresión. Los indiferentes pasan de largo cada día, ignorando unas piezas que, a pesar de su aparente mutismo, hablan de escenas y perso-najes que hacen parte de la historia y de un supuesto imaginario colectivo. Los trasgresores, por su parte, de forma arbitraria violentan las esculturas con mensajes intrascendentes rayados sobre metal o con pintura.

Ante este panorama, cualquier intento de restaurar o conservar la integridad de las piezas equivale a una suma de frustraciones. Poco tiempo tardaron las hordas de barras bravas y grafi teros en estampar su impronta una vez más sobre algunas de las esculturas desnudas, tras destapar los cubrimientos. Piezas de algunas obras han sido robadas, los colores de otras han desaparecido y el óxido no da tregua en su actividad corrosiva.

El pasto en el separador de la 26 está largo y resulta inevitable pensar en un cierto descuido, en una cierta indiferencia. En defi nitiva, el museo está ahí, inelu-dible e innegable, pero relegado a un anonimato que demanda reconocimiento y respeto. Porque más que habitantes de la ciudad, las esculturas de este museo cuentan su historia.

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La casa de los avioncitos de papel

Texto y fotos: Mariana Toro Náder [email protected]

{En la Galería Santafé —que funciona provisionalmente desde enero de 2012 en el barrio La Magdalena, localidad de Teusaquillo, cuando fue trasladada

de su sede habitual en el Planetario—, está abierta una peculiar exposición de tintes surrealistas, que las visitantes recorren patidifusas.

Se ingresa por la puerta esquinera que saluda a quie-nes transitan por la carrera 16 con calle 39. Es una casona estilo inglés, de dos pisos, en ladrillo. Dos ce-ladores custodian la entrada, lo cual intimida un poco a las dos jóvenes que quieren seguir. No hay costo. Ningún expositor recibe a las visitantes, ningún guía. Sienten un poco de desasosiego por pensar que están irrumpiendo en propiedad privada.

Hay tres habitaciones en la planta baja. En la primera, a la derecha, no hay nadie. Dos mesas con tres asien-tos es lo único que llena el lugar. Quizás está pensado así, pues las cuatro paredes pintadas de blanco están rayadas con crayola. En efecto: la chimenea tiene las municiones, de todos los colores, para quien desee usarlas. Frases como “amistad, amor, todo es la misma basura” y “no sé pintar”, jeroglífi cos en portugués, caricaturas y arcoíris llenan los muros de arriba abajo. La sensación es la de estar en un jardín de infantes. Todavía, nadie acude.

El segundo cuarto es una especie de ofi cina. Una silueta sin rostro digita entre libros y escaparates de colores. Es increíble que nadie se acerque a explicar algo. Un grupo de hombres y mujeres, tal vez entre los 23 y 35 años, están sentados en el suelo de la última habitación. La mayor parte de lo que dicen es inaudible. Se ríen. Por lo visto, hablan trivialidades. No miran afuera de su burbu-ja cuadrada. El público parece ser invisible.

La casa es antigua pero bien mantenida. Las escaleras invitan a subir. Una particularidad salta a los ojos:

ARTe*} ]

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pequeños avioncitos de papel cubren vigas anaranja-das y verdes fosforescentes en el techo.

En el segundo piso hay otro celador sentado frente a una máquina de coser. Tampoco dice nada. Todo se asemeja al teatro del absurdo. La exposición actual de la Galería Santafé parece salida de una escena de Ionesco. Una pared —blanca, de nuevo— llama la atención por sus letras negras. “Habitacción. La acción de habitar. Ha-bitar una casa como metáfora de habitar una sociedad”. Así se presenta la exposición.

En el primer cuarto, hay cuatro obras. Una estantería con tacones, sin los zapatos; una tabla con pequeños frascos de remedio, sin líquido adentro; tres cubículos, uno encima del otro; y dos cuadros redondos donde se alcanza a ver una licuadora con un pez adentro, como si fuera su acuario.

En el segundo cuarto, lo primero que se ve al entrar es un cuadro de madera, con una pintura de un avestruz caminando en un jardín con adoquines. Abajo se lee,

en una suerte de collage: “Las rayas o rayitas son muy importantes”. Ninguna comprende. Se voltean al tiempo y, más que una sonrisa, sus bocas dibujan una mueca. Una casita verde aguamarina yace sobre grama en una esquina. Perfectamente podría albergar dos perros grandes, pero está vacía.

El tercer cuarto solo tiene una casa, más grande, de te-cho azul, iluminada por dentro. Tiene unas miniescaleras que si alguien las pudiera usar, llevarían a la sala de es-tar. Desde afuera se logran ver unos cuadros de batidoras y cucharas de palo, como colgadas en la cocineta.

El último cuarto es donde —se supone— viven los artistas. Un colchón cubierto con una cobija de Hello Kitty, una sombrilla abierta y unas cajas son lo único en el suelo. Todas las paredes tienen mensajes de los “habitantes”. En medio de lo incomprensible de la muestra, pueden leerse fácilmente los rayones: “Sui-cidio”, “como Pedro por su casa”, “a 100 pesos, tres minutos”. Inexplicablemente, los ojos tienden a recaer sobre el dibujo de una mujer desnuda, recostada con las piernas abiertas, con una fl echa que sale de su pel-vis: “Una vez intenté salir de aquí, irremediablemente siento que de alguna forma sigo ahí”.

La extrañeza de las visitantes crece. En una búsqueda por encontrar cualquier indicio de cordura, entran al baño. El sentimiento de desazón aumenta. El fondo de la tina está cubierto de avioncitos de papel. Hay un televisor en una esquina, del que sale una música irritante, voces de niños que juegan a la rueda-rueda, pero que no cantan, sino que tararean. Las imágenes que se repiten son manos de adultos que pasean ju-gando sobre un vidrio con más avioncitos de papel.

¿Acción de habitar? Por lo visto, no. Las dos espectado-ras deciden bajar y abandonar la galería. Las personas del cuarto siguen ahí. Ambas les agradecen a los celado-res. La casa las despide con una brisa de alas de aviones. Se mueven las puntas de los pinos. El símbolo del ying y el yang, construido en arenilla pintada de blanco y negro, se mantiene inmutable, contradiciendo un poco la perturbación del ánimo.

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patriMonio**

Cu cu, cantaba la rana

Texto y fotos: Juan Sebastián Alba Torres [email protected]

{En una vieja casa del barrio Restrepo funciona desde 1946 un

restaurante que ha sido lugar de encuentro para generaciones de

bogotanos, famoso por su parrillada.

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En 1946, cuando Mariano Ospina Pérez se posesionó como presidente de Colombia y Alfonso Senior fundó el equipo de Millonarios, en el Restrepo —el tradi-cional barrio de los zapateros—, en la esquina de la actual carrera 24H # 20-10 sur, la señora Rosa León de Rodríguez fundó el restaurante Donde Canta la Rana.

Desde su fundación, el restaurante ha funcionado en la misma casa, cuyas habitaciones en galería se volvieron salones alrededor del solar central, que se han ido remodelando con el tiempo. A la entrada del establecimiento, que conservó el nombre de la hacien-da cercana al río Suárez —entre los departamentos de Boyacá y Santander—, está la placa distintiva de la rana precolombina y la pequeña puerta que introduce al visitante en una especie de charca seca, con profu-sión de fi guras de ranas y pinturas de estos anfi bios en paisajes campestres y citadinos de todo el mundo. “Esos cuadros de las ranitas los pintó Guillermo Arria-ga, un gran amigo que murió muy pronto”, dice Emilia Rodríguez, la administradora del restaurante.

Negocio de familia

El restaurante siempre ha pertenecido a la familia Ro-dríguez y, curiosamente, la mayoría han sido mujeres. “El restaurante lo comenzó mi mamá; cuando ella mu-rió siguieron manejándolo mis dos hermanas, y cuando ellas murieron seguí yo con el hijo de una de ellas”, dice Emilia. Nunca, durante los 67 años de funciona-miento, ha sido cerrado y esto gracias a la clientela fi el; sin embargo, sí hubo un intento de hacer otra su-cursal en la calle 116, pero el proyecto no se concretó porque la hermana que lo estaba montando enfermó.

“Muchas familias que antes vivían en el barrio, siguen viniendo a almorzar los sábados o a veces entre semana”, dice Emilia mientras le da bienvenida a una pareja. Ella recuerda en especial a una familia que visitaba el restaurante por primera vez y pidió la parrillada. A la hora de irse, el señor pagó con un cheque, se levantaron y se fueron sin darse cuenta de que se les había quedado un hijo. “Nos tocó comenzar a llamar al teléfono que habían puesto en el cheque hasta que llegaron a recoger al muchachito”. Por el restaurante han pasado personalidades como Ernesto Samper Pizano y Luis Carlos Galán, “por aquí también venía el doctor Belisario Betancur cuando era joven y bello”, dice entre risas Emilia.

La especialidad de la casa

La parrillada de Donde Canta la Rana es famosa y llama la atención por la forma como la sirven. A la mesa llega un pequeño brasero sobre una tabla de madera, los carbones mantienen la carne, las

costillas, la longaniza y la ubre calientes; la parrilla-da se acompaña con papa salada, un plato de arroz atollado y ensalada. “Es muy buena la parrillada, hace rato no veníamos, pero conocemos el restau-rante hace más de veinte años, es una tradición”, cuenta uno de los clientes. Mercedes Gutiérrez, que empezó a ir al restaurante en 1962, dice que además de la parrillada que siempre se mantiene caliente, acompañada con refajo, lo que más le gusta es la atención y el ambiente fresco de la casa rodeada de plantas. Desde que ella se acuerda, siempre hay cola para entrar.

Al restaurante llegan muchos estudiantes de cocina a ver cómo preparan la parrillada. “Aquí vienen de Verde Oliva, del Sena y otras academias a ver cómo prepa-ramos y cómo servimos la parrillada al mejor estilo tradicional”, dice orgullosa Emilia.

Donde Canta la Rana recibió un reconocimiento del Instituto Distrital de Cultura y Turismo como patri-monio de la ciudad; y considerando que la rana es el símbolo de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá —como se aprecia en las tapas de las alcan-tarillas—, es doble patrimonio.

Entrada al restaurante.

La famosa parrillada bajo las brasas.

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La letra con peganteentraTexto y fotos: Mariángela Urbina Castilla [email protected]

{Cecilia, Rosa y Ana Judith describen todo un sistema educativo con sus testimonios. Estas tres maestras de colegios públicos del centro y el sur de Bogotá hablan del microtráfico, el consumo dentro de las aulas, la violencia y el

dolor que esconden sus estudiantes, aspectos poco conocidos por quienes diseñan las políticas educativas.

}estaciónCENTRAL*[ ]

—Hágame el favor de respetarme, exigía Ana Judith, pero Natalia parecía no escucharla. Seguía saltando, bailando, diciendo:

—Vea, profesora, ahí vienen los ladrones.

—¿Ladrones? ¿Cuáles ladrones, Natalia? Aquí no hay ladrones por ninguna parte.

Los demás estudiantes de ese curso, en un colegio de la localidad Rafael Uribe Uribe, aprovecharon la ocasión para burlarse de la nueva profesora:

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—Sí, profe, los ladrones, ¿no los ve?

Ana Judith no aguantó el caos:

—Me rindo, les dijo con voz entrecortada y salió a buscar ayuda.

—No vaya a llamar al coordinador —la interrumpió uno de los alumnos—. Lo que pasa es que Natalia está drogada.

Ese día de julio de 2011 Ana Judith se sintió tonta. Pensó que sus años de maestra en la provincia no la prepararon para ejercer en la capital de Colombia. ¿Cómo no lo había notado antes? Ahora todo tenía sentido. Natalia había llegado drogada a su clase. Por eso alucinaba, decía incoherencias y los demás debían ocultar lo que pasaba.

No llamó al coordinador ni buscó ayuda. Decidió que lo correcto era avisar a la mamá de Natalia, hablarle de la situación e intentar encontrar las razones que

llevaban a una niña de sexto grado y de doce años a consumir drogas. Cuando Ana Judith vio llegar a la mamá, pensó que era mejor no preguntar nada. Con solo mirarla entendió que a Natalia le hacía falta amor en su hogar, y que la señora no tenía cara de querer una conversación sobre su hija.

Ana Judith es cucuteña. Vive en la capital porque salió huyendo de las amenazas de un estudiante. El miedo que dejó en su ciudad la invadió de nuevo al notar que otras tres niñas tenían actitudes muy extrañas. Un día ya no eran tres, sino diez las que bailaban, saltaban y hasta veían monstruos en medio de la clase. Todas giraban alrededor de Natalia. “Son como una red, se pasan papelitos y se cuidan entre ellas”, recuerda Judith. Desesperada, pidió asesoría a sus compañeros de trabajo.

—Eso es normal, usted cuídese y quédese al margen —le dijeron todos. Nadie se alarmaba. Era inusual la sorpresa de la recién llegada.

Colegio de Kennedy.

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Como Ana Judith insistió en lo preocupante del asunto, el coordinador la nombró directora suplente del curso de Natalia. Después de las horas que tenía con ellas, cuando les hablaba de la importancia de la autoestima, la profesora vio cómo las muchachas empezaron a buscarla.

Valentina fue la primera. Le dijo que le iba a contar algo y le advirtió que era un secreto. Se sentó, cruzó las piernas al estilo yoga y habló con la madurez que se le pierde cuando desvaría por la droga. En cada palabra pronunciada se escondía una vergüenza pro-funda, un vacío insubsanable que no es propio de los niños. Parecía una adulta disfrazada de colegiala.

Valentina, de 11 años, conoció a su papá al cumplir seis, cuando él se presentó en la casa y dijo que quería acercarse a su hija. Días después volvió por ella y le dijo a la mamá que la llevaría a conocer a la abuela. Llegaron a la casa, pero no había nadie. La acostó en la cama y empezó a tocarla.

—Y me violó, profe.

—¿Te tocó solamente o fue una violación-violación? —preguntó Ana Judith con torpeza.

—Violación-violación —contestó Valentina agachando

la cabeza—. Pero yo estaba bien hasta que le conté a mi mamá.

A pesar de todo, Valentina podía vivir tranquila. El pro-blema era que la mamá pretendía obligarla a acercarse de nuevo al papá. Por eso tuvo que contarle, pero nunca le creyó. Esa situación llevó a Valentina a hacerse amiga de Natalia, a consumir droga como Natalia.

Al final de la charla, Ana Judith, llorando, solo fue capaz de preguntar si le podía dar un abrazo. Valenti-na asintió con la cabeza.

En los días siguientes, Ana Judith siguió escuchando historias de niñas con familias descompuestas. Histo-rias protagonizadas por madres erráticas y ausentes. Nunca supo si dijo lo que debía, si actuó correctamen-te. Escuchó mucho, pero nunca escuchó a Natalia. De todas las consumidoras, ella fue la única que jamás quiso acercarse. Supo la razón tiempo después.

Natalia era la expendedora de droga entre sus ami-gas. El padrastro y la mamá le asignaron ese oficio. Por eso nunca hablaba, todas la cuidaban, le temían y la respetaban.

Ella y algunas de sus amigas fueron expulsadas del colegio. Hoy, ni Ana Judith, ni el sistema educativo,

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saben qué pasó con esas niñas. De las diez, queda-ron cinco, por ahora. Ellas cuentan que las que salie-ron se acuestan con cualquiera a cambio de droga. Algunas ya están embarazadas. Ana Judith quisiera escucharlas de nuevo.

******

Escucharse. Eso le hizo falta a la mamá de Émerson el último día de clases de su hijo. “Partida de hijueputas, ustedes nunca entendieron a mi niño”, vociferaba furiosa la señora. Aquel colegio en la localidad de Kennedy expulsó a su muchacho de octavo grado.

Meses después, Rosa, la orientadora del colegio, lo vio sentado en un andén, a la entrada de la fotocopia-dora más cercana. No pudo mirarlo detenidamente. Un breve encuentro con sus ojos la dejó fría. Salió pronto del lugar.

Al regresar al colegio, recibió una llamada.

—Profesora —dijo la dueña de la fotocopiadora—, no vuelva a pasar por aquí porque ese muchacho anda con otros y cargan puñales; viene a buscar pleito. La decepción le inundó los ojos. Émerson estaba perdido. Una vez fuera del colegio, no podía rescatarlo y decirle que estudiara, que había otros caminos, que podía

salir de su problema. La llamada solo le confirmó que era necesario dejarlo ir.

—Émerson, ¿por qué siempre faltas a clase? —le pre-guntó la primera vez que hablaron.

—Yo me quedo por ahí.

—Por ahí ¿con quién?

Émerson no contestaba. Semanas de conversaciones con la orientadora del colegio, quien trabajó durante 19 años en la misma institución, le eran indiferentes. O así parecía. Miraba al piso, hablaba con monosílabos y nunca respondía lo importante: por qué siempre tan descuidado, por qué nunca tenía cuadernos ni hacía tareas, y qué era lo que siempre se llevaba a la nariz en plena clase.

Pero Rosa no se rendía.

—Señora —le dijo Rosa un día a la mamá de Émerson —creemos que su hijo está consumiendo droga.

—¿Ya encontraron una excusa para echarlo? ¿Lo han visto haciendo algo?

—Llega tarde, es descuidado...

—Eso no quiere decir que me hijo esté en eso. Y vea,

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aquí estudian los primos de él, que no me entere yo de que usted regó el chisme.

La señora no podía aceptar una situación que desconocía totalmente. Trabajaba todo el día como secretaria, nunca supo quién era el padre de su hijo y ni siquiera tenía idea de si el muchacho se levan-taba para clase.

Aunque ella no podía enfrentar la situación, Emerson sí.

—Sí, profe, yo meto pegante —confesó finalmente.

En el colegio, dice Rosa, “lo que los muchachos consumen más es pegante y marihuana, porque es lo más barato”. Émerson cargaba un frasquito lleno de pegante en la parte interior de su muñeca. Así podía estar drogado en plena clase.

Él nunca logró rehabilitarse. Rosa se enfrentó varias ve-ces con el coordinador de disciplina, hasta que perdió la guerra. “Es terrible, pero tuve que entender que el bien común prevalece sobre el bien individual, y ya Émerson estaba causando daño a sus compañeros”. Sabían que era él quien vendía droga a los demás.

Por eso, cuando terminó el año escolar en 2010, la mamá de Émerson salió insultando a todo el mundo. Según ella, los profesores al fin habían encontrado la excusa para salir de su hijo. Luego, las denuncias ante el Cadel y la Secretaría de Educación envolvieron al colegio.

******

Cecilia nunca supo cómo terminó envuelta en seme-jante situación. Mientras daba su clase en un colegio en la localidad de Los Mártires, vio que Daniela no pa-raba de llorar. “Ustedes pueden hablar con Dios cuando quieran. Él siempre está ahí”, decía Cecilia mientras Daniela se ahogaba en llanto con cada palabra pronun-ciada por la profesora de ética y religión.

—¿Usted por qué llora tanto? —le preguntó Cecilia al final de la clase.

—Es que es muy malo, muy malo lo que me pasó ano-che. Y como usted nos habla de Dios... me hace llorar.

—¿Muy muy malo? Venga y vamos a donde no nos escuchen.

Daniela, de décimo grado, lideraba una banda junto con su novio. Asaltaban camiones y consumían droga. La noche anterior a la clase de Cecilia, lograron inter-ceptar uno. Mataron al conductor, pero no contaban con su asistente, que resultó ser el papá de Daniela.

—¿Usted qué hizo cuando vio que era su papá? —ex-clamó horrorizada la profesora.

—Le rogué a mi novio que no lo mataran. Me hizo caso y lo tiró a la calle, pero mi papá se dio cuenta de que era yo.{60}

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Más allá de la aulas

Según el Código de Infancia y Adolescencia, es

un Policía de Menores quien debe requisar a un

estudiante si hay sospecha de que porte, consuma

o distribuya drogas. La labor del maestro es

informar de la situación y la Policía se encarga

de tipifi car el delito y luego, dependiendo

del caso, los remiten al sistema de salud. Su

obligación es desintoxicar al estudiante y hacer

un acompañamiento médico. Pero cuando Rosa

remitió a Émerson a Salud, sintió que empezó

a perder lo que había logrado. El muchacho no

encontró el seguimiento necesario.

[

Al terminar la charla, agregó:

—Vea, profesora, mi novio, usted y yo somos los únicos que sabemos. Y mi novio ya sabe que usted sabe. Si a mí me pasa algo, él ya sabe que es por su culpa.

“Eso me pasa por ponerme a hablar con los mucha-chos”, pensó Cecilia. Y también lo pensó el día que vio a dos estudiantes pasarse un arma de fuego en la mitad de su clase.

—“¡Ay!, se me quedó el borrador, ya vengo”. Bajó co-rriendo, a duras penas respiraba. Le pidió al coordina-dor que esperara diez minutos para que no descubrie-ran que era ella la del chisme, y que luego sí subiera a hacer una revisión.

El superior le hizo caso, subió acompañado de un agente de Policía del Menor, y encontró la pistola. Resultó ser de Mónica, una niña de octavo grado que Cecilia quería mucho. Fueron muy cercanas, hasta que se presentó este incidente.

Cecilia ve cómo a pesar de que cambie de colegio, las historias se repiten. Ahora trabaja en Fontibón, y allí, al igual que en otras instituciones, ha visto a los muchachos vendiendo droga dentro del colegio. “Eso sí, cuando uno va a buscarla, no la encuentra. Venden la droga antes de la requisa”.

Y fue precisamente en su nuevo colegio donde conoció a Miguel, y con él entendió que no existe en ella autori-dad para juzgar a los estudiantes. “Yo no he vivido ni la mitad del sufrimiento que a ellos les ha tocado”, afi rma.

Miguel partió un vidrio jugando fútbol. El papá fue a responder por el daño, pues de lo contrario su hijo no podría entrar a clase. Pidió dos días para pagar los $200.000 que costaba y antes de irse, dijo que quería dar una vuelta para conocer el colegio. Al salir, varios profesores notaron que llevaba mucho peso en el mo-rral que cargaba en la espalda.

—Señor, déjenos ver que lleva ahí —le pidieron. Encontraron cinco tapas de los baños del colegio y, sorprendidos, lo recriminaron.

—¡Cómo se le ocurre robarse esas tapas!

—¿Qué quieren que haga? ¿Cómo más pago el dicho-so vidrio?

Mientras Miguel sufre por el precio del vidrio que rompió, Natalia vende drogas y Émerson las consu-me, la Secretaría Distrital de Educación se inventa casi a diario capacitaciones de mil cosas: cómo contrarrestar el matoneo, arte para neutralizar los confl ictos, pedagogía del amor, reciclaje y medio ambiente, vulnerabilidad, drogadicción en menores, liderazgo, gestión de calidad, lectura para el ICFES,

“bienestar al aula”. Los profesores deben asistir y los estudiantes se quedan solos en los salones, en los pasillos, en las calles.

Cecilia, Rosa y Ana Judith aún se sorprenden con el dolor de sus muchachos, pero saben que cada día las blinda más al sufrimiento. Cualquier paso en falso puede hacerles daño a sus carreras o incluso poner en riesgo sus vidas. Como dice Ana Judith, enseñar en estas aulas “es un reto, es olvidarse de las comodida-des. Uno está en zozobra permanente. Nunca sé con qué voy a encontrarme. Si de 40, tres salen adelante, con eso es sufi ciente”.

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“Conocer la ciudad profunda me salvó como escritor”:

Mario MendozaTexto: Carlos Andrés Londoño López [email protected]

En agosto de 2012, en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, Mario Mendoza presentó su nuevo libro La importancia de

morir a tiempo, una colección de historias, crónicas y textos de no ficción que giran en torno a asuntos enfermizos. En el

camerino, antes de salir “a escena”, habló sobre su obra y su relación con Bogotá. Apresurado, como dice ser, responde la

entrevista de pie.

Directo Bogotá (DB): ¿Qué lo lleva a vivir en el cen-tro de Bogotá, a dejar el cómodo norte de la ciudad para involucrarse en el submundo de las pensio-nes, los prostíbulos y la delincuencia?

Mario Mendoza (MM): Fue una cosa casual, la verdad es que yo era un muchacho de clase media ilustrada, colegio privado del norte, que lo tenía todo, pero Bogotá tiene una estructura que es muy cruel, muy segregacionista, que es la estructura norte-sur.

Yo perdí mis privilegios muy rápidamente, a los 18 años. A partir de entonces me vi obligado a vivir en pensiones de estudiantes: me había ido de la casa, no tenía dinero, estaba empezando a estudiar filosofía y letras. Eso fue un desplazamiento, primero, hacia el centro, y de ahí, al sur de la ciudad, y yo creo que ese conocimiento de la ciudad profunda fue para mí una iniciación que me salvó como escritor; porque yo creo que más adelante entraría ese país real en los libros, gracias a que yo lo había vivido y lo conocía de cerca.

DB: Además de esta experiencia, usted tuvo una discusión sobre dejar la docencia y dedicarse a

escribir. Con una frase que para usted fue reve-ladora: “Salta, ya aparecerá el piso”. ¿Es difícil sobrevivir como escritor?

MM: Sí, mucho, porque la tasa de lectura en Colombia es muy baja: 1,6 libros per cápita al año; prácticamen-te eso bordea lo que se llama alfabetismo funcional, es decir, gente que sabe leer y escribir, en teoría, pero que nunca lee, nunca compra un libro, nunca va a las librerías. La ventaja es que yo tengo un públi-co extraordinario, tengo lectores. Yo creo que nos hemos acompañado en los últimos años, hemos venido construyendo una resistencia civil juntos y esa es mi mayor alegría y orgullo.

DB: Para Scorpio City, usted decide entrar en el mundo del ‘Cartucho’ y allí encuentra la novela. ¿Cómo fue ese proceso?

MM: En esa época, ‘Comanche’ estaba dirigiendo El Cartucho, y los habitantes de la calle sacaban una revista de poesía que salía todas las noches de luna llena. Yo corregía esa revista. Me vinculé primero como corrector, pero en realidad yo quería tomar notas para

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una novela, así que tenía como una doble vida muy rara: iba y corregía los textos, les colaboraba, pero en realidad estaba tomando notas para Scorpio.

DB: ¿Cómo se prepara para escribir y qué proceso personal lleva?

MM: Yo soy muy disciplinado, muy constante, tengo un cronograma de trabajo estricto y cuido mucho mi cuerpo. Creo que es muy difícil aguantar uno o dos años sentado en un escritorio trabajando, así que hay que tener un cuerpo entrenado para eso. Soy un es-critor nocturno, aunque durante muchos años escribí en las horas de la madrugada y ya no voy a poder hacerlo porque tuve algunos problemas de salud y un insomnio crónico. También soy una persona que toma notas, que estudia mucho, que revisa los lugares y recorre las calles. Si en algún momento no me acuerdo si ahí al lado había una zapatería, una panadería o un lote vacío, tengo que coger un bus e irme hacia allá a mirar, chequear, para después narrar la historia y que todo quede justo.

DB: Hábleme de una novela que reúne varias de las obsesiones de su literatura: Cobro de sangre. En un comienzo involucra una postura sobre los movimien-tos de izquierda y las ejecuciones extrajudiciales. ¿Escribe usted desde una posición política específi ca?

MM: No. Fíjate bien que tengo una novela donde hay una crítica muy fuerte a la guerrilla y a la izquierda, Los hombres invisibles, donde aparecen los campos de secuestrados y los campos casi de refugiados que están en la mitad de la selva, y hay una novela donde les doy muy duro a los organismos del Estado y paraes-tatales, que es Cobro de sangre. Entonces yo no tengo una posición que sea de derecha o de izquierda, yo creo que cuando voy hacia un lado y meto la nariz ahí donde no quieren, se molestan unos y cuando voy al otro lado se molestan los otros. Pero yo creo que esa es la función de un artista, de un escritor. Cobro de sangre es una de mis novelas preferidas, uno de los libros que más valoro porque lo escribí con terquedad, con fuerza, con desesperación.

DB: Sobre el proceso de creación de los personajes, James Ellroy dice que él es todos sus personajes, ¿usted que cree? Por ejemplo, Samuel Sotomayor se gradúa en la cárcel con una tesis sobre Zalamea Borda y Cuatro años a bordo de mí mismo, igual que usted de la maestría de literatura de la Jave-riana en 1994.

MM: Es raro porque uno va creando una realidad paralela, una especie de universo misterioso que tiene conexiones con este y que al mismo tiempo es una

cosa distinta. Entonces yo podría decir: “Soy todos mis personajes y ninguno”, porque en realidad no soy ninguno de ellos, pero todos tienen rasgos, aspectos que se cruzan y van creando una especie de entropía y al mismo tiempo es un juego caleidoscópico de espejos que se contraponen y de imágenes que van y vienen.

DB: A pesar de que en sus novelas trabaja con un narrador omnisciente, en otras, como Relato de un asesino, lo hace en primera persona. ¿Cómo elige la perspectiva?

MM: Eso es muy difícil, eso te lo va dando el mismo personaje, te lo va dando la historia. Yo tengo na-rradores de segunda persona en singular: “Tú entras, abres la puerta”, que es el caso de Scorpio. Personajes de primera, como lo acabas de decir; también persona-jes en tercera, y el tono te lo da el propio personaje; tienes que dejarte empapar por esa voz que te llega.

DB: Recuerdo que en la novela, en la carta que deja Efraín a Alfonso, un niño que quiere escribir, le transcribe una frase de Camus: “Hay un tiempo para vivir y hay un tiempo para escribir” ¿Cómo entiende esto?

MM: En este libro que acabo de publicar, La impor-tancia de morir a tiempo, hablo de René Rebetez y él decía: “Yo no entiendo cómo hay una cantidad de escritores que no han vivido, que no tienen una vida intensa”. Yo creo que es fundamental vivir intensa-mente. Le recomendaría a un escritor que se enamore y sufra, lo van a abandonar, lo van a dejar, de todo, pero si no tiene estaciones y aventuras, muy segura-mente no podrá escribir.

Mientras Mario termina de responder la última pregunta, caminamos hacia la salida de los “camerinos” que dan al auditorio. Pregunta con ingenuidad si ya llegó la gente, y cuando los delegados de la editorial le dicen que está lleno, se sorprende. Por eso al presentar el libro lo pri-mero que hace es agradecer a los lectores.

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Foto Matías Quintero

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