¿depende la existencia de un sistema jurídico de su...

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1 ¿Depende la existencia de un sistema jurídico de su legitimidad? Edgar R. Aguilera 1 RESUMEN: 1. Introducción / 2. Derecho y moral en la filosofía jurídica (con especial referencia al positivismo contemporáneo) / A. La existencia del derecho / B. La normatividad del derecho / C. La validez de las normas jurídicas / 3. Las Tesis de la “Separación” y de la “Vinculación” en la explicación filosófica de la naturaleza del derecho / 4. El “Imperialismo Metodológico” en torno a las Tesis de la Separación y d e la Vinculación / 5. La fluctuante línea que divide a proyectos teóricos descriptivos y prescriptivos / A. Hart y su “Tesis del Contenido Mínimo de Derecho Natural” / B. El debate Hart -Fuller / C. Hart y su distinción entre “derecho rudimentario o primitivo” y “derecho moderno” / 6. La versión débil de la Tesis de la Separación como alternativa al Imperialismo Metodológico / 7. Anatomía de una ruta metodológica general para el desarrollo de una concepción compatible con la versión débil de la Tesis de la Separación acerca de la existencia del derecho / 8. Breves referencias a una concepción específica propia (compatible con la versión débil de la Tesis de la Separación acerca de la existencia del derecho) / 9. Complementando la concepción esbozada con un componente de corte aretáico (o de las aportaciones que puede hacer la “teoría de la virtud”) / 10. La interacción de los vicios de carácter con las situaciones y el sistema / 11. Resistiendo el poder de las situaciones y del sistema: Un llamado al “heroísmo ordinario” 1. Introducción El objetivo general de este trabajo consiste en defender la plausibilidad de la postura que sostiene que dadas ciertas condiciones o en determinadas circunstancias- es posible dar una respuesta afirmativa a la pregunta que funge como título del mismo. Para contribuir al esclarecimiento de mi posición, a continuación doy respuesta a cuatro interrogantes esenciales: ¿A qué tipo de legitimidad me refiero? A la que un sistema jurídico adquiere como resultado de observar los principios constitutivos del ideal del Estado de Derecho (ideal que por el contenido que aquí le confiero, puede considerarse equivalente al del Estado Constitucional y Democrático de Derecho). 2 ¿Por qué es relevante esta clase de legitimidad? Debido a que, en el marco de lo que aquí se propone, el progresivo y sistemático alejamiento en la práctica de los principios referidos, al punto de no superar siquiera cierto umbral de observancia mínima, acarrea la inexistencia del sistema jurídico en cuestión. ¿Qué línea de pensamiento sigo? Primordialmente la del profesor Lon Fuller (Fuller, L., 1969; 1958), de cuyas reflexiones (así como de su debate con el profesor Hart) es posible 1 Doctor en derecho por la UNAM, catedrático titular de la materia de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de la referida Casa de Estudios, profesor-investigador adscrito al Centro de Investigación en Ciencias Jurídicas, Justicia Penal y Seguridad Pública de la Facultad de Derecho de la UAEMex, integrante del Cuerpo Académico de Justicia Penal y Seguridad Pública de la misma Institución y miembro del SNI, nivel I. Su trabajo académico puede consultarse en el sitio: https://uaemex.academia.edu/EdgarAguilera 2 Véase la sección 8.

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1

¿Depende la existencia de un sistema jurídico de su legitimidad?

Edgar R. Aguilera1

RESUMEN: 1. Introducción / 2. Derecho y moral en la filosofía jurídica (con especial referencia al

positivismo contemporáneo) / A. La existencia del derecho / B. La normatividad del derecho / C. La validez

de las normas jurídicas / 3. Las Tesis de la “Separación” y de la “Vinculación” en la explicación filosófica de

la naturaleza del derecho / 4. El “Imperialismo Metodológico” en torno a las Tesis de la Separación y de la

Vinculación / 5. La fluctuante línea que divide a proyectos teóricos descriptivos y prescriptivos / A. Hart y su

“Tesis del Contenido Mínimo de Derecho Natural” / B. El debate Hart-Fuller / C. Hart y su distinción entre

“derecho rudimentario o primitivo” y “derecho moderno” / 6. La versión débil de la Tesis de la Separación

como alternativa al Imperialismo Metodológico / 7. Anatomía de una ruta metodológica general para el

desarrollo de una concepción compatible con la versión débil de la Tesis de la Separación acerca de la

existencia del derecho / 8. Breves referencias a una concepción específica propia (compatible con la versión

débil de la Tesis de la Separación acerca de la existencia del derecho) / 9. Complementando la concepción

esbozada con un componente de corte aretáico (o de las aportaciones que puede hacer la “teoría de la virtud”)

/ 10. La interacción de los vicios de carácter con las situaciones y el sistema / 11. Resistiendo el poder de las

situaciones y del sistema: Un llamado al “heroísmo ordinario”

1. Introducción

El objetivo general de este trabajo consiste en defender la plausibilidad de la postura que

sostiene que dadas ciertas condiciones –o en determinadas circunstancias- es posible dar

una respuesta afirmativa a la pregunta que funge como título del mismo. Para contribuir al

esclarecimiento de mi posición, a continuación doy respuesta a cuatro interrogantes

esenciales:

¿A qué tipo de legitimidad me refiero? A la que un sistema jurídico adquiere como

resultado de observar los principios constitutivos del ideal del Estado de Derecho (ideal

que por el contenido que aquí le confiero, puede considerarse equivalente al del Estado

Constitucional y Democrático de Derecho).2

¿Por qué es relevante esta clase de legitimidad? Debido a que, en el marco de lo que aquí se

propone, el progresivo y sistemático alejamiento en la práctica de los principios referidos,

al punto de no superar siquiera cierto umbral de observancia mínima, acarrea la

inexistencia del sistema jurídico en cuestión.

¿Qué línea de pensamiento sigo? Primordialmente la del profesor Lon Fuller (Fuller, L.,

1969; 1958), de cuyas reflexiones (así como de su debate con el profesor Hart) es posible

1 Doctor en derecho por la UNAM, catedrático titular de la materia de Filosofía del Derecho en la Facultad de

Derecho de la referida Casa de Estudios, profesor-investigador adscrito al Centro de Investigación en Ciencias

Jurídicas, Justicia Penal y Seguridad Pública de la Facultad de Derecho de la UAEMex, integrante del Cuerpo

Académico de Justicia Penal y Seguridad Pública de la misma Institución y miembro del SNI, nivel I. Su

trabajo académico puede consultarse en el sitio: https://uaemex.academia.edu/EdgarAguilera 2 Véase la sección 8.

2

extraer la sugerencia de que el ideal del Estado de Derecho puede tener repercusiones en

términos de moldear o de realizar aportaciones cruciales al contenido del concepto mismo

de derecho y/o de sistema jurídico.

¿Por qué es importante la concepción que más adelante detallaré? Porque considero que

permite desenmascarar o poner al descubierto las prácticas de simulación, encubrimiento e

impunidad en las que incurren ciertos sistemas, en principio jurídicos, los cuales,

aprovechándose de contar con la infraestructura institucional propia del Estado Moderno –

dependencias administrativas, órganos legislativos y jurisdiccionales- la emplean para

instaurar un mecanismo subrepticio de control social para el exclusivo beneficio de ciertos

grupos dominantes y/o de cierta ideología –entre tales grupos, el de los funcionarios-,

mismo que poco o nada tiene que ver con lo que la doctrina, los instrumentos

internacionales y hasta el sentido común establecen acerca de la forma en que un sistema

jurídico genuino debería proceder, principalmente en lo que concierne a la creación y

aplicación de normas jurídicas.

Ahora bien, la estructura del trabajo es la siguiente: En la sección 2 afirmo que tanto

positivistas como anti-positivistas por igual, conceden que entre el derecho y la moral se

establecen nexos cruciales de los que debe dar cuenta la filosofía jurídica. Para dar sustento

a dicha aseveración, me centro en el positivismo (porque es de esta corriente de la que

grosso modo se duda que reconozca lazos entre el derecho y la moral), haciendo un somero

recuento de sus visiones acerca de la existencia y normatividad del derecho, y acerca de la

validez de las normas jurídicas. En la sección 3 destaco que el común denominador de las

visiones positivistas anteriores es el de adherirse a la versión débil o fuerte de la

denominada Tesis de la Separación; sostengo que en lo que parece haber consenso unánime

–al menos actualmente- es en suscribir la versión fuerte de dicha tesis en lo que respecta a

determinar la existencia de un sistema jurídico; y presento la Tesis de la Vinculación

(propia del anti-positivismo). En la sección 4, siguiendo a Giudice, denuncio una suerte de

“imperialismo metodológico” según el cual, al intentar explicar la naturaleza del derecho o

algún aspecto de ella –como las condiciones de existencia de un sistema jurídico-, o se

emprende un proyecto general y descriptivo, o uno prescriptivo, es decir, o se reflexiona

sobre las propiedades del derecho existente que lo hacen ser lo que es o sobre las

propiedades de un derecho deseable, mejor o más excelente del que se tiene. En la sección

5 concedo que, en principio, los proyectos descriptivos y los prescriptivos son igualmente

válidos, pero, en efecto, diferentes. Sin embargo sostengo que al menos en lo que toca a

conceptos como el de derecho o el de sistema jurídico, la línea que divide descripción y

prescripción es más notoriamente artificial o ilusoria y, por tanto, más susceptible de

experimentar fluctuaciones o revisiones en función de los objetivos teóricos y del contexto

social, económico, político y cultural en que se realiza y recibe la propuesta en cuestión.

Intento mostrar lo artificial de la demarcación haciendo alusión a ciertas posturas del

profesor Hart. En la sección 6 presento la adhesión a la versión débil de la Tesis de la

3

Separación en cuanto a la existencia de un sistema jurídico, como alternativa al

“imperialismo metodológico” referido anteriormente, según la cual, para establecer que un

sistema jurídico existe como tal, si se dan ciertas condiciones, es posible –aunque no

necesario- que se recurra a consideraciones morales relativas al grado de legitimidad

procedimental y/o sustantiva de dicho sistema. En la sección 7 esbozo una ruta general para

desarrollar concepciones sobre la existencia del derecho, compatibles con la suscripción de

la versión débil de la Tesis de la Separación en la que la combinación de elementos

estructurales y funcionales, la posibilidad de hablar de una obligación prima facie o

derrotable de obedecer al derecho, y la de contribuir al desarrollo, consolidación y defensa

del Estado de Derecho, desempeñan un papel fundamental. En la sección 8 me refiero

someramente a una concepción específica (desarrollada más extensamente en otro lugar)

acerca de la existencia del derecho, la cual continúa la pauta de visiones como la de Fuller y

Waldrn. En este sentido, parte de considerar que una función básica del derecho es la de

limitar los abusos a los que se presta el ejercicio del poder y de que la observancia mínima

de los principios del Estado de Derecho (que incluyen no sólo las características formales

de las reglas, sino también directrices relativas a su creación y aplicación), contribuye a

lograr dicho objetivo. En la parte final de este apartado relaciono dicha concepción con la

teoría de la patología de un sistema jurídico elaborada por Hart. En la sección 9 adiciono

un componente aretáico a la concepción desarrollada en el apartado previo sobre la base de

coincidir con el profesor Lariguet en que si un sistema jurídico es legítimo (en mayor o

menor grado), ello no depende exclusivamente de las instituciones y procedimientos que

este instaure, sino también, y muy importantemente, de los rasgos de carácter de sus

funcionarios. En la misma sección y siguiendo a la filósofa Amalia Amaya, bosquejo una

propuesta de las virtudes esenciales que deberían satisfacer los jueces en un Estado de

Derecho. En la sección 10 examino la interacción entre la cara opuesta a las virtudes, es

decir, entre ciertos vicios de carácter judiciales (aunque no exclusivamente judiciales) como

la soberbia, la avaricia, la inclemencia, la corrupción, la cobardía etc., y el contexto

conformado por las situaciones y el sistema en el que los jueces desempeñan sus funciones.

Usando las aportaciones de disciplinas como la psicología social, lo que se propone es que

para comprender de forma más holística el comportamiento inmoral e injusto de dichos

funcionarios es conveniente preguntar qué es lo que pudo haber causado su transformación

parcial o permanente, lo cual los conduce a actuar de modos inimaginables (al menos, en

condiciones “normales”), y más concretamente, cuáles son las aportaciones que a tales

transformaciones realizan tanto cierto tipo de situaciones, como el sistema general

(entendido como la estructura jerárquica de autoridades relevantes). Por último, en la

sección 11 hago referencia a la virtud del heroísmo y a su desarrollo como parte de una

estrategia para que los jueces, otros funcionarios, y la ciudadanía en general, estén en

condiciones de resistir y/o de revertir, tanto las transformaciones de carácter derivadas de la

influencia y del poder de ciertas situaciones y del sistema, como la patología en la que

puede incurrir o estar incurriendo un sistema, en principio jurídico, al distanciarse

progresiva y endémicamente de la observancia de los principios del Estado de Derecho, lo

4

cual resulta urgente si se ha de evitar su desaparición o inexistencia como un sistema

jurídico genuino.

2. Derecho y moral en la filosofía jurídica (con especial referencia al positivismo

contemporáneo)

Sostengo que, en términos generales, tanto el positivismo (en sus diversas variantes, o al

menos, en las académicamente serias), como el anti-positivismo (también en sus múltiples

manifestaciones, incluyendo al jusnaturalismo), conceden que entre el derecho y la moral

se establecen estrechas y cruciales conexiones de las que debe dar cuenta la reflexión

filosófico-jurídica (y de las que, por supuesto, se siguen consecuencias prácticas muy

importantes). Las diferencias (y consecuentemente, el debate, pero también, ciertos

acuerdos mínimos), emergen de la forma en que se caracterizan dichas relaciones.

Para algunos, esta aseveración, de inicio, les resulta controversial y quizá ello se deba, en

parte, a la perniciosa influencia ejercida por versiones caricaturizadas, pero ampliamente

difundidas (sobre todo, a nivel de las creencias populares en algunos países), de ciertas

posiciones positivistas. En concreto me refiero a las distorsiones ocasionadas por una suerte

de formalismo jurídico extremo3 -también conocido como “positivismo ideológico”-

(Bobbio, N., 1965; Navarro, P., 1989: 16-20), según el cual, el derecho, cualquiera que sea

su contenido, en todo momento y lugar, suministra a sus destinatarios de razones

concluyentes para actuar conforme a lo que aquel ordena. En otras palabras, de acuerdo con

esta visión, siempre e incondicionalmente existiría una obligación para los ciudadanos, de

obedecer al derecho y, para los juzgadores, de aplicarlo. Obligación que supuestamente es

inmune a –e independiente de- cualquier consideración relativa al mérito de las conductas

prescritas. De ahí la irrelevancia de la moral para el derecho o el nulo vínculo entre ambos

dominios normativos. Esta actitud suele corresponder con –y transmitirse mediante- la

expresión latina “dura lex sed lex”.

Lo curioso (y paradójico) es que normalmente se recurre a una defensa moral (aunque, en

mi opinión, inadecuada) de esta concepción, misma que apela a una pretendida supremacía

absoluta de valores como la obediencia y/o la certeza jurídica,4 y/o al hecho (posible, pero

3 Para una revisión de las diversas variedades de formalismo jurídico, véase (Stone, M., 2002: 170-172).

4 La suposición común de que las cuestiones morales son, sin más, como las describen posiciones meta-éticas

como el relativismo (el cual sostendría algo cercano a que el contenido de la moral es determinado por cada

cultura o comunidad de referencia) o el subjetivismo (que sostendría que los criterios para actuar

correctamente desde el punto de vista moral varían de individuo a individuo), refuerza la tesis de la

supremacía (absoluta) de la certidumbre jurídica resultante de observar siempre y sin cuestionar, lo que el

derecho prescribe. De ahí otra de las ideas centrales del formalismo extremo, según la cual, los jueces son (y

deben ser) meros aplicadores mecánicos de las leyes. Esto a efecto de no contaminar al derecho con

inevitables subjetividades morales, perpetuamente fluctuantes y continuamente inconsistentes.

5

improbable) de que el derecho deliberada, infalible y permanentemente acierta en mandar

hacer lo que es correcto desde el punto de vista ético.

En lo que sigue, no hare más referencias a este formalismo exacerbado. Daré por sentada su

implausibilidad en el terreno teórico.5 Así mismo, partiré del supuesto de que los vínculos

entre derecho y moral son más claros y robustos desde una óptica anti-positivista. A efecto

de dar mayor sustento a la afirmación con la que inicié esta sección, me centraré entonces

en el positivismo contemporáneo. Para hacerlo, aludiré a las que me parecen sus bases o

fundamentos conceptuales, con el propósito de mostrar cómo, mediante un proceso

dialéctico, los distintos autores paulatinamente han visto nexos cada vez más fuertes entre

el derecho y la moral (al punto en que, en ocasiones, la línea que separa al positivismo del

anti-positivismo, parece borrarse).6

Pues bien, al menos tres son los rubros o temas respecto de los cuales uno puede asumir

una postura positivista (o bien, claro está, una postura anti-positivista): La existencia del

derecho, su normatividad y los criterios que una norma debe satisfacer para pertenecer a un

sistema jurídico (o, en breve, los criterios de validez jurídica). A continuación abordaré

cada una de estas cuestiones:

A. La existencia del derecho

La clásica posición positivista en torno a este punto se articula sosteniendo que la existencia

(y contenido) del derecho depende exclusivamente, y en última instancia, de la ocurrencia

de cierta clase de hecho social complejo. Esta es la llamada “Tesis del Hecho Social” -o

“Social Fact Thesis” (Himma, K., 2002: 126-129)- y se basa en la idea de que el derecho es

esencialmente un artefacto al servicio de la sociedad, el cual es colectivamente construido

y, por ende, un producto resultante sólo de la actividad humana.

Como explica Green, esto no significa que para el positivista, hablar de los méritos morales

de las conductas prescritas por el derecho sea un sinsentido, algo sin importancia o un

asunto periférico, poco prioritario en la agenda de la filosofía jurídica. Se trata simplemente

de dar ropaje teórico a la intuición de que así como la justicia, prudencia, bondad o eficacia

de alguna pauta de conducta particular no es suficiente para que sea considerada parte del

derecho de una sociedad, su injusticia, imprudencia, ineficacia o perversidad, tampoco

constituyen razones suficientes para dudar de que se trata de una norma jurídica (si

5 Sin negar que, en efecto, pueda constituir una bandera ideológica sumamente conveniente al servicio de los

operadores del derecho, quienes ondeándola, pretenderían justificar cualquiera de sus acciones, sobre todo, las

más cuestionables. 6 Me centro pues en el positivismo ya que, no obstante a que hemos descartado del panorama al formalismo

extremo, pueden persistir dudas de que esta corriente reconozca conexiones interesantes e importantes entre el

derecho y la moral.

6

satisface ciertas condiciones, generalmente relativas al procedimiento seguido para su

creación) (Green, L., 2009).

Así, la verdad del enunciado que afirma que una norma (N) pertenece a (o es válida en) un

sistema jurídico (SJ) en una época determinada requiere, entre otras condiciones (y lo que

sigue es obvio), que sea verdad el enunciado que afirma la existencia del SJ en cuestión. Y,

como se ha dicho, el positivismo sostiene que la verdad de la última proposición depende

de que tenga lugar cierto hecho de naturaleza social (es decir, uno que involucre el

comportamiento y las actitudes hacia el mismo, de los miembros de una comunidad). Pero

¿cuál es ese hecho?...

Las respuestas que se han dado a esta interrogante pueden clasificarse, pese a sus

diferencias sustantivas (que no son pocas), en monistas y dualistas. Las primeras –entre

ellas, las proporcionadas por Austin y Kelsen- se centran en la eficacia de las normas

jurídicas, mientras que las segundas –como la de Hart o la de Raz- consideran a la eficacia,

en efecto, como una condición necesaria, pero no suficiente en sí misma. En este sentido,

para proyectos teóricos como los de los mencionados profesores de Oxford, dar cuenta de

la existencia del derecho requiere de la eficacia de sus normas y de algo más. Veámoslo:

Siguiendo a Bentham, Austin propone que ese hecho (del que depende que exista un

sistema jurídico) consiste en la presencia de un soberano (alguien que es habitualmente

obedecido por los ciudadanos –y este es el elemento de la eficacia- quien, por su parte, no

tiene el hábito de obedecer a nadie más), dispuesto a sancionar de cierta manera a quienes

no acatan sus mandatos. De este modo, un SJ existe siempre que en la comunidad de

referencia haya una entidad (individual o colectiva) que emita órdenes (dirigidas a ciertas

clases de personas, prescribiendo para ellas, determinadas clases de conductas) respaldadas

por amenazas de sanción, habitualmente obedecidas por sus destinatarios (Himma, K.,

2002: 126-127).

Otra propuesta, como anunciamos, es la de Kelsen, para quien la existencia del derecho

depende de la validez de su Norma Hipotético-Fundamental (NHF), misma que, a su vez,

predica la validez jurídica de la primera Constitución (en virtud de que, al menos en un

plano imaginario o hipotético, facultó al Constituyente para tales efectos). La NHF

constituye así, el último eslabón de las cadenas de validez que se establecen entre las

normas jurídicas. Ahora bien, para Kelsen, la validez de esta norma básica no depende de

que, ajustándose a ciertos procedimientos previamente establecidos, haya sido creada por

alguna persona facultada por el ordenamiento (como sucede con las normas derivadas de la

NHF), sino de que sea presupuesta o postulada por quienes se encargan de aplicar el

derecho (los jueces principalmente) y por la Ciencia Jurídica.7 Su validez no depende pues,

7 La propuesta de Kelsen es que a los efectos de entender la naturaleza sistémica de la interacción de las

normas jurídicas (es decir, para entenderlas como constituyendo un sistema), es menester concebir a los

jueces como si estos, al resolver los casos que se les presentan, partieran del supuesto de que existe (o existió)

7

de la ocurrencia de ningún hecho empírico (al menos en principio). Sin embargo, la

condición que Kelsen fija para poder postular la existencia y validez de la norma

fundamental nos remite nuevamente, como en el caso de Austin, a la eficacia de las normas

jurídicas a las que dicha norma generadora confiere unidad sistemática. Es decir, sólo

porque las normas de un sistema jurídico particular son más frecuentemente obedecidas que

desobedecidas, y solamente en ese caso, es posible decir que al desempeñar sus funciones,

los jueces postulan o presuponen la existencia y validez de la NHF y, por tanto, que existe

ese SJ (Green, 2009; Bulygin, E., 2005: 82).

Desde la óptica de Hart, las propuestas de Austin y Kelsen resultan problemáticas por

varias razones. De entre ellas, la más importante es que sus análisis oscurecen un hecho

crucial del que depende la existencia de un SJ. Ese hecho consiste en la práctica que se da

entre los oficiales del derecho (particularmente, entre los jueces), de seguir lo que Hart

llamó una “regla de reconocimiento” encargada de establecer el conjunto de criterios cuya

satisfacción permite determinar que una norma pertenece a un SJ -es decir, que es

jurídicamente válida-, que ha sido válidamente modificada y/o que ha sido válidamente

aplicada (o adjudicada). Así, para Hart, un SJ moderno existe si una regla de

reconocimiento es en efecto practicada prioritariamente por los jueces, cuyos criterios son

empleados, en primera instancia, para validar reglas primarias de obligación8 que son

generalmente eficaces en la sociedad (Hart, H. L. A., 2012: 139-146; Himma, K., 2002:

126-127).

Desde una perspectiva más abstracta y dado que la regla de reconocimiento incluye

también criterios para la modificación y aplicación válida de las normas jurídicas, el hecho

del que depende la existencia de un SJ –repetimos, moderno- consiste en la irrupción de un

sistema o entramado de instituciones que posibilita (y facilita) la administración de normas

primarias de conducta en términos de su identificación, creación, cambio, interpretación y

aplicación a casos concretos. Este sistema para el manejo de normas primarias –puesto en

marcha por los funcionarios u oficiales del derecho- surge como resultado de la presencia

de las que Hart denominó “normas secundarias”, las cuales hacen referencia precisamente

a lo que puede (o debe) hacerse con las normas primarias (por lo que se trata en realidad de

“meta-reglas”, es decir, de reglas respecto de reglas). De ahí que Hart sostuviera que la

una NHF que, como dijimos, al menos hipotéticamente, facultó a los miembros del Constituyente para que

creasen la primera Constitución, la cual, como suele suceder, en su parte orgánica establece las pautas

generales para la distribución y ejercicio del poder público en términos de un entramado de instituciones

jurídicas con diferentes funciones. 8 De acuerdo con Hart, las normas primarias de obligación hacen referencia directa a lo que puede o debe

hacerse (o dejarse de hacer), principalmente por parte de los particulares (incluyendo a los funcionarios

cuando actúan con ese carácter).

8

clave de la explicación del concepto de derecho radica en la unión compleja de normas (o

reglas) primarias y secundarias (Hart, H. L. A., 2012 121-123).9

Otra propuesta, también positivista, relativa al hecho del cual depende la existencia de un

SJ, la ofrece Joseph Raz (Raz, J., 2001; 2006; 2009a; 2009b). Para este autor, ese hecho

consiste no ya en la práctica de una regla de reconocimiento (que valida normas primarias

generalmente eficaces), sino en la presencia de una autoridad política de facto (es decir, una

autoridad que, de hecho, logra su cometido de mantener el orden en una sociedad), misma

que es mayoritariamente tratada o considerada –tanto por los jueces, como por los

ciudadanos- como poseedora de legitimidad moral. Así, el derecho, conceptualmente

hablando, es la clase de entidad (o estructura de autoridad) que afirma tener esta cualidad

(nótese el vínculo con cuestiones morales que las posiciones positivistas como la analizada,

entablan).

Ahora bien, para que tenga sentido la afirmación que a nivel conceptual realiza el derecho,

éste debe ser un candidato apto para que valga la pena proceder a la verificación de su

pretensión de legitimidad. Según Raz, lo que lo vuelve apto es precisamente que sus

instituciones sean generalmente concebidas como mediadoras entre la moral y los

destinatarios de las directivas jurídicas, es decir, como canalizadoras (o mensajeras) de lo

que la moral manda hacer o dejar de hacer en ciertas circunstancias.

Pero ¿qué significa que las autoridades sean tratadas como mediadoras en este ámbito?

Significa que, en sus deliberaciones prácticas (aquellas en que se reflexiona sobre lo que

debe hacerse), los ciudadanos tratan a las directivas jurídicas como lo que Raz llama

“razones protegidas”, es decir, como una combinación específica de razones de primero y

de segundo orden. En este sentido, la existencia de una directiva jurídica sería una razón de

primer orden para actuar conforme a lo que ella prescribe, pero también constituye una

razón de segundo orden que manda no actuar sobre la base de la identificación y balance de

las razones que a favor o en contra de la conducta prescrita, normalmente tendría el

destinatario de la directiva. Así, se dice que las directivas jurídicas tienen un carácter

excluyente de otras razones.

9 Ahora podemos entender por qué en el caso de la propuesta de Austin, el problema radica en que sólo

reconoce –aunque no con esa terminología- un tipo de regla secundaria y sólo un contenido para la misma. En

particular, puede decirse que Austin sólo contempla la existencia de la regla de reconocimiento, la cual

establece que serán válidas jurídicamente sólo las reglas que provengan del soberano. Esto es un problema

porque no se da cuenta de otras reglas secundarias igualmente importantes, como la de cambio y la de

adjudicación, que junto con la de reconocimiento hacen posible que tenga lugar el surgimiento de un sistema

para la administración de reglas primarias de obligación (lo cual, como se ha dicho, constituye la clave para

explicar a los sistemas jurídicos modernos). Por otra parte, y como veremos después (véase la sección sobre la

validez de las normas jurídicas), el contenido de la regla de reconocimiento no tiene por qué limitarse al

criterio de validez que Austin plantea, ya que normalmente también son jurídicamente válidas normas que

provienen de fuentes distintas a la entidad soberana, tales como las decisiones judiciales o la costumbre

(Himma, K., 2002: 127).

9

La pregunta que surge aquí es ¿por qué tratar así a las directivas del derecho? Y la

respuesta es porque los destinatarios obran creyendo que tienen mayores probabilidades de

ajustarse a los requerimientos de la moral (es decir, de actuar conforme a las razones

morales correctas que aplican a su situación particular) si realizan lo que la directiva

establece, que las que tendrían si optaran por llevar a cabo, por cuenta propia, la

identificación y ponderación de las razones relevantes. En esto consiste tratar a una

autoridad de facto como legítima, en creer que sus directivas encierran (ocultan y/o

presuponen) una labor o servicio que, en nuestro beneficio y a nuestro nombre, ha sido

efectuado por el emisor, al sustituirnos -por anticipado y generalmente de manera exitosa-

en el análisis cauteloso de lo que debe hacerse en ciertas circunstancias.

Otra pregunta relevante es la siguiente: Dada esta conexión crucial entre el derecho y la

moral ¿por qué seguir caracterizando a la postura de Raz como positivista? Porque la

existencia del derecho sigue dependiendo esencial y exclusivamente de un hecho social.

¿Cuál? Que la autoridad que ejerce el derecho sea tratada como moralmente legítima. Sin

embargo, de que así sea tratado o concebido no se sigue que la existencia del derecho

descanse (o se funde) en su legitimidad (ni que no pueda criticársele también desde el punto

de vista moral10

). Que el derecho sea legítimo o no, es un dato contingente. Lo que es

necesario para que exista, repetimos, es que, de acuerdo con Raz, al derecho se le de ese

tratamiento. En este sentido, podría ser el caso que ningún sistema jurídico del mundo

prestara, de hecho, el servicio que Raz atribuye a las autoridades legítimas. No obstante,

ello en nada afectaría la verdad de la aseveración de que existen tales sistemas (claro,

siempre que sea mayoritaria la creencia en su legitimidad y que fuesen generalmente

eficaces).

B. La normatividad del derecho

Recordemos que para Hart, la existencia del derecho depende de que tenga lugar entre los

oficiales (primordialmente entre los jueces), la práctica de seguir una regla de

reconocimiento con base en la cual se validan jurídicamente las normas primarias de

obligación que son generalmente obedecidas por la población.

Pues bien, a diferencia de Kelsen –para quien la validez de la NHF se postula o presupone

de manera hipotética- para Hart ni siquiera tiene sentido plantearse la cuestión de la validez

(o invalidez) de la regla de reconocimiento, ni mucho menos, postular o presuponer que lo

es. Lo que resulta coherente es preguntar por su existencia, la cual, como sabemos, equivale

al hecho empírico relativo a su eficacia (en el sentido de ser generalmente practicada). Así,

10

Esto es así porque pese a que las autoridades jurídicas sean consideradas legítimas (y aunque, de hecho, lo

sean), éstas no son infalibles. En otras palabras, la pretensión de autoridad legítima del derecho no equivale a

una pretensión de corrección moral.

10

una regla de reconocimiento existente crea las condiciones para que pueda tener lugar la

predicación de validez de las normas primarias con base en los criterios o estándares que

ella establece, los cuales no son auto-aplicativos, es decir, no se emplean para el caso de la

propia regla de reconocimiento (Hart, H. L. A., 2012: 133-137).

Pero además de su existencia, lo que cabe plantearse ahora es ¿cómo es posible que la

práctica de seguir una regla de reconocimiento provea a los jueces de razones para actuar

conforme a lo que ella establece (es decir, para emplear sus criterios a los efectos de

identificar los estándares o pautas de conducta de los que se compone el sistema jurídico)?

Y ¿de qué clase de razones se trata? Preguntas equivalentes son: ¿Impone la regla de

reconocimiento el deber –o la obligación- para los jueces de emplear sus criterios y sólo

ellos en la identificación de las normas jurídicas? Y de ser así ¿por qué impone tal

obligación? Dado que no es deseable que un juez se desvíe de la práctica establecida y

termine así identificando como derecho lo que le plazca (o le parezca sensato), parece que

la respuesta a si la regla de reconocimiento es obligatoria, sería afirmativa, lo que nos

conduce a encarar el por qué se da esta situación.

Para Hart, los criterios de validez establecidos por la regla de reconocimiento son

vinculantes en virtud de una determinada actitud que en su fuero interno, adopta la mayoría

de los jueces. A dicha actitud Hart la denomina “aceptación” y ella consiste básicamente en

considerar a la regla de reconocimiento como un modelo público y común (o compartido)

de conducta oficial y simultáneamente, como un estándar cuya no observancia provoca,

tanto la crítica justificada, como el ejercicio, también justificado, de diversas modalidades

de presión social para lograr la conformidad del que se desvía de la pauta. Resulta

importante destacar que, para Hart, la “aceptación” referida –pese a que es más sofisticada

que la mera “obediencia”- puede fundarse, a su vez, en cualquier tipo de razones e incluso,

sólo en razones prudenciales (las cuales promueven los intereses personales –o egoístas-

del individuo) (Hart, H. L. A., 2012: 69-77, 106-113, 139-146).

Diversos autores han criticado esta tesis por incompleta. Así por ejemplo, Raz sostiene que

la actitud propuesta por Hart, no da cuenta de la delicada situación en la que los jueces se

encuentran. Por virtud de la regla de reconocimiento, ellos tienen que aceptar a su vez,

normas que imponen obligaciones a terceros (a los ciudadanos en general y a las partes en

conflicto, en particular). Si esta aceptación ha de estar justificada (y en principio, así lo

desean los jueces), ello se debe a que presuponen la legitimidad moral de las fuentes

(autoridades) de donde emanan las normas que contemplan aplicar al caso concreto.11

En

este sentido, la regla de reconocimiento, para Raz, cumple solamente una función

epistémica consistente en permitir a los jueces conocer cuáles son los criterios de validez

jurídica, pero su fuerza vinculante proviene más bien, de que dichos oficiales conciben a las

fuentes del derecho como dotadas de autoridad legítima. En breve, es sólo por esta razón

11

Véase la parte final del apartado previo.

11

moral que los oficiales aceptan la regla de reconocimiento y los criterios por ella

establecidos (Gaido, P., 2011: 110, 116-120).

Por su parte, otros como Coleman o Marmor consideran inapropiado al análisis de Hart

debido a que su doctrina de la aceptación no da cuenta de una de las razones que

necesariamente está presente en la clase de prácticas a la que pertenece el seguimiento de

una regla de reconocimiento. En breve, quienes participan en tales prácticas lo hacen en

parte, porque los demás también, lo cual significa que entre ellos se generan expectativas

recíprocas de comportamiento. A las prácticas con esta estructura de razones se les conoce

como “convenciones”. Con base en lo anterior ha surgido una suerte de movimiento (o de

giro) “convencionalista” en la filosofía jurídica, el cual en síntesis sostiene que la fuerza

vinculante de los criterios de validez de un sistema jurídico proviene del hecho de que tales

criterios constituyen los términos (o el contenido) de una convención surgida entre los

oficiales del derecho (preponderantemente entre los jueces). A esta posición se le conoce

como la “Tesis de la Convencionalidad” (o “Conventionality Thesis”), la cual implica que

la regla de reconocimiento de la que hablaba Hart, en realidad no es una regla, sino una

convención y en ello radica (parcialmente) la fuerza vinculante de los criterios de validez

por ella establecidos (al menos en principio) (Himma, K., 2002: 129-132).

Sin embargo, de nuevo cabe preguntar si la participación en esa convención es obligatoria o

no y si lo es, cómo es que esto sucede. Marmor considera que la obligatoriedad de la

convención está condicionada a que quien se involucre en ella sea un “participante

comprometido”, es decir, alguien que tiene –o cree tener- razones (no necesariamente

morales, como en el caso de Raz, sino simplemente razones de cualquier tipo) para

incursionar en la práctica. Ahora bien, la razón por la que la obligatoriedad de la

convención está condicionada a ese hecho y no proviene de ella misma es que, para

Marmor, se trata de una “convención constitutiva” que, como sucede por ejemplo, con las

reglas del ajedrez, sólo define, crea o establece un género específico de actividad humana

(en este caso, la actividad consistente en la identificación de lo que constituye derecho en

una sociedad determinada), dejando intocado el tema de si quienes participan de aquel,

tienen o no una obligación (moral) de hacerlo (como se dijo, sólo se requiere de que tengan

razones para intervenir en la práctica respectiva) (Marmor, A., 2002: 108-109). Por su

parte, Coleman si considera que la obligatoriedad de los criterios de validez jurídica

proviene de la propia convención que los establece. Y ello es así debido a que de la

estructura interna de la convención –y particularmente del “compromiso mutuo” (o “joint

commitment”) con llevar a cabo una actividad de forma cooperativa y como un ente

colectivo (o “sujeto plural”)-, surgen derechos y obligaciones recíprocos entre los

participantes. Derechos y obligaciones que son independientes de las razones morales

contingentes (o de argumentos de moralidad política) que puedan tenerse en apoyo del

empleo de ciertos criterios de validez (Himma, K., 2002: 132-135).

12

C. La validez de las normas jurídicas

En este rubro los positivistas defienden básicamente dos posiciones: Por un lado, los

positivistas “excluyentes” sostienen que, por coherencia conceptual, no es necesario, ni

posible que la validez de las normas jurídicas dependa de consideraciones morales relativas

a su contenido. No es necesario ni posible pues, que la pertenencia de una norma al sistema

jurídico de que se trate resulte de su compatibilidad o concordancia con ciertos principios

de naturaleza moral (Marmor, A., 2002). En este sentido, los positivistas excluyentes se

adhieren a la Tesis del Hecho Social en cuanto a la existencia del derecho y

simultáneamente a la llamada “Tesis del Pedigree” (o “Pedigree Thesis”), según la cual, al

determinarse si una norma es jurídicamente válida sólo cabe tomar en cuenta la fuente y/o

el procedimiento del que la norma emana (Himma, K., 2002: 127-128).

Para fundamentar su postura, autores como Raz argumentan que de no concebir la validez

jurídica como lo hace un excluyente se está negando –o, en todo caso, minimizando- el

servicio que necesariamente el derecho pretende prestar, el cual, como sabemos, consiste

en servir como mediador entre los requerimientos de la moral y los destinatarios de las

directivas jurídicas. Y esto es así debido a que si para determinar o establecer su contenido,

el destinatario de la directiva en cuestión tiene que emprender el mismo análisis

(preponderantemente moral) que supuestamente ya fue hecho por la autoridad respectiva, la

labor de aquella –y su presencia- se vuelven superfluas (o redundantes) (Bautista, J., 2006:

32-45; Marmor, A., 2002: 116-123).

Otro argumento lo ofrece Marmor, para quien si la convención de reconocimiento establece

que será derecho lo que sea moralmente correcto, no hay lugar para que aquella desempeñe

su función inherente de constituir un género de actividad humana, parcialmente autónomo.

Y es que actuar conforme a la moral es ya, sin necesidad de convención alguna, nuestra

obligación (digamos que esa es la situación por defecto). Si el propósito es crear una

práctica con su propia identidad y dinámica, e inteligible en sus propios términos, ello no se

logra, ni de cerca, con una regla que diga “actúese de acuerdo con las razones morales

correctas y a eso le llamaremos derecho” (Marmor, A., 2002: 106-108).

Por otro lado, los positivistas “incluyentes” (también llamados “positivistas suaves” o

“incorporacionistas”), pese a que coinciden con los excluyentes en asumir la Tesis del

Hecho Social, niegan que sea necesario asumir la Tesis del Pedigree para todas las normas.

Sostienen entonces que dentro de los criterios de validez establecidos por una regla de

reconocimiento, pueden figurar –aunque no necesariamente- evaluaciones de índole moral

(junto con consideraciones relativas a la fuente o procedimiento del que emanan las normas

respectivas) (Himma, 2002).

Para fundamentar su propuesta, autores como Wil Waluchow ofrecen una defensa

instrumental o consecuencialista, según la cual, concebir la cuestión como lo hace el

13

positivismo incluyente contribuye a reducir la brecha entre validez jurídica y costumbre. En

otras palabras, la concepción incluyente abonaría al objetivo de mitigar o disminuir la cuota

de abusos e inestabilidad que inevitablemente se sigue del hecho de que las reglas primarias

de obligación –jurídicamente válidas- pueden no coincidir con la moral social imperante en

una comunidad, es decir, de que dichas reglas –oficialmente sancionadas por la regla de

reconocimiento- pueden no contar con la “aceptación” respectiva (en el sentido técnico de

Hart) por parte de la población general. En tales casos estamos ante normas jurídicas que,

sin embargo, no constituyen “reglas sociales” (también en el sentido técnico de esta

expresión). Así por ejemplo, con base en una lectura moral de ciertos principios o derechos

constitucionales (mediante la cual se pretendería poner en sintonía a la moralidad aceptada

y practicada en una sociedad determinada con los contenidos de su Constitución), puede

limitarse o negarse la validez jurídica de disposiciones legislativas (o de otras fuentes)

inferiores que los contravengan (que es como Waluchow argumenta que suceden las cosas

en sistemas del Common Law) (Waluchow, W., 2012).

3. Las Tesis de la “Separación” y de la “Vinculación” en la explicación filosófica

de la naturaleza del derecho

Como puede observarse en este recuento somero de posiciones positivistas, todas ellas, de

uno u otro modo, reconocen que hay ligas importantes entre el derecho y la moral. No

obstante, el común denominador de estas teorías es su adhesión a la conocida como “Tesis

de la Separación” (o “Separation Thesis”), según la cual, al menos en lo que atañe a la

existencia, normatividad y validez del derecho, las conexiones con la moral no son

necesarias.

Lo que habría que agregar es que para el caso de la existencia de un sistema jurídico, la

Tesis de la Separación adquiere tintes más exigentes, ya que en este punto no sólo no es

necesario el vínculo con la moral, sino que ni siquiera es posible. Esto significa que para el

positivismo, cualquier enunciado existencial que afirme que “hay algún sistema jurídico

cuya existencia depende de cierto hecho social y/o de que sea legítimo y/o de que sus

contenidos estén moralmente justificados” sería, conceptualmente hablando,

sistemáticamente falso.12

Es importante destacar que la Tesis de la Separación –ya sea en su versión fuerte o débil-

opera sólo con respecto a la existencia del derecho (versión fuerte), a la normatividad de la

12

Cosa distinta a lo que sucede, por ejemplo, con el tema de la validez de las normas jurídicas. Recuérdese

que en este punto, los positivistas incluyentes conceden que no es necesario que los criterios de validez

incorporen el monitoreo o control moral del contenido de la norma candidata a pertenecer al sistema. Sin

embargo, esto es posible como dato contingente, lo cual, en última instancia, depende de las prácticas

efectivas de cada sociedad (y en particular, de las prácticas de reconocimiento de sus oficiales, en especial, de

los jueces).

14

regla de reconocimiento (versión fuerte para autores como Raz y débil para

convencionalistas como Marmor y Coleman) y a la validez de las normas jurídicas (versión

fuerte para el positivismo excluyente y débil para el incluyente), y no con respecto a la

obligación de los ciudadanos de obedecer al derecho y de los jueces, de aplicarlo. En otras

palabras, de sostener que la moral necesariamente no incide en la determinación de la

existencia de un sistema jurídico y que no incide necesariamente en la determinación de la

validez de sus normas no se sigue que la moral necesariamente no incida en lo concerniente

a determinar si se tiene la obligación (derrotable) de obedecer o de aplicar el derecho.

En esto coinciden (en general), tanto positivistas (salvo por el formalismo extremo o

positivismo ideológico), como anti-positivistas. Ambos parten del supuesto de que el

derecho –al igual que sucede con cualquier otra práctica o género de actividad humana- no

es totalmente autónomo (ni podría serlo), es decir, no tiene la capacidad de aislarnos

completamente de las exigencias de la moral. En este sentido, ni los ciudadanos, ni los

operadores jurídicos quedan exceptuados de su responsabilidad moral al determinar si

obedecen (o no obedecen), o si aplican (o no aplican) el derecho, para lo cual, en última

instancia (y si es que desean obrar justificadamente, lo cual es su obligación), deben

recurrir a razones (entre ellas, prudenciales, pero preponderantemente morales) relativas a

las cualidades de la estructura o procedimientos seguidos por el derecho, así como al

contenido de sus normas y a las circunstancias particulares del caso concreto.

Habiendo aclarado lo anterior, centrémonos nuevamente en la Tesis de la Separación, pero

consideremos también lo que podrimos tomar como su opuesta, a la que llamaremos la

“Tesis de la Vinculación”, la cual diría algo como lo siguiente: “Para determinar la

existencia del derecho, la validez de sus normas y dar cuenta de su normatividad (u

obligatoriedad, sobre todo, en lo que respecta a la regla de reconocimiento) es necesario

acudir a consideraciones morales”.13

4. El “Imperialismo Metodológico” en torno a las Tesis de la Separación y de la

Vinculación

Pues bien, suscribir alguna de estas tesis –de la Separación o de la Vinculación- podría

verse como una decisión metodológica opcional, dependiente de los objetivos teóricos o

explicativos que se persigan y del contexto (intelectual, social, económico, político, etc.)

del que se parte y en el que se recibe la propuesta. Sin embargo, en términos generales, así

no son las cosas, ya que tanto positivistas (como Himma), como anti-positivistas (como

13

Podría hablarse de otra versión de la Tesis de la Vinculación, de acuerdo con la cual, “para determinar si se

tiene o no la obligación (derrotable) de obedecer al derecho o de aplicarlo en un caso concreto, es necesario

acudir a –o realizar- consideraciones morales”. Sin embargo, como hemos dicho, en torno a esta modalidad de

la tesis en cuestión, parece que no habría desacuerdo entre positivistas (repito, salvo por el formalismo

extremo) y anti-positivistas.

15

Dworkin) piensan que la forma correcta de explicar la denominada “naturaleza del

derecho”14

implica necesariamente, o bien la Tesis de la Separación (positivistas), o bien la

Tesis de la Vinculación (anti-positivistas), generando con ello un ambiente que, como

explica Giudice, podría describirse como la vigencia de una especie de “Imperialismo

Metodológico” (Giudice, M., 2014).

Este imperialismo está íntimamente vinculado a la forma en que se conciben los resultados

de la investigación filosófica en torno a la naturaleza del derecho. En este sentido, para los

positivistas (sobre todo, los de corte analítico de habla inglesa), la investigación –basada en

el denominado “análisis conceptual”- debe arrojar un conjunto de verdades necesarias que

expresan propiedades esenciales del derecho (prescindiendo así, de las accidentales o

contingentes), es decir, propiedades que toda instancia (y sólo una instancia genuina) de

derecho posee y que hacen al derecho ser lo que es (Himma, K., 2014).

De este modo, automáticamente queda cancelada la posibilidad de incluir consideraciones

morales (relativas, por ejemplo, a la legitimidad de derecho) en el análisis, ya que ello

correspondería más bien, a un proyecto también válido, pero diferente, orientado a

determinar las propiedades de un derecho deseable, excelente, virtuoso, o mejor que el que

se tiene (comúnmente aludido como una propuesta normativa o prescriptiva) y no a uno

que fija los rasgos o características generales y abstractas del derecho existente, o del

derecho como es (frecuentemente conocido como una propuesta descriptiva).

Por su parte, anti-positivistas como Dworkin, sostienen que el teórico no puede permanecer

en el plano descriptivo (aunque quiera), debido a que el concepto de derecho tiene un

carácter esencialmente interpretativo. Esto significa que se trata de un concepto cuyo

contenido se desarrolla adecuadamente mediante la propuesta de concepciones del mismo,

las cuales, además de ser inherentemente controvertibles, para ser mínimamente aceptables,

deben necesariamente partir de atribuir a las prácticas jurídicas un objetivo, meta o

propósito moralmente encomiable (o justificado) que permita presentar al derecho bajo las

mejores “luces morales” posibles (Waluchow, W., 2007: 19).

5. La fluctuante línea que divide a proyectos teóricos descriptivos y prescriptivos

Para fijar mi postura, en principio coincido con el positivismo en considerar válidos, pero

diferentes, a proyectos teóricos con orientaciones descriptivas (que dan cuenta del derecho

como es) y a propuestas con orientaciones prescriptivas (que esbozan la ruta hacia un mejor

derecho del que tenemos). Sin embargo, creo –y así propongo concebir la cuestión- que en

el caso de conceptos como el de derecho, la línea que divide a estos proyectos es más

14

Para una excelente introducción a la discusión sobre la “naturaleza del derecho”, véase (Marmor, A., 2011).

16

notoriamente artificial y, por tanto, mayormente susceptible de (o proclive a) experimentar

fluctuaciones, revisiones o replanteamientos.

A. Hart y su “Tesis del Contenido Mínimo de Derecho Natural”

Para constatar lo artificial de la demarcación tomemos nuevamente como referente a la

teoría del profesor Hart. Este autor reconoce –aunque limitadamente, como veremos

después- que el derecho es una institución social que, más allá de tener una determinada

estructura –recordemos, la que resulta de la unión de reglas primarias y secundarias-

también realiza cierta función. En este sentido, de manera muy abstracta puede decirse que

el derecho es un medio para alcanzar cierto fin, aunque no necesariamente uno sólo. La

pregunta ahora es ¿cuál es el fin a cuya consecución el derecho contribuye (junto con otros

sistemas normativos, como la moral) y en el cual se centra Hart? Ese fin es el de la

supervivencia en cercana proximidad con nuestros semejantes (Hart, H. L. A., 2012: 229-

239).

Cabe destacar que, para el autor en comento, este no es un fin inmutable, propio de lo que

los jusnaturalistas comúnmente llaman la “naturaleza de la especie humana”. No es pues,

un principio o un destino dictado por la voluntad de alguna divinidad o al que se llega

fatalmente por alguna extraña facultad intuitiva del intelecto. Para Hart, se trata de la

observación simple de datos meramente contingentes. En efecto, la teleología apuntada –

que tendemos a sobrevivir rodeados por (y conviviendo y/o lidiando con) otros-, puede

considerarse una verdad universal (que abarca a toda a humanidad), no obstante, su

vigencia futura no está garantizada; las cosas podrían ser distintas. Podría ser, por ejemplo,

que la evolución diera un giro intempestivo y que en algún momento nos programara

genéticamente para convertirnos en una suerte de club de suicidas (Hart, H. L. A., 2012:

236-238).

A la observación de esta teleología contingente se suma la que tiene que ver con el contexto

–también contingente- en que se persigue el fin referido. Además de incluir el factor de la

interacción con otros, dicho contexto está constituido por un conjunto de condiciones como

la igualdad aproximada que existe entre los seres humanos (en el sentido de que ninguno es

tan poderoso como para subyugar al resto, de modo que impera una suerte de

vulnerabilidad generalizada, aunque con diferencias de grado, a los actos de nuestros

congéneres), el egoísmo y el altruismo limitados y la escasez de recursos de todo tipo

(Hart, H. L. A., 2012: 240-247).

Hart explica que teniendo estas circunstancias como presupuesto –la finalidad especificada

y su contexto- es posible comprender la frecuencia y normalidad con la que en el discurso

cotidiano se formulan expresiones que apelan a lo natural que es para el hombre, por

17

ejemplo, dormir o alimentarse y así mismo, a la inherente bondad que hay en la

satisfacción de estas necesidades, lo cual se considera un derecho (o hasta un deber).

Pues bien, para Hart, la relevancia de estos datos cristaliza en su tesis del “Contenido

Mínimo de Derecho Natural” que todo sistema jurídico debe incluir (para de ese modo estar

en posición de contribuir al fin de la supervivencia en comunión con los demás). Dicho

contenido tiene que ver básicamente con medidas que proscriban la realización de

conductas evidentemente dañinas para otros, que prevengan conflictos y que fomenten la

cooperación, tales como restringir el uso de la violencia (por ejemplo, prohibiendo el

homicidio), salvaguardar cierto régimen de propiedad (no necesariamente el de la

propiedad privada), asegurar el cumplimiento de promesas y contratos típicos entre los

miembros de la colectividad o contar con el respaldo de la coacción (a efecto de asegurar

que quienes cumplen voluntariamente con estas pautas –en principio, la mayoría- no

queden a merced de los desviados). Así, las medidas referidas se conciben como una forma

de (o un esquema general para) satisfacer las necesidades “naturales” que surgen en el

contexto mencionado. De ahí –y sólo en ese sentido- que Hart las califique como “Derecho

Natural” (Hart, H. L. A., 2012: 238-247).

Ahora bien, la razón por la que un sistema jurídico debe incluir este contenido mínimo es

que, de lo contrario, a los ciudadanos sólo les quedaría el temor a que se actualicen las

sanciones con las que el derecho amenaza a los potenciales desviados, como factor

motivador del cumplimiento de las directivas jurídicas, mismo que se vería constantemente

derrotado por todo tipo de razones morales para desobedecer.

Nótese entonces cómo para Hart, las medidas mínimas a las que aludimos, además de

permitir que el derecho contribuya al fin de la supervivencia comunitaria, crean (junto con

otros factores) las condiciones para que un sistema jurídico opere con normalidad o de

forma estable. Sin embargo, la ausencia de estas medidas de “derecho natural” no afecta la

existencia del derecho. Y esto es así debido a que, según el autor, este contenido mínimo no

es necesario. En otras palabras, como se dijo antes, podría ser que las circunstancias de la

vida humana cambiaran: Quizá de pronto nos volvamos invulnerables a los actos

predatorios de los demás; quizá repentinamente surja un equilibrio natural entre nuestro

egoísmo y nuestro altruismo; o quizá suceda que los recursos que empleamos en nuestra

vida cotidiana dejen de ser escasos. En un escenario así, que el derecho restrinja el uso de la

violencia, que asegure el cumplimiento de ciertos contratos, que instituya y proteja cierto

régimen de propiedad, que garantice un mínimo de cooperación respaldado por la coacción

estatal, etc., ya no contribuiría en nada al fin de la supervivencia y por tanto, se podría

prescindir de tales políticas. De hecho, como también se mencionó, podría suceder que

sobrevivir en compañía de nuestros congéneres dejara de ser la finalidad a la que

normalmente tiende nuestra especie, en cuyo caso, tampoco servirían más las medidas en

cuestión. Con base en estos razonamientos, Hart concluye que el contenido mínimo de

derecho natural no tiene un carácter definitorio en la explicación del derecho o de un

18

sistema jurídico. En suma, esta cuestión no forma parte de estos conceptos porque no es

una propiedad esencial de los fenómenos correspondientes.

Pero además, si por continuar la discusión Hart concediera que su tesis del contenido

mínimo fuese una propiedad esencial, es decir, una condición para la existencia de un

sistema jurídico, aun así no estaría dispuesto a decir que con ello se ha logrado una

conexión necesaria entre el derecho y la moral. Y esto debido a que para tales efectos, Hart

piensa que la protección representada por las medidas mínimas tendría que extenderse a

todos los miembros de la comunidad (y no ofrecerse sólo de manera selectiva a ciertos

individuos o sectores). Sólo así podría hablarse de una obligación moral de obedecer al

derecho y, por ende, de una conexión necesaria entre estos dominios normativos. Pero

como puede suceder que la protección referida no se conceda en los términos anteriores –y

desafortunadamente, como enseña la historia, así ha sucedido- no es necesario predicar del

derecho tal vínculo (Hart, H. L. A., 2012: 247-248).

Por mi parte, coincido con quienes les parece que, en su afán de ser consistente con su

forma de concebir lo que significa permanecer en el plano general y descriptivo al explicar

el concepto de derecho, Hart recurre a artilugios más propios de los escritores de novelas de

ficción (Rivaya, B., 2000: 56-60).15

Y es que ¿por qué pensar que las circunstancias de la

vida humana podrían cambiar tan drásticamente en el futuro cercano? Creo que tenemos

buenas razones para pensar lo contrario. No obstante, aun contemplando tal posibilidad en

el horizonte, ¿por qué no enfocarnos en el aquí y el ahora?, ¿por qué no centrarnos en las

propiedades importantes (aunque puedan o no resultar esenciales) de nuestro concepto de

derecho en la época actual?16

Y en lo que respecta a la obligación moral de obedecer al

derecho, ¿por qué no pensar que su intensidad pueda variar?, ¿por qué no concebirla como

una presunción derrotable a cuyo establecimiento pueden contribuir cuestiones relativas al

contenido del derecho, pero también, a la clase de procedimientos que este instaura?

Me parece que la discusión anterior muestra, de parte de Hart, una actitud obstinada que

consiste en la insistencia de permanecer dogmáticamente comprometidos con –o quizá

¿“atados” a?- un análisis meramente estructural en torno a la existencia del derecho. Un

análisis que, pese a que reconoce la importancia de ser complementado con uno de corte

funcional o instrumental (como el que conduce a concebir al derecho como algo que

contribuye al fin de la supervivencia en un contexto grupal o social), termina centrándose

exclusivamente en (o aferrándose a) la unión de reglas primarias y secundarias –y más

específicamente en el sistema o entramado de instituciones a las que las últimas dan lugar-

como la única base para constatar que un determinado sistema jurídico existe. 15

Esto sin negar que, en ocasiones, los filósofos parecen hacer lo mismo, por ejemplo, cuando recurren al

diseño de experimentos mentales (o “thought experiments”) para probar algún punto. 16

Acerca de la propuesta de considerar centrarse en propiedades “importantes” en lo que respecta a la

naturaleza del derecho, aunque resulten no ser “esenciales”, véase (Schauer, 2011). Y acerca de la posibilidad

de hablar de “nuestro” concepto de derecho, es decir, de un derecho relativo a cierto grupo o comunidad y a

cierta época, véase (Raz, J., 2004).

19

B. El debate Hart-Fuller

Esta obstinación también puede verse en el debate que Hart entablara con el profesor de

Harvard, Lon Fuller (de quien fuese alumno, nada menos que Ronald Dworkin) (Fuller, L.,

1969; 1958), veámoslo: Aceptando la premisa de que lo que el derecho es, no es ajeno a las

funciones que éste pretende realizar o de que un sistema jurídico se caracteriza por algo

más que por poseer una determinada estructura, Fuller parte de que uno de los objetivos

primordiales del derecho no es sólo producir normas, sino normas que en efecto, puedan

guiar la conducta de sus destinatarios. Si esto es así, dichas normas tendrían que formularse

en un lenguaje claro, carente, en lo posible, de oscuridades y ambigüedades que las

tornaran incomprensibles. Tendrían también que prescribir comportamientos realizables, no

ser contradictorias o inconsistentes, no contener lagunas excesivas, no ser aplicadas

retroactivamente (salvo por ciertas excepciones, como ocurre en la materia penal cuando

ello favorece al reo), ser adecuadamente difundidas o publicitadas, ser interpretadas de

forma mínimamente homogénea por parte de la administración, las legislaturas y los

tribunales (quienes a su vez, deben evitar la resolución ad hoc de los casos que se les

presentan, mediante la aplicación correcta de las normas relevantes), etc.

Contrario a lo que ocurre en el caso de la ausencia del contenido mínimo de derecho natural

en Hart, un sistema que endémicamente fallara en producir y aplicar normas con las

características y mediante los procedimientos anotados –a lo que Fuller se refiere como la

“moral interna” del derecho, o como una suerte de “derecho natural procedimental”-, no

merece el calificativo de “jurídico”. Se trataría más bien, de un sistema que, por satisfacer

rasgos sumamente abstractos –como el de contar con un entramado institucional que grosso

modo se ajusta al principio de la división de poderes- podría confundirse con un sistema

jurídico, no obstante, sólo lo es en apariencia. De ahí la importancia de la propuesta de

Fuller, ya que al ir más allá del análisis estructural perfilado por Hart, permite diferenciar al

derecho, de sistemas que meramente simulan serlo. A esto volveremos en breve, por lo

pronto procedamos a la respuesta de Hart al desafío de Fuller:

En concreto lo que Hart niega a Fuller es que podamos referirnos al derecho natural

procedimental del que habla el profesor de Harvard, en términos de moralidad. En el mejor

de los casos, según Hart, a esas características debería aludirse como una serie de principios

que simplemente contribuyen a que el derecho sea más eficiente, es decir, a que, en efecto,

logre, con mayores probabilidades y con economía de recursos, dirigir o guiar la conducta

de sus destinatarios. Si consideramos a estos principios como constitutivos de una

moralidad mínima -sustentada en la forma y procedimientos del derecho- tendríamos que

hacer lo mismo con respecto a los principios de los que podría valerse quien, por

inclinaciones perversas, gusta de ir por la vida envenenando a sus semejantes. El ceñirse a

ciertas directrices –a ese “know-how” que bien puede incluir las más recomendables contra-

20

medidas forenses para evitar dejar rastros del crimen y así dificultar su captura-,

probablemente lo haría contar con los mejores procedimientos de producción y suministro

de las sustancias que emplea, pero no por ello diríamos que ha seguido principios

“morales” al entregarse a sus insanas actividades (Waldron, J., 2008b).

Pues lo mismo ocurre con el derecho de acuerdo con Hart. El que un sistema jurídico siga

la “receta” para contar con las mejores normas posibles en cuanto a su estructura formal y a

su interpretación y aplicación consistentes, no implica que el contenido de la receta sea

moral, el cual parece ser más bien, moralmente “neutro”. Y esto es así debido a que, como

en el caso de nuestro envenenador, el derecho (a través de sus funcionarios), también puede

plantearse intenciones malignas, mezquinas, aberrantes, etc., y darse a la tarea de

ejecutarlas empleando las mismas formas y procedimientos a los que Fuller se refiere. En

resumen, el seguimiento de la receta en comento es compatible con cualquier contenido

que se termine dando a las normas jurídicas. Pero lo más importante para el argumento de

Hart es que es compatible con una extensa variedad de contenidos injustos. ¿Cómo

entonces puede sostenerse que de la conformidad con las pautas de Fuller –parcialmente

constitutivas del ideal del “estado de derecho”- se establezca una obligación moral de

obedecer al derecho? (Waldron, J., 2008b) Si fuese así, y dada la compatibilidad

mencionada –sobre todo la compatibilidad de seguir la receta con una multiplicidad de

normas formalmente jurídicas pero esencialmente injustas-, estaríamos muy próximos a

cierta versión del positivismo ideológico, según la cual, el derecho es derecho por su forma

y procedimientos y, por tanto, debe siempre obedecérsele con independencia de la (posible)

inmoralidad de su sustancia (es decir, de sus contenidos).

Hay varias cosas que vale la pena poner de relieve en la respuesta de Hart: En primer lugar,

al centrarse solamente en la cuestión de si es apropiado o no considerar a los principios

apuntados por Fuller como requerimientos o exigencias morales, Hart implícitamente

concede que un análisis funcional (que parte de atribuir al derecho alguna función, finalidad

u objetivo) puede impactar el contenido del concepto de derecho en términos de considerar

también relevante para determinar que un sistema jurídico existe, notas o cualidades

adicionales a la mera presencia (o irrupción) de una urdimbre de instituciones para la

administración de normas primarias.

En segundo término, considerar que los principios fullerianos son moralmente neutros y

que, en todo caso, no son suficientes para crear una liga necesaria entre el derecho y la

moral porque aun cuando se siguiesen al pie de la letra, incluso la mayoría de las normas

jurídicas (o buena parte de ellas) podría mandar hacer cosas moralmente reprobables,

resulta, desde mi punto de vista, carente de fundamento. ¿Por qué?

De un lado, debido a que si el derecho se toma en serio el haber optado por utilizar a la

emisión y aplicación de reglas generales como alternativa a otros mecanismos de control y

encauzamiento del comportamiento de los individuos en una sociedad –como creo debe

21

tomárselo toda instancia genuina-, esa sola decisión presupone ya un compromiso –aunque

sea sólo parcial o incompleto- con la dignidad de sus destinatarios, razón por la cual, la

existencia del derecho no es una cuestión moralmente neutra (Waldron, J., 2011). Para

continuar con el compromiso con la dignidad diremos que sólo porque se parte del supuesto

de que a quienes van dirigidas las normas jurídicas son personas autónomas es que tiene

sentido informarles públicamente, por anticipado y con un grado aceptable de certeza (sin

contradicciones, sin ambigüedades, vaguedades, ni lagunas excesivas, etc.) cómo

reaccionará el sistema jurídico que los rige ante determinadas circunstancias. Se asume

pues que los destinatarios son capaces de procesar el contenido de las reglas emitidas a los

efectos de saber a qué atenerse y de planificar, parcialmente con base en ello, el tipo de

vida que más les conviene y las acciones que pondrían en práctica dicho plan (a corto,

mediano y/o largo plazo).

En este sentido, si las reglas de un sistema jurídico comienzan a exhibir –de forma

sistemática o endémica- carencias derivadas de la inobservancia de los principios formales

propuestos por Fuller, es decir, si en algún momento dejan de ser mínimamente inteligibles,

si dejan de prescribir comportamientos realizables, si se expiden en secreto, si se aplican

retroactivamente, si entre ellas hay inconsistencias insalvables, y/o si pese a su claridad,

consistencia, relativa estabilidad y no-retroactividad fuesen disparatadamente interpretadas

–por parte de los tribunales primordialmente- al punto de no mantener vínculo alguno con

el significado común o incluso técnico de los términos en que se formulan (con lo cual los

casos se deciden a conveniencia y de manera ad hoc), no podemos decir que el sistema

jurídico en cuestión existe como tal. Me apresuro a aclarar que esto no quiere decir que no

exista como un mecanismo o patrón de conductas del que se valen ciertos grupos (y

principalmente los funcionarios u oficiales del derecho) para implementar su agenda de

intereses e ideologías. En efecto, ahí está, su realidad es innegable. Ahí se encuentra

produciendo sus efectos, imponiendo la injusticia y siendo empleado, como se dijo, en

beneficio y provecho de ciertos grupos dominantes. Sin embargo, no se trata de un sistema

jurídico genuino precisamente porque traiciona los presupuestos mínimos del “gobierno

mediante reglas”, porque atenta contra los cimientos del ideal del “imperio de la ley” (o del

“Rule of Law”), los cuales, como vimos, se anclan en la noción de destinatarios “dignos y

autónomos” (al menos en el sentido débil apuntado atrás). En las condiciones referidas,

estos sistemas incurren peligrosamente en un acto masivo de simulación (en una suerte de

defraudación o farsa en cascada).

Y no es que la conformidad con las pautas fullerianas garantice la expulsión de cualquier

contenido injusto o malévolo del sistema. Tampoco garantiza el comportamiento ético de

sus funcionarios (a lo cual volveremos en la sección 9 que explica el componente aretáico

de nuestra propuesta). En esto tiene razón Hart, el seguimiento de estos principios es

compatible incluso con una extensa variedad de contenidos inmorales. Esto nos conduce a

la segunda crítica, la cual consiste en que, conceder dicha compatibilidad no implica que no

22

se pueda hablar de una obligación moral derrotable o prima facie de obedecer al derecho.

En otras palabras, no creo que, como piensa Hart, sea requisito hablar de –y fundamentar-

una obligación de obediencia definitiva, concluyente o incuestionable para que se pueda

sostener inteligiblemente que entre el derecho y la moral –y particularmente, en lo

concerniente a determinar la existencia de un sistema jurídico- se genera una conexión

necesaria. Me parece que la conexión necesaria permanece incólume pese a que se sustente

sólo en una obligación preliminar, retractable o revisable, a cuya conformación contribuye

precisamente la observancia o cumplimiento de los principios de derecho natural

procedimental de Fuller, en virtud de que ello, en términos generales, crea (o colabora en la

creación de) una tendencia hacia un “buen contenido” (derivado de la “buena forma”).

C. Hart y su distinción entre “derecho rudimentario o primitivo” y “derecho

moderno”

En cierta parte del Capítulo V de su obra “El Concepto de Derecho”, Hart se da a la tarea

de distinguir entre reglas sociales que imponen deberes y reglas sociales que imponen

obligaciones (Hart, H. L. A, 2012: 107-110). Entre las primeras se encuentran, por ejemplo,

las reglas de etiqueta y las reglas del habla correcta. Estos ejemplos comparten con las

reglas que imponen obligaciones el que no son meros hábitos convergentes o regularidades

de conducta; el que se les enseña y se hacen esfuerzos para preservarlas; el que son usadas

para criticar nuestra conducta y la conducta ajena mediante el empleo de lenguaje

normativo como “debes quitarte el sombrero al entrar a la iglesia” o “es incorrecto que

digas ‘fuistes’”; o el que son reputadas importantes (en mayor o menor medida) porque se

les percibe como factores que contribuyen a la preservación de la vida social o de algún

aspecto de ella al que se atribuye algún valor.

No obstante, las reglas que imponen obligaciones poseen características adicionales, las

cuales tienen que ver, de un lado, con la exigencia general e insistente en favor de la

conformidad con lo que ellas disponen, y de otro, con la presión social seria o grave que se

ejerce sobre quienes se desvían o amenazan con hacerlo.

Ahora bien, cuando la presión social asume la forma de una reacción crítica y hostil

generalmente difundida que no llega a las sanciones físicas, sino que se limita a

manifestaciones verbales de desaprobación o a invocaciones al respeto de los individuos

hacia la regla violada, se trata normalmente de reglas de moralidad social que imponen

obligaciones, las cuales dependen para su eficacia de sentimientos como la vergüenza, el

remordimiento o la culpa. Por su parte, cuando entre las formas de presión, las sanciones

físicas ocupan un lugar prominente o son usuales, aunque no estén definidas con precisión

y no sean administradas por funcionarios (es decir, aunque no haya un sistema centralizado

y organizado de castigos frente a la transgresión de las reglas en cuestión), sino que la

23

aplicación de tales sanciones queda liberada a la comunidad en general, nos encontramos

ante una “forma rudimentaria o primitiva de derecho” (Hart, H. L. A., 2012: 108).

En la exposición precedente vemos cómo Hart sienta las bases para identificar el fenómeno

al que se refiere como un “derecho rudimentario o primitivo”. Si preguntáramos por qué es

considerado así y no como “derecho moderno”, creo que no habría mayor problema en

decir que Hart respondería algo como “porque no reúne las características mínimas que

toda instancia de derecho -o de un sistema jurídico- contemporáneo, debe satisfacer –o a las

que debe asemejarse- para pertenecer a la clase de referencia”.

La expresión “debe” que hallamos en la respuesta anterior podría ser interpretada como la

incorporación de un elemento “prescriptivo” en la teoría de Hart y, por tanto, como la

inobservancia de su compromiso de permanecer exclusivamente en el plano “descriptivo”.

Pero si esto es así, no sólo Hart, sino cualquiera que intenta definir un término o

proporcionar una teoría explicativa respecto de algún fenómeno, incorpora en su proyecto

esta prescripción mínima, en la medida en que parte de los objetivos de una definición o de

una teoría explicativa consiste en diferenciar a la clase de fenómenos o entidades de los que

trata, de otras clases.

Lo que quiero sugerir aquí es que, en realidad, Hart está yendo más allá de la inocente y

natural incorporación de este componente prescriptivo mínimo al elaborar su teoría. En este

sentido, al presentar la irrupción de sus reglas secundarias como un acontecimiento que

permite subsanar o mitigar las deficiencias de ese derecho rudimentario o primitivo al que

se ha aludido –deficiencias o problemas tales como la incertidumbre normativa, la escasa

capacidad de adaptación a circunstancias novedosas y la presión social difusa (Hart, H. L.

A., 2012: 113-123)-,17

el autor en comento, en lugar de seguir un esquema del tipo “X debe

reunir –o asemejarse lo suficiente a alguna(s) de- las características a, b, c,… n, para ser (o

pertenecer a la clase) Y”, lo cual todavía sería compatible con sus pretensiones

descriptivas, me parece que implícitamente sigue uno del tipo “X debe reunir –o asemejarse

lo suficiente a alguna(s) de- las características a, b, c,… n, para ser un mejor (o pertenecer

a una clase mejorada de) Y” (un mejor derecho del que algunas sociedades, quizá la

mayoría, tuvieron en algún momento histórico determinado, del que algunas comunidades

pueden seguir teniendo, o de cierto derecho posible conceptualmente). El segundo esquema

podría también reformularse en los siguientes términos: “X debe reunir –o asemejarse lo

suficiente a alguna(s) de- las características a, b, c,… n, porque al hacerlo, se vuelve un

mejor (o pertenece a una clase mejorada de) Y”; o bien, “porque el hacerlo permite

diferenciarlo no sólo de lo que no es derecho, sino también, de clases de derecho inferior o

menos desarrollado”. Si esta sugerencia es plausible, vemos cómo la teoría de Hart no es

tan moralmente neutra (o descriptiva) como aparenta ser (ni como el propio Hart afirma que

es).

17

Véase la sección 7.

24

Ahora bien, como sabemos, lo que para Hart constituye la versión mejorada de derecho al

que se refieren los esquemas previos es el que emerge de la unión de reglas primarias y

secundarias. Pero el derecho resultante de la unión mencionada tiene también cierto

trasfondo histórico. Este es el conformado por la organización política e instituciones

propias del Estado Moderno. Así, no es una casualidad que las reglas secundarias hartianas

reflejen, e incluso repliquen al nivel teórico, dichas instituciones, o al menos las más

representativas (entre ellas, un sistema complejo de cortes o tribunales y órganos

legislativos con algún tinte democrático). En este sentido, y siguiendo la interpretación

política que del positivismo jurídico realiza Scarpelli (a lo que volveremos más adelante), la

teoría de Hart, lo reconozca o no, contribuye al desarrollo, consolidación, preservación y

defensa de dicho régimen. Esto no tiene por qué verse como algo inadecuado. Al contrario,

permite, por una parte, ver cómo la línea que separa a proyectos descriptivos y prescriptivos

relativos a la explicación de la naturaleza del derecho es, como hemos insistido, más

evidentemente artificial o ilusoria; y por otra, nos permite vislumbrar la posibilidad de

continuar la pauta consistente en contribuir a la consolidación y defensa de una

organización política particular, pero ya no necesariamente la del Estado Moderno (que fue

el marco en el que autores como Kelsen y Hart reflexionaron), sino la correspondiente a su

siguiente fase evolutiva, es decir, al Estado de Derecho (e incluso, al Estado Constitucional

de Derecho).18

6. La versión débil de la Tesis de la Separación como alternativa al Imperialismo

Metodológico

Pienso que la discusión en torno a la tesis del contenido mínimo de derecho natural de Hart,

en torno a su debate con Fuller, y en torno a su distinción entre un derecho rudimentario o

primitivo y otro moderno, nos proporcionan mayores elementos para reiterar lo que sostuve

en la sección previa, a saber: Que la línea de demarcación entre proyectos conceptuales

descriptivos y prescriptivos –en el caso del concepto de derecho y de conceptos afines- es

más notoriamente artificial o ilusoria y, por tanto, mayormente susceptible de ser revisada o

replanteada. En otras palabras, al menos en lo que concierne a determinar que un sistema

jurídico existe, no es el caso que, como se desprende del Imperialismo Metodológico actual

y preponderantemente vigente en la filosofía del derecho, se tenga que suscribir, o bien la

Tesis de la Separación, o bien, la Tesis de la Vinculación.

Una postura intermedia me parece más adecuada, una cuya plausibilidad, aunque no se

acepta como la visión predominante, es al menos objeto de examen en las discusiones sobre

la normatividad de la regla de reconocimiento, y más claramente, en el debate en torno a las

condiciones o criterios de pertenencia de las normas a un sistema jurídico. Pues bien, creo

que dicha postura intermedia puede obtenerse –como lo hacen los positivistas incluyentes, 18

Idem.

25

aunque ellos con respecto al tema de la validez- de la adhesión a la versión débil de la Tesis

de la Separación. En este sentido, la determinación de la existencia de un sistema jurídico,

en efecto, no depende necesariamente de recurrir a consideraciones morales (relativas, por

ejemplo, a la legitimidad procedimental y/o sustantiva del derecho), pero es posible que, en

algún momento, esto suceda, lo cual, a su vez dependería de las prácticas concretas de

ciertos sectores relevantes de la sociedad o región en cuestión. La pregunta ahora es ¿cuál

es el sector de cuyas prácticas e influencia depende esta posibilidad?

Siguiendo el famoso canon de considerar el “punto de vista interno” de los participantes y

particularmente, el de los oficiales del derecho, una respuesta al cuestionamiento previo

sería que la práctica y puntos de vista relevantes corresponden precisamente a los de dichos

oficiales (en especial, a las prácticas y puntos de vista de los jueces). Sin embargo, esta

respuesta resulta implausible, al menos en las primeras etapas de desarrollo de esta

concepción. Y ello es así debido a que si, como al profesor Fuller, nos preocupa diferenciar

entre sistemas jurídicos genuinos y aquellos que sólo simulan serlo, exhibiendo para tales

efectos, la estructura básica de la que habla Hart –una unión compleja de reglas primarias y

secundarias-, pero alejándose en mayor o menor medida de la satisfacción mínima de los

requisitos o principios del ideal del Estado de Derecho, las prácticas y punto de vista de los

funcionarios respectivos son, de suyo, poco confiables, de tal suerte que centrarnos en tales

aspectos no es aconsejable. Me explico: Si asumimos que la mutación hacia un sistema

simulatorio de derecho descansa sobre la base de que ello contribuye a la realización y

promoción de los intereses e ideología de ciertos grupos dominantes -incluyendo al de los

propios funcionarios u oficiales- y de que consciente o inconscientemente ha sido

orquestada principalmente por estos últimos (lo cual, repitiendo, no excluye la posibilidad

de que otros grupos sociales participen en –o aporten a- dicha mutación, tales como los

denominados “poderes fácticos”), es poco probable (y poco realista) que sus miembros

conciban su propia actuación como teniendo lugar en el contexto de un sistema jurídico

inexistente. Al contrario, es razonable esperar que hayan racionalizado sus conductas,

percibiéndolas justamente como ocurriendo dentro del marco de la legalidad; de una

legalidad resultante sólo de obrar al amparo y cobijo de un entramado institucional en

funciones, es decir, eficaz (piénsese, por ejemplo, en el caso del régimen implementado en

la Alemania Nazi, el cual, por cierto, constituyó el eje del debate Hart-Fuller).19

El grupo en el que me parece es más razonable pensar que se geste esta visión acerca de la

existencia de un sistema jurídico corresponde al de cierto tipo de ciudadanos especialmente

conscientes e informados de su entorno, sensibles a las distorsiones de la vida pública (no

exclusivamente nacional, sino también, de otras latitudes). Me refiero a la clase de

ciudadanos a la que hace alusión Paul Barry Clarke (Clarke, P., 2010). En breve, se trata de

personas que son conscientes de que sus acciones, además de contribuir al establecimiento

19

Para un abordaje más detallado de cómo elementos sistémicos y situacionales contribuyen a la mutación de

un sistema jurídico a uno simulatorio de derecho, véase la sección 10.

26

del rumbo por el que transita su propia vida, inciden en la conformación de las condiciones

generales de la misma para todos. En este sentido, obran movidos por un interés en la suerte

de los otros, e incluso, del mundo. Como lo pone el autor en comento, para estas personas

“ser (un) ciudadano pleno significa participar tanto en la dirección de la propia vida, como

en la definición de algunos de sus parámetros generales; significa tener consciencia de que

se actúa en y para un mundo compartido con otros y de que nuestras respectivas identidades

individuales se relacionan y se crean mutuamente. Ser un ciudadano pleno significa

empeñarse en realizar el compromiso con el mundo, un compromiso re-encantado con el

mundo” (Clarke, P., 2010: 12).

En los términos de Vitale, se trata de ciudadanos que ejercen su derecho a la “resistencia

constitucional” por vía de la exigencia de que se respete el principio –constitucional- de la

dignidad de las personas, el cual –en un sistema simulatorio de derecho- estaría siendo

transgredido por la emisión de “reglas” que no exhiben las cualidades mínimas para serlo,

es decir, de reglas que no satisfacen mínimamente los principios fullerianos (Vitale, E.,

2012).

Ahora bien, del hecho de que, al menos en las fases iniciales de una concepción según la

cual, para determinar que un sistema jurídico existe se debe tomar en cuenta, además de

cierta estructura, que pueda predicarse del derecho cierto grado mínimo de legitimidad

procedimental y/o sustantiva, el papel central en su conformación lo desempeñen

preponderantemente los ciudadanos (del tipo anteriormente aludido) -entre los cuales

podrían figurar algunos filósofos del derecho o, en general, juristas con inclinaciones

académicas, excluyendo claro, a los “intelectuales orgánicos”-, se sigue que las

convicciones de los operadores del derecho (es decir, de los funcionarios del Estado y de la

comunidad jurídica en general) han de tratarse por dicho sector disidente, como

equivocadas.

Para autores como Himma, la posibilidad de que la comunidad jurídica incurra en un error

masivo, de entrada, nos tendría que hacer dudar de la plausibilidad de la concepción del

derecho que la contemple (Himma, K., 2014: 3-5). Y es que una cosa es conceder que quizá

algunos miembros de la comunidad referida, en efecto, tengan visiones erróneas acerca de

algún aspecto de sus prácticas jurídicas, pero pensar que la totalidad de participantes puede

hallarse en esta situación resulta inconcebible. Bajo esta visión, el derecho es un concepto

cuyo contenido puede investigarse adecuadamente sólo mediante lo que se denomina un

“análisis conceptual modesto”, el cual, en lugar de pretender indagar directamente en la

realidad como es (y así lo pretendería el “análisis conceptual inmodesto”), se entrega a la

labor más limitada y humilde de sistematizar, refinar y hallar las implicaciones profundas

que subyacen a la forma en que los usuarios competentes del lenguaje y participantes

prominentes de la práctica, piensan y hablan acerca del fenómeno en cuestión. En los

términos propuestos por Leiter, esto equivale a decir que la existencia y naturaleza del

27

derecho es “mínimamente objetiva”, depende pues de lo que la mayoría de los participantes

–del sector relevante- crea (Leiter, B., 2002: 970-973).

En respuesta a Himma puede decirse lo siguiente: Por una parte, la objetividad mínima en

torno a la existencia y naturaleza del derecho es una de las posiciones que uno puede

suscribir. Sin embargo, hay otras opciones tales como la “objetividad modesta”, según la

cual, la existencia y características que se prediquen de alguna entidad (como el derecho)

dependen, sí de los estados cognitivos de ciertos sujetos –es decir, de sus creencias,

convicciones, percepciones justificadas, etc.-, pero no de cualquier sujeto en condiciones

normales, sino de los estados cognitivos de individuos que se encuentran –en mayor o

menor medida- en condiciones epistémicas ideales (Leiter, B., 2002: 971-972). En este

punto vuelve a ser relevante el tipo de ciudadanos que mencionamos arriba, ya que su

perspectiva, actitud y compromiso con la suerte del otro (y del mundo), junto con su

consciencia de que lo que cada quien realiza impacta –con diferencias de grado

obviamente- de manera positiva o negativa en la conformación de las condiciones generales

de la vida colectiva, forma precisamente parte de esas condiciones epistémicas ideales

(dicha perspectiva es semejante a lo que frecuentemente se alude como “imparcialidad” y

“empatía”). Dada la solidaridad gremial que es razonable predicar de los operadores del

derecho (funcionarios del estado y la comunidad jurídica en general)20

–la cual, por el

efecto de estrategias como el “adoctrinamiento colectivo” resultante de la exposición

constante a la “propaganda” estatal, se intensifica en los casos en que un sistema jurídico

se convierte en un sistema simulatorio de derecho, o en algo que está en vías de hacerlo- es

factible dudar de que dichos individuos satisfagan tales condiciones.

Por otra parte, la crítica de Himma presupone que quien defiende la posibilidad del error

masivo en la comunidad jurídica en general, lo hace sobre la base del empleo de un análisis

conceptual inmodesto, que, como se dijo, pretende indagar el fenómeno en cuestión -en este

caso, el derecho- prescindiendo de los esquemas conceptuales y prácticas discursivas de

los hablantes competentes que simultáneamente sean participantes relevantes. El punto es

que ni Dworkin –que es a quien Himma dirige particularmente su crítica- ni los ciudadanos

que se aproximan al ideal aquí esbozado, tienen necesariamente que concebir su proyecto

en sintonía con este análisis inmodesto. Como se ha visto, Dworkin concibe a la teoría

jurídica como la propuesta de concepciones –inherentemente controvertidas- del concepto

de derecho, cuyo éxito depende del poder de persuasión argumentativa que acompaña la

defensa de dichas concepciones, y no de que correspondan con la esencia del fenómeno en

cuestión (desprovisto o liberado de cómo los sujetos relevantes lo entiendan o conciban).

Por parte de los ciudadanos plenos (o de los individuos cercanos a este ideal), tampoco es

necesario concebirlos como recurriendo al análisis conceptual inmodesto. Puede ser que,

20

El propio Hart se refiere a dicha “solidaridad gremial” como una característica esencial de sistemas

jurídicos normales o estables, sólo que lo hace en términos de la “unidad entre los funcionarios” cuya

existencia va normalmente presupuesta cuando se formulan enunciados internos de derecho desde dentro del

sistema (Hart, H. L. A., 2012: 151).

28

empleando la metodología opuesta –la del análisis modesto-, tomen en cuenta los esquemas

conceptuales y prácticas discursivas de grupos o individuos relevantes (concretamente,

teorías y posiciones de autores como Fuller, Summers, Waldron, el propio Dworkin, etc.).

En efecto, estos esquemas y formas de hablar, frecuentemente no corresponderán a las de la

comunidad en donde pretenden inducir un cambio de concepción en torno a las condiciones

de existencia de un sistema jurídico. No obstante, esto no cambia el hecho de que se

encuentren realizando un análisis modesto del concepto de derecho, cuyo éxito, como en el

caso de las concepciones de Dworkin, dependerá (junto con otros factores), del poder de

persuasión argumentativa que lo acompañe.

7. Anatomía de una ruta metodológica general para el desarrollo de una

concepción compatible con la versión débil de la Tesis de la Separación acerca

de la existencia del derecho

En las secciones previas he defendido la plausibilidad de asumir una versión débil de la

Tesis de la Separación en lo que respecta a determinar que un sistema jurídico existe. Bajo

esta óptica, es posible (aunque ciertamente, no necesario) que dada una serie de

condiciones, en alguna sociedad o región, se recurra –aunque no exclusivamente- a

consideraciones morales para constatar la existencia (o inexistencia) de su sistema jurídico.

Creo que, sin mayor problema, lo anterior puede ocurrir (o estar ocurriendo) como un

hecho social, sin que para ello importe que en el ámbito teórico, por el predominio de

modas metodológicas, se proscriba. Y es que las reflexiones filosófico-jurídicas –como

cualesquiera otras- y las proposiciones resultantes de aquellas, no poseen efectos

performativos. El que alguna persona, desde su torre de marfil, diga o piense algo como

“sea que la existencia de un sistema jurídico no se determine recurriendo a consideraciones

morales”, no opera cambios en el mundo real.

Sin embargo, aun en el terreno teórico o académico esta posibilidad puede defenderse. En

este trabajo he intentado hacerlo destacando lo artificial de la frontera que divide a

proyectos conceptuales descriptivos y prescriptivos y, en consecuencia, la posibilidad

válida de replantear o revisar dicha frontera (si ello conviene y es congruente con nuestros

intereses teóricos y con el contexto de circunstancias en que la teoría pretende discutirse).

Mi propósito en este apartado justamente es bosquejar una de las rutas hacia el

replanteamiento o refundación de la frontera referida. Es decir, trazar uno de los caminos

por los que puede incursionar el diseño de una concepción acerca de la existencia del

derecho que recurra a consideraciones morales. Veámoslo:

En términos generales –y de forma muy sintética- propongo combinar abiertamente

elementos funcionales y estructurales en nuestro análisis de este aspecto del concepto de

29

derecho. El punto de partida sería atribuir al derecho –de forma explícita- alguna función,

meta, objetivo o finalidad. Lo anterior nos permitiría entonces, poner de relieve las

características estructurales y/o de contenido que, a la manera de medios, contribuyen al fin

o función en cuestión.

Contrario al compromiso metodológico que Hart asumió, consistente en no pretender que

las estructuras -y contenidos- identificados en el análisis estén justificados desde el punto

de vista de la moralidad política, la propuesta delineada presupone que lo están, al menos

parcialmente, debido a la conexión instrumental entre aquellos y los fines concretamente

considerados, los cuales, por su parte, también irían cargados de –o presupondrían- una

evaluación positiva de parte del teórico en términos de poseer –o de instanciar- algún valor

para la comunidad.21

En otras palabras, se partiría de que las estructuras y contenidos respectivos, junto con las

funciones u objetivos con los que aquellos se asocian, contribuyen en mayor o menor

medida a la legitimidad del derecho, tanto a su legitimidad procedimental, estructural o

formal, como a su legitimidad sustantiva. En efecto, dependiendo de la función en cuestión,

pueden volverse más relevantes ciertos aspectos estructurales, ciertos aspectos de

contenido, o bien una equilibrada combinación de ambos. Estas posibilidades tienen el

efecto de acentuar la legitimidad procedimental, estructural o formal del derecho, su

legitimidad sustantiva, o bien, su legitimidad mixta (procedimental y sustantiva).

Ahora bien, la cuestión de la contribución que las estructuras y/o contenidos realizan a la

legitimidad del sistema jurídico nos conduce a aclarar otro punto en el que nuestra

propuesta se distancia de la de Hart, que es el siguiente:

Como recordaremos, para este autor, si hemos de conceder que entre el derecho y la moral

existe una conexión fuerte en lo relativo a determinar la existencia del primero, las

estructuras y contenidos propuestos en el análisis deberían ser capaces de cancelar toda

posibilidad de injusticia, opresión, etc., de parte del sistema jurídico y de sus oficiales, ya

que sólo así podría hablarse de una obligación moral de obedecer al derecho. En otras

palabras, la contribución que las estructuras y/o contenidos específicos realizan a la

legitimidad del derecho, tendría que ser de algún modo, completa o total. Así, precisamente

porque no son capaces de fundar esta obligación definitiva o concluyente de obedecer al

derecho –ya que no eliminan del panorama el riesgo de que ocurran múltiples injusticias

aun siendo implementados u observados- es que Hart niega que su propia exigencia del

contenido mínimo de derecho natural, así como los principios fullerianos, puedan incidir en

el análisis de las condiciones de existencia de un sistema jurídico.

21

Nótese el punto de vista interno que este esquema metodológico exige del teórico, según el cual, aquel

teoriza asumiéndose miembro de la comunidad de referencia, o, al menos, haciendo de cuenta que lo es. A

esto volveremos posteriormente cuando introduzcamos en la discusión la lectura o interpretación política que

Scarpelli propone hacer del positivismo jurídico en general.

30

Por mi parte, me parece que la visión anterior es infructuosa, ya que sostengo que

perfectamente puede hablarse, como lo he hecho con anterioridad, de una obligación prima

facie, preliminar o derrotable de obedecer al derecho. Si esto es plausible, la contribución

de las estructuras y/o contenidos del análisis a la legitimidad del sistema jurídico no tiene

que ser completa, sino sólo parcial.

Para continuar con el desarrollo de este esquema metodológico general, recordemos que

líneas atrás he dicho que, de acuerdo con la función que el teórico decide destacar como

central, su propuesta pondrá el acento en cuestiones estructurales, en cuestiones sustantivas,

o en una fusión de ambas. Las siguientes son algunas muestras de esta relación entre

función, estructura y contenido:

Tomemos como primer ejemplo, el de Dworkin. El autor en comento se centra en la

función crucial del derecho consistente en restringir o limitar la coerción estatal al empleo

autorizado o legítimo de ésta. En otras palabras, para Dworkin, el derecho genuino es aquel

que está en condiciones de justificar –y que, de hecho, justifica- el uso del monopolio de la

violencia del que dispone el Estado. Y para que sea genuino (es decir, para que en efecto,

justifique el empleo de la coerción), su contenido -expresado primordialmente en las

decisiones judiciales- debe corresponder con los resultados o productos discursivos de una

actividad interpretativa propia de la visión del “derecho como integridad” (o “Law as

Integrity”). En el marco de este tipo de interpretación, el juez debe realizar la mejor lectura

posible de un conjunto de “hechos políticos” relevantes para el caso en cuestión (hechos

tales como las decisiones judiciales pasadas y/o las leyes emanadas de los órganos

legislativos, incluyendo las discusiones de sus miembros, sus actitudes, intenciones,

objetivos, etc.), a la luz de la función del derecho señalada previamente e informado por los

principios de “justicia” y “equidad”. Ello a efecto de que la decisión final sea coherente

con –o fluya de- la “historia institucional” pertinente, vista bajo sus mejores luces morales.

En suma, para nuestro autor, los usos legítimos de la coerción estatal –que se concretan en,

y acompañan a, las sentencias judiciales- son tales siempre que implementen, honren,

promuevan y/o defiendan el esquema de derechos y obligaciones que se desprende de la

“mejor interpretación” (en los términos anotados) de la práctica jurídica. Y precisamente en

esos derechos, obligaciones y mejores interpretaciones es en lo que realmente consiste el

derecho (o un sistema jurídico) (Priel, D., 2014).

Nótese cómo en la visión de Dworkin, determinar que un sistema jurídico existe tiene que

ver más con el contenido de las decisiones judiciales que con ciertas características

estructurales del sistema de control social candidato a ser –o a contar como una instancia

de- derecho. Y ello es así debido a la preponderancia que en su análisis tiene la función de

la que se parte, la cual, como sabemos, consiste en legitimar el uso de la coerción estatal

(Priel, D., 2011). Así, las cuestiones estructurales pasan a un segundo plano, al grado de

sostener que aspectos tan cruciales para Hart –como la práctica de una regla de

reconocimiento- ni siquiera existen.

31

Esta afirmación de Dworkin puede ser exagerada, ya que para que los jueces se perciban

como tales y, por tanto, para que pueda tener lugar la actividad interpretativa acorde con la

tesis del “derecho como integridad”, de alguno u otro modo, ellos tienen que seguir los

criterios –establecidos en algo muy semejante a una regla de reconocimiento- para

determinar que son válidas, al menos las normas que a ellos y a otros funcionarios (del

ejecutivo y del legislativo) les confieren sus respectivas facultades. De hecho, esto parece

ser necesario si los intérpretes han de contar con los correspondientes “objetos” a

interpretar, a saber, con esos hechos políticos o esa historia institucional de la que Dworkin

habla.

Resulta entonces plausible decir que Dworkin presupone (o tendría que suponer) la

existencia de la práctica oficial de emplear ciertos criterios para reconocer como válidas, al

menos, las normas “secundarias” (según la terminología de Hart), debido a que esto hace

posible que emerja el entramado institucional en operaciones, constitutivo de la materia

prima con la que trabajan los interpretes judiciales. Sin embargo, nótese cómo derivado de

la elección acerca de en qué función concentrarse, dicho presupuesto se oscurece por no ser

prioritario en la explicación.

Para nuestro siguiente ejemplo, volvamos a la teoría de Hart. Contrario a lo que podría

esperarse por la discusión sostenida anteriormente, no me centraré en su tesis del

“contenido mínimo de derecho natural”,22

sino justamente en la unión compleja de normas

primarias y secundarias constitutiva de la estructura, supuestamente neutral (en el sentido

de no estar ligada a alguna evaluación moral positiva), que el autor tanto nos urge a

considerar como la clave de la explicación del concepto de derecho.

Siguiendo a Tom Campbell, dicha estructura fundamental, de hecho podría (y debería) estar

asociada a una función, finalidad, objetivo o meta del derecho (positivamente evaluada

desde la perspectiva de la moralidad política). Esta función no es otra que la que el propio

Hart, al recurrir a una suerte de “estudio antropológico intuitivo”, parece reconocer, a saber,

la de resolver un conjunto de problemas o defectos propios de una sociedad “pre-jurídica”,

misma que es concebida como un régimen exclusivamente consuetudinario23

(Campbell,

T., 2011: 23-44). En este sentido, la irrupción de un sistema jurídico moderno se presenta

como un ejemplo de progreso, como una fase (incluso “natural”) de la evolución de la

humanidad hacia formas de organización y cooperación “más civilizadas”.

22

Véase el apartado 5, A de este trabajo. 23

Cabe mencionar que Hart se resiste a referirse a dicho sistema como uno de carácter consuetudinario o

basado exclusivamente en la costumbre. Sin embargo, esto lo hace simplemente para evitar evocar la idea de

que se trata de pautas muy antiguas y/o de que la presión social que las respalda es relativamente menor de la

que se valen otras reglas sociales para lograr que las conductas concretas se conformen a sus requerimientos.

Por ello, Hart se refiere a dicho sistema como una estructura social de reglas primarias de obligación

aceptadas por la mayoría de la sociedad (Hart, H. L. A., 2012: 113-114).

32

Ahora bien, los problemas a los que el surgimiento de una maquinaria para la

administración de normas primarias de obligación contribuye a resolver son tres: El de la

incertidumbre que, en el sistema basado sólo en la costumbre, impera en torno a la

interrogante de qué reglas observar, el cual se resuelve, al menos parcialmente, con la

inclusión en el panorama de la “regla de reconocimiento”; el segundo es el problema de la

escasa capacidad del sistema consuetudinario para adaptarse a los cambios en las

circunstancias sociales, el cual se resuelve, también al menos en parte, en virtud de la

introducción de la llamada “regla de cambio” (de donde surgen instituciones con funciones

legislativas); y el último problema es el de la presión social difusa y posiblemente

permanente que en el sistema de referencia se ejerce en contra de quienes son considerados

“transgresores” de la reglas primarias de conducta, a cuya solución (o mitigación)

contribuye la incorporación de la denominada “regla de adjudicación” (constitutiva del

sistema de tribunales de un poder judicial) (Hart, H. L. A., 2012: 113-123).

En este punto, vale la pena hacer una breve digresión: He dicho que no me centraría en la

tesis del “contenido mínimo de derecho natural” de Hart. Sin embargo, pido al lector que

también tome en cuenta esta tesis y su vínculo con el fin de la supervivencia en cercana

proximidad con nuestros congéneres, con el propósito de que se percate de que la teoría de

Hart, por las funciones que explícita e implícitamente atribuye al derecho, constituye un

ejemplo de modelo teórico que pone de relieve cuestiones estructurales -la unión de reglas

primarias y secundarias- y de contenido –justamente el que corresponde a las medidas

mínimas de derecho natural- en su explicación del concepto de derecho, con la salvedad de

que, como hemos visto, Hart niega a su tesis del contenido mínimo el estatus de condición

de existencia de un sistema jurídico (lo cual, como también hemos dicho, no me parece

bien fundamentado24

).

Volvamos ahora al aspecto estructural consistente en la unión de reglas primarias y

secundarias y de su vínculo instrumental con el objetivo o función de resolver los

problemas o defectos anotados. Pues bien, en este modo de presentar el surgimiento de un

sistema jurídico contemporáneo, Hart se encuentra implícitamente defendiendo al derecho

en el terreno político como una mejor forma de organización que la representada por

regímenes consuetudinarios, considerados pre-jurídicos, rudimentarios, e incluso

primitivos.25

En este sentido, el derecho constituye un sistema cuyo funcionamiento abona,

de manera importante, tanto a la justicia formal -en virtud del tratamiento homogéneo de

casos semejantes que resulta de la aplicación judicial, sin distinciones, de reglas generales a

casos particulares (salvo por la distinciones que el legislador toma en cuenta al

confeccionar las clases de personas y de conductas que termina prescribiendo)-, como a la

eficiencia administrativa de reglas primarias de obligación (Campbell, T., 2011: 144).

24

Véase nuevamente el apartado 5, A. 25

Véase la sección 5, C.

33

De hecho, en opinión de Campbell, Hart debió continuar abiertamente con esta línea de

defensa en su respuesta póstuma a Dworkin. Específicamente en lo que se refiere a los

criterios de validez que puede incluir una regla de reconocimiento, Campbell sostiene que

Hart debió argumentar a favor de una posición positivista “excluyente” sobre la base de

que, de lo contrario, es decir, si se adopta una postura “incluyente” que permite la

incorporación de tests morales en el catálogo de los mencionados criterios, la regla de

reconocimiento queda desprovista de la lógica subyacente a su irrupción, a saber, resolver

el problema de la “incertidumbre normativa”, lo cual acarrea también el debilitamiento del

papel de dicha regla en la resolución de disputas y en la coordinación de la conducta, así

como la disminución de la autoridad democrática de la legislación (Campbell, T., 2011: 44-

51).

Como sabemos, Hart no recurrió a la defensa de su positivismo en los términos sugeridos

por Campbell –en decir, no desarrolló un argumento en apoyo de su concepción inicial

basado en los incipientes, pero sin duda, presentes, elementos de utilitarismo liberal que

pueden hallarse dispersos en su “Concepto de Derecho”-, sino que a los efectos de asimilar

la crítica dworkiniana de que su visión era incapaz de reconocer el papel fundamental que

los principios desempeñan en el razonamiento jurídico (y judicial en particular), sentó las

bases del “positivismo suave o incluyente”.26

Como sabemos también, una de las principales razones por las que Hart no siguió este

camino es que al no hacerlo, pensaba ser consistente con su compromiso de no pretender

que la estructura fundamental identificada en su análisis –la unión de reglas primarias y

secundarias- estuviera justificada. En otras palabras, el no hacerlo resultaba congruente con

su objetivo explícito de permanecer en el plano general y descriptivo en lo que concierne a

la explicación del contenido del concepto de derecho.

Pero independientemente de que Hart no haya procedido de la forma recomendada por

Campbell –y de que se haya aferrado a una postura supuestamente neutral-, coincido con el

profesor Scarpelli en el sentido de que al positivismo jurídico en general, puede dársele una

“lectura o interpretación política” con relativa independencia de lo que a nivel

metodológico declaren los distintos autores que cultivan esta corriente (Scarpelli, U., 2001:

113-171).

En este sentido (y esto es compatible con el positivismo prescriptivo de Campbell), lo que

permitiría atribuir una tendencia unitaria a las diversas actitudes, posiciones teóricas y

prácticas que se gestan al amparo del positivismo jurídico es que contribuyen a la

formación, desarrollo, consolidación, realización y defensa de la forma de organización

política propia del Estado Moderno (Scarpelli, U., 2001: 113-116), cuyas características

salientes –que a la vez pretenden legitimarlo- son, entre otras, la centralización del poder, la

soberanía al ejercerlo, así como el hecho de expresar sus requerimientos mediante el 26

Véase el apartado 2, C.

34

derecho; de un derecho cuyo paradigma es le ley emanada del órgano legislativo (Scarpelli,

U., 2001: 165-166). Así, como afirma Scarpelli, el teórico positivista reflexiona sobre una

sola clase de derecho concebible en este contexto, a saber, el “derecho del Estado

Moderno”, y al hacerlo, coopera con la voluntad política expresada, tanto en el contenido

de las normas jurídicas, como en la configuración particular del entramado de instituciones

que las producen, al tiempo que asume la responsabilidad derivada de realizar dicho papel

(Idem).

Esto significa que, pese a que autores como el propio Hart declaren asumir un punto de

vista externo –aunque, en efecto, uno mejor posicionado del que dispondría un observador

que sólo aspira a registrar regularidades de comportamiento, ya que toma en consideración

para la descripción de la práctica las actitudes de los participantes hacia sus conductas y

hacia las reglas que las orientan-, desde esta interpretación política se les concibe como

adoptando un punto de vista interno que les permite afirmar la existencia de obligaciones y

permisos sobre la base de normas jurídicas válidas, establecidas por la voluntad de seres

humanos (es decir, “positivas”), calificar los comportamientos según su relación con dichas

normas, y, en última instancia, presuponer una actitud de adhesión o aceptación hacia el

sistema jurídico y hacia sus criterios reguladores de la pertenencia de normas a dicho

sistema (Scarpelli, U., 2001: 119-125).

Lo que propongo es que en la ruta hacia el desarrollo de una concepción sobre la existencia

del derecho que incluya consideraciones morales (y, por tanto, compatible con la versión

débil de la Tesis de la Separación), se preserve, a la manera de trasfondo, la relación -

identificada por Scarpelli- que existe entre la articulación de dicha concepción y la función

de contribuir a la consolidación de alguna forma de organización política. Sin embargo, no

ya a la que es propia del Estado Moderno, sino a la que es propia de su siguiente fase

evolutiva, es decir, la organización política que correspondería a un “Estado de Derecho”

(e incluso a un “Estado Constitucional de Derecho”). Si esta concepción es “positivista” o

no es un asunto de rótulos o etiquetas del cual podemos prescindir, o al menos, dejar en

pausa.

Ahora bien, lo anterior crea el marco propicio para hacer referencia a nuestro tercer

ejemplo, a saber, el caso de la propuesta del profesor Fuller.27

Como sabemos, su posición

parte de atribuir al derecho la función (objetivo o finalidad) de implementar un sistema de

producción y aplicación de reglas genuinas, las cuales, para serlo (es decir, para en efecto

constituir reglas capaces de guiar o dirigir el comportamiento de los individuos), necesitan

revestir ciertas cualidades formales en el sentido de no tener que ver directamente con su

contenido. A dichas cualidades o principios Fuller los denomina “la moral interna del

derecho”, la cual ha sido también aludida como un “derecho natural procedimental”.

27

Véase el apartado 5, B.

35

Como también sabemos, cuando un sistema, en principio, jurídico, falla endémicamente en

ajustarse a dichos principios, aquel se convierte en un mecanismo de control social que sólo

simula ser derecho. Se trata entonces de un sistema que emulando el ropaje típicamente

jurídico, ya que cuenta con un engranaje institucional que grosso modo se ajusta al

principio de división de poderes (o sea que cuenta con dependencias gubernamentales

administrativas, órganos legislativos y cortes o tribunales), se aprovecha de dichas

semejanzas para implementar subrepticiamente y de forma paralela y progresiva, una

estrategia de control social que muy poco o nada tiene que ver con el recurso a reglas

generales para orientar la conducta de los ciudadanos.

Esa moral interna o derecho natural procedimental que sistemáticamente es socavado en

esta clase de regímenes constituye precisamente el contenido (o al menos parte del

contenido) del ideal del “Estado de Derecho”. De ahí entonces la liga entre la propuesta

fulleriana y la función genérica de nuestra concepción consistente en contribuir a la

consolidación de esta clase de organización política (o de forma de Estado).

Para culminar este apartado, me referiré a la propuesta de Waldron, la cual, en términos

generales, continua la pauta marcada por Fuller (Waldron, 2011; 2010; 2008a; 2008b). Pues

bien, según Waldron, una de las funciones primordiales del derecho, además de la

identificada por Fuller (o quizá reformulándola o refinándola), consiste en limitar el poder

público. En este punto, la propuesta podría parecerse mucho a la de Dworkin, quien

considera que la función prioritaria del derecho es limitar la coerción estatal,

constriñéndola a su empleo legítimo. Sin embargo, en contraste con Dworkin –quien opta

por un camino que lo lleva a destacar el contenido del derecho –particularmente, el de las

decisiones judiciales- como elemento legitimador-, Waldron elige una ruta más estructural

que destaca, como Fuller, la importancia de la satisfacción mínima de principios del Estado

de Derecho, a efectos de establecer que un sistema jurídico existe.

La pregunta que surge es ¿cuál es entonces la diferencia entre las posturas de Waldron y

Fuller? Y la respuesta es que Waldron trabaja con una versión robustecida de la noción de

Estado de Derecho; una versión que, a los efectos de determinar si un sistema jurídico

existe o no, realza la dimensión argumentativa del derecho, ya que incluye en el contenido

del ideal en cuestión, ciertos principios de “justicia natural” o del “debido proceso” (como

el derecho a ser oído y vencido en juicio, el de ofrecer argumentos y medios de prueba en

apoyo de una determinada postura, el que dichos argumentos y pruebas sean valorados

“racionalmente”, etc., a lo que en nuestra cultura jurídica suele denominársele, de manera

condensada, como la “garantía de audiencia”). Como puede verse, el objeto de dichos

principios no es ya la estructura formal de las reglas, sino la forma en que generalmente

deben proceder los tribunales al aplicarlas.

36

8. Breves referencias a una concepción específica propia (compatible con la

versión débil de la Tesis de la Separación acerca de la existencia del derecho)

La propuesta que en otro lugar he desarrollado con mayor detenimiento (Aguilera, E.,

2013), se ubica en el grupo de concepciones que explícitamente asumen el compromiso de

contribuir a la consolidación de la organización política propia del Estado de Derecho,28

las

cuales presentan como común denominador, el afirmar que la no observancia mínima de los

principios de dicho ideal acarrea la inexistencia del sistema jurídico en cuestión. En otras

palabras, estas concepciones sostienen que el constante y endémico alejamiento de tales

pautas opera una progresiva mutación en la naturaleza del sistema -en principio jurídico-,

responsable de dicho alejamiento, al punto de transformarlo en un mecanismo de control

social que sólo simula o aparenta ser derecho. La semejanza de tales mecanismos con un

sistema jurídico proviene del hecho de que instancian la estructura abstracta que Hart

identificara como la clave de la explicación del concepto de derecho, a saber, la unión de

reglas primarias y secundarias, o más específicamente, el sistema o entramado de

instituciones (operado por los funcionarios respectivos) que surge de las reglas del segundo

tipo, a los efectos de administrar las del primero.

Pues bien, mi propuesta coincide con la de Waldron en dos aspectos: Por una parte, asumo

junto con el autor, que una de las funciones prioritarias del derecho es la de limitar el poder

público (Waldron, 2008a). A diferencia de lo que ocurre con Fuller, quien sostenía que la

función principal del derecho es la de producir y aplicar reglas, en efecto, capaces de guiar

la conducta de sus destinatarios, la función identificada por Waldron le permite trabajar con

una noción más robusta de “Estado de Derecho” (en adelante EdD), que no lo restringe a

centrarse exclusivamente en las cualidades formales de las reglas jurídicas (que sean

generales, inteligibles, que prescriban conductas realizables, etc.), sino que le permite

incluir los denominados “principios de justicia natural” que cristalizan en la noción de

“debido proceso”. Esto me conduce al segundo punto de coincidencia con Waldron, a

saber, el de trabajar con una versión más robusta del EdD. Sin embargo, sostengo que

teniendo en mente la función de limitar el poder público, la noción de EdD puede ampliarse

aún más para abarcar principios que guíen la creación de reglas (en adición a los principios

que expresan las cualidades formales de aquellas y a los principios que guían su

aplicación).

En mi propuesta me concentro en los principios que guían la creación de reglas (siendo el

principal el que prescribe la adopción del método democrático por ser éste el que, de

acuerdo con Nino, mejor reproduce las características estructurales y dinámica de la

discusión moral orientada a tratar asuntos públicos, misma que posee valor epistémico, el

cual es heredado por -o transmitido hacia- el órgano legislativo democrático) (Aguilera. E.,

28

Véase la última parte de la sección previa. Específicamente las propuestas de Fuller y de Waldron y la

discusión que prepara el camino para su presentación.

37

2013: 26-32) y en los principios que guían su aplicación jurisdiccional (siendo el principal

el que prescribe la instauración de un mecanismo de adjudicación genuinamente veritativo-

promotor orientado a la búsqueda de la verdad material acerca de lo que las partes alegan)

(Aguilera, E., 2013: 41-44).

La observancia mínima de dichos principios abona a la legitimidad del derecho,

principalmente a su legitimidad formal o procedimental, pero indirectamente a su

legitimidad sustantiva (en virtud de la plausibilidad de la tesis según la cual, la “buena

forma” contribuye a la generación de una tendencia hacia el “buen contenido”).

Más específicamente, en la concepción sugerida, la observancia mínima de estos principios

hace una aportación crucial a la satisfacción de las condiciones mínimas de legitimidad de

las autoridades legislativas y de las autoridades jurisdiccionales. Dichas condiciones son,

para el caso de las primeras y siguiendo a Raz (Raz, J., 2009b), que los destinatarios de las

directivas jurídicas tengan más probabilidades de actuar conforme a las razones correctas

que aplican a su situación si su comportamiento se ajusta a lo requerido por aquellas, que

las que tendrían si no contaran con este servicio que las autoridades emisoras les prestan y,

por tanto, que las que tendrían si llevaran a cabo por cuenta propia la identificación y

ponderación de las razones relevantes. Y para el caso de las segundas e inspirado en

Laudan (Laudan, L., 2013: 22-23), la condición es que con la mayor frecuencia posible, las

decisiones judiciales se basen en lo que realmente ocurrió, es decir, que en la mayoría de

las oportunidades se declaren probadas proposiciones fácticas verdaderas.

Por su parte, la satisfacción de las referidas condiciones mínimas de la legitimidad de

autoridades legislativas y jurisdiccionales que es posible gracias a la observancia -también

mínima- de los principios del EdD puestos en primer plano, contribuye al surgimiento de

una obligación generalizada de obediencia al derecho, la cual posee las siguientes

características: Se trata de una obligación independiente de contenido (en la medida en que

no se funda directamente en las conductas prescritas por las normas particulares, sino en las

cualidades que revisten sus fuentes); de segundo orden o protegida (en tanto excluye de las

deliberaciones prácticas de los ciudadanos, las razones que normalmente esgrimirían a

favor y en contra de las conductas en cuestión); y algo crucial: es derrotable o prima facie

(dada la falibilidad inherente al juicio humano y a la incapacidad de las autoridades para

anticiparse en sus directivas a la compleja y, en principio, infinita combinación de los

factores constitutivos de los escenarios que pueden encontrar los destinatarios) (Aguilera,

E., 2013: 15-18)..

En este momento debo aclarar dos cuestiones más: Por una parte, la concepción

desarrollada presupone la presencia de la estructura social consistente en la unión compleja

de reglas primarias y secundarias, es decir, de la maquinaria institucional para la

administración de reglas primarias de obligación. Sin embargo, debido a la función que

hemos predicado del derecho, de limitar el poder público, la existencia de un sistema

38

jurídico depende también de que dichas instituciones operen de forma congruente con tal

función, a saber, ajustándose mínimamente a los principios del EdD destacados

anteriormente. Por otro lado, la concepción en comento adicionalmente presupone que de la

satisfacción de los principios del EdD no puede hablarse en términos absolutos, es decir, no

es el caso que o se cumplen o no. Su observancia es más bien, gradual. En este sentido,

superado el umbral de observancia mínima necesario para que un sistema jurídico exista –

que, en efecto, queda por definirse-, todavía hay un amplio margen para emprender un

proyecto prescriptivo orientado a establecer las propiedades del derecho deseable. En otras

palabras, siempre es posible que, alcanzado el umbral mínimo referido, las instituciones

continúen mejorando en lo relativo a la satisfacción del ideal del EdD (y/o de otros ideales).

Ahora bien, para cerrar este apartado, haré referencia una vez más a un aspecto de la teoría

de Hart que, en mi opinión, ha sido escasamente abordado en la discusión filosófico-

jurídica y que resulta especialmente relevante para el tipo de concepción sobre la existencia

del derecho aquí esbozado. Ese aspecto es el de la “patología de un sistema jurídico”.

Para Hart, así como puede hablarse de estadios previos al surgimiento de un sistema

jurídico maduro (aquellos implicados en el tránsito paulatino de un sistema pre-jurídico

exclusivamente basado en la costumbre hacia otro caracterizado por la unión compleja de

reglas primarias y secundarias), puede hablarse también, de estadios previos a su

desaparición como tal (que a su vez, serían posteriores al punto en el que el sistema alcanzó

su “madurez”). La tesis de la patología de un sistema jurídico pretende describir, aunque

sea de forma muy general, precisamente los escenarios que conducen a su extinción, es

decir, a que deje de existir. De acuerdo con el autor, lo que eventualmente puede

desembocar en la “muerte” de un sistema jurídico tiene que ver básicamente con dos

cuestiones: De un lado tenemos el divorcio entre el sector público (el de los funcionarios) y

el privado (el de los ciudadanos) que resulta del hecho de que los miembros del segundo

sector dejan de mantener la relación debida con las reglas primarias validadas por la regla

de reconocimiento. Es decir, la población general deja de obedecerlas, tornándolas por

tanto, ineficaces. A su vez, esto puede ocurrir, por ejemplo, derivado de invasiones

extranjeras o de revoluciones internas, caracterizadas ambas por la actividad de grupos

diversos a los funcionarios oficiales, con pretensiones de gobernar en lugar de aquellos.

Otro ejemplo es el del colapso del orden jurídico a causa de la impunidad generalizada con

la que actúan ciertos individuos (quienes normalmente no tienen pretensiones de derrocar al

gobierno), cuyas transgresiones quedan sistemáticamente sin castigo. Por otra parte, un

sistema jurídico puede desaparecer a causa del progresivo resquebrajamiento de la “unión

entre funcionarios” que normalmente es presupuesta en la emisión de enunciados internos

de validez, lo cual puede ocurrir, por ejemplo, en el caso de conflictos competenciales

permanentes entre los diversos poderes (Hart, H. L. A., 2012: 146-153).

Pues bien, esta discusión es relevante debido a que la concepción perfilada en este apartado

(y en general, la familia de concepciones a la que pertenece) contribuye a enriquecer la

39

teoría de la patología de un sistema jurídico presentada por Hart, al ampliar la gama de

posibles escenarios que conducen a su desaparición. Esa ampliación proviene de considerar

que, como se ha dicho, el distanciamiento constante, progresivo y sistemático de los ideales

del EdD, también puede acarrear la inexistencia del sistema jurídico que incurre en tales

prácticas. Cabe destacar que estos casos normalmente no se caracterizan, ni por la

ineficacia de sus normas, ni por la desunión de los funcionarios (que son los dos principales

factores reconocidos por Hart). Al contrario, frecuentemente ocurre que con base en el

temor a la represión “jurídica” y/o en el convencimiento (o adoctrinamiento) resultante de

estar expuesta a la maquinaria propagandística del Estado, la población generalmente

obedece sus normas, al tiempo que la solidaridad gremial entre los operadores del derecho

se fortalece. Y precisamente porque la aceptación por parte de los funcionarios, de las

normas (secundarias) que les confieren las potestades necesarias para actuar como tales (y

particularmente, de su regla de reconocimiento), así como la eficacia general de las normas

primarias de obligación, constituyen circunstancias que pueden permanecer incólumes en

estos casos, es que resulta contraintuitivo aseverar que el sistema jurídico ha desaparecido

(o que está en vías de hacerlo). Lo más que puede decirse, según la sabiduría convencional,

es que el sistema jurídico de referencia es sumamente (o incluso) insoportablemente

injusto, mezquino, perverso, maligno, etc. En este trabajo se ha planteado una alternativa a

la forma en que tradicionalmente se describen las situaciones anteriores, que es la siguiente:

Si el alejamiento del ideal de un EdD es tan grave al punto de no observar sus principios

mínimamente, ese sistema, pese a que siga manteniendo su ropaje institucional (en lo cual

radica la trampa), ha perdido su estatus de “jurídico”, virando (o torciendo el camino) hacia

una maquinaria de control social simulatoria de derecho.29

9. Complementando la concepción esbozada con un componente de corte aretáico

(o de las aportaciones que puede hacer la “teoría de la virtud”)

En la sección 3 sostuve que las versiones serias de positivismo y anti-positivismo pueden

conceder grosso modo que el derecho –junto con la mayoría de los demás géneros de

actividad humana- no constituye una práctica totalmente autónoma. Esto significa que no

tiene la capacidad de aislarnos de –o hacernos inmunes a- las exigencias de la moral (aún

en las situaciones jurídicamente constituidas por las que navegamos cotidianamente).

Sostener lo contrario, es decir, que la insularidad del derecho respecto de la moral es

extrema o completa, conduciría a afirmar la fragmentación del razonamiento práctico (lo

cual, en mi opinión, es inadecuado). En este sentido, ni los ciudadanos, ni los jueces, deben

eludir su responsabilidad moral al determinar si obedecen (o no) o si aplican (o no) el

derecho.

29

Véase la sección 10 en su parte final.

40

Pues bien, la concepción delineada en la sección previa crea las condiciones propicias para

que ambas clases de individuos cumplan con esa responsabilidad al dejar claro, desde el

comienzo, que la obligación de obedecer al derecho, a cuyo establecimiento contribuye la

superación del umbral mínimo de observancia de los principios del EdD, es sólo prima

facie o derrotable. Y ello es así, entre otras cosas, debido a la inevitable falibilidad del

juicio de las autoridades emisoras de directivas (la cual, aunque disminuida o mitigada por

el potencial epistémico del método democrático, no desaparece del todo) y a que no pueden

capturar en un sistema de reglas generales, la serie -en principio, infinita-, de

combinaciones de las circunstancias constitutivas de las situaciones que los destinatarios

podrían enfrentar en su vida cotidiana (al referirse a clases de personas y de conductas, las

autoridades emisoras construyen modelos simplificados de la realidad, necesariamente

incompletos en el sentido de ser incapaces de contemplar todas las variaciones posibles).

Para el caso específico del juez, la concepción referida crea las condiciones para que, pese a

ser un agente moral institucionalmente cualificado –es decir, pese a que desempeña el rol

derivado de las reglas que le otorgan sus respectivas facultades (Lariguet, G., 2007: 53)-, no

opte por la ruta cómoda de concebir al derecho como un sector plenamente escindido de la

moral, sino que tome en serio el razonamiento jurídico y así se percate de la permanente

necesidad de deliberar cautelosamente si aplica o no la norma jurídica de que se trate, al

caso concreto (Lariguet, G. 2007: 61-62).

Sin embargo, lo anterior no ocurre automáticamente. No es el caso pues, que, por

definición, los jueces actúen de este modo. Se requiere, en breve, que sean cierto tipo de

persona, lo cual me conduce a abordar el componente de corte aretáico que propongo

adicionar a la concepción sobre la existencia del derecho antes presentada:

Coincido con el profesor Lariguet en que los esfuerzos tradicionales por explicar la relación

entre derecho y moral se han centrado exclusivamente en el nivel del diseño institucional

apropiado para conferir legitimidad al derecho, dejando así de lado al elemento humano.30

Este enfoque (marmóreo), desafortunadamente desatiende el hecho de que, si un sistema

jurídico es legítimo (aunque sea parcialmente), ello no depende sólo de la configuración

institucional que posee, sino también, y muy importantemente, de los rasgos de carácter31

que deberían satisfacer sus funcionarios; rasgos que son comúnmente referidos en la

literatura especializada como “virtudes” (Lariguet, G., 2013: 113-114).

Pero ¿qué son las virtudes? Sin pretensiones esencialistas, podemos decir que el término

“virtudes” designa ciertas disposiciones estables de carácter, armónicamente integradas a

causa de una de las funciones que desempeña la virtud de la sabiduría práctica o frónesis

(por lo que también puede considerársele una “meta-virtud”), que conducen al agente a

30

De hecho, esto es básicamente a lo que no hemos dedicado en la discusión precedente. 31

Para una excelente introducción al tema del carácter moral desde el punto de vista filosófico, véase

(Homiak, M., 2001).

41

actuar adecuadamente desde el punto de vista moral, respondiendo de manera correcta a los

desafíos morales (entre ellos, los dilemas), que se le presentan (Lariguet, G., 2013: 113).

Sin ánimo de ser exhaustivo, a continuación me referiré a un conjunto de virtudes que

deberían exhibir particularmente los jueces (sobre todo en el contexto de un Estado de

Derecho). Para ello seguiré de cerca el pensamiento de la profesora Amaya, quien es una de

las principales promotoras del giro aretáico en la filosofía del derecho, no sólo en México,

sino a nivel internacional.32

Comenzaré tratando una de las virtudes cardinales del juez, sobre todo en lo relativo a sus

actividades argumentativas o de fundamentación de sus decisiones, que es la llamada

“sabiduría práctica” o “frónesis”. Esta virtud consiste en la capacidad de reconocer los

requerimientos que las situaciones imponen al comportamiento; en la habilidad de detectar

las distintas razones para la acción que se dan en cada caso concreto. En otras palabras, es

la capacidad para identificar cuándo la situación es tal que apartarse de la norma jurídica

que, en principio, la contempla, está justificado; es decir, cuándo hay excepciones que

derrotan la aplicabilidad de la norma en cuestión, mismas que no pueden ser codificadas en

su totalidad, con antelación, sino que gracias a la virtud en comento, son encontradas caso

por caso (Amaya, A., 2013a: 19-20).

En este sentido, el juez dotado de sabiduría práctica posee una refinada capacidad de

percepción, una manera distintiva de “ver” o de aproximarse a la situación, con base en la

cual, no descuida ninguna consideración relevante (Amaya, A., 2013a: 21-22). Pero

además, dicho juez, contrario a lo que normalmente se supone que debería ser, no analiza

las cuestiones desde una perspectiva “fría” o puramente intelectual, sino que tiene la

respuesta emocional apropiada en cada caso, misma que es una parte constitutiva de la

clase de percepción anteriormente aludida (Amaya, A., 2013a: 22-24). Así mismo, el

despliegue de esta virtud por el juez que la posee abarca, además de la elección de la mejor

solución, la crucial etapa precedente que consiste en esforzarse por elaborar la descripción

más lúcida posible del caso y de los problemas que plantea para la decisión correspondiente

(Amaya, A., 2013a: 24-27). Entre tales problemas, el juez puede enfrentar un conflicto de

valores, en cuyo caso, la sabiduría práctica se manifiesta en la identificación concreta de

cuáles son, de cuál es el contenido más apropiado de los mismos para la situación actual

(para lo cual el juez puede echar mano de concepciones previas o bien, darse a la tarea de

desarrollar las propias), y de qué cuenta como una realización, promoción o materialización

de dichos valores en el contexto de la situación específica (Amaya, A., 2013a: 27-29).

32

Para adentrase en una de las propuestas más actuales sobre cómo emplear la teoría de la virtud en el campo

de la filosofía del derecho, recomiendo ampliamente, entre otros, la revisión de los siguientes trabajos de

Amalia Amaya: (Amaya, A., 2013a; 2013b; 2013c; 2012; 2009; 2008). Así mismo, para una introducción

general a la aplicación de la teoría de la virtud en los campos de la epistemología y de la ética, véanse (Greco,

J., y Turri, J., 2013; Hursthouse, R., 2013).

42

Es importante mencionar que la frónesis no es una habilidad infalible de tomar decisiones,

ya que incluso un juez virtuoso puede equivocarse, De hecho, con base en otras virtudes

como las de la apertura de mente y la humildad, el juez asume frontalmente la posibilidad

que existe de que incurra en el error y, por tanto, se vuelve todavía más cauteloso en el

escrutinio del asunto (aunque es perfectamente consciente de que, aun en ese caso, el yerro

permanece latente). Pero además, no es una habilidad que se ejercita intuitivamente sin

necesidad de explicación alguna. Al contrario, una faceta imprescindible de la sabiduría

práctica es la capacidad que confiere a su poseedor (en este caso, al juez) de ofrecer

razones, no sólo explicativas, sino justificativas, de su decisión. De ahí, como dijimos, su

importancia para las actividades judiciales de argumentación o de fundamentación de

decisiones (Amaya, A., 2013a: 21-22).

Ahora bien, la sabiduría práctica es una de las denominadas virtudes “epistémicas”, entre

las cuales figuran también las de la “apertura de mente”, la “humildad intelectual”

(anteriormente referidas), la “autonomía intelectual” y la “perseverancia”. Al lado de estas,

tenemos a las virtudes “morales” y a las “institucionales”. Entre las primeras destacan la

“honestidad”, la “imparcialidad”, la “valentía”, la “templanza” y la “magnanimidad”. Y

entre las segundas, la capacidad de “consensar” y las propias del “buen comunicador”.

Como dijimos al definir las virtudes, la sabiduría práctica también puede ser considerada

una “meta-virtud” en la medida en que es la mediadora entre las demandas que al agente le

imponen virtudes diferentes. Dicha función mediadora implica entonces, alcanzar el famoso

“justo medio” aristotélico (Amaya, A., 2013a: 34-36).

Otras virtudes judiciales igualmente importantes (a la par de la frónesis) son: La llamada

“integridad judicial” o “fidelidad al derecho”, de acuerdo con la cual, el juez lleva a cabo

sus deliberaciones desde el punto de vista de alguien que acepta las normas jurídicas que

estructuran y constriñen sus procesos de toma de decisión y que está dispuesto a guiar su

conducta conforme a tales pautas. Como sabemos, y esto tiene relación con el ejercicio de

la sabiduría práctica, la disposición en cuestión no tiene que ser definitiva o concluyente,

sobre todo en lo que respecta a las normas jurídicas sustantivas que, en principio, son

relevantes para el caso concreto. En suma, esta virtud constituye una tendencia a darle al

ordenamiento jurídico una genuina oportunidad de que los asuntos sean resueltos con base

en sus disposiciones; una tendencia a no precipitarse en la determinación de que cierta

norma relevante no es aplicable sin más, ya que tal vez todavía pueda recurrirse a una

revisión más escrupulosa de los materiales jurídicos o a principios y/o valoraciones de la

finalidad o función de la o las normas en juego (Amaya, A., 2013a:36).

Por otra parte, tenemos las virtudes del juez en su faceta de decisor o juzgador de los

hechos (o de “trier of fact”, como suele llamarse en el mundo anglo-sajón a esta función),

es decir, las virtudes relevantes cuando el juez da por probados ciertos enunciados fácticos

(referidos a las circunstancias o supuestos contemplados en la norma respectiva). Entre

tales virtudes se hallan las de ser imparcial en el sentido de considerar seriamente las

43

hipótesis en cuestión (por ejemplo, que Pérez es culpable y que Pérez no es culpable), la de

estar dispuesto a tomar en cuenta hipótesis alternativas (incluso generadas por el propio

juez), la de cambiar de opinión frente a nuevas pruebas, etc. (Amaya, A., 2013c: 24-27).

Es momento de volver a nuestro punto de coincidencia con Lariguet de que si un sistema

jurídico es parcialmente legítimo, ello no depende exclusivamente de la configuración

institucional que posee, sino de los rasgos de carácter (o virtudes) que deberían satisfacer

sus funcionarios. Contando ahora con este somero panorama de las virtudes judiciales

podemos ver por qué esto es así. Y es que suponiendo que un sistema jurídico observa

mínimamente los principios del EdD, todavía puede ser que opere mediante “jueces

avispas” (como los llama Lariguet en alusión a la obra de Aristófanes), es decir, a través de

jueces entregados a vicios de carácter tales como la inclemencia, la soberbia, el

resentimiento social, la vanidad, la cobardía, la cólera, la avaricia, la ira, la parcialidad, etc.,

que influyen directamente en el contenido injusto e inmoral de ciertas decisiones judiciales.

O viceversa, si se trata de jueces virtuosos (en los términos apuntados), ellos pueden

contribuir a enmendar, al menos en parte, la inmoralidad o injusticia de la ley, precisamente

echando mano de la solución virtuosa de los asuntos de su competencia.

Lo anterior me lleva a especificar cómo propongo integrar este componente aretáico a la

concepción sobre la existencia del derecho tratada en la sección precedente. Y la respuesta

es: Siendo que partimos de atribuir al derecho la función de limitar al poder público –y más

específicamente, la de limitar los abusos a los que su ejercicio se presta-, otro principio

instrumentalmente conectado con ello sería el que prescribe, para el Estado, la formación y

preparación de funcionarios virtuosos, particularmente, de jueces excelentes. Esto a su vez

contribuye a seguir robusteciendo el ideal del EdD, el cual, recordemos, ha venido

evolucionando en nuestra propuesta, de consistir meramente en cualidades formales de las

reglas jurídicas (a la Fuller), pasando por incluir principios que guían tanto la creación,

como la aplicación de las mismas, hasta incorporar las cualidades o rasgos de carácter de

los funcionarios.

La pregunta que surge en este punto es ¿cómo contribuir a la formación de funcionarios

virtuosos y particularmente de jueces virtuosos? El problema es multifactorial y, por ende,

sumamente complejo. Aquí no puedo más que hacer una muy apretada referencia a algunas

sugerencias planteadas en la literatura:

De entrada, dicha formación no puede centrarse solamente en la fase en que el juez ha

entrado en funciones. Sin duda este periodo es muy importante pero, en todo caso, es

conveniente concebirlo como una continuación de la educación en virtudes que es deseable

comience desde etapas tempranas. De hecho, en etapas tan tempranas como la infancia y

particularmente en los primeros años, en donde, con base en las investigaciones empíricas

pertinentes, se recomienda consolidar, mediante estilos parentales apropiados, un apego

seguro en el infante, y proceder paulatinamente promoviendo la conformación de lazos

44

solidarios con su comunidad al ir creciendo (ello contribuirá a un adecuado desarrollo de la

“personalidad moral” del individuo). Aunado a lo anterior, se sugiere mantener contacto

frecuente con ejemplos de “conducta virtuosa”, de donde el pupilo pueda, por vía primero

de la imitación y luego del hábito, inducir un acervo de principios para guiar su futuro

comportamiento, adquiriendo en algún momento la consciencia plena de que se trata de

principios en constante evolución, dinámicos e inherentemente derrotables si así lo

requieren las circunstancias particulares de cada caso (lo cual es la base para el desarrollo

de la sabiduría práctica) (Narváez, D., Lapsley, D., 2009; Spiecker, B., 2005).

Siguiendo la recomendación de la exposición constante a ejemplares de virtuosismo ético y

ubicados ya en el periodo en que el juez se encuentra ejerciendo sus funciones (sin excluir

que esto pueda darse desde la carrera), Amaya propone la conformación de un canon de

modelos paradigmáticos de conducta judicial, mismo que puede estar compuesto de casos

o sentencias que exhiban en sus argumentos, el despliegue de virtudes, o bien de (o incluso,

aunado a) la experiencia de funcionarios judiciales virtuosos, nacionales o extranjeros,

reales o ficticios. La posibilidad de incluir casos de ficción en el canon referido, a su vez

abre la puerta para que artes como el cine y/o la literatura desempeñen un papel crucial en

la formación virtuosa de los jueces (Amaya, A., 2013b).

Uno de los objetivos prioritarios de este tipo de formación ética (basado en virtudes) es que,

en sus deliberaciones el juez amplíe su horizonte de opciones a fin de incluir cómo habría

actuado en el caso concreto, un juez virtuoso, y que con el tiempo, se habitúe a

comportarse de ese modo. Eventualmente, esto podría dar lugar a que asumamos una visión

de las condiciones bajo las cuales las decisiones judiciales están justificadas, según la cual,

lo están si corresponden con la forma en que un juez virtuoso habría podido decidir el

asunto en cuestión (Amaya, A., 2012).

10. La interacción de los vicios de carácter con las situaciones y el sistema

En la sección previa, al referirnos a la relación entre la legitimidad de un sistema jurídico y

los rasgos de carácter de sus funcionarios, mencionamos que cierto tipo de jueces -los que

constantemente exhiben vicios tales como la inclemencia, la corrupción, la soberbia, la

avaricia, la codicia, el resentimiento social, la cobardía, etc.-, pueden contribuir (o estar

contribuyendo), mediante sus resoluciones ética y jurídicamente defectuosas,33

a la

inmoralidad e injusticia del derecho y, por tanto, a la disminución gradual de su legitimidad

(que eventualmente puede acarrear, de acuerdo con la concepción desarrollada en el

apartado 8, incluso la pérdida de su estatus de “sistema jurídico”).

33

Si se trata de jueces viciosos, seguramente no poseen la virtud de la sabiduría práctica o frónesis, lo cual los

lleva a incurrir en fallas argumentativas cruciales o falacias (como técnicamente se les conoce), mismas que,

por definición, sólo aparentan ser razonamientos correctos. Por ello es que la ausencia de la virtud en comento

implica resoluciones defectuosas, también desde el punto de vista jurídico (no sólo del moral).

45

Pues bien, esta forma de plantear las cosas, que es la más común, pone el acento en ciertas

características, atributos, propensiones o cualidades personales (en nuestro caso, en ciertas

características de los jueces). Dicho enfoque es denominado “disposicional” (Zimbardo, P.,

2008: 27-30) y se basa en la intuición ampliamente difundida de que las acciones realmente

malas (como la tortura, el homicidio, etc.), son generalmente llevadas a cabo por individuos

perversos, es decir, por monstruos que encarnan todo lo que hay de oscuro y sombrío en la

naturaleza humana.

La popularidad de la intuición en comento se debe en parte, a que es convenientemente

cómoda. Asumirla nos permite poner una enorme distancia (miles y miles de kilómetros o

hasta años luz) entre esos monstruos y la manera en que nos percibimos a nosotros mismos

(como gente “decente”). Al compararnos con esas criaturas aberrantes, siempre salimos

ganando, ya que disminuimos la responsabilidad por nuestros actos, o incluso nos

absolvemos completamente, pensando “bueno, al menos no soy como ellos” o “lo que hice

–o estoy pensando hacer- no es, ni de cerca, tan grave como lo que los seres

verdaderamente malvados hacen”.

En palabras de Zimbardo, “…la idea de que un abismo insalvable separa a la gente buena

de la mala es reconfortante (porque) crea una lógica binaria que esencializa el Mal. La

mayoría de nosotros percibimos el Mal como una entidad, como una cualidad inherente a

algunas personas y no a otras. Al final, las malas semillas cumplen su destino produciendo

malos frutos. Definimos el mal señalando a seres realmente malvados de nuestro tiempo

como Hitler, Stalin, Sadam Hussein y otros dirigentes políticos que han orquestado

matanzas atroces…. Mantener esta dicotomía entre el Bien y el Mal también exime de

responsabilidad a la “gente buena”. Incluso la exime de reflexionar sobre su posible

participación en la creación, el mantenimiento, la perpetuación o la aceptación de las

condiciones que contribuyen al crimen, la delincuencia, el vandalismo, la provocación, la

violación, la intimidación, la tortura, el terror y la violencia. (Nos decimos que) “el mundo

es así; poco se puede hacer para cambiarlo y menos aún puedo hacer yo” (Zimbardo, P.,

2008: 27-28).

Retomado el caso de los jueces “avispas”, no estoy sugiriendo que no podamos describirlos

como personas que en efecto, poseen –temporal o permanentemente- los vicios de carácter

referidos, ni que no podamos responsabilizarlos moral y/o jurídicamente por sus acciones.

Sin embargo, si nos interesa comprender su comportamiento de forma más holística (a los

efectos de propiciar el cambio mediante políticas públicas adecuadas), quizá valga la pena

remover por un instante, el presupuesto implícito en el análisis “disposicional” que, de

entrada, los sataniza y trata como “manzanas podridas” de las que debemos librarnos

cuanto antes, para que, ya sin ellas, el sistema de impartición de justicia funcione

adecuadamente, es decir, como naturalmente lo haría sin esos elementos anómalos o

negativos. En otras palabras, quizá sea conveniente preguntarnos qué es lo que pudo haber

operado su transformación parcial (que asemejándose al personaje de Robert Louis

46

Stevenson –el doctor Jekyll y el señor Hyde- se manifiesta o se acentúa sólo cuando

desempeñan sus funciones) o permanente (sin dejar de contemplar, claro, la posibilidad de

que no haya ocurrido tal transformación, o bien, que ésta haya sido mínima, dadas las

predisposiciones o tendencias del individuo en cuestión).

Asumir este interés podría llevarnos (y así lo propongo) a adoptar un punto de vista

incremental o gradual, el cual parte de la premisa básica de que, en cualquier momento

dado, una persona puede poseer en mayor o menor medida un atributo determinado, como

la inteligencia, el orgullo, la honradez o la maldad, dependiendo sí de la experiencia o de la

práctica intensiva, pero también de intervenciones externas como el hecho de hallarse ante

una oportunidad o situación especial (cuyo carácter excepcional puede desaparecer si

encontrarse en esa situación se vuelve parte del entorno ordinario del agente).

Esto abona a la visión de que nuestra naturaleza es, en algún sentido, maleable; puede virar

hacia el lado bueno o el lado malo del ser humano. Así, puede decirse que la línea que

separa estos ámbitos es porosa o permeable. Centrándonos específicamente en la plausible

intermitencia y gradualidad de la maldad (entendida en un sentido amplio), deberíamos

considerar seriamente que todos (sí, tú, yo, el vecino, la profesora, algún familiar, un

amigo, etc.), somos capaces de ella en función de las circunstancias. Considérese, por

ejemplo, el caso de Adolf Eichman, el artífice de la logística de la transportación de los

judíos a los diversos campos de concentración durante el Holocausto. Inspirándose en este

personaje, Arendt acuñó su famosa tesis de la “banalidad del mal”, misma que hace

referencia al hecho de que, en muchas ocasiones, son precisamente las personas comunes y

corrientes -el ciudadano “normal” o “promedio”, como Eichman era considerado-, quienes

se entregan, sin cuestionar, e incluso, con fervor, a la participación en atrocidades

(Zimbardo, P., 2007).

En otras palabras, y sin que ello implique afirmar que la mayoría de nosotros sufrimos del

denominado “trastorno disociativo de la identidad”, es probable que nuestra personalidad

no sea constante en el tiempo y en el espacio como solemos creer. Y es que no somos los

mismos cuando trabajamos a solas o cuando lo hacemos en grupo, cuando nos hallamos en

una situación romántica o en un ámbito educativo, cuando estamos con buenos amigos o

entre una multitud anónima, cuando nos encontramos en el extranjero o en nuestro lugar

habitual de residencia. En suma, las situaciones importan, ya que, en efecto, sin dejar de

interactuar con (y depender de) las características, tendencias o disposiciones de cada

persona, contribuyen determinantemente a elicitar o extraer de nosotros ciertas maneras de

comportarnos, incluidas las moral y/o jurídicamente reprochables, de las que no

pensábamos ser capaces. Este efecto se vuelve más fuerte, sobre todo cuando se trata de

contextos novedosos para los cuales no contamos con referentes en nuestra experiencia

previa (Zimbardo, P., 2008: 28, 30, 292-294, 418-422).

47

Disciplinas como la psicología social, han puesto de relieve justamente ese poder e

influencia de las situaciones para extraer de personas ordinarias, conductas reprobables

(incluso violentas) que, en principio, eran inimaginables para ellas mismas. En esta línea se

ubican los estudios ya clásicos de Milgram34

y Zimbardo.35

El primero de ellos –Stanley Milgram de la Universidad de Yale-, diseñó un ingenioso

experimento para el estudio del fenómeno conocido como la “obediencia ciega a la

autoridad” (Zimbardo, P., 2008: 356-367). Este consistía en acordar con un voluntario que

le sería pagada cierta cantidad de dinero a cambio de que fungiera como “maestro” en una

dinámica especialmente creada para investigar “cómo mejorar la memoria en procesos de

enseñanza-aprendizaje” (nótese el énfasis en el supuesto propósito “científico” de la

actividad). A otro participante se le asignaba el papel de “alumno”. Su función sería la de

memorizar un listado de pares de palabras a efecto de formar el par correspondiente cada

vez que le fuera presentada una palabra de la lista. Por su parte, el maestro tendría que decir

“correcto” si el alumno acertaba, o bien, darle una descarga eléctrica si se equivocaba. Las

descargas se administrarían con intensidad progresiva presionando alguno de los 30

interruptores del panel de control, cada uno de los cuales representaban un aumento de 15

voltios respecto del anterior, comenzando por 15 voltios como descarga mínima y

culminando en 450. Aclarados los roles, el experimentador, quien estaría presente en todo

momento y se encargaría de presentar las palabras, conducía al alumno a la sala de al lado.

Ahí se le sentaba, sus brazos se sujetaban con unas correas y se le colocaba el electrodo por

el cual, si erraba, recibiría las descargas mencionadas. A su vez, se hacía una pequeña

prueba con el maestro, suministrándole una descarga de 45 voltios (es decir, del nivel 3) a

efecto de que se hiciera una idea de la sensación que tendría su colega luego de haber

cometido algunos pocos errores. Por su parte, maestro y experimentador irían a la sala

contigua para iniciar. En dicha sala había un interfón a través del cual maestro y alumno se

comunicarían.

No obstante, en realidad, todo era un montaje cuidadosamente preparado. Así, luego de la

primera prueba con el maestro, los interruptores dejaban de funcionar. Por otro lado, el

alumno no era un participante al azar, sino un colaborador del equipo, quien finge las

reacciones a las supuestas descargas eléctricas. De acuerdo con el guion previamente

elaborado, en cierto momento el alumno comienza a equivocarse sistemáticamente y a

incrementar la intensidad de sus reacciones dolorosas, primero gritando desesperadamente

que ya no quiere contestar más ni seguir ahí, que nadie tiene derecho a retenerlo, y así hasta

decir que siente que el corazón le falla. Luego, simplemente queda en silencio (con lo cual,

es razonable suponer que ha perdido el conocimiento). Por su parte, el experimentador, de

modo cada vez más drástico e insistente, exige al maestro que continúe castigando al

alumno, recordándole que tienen un acuerdo previo que debe cumplir, que están

34

Véase el sitio: http://www.stanleymilgram.com/ 35

Véase el sitio: http://www.zimbardo.com/

48

contribuyendo al avance de la ciencia y mencionándole que no tendría que preocuparse, ya

que, en todo caso, él se hará responsable por lo que suceda (Zimbardo, P., 2008: 356-361).

Milgram describió su experimento a un grupo de 40 psiquiatras a quienes les pidió que

predijeran el porcentaje de ciudadanos estadounidenses que llegarían a presionar los 30

interruptores. Pensando que una conducta así sólo sería manifestada por personas

sumamente sádicas, en promedio, el grupo calculó que menos del 1% de los participantes

alcanzaría tales extremos y que la mayoría de la gente abandonaría el estudio cuando éste

llegara al nivel 10 de descargas (150 voltios). La dura realidad es que 2 de cada 3

“maestros” (el 65%) llegaron hasta el final. La inmensa mayoría continuaron aplicando

descargas a su “alumno”-víctima una y otra vez a pesar de sus súplicas cada vez más

angustiosas para que pararan. De hecho, prácticamente la totalidad de participantes siguió

adelante cuando ya no se escuchaba nada del otro lado del interfón, es decir, cuando era

razonable suponer que el alumno había perdido el conocimiento, lo cual ocurría al

alcanzarse los 330 voltios (Zimbardo, P., 2008: 362-363).

Por su parte, Philip Zambardo ha recibido reconocimiento mundial por su experimento de

la “prisión de Stanford” (Zimbardo, P., 2008: 49-347). Este consistió en convocar a jóvenes

universitarios a que a cambio de recibir 15 dólares diarios participaran en un simulacro de

encarcelamiento que tendría lugar en el sótano de la facultad de psicología de la

Universidad de Stanford (especialmente condicionado para tales efectos) y que, en

principio, duraría dos semanas. De entre quienes atendieron el llamado (alrededor de 100),

se eligieron cuidadosamente a 24 estudiantes sobre la base, entre otras cosas, de estar en

buenas condiciones de salud, de no tener antecedentes penales, ni trastornos mentales o

emocionales. Se trataba pues, de una muestra representativa del típico universitario

estadounidense de clase media, perfectamente “normal” según los estándares

convencionales. Algunos de ellos (9) desempeñarían el rol de “reclusos”, mientras el resto

el de “guardias”. Los primeros debían permanecer las 24 horas en las instalaciones de la

prisión fabricada, al tiempo que los segundos cumplirían con turnos de 8 horas. Es

importante mencionar que la asignación de la condición de “recluso” o de “guardia” fue

aleatoria. Pues bien, la noche anterior a que el estudio diera inicio, Zimbardo se reunió con

quienes desempeñarían el papel de guardias a efecto de comunicarles las instrucciones

pertinentes. En términos generales los guardias se abocarían a “mantener el orden” sin

recurrir al uso de la fuerza. En esa misma reunión se les entregó el uniforme tradicional

color kaki, unas gafas oscuras de gota grande que les cubrían gran parte del rostro y una

macana. Al día siguiente y para que las circunstancias fuesen más realistas, policías de Palo

Alto contribuyeron con Zimbardo arrestando a quienes serían los reclusos y

transportándolos en patrulla a la prisión. A los reclusos sólo se les pidió que estuvieran

listos para comenzar su participación en cierta fecha, pero no sabían que la dinámica

comenzaría con una detención muy próxima a como ocurre en la práctica policial cotidiana.

Antes de enviarlos a sus respectivas celdas, se les desnudó completamente y se les pidió

49

que vistieran una bata abierta por la espalda, sin que llevaran ropa interior; se les asignó un

número, el cual venía adherido a la bata, y se les colocó una media en la cabeza para

simular que habían sido rapados. Así mismo, se les formó en línea a efecto de comunicarles

las reglas de convivencia que debían observar, las cuales, entre otras cuestiones, establecían

que sólo podían tardar 5 minutos en el baño y que al hallarse en ese recinto siempre estarían

supervisados, que fumar, recibir correo y atender a visitas eran privilegios otorgados

discrecionalmente por los guardias, que entre ellos deberían dirigirse por su número

exclusivamente, que al dirigirse a un guardia lo harían llamándolo “Señor oficial de

prisiones”, que debían dejar de referirse a su situación como un “experimento” o

“simulacro”, que sólo podían dejar la cárcel al cumplirse el plazo de dos semanas o antes, si

luego de solicitarla, obtenían su “libertad condicional” (lo cual acarreaba la renuncia a su

paga), que debían hacer del conocimiento de los guardias cualquier incumplimiento de las

normas por parte de alguno de sus compañeros, y que la no observancia de dichas

disposiciones podía ser motivo de castigo.

Lo que se observó en el transcurso del experimento fue un abanico de conductas que aun

hoy continúan impresionando a académicos y al público en general (Zimbardo, P., 2008:

271-316). Entre las cosas que más impacto causaron fue la rapidez con la que ambos

grupos se apropiaron de sus roles respectivos. En pocos días, sus vidas se habían reducido

a lo que experimentaban como guardias o reclusos en la situación “total” en la que se

encontraban. En este sentido, y gracias a la vaguedad de las instrucciones que les fueron

dadas, al insuficiente monitoreo de parte de Zimbardo, así como a la discrecionalidad

subyacente al conjunto de reglas que impusieron a los reclusos, los guardias se entregaron

de formas cada vez más creativas y sádicas a la imposición de castigos humillantes y

abusivos so pretexto de mantener el orden. Estos incluían actividades físicas (lagartijas,

sentadillas, etc.), la interrupción del ciclo de sueño, el aislamiento del resto del grupo, hacer

de todo un privilegio dispensado a capricho, quitar el colchón de las camas, obligar a que se

durmiera en el piso, la división del grupo en “buenos” (que se subordinan en todo

momento) y “malos” (que no quieren aceptar la autoridad y que incitan al desorden),

castigar a todos por culpa de alguna de las acciones o actitudes de los “malos”, provocando

con ello la desunión, el decaimiento del ánimo y la complicidad progresiva con los guardias

para quebrar el espíritu de los “rijosos”, etc. Sin embargo, luego de un intento de

amotinamiento y para contener el incipiente aire de rebelión que flotó en los primeros días,

a las prácticas anteriores se adicionaron humillaciones sexuales tales como la simulación de

actos de sodomía. Por su parte, luego del intento de insurrección que tuvo lugar en el

segundo día del experimento (en el que los reclusos se atrincheraron en sus celdas poniendo

sus camas contra las puertas) y de la forma tan brutal –aunque no física- en que fue

sofocado, los reclusos paulatinamente adoptaron una actitud pasiva, de depresión, de

acatamiento total y de indefensión aprendida (sobre todo luego de que entendieron que

hicieran lo que hicieran, serían castigados en mayor o menor grado), al punto incluso de

50

preferir que un compañero fuese aislado del resto en una celda reducida y a oscuras con tal

de que no les fuese retirado el derecho a la cena de aquella noche.

Otro acontecimiento clave fue que el propio Zimbardo y muchos observadores externos que

éste invitó (incluyendo un sacerdote), no fueron capaces de sentir empatía por el

sufrimiento de los reclusos y fueron indiferentes a los abusos de los guardias. Es como si el

hecho de que se tratara de un estudio debidamente financiado por instituciones

gubernamentales, coordinado por expertos, que contaba incluso con la colaboración de las

autoridades (recuérdese el arresto y la transportación en patrulla de los reclusos) y que

estaba orientado a investigar cuestiones tan cruciales como las causas del comportamiento

antisocial, los hubiera impedido –aunque sea temporalmente- para la reflexión ética. De

hecho, no fue sino hasta que la nueva asistente de Zimbardo lo confrontara con firmeza que

éste decidió finalmente suspender el experimento en el sexto día (mucho antes de lo

planeado).

Con base en su propia experiencia en Stanford y en los estudios que continuaron, con

ciertas variantes, la pauta marcada por Milgram, Zimbardo ha desarrollado una teoría que

identifica ciertos factores constitutivos de la estructura de ciertas situaciones, que

contribuyen a efectuar una transformación (temporal o permanente) en el carácter de

quienes participan de aquellas. Una transformación tal que les hace desplegar conductas de

las que no se consideraban capaces por percibirse (y ser percibidos por los demás) como

gente ordinaria, promedio o normal (Zimbardo, P., 2008: 393-422). Entre dichos factores

figuran prominentemente los que conducen a la “deshumanización” de nuestros

congéneres, a nuestra “desindividuación” (o “despersonalización”), a la “dispersión de la

responsabilidad”, a la “maldad por inacción” y esencialmente a nuestra “desconexión

moral”. Todos ellos se montan sobre (y explotan o sacan partido de) un aparataje de

tendencias humanas como la de actuar de conformidad con el grupo social de referencia

motivados por el deseo de ser aceptados y de pertenecer, o la disposición a obedecer

(incluso ciegamente) a las figuras de autoridad. A continuación aludiré a algunos ejemplos

concretos de tales factores.

El hecho de que a los reclusos de la prisión de Stanford se les haya sometido a rituales

iniciales autorizados de degradación como el ser desnudados, el que se les identificara sólo

mediante números, el que no se les permitiera vestir una indumentaria convencional (por

ejemplo, pantalón y camisa), aunado a una reglamentación que más allá de imponer el

orden y la disciplina, de entrada los concebía como entes sin derechos, sólo con deberes,

son ejemplos de factores situacionales que deshumanizan a las personas, que las rebajan al

estatus de cosas u objetos, de los cuales uno puede adueñarse y tratar abusivamente sin

consideración alguna de sus estados internos, de su sufrimiento, de sus sentimientos.

Aunque no de forma explícita, los rasgos referidos –que ya estaban ahí como parte de las

condiciones iniciales del experimento, es decir, antes de la escalada en el tratamiento

indigno a los reclusos-, de manera subrepticia, sutil e imperceptible, mandaron el mensaje

51

de que los internos eran inferiores, algo menos que seres humanos. No es extraño pues, que

si ese era el supuesto del que partía la propia institución –en este caso, el experimento que

simulaba una cárcel- los guardias sólo lo complementaran poniendo su sello particular.

Por otro lado, el empleo de gafas oscuras que cubrían buena parte del rostro de los guardias,

el muro que separaba las salas donde se hallaban maestro y alumno en el estudio de

Milgram, y cosas semejantes, le confieren a las personas una sensación de anonimato (ahí

el elemento de desindividuación) bajo la cual es más fácil permitirse ciertos deslices que,

dependiendo de las circunstancias, pueden escalar a conductas depravadas y crueles.

Así mismo, el que el experimentador en el estudio de Milgram –alguien que ante los ojos

del maestro, representaba la figura de autoridad propia de un experto, la voz misma de La

Ciencia-, mencionara insistentemente que en última instancia, la responsabilidad por lo que

le ocurriera al alumno recaería exclusivamente en él, contribuyó a la configuración de un

entorno de responsabilidad dispersa o distribuida, al que normalmente le concedemos

(ilusoriamente) cualidades eximentes, al menos en lo que hace a nuestro comportamiento.

En breve, ante estas situaciones solemos reaccionar pensando que tal vez estamos

equivocados en nuestra apreciación inicial de lo que se nos pide hacer como algo inmoral o

injusto y/o en todo caso, que si al final resulta serlo, no es nuestro problema. Y ello debido

a que ahí tenemos a una persona a la que le atribuimos autoridad teórica o científica, con

todo el respaldo institucional posible, solicitándonos, e incluso, exigiéndonos que hagamos

o dejemos de hacer algo. Seguramente este individuo sabe mucho más que nosotros y ya ha

pensado previamente en la logística respectiva y en sus implicaciones. Pero además, nos

asegura que él se hará cargo de rendir cuentas por lo que pase.

En este momento es pertinente introducir el componente “sistémico” que Zimbardo añade

al análisis situacional anteriormente perfilado. Y es que en muchas ocasiones, las

situaciones referidas, que se configuran mediante la combinación de factores estructurales

conducentes a la deshumanización, la desindividuación, la dispersión de la responsabilidad

y en última instancia, a la desconexión moral de sus participantes –con base en lo cual,

aquellos terminan comportándose de forma cruel y despiadada- no se presentan como tales

de manera azarosa, sino que son promovidas, fomentadas, permitidas o toleradas por otros

actores que generalmente fungen como autoridades superiores en el contexto relevante

(Zimbardo, P., 2008: 294-316, 418-422).

Para explicar cómo embona este componente sistémico seguiremos una metáfora:

Podríamos decir que el análisis de corte disposicional equivale a considerar a los

perpetradores de esta clase de conductas abusivas como “manzanas podridas”, es decir,

como elementos que, de entrada, ya vienen “echados a perder”, infectados por sus propias

predisposiciones y rasgos de personalidad. Bajo esta óptica, la solución estriba simplemente

en remover –y en echar a la hoguera- a los frutos malos y sustituirlos por frutos saludables.

Por su parte, el análisis situacional nos insta a considerar, además de lo anterior, los efectos

52

que puede tener el tipo de “cesto” que contiene las manzanas, lo cual es importante en

virtud de que, asumiendo este enfoque, cabe la posibilidad de que aun suplantando a los

elementos negativos, persista la comisión de actos reprochables. Y por último, la

perspectiva sistémica nos invita a considerar también, el aporte que a la situación hacen los

“fabricantes de los cestos”. Una metáfora más: Un platillo puede dejarnos un mal sabor de

boca (lo que sería el equivalente del reproche moral hacia las conductas desplegadas) en

parte por los productos de mala calidad empleados (análisis disposicional), pero también

por los aderezos, especias y condimentos usados (análisis situacional) y, además por la

incompetencia del cocinero que lo preparó o por la receta deficiente que siguió (análisis

sistémico).

La pregunta que surge ahora es ¿cómo pueden contribuir los fabricantes de los cestos, el

cocinero o la receta, es decir, el Sistema, a la situación? Y la respuesta tiene que ver, al

menos, con tres cuestiones: Con lo que se conoce como “adoctrinamiento”, que consiste en

una práctica multiforme y con diversos grados de intensidad, cuyo propósito es convencer a

los participantes (a veces al extremo del fanatismo) de que han sido llamados a defender

una causa, en principio, justa y trascendente, a costa de lo que sea que se interponga en el

camino. En contra incluso de sus propias creencias previas o privadas, las cuales si osan

continuar contradiciendo o cuestionando la doctrina oficial son vistas como un signo de

debilidad, de falta de fe y de compromiso. De hecho, la resistencia a abrazar el Dogma

coloca a los adoctrinados disidentes en la ruta de convertirse en el enemigo, a quien, a su

vez, se le sataniza y/o deshumaniza (Zimbardo, P., 2008: 378-382). Aunado a lo anterior, el

aporte del sistema tiene que ver con la omisión consistente en un monitoreo deficiente, o

incluso, inexistente, de las situaciones concretas, y, en íntima conexión con este elemento,

con la impunidad generalizada de los perpetradores de atrocidades (Zimbardo, P., 2008:

485-549).

Como lo señalan los recientes estudios en torno al fenómeno de la “criminalidad

sistemática o por sistema”, que buscan comprender las raíces de la comisión de crímenes

internacionales como el genocidio o los crímenes contra la humanidad –como las

detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, torturas, ejecuciones extra-judiciales,

etc., que se cometen al amparo de una política de Estado-, estas contribuciones del sistema

a la configuración de las situaciones anómalas que hemos venido comentando tienen el

efecto de distorsionar el trasfondo de reglas sociales, morales y jurídicas que normalmente

prohíben la comisión de las conductas en cuestión, de modo que hacen creer

(razonablemente) a los participantes, que en las circunstancias actuales (y por tiempo

indeterminado o hasta nuevo aviso), estarán permitidas o, que al menos, serán toleradas (a

la manera de los famosos “daños colaterales”). Por ello, los actos constitutivos de crímenes

internacionales son considerados en términos generales, como “crímenes de obediencia”

(Kelman, H., 2009: 26-29), en virtud de que sus perpetradores obran pensando que se

ajustan a la política instaurada, es decir, creyendo que se encuentran autorizados para tales

53

efectos (y que eso es lo que se espera de ellos). Pero el punto crucial es que dicha creencia

está, hasta cierto punto, justificada sobre la base del sutil (y a veces no tan sutil) pero

efectivo respaldo institucional que se traduce, como hemos dicho, en la impunidad

sistemática de sus actos. Este es el fundamento para que, a nivel internacional, mediante

procedimientos ante la Corte Penal Internacional, se intente responsabilizar no sólo a

quienes personalmente ejecutan genocidios y crímenes contra la humanidad, sino también a

gente ubicada más arriba en la cadena de mando respectiva (generales, etc.), hasta alcanzar

incluso a miembros de las altas esferas políticas y gubernamentales (como el Presidente, su

Gabinete y otros funcionarios de niveles semejantes) (Gattini, A., 2009; Ambos, K., 2009;

Van Der Wilt, H., 2009; Zimmermann, A., y Teichmann, M., 2009).

Ahora bien, empleando la terminología de Fernández Dols (Oceja, L., y Fernández Dols, J.,

1992; Fernández Dols, J., 1993), podemos decir que el adoctrinamiento permanente,

aunado a la sistemática falta de monitoreo e impunidad de quienes cometen estos actos,

convierten a las normas sociales, morales y jurídicas que normalmente serían pertinentes

para orientar el comportamiento de los individuos en esos contextos, en “normas

perversas”, es decir, en normas que pese a los casos esporádicos de cumplimiento

voluntario y/o de aplicación por parte de las instancias competentes, generalmente no se

cumplen ni se aplican. Y esto sucede debido al surgimiento de un sistema paralelo de

reglas sociales que, en la práctica, las neutraliza o torna ineficaces, al tiempo que establece

las formas aceptadas de vulneración de aquellas normas oficialmente vigentes. En el caso

de los crímenes internacionales mencionados con anterioridad, son las normas jurídicas

nacionales e internacionales relevantes (protectoras de derechos humanos) las que más

claramente se transforman en normas perversas (en el sentido anotado).

Es importante enfatizar que el sistema normativo paralelo que surge para tornar en

permitidas, o al menos, en toleradas, a las conductas originalmente proscritas por las

normas jurídicas y para especificar la forma aceptada de llevarlas a cabo (cómo proceder en

la aplicación de métodos de tortura, en las detenciones arbitrarias, etc.), está conformado

por reglas sociales, o más técnicamente, por convenciones constitutivas y/o de

coordinación que surgen explícita o implícitamente, así como, consciente o

inconscientemente. Esto significa que una de las razones principales por la que los

participantes de las prácticas resultantes intervienen en ellas de acuerdo con el rol o

funciones que les corresponde desempeñar, consiste en que los demás miembros (o la

mayoría) del grupo al que se desea pertenecer (o continuar siendo miembro), también lo

hacen, y además, tienen la expectativa recíproca de que cada quien realizará la aportación

que le corresponde. Con un mínimo de complacencia o de participación en la práctica, se

asegura la perpetuación de la misma, así como el fortalecimiento de los lazos de solidaridad

entre los participantes, ya que ahora todos son cómplices, y si alguno se atreviera a salirse

del redil, a no sujetarse al “programa”, en el aire flota la amenaza, no sólo del ostracismo,

sino de la aplicación, ahora sí, de las normas oficialmente vigentes que, recordemos, en

54

términos generales, prohíben lo que hacen vinculando dicho comportamiento con sanciones

y/o penas de gravedad variable (por ello es que la definición de normas perversas incluye la

posibilidad de que dichas normas, pese a ser generalmente incumplidas e inaplicadas, se

apliquen, en principio, de forma esporádica, pero ello dependerá de si sirve o no a los

intereses de quienes negocian o imponen las formas aceptadas en que son sistemáticamente

transgredidas).

El análisis sistémico de la maldad propuesto por Zimabrdo (el cual, como vimos, presupone

el situacional y el disposicional), mismo que aquí hemos complementado con las

aportaciones de los investigaciones relativas a la criminalidad sistemática y a las llamadas

normas perversas, es sumamente relevante para la concepción de la patología y eventual

extinción o inexistencia de un sistema jurídico defendida en este trabajo.36

Como se dijo, de

acuerdo con esta visión, una modalidad de sistema jurídico patológico puede ser aquel que

se aleja progresivamente de los principios constitutivos del Estado de Derecho. Ahora

podemos ahondar un poco más diciendo que entre los principios más importantes que

pueden paulatinamente dejar de observarse se encuentran –aunque no exclusivamente- los

del “debido proceso”. Dicha inobservancia a su vez puede traducirse (y así suele ocurrir) en

la comisión de conductas y delitos tales como la detención arbitraria, la desaparición

forzada, la tortura, las ejecuciones extra-judiciales, etc. Pero como hemos visto, es probable

que si tales conductas se vuelven cotidianas, de ello no sean responsables sólo los jueces

“avispas” a los que se ha aludido -junto con otros operadores jurídicos (como el ministerio

público, la policía, etc.)-, sino también un conjunto (quizá extenso) de funcionarios de alto

nivel en las jerarquías de autoridad del Estado, quienes básicamente mediante el

adoctrinamiento (y/o la propaganda), la falta de monitoreo y la creación de un entorno de

impunidad, contribuyen a convertir ciertas normas jurídicas cruciales –porque limitan los

abusos de poder más grotescos a los que se presta su ejercicio- en normas perversas y,

aunado a ello, a la configuración endémica de situaciones con factores estructurales

tendentes a la deshumanización de las víctimas de abusos, a la desindividuación de los

perpetradores y a la dispersión de su responsabilidad (es decir, a que piensen que otros se

harán responsables si es que alguna vez llega ese momento), lo cual, a su vez conlleva la

transformación parcial o permanente de la personalidad o carácter del individuo o

funcionario que participa frecuentemente de esas situaciones. En un escenario así, el

sistema jurídico en cuestión se encuentra peligrosamente en la ruta de dejar de existir como

tal y de convertirse en un sistema simulatorio de derecho, en una farsa de sistema jurídico,

en un mecanismo que ya no reúne los requisitos mínimos para predicar de él dicho estatus.

Como se ha dicho, no es que dicho sistema deje de existir como una estrategia de control

social. De hecho, en ese sentido puede ser sumamente eficaz. Y a su eficacia contribuye

precisamente el que se aprovecha de la infraestructura institucional de la que un sistema

36

Véase a parte final de la sección 8.

55

jurídico genuino se vale (en la que Hart nos pide concentrarnos exclusivamente) y del poder

-ahora desatado o ilimitado- que se ejerce y canaliza a través de aquella.

La pregunta que surge es ¿cómo revertir los efectos del distanciamiento progresivo y

sistemático de los principios del Estado de Derecho? ¿Cómo devolver a un sistema jurídico

patológico al camino correcto? ¿Cómo curarlo? ¿Cómo resucitar a un sistema jurídico

extinto? A una sugerencia mínima y quizá utópica dicaremos la siguiente sección.

11. Resistiendo el poder de las situaciones y del sistema: Un llamado al “heroísmo

ordinario”

Si en la sección previa nos centramos en los jueces “avispas” y en la posibilidad de que su

carácter se halle resintiendo los efectos de una transformación parcial o permanente

derivada de su continua exposición a ciertas situaciones –y al poder del sistema- que

extraen de ellos conductas inmorales o injustas de las que podrían sentirse incapaces previo

a su comisión (o en condiciones “normales”), aquí retomaremos la conveniencia general de

desarrollar un conjunto de virtudes, lo cual concebiré como una estrategia prometedora de

resistencia –o de intervención- ante tales transformaciones. Sin embargo, en esta

oportunidad me referiré sólo a una de ellas, misma que, si bien es cierto que tiene relación

con otras virtudes como la autonomía intelectual, la perseverancia y la valentía, ha sido

estudiada -entre otros, por Zimbardo-, específicamente bajo el nombre de “heroísmo”

(Zimbardo, P., 2007).

Pues bien, una actitud heroica no sólo conduce a no participar activamente en conductas

abusivas, crueles, injustas o inmorales como las reseñadas en el apartado anterior, sino

también y muy importantemente, a la no aprobación tácita de aquellas; aprobación que se

manifiesta en nuestra falta de acción, en nuestra pasividad, en suma, en erigirnos en

“observadores” del espectáculo de la maldad (frecuentemente con base en creer cosas como

que así es la vida, que hay débiles y fuertes y que los últimos devoran a los primeros, que es

responsabilidad de otro más osado y mejor posicionado detener la injusticia, que para no

crear problemas en nuestro entorno laboral es mejor callarnos, que se trata de una rutina

inofensiva y hasta aleccionadora para quien la sufre, etc.). En este sentido, tanto los

guardias que idearon e impusieron castigos humillantes a los reclusos en el experimento de

la prisión de Stanford, como los guardias que se limitaron a continuar con sus asuntos

mirando para otro lado, y los visitadores externos que pese a haberse percatado de los

maltratos, no se atrevieron a gestionar que el estudio se suspendiera, obraron, por igual,

reprochablemente. Así también obraron, por ejemplo, los soldados estadounidenses de la

cárcel de Abu Ghraib que no sólo prefirieron no hacer nada ante la pirámide de prisioneros

desnudos que se iba apilando frente a ellos, sino que se distribuyeron alrededor para

“disfrutar del show” y permitieron ser retratados así. Como suele decirse, basta que la gente

56

“buena” no haga nada para que la maldad triunfe; basta que la situación se colme de

espectadores pasivos para que, poco a poco, las acciones inmorales que están en curso se

perciban por todos los intervinientes -especialmente, por los que sí están participando

activamente-, como conducta aceptable o tolerada (al menos, por el tiempo que dure la

situación respectiva).

Y es que hacer frente a la injusticia, la maldad, la inmoralidad, etc., no es algo sencillo. Ello

presupone desatender una necesidad primaria de pertenecer a –y de identificarse con- el

grupo en cuestión, precisamente porque la forma general en que éste reacciona ante el

disidente, ante quien no se apega al “programa”, es cortándolo de sus filas, lo cual puede

traducirse en desprestigio profesional, desestabilidad financiera y/o incluso, en el riesgo de

sufrir alguna clase de daño físico que, en ocasiones, puede alcanzar a terceros (familiares,

dependientes, seres queridos, etc.). Por ello es que, en efecto, actuar heroicamente implica

una dosis (a veces no pequeña) de sacrificio personal por el bien de otros y/o de la

preservación de un ideal moral.

Otra de las características del comportamiento heroico es que quienes lo llevan a cabo,

normalmente no se perciben como héroes, ni antes, ni después de sus acciones. De hecho,

suelen pensar que es lo que cualquier persona haría si enfrentara las mismas circunstancias.

Para ellos, la situación en cuestión planteó una suerte de “prueba ética” que no podía ser

reprobada, representó una especie de “llamado” que no podía ser ignorado. Pero ¿por qué

actúan así? ¿Por qué perciben las cosas de ese modo? ¿Por qué mientras que en otros las

situaciones ejercen efectos perniciosos, en ellos no, sino que, al contrario, les hace exhibir

una conducta admirable?

Como explica Zimbardo (Zimbardo, P., 2007), las ciencias sociales todavía no ofrecen una

respuesta homogénea y contundente al respecto. No obstante, hay un elemento que merece

la pena ser subrayado y este corresponde a la estimulación constante de la “imaginación

heroica” a la que frecuentemente se someten quienes en algún momento actúan como

héroes. Por esta expresión –“imaginación heroica”-, el autor en comento entiende la

capacidad de imaginar que se enfrentan situaciones física o socialmente riesgosas; de

analizar los problemas que dichos escenarios hipotéticos plantean; y de considerar las

acciones que pueden realizarse, así como las consecuencias respectivas (costos y

beneficios). Al acostumbrase a considerar estas situaciones por adelantado –como cosas

que podrían pasar- y a considerar también –y a asumir o asimilar- los costos de la diversa

gama de conductas heroicas a su alcance (las cuales no siempre implican poner en peligro

la integridad física o corporal), los individuos se encuentran mejor equipados y preparados

para actuar cuando el momento llega; para estar alerta de sus circunstancias y así

identificar cuándo éstas les presentan las “pruebas” o les hacen el “llamado” al que hicimos

referencia. En suma, el habituarse a pensar que en las situaciones propias de su vida

cotidiana –en sus trabajos, con sus amigos, con su familia, etc.-, es posible actuar

heroicamente sin sucumbir a las presiones sociales y a las exigencias de conformidad

57

provenientes del entorno (aun cuando antes no se haya actuado así), las personas

contribuyen a disminuir los efectos de la tendencia a pensar que sólo un grupo selecto,

compuesto por miembros con capacidades y aptitudes extraordinarias (o hasta con

súperpoderes), puede ser un héroe y que el heroísmo comprende sólo conductas que ponen

en riesgo la vida (como el caso de los llamados héroes de guerra); y a su vez, a mitigar el

denominado “bystander effect” que conduce a la (maldad por) inacción.

La pregunta que surge ahora es ¿cómo pueden los ciudadanos y los funcionarios por igual,

estimular o dar pie a su imaginación heroica, tanto en términos generales, como en

contextos particulares? Algunos de los pasos sugeridos son (Zimbardo, P., 2007):

Desarrollar nuestro “detector de discontinuidades o de anomalías ambientales” a los efectos

de estar dispuestos a identificar situaciones que “no encajan”, que se encuentran “fuera de

lugar” o que no “hacen sentido”, lo cual es sumamente importante ya que tales situaciones,

así como la participación en ellas, puede haberse vuelto algo rutinario para otros e incluso

para nosotros mismos. Desarrollar la integridad, firmeza y entereza para defender

principios que atesoramos aun a costa de los conflictos interpersonales que ello pueda

acarrear. De hecho, deberíamos cambiar nuestra actitud hacia estas interacciones difíciles y

no verlas siempre como “conflictos”, sino como un reto lanzado a nuestros colegas a que

intenten defender su visión e ideología. Mantener una perspectiva temporal no sólo anclada

en el presente, sino proyectada también, tanto a los posibles escenarios y consecuencias

futuras de la acción y de la inacción, como al pasado, para así poder recuperar valores y

enseñanzas pertinentes que nos fueron inculcadas anteriormente. Resistir la tentación de

racionalizar la pasividad y de generar justificaciones que pretendan encuadrar los actos

abusivos, crueles, inmorales, etc., como medios aceptables para alcanzar fines

supuestamente superiores y justos. Y por último, trascender al ostracismo que

probablemente tenga lugar si optamos por ir en contra de la corriente, es decir, aceptarlo y

asumirlo como parte de los costos que acompañarán a nuestra conducta virtuosa.

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