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Premios DEMAC 2001-2002 México, 2006 Demente cuerda Movimientos de una mujer bien música Mercedes Gómez Benet

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Premios DEMAC 2001-2002

México, 2006

Demente cuerdaMovimientos de una mujer bien música

Mercedes Gómez Benet

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Demente cuerda. Movimientos de una mujer bien músicaporMercedes Gómez Benet

© Derechos Reservados, primera edición, México, 2006, porDocumentación y Estudios de Mujeres, A.C.José de Teresa 253,Col. Campestre01040, México, D.F.Tel. 5663 3745 Fax 5662 5208Correo electrónico: [email protected]

[email protected]

Impreso en México

ISBN 968-6851-54-2

Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cuales-quiera de los medios –incluidos los electrónicos– sin permiso escrito porparte de los titulares de los derechos.

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ÍNDICE

Introducción común como las arañas y corrientecomo el agua ......................................................... 9

Con eme de Mozart .................................................. 13Ana Rodríguez I ........................................................ 16Ana Rodríguez II ...................................................... 21Las tripas de Ana Rodríguez ..................................... 26Don José Román de la Cruz ..................................... 33Burras y bourrées .................................................... 39Chuleta de impresionismo ......................................... 44No es tamal Chaikovski ............................................ 49Pozole mío ................................................................. 53Las alas de Zanetti .................................................... 59El poder de ese mago

(sueño medio tonto pero no tanto) ........................ 64Coda húmeda ............................................................ 68

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A mis hermanas, las de sangrey las adoptadas por todo el mundo.

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Demente cuerda

Introducción común como las arañasy corriente como el agua

Yes, as everyone knows, meditationand water are wedded together.

Moby Dick, Herman Melville

¡Vaya que cambian los tiempos! Cuando era tímida y pe-queña, soñaba con ser escritora. Armé en primaria algunacomposición sobre las arañas y los hilos que ellas tejían.La escribí en cuclillas en el jardín de la escuela, arremangán-dome la falda gris para que nadie me viera los calzones.

Poco después imaginé que mi vida era demasiado sim-ple y aburrida para merecer escribir desde ella: mi historiapersonal no encerraba aventuras como las de Salgari y Ver-ne. Cargaba, más bien, calificaciones, rosarios, pucheros enollas enormes, vacaciones y campamentos con muchoschamacos, asuntos que no se mencionaban, pero cuyos do-bles fondos corrían como tornados por encima de mis tren-zas engominadas.

Dejé la pluma al terminar la composición, porque eltema de las arañas había quedado completamente abar-cado en esa tarea: los hilos y su brillo. Tal vez incluí la ges-tación arácnida y el número de patas de mis amigas. Lodemás no atrapó mi curiosidad. Me dediqué a pensar quéquería ser de grande.

La mejor manera para decidirlo era tumbada sobre laespalda, escuchando el apenas perceptible comadreo delas raíces del pasto mojado. Mejor todavía si alguna de lasguías subterráneas asomaba curva al ras del jardín: era laperfecta asa de una enorme canasta que me perteneció

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desde entonces, y en la que meto aún toda clase de asun-tos ociosos y vitales. Llegué a una importante conclusión:el mundo es así de redondo, así de tejido.

En mi canasta introduzco y saco grillos felices, doloresy traiciones que se arrastran, naufragios y barcos diva-gando por los chispazos de una infancia llena de abrazoscalientitos. En un rincón se asoman las dudas y la dobletracción para saltar de un tiempo a otro, intentando com-prender qué cosas combinan mejor con otras.

Entre secretos y tesoros guardados, me llegó la horade decidir en qué tipo de bicho habría de convertirme alser mujer. Opciones: otra canasta, una araña más, algunatejedora o un montón de hilos.

Accidentalmente, como ocurre siempre en todas lashistorias de todas las épocas, un arpa se me cruzó en lacaminata.

Le metí mano poco a poco, y gracias a ella y a un buengrupo de años, inicié el hilado de mi vida interna con el delos aires de afuera, en este mundo de torbellinos, horroresy magia.

De eso tratan algunos de los presentes apuntes queescribí también por azar. Mis mejores amigos músicos vi-vían fuera del país y añoraban los sabores del chipotlenuestro. Yo retomé la pluma de mi infancia para contarleslas ebulliciones de esta ciudad y para admitir, al cabo demuchas confesiones, que me urgían orejas comprensivasy brazos vastos para salir de un silencio largo e inútil. Medi cuenta de que mi propia vida era el mejor ladrillo parapararme a decir, para sentarme a escribir.

Ahora, ya crecida —con caldo de jirafa, como me dijoun viejo sonero en Tlacotalpan—, he aprendido que loshilos que tejen las grandes historias no son sino la unión de

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los más pequeños puntos. Pueden ser una fila de hor-miguitas constantes que arman frases con las pequeñasredondeces de su paso por el papel o el manchón viajerode arañas que trepan otra vez por otra canasta. Duro ydale: para eso son las palabras.

No pido ningún tipo de disculpa por contar lo quenadie me manda contar. Por necesidad, por placer, pordesesperación, por ganas, por desgano, por hastío,por compulsión, por exigencia química, por seguimientohormonal, por vergüenza. O lo hago nomás porque sí. Por-que sí bemol, para ser más música.

Soy hija, nieta, madre, amiga, enemiga, con orgullos ogenerosidades, según el caso. Todo depende del tiempo yla tinta, de los pequeños pizzicati del alma, del cristal conque se escuche, de la composición que vaya gobernandomis noches.

Soy también la mayor de diez hermanos, huérfanos sinquerer, con todo lo que ello implica.

Crecí bailando Jesusita en Chihuahua, sardanas, se-villanas y muñeiras, y alguna salsita en la cocina, para te-ner a todas mis raíces contentas y para divertirme con lamujer que cocinaba en casa.

Me oriné un lunes en el pasillo de tercero de primaria,enfrente de una maestra bigotona de cuyo nombre no quie-ro acordarme. La campana había sonado y no había tiem-po para desabrocharme los tirantes del uniforme. Al ver elcharco amarillento, una compañera me prestó uno de suscalcetines y yo aprendí, mientras mi pie entraba en el acri-lán seco, el invaluable significado de la lealtad.

He sido rebelde cuando la armonía lo ha pedido, comoobedecen los mejores acordes aumentados. Tengo un espí-ritu oval que prefiere evitar ángulos fríos como los juicios.

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De todos modos ahí están y vivo para saltarlos a gusto,estirando bien las piernas.

Como todo humano, también me he visto disminuida.Además de la fortuna plena que traen las carcajadas y losbrincos, he llorado algunos tiempos lentos, bien subdividi-dos, hasta que la sal se me termina. Dicen que así se llamael dolor, y que a veces sirve para que la savia estire los ta-llos. Al menos eso parecen decir los ladridos de los perrosen invierno, o eso siento cuando el alma duele más.

Tal vez salió aguantador el nudo que até siendo ado-lescente de trenzas, cuando un niño desnutrido se memurió en los brazos. Trabajé un tiempo en un hospital tara-humara que todavía me marca el pulso. Amarré esos lati-dos que abandonaron al niño rarámuri y los apreté junto alos míos con una promesa fuerte: quererme como se quie-re al mejor prójimo. Lo adorné con un lazo rojo dondecuelgo las nuevas raíces que encuentro en mi expedición,siempre canasta en mano.

Va pues, Demente cuerda, por si a alguien le sirve dealgo. Y por si llego a tiempo al cierre de la convocato-ria de este concurso para el cual reviso los presentes es-critos.

Ojalá también me dé tiempo de ir por las naranjas, leerla obra de Britten, exprimir mi sueldo de maestra, apren-der los plurales en otras lenguas, iluminar mapas con mishijas y todo lo demás, que viene siendo muchito…

Silencio, por favor. Pasan las arañas. El agua saluda yel arpa se inclina.

Como dijo Toru Takemitsu en las notas para su obraTowards the Sea III: “Quisiera alcanzar un sonido tan in-tenso como el silencio…”

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Con eme de Mozart

A Josefa, que me enseñó a preparar arroz

Cierto mayo sepulté el cadáver de mi madre. Era unamadre joven, aunque a mis diecisiete años no me lo pare-ciera.

Pronto cumpliré la edad en la que su corazón se detu-vo. Hoy escucho a un coro cantar: libera animas omniumfidelium defunctorum de poenis inferni et de profundolacu. Trato de hilarle a mi madre un collar con las muchasemes que conforman su ausencia y el maravilloso cordelque encontré para ella: esta música que hoy me vuelve aarrancar el llanto.

Durante el último año de preparatoria decidí estudiarguitarra en el conservatorio. Elegí ese instrumento porquemi abuela paterna prometió regalarme, si aprendía el re-pertorio clásico, la guitarra que perteneció a mi abueloandaluz, de quien heredé el tamaño, el humor y la oreja.“Mientras —pensaba—, decido qué carrera elegir.”

Antes de encontrarme un arpa, y casi por concluir eseprimer año de estudios musicales, Mercedes, mi madre,la cálida mujer que parió ocho hijos, murió en un quirófano.

La sorpresa paralizó a las muchas personas que laquisieron, especialmente a mi padre, que lloraba bajola regadera abierta para que sus hijos no escucháramos sudolor.

Lo acompañé al cementerio llevándolo de un brazo. Envano lo cubría con un paraguas demasiado pequeño paratanta tristeza. Su llanto era inclemente. Se silenciaba sólopara encabezar la larga fila del funeral cantando salmos.

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De mis ojos, en cambio, no salió ni medio gramo de sal,como si me hubieran tapiado el alma.

Esa tarde, al volver a casa huérfana y empapada, apren-dí a hacer arroz para mis siete hermanos menores. En lanoche me soñé corriendo entre criptas con vapor asfixiante.

Al día siguiente doblé los vestidos de mi madre en silen-cio. Los repartí entre sus amigas que se movían diligentespor la casa llena de ecos.

Recordando la voz materna en mis oídos durante sema-nas enteras, deambulé por el conservatorio apretando enla mano el vacío de sus frases y el estuche de la guitarra.

En el reflejo de las ventanas de clases aparecían el ataúdgris en la sala de mi casa, los gritos de la abuela o mis ojossecos en el espejo. A veces era la imagen de mi padre quecargaba al hermano menor en la despedida final lo que medistraía del solfeo. O la manada de pingüinos negros yblancos que entre cirios nos frotaban la cabeza diciendo:“Pobrecitos muchachos”. Varias veces perdí dictados devoces por el recuerdo mullido de los pechos de mi madreal abrazarnos.

Pocas semanas después ingresé al coro de estudian-tes. Los ensayos para cantar el Requiem de Mozart seprogramaron para un periodo vacacional. Mi padre y her-manos menores viajaron al campo en un intento por recu-perar la risa. Yo me quedé en casa escuchando un viejodisco de tan maravillosa misa de muertos. Alterné con ellacaminatas de lluvia hacia el conservatorio solitario, dondesin saberlo, dormía el arpa que me acompañaría tantosaños después. Pisaba charcos de vuelta a casa cantandolos intervalos recién aprendidos.

Con la partitura y apasionados esfuerzos, logré con-juntar el nombre de las notas cantadas con el texto en

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latín, hasta aprehenderlo en la memoria de los huesos.Cuerdas y fagot introdujeron una terrible verdad. Solemnedale que danos, por piedad, el descanso en la, en re, cadacual con su luz eterna. Y en remolino desde los infiernos,los que suplicaban piedad al cielo: Confutatis maledic-tis, flammis acribus addictis se estrellaron bajo mi piel,buscando salir. Voca me cum benedictis en dulce vozfemenina. Mastiqué cada palabra con voracidad animal,con mucha sed. Mientras, los poros me regalaban avisos:escalofríos en cada acorde de las cuerdas, en los cambios deregistro de voz; temblores con las transparencias de lasnotas ligadas y los fraseos perfectos.

Al fin del último ensayo, con la fuga del Kyrie acom-pañando otro aguacero tropical, y parada sobre un puen-te, pude llorar la muerte de mi madre.

A mis pies, el Sanctus y la Lacrimosa resbalaron des-de mis ojos, saladitos, sobre los autos que viajaban en elperiférico. Cayó con ellos la bendita noche, noche de ré-quiem.

Era hora de su último acorde en re menor, y hora devolver a casa. Era ya tiempo de acomodar por siempreese dolor de muerte en la eme de Mozart. Era tiempotambién de poner a secar la ropa y de remojar el arroz.

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Ana Rodríguez I

A Nati, mi hermanita chilena

Conocí el nombre de mi bisabuela una noche húmeda yhelada.

Dormía yo en un pequeño catre, junto a las arpas, enel sótano que me servía entonces de estudio. Ese cubil setransformó en el resguardo de la voz que me fue saliendopoco a poco entre lecturas a mitad de una sonata y la nos-talgia de alguna frase con muchos bemoles, o en las súpli-cas que a la dulzura acuática del instrumento hacían misdedos.

Así, lentamente y sin darme cuenta, pasaron largosaños de estudio, preñez, frijoles en remojo, desamores,viajes en mecedora, cerros de cartas, niñas en el regazo,música de cámara y recámara, leche en los pechos y ciriosde despedida.

El siglo se acercaba a su fin. Sin desearlo, cargué jui-cios de antaño sobre los hombros. Pesaban demasiadopara mis sueños de águila que vuela sobre los valles. Nodejaban correr esos aires inquietos que me conminaban aconjugar mil verbos sin permiso alguno.

En meses de difícil ruptura, una de esas noches lloro-sas, supe que mi bisabuela no murió joven, ni dejó a miabuela y a sus hermanas huérfanas, como me habían di-cho de niña.

Hoy inicio un viaje en el que podré contarles a mishijas mayores sobre el rigor con que fue juzgada mi bis-abuela. Los tresillos cadenciosos de las olas caribeñas yel gusto de estar con mis muchachas habrán de ayudarme

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en este juego de la historia. El valor de los cubanos, due-ños del ritmo y la risa, sabrá, con la experiencia de sustremendos ahogos, cómo explicarles a mis chamacas quasimujeres lo que los cromosomas traen de la mano cuandocruzan las fronteras del tiempo.

La música que llevo en la maleta carga conjuros ya-noamas. Un talentoso compositor venezolano los acomo-dó con fineza entre las hebras del pentagrama para moveroídos y entrañas. Trato de que esta partitura selvática, miboleto a la isla, suelte y acomode los hilos de la siguientenarración.

Nunca se encontraron rastros de Ana Rodríguez, bis-abuela mía de la cual oscuras razones me contaron.

Como a todos sus descendientes, me repitieron hastael cansancio que Flora, la abuela paterna, había sido huér-fana de madre desde muy pequeña. Me contaron tambiénque Daniel, su padre gallego, era viajero y recorría Suda-mérica vendiendo objetos varios. En uno de esos trayec-tos conoció a Ana, la chilena, se casó con ella y tuvo treshijas, que eran mi abuela y sus dos hermanas.

Cuando la crónica decía que las chamacas se habíanquedado sin madre, el bisabuelo Daniel las hizo cruzarlos Andes en diligencia y las embarcó a España, dejándo-las al cuidado de sus hermanas, quienes se hicieron cargode criarlas en un frío y recóndito pueblo gallego lleno demusgo y tumbas.

Ana Rodríguez, Ana Rodríguez, me repetí durante se-manas, como si con ello pudiera revivirla, consolarla porhaber perdido tres hijas de golpe y para siempre, como sipudiera contarle la cantidad de nietos que esas hijas ledieron y hablarle sobre el tropel de bisnietos que llegaronal planeta con diferentes destinos marcados en la frente.

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Trucos fuertes debieron practicar padres y tíos paraque no me llamara la atención el nombre de esta bisabuelaen particular. No pregunté en años cómo era, qué le gus-taba, qué cocinaba mejor, si se vestía como en las pelícu-las mudas o había dejado algún mensaje para mí.

Una prima me informó que la bisabuela no murió a prin-cipios de siglo, según nos habían contado. El celoso Danielsospechó o descubrió que Ana se había enamorado de otrohombre, y que aprovechando una de sus largas ausencias,había tenido algún tipo de trato con él. Un tío viajero, ensus travesías por Chile, trató de encontrar pistas sobrenuestra bisabuela, pero no halló más que silencio y la con-tinuación del secreto tejido en las raíces del árbol familiar.

Sin mayor preámbulo, el bisabuelo sacó a las tres ni-ñas a dar un larguísimo paseo, sin volver jamás con ellas aChile y marcándolas para siempre con una orfandad in-ventada y una tristeza que se les grabó en los genes. Re-gresó a América dando muchas vueltas hasta que la vidalo aventó en Tapachula, donde abrió una tienda de aba-rrotes años más tarde.

Cuando sus hijas cumplieron muchos años hablan-do gallego, aprendieron a rezar y a preparar chorizos yjamones serranos, él regresó a Galicia a recogerlas. Eranentonces tres adolescentes desconfiadas que llegarona Chiapas. Se ruborizaban al ver a los niños indígenas sol-tar los pezones de los pechos descubiertos que los ama-mantaban entre papayos. Después se hicieron mujeresy parieron nietos de Ana, a quien imagino corriendodesesperada de pueblo en pueblo, o asilada en un mani-comio cantándole a una muñeca de trapo y cartón.

Saber su nombre fue, en esos días de dolor, descubrirque una pequeña pieza del rompecabezas ancestral

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encajaba en mis ventrículos de narradora. Ayudó en supaso tardío a que los espejos internos dieran forma a lamujer que quise ser desde niña: pude entonces medir elpeso de mi nombre completo.

En esos espejos vertiginosos el tiempo adquirió velo-cidad. Atrapó entre sus espirales zancadas inmensas deeste siglo que termina: el llanto de la bisabuela al perder asus hijas, la siempre huérfana mirada azul de mi abuela ga-llega, su necesidad de amor por el guitarrista sevillano quefue mi abuelo, esa doble herencia en la médula de mi padre,mi cautela de niña asustadiza, la búsqueda del significadode mi nombre entre el sonido de las cuerdas, la compulsiónpor meterles mano, mis propios partos y el sopor de laslargas noches antes de conocer el nombre de Ana Ro-dríguez y de poder pronunciar el mío con mayor libertad.

Por todo ello, y por otras razones que no confesaré nien mazmorra, al acostar a mis hijas pequeñas les cuentohistorias. Algunas noches, aderezo con cuidado especialmis peculiares versiones del pasado: vidas de familiaresfalsos y verdaderos, o relatos sobre prostitutas cordobe-sas torturadas hace dos siglos por cantar versos ofensivosa la moral católica, perseguidas por contonear las caderaso por usar faldas de seda junto a las palmeras que acom-pañaban su música.

Bajo esas narraciones corren en suspiros otros refle-jos: noventa años después del llanto chileno de Ana, deci-dí conseguir un arpa de madera veracruzana para apren-der a tocar sones antiguos, tan viajeros de siglo en siglo apesar de la intolerancia. Decidí también darle a mi nuevoinstrumento un nombre de peso.

He aquí la historia de Ana Rodríguez, la bisabuelaa quien festejé ese inolvidable noviembre de ofrendas:

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iluminé para ella el altar de muertos con dibujos de sustataranietas, flores de colores vivos y panes risueños.

Se las cuento rumbo a una isla donde el tiempo se hadetenido y la música vuela. Lo hago con una certeza es-pecial: el siglo que se avecina lleva ya en su memorialos días y noches de diferentes mujeres que han pobla-do la tierra y la han cargado de respiros. Varios ovarios.O muchos.

Así es la historia. Al menos así es ésta.

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Ana Rodríguez II

A Octavio, mi carnal jarocho

“Sabed que por denuncia que nos ha sido hecha ha lle-gado a nuestra noticia haberse divulgado y estendidoassí en esta Ciudad como en otras varias, y Pueblos deeste Reyno ciertas Coplas que comunmente llaman ElChuchumbè, que empiezan en la esquina esta parado,las cuales son en sumo grado Escandalosas y obscenasy ofensivas de Castos Oydos, y se àn cantado y cantanacompañandolas con Baile no menos escandaloso y obs-ceno, acompañado con acciones demostraciones ymeneos desònestos, y probocativos de Lascibia, todo elloen grabe Ruina, y Escandalo à las Almas del Pueblo Cris-tiano, y en perjuicio de las conciencias, y Reglas del Ex-purgatorio, y ofensa de la Edificacion y buenas Constum-bres y en Contrabencion de los Mandatos del Sto. Oficio[…] Mandamos prohivir y Prohivimos in totum las cita-das Coplas, y Bailes por las referidas Censuras y Ca-lidades que comprehenden […] Asi mismo prohivimosin totum unas coplas obscenas, que llaman del Animalpor escandalosas […] y se entienda con toda clase deCoplas, Bailes y Sones, deshonestos que se haianimbentado, ò se imbentaren en los subcesivo […]

[(21 de junio de 1779, Cd. de México, retomando el Edic-to de junio de 1767/Dn. Pedro de Benga, Secretario.)Se retoma en Zacatlán y se imprime una copia, 8 de juliode 1779, Juan Matheo Aubel, notario del Sto. Oficio enZacatlán]”

AGN, Inquisición, vol. 1297, exp.3, ff. 19, 19v, 20, Sobreel Pan de Xarave, Animal y Chuchumbé.

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El nombre que le puse a mi arpa jarocha fue el mismo queel de mi desconocida bisabuela paterna: Ana Rodríguez.

Cómo no hacerlo, si al tiempo de ponerle las manosencima a su madera había aprendido ya el significado dela intolerancia. Sin sospechar por dónde llegarían las lec-ciones, como siempre sucede en la sorpresiva vida, lasrecibí sin aviso en los campos de caña que tanto lograncon sus ríos donde bailan las luciérnagas.

Ahí supe que Veracruz ha cargado mucho más quebarcos y batallas.

Octavio Vega, hijo de esta tierra bendita, le dio cuerpoa uno de mis sueños: tocar el arpa jarocha. Me presenté auno de sus talleres en Culhuacán, tarde, sin instrumento, ycon el temor de jamás alcanzar la velocidad y soltura delos relajados soneros. Él se rió mucho de mí y en seguidame incitó a seguir los pasos de sus dedos en el son de Laguacamaya, que en mis primeros intentos más bien pare-cía la Pavana del avestruz.

A la primera oportunidad de fandango accedí a conocerBoca de San Miguel, el verde rancho que tanta tradiciónmusical ha sembrado. Don Andrés y doña Hermelinda, lospadres de Octavio, me recibieron en su casa con tortillasabiertas en el comal, cocos y buñuelos generosos.

En una mecedora cerca de la lumbre, don Mario Vega,el abuelo de Octavio, terminaba una jarana para su bis-nieto de cinco años. El material consistía en una lata desardinas vacía, trozos de madera y cuerdas de metal. Elpropósito era soltarle la mano en el rasgueo al aprendiz,ramita musical de quinta generación familiar.

—Cuando hayas practicado y aprendido suficiente—le dijo con cariño—, entonces te ayudo a construir unajarana de verdad —concluyó.

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Me transporté mentalmente, con los ojos cerradosdesde ese vasto municipio tlacotalpeño hasta la capital.Ahí se edificaba un nuevo centro cultural de lujo, con lasarcas vacías de la patria y sin haber consultado jamás so-bre las verdaderas necesidades de enseñanza musical. Elresultado: un moderno monstruo sin aire o ventanas paraque los músicos respiráramos, salas de grabación cercade los ruidosos excusados, centros de archivo agrietados,un tropel de policías cuidando aulas vacías, demasiadasextensiones telefónicas para contestar siempre: “Lo sien-to, ésa no es mi área”, foros con accesos imposibles paralos que cargamos instrumentos, peligros de mala hechuray otros absurdos más.

Se colaron varias lecciones entre los intersticios delviento norte que dañaba los oídos de don Mario. Se tapa-ba las orejas con un paliacate deslavado mientras afinabasu jarana para iniciar los versos de El Colás.

Yo recordaba los feroces huracanes inquisidores, in-tentando en vano exterminar la rica tradición musical quees el son jarocho: música sacra española que entró a nues-tro continente hace cinco siglos en barcos del Viejo Mun-do. Esas notitas hechas con tinta y plumas de ave se liaroncon las danzas de los marineros andaluces, que al igualque mi abuelo sevillano, eran harto afectos al ritmo. Losesclavos africanos aportaron sus manazas hinchadas decontratiempo, y juntaron el pulso de la tierra con la magiainmensa de los rituales indígenas. Las bailaoras en el puertopracticaron la mezcla de culturas y dieron a luz la maravi-lla que son los sones, aventándolos luego por toda Améri-ca para generar joropos, huapangos y tantas otras delicias.

En mi invisible diccionario jarocho, donde florecen lasestacas que separan los terrenos y las palabras, se cargó

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de significado la palabra tradición. Don Mario, entre gar-zas, vientos y piñas, y sin decir una sola palabra, me mos-tró lo que tan sonada palabrita ha sabido continuar duran-te quinientos años, de boca en boca, de fiesta en fiesta, depadre a hijo. Yo me ahumaba junto al adobo de bienveni-da, atónita e impresionada porque el sabio abuelo no re-cordaba si había comido ya, pero recitaba de memoriakilómetros de décimas al modo del Siglo de Oro.

—Es hora de conseguirme un arpa jarocha —decidí.La imaginé grandota, lista para ser tocada de pie. De-

see con toda el alma vengar con cuerdas y brío a lasmulatas que torturara la non-tan-santa inquisición.

Durante el tiempo que tardé en elegir a un buen cons-tructor, y el que se tomó mi arpa jarocha en estar lista, ob-servé la dificultad de mis dedos para soltarse en una im-provisación. Con envidia veía a Octavio y a su familiatocando arpa, requinto, jarana, quijada o zapateando sinninguna preocupación y con la virtud de versar sobre loque ocurría en el momento.

Hicimos un equipo de trabajo en que yo trataba deescribir en el cuaderno pautado los ejemplos de patronesque conforman el son jarocho. El fraternal maestro Octaviorepetía las frases muchas veces, hasta que mi oído apren-dió que no todo lo que es papel pautado brilla. Me dicuenta de una enorme carencia en mi formación conser-vatoriana, y supe que los sones bien podrían aportar algoa la escuela arpística de todo el mundo. Continuamos elexperimento hasta que el Chilpachole de Arpa, nuestrotrabajo, se imprimió con portada verde, sopa roja, jaiba,chile y arpa.

Cuando mi arpa jarocha estuvo lista mucho tiempomás tarde, mis dedos sabían ya moverse por los patrones

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asimilados y habían perdido la absurda vergüenza paraimprovisar y brincar por las cuerdas.

Ana Rodríguez llegó a mis manos feliz de aventar ElChuchumbé por los aires, satisfecha con su nombre debisabuela chilena rescatada y presumiendo aires de variossiglos en este continente. De paso por la historia, cele-braba el resultado de las infructuosas prohibiciones deantaño.

A pesar de los golpes en los camiones, las cuerdas ro-tas que le han dolido, la humedad del amanecer en el cam-po, las dificultades para hacerle una funda adecuada, lasinjusticias de hoy y los cambios de tiempo, a mi arpa se lenota en cada corchea un gozo acentuado.

En la esquina está paradoun fraile de la Mercedcon los hábitos paradosenseñando el chuchumbé.

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Mercedes Gómez Benet

Las tripas de Ana Rodríguez

A la tripa tripa, caramba,tripa de cochino,

mi mamá no quiere, caramba,que yo tome vino,

y si acaso tomo, caramba,que sea del más fino.

A la tripa tripa, caramba,tripa de mapache,

mi mamá no quiere, caramba,que yo me emborrache,

y si acaso tomo, caramba,que sea con tepache.

A la tripa tripa, caramba,tripa de conejo,

mi mamá no quiere, caramba,que yo llegue a viejo,

y si acaso llego, caramba,que no sea pendejo.

Versos del son jarocho El Canelo.

Mientras don Mario Barradas construía a Ana Rodríguezcon cuerpo de caobilla y tapa de resonancia de arce deAlaska, ocurrió una desgracia en el sótano de mi casa.

La fuerza de las lluvias veraniegas, el sentido de lasaguas veloces bajando del cerro y la desfachatez de losconstructores sin ética, hicieron que el patio vecino se ane-gara como pantano.

El agua y el lodo buscaron salida por la parte más bajadel terreno, rompiendo el suelo del sótano. Destruyeron

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con su entrada sin permiso el húmedo lugar donde tantashoras me encierro para leer notas nuevas y disciplinar de-dos antes de un primer ensayo.

Esa noche de junio volví del cine en pleno diluvio.—Cuántas cosas me suceden con la lluvia —pensé

mientras recordaba historias y calores que el agua no pudoapagar y tristezas que los pies helados escondieron en char-cos de otros años.

La casa me aguardaba a oscuras con latidos solitarios.Busqué mis propios pasos, una vela y cerillos en la coci-na. Como una flama cansada, me dispuse a dormir.

A la mañana siguiente, bajé al estudio con la intenciónde trabajar pasajes musicales de una obra próxima a es-trenarse. Encontré los rastros del lodo irreverente sobrela base del arpa de pedales, mi gran compañera, y horri-bles evidencias de inundación entre los libros de los es-tantes más bajos, en el morral de las cuerdas de tripa queesperan estirarse y salir de su siesta para sonar fuerte y enla caja de las cartas más queridas. El suelo se quejabaabierto y roto como zapato en terreno baldío, olvidadojunto a su dueño hambriento.

No tuve tiempo más que de recuperar el pulso delcorazón y pedir ayuda a una amiga que llegaba. Entre lasdos subimos el arpa mojada y en grave peligro. Mien-tras el instrumento intentaba secarse, del morral que es-curría caldos de óxido saqué una a una las cuerdas derepuesto que ahí guardaba. Se deshacían inservibles ylánguidas entre mis dedos como espagueti sobrecocido.El mal tiempo amenazaba con instalarse durante variosdías, por lo que estiré las pocas cuerdas que a mi juiciopodrían salvarse y las dejé colocadas sobre los mueblesde la casa.

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El fin de semana de naufragio avanzó con lentitud yangustia: desmontar la base del arpa, limpiar con petróleoy aceite cada pieza metálica y vigilar los movimientos delas vetas. También tuve que abrir las hojas de los librosy las cartas: triste la tinta de antaño que se llevó llorosa lasúltimas misivas de mi madre y del gran maestro Nicanor,dueño del arte de tañer y señor en toda la extensión de susoctavas.

Transcurrieron semanas en que algunas cuerdas se sal-varon, pues una vez disipado el mal tiempo, el torcido quelas conforma volvió a pegar. El arpa de pedales sobrevi-vió y tuve que trabajar horas extra para adquirir las cuer-das faltantes en los lejanos países donde las construyenmanos expertas y para pagar el arreglo del piso.

Cuando meses después don Mario me avisó que AnaRodríguez, mi arpa jarocha, estaba terminada, “con susporos cerraditos y cara fina viendo para afuera”, fui enseguida a buscarlo para ir juntos a su taller a recoger elanhelado instrumento.

En el trayecto le conté la historia de la inundación, delsusto, y de la gran pérdida que significó el tirar a la basuratan valiosas cuerdas.

—Me hubiera dicho —dijo acomodándose la boina acuadros—. Yo le ayudaba a mi papá a hacer cuerdas detripa en Tierra Blanca, cuando era chamaco.

Le supliqué que me enseñara a fabricarlas, y al infor-marme de lo necesario para su elaboración, lo invité a darun taller para un grupo pequeño que pudiera trabajar en lacocina. Había que conseguir interesados en saber cómose encordaban las arpas jarochas en el campo a principiode siglo, cuando no existía el nailon con que suenan ahoralos sones en los portales.

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Me invadió una curiosidad picosa y cruzaron por mimente las grandes tradiciones que se pierden en nuestradolida patria y el futuro que se lleva como río desespe-rado la tierra de nuestras laderas. Pensé en los muchosaños en que trabajé para comprar un instrumento que nose construye en México, en las cuerdas importadas, en losprecios de las ediciones de partituras extranjeras y en cómose encogen nuestras monedas con tantos truenos y chu-bascos.

A las pocas semanas, pegué carteles en el conservato-rio y en las escuelas de música: una convocatoria queademás de datos de costo, fecha y horario, pedía comomaterial dos kilos de limones, una cubeta de plástico, dostripas de intestino delgado de res o ternera, entero y sinningún tipo de corte (lo que en puestos de vísceras sedenomina olán, tal y como me explicó nuestro maestro),navaja pequeña muy bien afilada, vela de parafina blanca,trozo de piel de ternera, tijeras grandes, una lija de aguagruesa y una mediana.

Don Mario llegó muy temprano ese 20 de noviembreelegido para dictar su taller, riendo como siempre. Se sa-boreaba de gusto porque al terminar las cuerdas nos pre-pararía tacos de tripa frita. Un jaranero y constructor deguitarras, dos ejecutantes de violín barroco, una alumnade arpa y yo lo aguardábamos como si fuera el primerdía de la primaria.

Luego de haber pedido la cebolla y el chile para freír elalmuerzo con que nos quería agasajar, don Mario noscontó cómo había ayudado a su padre, don Manuel Ba-rradas, a hacer cuerdas en Matías Romero, Oaxaca.

En 1935 él era un niño de nueve años. Al despertaruna mañana vio llegar al patio a su padre con un manojo

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de intestinos de res. Llevaba en la mano una navaja concacha de asta de venado. Eran las cinco de la mañana ydon Manuel ya había ido al rastro a traer el material parahacerle cuerdas a su arpa.

Nacido un año antes de que iniciara este siglo, el pa-dre de nuestro maestro tocaba el arpa desde niño. Sumadre insistió en que él aprendiera jarana para acompa-ñar a su hermano, que ya dominaba el arpa. Quería quehicieran dúo para amenizar los bailes y que el dinero sequedara en casa. A don Manuel le gustó más el arpa, asíque aprendió a tocarla a escondidas. Lo hizo durante laRevolución y después de andar en la bola se inició en eloficio de ferrocarrilero, trabajo que don Mario aprendiótambién de él, junto con el de músico y constructor deinstrumentos tradicionales veracruzanos. Don Manuel ha-cía calderas para el ferrocarril, y ahí en la pailería apren-dió a trazar planos. Su hijo prefirió la carpintería, por sermás limpia. Con retazos de cedro que encontraba, empe-zó a construir pequeñas jaranas.

—La verdad sólo lo ayudé a hacer las cuerdas en esaocasión y en el año cuarenta en Tierra Blanca, porque nosmudamos para allá, y tal vez dos o tres veces más —nosconfesó.

Como si no hubiera llovido en sesenta años, don Marioinició con seguridad su enseñanza. Nuestras manos, alprincipio tímidas y algo asqueadas, se enseñaron a dete-ner el cilindro larguísimo que los animales llevan dentrodel vientre y a separar la delgada capa exterior sin rom-perla. Nos tardamos un buen rato en encontrar la manerarápida y eficaz de despellejar los metros de intestino. Amedia mañana éramos un equipo diestro y sonriente quedejó a un lado los guantes de hule.

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—No hay como meter las manos —nos dijo el exper-to que tan bien recordaba las lecciones paternas.

Pocas horas después teníamos la telita, como la llamódon Mario, lista para ser lavada con detergente y remoja-da en jugo de limón.

Después torcimos tiras solas, en pares y en tríos paralograr diferentes calibres. Apretadas, exprimidas y fijascon unas tarabitas hechas por nuestro instructor, las col-gamos de pared a pared dentro de la cocina, pues ese díade la Revolución también hubo tormenta y debían secarseantes de ser lijadas, enceradas y pulidas.

Las cuerdas iniciaron su secado sin el sol veracruzanoque las tensa casi en seguida. Mientras recogíamos losdesperdicios y limpiábamos mesa y lavadero, me di cuen-ta de que las tripas sonaban ya, húmedas desde su naci-miento en el tendedero improvisado. Mojadas y sonorascomo criaturas recién salidas del útero.

Don Mario se comió un sartén lleno de tripa frita concebolla y chile, mientras yo masticaba reflexiones. Al-gunos probamos esa parte de su ritual y nos despedimoscontentos de haber participado en la experiencia educa-tiva, con cintura y espalda adoloridas y la especial satis-facción del trabajo concluido.

A la mañana siguiente viví otro despertar de sor-presa. En esa ocasión el pulso del corazón se volvióenorme, como el gran instrumento en el que se convirtió lacocina de la casa: las cuerdas dejaron de escurrir, sesecaron, se tensaron: sus tiras de tripa torcida estabanpegadas ya unas con otras y, al tocarse, sonaban contremenda nobleza. Los animales muertos se habíanconvertido en música, los dedos en comprensivos cóm-plices de la transformación, y la casa en una cajota

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de resonancia donde mis hijas completaban el contra-punto.

Llamé a los compañeros de taller para hablar sobre lasbondades del material y escribí cartas a algunos amigoscompositores que supuse podrían vencer las caras de ho-rror y asco de algunos colegas arpistas cuando conocie-ron los propósitos del taller.

Durante varios días viví de gratitud en los dedos: su-pieron en yema propia el agarre del material que pulsan.Leí en medio de la obsesión visceral un texto de John Ber-ger que explicaba lo que la gente en el campo es capaz dever: la ancestral cultura de reconocer de inmediato en unviejo árbol una banca, en la semilla un árbol cargado defruta y en un animal que agoniza en las manos el vitalísimosustento.

Encordé a Ana Rodríguez con esos intestinos traba-jados, como si fueran los primeros días del siglo, cuandolos niños con ojos muy abiertos se fijaban en lo sucedi-do dentro de las cocinas. Algunos heredarían esas ma-ravillas después a sus hijos, nacidos en los años del nai-lon. Dejarían que sus genes narraran historias de otrostiempos y contribuirían a trenzar los años bien pegadosunos con otros.

—Los animales muertos se convirtieron en música, Ana—le conté en silencio a la bisabuela de la que muy pocosé—. Y tú y esta arpa jarocha llevan el mismo nombre—agregué con mis dedos, sus nuevos ojos dactilares ydesde el vientre.

El son que toqué entonces trajo aire de campos muyllovidos.

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Don José Román de la Cruz

En los cerros se dan tunasy en las barrancas pitahayas,y en los huecos de los palos,

hormigas y guacamayas.

Jamás encontré en las polvosas aulas del conservatorioreferencia alguna a los músicos indígenas vivos. Mis tren-zas de alumna curiosa se metieron, durante los diez añosde la carrera de arpa, por cada rincón del edificio.

Caí en la cuenta de este hueco muchos años mástarde, cuando formé parte del equipo organizador deun encuentro latinoamericano de arpa que por vez pri-mera reunió compositores, ejecutantes e investigadoresde todo género musical que incluyera este instrumento detanta tripa.

Aproveché un recital en San Luis Potosí para enlazarmi regreso por verdes tierras huastecas, ésas que cuandoniña escuché nombrar a Gabilondo Soler en su canciónLa guacamaya. Invité en persona a colegas tének ynahuas a asistir al puerto de Veracruz, donde se llevó acabo la fiesta de obras de cámara, fandangos, joropos,música electrónica y manifestaciones varias que se deja-ron liar con el arpa.

Al concluir el concierto para los gentiles potosinosque me contrataron, los anfitriones me preguntaron a dón-de quería ser llevada a la mañana siguiente. Respondí quenecesitaba ir a la terminal de segunda clase para tomar elcamión a la Sierra Huasteca. Con cara de asombro deci-dieron no indagar más y dejarme en el hotel con instruc-ciones al respecto.

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Tomé esa madrugada un autobús que atravesaría lenta-mente los vericuetos de la sierra. Mi compañero de asiento,vendedor de cinturones tamaulipecos que insistía en lospeligros que afronta una mujer viajando sola, se tranquili-zó bastante cuando plantee la posibilidad de que los pe-ligros fueran hombres como él.

A través de algunos amigos etnomusicólogos había yacontactado al personal de la estación radiofónica local.No tuve problema en encontrar La Voz de la Huastecaluego de caminar un rato entre el follaje de Tamazunchale.Sentí cosquillas de gusto al descubrir chaneques ocultosbajo los tallos de los papayos.

Me acompañaron decenas de pájaros que pondríanverde de vergüenza a varios cantantes, manantiales allegroassai, y amables indicaciones de personas descalzas car-gando leña y canastas de café en la cabeza.

Al llegar vi a don José Román de la Cruz con su seño-ra Francisca escondiendo la sonrisa en el rebozo. Losacompañaban en la cancha de básquetbol de la esta-ción otros músicos de la zona. Colegas nahuas y huaste-cos se presentaron sacando naranjas de los morralesde palma. Llevaban, entre mantas bordadas, rabeles ycartonales descendientes de instrumentos barrocos es-pañoles, arpitas de antaño, naranjas y pan traídos de ce-rros distantes. Cargaban sus tesoros con manos fuertes ycurtidas, presentándose con largos nombres y apellidos.

Como don José y yo coincidimos en uno, se rió fuer-temente y ofreció ser mi abuelo.

—Ya tienes abuelo tének —dijo.Luego de tocar y mostrarme una fotografía suya de

hacía más de treinta años, insistió en que anotara el nom-bre del municipio donde vivía, para confirmarle por

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correo su participación en el evento de arpas grandes ychicas.

Repitió varias veces su edad, que no coincidía con sufecha de nacimiento, y me explicó con orgullo sus especia-lidades de constructor, compositor, arpista y curandero.

Me dictó datos que juzgó importantes, acompañán-dome al atardecer hasta la casa de huéspedes en cuyaentrada colgaban una víbora disecada y un letrero que in-dicaba: si no se ba a quedar, no pregunte.

De regreso a la capital, junto con el equipo organiza-dor, trabajé lo necesario para realizar dicho encuentro.

En tan esperada fecha, mientras acomodaba arpas depedales en el Teatro Clavijero de Veracruz, un estudianteentró para avisar que los músicos de Tamazunchale ha-bían llegado.

Adelante del grupo venía don José, saludando con pal-madas, y recitando edad, fecha de nacimiento, municipioy todos los demás datos a quien se le pusiera enfrente.

—¿Qué es esto? —me preguntó después de un cons-treñido abrazo mientras acariciaba las rojas cortinas delforo.

Le expliqué para que servían tantos metros de tercio-pelo.

—Como magia —agregó admirado—. Aparecemosy desaparecemos. Y así que esto es un teatro… A noso-tros sólo nos llevan a los museos.

Con el peso de su frase dándome vueltas en el estó-mago, le sugerí enlistar los sones que interpretaría. Se ne-gó a tocar música vespertina o nocturna, ya que su con-cierto había sido programado para la mañana. Hasta esemomento supe que cada son tiene hora, tema y propó-sitos muy definidos.

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—Ni modo que le toque a la luna cuando no está. Se-ría como barrer sin escoba —me instruyó.

Al día siguiente, durante la conferencia de una historia-dora argentina que explicó cómo los jesuitas abordaron lasensibilidad musical de los guaraníes, don José Román sesentó afuera del lugar a tocar sonoros saludos al sol conuna chirimía. Hubo que pedirle tiempo a la conferencista,hasta que nuestro invitado huasteco finalizara los agrade-cimientos al cielo que se tocan justamente por la mañana.

Esa noche vendió instrumentos varios que fabricó consus manos gruesas tallando madera con pedazos de vi-drio. Decidió repartir entre los bebedores de tequila ycerveza en una cantina los billetes ganados con dicho tra-bajo.

—Si la vida ha sido tan generosa y ha sabido darnostierra, semillas y agua, no veo pues por qué no puedo ha-cer yo lo mismo —le respondió al asombrado estudianteque trató de disuadirlo.

El domingo de su presentación lo desperté en el esce-nario dos minutos antes del inicio. Estrenaba pantalones ycamisa blanquísimos que compró con lo que le quedó trasvisitar la cantina. De camino al mercado, donde adquirióel atuendo papantleco, vio una estatua con placa. Segúnle explicaron, narraba la victoria de los españoles y susbatallas contra los indios.

—Consígueme un libro donde diga cómo ganaron losde las armaduras. A lo mejor entonces, nieta grandota,aprendo a leer —me pidió mientras lo ayudaba a levan-tarse de la funda de mi arpa, sobre la que había dormidouna siesta.

Salió al escenario orgulloso y sonriente, con su bolsade nailon a cuadros repleta de tesoros. Saludó como los

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candidatos embusteros que conocen por vez primerael campo: con las palmas a ambos costados y la concen-tración puesta en voltear con ritmo de un lado a otro.

Colocó a los recién tallados gobernadores de la Dan-za al frente, atestiguando su ritual. Inició el concierto conel hechizo de su presencia contundente y explicacionessobre los nombres de los sones interpretados. Se acom-pañaba articulando las cuerdas de un arpa pequeña concabeza de perro y plumas de gallina. De vez en cuandointerrumpía la música para pedirle al público un trago, ode perdida un cigarrito.

En seguida me llegó el turno de tocar una pieza paraarpa y computadora que don José Román escuchó agaza-pado, acariciando el terciopelo de las cortinas.

Al finalizar el concierto se despidió sacudiendo malosespíritus con hojas de saúco que trajo envueltas desdeTanute, donde doña Francisca esperaba su regreso.

—Tienes un espíritu fuerte, pero vas a necesitar estabendición especial muy pronto —dijo para despedirse,poniendo en mis manos su arpa.

Hoy veo las palabras que conforman este relato: meparecen hormigas enfiladas cargando migajas de tamal.Avanzan sabiendo el camino, como los arpistas de tierrashuastecas que suelen ser chamanes. Sus arpas son tansagradas, que se guardan en los altares, junto a las velasy a los santos. Hay que raspar de sus costados de maderaastillas que se remojan en agua durante varios días deoración. El enfermo bebe la poción de arpa y agua bendi-ta para curarse.

La noche en que don José Román volvió a su tie-rra, decidí dejar todo aquello que no me dejara respirar.En buena hora recibí su bendición certera: justo al tiempo

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del son en que las guacamayas extienden el vuelo. Tam-bién me entregó la poesía de los nombres de sus sones, yel arpita con plumas de gallina y cabeza de perro con laque encontré el tremendo poder de la música que no supodarme el polvo del conservatorio.

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Burras y bourrées

Cuando llevé la propuesta del programa al festival, mesorprendieron dos cuestiones: que una organizadora deeventos musicales ni siquiera hojeara la lista con el nom-bre de las piezas elegidas con cuidado y que me pregun-tara con qué ropa tocaba yo los conciertos.

Le respondí que según el frío y la hora elegía entre lafalda negra de la orquesta o el vestido blanco multiusoscon el que canté en el coro del conservatorio el Requiemde Mozart.

Le parecieron pobre el guardarropa y bueno el argu-mento como para hacerme esperar dos horas en una ofi-cina con fotos de esculturas griegas y columnas góticas.Desde ese lugar promovía eventos en los monumentos denuestra ciudad mientras llamaba a patrocinadores y loca-lizaba modistos de su confianza en medio de mis bostezoscontenidos.

Largos minutos después se acercó a notificarme laaceptación del programa que jamás leyó, y a proponermeuna cita para que su diseñador favorito confeccionara unvestido al modo del Cyrano de Bergerac, con ampliascrinolinas y tela que hiciera ruidito al caminar. (Ella no citóa Cri-Cri, pido disculpas. Simplemente dijo tafeta impor-tada.)

Respiré hondo para explicarle que si el asunto era es-cuchar un concierto de arpa, bien se podría prescindir dela crinolina, ya que los pies del arpista deben mover sietepedales al tocar, y que la tela ruidosa taparía los soni-dos musicales para el público: para eso asiste la gente alos conciertos. Añadí de corazón que yo sólo deseaba

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tocar música, no modelar en pasarela mis piernotas deavestruz.

A pesar de todo, ganó la discusión regalando tela, ser-vicio de costura y argumentos enredosos sobre la oportu-nidad de recibir gratis un buen vestido de concierto. Acep-té cansada con la condición de elegir material y formaadecuados para utilizar el encajado regalo en posterioresconciertos.

Tuve que invertir otras tres horas en explicarle al espe-cialista en modas que no era mi intención molestarlo. Lesugerí comprar un inmenso rollo de tela en algún departa-mento de cortinas y salir del paso con una falda sencilla.Aunque nunca entendió la sugerencia, gané la discusióncon un vestido útil para desempolvar sillas de teatros olvi-dados de la mano de las primeras damas sexenales.

Llegó el día del concierto. Era un viernes contami-nado, con alarma de contingencia ambiental y polvovolando por todas partes. El sol insistía en hacerlo bri-llar. Conseguí un transporte para desplazarme con arpa,banco, atril, partituras, vestidote y demás herramientas detrabajo a la Plaza de la Inquisición.

Mientras el transportista se quedaba a un costado dela iglesia negociando con policías panzones y cuidandomis materiales, yo corrí a buscar al sacristán para que mepermitiera descargar. Varias de las puertas del templo es-taban cerradas. Cuando finalmente lo encontré, me pidióque lo esperara unos momentos para ir a buscar las llavesdel coro.

Salí a avisar que podíamos empezar a bajar cosas,cuando se me adelantó una mujer descalza, calva, ham-brienta, con llagas en los anchos pies y cargando trastesde peltre entre los harapos color petróleo.

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—¿Puedo ayudarle? —me preguntó amablemente.—No se moleste —respondí mientras bajaba el ban-

co y el atril.—¿Usted es la que va a tocar esta noche? —insistió,

alargando un par de brazos con terrible historia.Mientras el transportista y yo bajábamos el arpa del

auto, ella tomó el banco, el atril, la mochila con cuerdas ypartituras y se unió al paso del recién llegado y atónitosacristán que me hacía señas con los ojos queriendo ale-jar a la mujer.

Ella me preguntaba datos sobre el concierto mientrasnos acercábamos al atrio. Me pidió mi currículum pararecomendarme con unos promotores que dijo conocer enEspaña. Me explicó que quería organizar un buen festivalde música con solistas mexicanos. El sacristán seguía le-vantando las aterradas cejas para impedir mayor conver-sación. Yo respondí a su miedo invitando a tan eficientevoluntaria al concierto.

—Mmm, ¿qué va a tocar? Digo, para saber si me con-viene venir —dijo mostrando sus sonrientes encías des-dentadas.

—La Suite francesa número seis de Bach —le res-pondí.

—Huy, de plano sí voy, me encanta esa música. Miparte favorita es la Bourrée.

El sacristán bajó las cejas hasta el empedrado y yoguardé un larguísimo silencio.

Cuando pude hablar le pregunté cómo se llamaba.Le sugerí también que llegara temprano al concierto,preguntara por la edecán encargada de entregar boletosde cortesía a los invitados y que le dijera que su nombreera Sara.

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Sara desapareció entre los arcos del atrio. Yo entré ala iglesia para ensayar con acompañamiento obligado deseñoras perfumadas que discutían en voz alta dónde colo-car los arreglos florales.

Llegó finalmente la hora del concierto. Afuera de laspuertas de la iglesia se escuchaban voces. La alharacacreció como coral de trombones, retrasando la entrada delpúblico y el inicio del evento.

Cuando el templo se abrió, un tropel de personas entróa ocupar los insuficientes asientos previstos. Una de lasedecanes me pidió con voz nerviosa que empezara de in-mediato.

En la calle la sirena de una patrulla se alejaba. Las puer-tas se cerraron, saludé al público y busqué con la mirada aSara. Me pareció extraño no verla sentada, sonriendo consu boca llena de cicatrices.

Empecé a tocar pensando en ella, en sus poros es-condidos y en sus preferencias por Bach. Mientras desfi-laban las danzas de la suite y mis dedos avanzaban conellas, el frío de Sara en sus noches sin techo se deslizópor el vestido nuevo y mis más cimbradas vértebras. To-qué y toqué hasta la última nota. Terminó el concierto y elfin del día que quiso empezar bien, mordió la noche concrueldad.

Me enteré al apagarse las últimas luces y sacar miinstrumento del coro, que quienes recogían los boletosdel festival se rieron cuando Sara dijo que era mi invita-da especial. Llamaron después a la patrulla de la esqui-na cuando ella se violentó sacando sus puños de las faldasrasgadas. No me dieron más informes aunque les aventéun seco e inservible reclamo que encontré entre los plie-gues de mi vestido nuevo, justo a la altura del pecho.

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Hay maneras y maneras. De hablar sobre música, dedisponer festivales, de ayudarse. De darle su lugar a Bachy a otros. De reconocer el hambre y el vacío. De recorrerla Plaza de la Inquisición a medianoche buscando a unamujer hecha bulto. De cargar herramientas para sobrevi-vir. De masticar indignaciones y de diferenciar burras debourrées.

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Chuleta de impresionismo

—¿Y por qué no había venido, güerita? —preguntó Yonipreparando medio kilo de milanesa de bola—. ¿Quiereque se la aplane más? —agregó con la coquetería de sudiente de oro relumbroso.

—Anduve fuera —le respondí sin poder evitar susmiradas pícaras. Me ponían nerviosa sus albures y latardanza en golpear cada rebanada de carne roja y enacomodarla entre hojas de papel encerado. Me distraíacon el ritmo de los palazos despiadados pasando tan cer-ca de sus manos, y tan pegadito al rincón de mis angus-tias. Imaginaba, como en cada visita a la carnicería, lo ho-rrible que ha de ser quedar con las yemas de los dedoscomo pico de pato, tratando en vano de tocar despuésuna cuerda.

—¿No me diga que usted trabaja? A ver, déjeme adi-vinar en qué.

Como cada miércoles de mercado sobre ruedas, elcarnicero Yoni me arrancaba plática, sonrisas y confe-siones.

Las semanas en que decidía no pasar por la carnice-ría, por estar cansada de algún largo ensayo o harta de oírnecias ironías provenientes de un podio, escuchaba sinfalta su grito desde el extremo de la columna de puestos:

—¡Marchanta! ¿Ya se olvidó de mí o qué?… No seamalita, no me trate así.

Las clientas de poca conversación, que habían demos-trado falta de interés cuando Yoni quería averiguar porquien votarían en las próximas elecciones, volteaban concuriosidad.

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El carnicero me había atrapado de nuevo en su conver-sación sin prisa. Ahora se dirigía a mi hija preguntándole siviajaba yo con frecuencia. Lucía respondió que a veces,cuando había conciertos en otros lugares.

—¿Conciertos, pero cómo conciertos? —preguntóhaciendo retumbar los vidrios de la vitrina.

—¡No me diga que es usted concertista!La candorosa chamaca que me convirtió en madre un

viernes luego de que toqué los Pinos de Roma, le diotoda clase de informes sobre mis actividades musicales, elcolor del arpa, las giras y hasta cómo quedaba la comprahecha y la casa organizada para los días de viaje. Yonimolía pulpa, rebanaba costillas y limpiaba trozos de agua-yón entre guiño y sonrisa.

Al responder mi hija Lucía que el siguiente viaje era aViena, el carnicero acercó sin preocupación la mano a larebanadora y preguntó en fortissimo:

—¿Quiere usted decir a Viena, a la meritita capital delvals?

Habiéndome robado otra sonrisa más para su co-lección, el tramposo sin remedio me hizo prometerle unafoto de Johann Strauss para colocarla en la vitrina junto alpermiso de Salubridad.

Al fin viajé. En Austria encontré un aire pesado y difícilpara mis cavidades. Hallé demasiados candiles, vestigiosde crema batida en todos lados y añoranzas por una di-nastía que me empalagó de más.

Vi en la ciudad de tantos compositores maravillo-sos, bardas pintadas con reproches a Hitler por no haberconstruido hornos más grandes, adolescentes rapados queescuchaban discursos nazis en audífonos solitarios, mucha-chos apáticos con ratas amaestradas sobre sus hombros,

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matronas pálidas que arrojaban monedas con desprecio alos clientes de piel canela, y viejos tristes cargando susu-rros ahogados afuera del cementerio.

Conocí también dónde yacen huesos chicos y espíritusgrandes, y observé demasiados pasajeros mudos, aparta-mentos prohibidos para músicos, árboles que retoñabanen punto de la misma hora y calles sin niños.

Volví con muchas ganas a mi patria, luego de haberconocido también liebres húngaras, la casa de Bartók,quien hubiera disfrutado enormemente un fandangojarocho, violines gitanos y peregrinos polacos que son-reían junto a sus carretas de papas. Necesitaba con urgen-cia soplar los ombligos de mis hijas cosquilludas, mordercilantro fresco, hablar con la gente en la calle, y llevarle aYoni la foto de la estatua en el parque Strauss, donde seaburren las verdes y estancadas aguas del Danubio azul.

A partir del regreso, cuando le entregué la postal y eli-gió el mejor sitio para su colocación en la vitrina principalde la carnicería, las conversaciones musicales con Yonigiraron en torno a los conciertos transmitidos por la tele-visión y al intercambio de opiniones respecto a solistas,compositores y directores.

Un día de plaza lo invité a escuchar Introduccióny Allegro de Ravel, ya que se quejaba con frecuencia deque la participación del arpa dentro de la orquesta no erasuficiente para su gusto.

Luego de reír ruidosamente y creer que era albur eltítulo del hermoso septeto donde el arpa vuela, me pi-dió con voz grave y discreta muchos boletos para am-bas presentaciones del programa, pues tenía dos mujeresy por lo tanto dos familias. Me instruyó acerca de có-mo comportarme en público con su bigamia y formalizó

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asistencia a ambos conciertos organizados por la embaja-da francesa.

Acudió a cada uno con seis docenas de rosas rojas.Me besó la mano derecha y presentó en las dos ocasio-nes a una mujer sonriente, muchos hijos y vecinos debarrios distintos.

Al siguiente miércoles, entre rebanadas de carne, medio material de reflexión para las clases de análisis y esté-tica musical con asuntos que, según aseveró, le robaban elsueño:

—¿Qué es más importante: la velocidad de los dedospara moverse en un instrumento o el jícamo que le ponecada músico a lo que toca?

Le respondí que a mi juicio la técnica es una especiede esqueleto que soporta al intérprete, pero que huesosfuertes sin materia alrededor no sirven de mucho; y quejamás me han impresionado los solistas que hacen perfec-tas acrobacias incapaces de moverle un pelo o un poro aquienes escuchan.

—Ya lo sabía yo, güerita, ya sabía que eso mero meiba a responder. Mire estas chuletas, como a usted le gus-tan: hueso fuerte y buen material. ¿No quiere que se laspese sin compromiso?

El gran conversador, incapaz de dejar pasar oportuni-dad para mostrar la foto del maestro Johann, buscabala manera de hablar sobre la postal con cada cliente de lafila: “Me la trajo la güera desde la mismísima capital delvals”, añadía, limpiándose las manos en el delantal en-sangrentado.

—Ora bien —agregó al acomodar medio kilo de ma-teria en una bolsa—, ¿sería mucho atrevimiento decirleque, además de que estaba usted bien guapa con ese

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vestido colorado, y de que los conciertos me requeten-cantaron, traigo una comparación que me revolotea enla cabezota desde que la escuché tocar esa chulada demúsica? El programa decía quesque se llamaba impre-sionista… Impresionista es poco, güerita, impresionan-te… Chulada de impresionismo, chuleta fina, chuleta fran-cesa. ¿Podríamos decir, además, que el arpa viene siendoa la música lo que el francés a los idiomas?

Me despedí admirando la atinada comparación, des-pués de pagar con pesos del pasado y de guardar en lacanasta las chuletas del presente con que finalizó su dis-curso, y con el que, de paso, me albureó como todas lassemanas.

A la hora de la comida sonreí a cada bocado, escu-chando las sensuales olotas rojas con que el elegante magoMaurice sabe inundarnos las orejas.

Mi hija me preguntó por qué sonreía tanto.—Chuletas de impresionismo —mastiqué para mis

adentros antes de hacerle cosquillas.

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No es tamal Chaikovski

—¿Es cierto que por aquí hay pumas, seño? —le pregun-té a la mujer recargada en un costado de la iglesia, esperan-do que mi compañera la clarinetista embarazada salieradel baño.

—Pues antes había muchos, pero los han ido mate ymate —respondió sin quitar la vista de sus dos canastascubiertas de plástico azul— o se murieron de frío.

Sacudí el agua de mi ropa y entré a la iglesia de Timil-pan. Sillas, atriles y algunos instrumentos aguardaban ya asus dueños. El olor a nardos de ese diciembre era másfuerte que el olor a nardos de mi infancia, casi tan picantecomo la mostaza de la torta que me preparó mi madre eldía en que aprendí a nadar.

Avancé por el pasillo oscuro entre velas, incienso y ellatín de las últimas oraciones previas al concierto. Sentí lacortante presencia del aire de fin de año: el desesperadobibliotecario de la orquesta recogía las partituras que nose quedaban quietas con la necedad del viento.

Como ya estaba oscuro y soy miope, tardé en darmecuenta de que faltaban vidrios en las ventanas del templo.Mis pies helados pronto le avisaron a los huesos que laiglesia estaba en plena construcción: la mitad del suelo eratierra aplanada y la otra, baldosas con polvo luminoso,como si al terminar la tormenta las estrellas se hubieranescurrido por los agujeros previstos para los futuros vitrales.“Otro presupuesto que no alcanza” —pensé.

En una esquina del recinto estaba mi arpa. Un grupode mujeres que había asistido al rosario se quedó a mirarlos movimientos de acomodo para el concierto. Algunos

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niños caminaban atrás de mí con expectación de circo paraobservar aquel instrumento grande que aparecía bajo unafunda verde.

—¿Cuántas cuerdas tiene? —preguntó, cuando ter-miné de descubrir mi instrumento, un muchacho flaco quehabía crecido varios años con la misma chamarra. Mien-tras le contestaba, empecé a afinar una de sus cuarenta ysiete, con muy torpe movimiento de los dedos.

—¿Cómo le voy a hacer para tocar tres cadencias deballets de Chaikovski con este maldito frío y los dedoscomo paletas de guanábana? —murmuré preocupada.

Los niños a mi lado se frotaban las manos y escondíancuellos y orejas entre sus hombros temblorosos. Maldijeal encargado de la programación del concierto municipalde ese viernes: demasiadas notas acarameladas para undiciembre frío en los bosques del Estado de México.

Al buscar un espacio donde el arpa no se tambalea-ra, observé un trozo de suelo plano. Resultó ser una lápi-da con el nombre del finado y pensamientos que redac-taron sus familiares. Algunas imágenes me distrajeroncon escalofríos diferentes: muertos que cuidan un tem-plo inconcluso, huesos que rechinan bajo tierra y espíritusque juegan al falso contacto con el único foco para leerpartituras.

—A pesar de todo —recapacité—, me gusta el ecode las iglesias y que la gente entre a escuchar en silen-cio… Hasta los rostros de los sufridos santos que tantome asustaban de niña se suavizarán con estas melodíasempalagosas de otros tiempos.

Las corrientes de aire empezaron a disfrazarse decrescendos justo cuando la obertura dio inicio al con-cierto. Las bancas de madera húmeda estaban llenas de

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asistentes que habían vaciado sus roperos para compen-sar tamaña inclemencia. Los músicos polacos se queja-ban entre escalas del invierno mexiquense.

Como no era mi turno para tocar, salí por un costadodel templo. Nada parecía servir: ni las axilas tibias, ni lasbolsas de la falda, ni el soplido o el frotado de una manocontra otra. Y La Bella Durmiente, El cascanueces y Ellago de los cisnes con sus arpegios delicados y enormesse acercaban sin haber encontrado yo todavía un remediopara el frío.

En el umbral de la iglesia, junto a los paraguas demis cien compañeros, seguía la mujer con sus dos canas-tas. Armaba una mesita de madera donde acomodó unaolla de peltre con humeante champurrado. Me ofrecióuna taza, pero le expliqué que faltaban pocos minutos pa-ra empezar a tocar muchas notas, y que estaba preocu-pada por tener las manos tan heladas.

—¿Qué va a tocar? —me preguntó.—El arpa que está allá, junto al san Isidro y los dos

bueyes —respondí con malicia dirigida al director y a susacompañantes.

—No, me refiero a qué cosa va a tocar —añadió son-riendo como si fuera mi cómplice.

—Pedacitos de ballets rusos, si el frío me deja. Ne-cesito que los dedos puedan agarrar bien las cuerdas, yde plano no quieren moverse…

—Y bueno, un tamalito… ¿No le dará tiempo aunquesea de un tamalito?

—Después del concierto —le prometí.Me retiré friccionando mis asustados dedos y avan-

cé de regreso hacia el altar. A los pocos metros me al-canzaron los pasos veloces de la mujer que me susurró aloído:

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—Detenga este tamal caliente hasta que vaya a to-car. Se lo envolví en un plástico para que no se le engra-sen las manos. Sirve de que se le quita el frío y puedeusted agarrar bien las cuerdas con sus dedos. Le va a du-rar mucho rato el gusto y a mí, pues el contento de escu-charla.

Nos llegó el turno a Chaikovski y a mí. El encantodulzón de sus melodías fluyó sin problema gracias al calorde un tamal de pollo en salsa verde y a una sensibilidadgenerosa como cazuela llena.

Desde entonces quedé agradecida a la sonriente mu-jer de Timilpan, con quien compartí al finalizar el conciertoel placer de detener una taza caliente entre las satisfechasmanos. Las bufandas en los cuellos de los músicos, el arpabien tapada, los contrabajos en sus estuches y las partitu-ras en una caja de detergente estaban listos para el viajede regreso.

Me despedí de la mujer amable luego de contarle his-torias sobre la vida del pobre Piotr Illych, quien murió entierras heladas sin sospechar siquiera las maravillas quepueden atesorar las hojas cálidas de un buen tamal.

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Pozole mío

A Walter

—Te toca contarme un cuento, mamaíta —pide mi amigosalvadoreño sabiendo que faltan siete largas horas parallegar al lugar del concierto—. Yo ya te platiqué la historiade los pericos de mi tierra —agrega.

Entre el olor a diesel y el aburrimiento de mi cuellorebotando en el autobús orquestal que atraviesa las dunasnorteñas, recuerdo su relato.

“Esa historia es tan hermosa como el sol del desierto”,pienso mientras busco con la nariz pegada al vidrio el ras-tro de la lejanísima bandada verde. Son las aves que cadatarde cruzan San Salvador de extremo a extremo en sudiario viaje del volcán a los arbustos de descanso.

Imagino también las caras de los niños que cesan susjuegos o el paso de las mujeres encendiendo el fuego,guiados todos por el escándalo de los puntuales pericossalvadoreños. Jalan con sus picos el envidiable telón delatardecer de las tierras húmedas del sur, donde la genteabre sus manos para dar lo que tiene.

Evoco al padre de mi colega y amigo mezclando el ce-mento y las historias con que lo entretenía: un tanto de cal,una melodía bien silbada, recomendaciones para cuidar susdeditos de aprendiz de músico y un balde de agua parafraguar, con sus sabias manos de albañil cantador, casasque saben permanecer abiertas. Me maravilla la precisióncampesina de su instinto paterno al colocar el agua exactaen la semilla correcta, y recuerdo algo muy distinto y con-trastante. Elijo los tabiques de la narración que me pide.

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—Pues he ahí que antes de que entraras tú a esta or-questa, estuvimos todos en la cárcel modelo —inicié elrelato—, invitados a comer y a tocar por petición de lasdamas voluntarias.

Sus trajes sastre eran del mismo color que las rejas dela prisión. Llegaban del salón de belleza y estaban nervio-sas por el discursillo que echarían antes del evento musi-cal. Como no nos permitían sacar los instrumentos y nosvigilaban con celo, me senté a observar sus pasos indeci-sos, la incoherencia de sus movimientos y los arreglos delcomedor.

—Parece ser que vamos a tocar hasta después delpozole —me informó un compañero.

Se hizo tarde: el abrir y cerrar de tantas puertas y laslargas revisiones de estuches nos abrieron el apetito a pe-sar del aire herido que se cuela por los barrotes. Las da-mas voluntarias caminaban con el filo de sus tacones. Pa-recían pollos patinando sobre las incómodas diferenciasde los mosaicos de ese galerón con los de sus lustrososcomedores.

En el rectángulo se dispusieron largas mesas conrábano y cebolla picados con cuchillo inclemente, pe-queñas cazuelas con orégano, salsa y lechugas marchi-tas. Nos sentaron alrededor de las mesas del comedor.Los internos, con uniformes deslavados y amarillentos,entraron con charolas pandeadas para servirnos pozole.

Una de las damas, adiestrada para sonreír a los dam-nificados, tomó el micrófono para informarnos quemientras comiéramos el platillo, los grupos ganadoresde los concursos musicales organizados por ellas mismasamenizarían el ágape.

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Tras la explicación sobre la importancia del arte enla cárcel modelo, y su función social fuera de ella, losinternos que antes cargaban charolas, se presentaron alos costados de las mesas con congas rajadas, maracasde arenas fugaces y bongoes torcidos. Tocaban la salsamás desangelada y triste del continente: música de trópicoa ritmo de funeral, a pulso de plañidera agotada de tantollanto. Las absurdas explicaciones se perdieron en la timi-dez de los ritmos sin sentido.

Los reclusos-ejecutantes apenas movían las manos,y los parches de sus tambores no tenían intención algunade vibrar. Los rostros lánguidos me robaron el hambre yun frío absurdo abrió mis ojos: jamás había escuchadomúsica supuestamente picante salir de presencias tan in-visibles como el agua insípida del perol. Sentí la imperio-sa necesidad de respirar profundo, como al inicio de unafrase que debe tocarse con decisión. Me urgió correr enalgún valle generoso y hacer volar un verde papalote denotas hiladas y fuertes, soltando el cordel con las ma-nos. Ni rastro del volcán, de los niños, del humo, de laleña o del feliz parloteo de los loros viajeros.

A los pocos minutos entraron doce hombres de an-chas espaldas, uniformes de mariachi con adornos pla-teados y brillantes como sus dientes. Cantaban con vo-zarrones más grandes aún que sus vientres, mayores quesus guitarrones de curvas exageradas y que el acordeónHonner. Eran los Comandantes de Tollocan haciendo so-nar, además de bolsillos cargados, las placas de sus bata-llones triunfales.

En el concurso, según nos informó una dama de pei-nado de concreto armado, habían participado “asimismodestacados elementos de la policía”. Otro tipo de unifor-mados, con afición de sonarle duro a la música.

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Se deslizó por mi glotis un pedazo de lechuga rebel-de: no lo había podido tragar cuando tocaron los inter-nos, ganadores del premio de consolación consistente enpozole aguado y concierto con nosotros, la orquesta es-tatal.

Continuaron cantando los policías merecedores delhonroso primer lugar en forma de billetes nuevísimos. Ima-giné lo exhaustas que quedaron las jueces tras la difícilselección. El absurdo poder, ese tremendo y dañino he-chicero que aparece en formas diversas, cerró aún más migarganta indignada. El trozo de lechuga se marchitó detristeza en un oscuro rincón de mis tripas inmóviles.

Los pálidos percusionistas reclusos, una vez guar-dados sus instrumentos, nos retiraron los platos y desa-parecieron. Se autorizó la entrada de la orquesta al audi-torio del penal.

Nuestra solista, soprano de gran escote, cara maqui-llada y gestos cortantes, calentaba su garganta a gritos.Traté de afinar mis cuarenta y siete cuerdas para acom-pañarla.

Los internos se desplazaron en filas hacia las butacas,escoltados cada metro por custodios uniformados y lar-gas armas. La ropa les quedaba grande y la sonrisa muyestrecha.

En un costado del teatro los familiares agregaron unleve toque de color a los asientos: un mandil rosa, palia-cates para sonarse, una chamarra con letras rojas y el go-rro azul de un bebé inquieto por conocer a su padreencarcelado.

En los asientos se instaló una pausa metálica y pesa-da. Mi corazón, a ritmo del correr de los muros que noscontenían, escuchó a la soprano iniciar su selección de

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arias de ópera. No convenció con su versión de lastragedionas italianas a los uniformados de uno y otro ladoni de la desesperación de Tosca ni de la tos de Mimí.Prosiguió con melodías internacionales que las damasdel voluntariado habían elegido para aliviar las horas delos reos. Cuando inició O sole mio sentí un temblor sa-liendo hacia mi lengua. Demasiadas transformacionespara una tarde: el pozole mío, abandonado en el come-dor, sonaba ahora muy agudo. Contagié con espasmosde risa asustada y nerviosa a los chelos y a los contrabajos,que tampoco estaban muy convencidos del beneficio delpapel pautado sobre los alambres de púas que remata-ban cada trémolo.

La empolvada cantante se agachó a recibir los esca-sos aplausos del público bostezante. De su escote escapa-ron dos senos blancos como maíz cacahuazintle. Losaplausos se convirtieron milagrosamente en clamor dechiflidos, ajúas y aventadero de cachuchitas color trajesastre. Un verdadero crescendo súbito rompió mis re-flexiones y el pasmo del programa.

A silbatazos, los vigilantes armados emprendieronabruptamente la retirada de presos y familiares, cada cualpor su pasillo. Nosotros empacamos los instrumentos ima-ginando que dentro de los estuches, sobre todo en el enor-me del arpa, se escondía algún desesperado enemigo delos concursos. Traté de calcular el tiempo necesario pararespirar algo: aire, frase musical, esperanza o sueño den-tro de una caja de arpa o en el interior punzante de unpenal. Mi cerebro se amotinó y decidió, como las sonri-sas de los presos, dejar de funcionar hasta estar muy lejosde ahí.

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—Todo esto pasó hace años —continúo—, cuandolas rejas de Almoloya no eran tan famosas como las deChapultepec, cuando tú no estabas todavía en esta or-questa y los políticos amarraban a sus perros con chorizo.Sucedió en los días en que te acostabas en los árboleschaparros para ver pasar cada tarde las nubes esmeraldade los pericos de tu tierra. Tu madre te pedía: “Tráeme elmaíz y ayúdale a papá a poner esos ladrillos, que se tehace tarde pa’ tu clase de violín”.

—Mamaíta, no inventes, esos son puros cuentos tu-yos —responde mi amigo. Sonríe bajo los bigotes queheredó junto con los enormes valles, con las verdes avesentregadas a las piruetas del aire libre y con la fluidez delos sabios cuentos que preludiaron sus sueños de niño.Los heredó del caminar firme de su padre, del mismohombre que tanto supo sobre construcciones sólidas yrazones tan bien puestas como las puertas de su tierraque, generosas, abren sus amplios brazos de madera pa-ra dar la bienvenida.

Me regaña con cariño: —Qué mentirosa sos, queda-mos en que hoy sí tocaba una historia de verdad…

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Las alas de Zanetti

Sin duda eran aletazos. De esos que pueblan los aires sindejarse ver, viajeros y grandes como los años amari-llentos de viejos calendarios.

Las imaginé así desde el rincón de la bodega de ins-trumentos del Teatro Nacional, donde conocí por prime-ra vez el arpa que mis colegas cubanos me prestaron parael recital.

Por falta de luz en las horas de apagón eléctrico, arras-tré el arpa hasta la ventana, atrás de las cortinas enrolla-das en el suelo y de las cajas de tramoya. A través delvidrio roto entraban a la penumbra pegajosa, luz para elatril y aire fresco para mis pulmones.

Sentí los aletazos de esa presencia benigna poco des-pués de empezar a pulsar las cuerdas. Llegó con cuidadoy se dispuso a escuchar cada uno de los días en que ensa-yé ahí a solas.

Sucedió de igual manera durante las tres sesiones enque mis dedos se acostumbraron al arpa cubana y a suscalores. La bodega de instrumentos de la Sinfónica deLa Habana está contigua al foro donde los bailarines de laCompañía de Danza Contemporánea preparan sus espec-táculos. La otra parte de su entrenamiento la reciben en elsudor de las calles bloqueadas, al subir escaleras, al cami-nar largos trechos por falta de transporte, trabajar a oscu-ras, esperar de pie el alimento o viajar trepados en unabicicleta compartida.

La música que estudié con ahínco para ese recital pro-venía de otras tierras generosas en ritmo: Canto abo-rigen de Juan Francisco Sanz, un talentoso compositor

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venezolano que supo crear un lenguaje fresco, vivo y ati-nado con melodías indígenas de su patria.

Cuando mi compañero flautista llegó a La Habana,ensayamos en el mismo oscuro rincón. Volvimos a sentirel paso legato de las enormes plumas invisibles que nosespiaban. Al igual que cuando practicaba yo sola, nonos sobresaltamos: era alguien con verdaderas ganas deescuchar. Se escondía entre las barricadas de cortinas ycajas. Sabía permanecer inmóvil y respirar quedo.

Cuando finalizamos nuestro ensayo, cruzamos por elforo donde los bailarines calentaban sus músculos. Conpasos de piernas largas y un pantalón cubierto del polvodel suelo que acogía sus músculos entre salto y salto, seacercó a nosotros Zanetti.

Brillaban en la penumbra del teatro el aro colgandode su oreja, la confianza de sus dientes y ojos y el su-dor de un torso moreno y fuerte.

—¿Cuándo ustedes tocan? —nos preguntó.Dejó de sonreír cuando le informamos que sólo daría-

mos un recital al día siguiente.—Es que yo tengo que bailar con ustedes —dijo con

la misma certeza con que se desplazaba en el escenario,en giros por suelos y aires junto a la puerta abierta delteatro que le regalaba luz—. Es más fuerte que yo: es algoque tenemos que hacer, chica —agregó.

Como nuestros anfitriones no habían pasado a re-cogernos todavía, sacamos el arpa del sitio donde pasaríala noche antes de su traslado al lugar de nuestro recital.

Ideamos un encore que serviría de regalo al públicocubano y de oportunidad para darle cuerpo a la danza deZanetti con el Toque de Votoroyó, de los guajiros cerca-nos al Amazonas. Nos describió esta música aprehendida

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con precisión. La había seguido días antes, desde suescondite sin luz, como a un llamado religioso.

Una vez acomodados los atriles y las partituras ini-ciamos los siete octavos meditativos que preludian consuavidad un pasaje de cambios rítmicos que entraron porlos oídos de Zanetti y le movieron el cuerpo completo.

Con la seguridad de quien sabe detener al viento, ini-ció su improvisación como si hubiera bailado nuestramúsica desde los años en que su agotado bisabuelo dor-mía en las barracas de una hacienda en Santa Clara.

Los músculos del muchacho contaban con fuerzalos sueños de su ancestro, el Zanetti de fines del siglo pa-sado. El hombre soñaba, perdido en la noche, que no eraesclavo del patrón italiano que le grabó el nombre eu-ropeo en la piel africana.

Los brazos del bailarín hablaban de serpientes en loscañaverales, y su cuerpo sudoroso, de castigos en la es-palda y las tremendas ganas de escapar. Bailaba con lafuerza de su bisabuelo al cargar la caña y con la ira de susquijadas silenciosas.

—¿Cómo te sentiste? —le pregunté al concluir el mo-vimiento musical y las piruetas de su cuerpo.

Con una sonrisa que le subió por los fémures asintiócuando lo invitamos a repetir el ensayo. Al finalizar que-damos en vernos al día siguiente, unos minutos antes delrecital, para decidir cómo regalar a nuestro público taninesperada sorpresa.

El viernes a mediodía, una vez desplazada el arpa alforo lleno de banderas de nuestro continente con un enor-me y colorido árbol de la vida al fondo, mi compañeroflautista y yo nos dispusimos a estrenar formalmente nues-tro recién bautizado dúo Bemole de Olla.

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Zanetti apareció de pronto, a tiempo y sin hacer rui-do, según su costumbre de pantera. Llevaba una estrechabolsa de plástico donde guardaba con cuidado sus ma-llas y leotardo negros, el atuendo para las ocasiones es-peciales.

Escuchó el recital atrás de las cortinas, a pesar de lostreinta y seis grados y los reflectores potentes encima desu cuerpo. Escondido, antes de que llegara el público,respiraba para repartir calma a cada centímetro de su cuer-po entre las frases y compases que nosotros íbamostocando.

Luego de una nítida sonata de Joaquín Gutiérrez He-ras, nacida en México, y de piezas que evocan flores aloído-nariz del compositor puertorriqueño Roberto Sie-rra, desfilaron por la sala de concierto el saludo religiosode los motilones, el canto de curación de los yanoamas, eldolor funerario de los yupkas, el carrizo fresco de los gua-hibos, el amor y el júbilo de los warrao, y otras deliciasselváticas.

El cálido público cubano recibió y aprovechó cada no-ta con el mismo cuidado que en la golpeada isla se leprodiga a un vaso de agua, a un pequeño bocado y al pa-so de los zapatos sobre los agujeros de las calles.

Después de tocar nuestra peculiar versión de El Bala-jú, anunciamos una segunda sorpresa: retomar el movi-miento que nuestro ágil amigo eligiera.

Ante los atónitos ojos de los espectadores, aparecióel cuerpo largo y fuerte de Zanetti. De reojo, y con ganasde quitar mis ojos de la partitura, podía verlo volar sobreel piso de mármol: giraba y caía como si la piedra fueraagua. El público contenía la respiración en cada vuelta yenviaba de regreso su silencio al conmovido escenario.

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Las banderas que lo observaban desde el techo y las figu-ras de barro iluminadas detuvieron su aliento de colores.

Al finalizar los saludos y abrazos que posludian un con-cierto, Zanetti nos presentó a su alumno francés. Era unmuchacho que había recibido beca de su país para entre-narse en boxeo.

Ya en La Habana, vio bailar al sin igual ángel de nues-tro encore y le pidió que lo entrenara para añadir agilidada su técnica pugilística.

Pocas clases después, el boxeador francés decidió de-jar los guantes de pelea y aprender a bailar descalzo en laoscuridad.

Así los encontré en la penumbra de mi primer ensayoen ese teatro de aire pegajoso. Pensé que jugaban a sercampeones o que calentaban músculos con saltos de ring.Me equivoqué: Zanetti lo ayudaba a preparar la coreo-grafía con que regresaría a Francia para contarle a su des-informado entrenador, con giros y danza, la historia delmuchacho que dejó esas luchas para siempre.

Cuando saludamos al público al terminar la presenta-ción, Zanetti y yo nos abrazamos muy fuerte. Al darnoslas manos empapadas e inclinarnos para hacer la carava-na acostumbrada, observé el temblor de sus pies fuertes yrugosos.

—Por eso no hacen ruido. Han sabido viajar con eltiempo. Son los pies que hacen enmudecer a las olas consu vuelo: el bisnieto de un esclavo que soñó con palo-mas y halcones y águilas, anda haciendo de las suyas enla penumbra de un teatro —le dije al centro de mi es-tómago, tal y como Zanetti aconsejó a los alumnos quequerían aprender a volar.

Hay alas que son así.

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El poder de ese mago(sueño medio tonto pero no tanto)

A mi Bosse

Fue gracias a este sueño que Ese Mago apareció. (Aun-que este sueño era la continuación de muchos otros, tal ycomo sucede en la vida real.)

Caminaba yo entre muchas personas que se dirigíanhacia el auditorio de la preparatoria de la que salí ha-ce veinticinco años. Me llamó la atención escuchar los mo-tivos que algunos hombres tenían para regañar en públi-co a sus mujeres y percibir cómo ellas apenas abrían laboca. Si lo hacían, los improperios subían de tono.

Recordé haberles explicado a varios varones, fuera delsueño, en la vida de los despiertos, los terrores que tantasmujeres guardan en sus corazones. Con frecuencia misinterlocutores se reían:

—¡Viejas chillonas! No seas exagerada: esas cosas yano suceden en nuestro país. Menos ahora… Será en cier-tas clases sociales —aseguraban.

Algunas mujeres con niños en brazos y yo ya no es-cuchábamos frases tales como: “Tienes las chichis caí-das”, “Ni te atrevas”, “Me choca que hables con hom-bres”, “¿A quién ves?”, “¿Desde cuándo los patos lestiran a las escopetas”, u otras como “¿Otra vez tienes con-cierto?”

Me desplazaba por el empedrado de la calle dondese me reventó la fuente la primera vez. (En otro sueño delos que viví despierta, más antiguo y muy vívido: salídel conservatorio una hora antes para volver a casa, pues

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Demente cuerda

presentí que mi primera hija querría nacer pronto, suave yhúmeda entre mis piernas.)

Con paso ausente, adivinaba yo los enojos de aque-llos hombres sin siquiera mirar sus caras. Andante, andan-te assai, porque el estreno de la obra estaba por iniciarse.Y yo, luego de tantos años, actuaría de nuevo: Andanteallegro.

Los maridos que había yo observado no cesaron devociferar. Dejé de escucharlos cuando el gentío a la entra-da del auditorio nos separó.

Decidí alejarme de los hombres que regañaban a susmujeres. (Me sigo alejando.)

Los murmullos de la multitud llamaron mi atencióny apretaron los cuerpos de mis cuatro hijas contra mi fal-da. (Luego de la primera criatura nacieron la segunda, yluego la tercera y cuarta juntas en el silencioso transcursodel tiempo doloroso en que yo no hablaba de mis sueñostontos, pero no tanto.)

En el pasillo que llevaba a la entrada principal del audi-torio, Ese Mago se dejó ver. Era enorme, con largos bi-gotes curvos que caían sobre el pecho cubierto por unagigantesca capa negra con la que iba abriéndose paso en-tre la expectación. Juíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiish.

El numeroso público que aguardaba el acceso al es-pectáculo se abrió como el Mar Rojo. Ese Mago me se-ñalaba con los poderes de su vara de oro y plata mien-tras profería con voz de trueno las palabras mágicas demi niñez: Ocrán-Sanabú. Hace mucho que no veo los to-mos del diccionario enciclopédico, ni contemplo esaspalabras mágicas guiñándome con destellos doradosdesde el librero, pero jamás las he olvidado: cosas de lamagia.

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Al sentir el humo colorado llegar en línea recta desdela varita mágica de Ese Mago hasta mi garganta, los técni-cos del teatro me montaron sobre un arnés que me elevópor los aires.

—Ahora empieza tu actuación —me dijeron conánimo.

Tuve tiempo de explicarles a mis queridas hijas que nose angustiaran, que sólo era una historia y un vuelo ensa-yados desde tiempo atrás, que al rato aterrizaría junto aellas y que nos veríamos a la salida. (Creo que el guión melo aprendí a escondidas, porque en los sueños de otrostiempos y lugares no me estaba permitido leer ni teneropinión propia. Mucho menos escribir o tocar a mis an-chas. Pero no lo recuerdo con exactitud: han pasado va-rios lustros brumosos como la tinta de los pulpos que es-capan de sus enemigos.)

Ese Mago inició los diálogos brincando de un lado aotro del escenario. Yo, más que cumplir con mi papel, loinventaba con exactitud, como si en verdad lo supiera,como si sirviera de algo pensar durante años de silenciomineral: “Ya no quiero estar aquí, no me gusta el papelitoque me tocó, quiero volar y abrir la boca; ya casi estoylista, ya casi. ¡Ya!”

La música sonaba al mover mis pies, y al sacudir lacabeza, los trucos escenográficos se cumplieron uno auno con magia y sincronía.

El vuelo era cada vez más circular y amplio, comola falda blanca con que le tumbaba el sombrero a EseMago, quien reía con la fuerza de un quinteto de metales.La cuerda atada al arnés era invisible y resistente. Dancéentonces sin gravedad alguna, con la ligereza de losastronautas, el descaro de los halcones sobre los valles y

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con plena confianza: abajo me aguardaba Ese Mago. Suspalabras mágicas y carcajadas me alcanzaban sin im-portar lo alto de mi vuelo.

Se descolgó del techo una pequeña arpa con la queacompañé algunos diálogos de la historia teatral. Ese Ma-go hacía aparecer otros instrumentos y los apuntaba altecho para que sus melodías se trenzaran con las mías.

No recuerdo en este sueño de qué trataba el argumen-to de la obra. Supongo que a nadie le importa. Por lo me-nos, a mí no me preocupa. (Esta mañana, al despertar ycontarle a Ese Mago el sueño completo, sonrió complaci-do incluso con los huecos de la historia, con lo absurdo ytambién con lo comprensible. Por eso amo tanto a EseMago: sonríe y escucha con la fuerza del aire que arroja elMar Báltico que lo vio crecer.)

Lo bueno de este sueño fue que tras muchos giros, laobra concluyó en un dulce aterrizaje, y que Ese Mago ymis cuatro hijas me esperaban junto a la puerta trasera.La multitud salía arrastrando a aquellos hombres apun-tadores de las faltas de sus mujeres. Ahí quedaron, apla-nados sobre el pavimento. Lo malo es que muchas deellas siguen el camino de la costumbre que ellos marcanen escenas que están de más, que se llenaron de polvocaduco.

Y lo mejor de Ese Mago, fuera y dentro de los sueños,es que no se saca regaños incoherentes de la manga nirealiza trucos sucios. Tiene, además de actos consistentesy hermosos, una capa enorme e invisible con la que viaja-mos muy alto improvisando textos. Después de combinarnuestras lenguas, elegimos vocablos tontos y no tanto,sempre volando assai.

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Coda húmeda

A las damas ballenas y a otras mujeres,por aventar chorrazos de alimento a sus crías

—¿Los mártires no podían decir que había muchos dio-ses para que no los metieran en aceite caliente, salir deahí corriendo, y luego creer en lo que les diera la gana?—pregunté varias veces en mi niñez.

Cuando sugerí a un sacerdote que cambiara los garban-zos crudos que se colocaba dentro del zapato en Cuaresmapor unos ya cocidos, perdió la compostura y dejó de con-tarme cuántas ratas había comido encarcelado en China.

Recuerdo otras muchas preguntas impertinentes quehe hecho. Hasta las de esta mañana. No memorizo todaslas respuestas ni me detengo a sopesar los rigores religio-sos en los que crecí. Voy de paso, pues.

Muchas interrogaciones y afirmaciones se han ido conel agua, uno de mis mejores cómplices. Otras han germi-nado gracias a la humedad que dejan los años propios y alas experiencias con cierto peso.

He llegado a esta edad con la ayuda del agua, de la mú-sica y del amor en diferentes presentaciones. Agua vienesiendo lo que bebo, lo que he llorado en dolor, lo que hesudado felizmente y lo que mantiene mis vuelos cuandonado. Sigo llegando a las edades que me faltan por cum-plir gracias también a la silenciosa voz que me ha enseña-do que el humor sí es acuático, y que todo puede resba-larse o germinar si cae en las condiciones adecuadas.

Durante los primeros quince años de mi vida fui calla-da y tímida. Ahora todavía lo soy, pero lo disimulo condescarado cinismo.

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Todavía me pregunto cómo pueden los estudiososmedir cuánto pesan los genes y cuánto marca el medioambiente. Yo estaba segura, en aquellos años de timidez,de que algún día podría hablar sin que los ojos se mehumedecieran, o de que si se me humedecían no importa-ba. Crecí esperando el momento.

A mi madre, a esa hermosa mujer a quien tanto extra-ño, le dio por quitarme los miedos haciéndome viajar solapor donde se pudiera. En cuanto sentía confianza con al-guna familia amigable, extendía sugerencias de intercam-bio de hijos en vacaciones para aprender otro idioma,ayudar al prójimo, desenvolverse en tierras extrañas o loque se le fuera ocurriendo, que como madre de ocho, eramuchísimo.

El noviciado comenzó al norte de mi casa, en la colapara comprar tortillas: la tarea consistía en pedir un kiloque costaba un peso. De pilón un sudor pegajoso y calam-bres nerviosos en la glotis. Luego me mandaba a comprardos cebollas moradas, o unas gasas para poner com-presas calientes en el pecho de algún hermano afiebrado.

El siguiente entrenamiento lo realicé más al norte: enChihuahua, donde aprendí algunas groserías bastante úti-les para vencer la timidez. Y luego en Texas, más arribadel norte, donde lloré un mes entero porque a las grin-gas de doce años solamente les interesaba hablar de unosglobitos que se ponían los hombres para no tener hijos,besuquear fotos de los Monkeys, pintarse las uñas de co-lores fosforescentes y secretearse en los baños de la es-cuela. Yo sólo quería volver a casa.

Soporté la nostalgia leyendo bajo una sábana y conuna linterna hallada en una tienda de campaña scout.Preferí ver patas de insectos bajo el microscopio Mi

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Alegría que me trajeron unos Reyes Magos que dejabanpistas en el patio. Era mucho mejor rascar cuerdas deguitarra imitando al abuelo recién fallecido.

Fui una niña feliz observando a Gos, el perro fiel queempañaba los vidrios de los ventanales de la capillamientras finalizaba la obligada misa diaria y mis herma-nos y yo salíamos en fila. Lo más fascinante de las mu-chas horas que pasé en las iglesias, fue ver al organista.Leía dieciseisavos barrocos como si fueran las letras delmejor cuento jamás escrito. Descubrí que escuchar a Baches la religión que verdaderamente me conmueve y quesu música es la puerta de todos los cielos.

En Hidalgo presencié campañas para despiojar ni-ños otomíes, horas de catecismo acompañadas por galle-tas de animalitos, y venta de pan de caja entre mezquitesy pueblos sin agua.

En la Sierra Tarahumara aprendí algunas palabrasrarámuris en la clínica donde les cantaba a los niños enfer-mos antes de darles la medicina. Me enseñaban su lenguamaterna mientras yo trapeaba los pisos de madera condesinfectantes de antes y ba’wí, nuestro vital líquido. Ahíme despertaron la voz, la conciencia y mayor afición a losviajes.

Aprehendí la música de las palabras indígenas, la se-ducción de sus violines y la eficiencia de las lágrimas co-mo elemento de limpieza. Aprendí a hornear pan enhornos de leña, a inyectar medicinas donadas, a admirarpartos, a comer agua con frijoles, a tragar pinole y a be-ber tesgüino en la misma vasija que los danzantes de lasfiestas del Yúmari. Supe entre peñascos y a ciencia cier-ta que estaba enamorada de la música, de los valles, de lalibertad y del agua en todas sus presentaciones.

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Los años pasan flotando, vaya descubrimiento. Derepente, el tiempo se detiene y los días no resbalan tan-to. Como la niebla o el rocío que se estacionan un rato enlas barrancas. Agua por todos lados, por dentro y porfuera.

Así veo las gotas de sudor en el cuerpo de una mu-jer que, como yo, ha sido volcán a punto de explotar cuan-do su criatura decide salir.

—Soy un monstruo bicéfalo por unos instantes. Tú yyo, hijita, gritamos al mismo tiempo, las dos muy hú-medas. Ya estamos aquí, juntas, luego de tanta espera.

A veces, el tiempo es una ola espiral: la avidez del be-bé hambriento buscando un pezón que revienta. La le-che pide a gritos saciar su primera hambre, quiere con-vertirse en el abrazo más redondo.

La complicidad del elemento llega a extremos que noson para confesarse así nomás: existe también el hambrerecíproca de los que se aman, se humedecen y se recreanen mares de vida.

Mientras se suceden estos ríos y arroyos, le arrancosonidos de agua a mi instrumento de madera y tripas: fi-nalmente soy solamente un animal que yo misma dibujécon acuarelas cuando cumplí diez años.

Esta coda se compone de lluvias y goteras, de miedosy pasos, de olores de dentro y hechos que pueden bo-rrarse o no.

Me veo en este charco: el reflejo de mis piernas, misexo, mis pechos, las marcas de una cesárea, los gol-pes invisibles, las certezas necias, las ilusiones estúpidas yverdaderas, los dedos largos y las manos flexibles.

Estoy feliz: soy la misma niña, la misma mujer demen-te y cuerda.

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Graciela Enríquez Enríquezcoordinó esta edición de 1 000 ejemplares

Se terminó de imprimir en enero de 2006

Diseño de portadaRetorno Tassier, S.A. de C.V.

Río Churubusco núm. 353-1Col. General Anaya03340, México, D.F.

Diseño gráfico editorialSolar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos03800, México, D.F.

55 15 16 57

En la composición se utilizaron tiposBaskerville en tamaños

9, 10, 11, 12, 13, 16 y 22 puntos

Editado porDEMAC