de selvas y selváticos: ficción autobiográfica y poética

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LAVORAGINE «un solo eco de multísonas voces» I. UN PROBLEMA DE FORTUNA CRITICA Las interpretaciones tradicionales de La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera suelen partir de un breve artículo escri- to por Horacio Quiroga en ocasión de la muerte de Rivera en 1929. Comentaba entonces el cuentista uruguayo: (...) La vorágine es eso, por encima de sus grandes cua- lidades: un inmenso poema épico, donde la selva tropical, con su ambiente, su clima, sus tinieblas, sus ríos, sus in- dustrias y sus miserias, vibra con un pulso épico no alcan- zado jamás en la literatura americana. Por una rara virtud -no tan rara, si bien se mira- tal vez no fue la evocación de la selva el punto de mira esencial del novelista al plantear el libro (...) Conoció también, en su misma entraña tenebrosa, la explotación del caucho, no bastante execrada, a lo que parece, en las denuncias que hace años se conocieron y se siguen conociendo todavía con el nombre de 'los horrores del Putumayo' (...) Un to- que de rebato sobre aquellas denuncias de lo que pasaba en el Putumayo fue, sin duda, el objetivo que tuvo Rivera por delante al escribir su novela (...) Pero si el hombre de tem-

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L A V O R A G I N E

«un solo eco de multísonas voces»

I. UN PROBLEMA DE FORTUNA CRITICA

Las interpretaciones tradicionales de La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera suelen partir de un breve artículo escri­to por Horacio Quiroga en ocasión de la muerte de Rivera en 1929. Comentaba entonces el cuentista uruguayo:

(...) La vorágine es eso, por encima de sus grandes cua­lidades: un inmenso poema épico, donde la selva tropical, con su ambiente, su clima, sus tinieblas, sus ríos, sus in­dustrias y sus miserias, vibra con un pulso épico no alcan­zado jamás en la literatura americana.

Por una rara virtud -no tan rara, si bien se mira- tal vez no fue la evocación de la selva el punto de mira esencial del novelista al plantear el libro (...) Conoció también, en su misma entraña tenebrosa, la explotación del caucho, no bastante execrada, a lo que parece, en las denuncias que hace años se conocieron y se siguen conociendo todavía con el nombre de 'los horrores del Putumayo' (...) Un to­que de rebato sobre aquellas denuncias de lo que pasaba en el Putumayo fue, sin duda, el objetivo que tuvo Rivera por delante al escribir su novela (...) Pero si el hombre de tem-

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pie se detuvo entre el Isana y el Guainía, junto al Guaracú, jugando su nombre y su vida a la redención de unos cuan­tos miserables, su temple de artista abarcó el trópico ente­ro, para lanzar, por decirlo así, a los ojos mismos del lec­tor, el panorama inmenso, torrentoso, mefítico y nefasto de la hoya amazónica.

No hay pasión en sus personajes que la selva no haya azuzado hasta el delirio, como una vasta terciana. No hay en la novela agonía de mortal alguno que la selva no haya sufrido con dolor dual desde que el hombre penetró en ella a desangrarla.23

Con base en esta primera identificación de la selva como el principal espacio y protagonista de la novela de Rivera, dos lecturas opuestas y complementarias entre sí se perfilan en estos comentarios de Quiroga. La primera, supuestamen­te más apegada al proyecto ideológico y político del narra­dor colombiano, pone el acento en las condiciones de traba­jo y explotación de los caucheros colombianos en los confí­nes del territorio nacional. La segunda, más atenta al pare-

23 Horacio Quiroga, « José Eustasio Rivera: el poeta de la selva». La Nación. FJs. Aires, 22 de enero de 1929. pp. 17/18. Reproducido en Tres novelas ejemplares. selección y prólogo de Trinidad Pérez. La I labana. Casa de las Américas, 1971 (Colección Valoración múltiple) pp.77/80. Esta recopilación de textos críticos dedicados a La vorágine, Don Segundo Sombra y Doña Bárbara nos propor­cionó una base importante para la sistematización de la recepción primera de la novela de José Eustasio Rivera. La excelente antología crítica de Monserrat Ordóñcz, La vorágine: textos críticos. Bogotá. Alianza Editorial Colombiana. 1987, ha sido otra ayuda invaluable. La lectura atenta de ambas antologías, las orientaciones bibliográficas que proporcionan y los análisis y valoraciones de la novela de Rivera que reúnen constituyeron una valiosísima ayuda para la orien­tación de mi propuesta de lectura. En este caso, como en el de María, mis acuer­dos y discrepancias con quienes me antecedieron en el análisis de La vorágine dependen en buena medida de los supuestos epistemológicos en los cuales des­cansan nuestras respectivas lecturas. No cabe duda, sin embargo, que estos acuer­dos y estas discrepancias desempeñaron un papel fundamental en la orientación de mi propio trabajo.

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cer al resultado literario de la obra que a las intenciones ideo­lógicas y políticas de su autor, finca el valor estético de aqué­lla en la dimensión épica y mítica que en ella termina por asumir la selva.

Diversamente articulados entre sí y con otros elementos, los supuestos del comentario de Horacio Quiroga vuelven a encontrarse en gran parte de la crítica. En ésta, la identifica­ción del título de la obra con la selva es prácticamente un lugar común, que suele convertir a la primera parte de la novela -que inicia con la ruptura de Arturo Cova y Alicia con el medio social y familiar bogotano y termina con el incendio de Hato Grande- en simple pretexto novelesco para la introducción del tema central: el lirismo telúrico o la de­nuncia de las dos partes restantes. En este marco, la selva adquiere dos dimensiones esenciales: o bien aparece como un espacio geográfico-natural, cuya virginidad no excluye una fuerza descomunal y maléfica que exacerba las pasio­nes humanas -como la «devoradora de hombres» que sim­bolizara, pocos años después, la Doña Bárbara de Rómulo Gallegos-; o bien se convierte en un espacio social, caracte­rizado por las exacciones de las transnacionales comerciales y financieras en los confínes del territorio colombiano. En la primera de estas perspectivas, la selva es la que asciende a la categoría de protagonista de un relato telúrico de marcado acento épico-lírico. En la segunda, Clemente Silva -el prin­cipal relator de las atrocidades que padecen los caucheros colombianos en la cuenca amazónica- es quien pasa a ocu­par el papel de «verdadero» protagonista de la novela, rele­gando así al narrador y protagonista del relato autobiográfico a un segundo plano.

Esta segunda lectura -social y documental- es, por cierto, la que el propio Rivera se encargó de inducir con una serie de procedimientos literarios y extraliterarios, al parecer des-

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tinados a reforzar la verosimilitud de su relato, como si la cultura literaria o la falta de experiencia empírica de su lec­tor virtual restaran credibilidad a los horripilantes episodios selváticos narrados. En primer lugar, los manuscritos de Arturo Cova están «autentificados» mediante un prólogo y un epílogo que convierten al autor en simple «editor» de unos cuadernos llegados a manos del cónsul colombiano en Manaos. Luego, la edición original de la novela, a cargo del propio Rivera, incluía tres fotografías. La primera venía acompañada de la siguiente leyenda: «Arturo Cova, en las barracas del Guaracú. Fotografía tomada por la matrona Zoráida Ayram». La segunda, de otra leyenda que decía: «El cauchero Clemente Silva». Y en cuanto a la tercera -sin le­yenda al pie- representaba a un cauchero haciendo una inci­sión en la corteza de un árbol. Ahora bien, como lo ha esta­blecido el investigador Eduardo Neale-Silva, nada de lo mencionado al pie de estas fotografías es cierto: las dos últi­mas fotografías son simples tarjetas postales -compradas, al parecer, por Rivera en Manaos-, y el personaje retratado en la primera no es otro que el propio José Eustasio Rivera.24

Por otra parte, la novela salió a la luz pública precedida de una serie de anuncios en la prensa bogotana, que la pre­sentaban en los siguientes términos:

La vorágine, novela original de J.E. Rivera. Trata de la vida en Casanare, de las actividades peruanas en La Cho­rrera y El Encanto y de la esclavitud cauchera en las sel­vas deColombia, Venezuela y Brasil. Aparecerá el mes en­trante.25

24 Eduardo Neale-Silva. Horizonte humano. I 'ida de José Eustasio Rivera. Méxi­co, Fondo de Cultura Económica, 2a. ed.. 1986: pp. 297 y siguientes.

25 «La vorágine». El Espectador. Bogotá, 30 de agosto de 1924. Citado por E. Ncale-Silvva, Horizonte humano, op. cil. p. 298.

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El mismo Neale-Silva señala:

Si es verdad, como es de suponer, que este anuncio fue preparado por Rivera, no deja de ser significativo el hecho de que se refiera todo él al contenido histórico-social del libro. El poeta quería, por lo visto, establecer un nexo entre su libro y los hechos por él discutidos a través de los perió­dicos en tiempos recientes, subrayando de este modo la importancia de sus desvelos colombianistas.36

No viene al caso reseñar aquí las numerosas anécdotas que se derivan de esta puesta en escena, destinada a amparar la verosimilitud de la ficción con el dato empírico, vale de­cir a otorgar credibilidad a una realidad que, a todas luces, rebasaba las posibilidades de la ficción hasta entonces vi­gente. Y tampoco conviene seguir a los exegetas en la vía artificiosamente señalada por el autor, cotejando datos «fic­ticios» con datos «reales». Más vale subrayar la novedad de la empresa literaria de Rivera, y las dificultades que conlle­vaba: la incorporación a la tradición literaria americana de un ámbito de la realidad natural, social y cultural hasta en­tonces desconocido (al menos bajo ese ángulo) implicaba de hecho trabajar prácticamente sin referente; o mejor di­cho, entrañaba la necesidad de «crear» dicho referente, adop­tando para ello una estética realista que descansara en un principio mimético y proporcionara al lector una amplia in­formación acerca de la realidad aprehendida junto con los principios de su inteligibilidad. Tal es en buena medida la función que cumple la larga serie de personajes episódicos o secundarios -Clemente Silva entre otros-, cuyos relatos «tes­timoniales» son recogidos por Cova dentro de una narración

26 Horizonte humano, op. eit. p. 298.

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autobiográfica, que -como trataremos de mostrar a lo largo de esta exposición- obedece a otros principios estéticos.

Este imperativo realista no responde, desde luego, a la sola circunstancia de que, como abogado y encargado por su gobierno de una misión deslindadora en la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela, Rivera hubiera tenido la opor­tunidad de enterarse de prácticas que despertaron la indig­nación de un «temperamento» que, confundiendo autor y personaje, Arturo Torres-Ríoseco juzgaba «particularmente exaltado».27 Responde fundamentalmente al hecho históri­co de la incorporación a la actividad productiva del país, por intermediación del capital comercial y financiero transnacional, de una amplia zona geográfica y social más o menos desconocida y que, por lo mismo, no tenía hasta en­tonces para la conciencia de los colombianos una existencia sino virtual. Pero responde también, en este mismo marco de un Estado-nación todavía embrionario y precario, al des­pertar de una conciencia nacional que, desde distintas pers­pectivas, cuestionaba las bases económicas, sociales y polí­ticas de la «modernización» del país. A este despertar alu­den «los desvelos colombianistas» de Rivera, de los cuales habla Neale-Silva. «Desvelos» que, sin dejar de inscribirse en el marco de la ya famosa disyuntiva entre la «civiliza­ción» y la «barbarie», abrían paso a una exploración y una justa comprensión crítica de los nexos existentes entre la inserción de la economía colombiana en el mercado mun­dial y la nueva esclavitud del pueblo colombiano en la re­gión amazónica.

De modo que, más allá de lo circunstancial y documental del tema tratado, La vorágine debe su fortuna -esta fortuna

27 «Una crónica-revelación de la selva». Tres novelas ejemplares, op. cil. pp. 81 j siguientes.

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particular- al hecho de que lo local y regional de los hechos relatados por la novela guardaba cierto paralelismo con pro­cesos similares en otras regiones de América Latina, y de que su perspectiva crítica entroncaba con las preocupacio­nes de amplios sectores sociales portadores de un proyecto nacional en abierta pugna con lo que la sociología latinoa­mericana llegó a caracterizar como «la vía oligárquica de desarrollo». De la vinculación de estos aspectos de la nove­la de Rivera con aspectos más generales de los procesos la­tinoamericanos dan fe la amplia literatura historiográfica y sociológica abocada al estudio de dichos procesos, la narra­tiva social de los años 20-50, y la lectura particular que los mismos sectores sociales hicieron de La vorágine. Sin duda, esta lectura particular ha contribuido por mucho a la incor­poración de la novela de Rivera a la tradición literaria ame­ricana. Pero, por unilateral y parcial, ha constreñido tam­bién sus posibilidades de significación y desvirtuado sus al­cances estéticos, cuando no ha servido también de argumen­to para sus detractores.

Cierto es que parte de la crítica tradicional ha insistido también en la existencia de un proyecto novelesco articula­do en torno a la figura de Arturo Cova. y sujeto a las reglas de la verosimilitud novelesca heredadas del romanticismo. Sin embargo, ello ha sido para recalcar el carácter «anacró­nico» de dicho proyecto y la «retórica» del lirismo del na­rrador y protagonista. Con lo cual esta crítica no ha hecho sino contribuir al relegamiento de los aspectos novelescos al rango de coartada destinada a introducir y justificar la tra­yectoria del viaje de Cova y su descubrimiento de la selva y de los horrores que Rivera se proponía denunciar. De tal suerte que los aspectos novelescos constituirían en fin de cuentas la parte deleznable, o al menos prescindible, de la obra de Rivera. Y no faltan incluso quienes han insistido en

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la endeblez y la inconsistencia sicológicas de Arturo Cova. Basados en criterios normativos, antes que en las relacio­

nes que el texto pudiera mantener con un contexto socio-cultural concreto, estos juicios estéticos de la crítica espe­cializada acerca del «anacronismo» del romanticismo sub­yacente en la historia de amor entre Cova y Alicia y de la endeblez e inconsistencia sicológica del protagonista, no coinciden sin embargo con la opinión de los lectores con­temporáneos de Rivera. A este respecto, dos testimonios re­cogidos por el mismo Eduardo Neale-Silva demuestran no sólo la actualidad de los temas tratados por la novela, sino también la verosimilitud de sus análisis sicológicos, además de la vigencia del trasfondo de representaciones culturales en el cual éstos se apoyan; y muestran incluso cómo, según sus experiencias o sus formas de inserción en la sociedad colombiana de la época, estos mismos lectores atribuyeron un mismo valor de verdad, sea al proyecto novelesco, sea al proyecto ideológico de denuncia.

El primero de estos testimonios -publicado como crónica en El Espectador Dominical, de Bogotá, el 24 de julio de 1925 bajo el nombre de Miguel Rasch-Islas -concierne a la intriga sentimental:

Rivera ocupaba un departamento en la calle 15, con ca­rrera 9a, perteneciente a unas damas antañonas que habita­ban en el piso alto de la casa y que tenían un hermano cura, que venía a verlas de vez en cuando desde el pueblo donde residía. Un domingo, a mediodía -no he olvidado que fue domingo y que fue a mediodía- las damas le mandaron a decir con una chica de servicio que 'el padre' tenía un asunto privado y urgente que tratar con él y que mucho le agra­decerían que le concediera una corta entrevista. Rivera les contestó que podía bajar enseguida. El buen siervo de Dios

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no se hizo esperar y, pasados unos segundos, bajó. Tras los saludos y las excusas de estilo, le manifestó que su visita se relacionaba con su misión de pastor de almas y que, por lo tanto, iba a pedirle que buscase a la 'desgraciada' Ali­cia y a su probable hijo con ella y legitimara santamente las relaciones escandalosas habidas entrambos. En un ex­ceso de ternura le declaró que para él sería grande honor impartirles, en el pueblo, la bendición nupcial. Terminado que hubo. Rivera le respondió... que todo, absolutamente todo lo relacionado con Alicia, había sido pura y simple invención literaria y que podía tranquilizarse en cuanto a su santa preocupación de que ella o alguna en el mundo anduviera, por su culpa, pasando vergüenzas o sufriendo penalidades.

Rivera gozó de la incomparable fortuna de que a lo que decía se le diera credulidad y valor instantáneos. Su honra­dez integral le salía no sólo al rostro francote y bronceado, sino que se traslucía a sus palabras también. Y el curita vio que lo que acababa de asegurarle era verdad, por lo que la sincera congoja con que bajó a cumplir su misión evangé­lica se transformó en efusiva y desbordante alegría y acabó despidiéndose de mucho abrazo y mucha bendición.28

El segundo testimonio se refiere no sólo a las andanzas de Cova por la selva sino también a los rasgos de su carác­ter, anteriormente impugnado por uno de los críticos de Ri­vera. El 25 de noviembre de 1925, El Tiempo publicó la si­guiente carta, enviada por el señor Pablo V. Gómez :

28 Miguel Rash-lsla. « ¿Existieron los personajes de "La vorágine"?». Bogotá, El Espectador Dominical, 24 de Julio de 1949. Citado por Eduardo Neale-Silva. Horizonte humano, op. cit. pp. 300/301.

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«San Vicente (S), agosto 3 de 1925 José Eustasio Rivera, Bogotá.

Señor de todo mi aprecio: Acabo de leer La vorágine. Conozco la mayor parte de

los lugares citados en ella y conozco personalmente (a) va­rios de sus actores que, como Arana, Pezil, Cardoso y Albuquerque, fueron mis amigos y relacionados.

Yo fui peón del llano de Casanare, cauchero en el Casiquiare, capitán de buques en el Río Negro, militar en el Acre y comerciante en Manaos, el Yaraví, el Vaupés y otros muchos ríos.

¿Quién, pues, con más títulos que yo, puede dar a usted el voto de admiración que se merece por su admirable no­vela? Ella me hizo volver a vivir, con la vida del recuerdo, esos tres años de intenso salvajismo que llevé en correría vagabunda y aventurera por las selvas de Colombia, Vene­zuela y el Brasil.

No sé si será pretensión mía, pero le confieso que, le­yendo La vorágine, me he figurado, en algunas de sus es­cenas, retratado en su protagonista Cova. ¿Acaso en su viaje al Río Negro no oyó usted hablar del coronel Gómez, de quien decía el gobernador, general Pandeo, por el terror que le inspiraba, que al conocerlo lo saludaría con la boca de su revolver?

Cuando Cova le cruza la cara al petardo Lesmes con su látigo, se me revela el hombre ideal; pero, vejado y humi­llado infeliz y cobardemente por el Cayeno, cae por tierra desde la cumbre a donde mi imaginación le había levanta­do por impulsivo y valiente.

Usted no quiso mancharle a Cova las manos con san­gre, les dejó esa misión a los caribes, pero ¿acaso ignora usted que el músculo que se distiende llevando la cuchilla que ha de rasgar la entraña acanallada no merece la glorifi­cación? ¡Cuánto mejor, cuánto más bello que, antes de re-

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cibir Cova el primer ultraje del Cayeno, una facada oportu­na hubiera sido la vengadora de tantos crímenes ! Yo veo aquí el único lunar de su vigorosa obra. Lo demás todo es belleza, originalidad, fuerza y, sobre todo, una maravillosa calidad, pintada por la más exquisita dicción.

Créame siempre como su muy adicto admirador. Pablo V. Gómez.29

Sea de ello lo que fuere, y más allá de las reacciones del público no especializado, este breve recorrido por la prime­ra fase de la recepción crítica de La vorágine pone de mani­fiesto los principales lugares comunes a los que se enfrenta­ron luego quienes, décadas más tarde, retomaron el análisis estético de la novela de José Eustasio Rivera: la heteroge­neidad formal de la obra, el anacronismo del romanticismo de la primera parte, la inconsistencia del protagonista, y las «fallas» estéticas provocadas por la índole documental y el afán de denuncia de la segunda y la tercera partes.

Antes de referirnos a las vías por las cuales la crítica pos­terior buscó restituirle unidad artística al relato de Rivera, quisiéramos subrayar que las apreciaciones anteriores des­cansan en buena medida en lecturas parciales y aproxima­das del texto. En efecto, todas ellas postulan una identidad de planos entre dos órdenes de discursos -el «romántico» por un lado y el «realista» por el otro-, a pesar de que estos discursos se hallan en boca de personajes de rango distinto: todos los relatos relativos a las exacciones de las caucheras -el de Clemente Silva inclusive- son relatos enmarcados unos dentro de otros y subordinados todos a la enunciación de

29 «Sobre 'La vorágine'». Bogotá, El Tiempo. 30 de septiembre de 1925. Citado por Eduardo Neale-Silva, Horizonte humano, op. cil.. pp. 299/300.

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Arturo Cova. Ésta a su vez se halla enmarcada por la inter­vención de un autor ficticio que retranscribe los «manuscri­tos» hallados por Clemente Silva e informa -con la inclu­sión del telegrama del Cónsul- de la desaparición final de Cova y los suyos, «tragados» por la selva.

Esta interposición e imbricación de instancias enunciativas diversas tiene varias implicaciones: en primer lugar, la ne­cesaria distinción entre el autor ficticio y el narrador y pro­tagonista. Al primero pertenecen no sólo la transcripción de los manuscritos, la inserción inicial de la «carta» de Cova y del telegrama del Cónsul de Colombia en Manaos, sino tam­bién la selección del título de la obra en función de la totali­dad del relato -o, mejor dicho, de los relatos-. Este título recuerda sin duda una palabra pronunciada por Cova, pero conviene subrayar que el término «vorágine» no aparece en boca de éste sino muy al final de su propio relato, cuando ha recogido ya todas las demás voces y que, ante la intuición del fin próximo, hace un último balance de su vida.

Antes de esta imagen-síntesis retomada por el autor para el título de la novela, a la que desde las primeras líneas de su relato se refiere constantemente Cova es a la Violencia (así, con mayúscula). Y a esta «Violencia», que él ha vivido -y vive aún en el momento de emprender el relato de sus aven­turas- como «azar» y «destino», la presenta como anterior a él y al inicio de su relación con Alicia: es ella, y no el amor, la que lo impulsa a raptar a una muchacha a la que no quiere y que tampoco lo quiere a él. De modo que la supuesta his­toria de amor romántico protagonizada por Cova y Alicia bien pudiera no ser propiamente tal, y exige en todo caso un examen mucho más detenido del tono y la actitud valorativa de Cova respecto de su propio relato. Sobre ello volveremos en el transcurso de nuestro análisis.

Lo que por lo pronto queríamos subrayar es que el doble

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marco interpretativo sentado por la «vorágine», por un lado, y por la «Violencia», por el otro, impide sentar apriori una falta de coherencia interna de la obra: ni la «vorágine», ni la «Violencia» se pueden adscribir al solo espacio selvático. De diferentes maneras, ambas conciemen a la totalidad del relato. Y en este doble marco interpretativo, el hilo argumenta! tampoco puede confundirse con la trayectoria geográfica de Cova y reducirse a algo exterior a la materia y el proceso narrativos; ésto es, a una manera artificiosa de enlazar espacios sin más conexión entre sí que la señalada por la azarosa trayectoria del protagonista.

Las vías por las cuales la nueva crítica surgida en la déca­da de los sesenta y setenta ha intentado retomar la proble­mática de la unidad estética y formal de la novela de José Eustasio Rivera son sumamente diversas, aunque permane­cen en buena medida tributarias de los planteamientos ini­ciales: el espacio selvático y la personalidad de Arturo Cova siguen siendo los aspectos que más requieren la atención de los críticos. Sin embargo, conviene subrayar el énfasis puesto en el rastreo del sustrato literario o mítico que subyace en el relato de Cova, o con el cual dicho relato parece poder enla­zarse. Contrariamente a lo que podría dejar suponer el acen­to que puso Rivera en los horrores de la explotación de los caucheros colombianos en los confínes del territorio nacio­nal, este afán de denuncia no es óbice para la movilización de un acervo de reminiscencias literarias o de representacio­nes míticas sumamente rico y variado. Esta indagación de «fuentes» -reales o posibles- contribuye sin duda a poner de relieve la inmensa cultura literaria de Rivera y la compleji­dad de su obra. Mas, al situarse la mayoría de estos descu­brimientos -imposibles de enumerar o resumir aquí- en el plano de los contenidos, no abordan sino tangencialmente el problema de la poética concreta de la obra de Rivera. No

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por asentados en fuentes literarias, dichos aspectos se con­vierten en forma artística. Con todo, entre los numerosos y valiosísimos ensayos recopilados en la imprescindible antología de Monserrat Ordóñez, son varios los análisis que contribuyen, directa o indirectamente, a iluminar aspectos relevantes de esta poética. En varios de ellos nos apoyare­mos, en el transcurso de nuestra exposición.

II. LAS DISTINTAS INSTANCIAS DE LA ENUNCIA­CIÓN

a/ El autor, el autor ficticio y el autor implicado

Hemos señalado ya las distancias que establece José Eustasio Rivera respecto del narrador y principal protagonista de su novela. Y no sólo por cuanto éste lleva un nombre y un ape­llido distinto al del autor de la obra, sino también por la in­terposición de éste, quien se presenta a sí mismo como el encargado de la transcripción y el arreglo de los «manuscri­tos» remitidos por el Cónsul de Colombia en Manaos luego de la entrega que de ellos le hiciera Clemente Silva. Este autor fíccionalizado es también, al parecer, el responsable de la inclusión inicial del «fragmento» de la carta que, antes de emprender la fuga, redactara Cova en las barracas del Guaracú en presencia de Ramiro Estébanez, y de la inclu­sión final del telegrama que da cuenta de la desaparición de Cova y los suyos, «tragados por la selva». Esta dramatiza-ción de un autor formalmente identificado con Rivera tenía sin duda por función, como las fotos y los anuncios en la prensa bogotana antes evocados, la de reforzar la veracidad de una ficción de la que Rivera sabía a ciencia cierta que

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contravenía las reglas de la verosimilitud literaria hasta en­tonces imperantes.

Pero esta misma dramatización cumple también con la función de reforzar la imposibilidad de asimilar la voz de Rivera a la de Cova, puesto que es con el «autor» de aque­llos arreglos editoriales que se identifica formalmente Rive­ra. La tesis del enmascaramiento o el disfraz, sostenida por algunos críticos con base en la inclusión, en la primera edi­ción, de una foto del propio Rivera para dar constancia de la existencia «real» de Cova -poeta como él-, no es muy con­vincente: la presencia de esta foto -y no de otra- parece obe­decer a cuestiones de premura en la entrega del libro al edi­tor, y su misma inclusión desmiente a nuestro modo de ver este supuesto prurito de enmascaramiento. En todo caso, es detrás del autor ficticio, y no detrás del personaje, en donde pudiera estar «escondido» Rivera. Pero, para la dilucidación de la composición artística de la obra, importa más la «neu­tralidad» atribuida por el autor implicado al «editor» de los papeles de Cova que las suposiciones acerca de la psicolo­gía de Rivera. Junto con reforzar la idea de la existencia «real» de tales papeles -y por consiguiente de quien los es­cribió-, esta neutralidad subraya a nuestro juicio la distancia subjetiva que establece el autor implicado -esto es, la voz autorial en tanto que sujeto del conjunto de los designios novelescos-, tanto con el mundo narrado como con el sujeto de la narración autobiográfica, Arturo Cova.

b/ la distribución de las voces enunciativas y su papel en la organización de la totalidad del reíalo

La presencia de diversos relatos intercalados en la narración del principal protagonista de la novela ha sido observada ya

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por la mayoría de los críticos y señalada a veces como «falla composicional»: en primer lugar, por cuanto el procedimiento tiende a repetirse; y luego por cuanto la extensión de algu­nos de estos relatos intercalados -los de Clemente Silva y Ramiro Estébanez entre otros- distrae la atención del lector y perturba el ritmo de la acción. Con todo, los aspectos rele­vantes de este procedimiento, que consiste en intercalar la voz o el relato de otro personaje en la de quien hasta el mo­mento venía sosteniendo la narración, son sumamente di­versos.

Desde el punto de vista de la composición narrativa, con­viene subrayar que los relatos en cuestión no tienen todos la misma extensión ni la misma función. El carácter alegórico del cuento de la indiecita Mapiripana -por ejemplo-, conta­do por Heli Meza en un alto del camino apenas iniciado el descenso de la partida de hombres que encabeza Cova hacia los infiernos selváticos, no es comparable con el papel que, en la distribución de la materia narrativa, desempeña el lar­go relato intercalado de Clemente Silva (o el de Ramiro Estébanez acerca de la matanza de Funes para el desenlace de la obra). De hecho, y junto con los que gravitan en torno a él, el relato de Clemente Silva ocupa casi toda la segunda parte de la novela y una porción de la tercera, y convierte así al viejo rumbero en algo más que un personaje episódico o secundario (como Heli Meza o Balbino Jácome. por ejem­plo). De una manera totalmente distinta a la del relato de Arturo Cova (cuyas características analizaremos más ade­lante), la narración de Clemente Silva constituye de hecho el segundo centro colector de la información proporcionada por la novela, y el segundo ámbito de interpretación de los signos que configuran la totalidad del relato. Es, entre otras cosas, la fuente de una voz individual y colectiva no letra­da, cuya experiencia, percepción del mundo y sistema

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valorativo sirven en buena medida de contrapunto a los «desequilibrios» de Arturo Cova, a quien su caracterización primordial como poeta vincula con la cultura letrada. Cul­tura ésta que, por cierto, comparte con su antiguo «amigo mental», a quien va inicialmente dirigida la narración.

El hecho de que el destinatario de esta narración escrita sea prácticamente ciego y que, por consiguiente, no pueda leer, no es obviamente un descuido de Rivera -como lo han sostenido algunos críticos-, sino otra más de las tantas iro­nías que recaen sobre las empresas y la figura de Cova. cuya «lucidez» tampoco está exenta de formas de ceguera muy propias. Entre otras, las que por empecinada soberbia lo lle­van a considerar a su antiguo condiscípulo como a un «pusi­lánime» y mediocre, sin dotes para la acción ni nada «des­collante» para contar. El relato que poco después le hará Ramiro de su involucramiento en la matanza de Funes hace mucho más que completar la información acerca de las prác­ticas imperantes en el ámbito selvático: es también el punto en donde los dos ámbitos de experiencia y de marco interpretativo terminan por confluir y encontrarse en el es­pejo invertido y ciego que para Cova, y ante él, representaba Ramiro Estébanez (su «amigo mental», ayer Esteban Ramírez).

No debe asombrar entonces que sea precisamente des­pués del relato y la lúcida síntesis final de su amigo -frente a los cuales carecen ya de sentido los desplantes y los alardes de Cova-, cuando este último vuelve sobre las primeras fra­ses de su relato (y de la novela), con un ánimo totalmente distinto:

Hoy, como nunca, siento nostalgia de la mujer ideal y pura, cuyos brazos brindan serenidad para la inquietud, fres­cura para el ardor, olvido para los vicios y las pasiones.

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Hoy, como nunca, añoro lo que perdí en tantas doncel las i lusionadas, que me miraron con simpatía y que en el s e ­creto de su pudor halagaron la idea de hacerme feliz.

La misma Alicia, con todos los caprichos de la i n e x ­periencia, j a m á s traicionó su índole aseñorada y sabía ser digna hasta en las mayores intimidades. Mi encono irasci­ble, mi rencor perenne, el rencor que siento al recordarla, no alcanzan a deslucir esa honestidad que, por fuerza, debo reconocerle y abonarle, aunque hoy la repudie por degra­dada y pérfida.30

Como tampoco es de extrañar que, afianzada la incipien­te humildad que asoma en las consideraciones de Cova y admitida la posibilidad del perdón a Alicia con la aparición de la niña Griselda (quien aclara las circunstancias de la fuga y la odisea de las dos mujeres), Arturo Cova se despida de sí mismo, reoriente el sentido de su relato confiriéndole valor testimonial -individual y colectivo a la vez-, y resuma el curso de su vida en la imagen final de la «vorágine»:

(...) En la agencia de los vapores dejé una carta para el Cónsul. En ella invoco sus sentimientos humanitarios en alivio de mis compatriotas, víctimas del pillaje y laescla-vitud, que gimen en la selva, lejos de hogar y patria, mez­clando al jugo del caucho su propia sangre. En ella me des­pido de lo que fui, de lo que anhelé, de lo que en otro am­biente pude haber sido. Tengo el presentimiento de que mi senda toca a su fin, y, cual sordo zumbido de ramajes en la tormenta, percibo la amenaza de la vorágine, (p. 256)

50 José Eustasio Rivera, La vorágine, Buenos Aires, Editorial Losada, la. edi­ción 1942: decimocuarta edición. 1974. p. 234. En adelante, citaremos a partir de esta edición, señalando el número de la página entre paréntesis al final de la cita.

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En este movimiento final de retorno sobre la totalidad de lo relatado -movimiento que se conjuga con la confluencia y el entrevero de las distintas acciones que conducen al reencuentro de Cova con Alicia y con Barrera y desembo­can en la muerte de este último y en la posterior desapari­ción de Cova y los suyos-, conviene subrayar la reconfíguración del orden de los elementos narrativos esta­blecido por el autor ficticio y por la narración del propio Cova. En efecto, lo que destacaba la inserción liminar del «fragmento» de la carta de Cova, eran la figura y la suerte individual de éste, con las que principia también la novela. Sin embargo, y por lo que deja colegir la mención última que hace Cova de esta carta, ella contenía también -y en primer término- el recuento de las atrocidades sufridas por los caucheros y la denuncia de las prácticas imperantes en la selva. La reflexión acerca de su propia suerte sólo venía des­pués, y expresamente asociada a «lo que en otro ambiente pude haber sido». ¿A qué «ambiente» se refiere aquí Cova ¿A la selva, o al que se halla implícito en el «fragmento» citado al inicio de la novela? Curiosamente, este «fragmen­to» no hace ninguna mención de la selva, sino de la inci­piente fortuna y del «destino implacable» que desarraigó al protagonista y lo «lanzó a las pampas para que ambulara vagabundo como los vientos y (se) extinguiera como ellos sin dejar más que ruido y desolación» (p.7). Volvemos así a la problemática inicial del doble ámbito de interpretación sentado por la distinción entre «la Violencia» y «la vorági­ne», cuya reunión en las consideraciones finales de Cova -antes de desaparecer en el vórtice- invita al lector implicado a desandar y remontar el curso de la narración en busca de las claves de aquella «Violencia» padecida como «deslino implacable», aunque ya no sólo como individual y personal.

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c/ las orientaciones de la voz de Arturo Cova y los destina­tarios del relato

El relato autobiográfico de Arturo Cova que da inicio a la novela e incorporará luego a la suya las voces de otros pro­tagonistas involucrados en aquella «vorágine» que sorbe y envuelve en su remolino y pudre en la selva todas las fuer­zas vivas de la sociedad colombiana, plantea el problema de la relación entre el pasado narrado y el presente de la enun­ciación. En toda ficción autobiográfica, la significación que el narrador atribuye a los acontecimientos pasados, y a su propio papel en ellos, guarda una relación estrecha con la perspectiva desde la cual se halla narrando. Dicha perspecti­va no resulta sólo de la trayectoria que ha convertido al pro­tagonista en narrador; depende también de la imagen que éste se forma del destinatario de su relato.

En el caso del relato de Arturo Cova, los diferentes as­pectos de la figuración de la instancia enunciativa son bas­tante precisos, aunque no por ello menos complejos:

Va para seis semanas que, por insinuación de Ramiro Estébanez, distraigo la ociosidad escribiendo las notas de mi odisea, en el libro de Caja que el Cayeno tenía sobre su escritorio como adorno inútil y polvoriento. Peripecias ex­travagantes, detalles pueriles, páginas truculentas forman la red precaria de mi narración, y la voy exponiendo con pesadumbre, al ver que mi vida no conquistó lo trascen­dental y en ella todo resulta insignificante y perecedero.

Erraría quien imaginara que mi lápiz se mueve con deseo de notoriedad, al correr presuroso en el papel tras de las palabras para irlas fijando sobre las líneas. No ambicio­no otro fin que el de emocionar a Ramiro Estébanez con el breviario de mis aventuras, confesándole por escrito el curso

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de mis pasiones y defectos, a ver si aprende a apreciar en mí lo que en él regateó el destino, y logra estimularse para la acción, pues siempre ha sido provechosísima disciplina para el pusilánime hacer confrontaciones con el ariscado.

Todo nos lo hemos dicho y ya no tenemos de qué con­versar. Su vida de comerciante en Ciudad Bolívar, de mi­nero en no sé qué afluyente del Caroní, de curandero en San Fernando de Atabapo, carece de relieve y de fascina­ción; ni un episodio característico, ni un gesto personal, ni un hecho descollante sobre lo común¡ En cambio, yo sí puedo enseñarle mis huellas en el camino, porque si son efímeras, al menos no se confunden con las demás. Y tras de mostrarlas quiero describirlas, con jactancia o con amar­gura, según la reacción que producen en mis recuerdos, ahora que las evoco bajo las barracas del Guaracú. (pp. 224/225)

Además de que el lugar y las condiciones físicas de la escritura resultan bastante paradójicas y vienen cargadas de una ironía mordaz que recae tanto sobre el narrador como sobre el protagonista o sus comparsas, los propósitos confesos de esta escritura, y las orientaciones y los tonos que de dichos propósitos se derivan, se caracterizan por su marcada inestabilidad y por una afectación teatral que tien­de a mudarse en una mueca rayana en lo grotesco. Mientras la alternancia de «jactancia» y «amargura» que acompaña al gesto escritural convierte a la primera en la máscara de la segunda, la escritura filtra una serie de informaciones que ponen de manifiesto la desubicación fundamental de la pos­tura vital y el gesto del narrador y protagonista. Por lo mis­mo, no se trata sólo de que el objeto de la focalización. la imagen del interlocutor y la voz propia no logran estabilizarse ni adquirir contornos o acentos estables. En su constante gi­rar, las apreciaciones de Cova y las posturas que éste adopta

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aparecen siempre desatinadas, fuera de lugar, cuando no pren­didas de su sola imaginación.

Por ser su estructura más sencilla, el párrafo que sigue a la cita anterior, en extremo compleja, puede ayudar a ubicar el principio básico de la ironía llevada hacia los límites de lo grotesco, al mismo tiempo que los vuelcos que la caracteri­za:

Si el Váquiro deletreara las apreciaciones que me susci­ta, se vengaría soltándome, libre de ropas, en la isla del Purgatorio, para que las plagas dieran remate a las sátiras y al satírico. Pero el General es más ignorante que la madona. Apenas aprendió a dibujar su firma, sin distinguir las letras que la componen, y está convencido de que la rúbrica es elevado emblema de sus títulos militares, (p.225)

Enfocada hacia el General o «la madona», la sátira de las últimas líneas no requiere mayor explicación. Sin embargo, esta sátira procede de otro movimiento que la reduplica, por cuanto concierne conjuntamente al mismo Cova y al Váquiro, mediante la alusión literaria a la Divina Comedia y la «isla del Purgatorio», cuya calculada ambigüedad enunciativa (¿de quien es el pensamiento referido?), realzada por el giro cul­to «libre de ropa», rebaja momentáneamente al «poeta» de esta nueva «comedia» -que nada tiene de «divina»- al rango del mismo Váquiro, y subraya al mismo tiempo la distancia cultural que los separa. De modo que «las sátiras» no con­ciernen a los solos comparsas (la «madona» y el Váquiro), sino también al «satírico» y su arsenal de referencias litera­rias, convertidos en objeto de su propio escarnio. Sobran en efecto las reminiscencias literarias en, o frente a, un analfa­beto «General» de esclavos: en ambos casos el desfase no puede ser mayor.

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En el caso de la relación del gesto escritural de Cova con Ramiro Estébanez, la problemática es algo más compleja, aunque la presentación de este gesto en los párrafos antes citados muestra el mismo carácter errático y giratorio de los designios de Cova, la misma pose teatral y la misma tenden­cia al autoescarnio (aunque, por ahora, algo disminuida). Algo errático hay en afirmar primero que el propósito escritural obedece al de «distraer la ociosidad» a raíz de una «insinuación» de Ramiro Estébanez (¿qué insinuó éste, la escritura o lo conveniente de distraer la ociosidad?), para luego señalar que el propósito de la «confesión» consiste en «emocionar» a su amigo y «estimularlo para la acción, pues siempre ha sido provechosísima disciplina para el pusiláni­me hacer confrontaciones con el ariscado». La «disciplina» a la que invita Cova a su interlocutor no deja de sonar iróni­ca dadas las características de la trayectoria de Cova, y bien podría no ser más que una réplica a la insinuación por parte del otro de la conveniencia de distraer la ociosidad. Este mismo loable propósito de sacudir al amigo que encuentra postrado -entre otras razones por una media ceguera que apenas le permite ver (y menos leer)-, se vuelve más sor­prendente todavía si reparamos en el encadenamiento de la sentencia anterior con la notación con que principia el pá­rrafo siguiente: «Todo nos lo hemos dicho y ya no tenemos de qué conversar».

Con todo, este mismo párrafo desemboca en otra afirma­ción que señala una nueva reformulación de los propósitos escritúrales de Cova. En ésta, la evocación de sus «huellas en el camino» se presenta asociada «con (la) jactancia o con (la) amargura que (aquellas) producen en (sus) recuerdos», y convierte así a Cova en otro destinatario de su propio rela­to, puesto que no resulta claro si la «jactancia» y la «amar­gura» que se asocian con los hechos narrados pertenecen al

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pasado narrado o al presente de la narración. De hecho, jac­tancia y amargura permean ambas dimensiones del relato, e incluso la misma exposición de motivos que venimos anali­zando. Se asocian y disocian en el movimiento giratorio que afecta tanto la figuración del destinatario del relato como la valoración de la propia vida y el relato que la recoge. Por lo «insignificante y perecedero de todo ello», conciernen la caracterización primera de vida y relato como «peripecias extravagantes, detalles pueriles, páginas truculentas», ex­puestas «con pesadumbre» e hiladas en una «red precaria» escrita a lápiz en el libro de Caja del Cayeno, en donde vie­nen a sustituir las cuentas ausentes y engañosas con que el mismo esclaviza a los caucheros. Pero atañen también al repentino contraste de todo lo anterior con lo carente de «re­lieve y fascinación» de la vida de Ramiro Estébanez: «ni un episodio característico, ni un gesto personal, ni un hecho descollante sobre lo común. En cambio yo sí puedo ense­ñarle mis huellas en el camino, porque si son efímeras, al menos no se confunden con las demás.»

Como hemos señalado con anterioridad, estos últimos alardes de Cova están destinados a desplomarse ante el rela­to que hará Ramiro de las matanzas que presenció y a cuya visión atribuye la «ceguera» que le infligió la selva, «¡En castigo de lo que vieron sus ojos!» (p. 218). (Las causas físi­cas de dicha ceguera son otras y provienen de la actividad de Ramiro como cauchero, actividad que en ningún momento llegó a ejercer efectivamente Arturo Cova). La unión sim­bólica que entre visión y ceguera establece Ramiro, y el pa­pel que éste -y su imagen en la mente de Cova- desempeñan en la escritura de este último conducen a un examen deteni­do de este personaje generalmente considerado por la crítica como episódico y secundario.

La larga evocación de las relaciones que antaño mante-

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nían entre sí los dos amigos ahora reunidos en el infierno selvático, puede contribuir a precisar el ámbito de represen­taciones sociales y culturales en el cual descansa el precario relato de Cova, y hacia el cual se orientan este relato y la «carta» que lo encabeza:

Un singular afecto me ligó siempre a Ramiro Estébanez. Hubiera querido ser su hermano menor. Ningún otro ami­go logró inspirarme aquella confianza que, manteniéndose dignamente sobre la esfera de lo trivial, tiene elevado im­perio en el corazón y en la inteligencia.

Siempre nos veíamos, nunca nos tuteábamos. El era magnánimo; impulsivo yo. El, virtuoso y platónico; yo, mundano y sensual. No obstante, nos acercó la desemejan­za, y, sin desviar las innatas inclinaciones, nos completá­bamos en el espíritu, poniendo yo la imaginación, él la fi­losofía. También, aunque distanciados por las costumbres, nos influíamos por el contraste. Pretendía mantenerse in­cólume ante la seducción de mis aventuras, pero al censurármelas lo inundaba cierta curiosidad, una especie de regocijo pecaminoso por los desvíos de que le hizo in­capaz su temperamento, sin dejar de reconocerles vital atrac­tivo a las tentaciones. Creo que, por encima de sus conse­jos, más de una vez hubiera cambiado su temperamento por mis locuras. De tal suerte llegué a habituarme a com­parar nuestros pareceres, que ya en todos mis actos, me preocupaba una reflexión: ¿Qué pensará de esto mi amigo mental?

Amaba de la vida cuanto era noble; el hogar, la pa­tria, la fe, el trabajo, todo lo digno y lo laudable. Arca de sus parientes, vivía circunscrito a su obligación, reserván­dose para sí los serenos goces espirituales y conquistando de la pobreza el lujo real de ser generoso. Viajó, se instru­yó, comparó civilizaciones, comprendió hombres y muje­res, y por todo aquello adquirió después una sonrisilla

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sardónica, que tomaba relieve cuando ponía en sus juicios la pimienta del análisis y en sus charlas la coquetería de la paradoja.

Antaño, apenas supe que galanteaba a cierta beldad de categoría, quise preguntarle si era posible que un joven pobre pensara compartir con otra persona el pan escaso que conseguía para sus padres. Nada le traté a fondo, por­que me interrumpió con frase justa: ¿No me queda derecho ni a la ilusión?

Y la loca ilusión lo llevó al desastre, (pp. 214/2! 5)

Las dos imágenes contrapuestas aquí son desde luego la de dos «temperamentos». Pero son al mismo tiempo las imá­genes de dos vertientes opuestas y complementarias de un romanticismo consustancialmente enlazado con el moder­nismo, como lo corrobora el eco de la voz del autor implica­do en la de su narrador y protagonista, en particular cuando de la configuración del «doble» de Cova se trata. La imagen de Ramiro Estébanez -que en más de un aspecto parece un retrato del Efraín de María al que se hubieran sumado algu­nos rasgos de la vida del propio Isaacs -descansa a la vez en la creencia en la perennidad de los valores señoriales y en la conciencia trágica de la desaparición de su base de sustentación. La adopción de la «sonrisilla sardónica» como resultado de su formación y la reivindicación desafiante del derecho último a «la ilusión» sintetizan la sobrevivencia de una problemática que, medio siglo antes, había encontrado en la novela de Jorge Isaacs su expresión paradigmática. A esta misma expresión se refieren, no sin un dejo de ironía, las primeras líneas de Cova: «Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes» (p.l 1).

En contraposición con la anterior, la imagen que de sí mismo ofrece Cova en esta evocación del pasado se presen-

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ta como la otra cara de aquel afán de perfección señorial ya marcado por el sello de la ilusión y la muerte. Por cuanto conlleva la transgresión problemática del ámbito y los valo­res sociales idealizados por Isaacs, responde a la otra vertiente del romanticismo obviada por el autor de María, y -temáticamente al menos- se halla más cerca del modernis­mo por lo «sensual y mundano» opuesto a lo «virtuoso y platónico». Esta transgresión, asumida por Cova bajo la for­ma de la «impulsividad», la «sensualidad», la «mundanidad», los «desvíos» y las «aventuras locas» se presenta sin embar­go como profundamente enlazada con la búsqueda del «don divino del amor ideal» (p. 11) y el modelo de virtud que para él representa su «amigo mental»: «De tal suerte llegué a ha­bituarme a comparar nuestros pareceres, que ya en todos mis actos, me preocupaba una reflexión: ¿Qué pensará de esto mi amigo mental?» (p.214). De modo que el supuesto tem­peramento de «dominador» (p. 11) ostentado por Cova no representa sino otro modo de vivir el resquebrajamiento de la base de sustento de los valores señoriales y de buscar a tientas, o bien su vana restauración, o bien formas de (re)inserción en un mundo vuelto ajeno que, con todo, el protagonista sigue percibiendo como la pura negación de aquél que no sobrevive sino en la figura de su «amigo men­tal».

Ahora bien, este común universo de valores y representa­ciones culturales dista mucho de presentarse como coheren­te y pleno en el momento de su confrontación con las trans­formaciones que sufre la sociedad colombiana de principios de siglo. Desde la evocación de los recuerdos de juventud, aparece como doblemente problemático, por cuanto el ideal que para Cova representaba su «amigo mental» -y que en lo personal es incapaz de sostener- se presentaba ya como ilu­sorio («¿No me queda derecho ni a la ilusión?») y como

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fuente de una mirada «sardónica» sobre la realidad circun­dante. La carencia de sustento social real de esta comuni­dad de valores y representaciones es entonces la que permi­te que, por encima de la oposición de sus «temperamentos», Cova y Estébanez se presenten no sólo como figuras com­plementarias, sino también y finalmente como hasta cierto punto reversibles. Aun cuando difieren fundamentalmente en su actitud respecto de la «Violencia» y de la aceptación de su «destino», ambos resultaron por igual víctimas de una y otro, y su reencuentro en las barracas del Guaracú muestra en más de una ocasión no sólo las tensiones entre ambos sino también la profundidad de su identificación. En ésta descansa la posibilidad del desplazamiento subrepticio del destinatario del relato de Cova -de su «amigo mental», ad­mirado y execrado, hacia sí mismo-, y por ende también la mezcla de relato de aventuras y confesión que caracteriza la forma de su narración. Así mismo, es esta identificación en extremo tensa con un «ideal» más que imposible la que suscita la ironía mordaz -remedo de la «sonrisilla sardóni­ca»- que a menudo transforma el relato y la confesión de Cova en autoescarnio.

Con todo, ni Estébanez ni Cova son los únicos destinata­rios de la narración de Cova. En el último capítulo de la novela, la figuración puntual del lugar y las condiciones de la enunciación sirve para precisar y reforzar las múltiples orientaciones de la voz de Cova, insinuadas antes del inicio de la novela por el fragmento de carta que le sirve de limi-nar. El recurso al género epistolar supone en efecto una par­ticular atención de quien escribe a la imagen figurada del destinatario de la carta. Y en ésto, el «fragmento de carta de Arturo Cova» no contradice en nada las leyes del género. Empieza precisamente con la figuración de los destinatarios de la epístola: «... Los que un tiempo creyeron que mi inteli-

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gencia irradiaría extraordinariamente, cual una aureola de mi juventud; los que se olvidaron de mí apenas mi planta descendió al infortunio: los que al recordarme alguna vez piensan en mi fracaso y se preguntan por qué no fui lo que pude haber sido, sepan que el destino implacable me des­arraigó..» (p.7).

En esta figuración -en plural- de los destinatarios de la carta, no es muy difícil reconocer el medio social y cultural al que pertenecían tanto Arturo Cova como su amigo Este­ban Ramírez. Sin embargo, junto con la polémica encubier­ta que se insinúa desde la segunda invocación, conviene su­brayar el modo en que el discurso construye, juntas, la ima­gen de los destinatarios y la imagen del «yo» que el sujeto de la escritura se propone problematizar y cancelar. Esta pri­mera imagen del «yo» es claramente una imagen social y cultural, minada por dentro por la misma inconsistencia del medio en el cual se sustentaba («los que se olvidaron de mi...»). De ahí la forma distanciada de la imagen, unida a la polémica encubierta con el medio. A esta primera imagen del «yo» sucede entonces otra -igualmente distanciada aun­que con acento distinto-, la cual constituye hasta cierto pun­to la contrapartida de la primera: «sepan que el destino im­placable me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó a las pampas para que ambulara vagabundo, como los vientos, y me extinguiera como ellos sin dejar más que rui­do y desolación.» (p.7). En esta segunda imagen es notable la fusión de los términos que provienen del primer universo de representaciones («el destino implacable», de cuño ro­mántico, o «la prosperidad incipiente», de valor eminente­mente social) con los que pertenecen al ámbito natural. La metaforización de esta síntesis narrativa en un ámbito carac­terizado por la presencia de las fuerzas de la naturaleza anun­cia la reconfíguración de los significados provenientes del

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primer ámbito en otro, ajeno a, o inaccesible para el prime­ro: al asociarse con «los vientos», el «desarraigo», el «rui­do» y la «desolación» cobran significados totalmente nuevos. Es de subrayar sin embargo que este segundo ámbi­to de significación no hace por ahora ninguna alusión a la selva. De modo que podemos preguntarnos si, además de evocar una violencia cuya acción rebasa ampliamente el espacio selvático, estos vientos pampeanos no prefiguran al mismo tiempo la peculiar concepción antropo-cosmológica que anima a la novela.

Sea de ello lo que fuere, lo relevante de este fragmento de carta consiste a nuestro modo de ver en la complejidad del enunciado de Cova. Lejos de orientarse hacia el solo anun­cio del relato de las desventuras del protagonista, este «frag­mento» conlleva, conjuntamente, una polémica encubierta con sus destinatarios y figuraciones particulares del «yo» que vuelven el objeto de la representación sumamente pro­blemático. En efecto, es evidente que el yo de la enun­ciación ya no se adhiere plenamente a la primera imagen que de sí mismo le ofrecía el medio social y cultural que, en otro tiempo, compartía con los destinatarios de su carta; y queda claro también que la distancia subjetiva que lo separa de aquél en el cual se ha convertido proviene de la escisión entre su medio social y cultural primero y las experiencias en las que se vio envuelto y arrastrado por fuerzas superio­res a las suyas. En este doble distanciamiento del sujeto de la enunciación respecto de las dos imágenes opuestas que de sí mismo le ofrecen espacios aparentemente escindidos des­cansan no sólo la inestabilidad de la personalidad de Cova, sino también, y sobre todo, la versatilidad de su voz: sus orientaciones múltiples y cambiantes, y lo intrincado de sus tonos y acentos.

Esta configuración de la voz narrativa de Arturo Cova

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con base en un tensísimo dialogismo interno con una cultu­ra señorial y letrada minada por dentro por las transforma­ciones que sufre la sociedad colombiana de la época -y en particular por aquéllas que transparentan las acciones o las voces de otros personajes de la novela-, impide, a nuestro modo de ver, considerar a los enunciados de Cova como orientados de modo unilateral hacia la reconstitución de las circunstancias de su infortunio y la particular percepción que tiene de su destino. Esta percepción, exacerbada en más de una ocasión hasta el paroxismo, se orienta conjuntamente y con acentos múltiples hacia las fuentes culturales de sus re­presentaciones, sobre las cuales suele recaer algo más que la «sonrisilla sardónica» del «amigo mental» de Cova: una in­tención sarcástica, tanto más dolorosa que linda con el autoescarnio.

III. LA COMPOSICIÓN NOVELESCA

a/ La tripartición de la novela

Las lecturas que privilegian de modo unilateral el ámbito selvático suelen no reparar en la distribución del material narrativo en tres partes de extensión más o menos semejan­te. Mientras la primera parte sitúa la narración entre dos rup­turas -con el medio bogotano la primera, y con el ámbito llanero la segunda-, las dos partes restantes transcurren efec­tivamente en la selva, dando pie para el desplazamiento de la atención de los lectores hacia el ámbito selvático, e inclu­so para el relegamiento de la primera parte al rango de coar­tada para la introducción de dicho ámbito natural y social. Algunos críticos suelen incluso partir del supuesto de que la novela se compone de «dos partes», y no detenerse sino en la segunda.

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Ahora bien, esta bipartición, basada en criterios puramente espaciales ligados a la trayectoria de Cova. deja sin resolver la división interna de este largo episodio selvático en dos partes iguales: la que se inicia con el «canto» a la selva, continúa con el descenso de los fugitivos hacia el infierno selvático y da lugar al largo relato de Clemente Silva; y la que, después de la plegaria del cauchero, conduce la acción hacia el Guaracú en donde confluyen, antes de confrontarse y desaparecer en «el vórtice de la nada», las trayectorias y las acciones de personajes sumamente diversos, y en parti­cular las trayectorias de Arturo Cova y de Ramiro Estébanez. Como lo hemos apuntado con anterioridad, de la renovada confrontación entre ambos surgen conjuntamente la necesi­dad de la escritura primero, y la posibilidad de una hipotéti­ca metamorfosis de Cova luego. Así mismo, aquella bipartición deja sin resolver el problema de la relación orgá­nica entre estas dos partes y la que les antecede. Por su ex­tensión, por su importancia para la caracterización del pro­tagonista y por las peculiaridades que confiere a la voz na­rrativa, la primera parte de la novela difícilmente puede con­siderarse como simple preámbulo o pretexto para la intro­ducción de otros ambientes, otros actores y otros temas. Por lo pronto, nuestro interés por desentrañar las características de la voz enunciativa de Cova y el reconocimiento de las orientaciones múltiples y divergentes de sus enunciados nos han permitido sugerir la existencia de algunos vínculos en­tre la primera parte y la tercera, que van más allá de la sim­ple trayectoria física del protagonista. En efecto, la figura­ción, hacia el final de la tercera parte, de las condiciones y las orientaciones expresas de la enunciación, conlleva una vuelta del narrador y protagonista sobre sus orígenes y sus pasos antes de desaparecer en el «vórtice de la nada», y sienta así la idea de que lo que pudo aparecer en un primer tiempo

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como una trayectoria lineal -o simplemente azarosa- se con­virtió subrepticiamente en un movimiento giratorio por la atracción de una fuerza desconocida y oculta, que sorbe ha­cia el fondo de la selva todo lo que cae en su órbita. Acorde con el título de la obra, el movimiento giratorio que acom­paña la vuelta de Cova sobre sus orígenes y sus pasos es también afín con los constantes vuelcos de la conducta del protagonista y con los múltiples giros del foco de atención y las orientaciones de la voz del narrador. De modo que «la vorágine» no representa tanto el punto de llegada de la tra­yectoria errática del protagonista impulsado por una violen­cia ciega, cuanto el movimiento mismo de la aprehensión y la configuración del objeto de la representación por parte del narrador. Como la vorágine en la que se halla envuelto, Cova atrae en su órbita a seres desarraigados o dispersos, arrastrándolos en aventuras ciegas, pero acoge también y confunde con la suya propia las voces de quienes giran como él en las oscuras profundidades selváticas en pos de una luz perdida. Así, el primer gran circulo que describe su narra­ción consiste en la inclusión del relato de Clemente Silva -con las demás voces que se le adhieren, según el mismo principio de inclusión del movimiento y la voz del otro en el propio relato; y el último, previo al desenlace y a la desapa­rición en el «vórtice de la nada» -más reducido, aunque de contenido más violento y de significación más concentrada, estriba en el relato de la matanza de Funes y las considera­ciones finales de Ramiro Estébanez.

De modo que la división de la novela en tres partes no corresponde a una distribución espacial y temporal de la materia narrativa acorde con la trayectoria incierta de Cova; y tampoco obedece a una simple repartición de las voces enunciativas entre Cova, Clemente Silva y Ramiro Estébanez. Busca más bien reproducir el movimiento mediante el cual

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¡a «Violencia» inicial se convirtió en «vorágine»: después de figurar y escenificar los movimientos erráticos de esta «Violencia» -que culmina en el incendio de Hato Grande-, el movimiento de la narración cobra, como la trayectoria de los diversos protagonistas que confluyen y giran a ciegas en el espacio selvático, la forma de unos círculos concéntricos de radio cada vez más estrechos, hasta la concentración de personajes, acciones y significados en torno al «ojo» en el cual los primeros van a desaparecer y los últimos van a vol­ver a la superficie bajo la forma del relato de Cova y de los manuscritos rescatados por Clemente Silva.

Ahora bien, este movimiento general de la forma de apre­hensión del objeto de la representación, que envuelve el com­portamiento desorbitado de Cova y las orientaciones múltiples y divergentes de su voz en un remolino cuyo «ojo» ciego sorbe, descompone y refracta acciones, comportamien­tos, pensamientos y sueños, no resuelve por sí solo el pro­blema de la figuración del objeto de la representación. El movimiento particular que adopta la forma del objeto de la representación sienta al mismo tiempo entre los diferentes elementos movilizados una serie de oposiciones, complementariedades y correspondencias que, al conjugar­se con aquel movimiento de conjunto, permiten acabar de precisar la composición de la novela y los principios que rigen la poética de la obra.

b/ del rapto de Alicia al encuentro con Barrera y el incen­dio de Hato Grande: el «romanticismo» de Cova

Desde el punto de vista de su delimitación espacial y tempo­ral del objeto de la representación, la primera parte de La vorágine se define, como ya dijimos, por su ubicación entre

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dos rupturas. La primera concierne a las convenciones de la sociedad bogotana -personificadas por la familia, el juez y el cura- que infringe Cova al raptar a Alicia. La segunda culmina con el incendio de Hato Grande y representa la ani­quilación violenta de un mundo caracterizado por relacio­nes sociales semi-feudales en plena descomposición. Entre estas rupturas y estos dos polos contrapuestos y complemen­tarios de la sociedad señorial (el urbano y el rural), el episo­dio llanero de la primera parte se desarrolla a partir de la huida de los amantes a través de los llanos hasta su llegada a Casanare, en donde viene fraguándose una serie de conflic­tos que los envuelve en un drama que los rebasa amplia­mente. Lo que a primera vista parecía iniciarse como una romántica historia de amor perseguido se convierte enton­ces en un conflicto de otra naturaleza, cuyos principales agen­tes no son precisamente Alicia y Cova sino el hacendado Zubieta y su querida Clarita, la pareja que forman Franco y Griselda y, sobre todo, el enganchador Narciso Barrera. En este conflicto, los desplantes y los alardes de «dominador» de Arturo Cova -productos de «la energía sobrante, la bús­queda del Dorado, el atavismo de algún abuelo conquista­dor», como dirá mucho más adelante y no sin «cierta sonrisilla sardónica» Ramiro Estébanez (p.217)- no conse­guirán sino trastornar por un momento los planes de unos y otros, y convertirlo a él en juguete de designios encontra­dos, cuyos objetivos no alcanza siquiera a vislumbrar.

La ironía que, en el plano estrictamente narrativo, recae en esta ocasión sobre el comportamiento de Cova, envuelto en un remolino que lo llevará hasta la selva, tiene sin embar­go otros antecedentes. Más allá de lo puramente anecdótico, la evocación del rapto de Alicia conlleva en efecto una do­ble contradicción: entre el comportamiento de Cova y sus fantasías, por un lado; y entre uno y otras y el plano real, por

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el otro. Resulta en efecto que la pasión romántica que hubie­ra podido sugerir el rapto de Alicia con el consentimiento de ella, no es tal. Para Cova, Alicia no pasa de ser un «amorío fácil», producto del «tedio» por no haber podido hallar el «amor puro» que había (o hubiera) «adivinado su ensueño». Así recapacita, apenas consumada la acción:

Mi anima atribulada tuvo entonces reflexiones agobiadoras: ¿Qué has hecho de tu propio destino? ¿Qué de esta jovencita que inmolas a tus pasiones? ¿Y tus sue­ños de gloria, y tus ansias de triunfo y tus primicias de celebridad? ¡Insensato! El lazo que a las mujeres te une, lo anuda el hastío. Por orgullo pueril te engañaste a sabiendas, atribuyéndole a esta criatura lo que en ninguna otra descu­briste jamás, y ya sabías que el ideal no se busca: lo lleva uno consigo mismo. Saciado el antojo, ¿qué mérito tiene el cuerpo que a tan caro precio adquiriste? Porque el alma de Alicia no te ha pertenecido nunca, y aunque ahora recibas el calor de su sangre y sientas su respiro cerca de tu hom­bro, te hallas, espiritualmente, tan lejos de ella como de la constelación taciturna que ya se inclina sobre el horizonte. (p.12)

La escisión entre los ideales y el comportamiento del pro­tagonista queda claramente expuesta en este monólogo inte­rior construido a modo de diálogo entre el «yo» de la acción y su «anima» que sueña y lo increpa. Y queda claro también la representación que se forma Cova de lo «real», como sim­ple inversión del ideal soñado: al amor espiritual y puro uni­do al triunfo y a la fama literaria, entendidos como fuentes de un dominio legítimo, se contrapone la pasión carnal, en­gañosa y pasajera, que arrastra y envilece, y cancela cual­quier posibilidad de «triunfo». En cuanto a la vinculación de estas representaciones, de evidente cuño romántico, con

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el apego -sin duda problemático- de Cova a los valores se­ñoriales, se pone de manifiesto en la evocación posterior de su diálogo con don Rafo. Como éste le acaba de ponderar los méritos propios de Alicia y de representarle que las nor­mas sociales acaban siempre por rendirse ante el poder del dinero, Cova hace las siguientes consideraciones:

... Don Rafo, le dije, yo miro las cosas por otro as­pecto, pues las conclusiones de usted, aunque fundadas, no me preocupan ahora; están en mi horizonte, pero están le­jos. Respecto de Alicia, el más grave problema lo llevo yo, que sin estar enamorado vivo como si lo estuviera, supliendo mi hidalguía loque no puede dar mi ternura, con la convic­ción íntima de que mi idiosincrasia caballeresca me empu­jará hasta el sacrificio por una dama que no es la mía, por un amor que no conozco, (p. 24)

Sólo que este «sacrificio» -más a su «hidalguía» y a su «idiosincrasia caballeresca» (¡por lo demás muy pronto des­mentidas por su comportamiento en la Maporita y Hato Gran­de!) que a la «dama que no es la suya» o «al amor que no conoce»-, resulta tanto más paradójico e irrisorio cuanto que, como lo deja entrever la ambigüedad de las últimas pala­bras, Alicia tampoco se ha fugado con él por amor: sólo bus­caba escapar del matrimonio con un viejo terrateniente que quería imponerle su familia en contra del amor que sentía por «un primo suyo, paliducho y enclenque, con quien esta­ba en secreto comprometida», (p.14). No hace falta subra­yar la ironía de esta comedia de enredos -el primer torbelli­no en el cual se vio envuelto Cova-, ni el sarcasmo que para consigo mismo implica la evocación por parte de Cova del primo al cual vino a sustituir en el «corazón» de Alicia.

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Con todo, la ironía que proviene del divorcio entre el «ideal» y la conducta del protagonista por una parte, y de la inadecuación de ambos con la realidad por otro, no es el único acento que afecta las confesiones de Cova. Otro hay, más doloroso y amargo, que sitúa con asombrosa clarivi­dencia los fundamentos de la teatralidad y la desorientación del protagonista:

Fama de rendido galán gané en el ánimo de muchas mujeres, gracias a la costumbre de fingir, para que mi alma se sienta menos sola. Por todas partes fui buscando en qué distraer mi inconformidad, e iba de buena fe, anheloso de renovar mi vida y de rescatarme de la perversión; pero don­de quiera que puse mi esperanza hallé lamentable vacío, embellecido por la fantasía y repudiado por el desencanto. Y así, engañándome con mi propia verdad, logré conocer todas las pasiones y sufro su hastío, y prosigo desorienta­do, caricatureando el ideal para sugestionarme con el pen­samiento de que estoy cercano a la redención. La quimera que persigo es humana, y bien sé que de ella parten los caminos para el triunfo, para el bienestar y para el amor. Mas han pasado los días y se va marchitando mi juventud sin que mi ilusión reconozca su derrotero; y viviendo entre mujeres sencillas no he encontrado la sencillez, ni entre las enamoradas el amor, ni la fe entre las creyentes. Mi cora­zón es como una roca cubierta de musgo, donde nunca fal­ta una lágrima. ¡Hoy me ha visto usted llorar, no por fla­queza de ánimo, que bastante rencor le tengo a la vida; lloré por mis aspiraciones engañadas, por mis sueños des­vanecidos, por lo que no fui, por lo que no seré jamás! (pp. 24/25)

Estas consideraciones permiten precisar aún más algu­nos aspectos de la doble contradicción que rige la constitu-

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ción del personaje. El divorcio antes señalado entre los pla­nos «ideal» y «real» no se limita aquí a presentar al segundo como pura negación del primero, sino que convierte al «ideal» en pura forma destinada a convocar contenidos im­posibles. Producto de la «imaginación afiebrada», de la «fantasía», la «ensoñación» -e incluso del «autoengaño»-, esta concepción del «ideal» lleva a la representación de la propia conducta como «fingimiento», o como ostentación de valores a fin de cuentas insostenibles. La atracción que sin embargo siguen ejerciendo estos valores sobre el perso­naje es la misma que, en el momento de iniciar su relato, el narrador atribuirá retrospectivamente a su «amigo mental», sin duda más centrado que él, aunque igualmente desenga­ñado («¿No me queda derecho ni a la ilusión?»).

El doble espejismo que rige la conducta de Cova, y la ironía apenas velada que le subyace, sientan las bases para la constitución de un personaje sin duda marcado por el ro­manticismo. De él y de su «amigo mental» se podría afirmar incluso que representan las dos tendencias fundamentales, complementarias y opuestas, del romanticismo: la que se expresó temáticamente en María y descansa en la idealiza­ción y estetización del paraíso perdido; y la que, rompiendo con las normas de un marco social y cultural vuelto dema­siado estrecho para la conciencia del héroe, emprende la búsqueda harto problemática de las posibilidades de concre­ción de unos valores degradados en un mundo también de­gradado. Sin embargo, el hecho de que el «ideal» buscado se presente explícitamente como producto de la «ensoña­ción», la «fantasía» o el «autoengaño», de que la conducta que le correspondería se califique expresamente de «fingi­miento» destinado a convocar contenidos imposibles, y de que la conducta de Cova se halle de hecho constantemente desfasada no sólo respecto del «ideal» anhelado sino tam-

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bien de la realidad circundante, convierten al «romanticis­mo» de Cova en una estilización teatratizada y distanciada -cuando no en una parodia- de este mismo «romanticismo».

Este distanciamiento, que se pone de manifiesto en la configuración del personaje, en las situaciones creadas y re­feridas por él y en las múltiples orientaciones de su voz, redefínen. a nuestro modo de ver, el supuesto anacronismo del romanticismo de Cova. La configuración y puesta en escena de este personaje/narrador parecieran más bien obe­decer al propósito de explorar y llevar hasta los límites de lo grotesco un «tipo humano» que, a juzgar por el testimonio de los lectores de la época, no carecía de correspondencia con la realidad social y cultural de la Colombia de entonces, y de vincularlo con las profundas transformaciones que en ella se estaban gestando. Podrían explicarse así los acentos «retóricos» de la voz de Cova advertidos por algunos críti­cos: como resultados de una estilización deliberada. Y, en el plano de la poética narrativa, podría restituirse también la unidad composicional y estilística entre las diferentes partes de la novela: en ésta, la personalidad escindida y desorbitada de Cova («¡Todo por ser yo un desequilibrado tan impulsivo como teatral!» -pp. 131 y 179), y las múltiples orientaciones y tonalidades de su voz, se hallan confrontadas con otras voces, otros acentos y otros mundos, a primera vista inco­nexos, que apuntan a la configuración de una totalidad com­prensiva compuesta a manera de «un solo eco de muí tisanas voces» (p.98).

Ahora bien, estas voces de acentos y tonalidades diver­sas no se encuentran simplemente yuxtapuestas, ni han de considerarse como equivalentes desde el punto de vista de la figuración de lo «real» (entendido éste por oposición a las distintas formas de su percepción por parte de los persona­jes). Lejos de descansar en una suerte de relativismo de los

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puntos de vista que terminara por disolver lo «real» en la insuperable particularidad de percepciones subjetivas, la di­ferenciación, contraposición y complementaridad de las vo­ces/personajes que van incorporándose al movimiento en­volvente y centrífugo de la narración apuntan todas, y de muy diversa manera, a la transformación del ojo ciego de la vorágine que los atrae, movidos por la ilusión, en un conoci­miento de las raíces profundas de la «violencia» que rige sus destinos. Y en la medida en que dicho conocimiento re­sulta inseparable de las percepciones y las conductas que engendra esta violencia, cumple también con una función eminentemente catártica.

d Realidad y fantasía

Hasta aquí, hemos procurado poner de relieve las orienta­ciones y las tonalidades cambiantes de la voz de Cova, y los vínculos entre éstas y los desfases manifiestos entre sus con­cepciones de lo «ideal» y lo «real» por un lado, y su com­portamiento por el otro. Ahora bien, desde el punto de vista de la figuración de lo que el autor implicado procura asentar como lo «real», estas particularidades de la personalidad y la voz narrativa de Cova plantean dificultades particulares que encuentran soluciones específicas en la configuración de otras voces u otros personajes.

La evocación del «rapto de Alicia» nos ha permitido mostrar el modo en que la información filtrada a posterior! por la voz del mismo Cova -los motivos que tuvo Alicia para entrar en el juego de Cova- contribuía a poner de mani­fiesto los fundamentos del enredo en el cual se vio envuelto el protagonista, junto con la ironía retrospectiva del narra­dor. El relato de los sucesos de la Maporita y Hato Grande

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constituyen a su vez una dramatización de estos mismos fun­damentos, que puede permitirnos precisar y ampliar los re­gistros y los modos de figuración del objeto de la represen­tación.

En el episodio que concluye con el incendio de Hato Grande y la huida hacia la selva figuran dos «ensoñaciones» de Cova, expresamente señaladas como tales y marcadas por el convencionalismo de su contenido y su tono. La primera surge a raíz del incierto «negocio» de reses en el cual se enganchan Cova, Franco y don Rafo, sin que el primero dis­ponga del dinero que dice tener para participar en aquél:

Cuando Alicia y don Rafael salieron al patio, abrió su fantasía sus alas.

Me vi de nuevo entre mis condiscípulos, contándoles mis aventuras en Casanare, exagerándoles mi repentina ri­queza, viéndolos felicitarme, entre suspendidos y envidio­sos. Los invitaría a comer a mi casa, porque ya para enton­ces tendría una propia, de jardín cercano a mi cuarto de estudio. Allí los congregaría para leerles mis últimos ver­sos. Con frecuencia Alicia nos dejaría solos urgida por el llanto del pequeñuelo, llamado Rafael, en memoria de nues­tro compañero de viaje.

Mi familia, realizando un antiguo proyecto, se radicaría en Bogotá; y aunque la severidad de mis padres los induje­ra en rechazarme, les mandaría a la nodriza con el pequeño los días de fiesta. Al principio se negarían a recibirlo, mas luego, mis hermanas, curiosas, alzándolo en los brazos, exclamarían: '¡Es el mismo retrato de Arturo!' Y mi mamá, bañada en llanto, lo mimaría gozosa, llamando a mi padre para que lo conociera, mas el anciano, inexorable, se reti­raría a su aposento, trémulo de emoción.

Poco a poco, mis buenos éxitos literarios irían conquis­tando el indulto. Según mi madre, debía tenérseme lásti­ma. Después de mi grado en la facultad se olvidaba todo.

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Hasta mis amigas, intrigadas por mi conducta, disimula­rían mi pasado con esta frase: ¡Estas cosas de Arturo...!

- Venga usted acá, soñador, exclamó don Rafo, a sabo­rear el último brandy de mis alforjas. Brindemos los tres por la fortuna y el amor.

¡Ilusos! ¡Debimos brindar por el dolor y la muerte! El pensamiento de la riqueza se convirtió en esos días en mi dominante obsesión, y llegó a sugestionarme con tal po­der, que ya me creía ricacho fastuoso, venido a los llanos para dar impulso a la actividad financiera, (pp.46/47)

Desvanecido este primer sueño con la trifulca y el desba­rajuste provocado por Barrera y sus hombres, la segunda ensoñación de Cova, también expresamente señalada como tal, retoma el tema romántico del idilio natural y patriarcal:

Mi corazón, liberado del peso de la inquietud, co­menzó a latir ágilmente. Ya no me quedaba otra congoja que la de haber ofendido a Alicia, pero cuan dulce era el pensamientode la reconciliación, que se anunciaba como aroma de sementera, como lontananza del amanecer (...)

Hasta tuve deseos de confinarme para siempre en esas llanuras fascinadoras, viviendo con Alicia en una casa ri­sueña, que levantaría con mis propias manos a la orilla de un caño de aguas opacas, o en cualquiera de aquellas coli­nas minúsculas y verdes donde hay un pozo glauco al lado de una palmera. Allí, de tarde se congregarían los ganados, y yo, fumando en el umbral, como un patriarca primitivo de pecho suavizado por la melancolía de los paisajes, vería las puestas de sol en el horizonte remoto donde nace la noche; y libre ya de las vanas aspiraciones, del engaño de los triunfos efímeros, limitaría mis anhelos a cuidar de la zona que abarcaría mis ojos, al goce de las faenas campesi­nas, a mi consonancia con la soledad.

¿Para qué las ciudades? Quizá mi fuente de poesía esta-

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ba en el secreto de los bosques intactos, en la caricia de las auras, en el idioma desconocido de las cosas; en cantar lo que dice al peñón la onda que se despide, el arrebol a la ciénaga, la estrella a las inmensidades que guardan el si­lencio de Dios. Allí en esos campos soñé quedarme con Alicia, a envejecer entre la juventud de nuestros hijos, a declinar ante los soles nacientes, a sentir fatigados nues­tros corazones entre la savia vigorosa de los vegetales cen­tenarios hasta que un día llorara yo sobre su cadáver o ella sobre el mío. (p.77)

Productos de la «imaginación» o la «ensoñación», estos cuadros harto convencionales figuran los dos polos opues­tos y complementarios del horizonte «ideal» de Cova. Sin embargo, el contexto en el cual se enuncian pone de relieve no sólo su carácter fantasioso, sino también el resorte fun­damental que los anima: la pérdida de un no menos fanta­sioso dominio señorial, asociado en ambos casos con el ejer­cicio de las letras -o mejor dicho de la poesía-. (Esta asocia­ción corrobora el carácter «literario» -esto es, estilizado y en algunos casos hasta convencional- de estos y otros vuelos líricos de Cova: más adelante, volveremos sobre este aspec­to, en el cual creemos advertir una interrogación acerca de las derroteros de la literatura colombiana en el contexto de la transición incierta que explora y configura La vorágine).

El primer sueño de reinserción social y literaria mediante un enriquecimiento basado en el engaño -que llega hasta la proyección de la propia imagen como empresario «venido a los llanos para impulsar la actividad financiera»- encuentra sin duda su símil y su contraparte en la figura de Narciso Barrera, cuya actividad, no menos engañosa, consiste justa­mente en «impulsar una actividad financiera» que no bene­ficia precisamente a los llanos. Contra las maquinaciones

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concretas de este «doble» suyo (producto de la imaginación, y por ello mismo irreconoscible en la realidad) se van a es­trellar los sueños y los engaños de Cova, envolviéndolo en otro remolino mayor. A su vez, el sueño de reencuentro con el idilio natural y patriarcal -¡precisamente en medio del re­molino!-, contrasta no sólo con la situación en la que se ha­lla envuelto sino también con la realidad concreta de la pe­queña fundación de Franco y Griselda, cuya pareja constitu­ye a su vez la contraparte no «literaria» de la que forman Cova y Alicia. Ambos llegaron también a La Maporita hu­yendo a raíz de un enredo pasional, y sus condiciones de vida distan mucho de ser las del sueño lírico de Cova. ¿Qué hemos de ver en este juego de espejos ciegos, basados en paralelismos y oposiciones que resaltan la distancia entre la imaginación «poética» y el plano que la información y el encadenamiento de los sucesos figuran como real? ¿Una sim­ple ironía del «destino»? ¿o un sarcasmo del narrador ende­rezado hacia el protagonista que fue de aquellos sucesos?

El tratamiento que, por intermediación del relato drama­tizado de Cova, confiere el autor implícito a las figuras de Franco y Barrera puede ayudarnos a precisar el papel de las demás voces en la configuración del objeto de la representa­ción artística que hemos ubicado, en términos muy genera­les, en la transformación de la «Violencia» -vivida por cada uno en forma individual- en «vorágine» colectiva.

El diálogo entre don Rafo y Fidel Franco acerca de las condiciones de vida imperantes en La Maporita y Hato Gran­de ilustra claramente los límites de la percepción que tiene Franco de la situación creada por la presencia de Barrera:

Cuando salió Sebastiana, preguntó don Rafael por la situación del hato: ¿Era verdad que todo andaba 'manga por hombro'?

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-Ni sombra de lo que usted conoció. Barrera lo ha tras­tornado todo. Así no se puede vivir. Mejor que le prendie­ran candela.

Luego refirió que los trabajos se habían suspendido por­que los vaqueros se emborrachaban y se dividían en gru­pos para toparse en determinados sitios de la llanada, don­de, a ocultas, les vendían licor los áulicos de Barrera. Unas veces dejaban matar los caballos, entregándolos estúpida­mente a los toros; otras, se dejaban coger de la soga, o al 'colear' sufrían golpes mortales; muchos se volvían a 'jueguear' con Clarita; éstos derrengaban los rangos apos­tando carreras, y nadie corregía el desorden ni normaliza­ba la situación, porque ante el señuelo del próximo viaje a las caucherías ninguno pensaba en trabajar cuando estaba en vísperas de ser rico. De esta suerte, ya no quedaban ca­ballos mansos sino potrones, ni había vaqueros sino enfiestados; y el viejo Zubieta, el dueño del hato, borracho y goloso, ignorante de lo que pasaba, esparrancábase en el chinchorro a dejar que Barrera le ganara dinero a los dados, a que Clarita le diera aguardiente con la boca, a que la peonada del enganchador sacrificara hasta cinco reses por día, desechando, al desollarlas, las que no parecieran gordas.

Y para colmo, los indios guahibos de las costas del Guanapalo, que flechaban reses por centenares, asaltaron la fundación del Hatico, llevándose a las mujeres y matan­do a los hombres. Gracias a que el río detuvo el incendio, pero no sé qué noche, se veía el lejano resplandor de la candela.

-¿Y qué piensa usted hacer con su fundación?, pregun­té.

-¡Defenderla! Con diez jinetes de vergüenza, bien encarabinados, no dejaremos indio con vida. (pp.34/35)

No hace falta recalcar lo que de anticipada crónica de un incendio anunciado tiene este informe de Franco a don Rafa.

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ni lo que de ironía retrospectiva puede encerrar esta prefiguración. Sin embargo, lo que para los fines de nuestro análisis conviene subrayar ahora es la desviación de la aten­ción de Franco hacia los indios -cuya violencia incendiaria imitará más tarde-, y su relativa incomprensión de los al­cances de las prácticas de Barrera, cuyos efectos en Hato Grande acaba sin embargo de referir con toda precisión. Al parecer, el vínculo que une a Franco y su fundación con el mundo y los valores señoriales por un lado, y su desconoci­miento de la realidad de las caucheras a cuyo servicio se halla Barrera, por el otro, trastocan su percepción del peli­gro (que, por lo demás, en ningún momento llega tampoco a intuir en su huésped), llevándolo más tarde al acto incendia­rio que lo hará caer en la «vorágine» colectiva. Sin que me­die en ello fantasía literaria alguna -sino el apego a cierto sistema de valores que tiene por contraparte la violencia cie­ga y una mezcla paradójica de comprensión de su entorno y de ignorancia de la naturaleza de los vínculos que unen este entorno con lo que se gesta en el espacio selvático-, la suerte corrida por Fidel Franco no difiere sustancialmente de la de Arturo Cova.

Entre ambos personajes (y sus respectivas parejas) existe por lo tanto cierto parelelismo (que sirve de base para su posterior identificación solidaria y para la de sus mujeres), a la vez que una diferencia fundamental que radica en la con­dición de «poeta» de Arturo Cova. En esta condición, y de acuerdo con la imagen protípica del poeta romántico, des­cansan sin duda la exacerbación de la sensibilidad, la desubicación y las fantasías de Cova. Pero, unidos a los alar­des de dominador de los que hace gala Cova con tan pingües resultados, estos rasgos prototípicos son también los que lle­van a Franco a caracterizar a éste como «un desequilibrado tan impulsivo como teatral» (p. 131). De modo que la figura

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de Fidel Franco, caracterizada a su vez por la lealtad y el temple en situaciones adversas, no funge sólo de contrapun­to de la de Arturo Cova. En tanto que voz autónoma respec­to de la del narrador, introduce también una perspectiva pro­pia y una evaluación distanciadora acerca del principal pro­tagonista de la novela.

Otra es la función que cumple el personaje de Narciso Barrera. A caballo entre dos mundos cual jinete del Apocalipsis -el semifeudal de los llanos y el capital comer­cial y financiero de las caucheras-, Narciso Barrera consti­tuye sin duda la clave de muchas apreciaciones y conductas equivocadas. Agente de la disolución de las formas de orga­nización social propias de los llanos para beneficio del capi­tal transnacional que actúa en los confínes del territorio co­lombiano, se caracteriza por su pragmatismo y por su capa­cidad de mimetismo de las formas señoriales. Así, por ejem­plo, se presenta ante Arturo Cova:

En ese momento, interrumpiéndonos el palique, avan­zaban en animado trio, Alicia, la niña Griselda y un hom­bre elegante, de botas altas, vestido blanco y fieltro gris.

-Ahí ta don Barrera. ¿No le quería conoce? -Caballero, exclamó inclinándose: doble fortuna es la

mía, que, impensadamente me pone a los pies de un mari­do tan digno de su linda esposa.

Y sin esperar otra razón, besó en mi presencia la mano de Alicia. Estrechando luego la mía, añadió zalamero: Ala­bada sea la diestra que ha esculpido tan bellas estrofas. Regalo de mi espíritu fueron en el Brasil, y me produjeron suspirante nostalgia, porque es privilegio de los poetas en­cadenar al corazón de la patria los hijos dispersos y crearle subditos en tierras extrañas. Fui exigente con la fortuna, pero nunca aspiré al honor de declararle a usted, personal­mente, mi admiración sincera.

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Aunque estaba prevenido contra ese hombre, confieso que fui sensible a la adulación, y que sus palabras templa­ron el disgusto que me produjo su cortesanía con mi garbo­sa daifa.

Pidiónos perdón por entrar en la sala con botas de cam­po; y después de averiguar por la salud del dueño de casa, me suplicó que le aceptara una copa de whisky, (pp.37/38)

En contraposición con la entereza y la rectitud de Fidel Franco, Arturo Cova y Narciso Barrera tienen en común cier­to apego formal y «fingido» a normas y valores señoriales. Sin embargo, en la práctica, ambos contravienen unas y otras de muy distinta manera. Para el primero, la contravención aparece unida a la idea de la «caída» y a la búsqueda errática de restauración del fantasioso dominio perdido y reinserción dentro de un orden jerárquico ligado al prestigio que confie­ren la fortuna y la fama literaria (precisamente la imagen que de sí mismo le ofrece Barrera). Para éste en cambio, esta misma contravención descansa en prácticas huérfanas de toda dimensión ideológica o cultural que las legitimara como tales, y encuentra su significación última en su vincu­lación de hecho con la actividad comercial y financiera de las transnacionales del caucho. En Arturo Cova, la escisión entre la forma de la conducta y los contenidos subjetivos asociados a ésta vinculan al personaje con una cultura seño­rial cuyas condiciones de existencia ya no permiten la cohe­sión de la identidad subjetiva de sus portadores, pero que tampoco abren paso a formas de elaboración de las nuevas circunstancias. Pero Barrera carece de la interioridad subje­tiva que caracteriza a Cova: constituido «desde fuera», y siempre a partir de la visión de otros, Barrera es pura apa­riencia y acción. En este aspecto, y desde el punto de vista de la configuración de los signos/personajes, representa en-

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tonces una nueva antítesis de Cova: a la escisión entre la forma de la conducta de éste y los contenidos subjetivos que se asocian a ella, se opone la contradicción entre la forma de la conducta de Barrera y los contenidos objetivos de sus prác­ticas. En otro aspecto, sin embargo, hemos visto que, habida cuenta del desconocimiento en que se halla Cova de la reali­dad selvática, imágenes como la de Barrera contribuyen no poco a nutrir sus fantasías. Y es precisamente por cuanto constituye otro «doble» suyo, que en el plano estricto de la intriga imaginada por Cova, Barrera puede convertirse en su «rival», e incluso aparecer como quien lo sustituye en el nuevo «rapto» de Alicia (que, por supuesto, tampoco es tal).

De manera que las relaciones que esta primera parte de la novela establece entre los principales signos/personajes sien­tan -y anticipan- las claves compositivas de la configura­ción artística del objeto de la representación. Centrada en la conversión paulatina de una Violencia ubicua en vorágine y en los múltiples desajustes entre, por un lado, la representa­ción que de sí mismos o de su entorno tienen los protagonis­tas y, por el otro, las profundas transformaciones que expe­rimenta la sociedad colombiana bajo los efectos de la pene­tración de un capital comercial y financiero que tiene en Barrera a uno de sus agentes, esta configuración se anuda conjuntamente en torno a la fuerza de atracción que ejercen dichas transformaciones y al desconocimiento de las reali­dades que éstas entrañan. La problemática abordada por La vorágine consiste por lo tanto en el análisis y el desvaneci­miento de un espejismo, cuya luz atrae y ciega, llegando incluso a trastornar la comprensión del entorno y la per­cepción de los sentidos.

Ahora bien, la fuerza paradójica de este espejismo con­siste en que, mientras impulsa hacia adelante y propicia lo que el mismo Rivera llegó a caracterizar como un «éxodo»,

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tiende a cristalizar en torno a imágenes Jijas que entrañan el anhelo de restauración de un pasado desasido y más o me­nos mitificado. De ahí el carácter a la vez estereotipado e inestable, y hasta intercambiable, de tales representaciones que, al oscurecer la percepción de las circunstancias y debi­litar el propósito de las acciones, terminan convirtiendo a éstas en la interminable reiteración de una serie de torbelli­nos. En estos aspectos, el primer núcleo de significación anudado en torno a la complementaridad y la oposición en­tre Arturo Cova y Narciso Barrera resulta de fundamental importancia: pone de manifiesto conjuntamente la carencia de asidero de las representaciones que incitan el comporta­miento errático de Cova y la ausencia de formas ideológicas y culturales alternativas susceptibles de legitimar las prácti­cas de Barrera. Al mimetizarse éste con las fantasías seño­riales y literarias de Cova, se convierte en el espejo ciego en el cual Cova se mira y obnubila a sí mismo, sin atisbar el círculo fatídico en el cual las prácticas de Barrera lo atraen. No por casualiad, la imagen del espejo volverá en el mo­mento del reencuentro final entre ambos, aunque sustancialmente transformada: ya no será Cova quien se mire en el espejo que de sí mismo le ofrecía Barrera, sino éste quien se verá a sí mismo en el espejo ante la mirada de Cova. Entre tanto, éste último no sólo habrá descubierto la partici­pación de Barrera -y de otros como él- en el infierno selváti­co, sino que habrá comprobado también el irremediable fra­caso de los «ideales» que representara para él su «amigo mental», es decir su otro espejo. De hecho, en este reencuentro de Cova con ambos espejos termina propiamente la novela, o mejor dicho el relato de Arturo Cova.

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d/ Los llanos y la prefiguración del ámbito selvático

Más allá de la trayectoria más o menos lineal que pudieran sugerir las dos rupturas que enmarcan la primera parte de La vorágine y el desplazamiento de los protagonistas hasta su llegada a Casanare, un examen detenido de esta primera unidad narrativa pone de manifiesto la configuración de una serie de elementos compositivos que anticipan el desarrollo posterior de la narración y cobran sentido en función de la totalidad del relato. Las dos rupturas -que de hecho figuran los primeros remolinos de la vorágine que se avecina- deli­mitan un espacio ambiguo, caracterizado en primera instan­cia por una tensión bipolar entre, por un lado, el ámbito ur­bano -sede de formas de vida señoriales a las que se asocian la fortuna y la fama literaria- y, por el otro, el ámbito rural de los llanos, fuente de inspiración para el lirismo y los sue­ños de retiro patriarcal, cuando no para la realización de «negocios» que permitan la reinserción en el ámbito urba­no. Sin embargo, la ambigüedad radica en que ninguno de estos polos corresponde de hecho a las fantasías que inspira, como se desprende tanto del enredo entre Cova y Alicia como de los sucesos de La Maporita y Hato Grande. Una violen­cia recóndita, presta a manifestarse a la menor oportunidad, pareciera estarlos minando por dentro, y priva de hecho a todas las imágenes que se les asocia de todo sustento real.

Con todo, después de la primera ruptura con el medio urbano -cuya significación en los desequilibrios de Cova no terminará de completarse sino con el reencuentro final de aquél con sus «dobles»-, en esta primera parte el acento prin­cipal de la narración de Cova descansa en la evocación del ambiente llanero. Lejos de presentarse como el ámbito apar­tado y estático del sueño patriarcal, dicho ambiente aparece como espacio de tránsito y confluencia de persona/es de

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origen y trayectoria diversos, cuyos vínculos anteriores o actuales con otros ámbitos permanecen en buena medida oscuros, y se irán perfilando, aclarando o rectificando con el avance de la narración y la intervención posterior de otras voces y otros personajes. Tal es en particular el caso de la historia de Franco y Griselda, contada varias veces y de dis­tinta manera por personajes diferentes, hasta dar, hacia el final de la novela, con la verdad recóndita. Pero éste es tam­bién el caso de Barrera, de su papel en la fuga de Alicia y Griselda y de su participación en el infierno de las caucheras. Y es, incluso, el de la significación última del comporta­miento de Cova y la de las múltiples orientaciones y tonali­dades de su relato, que sólo cobran toda su dimensión a par­tir del reencuentro y la confrontación de aquel con Ramiro Estébanez, después de que, cada uno a su manera, ambos hayan experimentado el infierno selvático. En esta forma elíptica del movimiento que adquiere el proceso de desentrañamiento de la realidad en la cual se hallan envuel­tos los protagonistas y los lectores, el mismo incendio de Hato Grande y La Maporita ha de entenderse sobre el tras-fondo del relato de la matanza de Funes, a la que prefigura en más de un sentido: entre otros, en el que se desprende de la asociación de la luz dantesca del incendio con las respec­tivas «cegueras» -de signos a la vez opuestos y cruzados- de Ramiro Estébanez y Arturo Cova.

En el plano de la descripción y la evocación del ambiente particular de los llanos pueden ubicarse una serie de con­trastes que ponen de relieve su ambigüedad fundamental. Contrastan así la primera sensación de paz. espacio y luz vinculada a la presencia de don Rafo y al descubrimiento de los llanos, con la aparición de los diversos picaros que los zurean y de las lagunas maléficas que en ellos se esconden.

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Dos descripciones, de indudable valor metafórico, pueden ejemplificar estos contrastes:

Y la aurora surgió ante nosotros; sin que advirtiéramos el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron, y en la lon­tananza de ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje de incendio, una pincelada violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba hendieron el aire los patos chillones, las garzas morosas como copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las guacamayasmulti-colores. Y de todas partes, del pajonal y del espacio del 'estero" y de la palmera, nacía un hálito jubiloso que era vida, era acento, claridad y palpitación. Mientras tanto, en el arrebol que abría su palio incomensurable, dardeó el pri­mer destello solar, y, lentamente, el astro, inmenso como una cúpula, ante el asombro del toro y la fiera, rodó por las llanuras enrojeciéndose antes de ascender al azul.

Alicia, abrazándome llorosa y enloquecida, repetía esta plegaria: ¡Dios mío. Dios mío! ¡El sol, el sol!

Luego, nosotros, prosiguiendo la marcha, nos hun­dimos en la inmensidad, (pp.20/21)

La laguneta de aguas amarillosas estaba cubierta de hojarascas. Por entre ellas nadaban unas tortuguillas lla­madas 'galápagos', asomando su cabeza rojiza; y aquí y alli los caimanejos nombrados 'cachirres' exhibían sobre la nata del pozo los ojos sin párpados. Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con picotazo repentino arrugaban la charca tristísima, cuyas evaporaciones maléficas flotaban bajo los árboles como velo mortuorio. Partiendo una rama, me incliné para barrer con ella las vegetaciones acuátiles, pero don Rafo me detuvo, rápido como el grito de Alicia. Había emergido bostezando para atraparme una serpiente "guío', corpulenta como una viga, que a mis tiros de

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revólver se hundió removiendo el pantano y rebasándolo en las orillas.

Y regresamos con los calderos vacíos, (pp.22/23)

Prescindiendo de las reminiscencias románticas y modernistas de la primera descripción, aunque sin dejar de asumir -exacerbándolas hasta lo surrealista y mítico- las formas de percepción sensible heredadas de ambas corrien­tes, muchos de los elementos de estas evocaciones primeras vuelven a encontrarse en las representaciones oníricas que un poco más adelante anticipan y prefiguran las evocacio­nes del ámbito selvático:

Luego, en el delirio vesánico, me senté a reir. Conven­cido de que era un águila, agitaba los brazos y me sentía flotar en el viento, por encima de las palmeras y de las lla­nuras. Quería descender para levantar en las garras a Ali­cia, y llevarla sobre una nube, lejos de Barrera y dea mal­dad. Y subía tan alto, que contra el cielo aleteaba, el sol me ardía el cabello y yo aspiraba el ígneo resplandor, (p.57)

Pasé mala noche. Cuando menudeaba el canto de los gallos conseguí quedarme dormido. Soñé que Alicia iba sola, por una sabana lúgubre, hacia un lugar siniestro don­de la esperaba un hombre, que podía ser Barrera. Agazapa­do en los pajonales iba espiándola yo, con la escopeta del mulato en balanza; mas cada vez que intentaba tenderla contra el seductor, se convertía entre mis manos en una serpiente helada y rígida. Desde la cerca de los corrales, Don Rafo agitaba el sombrero exclamando:; Véngase! ¡Eso ya no tiene remedio!

Veía luego a la niña Griselda, vestida de oro, en un país extraño, encaramada en una peña de cuya base fluía un hilo blancuzco de caucho. A lo largo de él lo bebían gentes innumerables echadas de bruces. Franco, erguido sobre un

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promontorio de carabinas, amonestaba a los sedientos con este estribillo: '¡Infelices, detrás de estas selvas está «el más allá»! ' Y al pie de cada árbol se iba muriendo un hombre, en tanto que yo recogía sus calaveras para expor­tarlas en lanchones por un río silencioso y oscuro.

Volvía a ver a Alicia, desgreñada y desnuda, huyendo de mí por entre las malezas de un bosque nocturno, ilumi­nado por luciérnagas colosales, llevaba yo en la mano una hachuela corta, y, colgado al cinto, un recipiente de metal.Me detuve ante una araucaria de morados corimbos, parecida al árbol del caucho, y empecé a picarle la corteza para que escurriera la goma. '¿Por qué me desangras?', suspiró una voz falleciente. 'Yo soy tu Alicia y me he con­vertido en una parásita.'

Agitado y sudoroso desperté como a las nueve de la mañana, (p.35)

Ubicada casi al inicio de la novela, y suscitada por la sola mención de la presencia funesta de Barrera, esta visión onírica no cumple con la sola función de anticipar el desarrollo de la trama novelesca. Prefigura, sí, pero reconfigura también, en el lenguaje a la vez surrealista y mítico que le es propio, los significados de experiencias pasadas o por venir, confi­riéndoles significaciones propiamente inaccesibles a los de­más lenguajes que las formalizan. Ni el romanticismo, ni el modernismo de las descripciones primeras, pero tampoco la dimensión testimonial de las muchas voces que darán cuen­ta de las relaciones sociales imperantes en la selva, alcanzan para dar cuenta del trastocamiento de las percepciones y de la distorsión de los vínculos entre el hombre y el cosmos que conllevan las acciones narradas y la «Violencia» ubicua que las impulsa.

Del lenguaje entre romántico y modernista de Cova, hemos visto ya en más de una ocasión su marcado

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desfasamiento respecto de las diferentes formas de lo «real» configuradas por el texto, y la estilización más o menos paródica que este desfasamiento conllevaba. Por si hiciera falta, el multicitado párrafo en que, apenas iniciada la terce­ra parte, Cova retoma expresamente la problemática de los lenguajes poéticos, permite corroborar la distancia que el narrador logra establecer respecto de aquellos lenguajes:

¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, dónde están las mariposas que parecen flores translúcidas, los pájaros má­gicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que sólo conocen las soledades domésticas!

¡Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco, nada de panoramas sentimentales! (...)

Aquí,de noche, voces desconocidas, luces fantasmagóricas, silencios fúnebres. Es la muerte, que pasa dando la vida. Oyese el golpe de la fruta, que al abatirse hace la promesa de su semilla; el caer de la hoja, que llena el monte con vago suspiro, ofreciéndose como abono para las raíces del árbol paterno; el chasquido de la mandíbula, que devora con temor de ser devorada; el silbido de alerta, los ayes agónicos, el rumor del regüeldo. Y cuando el alba riega sobre los montes una gloria trágica, se inicia el cla-moreosobreviviente: el zumbido de la pava chillona, los retumbos del puerco salvaje, las risas del mono ridículo. ¡Todo por el júbilo breve de vivir unas horas más!

Esta selva sádica y virgen procura al ánimo la alucina­ción del peligro próximo. El vegetal es un ser sensible cuya psicología desconocemos. En estas soledades, cuando nos habla, sólo entiende su idioma, el presentimiento. Bajo su poder, los nervios del hombre se convierten en haz de cuer­das, distendidas hacia el asalto, hacia la traición, hacia la acechanza. Los sentidos humanos equivocan sus faculta­des: el ojo siente, la espalda ve, la nariz explora, las pier-

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ñas calculan y la sangre clama: ¡Huyamos, huyamos!» (pp. 182/163)

Rayano en lo fantástico, el lenguaje «surrealista» apare­ce aquí, a la vez como prolongación de los acentos románti­cos y modernistas primeros, y en contraposición con éstos. Los reconfíguran en un nuevo marco, en donde la violencia del «sueño» es la que se presenta como «real», con lo cual contribuye a realzar la estilización levemente paródica de las formas poéticas anteriores. A propósito de la continui­dad y el contraste entre el romanticismo y el modernismo, por un lado, y el surrealismo, por el otro, no está por demás subrayar que esta apelación a formas oníricas se inscribe en la prolongación de Los cantos de Maldoror de Isidoro Ducasse, e incluso del célebre poema de Arturo Rimbaud intitulado Le hateau ivre. Por lo mismo, dicha apelación vin­cula el lenguaje onírico de Cova a las fuentes primeras del surrealismo antes que a los experimentos del movimiento vanguardista de principios de este siglo.

Sea de ello lo que fuere, lo relevante en este caso consiste en las múltiples transcodificaciones que opera Cova entre lenguajes poéticos sumamente dispares. En este sistema cons­tante de transcodifícaciones múltiples, los diversos lengua­jes no sólo llegan a confrontarse unos con otros, sino que se jerarquizan en función de formas de percepción en donde los linderos entre el sueño y la vigilia tienden a difuminarse (aun cuando la mayoría de los «delirios» de Cova se presen­ten explícitamente como tales, con el objetivo de no desvin­cular su percepción de las circunstancias que la suscitan, y de permitir la entrada de la ironía retrospectiva del narra­dor). Esta (con)fusión entre el sueño y la vigilia e incluso entre la locura y la cordura, es entonces la que propicia las sinestesias y la «libre» asociación de elementos dispares.

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Favorece el levantamiento de muchas «interdicciones» -morales unas, culturales otras-, y abre paso, juntos, al pasa­do histórico, al mito infernal y a la vivencia presente.

e/ el relato intercalado de Clemente Silva

Desde el punto de vista de la enunciación, la segunda parte de La vorágine se divide entre la voz de Arturo Cova y la de Clemente Silva. Sin embargo, ninguna de estas voces se pre­senta como totalmente homogénea. En la narración de Cova se interpone, primero, un «himno» o «canto» a la selva, que rompe con el tono y el ritmo narrativo con que concluía la primera parte de la novela. Luego, el relato vuelve a inte­rrumpirse con el cuento de la indiecita Mapiripana -de valor eminentemente alegórico- en boca de Heli Meza, ahora in­corporado a la partida de hombres encabezada por Cova. Y, por último, la narración de los sucesos ligados al descenso colectivo a los infiernos selváticos en pos de Alicia queda temporalmente suspendido por la aparición de Clemente Sil­va y el largo relato de sus infortunios, a instancias de Arturo Cova. Este relato, a su vez, comprende una parte dialogada con el «científico francés», y la inclusión de otras voces, como la de Balbino Jácome a la que luego se van sumando otras. De modo que estaparle central se caracteriza a la vez por la multiplicidad de voces que de diversa manera inter­vienen en ella -bajo modalidades que no son necesariamen­te las del diálogo-, y por por su marcada heterogeneidad for­mal y discursiva. Como lo hemos señalado en su momento, esta pluralidad discursiva se inserta dentro del movimiento de conjunto que, al incluir las trayectorias azarosas y las voces dispares de todos aquellos que cayeron en la misma vorági­ne, da cuenta de la fuerza de atracción que aquélla ejerce

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sobre los «destinos» de estas voces/personajes. Así mismo, la inserción de esta pluralidad de destinos y de voces en aquel potente movimiento giratorio corrobora la configuración del objeto de la representación artística como «un sólo eco de multisonas voces». El cúmulo de relatos «intercalados» en la parte central de la novela no puede verse por consiguiente como una impericia del autor de La vorágine. Este cúmulo da cuenta de la forma en que seres provenientes de horizon­tes sociales y culturales muy diversos, violentamente des­arraigados y reunidos por el infortunio en aquella «cárcel verde» en donde giran en redondo sin hallar salida, buscan sumar y confrontar sus experiencias.

Sin embargo, tampoco estamos ante la simple reproduc­ción «pictórica» o «naturalista» de lenguajes y experiencias diversos, sino ante la orquestación de múltiples voces que apuntan a una reconfíguración conjunta del pasado históri­co, del mito infernal, y de la significación del presente. Por lo tanto, tampoco podemos ver en el procedimiento de inter­calación de una voz dentro de otra una simple yuxtaposición de lenguajes y perspectivas diversas. Al analizar el plano de la descripción, hemos podido comprobar que los diversos lenguajes poéticos dan lugar a jerarquizaciones y transcodificaciones que apuntan a la liberación de la percep­ción respecto de las formas y los lenguajes anquilosados que la aprisionan. Tratándose ahora del plano narrativo, cabe preguntarse entonces por la forma de orquestación de estas voces y de las perspectivas que entrañan.

Aun cuando la segunda parte de la novela se abre con el «canto» a la selva y que, antes del relato intercalado de Cle­mente Silva, la narración de Cova se halla interrumpida por el cuento, también intercalado, de la indiecita Mapiripana contado por Heli Meza al empezar el descenso a los infier­nos selváticos, por ahora nos detendremos en el relato del

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viejo rumbero. Tanto el «himno» a la selva como el cuento de Heli Meza introducen problemáticas de otro orden que preferimos dejar para más adelante, siguiendo así con el método de exposición que ha sido hasta ahora el nuestro: el de tratar de seguir y remontar el curso y los movimientos elípticos de la «vorágine», para desentrañar la fuerza de atrac­ción que ejerce la obra sobre los lectores.

Como adelantamos hace un momento, el relato de Cle­mente Silva contiene dos partes, unidas entre sí por la bús­queda a la vez real y mítica de su hijo, Lucianito. La primera se refiere al encuentro con el «científico francés», y la se­gunda a los testimonios de los caucheros, Balbino Jácome y Juanchito Vega principalmente. Estos testimonios, y las for­mas en que van entrelazándose hasta completar el conjunto de elementos que permiten reconstruir las relaciones socia­les y de trabajo imperantes en la selva (la competencia despiadada entre los intermediarios de las compañías finan­cieras, el sistema «salarial» que encubre una relación de es­clavitud, la explotación inicua de los recursos naturales y la colusión de los poderes políticos), se contrapone a la visión puramente naturalista del «sabio» francés. Ocupado en el inventario de la flora y la fauna, y cegado por un humanis­mo y una confianza en leyes e instituciones que le impiden vislumbrar la dimensión social del mundo que vino a estu­diar, este personaje episódico -que sin duda personifica a la ciencia positivista- sucumbe, víctima de su ceguera y de la colusión entre el poder político y los dueños de las caucheras. En este nivel de la organización de la trama, el relato de Clemente Silva subordina la visión «naturalista» del explo­rador y humanista a los testimonios de los caucheros acerca de las formas sociales de la violencia selvática. En otras pa­labras, la selva no es violenta y destructiva en sí misma, sino como resultado de la violencia de los hombres (entre sí y

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hacia ella): antes que ser la causa de la exacerbación de la violencia, la selva reúne y condensa los múltiples aspectos y dimensiones de esta violencia, convirtiéndose así en su metáfora fundamental. Por ello, no es extraño que sea preci­samente Clemente Silva quien sirva de «guía» para que pro­tagonistas y lectores se adentren en sus significados. Por el valor simbólico de su nombre, que conjuga la clemencia con la evocación de los bosques; por su carácter de «rumbero», conocedor de todos los influjos y las sendas selváticas; por ser la suya la voz que colecta y reúne la experiencia de los caucheros colombianos esclavizados en los confínes del te­rritorio nacional; y, por ser él quien rescata finalmente los manuscritos de Cova -la memoria individual y colectiva-, Clemente Silva constituye sin duda la contraparte de aque­lla violencia primigenia y aniquiladora que tiene en la vi­sión genésica de la selva su primer símil.

La unión indisoluble entre los órdenes natural y social -problematizada por el episodio del explorador y naturalista francés- queda refrendada por la asociación entre la corteza deforme de los árboles desangrados por los caucheros y las cicatrices en la espalda del viejo Silva -que, desde luego, vale por la de todos ellos-. Sellada por la Kodak del explora­dor, esta imagen encierra sin embargo algo más que un sim­ple testimonio de las condiciones de trabajo en las caucheras. Constituye el punto nodal de la concepción a la vez antropomórfico y cosmológica que priva en las diversas evo­caciones de la selva. Esta -y el árbol que la personifica- son seres vivos «cuya psicología desconocemos», como expre­sa en algún momento Arturo Cova. Al penetrarla para desangrarla, el hombre perturba y violenta el orden cosmológico al cual él mismo pertenece. De ahí que la per­turbación de este orden según el cual la muerte es la que da lugar a la vida se vuelva en contra suya, trastorne sus senti-

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dos y deforme su ciclo vital. Preso de pánico ante el miedo a una muerte que deja de pertenecer a la vida, el ser humano se empecina en el redoblamiento de una violencia omnímoda que termina por aniquilarlo.

En el marco de esta concepción antropocosmológica, cuyo equilibrio no se rompe en vano, es donde deben ubicarse las «denuncias» y los «desvelos colombianistas» de Rivera: como parte de lo que percibe como la ruptura del equilibrio entre el ser y el mundo, que las relaciones sociales imperantes en la selva llevan hasta el paroxismo. Por ello, la larga cita anterior acerca del trastorno de los sentidos que experimen­ta Cova ante la selva enlaza directamente con las siguientes consideraciones, en las que sin duda resuena también la voz del autor y, junto con ella, la memoria -ironizada- de otras conquistas:

No obstante, es el hombre civilizado el paladín de la destrucción. Hay un valor magnífico en la epopeya de es­tos piratas que esclavizan a sus peones, explotan al indio y se debaten contra la selva. Atropellados por la desdicha desde el anonimato de las ciudades, se lanzaron a los de­siertos buscándole un fin cualquiera a su vida estéril. Deli­rantes de paludismo, se despojaron de la conciencia, y, con­naturalizados con cada riesgo, sin otras armas que el winchester y el machete, sufrieron las más atroces nece­sidades, anhelando goces y abundancia, al rigor de las in­temperies, siempre famélicos y hasta desnudos porque las ropas se les podrían sobre la carne.

Por fin, un día, en la peña de cualquier río, alzan una choza y se llaman 'amos de empresa'. Teniendo a la selva por enemigo, no saben a quien combatir, y se arremeten unos a otros y se matan y se sojuzgan en los intervalos de su denuedo contra el bosque. Y es de verse en algunos lu­gares cómo sus huellas son semejantes a los aludes: los

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caucheros que hay en Colombia destruyen anualmente mi­llones de árboles. En los territorios de Venezuela el 'balatá" desapareció. De esta suerte ejercen el fraude contra las generaciones del porvenir, (pp. 183/184)

La misma voz del autor es la que se percibe también en estas otras consideraciones de Ramiro Estébanez, que com­plementan las de Arturo Cova:

La especie de que Pulido prosperaba adquiriendo cau­cho, es inicua farsa. Bien saben los gomeros que el oro vegetal no enriquece a nadie. Los potentados de la floresta no tienen más que créditos en los libros, contra peones que nunca pagan, si no es con la vida, contra indígenas que se merman, contra bongueros que se roban lo que transpor­tan. La servidumbre en estas comarcas se hace vitalicia para esclavo y dueño: uno y otro deben morir aquí. Un sino de fracaso y maldición persigue a cuantos explotan la mina verde. La selva los aniquila, la selva los retiene, la selva los llama para tragárselos. Los que escapan, aunque se re­fugien en las ciudades, llevan ya el maleficio en cuerpo y en alma. Mustios, envejecidos, decepcionados, no tienen más que una aspiración: volver, volver, a sabiendas de que si vuelven perecerán. Y los que se quedan, los que desoyen el llamamiento de la montaña, siempre declinan en la mi­seria, víctimas de dolencias desconocidas, siendo carne palúdica de hospital, entregándose a la cuchilla que les re­corta el hígado por pedazos, como en pena de algo sacri­lego que cometieron contra los indios, contra los árbo­les, (p. 233; el resaltado es nuestro, F.P.)

Ahora bien, aun cuando las dos citas anteriores -seleccio­nadas entre otras muchas posibles- constituyan indudables paráfrasis de lo relatado por Clemente Silva y por quienes contribuyen con él a la reconstitución de las relaciones hu-

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manas y de trabajo imperantes en la selva, confieren tam­bién nuevas dimensiones a la configuración artística del mundo de la novela. En efecto, su lenguaje particular con­lleva una apelación más o menos implícita a la memoria de la Conquista y a los mitos que se asocian con ésta.

Antes de pasar al examen de estas otras dimensiones del texto, y para concluir con el relato intercalado de Clemente Silva, es preciso recalcar que dicho relato no se limita a pro­porcionar la llave de lo que, a principios de este siglo, llegó a conocerse como los «horrores del Putumayo», ni tampoco a refrendar la subordinación de la percepción del mundo sel­vático a la violencia de las relaciones humanas y sociales que lo caracterizan. La narración de Clemente Silva tiene también sus propias dimensiones míticas. En efecto, el viejo rumbero no sólo funge de «guía» en el viaje de Cova y los suyos al «país de los muertos». La interminable búsqueda del hijo inocente por parte del padre consiste en una inver­sión del esquema arquetípico de la búsqueda del Padre por parte del hijo, tal como si no hubiera aquí paternidad cultu­ral que asumir, sino una inocencia que rescatar, extraviada por la violencia social y los «valores» que induce un «or­den» social inicuo. Ante un extravío social y culturalmente inducidos -bajo la forma del imperativo de la venganza, des­tinado a «lavar el honor familiar»-, el Padre se convierte aquí en la negación de este mismo orden social, clama por la inocencia del hijo y pide para éste la clemencia que él mis­mo personifica. Convertida luego en la búsqueda de los hue­sos de Lucianito, aniquilado por la vorágine, la quéte inter­minable de Clemente Silva -privado incluso de la posibili­dad de dar sepultura a los restos del hijo- se renueva luego con la búsqueda de los fugitivos (Cova, Alicia y el hijo re­cién nacido de ambos), y desemboca finalmente en el resca­te de la memoria individual y colectiva a través del hallazgo

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de los manuscritos de Arturo Cova. En el cumplimiento de esta nueva elipsis del movimiento de la vorágine, y con el rescate de la escritura y el relato, se funden en este punto la historia colectiva y el mito.

f el pasado histórico y el infierno selvático

Con todo, la quéte mítica del viejo Silva no constituye ni el único esquema mítico, ni la única forma de fusión entre la historia y el mito. Subyacen en el propio relato de Arturo Cova otras memorias, que influyen en la composición y el estilo de su narración: la de la Conquista y las innumerables crónicas que dan fe de ella; y la del viaje al país de los muer­tos, con Virgilio y Dante por delante.

Por lo que concierne a la memoria de la Conquista, hay en el texto más de un indicio de que Rivera concibió la ex­pedición de Arturo Cova a la selva -e incluso la idiosin­crasia de su protagonista- con la memoria de las crónicas en mente. El diálogo -ya citado- de Cova y Estébanez en el momento de su reencuentro en la selva («-¿Hola, no me pre­guntas qué vientos me empujan por estas selvas? / -La ener­gía sobrante, la búsqueda del Dorado, el atavismo de algún abuelo conquistador...» -p. 217) señala inequivocadamente la filiación que deja traslucir el personaje. Los alardes de «dominador» que lo caracterizan y la violencia que lo em­barga, siempre presta a manifestarse y a contradecir aque­llos valores «caballerescos» a los que sin embargo reconoce como suyos; la naturaleza de la expedición misma, cuyos objetivos varían en función de las circunstancias y a la que se unen, sin cuestionamiento alguno, lo mismo hombres lea­les, como Franco, que picaros y bandidos como el «Pipa»; la precisión de las descripciones, que interrumpen el curso

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de acontecimientos más o menos azarosos para dar cuenta de lo que en el camino se va descubriendo, trátese de la ve­getación o de las tribus indígenas; los mismos relatos inter­calados, que amplian la información acerca de las sorpren­dentes realidades encontradas; e incluso la imaginación afiebrada que todo lo deforma, son todos ellos rasgos que Arturo Cova y su relato comparten con las expediciones amazónicas, con sus protagonistas y con sus cronistas.

En este marco, no es de extrañar que la primera fase de la expedición selvática -la que precede al relato de Clemente Silva- se refiera predominantemente al mundo indígena: con el alto en la tribu guahiba, primero, y con el cuento de la indiecita Mapiripana. luego. Además de reproducir el gesto del cronista que describe las costumbres bárbaras de las tri­bus encontradas en el Nuevo Mundo, el relato de la partici­pación de los expedicionarios en los ritos de la tribu guahibo sienta un paralelismo -e incluso una semejanza- entre los hombres de Cova y los de la tribu:

Tendido de codos sobre el arenal, aurirrojizo por las luminarias, miraba yo la singular fiesta, complacido de que mis compañeros giraran ebrios en la danza. Así olvidarían sus pesadumbres y le sonreirían a la vida otra vez siquiera. Mas, poco a poco, advertí que gritaban como la tribu, y que su lamento acusaba la misma pena recóndita, cual si a todos los devorara el alma un solo dolor. Su queja tenía la desesperación de las razas vencidas, y era semejante a mi sollozo, ese sollozo de mis aflicciones que suele repercutir en mi corazón aunque lo disimulen los labios: ¡Aaaaaay... Ohé!...(p. 112)

De esta manera, queda refrendada la asimilación entre el tiempo de la Conquista y la colonización y el tiempo pre­sente, marcados ambos por la misma violencia. En un se-

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gundo tiempo, el cuento alegórico de la indiecita Mapiripana -que adapta y mezcla la leyenda de Circe con elementos cris­tianos y con datos provenientes de crónicas en las que se hace referencia a indígenas que tienen «el talón hacia ade­lante, como si caminaran retrocediendo» (p.123)- anticipa el destino de los miembros de la expedición (y, en particu­lar, el episodio de Cova con la Zoráida Ayram), pero pro­porciona también un sentido mítico a la violación del espa­cio y las culturas indígenas por parte de la civilización occi­dental y cristiana. De la indiecita y del misionero, al que ésta retenía cautivo con la lujuria, nacieron

(...) dos mellizos aborrecibles: un vampiro y una lechu­za. Desesperado el misionero porque engendraba tales se­res, sefugó de la cueva, pero sus propios hijos lo persiguie­ron, y de noche, cuando se escondía, lo sangraba el vampi­ro y la lucífuga lo reflejaba, encendiendo sus ojos parpadeantes, como lamparillas de vidrio verde, (p. 124)

Cuando el misionero pide a la indiecita que lo defienda de su progenie, ésta le contesta: «¿Quién puede librar al hom­bre de sus propios remordimientos?» (p. 125); y aquél muere finalmente,

agitando las manos en el delirio, como para coger en el aire a su propia alma; y al fenecer, quedó revolando entre la caverna una mariposa de alas azules, inmensa y lumino­sa como un arcángel, que es la visión final de los que mue­ren de fiebres en estas zonas, (p. 125)

Además de la conjunción de animismo y cristianismo de esta imagen final, ¿cómo no ver en la sentencia de la indiecita Mapiripana una prefiguración -o una reconfiguración- de las consideraciones finales de Ramiro Estébanez y de su alu-

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sión al «sacrilego» cometido «contra los indios, contra los árboles»? Y, por cierto, es justamente después de concluir con la transcripción del cuento referido por Heli Meza que Cova hace referencia a la aparición de sus propios «desvíos mentales». Por contigüidad y asociación de imágenes, pue­de colegirse que no están lejos ni el vampiro ni la lechuza engendrados -o prohijados- por su propia alma:

Nunca he conocido pavura igual a la del día que sor­prendía la alucinación en mi cerebro. Por más de una se­mana viví orgulloso de la lucidez de mi comprensión, de la sutileza de mis sentidos, de la finura de mis ideas; me sen­tía tan dueño de la vida y del destino, hallaba tan fáciles soluciones a sus problemas, que me creí predestinado a lo extraordinario. La noción de misterio surgió en mi ser.

Gozábame en adiestrar la fantasía y me desvelaba no­ches enteras, queriendo saber qué cosa es el sueño y si está en la atmósfera o en las retinas.

Por primera vez mi desvío mental se hizo patente en el fosco Inírida, cuando oí las arenas suplicarme: «No pises tan recio, que nos lastimas. Apiádate de nosotras y lánza­nos a los vientos, que estamos cansadas de ser inmóviles».

Las agité con brazo febril, hasta provocar una tolvane­ra, y Franco tuvo que sujetarme por el vestido para que no me arrojara al agua al escuchar las voces de las corrientes: «Y ¿para nosotras no hay compasión? Cógenos en tus ma­nos, para olvidar este movimiento, ya que la arena impía no nos detiene y le tenemos horror al mar».

Apenas toqué las ondas, se fugó la demencia, y comen­cé a sufrir la tortura de que mi propio ser me causara rece­lo, (pp. 125/126)

El nuevo sistema de transcodifícaciones que propicia el cuento de la indiecita contribuye así a enlazar la memoria a la par histórica y mítica del Descubrimiento y la Conquista

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con los infiernos que va a descubrir Cova. pero vincula tam­bién sus desvarios con lo inconsciente de esta misma me­moria. Las manifestaciones de este inconsciente cultural vuelven a su vez a poner de manifiesto aquella tensión fun­damental entre el equilibrio del mundo y el trastorno de este mismo equilibrio por la iniquidad del hombre. Y, junto con ello, reactiva también la polaridad entre violencia y clemen­cia (o compasión) que, más adelante, va a tematizar la bús­queda mítica de Clemente Silva. Así mismo, la conjunción de animismo y cristianismo que subyace en las manifesta­ciones de este inconsciente colectivo permite la incorpora­ción de los elementos naturales -o mejor dicho de la materia animada y polimorfa- en aquel «eco» unitario de «multisonas voces» en tomo al cual se organiza la poética de La vorágine.

En tanto que variante híbrida de la leyenda de Circe, el cuento de la indiecita Mapiripana constituye también una prefiguración del mito del viaje al Hades narrado en la Odi­sea, y retomado luego por Virgilio en la Eneida primero, y por Dante Alighieri en la Divina comedia después. El críti­co chileno Leónidas Morales puso de manifiesto las corres­pondencias entre el esquema virgiliano del Canto VI de la Eneida y los principales elementos que vuelven a encontrar­se, estilísticamente traspuestos, en la narración de Arturo Cova: « 1/ la laguna o río Estigio, de aguas tétricas y som­brías; 2/ la barca de Caronte, que traslada las almas de los muertos; 3/ la orilla opuesta, donde la barca deposita su car­ga; 4/ el guía, que conduce al viajero; y 5/ el Infierno.» " El rastreo de estos motivos secundarios y las comparaciones estilísticas que establece Morales en su artículo, no dejan

n «La vorágine: Un viaje al país de los muertos». Santiago de Chile. Anales de la Universidad de Chile. 123. n. 134 (abril-junio de 1965) Reproducido en La vorágine: textos críticos. Monserrat Ordoftez compil.. op. cit. pp. 149/168.

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lugar a dudas acerca de las reminiscencias virgilianas que operan en la narración de Cova. Sin embargo, nos parece que el autor no saca de su descubrimiento todas las conse­cuencias pertinentes. En primer lugar, por cuanto sitúa la apelación al mito greco-latino en continuidad con el «ro­manticismo» de Cova, apoyándose en ésto en consideracio­nes de E.R. Curtius.32 Y en segundo lugar, por cuanto no profundiza en las relaciones que. el mismo mito mediante el texto de Rivera, establece también con la Divina comedia. Acerca de ésta, se limita a señalar que La vorágine no tiene «la perfección matemática» de la obra del florentino.

Respecto del primer punto, Morales parte de la observa­ción de Curtius en el sentido de que corresponde al romanti­cismo el haber rescatado la conciencia mítica para la moder­na poesía occidental. Esta aseveración, anclada en la historiografía literaria europea, resulta sin embargo más du­dosa para la tradición latinoamericana. En ésta, el (re)encuentro con tradiciones míticas diversas parece corres­ponder más bien a la narrativa del siglo XX y a la conver­gencia conflictiva entre las vanguardias poéticas influenciadas por el surrealismo y la tradición narrativa rea­lista. El llamado realismo mágico y la poética de «lo real maravilloso americano» que cobran fuerza al promediar el siglo XX, así lo atestiguan. Por ello, no sorprende la co­nexión que Morales establece, al final de su artículo, entre la visión selvática de Rivera y Alturas de Macchu Picchu de Pablo Neruda y Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Esta conexión histórica es sin duda más acertada que aquélla que, al proceder por analogía, atribuye al romanticismo latino­americano el (re)encuentro de la literatura latinoamericana

" E.R. Curtius. Literatura europea y Edad Media latina. México/Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica. 1955: vol. 1.

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con la «experiencia de los pueblos». En lodo caso, y dado que desde la misma Conquista mito e historia no han dejado de pugnar entre sí en la interpretación del mundo america­no, convendría distinguir entre las diversas tradiciones mitológicas que concurren en esta interpretación y precisar las formas en que estas diversas tradiciones se vinculan con la historia en las poéticas narrativas concretas.

A este último respecto, Leónidas Morales advierte en su ensayo una diferencia de cualidad poética entre las imáge­nes que predominan en la primera parte de La vorágine y las que, en asociación con la estructura mítica, dan cuenta del infierno selvático. Sin embargo, su caracterización del na­rrador y protagonista como romántico, y su identificación de Cova con el autor, lo llevan a atribuir esta diferencia a! poder que, sobre la sensibilidad de Rivera, ejerce una «na­turaleza virgen que aún no se resigna a la pérdida de sus hijos, cuyo drama se plantea como el apetito urgente y dolo­roso por advenir a una historicidad de su destino». Al no reparar en la diferenciación entre el autor implicado, el au­tor fíccionalizado, el narrador y el personaje, ni tampoco en la estilización y la ironización paródicas de la voz de Cova/ narrador respecto de Cova/personaje. no advierte el sarcas­mo que recae tanto en el supuesto «romanticismo» de Cova como en los diferentes lenguajes poéticos que lo prolongan. Y tampoco se percata de la función compositiva de las dis­tintas voces en la configuración particular del objeto de la representación novelesca. Al atenerse a una sola de las orien­taciones de la voz enunciativa, nivela todos los lenguajes en torno a la configuración de un objeto único y plano («Todos resuelven hasta el aburrimiento desilusiones, rebeldías que son fugas, crímenes pasionales, frustraciones, ensueños, con abusos, protestas, denuncias y crímenes que la sociedad no castiga»), que deja de lado la jerarquización de estos len-

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guajes y el complejo sistema de transcodifícaciones que és­tos propician. Así mismo, pasa por alto la dimensión histó­rica y cultural que rige la configuración del mundo selváti­co. Al asociar el mito greco-latino con una «naturaleza» que, como sus «hijos», aún no adviene a la «historicidad», desvincula a este mismo mito de la historia pasada e implí­cita de la Conquista y de la historia actual y explícita de las compañías caucheras. La novela, sin embargo, no consiste en el encuentro de la civilización con la naturaleza y el mito, sino en el de una cultura, cimbrada por las violentas trans­formaciones que sufre, con su propio inconsciente, simboli­zado los multisonos ecos que de sí misma le devuelve la selva.

Por lo que concierne a las reminiscencias de la Divina Comedia en La vorágine, van a nuestro juicio mucho más allá de la simple continuidad del esquema mítico y los moti­vos que señalan los sucesivos pasos del descenso a los in­fiernos, ya rastreados por Morales a propósito de la Eneida. De la existencia de estas reminiscencias, atestigua -por ejem­plo- la semejanza entre las últimas citas del texto de Rivera y ésta, extraída del Canto decimotercero del poema de Dante, correspondiente al «Infierno»:

Por todas partes oía yo gemidos sin ver a nadie que los exhalara; por eso me detuve todo atemorizado. Creo que él creyó que yo creía que aquellas voces eran de gente que se ocultaba de nosotros entre la espesura; y así me dijo mi Maestro:

-Si rompes cualquier ramita de una de esas plantas, verás trocarse tus pensamientos.

Entonces extendí la mano hacia delante, cogí una rami­ta de un endrino, y su tronco exclamó:

-¿Por qué me tronchas? Inmediatamente se tiñó de sangre, y volvió a exclamar:

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-¿Porqué me desgarras? ¿No tienes ningún sentimiento de piedad? Hombres fuimos, y ahora estamos convertidos en troncos: tu mano debería haber sido más piadosa, aun­que fuéramos almas de serpientes.

Cual de verde tizón que, encendido por uno de sus ex­tremos, gotea y chilla por el otro, a causa del aire que lo atraviesa, así salían de aquel tronco palabras y sangre jun­tamente; lo que me hizo dejar caer la rama, y detenerme como hombre acobardado."

Similitudes como éstas no dejan lugar a dudas acerca del hecho de que la Divina Comedia constituye una de las prin­cipales fuentes de la imaginación poética de Rivera. Ahora bien, el que no se complete en la novela del colombiano el esquema teológico -proveniente del humanismo cristiano del siglo XIII- que anima a la Comedia del florentino, no impi­de que esta fuente de imaginación poética permee también otros niveles del texto de Rivera. Para Dante, en el universo creado por Dios, el Mal engendrado por el orgullo desmedi­do del primer ángel rebelde (Lucifer) no es sino la privación del Bien, el abismo oscuro de la desesperación y el dolor en donde cae la creatura humana que renuncia a la perfección que posee en sí misma. A este abismo privado de luz, que se abre en la corteza terrestre del hemisferio boreal habitado por el hombre y tiene la forma de un cono invertido que se hunde hasta el centro de la tierra, lo simboliza el Infierno. Ante la caída de Lucifer, la tierra se retira para volver a sur­gir bajo la forma de una pequeña isla escarpada situada a su vez en el hemisferio austral, en las antípodas de Jerusalem. Esta isla es la del Purgatorio, en cuya cima se encuentra el

33 Dante Aliguieri. La divina Comedia/La vida nueva. Introducción y comenta­rio de Francisco Montes de Oca, México. Ed. Porrúa. la. edición 1962. décimooctava edición, 1994 (Sepan cuantos, n. 15); p. 31.

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Paraíso terreste, ubicado a su vez en el límite entre dos mun­dos: el de la materia que viene sublimándose por la activi­dad personal de las almas que tienden hacia la luz, y el del universo inmaterial, iluminado por el amor y la caridad: el Paraíso de la Fe cristiana. Acompañado por Virgilio -poeta de la justicia y la paz- en su primera parte, el viaje de Dante adquiere así la forma de un descenso primero y un ascenso después, de acuerdo con un eje vertical alrededor del cual se organizan los círculos cada vez más estrechos del Infierno en la parte primera, y los nueve cielos, sugeridos por el sis­tema de Ptolemeo, en la última.

En la concepción de Dante, Dios existe por sí mismo, pero no puede conocerse sino por las formas creadas, esto es, mediante la analogía, que es el fundamento de la activi­dad poética. Esta se concibe así como una actividad vital, que va perfeccionándose en el acto de conocer y amar, orien­tado hacia la contemplación de lo divino. Se trata por lo tan­to de un conocimiento poético y concreto del Misterio que, hasta en lo más profundo del abismo, confiere vida y vibra en todo lo creado. Esta forma de conocimiento por analogía permite a Dante conocer a Dios como justicia en el Infierno, como misericordia en el Purgatorio, y como gracia y caridad en el Paraíso terrestre. Así mismo, la forma experimental de este conocimiento, que funda la acción concreta en la ascesis del intelecto y el corazón, le permite alcanzar la sabiduría moral guiado por Virgilio, la sabiduría humana y divina de los libros sagrados guiado por Mathilde, la cristiana de los santos por Beatriz, y la mística por San Bernardo.

Aunque toda esta transposición fabulosa de la actividad poética, fundada en la ciencia y la teología de finales de la Edad Media, no vuelve a encontrarse completa en la obra de Rivera, algunas analogías y reconfiguraciones del imagina­rio dantiano saltan a la vista. En primer lugar, la forma que

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adquiere el infierno selvático de un cono invertido -situado ahora en el hemisferio austral- que se abre bajo los pies de Cova/Lucifer y va sorbiéndolo hasta su fondo, mientras, guiado por Clemente Silva, se encuentra con otras almas prisioneras de la misma oscuridad. Es de subrayar sin em­bargo la transformación de la trayectoria de Cova respecto de la del poeta de la Divina Comedia. Lejos de ser lineal y descendente, y de ir encontrándose con los círculos cada vez más estrechos en donde se ubican las diversas almas según sus pecados, la trayectoria de Cova tiende, como la de los demás personajes y el movimiento mismo de la narración, a ser giratoria y a reproducir el movimiento elíptico que la fuerza de atracción de la vorágine imprime a los diversos destinos, marcados todos por la violencia. A la estaticidad del mundo ptoloméico de Dante, se contraponen el movi­miento -¿galileano?- y la extraordinaria plasticidad del uni­verso de Rivera. Más allá de lo laberíntico -¿recuerdo del viejo rey Minos a quien Dante atribuía pies de barro?- que pueda parecer el entrecruzamiento azaroso de los círculos descritos por la trayectoria de cada uno, todas estas trayec­torias terminan sorbidas por la misma vorágine.

Por otro lado, la crítica ya ha señalado el papel de guía iniciático que desempeña Clemente Silva para el conocimien­to que va adquiriendo Cova del infierno selvático. Sin em­bargo, ni Cova puede asimilarse a Dante, ni Clemente Silva a Virgilio. Como su homólogo florentino, Cova es poeta y narrador de su propio viaje al Infierno, dialoga directa o in­directamente con quienes cayeron en ese mismo infierno, y vuelve a confrontarse con uno al menos de sus condiscípu­los. Pero comparte también muchos de los rasgos que Dante atribuye a Lucifer; y estos rasgos lo privan por lo general de la actitud contemplativa y compasiva que tiene el viajero de la Divina Comedia hacia las almas que se presentan en su

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camino. Al atribuir a Cova el orgullo desmedido que lleva el ángel a su caída («Mal te cuadra el penacho de Lucifer», le espeta su «amigo mental»). Rivera modifica sustancialmente la forma del diálogo que en Dante seguía siendo en buena medida extemo -producto del encuentro con Virgilio y orien­tado por los comentarios de éste-, llevándolo hacia dentro del alma de Cova. Este pasa así a simbolizar a aquel indivi­duo errático y maleable, prisionero de sus pasiones, e inca­paz de disciplina intelectual y moral, que yace en el Infierno que recorren juntos Dante y Virgilio. La incapacidad de Cova para trascender su dimensión carnal lo mantiene unido a la materia, al igual que las plantas, los animales o los minera­les. El orgullo desmedidoy el afán de dominio trastocan el equilibrio armónico de su ser, deformándolo y fracturándo­lo, hasta convertirlo en una pluralidad de tendencias contra­dictorias y en constante pugna. Tal es, en términos ontológicos, el fundamento del «desequilibrio», la «impulsividad» y la «teatralidad» de Cova, cuyo descenso a los infiernos selváticos consiste también en la exacerbación y en la exploración de su propio infierno interno: «... co­mencé a sufrir la tortura de que mi propio ser me causara recelo.» (p. 126)

Por lo que concierne a Clemente Silva, comparte con el Virgilio de la Divina Comedia el hecho de ser el «guía» en el conocimiento de los círculos infernales, además de los valores de paz, justicia y misericordia que caracterizan al poeta latino. Sin embargo, no aparece como poeta, ni pro­piamente como guía espiritual de Cova: su quéle personal se mantiene en buena medida paralela a la de Cova, y la identi­ficación solidaria que despierta en éste no es fuente de nin­guna deliberación ética, como la que une a Dante con Virgilio. Constituye más bien una fuente de acceso a otros lenguajes -los de la narración oral-, hasta entonces no incorporados a

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la literatura, y ofrece así la posibilidad de constrastar las múltiples formas del lenguaje «poético» de Cova con el len­guaje de los caucheros (o el de Franco o de Griselda) que se orienta primordialmente hacia la recuperación y la valora­ción de la experiencia práctica. Este contraste constribuye a recalcar el carácter inestable y estilizado, cuando no parodizado, de los vuelos líricos de Cova.

Volvemos así a encontrar una problemática particular a la que ya se había enfrentado Dante Alighieri. Como se re­cordará, éste no escribió la Divina Comedia en latín -la lengua culta de la Italia de entonces-, sino reelaborando ar­tísticamente las formas de la lengua y la poesía vernáculas, que le permitían un mayor contacto con lo que Mijáíl Bajtin llama «el presente de la cultura en devenir»: no hay que ol­vidar que, aun cuando la Divina Comedia lleva una fuerte carga alegórica -teológica y ética-, contiene también un aná­lisis crítico de la sociedad florentina de entonces, unido a una reinterpretación de conjunto de la tradición greco-latina en el marco del cristianismo de su tiempo. Por ello, encon­tramos en el poema de Dante, alternados o conjugados, to­dos los estilos posibles: el lírico, el épico, el dramático, el oratorio o el profetice, y el alegórico y el místico.

Esta misma pluralidad y versatilidad de estilos vuelve sin duda a encontrarse en el discurso narrativo de Arturo Cova, quien ensaya también sucesiva o conjuntamente todos estos registros. Sin embargo, estos mismos registros se hallan ade­más confrontados, mas no mezclados, con los de quienes, desprovistos de cultura «literaria», hablan el lenguaje de la experiencia práctica o acuden, como Heli Meza con el cuen­to de la indiecita Mapiripana, a la tradición del folklore, es decir al imaginario popular. Esta separación y esta confron­tación contribuyen a recalcar el carácter estilizado -unas ve­ces convencional, otras veces paródico- de los diversos len-

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guajes, eminentemente «cultos», a los que recurre Arturo Cova. Pero abre también una interrogación acerca de las for­mas por las que transitaba la literatura colombiana de la épo­ca, y muy en particular acerca de las formas líricas entonces vigentes -las del propio Rivera inclusive-. El mismo despla­zamiento de este último hacia la novela, asumida en forma sumamente novedosa y audaz, parte sin duda de una profun­da reflexión de conjunto acerca de las formas por las que transitaba la literatura colombiana de su tiempo. La profun­da huella de la Divina Comedia -obra de transición ella tam­bién, entre la Edad Media y el Renacimiento- en la novela de José Eustasio Rivera constituye, a no dudarlo, una prue­ba más de la amplitud y los alcances de los planteamientos del narrador y poeta colombiano.

g/ el «canto a la selva» y la «plegaria del cauchero»

En nuestro intento por dar cuenta del movimiento del texto y la forma de configuración del objeto de la representación artística que caracteriza a la poética narrativa de La vorági­ne, hemos omitido hasta ahora él papel que, en ella, desem­peñan el «canto a la selva» que inaugura la segunda parte, y la «plegaria del cauchero» ubicado al inicio de la tercera. Ambos abren las unidades narrativas que encabezan con un registro lírico que no sólo quiebra el ritmo narrativo, sino que recoge, reconfigurándolos en otro plano, contenidos ya enunciados o todavía por venir. Participan así del sistema de transcodifícaciones múltiples que caracteriza la configura­ción del universo novelesco. Sin embargo, y dado que am­bos constituyen reconfíguraciones de enunciados anteriores o posteriores, tienen también un valor propio que debe ser analizado en función de la totalidad del relato.

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A diferencia de la «plegaria del cauchero», cuya atribu­ción a Cova pudiera parecer incierta, el «canto a la selva» pertenece indudablemente a la voz del narrador y principal protagonista de la novela. En muchos aspectos, su papel es de prefiguración del ámbito selvático, aunque -debido al carácter retrospectivo de la narración de Cova- cumple tam­bién con una función de reconfiguración anticipada de lo narrado a continuación. Sin embargo, y en la medida en que retoma muchos de los elementos ya asentados en la primera parte -y en particular aquéllos que expresan el desencuentro de Cova con el mundo-, este «canto a la selva» reúne tam­bién, en un plano propiamente metafórico, los movimien­tos, tiempos y espacios dispares que la forma narrativa no permitía conjuntar. En este sentido, suma a las múltiples orientaciones y tonalidades del discurso de Cova, otra ca­racterística más: la que consiste en su facultad de amalga­mar espacios y temporalidades múltiples. Sin embargo, es notable en este caso la unidad de ritmo y tono, y la ausencia de ironía. Podemos suponer entonces que estamos ante uno de los pocos momentos en que el discurso de Cova se orien­ta primordialmente hacia su objeto propio.

La configuración de este objeto descansa en una reparti­ción tripartita de los elementos que enlazan el estado aními­co y la reflexión de Cova acerca de su propia vida con una visión de la selva que reúne elementos míticos, históricos y cosmológicos. En esta composición tripartita, la visión de la selva ocupa el lugar central, entre la nostalgia de luz y hori­zonte y el sentido de pertenencia contrastados con la sole­dad de la nebulosa cárcel verde, en la primera parte, y el recuento y balance de la propia vida, en la última. Esta posi­ción meridiana, a la que acompaña por otro lado una reelaboración de las imágenes de la primera parte en la ter­cera, permite suponer que esta misma visión constituye el

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núcleo central de este poema en prosa, abocado a desentra­ñar «el misterio de la creación»:

Tus multisonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tu tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas el misterio de la creación. (p.98)

Mucho se ha insistido en el carácter genésico de esta vi­sión, que pudiera parecer la de una naturaleza anterior a toda forma de civilización:

Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses des­conocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmu­llos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, con­temporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundi­miento de los siglos venturosos. Tus vegetales forman so­bre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. (pp.97/98)

Sin embargo, pese a que esta imagen evoca efectivamen­te un tiempo genésico, anterior incluso a la aparición de las «primeras tribus», no cancela otras dimensiones que provie­nen de la descripción anterior y de las asociaciones que sus­cita en el plano metafórico. Términos como «catedral», «dio­ses», «paraíso» pertenecen al lenguaje religioso -cuando no simplemente al de la arquitectura-, y establecen una filia­ción entre «la catedral» y términos como «pabellones», «bó­veda», «dombo», incluidos en la primera parte del canto. Esta asociación de planos (el religioso y arquitectónico, por

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un lado, y el de la descripción de la naturaleza selvática, por el otro) remite sin lugar a dudas a la representación de la creación del mundo por un «Gran Arquitecto», y pasa tam­bién por aquella famosa imagen de Chateaubriand -»la nature est un temple oú de vivants piliers..»-. aunque sea para di­luirla: las sutiles armonías del autor de El Genio del cristia­nismo no son compatibles, ni con la «fuerza cósmica», ni con el infierno de Cova y Rivera, cuyos «árboles» partici­pan más de la concepción dantiana del cosmos (si es que no también, de la de ios indios Maya, en cuya lengua «cahuchu» significa -al decir de Charles Marie de La Condamine-»arbol que llora»).

Esta misma metaforización de la descripción del ámbito natural en el plano de la religión cristiana recae también so­bre toda la primera parte del canto, mediante la construcción de una serie de oposiciones entre la luz, la sensación de es­pacio ilimitado y el horizonte llanero o cordillerano, por un lado, y la «cárcel verde», con la atmósfera nebulosa o cre­puscular de sus «bóvedas» y «dombos», por el otro. Desde luego, estas evocaciones poéticas diversas no carecen de re­miniscencias románticas (además de la de Chateaubriand se puede advertir también la de Alfred de Vigny). Sin embar­go, todos los vocablos provenientes del lenguaje de la arqui­tectura se adscriben a la selva, a la cual se atribuye por otra parte una serie de significados «nutricios», notablemente desvirtuados («esposa del silencio», «madre de la soledad y la neblina», «las hojarascas de tus senos húmedos»).

Asentada en la primera parte del canto, esta extraña para­doja es precisamente la que retoma, amplia y precisa la par­te central, en un plano cósmico y ya no simplemente indivi­dual. «La catedral de la pesadumbre», con que se abre esta parte central, reconfigura las imágenes anteriores y su valor es también similar: desvirtúa la asociación primera entre la

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selva y la catedral -que en Chateaubriand evocaba la armo­nía divina y la correspondencia entre lo natural y lo creado por el hombre-, llevándola a una significación contraria: la «pesadumbre», que sintetiza a su vez los significados antitéticos de las imágenes antes referidas a lo «nutricio». Pero, con ello, subordina también lo «natural» a lo «cultu­ral» -a lo creado por el hombre-, como queda claro en el desarrollo de la oración narrativa. Esta se construye en efec­to con base en la sucesión y superposición de tiempos cultu­rales diversos: primero, el tiempo remoto del «paraíso», evo­cado por los «árboles imponentes» -»ya decanos» antes de la aparición del hombre sobre la tierra- que recuerdan los «murmullos» de aquellos «dioses desconocidos» que pro­metían «longevidad» a los árboles; luego, el tiempo pasado de «la aparición de las primeras tribus», sin especificación alguna, con lo cual se produce la sensación de un largo si­lencio que no ha dado lugar a ninguna forma de vida parti­cular; y, por último, y directamente enlazado con el anterior, el tiempo presente de la «espera impasible» ante el «hundi­miento de los siglos venturosos».

En un primer nivel, esta visión de la selva pareciera refe­rirse a su «virginidad» -desmentida sin embargo líneas arri­ba por el empleo de términos como «esposa» y «madre»-, y a la presencia en ella de tribus indígenas dispersas y aleja­das de la civilización moderna. Sin embargo, no sólo esta última se caracteriza como «hundimiento de los siglos ven­turosos», sino que «las tribus» no llevan la especificación de «indígenas»: en el tiempo milenario evocado aquí, estas «tribus» remiten sin duda a la aparición del hombre sobre la faz de la tierra y a su papel en ella. De modo que la imagen conlleva una asimilación implícita de la especie humana en su conjunto a las «impasibles» tribus selváticas. De modo que quedaría por desentrañar el sentido de este «hundimien-

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to» de «siglos», cuya «ventura» no puede remitir sino a la «longevidad» de que gozaban los árboles antes de la apari­ción del hombre y su «caída», contenida en la alusión al «paraíso».

Este «hundimiento de los siglos venturosos», al que pa­rece asistir, impasible, la humanidad entera enlaza a conti­nuación con una nueva imagen de la selva que resalta la «so­lidaridad» de las especies vegetales:

Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multisonas voces forman un solo eco al llorar por los tron­cos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérme­nes apresuran sus gestaciones. Tu tienes la adustez de la fuerza cósmica y encamas el misterio de la creación, (pp.97/ 98)

Asociada con «la fuerza cósmica» y «el misterio de la creación» que hacen de la muerte el renacimiento de la vida, esta «solidaridad» de las especies contrasta con aquella men­ción inicial de «la soledad» del hombre al que mantiene pri­sionero un «hado maligno», que no es sino su propio espíri­tu, trastornado por el sentimiento de la fínitud de la existen­cia humana:

No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión, (p.98)

Las «enfermizas penumbras», a las que se refiere a conti-

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nuación el sujeto de la enunciación -cuyo valor aquí es ob­viamente genérico-, aparecen entonces como la proyección de la propia morbidez: «¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas!». Sin embargo, estas «enfermizas penumbras» van también acompañadas de una determinación ambigua: «formadas por el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad». Desde lue­go, esta determinación puede interpretarse como parte de la morbidez del ser humano que ha perdido de vista la «majes­tad» de la creación de la cual es parte: de su «fuerza cósmi­ca» y del misterio que la acompaña. Pero la construcción sintáctica permite también interpretar aquel «abandono» como una forma de indiferencia de la creación ante la ago­nía del hombre. Esta ambigüedad -sin duda deliberada- no es, sin embargo, más que aparente. A la luz de la concepción dantiana que subyace en esta visión antropocosmológica, es del «olvido», no de su pertenencia a la creación sino de su necesaria participación activa en ella, de donde provienen la «soledad», el «abandono», y la «agonía» del hombre, cuya existencia se asemeja entonces a la del vegetal, a la de «la orquídea lánguida, efímera y marchitable».

Desvinculadas una de otra, la pertenencia del hombre a la creación y su participación activa en ésta se trastocan: el «misterio» deviene «secreto aterrador», y la acción humana engendra la «esclavitud», la ceguera y la «Venganza» (así, con mayúscula, como la «Violencia» evocada en la primera línea de la novela):

(...) ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vista no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejo de las caní­culas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar

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a la tierra de donde vine, para desandar esa ruta de lágri­mas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza, diosa implacable que sólo sonríe sobre las tumbas! (p. 98)

En este retomar la evocación de «la tierra de donde vine» -que en la primera parte del canto era «el lado de mi país»-se pueden advertir modificaciones importantes. La primera atañe a la calidad de la luz añorada. Mientras en la primera parte se hacía referencia primordial a las horas crepuscula­res (la estrella de la tarde, «los celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes», «el astro que empurpura las lejanías», «la luna de plata», con claras refe­rencias al romanticismo crepuscular), en esta última parte, las horas son en cambio las del mediodía («el calor de los arenales, el espejeo de las canículas, la vibración de las pam­pas abiertas»). En segundo lugar, el horizonte limitado por «cumbres de corona blanca» y «cordilleras», ha sido reem­plazado por «las regiones (...) donde la vista no tiene obstá­culos y el espíritu se encumbra en la luz libre». Este «en­cumbramiento del espíritu en la luz libre» reelabora a su vez la imagen anterior de las «cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las cordilleras». De modo que estas transformaciones conllevan una suerte de trayec­toria espiritual del poeta, en donde el descenso a los infier­nos selváticos y el encuentro con el propio inconsciente -la morbidez y el funesto deseo de venganza- propició la trans­formación de las aspiraciones iniciales al encumbramiento personal asociadas con la sensibilidad crepuscular, en un anhelo de luz infinita y de libertad espiritual. Esta transfor­mación redefíne a su vez los términos de la relación de per­tenencia: lo que era mirada altiva «hacia el lado de mi país».

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contigua con la imagen del propio encumbramiento, se ha convertido ahora en anhelo de «tornar a la tierra de donde vine». La luz infinita y la libertad espiritual se vinculan así con el arraigo en la tierra y con la imagen del árbol, antes desechada por la de «la orquídea lánguida y efímera». Este mismo anhelo de arraigo en «la tierra de donde vine» susti­tuye también la noción más abstracta de «mi país» -concebi­da además como escenario del propio encumbramiento-, y sugiere una modificación sustancial de la sensibilidad del poeta y de la actitud ética implicada en la impasibilidad ante el «hundimiento de los siglos venturosos».

En la doble imagen de la luz infinita y la libertad espiri­tual asociadas con el arraigo en la tierra -en todo opuesta a la sensibilidad crepuscular y el individualismo protagónico propios del romanticismo- vuelve nuevamente a encontrar­se la huella del humanismo cristiano de Dante Alighieri, quien no figuraba de otro modo al «Paraíso terrestre» que se abre para quienes logran despojarse de las oscuras pasiones de su carne y su espíritu, sin renegar por ello de su condi­ción terrenal. Sin embargo, la aspiración de Cova que aquí se trasluce, en un momento en que su espíritu parece haber recobrado algo de sosiego, sigue siendo momentánea y en­deble. Como otras muchas aspiraciones suyas, ésta tampoco propicia resolución alguna, capaz de disciplinar su voluntad y encauzar sus acciones. Más aún, en el plano narrativo, en­laza directamente con una nueva paráfrasis de la «vorági­ne», en la cual despunta el tema de la rebelión:

Olvidada sea la época miserable en que vagábamos por el desierto en cuadrilla prófuga, como salteadores. Sindi­cados de un crimen ajeno, desafiamos a la injusticia y er­guimos la enseñanza de la rebelión. ¿Quién osó desafiar el rencorbárbaro de mi pecho? ¿Quién habría podido

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amansarnos? Las sendas múltiples de la pampa quedaron chafadas en aquellos días al galope de nuestros potros, y no hubo noche que no prendiéramos en distinto paraje la fugitiva llamarada del vivac, (p.98)

El tema de la rebelión, individual y colectiva, es a su vez y precisamente el que retoma, en paralelo con este «canto» a la selva, la «plegaria del cauchero» que encabeza la tercera parte de la novela. Respecto al problema de saber a quien ha de atribuirse esta «plegaria» o este «himno» -si a Clemente Silva o a Arturo Cova-, nosotros pensamos que la disyunti­va no es tal. Por una parte, el relato de Clemente Silva con­cluye de hecho con aquellas palabras, tan famosas como las que rematan la primera y la última partes: «¡Vida mía! ¡Lo mató un árbol!» (p.173) -grito apagado por el ruido de algún motor-, que hace eco con el «¡En medio de las llamas empe­cé a reír como Satanás!», de la primera parte (p.96) y el «Los devoró la selva», del epílogo (p.261). El que, después del «himno» -y de un blanco tipográfico (equivalente a un si­lencio y una interrupción del tiempo narrativo)-, el relato se reinicie con la interpelación de Cova a don Clemente no conlleva necesariamente que la voz anterior sea la del viejo Silva: el blanco tipográfico indica inequivocadamente un silencio y un tiempo muerto de la narración.

El «himno», sin embargo, empieza con una evocación que corresponde mucho más a la situación real (en términos de la ficción se entiende) de Clemente Silva que a la de Cova:

¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! Viví entre fan­gosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cua­drilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses, (p.175)

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Ahora bien, mientras la voz del viejo rumbero se caracte­rizaba por el recuento pormenorizado de los datos de su ex­periencia, la de Cova tiende constantemente, como hemos visto, a dejarse llevar por la imaginación a partir de una iden­tificación irreflexiva y mimética -psicotrópica- con las cir­cunstancias: en este caso, con el dolor del viejo Silva y el relato pormenorizado de las atrocidades imperantes en las Gaucherías, a las que se encarga de trasponer a un plano «li­terario». De acuerdo con su condición de poeta -y de poeta «romántico»-, esta trasposición literaria consiste en la reinterpretación de los relatos «orales» precedentes -los de Clemente Silva, Balbino Jácome, Juanchito Vega, etc.- en función de un «yo» que busca ahora asumir un carácter co­lectivo. Construye entonces una imagen genérica del cauchero, proyectando sobre ella su propio desequilibrio ontológico, aunque sin dejar por ello de asociar a éste con las condiciones sociales que lo propician:

¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incolmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío? ¡Nuestra madrastra fue la pobreza, nuestro tirano, la aspi­ración! Por mirar la altura tropezábamos en la tierra; por atender al vientre misérrimo fracasamos en el espíritu. La medianía nos brindó su angustia. ¡Sólo fuimos los héroes de lo mediocre!

¡ El que logró entrever la vida feliz no ha tenido con qué comprarla; el que buscó la novia, halló el desdén; el que soñó en la esposa, encontró la querida; el que intentó ele­varse, cayó vencido, ante los magnates indiferentes, tan impasibles como estos árboles que nos miran languidecer de fiebres y de hambre entre sanguijuelas y hormigas!

¡Quise hacerle descuentos a la ilusión, pero incógnita fuerza disparóme más allá de la realidad! ¡Pasé por encima de la ventura, como flecha que marra su blanco, sin poder

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corregir el fatal impulso y sin otro deslino que caer! ¡Y a esto lo llamaban mi 'porvenir"!

¡Sueños irrealizados, triunfos perdidos! ¿Por qué sois fantasmas de la memoria, cual si me quisierais avergon­zar?

¡Ved en lo que ha parado este soñador: en herir al árbol inerme para enriquecer a los que no sueñan; en soportar desprecios y vejaciones en cambio de un mendrugo al ama­necer! (pp. 173/174)

No es difícil oír en estas imprecaciones, el tono y los acen­tos de Cova, ni reconocer incluso a más de una alusión a reflexiones anteriores o posteriores, suyas o de su «amigo mental». Sin embargo, es preciso comparar la cita anterior con la imagen primera del cauchero. Esta se construye con base en recuerdos del hogar, de los lazos familiares y solida­rios, de la pobreza, de la falta del «oro restaurador» y el trabajo estéril. En los párrafos que acabamos de citar, en cambio, el acento se desplaza de la pobreza hacia la «tira­nía» de las aspiraciones sociales y los sueños de triunfo, ca­lificados de «fantasmas de la memoria». Esta memoria fan­tasmal -distinta de los tristes recuerdos hogareños y del la­mento por la esterilidad de la «mano desventurada» que «no produce»- se vincula sin duda con la «vergüenza» que ella misma suscita y que, por contigüidad con los «desprecios y vejaciones», evoca la sangrante imagen de una humillación social. Pero ha de asociarse también con «la fuerza incógni­ta» que «disparó» al ser «más allá de la realidad», con el «desequilibrio entre la realidad y el alma incolmable», y con las «alas en el vacío».

Ahora bien, en este punto, otras asociaciones llaman tam­bién la atención. En primer lugar, la aparición de formas

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verbales «arcaicas» («sois», «quisierais», «ved»), en desuso en la lengua americana, para dirigirse a aquellos «fantasmas de la memoria»; y luego, el enlace de la propia imagen con la evocación de otros «esclavos» y otros «presos», que no han llegado a conocer «la tortura de vagar sueltos en una cárcel como la selva, cuyas bóvedas verdes tienen por fosos ríos inmensos». Es precisamente al dirigirse a estos «pre­sos» y «esclavos» de otros tiempos -«fantasmales»- cuando la voz enunciativa recurre a las formas arcaicas que acaba­mos de mencionar. Pero, curiosamente, éstas aparecen en el lenguaje de Cova cada vez que asume el papel de «Adelan­tado» o la postura del Conquistador (cf. p. 185, entre otras). No hay que descartar entonces la posibilidad de que «los fantasmas de la memoria» remitan también al «inconscien­te» de la Conquista, que perdura en la sociedad señorial y cobra nueva fuerza por la remoción de los cimientos de di­cha sociedad por la acción -similar- de las transnacionales del caucho. Esta apenas velada alusión a un referente histó­rico y cultural concreto no impide obviamente que aquellos «presos» y «esclavos» hagan también alusión al infierno de Dante («¡No sabéis del suplicio de las penumbras, viendo al sol que ilumina la playa opuesta, a donde nunca lograremos ir!» p.176). Este, por lo demás, ya se hallaba implícito en la pregunta «¿Quién estableció el desequilibrio entre la reali­dad y el alma incolmable?» que introduce la unidad narrati­va encargada de la supuesta fusión entre el alma de Cova y la de los caucheros.

Los tres párrafos siguientes («Tengo trecientos troncos en mis entradas»...) vuelven sobre los tres iniciales, y cons­tituyen una paráfrasis y una transformación del último de ellos:

¡A menudo, al clavar la hachuela en el tronco vivo sentí deseos de descargarla contra mi propia mano, que tocó las

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monedas sin atraparlas; mano desventurada que no produce, que no roba, que no redime, y ha vacilado en libertarme de la vida! ¡Y sin pensar que tantas gentes en esta selva están soportando igual dolor! (p.175)

La paráfrasis consiste en la ampliación de la descrip­ción de la actividad de aquella mano «desventurada que no produce», a la que prolonga ahora un hacha que duda de su función y de su blanco. La transformación a su vez se opera sobre los términos «no produce, no roba, no redime», involucrando la soledad del cauchero, la tentación del suici­dio (Lucianito), y el vislumbre de una fraternidad o una so­lidaridad no concretadas (y sin embargo buscadas, como se sabe por otra parte por los relatos de don Clemente, Balbino Jácome o Juanchito Vega). En esta redescripción y reconfíguración de la imagen inicial del cauchero, todo apa­rece trastocado con la aparición del «verdugo» y la «usura»: la «producción» convierte al hombre en vegetal, el hacha con que ése «derriba a los que no lloran» y sangra a los que vierten en la tazuela «su llanto trágico» se vuelve contra el semejante, para herirlo también y robarlo, vivo o muerto. Y, ello, ni siquiera para socorrer a «padres menesterosos», sino para beneficio de verdugos y usureros. Más aún, la figura­ción horripilante de este trastocamiento de funciones y va­lores desemboca en la imagen de un «tormento» en el cual hombre y árbol quedan trenzados y confundidos en una lu­cha en la que han de sangrarse el uno al otro hasta la muerte.

Ahora bien, la imagen de este suplicio infernal, previa­mente asociada con una alusión al nublamiento de los senti­dos -»Ia nube de mosquitos que lo defiende chupa mi sangre y el vaho de los bosques me nubla los ojos» (p. 177)-, sirve de punto de partida para la evocación de un especie de so­bresalto y un revirar de la tensión emocional suscitada. De golpe, ésta se reorienta ahora hacia un anhelo de rebelión

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«cósmica», encabezada por Satanás:

Mas yo no compadezco al que no protesta. Un temblor de ramas no es una rebeldía que me inspire afecto. ¿Por qué no ruge toda la selva y nos aplasta como a reptiles para castigar la explotación vil? ¡Aquí no siento tristeza sino desesperación! ¡Quisiera tener con quien conspirar!

¡Quisiera librar la batalla de las especies, morir en los cataclismos, ver invertidas las fuerzas cósmicas! ¡Si Satán dirigiera esta rebelión!...

- ¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! ¡Y lo que hizo mi mano contra los árboles puede hacerlo contra los hom­bres! (p.177)

Producto de la imaginación y el trastorno de los sentidos, este anhelo de rebelión «cósmica» encabezada por Satanás -y basada en el menosprecio de aquel «temblor de ramas» que parece aludir al relato de don Clemente y a los esfuerzos de los caucheros por hallar una salida solidaria a su esclavi­tud-, no puede dejar de recordar la imagen del incendio de Hato Grande y la exclamación con que se cierra la primera parte de la novela: «¡En medio de las llamas enpecé a reír como Satanás!» (p.96) Aquí, como en el episodio que des­encadena el descenso de la partida de hombres que enca­beza Cova a los infiernos selváticos, el ansia de rebelión «cósmica» se asocia con un afán inmolador y suicida, su­brayado, líneas más adelante, por el parlamento de Cova. Aunque formalmente dirigido a Clemente Silva, dicho par­lamento responde de hecho a la nueva imagen que Cova acaba de forjarse de sí mismo:

-Sepa usted, don Clemente Silva, le dije al tomar la tro­cha del Guaracú, que sus tribulaciones nos han ganado para su causa. Su redención encabeza el programa de nuestra

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vida. Siento que en mí se enciende un anhelo de inmola­ción; mas no me aupa la piedad del mártir, sino el an­sia de contender con esta fauna de hombres de presa, a quienes venceré con armas iguales, aniquilando el mal con el mal, ya que la voz de paz y justicia sólo se pro­nuncia entre los rendidos, (p.177: el resaltado es nuestro)

Esta paráfrasis de la imagen con que terminaba el «him­no» al cauchero cumple con la evidente función de precisar el sentido de aquella imagen y de subrayar el carácter «satá­nico» de quien pretende «aniquilar el mal con el mal», dejar de sentirse un «reptil» e igualar la «fauna de hombres de presa», con tal de que se oiga «la voz de paz y justicia» entre los «rendidos». En clara alusión a Dante -para quien el Mal no es sino la ausencia del Bien- este trastocamiento del sen­tido ético de la acción humana queda subrayada líneas más adelante por la respuesta figurada de Clemente Silva a las ofertas de emancipación de Cova («Los huesos de mi hijo son mi cadena. Vivo forzado a portarme bien para que me permitan asolearlos», p.178). Esta respuesta vuelve obvia­mente a sintetizar el sentido de la quéte del viejo rumbero, empecinado en lograr clemencia para el cuerpo descarnado y el alma inocente de su hijo Lucianito.

Luego de esta confrontación implícita entre dos concep­ciones antagónicas acerca de las relaciones entre el Bien y el Mal y el sentido de la violencia, no es de extrañar que el relato se reinicie con base en tres elementos narrativos parti­cularmente significativos: en las cavilaciones de Cova acer­ca de la posible ruptura de su equilibrio mental («El concep­to de Franco empezó a angustiarme: Era yo un desequilibra­do impulsivo y teatral», p.179); en la pérdida momentánea de todo rumbo, la cual lleva a los fugitivos a dar vueltas en medio de la selva girando sobre sus propios pasos, y a un

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Cova extenuado y delirante a querer matar al viejo rumbero; y en la primera mención de la palabra «vorágine» en boca del narrador:

-Óigame, viejo Silva, grité deteniéndolo. ¡Si no me lle­va al Isana, le pego un tiro!

El anciano sabía que no lo amenazaba por broma. Ni sintió sorpresa ante mi amenaza. Comprendió que el de­sierto me poseía. ¡Matar a un hombre! ¿Y qué? ¿Por qué no? Era un fenómeno natural. ¿Y la costumbre de defen­derme? ¿Y la manera de emanciparme? ¡Qué otro modo más rápido de solucionar los diarios conflictos?

Y por este proceso -¡oh selva!- hemos pasado todos los que caemos en tu vorágine, (p.185)

VI. CONCLUSIONES

Los análisis detenidos que acabamos de llevar a cabo del «canto a la selva» y del «himno al cauchero» permiten pre­cisar su función en la organización del relato de Cova y en la poética narrativa de La vorágine. Estos dos «textos» no son, desde luego, los únicos de este género: la narración de Cova se interrumpe a menudo con reflexiones y «vuelos líricos» similares, que dan lugar a paráfrasis y reconfíguraciones parciales de ejes temáticos semejantes. Sin embargo, más que a una evolución de la psicología del protagonista -en el sentido del afianzamiento del equilibrio de la propia perso­nalidad, a la manera de la novela de aprendizaje-, estas con­sideraciones y estos «vuelos líricos» de Cova obedecen a la exacerbación y el trastocamiento de su percepción sensible. El movimiento que describen adquiere por ello la forma de oscilaciones más o menos amplias, combinadas con giros

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repentinos, elipsis diversas y círculos concéntricos, que re­producen el movimiento de la vorágine en la cual el prota­gonista y el narrador se hallan envueltos. En este plano, la significación se produce entonces por acumulación y reite­ración, con la particularidad adicional -y particularmente relevante- de que los diferentes lenguajes y estilos estilizados por Cova convierten de hecho a la reiteración y la acumula­ción en fuente de transcodifícaciones múltiples. La dificul­tad mayor, para el lector, radica entonces en la justa aprecia­ción de los diversos grados y modalidades del distanciamien-to que el narrador establece respecto de sus lenguajes y sus enunciados, y en la ubicación y precisión del núcleo proble­mático en torno al cual se organiza la novela.

Para evaluar juntas la desubicación de los vuelos líricos de Cova y la ironía, el sarcasmo, o el autoescarnio que recaen retrospectivamente sobre el personaje y sus fantasías, es pre­ciso reparar en dos modalidades de contraposición. La pri­mera opone el nivel del discurso de Cova (trátese del perso­naje o del narrador) al de las situaciones y acciones narra­das. La segunda consiste en la diferenciación de la voz de Cova respecto de las que él mismo transcribe dentro de su propio relato. Ahora bien, la violencia de las situaciones y las acciones narradas, la versatilidad de la voz narrativa, con sus repentinos cambios de tono, las constantes modificacio­nes de orientación y de ritmo -trátese de los sucesos que se narran o de los estados de ánimo del narrador o el protago­nista- desorientan el lector a cada paso y vuelven particular­mente difícil la ubicación de los núcleos en tomo a los cua­les se organiza el conjunto de transcodificaciones del que venimos hablando. De hecho, las interpretaciones de La vo­rágine son tan diversas y versátiles como los mundos y los registros de voz que se apoderan de Cova. Sólo que, en esta diversidad de interpretaciones, la unidad de propósitos

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artísticos que rige la composición de la obra ha quedado en buena medida olvidada.

Colocados al principio del segundo y el tercer capítulo respectivamente, el «canto a la selva» y el «himno al cauchero» rompen deliberadamente con el ritmo narrativo, y constituyen unidades textuales prácticamente autónomas que concentran la significación de las unidades narrativas correspondientes y proporcionan las principales claves de la poética de la obra. Su ubicación, su composición, y su estilo particular llaman al lector a detenerse, a recapacitar acerca de lo ya leído, y a ubicarse respecto de los trayectos de sen­tido que anticipan. Su evidente función de arco tendido por encima de la «vorágine» narrativa en la que también se en­cuentra envuelto el lector vincula a estos dos «textos» con el inicio de la novela: con el «fragmento» de carta que le sirve de incipit, y con la primera página del relato que define la problemática en torno al hastío del protagonista, al resquebrajamiento de las normas sociales y los valores éti­cos, y a aquella «Violencia» ubicua que habrá de convertir al «destino» paradigmático de Arturo Cova en aquella «fle­cha que marra su blanco», que no puede «corregir el impul­so fatal», y que no tiene «otro destino que caer»:

¡Quise hacerle descuentos a la ilusión, pero incógnita fuerza disparóme más allá de la realidad! ¡ Pasé por encima de la ventura, como flecha que marra su blanco, sin poder corregir el fatal impulso y sin otro destino que caer! ¡Y a esto lo llamaban mi 'porvenir'! (p.176)

En esta tensión recíproca del arco y la flecha, el «canto a la selva» y el «himno al cauchero» constituyen sucesivas reconfíguraciones de la problemática primera, y cumplen al mismo tiempo con el propósito de apuntalar una significa-

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ción que la forma de la narración tiende a volver escurridiza y difusa. Tanto más cuanto que lo que se nos propone con­siste en la exploración de una suerte de inconsciente colecti­vo en donde concurren juntos la historia y el mito. Las reconfíguraciones sucesivas, y las transformaciones que pro­pician, ponen de manifiesto tensiones particulares y despla­zamientos que involucran varios planos. En primer lugar, el plano informativo y descriptivo de la naturaleza, las accio­nes o los estados de ánimo. Luego, un plano metafórico que, al convertir la información en signos, reconfigura las des­cripciones primeras en función de ámbitos de significación diversos, apelando a lenguajes y formas que provienen de tradiciones culturales y literarias diversas. Al movilizar len­guajes y formas ya cargados de sentido, este segundo plano propicia las múltiples aperturas del texto hacia lo que le es «exterior», sin que estos lenguajes y estas formas dejen por ello de formar parte del objeto de la representación artística.

Esta, sin embargo, no se desprende del contenido de los signos así conformados, sino que surge de la organización específica de los signos en el interior del texto; vale decir, de las múltiples transcodifícaciones y transformaciones que va propiciando la narración. En otras palabras, la configura­ción y la organización de los signos cobran en la obra una forma propia, que es la que regula sus aperturas hacia lo que le es «exterior»: en este caso, hacia las diversas tradi­ciones culturales y literarias involucradas, y hacia los len­guajes «vivos» y no «literarios» con los cuales estas tradi­ciones se hallan confrontadas. Esta forma propia de regula­ción de las aperturas del texto conlleva a su vez la jerarquización de formas y lenguajes, e impide su nivela­ción en aras de una hipotética significación acabada, queri­da o no por el autor. Tal significación no existe, o mejor dicho no pasa de ser una proyección de las (pre)concepciones

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de un lector deseoso de, o habituado a, inmovilizar y mantener a distancia lo que la obra removió y puso en movimiento.

Con todo, la jerarquización de lenguajes y formas, las transcodifícaciones que propician y las transformaciones que operan, sientan la existencia de «lugares» conflictivos más o menos constantes. Así, la «Violencia» (con la mayúscula de su grafía), y la «Venganza» (también con mayúscula) que aquella arrastra consigo, constan indudablemente entre los «lugares» del imaginario colectivo que la novela de Rivera se propone remover y cuestionar. Por presencia o ausencia, ambos concurren en la configuración de los principales sig­nos/personajes de la novela, en el sistema de oposiciones y complementaridades que se establece entre ellos, y en la mayoría de las situaciones y acciones evocadas o relatadas. Más aún, «Violencia» y «Venganza» constituyen el núcleo en torno al cual se configura el gran símbolo de una materia a la par no humanizada aún y ya deshumanizada en el cual termina por convertirse la selva.

En este plano, el mito dantiano del descenso a los infier­nos cumple con la función de resignifícar la historia -la pa­sada de la Conquista y la inmediata de la penetración de las transnacionales del caucho- como una historia propiamente inhumana. Una historia que convierte al hombre en «pala­dín de la destrucción» y a la civilización en barbarie, funda­da en la ruptura del equilibrio entre lo creado y las faculta­des creadoras del ser humano. Roto este equilibrio, y trastocadas las facultades perceptivas y creadoras del hom­bre -la capacidad para discernir y comprometer su voluntad y sus acciones con la recreación de la vida y el afianzamien­to del Bien -, éste queda como hoja al viento (como vegetal desarraigado) o preso (como la orquídea) de la languidez de quien tiene la sensación de que le dieron «alas en el vacío». Y termina sucumbiendo a la borrasca que lo arrastra -o a la

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vorágine que lo envuelve-, sin dejar tras de sí «más que rui­do y desolación».

Así, y mientras el mito sirve para revelar el inconsciente de la historia y la cultura americanas -¿o modernas?-, la for­ma conjunta de la trayectoria y el reíalo de Arturo Cova adquiere la dimensión de una gran alegoría de las concep­ciones antropológicas, cosmológicas y éticas de José Eustasio Rivera.

Ahora bien. La vorágine no es un poema alegórico -como lo era sin duda, al menos en buena parte, La divina comedia-, sino una novela. Por lo tanto, no descansa tanto en la ejemplifícación de un conjunto de concepciones abstractas, cuanto en la exploración, recreación y configuración artísti­cas de la experiencia -directa o indirecta- que tenía el autor de unos mundos concretos, unidas al punto de vista particu­lar con que contemplaba a una y otros. La unidad artística de estos mundos -a la vez culturalmente preconfigurados y tan­to más heterogéneos entre sí cuanto que la sociedad a la cual pertenecían aparecía como disgregada, sumamente inesta­ble y en plena transformación- había de resolverse mediante la invención de una trama que permitiera explorar su apa­rente diversidad, desentrañar su unidad profunda, y tomar distancia respecto de ésta.

La organización de esta trama en torno a una figura como la de Arturo Cova ofrecía sin duda la posibilidad de explorar un espectro social y cultural sumamente amplio, por el «éxo­do» al que su particular inestabilidad social y emocional lo destinaba. Permitía también reconstituir la problemática de la Violencia desde dentro de la subjetividad del narrador y protagonista, configurando alrededor suyo situaciones y per­sonajes cuya representatividad social se vinculara al mismo tiempo con el papel que cumplieran en la exacerbación de sus fantasías, en su desarraigo, y en su arrastre por la «vorá-

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gine» en la que él mismo se fuera convirtiendo. La doble dimensión de situaciones y personajes -la que

hace de ellos una proyección de la imaginación fantasiosa del protagonista, y la que los muestra a la par como distintos de la percepción trastocada de Cova- abría también resqui­cios para un movimiento de retorno del narrador sobre el protagonista que fue de los sucesos narrados y las fantasías que lo embargaron y arrastraron. Inherente a la forma autobiográfica de la narración, este movimiento de retorno podía dar lugar entonces a la introducción de una perspecti­va irónica y sarcástica que reforzara, dentro de sus propios límites, el distanciamiento sentado de entrada con la distin­ción entre el autor, el autor ficticio y el narrador.

Por lo demás, los múltiples desajustes entre la imagina­ción desasida del protagonista, su concepción de la realidad. y la impulsividad de su conducta, y entre éstas y las situa­ciones en las que se ve envuelto junto con quienes llega momentáneamente a confrontarse, identificarse o asociarse, proporcionaban las bases para una configuración de la re­presentación artística sumamente rica y compleja. Al no cen­trarse ésta en una evolución del protagonista que hubiera conducido al establecimiento de un punto de vista retros­pectivo estable y coherente (como en la novela de aprendi­zaje), la ironía y el sarcasmo del narrador que recaen sobre la conducta y las fantasías del protagonista podían adoptar la misma versatilidad y el mismo movimiento errático que caracterizaban a aquéllas. De ahí las orientaciones múltiples y cambiantes de la voz del narrador (hacia el objeto de la representación, hacia la «voz ajena» o hacia la «voz pro­pia»), y la marcada estilización de los sucesivos registros que adopta la voz narrativa. Y de ahí también la forma de la narración, que termina adoptando la misma forma elíptica

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de la trayectoria azarosa del personaje y de la vorágine en la que narrador y protagonista se hallan envueltos.

Con todo, esta «vorágine interior» -que convierte a la misma voz de Cova en «un solo eco de multisonas voces»-, tiene su contraparte en las demás voces intercaladas, orien­tadas hacia la recuperación de la experiencia individual y colectiva y desprovistas de la inestabilidad y la versatilidad de tonos y acentos que caracterizan a la de Cova. La voz de Clemente Silva, y las que confluyen en la suya propia, cum­plen sin duda con el propósito de documentar la esclavitud en las caucherías, de explorar sus mecanismos (y reformular de paso la visión positiva del «naturalista» francés). Desde distintos ángulos y perspectivas contribuyen a la dilucida­ción de los fundamentos de la Violencia.

Sin embargo, de entre estas voces, sólo la de Clemente Silva entra propiamente en contacto con la de Arturo Cova. y no tanto para dialogar y confrontarse con ella, cuanto para introducir y guiar a éste en un mundo sin duda desconocido para él, aunque no por ello del todo ajeno. La violencia que concentra y simboliza la selva -con sus realidades y sus es­pejismos-, y la vorágine en la cual aquélla termina envol­viendo a todos y cada uno, no son en fin de cuentas sino la otra cara -desconocida, olvidada u oculta-, de la «Violen­cia» omnímoda que embarga a Cova desde el inicio de sus aventuras y de su propia vorágine interior. Ciertamente, los relatos del viejo Silva acerca de las atrocidades que padecen los caucheros y la propia quéte del viejo rumbero llegan a producir en Cova otra nueva forma de identificación emo­cional que, por un momento, vuelve a catalizar su lado «lu-ciferino». Estos relatos y esta quéte tienen asimismo reso­nancias varias en la voz del narrador. Sin embargo, en nin­gún momento el relato de Clemente Silva conduce a la con­frontación de los puntos de vista de ambos interlocutores en

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torno al tema fundamental de la Violencia. La clemencia que procura el viejo Silva para el hijo extraviado no modifi­ca sustancialmente el comportamiento del protagonista y, sobre todo, permanece como una luz sumamente débil en la conciencia del narrador. ¿A menos que la tentativa final por salvar al propio hijo del contagio de los leprosos constituya un principio de respuesta a lo planteado por la quéte del vie­jo rumbero? De cualquier fomia, la transformación y la even­tual redención de Cova no parecen haber formado parte de los propósitos artísticos de Rivera. A juzgar por la composi­ción de la obra, éste parece haber estado mucho más intere­sado en la exploración y la configuración artísticas de los fundamentos, el inconsciente y los efectos perversos de la Violencia colombiana, y en devolverle al lector la responsa­bilidad de la reconfíguración y la proyección ética y prácti­ca del mundo configurado.

La ubicación de la problemática central de La vorágine en torno al inconsciente de la Violencia -a sus diversas mo­dalidades, sus fundamentos últimos y sus efectos perversos-guarda correspondencia con las formas particulares del dialogismo entre los diferentes lenguajes reunidos y con­frontados en la novela. Gran parte de este «dialogismo» se produce dentro de la conciencia de Cova, entre el narrador y el protagonista, y se presenta como producto de su inestabi­lidad emocional, de su desasimiento social y personal, y de su empeño por concitar contenidos imposibles mediante la teatralización de las formas. Antes que una confrontación de «ideas», -semejante a la de las «conciencias» y los «ideólogos» que, según Bajtin, Dostoievski pone a dialogar entre sí y con el narrador para una configuración «polifónica» del objeto de la representación artística34-, el dialogismo

1 Problemas de la poética de Dostoievski. op. cit

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riveriano asume la forma primera de una estilización, más o menos paródica, de lenguajes poéticos sucesivos y diversos (desde el romanticismo hasta la vanguardia, pasando por el modernismo). Estos lenguajes poéticos aparecen a la vez «estilizados» y «teatralizados»: a la difracción que produce la estilización mediante la introducción de una entonación distinta, la teatralización suma cierto divorcio entre el obje­to de la representación y el lenguaje que lo aprehende y for­maliza. De tal suerte que la carencia de asidero que caracte­riza a Cova se convierte en una interrogación acerca del sus­tento social y cultural de dichos lenguajes. Con todo, las transcodifícaciones múltiples que entre éstos opera el desasido y atribulado Cova señalan algunas de las vías por las cuales dichos lenguajes pudieran transformarse y volver a encontrar una base de sustento. Los lenguajes poéticos no son sin embargo los únicos estilizados y puestos a dialogar. Estos lenguajes entran también en contacto con la memoria histórica y cultural de la Conquista y con las crónicas varias que la narraban a su modo. Esta memoria, patente en aspec­tos generales de la narración y subrayada por algunos rasgos de estilo, también se halla teatralizada por el tropismo sicológico y los comportamientos miméticos que caracteri­zan a Cova. Fuente de no pocos mitos y de no pocas conduc­tas estrafalarias, aventureras o desequilibradas, esta memo­ria latente aparece como trasfondo de un imaginario colecti­vo, al que la penetración del capital transnacional y el resquebrajamiento de la sociedad señorial contribuyen a reactualizar y exacerbar. Memoria latente o inconsciente colectivo, este imaginario nutre el fantasioso afán de domi­nio de Cova, contribuye al desequilibrio consustancial que afecta a todas sus relaciones con el mundo, y toma parte activa en la transformación de la Violencia que le subyace, y a la que alimenta, en infierno y vorágine colectivos.

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Además de contribuir al desentrañamiento de las di­mensiones ocultas de la realidad presente, el mito infernal -reelaborado por Dante bajo los auspicios de Virgilio, el poe­ta de la justicia y la paz, y traspuesto por Rivera a las cir­cunstancias de la Colombia de su tiempo- permite vincular a este tiempo presente con algunos de sus «olvidos» históri­cos, engarzar a uno y otros en la mente atribulada de Cova, y dar fundamentos a los «desequilibrios» que lo atormentan. De esta forma, el mito dantesco y la historia americana con­curren juntos en la figuración del ojo ciego de ¡a vorágine.

Ahora bien, en el plano estricto de la trama, este ojo ciego tiene también otras dos figuraciones concretas, que empalman a su vez con el cuento de la indiecita Mapiripana. Estas dos figuraciones, a la vez opuestas y complementa­rias, conciernen a los «dobles» de Cova: a Narciso Barrera por un lado, y a Ramiro Estébanez (o Esteban Ramírez) por el otro, quienes recuerdan a los mellizos prohijados por el desventurado y lujurioso «misionero» del cuento: el vampi­ro y la lechuza respectivamente. Estas imágenes de la codi­cia desenfrenada y la lucidez infernal, engendrados por aquel enviado de la civilización en una indiecita que tiene la parti­cularidad de caminar hacia atrás, constituyen a no dudarlo otra interpretación mitológica y alegórica de la historia ame­ricana. Al introducir una perspectiva vernácula (más que propiamente indígena) y no «letrada» sobre la Conquista y la colonización, la simbología propia de este cuento no cum­ple con el solo objetivo de anticipar, y reconfígurar en otro plano, la asociación entre la historia americana y el mito infernal. Amplia y redefine la esfera cultural en cuyo inte­rior se asienta el dialogismo de la novela, expresamente for­mulado con aquel «solo eco de multisonas voces».

Esta ampliación y redefínición de la esfera dialógica trae consigo una nueva asociación entre la historia america-

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na, el mito infernal y la trama novelesca, mediante el énfasis puesto en el valor paradigmático que se ha de atribuir a per­sonajes tan aparentemente episódicos y secundarios como Barrera y Estébanez. Como se recordará, el primero repre­senta prácticas depredadoras huérfanas de fundamento ideo­lógico y cultural, en tanto que el segundo se caracteriza por lo «ilusorio» de sus «ideales» y por una lucidez contemplativa y «sardónica» sin efecto en las prácticas sociales imperantes. Lo planteado con ello nos devuelve una vez más, y desde otra perspectiva, a la pregunta ontológica y a la imposibili­dad en que se halla Cova de conciliar las formas desasidas de su cultura con el mundo en el cual se halla inserto: «¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incolmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío?» Sin embargo, el cuento termina con el intento del misionero de asir su propia alma que, al desprenderse de su cuerpo, queda revoloteando como mariposa. Con esta imagen final, el cuen­to vernáculo vuelve a encontrarse con el mito dantesco y con la imagen de quienes, como Cova, extraviaron el senti­do de la creación, de su pertenencia a ella, y de su deber para con ella.

Así, y desde ambos márgenes -el humanismo cristia­no del siglo XIII, y el cuento vernáculo de la indiecita Mapiripana- La vorágine coloca a sus lectores ante la gran interrogación acerca del valor civilizatorio de una era mo­derna que se inició precisamente con la Conquista de América.