de opera y cine; y de verdader s falsedades · 2019-06-17 · del rigoletto, como anunciando su...

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Los Cuadernos de Cine DE OPERA Y CINE; Y DE VERDADER��S FALSEDADES Vidal Peña L a burguesía parmesana decora, en la pe- numbra, palcos y plateas; el joven bur- gués con veleidades revolucionarias contempla privilegiadamente -la cámara es su ojo selectiv un divino perfil: esa concre- ción espaciotemporal del eterno femenino, bajo la forma de dulce, elegante, semiausente modelo botticelliano (esfinge, quizá, sin secreto) le está reservada por la sociedad miliar que los destina a ambos a un lugar en la Parma feliz y un abono en el Regio. Tanto gentile e tanto onesta pare, sugiere insidiosa la cámara, repite el ojo del per- plejo desertor potencial de la progresía; sobre la escena, entre tanto, se pavonean y gitan pobres cómicos, e inunda el teatro la retórica esplendo- rosa del Macbeth de Verdi (será acaso mejor decir Macbetto). Pero he aquí que la cámara desplaza su mirada, desde el mentido Paradiso de la Bea- trice fingida, hacia el otro paraíso: la vieja ironía que designa las localidades altas. Y allí, d mde toda incomodidad tiene su asiento, o todo asiento su incomodidad, aquellos proletarios cuya libera- ción ha soñado, indeciso, el joven burgués . con veleidades revolucionarias, y aquel austero mte- lectual que habría de ser su mentor en la noble tarea, todos ellos, codo contra codo, comulgan también con la esplendorosa retórica del Macbeth verdio ( o será acaso mejor decir, como sabe- mos, Macbetto). El cinéfilo que haya leído hasta aquí sabe ya que estoy evocando un moment ? central de Prima della rivoluzione de Bertolucc1; sabe también que, por los pasillos de aquel teatro, una apasionada mujer inconvencion (que ha ve- nido superando con brillantez, a lo lo de toda la película el inicial prosaísmo de su condición de tía del ;rotagonista, abriéndole a éste un poético ventan hacia el desorden moroso, y quizá hacia otros) acaba de declarar, no sin reproche: «todos nosotros somos como Verdi». No se sabe si el eterno femenino impulsará al joven hacia lo alto; todo hace suponer que, por el contrario, será más bien Parma la que acabará arropando con su manto la revolución abortada; pero esto es ya sólo «contar el fin». * * * Parece haberse decidido hace tiempo (svq, en intervalos de ror pedagógico, por ejemplo so- cial-realista) que explicitar demasiado un designio es en la obra artística, pecado estético. Si ello es así, el momento cematográfico aiba evocado parecerá pecaminoso: tan meridiana resulta la in- tención, por parte de Bertolucci, de emplear el marco operístico como simbólica sugerencia «teó- 48 rica» político-social, acerca de realidades, en principio provincianas, pero tam ién genéric : mente «italianas». Quizá Bertolucc1 nunca volv10 a ser tan explícito como en aquella película; en cualquier caso, ha vuelto a recurrir, sin cesar, a la ópera. Esta no ha sido nunca mera música de fondo, en sus obras, y sí una especie de cifra de sus reflexiones sobre Italia; incluso, en alguna ocasión dicha clave melodramática ha desbor- dado el 'ámbito italiano para referirse a realidades humanas más amplias. Sea como sea, mencionar privilegiadamente a Bertolucci al tratar de ópera Y cine es inevitable; nadie como él ha practicado esa conexión. Alguien podría pensar que el uso de la ópera tiene en Bertolucci un valor puramente crítico-ne- gativo. Ello sucederá s i nos fijamos exclusiva- mente en sus referencias a la ópera como dada en un contexto histórico preciso, dentro del cual ago- taría, al parecer, su sentido. Recordemos cómo, al comienzo de Novecento, aquel tonto del pueblo -el «Rigoletto»- clama «¡Vei e morto!», enun- ciando una verdad históricamente significativa: tan expresamente que hasta el espectador más romo se entera de que lo que quiere decírsele es que ha concluido la época de la « _ c _ ola ra de clases», propia del proceso de umf1cac10n Italiana -acompado por la música de Verdi-, y ora va a revelarse crudamente, sin más músicas, la lucha de clases. Pero inmediatamente, en la propia obra, esa impresión crítico-negativa se corrige, o se completa. Sigue siendo Verdi referencia tan coti- diana está t disuelto en el lenguaje diario, se ha conv�rtido hasta tal punto en un clásico de esa Italia recién unida (y aunque sea aparentemente unida), que aquel cura, ante el hlazgo de la bien provista bodega oculta, no puede por men ? s de prorrumpir; «era de contexto» (como se citaron tanto en Espa, era de contexto, versos sueltos del Tenorio) en un recuerdo delBallo in maschera verdiano: Alla vita che t'arride!di speranze e gau- dio piena... Precisamente por citarlos incluso «a lo tonto» los clásicos lo son; por lo demás, t cita proy¡ctaba una ironía histórica sobre el liberal anticlerical que había sido Verdi: «ahora, hasta un cura se lo sabe de memoria», parecía decir. Verdi da pie, sin duda, a ser criticado en aque- llos términos histórico-negativos: lo de significar la «colaboración de clases» nó es, aplicada a él, mera interpretación extrínseca. El mismo la había invocado claramente, con la ayuda del Boito libre- tista, en la escena central del Simón Boccanegra: ante la querella de clases (patricios y plebeyos _ de una Génova que es palmaria sinécdoque de !taha), el dux Simón exclama: Mentre v'invita estatico!il regno ampio dei mari/voi nei fraterni lari/vi lace- rate il cuor... Y culmina, con generoso acento baritonal: E vo gridando: pace!/E vo gridando: amor! El estudioso de la historia artística en clave «socio-económico-ideológica» (o así) se estreme- cerá de placer: ahí es nada, proponer la paz in- terna entre clases y la conquista exterior (il regno

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Los Cuadernos de Cine

DE OPERA Y CINE; Y DE VERDADER��S FALSEDADES Vidal Peña

La burguesía parmesana decora, en la pe­numbra, palcos y plateas; el joven bur­gués con veleidades revolucionarias contempla privilegiadamente -la cámara

es su ojo selectivo- un divino perfil: esa concre­ción espaciotemporal del eterno femenino, bajo la forma de dulce, elegante, semiausente modelo botticelliano ( esfinge, quizá, sin secreto) le está reservada por la sociedad familiar que los destina a ambos a un lugar en la Parma feliz y un abono en el Regio. Tanto gentile e tanto onesta pare,sugiere insidiosa la cámara, repite el ojo del per­plejo desertor potencial de la progresía; sobre la escena, entre tanto, se pavonean y �gitan pobres cómicos, e inunda el teatro la retórica esplendo­rosa del Macbeth de Verdi (será acaso mejor decir Macbetto). Pero he aquí que la cámara desplaza su mirada, desde el mentido Paradiso de la Bea­trice fingida, hacia el otro paraíso: la vieja ironía que designa las localidades altas. Y allí, d�mde toda incomodidad tiene su asiento, o todo asiento su incomodidad, aquellos proletarios cuya libera­ción ha soñado, indeciso, el joven burgués. conveleidades revolucionarias, y aquel austero mte­lectual que habría de ser su mentor en la noble tarea, todos ellos, codo contra codo, comulgan también con la esplendorosa retórica del Macbethverdiano (o será acaso mejor decir, como sabe­mos, Macbetto). El cinéfilo que haya leído hasta aquí sabe ya que estoy evocando un moment? central de Prima della rivoluzione de Bertolucc1; sabe también que, por los pasillos de aquel teatro, una apasionada mujer inconvencional (que ha ve­nido superando con brillantez, a lo largo de toda la película el inicial prosaísmo de su condición de tía del ;rotagonista, abriéndole a éste un poético ventanal hacia el desorden moroso, y quizá hacia otros) acaba de declarar, no sin reproche: «todosnosotros somos como Verdi». No se sabe si el eterno femenino impulsará al joven hacia lo alto; todo hace suponer que, por el contrario, será más bien Parma la que acabará arropando con su manto la revolución abortada; pero esto es ya sólo «contar el final».

* * *

Parece haberse decidido hace tiempo (salvq, en intervalos de furor pedagógico, por ejemplo so­cial-realista) que explicitar demasiado un designio es en la obra artística, pecado estético. Si ello es así, el momento cinematográfico arriba evocado parecerá pecaminoso: tan meridiana resulta la in­tención, por parte de Bertolucci, de emplear el marco operístico como simbólica sugerencia «teó-

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rica» político-social, acerca de realidades, en principio provincianas, pero tam�ién genéric�:mente «italianas». Quizá Bertolucc1 nunca volv10a ser tan explícito como en aquella película; en cualquier caso, ha vuelto a recurrir, sin cesar, a la ópera. Esta no ha sido nunca mera música de fondo, en sus obras, y sí una especie de cifra de sus reflexiones sobre Italia; incluso, en alguna ocasión dicha clave melodramática ha desbor­dado el 'ámbito italiano para referirse a realidades humanas más amplias. Sea como sea, mencionar privilegiadamente a Bertolucci al tratar de ópera Y cine es inevitable; nadie como él ha practicado esa conexión.

Alguien podría pensar que el uso de la ópera tiene en Bertolucci un valor puramente crítico-ne­gativo. Ello sucederá si nos fijamos exclusiva­mente en sus referencias a la ópera como dada en un contexto histórico preciso, dentro del cual ago­taría, al parecer, su sentido. Recordemos cómo, al comienzo de Novecento, aquel tonto del pueblo -el «Rigoletto»- clama «¡Verdi e morto!», enun­ciando una verdad históricamente significativa: tan expresamente que hasta el espectador más romo se entera de que lo que quiere decírsele es que ha concluido la época de la «_c_ola��ra�ió� declases», propia del proceso de umf1cac10n Italiana -acompañado por la música de Verdi-, y ahora vaa revelarse crudamente, sin más músicas, la lucha de clases. Pero inmediatamente, en la propia obra,esa impresión crítico-negativa se corrige, o secompleta. Sigue siendo Verdi referencia tan coti­diana está tan disuelto en el lenguaje diario, se haconv�rtido hasta tal punto en un clásico de esaItalia recién unida (y aunque sea aparentementeunida), que aquel cura, ante el hallazgo de la bienprovista bodega oculta, no puede por men?s de prorrumpir; «fuera de contexto» (como se citaron tanto en España, fuera de contexto, versos sueltos del Tenorio) en un recuerdo delBallo in mascheraverdiano: Alla vita che t' arride !di speranze e gau­dio piena ... Precisamente por citarlos incluso «a lo tonto» los clásicos lo son; por lo demás, tal cita proy¡ctaba una ironía histórica sobre el liberal anticlerical que había sido Verdi: «ahora, hasta un cura se lo sabe de memoria», parecía decir.

Verdi da pie, sin duda, a ser criticado en aque­llos términos histórico-negativos: lo de significar la «colaboración de clases» nó es, aplicada a él, mera interpretación extrínseca. El mismo la había invocado claramente, con la ayuda del Boito libre­tista, en la escena central del Simón Boccanegra:ante la querella de clases (patricios y plebeyos _ de una Génova que es palmaria sinécdoque de !taha), el dux Simón exclama: Mentre v'invita estatico!ilregno ampio dei mari/voi nei fraterni lari/vi lace­rate il cuor... Y culmina, con generoso acento baritonal: E vo gridando: pace!/E vo gridando:amor! El estudioso de la historia artística en clave «socio-económico-ideológica» (o así) se estreme­cerá de placer: ahí es nada, proponer la paz in­terna entre clases y la conquista exterior (il regno

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Simón Boccanegra.

ampio dei mari) como medio para mantenerla ... Sin embargo, a pesar de todo ello, a pesar de la verdad histórica «contextualizada» que el simbó­lico bufón ofrece al comienzo de Novecento, aquel clasicismo de V erdi es recogido por Berto­lucci también como un hecho. Y un hecho de tal importancia que permitirá considerar la ópera verdiana como inseparable de una especie de «esencia italiana» (esencia que, paradójicamente, lleva en sí la marca de la apariencia, de la false­dad); Bertolucci ha vuelto sobre Verdi con espí­ritu crítico sin duda, pero también con el inevita­ble amor de quien participa de esa realidad criti­cada y comulga con su melodramatismo, a la vez que lo critica: la escena de Prima della rivoluzione que evocábamos incluye, como personaje de ella, al mismo Bertolucci.

Consciente, sí, de los límites históricos de la ópera verdiana, Bertolucci la ha dotado también de una dimensión transhistórica, convirtiéndose así en uno de los más perspicuos exponentes de ese sentimiento de ternura irónica, atracción­repulsión, hacia la ópera italiana: sentimiento que,

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en términos medianamente dialécticos -y no sin pedantería- podríamos sintetizar como la percep­ción de una esencia (una «constante italiana») he­cha de apariencia (la aparatosidad melodramática que impediría, al parecer, la profundización en los problemas y su solución: esa falsificación -tan auténtica- de las cuestiones que las resuelve en nobles melodías, suspiros filados, heroicos gestos declamatorios). La criticable apariencia es a la vez amada como expresión -ya «clásica»- de un efec­tivo modo de ser, del que la ópera verdiana se habría convertido en emblema tan eficaz que aún sería posible servirse de ella estéticamente como marco definitorio de situaciones, al parecer, con­textualmente alejadas de aquellas que le dieron nacimiento. En el empleo estético de la ópera (parece sugerirnos Bertolucci) se halla significada la consagración históricamente efectiva, verdadera, de una falsedad. Con ello, entre otras cosas, muestra el director italiano que el valor histórico de los mitos le merece una apreciación un poco más compleja que la del «desmitificádor» ilus­trado, esa peligrosa figura que, por ver las cosas

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en blanco-negro, puede acabar por zanjar las cues­tiones, al modo jacobino, con la guillotina, o la metralleta, a veces -curiosamente- en defensa de otro mito meramente opuesto al que se «desmiti­fica».

La ambivalencia resultante de tal esencia dialéc­tica -esencia internamente criticada por la con­dición aparente de aquello en que consiste-- sur­ge a menudo en las obras de Bertolucci que se sirven de la ópera. Recordemos, por ejemplo, La strategia del ragno. La «versión italiana» del tema del traidor y el héroe, el asunto del traidor a quien es preciso recordar como héroe para que no padezca el prestigio de una organización política (el tema, en fin, de la mentira política en una de sus variantes), resulta enmarcado por el preludio del Rigoletto, como anunciando su disolución «teatral». Y uno de los hombres a quien el prota­gonista se dirige en su trabajosa encuesta en busca de la «verdad» (esa verdad cuyo carácter limpio e inequívoco es puesto en tela de juicio doblemente: por la naturaleza misma del tema y por su disolu­ción en la tramoya verdiana), un viejo militante del P.C.I., en reunión con otros compañeros, em­�lematiza la situación según la esencia-apariencia «italiana:»: canta, tremolante y enfáticamente, con ramplona emotividad que Bertolucci no disimula, a�ello de Eri tu che macchiavi quell' anima ... , la romanza relativa a una traición de quien también pareció héroe; una vez más, la cosa queda en casa, comprendida y criticada a un tiempo: la mentira real encuentra, de nuevo, cauce en la ópera.

Pero el melodramatismo, sin dejar de resonar como expresión de esa esencia italiana a que ve­nimos refiriéndonos, ha sido extendido por Berto­lucci, alguna vez, a dominios más generales. Creo que ello ocurre especialmente en La luna (y apro­vecho la ocasión para desahogarme, contradi­ciendo a muchos amigos cinéfilos, y decir aquí que formo parte de la clase -compuesta, al pare­cer, por tres o cuatro miembros en todo el país­que considera dicha película como una obra maes­tra; ya está dicho, y sigo).

En La luna hay seguramente muchas cosas; pa­rece que las reflexiones habituales acerca de la obra han consistido, más que nada, en un vano tejer y déstejer acerca de su mayor o menor « Ve­rosimilitud psicoanalítica» (si se me permite la osada expresión). Creo que una profunda ironía de la película consiste precisamente en la presenta­ción de la forma melodramática como algo capaz de expresar lo que intentan analizar sabidurías más o menos pretenciosas (entre ellas, el psicoa­nálisis mismo). Por decirlo rápido: así como un adicto al psicoanálisis propendería a ver en ciertos melodramas típicos la presencia, supongamos, de cosas tales como el complejo de Edipo, Bertolucci parece proponer, a la inversa, que cosas como el complejo de Edipo son excelentes asuntos de me­lodrama (y a lo inejor no son má$ -ni menos- que eso). En principio, la cosa podría parecer muy

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sencilla: ya que al menos ciertas categorías clási­cas del psicoanálisis se elaboraron como imagina­tiva hermenéutica de textos artísticos -tragedias, especialmente-, no sería nada extraño, sino una fácil revancha· en forma de inversión, que se ela­borasen productos artísticos a base de imaginativa hermenéutica de categorías psicoanalíticas; podría decirse que se trata de recorrer en sentidos opues­tos una misma dirección imaginativa, o algo así. Pero, al utilizar la referencia a la ópera, Bertolucci hace algo más, aparte de que -según creemos­desborda en cierto modo la remisión a aquella esencia italiana de que venimos hablando, para pasar, un poco como en broma, a la condición humana en general. A través de la ópera, es posi­ble construir una forma desde la cual se afirme que «la tragedia multo in commedia (como se afirma en el Bailo verdiano, principal trasfondo operístico de la película). Así, esa falsedad melo­dramática, tan criticable en su apariencia desde los análisis «serios» de la realidad (incluido, claro está, el psicoanalítico), consigue dar, desde su dimensión de apariencia, una lección de toleran­cia, de sabiduría escéptica: el melodrama pone el acento en el carácter tragicómico de aquella con­dición humana. En La luna no sólo hay subrayado musical operístico, sino que los propios aconteci­mientos fílmicos adoptan a menudo forma operís­tica, y ésta revela su verdad -a la v_ez que exhibe su falsedad- al poder adaptarse a los «serios pro­blemas» que la narración pone en juego (el «pro­blema de la droga», el «problema generacional», o el complejo de Edipo). Viejas estructuras operísti­cas quizá risibles son aplicadas, me parece, al relato fílmico: así, la serie «recitativo-aria-caba­letta» que integra toda «gran escena» verdiana que se precie, en el Verdi clásico. Tras descubrir que su hijo «se pincha», la madre dispone -incluso con el gesto, ostentosamente teatral- su «gran es­cena» en el salón de la casa recién comprada (y la dispone bajo el vigilante retrato de Verdi); nervio­sas frases iniciales, lamentosa súplica y, de pronto, la irrupción del decorador que pone las cortinas y fuerza a la madre a un cambio de es­tilo ... Ahí tenemos la gran escena verdiana proto­típica, con su rápido recitativo dramático, lírica aria -o al menos, digamos, arios o- y el rotundo -y tantas veces cómico- mentís final de la briosa cabaletta. Recordemos también aquel preludio del último acto de Traviata acompañando la culmina­ción del maravilloso sacrificio de amor (la escena entre madre e hijo había empezado, por cierto, con la lectura por parte de ella de una nota con una cita, precisamente, de Traviata: «!unge da lei per me non v' ha diletto», perteneciente al co­mienzo del acto en que el «sacrificio amoroso» de la ópera tiene lugar); sobre aquellas notas la ma­dre introduce el «desorden», la ruptura del tabú (mi amigo Emilio Sagi recordaba hace poco cómo Verdi le pedía a un libretista, en cierta ocasión, «pasión y desorden»); pero, sonando todavía los desgarradores · compases finales del preludio, se

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La Traviata.

cambia al plano de la sirvienta que pasa vertigino­samente la aspiradora (aunque quizá no fuese realmente una aspiradora, y quizá no importe mu­cho). ¿Cómo no recordar las operísticas entradas de emisarios, o esas rupturas de escena en que, pongamos, una dama de compañía, con cuatro frases, destroza el lirismo previamente establecido y «se pasa a otra cosa»; en suma, esas transicio­nes verdianas que funden pasión y prosaísmo, a un tiempo mentirosa y realísticamente, «como en la vida misma», siendo a la vez tan palmariamente «convencionales»? La reconciliación final, pau­tada por la representación de la última escena del Bailo (¡de nuevo el Bailo, las máscaras, la verda­dera pasión revestida de falsedad!), ofrece el tra­gicómico modelo definitivo de verdianismo cine­matográfico (criticado por muchos, me temo que incomprensivamente, como «melodramático», o propio de serial radiofónico: como si pretendiera ser otra cosa). Verdianismo que, «falso» y todo, nos da también la verdadera lección de que no nos tomemos tan en serio lo que, por otrfi parte, lo es:

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la vida puede ser, también ella, un melodrama -si vemos con los ojos de la ternura tolerante sus clamorosas y desorbitadas tragedias-. y ésa es la posibilid¡:td que Bertolw;:ci intenta, según yo lo veo, explorar aquí. Bertolucci no ha sido objeto, que yo sepa, de una reflexión a la Adorno; creo que merecería serlo, y las cosas que hemos dicho de él insinúan una aproximación de ese tipo, sin que pretendamos siquiera ni emnezar a remedar lo que el inolvidable maestro frankfurtiano (también él es ahora «maestro», malgré luí) hubiera podido hacer con dialécticas potencialmente tan enmara­ñadas.

* * *

Falsedad y, con todo, verqad. Si no de modo tan insistente y complejo como Bertolucci, otros hombres de cine han utilizado la ópera desde pa­recida intuición de su valor estético. Probable­mente tenían que ser italianos; seguramente tenía que ser Visconti, cuya sensibilidad de metteur en

scene lo facultaba para incorporar vívidamente al

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cine la teatralidad operística. Hubo en él, en este sentido, empresas refinadas, y también malogra­das. Refinamiento especial el de Senso, por aque­llo de la alianza Verdi-Bruckner (y ahora que se produce un moderado reviva! Bruckner conviene recordar a quien intuyó su eficacia expresiva, ha­ciéndolo trasfondo musical principal de su pelí­cula, en una época en que sedicentes autoridades hablaban del gran metafísico musical como de un pelmazo inaudible). Visconti tuvo la ocurrencia de empalmar Bruckner, y el «tono» sublime de su séptima sinfonía, con algo en principio tan hetero­géneo como Il Trovatore, ese paradigma operís­tico «a la italiana» del « V erdi medio». Desde el comienzo, Visconti anunciaba en Senso muy ex­plícitamente que iba a hacer un melodrama: al tenor que, en el arranque de la película, canta ante el público de austríacos ocupantes y venecianos ocupados sólo le falta poner el pie -con «heróico» desparpajo- sobre la concha del apuntador, en el momento de eyacular su desafiante sobreagudo (y no estoy muy seguro de si efectivamente lo hacía). Pero el melodrama incluía ese siempre bello tema romántico del «amor entre enemigos»; la fatal pa­sión entre la aristócrata italiana y el oficial aus­tríaco era tan sublime como inevitablemente de­clamatoria: la inicial «contextualización» operís­tica -reconocimiento de un exceso declamatorio «de época»- iba aliada a la añoranza de un tipo de pasión cuya sublimidad, quizá inalcanzable hoy -quizá meramente «anacrónica»- es sin embargoreconocida: la enemistosa alianza Verdi-Brucknerarropaba complejamente todas esas cosas.

Con La caduta degli dei entramos en un recinto nuevo: la incursión italiana en el mundo operístico germánico. Incursión, la viscontiana, no irreducti­ble al tópico, indigna en parte del autor, y sobre la que quisiera decir alguna cosa no demasiado con­vencional. Ciertamente, Visconti debió de sentir a menudo (y más según pasaba el tiempo) la necesi­dad de justificar de vez en cuando, con alguna claridad, su condición de autor progresista, en cuya virtud se hizo perdonar, ante severos tribu­nales de críticos comprometidos, su difícilmente resistible proclividad endopática hacia temas sos­pechosamente decadentistas. Pero, aunque la «noche de los largos cuchillos» fuese, en con­junto, un excelente logro dentro de la obra, aquel grotesco tipo entonando uno de los más célebres motivos wagnerianós en plena -y soez- borra­chera parecía encarnar una versión del wagne­rismo demasiado al alcance de las inteligencias «progresistas medias» de los penúltimos tiempos. Me refiero, por decirlo alusivamente, al virtuoso tópico invocado en el fondo por el presidente de la República Federal alemana cuando, al inaugurar hace unos años una nueva producción del Anillo (la ya célebre de Chéreau), declaraba: «hay que hacer compatible a Wagner con la democracia» ... Creo que el Anillo había sido siempre una fasci­nante urdimbre tejida y destejida sobre el fondo del vacío; asimismo, el Tristán tampoco estimuló

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nunca el optimismo acerca de las relaciones de la pareja en una sociedad verdaderamente liberada de alienaciones. Pero hacer responsables a ese pesimismo -o a ese simple reconocimiento de la dimensión trágica de la existencia- del aplasta­miento de Europa bajo la bota nazi parece sólo una interpretación posible, y quizá no de las más brillantes. Visconti utilizaba aquí un tipo de ópera en que el espíritu de melodrama -el de la esencial falsedad y grandilocuente teatralidad, aunque también de la compasíón y la tolerancia- se mu­daba en un auténtico espíritu de tragedia; y eso, más allá de Walhallas de guardarropía, más allá de barbas y lanzas y mastodónticas walkirias o !soldas: coartadas demasiado ramplonas para elejercicio de la fácil caricatura. Identificar ese espí­ritu de tragedia con la mera -y grosera- «brutali­dad germánica» era la tentación «progresista me­dia» a la que Visconti -reconozcámoslo- cedió enparte (sólo en parte, pues hay en el film esfuerzospor «dignificar» metafísicamente dicha brutalidadpresentándola, más en abstracto, como el Mal:esfuerzos, creo, insuficientes). Aquel boche ebrio,babeante, hipando cerveza, que mancilla el temade la muerte de !solda, podría haber sido él mismotrágico si no estuviera tan manifiestamente desti­nado al odio del espectador: en la tragedia, nadiees odioso.

Mayor sutileza existía en su otra versión del mundo wagneriano (ahora comprensivo, ahora no mediada por cierta necesidad de quedar bien ante los standards críticos de los censores de la salud moral): me refiero al Ludwig. La dialéctica es aquí de amplio alcance. El rey es quien hace (o intenta hacer) lo que la obra de W agner propone: quiere vivir como la música sugiere; en cambio, el autor de la propuesta, el compositor, acaba comportán­dose como un burgués feliz, que celebra con su música fiestas de cumpleaños en una apacible at­mósfera, mientras Luis de Baviera persigue los fantasmas sustentados, precisamente, en aquella música. El verdadero creador acaba desmintiendo -con su vida- el sueño romántico creado con suobra; por contrapartida, el soñador romántico esimpotente para toda creación que no consista envanas fantasmagorías. Quien quiere vivir la ver­dad de la música muestra la falsedad del pro­yecto; quien vive falsamente conforme al pro­yecto realiza la verdad de la creación. De ningúnmodo puede decirse que la ópera no fuese instru­mento adecuado para expresar esos temas: Vis­conti, al volver a ganar aquí su altura habitual,desarrollaba esa otra virtualidad del espectáculooperístico, ahora en clave germánica, pero que,curiosamente, tenía también como argumento esejuego de apariencias y realidades que parece ser elmayor atractivo de la ópera para quienes quierenutilizarla a modo de material de construcción esté­tica. Sólo que en Ludwig esa dialéctica se dice deotro modo, y es forzosamente más sombría: laapariencia no puede dar lugar ni siquiera a unabenévola tolerancia, porque tras el velo de Maya

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Boris Godunov.

de la representación -de la urdimbre soñada- no hay, al menos para el individuo Ludwig, más que el abismo.

* * *

El que suscribe es mucho más operófilo que cinéfilo, y ya sabía al empezar a escribir que iba a haber aquí muchas lagunas. Ahora sabe, además, que el espacio manda. Pero no quisiera concluir esta parcialísima muestra de contactos ópera-cine (que, por lo demás, debiera haber aludido a esa otra manera de conectarlas, esa manera especial que prescinde de la apoyatura musical operística explícita y lo que hace es construir cine como si fuese, el film mismo, una ópera: la posibilidad quizá transitada por el lván el Terrible de Eisens­tein, del que tanto deberíamos haber dicho), no quisiera concluir -digo- sin mencionar un caso límite de descontextualización operística, en su uso cinematográfico, que lleva al extremo -pero al extremo de verdad- la sugerencia de que la ópera

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es útil en el cine como expresiva de una falsedad que, de un modo u otro, representa una verdad. Me refiero a aquel tenor de Rigoletto que se en­cuentra, de pronto, diciendo eso de que La don na e mobile, respaldado (literalmente respaldado: quiero decir que están a su espalda) por las pode­rosas torres artilladas de un buque de guerra; el crucero, acorazado, o lo que fuere, ha surgido de pronto en el escenario en virtud de la demente mise en scene que los hermanos Marx van creando a través de sus correrías entre bastidores. La convicción con que aquel tenor de Una noche en la ópera seguía manifestando su creencia en la versatilidad e inconstancia de la condición feme­nina en general, ambientada su afirmación por una de las más sólidas creaciones de la civilización humana, patentizaba muy a las claras esa entraña dialéctica que hemos reconocido en el uso fílmico del drama lírico, y resume nuestras tesis mejor de cuanto pudiéra- e. mas hacerlo nosotros mismos, para con-cluir.