didi huberman georges - el bailaor de soledades
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Bailaor de soledadesTRANSCRIPT
EL BAILAOR DE SOLEDADES
Georges D idi-H uberm an
Traducción de D o lo r es A g u ilera
PRE-TEXTOS
reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser
previamente solicitada.
Primera edición: noviembre de 2008
Edición Original en lengua francesa:Le danseur des solitudes
Diseño cubierta: Pre-Textos (S. G. E.)Fotografía frontis: Israel Galván en escena
© 2006 by Les Éditions de Minuit © de la traducción: Dolores Aguilera
© de la presente edición: p r e - t e x t o s , 2008 Luis Santángel, 10
46005 Valencia www.pre-textos.com
IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN .
ISBN: 978-84-8191-921-9 D e p ó s ito l e g a l : S-1726-2008
IMPRENTA KADMOS
ÍNDICE
A r e n a s o l a s s o le d a d e s e sp a c ia le s ..................................................... .11
N o c h e s o l a s s o le d a d e s e s p ir i tu a le s ................................................47
R em ates o l a s s o le d a d e s c o r p o r a l e s ................................................ 85
T em p les o l a s s o le d a d e s t e m p o r a le s .............................................. 129
Nota bibliográfica.......................................................................................... 181
Tabla.................................................................................................................. 185
El que percibiera la totalidad de la melodía sería a la vez el más solitario y el más comunitario.
R. M. R ílke
Notas sobre la melodía de las cosas (1898)
Y aún diré que las sigo viendo, porque las sigo oyendo, que es verlas por mirarlas en esa música callada e imborrable que es [la esencia] misma (...) en su efímera aparición imperecedera. (...) La misma que en el aire se aposenta.
J. B er g a m ín
La música callada del toreo (1981)
[Existe] una potencia vital que desborda todos los ámbitos y los atraviesa. Esa potencia es el Ritmo, más profundo que la visión, la audición, etcétera. (...) Lo último es pues la relación del ritmo con la sensación, que pone en cada sensación los niveles y los ámbitos por los que pasa. Y ese ritmo recorre un cuadro de igual modo que recorre una música. Sístole-diástole: el mundo que me tom a a m í mismo cerrándose sobre mí, el yo que se abre al mundo, y lo abre él mismo.
G. D ele u z e
Francis Bacon: lógica de la sensación (1981)
A R EN A SO LAS S O L E D A D E S ES PA CI AL E S
Se baila casi siempre para estar juntos. Se baila entre varios. Los cuerpos se acercan unos a otros, van y vienen sin orden previo, con igual empeño en las vueltas y revueltas. Se rozan, se frotan, se desean, se divierten, se desatan. Una fiesta. Una variante de cortejo sexual. O bien se acercan los cuerpos unos a otros, pero para ordenarse, bajo la batuta de un maestro de ceremonias, e ir al mismo paso e idéntica dirección. Una variante de parada militar, otro género de fiesta. Desde los desfiles de Nuremberg hasta las grandes escenificaciones olímpicas, pasando por las sonrientes coreografías hollywoodienses (mezcla de cortejo sexual, exhibición deportiva y parada militar). Incontables fiestas rituales, conmemoraciones, comitivas fúnebres, grandes plegarias danzadas mediante las cuales una sociedad entera se transforma en masa y se conmemora. Incontables ritos de paso se fundan en un paso común. Ninguna antropología, ningún proyecto que considere la condición humana desde la perspectiva de eso que llamamos, sin duda pretenciosamente, «ciencia del hombre» puede siquiera emprenderse sin plantear la cuestión crucial de la danza. Cuántas veces un pueblo despierta nuestra curiosidad porque nos extraña su manera de bailar.
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Sucede lo mismo, a fortiori, cuando se aborda el fenómeno artístico en general. No hay estética sin «estésica» -sin considerar la sensorialidad-, ni sensaciones sin movimientos del cuerpo, cuya danza revela, repite, repiensa y reinventa las formas. ¿Fue acaso fortuito que Aby Warburg encontrara nuevas bases para la historia de las artes visuales precisamente al plantearse las relaciones existentes entre las obras maestras del Renacimiento italiano, de Botticelli por ejemplo, con las danzas —tanto «populares» como «cultivadas»— que, en el siglo XV y luego en el XVI, reunían los cuerpos festivos en triunfi procesionales, en intermezzi teatrales y hasta en moresche burlescos?1 ¿No aparece toda la historia del arte warburgiana, hasta en los últimos ejemplos de su atlas Mnemosyne —muchedumbres romanas que aclaman, en 1929, el concordato entre el dictador Mussolini y el papa Pío XI, paso orquestado de la Guardia Suiza, hieratismo del dignatario japonés en el momento del harakiri, elegancia clásica de la golfista o desenfrenos colectivos organizados en tiempos de pogromos-, como una interrogación acerca de la manera de bailar los hombres sus símbolos, afectos y creencias para transmitirse, en el tiempo, las formas cultura
1 A. Warburg, «La Naissance de Venus et Le Printemps de Sandro Botticelli. Une recherche sur les représentations de l ’Antique aux débuts de la Renaissance ita- lienne» (1893), trad. de S. Muller, Essais florentins, Klinsksieck, París, 1990, p. 47- 100. Id., «I costumi teatrali per gli intermezzi del 1589.1 disegni di Bernardo Buontalenti et il Libro di Conti di Emilio de Cavalieri» (1895), Gesammelte Sch- riften, 1-1. Die Emeuerung der heidnischen Antike. Kulturwissenschaftlíche Beitrage zur Geschichte der europaischen Rennaissance, ed. H. Bredekamp y M. Diers, Aka- demie Verlag, Berlín, 1998, pp. 259-300.
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les de esos movimientos psíquicos y corporales que Warburg llamaba Pathosformeln, las «fórmulas del patitos»7. 1 ¿Cómo extrañarse entonces de que un historiador de las «supervivencias de la Antigüedad» dedicara tanta atención a la danza ritual que los indios Hopi realizan cada año en extraordinario cuerpo a cuerpo con las venenosas serpientes del desierto?2
La intuición central, al contemplar así el arte desde el punto de vista de los gestos humanos, no consistía en considerar la danza como un arte tan importante como la ar-
rquitectura, la pintura o la escultura, lo cual es obvio.iSino en considerar las «bellas artes» en general como una relación determinada con la danza que ejecutan los cuerpos en casi todas las circunstancias importantes de la vida.)Warburg había encontrado esta idea en los escritos de Jacob Burk- hardt3 y, sobre todo, de Friedrich Nietzsche. ¿No había comenzado éste último por deplorar la separación «teórica»
1 Id., Gesammelte Schriften, 11,1. Der Bilderatlas Mnemosyne, ed. M. Warnke y C. Brink, Berlín, Akademie Verlag, 2000, p. 130-133 y pássim, así como toda la sección de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg -hoy en el Warbug Ins- titute de Londres- consagrada, bajo la cota DAC, a la historia cultural de los gestos. Sobre la noción de Pathosformel, véase G. Didi-Huberman, L’Image survivante. Historie de l’art et temps des fantómes selon Aby Warburg, Minuit, París, 2002, pp. 191-362.
2 Id. LeRituel du Serpent. Récitd’un voyage enpayspueblo (1923), trad. S. Mu- 11er, P. Guitón y D.H. Bodart, Macula, París, 2003.
3 J. Burckhardt, La Civilisation de la Renaissance en Italie (1860-1869), trad.H. Schmitt (1885), revisada por R. Klein (1958), Le Livre de Poche, París, 1966, II, pp. 289-397. [En castellano: La cultura del Renacimiento en Italia, Akal, Madrid, 2004. (N. de ¡a T. J]
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-lo que significa, para él, abstracta y académica- de los diferentes territorios artísticos? «Estamos desgraciadamente acostumbrados a disfrutar de las artes por separado: son absurdas las galerías de arte y las salas de conciertos. Las artes absolutas son un triste vicio moderno.»1
¿Por qué ha sido preciso entonces volver a pensar nuestra modernidad con los danzantes griegos anteriores a Platón? Porque nuestros propios academicismos -todos nuestros aislamientos territoriales en arte y pensamiento, cuanto nos impide ir más allá- no son más que una lejana digresión o digestión del platonismo. Porque el arte del futuro, según Nietzsche, tiene urgente necesidad de «nacimiento de la tragedia», esa edad en la que las artes representaban una cuestión vital, o sea, ilimitada, y «en la que las artes todavía se desarrollaban sin que el artista encontrase teorías del arte ya elaboradas.»2 Porque la danza y la música no estaban aisladas entonces de lo que el filósofo llama sus «circunstancias» antropológicas, cuando la escultura y la arquitectura se pensaban musicalmente, coreográficamente.3
Si Nietzsche escribe, después de Gottfried Semper, que «el humo de las velas de carnaval es la verdadera atmósfera
1 F. Nietzsche, Fragmentsposthumes (automne 1869-printemps 1872), trad. M. Haar y J. L. Nancy, Oeuvres philosophiques completes, 1-1, éd. G. Colli y M. Mon- tinary, Gallimard, París 1977, (1 [45] ), [En castellano: Fragmentos postumos, vol.I (1869-1874), trad. L.E. de Santiago Guervós, Technos, Madrid, 2007, p. 70. (N. de la T.)]
2 Ibid. p. 72 (1 [53] ).3 Ibid. (véase, sobre este punto, la obra de J. Rykwert, The Dancing Column.
On Order in Architecture, Cambridge-Londres, The MIT Press, 1996).
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del arte»,1 si afirma su admiración por las phallika -procesiones fálicas «cantando y con bufones»-, las mascaradas y los coros trágicos, es ante todo porque le gusta que las obras de arte no estén enfrente de los cuerpos, como esos objetos que cuelgan de las paredes en una galería de arte y a las que llaman lamentablemente «piezas»; porque ve en los bailes populares o trágicos la posibilidad ejemplar de que surjan «imágenes vivas», dice él, en situaciones en que cada cuerpo pueda ser sucesivamente artista, obra de arte, espectador y oyente.2
Las reflexiones desarrolladas por Nietzsche en la época de El nacimiento de la tragedia se organizan en realidad como un enorme anacronismo, un giro esencial de su pensamiento en el tiempo, de su pensamiento del tiempo. Ahora bien, se trata, a mi entender, de un anacronismo que también nosotros necesitamos, ahora que cada artista «encuentra las teorías del arte ya elaboradas», y ya elaborados los modelos del devenir que le recitan los eslóganes del «modernismo» y del «posmodernismo».(El desplazamiento nietzschea- no resulta ejemplar porque sabe que es capaz de exigir el futuro del arte sólo en la medida en que convoca una nueva memoria -una nueva filología, una nueva arqueología- que se arremolina alegremente en torno a la cuestión trágica% Esta memoria nunca es nostálgica, ni reivindicada como una especie de renacimiento de alguna edad de oro. Se reconoce por sus síntomas y supervivencias, precisamente allí donde
1 F. Nietzsche, p. 65 (1 [21].2 Ibid. p. 76 (1 [69-70]).
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las jerarquías académicas se muestran incapaces de reconocer la auténtica trayectoria de las artes dionisíacas: Nietz- sche cita, en desorden, las procesiones de la Pasión, los danzarines de San Vito o de San Juan, los bailarines de la tarantela, los posesos, así como el elemento popular aún vivo —a diferencia de la erudita y aristocrática tragedia francesa- en el teatro español.1
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Sin duda bailamos para estar juntos. Sin duda bailar no puede aislarse de ningún momento humano. Incluso la muerte se baila, citemos no ya la coreografía de los vivos que se lamentan, sino el hecho de que los movimientos de danza más bellos se hallaran, en la Antigüedad, esculpidos en las paredes de los sarcófagos. Y sin embargo, hace casi un año, en Sevilla, viendo aparecer a Israel Galván en la escena de la Maestranza, tuve la impresión soberana de que, ante aquella audiencia pasmada -ya fuera maravillada, escandalizada o, simplemente, privada de juicio- él desplazaba con maestría todas estas evidencias.2 Bailaba. Solo. No porque se adelantara a otros menos virtuosos para bailar un solo. No. Tampoco es que evolucionara sin compañeros de baile. Pa~
1 F. Nietzsche, p. 67 (1 [33-34], donde el autor hace referencia a la obra de J. F. C. Hecker, Die Tanzwuth, eine VoTkskranheit im Mittelalter, Enslin, Berlín, 1832) y 77-79 (1 [76-81]).
2 1. Galván, Arena, Sevilla, Teatro de la Maestranza, 3 de octubre de 2004, dramaturgia de Pedro G. Romero. Presencié de nuevo este espectáculo en versión algo diferente en el X Festival de Marsella, el 12 de julio de 2005.
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recía, más bien, bailar con su soledad, como si para él fuera una «soledad compañera», o sea, compleja, poblada de imágenes, sueños, fantasmas, memoria.1 Y por tanto bailaba sus soledades, creando así una multiplicidad de un género nuevo.
El baile flamenco emociona a menudo al público occidental burgués -el más arrogante, que nada conoce de este arte pero posee «ya elaboradas las teorías del arte» en general y los modelos de su devenir para juzgar cuanto se ponga a su alcance- a través del ballet, forma canónica de bailar juntos. Así como existieron maravillosos ballets rusos, existieron y sin duda existen magníficos ballets españoles.2 Incluso Carmen Amaya -como la Argentinita o Pilar López, antes de Cristina Hoyos o Antonio Gades- había integrado en el programa de su compañía un conjunto de ballets españoles sobre temas de Albéniz, Granados o zarzuelas populares. Pero reconozco que nunca he logrado apreciar del todo sus principios básicos: muchachos a un lado, muchachas al otro, vestuario uniforme, gestos similares realizados conjuntamente por un grupo de seres humanos tan diferentes unos de otros.. .Ver bailar sus soledades a Israel Galván era como volver a ese bailar solo-con que constituye básicamente, creo, el arte del baile flamenco. Por algo la lengua española distingue al bailaor flamenco del bailarín, que es bailarín clásico o de ballet, bailarín solista o de conjunto.
1 Véase G. Didi-Huberman, «La solitude partenaire» (1992), Phasmes. Essais sur l’apparition, Minuit, París, 1998, pp. 23-27.
2 Véase A. Álvarez Caballero, El baile flamenco, Alianza Editorial, Madrid, 1998, pp. 177-306.
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Habrá que comprender el género particular de «soledades» que ejecuta un bailaor flamenco, esto es, un artista de baile jondo.
Podremos hacernos una primera idea de las opciones artísticas de Israel Galván si recordamos que uno de los estilos fundamentales del cante jondo es el cante por soleares, también llamado «la madre del cante». Es un plural, a la andaluza, de la palabra «soledad». Las letras de este cante a veces se dirían pequeños poemas trágicos o filosóficos, por ejemplo:
Estoy viviendo en el mundo con la esperanza perdía; no es menester que me entierren porque estoy enterrá en vía.1
En tal sentido, Israel Galván bien podría ser un bailaor por soleares: un bailaor que se mueve en carne viva en el substrato, en la materia de sus soledades. Por soleares, es decir: a causa de las soledades, para las soledades, a través de las soledades, por medio de las soledades, en lugar de las soledades... Mas ¿por qué «las» soledades, cuando imaginaríamos que estar solo significa primero estar uno solo? Comprender esto equivale a tocar el fondo estético -y también ético- de este baile: o como, a la inversa de los bailao- res que se juntan para crear entre varios la unidad de una coreografía, este bailaor se aisla únicamente para ser varios,
1 Citado por D. E. Pohren, El arte flamenco, trad. de A. Lécot, Editorial Católica Española, Sevilla, 1962, p. 161.
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no para formar él mismo unidad, ni conjunto, sino- al contrario, para crear lo múltiple con su solo cuerpo en movimiento -una multiplicidad muy singular, huelga decirlo-.j Ésta es la primera cuestión filosófica que nos plantea el admirable bailaor.
Un bailaor de reservas y destellos. Gracias a las reservas -sus lugares secretos, su material de soledades, allí su fuerza nunca parece agotarse y reina una especie de oscuridad, de inmensa calma, una profundidad constante, subyacente en cada gesto—, los destellos parecen aún más deslumbrantes. Si el baile flamenco fuera tan sólo lo que admiramos espontáneamente en él: patetismo extremo, «tremendismo», virtuosismo sin respiro ni repliegue, nos interesaría como proeza deportiva carente de musicalidad: sin fraseados, sin silencios, sin síncopas. ¡Cuánto cansan esos bailaores o bai- laoras que muestran continuamente lo que mejor saben hacer!
Israel Galván no se muestra. Aparece. Lo cual significa que comienza por crear las condiciones -espaciales y temporales, o sea, rítmicas- de su ausencia. Le gusta quedarse mucho tiempo en el borde oscuro antes de entrar en el círculo de luz. No muestra lo que sabe hacer, deja que surjan, en momentos impensables, los destellos de su inmensa ciencia corporal y de su energía psíquica, tan misteriosa. Con lo cual muestra sobre todo cómo cesa de hacer, concepto técnico
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fundamental que el arte flamenco designa con el término de remate (según comprobaremos, toda la modernidad de este baile nace de interpretar la técnica tradicional del baile flamenco y no de las formas de la danza calificada de «contemporánea»), El destello sirve aquí para que todo cese de golpe. El cuerpo guarda su reserva hasta que estalla la desmesura -momento de deslumbramiento rítmico-, pero la propia desmesura no se forma, ni se desarrolla ni se contornea sobre sí misma, cual ornamento arquitectónico, sino para dejar ser, de repente, el trasfondo y el espacio, la ausencia y el silencio, la retirada del bailaor en la oscuridad. Galván no crea «fórmulas de pathos» sino hasta crear entre ellas intervalos, paradas, efectos de montaje y suspensión pocas veces conseguidos en este arte.
Toda elección formal es en el fondo una forma de ser (en francés se dice «manera de ser», lo cual es menos riguroso, más retórico y amanerado). Ahora bien, este bailaor parece hecho de una modestia fundamental. Su palabra se caracteriza por un laconismo extremo (pero no imaginen el laconismo de esos viejos sabios que se toman en serio, no, se trata más bien del silencio alborozado de un niño tímido, una especie de ángel que siempre parece pensar en otra cosa). «Bailar me cuesta», me suelta en medio de un dilatado momento de ensoñación. Su trabajo consiste en aparecer y evolucionar ante la mirada de todos: él considera esto como un destino no forzosamente dichoso. Cabe decir que el baile flamenco, en su caso, es asunto de familia, y que él encontró la mejor definición de la familia en un libro com
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prado un día en el quiosco de la esquina, libro que resultó ser La metamorfosis de Kafka.1 Como a muchos personajes kafkianos, por cierto, a él le apetecería saber aparecer sin verse parecer. O sea, trata de construir cada momento del tiempo que baila como un acontecimiento de misterio y jon- dura. Que aparezca la profundidad: para ello es preciso no trampear, no «parecer» jamás. Bailar sólo con pura y simple verdad. Esto es lo que determina en él una especie de temeridad dentro de la inocencia (la familia, o el mundillo, comienzan indefectiblemente por condenarte a causa de ella, como en las novelas de Kafka).
De ahí su extraña relación con el cuerpo. Relación arcaica, luego inhabitual. Tradicional y sin embargo resueltamente diferente de la que se observa en el mundo -imbuido de tradiciones- en el que se mueve. Elemento tradicional: un cuerpo muy cerca del suelo. Israel Galván nunca comienza a bailar sin practicar un ejercicio de flexibilidad que yo vería, tan importante parece, como una caricia del suelo, un trabajo de seducción de la tierra, semejante a lo que hace el toro antes de embestir. Un acercamiento al substrato, un juego y un tocar donde vemos hasta qué punto el baile flamenco arranca del suelo siempre y al suelo vuelve siempre (los flam encos nunca se toman por pájaros, ni siquiera flamencos, y si con un gesto Galván evoca El canto del cisne será con plena ironía andaluza).
1 En el texto de Kafka se basó, ulteriormente, un trabajo coreográfico de Israel Galván titulado La metamorfosis, en 2000.
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Elemento inhabitual: su cuerpo no está «cuidado» como el del bailador profesional o el torero deseoso de mostrar que lo es, ambos inmediatamente reconocibles. No es un cuerpo preocupado de sí mismo, por lo menos a primera vista. No pretende corregir sus defectos. Acepta su singularidad. Así que observamos sus hombros disimétricos, el culo más bien gordo, el vientre prominente, complexión fornida, pantorrillas potentes, la cabeza propensa a buscar adelante, el extraño perfil de la nariz. Toda la imaginería andaluza de la elegancia se va al traste: basta comparar el porte de Israel Galván con el del bello Antonio el Pipa, por ejemplo. Toda la pose de desafío, característica que se supone común a los bailaores de flamenco y los matadores de toros, cede ante una especie de bloque, un sencillo bloque, un bloque de sencillez.
Este cuerpo es, de hecho, más modesto e inteligente que los otros: jamás anuncia que llegará a sublime. El reto, la elegancia están en el acto y no en el parecer, lo cual tal vez sea nuevo en Sevilla. Cuando este cuerpo de fauno inocente, que roza algunas veces una especie de estado borderline -y no me hace pensar en nadie, excepto en Nijinsky-, adelanta ambas manos, el aire queda literalmente esculpido; cuando extiende el brazo por encima de él, simplemente dibuja una figura absoluta que jamás recordará el saludo nazi (lo digo porque he visto a alumnos suyos imitando ese gesto sin obtener más que una variante del horrible saludo). Cuando levanta un solo dedo, resulta inolvidable. Y entonces detiene todo, en cierto modo se repliega, regresa a la sombra y vuelve a ser el hombre humilde que en el fondo no ha dejado de ser.
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Humildad, laconismo, temeridad inocente. Con ello, Israel Galván inventa una nueva forma de grandeza en el mundo del baile flamenco y, sin la menor duda, en el mundo del arte en general, nuestro caro arte contemporáneo. Laconismo y humildad hacen del artista un personaje cuya psicología resulta difícil de comprender: crea Pathosformeln sin patetismo, puras fórmulas para el padecer, o sea, para el ser- afectado de cuerpo y para el acto expresivo de su danza (recuérdese cómo planteaba Gilíes Deleuze a partir de Spinoza el tema de la expresión: «¿Qué puede un cuerpo?»).1 He ahí por qué sus gestos nos conmueven sin que podamos atribuirles una significación emocional precisa (expresar no quiere decir significar). Su cuerpo produce fórmulas cuyo pathos queda ahí, ante nosotros, aunque como en suspenso, como si flotara en la sombra. Ni alegre, ni triste. Nunca grandilocuente, jamás retórico. Agacha la cabeza, camina en redondo, lentamente, sin afectación ni siquiera afección. Y sin embargo, nos emociona. ¿Por qué?
Edwin Denby, que en los años cuarenta había admirado a Carmen Amayay ala Argentinita,2 proponía que cualquier apreciación de la danza se basara en nuestra capacidad para
1 G. Deleuze, Spinoza et le probléme de Vexpression, Minuit, París, 1968, pp. 197-213. [En castellano: Spinoza y el problema de la expresión, trad. deH. Vogel, El Aleph Editores, Barcelona, 1996. (N. de la T.)]
2 E. Denby, Dance Writings, ed. R. Cornfield y W. Mackay, Rnopf, Nueva York, 1986, pp. 86-92, 190-191 (textos sobre Carmen Amaya, 1942 y 1944), 116,157 y 174-175 (sobre la Argentinita, 1943).
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mirar a la gente común cuando anda por la calle y «ver si ocurre algo» (seeing something happen) o no.1 A pesar de su apabullante virtuosismo, Israel Galván suele arrancar de ahí: de los gestos más sencillos, sin maestría aparente, gestos que muestran la humanidad sin demostrar fuerza o habilidad particulares. Cuando asistí a sus clases, tuve la impresión de que no le interesaban los buenos alumnos: sólo observaba al más viejo, ese que se sofoca, baila pese a todo, sin porvenir, que se conforma en el presente con lo poco que tiene. En el fondo, sólo le interesa el bailador pobre, ese que sin duda él quiere volver a ser más allá de su propio virtuosismo. Le gusta, dice, el gesto de los que oran ante el Muro de las Lamentaciones. Le gusta que Pasolini, en II Vangelo secondo Matteo, pusiera en escena una Salomé que probablemente no sabe bailar, que no hace casi nada.
Recordemos que Mallarmé llevó lo más lejos posible -paralelamente a su propio proyecto de «misterio» dedicado a la danza de Salom é-2 la estética de una danza entendida como despersonalización.3 Bailar: convertirse en el otro. Luego «bailar las soledades» equivaldría literalmente a perderse como persona en el espacio y el tiempo de los movi-
1 E. Denby, « Dancers, Buildings, and People in the Streets» (1954), ib., pp. 548-556.
2 S. Mallarmé, Les Noces de Hérodiade, mystére, (1864-1865), ed. G. Davies, Gallimard, París, 1959. [En castellano: Herodías, trad. de A. y A. Gamoneda, Abada Editores, Madrid, 2006. (N. de laT.)]
3 Id., «Ballets» (1886), CEuvres completes, ed. H. Mondor y G. Jean-Aubry, Gallimard, París, 1945, pp. 303-307. Ibid., «Autre étude de danse» (1983), ibid., pp. 307-309. [En castellano: «Ballet», Prosas, trad. de J. del Prado y J. A. Millán, Alfaguara, Madrid, 1987, pp. 143-149. (N. de la T,)]
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mientos producidos. Comprendemos por qué Israel Galván da siempre la impresión de hallarse en otra parte, de no estar nunca donde estaría el protagonista de sus gestos (también en esto hallamos un contraste indiscutible con el buen bailaor y mal artista el Pipa, que siempre se cree protagonista de lo que baila, se representa como un personaje de vode- vil, a la vez marido y amante, juega a señorito de una noche, luciendo tiros largos, lleno de afectación, soñando con ser artista de ballet, soñando en el fondo con ser un notable).1 Comprendemos entonces por qué la persona del bailaor, en Galván, abre paso a una tópica pura: un drama de sitios, una deslumbrante alteración rítmica de la espacialidad que se concentra un instante y se disipa después en el dibujo de los gestos.
Paul Valéry, tan admirador de la Argentinita que de al- i ( guna forma le dedicaría, en 1936, toda su Filosofía de la danza, 2 consideraba el gesto bailado una manera de engendrar «miríadas de preguntas y respuestas» mediante los «tanteos pasmosos» del cuerpo en movimiento.3 La danza es «poesía general de la acción», pero también acción filosófica plena, potencia capaz de convertir cada paso en una «in-
1 Impresiones tras el espectáculo Pasión y ley, presentado en Sevilla durante la misma Bienal de Flamenco, el 4 de octubre de 2004.
2 P. Valéry, «Philosophie de la danse» (1936), Oeuvres, I, ed. de J. Hytier, Ga- llimard, París, 1957, pp. 1.390-1.403. [En castellano: «Filosofía de la danza», Teoría poética y estética, trad. de C. Santos, A. Machado Libros, Madrid, 1990. (N. de la T)J
3 Id.,«L’áme et la danse» (1921), Oeuvres, II, ed. de J. Hytier, Gallimard, París, 1957, p. 161. [En castellano: Eupalinos o el arquitecto. El alma y la danza, trad. de J. L. Arantegui Tamayo, A. Machado Libros, Madrid, 2001. (N. delaT .)]
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terrogacíón» sobre el ser.1 Ahora bien, esa potencia es precisamente potencia de alteración. Estar en el movimiento significa estar fuera de las cosas, fuera de los marcos habituales donde las cosas se distribuyen con mayor o menor estabilidad en el espacio. Si el bailarín produce una «forma del tiempo», como escribe Valéry, esta forma, empero, no será más que «momentos, resplandores, fragmentos, (.. .) similitudes, conversiones, inversiones, diversiones inagotables»2 que alteran la forma (en el sentido del aspecto) y el tiempo (en el sentido de la sucesión). Valéry lo denomina, magníficamente, «el acto puro de las metamorfosis».3 ¿Cómo podría el bailarín preservar la unidad de su persona en un acto así? «Este Uno quiere jugar a Todo. (...) ¡Quiere poner remedio a su identidad por el número de sus actos! ¡Siendo cosa, estalla en acontecimientos!»4
0 sea: un personaje hecho por entero de humildad, laconismo e inocencia, pero que cuando baila «estalla en acontecimientos» grandiosos, figuras barrocas, bellezas culpables, antes de regresar indefectiblemente al silencio y la oscuridad del borde del escenario. Más allá de las grandes referencias clásicas -Mallarmé, Valéry- de que puede valerse un escritor que aborde la cuestión de la danza, mirando evolucionar a Israel Galván, curiosamente me he sentido casi siempre ante un personaje de Samuel Beckett. ¿Por qué Bec- kett?
1 P. Valéry, «Philosophie de la danse», art. cit., pp. 1.395 y 1.402.2 Ibid., «L’áme et la danse», art. cit., pp. 155,172 y 176.3 Ibid., p. 165.4 Ibid., pp. 171-172.
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Acaso en un principio por la dimensión «metapsicoió- gica» del personaje. Y sobre todo por determinada dramaturgia del espacio y del tiempo: al igual que Pasos o Quad, Arena se basa -con menor rigor, es cierto, que el exigido por Beckett- en las nociones de área («área del vaivén», como dicen las didascalias), de luz («iluminando el suelo más que el cuerpo, el cuerpo más que el rostro»), de pasos («ruido de pasos único sonido», o «pasos claramente audibles...») y de ritmo («... muy ritmados»).1
Arena se basa en un círculo, así como Quad se basa en un cuadrado. En ambos casos se trata de realizar una combinatoria de las soledades, de los «solos posibles» en torno a una zona central generalmente mantenida a distancia, pues imaginada, supuesta desde el principio, como «zona de peligro».2 En Beckett, este peligro se representa con una abstracción sin nombre, un puro y simple espaciamiento, una zona de evitación. Mientras que en el caso de Galván el peligro forma parte manifiesta del ejercicio bailado -y no solamente cuando el bailaor emplea hojas de cuchillo montadas en los zapatos-, elevando a evidencia esta magnífica frase de Edwin Denby: «El riesgo es una parte del ritmo» (The risk is apart ofthe rhythm)?
1 S. Beckett, Fas, suivi de quatre esquisses, Minuit, París, 1978, pp. 7-8. Id., Quad, trad. deE. Fournier, Minuit, París, 1992,pp. 9-15. [En castellano: «Pasos», «Quad», Teatro reunido, versiones de J. Sanchis Sinistierra, A. M. M oix y }. Talens, Tus- quets Editores, Barcelona, 2006. (N. de la T.)]
2 Id., Quad, op. cit., pp. 10 y 14.3 E. Denby, «Forms in M otion and in Thought» (1965), Dance Writings,
op. cit., p. 556.
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Arena. La arena del ruedo. La materia del riesgo, del suelo más ineluctable, donde la sangre de un animal prehistórico, feroz, se mezcla muy a menudo con la del hombre que pretende bailar con él. Asimismo es nombre del lugar arquitectónico donde coinciden miles de personas -miles de inquietudes, de soledades compañeras- que acuden a emocionarse para siempre con semejante danza, semejante peligro. Junto a las «masas fúnebres» y al contrario de las «masas de huida», los espectadores de lidias de toros han sido calificados por Elias Canetti de «masa en anillo»: «Encontramos en la Arena un tipo de masa doblemente cerrada. (...) Hacia fuera, contra la ciudad, la Arena ofrece una muralla inanimada. Hacia dentro levanta una muralla de hombres. Todos los presentes dan su espalda a la ciudad. Se han desprendido del orden de la ciudad, de sus paredes, de sus calles. Mientras dure su estancia en la Arena, no les importa lo que sucede en la ciudad. Dejan allí la vida de sus relaciones, sus reglas, sus usos y costumbres. (...) La masa está sentada frente a sí misma. Cada uno tiene mil cuerpos y mil cabezas ante sí. Mientras él esté, todos están. (...) El anillo de fascinados rostros superpuestos denota algo curiosamente homogéneo. Engarza y contiene todo lo que ocurre abajo. Ninguno de ellos lo deja escapar, ninguno quiere partir. Cada hueco en este anillo podría evocar la desintegración, el separarse posterior. Pero no hay tal: esta masa es cerrada hacia fuera y en sí».1
1 E. Canetti, Masse etpuissance (1960), Gallimard, París, 1966, pp. 26-27. En castellano: M asa y poder, trad. de H. Vogel, Alianza/Muchnik, Madrid, 1983, pp. 24-25. (N. delaT .)}
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Arena comienza -y se acompasa a intervalos regulares— con grandes imágenes filmadas de ese «anillo de rostros», ese «muro de hombres», muro de soledades donde cada cual se experimenta a sí mismo mirando a la muerte de frente, de perfil, de tres cuartos, con lentitudes inexorables y precipitaciones inconcebibles. Pedro G. Romero ha montado ese archivo de multitudes tauromáquicas con planos cortos en los que se puede ver a Israel Galván sentado, soñador, en los tendidos de la plaza -la Maestranza, claro- junto a Enrique Morente, de quien un micrófono muy cercano acierta a captar la inimitable voz de soledad sin el menor rumor de fondo. Viene a ser un contrapunto delicadamente compuesto entre el ritmo de la masa «palpitante» o «rítmica» -una de sus propiedades esenciales, según Canetti-1 y la árida expansión solitaria del cante jondo. Porque utiliza rigurosamente la lidia de toros como paradigma rítmico -y no como tema iconográfico, de ahí la ausencia de los sempiternos accesorios, a menudo grotescos en una escena de teatro, tipo astas de toro, espada, muleta o traje de luces-, la obra de Israel Galván y de Pedro G. Romero se propone ante todo construir una musicalidad para las situaciones del ruedo: una musicalidad para las soledades reunidas en el «anillo de rostros» y la arena del enfrentamiento.
Se comprende así que la dramaturgia de esta obra se halle enteramente orientada por la poesía, la poética y la estética de las obras dedicadas a la tauromaquia por José Bergamín.1
1 E. Canetti, op. cit., p. 29.
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«El toreo es claro silencio luminoso» empezó escribiendo en 1930, en El arte de birlibirloque.2 Cincuenta años después, su último texto publicado, su libro más admirable, reunía la música callada y la soledad sonora para convertirlas en la substancia misma, substancia musical del arte tauromáquico.3 En Arena, Israel Galván consagrará toda su invención rítmica, espacial y gestual a la aproximación de esa musicalidad —musicalidad flamenquísima que Bergamín aleja no obstante de cualquier españolismo, pensándola bien es cierto a través de Calderón o Lope de Vega, pero asimismo a través de Nietzsche o Carlyle, que supo decir: «El pensamiento más profundo canta».4
La «soledad sonora», escribe Bergamín, ahonda o crea «alturas profundas» (alto y profundo) en el espacio circular de la arena.5 Por eso, en un capítulo de su tratado clásico de tauromaquia, Pepe Hillo pedía a los espectadores «guardar silencio para no entorpecer la ejecución de las suertes»6 de la lidia. Ahora bien, hacer reinar el silencio es una
1 La obra ya proliferante y polimorfa de Pedro G. Romero concede desde hace tiempo un lugar central a Bergamín. Véase, por ejemplo, P. G. Romero (dir.), El fantasma y el esqueleto: un viaje de Fuenteheridos a Hondarribia, por las figuras de la identidad, Diputación Foral, Alava-Guipuzkoa, 1999.
2 J. Bergamín, L’Artde birlibirloque (1930), trad. de M.-A. Sarrailh, Le Temps qu’il fait, Cognac, 1992. [En castellano: «El arte de birlibirloque», Obra esencial (sel. de Nigel Dennis), Turner, Madrid, 2005, p. 182. (N. de la T.)\
3 Ibid., La música callada del toreo (1981), Turner, Madrid, 1994, p. 14 y pás-sim.
4 Ibib., pp. 12-14.5 Ibib., p. 17.6 Ibib., p. 19.
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manera de acentuar la superficie, de emocionar el espacio. En esos momentos, «el espectáculo posee su música propia, música callada, música para los ojos».1 Nunca son más conmovedores la luz, la sombra, los muros, los motivos arquitectónicos, el amarillo de la arena que cuando reina ese silencio. Saber imponer una música callada significa, psíquicamente, despoblar el ruedo en presencia de todos: remitir a cada cual a sus «moradas» íntimas, a sus soledades. La arena se convierte entonces en espacio de caída, caída en la emoción, síntoma, espasmo, «conmoción», acontecimiento solitario de todos en el mismo instante. «Todo lo que queda dentro del ámbito de ese ruedo en su espacio determinado, pertenece al mundo mágico de la emoción», escribe Bergamín inspirándose en la fenomenología sartreana, así como en Unamuno, que veía en cada sentimiento verdaderamente experimentado «pensamientos en conmoción».2
Acentuar la superficie: crear una conmoción, un síntoma, abrir un espacio de caída. Pero a la vez esa caída ha de ser virtualizada, esto es, conjurada tan a menudo como sea posible. Recurrir a la caída, pero para vencerla. O sea, ocupar la superficie como espacio de paso, en el sentido coreográfico del término. Porque da pasos, baila con el peligro, el torero nos muestra, en negativo, que su destino puede llamarse caída en la arena, con cuernos en el cuerpo. Indudablemente, el bailaor Israel Galván no juega con el mismo fuego. Pero construye una virtualidad similar -corriendo realmente el
1 J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., p. 20.2 Ibid. pp. 14 y 48.
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riesgo de caer- con su forma de realizar en su cuerpo, por ejemplo, la imagen violenta del enfrentamiento entre el animal y el hombre.
La música de los pasos acentúa -acusa, agita, vuelve inquieta- la superficie uniforme de la arena: la transforma en un laberinto mucho peor que la cueva del Minotauro, ya que sus pasillos, sus posibilidades de trayecto, permanecen invisibles para todos salvo, imaginamos, para el toro, que posee la ciencia infusa de los terrenos* ciencia que el torero, a su vez, debe comprender al vuelo y poner en juego a cada instante. Ya Michel Leiris veía un «dédalo» en cada entraña esparcida de los caballos de picadores.1 Habría que ampliar esta visión a toda la geometría monocroma de la arena, esa falsa neutralidad del suelo, esa intensa extensión. El gran Luis Miguel Dominguín decía que «la muerte es un metro cuadrado que anda dando vueltas por la plaza. No hay que pisarlo en el momento en que el toro viene hacia uno, pero nadie sabe dónde se encuentra este metro cuadrado. Podríamos decir que esto es el destino».2
«Laberinto del origen», escribía Nietzsche a propósito de la tragedia griega.3 Siempre es un error buscar el origen —o
1 M. Leiris, «Abanico para los toros» (1938), HautMal, Gallimard, París, 1969, p. 144. [En castellano: Leiris: Poesía, trad. de A. Martínez Sarrión, Visor, Madrid, 1984. (N. de la T.)\
2 F. Zumbiehl, Des taureaux dans la tete, I, Autrement, París, 1987, p. 46. [Edición prácticamente completa en castellano: La voz del toreo, Alianza, Madrid, 2002, p. 67, que utilizaremos en adelante. (N. delaT .)]
3 F. Nietzsche, La Naissance de la tragédie (1872), trad. de P. Lacoue-Labarthe, CEuvres philosophiques completes, 1-1, op. cit., p. 65. [Flay varias traducciones en
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el destino- en las raíces de nuestros supuestos árboles genealógicos. No, si nos tomamos la molestia de mirar, el origen y el destino están siempre ahí, delante de nosotros, frescos, flamantes, en la superficie: a flor de ese torbellino o laberinto que dibuja en la arena de la plaza el rastro de la lidia, gráfico misterioso que será borrado en unos segundos, antes de que comience un nuevo combate. A Gilíes Deleuze le había gustado la imagen nietzscheana y tauro-máquica del laberinto.1 Luego la transformó -toda imagen debe ser metamorfoseada- en la de pista, a propósito de las arenas que pintó Francis Bacon,2 y finalmente en la de rizoma, pensada con la complicidad de Félix Guattari. Ahora bien, el rizoma es precisamente el espacio que permite estar a la vez en la profundidad y en la superficie, solo y múltiple al mismo tiempo, solo en la multiplicidad y múltiple sin formar masa, familia, organigrama, compañía o cuerpo de ballet.
Israel Galván somete su propia maestría de bailaor a un método de tipo rizoma. Primero, instaura una equivalencia paradójica entre rupturas y conexiones: «Un rizoma puede ser roto, interrumpido en cualquier parte, pero siempre re- comienza según esta o aquella de sus líneas, y según
castellano, entre ellas: El nacimiento de la tragedia, trad. de A. Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1973. (N. de la T.)}
1 G. Deleuze, Nietzsche et la philosophie, PUF, París, 1962. [En castellano: Nietzschey la filosofía, trad. de C. Artal, Anagrama, Barcelona, 2002. (N. de laT.)]
2 Id., Francis Bacon: logique de la sensation, La DifFérence, París, 1981. [En castellano: Francis Bacon: lógica de la sensación, trad. de I. Herrera Baquero, Arena Libros, Madrid, 2002. (N. delaT .)]
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otras».1 De ahí que Galván cuando baila dé la sensación de estar tan fragmentado, aun cuando la ley rítmica del compás flamenco no se dispersa nunca, pues conecta virtual - mente cada fracción con todas las demás, aún más allá de un puente de silencio. En segundo lugar, practica una des- centración sistemática, afín a lo que Deleuze y Guattari denominaron «principio de heterogeneidad».2 Una vez más se trata de quebrar la simetría de figuras y movimientos. La impresión de sinsentido que aflora -impresión mucho más intensa en la mirada de los aficionados al bañe flamenco tradicional- debe atribuirse al tercer principio esencial en el método del rizoma, denominado por D eleuze - Guattari «principio de ruptura asignificante»,3 acusando los fragmentos, renunciando a los relatos e incluso ignorando las deducciones «lógicas» de un gesto a otro. Por encima de todo sorprende en este bailaor que no cese de multiplicarse él mismo, de multiplicar su soledad, aunque actuando -eso es lo extraño— por sustracciones: «Lo múltiple hay que hacerlo, pero no añadiendo constantemente una dimensión superior, sino al contrario, de la forma más simple, a fuerza de sobriedad, al nivel de las dimensiones de que se dispone, siempre n-1 (sólo así, sustrayéndolo, lo Uno forma parte de lo múltiple). Sustraer lo único de la multiplicidad que se
1 G. Deleuze y F. Guattari, Rhizome. Introduction, Minuit, París, 1980, p. 16. [En castellano: «Introducción: rizoma», Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, trad. de J. Vázquez Pérez y U. Larraceleta, Pre-Textos, Valencia, 7a ed., 2008, p. 15 (N. de la T.)]
2 Ibid.j p. 13.3 Ibid.j p. 16-19.
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constituye; escribir [y añadiría yo aquí: bailar] a n-1. Este tipo de sistema podría denominarse rizoma».1
®
Bailar solo, pues. Mas para bailar las soledades, en plural. Negarse a plegar el cuerpo ante la coerción de lo único y de la unidad. Hacer todo, en cambio, para plegarse-des- plegarse sin cesar, para multiplicarse uno mismo. Con este fin deberá emprenderse una especie de ascesis formal -la «sustracción de lo único» de que hablan Deleuze y Guat- tari- en el propio cuerpo. Torero y bailaor se encuentran, pues, abocados al mismo deseo de multiplicarse para hacer frente al momento amenazante y ocupar, con estilo y figuras, el terreno del combate.
El arte del toreo es un arte del enfrentamiento desviado de múltiples maneras. La situación primera continúa siendo, por supuesto, el cara a cara.
(...) que un animal,una bestia muda, levante los ojosy tranquilamente nos atraviese.Eso es lo que llamamos Destino: estar en frente, y nada más, y siempre en frente.2
1 G. Deleuze y F. Guattari, Rhizoma, op. cit., p.13.2 R. M. Rilke, Elegies de Duino (1912-1922), (Eeuvrespoétiques et théátrales,
ed G. Stieg, Gallimard, París, 1997, pp. 548-549. [Entre otras ediciones en castellano: Elegías de Duino, trad. de J. M. Valverde, Editorial Lumen, Barcelona, 3.a ed., 1994. (N. de la T.)]
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Existen toreos del enfrentamiento, como el de Jesús Franco Cardeño, que recibió al toro aporta gayola y fue corneado en la boca, en 199?; como el de el Juli, quien aportó, según Jacques Durand, la refutación más acerba a las tesis posmodernistas de Jean Baudrillard -según el cual las lidias nunca son enfrentamientos-y fiándose de esa refutación se encontró con «un agujero rojo como una boca en mitad del muslo izquierdo».1 El arte del toreo es arte a cuerpo descubierto, arte de dar guerra y plantar cara, es decir, aceptar el trabajo sucio que consiste en hacer frente.
En la arena, se encaran dos soledades (da la impresión de que justamente para preservar su soledad, su forma de soberanía, embiste el toro al intruso). Existen mil y una historias o leyendas acerca del encuentro de miradas, a veces fatal, entre el hombre y la bestia. Así, «en los años veinte, Belmonte torea un miura en Bilbao. Le hace una faena vigorosa, el toro parece vencido y agacha la cabeza. Belmonte se arrodilla para un desplante.2 Tiene los ojos del miura a pocos centímetros. Se sumerge en ellos. “En aquellos ojos vi una luz que nunca olvidaré y vi claramente que si me movía, me atrapaba. Fueron segundos de angustia mortal.” Belmonte se incorpora rápido, el toro lo atrapa».3 Estar en el ojo del toro -como en «el metro cuadrado que anda dando
1 J. Durand, Chroniques taurines, Ed. de Fallois, París 2003, pp. 97-99 y 112-115.
2 El desplante es una actitud desafiante que adopta el matador tras una tanda de pases especialmente acertados (o algunas veces, al contrario, para hacer olvidar una tanda mediocre).
3 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 22.
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vueltas por la plaza»-, supone no disponer de posibilidad alguna de escapar a sus cuernos. En 1934, toda España quedó conmocionada al enterarse de que «no se cerraron sus ojos / cuando vio los cuernos cerca»,1 en el momento de morir el torero andaluz Ignacio Sánchez Mejías. Ahora bien, el cara a cara acaecía en el instante coreográfico por antonomasia, cuando Ignacio estaba buscando lo que García Lo rea llama «su perfil seguro»'.
Busca su perfil seguro, y el sueño lo desorienta.Buscaba su hermoso cuerpo y encontró su sangre abierta.2
Si existe un baile que mima, con pleno conocimiento de causa, el nudo de la belleza («perfil seguro») y del peligro («sangre abierta»), ése es el baile flamenco. Aquí, el riesgo cobra figura de ritmo. El espacio entero adopta la forma de una amenaza. «El arte de la danza», escribe García Lorca en su elogio a la Argentina, «es una lucha que el cuerpo sostiene contra la niebla invisible que lo envuelve para alumbrar en todo momento el perfil dominante que requieren el
1 F. García Lorca, «Chant fúnebre pour Ignacio Sánchez Mejías» (1934), trad. de A. Belamich, (Eeuvres completes, I, ed. A. Belamich, Gallimard, París, 1981, p. 588. [En castellano: «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» {1935), Antología poética, sel. de Guillermo de Torre y Rafael Alberti, Editorial Losada, Buenos Aires, 1957 (ed. 1971), p. 166. (N. de la T.)]
i 2 Ib., p. 165.
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gráfico o la arquitectura exigidos por la expresión musical.»1 Bailar, al igual que torear, consiste así en buscar el «centro vivo» -lo cual significa centro vivaz, viviente, siempre en movimiento- del enfrentamiento y crear en él ese famoso perfil, dibujo a la vez fugitivo y definitivo, «perfil de viento, perfil de fuego y perfil de roca» del que habla con tanta elocuencia el poeta.2
El bailaor, pues, es también el geómetra inmediato de su cuerpo en movimiento. No crea sus rizomas a ciegas o, me atrevo a decir, por encima del hombro. En cada momento ha de «medir líneas, silencios, zigzagueos y curvas rápidas con un sexto sentido de perfume y de geometría, sin equivocarse nunca de terreno, como el torero cuyo corazón debe latir en la cerviz del toro: ambos corren un peligro común»3 -m orir en la luz el torero, desaparecer en la oscuridad (o, peor, en el olvido) el bailaor-. Fácilmente podríamos afirmar de Israel Galván lo que García Lorca admiraba ya en la Argentina, a saber, que posee «una inteligencia rítmica y una comprensión de las formas de su cuerpo que sólo los grandes maestros de la danza española han poseído, entre ellos sitúo a [los toreros] Joselito, Lagartijo y sobre todo Belmonte, quien con formas sucintas logra crearse un perfil definitivo que reclama a gritos el bajorrelieve romano».4
1 F. García Lorca, «Éloge d’Antonia Mercé La Argentina» (1929), op. cit., p. 915. [En castellano: «Elogio de Antonia Mercé, la Argentina», Obras completas, vol. III, Aguilar, Madrid, 1986. (N. déla T.)]
2 Ibid., p. 917.3 Ibid., p. 916.4 Ibid., p. 916.
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Pero bailar no es torear y torear no es bailar. Torear no se reduce a «dar pases», insiste, por ejemplo, Domingo Ortega.1 Y desde luego no fue bailando como el legendario Pedro Romero -no hablo del dramaturgo de Israel Galván, sino del homónimo tauromáquico que fijó ciertas normas fundamentales de la corrida a finales del siglo XVIII— acabó con cinco mil seiscientas fieras sin una herida mortal.2 El toreo es un acto que apunta a un fin preciso, afirma Ortega, no un «ballet donde la estética visual obtenida sería suficiente».3 Y el filósofo Ortega y Gasset comenta: «Donde el bailaor hace la belleza más visible que la herida, el torero hace la herida más visible que la belleza».4 Formulemos la hipótesis de que Israel Galván busca, en Arena, algo que estaría a igual distancia de la herida y la belleza.
Para encontrar la mejor distancia -lo que en lenguaje común a la danza y a la tauromaquia se denomina sitio-, hay que poseer la lucidez práctica del luchador orientado hacia el único fin que lo mantiene en vida, vencer. Pero a la vez, hay que saber dejarse llevar por la improvisación espacial y rítmica, es decir, por la imaginaria del bailaor. Toda la tragedia tauromáquica parece tendida entre estas dos ne-
1 D. Ortega, L’Art du toreo (1950), trad. de M. Rodríguez Blanco, Éd. Louba- tiéres, Portet-sur-Garonne, 2005, p. 14 y pássim. [En castellano: El arte del toreo, Diputación Provincial de Valencia, Valencia, 1985. (N. de la T.)}
2 Ibid., p. 23.3 Ibid., p. 13.4 J. Ortega y Gasset, «Présentation á Domingo Ortega du portrait du pre
mier taureau» (1950), ibid., p 43. [En castellano: «Enviando a Domingo Ortega el retrato del primer toro», ibid., p. 43. (N. déla T.)]
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cesidades tan diferentes de lucha a muerte y de arte a fondo perdido, de lo real y del sueño. Francois Zumbiehl escribe que «la corrida constituye un proceso de purificación comparable al de la tragedia griega, no basada en el verbo, sino en el desarrollo de un diálogo coreográfico que se impone a todo lo demás, si no resultaría insoportable para la vista».1 Comprendo mejor por qué Galván me da tantas veces la impresión de bailar (admirables figuras gratuitas, inocencia lú- dica de los gestos) con el cuerpo épico del luchador, obstinado en vencer, superar, dominar algo que no veremos en escena: espaciamiento, «zona de peligro», vacío designado, afrontado o evitado.
¿Cómo se forma el espacio vacío en Arenal ¿Cómo se forma una figura de arena? Jacques Durand la deduce, con gran pertinencia fenomenológica, de la simple y potente energía negativa que desprende un toro a su alrededor: crea el miedo, luego crea el vacío. «Pongamos un encierro. El de Pamplona, por ejemplo. Un toro corre en medio del gentío y luego se inmoviliza. Espontáneamente se forma un círculo de corredores a cierta distancia de él. Cabe considerar este espacio como la plaza de toros primitiva, una especie de punto cero de la arquitectura taurina», de la Maestranza, por ejemplo. «¿Casualidad? Debemos a dos toreros de Se
1 F. Zumbiehl, «Avant-propos», La Tauromachie, art et littérature, L’Harmat- tan, París, 1990, p. 9. Las relaciones amorosas entre toreros y bailaoras de flamenco aparecen a lo largo de toda la historia de ambas disciplinas, por ejemplo las de Fernando el Gallo y Gabriela Ortega en 1880, o de Rafael el Gallo y Pastora Imperio en 1909, etcétera.
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villa, Belmonte y luego Chicuelo, la aparición de una tauromaquia incurvada y luego redonda.»1
Así, bailar a la altura del toreo consistiría en construir -pero virtual, visual, musicalmente, con gestos de aire y con momentos furtivos- el laberinto donde amenaza un monstruo. Para ello es preciso saberse solo, o sea, preparado para afrontar lo desconocido y saber multiplicarse, o sea, moverse y metamorfosearse. Saber ponerse enfrente y saber crear todo un mundo de perfiles nuevos, esperando el perfil sublime, el «definitivo», el que quizá estaba apunto de adoptar Ignacio Sánchez Mejías en el momento de su muerte y que su amigo el poeta García Lorca hubiese querido ver esculpido en su sarcófago antiguo. Ahora bien, ese saber complejo es un ars com binatoria: intentarlo todo hasta el agotamiento,2 e incluso más allá, puesto que lo imposible es el invitado de honor de ese género de fiesta. El acto tauromáquico en general se llama suerte, el sino, el destino (suerte o mala suerte, según la manera de echar el cuerpo, ese dado, en el espacio del peligro). No es de extrañar que la palabra «suerte» tenga por etimología serere, verbo latino que designa el acto de combinar, encadenar, y por lo tanto —si se es elegante, como se ha de ser en estas disciplinas-, trenzar, entrelazar las figuras.
¿Bailar a la altura del toreo? Poseer el arte de hacer ver lo inevitable, sugerir que tiene lugar un enfrentamiento.Y no mover el cuerpo sino hasta desviar la violencia de la
1 J. Durand, Humbles etphenoménes, Verdier, Lagrasse, 1995, pp. 57 y 112.2 Véase G. Deleuze, «L’épuisé», posfacio á S. Beckett, Quad, op. cit., pp. 55-
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embestida, puesto que se trata de una violencia siempre sobrehumana: afrontada hasta el final, pulverizaría el cuerpo del hombre. Por último, habrá que salir de esta prueba, si es posible, con un «perfil definitivo» que cada espectador, fascinado, conservará celosamente en lo más secreto de su memoria. Entre lo inevitable y lo evitado, entre el cara a cara y la salida del perfil, se encuentra toda la danza, toda la combinatoria de transformaciones y enlaces, lo cual supone un gran arte del sesgo, las disimetrías, los contorneos, las volutas, las alteraciones de estatura.
Lucrecio pensaba antiguamente que el mundo había nacido por el simple juego de una declinación o desvío de los átomos que atraviesan el espacio en paralelo.1 Del mismo modo, cabría decir que el mundo del bailaor nace cada instante por el juego de una desviación bien pensada de los gestos iniciados. Como para desviar levemente la acometida del destino, lo que en tauromaquia se llama cargar la suerte, y que Michel Leiris, en su Espejo de tauromaquia, comentó a la perfección: «Por lo que se refiere al mecanismo del pase, comprobamos que su sabor deriva, en primer lugar, del desfase mínimo gracias al cual la tangencia completa -que sería catastrófica de necesidad- se evita: todo concurre a dar la idea de esa tangencia, pero en definitiva todo queda levemente más acá. Más acá se aprecia tanto más la infinitesi- malidad cuanto que el hombre se mueve con lentitud, como si se propusiera -aparte la serenidad del ritmo- instilar una
1 Lucrecio, De la nature, II, 216-250, trad. de A. Ernout, Les Belles Lettres, París, 1966 ,1, pp. 50-51. [En castellano: De la naturaleza de las cosas, trad. de A. García Calvo, Ediciones Cátedra, Madrid, 1983. (N. de la T.)}
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a una en el corazón del espectador las ansias que engendra la vista de un accidente filmado a cámara lenta (...). Y de ese más acá -de ese hiato o estrecha falla de la que un labio sería el “más acá” y otro labio el “más allá”- nace el mayor placer, comparable al que procura la disonancia musical, que extrae su valor emotivo de la existencia de un margen semejante, un desfase semejante que le confiere un carácter híbrido, a medio camino de la norma geométrica y de su destrucción».1
El carácter híbrido del baile que practica Israel Galván -exactamente «a medio camino de la norma geométrica y de su destrucción»- no proviene de un collage cultural a base de un poco de Pina Bausch aquí y un poco de Merce Cun- ningham allí, por ejemplo. Ante todo extrae su potencia de un pensamiento interno de la estética flamenca, vinculada por tradición a la tauromaquia2 y para la que enfrentamiento, perfil y desvío constituyen otros tantos parámetros fundamentales. En el baile jondo, los bailaores tradicionales suelen mostrar gran virtuosismo en el juego que consiste en transformar los enfrentamientos en perfiles. Israel Galván quizá haya dado a la combinatoria de los desvíos una extensión figural y una belleza inéditas.
(10. 08. 05)
1 M. Leiris, Miroir de la tauromachie (193 8), Fata Morgana, Montpellier, 1981, p. 41. [En castellano: Espejo de tauromaquia, Turner, Madrid, 1995. (N. de la T.J]
2 Véase A. Álvarez Caballero, El baile flamenco. Cante y toros. Un ensayo de aproximación, Aula Universitaria de Flamencología, Madrid, 1991.
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N O C H E SO LAS S O L E D A D E S E S P I R I T U A L E S
Belleza inédita de este arte gongorino del desvío, donde el desarrollo, la faen a de los gestos, hace las veces de poema. Poema que sesga la estatura, rompe la entrevista simetría, invierte el sentido (dirección del gesto), lo perturba (significado del gesto), entrelaza figuras contrarias, encadena bucles, quiebra esos encadenamientos, esquiva contactos, declina esquivas, precipita choques, salva invisibles obstáculos, revela bloques de paradojas, distribuye fintas, e incluso aparta la gracia habitual de un cuerpo que sabe que baila. Israel Galván instaura en el baile flamenco una estética nueva, como Juan Belmonte hiciera antaño en el arte del toreo.
La figura de Belmonte está presente desde el comienzo de Arena, cantada sucesivamente por Enrique Morente y Miguel Poveda. Y retorna, discreta pero con regularidad, en las palabras del bailaor. Cuando le pregunto qué conoce de Ni- jinsky, por ejemplo, me responde que ha leído el Diario, que sabe que bailar puede volver loco;1 y añade, como para con
1 V.Nijinsky, Cahiers. Versión non expurgée (1918-1919), Actes Sud, Arles, 1995. [En castellano: Diario. Versión íntegra, trad. de H.-D. Moradell, El Acantilado, Barcelona, 2004. (N. delaT .)}
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cluir, que Belmonte colocaba siempre una fotografía de Ni- jinsky entre las imágenes piadosas ante las que se recogía, como es costumbre en los toreros antes de la corrida.
La rareza común a Galván y a Belmonte quizá resida en su relación con la noche, la sombra, la oscuridad en general. Umbra, en latín, señala al mismo tiempo la sombra y el reflejo. Observo a Israel Galván trabajando frente a un gran espejo, como suelen hacer los bailarines. Pero no logro captar qué mira en realidad. Me impresiona precisamente que no «se» mira, Narciso profesional ajustando de tontinuo la unidad de su figura a la armonía de su imagen. No, más bien mira algún punto en el vacío, a su alrededor. Y es que pauta los efectos de cada gesto en la/extensión desplegada (extensum) así como en la implicada profundidad (spatium) del espacio que inventa bailando.1 En ciertos momentos se fija en su reflejo, pero como en algo o alguien absolutamente extraño, acaso hostil. En otros, tan sólo mira hacia dentro: se escucha producir gestos. Sin otra finalidad que reunir a sus soledades para hacer de ellas una música.
Me dicen que trabaja también en la oscuridad, o por lo menos en la penumbra. Le pregunto. Me responde, un tanto evasivo, que le gustaría hacerlo, pero la «presencia» de las sombras le «molesta». ¿Creerá en fantasmas? Cuando le pregunto qué mira exactamente en el espejo, me dice que el verdadero bailaor es el de enfrente... No sólo cree en fantasmas,
1 Las nociones de extensum y de spatium se entienden aquí según el análisis de G. Deleuze, Différence et répétition, PUF, París, 1968. [Hubo traducción en castellano: Diferencia y repetición, Ediciones Júcar, Gijón, 1987. (N. de la T.)]
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sino que al parecer desearía ser uno en el momento de bailar. Le explico lo que tanto me fascina en el contenido coreográfico de los cuadros del Renacimiento y en el vocabulario que domina el discurso estético de esa época: cuando Cristo foro Landino califica al pintor Pollaiuolo de prompto, habla en términos coreográficos; cuando León Battista Al- berti habla de belleza ariosa -término equivalente según él al latín grata, es decir «graciosa»-, usa directamente el vocabulario técnico de la danza, donde el aere designa un movimiento de realce que el bailarín ejecuta al comienzo de un paso; cuando Domenico da Piacenza afirma que la danza es un arte que transforma el cuerpo en fantasm a o en ombra phantasmatica, establece una relación directa entre la carne y el aire, entre el cuerpo y la psique.1 Nada distinto dice Israel Galván cuando me explica que, para él, el aire es sencillamente su carne -mientras baila, claro está.
En uno de los momentos más bellos de Arena -con ritmo de siguiriyas, titulado «Playero»-, Israel Galván se echa obstinadamente contra un muro de tablas, el burladero del ruedo taurino. Lo hace como si quisiera quebrar una superficie, destruir una imagen, partir «a través del espejo» (■through the looking-glass), por emplear los términos de Lewis Carroll. El escenario se inunda entonces de penumbra y animalidad, pues todos los gestos parecen desprovis
1 Véase. G. Didi-Huberman, «The Imaginary Breeze: Remarks on the Air of the Quattro cento», trad. de J. Zeimbekis y V. Rehberg, Journal o f Visual Culture, II, 2003, n°3, pp. 275-289. id., Gestes d ’air et de pierre. Corps, parole, souffle, image, Minuit, París, 2005, pp. 23-27 y 42-72. El término español «aire» está omnipresente también en el vocabulario tauromáquico.
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tos de razón visible. La aire (palabra francesa que designa la superficie, la arena) se vuelve «aire» (palabra española que designa el aire intangible y sin límites): material psíquico para el miedo y para el riesgo a la vez, para la inmovilidad que planea y para el movimiento que, de repente, se precipita. Algo entre el sueño y la muerte. Evoca poderosamente los peligros conjugados del funámbulo a punto de caer y del sonámbulo a punto de despertar.
¿Israel Galván sabe de verdad, sabe siquiera lo que hace cuando baila? Cabe plantearse la pregunta. Él sólo indicará la vía del no saber: humildad, laconismo, inocencia. Por supuesto, las cosas son mucho más complicadas. ¿Cómo no va a saber lo que hace él, que trabaja tanto, él, que sueña, reflexiona y construye sin descanso? ¿Qué es él sino un maravilloso y docto maestro de gestos que inventar y declinar? La pregunta adecuada sería más bien: ¿de qué género de saber se trata? Una vez más hemos de acudir a Nietzsche, cuando enuncia con claridad que existe otro saber, además del saber de las Ideas verdaderas de Platón. Y que existe un no saber más fecundo que la ignorancia vituperada por Sócrates, el primer filósofo que «no prestó [ninguna] atención a lo inconsciente en el hombre».1 Ahora bien, «lo inconsciente es más grande que el no saber de Sócrates»: incluso es, en este caso, «el elemento productivo» primordial. Según Nietzsche, corresponde a Sócrates el logro funesto de aniquilar la tragedia, simplemente por considerar negativo el
1 F. Nietzsche, Fragmentos postumos, op. cit., p. 63 (1 [7]).
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no saber, y la «consecuencia será la expulsión por Platón de los artistas y poetas».1
La danza es saber de lo inconsciente en el sentido de que «engendra lo que no tiene voluntad mediante la voluntad y de modo instintivo», dice Nietzsche, de una manera que le sitúa aún en la perspectiva de Schopenhauer -con un vocabulario que desde Freud ha envejecido bastante-y le permite afirmar que aquí «la fuerza inconsciente [es] constitutiva de formas».2 Ésta es una de las razones por las que «el ritmo tiene un efecto simbólico», aun cuando su proceso tiende a «volverse continuamente inconsciente».3 Por eso, de manera general, las artes musicales «contie[nen] las formas universales de todos los estados de deseo».4 Pero Arena no es ni una tragedia ática ni una ópera wagneriana. Es una obra contemporánea que libera el «saber de lo inconsciente» según la rítmica del compás flamenco y la musicalidad silenciosa de las suertes tauromáquicas. Su sonambulismo no es ni el de la posesión por los dioses ni el de la histeria romántica.
Se trata de un saber anacrónico. Extrae sus elementos de una memoria de gestos que los propios gesticuladores no recuerdan; al mismo tiempo, organiza sus elementos según un mundo visual donde lo primero que se reconoce es la gestualidad moderna por excelencia, la gestualidad cine-
1 F. Nietzsche, Fragmentos postumos, op. cit., p. 69 (1 [43]).2 Ibid., pp. 70 (1 [47] y 310 (16 [13]).3 Ibid. p. 99 (3 [20]).4 Ibid. p. 70(1 [49],
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matográfica. Galván es un bailaor anacrónico: un bailaor de gestos demasiado antiguos para ser reconocibles, un bailaor de gestos olvidados, o sea, de gestos nuevos, un bailaor en la edad del cinematógrafo (paradoja que la dramaturgia de Arena expone desde el principio al recurrir a la pantalla de cine y a la imagen animada). Un bailaor que reconfigura la jondura inmemorial de su arte mediante una mirada al cine que va desde Eisenstein, Pasolini o Tarkovski—¿a quién le extrañará?- hasta los burlescos norteamericanos, Rocky, Matrix o los más recientes filmes de artes marciales taiwa- neses. Se remite fácilmente a la memoria filmada de los maestros flamencos de otros tiempos, sobre todo Vicente Escudero. Sabe muy bien que el instante de un gesto no se repite. Sabe pese a ello que la danza y el cine crean, a su manera, las condiciones que hacen posible tal repetición.
«No puedo repetir un solo instante de mi vida, pero uno cualquiera de esos instantes puede el cine repetirlo indefinidamente ante mí», escribía André Bazin a propósito -precisamente- del montaje de documentos fílmícos sobre la corrida realizado, en 1951, por Pierre Braunberger y My- riam Boursoutzsky, comentado por Michel Leiris.1 Al plantear el problema de ese modo, Bazin acepta implícitamente
1 A. Bazin, «Mort tous les aprés-midi» (1951), en M. Leiris, La Course de tau- reaux, suivi de Calendrier et Souvenirs taurins, edición de F. Marmande, Fourbis, París, 1991, p. 115. Sobre el papel efectivo de Leiris en la escritura del comentario, véanse las precisiones de A. Maillis, «La Course de taureaux de Pierre Braunberger», Archives (Instituí Jean Vigo, Perpignan-Cinémaihéque de Toulouse), n ° 66-67,1996, pp. 1-20, así como A. Castel y M. Leiris, Correspondance 1938-1958, edición de A. Maillis, Éditions Claire Paulhan, París, 2002, pp. 307-313.
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disociar su propio punto de vista sobre la modificación temporal de la experiencia suscitada por la repetición cinematográfica. Por un lado, dice, el cine niega la intensidad de la experiencia, negación que según él debe llamarse, al menos en los casos extremos, obscenidad: «Dos momentos de la vida (...), el acto sexual y la muerte, (. . .) son a su manera negación absoluta del tiempo objetivo: instante cualitativo en estado puro. Al igual que la muerte, el amor se vive y no se representa -con razón lo llaman la pequeña muerte-, al menos no se representa sin violación de su naturaleza. Esta violación se llama obscenidad. También la representación de la muerte real es una obscenidad, no ya moral como en el amor, sino metafísica. No se muere dos veces».1
Y sin embargo: existe otra forma de intensidad, una intensidad de la repetición, y esta intensidad curiosamente se denomina, en el vocabulario de André Bazin, eternidad. Una «eternidad» que él descubre -recordemos el «perfil definitivo» de García Lorca, recordemos el sarcófago esculpido- en los documentos tauromáquicos reunidos por Pierre Braunberger y Myriam Boursoutzky: «La representación en pantalla del acto de matar a un toro (que supone el riesgo de muerte del hombre), es en principio tan emocionante como el espectáculo del instante real que reproduce. En cierto sentido, incluso más emocionante, pues multiplica la calidad del momento original por el contraste de su repetición. Le confiere una solemnidad suplementaria. El cine
1 A. Bazin, «Mort tous les aprés-midi», art. cit., p. 116.
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dio a la muerte de Manolete una eternidad material. En la pantalla el torero muere todas las tardes».1
Seguir o no hasta el final el análisis de André Bazin no es aquí el problema. Galván no utiliza ningún documento dramático de este género. Pero no por ello deja de precipitarse contra el muro del burladero, avanza todo él frente adelante (como un toro), con la cabeza luego literalmente captada, imantada, enviscada en la superficie (como un psicótico). Tan potente es la pantalla -de alguna manera, la propia arena verticalizándose- que sobraría el desfile por ella de la imaginería de los momentos cruciales de la lidia. Las imágenes están ya ahí, en el muro, el suelo, el espacio. Pasan directamente del trozo de madera, y aun de la oscuridad del ambiente, a la frente del artista, simplemente, y desde su cabeza irradian como un fuego artificial de gestos que se imprimen a su vez -imágenes- en nuestras retinas y nuestras memorias, como en la gran pantalla oscura de una noche de fiesta.
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La noche es el vasto crisol de las imágenes y las soledades.2 Lo cual no quiere decir solamente: estuche del sueño,
1 A. Bazin, «M ort tous les aprés-midi», art. cit., p. 116.2 Véase M. Blanchot, L’Espace littéraire, Gallimard, París, 1955 (ed. 1988) pp.
11-32 («La solitude essentielle») y 213-224 («Le dehors, la nuit»). Id. VEntretien infini, Gallimard, París, 1969, pp. 465-477 («Vaste comme la nuit»). [En castellano: El espacio literario, trad. de Vicky Palant, J. Jinkis, Paidós Ibérica, Barcelona, 2004. Id., La conversación infinita, trad. de I. Herrera Baquero, Arena Libros, Madrid, 2008. (N. de la T.)]
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por ejemplo. Quiere decir también caja de Pandora —el toril sin fondo— de donde surge una realidad que nos deja más solos que nunca. En la noche, todo lo extraño, todo lo imposible puede advenir y trastocar de golpe el orden de nuestra historia. En medio de la noche estamos más desnudos que nunca, pues aguardamos ese momento, ese destino, en el que todas nuestras soledades y nuestros miedos se reúnen para echarse a temblar, a zumbar, a bailar juntos.
También las soledades de Juan Belmonte tuvieron la noche por crisol. De niño, vivió dos grandes experiencias de la soledad: primero, cuando murió el torero Espartero, el desastre y el desorden del entorno le afectaron por «el abandono, la soledad» en que repentinamente le dejaron; después, a la muerte de su madre, conoció «una amargura, un desconsuelo que antes no había sentido», jugando —como los adultos le pedían que hiciera «mientras se llevaban a mi madre m uerta»- «con la soledad en el corazón».1 Finalmente, como bien saben todos los aficionados, ya que esos episodios han alcanzado una dimensión mítica equiparable a las anécdotas que circulan sobre la niñez de Giotto o de Leonardo de Vinci, Belmonte convirtió la noche en su espacio de aprendizaje, su terreno de juego místico para el gran arte tauromáquico, trocando el umbra-reflejo del toreo de salón por la umbra-penumbra del campo andaluz.
«Me gustaba ensayar los lances ante los espejos», dice para empezar, como un bailaor. Pero «si yo toreaba como lo
1 M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de taureaux (1936), trad. de A. Martin, Verdier, Lagrasse, 1990, pp. 11 y 16-17. [En castellano: Juan Belmonte, matador de toros, Alianza, Madrid, 1970 (imp. de 2006), pp. 12 y 17. (N. de la T.J]
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hacía era porque en el campo, y de noche, había que torear así. Era preciso seguir con atención todo el viaje del toro, porque si se despegaba se perdía en la oscuridad de la noche y luego era peligroso recogerlo; como toreábamos con una simple chaqueta, había que llevar al toro muy ceñido y toreado. (...) El riesgo de su proximidad era menor que el de una arrancada de la res desde la oscuridad». Naturalmente, en noche opaca, sin luna es cuando el ejercicio resultaba más peligroso: «Sentí su arrancada, lo vi o lo adiviné al venir"hansi m í v Tnaripnrln cnríir p! rnprnn mp cp nnr rintnrciw -i. v-i. J W.i Vi. VtiVi V/ J.J.J.V puuv v/ _I_ xw. VllltUlU
aquella masa negra que salía de la noche, y a la noche se volvía ciegamente. Volvió a pasar junto a mi cuerpo, llevado por los vuelos del capotillo, aquel bólido que las sombras me arrojaban, pero, al tercer lance, el toro no vio el engaño o yo no vi al toro, y en un encontronazo terrible fui lanzado a lo alto. Me campaneó furiosamente en el testuz y luego me tiró al suelo con rabia. Allí me quedé hecho un ovillo sin saber dónde estaba. No veía al toro. La noche se lo había tragado».1
De aquellos momentos tan penosos como mágicos, si no eróticos -Belmonte evoca, por cierto, el canto por siguiri- yas de su compañero gitano en medio de la soledad nocturna, el «berrear majestuoso de los toros en celo» o bien su propia desnudez, herida por cornada y sorprendida a orillas del Guadalquivir por un grupo de muchachas-,2 quedó determinado aire, o sea, determinado estilo: la intensa pro
1 M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, op. cit., pp. 65,68 y 70.2 Ibid., p. 34.
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ximidad al animal; determinada relación con el deseo y el miedo; una sensación muy especial de lo que llaman el terreno; la capacidad para estoquear sin ver, como el 24 de julio de 1910, cuando con una cornada en la frente, y una cortina de sangre delante de los ojos, dio no obstante muerte certera al toro;1 por último, determinada tendencia a triunfar «en ese último toro, el que sale del chiquero cuando ya va cayendo la tarde, el sol se sale del anillo para perderse en los gallardetes».2 Belmonte arrancaría así pues a la noche esa «voluntad tenaz [que] me llevaba, pero sin saber adonde. Pisaba fuerte yendo con los ojos vendados. Mi voluntad tensa era como el arco tendido frente al horizonte sin blanco aparente».3
Esa dimensión de «arquero zen» confería al matador un saber particular, un saber del inconsciente (humano) en diálogo continuo con un saber del instinto (animal). Con la diferencia de que el hombre no era solamente arquero, sino también diana del toro. Toda la tauromaquia de Belmonte, basada en sutiles desvíos y curvas lentas, extrae esa especie de sonambulismo que la caracteriza de un poder de la noche, cuando la noche significa a la vez gritar de miedo y caerse de sueño. «El miedo jamás me ha abandonado. Es siempre el mismo. Mi compañero inseparable.»4
Belmonte observó meticulosamente hasta qué punto el miedo, antes de la lidia, multiplicaba su imaginación, lo cu
1 M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, op. cit., p. 104.2 Ibid., p. 143.3 Ibid., p. 41.4 Ibid., p. 274.
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bría de sudores, aceleraba de modo asombroso el crecimiento de su barba; ha contado cómo intentaba una doma dialéctica del miedo, combate interior o «diálogo incoherente, como el de un loco con un ser sobrenatural».1 Ha analizado el «semisueño», los sueños de huida o la percepción sonora que el miedo provocaba en él.2 Como por un efecto de montaje de cine, ha evocado el destino sonambúlico, si no letárgico, de aquel miedo que lo destrozaba de fatiga hasta en mitad de la arena: un día, en Sevilla, derribado por el toro, se quedó echo un ovillo en la arena, «con los ojos cerrados, bajo los mismos hocicos de la bestia». «Pasaron los segundos, no sé cuántos, muchos. ¿Qué ocurría? Seguramente los peones no conseguían llevarse al toro. Yo seguía tumbado en la arena con los ojos cerrados. ¡Qué bien se estaba allí! (...) ¡Si pudiera dormirme, un ratito siquiera!.. ,»3 El día que tuvo más sueño que nunca durante una corrida fue cuando dio, según él, las verónicas más «lentas, suaves, quizá las mejores de [su] vida».4 Imagen de la beatitud según Belmonte: «Hallarse acostado con una cornada en la pierna» y dormirse así.5
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1 M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, op. cit., p. 209.2 Ibid., p. 212.3 Ibid., p. 120.4 Ibid., p. 157.5 Ibid., p. 260.
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A veces, observando a Israel Galván entre dos momentos de desmesura danzada, me da la impresión de que, en efecto, va a dormirse. Creo más bien que se adentra, psíquica y corporalmente, en sus soledades para escuchar mejor la musicalidad que brota de los latidos rítmicos entre torbellino y perfil, movimiento e inmovilidad, crisis y letargía, grito gestual y sueño del cuerpo. Tanto en el baile como en el cante jondo, la intensidad, valor estético fundamental, posee la particularidad de buscar constantemente su propia ascesis. Desde luego la intensidad acaece en esa especie de alarido que prolonga a toda costa la voz de rajo, pero culmina de otra manera en el silencio, pues el silencio no significa en este caso el cese del canto sino su meta, la demostración de su basamento, y la espera musical renovada. Así, entre dos arranques o dos batidas de puntas y talones, Galván convierte el silencio en algo parecido a una intensidad nocturna. Intensidad luminosa e intensidad sombría, intensidad espectacular del gesto efectuado e intensidad musical de la no efectuación: rayo y rajo, cabría decir, diálogo entre rayo y desgarro. ¿No es en el fondo lo que Georges Hi- laire llamaba, ya en los años cincuenta -con terminología extrañamente deleuziana- un «dinamismo superior» del canto profundo, intenso hasta en sus propias síncopas?1
Israel Galván poseería así una especie de gracia negativa. Una gracia que no seduce -ni siquiera hace reír, como ve-
1 G. Hilaire, Initiation flamenca, Éditions du Tambourinaire, París, 1954, p. 78.
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remos- sino al alcanzar su punto de verdad, consistente en un balanceo en estado se diría de desazón, de mudez tangible hasta en el cuerpo y hasta en el espacio, que de golpe parece despoblarse. Como rayo casa con rajo, gracia casa aquí con veneno, el veneno de las cosas nocturnas que se inmiscuye e impone en cada momento de luz. El caso de las sevillanas, por ejemplo: nada más ligero, elegante, gracioso, sin nubes. El folclore, en todos los sentidos de la palabra, de Sevilla. En Arena, Galván baila sevillanas -o mejor, suspende su decisión de bailarlas- frente a una banda de cobres y percusión tan disonante y angustiosa como la visitación desmadrada de los temas de Gustav Mahler por Uri Caine.1 Aquella noche, en el teatro de la Maestranza, el público sevillano que había aceptado -o digamos, respetado- todas las rarezas del bailaor, se rebeló con un bonito murmullo de indignación, viendo que el hijo de la tierra se negaba a bailar el baile de la tierra. Se limitaba a esperar, a hacerse la estatua, a mimar un sarcófago, no concediendo sino un gesto irónico, aquí y allá o en los últimos tiempos de cada ciclo rítmico.
¿Querían olvidar los sevillanos aquella noche que la propia historia de algo tan imbuido de gracia como su cara sevillana está hecha también de desgracias, infortunios y miedos? Auguste Bréal, en su conferencia de 1929, aporta el testimonio ejemplar de una gracia constantemente ganada a la desgracia y que vuelve a ella: «Al final de la primavera
1 U. Caine, Gustav Mahler-Urlicht, Winter & Winter, Múnich, 1997.
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de 1906 asistí en Sevilla a una salida de tropas destinadas a Marruecos. El embarque se efectuaba en el Guadalquivir. Eran las once de la mañana. Las tropas acababan de montar a bordo; en el muelle y las orillas del río una multitud se despedía de los que partían. Madres, hermanos, novias lloraban; los jóvenes soldados trataban de mantener el tipo; los hombres ocultaban su emoción. Acababan de quitar las pasarelas que unían el barco a tierra. Se había oído la señal de salida cuando descubrieron que la marea aún no estaba bastante alta en el río y había que esperar un poco antes de ponerse en camino... Entonces, en ese momento suspendido entre haberse dicho adiós y no zarpar todavía, al coronel se le ocurrió dar la orden a los músicos del regimiento de tocar sevillanas. Todo el mundo se puso a bailar: las tropas a bordo, los parientes y amigos en la orilla. Cerca de mí una muchacha giraba sonriendo, con los ojos aún bañados en lágrimas. Este inolvidable espectáculo duró lo que duran varias sevillanas. El río había crecido. El barco se puso en marcha. Se agitaron los pañuelos y se volvió a llorar».1
En cierto modo, Israel Galván es doblemente crítico con las certezas folcloristas establecidas por el amor propio andaluz: por un lado, no tiene miedo a ser desapegado, irónico, llegando hasta el mimo burlesco de esa parte de sí mismo. Por otro, no tiene miedo a tener miedo, a manifestar el mie
1 A. Bréal, Les Coplas, poésie populaire andalouse (1929), Voix du cante flamenco, Grenoble, 2002, p. 31. En la actualidad, sólo Inés Bacán -uno de sus discos se titula por cierto Soledad sonora (Auvidis, 1998)-, que yo sepa, canta sevillanas tan lentas.y tan profundamente melancólicas. Véase Inés Bacán. Pasión, Muxxic, Madrid, 2003.
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do. Por eso su dignidad, su grandeza recogida en sí misma, aparecen como una rareza dentro de la elegancia característica, centrífuga, de los bailarines profesionales. Y sin embargo esta rareza no es sino sabiduría: sabiduría de quien no ignora que en todo acto subyace el riesgo de perderlo todo, perderse a uno mismo también. Elemental punto común entre el cante jondo, el baile y el toreo, como José Bergantín lo enunció: «El cante y el baile andaluces parecen juntarse en la figura luminosa y oscura del torero y el toro (...) para jugarse definitivamente a caray cruz todo eso: el todo por el todo».1
Así, cuando Israel Galván me da la impresión de deslizarse en el sueño, imagino que con trasfondo de miedo busca esa especie de paz letárgica entre dos crisis. Como el torero cuando entra en el ruedo, el bailaor comienza su lucha con el espacio en un estado en el que está «ya muerto» -ante todo «muerto de miedo», «psicológicamente muerto», como confesaba un día Luis Miguel Dominguín-.2 José Bergamín insiste mucho en la diferencia que separa el valor de la valentonada, el primero es humilde, inocente, lacónico, ascético, la segunda, segura de sí misma, arrogante, en resumen, «lo más feo y mentiroso en el toreo».3
1 J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., p. 40.2 Ibid., p. 57. Sobre el miedo se encuentran extraordinarios testimonios de to
reros, incluido éste, en el libro de F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 65 (Do- minguín), 93 (Ordóñez) y 189 (Esplá).
3 J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., p. 58. Esta distinción vale asimismo para el toro, que no es bravo si es bravucón, véase ibid., pp. 88-89.
La belleza y la verdad de una faena —lección ética y estética que vale, según Bergamín, para cada gesto de la vida- no consisten en mantener el tipo, en esconder el miedo, en negar el miedo. Sino en afirmar la dignidad del miedo. «Su miedo es lo que da [al torero] la conciencia viva de su arte y de su responsabilidad», y corresponde al «público» asumir su propia reponsabilidad como «pueblo» no insultando jamás ese «respetabilísimo miedo».1 Pues cuando vemos a un torero luchar con el animal, con el viento, con el tiempo -o a un bailaor luchar con el suelo, con el aire, con el tiempo también él- no esperamos que el miedo a arrojarse en el acto sea vencido, sino poetizado: mostrado, figurado, desviado, transformado en algo a la vez más bello y más presente.
La danza nos emociona -para expresarlo, Bergamín invoca la fenomenología sartreana de las emociones— porque «transfigura el deseo o el miedo»; por eso es «inquietud y quietud juntas»; por eso «su propia evidencia o revelación luminosa [es] todavía más realzada, cruelmente, por la oscura presencia invisible» del deseo, del miedo o de la misma muerte.2 El resultado paradójico de esta asunción poética del miedo es una especie de deshumanización, o al menos de despersonalización, que nos incita espontáneamente a ver al bailaor como a un ser a veces angélico y otras diabólico —«es decir, creador, poético», insiste una vez más el autor de la Música callada.3
1 J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., pp. 42-46.2 Ibid., pp. 40-41 y 49.3 Ibid., pp. 67-68.
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El bailaor, pues, no es sólo poeta del buen obrar. También es poeta, más nocturno, del no obrar. Un ser de aire (palabra que oiremos a la vez en francés y en español, no hace falta decirlo), por eso los libros le parecen muchas veces demasiado pesados para cargar con ellos. Algunos de esos grandes poetas del gesto fueron de verdad analfabetos, estoy pensando sobre todo en Carmen Amaya.1 Bergamín, en nombre de la letra que mata -porque cargada de plomo de imprenta no sabe bailar-y del espíritu que vivifica, impugnó que el orden alfabético fuese algo bueno para el propio lenguaje. El alfabetismo es un orden, ahora bien, «las palabras sirven para jugar»; luego «la poesía pura es, sencillamente, la más impura: la poesía analfabeta».2 Y por lo tanto: «El alfabetismo (...) es el enemigo mortal del lenguaje como tal lenguaje, en lo que el lenguaje es espíritu: de la palabra. El alfabetismo es el enemigo de todos los lenguajes espirituales: o sea, en definitiva, de la poesía».3
De ahí la reivindicación de un analfabetismo entendido, no como el estado salvaje o pueril de la palabra poética, sino como su madurez, su sabiduría filosófica e infantil, su «estado de gracia», es decir, concretamente: su libre juego, su
1 Véase. A. M. Moix, Carmen Amaya 1963. Fotografías de Colitay Julio Ubiña, p. 35, Bienal de Flamenco, Sevilla, 2004.
2 J. Bergamín, La Décadence de Yanalphabétisme (1961), trad. de F. Delay, La Délirante, París, 1988. [En castellano: «La decadencia del analfabetismo», Obra esencial, op. cit., p. 20 (N. de laT.)]
3 Ibid., p. 29.
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capacidad para bailar, prorrumpir, manifestar la profundidad espiritual del lenguaje, del gesto, incluso de la razón.1 Después de que Nietzsche observara la «implacable lucidez» y tajante precisión de los dramas mediterráneos —comparados con la ópera alemana, siempre cargada de grises nubes-,2 Bergamín insistirá en la precisión que exige, en la poesía y el cante flamencos, la profundidad: «En Andalucía, el analfabetismo se ha defendido mucho mejor contra las culturas literales. Las más hondas raíces poéticas del analfabetismo español son andaluzas; el lenguaje popular andaluz es todavía el más puro, esto es, el más puramente analfabeto. Por eso el lenguaje popular andaluz es precisamente el más verdadero o verdaderamente el más preciso».3
El analfabetismo, en el sentido que Bergamín le da, sería la noche del lenguaje, para cuya comprensión concitará a la Docta ignorancia de Nicolás de Cusa y a la filosofía «tenebrosa» de Giordano Bruno.4 Y el mejor ejemplo que podía encontrar de esa noche del lenguaje no es otro que el cante jondo: «En la profunda sombra de ese canto luce de un modo incomprensible la precisión de la verdad ( ...) En el cante hondo andaluz no ve ni oye ni entiende nada el hombre cultivado literalmente o literariamente: no ve más que a uno,
1 J. Bergamín, «Lá decadencia del analfabetismo», art. cit., pp. 17-18.2 F. Nietzsche, Le Cas Wagner. Un probléme pour musiciens (1888), Oeuvres
philosophiques completes, VIII, éd. G. Colli y M. Montinari, Gallimard, París, 1974. [En castellano: Nietzsche contra Wagner, trad. de J. L. Arantegui, Siruela, Madrid,2002, Escritos sobre Wagner, trad. de J. B. Limares, Biblioteca Nueva, 2003. (N. de laT.)]
3 J. Bergamín, «La decadencia del analfabetismo», art. cit., p. 22.4 Ibid, p. 22.
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o a una, dando voces, y a veces, dando gritos. Y es eso, dar voces o gritos, pero darlos precisamente con verdadera precisión: fatal, exacta».1
Lo mismo ocurrirá -aunque para peor, claro— con el arte del toreo, ya que la profundidad de este arte resulta de determinada relación entre la destrucción propiamente dicha, la muerte, y la práctica de una. precisión ornamental, construida y reconstruida a cada instante. Peor en el sentido de que la belleza y la precisión del gesto constituyen aquí la manera de no dejarse matar por la fiera. Existen toreros poetas -Ignacio Sánchez Mejías, por ejemplo- como existen toreos más poéticos que otros; también hay poetas para los cuales el arte del toreo continúa siendo el paradigma absoluto de un analfabetismo de la gracia que sabe bailar poniéndose en peligro: García Lorca, Alberti, Bergamín. Y Michel Leiris, por supuesto: más allá de la novela tauromáquica de Heming- way,2 más allá incluso de la invocación metafórica de la corrida, como en Montherland,3 Leiris indagó en la corrida de toros la razón poética más profunda de su propio trabajo -de su propio juego- de escritura.
Al igual que Bergamín, Leiris comprendió enseguida la esencial musicalidad de este arte: «El torero derecho como
1 J. Bergamín, «La decadencia del analfabetismo», art. cit., p. 22.2 Véase. A. González Troyano, «Récit et tauromachie», trad. de J. Hombrecher,
La Tauromachie, art et littérature, op. cit., pp. 69-75. F. Claramunt, «Les toreros d’ Hemingway», ibid., pp. 89-112. [En castellano: El torero, héroe literario, Espasa- Calpe, Madrid, 1988. (N. de la T.)]
3 F. J. Hernández, «Montherland: la corrida comme métaphore», ibid., pp. 77-88.
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un grito. Muy cerca de él, el soplo. Y todo alrededor, el rumor. ( ...) /Olés! Ondas irradian en tomo al punto de roce del hombre y el animal, como las zonas de dolor en tomo a la herida del toro».1 Como Bergamín, comprendió que la precisión de este arte es lo que, paradójicamente, le confiere toda su desmesura.2 Y así ideó el deseo poético de una «literatura considerada como una tauromaquia».3 Pero una literatura analfabeta, en el sentido de Bergamín, una literatura que fuera destrucción o irrisión del orden alfabético -pensamos por supuesto en el famoso Glossaire o en Langage tan- gage-,4 en la que tomar la palabra fuera un peligro, que fuera un desnudarse en las soledades propias y ante la multitud: «Desnudarme ante los demás (.. .) Hacer un libro que sea un acto (.. .) dejar el corazón al desnudo, [correr un] riesgo moral, exponerme en todos los sentidos de la palabra».5
El artista del toro resulta ejemplar porque «muestra toda la calidad de su estilo en el instante en que está más amenazado».6 A medida que encuentra la forma -la forma precisa, intensa, única para ese momento-, el fondo se abre y
1 M. Leiris, Miroir de la tauromachie, op. cit., pp. 14 y 17.2 Id.L’Á ged’homme (1939-1946), Gallimard,París, 1979,p.20. [Encastellano:
Edad de hombre, trad. de Maurizio Wácquez, Editorial Laetoli, Pamplona, 2005. La literatura considerada como una tauromaquia, trad. de Ana M a Moix, Tusquets, Barcelona, 1976. (N. de la T.)}
3 Ibid., pp. 9-24.4 Ibid., «Glossaire j ’y serre mes gloses» (1939), Mots sans mémoire, Éditions
Gallimard, Paris, 1969. Id., Langage tangage, Gallimard, París, 1985.5 Id., L’Áge d ’homme, op. cit., pp. 14,16,18 y 21.6 Ibib., p. 12.
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se entrevé. «Gestos estrictos realizados a un past) de la muerte»:1 gestos hechos para tocar la muerte con la punta de los dedos, para poetizarla, declinarla, o sea, desviarla por algún tiempo. Gestos estrictos realizados por ese bailarín extremo que Georges Bataille llamó -siempre después de Nietzsche - «el que baila con el tiempo que le mata».2 Erotismo y sacrificio, pues.3 Todo lo que exige gestos precisos, profundos, ritmados, poéticos, desmesurados, analfabetos -aunque sea provisionalmente-, tal una danza suspendida entre deseo y miedo.
©
De noche perdemos el compás, la mesura4 de las cosas y regresamos a la desmesura de nuestras propias soledades
1 M. Leris, L’Áge de homme, op. cit., p. 75.2 G. Bataille, «La pratique de la joie devant la mort» (1939), CEuvres comple
tes, I, Gallimard, París, 1970, p. 554. [En castellano: «La práctica de la alegría ante la muerte», La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2003. (N. de laT.)]. Sobre el eco de esta frase -y de las nociones caras a Bataille de suerte y danza- en el destino de la bailaora Carmen Amaya, véase. G. Didi-Huberman, «Chute, chance, danse, cadence», Visio. Revue Internationale de Sémiotique Visuelle, 2005-2006.
3 M. Leiris, Miroir de la tauromachie, op. cit. pp. 30-56. Véanse los comentarios de C. Maubon, Michel Leiris: L’Áge d'homme, op. cit., pp. 113-134, y id., «Leiris e la tauromachia: storia di un’afición», prefacio a M. Leiris, Specchio della tauromachia e altri scritti sulla corrida, Bollati Boringhieri, Turín, 1999.
4 Una palabra, mesure, designa en francés el compás, en su acepción musical, y la medida, la mesura, en todas sus acepciones. Ese doble sentido está presente en el autor siempre. (N. d elaT .)
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psíquicas. En la poesía también. Un gesto poético es un gesto que abre una noche, que desmesura las cosas del día. «El poeta», escribe Bergamín, «no es poeta sólo cuando canta, sino cuando pierde el compás. Cuando el poeta pierde el compás ya no puede medir sus versos. Y los versos se quedan sin pies con que poder bailar. No hay baile de versos, poeta: tu silencio dejó sin cadencia y sin ritmo la danza y la canción sutil. Y el silencio era tan profundo, que se veía temblar el pensamiento...»1
¿Por qué invoca Bergamín ese «temblor del pensamiento» junto a la Docte ignórame de Nicolás de Cusa y las tinieblas filosóficas de Giordano Bruno?2 ¿Por qué emplea el vocabulario de la «espiritualidad», de la mística?3 ¿Por qué Leiris, para hablar de tauromaquia, evoca «experiencias cruciales o revelaciones?»4 ¿Por qué comienza Espejo de la tauromaquia por la «coincidencia de los contrarios según Nicolás de Cusa», y por los «nudos o puntos críticos que podríamos representar geométricamente como lugares donde uno se siente tangente al mundo y a sí mismo»5 (esta fórmula, subrayada por Leiris, complacería mucho, estoy seguro, a Israel Galván)? ¿Por qué esa autoridad aquí y allá de la teo-
1 J. Bergamín citado por Y. Roulliére, «La musique tacite», La Nouvelle Revue Frangaise, n° 462-463,1991, p. 31. [En castellano la cita se encuentra en: «Arte de temblar», La cabeza a pájaros, (1925-1930), Ediciones Cátedra, Madrid, 1984, p. 113. (N. de la T.)]
2 J. Bergamín, La decadencia del analfabetismo, op. cit., p. 22.3 Ibid., p. 204 M. Leiris, Miroir de la tauromachie, op. cit., p. 27.5 Ibid., p. 25.
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logia negativa? En cuanto a las fórmulas suntuosas de Bergamín al final de su vida —música callada, soledad sonora-, ¿acaso no son, simplemente, citas extraídas del texto místico por antonomasia, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz?
La noche sosegada en par de los levantes del aurora, la música callada, la soledad sonora.1
Texto, como es sabido, redactado por el joven Juan de Yepes en la celda de una cárcel inquisitorial, en 1578. Todo el comentario teológico que él mismo hace describe una metamorfosis, una conversión: cuando la prueba de la noche, que es desasimiento del Yo, se vuelve experiencia de la escucha, que es, no el día, sino la aurora, no captación, sino aproximación táctil al Otro. Si el verso precedente evoca el silbo de los aires amorosos, esto es, el soplo sonoro (traducido muchas veces por «murmullo») de los aires o brisas del amor, es porque era preciso dar una imagen lírica -una imagen hecha de aire y sonoridad- a algo que es, según Juan de la Cruz, la voz del Otro, la voz de Dios, cantaor supremo.
1 Juan de la Cruz, «Cantique spirituel» (1578-1579), trad. de Marie du Saint- sacrement, CEuvres completes, ed. D. Poirot, Le Cerf, París, 1990 (ed. 2004), pp. 348-349 (manuscrito de Sanlúcar) y 1202-1203 (manuscrito de Jaén). [En castellano: «Cántico espiritual», Obra completa, ed. de L. López-Baralt y E. Pacho, Alianza, Madrid, 1991. (N. de la T.)\
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El Salmo LXVII ponía en boca de David que «Dios dará a su voz una voz de potencia» (ecce dabit voci suae vocem vir- tutis); el Apocalipsis ponía en boca de san Juan que la voz oída es, a la vez, «estruendo de trueno» y «suavidad de cítara». El autor del Cántico espiritual dedujo que la música superlativa -la música celeste- toma en determinado momento su virtud de una.potencia del silencio. ¿Por qué ese silencio es tan potente? Primero, porque es táctil: soplo de aire que pasa y que nuestro rostro siente como una caricia.Y luego, porque es profundo, una manera de decir que se vuelve «interior».1 ¿Y por qué ese silencio es «soledad sonora»? Porque resuena y sólo esta resonancia cuenta. El sujeto que la percibe no puede comunicarla a otro (soledad), pero gracias a ella se halla «acordado» con los incontables murmullos, voces, cantos -e incluso los «conciertos» de los que habla el Apocalipsis- que abundan en cada silbo de los aires: silencio y resonancia mezclados, quietud e inquietud mezcladas, soledad y sonoridad mezcladas, ascesis y exuberancia mezcladas.2
De ese lirismo «negativo» -pues construye sus imágenes a partir de la noche, que las sume en lo inaccesible, y transforma el espacio exterior en algo tan difícil de pensar como un espacio interior-, Bergamín extrajo una poética completa, por no decir una mística, del «silencio sonoro».3 La musi-
1 Juan de la Cruz, Obra completa, op. cit., pp. 413-420 (1288-1298 m. de Jaén).2 Ibid., pp. 421-423 (1298-1299 m. de Jaén).3 J. Bergamín, Lepuits de l’angoisse, Moquerie etpassion de l’homme invisible
(1941), trad. de Y. Roulliére, Éd. de l'Éclat, París, 1997, pp. 11-31. [En castellano:
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calidad se torna noción existencial, que extrañamente él denomina «música de la sangre», expresión tomada de Calderón, de quien cita estos versos:
No es música solamente la de la voz que callada se escucha, música es cuanto hace consonancia.1
;Tarareó San Juan de la Cruz sus poemas en la celda (si-^ x '
guiendo el modelo de los cantos flamencos de prisión, las llamadas carceleras)? Difícil resulta imaginar que cantara de veras -quiero decir: a plena voz, para otro- su magnífico Cántico, o bien sus coplas, canciones o romances.2 Aún más difícil resulta imaginarle bailando sobre su famoso diagrama del acceso al Monte Carmelo: el esquema, que semeja una anatomía visceral -si no genital— tanto como un mapa de la ternura o un laberinto mortal, lleva en efecto un conjunto de indicaciones cuasi coreográficas para llegar («para venir»), para seguir o no poder seguir tal o cual camino («ya por aquí no hay camino»), para evitar los escollos a derecha
El pozo de la angustia. Burla y pasión del hombre invisible, Anthopos Editorial, Barcelona 1985. (N. de la T.J]
1 Ibid. Los mismos versos serán, cuarenta años después, epígrafe de id., La música callada del toreo, op. cit. Sobre este tema, esencial en Bergamín, véase Y. Roulliére, «La musique tacite», art. cit., pp. 27-31. K. March, «José Bergamín, poeta del silencio», En torno a la poesía de José Bergamín, dir. N. Dennis, Pagés-Univer- sitat de Lleida, Lleida, 1995. J.-M. Mendiboure, José Bergamín: l’écriture á l ’épreuve de Dieu, Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, 2001.
2 Juan de la Cruz, Obra completa, op. cit., pp. 93-221.
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(«ni eso, ni eso...») o izquierda («ni esotro, ni esotro.. .») en una vía estrecha marcada por la famosa didascalia negativa: «Nada nada nada nada nada nada».1
Uno de los últimos cuartetos de San Juan pretendía ofrecer una «suma de la perfección»: se titula «Olvido de lo criado», propone por consiguiente renunciar a la criatura, prestar toda la «atención a lo interior» sin más memoria que la «memoria del Criador».2 Todo ello escrito por una humilde criatura humana que tuvo el descaro de crear muchas de esas cosas líricas, artificiales e inútiles q uc se llaman poemas. Grandeza de San Juan, y más tarde de Bergamín: se contradicen. La noche, la soledad y el silencio sonoro sólo conducen a la contradicción.
Georges Bataille será el pensador que, en el siglo XX, llevará más lejos el cuerpo a cuerpo con ese género de contradicción. Danza con ella, la desvía, a veces la estoquea, hasta que resurge con toda su pujanza del toril o de la noche del tiempo. Bataille admiraba en Juan de la Cruz la forma de «caer en la noche del no saber [y de] tocar el extremo de lo posible».3 Pero dispuso en falso, respecto de lo que suele denominarse experiencia mística, La experiencia interior: buscó, por decirlo así, su soledad sonora lejos de cualquier «servidumbre dogmática», que es hacia donde en general,
1 Juan de la Cruz, Obra completa, op. cit., pp. 247-259.2 Ibid., pp. 220-221.3 G. Bataille, «L’Expérience intérieure» (1943), Oeuvres completes, V, Galli-
mard, París, 1973, p. 24. [Hubo traducción disponible en castellano: La experiencia interior, trad. de E Savater, Taurus, Madrid, 1989. (N. de la T.)]
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anota, los grandes místicos de la tradición cristiana acaban situando sus propias soledades.1
Por eso afirma que «la experiencia nada revela y no puede fundar la creencia ni partir de ella» y que lo desconocido forma un dominio, una noche todavía más vasta que «Dios».2 Por eso critica muy pronto la ascesis como privación, búsqueda de lo único, «falta de libertad» y fustiga en las disciplinas místicas, al igual que en los «ejercicios espirituales» ignacianos, una verdadera renuncia a la potencia? Cierto es que hace suya toda la fenomenología del laberinto, de las «mociones interiores» -que él prefiere llamar «regueros interiores»- o de la experiencia nocturna.4 Pero trastoca todas sus perspectivas: pretende que la experiencia es lo que despliega el interior, y no la interioridad la que forja y mantiene sus derechos sobre la experiencia. Exige la dra- matización por encima de un lirismo que él mismo practica —La experiencia interior se termina con una serie de poemas que sería interesante cantar-, pero que sitúa, siguiendo a Nietzsche y a Rimbaud, bajo el doble signo de la risa y la muerte: risa que una disciplina dogmática no acallará; muerte que una creencia religiosa no intentará redimir:
1 G. Bataille, La experiencia interior, op. cit., pp. 15-17 («Crítica de la servidumbre dogmática y del misticismo»).
2 Ibid., p p . 1 6 - 1 7 .
3 Ibid., pp. 24 y 34-38. Tal vez sea una de las razones por las que evoca su encuentro con la España cristiana como una «experiencia en parte fallida» (ibid., pp. 130-133).
4 Ibid., pp. 97-110 y 144-147.
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Estoy muerto muerto y muerto en la noche de tinta flecha lanzada sobre él.1
Dramatizar: «No atenerse al enunciado».2 Actuar tan libremente como sea posible, romper cualquier servidumbre, bailar pese a todos los enunciados del dogma. No tener miedo a entrar en la noche pero rehusar, del mismo modo, quedar pasivo, en la sombra. No tener miedo de danzar con ambas piernas, entre la sombra y la luz, el no saber y la afirmación, la desesperación y la risa, lo suspenso y la precipitación. Esa danza es alegría, pero como se confronta con lo peor, es «alegría supliciante»; «El extremo de lo posible supone risa, éxtasis, acercamiento aterrado de la muerte; supone error, náusea, agitación incesante de lo posible y lo imposible y por último, quebrado no obstante, de grado en grado, lentamente buscado, el estado de suplicación».3Y si existe un arte que valga la pena ser visto o escuchado, será arte de la dramatización, de la belleza supliciante. Un arte capaz, en cierto modo, de abrir su propia gracia: «El arte es menos la armonía que el paso (o el retorno) de la armonía a la disonancia».4 He aquí la música callada -con la «consonancia» interna de la que habla Calderón- desasosegada,
1 G. Bataille, La experiencia interior, op. cit., p. 189 («Dios»).2 Ibid., p. 26.3 Ibid., p. 52.4 Ibid., p. 70.
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enriquecida o complejificada por una esencial disonancia. He aquí la soledad sonora desasosegada o enriquecida por un esencial rumor de fondo, el rumor de lo múltiple.
Valiosa lección de Georges Bataille. Nos permite evitar una trampa cuando miramos a Israel Galván bailando su «alegría supliciante»: podríamos creer que una «interioridad» o una «profundidad» buscan expresarse por medio de gestos. Pues bien, no, no es eso, sino exactamente lo contrario: el baile es el que produce e inventa, a flor de gestos y de momentos, «profundidad» e «interioridad». La jondura nace del baile jondo y no lo contrario. No preexiste en tanto significado transcendental o «raíz» que habría que manifestar en un fenómeno. Si preexiste es en concepto de vestigios, segmentos lacunares, memoria inconsciente, deseo, supervivencias. Constituye un origen, es cierto: pero el origen no existe, ya hecho, antes que nuestros gestos, hay que encontrarle forma en cada instante presente, en cada «torbellino del tiempo».1
La profundidad -y por lo mismo, la verdad- no se encuentra en algún punto allá arriba ni tampoco anclada en
1 Reconocemos aquí el sentido de la noción de Ursprung -«torbellino en el río del devenir» y no «fuente originaria de todo»- cara a W. Benjamín, Origine du árame baroque allemand (1928) trad. de S. Muller y A. Hirt, Flammarion, París, 1985, pp. 43-45, que traté de comentar en Devant le temps. Histoire de Yart et anachro- nisme des images, Éditions de Minuit, París, 2000. [En castellano: id., Origen del drama barroco alemán, trad. J. Muñoz Millares, Taurus, Madrid, 1990. (N. delaT .)]
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el centro de tal o cual santuario mágico. Se halla aquí, o más bien pasa justo bajo nuestros pasos, en un mero actuar, un sobresalto del cuerpo, un perfil o un desvío improvisados. Se halla en nuestra capacidad de saber atraparla al vuelo: Galván posee para ello toda una gama, magnífica, de movimientos de muñeca. También los toreros lo saben bien: incluso cuando pretenden ser «neoplatónicos» -com o Luis Francisco Esplá- experimentan que sólo la experiencia resulta soberana, en el instante único de su ocasión propicia, su kairos, o al contrario, su catástrofe. La profundidad es rizomática. Se encuentra allí donde «nadie puede decir: ésta es la frontera de lo uno o de lo otro», donde «la idea no te pertenece», un poco como en una «escritura automática [en la que] no prevés absolutamente nada»,1 pues la experiencia es la que lleva entonces la voz cantante.
Vemos, pues, por qué Belmonte podía reivindicar el toreo como «ejercicio espiritual» sin que doctrina alguna pree- xistiera a su práctica, por la noche en el campo o por la tarde en el ruedo. Las artes del tiempo deben dar gran cabida a lo inesperado. Suponen por consiguiente un analfabetismo -siempre en el sentido de Bergamín, claro- de la experiencia: «Yo no sé contar lo que hago a los toros. Recuerdo, sí, la impresión que me produjo ver de cerca aquel bulto inquieto que se revolvía y me perseguía».2 «La tauromaquia es, ante todo, un ejercicio de orden espiritual», afirmaba Bel-
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., pp. 199-200 (Esplá).2 M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, op. cit., p. 43.
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monte1 —pero en esta frase la palabra «espiritual» sólo es adjetivo, predicado, consecuencia del sujeto principal, que es «ejercicio»—. Este ejercicio produce pensamiento -por ejemplo cuando Belmonte dijo que en 1913 salió al ruedo «como el matemático que se asoma a un encerado para hacer la demostración de un teorema», rebatiendo de un plumazo el «teorema de Lagartijo» acerca de los terrenos respectivos del hombre y de la fiera2 -pero no lo ilustra, pues sencillamente no puede preverla—. Belmonte cuenta que reflexionando más tarde sobre las máximas de Gabriele d’Annunzio, acerca del «riesgo sublime» se volvió «sencillamente un mal torero», cortado de su propia experiencia, desesperado hasta desear el suicidio.3
De ahí la inanidad de una actitud filosófica que buscara en su propia «pre-visión» una transcendental «posibilidad de danza pura», en realidad inferida de los textos -y no de la danza-, mirando las cosas -quiero decir los cuerpos, los gestos de los bailarines, sus aciertos y fracasos, sus tanteos- desde arriba, o sea, sin mirarlas. Poco interesa que la danza sea «metáfora del pensamiento».4 Lo fundamental, en cambio, es que pueda inducir su metamorfosis. Mallarmé, y luego Valéry, bien lo comprendieron en las salas oscuras donde admiraban los arabescos de Loic Fuller o de la Argentina,
1 J. Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, op. cit., p. 153.2 Ibid., p. 151-152.3 Ibid., p. 215-2194 A. Badiou, «La danse comme métaphore de la pensée», Danse etpensée. Une
autre scéne pour la danse, dír. C. Bruni, GERMS, Sammeron, 1993, pp. 11-22 y 241.
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pues en su admiración -esa humildad ante el fenómeno- hallaban la posibilidad de una metamorfosis para su escritura y su pensamiento.1 Por eso los escritos de Mallarmé y de Valéry son más bellos y precisos que cuanto se escribe, en general, desde el campo profesional de la filosofía, cuyos grandes diccionarios ignoran aún las palabras «gesto», «soledad» —prefieren «solipsismo»-, «noche» o «profundidad».2
Hizo falta un filósofo preocupado por la poesía para expresar de manera más luminosa el problema: «El primer objetivo de una explicación consiste en hacer justicia a su objeto, no en rebajarlo, ni reducir su alcance ni menguarlo o truncarlo so pretexto de facilitar su comprensión. La cuestión no está en saber qué vista hay que tomar del fenómeno para poder explicarlo conforme a una filosofía, sino, a la inversa, ¿qué filosofía se requiere para estar al mismo nivel que el objeto, a su misma altura? De ningún modo: cómo volver, revolver, simplificar o empequeñecer el fenómeno para poder explicarlo, a partir si es preciso de principios que nos propusimos no infringir, sino: ¿hasta dónde debemos ampliar nuestros pensamientos para mantenernos en relación con el fenómeno?».3
1 Véase el gran estudio de G. Ducrey, Corps et graphies. Poétique de la dame et de la danseuse á la fin du XIX siécle, Honoré Champion, París, 1996.
2 Véase A. Lalande, Vocabulaire technique et critique de la philosophie (1926), PUF, París, 1972. S Auroux (dir.), Encyclopédiephilosophique universelle, II. Les no- tions philosophiques, dictionnaire, PUF, París, 1990.
3 F. W. Schelling, Philosophie de la mythologie (1828-1846), Jérome Millón, Grenoble, 1994, p. 90.
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Dará idea de la grandeza filosófica de Bergamín observar cómo su experiencia de la tauromaquia lo condujo, en cincuenta años, a invertir por completo su juicio sobre Bel- monte. Todo lo que piensa de la tauromaquia aparece ya formulado en 1930, en El arte de birlibirloque: «Un juego imaginativamente racional, enigmático, verdadero; cruelmente perfecto, luminoso, alegre, inmortal».1 Una «tragedia jocosa» ideada a partir de Nietzsche -otra versión del «gozo supliciante»-, un «puro juego inteligible, en el que peligra la vida del jugador», o sea, «un ejercicio físico y me- tafísico de la razón, como en el ejercicio espiritual».2
Eso más o menos es lo que Belmonte hacía y decía en la misma época. Sin embargo, Bergamín pone a Belmonte en la picota a través de un esquema maniqueo que le opone brutalmente al estilo de Joselito. Belmonte frente a Joselito sería españolismo frente a clasicismo, afectación frente a naturalidad, languidez frente a energía, lentitud frente a velocidad, rigidez frente a flexibilidad, tristeza (ciertamente revolucionaria, y Bergamín lo admite) frente a alegría (renaciente). Belmonte es visto como manierista, una «m áscara vacía», una «caricatura»; nada expresa, pues «lo que no se puede expresar intensamente, se exagera»; trata de hacer un arte con su miedo e «impotencia natural»; busca al toro «hipócritamente»; al no ser un artista verdadero, no prac-
1 J. Bergamín, «El arte de birlibirloque», op. cit., p. 165.2 Ibid., p. 164. Véase F. Delay, «Le sentiment torero», ibid. pp. 7-21, que aclara
las fuentes de este pensamiento de Séneca a Baltasar Gradan. Véase asimismo id. «Dans le rond -José Bergamín», La seduction breve, Gallimard, París, 1997, pp. 163-183.
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tica más que el artificio, «la trampa o truco porque es su falsificación engañosa»; así pues, «sin estilo», cuando lo que pretende decir es «el estilo soy yo»; romántico cuando el arte del toreo debe ser resueltamente clásico.1
Cincuenta años después, Bergamín muda poéticamente sus ideas en verdadero pensamiento de la experiencia tauromáquica. Devuelve a Belmonte cuanto le había tomado: porque para él «la íntima emoción traspasa el juego de la lidia», porque «torea como [él] es», porque su tauromaquia baila espiritualmente, alcanzando las «alturas profundas» de la soledad sonora y de su música callada.2 Y es que ni la soledad sonora ni la música callada derivan de una idea preexistente: se encuentran inopinadamente, y de inmediato, en ese encuentro, ya han sorprendido, alcanzado, transformado y abierto nuestro pensamiento.
(23. 08. 05)
1 J. Bergamín, «El arte de birlibirloque», op. cit., pp. 168, 169,173. Id., «Du tiers et du quart (Cúchares, la vie et la verité)» (1936), L’importance du démon et autres chases saris importance. [En castellano: «El mundo por montera», Ohra esencial, op. cit., p. 190. (N. de la T.)]
2 Id., La música callada del toreo, op. cit., pp. 17, 30-31 y 35.
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REMATES O LAS S O L E D A D E S C O R P O R A L E S
«Al hablar tenía Juan Belmonte un tartamudeo leve que daba a sus frases un sentido más corto y ceñido, como si torease.»1 En otro tiempo, Bergamín se había burlado de ese tartamudeo.2 Después, en La música callada, hablará de él como de su estilo, un «estilo» propio, una form a de ser donde la forma se ve de algún modo «cortada o entrecortada por la emoción»3 del ser. En la medida en que «pensamiento y estilo en el arte de torear son uno», este «corte» del ser hablante será reconocido como un arte: un arte del corte. En el tartamudeo, dicen, se corta la palabra sin parar. Lo cual puede entenderse en sentido no sólo privativo: puede querer decir que esa palabra posee al mismo tiempo el arte de sustraerse, como si una anfractuosidad espiritual -una voz de nada nada nada— atravesara las palabras, y el arte de multiplicarse, ya que cuando se tartamudea forzoso es repetirse, corregirse constantemente.
También Israel Galván tartamudea levemente al hablar. Sus frases buscan siempre el sentido más corto y conciso,
1 J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., p. 29.2 Id., «El arte de birlibirloque», art. cit., p. 1713 Id., La música callada del toreo, op. cit., p. 29.
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como sí bailase. Por una parte, su baile es el reverso de su palabra: cuanto menos hable -y hablar no le gusta demasiado-, más podrá bailar, ese baile suyo extraordinariamente «abierto», prolífico, complejo, y sin embargo el menos locuaz, el más lacónico y «ceñido». Por otra, me atrevería a decir que baila como habla: pues posee en grado sumo el arte de multiplicarse, por el mero hecho de no cesar de sustraerse a todo lo que suponga clausura en el gesto o cerramiento en el significado. Abre todo el campo de lo posible no cesando de cesar. Técnicamente, diremos que multiplica los remates, es decir, las maneras de terminar un pase, un periodo (dos palabras están siempre en boca de los bailao- res: llamada y remate). O sea, sabe terminar sin «clausura»: maravilla. Baila con su gesto como un cantante con su poema: lo corta y entrecorta, lo acomete como se rompe un diamante, retira todos los destellos y arroja al aire los restos, los cohetes.
En general, consideramos el tartamudeo como el «comportamiento arrítmico» de una palabra que no domina ni la fluidez ni la acentuación de la elocución normal.1 «El trastorno de la elocución nos revela», escribe Freud, «el conflicto interior.»2 Galván, que parece aborrecer los conflictos -resbala siempre con elegancia sobre las preguntas relativas
1 Véase P. Sauvanet, Le Rythme et la raison, I. Rythmologiques, Kimé, París, 2000, p. 143, que evoca, no obstante, los «efectos de ritmo» de esta arritmia. Véase P. Fraisse, Psychologie du rythme, PUF, París, 1974, p. 213.
2 S. Freud, La Psychopathologie de la víe quotidienne (1901), Gallimard, París, 1997, p. 182. [En castellano: Psicopatología de la vida cotidiana, Alianza, Madrid, 1997. (N. delaT.)]
a su posición singular, objetivamente polémica, en el mundillo flamenco-, ha inventado, con su propio cuerpo como material, un arte completo del conflicto bailado. Tanto en La metamorfosis como en Arena, se trata de la coreografía de un conflicto en que se enzarzan las múltiples soledades del bailaor. Del «conflicto interior» nace un conflicto deprofundidad: en ningún caso un conflicto psicológico, sino un conflicto estructural que, para manifestarse, necesita la construcción de una extraordinaria ciencia de ritmos.
Ver bailar a Galván significa descubrir, a escala de todo un cuerpo, el conflicto entre fluidez y acentuación. Significa ver a alguien que ha forjado -a qué precio, no lo sabremos, y además resultaría poco elegante tratar de averiguarlo- un gran arte de la disyunción. Hablaba más arriba del desvío que impone al torero la acometida del peligro. Da la impresión de que Galván ha colocado toda esa lógica peligrosa -enfrentamiento, desvío, perfil- dentro de su propio cuerpo, de sus propios gestos. Está, pues, solo con sus conflictos. Desjuntado por sus conflictos. Así pues, solo es múltiple. Ejemplos: ¿que la dificultad del taconeo pide un cuerpo recogido o al menos afianzado en su verticalidad? Galván conservará el taconeo -es un virtuoso y crea, me dice una bailaor a que conoce bien las dificultades del caso, una sonoridad rara, al igual que en las palmas y los pitos-, pero desjuntará el cuerpo pese al esfuerzo que ello exige: piernas separadas, caderas hacia delante o, al contrario, hacia atrás. ¿Que la solemnidad de las siguiriyas necesita una verticalidad total? Galván será estatua, pero como empujada por un movi-
miento de caída hacia delante que, en el último momento, no se producirá.
Su cuerpo no se desjunta sólo en su estatura, sino en el tiempo, es decir, en el despliegue rítmico de los movimientos. Artista riguroso de baile jondo, tradicional en este sentido, Galván sitúa las leyes rítmicas del flamenco -el compás- por encima de todo. Ése es el aire que quiere respirar él. Pero halla espacio y tiempo para contrariar todos los espacios normales y los tiempos posibles. No porque se contente con multiplicarlos contratiempos: sería virtuosismo, nada más. Él crea una especie de contratiempo am pliado a todas las dimensiones del baile. Hace con el ritmo, en definitiva, lo que el cantaor con la melodía: microintervalos, o al contrario, ritmos desparramados, arrebatados, suspendidos, como perdidos -pero siempre reanudados, siempre recobrados-. Como si creara, con un árbol, una nube, y con la nube, de repente, un cristal.
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Así, en este bailaor toda fluidez se interrumpe —o re- m ata-, se rompe con una acentuación. Todo se bifurca de pronto, la interrupción y la acentuación abren otra vía, en otro lado del cuerpo, para una nueva fluidez. Ello funda un estilo propio, su estilo, cuya «forma de ser» es disyunción. Disyunción de inmediato sensible: en cada gesto de Israel Galván creo ver tanto la profundidad (gravedad de una experiencia interior) como la risa (levedad del juego, vir
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tuosismo infantil). Casi en cada uno de sus gestos «profundidad y jovialidad se dan tiernamente la mano», como decía Nietzsche.1 Sin mensaje ni afirmación de sí, esta danza se me antoja puro despliegue de experiencia interior y de gaya scienza: ambas desjuntan el cuerpo que las acoge, juntas, y que recoge su bello conflicto.
Ya en esto es Galván un bailaor de «nacimiento de la tragedia». Bailaor trágico, porque no baila sino hasta «renunciar a sí mismo», porque está «dislocado» como individuo; trágico porque se ve metamorfoseado por su «penetración en una naturaleza extraña», y entonces «las fronteras de la individuación saltan por los aires».2 Trágico porque crea, no sólo una representación, sino una musicalidad, y esa musicalidad siempre deja estallar el conflicto, la disyunción, «el eterno antagonismo, padre de todas las cosas».3 Esto es, musicalmente hablando, la disonancia.
Nietzsche, de nuevo: «Y en este peligro supremo de la voluntad, aproxímase a él el arte. ( ...) Lo trágico [pues] no es posible en modo alguno derivarlo honestamente de la esencia del arte, tal como se concibe de ordinario éste, según la categoría única de la apariencia y de la belleza; sólo partiendo del espíritu de la música comprendemos la alegría
1 Citado por G. Bataille, La experiencia interior, op. cit.: «Cuánto me gustaría decir de mi libro lo mismo que Nietzsche de la Gaya scienza: “ ¡Casi en cada una de sus frases profundidad y jovialidad se dan tiernamente la mano!” ». Se trata de la primera frase del libro de Bataille.
2 F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., pp. 74-75 y 110.3 Ibid., p. 54.
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por la aniquilación del individuo, (...) Este fenómeno primordial del arte dionisíaco, difícil de aprehender, sólo se vuelve comprensible por un camino directo y es de inmediato aprehendido en el significado milagroso de la disonancia musical [que] es matriz común de la música y del mito trágico».1
Pero ¿qué es un gesto disonante? ¿Qué es un gesto de «nacimiento de la tragedia»? Pues bien, justamente no es un gesto «trágico», en el sentido habitual del término. No es un gesto «dramático», «terrible» o «triste», no. Los usos psicológicos del término trágico datan de una época en que tragedia pasó a ser un género literario clásico, claramente opuesto a la comedia. Los gestos de Israel Galván son gestos de «nacimiento de la tragedia» de cuando lo trágico no existe aún como género. Son gestos antes de todo género, gestos en los que disuena la propia noción de género, lo cual dinamita el psicologismo y el academicismo consiguientes. Esos gestos contienen tanto «lo sublime, sometimiento artístico de lo espantoso», como «lo cómico, descarga artística de la náusea de lo absurdo».2
Otra manera de «desjuntar juntos»: Israel Galván im pone lo sublime y la «dignidad del miedo» tanto como lo grotesco del miedo cuando se muda en pánico. Afín en esto a los célebres «toreros artistas», en los que alternan inexplicablemente las cumbres del luchador poético y las caídas del bufón patético. Ejemplo de antaño: «Rafael el Gallo po
1 F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, op. cit., pp. 78,137 y 188.2 Ibid., p. 79.
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dría ser el Toto de la corrida. Alimenta de chistes las historias tauromáquicas y (...) su desapego keatoniano ante las contingencias personifica la precariedad intrínseca que fundamenta la práctica tauromáquica. ( ...) Rafael sale entonces corriendo, suelta el estoque y la muleta, se tira de cabeza al callejón, se niega a volver al ruedo».1 Ejemplo de hoy día, Curro Romero: «Una tarde, cuando ya nadie le espera (...), una tarde, por nada, por el toro, lanza dos verónicas que ya nadie podrá esculpir nunca, la música suena, volando se escapa de la capa, y el gentío, ¡en pie! ¿Después? Después (...) aquello recaía en lo bufón» . 2
Israel Galván jamás cae en lo bufón; pero de él emana siempre un afecto marcado por la «simultaneidad contradictoria» (expresión que empleaba Freud para definir la crisis psíquica). De modo que nos conmueve igual que los grandes artistas burlescos, Harold Lloyd, Charlie Chaplin o Buster Keaton (pero habría que añadir Nijinsky o, en todo caso, Valeska Gert). Personaje inexpresivo, alcanza empero lo más secreto, incluso lo más extremo, del afecto. Bailaor que siempre parece ignorar tanto su mala suerte como su virtuosismo y que, al borde de la catástrofe, de la caída, nos deslumbra con una súbita demostración de gracia, con la belleza precisa de sus gestos, entre locura y jondura.
1 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., pp. 85-86. Sobre Rafael de Paula -entre «plasticidad turbadora» y «tauromaquia de la desbandada»-, véase ibid., pp. 308-310. Sobre la tauromaquia excéntrica y bufa, véase id., Humbles etphe- noménes, op. cit., pp. 71-74 y 155-158.
2 F. Marmande, Curro, Romero y Curro Romero, Verdier, Lagrasse, 2001, p. 19.
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Galván me habló un día de un bailaor que le había impresionado como ningún otro. Le apodaban el Carrete de Málaga, como el carrete de hilo, o de película, o de caña de pescar. Realizaba un espectáculo de flamenco burlesco en las estaciones turísticas de la Costa del Sol. En medio de las carcajadas de los espectadores, Israel lloraba. Me habló también de Félix el Loco, bailaor de la compañía de Diag- hilev, retratado por Picasso, que bailaba sin parar, incluso comiendo, y que acabó en el manicomio en 1941, despuésA p om torcp tin-r -fn-rrurn rlpcnnrlri pti nr\a i crl pci q rlp T AnrlrpQ 1U.V UgjiLUilJV j S c/ / j iyp» i VH-.UÍ1WVÍV/ S-JLA UliU v-tv JLJV/J.AV4.Í VU.
Filosóficamente hablando, el baile de Israel Galván emplea juntas nociones que el pensamiento estético suele oponer. Conocemos el análisis clásico de la gracia por Bergson: la gracia resulta de la fluidez, la facilidad patente, la regularidad rítmica, de movimientos curvos donde nada se quiebra y, por consiguiente, el espectador puede prever la evolución del movimiento. «Como los movimientos fáciles son los que se preparan unos a otros, acabamos encontrando una soltura superior en los movimientos que se dejan prever, en las actitudes presentes que indican y casi preforman las actitudes siguientes. Los movimientos bruscos carecen de gracia porque cada uno de ellos se basta a sí mismo y no anuncia a los que le sucederán. Si la gracia prefiere las curvas a las líneas quebradas es porque la línea curva cambia de dirección en todo momento, pero cada dirección nueva estaba indicada en la precedente. La percepción de
1 Á. Alvarez Caballero, El baile flamenco, op. cit., pp. 190-192. M.-A. Pellerin, El Loco. Chronique flamenca, Julliard, París, 1990.
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la facilidad para moverse se funde aquí con el placer de detener de algún modo la marcha del tiempo y de mantener el porvenir en el presente. Un tercer elemento interviene cuando los movimientos con gracia obedecen a un ritmo y los acompaña la música. Y es que, al dejarnos prever aún mejor los movimientos del artista, el ritmo y el compás nos hacen creer que nosotros los dominamos. Como casi adivinamos la actitud que va a adoptar, parece obedecernos cuando, en efecto, la adopta; la regularidad del ritmo establece entre él y nosotros una especie de comunicación, y los retornos periódicos del compás vienen a ser otros tantos hilos invisibles con los que articulamos esa marioneta imaginaria.»1
Como es sabido, Bergson opone al gesto gracioso, el gesto cómico: gesto deforme, gesto contrahecho, gesto compul- sivo-arrítmico (el tic, por ejemplo, que hace las veces de tartamudeo corporal), gesto brusco o falto de sentido (es decir, sin dirección previsible), como una caída repentina. En ese momento, «las actitudes, gestos y movimientos del cuerpo humano son risibles en la exacta medida en que ese cuerpo nos hace pensar en una simple mecánica».2 O peor, en una mecánica sujeta a averías o a sobresaltos imprevistos. Lo cual
1 H. Bergson, Essai sur les données immediates de la conscience (1889), éd. A. Robinet, CEuvres, PUF, París, 1959 (ed. 1970), p. 12. [En castellano: Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, trad. de J. M. Palacios, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2006. (N. delaT .)]
2 Id., Le Rire. Essai sur la signification du comique (1900), ibid., p. 401. [En castellano: La risa: ensayo sobre la significación de lo cómico, trad. de M. L. Pérez Torres, Alianza, Madrid, 2008. (N. de la T.)]
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suscita gestos quebrados y no fluidos, dificultades ostensibles, irregularidades rítmicas, movimientos imprevisibles. Suscita la imagen del «cuerpo venciendo al alma», incluso la de una «persona [dándonos] la impresión de cosa».1
Así como Juan Belmonte había refutado en otro tiempo el «teorema de Lagartijo», colocándose simple, tranquilamente, en cierto lugar de la arena, Israel Galván refuta la oposición canónica entre gesto gracioso y gesto cómico, bailando simplemente -inocente pero loca, temerariamente- en las tablas de un teatro. Que Chaplin y Keaton hayan realizado ya esta refutación ante una cámara demuestra, si ello fuera necesario, los lazos de Galván con el cine. Mas esos lazos, esa influencia del cine en el arte del bailaor, no son en sentido único. La recíproca también es cierta. En la misma época en que Bergson fustigaba la «ilusión» del «mecanismo cinematográfico»,2 Étienne-Jules Marey y los primeros cineastas inventaban la temporalidad moderna, una temporalidad que, a imagen de la danza -y en primer lugar la de Loic Fuller, cuya famosa Serpentine debe mucho, entre otras fuentes, a la bata de cola del baile flamenco—, se componía a la vez de continuidades y discontinuidades, de fluideces y paradas.3
1 H. Bergson, Le Rire, op. cit., pp. 412 y 414.2 Id., L’Évolution créatrice (1907), ibid., pp. 725-807. [En castellano: La evo
lución creadora, Espasa-Calpe, Madrid, 1985. (N. de la T.)}3 Véase F. Albera, M. Braun y A. Gaudreault, Arrét sur image, fragmentation
du temps. Aux sources de la culture visuelle moderne, Payot, Lausana, 2002. G. Didi- Huberman «La danse de toute chose», Mouvements de l’air. Étienne-Jules Marey, photographe desfluides, Gallimard, París, 2004, pp. 173-337. Sobre la temporali-
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Si algunos grandes artistas tartamudean quizá sea porque, cuando hacen un gesto, su palabra, por no decir su cuerpo entero, funciona como un sismógrafo de ritmos, ritmos numerosos y siempre contrariados -aunque sólo sea por la coexistencia de fluideces y acentuaciones-, donde el tiempo nos hunde de todas formas. Los remates con los que Galván no cesa de hacer cesar, de interrumpir o de acentuar sus gestos, nos muestran que la danza no se reduce en absoluto a la ejecución de «movimientos graciosos que obedecen a un ritmo», como suponía Bergson. Toda danza es siempre polirrítmica, como todo poema es siempre polisé- mico. Por eso el tartamudeo puede ser hipostasiado, no como privación de ritmo, sino como alteración del ritmo, me refiero a su inclinación a la alteridad, la multiplicidad, la complejidad. Un hombre que tartamudea no hace sino más audible la complejidad rítmica que en su cuerpo disocia los latidos del corazón de los movimientos respiratorios, y éstos del parpadeo, etcétera. El bailarín es quien sabrá hacer visible esa complejidad orgánica, hacerla obra, extenderla a todo él espacio, más allá de sí mismo.
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dad y la espacialidad coreográficas de esta época, véase G. Brandstetter, Tanz- Lektüren. Korperbilder und Raumfiguren der Avangarde, Fischer, Francfort, 1995. Sobre los vínculos de esta problemática con las artes visuales, véase A. Pierre «La musique des gestes. Sens du mouvement et images motrices dans les débuts de l’abstraction», Aux origines de l’abstraction, 1800-1914, dir. S. Lemoine y P. Rousseau, Museo de Orsay-RMN, París, 2003, pp. 85-101.
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Manera de hacer visible una profundidad y una proximidad. Israel Galván baila a distancia -incluso muestra predilección por los terrenos de retirada, los foros del escenario, las lindes de la luz—, y sin embargo nos da la impresión de que estamos muy cerca de él, que oímos los latidos de su co razón, su respiración. La mancha brillante de sudor que crece en su espalda evoca el brillo de la sangre en la capa oscura del toro, en el ruedo. Quiero decir que lo vemos de lejos, pero nos obliga a mirarlo de cerca, a sentirnos cercanos a su herida. Efecto de aura, pero invertido: única aparición de una proximidad, por remoto que esté el lugar donde aparece.1 Efecto de «fotogenia» habría dicho sin duda Jean Eps- tein.2
Pues esta forma de mirada próxima suscitada a distancia, en la visión alejada, es característica de la edad del cine, que es en cierto modo la edad del aumento visto a distancia de pantalla: «Bruscamente, la pantalla expone un rostro y el drama, cara a cara, me tutea y se infla a intensidades imprevistas. Hipnosis. Ahora la Tragedia es anatómica. (...) Las sombras se desplazan, tiemblan, titubean. Algo se decide. Un viento de emoción recalca la boca de nubes. La oro-
1 Véase la fórmula propuesta por Walter Benjamín para el efecto de aura: «La única aparición de lo remoto, por cerca que esté», W. Benjamín, «L’CEuvre d’art á l ’époque de sa reproductibilité technique» (1939), Qiuvres, III, Gallimard, París, 2000, p. 278. [En castellano: «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» (1936), Imaginación y sociedad, trad. de J. Aguirre, Taurus, Madrid, 1973 (ed. 1998). (N. de la T.)]
2 J. Epstein, «Photogénie de Pimpondérable» (1935), Écrits sur le cinéma, I. 1921-1953, éd. M .Epstein y P. Leprohon, Seghers, París, 1974, pp. 249-253.
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grafía del rostro vacila. Sacudidas sísmicas. Ondas capilares buscan donde abrir la falla. Una ola se los lleva. Crescendo. Un músculo brinca. El labio está lleno de tics como un telón de teatro. Todo es movimiento, desequilibrio, crisis. Disparador. ( ...) El primer plano es el alma del cine. Puede ser breve pues la fotogenia es un valor del orden de un segundo. (...) Paroxismos intermitentes me emocionan como inyecciones. Hasta hoy nunca he visto fotogenia pura durante todo un minuto. Hemos de admitir que es una chispa y una excepción intermitente. Lo cual impone un desglose. ( ...) Un picadillo. El rostro que va hacia la risa posee una belleza más bella que la risa. Para interrumpir. Me gusta la boca que va a hablar y calla todavía, el gesto que oscila entre derecha e izquierda, el retroceso antes del salto, y el salto antes del tope, el devenir, la vacilación ( ...) , los pequeños gestos cortos, rápidos, secos, diríanse involuntarios de Lilian Gish que corre como el segundero de un cronómetro. Las manos de Louise Glaum teclean sin parar un aire de inquietud. Mae Murray, Buster Keaton, etcétera. El primer plano es drama en toma directa».1
Un fenómeno de este género crean las polirritmias y remates de Israel Galván: cuando bruscamente la escena se ve invadida por su drama corporal, «tragedia anatómica» que «se infla a intensidades imprevistas»; cuando su sombra se desplaza, tiembla, titubea; cuando un viento de emoción subraya la curva de su espalda; cuando se superponen sacudidas sísmicas, olas, fluideces, acentuaciones, paroxis
1 J. Epstein, «Bonjour cinéma» (1921), ibid., pp. 93-97.
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mos intermitentes, excepciones en el gesto, tirones; cuando aparecen desgloses impresionantes, desmontajes y remontajes del movimiento; cuando su cuerpo va hacia la caída, con pequeños gestos cortos y grandes gestos solemnes juntos; cuando el miedo y la risa (Buster Keaton), indisociables, planean sobre todo ello.
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El verbo rematar suena de manera extraña: diríase que se trata de matar repetidamente. Hallar la intensidad característica del cine -de ella hablaba André Bazin a propósito de La course de taureaux- en la intensidad de la parada repetida, en esos gestos que no acaban de terminar con arte. Forma e informe, estatua y torbellino reunidos en un solo gesto. Eso es, dicho sea de paso, lo que entendió tan bien Man Ray, tanto en sus fotografías como en sus filmes, al acercarse al bailaor Vicente Escudero, al utilizar la saeta de la Niña de los Peines para su filme VÉtoile de mer, o bien al captar ante una joven bailaora de flamenco el preciso momento de esa «fotogenia de lo imponderable», que André Bretón denominaría admirablemente explosiva-fija.1
¿De qué tiempos -plurales, afrontados, embrollados- nos llega esta intensidad paradójica del gesto «explosivo-fijo»? Las descripciones más tradicionales del baile jondo hablan de ella como característica inmemorial, el dinamismo su
1 Véase G. Didi-Huberman, «L’espace danse (Étoile de mer Explosante-fixe)», Les Cahiers du Musée National d’Art Moderne, n° 94, 2005-2006, pp. 36-51.
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perior del baile se encarna muy a menudo en dinamismo inmóvil: «Los “quebrados” se ejecutan, por decirlo así, en el sitio. Una bailaora gitana de calidad como la Venus de Bronce podía bailar lo mejor de su repertorio sentada en una silla, con simples alusiones de los hombros, del pecho, de las manos, de las caderas. Tal es el dinamismo inmóvil de este arte pítico. (...) De ahí la alternancia de aceleraciones y ra- lentís, de ritmos y contrarritmos, de rajo y de plasticidad; de ahí las dobles revoluciones de derviche giróvago resueltas, de repente, en inmovilidad estatuaria, como la majestuosa figura del dominio tauromáquico».1
¿Una «Venus de Bronce» que baila en su silla? Eso evoca escultura antigua transportada muy lejos de los museos de antigüedades. Pero ambas hacen falta: la Antigüedad y su desplazamiento. El arte de Goya se formó en contacto con la Roma clásica;2 pero se transformó de manera más decisiva de regreso a España, observando cómo las «ninfas» del pueblo y las ancianas desdentadas bailan en su silla (cuando no con una silla en la cabeza, como podemos ver en los Caprichos, por ejemplo, y como casi hace Galván en Arena). O sea, el dinamismo inmóvil es una componente muy antigua que la modernidad se ha apropiado con pasión. Las bailarinas más emocionantes del siglo XIX y del siglo XX son ya, por lo menos en literatura, bailarinas de la imagen congelada, de la petrificación y la fragmentación del tiempo: caen
1 G. Hilaire, Initiation flamenca, op. cit., p. 30.2 Véase. M. B. Mena Marqués y J. Urrea, El Cuaderno italiano (1770-1786). Los
orígenes del arte de Goya, Museo del Prado, Madrid, 1994.
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en agonía o en letargía, se mueven como espectros, están hechas de cenizas o de lava enfriada (como la Arria Mar celia de Théophile Gautier), pasan en el espacio como bajorrelieves de sarcófago (la Gradiva de Jensen).1
En la época en que todavía tenía ideas muy «paradas» contra la tauromaquia parada iniciada precisamente por Belmonte, José Bergamín escribió un ensayo laberíntico, a la vez contestable y admirable, sobre las relaciones entre la modernidad occidental y la corrida de toros española (problema que no ha perdido vigencia). Comenzaba por oponer el toreo verdadero -soberano, jovial, dionisíaco, danzante, o sea, el de Joselito— a dos fenómenos culturales surgidos de manera simultánea en los albores del siglo XX.
El primero figura «la universalidad secular del mundo» y por eso «nada tiene que decirnos»: es la torre Eiffel, construida para la Exposición Universal de 1889, «mudo andamiaje, el esqueleto absolutamente vacío, hueco», ejemplo perfecto, según Bergamín, «de lo piramidal abstracto, de lo babélico absoluto e inútil».2
El segundo es un género de andamiaje muy distinto: se trata de una «performance» burlesca realizada el 1 de enero de 1901 en la plaza de Madrid, a guisa de «inauguración del siglo», como: anunciaba el cartel, y continuaba así: «En el cuarto toro, el célebre sugestionador de toros Don Tan- credo López, considerado por su temeridad y arrojo como
1 Véase G. Ducrey, Corps et graphies, op. cit., pp. 117-219.2 J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo» (1934), Obra esencial, op. cit.,
p. 73.
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El Rey del Valor, ejecutará el experimento en la forma siguiente: antes de abrir la puerta de los toriles, Don Tancredo, vestido imitando la estatua de Pepe Hillo, se colocará en el centro del redondel, sobre un pedestal de medio metro de altura y, previo aviso del citado sugestionador, se soltará el cuarto toro, de cinco años cumplidos, de la acreditada ganadería de Miura, de Sevilla, permaneciendo Don Tancredo inmóvil en su sitio, esperando las acometidas de la fiera sin temor ni recelo de que ésta llegue a él. (...) Don Tancredo López ruega al público guarde el mayor silencio durante la suerte».1 En el número especial de El Toreo Cómico del día siguiente, se podía leer esto: «Zurdito, de Miura, sale de un modo más bien pausado que ligero, se llega al pedestal y arremete tirando a Don Tancredo, que sale de estampía. Y con esto se acabó la mojiganga, siendo silbado Don Tan- credo, no mucho, pero algo».2
Después de citar esos artículos foráneos o de prensa local, Bergamín pone en epígrafe de su propio texto una majestuosa cita de Copérnico sobre la trayectoria de los planetas (se lee locus en el latín de De revolutioníbus orbium coeles- tium, pero podría traducirse «sitio» en el español de la ciencia tauromáquica). Y comprendemos enseguida que se trata de construir con la estatua de Don Tancredo un verdadero paradigma filosófico. Por un lado, el charlatán que se intitula «sugestionador», se recubre de yeso y sube al pedestal antes de salir pitando, todo lo cual «no tiene ni razón ni sen
1 J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo» (1934), art. cit., p. 71.2 Id., «La estatua de Don Tancredo», Cruz y Raya, n ° 14, Madrid, mayo de 1934.
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tido fuera de lo que suele entenderse por más particularmente español de todo», lo más folclórico o idiosincrásico.1 Y sin embargo, este fenómeno grotesco reviste una importancia filosófica que, según Bergamín, es preciso situar frente a cuanto representa, a finales del siglo XIX, la torre Eiffel erigida a la gloria del positivismo europeo. Don Tancredo es bajito, pero «nos dice todo, como un filósofo»; su invento de payaso nos habla «de la totalidad de nuestro ser, ante la vida, por la muerte y “ante la eternidad de lo probable”, por el azar; en definitiva, ante Dios» -nada menos.2
Frente al gran ballet mecánico occidental -la torre Eiffel es ante todo una gran obra en construcción, sus incontables obreros trepan por ella como bailarines de ballets soviéticos o hollywoodienses-, Don Tancredo adopta una pose de soledad en medio de la arena. «Plenamente solo», escribe Bergamín, es decir, «solo ante el toro, ante la muerte; solo, por eso, por todo eso, plenamente solo.»3 Mas esta soledad no es ni grandiosa -en absoluto- ni graciosa ni siquiera tauromáquica. Mientras que el torero actúa, baila su soledad ante el monstruo y lucha con gracia contra él, Don Tancredo recusa la acción, el baile y la lucha: se encala, sube al pedestal y espera sin hacer nada. «Modo paradójico de heroísmo», escribe Bergamín, ya que heroísmo es «haber encontrado el secreto del valor aparente en la misma inmovilidad del mayor miedo: del que paraliza de espanto,
1 J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo» (1934), art. cit., p. 73.2 Ibid., p. 73.3 Ibid., p. 73.
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del miedo que dejaba, por aterrorizada, convertida en estatua a la mujer de Loth.»1
El mismo Bergamín se muestra paradójico hacia su objeto: cuanto más lo eleva a altura de opción filosófica, más lo rebaja, dado que lo juzga, finalmente, una pobre parodia. Don Tancredo se disfraza de estatua de Pepe Hillo, «esto es, de estatua del torero por excelencia, del creador, del inventor del arte de torear».2 Levanta una estatua al arte tauromáquico, pretende hacer mármol -o mejor, yeso- a partir de una gracia esencialmente aérea, la de las suertes tauromáquicas reales, que necesitan un valor real y no el valor de hacerse el muerto imitando la inmortalidad de las estatuas. Ahora bien, queda claro que cuando se pretende levantar estatuas al arte tauromáquico, se acaba saliendo por pies, en completa desbandada. Don Tancredo sería la imitación o la versión «apolínea» —¡pobre Apolo!— del arte «dio- nisíaco» por excelencia, el arte de torear.3 Tal vez sea la bufonería, la comedia que necesita ese gran ritual trágico.
Bergamín lo llama «estoicismo». Séneca, como es sabido, era andaluz, y Nietzsche hablaba de él como del «toreador de la virtud». Pero Bergamín corrige: más bien el Don Tan- credo de la virtud, de modo que el propio Don Tancredo representa el «senequismo español elevado al cubo».4 Curioso estoicismo, en realidad: estoico por el «beneficio exclusivo
1 J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo», art. cit., p. 73.2 Ibid., p. 77.3 Ibid., p. 81.4 Ibid., p. 75 (más tarde Bergamín dedicará a Séneca un ensayo completo en
Fronteras infernales de la poesía, Taurus, Madrid, 1959, pp. 9-32).
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de una señoril ociosidad [que] empieza por quedarse quieto, por no hacer nada; por no hacer nada ante la vida y, por consiguiente, ante la muerte».1 Pero estoicismo burlesco, porque no es más que una caricatura -n i siquiera lograda, condenada a la derrota y a la huida- de la estética (gracia) y de la ética (dignidad) que el artista tauromáquico elabora ante un peligro mortal. Y Bergamín establece, como de pasada, un rápido y sorprendente catálogo de poetas o de pensadores «tancredistas»: Platón, Pascal, Calderón, Goethe e incluso Georges Bataille, a quien no nombra pero designa con una alusión precisa.2 Así es como el dinamismo superior del toreo llegará a funcionar, en Bergamín, a modo de herramienta crítica o discriminante para toda la tradición cultural y la modernidad europeas.
¿Podemos extraer ahora la característica formal que permite reconocer una obra «tancredista», un gesto, una opción corporal «tancredistas»? Bergamín responde sin vacilar que se trata, precisamente, de la parada: «Ese tancredismo ratonero suele manifestarse en paradas, cuando se manifiesta cómicamente por el exhibicionismo del miedo; y en parados a consecuencia trágica de ese mismo susto».3 ¿Qué significa parar en tal perspectiva? Significa renunciar a afron
1 J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo» (1934) art. cit., p. 742 Ibid., pp. 80-84.3 Ibid., p. 83.
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tar -elegante y dignamente, como un torero que se respete— la presencia de la muerte. Don Tancredo quiere ser estatua de Pepe Hillo: hacer de estatua es su manera de hacerse el muerto para no tener que afrontar la muerte. Su manera no sólo de dárselas de listo, sino de hacerse el inmortal (al ser la inmortalidad la supuesta calidad de las estatuas, o mejor, de los héroes estatuarios): «Decide disfrazarse de estatua para vencer a la muerte, [hay que] hacerse inmortal, hacerse el inmortal».1 ¡Qué inelegancia!
Peor que renunciar, el hombre-estatua «tancredista» trampea acerca de la muerte y al final mortifica a la vida: mima, blanco de miedo, una muerte a la que ni siquiera le han presentado. Con tal de no afrontar la muerte, enarbola los pálidos prestigios del sepulcro: «Este hombre blanqueado como un sepulcro, como la estatua de un sepulcro (es) sencillamente un tramposo, un hipócrita, un fariseo, un auténtico sepulcro blanqueado, como aparenta, una estatua y no un hombre».2 Está todo dicho. Porque un tramposo no es un hombre en el sentido digno del término (como san Simeón Estilita no es más que un manierista del estilo, según la tesis sostenida por Bergamín de que «lo único que no se puede estilizar es el estilo»).3 Y claro está, porque una estatua no es un hombre.
Así se explica la oposición sistemática del hombre-torero y del hombre-estatua: «¿Quién tiene razón? El torero que
1 J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo» (1934), art. cit., p. 74.2 Ibid., pp. 78-79.3 Ibid., p. 83.
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burla al toro con una precisión maravillosa y exacta, matemática de un perfecto juego de movimientos, con una dinámica actividad ajustada, armoniosa, o, por el contrario, el Don Tañeredo inmóvil, fijo, que concentra todo su afán humano, desde el temblor, el estremecimiento del miedo inmediato, hasta el del mismísimo temor de Dios, para poder estarse quieto?».1 Puestos a ser desastroso, el hombre-estatua se niega a moverse en círculo como ese astro que atrae a ese otro astro, negro, que es el toro: «Pero el torero piensa lo contrario (del hombre-estatua) y decide, por eso, lo contrario: que hay que darle vueltas al toro, y darlas, si es preciso, el torero mismo; que hay que dar y coger las vueltas a todo».2
Lo cual explica, con mayor precisión, la actitud de Bergamín respecto a la tauromaquia moderna por antonomasia, es decir, la tauromaquia de Juan Belmonte. Cuando Bergamín fustiga la tendencia «tancredista» de la tauromaquia de los años treinta -«un tancredismo hipócrita, disfrazado, tartufo»-, es ante todo por oposición al estilo de Joselito, «el milagroso Joselito (...), el torero que ha llevado consigo un peso, un lastre menor de tancredismo».3 Ahora bien, conocemos la virulenta antítesis que Bergamín construía en aquellos años entre Joselito y Belmonte. El escritor sólo deseaba contemplar en la arena un dinamismo superior, ilustrado, según él, por la tauromaquia vivaz de Jo-
1 J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo» (1934) Obra esencial, op. cit., p. 80.
2 Ibid., p. 80.3 Ibid., p. 76.
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selíto; y detestaba «a los que “se extasían” en la contemplación paralítica del toreo estático, del toreo tancredista».1
Así que, por aquellos años, Belmonte será descrito como «el torero triste que sale a la plaza lastimosamente, con dolorida gesticulación de reumático articular agudo, exagerados ademanes de fatiga y anhelante angustia respiratoria (...). Un chantajista de la compasión», un ser incapaz de bailar, «crispado de miedo» como está al «entrar en el terreno del toro».2 ¿Por qué semejante sectarismo, que en muchos casos raya la mala fe, en particular cuando Bergamín no quiere ver más que «líneas rectas» en la tauromaquia de Belmonte? «El predominio de la línea curva y la rapidez son valores vivos de todo arte (Joselito). El de la lentitud (morosidad) y la línea recta son valores muertos (Belmonte).»3 Es aquí donde el dogmatismo de las ideas «paradas» -fenómeno corriente en la afición taurina- para, por decirlo así, el movimiento, poético y plástico, del pensamiento.
De hecho, el error de Bergamín consiste en ignorar una posibilidad dialéctica ya presente en el bailejondo y que ante sus propios ojos comenzaba a hacerse un hueco -gracias a Belmonte, por cierto- en el arte del toreo. Para el arte tauromáquico significaba sencillamente poder rebasar la oposición entre el hombre y la estatua, es decir, entre el movimiento y la inmovilidad. En 1929, García Lorca había com-
1 J. Bergamín, «El mundo por montera», art. cit., p. 191.2 Id., «El arte de birlibirloque», art. cit., pp. 171 y 175.3 Ibid., p. 172.
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prendido bien -concretamente en sus reflexiones sobre la belleza «sarcófago» del pase tauromáquico o en su expresión «perfil de viento, perfil de fuego y perfil de roca»-1 que un ser en movimiento puede, literalmente, cristalizarse, esculpirse ante, o mejor, en nuestra mirada. En los años cuarenta, Michel Leiris adoptó definitivamente el punto de vista moderno al reconocer que los movimientos recíprocos del hombre y del toro se fusionan produciendo un efecto escultural del movimiento mismo: «En la medida en que sus pies quedan inmóviles durante una serie de pases bien ceñidos y bien ligados, moviendo la capa lentamente, formará con el animal ese compuesto prestigioso donde hombre, trapo y mole parecen unidos entre sí por un juego completo de influencias recíprocas; en una palabra, todo concurre a impregnar el enfrentamiento entre toro y torero de carácter escultural».2
Don Tancredo era sin duda un tramposo, un «ratonero». Pero aquel 1 de enero del siglo XX, su gesto cobra un significado más profundo si admitimos que, incapaz de concebir él la revolución belmontista, se coloca en medio de la arena para mimarla -mal, por supuesto, pues la ignora- y en cualquier caso, para declarar que la espera. Puede oponerse el pedestal frágil y minúsculo de Don Tancredo al gigantesco andamiaje metálico de la torre Eiffel, como hace Bergamín. Pero sería más justo pensar el hombre-estatua poniendo los pies en polvorosa respecto de la época que en
1 F. García Lorca, «Elogio de Antonia Mercé La Argentina», art. cit., p. 917.2 M. Leiris, L’Áge d’homme, op. cit., p. 20.
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ese momento se inaugura y abre nuevas perspectivas -v isión, saber, pensamiento, poesía- a la vista de todos. Se trata, por supuesto, de la época del cine.
Cuando Don Tancredo hace su entrada en la plaza de Madrid, el 1 de enero de 1901, el cinematógrafo de los hermanos Lumiére ya se ha acercado, en sentido propio, a la tauromaquia: Luis Mazzantini fue filmado llegando al coso de Madrid en junio de 1896 por el operador Alexandre Pro- mio, que grabó otras dos bobinas tituladas Corrida de toros; en 1898 se realizaron en la plaza de Nimes doce cintas que detallan cada tercio de la lidia; a finales de 1897, el operador Frederick Blechynden filma una corrida en la plaza de Durango, México, imágenes editadas al año siguiente por Edison en tres cortometrajes.1 Sigue de inmediato la época en la que Bombita, Rafael el Gallo, Joselito y Belmonte aparecen en primer plano en las pantallas de cine. Louis Feui- llade -ex revistero del semanario Le Torero- sugiere, en 1906, que se filmen lo más cerca posible los pases de Machaquito. Antes de que Man Ray filme la muerte de los toros en la arena como lentos trompos negros,2 o que Abel Gance, en un proyecto por desgracia interrumpido tras quince días de rodaje, filme «numerosas corridas de Manolete con el operador Enrique Guerner, utilizando varios aparatos equipa
1 Véase A. Lafront, «La tauromachie á Técran», Tauromachie, artprofond (arte jondo), Éditions du Tambourinaire, París, 1951. B. Bastide, «Cinéma et tauromachie», La Tauromachei. Histoire et dictionnaire, R. Bérard, Robert Laffont, París,2003, p. 389.
2 Véase J.-M. Bouhours y P. de Haas, M an Ray, directeur de mauvais movies, Centre Georges Pompidou, París, 1997, pp. 142-152.
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dos con objetivos de foco variable y con audaces contrapicados».1
En La course de taureaux de Pierre Braunberger, se puede ver a un imitador de Don Tancredo posando encima de un tonel pintado de blanco antes de salir pitando, como corresponde. En su comentario, Michel Leiris evoca el ensayo de Bergamín2 y luego crea el anacronismo justo, el anacronismo decisivo: «(La tauromaquia moderna) se ha izado al nivel de la tragedia», dice. E inmediatamente, en la frase siguiente: «El cine -entonces en sus inicios- capta en Madrid, en 1895, la llegada a la plaza de los picadores y los toreros. . .».3 Establecer esta relación introduce de golpe un valor esencial del cine, reivindicado entre otros por Jean Epstein: «Ahora la Tragedia es anatómica»4 ya que, gracias al cine, puede verse la tragedia en un rostro, una boca, una comisura de labios, una «onda capilar», o en un solo ademán filmado en primer plano, cuando no -como tan banal resulta hoy- al ralentí. En 1931, Eisenstein quiso hacer de la tauromaquia un motivo central del primer episodio de ¡Que viva México!, titulado «Fiesta».5
Belmonte no introdujo la «tauromaquia inmóvil» porque estaba «reumático», «muerto de cansancio» o «crispado
1 R. Icart, Abel Gance ou le Prométhée foudroyé, L’Áge d’Homme, Lausana, 1983, p. 331.
2 M. Leiris, La Course de taureaux, op. cit., p. 31.3 Ib., p. 38. La cursiva es mía.4 J. Epstein, Bonjour cinéma, op. cit., p. 93.5 Véase S. M. Eisenstein, Écrits mexicains (1931-1937), trad. de S. Bernas,
B. Du Crest y J. Gallarza, L’Harmattan, París, 2001. id., Mémoires (1946), trad. de J. Aumont, M. Bokanovski y C. Ibrahimhoff, Julliard, París, 1989.
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de miedo». Como toda revolución estética, su elección extrae su novedad de un montaje inédito entre órdenes de realidad hasta entonces mantenidas a distancia. Cabe formular la hipótesis de que el dinamismo inmóvil de Belmonte —saber ser a la vez estatua y hombre delante del toro— no podía ver la luz sin ser perceptible; y que no podía hacerse perceptible sin imponer al público una nueva «técnica de observación» a la que el invento del cine contribuyó, sin duda alguna, poderosamente.1 Belmonte es el torero moderno por excelencia, el torero también de la tragedia reconocible en un solo temblor de la inmovilidad, el torero de la edad cinematográfica según Epstein.
Entre denegación y denegación, Bergamín casi lo reconoce: «El trompo que baila a toda velocidad parece que está quieto, inmóvil. La inmovilidad aparente del trompo, ¿no se acerca más que la de Don Tancredo a la inmovilidad aparente de los astros? ¿O son, una y otra, la misma cosa: una inmovilidad hecha de inquietud-, como lo es la del muro cinematográfico...».2 Esta inmovilidad inquieta resulta hasta tal punto cuestión de mirada, por cierto, que Bergamín la fustiga como un estado hipnótico, hablando de Don Tan- credo como «hipnotizador o sugestionador de toros por medio de la más absoluta, aparente inmovilidad».3
1 Ello sería un nuevo capítulo -incluso una corrección que añadir- a los estudios de J. Crary, Techniques ofthe Observer, On Vision and Modernity in the Ni- neteenth Century, The MIT Press, Cambridge-Londres, 1990, e id., Suspensions of Perception. Attention, Spectacle, and Modern Culture, The MIT Press, Cambridge- Londres, 1999.
2 J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo», art. cit., p. 81.3 Ibid, p. 77.
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La pequeña lección de Don Tancredo -de la que el cine burlesco y el dibujo animado moverán hasta el delirio todos los hilos, desde Calino toréador, de Jean Durand (1909), y Max toréador, de Max Linder (1912), hasta los filmes de Laurel y Hardy, las parodias de Carmen por Walt Disney y las virtuosidades hilarantes de Walter Lantz o Tex Avery escenificando a Woody Woodpecker o Droopy en el ruedo-, esta lección cómica no sería, pues, sino la otra cara necesaria de la gran lección trágica impartida por Juan Belmonte en verdaderas lidias. Cuando Israel Galván esboza ademanes de cowboy burlesco en medio de graves siguiriyas o soleares, no muestra una distancia cínica: construye más bien la profundidad de su baile sobre la intuición de que soledad y burlesco forman un mismo conjunto de «nacimiento de la tragedia». El bailaor por soleares ha de ser también, a fin de cuentas, un bailaor de soleares por bulerías.1
Y cuando Israel Galván se para de bailar las sevillanas, encaramado a un triste podio de cincuenta centímetros, nos recuerda de modo explícito la pequeña lección estoica de Don Tancredo. Pero su inmovilidad -la forma, el estilo, el desarrollo de esa inmovilidad- prolonga más aún la gran lección estética de Juan Belmonte. Lección contemporánea del cine, coherente con él: enseña que todas las cosas y todos
1 El vínculo entre lo trágico y lo burlesco en la danza fue reconocido ya por Aby Warburg en las relaciones que estableció, por ejemplo, entre la muerte de Orfeo y la moresca. Véase A. Warburg, Der Bilderatlas Mnemosyne, op. cit., pp. 54-55 (lámina 32) y 66-67 (lámina 38). Véase, sobre esta cuestión, el estudio de G. Careri, «Aby Warburg: rituel, Pathosformel et forme intermédiaire», L’Homme, n ° 165, 2003, pp. 41-76.
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los estados del cuerpo pueden verse como trompos, inmovilidades hechas de inquietud. Gracias al cine, comprendemos mejor que la oposición entre hombre y estatua se ve cruzada, transformada por matices y soluciones intermedias. Por un lado, descubrimos que «las estatuas también mueren», como mostrará Alain Resnais; por otro, que un cuerpo inmóvil no cesa de moverse, de temblar, de bailar. Gracias a Belmonte sabemos paralelamente que el dinamismo inmóvil puede ser, en determinadas condiciones, la forma del dinamismo superior.
Con la fragmentación del tiempo, la congelación de la imagen y el montaje, el cine deja caduca, de hecho, la oposición que el sentido común establece entre movimiento e inmovilidad. Su propio dispositivo lo demuestra: los fotogramas son otras tantas paradas -lo cual para Bergson resultaba redhibitorio-, pero el desarrollo del filme pone a bailar todo delante de nuestros ojos, incluso lo que inicialmente parecía inmóvil. Basta con acercarse, con mirar de otra manera, como Rilke miraba la escultura de Rodin -«captaba la vida que hallaba dondequiera que dirigía la mirada ( ...), en los lugares más recónditos ( ...) , en las transiciones donde vacila»-1 y cuando Eisenstein, a su vez, observa a Rilke y a Rodin desde el punto de vista del dinamismo cinematográfico.2 Israel Galván no se para de bailar sino por
1 R. M. Rilke, «Auguste Rodin» (1902-1907). CEuvres enprose. Récits etessais, ed. C. David, Gallimard, París, 1993, p. 858. [En castellano: Rodin, Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1987. (N. de la T.)]
2 S. M. Eisenstein, «Rodin et Rilke. Pour une histoire du problém e de l’es- pace dans l’histoire de l’art» (1945), trad. de A. Zouboff, Cinématisme. Peinture et cinéma, Éditions Complexe, Bruselas, 1980, pp. 249-282.
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fragmentación del tiempo, congelación de la imagen y trabajo de montaje. Es un bailaor belmontista en la edad del cine.
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Así, aun cuando separa, no para de bailar. Baila sin parar, luego baila su parada. Me recuerda un ave que avisté un día en las Alpujarras, un ave inmóvil en el cielo. Era una rapaz pequeña. Su cuerpo, mirándolo bien, esbozaba algunos gestos ínfimos: justo lo indispensable para mantenerse en el cielo, en un punto tan preciso como intangible. Era sin duda el mejor sitio para acechar a su presa. Pero para ello tuvo que renunciar a volar hacia un objetivo, y sobre todo a «hender el aire», tuvo que anular todo por tiempo indefinido. Como se había colocado en contra del viento -pues el medio, el aire, estaba en movimiento-, el cuerpo del ave podía jugar a suspender el orden normal de las cosas y desplegar esa inmovilidad de funámbulo, inmovilidad virtuosa. En eso exactamente, me dije, consiste danzar: hacer del propio cuerpo una forma deducida, aun inmóvil, de fuerzas múltiples. Mostrar que un gesto no es la mera consecuencia de un movimiento muscular y una intención direccional, sino algo mucho más sutil y dialéctico: el encuentro de por lo menos dos movimientos enfrentados —del cuerpo y del medio aéreo, en nuestro caso- que produce en el punto de su equilibrio un área de parada, de inmovilidad, de síncope. Una especie de silencio del gesto.
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Algo así es rematar. Renunciar a correr en un sentido o huir en el otro. Hacer de la parada un choque, una intensidad. En tauromaquia, remates son los pases dados para cerrar una tanda y cuadrar al toro con el fin de que el torero pueda liberarse antes de comenzar la tanda siguiente (también se dice en jerga taurina que un animal remata en las tablas cuando va a golpear la madera del burladero, exactamente como Galván hace con su cabeza en la parte de Arena titulada «Playero»). La impresionante multiplicación de las figuras ornamentales de remates data evidentemente de una época en que la tauromaquia se inmovilizó y «coreografió», esto es, la época de Belmonte.1
Rematar, pues, no significa simplemente parar. Significa parar con arte, significa hacer de la parada una figura. No sólo interrumpir la belleza de los pasos (para el bailaor) o de los pases (para el torero), sino generar esplendor en esa interrupción. Georges Bataille publicó una vez una fotografía del torero Villalta, inmóvil ante la fiera que acababa de estoquear: quería plasmar, en un artículo sobre la noción de sagrado, lo que él denomina instante privilegiado. El instante privilegiado sería el instante en que aparece la profundidad. En ese momento, todo separa y, sin embargo, nada está fijado. El arte —escritura, pintura y también la danza- no trataría sino de producir ese infradelgado punto de equilibrio entre lo infijable de un instante y lo que llamamos una
1 Véase J. L. Ramón Todas las suertes por sus maestros, Espasa-Calpe, Madrid, 1998, pp. 119-149 («Remates con el capote») y 299-373 («Adornos y remates con la muleta»). Jacques Durand me recuerda que la palabra «rematar» designa asimismo la acción del «puntillero» que pone fin a la vida del toro.
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forma. «El nombre de instante privilegiado es el único que da cuenta con alguna exactitud de lo que se puede encontrar ( ...), huye tan pronto como aparece y no se deja aprehender. La voluntad de fijar tales instantes, que ciertamente pertenece a la pintura o a la escritura, no es sino el medio de hacerlos reaparecer, [como si] el arte no pudiera ya vivir sin la fuerza de alcanzar, con sus recursos propios, el instante sagrado.»1
Una estética de la parada como «instante privilegiado» recorre todo el baile de Israel Galván, lo que demuestra su esencial modernidad. La parada deja de ser síntoma clínico sólo, tartamudeo del gesto por ejemplo; deja de ser signo histórico sólo, referido por ejemplo a la estatuaria de la Antigüedad. Se convierte en acontecimiento. A nadie extrañará, a la luz de este bailaor, que Gilíes Deleuze tuviera que construir su noción de acontecimiento a partir de una descripción cuasi coreográfica: «Una especie de salto de todo el cuerpo que trueca su voluntad orgánica por una voluntad espiritual, que quiere ahora no exactamente lo que acaece, sino algo en lo que acaece, algo por venir conforme con lo que acaece, de acuerdo con las leyes de una oscura conformidad humorística: el Acontecimiento».2
1 G. Bataille, «Le sacré» (1939), CEuvres completes, I, op. cit., pp. 560-561. Intenté una descripción de los «instantes privilegiados» vividos por Bataille en España -tauromaquia, baile y cante flamenco- en una «Conferencia Roland Barthes», pronunciada en la Universidad de París-7, así como en la Universidad Internacional de Andalucía (Sevilla) en diciembre de 2004, «L’oeil de l’expérience» (no publicada).
2 G. Deleuze, Logique du sens, Éditions de Minuit, París, 1969, p. 175. [En- castellano: Lógica del sentido, trad. de M. Morey, Paidós Ibérica, Barcelona, 2005. (N .delaT .)]
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Un acontecimiento, pues: una especie de salto del que brotan juntos profundidad y humor. Un gesto que contiene la desdicha y el esplendor que forma su cristal: «Que haya en todo acontecimiento una desdicha, pero asimismo un esplendor y un destello que seca la desdicha y provoca que el acontecimiento, querido, se efectúe sobre su punta más estrecha, en el filo de una operación»,1 es decir, en un m omento de remate. Ahora bien, ese momento, afirma Deleuze, es por definición el del actor: actor entendido en sentido nietzscheano, o sea, en el sentido del bailador dionisíaco. «El actor no es como un dios, más bien como un contradiós. (...) El presente del actor es el más estrecho, el más apretado, el más instantáneo, el más puntual (...), siempre todavía futuro y ya pasado (...): permanece en el instante, para actuar algo que no cesa de adelantar y retrasar, de esperar y recordar.»2 Toda la estructura del baile jondo cabe ahí, entre memoria y deseo, entre llam ar y rem atar, fluidez y acentuación.
Los remates del baile flamenco, como pases tauromáquicos, prodigan movimientos contorneados sobre sí mismos, bucles interrumpidos o suspendidos en el aire. Lo contrario de representar una acción orientada, provista de fin. O mejor, desorientación repentina del gesto y de cuanto se esperaba de él. Defraudar la espera y suscitar el deseo. Ese género de rúbrica corporal inesperada posee además una característica fundamental del acontecimiento: constituye
1 G. Deleuze, Logique du sens, op. cit., p. 175.2 Ibid., p.176.
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una contraefectuación súbita, destinada a reabrir los territorios de lo posible.1 Más aún, una contraefectuación que incorpora la memoria y la invención de las Pathosformeln, de modo que la cuestión del acontecimiento no puede desligarse de la pregunta «¿Qué puede un cuerpo?», es decir, de la cuestión de la expresión. Esto es posible que dé a entender la definición, en principio extraña, que Deleuze dio del acontecimiento: «El acontecimiento no es lo que sucede (accidente), es en lo que sucede lo puro expresado que nos avisa y nos aguarda».2 El acontecimiento tauromáquico no será la cornada, sino más bien lo «puro expresado» que nos avisa en su desvío.
Esto nos ayudará, recíprocamente, a comprender mejor por qué cada paso que ejecuta Israel Galván resulta tan expresivo e inexpresivo a la vez: tan intenso y negativo a la vez. Lo cual designa una propiedad literalmente birlibirloquesca del baile y de la tauromaquia, según expresión de José Bergamín: el pase del torero -como el paso del bailaor- es suerte cada vez, suerte echada, destino más allá de la verdad y la mentira.3 Bergamín insistía mucho en que el pase tauromáquico ha de ser «milagroso»: queda contraefectuada la realidad probable; alcanzado lo imposible real con un único gesto, un único desvío, un único perfil, un único compás
1 G. Deleuze, Logique du sens, op. cit., p. 176.2 Ibid., p. 175. Puede comprenderse que relacionemos aquí la Pathosformel
(según Warburg) con la contraefectuación (según Deleuze) a partir del juego de «polarizaciones» contradictorias que Warburg reconocía en las fórmulas de pa~ thos. Véase G. Didi-Huberman, L’image survivante, op. cit., pp. 191-270.
3 J. Bergamín, «El arte de birlibirloque», art. cit., p. 174.
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de las piernas, un único movimiento de muñeca. El pase debe ser inesperado, lo contrario de un juego de manos o una trampa: «Las verdades del arte de torear se llaman “pases”.1 En cada uno de ellos encontramos la burla verdadera de un peligro, pero para que este peligro lo sea de verdad es preciso que deje de serlo de verdad, por el mismo “pase” y no por ninguna otra cosa ajena a él, pues en ese caso ya es trampa. (...) Vivir de milagro es vivir de veras; vivir en peligro, como quería Nietzsche, y no [vivir] sin peligro, escamoteándolo».2
Conjugando continuamente riesgo y ritmo, Israel Galván convierte cada paso en pase. Ni proeza -que lo es, por supuesto, pero él no nos lo muestra como tal- ni juego de manos ni trampa. Cada uno de sus pasos entraña un riesgo, un posible sufrimiento. Recordemos que passus, en latín, es participio pasivo de dos verbos: pando, que significa «abrir, desplegar, extender», como cuando se abre el compás de las piernas en el mero acto de caminar, o como el espacio entero se ensancha con un simple movimiento de brazos; y patior, que significa «sufrir, padecer, abandonarse» a un pathos. Recordemos que paso es una palabra de espacio que se abre: el paso que permite avanzar, el paso o el pasaje que permiten franquear, cuando no transgredir, el mal paso o el paso en falso que nos llevan por mal camino. Pero es
1 Bergamín no escribe «pases» sino «suertes». Incurrimos, exclusivamente en esta cita, en la anomalía de traducir a Bergamín del francés, para no perjudicar la analogía que el autor establece entre «paso» y “pase”. (N. delaT .)
2 Id., «El mundo por montera», art. cit., p. 191.
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sobre todo una palabra de tiempo que se despliega según diferentes ritmos posibles: «a buen paso» quiere decir «sin tardanza», «paso a paso» quiere decir «progresivamente», «a un paso de» quiere decir «a punto de», «pasado» quiere decir «antaño», «pasajero» quiere decir «efímero», «contrapaso» es el nombre de un antiguo ritmo bailado español, etcétera. En fin, la lengua sabe bien lo que hace, pues pas, en francés, nos da la pauta, el adverbio de negación.
Todo ello -espacio abierto, tiempo desplegado, nega-/“—i-/ri-í’* -« r 7 o l- \ i A - m n i V ' m í o /-I /-%. T o v a /■*! í ' n l t tAí -*-» /A, /Til -*"v* t f - r t ' n
t i u i i — t a i a t i u i L a u í c ü t - i i _ / a i i c u . c i o i a c i v j d x v a n u . t , x i x i i o j l j .a u
modo que los Pasos o Sobresaltos de Samuel Beckett, por ejemplo. Como Beckett, Galván se construye ante todo un «área de vaivén» en la que «sus pasos (serán) nítidamente audibles, muy ritmados».1 Ritmados con un ritmo en que se dislocan los gestos en un caso, las palabras en el otro: «(Un tiempo. Recomienza. Un largo. Da cinco pasos, se inmoviliza de perfil. Un tiempo largo. Recomienza. Se inmoviliza frente a D. Un tiempo largo.) Amy. (Un tiempo. No más fuerte.) Amy. ( Un tiempo.) Sí, madre. (Un tiempo.) ¿No terminarás nunca? (Un tiempo.) ¿No terminarás nunca de repetir eso? (Un tiempo.) ¿Eso? (Un tiempo.) Todo eso. (Un tiempo.) En tu pobre cabeza. (Un tiempo.) Todo eso. (Un tiempo.) Todo eso».2
Porque jamás intenta mimar, porque es así -bloque, dislocado—, Israel Galván podría estar a la altura de las dramaturgias becketianas, por ejemplo en Soubresauts:
1 S. Beckett, Pasos, op. cit., p. 437.2 Ibid., p. 439.
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«Sentado una noche a la mesa con la cabeza entre las manos se vio levantarse y partir. (...) Comenzar a partir. Pies invisibles comenzar a partir. ( ...) Así iba desapareciendo el tiempo cada vez de aparecer más tarde de nuevo en un nuevo lugar de nuevo».1 Así es como Galván logra que aparezca y desaparezca el tiempo: llama y remata de tal modo que crea esa inquietud de todo invocada por Beckett en expresiones como Para acabar otra vez,2 o bien: «Aquí todo se mueve, nada, huye, vuelve, se deshace, se rehace. Todo cesa, sin cesar. Diríase una insurrección de moléculas, el interior de una piedra una milésima de segundo antes de desagregarse».3
Todo cesa sin cesar, en efecto. Juntas gracia y dislocación del espacio, del tiempo, del cuerpo y del espíritu juntos. Algún día habrá que situar el genio de Israel Galván en el contexto histórico y estético de la denominada danza contemporánea,4 algo de lo que yo sería incapaz. Sólo veo por ahora la situación admirablemente disyunta o dislocada de este bailaor en la historia: contemporáneo de las inmemo-
1 S. Beckett, Soubresauts, Minuit, París, 1989, pp. 7-10.2 Id., Pourfinir encore et autresfoirad.es, Minuit, París, 1976. [En castellano: De-
tritus, ed. y trad. de J. Talens, Tusquets, Barcelona, 1978. (N. de la T.)}3 Id., Le Monde et le pantalón (1945), Minuit, París, 1989,p.33. [En castellano:
«El mundo y el pantalón», Manchas en el silencio, ed. y trad. J. Talens, Tusquets, Barcelona, 1990. (N. de la T.)\. Al conocer esta frase, Jacques Durand evoca la reflexión de un empleado de ganadería, «hombre del campo» que decía, con pura sabiduría «analfabeta»: «El duende, coges una piedra, la partes en dos, lo que en su interior tiembla en una milésima de segundo, eso es el duende.»
4 Véase la síntesis clásica de L. Louppe, Poétique de la danse contemporaine, Contredanse, Bruselas, 1997 (ed. completada, 2004).
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ríales tonás y de Matrix; contemporáneo de Don Tancredo y de Robert Morris (que sabe lo que quiere decir pedestal» cuando baila o se encierra en su Column);1 de Vicente Escudero y de Sol LeWitt (sutil observador de la danza de los cubos o de las peleas de gallos);2 de Félix el Loco y de Bruce Nauman (maestro en dislocar todas las cosas en ritmo).. .3
Durante todo el año, Galván es contemporáneo de Pedro G. Romero, amigo y dramaturgo que, por la amplitud de su propia obra y el tipo de montajes que lleva a cabo, habrá contribuido a las opciones estéticas del bailaor ofreciéndole siempre una forma de rebotar. Pedro G. Romero es escultor, videasta, pintor, fotógrafo, dibujante, editor de archivos, poeta, músico, conceptor de exposiciones. Su trabajo poético se inspira lúdicamente en José Bergamín, por ejemplo un libro de caligramas que representan todos los huesos del esqueleto humano, evidente homenaje a los Recuerdos de esqueleto.4 Su trabajo visual se inspira en Walter Benjamín y los situacionistas: declinó, por ejemplo, una serie de imágenes sobre el aura, pero en la tradición de inelegancia crí
1 Véase R. Krauss y T. Krens, Robert Morris: The Mind/Body Problem, Solo- mon R: Guggenheim Museum, Nueva York, 1994.
2 Véase G. Stolz (dir.), Sol LeWitt: fotografía, La Fábrica Editorial, Madrid,2004, pp. 99-104 y 177-121.
3 Véase M. Glasmeier y C. Hoffmann (dir.), Samuel Beckett -Bruce Nauman, Kuntshalle, Viena, 2000.
4 Pedro G. Romero, Ni en la vida, ni en la muerte, Ediciones R.A.R.O., Sevilla, 1997. Véase J. Bergamín, Souvenirs de squelette (1953), trad. de Y. Roulliére, Edit. Du Rocher, Monaco, 2002. Véase también los dos volúmenes de homenaje a Bergamín reunidos por P. G. Romero, El fantasma y el esqueleto, op. cit.
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tica derivada de Picabia o de los Nuevos Realistas.1 Sus dibujos, objetos, fotografías o collages suelen revestir el tono virulento de la protesta política radical.2 Rechaza cualquier idea de copyright.3 Practica el sampling y se deleita, irónica, amorosamente, con el flamenco burlesco que Galván apreció en el Carrete de Málaga y que Bergamín rozó en las escenas de Don Lindo de Almería.4
Quizá por encima de todo Romero se pregunta qué significa ser contemporáneo, en una ciudad que no está hecha para la vida del arte (Nueva York, Londres, París, Berlín), sino para el arte de vivir: Sevilla, deslumbrada por el sol, la memoria, el provincianismo, la elegancia tauromáquica, el duende flamenco, los problemas sociales y lo politically in- correctness. Así, toma de Benjamín una forma errante de arqueología urbana,5 practica la culturapunk junto a la Macarena y compone saetas para las procesiones de Semana Santa, todo ello tratando de suministrar un análisis histórico y político de la «noción de espectáculo» propio del te-
1 Pedro G. Romero: la sección áurea, Fundación Luis Cernuda, Sevilla, 1989.2 Véase J. Benzakin, Dix contemporains espagnols, Travail et Culture, Roussi-
llon, 1990, pp. 61-64. R. Queralt (dir.), A través del dibujo, Museo de Arte Contemporáneo, Sevilla, 1995, pp. 124-129.
3 P. G. Romero, Ni en la vida ni en la muene, op. cit., p. 6.4 Id., Cuatro paredes. Cuatro romances, Universitat de Valencia, Valencia, 2000.
Id., H - Un opéra, un musical, un teatro, una zarzuela, ZAP-BNV Producciones, Sevilla, 2001. Véase J. Bergamín, Don Lindo de Almería (1926), ed. N. Dennis, Pre- Textos, Valencia, 1988.
5 P. G. Romero, El tiempo en Sevilla, Ediciones R.A.R.O., Sevilla, 1996. id., La vida cotidiana entre la Puerta Osario y la Puerta de la Carne. Un interesante museo- paseo, Ediciones R.A.R.O., Sevilla, 1997. Id., El trabajo, Ediciones R.A.R.O., Sevilla, 1997.
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rritorio sevillano.1 Toma de Georges Bataille o de Giorgio Agamben una noción de «sagrado» que pueda abarcar la explosión -al menos la chispa dialéctica— del Antaño y del Ahora.2 De ahí su apasionado interés por los fenómenos de iconoclasia y de vandalismo anarquista, de los cuales compila -tanto de la Semana trágica de Barcelona, en 1909, como de la guerra civil española- auténticos atlas.3
Conforma así un archivo poético y político4 en el que sin duda Galván habrá podido inspirarse -ya sea el último salto fotografiado de Nijinsky, el 6 de agosto de 1945, o la imagen del hongo atómico de Hiroshima, el mismo 6 de agosto de 1945-. Pedro G. Romero constituye este archivo sólo para mostrar los conflictos dialécticos, las dislocaciones. Ideó, por ejemplo, varias manifestaciones sobre las relaciones entre flamenco y cine; en ellas, el filme Los Tarantos, con Carmen Amaya, se codea con LAtalante de Jean Vigo y la Argentina -por fin- con Merce Cunningham.5
1 P. G. Romero, Los comienzos del espectáculo en Sevilla, Ediciones R.A.R.O., Sevilla, 1999.
2 Id., Lo nuevo y lo viejo. ¿Qué hay de nuevo, viejo?, Espai ZEROl, Olot, 2004. id., Sacer. Fugas sobre lo sagrado y la vanguardia en Sevilla, Universidad Internacional de Andalucía-Arte y Pensamiento, Sevilla, 2004.
3 Id., La Setmana trágica, Departament de Cultura, Barcelona, 2002. Id., En el ojo de la batalla. Estudios sobre iconoclastia e iconodulia, historia del arte y vanguardia moderna, guerra y economía, estética y política, sociología sagrada y antropología materialista, Universitat de Valencia, Valencia, 2002.
4 Id., Archivo F. X. Laboratorio, Universidad Internacional de Andalucía, Sevilla, 2004, o la revista errática R.A.R.O. que él dirige.
5 Id., Inflamable. Programas dobles de cine y vídeo entre flamencos y modernos, Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla, 2002. Id. y J. L. Ortiz Nuevo (dir.), Flamenco, un arte popular moderno, Universidad Internacional de Andalu
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Dentro de esta lista imposible de cerrar, Galván es asimismo el contemporáneo de otro anacrónico mayor, un artista que ha llevado el «dinamismo inmóvil» hasta lo absoluto, hasta el delirio, hasta el martirio. Me refiero a José Tomás, el inhumano como le llaman sus pares, torero por excelencia de la parada, del aguante -es decir, el arte paciente de esperar, impasible, lo peor, que sucede—, torero de la herida y el no pasa nada, torero de la soledad y el «baudele- riano placer aristocrático de desagradar», como lo calificó con tino Jaques Durand.1 Torero sobre todo de un desvío hecho de «lo infinito al milímetro», es decir, el belmontismo llevado al límite: «Cuanto más enfrente del toro está él, menos se le puede abarcar. (...) Se trata precisamente de una historia de milímetros y de ubicación. Mas no se sabe qué exactamente. Delante de los toros, esas ínfimas variaciones de proximidad son abismos ( ...) , grados ínfimos entre lo cercano, lo próximo y el alrededor, un semipaso de nada más o menos (...). La verdad de este arte del muy poco -la corrida- radica en ese casi todo que se decide en apenas nada».2
El arte mayor del remate, esa manera de «poner fin con arte» tantas veces como sea posible, convierte a Israel Galván en un contemporáneo de varios territorios y varios tiempos heterogéneos, entre supervivencias de lo inmemo-
cía-Arte y Pensamiento, Sevilla, 2004. Id., Inflamable II. Cinema, flamenc i cultura de masses después de la modernitat, Fundació Antoni Tapies, Barcelona, 2005. Id., Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla, 2005.
1 J. Durand y M. Fouque, José Tomás Román, Actes Sud, Arles, pp. 30, 34, 41 y 86-87.
2 Ibid., p. 16
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ríal y anticipación de nuestras expectativas más contemporáneas. No es «posmodernista» -como me decía, desde luego llena de admiración, la artista norteamericana Yvonne Rainer-, sino anacrónico, es decir, dislocado con gracia en el mundo de hoy. Disloque significa en español casi lo mismo que el latín monstrum: designa todo aquello que se sale del orden natural. En sentido positivo, la maravilla, el prodigio; en sentido negativo, el monstruo o la locura. Se dice estar dislocado por «estar loco de alegría». Se dice es el disloque por «es el colmo», «es como para perder el juicio» -exceso que este bailaor ofrece, imperturbablemente, en cada m ovimiento y parada de su cuerpo.
(31. 08. 05)
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T EM PL ES O LAS SO L E D A D E S T E M P O R A L E S
Observando a Galván comprendemos que bailar acaso sea ofrecer las soledades propias como otras tantas paradojas lanzadas en ramos, en multiplicidades. El bailaor ocupa todo el espacio, pero lo que nos descubre es una experiencia interior. El bailaor se mueve, pero con fondo de inmovilidad virtuosa, con paradas de incomparable belleza: «Inmóvil a zancadas». El bailaor se disloca, pero logra que mirar su misteriosa condición corporal -trágica o burlesca, o ambas a la vez— se convierta en una experiencia de suavidad rítmica que parece, en un primer momento, inexplicable. Su soledad sonora llega a cada una de nuestras propias soledades. Reúne sus noches a la luz de la escena y transforma nuestra clarividencia espectadora en noche que bulle, lleva el ritmo, baila.
La paradoja más interesante, quizá la más difícil de entender, reside en la capacidad del bailaor para lograr que trabajen juntos dislocaciones y suavidades, rupturas y conexiones, contrastes y continuidades, efectos de fragmentaciones y flujos. Galván atribuye al remate una función primordial -m e dice que, para él, contiene incluso «toda la filosofía de la interpretación»-, como si el secreto del gesto
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consistiera en saber pararlo; él lo hace de manera que la parada se vuelve interminable, contraefectuada en una nueva figura, y situada por tanto en una verdadera duración o continuidad. Me muestra un gesto y al hacerlo comenta en voz alta: «Acentuar, rompiendo mucho»; ahora bien, lo que extrae él de esa ruptura se despliega como un arte mágico de la juntura, el vínculo y la incorporación.
Hasta el momento sólo hemos considerado el tipo de disyunción mediante la cual Israel Galván desvía cada cosa hacia su contrario, tal movimiento que se bifurca hacia tal inmovilidad y ésta hacia un movimiento por completo diferente. Sólo hemos visto tiempos enfrentados en las paradojas que brinda su baile. Habrá que dar cuenta ahora, en la medida de lo posible -pues es tarea difícil-, de una conjunción de nivel superior en su arte misterioso de gestos y ritmos. Hay una extraña suavidad o sensualidad tras cada quiebro que efectúa Israel Galván. ¿De dónde proviene? ¿Cómo surge? ¿Cómo se impone? ¿Cómo perdura? Los gestos que el bai- laor ejecuta no son líneas que se dibujan en el aire, por complejas que sean. Se trata más bien de un conjunto concertado de estados diferentes del cuerpo, de consistencias diferentes -aquí livianas, allá espesas; aquí nubes, allá fardos- en un mismo movimiento del cuerpo. Multiplicidad, heterogeneidad crean sin embargo un solo acto soberano, único, in- disociable, amoroso. Galván baila a rabiar y sin embargo crea una continuidad distinta, mucho más potente de la que obtendría un gesto «gracioso». Crea una mezcla de continuo y discontinuo sólo con su cuerpo, sin el artificio de accesorio técnico alguno. ¿Será insuficiente la analogía cine
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matográfica? Galván no se desglosa en fotogramas ni se revela en películas de celuloide: a él pertenece -por el trabajo sobre el propio cuerpo- su fragmentación del tiempo y su movimiento, su imagen congelada y su fluidez.
¿Qué nombre dar a todo ello? Poco cuesta entender que un bailaor haga alternar los tempi, realice un paso muy lento y produzca de pronto un segundo ritmo ultrarrápido. Comprendemos que a una acentuación siga de inmediato una majestuosa ralentización. Pero ¿cómo dar cuenta de ese gesto cuando parece al mismo tiempo al ralentíy acelerado, como si en el centro mismo de su virtuosismo surgiera algo parecido a un sosiego infinito, como puede suceder en el apogeo del acto amoroso? ¿Cómo llamar a esa manipulación del tiempo que ante todo constituye —y lo advertimos si escuchamos este baile cuando lo miramos- un arte superlativo del ritmo? No veo por el momento qué palabra precisa, dentro del vocabulario usual de la estética occidental, podría significar esta propiedad rítmica «birlibirloquesca». Lo cual no tiene nada de extraño, ya que el academicismo filosófico suele convertir los problemas de ritmo en problemas de compás. Otra cosa sucede en cualquier bar andaluz próximo a una peña flamenca o una plaza de toros. En esas enfebrecidas academias donde nada se escribe, donde se habla y habla sin fin, una palabra corre de boca en boca, una palabra que precisamente instruye al respecto.
La palabra «temple». No un lugar1 sagrado, áunque pueda evocar el laberinto amenazado por cierto animal di-
1 En francés temple significa «templo». (N. delaT .)
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vino y monstruoso; aunque su espacio suponga lógicamente el tiempo de la contemplación.1 El temple aquí substantiva al verbo «templar», cuyo significado debe permanecer unos instantes en la indecisión que rige, no sólo su riqueza semántica, fácil de comprobar en un diccionario, sino su extraordinaria riqueza teórica, que habrá que indagar en las puntillosas discusiones que suscita -en los bares, las peñas, las plazas— entre los amantes del cante jondo y del arte del toreo.
Pues esa palabra -ese elevado concepto- resulta común a ambas artes.2 Desvela técnicamente, más allá de cualquier analogía folclórica o identitaria, la naturaleza musical de la tauromaquia española y la naturaleza agonística de la música flamenca. Mucho más examinado, discutido y disputado en el medio taurino, sin duda porque resulta más difícil musicalizar el enfrentamiento con una fiera en el ruedo que librar combate cantando, tocando o bailando en el escenario de un teatro. Continuamente invocado pero menos debatido en el medio flamenco, sin duda porque pertenece al registro de la evidencia, es decir, del mayor misterio que encierra la virtud rítmica de este arte. Templar significa «acordar», «temperar», «armonizar», «proporcionar» y «suavizar», todo a la vez. Se templa una guitarra antes de tocarla,
1 Véase H. Corbin, Temple et contemplation. Essais sur l’islam iranien, Flam- marión, París, 1981. P. Provoyeur, «Du labyrinthe au temple», Le Temple. Repré- sentations de Varchitecture sacrée, Musée nationale Message biblique Marc Chagall-RMN, Niza-París, 1982, pp. 19-28.
2 Véase A. González Climent, Flamencología. Toros, cante y baile, Ed. Esceli- cer, Madrid, 1964.
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pero sobre todo se templa el ritmo de una improvisación tocada, cantada o bailada, con el fin de que las llamadas, las paradas o los remates se fundan en un mismo «temperamento», en una misma «proporción» que -ahí radica el problema- nada debe a una ciencia de números.
¿Cómo explicar el temple? Para acertar, sería preciso que un historiador del arte aceptara mirar y que un musicólogo aceptara escuchar, durante años, la rítmica profunda de las lidias taurinas; sería preciso que no faltaran a ninguna tertulia, esas reuniones donde los especialistas comentan hasta la saciedad gestos ínfimos y fugaces que vieron de lejos en el coso; sería preciso que un filósofo supiera dar parte de todo eso a la vez, con la duración de la experiencia y la paciencia del pensamiento. El límite de lo que yo diga aquí del temple lo fija mi experiencia bastante limitada del arte tauromáquico. He aquí una noción que no se utiliza con la misma facilidad que si hurgamos en una «base de datos» o en las voces de un diccionario de conceptos filosóficos.
Se trata de un concepto relativo, a la vez, a la exigencia y a lo imposible. Canónicamente, forma parte de los tres principios fundamentales de la tauromaquia, designados por los verbos «parar», «mandar» y «templar», o sea: esperar imperturbable la embestida de la fiera, imponer la armonización progresiva de su trayectoria y lograr que ese acuerdo sea obra tauromáquica, ritmo tauromáquico genuino.1 Se
1 Véase R. Bérard, «La lidia. Évolutíon, principes, déroulement», La Tauro- machie. Histoire et dictionnaire, op. cit., pp. 169-171. O bien, con terminología levemente diferente, D. Ortega, L’Art du toreo, op. cit., p. 17.
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trata, más concretamente, de «acordar el movimiento del engaño a la cadencia del avance del toro. El engaño opera en este último a la manera de un imán. Sí se aparta demasiado pronto, su acción cesa de ejercerse y ya no se conduce al animal estrictamente, con todos los inconvenientes y el peligro que ello representa. Si se retrasa, ( ...) la cabeza del animal toca la muleta y la quita de un pitonazo. Templar es el segundo tiempo de la ejecución de un pase, después de parar, simplemente para que salga de verdad bien el tercero o mandar».1
La imagen del imán nos enseña que la obra se cumple aquí mediante influencia en un campo magnético, un campo de fuerzas polarizadas y mantenidas juntas en el equilibrio de un límite intangible. Nos informa de la extraordinaria sutileza que requiere esta manipulación del espacio y del tiempo. El temple convierte al artista -y estoy pensando ya en Israel Galván— en un magnetizador, título al que por abuso pretendía, recuerden, el charlatán Don Tancredo. Templar designa el colmo del arte y sugiere en los propios toreros un abanico de expresiones hiperbólicas: «En la limitación está la sublimación. Está al límite -se dice- pero lo consigue», afirma por ejemplo Roberto Domínguez. «Cuando cogí la muleta», recuerda Luis Francisco Esplá, «no sé qué ocurrió allí, era como si el tiempo se ralentizase y como si alguien crease por ti bajando desde un empíreo.» Y Enrique Ponce añade: «Torear con temple es lo más difícil. (...) Yo
1 C. Popelín, La Tauromachíe (1970), ed. Y. Harté, Le Seuil, París, 1994, p. 17.
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creo que ese temple te lo da Dios».1 El espectador atrapado en ese misterio de tiempos conjuntos también se rinde al temple admirable: «Torea recto con líneas curvas. Aspira poco a poco [al animal], lo torea sin azuzarlo (...). Un sublime y lento cambio de mano por delante, impele esta gran faena hacia otra dimensión»... «He visto morir el tiempo en un “natural” de Antonio Ordóñez.»2
Magnetismo por arte de birlibirloque: el ímpetu del monstruo queda recogido, acariciado, envuelto, atenuado con ritmo suave y dominado por el hombrecillo vestido de luces, un trapo rojo en la punta de los dedos, con la mera juntura movediza de su muñeca, el compás de las piernas, la elegancia estatuaria de su porte. No nos extrañemos que donde muchos hablan de colmo de la belleza, otros vean superchería, polvareda —«polvo en el sentido del tiempo» también-, o sea, astucia demoníaca: «Yo creo que el temple ha sido un camelo total (...); imposible crear o imponer el ra- lentí», sostiene Paco Camino.3 Y Juan Posada afirma «el temple no existe», justo antes de enumerar todas sus características, al describir por ejemplo el «acople del toro a ti» cuando el toreo acaba por «detener el tiempo».4
•
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., pp. 174, 198, 241 y 242.2 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 77 (donde habla de Enrique Ponce
toreando en México en 1999) y 167 (citando a Carvajal).3 F. Zumbiehl, El arte del toreo, op. cit., pp. 121-122.4 Ibid., p. 107.
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El temple no es que naciera, hablando en rigor, sino que se habría hecho irrefutable el 25 de agosto de 1912, en la Maestranza de Sevilla, cuando toreaba Juan Belmonte un animal llamado -m uy musicalmente- Guitarrito. Templar se convirtió entonces, en palabras de Jacques Durand, en la «piedra filosofal de la tauromaquia».1 Belmonte nunca quiso analizar su propia revolución estética. Se conformaba con asumirla como lisa y llana «forma de ser», sin privarse de evocar un conjunto de sensaciones ligadas a esta nueva forma del tiempo: la irrealidad espacio-temporal de la noche profunda de donde surgía, sin que pudiera calcularse su velocidad, el animal del campo; la experiencia de haber hecho un día de Don Tancredo inmóvil sobre un pedestal;2 el sentimiento sonambúlico de sus propios ademanes tornándose sublimes, en armonía con el animal. «A medida que toreaba iba creciéndome y olvidando el riesgo y la violencia. (...) Llamaba al toro y me lo atraía hacia el cuerpo para hacerle pasar rozándose conmigo, como si aquella masa estremecida que se revolvía furiosa removiendo la arena con sus pezuñas y cortando el aire con sus cuernos, fuese algo suave e inerme. Convertir la pesada e hiriente realidad de una bestia en algo tan inconsútil como el velo de una danzarina, es la gran maravilla del toreo. Durante toda la faena me sentí ajeno al peligro y al esfuerzo. Yo y el toro éramos los dos elementos de aquel juego, movido cada uno por la lealtad de sus instintos. ( ...) El toro estaba sujeto a mí y yo a él. Llegó
1 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 253.2 M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, op. cit., p. 201.
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un momento en que me sentí envuelto en toro, fundido con él. Luego, al terminar la corrida, vi que el traje que llevaba estaba lleno de pelos del toro, que se habían quedado enganchados en los alamares. Nunca he toreado tanto ni tan a gusto.»1
Y un poco más allá: «Di dos verónicas, que aunque el toro salió gazapeando, tuvieron la virtud de hacer el silencio en el público y fijar su atención en mí. Luego, en el primer quite, me planté ante la bestia, y quieto, moviendo muy despacio los brazos, di otras tres verónicas, tan suaves, tan lentas, que mientras las estaba dando advertía el silencio emocionante de las trece mil almas, pendientes de lo que yo hacía. (...) Fue entonces cuando con más fe he ido en mi vida hacia un toro. (...) El resultado fue impecable. Seguí toreando por naturales pegado al toro y clavado en la arena. El animal prendido en los vuelos de la muleta, iba y venía en torno de mi cuerpo, con exactitud matemática, como si en vez de precipitarse por mandato de su ciego instinto, le moviese un perfecto mecanismo de relojería, o más exactamente, aquel “aire suave de pausados giros” de que habla Rubén. Después de hacer una faena rondeña, clásica, sobria, y de torear con la mano izquierda suave y reposadamente, me cambié de mano la muleta y burlé a la fiera con la alegría de unos molinetes vistosos y unos desplantes gallardos. Dicen que fue aquélla la mejor faena que he hecho en mi vida. Quizá».2
1 M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, op. cit., p. 201.2 Ibid., pp. 228-230.
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Estas dos evocaciones de Belmente, aun breves, esbozan la notable complejidad del temple, y confirman la observación de Jacques Durand según la cual «la noción sibilina de temple justificaría un abultado ensayo fenomenología)».1 En ella encontramos, juntos, el olvido del riesgo y la desaparición de la violencia -muy presente no obstante, a flor de cada instante-, la transformación del enfrentamiento en dulzura, del miedo en suavidad y de la masa en liviandad, la fuerza de atracción del hombre y del animal llevada hasta una especie de identificación recíproca (si el hombre acaba cubierto de pelos animales, ¿no cabe imaginar que al animal se le ofrece a cambio un alma humana?) encarnada en la danza y el «aire suave de los ciclos» rítmicos que ejecutan juntos en medio del silencio musical de todo un público a la escucha.
Belmente se cuida de decimos cómo «templa», cómo llegaba a los espectadores esa «sensación de lentitud controlada», qué la asentaba «en la frontera de lo improbable», por qué «aparecía tan hondamente humana», dónde se situaba su «poder de seducción» y la «melancolía inexorable» que al final desprendía.. .2 Los eruditos en tauromaquia han comenzado a dar explicaciones concretas, es cierto. Claude Popelín, por ejemplo, muestra -en contra del Bergamín de El arte de birlibirloque- que Joselito y Belmonte desarrollaron la misma técnica, según dos inclinaciones o propensio
1 J. Durand, Chroníques taurines, op. cit., p. 253.2 F. Zumbiehl, «Avant-propos», La Tauromachie, art et littérature, op. cit.,
pp. 8-9.
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nes diferentes: en ambos se trataba de indicar al toro, una vez lanzado hacia el engaño, una salida en el eje de la denominada «asta contraria» (es decir, el asta opuesta a donde se coloca el diestro con relación al animal). Joselito se presentaba de frente, mientras que Belmonte optó por presentarse de tres cuartos, «lo cual le permitía trazar, respecto del eje de embestida del toro al principio, un ángulo más agudo, [que] hacía los pases de Belmonte más ceñidos, pero también más fluidos, más largos. De ahí quizá, y por contraste, su aspecto rectilíneo; pues el torero dibujaba, en realidad, una curva o una línea quebrada, que volvía más gradual la cadencia ralentizada»,1 es decir, el arte del temple.
Belmonte optó, desde el principio, por reducir su repertorio de adornos a los pases fundamentales «a los que infundía una gravedad inédita, rubricándolos con esas obras maestras de la escultura taurina que fueron sus medias verónicas y sus molinetes».2 El rasgo fundamental de su revolución estética consistió, según Fran ^is Zumbiehl, en esto: «Antes de Belmonte, se toreaba sobre todo con las piernas, y en general, al final de cada pase se ganaba terreno para provocar de nuevo al animal. Había que ser especialmente ágil de cuerpo y de mente, y poner en práctica el viejo precepto: “O te retiras tú, o te retir a. el toro”. Luego vino Belmonte y sus cortas piernas sólo le servían para girar sobre su eje. Toda la dinámica se trasladó a los brazos. Era como si en la arena se expresaran deseos inconciliables: los pies estaban clavados en el suelo y, al culminar el pase, se ponían de punti-
1 F. Zumbiehl, «De la tauromachie considérée comme l’un des beaux arts», ibid., p. 33.
2 Ibid., p. 20.
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lias para alargarlo hasta el desequilibrio: los brazos se estiraban, (...) todo su cuerpo parecía atravesado por el conflicto entre su condición estática y la voluntad de imprimir al gesto amplitud espacial y temporal, (...) densa como la escultura y fluida como una melodía, [capaz] por virtud del temple de desarrollar la imagen ideal de un tiempo recompuesto».1
¿No es ésta una descripción ideal de lo que debería ser —algunas veces lo es- no sólo el toreo jondo sino el mejor baile jondo7. Ramón Pérez de Ayala, exegeta y amigo de Belmonte, ya hablaba de su arte desde el ángulo de la «coincidencia de los contrarios»: «Vaciar en una forma única la inmovilidad, signo de belleza plena por intemporal, y el movimiento, signo de belleza tanto más valiosa cuanto que se desvanece casi enseguida con su maravillosa fugacidad».2 En la misma época, José Bergamín, amigo de Sánchez Mejías y exegeta de su cuñado Joselito, todavía habla del temple bel- montista como de un juego de manos -lo contrario de un paso o un pase-, «simulación» de valor, ralentización «ventajosa», «efectismo sin estilo», «amaneramiento afeminado, retorcido, lánguido, falso, latiguillo fácil para el torero como un calderón o un portamento, y espejuelo de tontos; porque el único que templa es el toro.»3 Veía en el temple la super
1 F. Zumbiehl, «De la tauromachie considérée com l’un des beaux arts», ibid., pp. 20-21
2 Ibid., p. 38. véase R. Pérez de Ayala, Política y toros. Ensayos, Fortanet, M adrid, 1918. Véase asimismo E. G. Acebal, Joselito y Belmonte: edad de oro del toreo, Los de José y Juan, Madrid, 1961. L. Bollain, La Tauromaquia de Juan Belmonte, Estades, Madrid, 1963 (con documentación fotográfica).
3 J. Bergamín, «El arte de birlibirloque», art. cit., p. 177.
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chería máxima, «toreo sin toreo», «inversión total» del arte, de modo que la «revolución belmontina» no estaba pensada sino como «impostura», «contorsión angustiosa y grotesca» de un hombre que avanza hacia el toro siempre al revés, «muy despacio y torcido».1
Cincuenta años más tarde, Bergamín se rinde ante la evidencia del temple y rinde a Belmonte el homenaje debido. Recuerda -y trata de justificar un instante- su propia malevolencia de entonces, cuando decía que el advenimiento del estilo «templado» del gran matador sevillano correspondía al año en que hasta los toros se arrastraban por la arena, incapaces de correr, afectados en las pezuñas por la glosopeda.2 Luego, admite algo así como un misterio del temple, el cual, según él, no depende de un «tiempo lento» como tal, sino de un «pulso e impulso invisible» que «late y arde» en el corazón del hombre y del animal.3 Una vez aceptado, Bergamín hiperboliza el principio del temple y lo reconoce como algo que se sitúa mucho más allá del tempo y de las «formas métricas» de la tauromaquia.4 Se convierte en piedra filosofal, temple de alma, lugar exacto, pues, donde el combate con un monstruo puede identificarse con un «ejercicio espiritual».5
1 J. Bergamín, «El arte de birlibirloque», art. cit., p. 177.2 Id., La música callada del toreo, op. cit., p. 68.3 Ibid., p. 69.4 Id., «Las formas métricas del toreo» (sin fecha), La claridad del toreo, Tur
ner, Madrid, 1994, p. 41-45.5 Id., La música callada del toreo, op. cit., p. 70.
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«Ejercido espiritual» supone aquí ejercicio musical del cuerpo acorde con una rítmica fundamental, rítmica de profundidad, donde coexisten «soledad sonora» y «música callada». ¿Por qué se observa un sentido peculiar del temple en los toreros andaluces y en particular gitanos? Porque en ellos nunca cesa la coincidencia, en profundidad, de «su profundo pensamiento musical» y de su actividad tauromáquica.1 Porque nada semeja más al temple -«templar, mandar, parar y recoger»— que la acción misteriosa «de los nervios del tocador y de la madera de la guitarra» cuando producen juntos ese timbre inimitable de guitarra flamenca, según las expresiones textuales de Belmonte citadas por Bergamín.2 Sobre todo porque esas «artes puramente analfabetas», como las llama Bergamín, esas «artes mágicas del vuelo, sin huella o trazo literal que señalen su ruta para repetirse»,3 están sujetas a su vez a la pulsación rítmica del compás, la misma en la que evoluciona todo cantaor y todo bailaor de flamenco, la que adopta espontáneamente, en los momentos milagrosos de las suertes tauromáquicas, el público sevillano de la Maestranza.4
Y al final, el temple, antes recusado o refutado como ilusión suprema, se torna en Bergamín verdad estricta -aun «birlibirloquesca»- clave rítmica, corporal y espiritual para entender lo que denomina Za música callada del toreo. Puesto
1 J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., p. 17.2 Ibid., p. 24.3 Ibid., p. 39.4 Ibid., pp. 24-25.
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que los movimientos recíprocos del hombre y del animal pueden en cierto momento conjuntarse, fundirse en una calma inquietante —típica del denominado ojo del huracán-, el arte tauromáquico es capaz, dice Bergamín, de «aposenta [rse] en el alma, en el aire, en el tiempo, para siempre», velado en todo momento por la presencia de esos «acompañantes invisibles, inaudibles [que son] el baile y el cante flamencos», «alcanza por los ojos para los oídos, y viceversa, a quedarse quietos, extasiados, inmortalizados en su efímera aparición imperecedera».1
Eso es lo que nos emociona en los cuerpos que bailan sus profundidades: desafían rítmicamente nuestra razón -¡es el disloque!— al mostrarse tan «efímeros-imperecederos» o «ex- plosivos-fijos». Realizan una portentosa complejidad que llega hasta nosotros con la sencillez, la inocencia de los juegos de niños (pienso, en el plano melódico, en la ofrenda de escucha tan sencilla que nos tiende la música, tan compleja como jovial, de Johan Sebastian Bach). El temple, absorción mágica de dos tempi que se afrontan para crear un solo fenómeno rítmico, parece tan misterioso como una ley cósmica y quizá por eso José Bergamín quiso poner como epígrafe de su ensayo sobre Don Tancredo una cita de De revolutionibus orbium coelestium.2 Por lo demás, el temple es
1 J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., pp. 15-16 y 22.2 Id., «La estatua de Don Tancredo», art. cit., p. 72.
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tan sencillo... como un café templaíio, dicen en España, o sea, un café al que se añade una gota de leche, y enseguida, con toda modestia y total evidencia —aquella, oscura en sus algoritmos, de la dinámica de los fluidos-, se forman en él admirables circunvoluciones o complejidades morfológicas ante las cuales un filósofo, un adivino, un poeta o un coreógrafo soñarían mucho tiempo.
Más paradojas. Y no serán ni mucho menos las últimas. Intentemos esbozar un cuadro del problema. Primera serie: paradojas de tiempo. El temple remite a una decisión temporal del torero o del bailaor, que pretende convocar continuamente el peligro -de ahí la urgencia, de ahí que cada movimiento esté al borde de su propia precipitación, caída, enganche, herida, fallo o desbandada-, pero sin apresurarse. «Sobre todo, no tener prisa», opina Paco Camino, ni siquiera cuando el asta corta el aire en tu dirección.1 El tiempo de la faena está contado, una fiera se precipita sobre ti, pero resulta imprescindible que cada gesto «no tenga fin».2 Hay que tener sentido del compás, de la medida -«Repito, el secreto del temple reside en adelantar la muleta, adelantar siempre los engaños al ritmo del toro y tener el sentido de la medida»- y, además, alcanzar ese sentido particular de la duración que es «el valor para llevar el toro hasta el final» del pase, sin que el ritmo se extinga.3 «Es una carrera contra el reloj [pero] no queremos que se termine.»4
1 F. Zumbiehl, Des taureaux dans la tete, I, op. cit., p. 79.2 Id., La voz del toreo, op. cit., p. 258 (Miguel Abellán).3 Ibid., p. 208 (Luis Francisco Esplá).4 Ibid., p. 108 (Juan Posada).
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Paradojas de la lentitud fugaz. Por ejemplo cuando Antonio Ferrera -irónicamente apodado Ferrari por ser demasiado rápido y frenético, y «levanta[r] demasiado polvo»-, sin prevenir, empieza un día a torear «con profundidad, lentamente», más allá de cualquier virtuosismo.1 O cuando el toro está «parado» y se necesita una ciencia completa de la llamada y el ritmo «porque lo tienes que traer muy despacio, pasando por tu cuerpo, desde donde está el toro parado».2 Pero templar, repitámoslo, no es simplemente ralentizar el tempo. Quien ralentiza sin temple sólo consigue desacordar el ritmo entablado, por ejemplo si el animal atrapa el engaño o simplemente se niega a seguirlo. «Es más que lentitud; es dar la impresión de que paras al toro, y en realidad no se para, sino que te adaptas a su ritmo.»3
El temple evoca con bastante precisión la doble sensación, potente y diáfana, que exigía Mallarmé a cualquier acontecimiento escénico: «Un himen (de ahí el Sueño), vicioso mas sagrado, entre deseo y realización, entre la perpetración y su recuerdo: ora adelantándose, ora rememorando, en futuro, en pasado, bajo una apariencia falsa de presente».4 ¿Dar la impresión de parar al toro mientras continúa corriendo? Es la paradoja más sorprendente de nuestra segunda serie: paradojas de movimientos, por supuesto imbricadas en todas las demás. La ondulación magnética
1 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., pp. 299-300.2 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 220 (Espartaco).3 Ibid., p. 135 (el Viti).4 S. Mallarmé, «Mimique» (1886), CEvres completes, op. cit., p. 310. [En cas
tellano: «Mímica», Prosas, op. cit., pp. 151-153. (N. de la T.)]
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que describe Mallarmé -vaivén espacial y temporal, psíquico y corporal, docto y sexual- da cuenta sobrada de lo que ocurre, ínfimo y enloquecido, entre la obstinación del monstruo negro y el mariposeo del paño rojo, esa prenda, ese perendengue, esa cosa liviana se diría escapada de una mujer.
Por contraste, la definición menos lírica y antropomór- fica indicaría que el temple designa la calidad del torero que sabe guardar igual distancia entre la res y el engaño durante el transcurso de un pase. O sea: supone simplemente un problema de espacio o de espaciamiento. Salvo que espacio, en castellano, denota también el tiempo y la lentitud (no me sorprende oír a Galván utilizar a menudo la expresión dar espacio, hacer lo mismo con más espacio, o sea, con mayor espaciamiento, más despacio, tomándose tiempo). Templar consiste en hallar con intuición el espaciamiento justo entre el engaño y los cuernos, lo cual induce el juego de movimientos recíprocos del hombre y la fiera, la magia del tiempo percibido de dichos movimientos: «Lo único que cuenta es la muleta, más lenta que la embestida que sin embargo no la alcanza».1
La soberana lentitud del temple no provendría, pues, de la capacidad para ralentizar la acometida del toro, sino de la composición de los movimientos —acordados mediante cambios de tempi, llamadas y paradas, tiempos y contra- tiempos- de la masa animal, el paño y el cuerpo humano. Representa el acorde de todos los movimientos efectuados por los dos seres en liza y por el velo que al mismo tiempo
1 F. Marmande, Curro, Romero y Curro Romero, op. cit., p. 33.
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los separa y atrae. Ahora bien, ese acorde se nos presenta como una paradoja, bajo una apariencia falsa de lentitud y de soberanía magnética, de la que lleva al estado de hipnosis. «Diríase que la tela decide, soberana»,1 de forma mágica, sobre cualquier voluntad y violencia.
Ninguna de estas paradojas de la danza que efectúan juntos el hombre y el animal sería posible sin el movimiento intersticial del capote o la muleta. No hay temple en los juegos taurinos donde los animales persiguen simplemente a los hombres.2 Acaso el temple no existiría sin ese paño que Warburg reconoció en el arte de la Antigüedad y en la coreografía de las obras renacentistas -también en la coreografía moderna, pensemos en Loie Fuller-, como operador de la expresión, «interfaz» volátil que él llamaba «accesorio en movimiento»3 (bewegtes Beiwerk). En la misma época en que Warburg comenzaba su gran atlas de Pathosformeln y de «accesorios en movimiento» -en los gestos de guerra y de cortesía, en las contorsiones de Laocoonte, las psicoma-
1 J. M. Magnan «Temple», La Tauromachie. Histoire et dictionnaire, op. cit., p. 891. Véase también P. Casanova y P. Dupuy, Dictionnaire tauromachique, Ed. Laf- fitte, Marsella, 1981, pp. 161-162. Sobre el debate sin fin acerca del «temple moderador» opuesto al « temple sincronizador», véase, entre otros, los textos de «Barretina» (1951) y de Gregorio Corrochano (1954) reunidos en Toros, n° 1723, 2004, pp. 1-3. Agradezco a Tristán García-Fons que me señalara estos dos últimos textos.
2 En contra de este aserto general, Jacques Durand me da algunos ejemplos de empleo de la palabra temple en el vocabulario de los razeteurs del Mediodía francés y del encierro de Pamplona. Los picadores y los banderilleros reivindican a su vez templar al toro.
3 Véase G. Didi-Huberman, Ninfa moderna. Essai sur le drapé tombé, Gallimard, París 2002.
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quias, los vestidos de ninfas que se levantan cuando caminan, y asimismo en el ropaje de Mitra sacrificando al toro-,1 Sigfried Kracauer analizó una visión de la corrida titulada «estudio de movimiento»: y lo que más le sorprendió en aquella experiencia tauromáquica (tuvo lugar en 1926, en Aix-en-Provence) fue precisamente la «fuerza de los ornamentos» paralela a contrastes formales como los de la superficie (capote), la línea (estoque) y los «círculos que van estrechándose» hasta la muerte del animal.2
Moverse acompañándose de un trozo de tela, como hace el torero en el ruedo, entraña -aparte la belleza intrínseca del traje de luces-3 un doble movimiento y un doble tempo: el trapo responde con demora al requerimiento de la m uñeca, traza una circunvolución más amplia y forzosamente más lenta que la del cuerpo sobre sí mismo. Lanzar hacia delante el capote entraña un malestar -o una magia- en el tempo. El gran malestar o la gran magia del temple harán entonces que el paño domine a la masa, la atraiga hacia sí, la hipnotice, la recoja, y acabe absorbiéndola en una especie de flujo generalizado, como sugirió, entre otros, Juan Belmonte: «Convertir la pesada e hiriente realidad de una bestia en algo tan inconsútil como el velo de una danzarina, es la gran maravilla del toreo».4
1 A. Warburg, Gesammelte Schriften, II-1. Der Bilderatlas Mnemosyne, op. cit., pp. 24-29, 48-51, 70-77 y 80-83.
2 S. Kracauer, «Jeune garlón et taureau (étude du mouvement, Aix-en-Pro- vence)» (1926), trad. de J.-F. Boutout, Rúes de Berlin et d’ailleurs, Gallimard, París, 1995, pp. 145-146.
3 Véase J. Durand y R. Ricci, Vétu de lumiéres, Plume, París, 1992.4 M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, op. cit., p. 201.
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Las paradojas de movimientos conllevan, pues, paradojas de consistencias, tercera serie. Para crear esa liviandad fantasmal, sonambúlica u onírica -de la que Hemingway hizo un bello análisis al comparar el temple tauromáquico con un «salto del ángel [donde] el saltador contraíala velocidad y transforma la caída en un dilatado deslizamiento, semejante a las zambullidas y saltos que a veces damos en sueños»-,1 es preciso saber acentuar la pesantez del toro. Lo cual se consigue, una vez más, mediante el movimiento y su desviación, modificando el centro de gravedad del animal, explica con meticulosidad Luis Francisco Esplá: «El toro no vive con la cabeza humillada, no vive incurvado. Cuando embiste cambia su centro de gravedad. Mientras corre estirado, su centro de gravedad está casi en el pecho. Cuando empieza a embestir metiendo los riñones, ese centro de gravedad se va a desplazar. Entonces tiene que compensar remitiendo ese cambio de equilibrios. El torero tiene que procurar por todos los medios alargar el muletazo, que esa postura anormal en el toro sea lo más larga, y cuanto más larga sea, más le va a costar al toro andar, y lo va a hacer con más retardo. (...) Ese esfuerzo ralentiza todos sus movimientos y produce, además, esa sensación de curva, de fuerza contenida. (...) Si el toro acepta esas incurvaciones, permite el temple».2
1 Citado por F. Zumbiehl, «De la tauromachie considérée comme l’un des beaux arts», art. cit., p. 43.
2 Id., La voz del toreo, op. cit., pp. 206-207 (Luis Francisco Esplá).
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Otra paradoja: la tela deberá dar la impresión de pesar más -algunos artistas almidonan las muletas- para que su vuelo parezca más lento, incluso inmovilizado, escultural. Pues ahí radica todo, en esa relación entre danza y estatura, es decir, entre aire y fuerza, fuerza y piedra, escultura y m ovimiento: perfil de viento, perfil de fuego y perfil de roca. Afirma Luis Miguel Dominguín que «el torero debe ser siempre un bailarín parado, un bailarín sin movimientos, con un ritmo y una cadencia que llamamos (...) temple».1 El acto de templar muestra así su musicalidad propia, algo, decía Bergamín, «que en el aire construye su morada»: siendo esta morada forma que permanece, gesto como vaciado o esculpido en el aire.2 «El toreo», afirma Pepe Luis Vázquez, «es movimiento, una cosa en el aire que se aposenta y que desaparece. No sé si cuando deje uno este mundo podrá verse en el otro, en el aire, donde quedan las cosas flotando.»3 En todo caso, así es como en virtud de ese acto complejo, un simple gesto -tanto un paso de baile como un pase tauromáquico- puede transformar su «breve aparición», su paso por el aire, en algo «imperecedero», duro y luminoso como mármol de sarcófago antiguo.
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Danzar, a partir de ese modelo heurístico, significaría crear espaciamientos móviles que suscitan y modifican sin
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 66 (Luis Miguel Dominguín)2 Véase G. Didi-Huberman, Gestes d’air et depierre, op. cit., p. 77.3 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 25 (Pepe Luis Vázquez).
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tregua la fuerza de atracción de las cosas afrontadas —cuerpos o partes del cuerpo, gestos desnudos o «accesorios en movimiento», pudiendo las polaridades, por supuesto, entrelazarse y ser cada vez más complejas—. Lo cual determina una cuarta serie operatoria: paradojas de fuerzas. El dato primero en tauromaquia es la hostilidad absoluta, la soberanía celosa del terreno, la soledad agresivamente reivindicada. El arte del temple consiste en transformar ese aislamiento en algo muy misterioso que no es ni mucho menos reconciliación, sino más bien lo que he llamado soledad compañera. Tal sería la obra tauromáquica: «Por el milagro del temple, hacer que [el] salvajismo [del toro] mengüe y se me- tamorfosee en aquiescencia», lo cual supone una «inflexión de lo inflexible» admirada por los espectadores y experimentada por los propios toreros -Belmonte a la cabeza- como verdadera «fuerza hipnótica».1
Comprendemos que Johann Sebastian Bach compusiera un Clave bien temperado. ¿Mas cómo construir un arte del salvajismo bien temperado, de la animalidad, de la desmesura bien temperadas? No obstante eso es lo que sucede cuando hombre y toro se llaman, se rechazan e inspiran recíprocamente: su lucha no dejará de serlo -una lucha a muerte, y olvidarlo un solo instante podría ser fatal para el hombre, ya que el animal jamás lo olvida-, pero recae en el artista hacer de ella una lucha al unísono gracias a esa «virtud de apropiación», como la llama Jean-Marie Magnan,
1 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., pp. 253-254.
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que pretende transformar la pura violencia animal en auténtico material coreográfico.1 Paradoja suplementaria: el temple suaviza el impulso hostil, le confiere armonía, gracias a una mezcla de elevada ciencia -capaz de evaluar en el animal cada indicio, las relaciones entre masas y velocidades, las orientaciones, sesgos, terrenos, características musculares, agudeza del campo visual, etcétera- y de pura intuición, hasta tal punto que ciertos toreros atribuyen a su muy poco civil enemigo capacidad de temple propia: «En el temple hay algo de geometría y algo de intuición. Es inexplicable cómo a un toro que viene con esa violencia y esa velocidad uno pueda, en un corto espacio de distancia, de tres o cuatro metros, reducir esa velocidad. Posiblemente hay algo en el mismo toro, en su condición de ser vivo: está corriendo detrás de algo, y cuando lo tiene cerca, para ahorrar esfuerzos aminora la velocidad».2
Jamás un toro bravo renuncia a sus prerrogativas territoriales, a su naturaleza de fiera, a su violencia absoluta. Empero, afirma Roberto Domínguez, «sólo sirve con él la suavidad, [y] es el temple».3 A saber, según el testimonio del torero Ángel Luis Bienvenida, «un deje de suavidad, (...) de una armonía suave, una música que no tiene violencia».4 «Se pierde muchas veces la noción de dónde está uno», con
1 J.-M. Magnan, Le Temple tauromachique, Seghers, París, 1968, pp. 51-52.2 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 181 (Roberto Domínguez). Véase
asimismo J. Durand, Chroniques taurines, op. cit, pp. 223-224, que rinde homenaje al sentido del temple del caballo Cagancho.
3 Ibid., p. 182 (Roberto Domínguez).4 Ibid., p. 52 (Ángel Luis Bienvenida).
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fiesa Pepe Luis Vázquez. «Es una cosa tan expresiva, tan profunda, tan bonita... Creo que el toro pierde la noción de la violencia y el torero pierde la noción de echarse para atrás.»1 Es como «hacer una caricia», dirá Espartaco, caricia en la frente con que algunas veces el hombre agradece al monstruo porque «te está acompañando en tu realización». El miedo continúa ahí, por supuesto, pues el peligro acecha. «Pero que todo sea como una caricia.»2
Alcanzar eso supone alcanzar la gracia suprema, cuando la imantación recíproca entre cuernos y engaño se desenvuelve, se danza y caracolea en el «reino [de] la limpidez».3 Supone alcanzar «una lentitud y belleza soberanas».4 Cuando el hombrecillo del paño rojo domina a su gran enemigo oscuro, y también «al enemigo interior e invisible que le habita», es decir, el miedo.5 Cuando desaparece —o esa impresión da- la dialéctica del señor y el animal domado, según testimonio de Juan Posada: «Me obsesionaba la cuestión del temple y en muchas ocasiones no lo conseguía porque estaba equivocado, en cuanto creía que templar era mandar uno. Hasta que me di cuenta de que era todo lo contrario».6
¿Lo contrario? O sea: cuando «el hecho de que esté de alguna manera ordenando el caos me da una sensación or
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 43 (Pepe Luis Vázquez).2 Ibid., pp. 214-215 (Espartaco).3 Ibid., p. 61 (Luis Miguel Dominguín).4 C. Popelín, La Tauromachie, op. cit, p. 281.5 G. Hilaire, «L’apport esthétique de la corrida», Tauromachie, artprofond,
op. cit., p. 104.6 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 110.
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gánica pura», dice Luis Francisco Esplá.1 O sea: «La verdad es el momento».2 O bien, ese famoso duende —fuerza profunda- que Federico García Lorca reconocía en los inicios del cante jondo, y que Ángel Luis Bienvenida reconocerá en sus propios momentos de temple: «Está ese duende, esa inspiración (...) [cuando] estás creando una belleza que no la conoce nadie, nadie más que tú, y la creas tú, con tu temple, con tu inspiración. (...) Es como un sueño. Es algo que te surge de la nada y no sabes de dónde viene, adonde va, ni cuándo se para, ni cuándo empieza».3 Por su propia etimología, el duende está relacionado con el enigma del dominio: donde reinaban peligro, violencia y desmesura animal, el temple realiza la operación misteriosa de un ritmo que, al instalarse, doma -domina y templa, pero sin «mandar» nada- el salvajismo de la fiera. La suavidad signa el arte del temple, la «caricia» que éste hace posible signa el verdadero dominio del hombre sobre el animal.
Mas esta dominación rítmica nunca puede darse por adquirida. No es dominable. Se obtiene en un gesto y se pierde en el siguiente. Va y viene al ritmo de la soledad sola y de la soledad compañera. La soledad sola refleja la situación de cada cual frente al otro cuando el otro representa la hostilidad absoluta, el territorio prohibido, lo intocable, el peli
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 200 (Luis Francisco Esplá).2 Ibid., p. 39 (Pepe Luis Vázquez).3 Ibid., pp 59-60 (Ángel Luis Bienvenida). Véase F. García Lorca, « Théorie et
jeu du duende» (1930), trad. de A. Belamich, CEuvres completes, I, op. cit., pp. 919- 931. [En castellano: «Teoría y juego del duende», Prosa, Alianza, Madrid, 1969. (N .delaT .)]
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gro de muerte. En ese momento, el hombre se halla verdaderamente solo ante el monstruo, solo con su miedo dentro, solo con la muchedumbre alrededor. Tan solo y abandonado que ni siquiera está consigo mismo: «Te tienes que abandonar. Porque tu cuerpo por instinto, sin tú pedirle nada, en el último segundo, puede moverse un poquito, (...) te tienes que abandonar y olvidarte de ti mismo».1 Estado de desnudez, el Viti se da cuenta de ello, inseparable —paradójicamente— del vestido que representa el sentido artístico: «En la plaza estamos al desnudo, y al mismo tiempo estamos vestidos por nuestra interpretación del oficio. Estamos al desnudo porque estamos en una claridad de expresión».2
Cuando Juan Belmonte se dio muerte en 1962, José Bergamín le dedicó un bello texto titulado «El único y su soledad»: en él habla del estoicismo andaluz, dice y repite hasta qué punto Belmonte estuvo solo y fue único, «solo y único para siempre»; vuelve sobre el contraste estético entre Belmonte y Joselito, y afirma que cada cual era tan necesario para el otro como solo se hallaba ante él, inconmensurable para el otro, como Beethoven (Belmonte) estuvo solo ante Mozart (Joselito) o Velázquez (Joselito) ante El Greco (Belmonte).3 Constituye una nueva paradoja: cuanto más profunda es la soledad, menos estamos en ella pura o «solamente» solos. O bien el otro se encuentra allá delante -en
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., pp. 231-232 (Espartaco).2 Ibid., p. 138 (el Viti).3 J. Bergamín, «El único y su soledad» (1962), La claridad del toreo, op. cit.,
pp. 115-118.
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la distancia de lo intocable-, o bien es el ausente, modo no menos intocable de ser compañero interior.
Esto se aplica al miedo que nos fragmenta y al gozo que nos disocia: «Simplemente, gozaba», recuerda Pepe Luis Vázquez. «Gozaba de manera increíble. Creía que no había nadie a mi alrededor. (...) Estaba aislado del mundo. (...) En Valladolid en 1951, recuerdo que me evadí completamente del público y de la realidad que me rodeaba. (...) Yo estaba sonámbulo, había perdido la noción de donde estaba. ¡Había en el público un barullo...! Y yo no echaba cuenta del público, iba con la cara para abajo (...) Se puede decir que es como una borrachera, que al día siguiente no recuerda uno lo que pasó; o una transfiguración, una cosa que no es de este mundo, como si se hubiera soñado con épocas pretéritas. Sí, quizá sea esa faena la que más me ha llamado, por ese motivo, porque no me acuerdo. Por algo sería. Sería porque estaba fuera de lugar».1 Ordóñez contó: «En un m omento cumbre, la reacción del público no se oye desde donde estás. Es como el momento sexual, no oyes nada».2 Rítmicamente, es cierto, el temple se asemeja a ese momento tan especial durante el acto sexual, en que los amantes, aún en plena danza corporal y en el colmo de la excitación, sienten algo parecido a una calma infinita, una súbita lentitud compañera que no es el sosiego del goce, sino al contrario, su verdadera potestad sobre los cuerpos amorosamente mezclados.
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., pp. 36-37 (Pepe Luis Vázquez).2 Ibid., p. 96 (Antonio Ordóñez).
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Cabría decir que, por virtud del temple, el terrible combate entre el hombre y el animal aparece -sólo para el hombre, probablemente— bajo una apariencia falsa de amor. «Cuando el animal y el hombre sean dignos uno de otro, el héroe será dos en uno, el espada y el toro, íntimamente ligados, inseparables, ambos valerosos, trabados en una sola masa. Juntos, y solos. Dejadme solo, dice el matador cuando no quiere que intervenga nadie en ese cuerpo a cuerpo supremo. Dejadnos solos es lo que debería decir», observaba en los años cincuenta Marcelle Auclair, aficionada muy al tanto de la «soledad compañera» de los toreros.1 Cuando al templar se levanta el duende «solamente hay un personaje. Cuando uno y otro se funden, es sublime».2 Nótese que ese momento calificado por Juan Posada de sublime -la fusión rítmica que acerca al máximo esos dos cuerpos tan disímiles en forma y en m edios- es asimismo el momento de mayor peligro: no sólo cuando el hombre, en el instante de la estocada, «se cruza» abalanzándose casi al encuentro de los cuernos, sino en el transcurso de la faena, cuando la sensación de suavidad exquisita hace olvidar la necesaria distancia: «Siempre cuando los toros pegan las cornadas más fuertes es cuando los toreros están a gusto, y cuando los toreros creen que su obra se está haciendo con mayor tranquilidad. (...) Te coge porque te has dejado llevar por esa
1 M. Auclair, «Tauromachie et dram artugie», Tauromachie, art profond, op. cit., p. 20.
2 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., pp. 105-106 (Juan Posada).
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sensación tan bonita que estás sintiendo en ese momento. (. . .) Hacer arte con algo vivo es muy grande».1
«El toreo», afirma Ordóñez, «es el mismo diálogo amoroso que pueda tener un bailarín (...) con la música.»2 Cabría decir viendo bailar a Israel Galván que, recíprocamente, bailar es entablar con la música igual combate, igual doma que un matador con el toro. Combate amoroso, claro. Israel Galván busca en el piano de Diego Amador, el cante de Miguel Poveda, el toque de Alfredo Lagos o incluso las palmas de Bobote, algo similar a lo que el torero busca en su compañero de soledad: busca al mismo tiempo el espaciamiento justo -que permite a cada cual estar solo, no quedar atrapado en la confusión, cuando no herido, cuando no muerto en el contacto- y la intimidad más profunda. Encontramos esa mezcla paradójica hasta en el último recodo de lo dicho por los toreros, por ejemplo Luis Miguel Dominguín cuenta los días «escuchando la naturaleza», en el campo, es decir, espiando a los toros: «Me gustaba mucho pasear entre los toros y procurar adivinar, con sólo verles mover la cabeza, lo que iban a hacer».3
Acaso el temple designaría, a nivel menos técnico, más ético en cierto modo, un tacto sutil compuesto de espacia-
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 222 y 229 (Espartaco).2 Ibid. p. 94 (Antonio Ordóñez).3 Ibid. p. 90 (Luis Miguel Dominguín)
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míenlos justos e intimidades que se responden. Galván, en sus espectáculos, escenifica con total sencillez y sinceridad su manera de escuchar al compañero musical, hace algo parecido al artista del temple tauromáquico que afirma no apuntar sino a «lo más íntimo del toro», o sea, su deseo, la espacialidad de su deseo, la musicalidad de su deseo, todo cuanto nombra más o menos el término querencia, esto es, la dirección instintiva del animal, su «apego a un lugar predilecto». El temple, en definitiva, es una manera de acordarse con el espacio y el tiempo -el ritmo musical— del deseo del otro. Una manera de acercarse al otro respetando su soledad. «Si no tuviese música el toro, no habría esa composición hecha a base de sensibilidad.»1
Algo así sucede en Arena, entre la gran masa negra del piano y el cuerpo del bailaor prendido en el encanto oscuro de la música. El toro -el piano- afirma su melodía y su tempo. El hombre lo acepta. Recibe la «embestida», la mantiene a distancia con una respuesta fundada en contramotivos inmediatos. Luego se despliega una seducción recíproca, más suave, y no se sabe ya quién decide, quién influye en quién. El bailaor habrá «templado» así su música compañera. Un ritmo majestuoso y casi incomprensible de si- guiriyas nace de este asentimiento recíproco a la soledad del otro. No tratemos de determinar -como tantos aficionados deseosos de legislar los gestos de los artistas, al igual que los académicos las palabras de los poetas- quién decide y quién sigue, quién manda y quién es mandado. En toda «pro-
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 69 (Antonio Ordóñez).
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gresión del entendimiento», como tan atinadamente lo llama Ordóñez,1 no se necesita saber quién domina el ritmo, pues el ritmo -esa manera de estar juntos en el tiem po- reina entonces como dueño y señor de ambas soledades compañeras.
Acaso una palabra resume todo este proceso: la palabra «acoplamiento», de la que Jacques Durand -a propósito de una histórica faena de Antoñete a un toro blanco de Os- borne, en Madrid en 1966- recuerda que «contiene la idea de pareja y el eco de la copla»,2 es decir, de la poesía escandida en el cante profundo. Otra manera de decir que la relación entre baile jondo y arte del toreo se sitúa primero, bien lo comprendió Bergamín, al nivel de una «soledad sonora» y de una «música» -explícita o implícita, clamorosa o callada- que transforma hoy a Galván en maestro del temple, como Chicuelo o Curro Romero fueron maestros del compás -porque sabían infundir a la lidia una cadencia realmente flamenca- o Rafael Albaicín, torero músico que pasaba del piano al toro, interpretaba a Falla, Liszt o Cho- pin antes de desplegar en el ruedo un estilo «lánguido y evanescente» surcado por «esplendores lentos», o sea, temples,3
Gran bailarín no es quien llega más alto, más rápido, más fuerte. El virtuosismo resulta esencial al baile por las decisiones artísticas que concurren, de una manera u otra, a «templarlo», a crear el ojo en el huracán, el «esplendor lento»
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 95 (Antonio Ordóñez).2 Ibid., J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 174.3 Ibid., pp. 100-103,108-111 y 261-264.
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en los fuegos artificiales. Es lo que hace Galván: ser el templario de su propio cuerpo de bailaor virtuoso. Por eso, en Arena, es sucesivamente e incluso simultáneamente hombre y animal, animal que embiste, se amedrenta, enfurece, vuelve, y hombre que aguarda al otro, lo recibe, lo esquiva, se amedrenta, lo domeña, lo estoquea. De ahí la impresión de fiera y la reminiscencia de Nijinsky. Pues el cuerpo de Israel Galván es ora bestial ora espiritual, al mismo tiempo. De ahí la impresión -nietzscheana- de dios que baila. Ora fulminante, ora acariciador, al mismo tiempo. Ese al mismo tiempo que ofrece, precisamente, el tiempo compuesto del temple.
Basta con mirar sus manos. Van libremente a donde no se las espera (estoy pensando, por ejemplo, en determinada manera de ensamblarse en la espalda), restallan, casi estallan en palmadas rítmicas a uno, dos, tres, cuatro tiempos, crean volúmenes sensibles por mero espaciamiento, dicen sí y no al mismo tiempo, acogen y huyen, amagan, dominan, cazan al vuelo, se evaporan de pronto como una voluta de humo, con maravillosos contorneos. Saben agrandar el espacio, y de golpe, cerrarlo, anularlo, devolverlo a otra parte, absorberlo como un agujero aspira el agua en remolinos. Me recuerdan lo que Juan Posada dice acerca de Belmonte, y luego de Rafael Ortega: «El toreo es como la guitarra. Se torea con la yema de los dedos y con la muñeca. (...) Su muñeca le bastaba para crear belleza».1 Enrique Ponce afirma
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 112 (Juan Posada).
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asimismo que «la muñeca es la base del toreo; es lo que manda, lo que templa, lo que hace daño o da suavidad. (.. .) En tu muñeca, le estás imprimiendo [al toro] un ritmo, un temple y un mimo, sin tirones, con cadencia».1 También Galván sabe romperlo todo (rematar) o suavizarlo todo (templar) con un solo movimiento de muñeca. Como si él sí supiera asir el tiempo con las manos.
Tal prodigio tiene un nombre. Se llama ritmo, simplemente. Esto es, «la forma en el instante en que es asumida por lo moviente, móvil, fluido».2 Gestaltungy no Gestalt, comenta Henri Maldiney, para quien el ritmo es «el acto del estilo», o dicho de otro modo, la manera en que una forma manifiesta «la articulación de su tiempo implicado».3 Ello quiere decir que el ritmo no se superpone al compás -que el rhythmos no es reductible al arithmos- 4 e incluso que lo engaña y desengaña buscando precisamente, como en el baile jondo, lo que podría ser una puesta en ritmos del descompás mismo, de la desmesura.
«Por el ritmo percibimos el tiempo», escribe Pierre Sau- vanet. El ritmo no es el tiempo, obviamente, pero en la experiencia del ritmo cobra sentido el tiempo -se apodera de
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit, p. 245 (Enrique Ponce).2 É. Benveniste, «La notion de “rythme” et son expression linguistique» (1951),
Problémes de linguistiquegénérale, Gallimard, París, 1966, p. 333. Véase en adelante P. Sauvanet, Le Rythme grec, d ’Héraclite á Aristote, PUF, París, 1999.
3 H. Maldiney, «L’esthétique des rythmes» (1967), Regará, parole, espace, L’Áge d’Homme, Lausana, 1973, pp. 160 y 172.
4 Véase P. Sauvanet, Le Rythme etla raison, I. Rythmologiques, Kimé, París, 2000, pp. 188-194.
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la sensación, se inventa direcciones, se dota de significados.1 Puesto que temporaliza cuanto toca, el ritmo será, además, principio mayor de alteración y metamorfosis: «Cuando el canto, el baile comienzan, algo ha cambiado no sólo en el oído o las piernas, me encuentro construido u organizado de otro modo. He experimentado un cambio de estado —(análogo al paso del sueño a la vigilia)».2
Gilíes Deleuze lo denominará capacidad para revelar f i guras multisensibles. Una manera de considerar el ritmo, no como ley de cadencia, sino como una más vasta «potencia vital que rebasa todos los ámbitos y los atraviesa ( ...) , más profundo que la visión, la audición, etcétera». Y en el cual van a encontrarse —como cuando un gran animal oscuro sale al encuentro de un hombrecillo en traje de luces- «el mundo que me toma a mí mismo al cerrarse sobre mí [y] el yo que se abre al mundo, y lo abre él mismo».3 Lo que abre la espada en el cuerpo del toro, lo abre el ritmo en nuestro sentido del tiempo: instante de la herida, la desmesura y la verdad juntas.
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1 P. Sauvanet, Le Rythme et la raison, I, op. cit., pp. 97-1112 Paul Valéry, Cahiers, I, Gallimard, París, 1973, p. 1299 (comentado por P.
Sauvanet, Le Rythme et la raison, I, op. cit., p. 132). Importante selección traducida en castellano: Cuadernos (1894-1945), ed. de A. Sánchez Robayna, trad. de F. Sainz, M. Privaty A. Sánchez Robayna, Galaxia Gutenbrg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2007. (N. delaT .)]
3 G. Deleuze, Francis Bacon: logique de la sensation, op. cit., p. 31.
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Se «lleva el ritmo» casi siempre para estar juntos. Entre varios. Los tiempos se acercan unos a otros, van y vienen con igual empeño en las vueltas y revueltas. Una fiesta. Una variante de cortejo sexual. Mas cuando creemos «llevar el ritmo», el ritmo es en realidad el que «nos lleva», nos arrastra. Cuando creemos comenzar a llevar un ritmo, es el ritmo el que nos abre al tiempo, al otro y a nuestra propia interioridad. El ritmo funda sin duda nuestra existencia como sujetos.1
Sin embargo, «un sistema rítmico jQO lo emite usted más que yo. Cuando hay ritmo, hay intercambio; el porqué y el cómo de ese intercambio constituyen el secreto del ritmo. Ese intercambio no es de hombre a hombre sino de funciones a funciones. Todas las funciones de igual especie se reducen a una. La unanimidad. Las funciones de especie diferente se ordenan o se ajustan una a otra. Tú cantas, yo marcho según tu canto. Tú gritas, yo sufro».2 Nadie, pues, «posee» el ritmo. El ritmo, cuando nuestra subjetividad decide abrirse a él, es el que nos posee y nos lleva, hace que juguemos, obremos, trabajemos con él. Hay una estética, pero también una ética e incluso una política del ritmo (que a su manera Roland Barthes indicaba, al contraponer el «ritmo griego» de la ascesis y la fiesta al «ritmo plano de la modernidad: trabajo/ocio»).3
1 Véase N. Abraham, Rythmes. De Vceuvre, de la traduction et de la psycha- nalyse, Flammarion, París, 1985.
2 P. Valéry, Cahiers, I, op. cit., p. 1282.3 P. Sauvanet, Le Rythme et la raison, II. Rythmanalyses, Kimé, París, 2000,
pp. 113-144 (cita a R. Barthes, «Roland Barthes par Roland Barthes» (1975),
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Pero el ritmo se instaura asimismo para acusar las diferencias, para saber romper la unanimidad. Por un lado, «engendra un deseo irreprimible de ceder, de ir al unísono; no sólo el paso, también el alma lleva el compás», escribe Nietzsche en La ciencia jovial.1 Por otro, nuestra capacidad de insurrección suele manifiestarse con una reacción rítmica -contratiempo o contragesto— a algo que nos repele. Una vez más, Nietzsche propone el ejemplo más claro: «Mis objeciones a la música de Wagner son objeciones fisiológicas: ( ...) apenas esa música actúa en mí y respirar me resulta más difícil; pronto mi pie se enoja e insurge contra ella -necesita compás, danza, marcha cadenciosa (...). Y entonces me pregunto: ¿qué es lo que todo mi cuerpo espera absolutamente de la música?».2
El ritmo brota con frecuencia como rebelión del cuerpo singular contra el obligado paso del cuerpo social: produce su descompás solitario contra el compás de todos. Pero al mismo tiempo afianza la comunidad humana, puesto que no existiría sin lo que Marcel Mauss llama una «técnica del cuerpo».3 El hombre es el único animal que sabe ir a con
Oeuvres completes, IV, ed. É. Marty, Le Seuil, París, 2002, p. 750). Véase H. Mes- chonnic, Politique du rythme, politique du sujet, Verdier, Lagrasse, 1995.
1 F. Nietzsche, Le Gal savoir (1882-1887), trad. de Pierre IClossowski revisada por M. B. de Launay, CEuvresphilosophiques completes, V, Gallimard, París, 1982, p. 111. [En castellano: La ciencia jovial (La gaya scienza), trad. de Germán Cano, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 2001. (N. de la T.)]
2 Ibid., p. 275. Sobre la importancia crucial del ritmo en el pensamiento filosófico de Nietzsche, véase P. Sauvanet, «Nietzsche, philosophe-musicien de l’é- ternel retour», Archives de Philosophie, LXVI, 2001, n° 2, pp. 343-360.
3 M. Mauss, «Les techniques du corps» (1936), Sociologie et anthropologie, PUF, París, 1950 (ed. 1980), pp. 363-386.
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tratiempo de un compás preexistente; es, por tanto, el animal rítmico por excelencia. Cómo expresarlo mejor, a propósito de Israel Galván: la «soledad compañera», característica fundamental de su baile, no es más que una manera distinta de designar su peculiar protesta rítmica, entre virtuosismo y no actuar, torbellino y estatua, ruptura y ensamble, desmesura y compás, quiebros del rematar y suavidades del templar.
En sus Notas sobre la melodía de las cosas, Rainer Maria Rilke desarrolla hondas reflexiones sobre la soledad fundamental de nuestras múltiples existencias. Esas soledades se despliegan, imagina él, con fondo de una música que, cuando cada uno de nosotros accede a escucharla para sí, llama a cada uno hacia cada uno, y durante un raro m omento crea algo similar a una comunidad : «Somos como frutos. Estamos suspendidos en lo alto entre ramas extrañamente enlazadas, expuestos a no pocos vientos. Lo que poseemos es nuestra madurez, nuestra dulzura, nuestra belleza. Pero la fuerza que las nutre corre por un único tronco, desde una raíz que ha terminado por extenderse a mundos enteros. Y si queremos dar testimonio de su fuerza, cada uno de nosotros debe querer utilizarla en el sentido más apropiado para su soledad. Cuantos más solitarios hay, más solemne, conmovedora y potente es su comunidad. Y los más solitarios son precisamente los que más participan en la comunidad. Antes dije que dentro de la vasta melodía de la vida, éste percibe más, aquél menos; correlativamente, le incumbirá una tarea mayor o menor en la magna orquesta. El
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que percibiera la totalidad de la melodía sería a la vez el más solitario y el más comunitario. Pues oiría lo que nadie oye.. .».1
Israel Galván parece pertenecer a ese género de ser: la gestualidad y la musicalidad que inventa a rabiar son fruto de una dilatada escucha solitaria de la «melodía de las cosas». «El arte del bailarín se construye sobre una actitud de escucha que implica a todo su ser», anota Martha Graham.2 Ahora bien, la escucha misma genera una floración de respuestas -formales, gestuales- que desmultiplica la soledad del bailarín y la vuelve compañera o, según Rilke, «comunitaria». Y cabe decir, máxime en nuestro caso: rítmica. La escucha solitaria va y viene entre uno mismo y el otro, como el ritmo manifiesta lo mismo (retorno periódico del compás) y lo otro (invención permanente de nuevos descompases, nuevas rupturas o nuevas suavidades).
¿Por qué emplear en estas líneas un vocabulario del deseo hecho gesto, incluso síntoma?3 En los años sesenta, Lacan reflexionó acerca de la magnífica palabra «separación», por cuanto dice mucho sobre la dialéctica del deseo y la «escisión del yo» coextensiva: en el deseo nos engendramos a nosotros mismos (se parere), mientras que él nos divide en
1 R. M. Rilke, «Notes sur la mélodie des choses» (1898), trad. de C. David, CEuvres enprose, op. cit., p. 676.
2 M. Graham, Mémoire de la danse (1991), trad. de C. Le Bceuf, Actes Sud, Arles, 1992, p. 212.
3 Véase G. Didi-Huberman, Invention de Vhystérie. Charcot et V iconographie photographique de la Salpetriére, Macula, París, 1982, pp. 165-167 («La solitude partenaire»).
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nosotros mismos y nos aleja (separare) del otro. Ante tal situación, procuramos defendernos y seducir a nuestro entorno con las galas de la belleza (se parare)} Mas «el intervalo que se repite», planteado en las mismas líneas, impone su ley de encadenamiento -Lacan hubiera podido decir: su ley rítmica-, y nos obliga a un baile perpetuo, falenas desquiciadas en torno a un objeto que siempre faltará. Así, podemos imaginar que el bailarín en escena se engalana con la belleza de sus gestos, se engendra a sí mismo al plantear la cuestión del deseo, y como hay deseo no baila sino hasta separarse, mediante roturas e «intervalos que se repiten». De ahí que sea a la vez solitario y compañero. Por eso, porque se separa -del objeto que pretende, de sí mismo y de nosotros, sus espectadores-, nos concierne de modo tan íntimo, ofrece figuras y movimientos para nuestras propias soledades.
De ahí que no podamos mirar a un bailaor -sobre todo en Sevilla, lugar eminente para placeres del instante, y para la etimología, la memoria- sin una voluptuosidad marcada por alguna inmemorial pérdida. La «voluptuosidad de la precisión» y el «sabor del tiempo», otros dos aspectos esenciales compartidos por el arte tauromáquico y el arte del bailaor.2 «Muchos lloraban de gusto y alegría», escribe Bergamín refiriéndose a un momento privilegiado en la Maes
1 J. Lacan, «Position de Finconscient» (1960-1964),Écrits, Le Seuil, París, 1966, p. 843. [En castellano: «Posición del inconsciente», Escritos, vol. II, trad. T. Sego- via, Siglo XXI, México, 1975. (N. delaT .)]
2 J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., pp 87 y 99.
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tranza.1 Pero si lloraban, es que les faltaba algo. O mejor: las lágrimas significaban la carencia, y el gusto significaba que esa carencia, ese día, con esa figura, ese temple, ese ritmo y esa belleza, era lujo inaudito, exceso. Si Bergamín, Bataille, Leiris, los toreros y los propios flamencos emplean tan a menudo -incluso con la impertinencia de tal uso- el vocabulario de la espiritualidad, ¿no será porque la poesía mística logra hablar precisamente del deseo como exceso y no como carencia, según analiza con sutileza Michel de Certeau?2
La calidad espiritual del baile inventado por Israel Galván no procede, obviamente, ni de una doctrina ni de una intención teórica (producir una «metáfora del pensamiento», por ejemplo). Proviene de determinada manera de «apresurarse despacio» -festina lente, o el tempo filosófico genuino-, esto es, acentuar el espacio, el cuerpo y el tiempo de un modo que ciertos conceptos técnicos del baile y de la lidia, como rematar o templar, designan con precisión. Claro es que cada experiencia -pensar, danzar, lidiar- resulta incomparable e inconmensurable, pues cada una posee su propia forma de entender lo que ritmo quiere decir. Pero el pensamiento, que libra combate siempre, debería saber bailar también, aunque sólo fuera para convertir todo
1 J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., p. 95.2 Véase M. de Certeau, La Fable mystique, xvi-xvn síécle, Gallimard, París, 1982,
pp. 407-411, donde trata de la musicalidad y la ritmicidad, esa «marcha sonora del poema» místico. [En castellano: La fábula mística (siglos XVI y XVll), trad. L. Colell Aparicio, Siruela, Madrid, 2006. (N. de la T.)]
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saber en gaya scíenza, aunque sólo fuera «porque toda alma es un nudo rítmico».1
No por casualidad Ignacio de Loyola quiso introducir el ritmo en sus Ejercicios espirituales,2 mientras que el torero Pepe Luis Vázquez situó toda su práctica -su peligroso lidiar a un animal lleno de baba, mierda y sangre, sobre arena maculada, en un coso ruidoso y enardecido- bajo el influjo del saber, el pensamiento puro, la cabeza: «[Hay que] estudiar al toro para poderle. Al toro no se le puede más que con la cabeza, y metiéndoselo en la cabeza». Aunque a renglón seguido añade: «Sin embargo, reconozco que en algunos momentos he perdido la cabeza. (...) y esa cosa voluptuosa de la borrachera puede más que la inteligencia.»3 Y es que el temple resulta de una ascesis -guardar la calma en plena tempestad- de la que, literalmente, no tenemos idea, ya que arrastra al pensamiento hacia una impensable especie de escritura automática de cuerpos compañeros y ritmos conjugados.
Bailaor o no, el hombre baila con el tiempo, o sea, con los encuentros de tiempos plurales que chocan entre sí, lo mismo que las placas tectónicas fomentan irrevocables seísmos. La elegancia no consiste en evitar, sino en desviar con
1 S. Mallarmé, «La Musique et les Lettres» (1894), CEuvres completes, op. cit., p. 644.
2 Ignacio de Loyola, Exercices spirituels (1548), trad. de M Giulíani, E. Guey- dan y A. Lauras, Écrits, ed. dirigida por M. Giuliani, Desclée de Brouwer, París, 1991, pp. 182-183 («Troisiéme maniere de prier par rythme»), [En castellano: Ejercicios espirituales, Linkgua Ediciones, 2006. (N. de la T.)]
3 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., pp. 21 y 22 (Pepe Luis Vázquez).
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arte. O como se dice en tauromaquia, cargar la suerte.1 Entonces nos inventamos un baile, acentuamos lo que nos sucede, rematamos y templamos. Pero tan frágil construcción se desmorona cuando en el destino cambia algo que no sabemos discernir ni acoger: así, Morante de la Puebla, «con su tauromaquia de cadera a cadera, el refinamiento al ralentí de sus verónicas, pone la Maestranza patas arriba. ( ...) Se cruza en cada pase y ejecuta una obra maestra de tauromaquia eficaz y fina, a la vez decidida y delicada. [Pero] Bar- biano se le echa encima, lo empitona con violencia dramática, lo voltea con el cuerno, lo lanza al aire, lo recobra en tierra. Lo llevan inconsciente a la enfermería. Presenta dos cornadas de veinte centímetros en la parte posterior del muslo izquierdo. Llueve».2 Como si mirando al cielo dijera que llora el milagro roto.
Hoy día, José Tomás es quizá el único para quien la cornada no supone destrucción del temple, sino algo que el artista, en su improvisación musical sobre la muerte, añade a su obra rítmica: «Zaragoza, domingo 9 de abril: el toro de Marca, el tercero, se le echa encima: José Tomás no se inmuta. Todos los toreros saben esquivar, defenderse, huir. Él también, pero no lo hace. ( ...) José Tomás ve venir el toro hacia él y no se sobresalta jamás. Trepa de pie, se planta tieso en la punta de los cuernos. El toro lo enarbola como una lanza, durante un instante que semeja tres segundos, y de
1 Véase R. Bérard, «Cargar la suerte», La Tauromachie. Histoire et dictionnaire, op. cit., pp. 357-358.
2 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 107.
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algún modo nadie se lo cree. Continuamos en la geometría soñadora de los pases que acaba de ofrecer. José Tomás se yergue, herido en la ceja. Retoma simplemente el tiempo allí donde lo había dejado. Todos los toreros cogidos se sobreponen con más o menos fanfarronería, más o menos miedo, bastante daño. José Tomás encadena el tiempo al tiempo».1
Con mayor frecuencia de lo que pensamos, la muerte obra -maléfica- con temple: todo lo acelera al asestar el golpe fatal, pero el golpe se ralentiza en contragolpe que no tiene fin, en algún punto entre la muerte-ya y la vida-todavía. Así agonizaron Gitanillo de Triana en 1931, o Ignacio Sánchez Mejías en 1934. Del segundo, García Lorca y Bergamín cantaron la «muerte perezosa y larga».2 Del primero, menos conocido, cuentan sus bellos «pases de la muerte» -pases por alto, a dos manos, popularizados por Rafael el Gallo-, y cómo un toro llamado Fandanguero le propinó tres terribles cornadas contra las tablas. Y una agonía que le duró setenta y cinco días, a él, de quien ponderaban su sentido del temple: «Como si el tiempo hubiese querido, con mucho rencor, castigar cruelmente a alguien cuya tauromaquia lenta, suspendida y ralentizada hasta el desvanecimiento, extasiaba a los aficionados y arrojaba a los críticos taurinos hacia extrañas metáforas en las que ya su muerte avisaba. De sus
1 F. Marmande, A partir du lapin. Journal taurin, Verdier, Lagrasse, 2002, p. 155.
2 F. G arda Lorca, «Chant fúnebre pour Ignacio Sánchez Mejías», art. cit., pp. 583-591. ]. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., pp. 71-81.
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pases de pecho y de sus verónicas de belleza sonambúlica, repetían que eran “como un minuto de silencio”, según la fórmula del crítico taurino Federico Alcázar. El 13 de mayo de 1930, Corrochano, papa de la crítica taurina, le ve torear en Madrid y decide cronometrar la duración de sus verónicas. Mira el reloj en el momento en que Gitanillo monta un pase, y cuando lo termina, sorpresa: el reloj se ha parado. Echa un vistazo al de su vecino. Está parado también. Mira a la pista: el toro tampoco corre ya. Aquel día escribió en una famosa crónica: “Oye, Gitanillo ¿se para tu corazón cuando toreas?».1
La muerte, siempre demasiado rápida y siempre demasiado lenta. Nos conmueve ver al toro morir sin fin en la plaza: «Entre el digno silencio [del público], Tomás y sus peones, convertidos en estatuas a veinte metros del toro, observaron con respeto su bravura que bregaba con la tarea de la muerte».2 Resulta curioso que en 1920, el mismo año en que un toro llamado Bailador mató, algo impensable, al arcángel Joselito, Sigmund Freud descubriera que en la vida psíquica y orgánica del ser humano ocurre algo asimismo impensable, situado «más allá del principio de placer». Hay también, escribe Freud, «pulsiones que conducen a la muerte». «Por consiguiente, entre estas y las otras (las pulsiones de vida) se anuncia una oposición cuya plena importancia ha reconocido la teoría de las neurosis. En la vida del organismo hay una especie de ritmo-vacilación (Zauderrhyth-
1 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 1602 Ibid., p. 216.
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mus); un grupo de pulsiones se lanza hacia delante con el fin de alcanzar cuanto antes la meta final de la vida, el otro, en un momento dado de ese recorrido, se apresura hacia atrás para recomenzar el mismo recorrido, partiendo de determinado punto, alargando así la duración.»1 En ló sucesivo, sólo se podrán comprender los ritmos de la vida psíquica -y en concreto esa fundamental «compulsión de repetición» (Wiederholungszwan) que nos lleva a bailar alrededor de los mismos agujeros negros siempre- en función de tal dialéctica.2
Tal es la paradoja última del temple, que Bergamín reconoció, tras negarla durante mucho tiempo, mejor que nadie: una paradoja musical, una paradoja rítmica del movimiento y la inmovilidad juntos, del «perfil de viento» y el «perfil de roca», de la gracia corporal y la belleza sarcófago. Pues ese ritmo de la vida extrema -suavidad, danzada conjunción de los seres, gozo- semeja una respiración que se apaga. Pensemos en Manolete, «que nunca retrocede ante los toros y torea lentamente, impasible, como si no respirara entre los pases»; el poeta Alfredo Marqueríe escribe que sus faenas son «como un miércoles de Ceniza» y que con él «la muerte se ha dormido al lado del cuerno».3 Su última faena -el 28 de agosto de 1947 en Linares- fue desde el prin-
1 S. Freud, «Au-delá du principe de plaisir» (1920), trad. de J. Laplanche y ].- B. Pontalis, Essais depsychanalyse, Payot, París, 1988, p. 85. [En castellano: «Más allá del principio del placer», Obras completas, vol I, trad. de L. López-Ballesteros y de Torres, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 1948. (N. de la T.)]
2 Ibid., p p . 5 7 - 6 4 .
3 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 270.
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cipío angustiosa, de una «lentitud suicida», entre ausencia de sí mismo y exaltación. Dio muerte a Mero, pero volteado por el cuerno, herido de muerte, vaciándose de su sangre, hasta que expiró al día siguiente, a las cinco de la madrugada, al cabo de cinco transfusiones.1
Galván depura y reinventa constantemente esa paradoja musical. Ningún patetismo de la muerte en él, desde luego. Baila como respira, aunque a veces nos preguntemos si no se le para el corazón en el fondo de un remate. Concentra esa paradoja en el combate que libra con su propio ser en lucha con la arena del espacio y la. faena del tiempo. Descompone y recompone su cuerpo, como el artista contemporáneo que es y como el dios antiguo que da la impresión de ser: anacronismo. Todos cuantos piensan o actúan por descomposiciones y recomposiciones sucesivas -incluso simultáneas— producen tales anacronismos, pues trabajan por montajes de heterogeneidades. Atraen unas hacia otras y hacen bailar juntas cosas que sólo conocemos separadas o indiferentes entre sí. Sabido es que Eisenstein, en su práctica y teoría del montaje, redefinió magistralmente el drama de la figura humana entre semejanza y desemejanza, próximo en esto a pensadores como Warburg, Benjamín o Georges Bataille.2
Eisenstein comprendió muy pronto que el montaje ocupa todos los órdenes y todas las escalas -de los «macro-
1 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 271.2 Véase G. Didi-Huberman, La Ressemblance informe, ou le gai savoir visuel
selon Georges Bataille, Macula, París, 1995, pp. 280-383.
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montajes» a los «micromontajes», como él los llam aba-1 de la realidad artística, y en general, de la realidad, en cuanto una mirada le imprime figura o se la asimila, decía.2 Lo cual significa que el montaje no es prerrogativa exclusiva del cinematógrafo. Lo cual significa que posee su Urphanomen -su «fenómeno originario», según el vocabulario que Ei- senstein toma de Goethe- en un principio antropológico sin edad, que hace actuar juntos parada y movimiento. «La Antigüedad conocía este método de montaje», escribe el cineasta y cita como ejemplos el Laocoonte -precisamente meditado por Lessing y Goethe, y después por Warburg-, y las Cien vistas del monte Fuji de Hokusai, las esculturas de Rodin, la música de Scriabine o la Torre Eiffel cubista de Ro- bert Delaunay.3
Por último nombra el Urphanomen por antonomasia, la figura paradigmática del montaje. .Eisenstein escribe primero, simplemente: «Nacimiento del montaje = Dionisio». Luego, en un razonamiento magnífico que consigue conjuntar a Nietzsche y a los formalistas rusos, el pathos y el logos, lo inarticulable y la articulación, Eisenstein explica que Dionisio representa la imagen del montaje encarnado, pues danza continuamente con la embriaguez de la vida y se disloca bajo el cuchillo de los Titanes con la experiencia de la
1 S. M. Eisenstein, Teoría generóle del montaggio (1935-1937), ed. de P. Mon- tani, tr. de C. De Coro y F. Lamperini, Marsilio, Venecia, 1985, p. 129. [En castellano: Hacia una teoría del montaje, vol. I y II (ed. de M. Glenny y R. Taylor), trad. de J. García Vázquez, Paidós Ibérica, Barcelona, 2001. (N. de laT.)}.
2 Ibid., p. 144.3 Ibid., pp. 133-143.
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muerte.1 Sabido es que el envite mítico de este episodio, para los griegos, era el origen de la humanidad: los Titanes, por cierto, toman su nombre del yeso o cal blanca (titanos) que los cubre como estatuas de dioses. Una vez que han despedazado a su víctima y la han desangrado, hervido y asado (escena de sacrificio ritual), Zeus los reduce a cenizas: cenizas blancas, polvo de estatuas del que nacerá, dicen, el género humano.2
Eisenstein no da todos estos detalles, pero comprendió lo esencial: el sacrificio ritual, el misterio trágico, muestran antes que la obra de arte la verdadera potencia dialéctica del montaje. Se necesita un acto que reúna la crueldad de un desglose, o sea, de una muerte, y la suavidad de una danza o de un movimiento. ¿Cómo extrañarse de que el cineasta recobre entonces espontáneamente sus recuerdos de corridas en México, que relacionará con los análisis de Winter- stein acerca del Ursprung der TragódieV ¿Y cómo extrañarse hoy, ante la coreografía profundamente tauromáquica de Arena, ante esos gestos tan desglosados y a la vez tan suaves, que Israel Galván nos ofrezca el don de un «sabor del tiempo» en que reconocemos algo así como un contemporáneo nacimiento de la tragedia?
(10. 10. 05)
1 S. M. Eisenstein, Teoría generóle del montaggio, pp. 226-2272 Véase M. Detienne, Dionysos mis a mort, Gallimard, París, 1977, pp. 161-217.3 Ib., pp. 227-231.
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NOTA B I B L I O G R Á F I C A
Estos cuatro capítulos forman parte de un trabajo más extenso sobre el arte del cante jondo. Al igual que otros fragmentos que jalonan dicho trabajo, fueron escritos en forma de diario -subjetivo, claro- de algunos momentos de mi encuentro con el bailaor Israel Galván: primero en Sevilla, en octubre de 2004, con motivo del estreno de Arena en el teatro de la Maestranza, en la Bienal; también en Sevilla, en noviembre y diciembre de 2004, en un seminario organizado con algunos artistas (Belén Maya, Gerardo Núñez, Enrique Morente e Isabel Galván) por Pedro G. Romero y José Luis Ortiz Nuevo en la Universidad Internacional de Andalucía; en Marsella y en Arles, en julio de 2005, para la reposición de Arena, seguida de una serie de master classes y algunas sesiones de trabajo solitario (compañero de esta soledad fue Alfredo Lagos); y de nuevo en Sevilla, en su propio estudio, en agosto de 2005, en compañía de Pedro G. Romero. En estas dos últimas ocasiones, Pascal Convert me acompañó con una cámara. Gracias a Cisco Casado, Ca- role Fierz y Catherine Serdimet por facilitar las condiciones de rodaje en Arles.
He presentado algunas partes de este texto recientemente en conferencias: en Módena, en el marco del Festival Filo-
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sofia; en Venecia, en la Bienal de Teatro y por invitación de Romeo Castelucci; en Berlín (Freie Universitát-Theater- wissenschaft) en un seminario de filosofía y el coloquio Tanz ais Anthropologie, dirigido por Gabriele Brandstetter y Chris- toph Wulf; por último en París, con motivo del coloquio Ét- hique et esthétique de la corrida, dirigido por Francis Wolff y Jean-Loup Bourget. Un breve extracto se publicó en Art Press, n° 319, enero de 2006, pp. 50-54, con el título «Israel Galván, El disloque: la soledad del bailaor profundo».
Quiero expresar mi agradecimiento a Jacques Durand que aceptó releer el manuscrito para aportarme confirmaciones y precisar mi modesto conocimiento de las cosas de la tauromaquia.
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TABLA
ARENAS O LAS SOLEDADES ESPACIALES
¿Bailamos para estar juntos? Nietzsche, Warburg y las fórmulas del pathos. El futuro del arte necesita el nacimiento de la tragedia. - Bailar para llevar a cabo las soledades (por soleares). Estar solo y varios. - En reservas y en destellos. No mostrarse, sino aparecer. Saber cesar de hacer. Relación con el cuerpo y relación con el suelo. Una forma de ser: humildad, laconismo, temeridad inocente. - Bailar para desaparecer. Mallarmé, Valéry. Estallar en acontecimientos. Beckett: área y aire, luz, paso, ritmo. «El riesgo forma parte del ritmo.» - Arena, materia del riesgo. Canetti: la «masa en anillo». El público del ruedo como muro de soledades. Bergamín: «Música callada, soledad sonora». El silencio acentúa la superficie. Espacio de caída y espacio de paso. Nietzsche, Deleuze: laberinto, pista, rizoma. - Danzar o torear para multiplicarse. El enfrentamiento de las soledades, la búsqueda del «perfil definitivo»: García Lorca, Sánchez Mejías. El sitio entre herida y belleza. Lucrecio, Leiris: el desvío originario.
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NOCHES O LAS SOLEDADES ESPIRITUALES
Galván, Nijinsky, Belmonte: del espejo a la noche. El bailaor como fantasma. Aire y carne. Saber y no saber del bailarín. Nietzsche: la «fuerza inconsciente productora de formas». Anacronismo de los gestos antiguos y de los gestos del cine. André Bazin: intensidad de la experiencia e intensidad de la repetición. - La noche, crisol de imágenes y de soledades. La infancia de Belmonte y el toreo nocturno. Entre gritar de miedo y caerse de sueño. - Rayo y rajo: intensidad de la luz, intensidad nocturna y silencio desgarrador. Gracia negativa. Alegrías y desventuras de la sevillana. Desapego irónico, dignidad del miedo. - El analfabetismo poético según Bergamín y Leiris. Jondura: entre destrucción y precisión. - «Tangente al mundo y a sí mismo.» Soledad sonora en San Juan de la Cruz: noche, escucha, tactilidad, musicalidad. Bataille más allá de la mística: la «alegría supliciante». - La experiencia no metaforiza el pensamiento, lo metamorfosea. ¿Qué filosofía para la danza?
REMATES O LAS SOLEDADES CORPORALES
Tartamudeo: sustracción y multiplicación, fluidez y acentuación. Conflicto. El arte de la disyunción y del contratiempo ampliado. — Un bailaor de «nacimiento de la tragedia»: risa y profundidad. El individuo dislocado. Musi
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calidad-disonancia. Dignidad y grotesco del miedo. Lo inexpresivo del afecto. El Carrete de Málaga, Félix el Loco. La gracia y lo cómico: el error de Bergson. - Del tartamudeo a la polirritmia. Cuando la proximidad aparece. Epstein: el primer plano o la tragedia en el cuerpo mismo. - Intensidad de la parada repetida. Explosivo-fijo, dinamismo inmóvil. Bergamín y Don Tancredo: el hombre-estatua filosófico y paródico: estoicismo burlesco. - ¿Hombre-estatua o to- rero-bailaor? Cinema-tragedia y cinema burlesco. Belmonte, torero de la edad cinematográfica. Galván y el baile de las paradas. - Inmovilidad virtuosa. Gesto: donde al menos dos movimientos se enfrentan. Rematar: transformar la parada en figura. Bataille, Deleuze: el instante privilegiado, el acontecimiento, la contraefectuación. Paso y pase. ¿De quién, de qué es Galván contemporáneo? Pedro G. Romero y José Tomás. Es el disloque.
TEMPLES O LAS SOLEDADES TEMPORALES
Ramos de paradojas, disyunciones y junturas. El temple, concepto musical de la lidia y colmo del arte. A un tiempo ralentí y acelerado. - Belmonte en 1912, o el «aire suave de los ciclos». Denso como la escultura y fluido como una melodía. Una rítmica de las profundidades. - Paradojas de tiempo: el peligro sin apresurarse, el sentido de la duración, la lentitud fugaz. Paradojas de movimientos: dar
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espacio. El rol del trapo según Warburg. Paradojas de consistencias: masa y muleta. - Paradojas de fuerzas: el salvajismo bien temperado. «Todo debe ser como una caricia.» Que se levante el duende. Soledad sola y soledad compañera. - La escucha, el tacto, el acoplamiento. Ritmo no es compás. Manos y muñecas. El tiempo cobra sentido en el ritmo. - ¿Llevamos el ritmo para estar juntos? Ritmos al unísono y ritmos por insurrección. Rilke y la melodía de las cosas: la soledad comunitaria. El deseo hecho gesto, separación, ex- ceso. \j2l muerte ó.<\ pruebas de tetnple* Dcscompoiiier^re- componer. El montaje y su Urphanomen: Dionisio cuando danza y cuando se disloca.
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Esta primera edición de EL BAILAOR DE SOLEDADES,
de Georges Didi-Huberman, se terminó de imprimir
el día 28 de noviembre de 2008