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55 Relaciones 137, invierno 2014, pp. 55-71, issn 0185-3929 ¿Compromiso o conocimiento? Marco Estrada Saavedra* EL COLEGIO DE MÉXICO En este artículo me ocupo de las complejas y ambiguas relaciones entre el compromiso ético y político y la generación de conocimiento en las ciencias sociales, respondiendo a la pregunta de si existe una ética que deban asumir los científicos sociales en sus tareas de investigación. Planteo que la ciencia y la política son ámbitos de actividades humanas con lógicas y fines distintos. En consecuencia, el conocimiento científico debe evaluarse, teórica, metodológi- ca y científicamente en términos de su producción de conocimiento. Cual- quier otro fin más allá de éste ha de considerarse secundario, aunque no irrelevante. En cambio, la política se ocupa de la convivencia en un mundo compartido y plural y sólo es posible en términos de generación de poder. El científico que actúa políticamente es un ciudadano más en el espacio público y sus intervenciones en éste han de ser consideradas de acuerdo a los criterios propios del mundo político. (Ciencia, política y ética) Introducción E ste ensayo es una versión más extensa de la ponencia que presenté en el i Congreso Nacional de Antropología Social y Etnología, celebrado entre el 22 y el 24 de septiembre de 2010, en la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México. 1 En la mesa “Ética y utopía en la objetivación etnográfi- *[email protected] 1 Agradezco a Alejandro Agudo Sanchíz y a Andrew Roth sus comentarios a una primera versión de este escrito. Por supuesto, la responsabilidad única de las opiniones aquí vertidas es mía.

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55Relaciones 137, invierno 2014, pp. 55-71, issn 0185-3929

¿Compromiso o conocimiento?

Marco Estrada Saavedra*EL COLEGIO DE MÉXICO

En este artículo me ocupo de las complejas y ambiguas relaciones entre el compromiso ético y político y la generación de conocimiento en las ciencias sociales, respondiendo a la pregunta de si existe una ética que deban asumir los científicos sociales en sus tareas de investigación. Planteo que la ciencia y la política son ámbitos de actividades humanas con lógicas y fines distintos. En consecuencia, el conocimiento científico debe evaluarse, teórica, metodológi-ca y científicamente en términos de su producción de conocimiento. Cual-quier otro fin más allá de éste ha de considerarse secundario, aunque no irrelevante. En cambio, la política se ocupa de la convivencia en un mundo compartido y plural y sólo es posible en términos de generación de poder. El científico que actúa políticamente es un ciudadano más en el espacio público y sus intervenciones en éste han de ser consideradas de acuerdo a los criterios propios del mundo político.

(Ciencia, política y ética)

Introducción

Este ensayo es una versión más extensa de la ponencia que presenté en el i Congreso Nacional de Antropología Social y Etnología, celebrado entre el 22 y el 24 de septiembre de

2010, en la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México.1 En la mesa “Ética y utopía en la objetivación etnográfi-

*[email protected] Agradezco a Alejandro Agudo Sanchíz y a Andrew Roth sus comentarios a una

primera versión de este escrito. Por supuesto, la responsabilidad única de las opiniones aquí vertidas es mía.

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ca”, a los participantes se nos convocó a reflexionar en torno a las siguientes preguntas: “¿Cuál es la naturaleza de la reflexividad cien-tífica dentro de los procesos de objetivación etnográfica? Como práctica científica poscolonial, ¿tiene la antropología compromisos éticos que exigen formas de objetivación etnográfica no ontológi-cas? ¿Constituyen las orientaciones utópicas en el quehacer antropo-lógico una violación de tal compromiso?”2

El tema del simposio tenía gran relevancia y actualidad dado que en esos días, en diferentes centros de estudio e investigación como el de la uam-x o el Ciesas, se discutía entre los antropólogos la necesi-dad de introducir algún “código de ética” que regulara las tareas científicas de los investigadores con el objetivo de evitar que el tra-bajo del estudioso pudiera resultar, de alguna manera, perjudicial políticamente a los sujetos y grupos estudiados. De hecho, se sugería con seriedad que habría que impedir el financiamiento de proyectos que, eventualmente, no estuvieran alineados con las luchas y resis-tencias populares. De este modo, se afirmaba también que la forma legítima de hacer antropología fuese una expresión de una suerte de “ciencia comprometida”, la cual, además, partiera del principio de la “coparticipación” de los sujetos estudiados en la producción del co-nocimiento en términos de “igualdad”. Así, las siguientes páginas deben ser leídas a la luz de este contexto particular.

Estas cuestiones poseen, sin duda, gran relevancia por lo que merecen ser discutidas con el fin de reflexionar sobre nuestras prác-ticas científicas. Para mantener el espíritu del encuentro de 2010, he decidido conservar el estilo ensayístico y polémico de mi presenta-ción con el ánimo de continuar el diálogo sobre el tema.

En este artículo me ocuparé, en particular, de las complejas y ambiguas relaciones entre el compromiso ético y político y la gene-ración de conocimiento en las ciencias sociales, respondiendo a la pregunta de si existe una ética que deban asumir los científicos so-ciales en sus tareas de investigación.

2 La cita es de la presentación temática del simposio, organizado y coordinado por Andrew Roth.

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Distinciones básicas

La ética es la reflexión teórica de los comportamientos morales. En este sentido, se interesa primordialmente por juzgarlos y fundamen-tarlos valorativamente de acuerdo al código bueno/malo. Lo que se evalúa axiológicamente son tanto conductas como intenciones del individuo, al cual, según sea el caso, apreciamos o despreciamos en su persona como alguien que, de manera libre, formula sus opinio-nes y actúa de ésta o aquella manera.

Por su parte, la investigación científica se organiza según el códi-go verdadero/falso. Este código es un componente de un sistema social especializado llamado ciencia (Luhmann 1996). Si el lenguaje sistémico puede resultar particularmente sospechoso para algunos, se podría expresar esencialmente lo mismo diciendo que la ciencia es un “campo” (Bourdieu 2002) o una “figuración” (Elias 1990). En todas estas versiones se reconoce que, a través de procesos históricos de diferenciación social, se ha constituido lo que denominamos lla-namente ciencia, donde las actividades de producción de conoci-miento de los científicos se guían, en mayor o en menor medida, por la consecución de la verdad. Inclusive, el conocimiento que, a través de la crítica y la falsación, ha sido desacreditado como empí-ricamente erróneo, se produjo siguiendo este código.

Entonces, por un lado, tenemos la ética que opera con el código bueno/malo, y, por otro, se encuentra la ciencia, cuyo código opera-tivo es el de verdadero/falso. A diferencia de la ciencia, la ética no es un sistema funcional. Los sistemas funcionales resuelven problemas para el conjunto de la sociedad: la economía se encarga de la produc-ción e intercambio de bienes y servicios, mientras que la política, para dar otro ejemplo, se ocupa de generar decisiones colectivamente vinculantes. Siendo así, ni siquiera la religión podría reclamar para sí ser el sistema social encargado de la ética. Ahora bien, de acuerdo a esto, la ciencia asume la función social de construir un tipo particu-lar de conocimiento por medio del uso de teorías, métodos y técni-cas. Por supuesto, hay otros tipos de conocimientos, por ejemplo, el generado en la vida cotidiana; el que producen los medios de comu-nicación de masas o el que nos ofrece el arte. Ninguno de ellos, sin

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embargo, es construido siguiendo la distinción verdadero/falso. Esto no significa que estos otros conocimientos no sean útiles, signifi-cativos, prácticos, profundos o valiosos y que, en dado caso, puedan informar, de alguna manera, la producción de conocimiento cientí-fico. Sin embargo, sólo el conocimiento científico tiene validez uni-versal al interior del sistema de la ciencia (Luhmann 1996). Pero sus códigos, programas, operaciones y procedimientos no son exporta-bles a otros sistemas funcionales. En otros términos, el derecho ope-ra orientándose por el código legal/ilegal, la religión por el código trascendente/inmanente y el arte siguiendo el código bello/feo.

De tal suerte, el conocimiento científico no se torna más verda-dero o más falso si es sobredeterminado por los intereses éticos del investigador, por muy generosos y nobles que éstos puedan ser. En este sentido, los resultados de investigación de un científico caracte-rizado por una notoria conducta moralmente reprobable pueden ser perfectamente verdaderos. La función del interés ético en el trabajo científico puede ilustrarse aún mejor con el siguiente ejemplo: su-pongamos a un investigador especializado en el estudio de la pobre-za y que abrigue, además, la intención de que con sus trabajos se pueda contribuir a reducirla o erradicarla. Aun en este caso, en el que la motivación ética precede a la labor científica del investigador, el valor científico de sus esfuerzos dependerá de la rigurosidad de su trabajo y no de sus buenas intenciones éticas. Lo mismo valdría para el caso de los intereses políticos que, legítimamente, un científico pueda abrigar.

Conviene hacer una precisión aquí: exigir a todo investigador un proceder estricto en el uso de teorías, métodos, técnicas, compren-sión y análisis de datos, y que esto se realice de acuerdo a criterios de publicidad –es decir, que puedan ser reconstruidos y discutidos crí-ticamente por otros científicos–, no implica demandar al investiga-dor un comportamiento moral, sino, sencillamente, ajustarse a las reglas del juego científico. Así, el investigador tendrá que justificar detalladamente, si es el caso, cómo construyó determinado objeto de estudio y cómo llegó a determinadas conclusiones, para que los colegas interesados en este particular tema de estudio puedan corro-borar o falsear dicho conocimiento –o bien, únicamente parte de

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éste–. De este modo, tendremos un conocimiento mejor sobre este estado de cosas que el anterior a la publicación de dichos resulta-dos.3 Este ejercicio colectivo produce los beneficios de corregir in-formación o determinadas interpretaciones o explicaciones, pero, también y de manera principal, de hacernos percatar sobre las posi-bilidades y los límites de nuestras teorías y métodos. Hoy en día llamamos a esto “objetivación de la objetivación” (Bourdieu 2003).

Todo lo anterior presupone que el conocimiento científico tiene la pretensión de ser tratado como empíricamente contrastable por medio de metodologías particulares. No está por demás apuntar que esto implica que el conocimiento y la verdad son históricamen-te producidos, por lo que deben considerarse como necesariamente “provisionales” y siempre “sujetos a revisión”. De tal suerte, en el caso de una “revolución científica” (Kuhn 1986), inclusive lo que hoy consideramos los procedimientos adecuados para hacer ciencia pueden modificarse radicalmente. Pero todo esto sería resultado no de propósitos subjetivos individuales, sino de un largo y complejo proceso histórico al interior del sistema de la ciencia, que hoy día es eminentemente global.

La ética y la investigación social

Retornemos ahora a la pregunta inicial: ¿existe una ética que deban asumir los científicos sociales en sus tareas de investigación? Pode-mos responder rápido a esta interrogante diciendo, rotundamente, que no hay tal y, como expondré más adelante, tampoco creo con-veniente que se pretenda reglamentar éticamente nuestro trabajo científico. En efecto, a mi parecer, resultaría muy problemático in-troducir códigos de ética en la investigación científica –esto es, más allá de algunos principios como, por ejemplo, evitar hacer un daño intencional a otras personas con nuestro trabajo científico o, tam-bién, falsear intencionalmente información y resultados–, porque, principalmente, carecemos de una ética reconocida universalmente

3 En términos de la práctica de la “ciencia normal” (Kuhn 1986), “mejor conoci-miento” significa, sencillamente, que gracias a él sabemos más sobre un determinado fe-nómeno.

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por todos los seres humanos o, inclusive, por todos los científicos.4 Lo que tenemos es una pluralidad de éticas, y todas ellas basadas seguramente en buenas razones en disputa.

Entonces, ¿cuál escoger y de acuerdo a qué criterios? Como suce-de con frecuencia en los asuntos humanos, lo más probable es que se escoja un código ético por procedimientos más cercanos a las ma-niobras y la imposición de un grupo organizado que unos más próximos a los criterios de la razón, como dirían los kantianos. Y como los códigos de ética no se interpretan solos, sino que hay al-guien o un grupo de personas autorizadas para este fin, por tanto, es también muy probable que se utilice dicho código más bien como un instrumento de censura de aquellos investigadores y trabajos que, por alguna razón particular (generalmente no relacionada con la ciencia), no sean del especial agrado del grupo investido con la soberanía de interpretar y aplicar dicho código. Así, lo que se estaría fomentando son censuras y persecuciones morales y políticas, pero embozadas como científicas.5

Ahora bien, ¿puede calificarse el conocimiento generado sin una explícita posición ética y política de deficitario? Mi respuesta es no. El conocimiento científico no es mejor o peor, bueno o malo o po-líticamente correcto o incorrecto: simplemente es verdadero o falso. Es justamente en el marco de las publicaciones y las discusiones en-tre los pares que la verdad o falsedad de las proposiciones científicas se define. Pero ¿podrá considerársele perjudicial? Esto depende del punto de vista de un observador y de lo que evalúe como perjudicial o no en determinados contextos y momentos. Y lo mismo sería si adjetivamos este conocimiento como benéfico en vez de perjudicial. Ambas distinciones no son propias de la ciencia.

4 Por lo demás, resulta increíblemente provinciana la imagen de la “comunidad cien-tífica” detrás de los defensores de un compromiso ético y político entre los investigadores, ya que tienen en mente, a lo sumo, una comunidad académica local con caras y nombres bien identificables. Lo cierto es que no reparan en el hecho de que esa comunidad es, actualmente, mundial, y que lo anterior tiene enormes consecuencias teóricas y prácticas para sus pretensiones normativas.

5 Puede ser desilusionante reconocer, por cierto, que gran parte de estas “persecucio-nes” tienen orígenes más prosaicos que “edificantes”: diferencias personales producto de la, en muchas ocasiones, estresante convivencia cotidiana en los departamentos universitarios.

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El retorno de discusiones acerca de la “ciencia comprometida” o la “investigación coparticipante” en el campo de las ciencias sociales y, en particular, de la antropología, nos invita inclusive a reformular esta pregunta y plantearla en los siguientes términos: ¿el conoci-miento sociológico o antropológico producido a partir de la identi-ficación y el compromiso político del investigador con los sujetos estudiados es mejor y más útil que aquel que se produce desde el supuesto distanciamiento político?6

En lo personal, lo dudo porque, como ya he mencionado, el co-nocimiento científico es verdadero o falso y no estéticamente pla-centero, deportivamente estimulante, religiosamente trascendente, mediáticamente entretenido o médicamente saludable. Es posible, ciertamente, que una investigación políticamente comprometida arroje mejores resultados sobre determinado objeto de estudio que una no planteada en términos políticos, pero esto probablemente habría que adjudicarlo, más bien, a la rigurosidad científica del in-vestigador y no a sus preferencias o ideología políticas. Abrigar una pasión política o un convencimiento moral en la labor científica muy bien puede estimular la realización de una investigación impe-cable teórica, metodológica y empíricamente. No habría una con-tradicción, entonces, entre la ciencia y una preferencia política o ética en la medida que juzguemos los resultados de la investigación en términos propios de este campo de actividad humana.

6 Mis reflexiones parten del supuesto de que la antropología es una más de las ciencias sociales. No obstante, estoy consciente de que ciertas corrientes “críticas” y “posmodernas” en su interior la consideran, más bien, como integrante de las humanidades e, inclusive, de las bellas artes. Por tanto, parte de los argumentos aquí presentados no incumben a este último modo de concebirla. En consecuencia, el código científico de la verdad/falsedad no les atañe, por lo que los colegas que cultivan la antropología como una disciplina hu-manista, seguramente, no se sentirán nada incómodos –e incluso verían como deseable ética y estéticamente– al leer que sus discursos se construyen guiados por criterios como el bien, el mal, la belleza o la fealdad. Sin embargo, habría que interrogarse si los productos de las “humanidades y las artes” realmente adquieren mayor sentido, profundidad y au-tenticidad si están conformados por intenciones políticas. En efecto, ¿cuántas obras del realismo socialista o del nacionalismo, por ejemplo, han logrado conservar su estatus ar-tístico y no se han convertido en meras curiosidades de las extravagancias políticas de un grupo o una época sin capacidad de develar, estéticamente, el mundo y de enriquecer nuestra experiencia de lo humano? En contrapartida, el compromiso político ¿se torna más eficaz si se le acompaña, en este caso, de ajuares académicos humanistas?

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Quiero ilustrar lo anterior con un ejemplo muy cercano a mi área de interés profesional. Cuando uno lee la bibliografía sobre el neozapatismo, en la que predomina mayoritariamente la identifica-ción de los “investigadores” con las metas políticas del ezln, lo que se encuentra es lo siguiente: 1) pobrísimos conocimientos que muy poco nos ayudan a comprender y explicar, mediante información empíricamente contrastable, cómo se formó este movimiento, cómo está constituido, cuáles son las relaciones entre la guerrilla y sus bases de apoyo, qué conflictos existen en su interior, por qué hay indígenas que ingresaron al zapatismo y otros que lo abandonaron, cuál es la lógica de negociación y conflicto entre los zapatistas y el gobierno y otros actores no zapatistas, cómo funcionan las juntas de buen gobierno, cómo operan y qué problemas tienen las promocio-nes de educación y salud de los rebeldes, etcétera. En cambio, 2) hallamos la producción de abundantes glosas de los comunicados de la comandancia zapatista sin el mayor interés de cuestionarse si lo que afirman realmente es verdadero o no. O, en el caso de los poquí-simos investigadores que realmente hacen trabajo de campo, los presupuestos normativos con los que trabajan dan como resultado muchas simplificaciones e idealizaciones difícilmente útiles para co-nocer el fenómeno. En no pocas ocasiones, lo anterior es también producto de la autocensura de los investigadores que, observando discrepancias flagrantes entre el discurso político y el comporta-miento real de los sujetos estudiados, prefieren guardarse para sí sus registros y dudas por razones de fidelidad ideológica y compromiso partisano, a fin de no contribuir, eventualmente, a desacreditarlos y, de este modo, a dar “armas” a los “enemigos” y “críticos” de los acto-res en cuestión.7

Por otro lado, ¿realmente contribuye el conocimiento compro-metido y la investigación coparticipativa al mejoramiento de las condiciones de vida, a la erradicación de alguna injusticia social o a un eventual éxito de las luchas de los sujetos estudiados y con los que los investigadores simpatizan políticamente? Me temo que no

7 Ejemplos de lo anterior pueden verse en los trabajos de Díaz Polanco (1997), Le Bot (1997), Nash (2001), Baschet (2002), Lenkersdorf (2002), Baronnet et al. (2011), entre muchísimos otros.

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es así, justamente por su falta de rigurosidad en la producción de conocimiento científico. En efecto, al no poder comprender y ex-plicar las condiciones sociales, políticas, económicas, culturales e históricas en las que estos actores subordinados surgen y se desarro-llan, así como tampoco la compleja lógica de organización de estos grupos, debido a que, estos investigadores comprometidos y copar-ticipantes, por lo general y en el mejor de los casos, no hacen más que reproducir, ingenuamente, el discurso del mismo grupo estu-diado; entonces, tampoco tienen la capacidad analítica y explicati-va para ofrecerles una apreciación realista de su situación en un campo de conflicto determinado, que les pueda ser útil para tomar decisiones y definir estrategias que los ayuden a desafiar, vencer a sus opositores y alcanzar sus objetivos sociales y políticos últimos. Lo paradójico es que son más bien los miembros de estos grupos subor-dinados, ya sean parte de un movimiento social o de una comuni-dad, quienes, cuando no están hiperideologizados, evalúan mejor y con mayor sentido común que los “investigadores profesionales” su situación y las posibilidades de sus apuestas políticas.8

En una palabra, este conocimiento partisano no contribuye, por lo general, a la ciencia9 ni tampoco es muy útil a los actores sociales y políticos con los que se solidarizan los investigadores comprome-tidos.10

Ahora bien, cuando, en abstracto, se habla del compromiso ético o político del científico social con los sujetos que estudian, por lo común, asociamos lo anterior con cierto altruismo de un investiga-dor solidario con sus semejantes. En principio, ¿quién podría estar

8 Esta cuestión la retomaré más adelante.9 No hay duda de que simpatizantes políticos del zapatismo pueden hacer contribu-

ciones científicas muy apreciables. Allí están los trabajos de Harvey (2000), Van der Haar (2001) o de Cuadriello Olivos y Megchún Rivera (2010) para demostrarlo.

10 Las publicaciones sobre el zapatismo pueden llenar, fácilmente, varios libreros de una pequeña biblioteca personal. Sin embargo, hay muy poco en estos escritos, en térmi-nos de análisis social, que le resulte útil al movimiento. En todo caso, lo que gana éste es en términos de propaganda y de posibilidades de resonancia en determinados sectores de la opinión pública nacional e internacional, que, eventualmente, pueden movilizarse a favor del zapatismo. Desde una perspectiva política, esto es evidentemente útil y conve-niente para los fines de los indígenas rebeldes. Pero esto nada tiene que ver con la ciencia y la producción de conocimiento.

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en contra de tan noble y legítimo propósito? No obstante, no pode-mos menos que hacer la siguiente pregunta: ¿a quién beneficia real-mente el compromiso ético y/o político de los científicos sociales? Sospecho que los más beneficiados de este compromiso son los mis-mos investigadores. En efecto, se habla de la investigación compro-metida, de que los sujetos estudiados son coautores de la misma y de que el investigador debe “regresar” a estos últimos el conocimiento colectivamente generado, ya que éste contribuiría a mejorar sus condiciones de vida, a su liberación social o a ganar en sus luchas políticas.11

No obstante, la situación es más paradójica de lo que, a primera vista, parece. Primero, es muy ingenuo pensar que un artículo o un libro especializados puedan lograr un mejoramiento en la vida de los activistas de un movimiento social o de los miembros de una comu-nidad involucrados en un conflicto político. Sobre todo, si lo que en este texto se puede leer es sólo la presentación ordenada, pero no problematizada científicamente, de los puntos de vista de estos acto-res. Entonces, ¿qué podrían aprender en ese escrito que no sepan ya? No creo que cambie mucho la vida de los indígenas zapatistas ni las perspectivas de éxito de su lucha social y política entregándoles un libro, en reciprocidad a su coautoría, en el que, esencialmente se diga, como la gran mayoría de la bibliografía sobre el tema afirma, que los zapatistas mandan obedeciendo, quieren un mundo en el que quepan todos los mundos, que sus enemigos son el mal gobier-no y los grandes finqueros o que el origen de todos sus problemas se encuentran en el neoliberalismo y en el racismo omnipresente en la sociedad mexicana.

Los beneficios tangibles de las investigaciones comprometidas son, por lo general, exclusivamente para los científicos: primero, la continuación del financiamiento de su labor; segundo, las regalías por sus obras; tercero, un mayor puntaje en los sistemas de evalua-ción tipo sni; lo cual se refleja, en cuarto término, en un aumento de los ingresos mensuales y las posibilidades de ser invitado como conferencista, tanto en el país y en el extranjero, con pasaje y viáti-

11 Más abajo abordaré de nuevo este punto.

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cos pagados y con honorarios extras; en quinto lugar, el reconoci-miento, si es el caso, entre los especialistas del tema; y, en sexto lugar, la admiración moral y política de un segmento de la “opi-nión pública” por ser un investigador comprometido y consciente políticamente, que se encuentran del lado correcto en las luchas po-líticas.12

Sin embargo, uno podría encontrar el beneficio de estas investi-gaciones comprometidas, más bien, en la influencia que puedan tener en la opinión pública o entre los decisores políticos. Ésta pue-de ser una respuesta plausible, pero ¿de qué tamaño es el tiraje de los pretendidos libros “científicos”? Y ¿cuántos y quiénes leen realmente estos títulos? La respuesta a estas preguntas nos conduciría a dudar de la capacidad real de influencia que pueden tener las obras cientí-ficas en los espacios público y político.13 En realidad, reflexionar en torno a esto nos daría, más bien, pistas sobre la imagen que tienen de la ciencia y de sí mismos estos investigadores. En ella, encontra-ríamos cierta megalomanía resultado, probablemente, de la desazón que les provoca la diferencia insoslayable entre el actor y el especta-dor. En efecto, los investigadores tienen, por la lógica misma de su práctica científica, una manera de relacionarse con el mundo social como si éste fuese un espectáculo que se escenifica frente a ellos. Bajo este particular modo de relación, el espectador-investigador tiende a creer que las categorías y las descripciones con las que ob-serva el mundo social reflejan como éste se constituye realmente, sin

12 Pero, ¿cuál es el lado correcto y por cuánto tiempo permanece como tal? Y ¿quién decide acerca de ello? Estas dos cuestiones deberían ser suficientes para llamar la aten-ción, primero, sobre las ambigüedades morales y éticas de todo contexto en el que se inscribe un conflicto social y político, y, segundo, sobre las dificultades de aplicar me-cánicamente principios éticos en situaciones complejas. Kantianamente, se debería proceder más que con el auxilio de los “juicios determinantes” con el de los “juicios re-flexionantes”, que en la Antigüedad se conocían como productos del ejercicio de la phronesis o prudentia.

13 A muchos incomodaría reconocer el hecho de que por medio de un documental, una película o un programa de radio o televisión en “horario estelar”, se podría influir más en la opinión pública, que con un estudio sociológico o antropológico, para crear el “clima moral” favorable que, eventualmente, condujese a algún tipo de intervención política para corregir cierta injusticia social.

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darse cuenta de que éstas son meras construcciones científicas y no la lógica de las prácticas reales mediante las cuales los actores confi-guran su mundo social (Bourdieu 1999).

En su deseo, el investigador comprometido ética y políticamente se asemeja más a un eunuco que a un actor que sabe cómo interve-nir en su mundo social. Libros y artículos científicos no son sucedá-neos de la acción social y política. Un escrito especializado no nos pone al frente de las trincheras de las luchas políticas, ya que por medio de ellos no se toman los mismos riesgos a los que están ex-puestos, realmente, aquellos que salen a la calle y protestan contra una política gubernamental, desafían un cacicazgo u organizan un levantamiento armado. Pensar lo contrario es una estafa moral y política. Al fin y al cabo productos ellos mismos de una cultura li-bresca, este tipo de investigadores tienen una concepción poco rea-lista de los procesos y estructuras políticos, la cual está más cercana al seminario universitario que a la praxis política. En este hecho se encontraría, con seguridad, la fuente de muchas de sus ilusiones.

¿Coparticipación científica o política?

Retomo ahora algunos puntos que más arriba apenas había insinua-do y que merecen una reflexión más amplia.

Los proponentes de la coparticipación en la investigación igno-ran flagrantemente el hecho de que el lenguaje científico es alta-mente especializado; por lo que el supuesto diálogo entre los investigadores profesionales y los legos coparticipantes –en el caso de que realmente se lleve a cabo y no sea una mera farsa o una coar-tada argumentativa para otorgarse a sí mismos certificados de pure-za y superioridad morales y políticas–, resultará arduo y, quizás, materialmente imposible, debido a que ambos viven en mundos semánticos diferentes que obstaculizan la comunicación. En otras palabras, ¿el intercambio debe darse en un lenguaje coloquial o científico? ¿Puede traducirse la argumentación altamente especiali-zada de los científicos sociales al “lenguaje natural” del mundo de vida, como dirían los fenomenólogos, para mejorar la comunica-ción y lograr un mayor entendimiento? Las descripciones de la “si-

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tuación” y las “condiciones” sociales y políticas de los sujetos que pudiera hacer el experto con palabras comunes y corrientes, haciendo un esfuerzo invertido de “doble hermenéutica” (Giddens 1987), ¿realmente darían cuenta de la complejidad de éstas como para ser útiles a los actores para sus fines prácticos? Ciertamente lo anterior no es imposible, pero sí muy improbable.14

Por otra parte, las ideas de la coparticipación tienen un vicio de origen antropológico: la comunidad como la unidad de análisis por excelencia. Y éste se halla sustentado en un prejuicio: la comunidad como homogénea internamente e integrada consensualmente. Sin embargo, ¿ha existido jamás este tipo de comunidad? ¿No es, más bien, cierto que todo grupo humano está constituido y cruzado por diferentes tipos de conflictos debido a desigualdades en rela-ción con edades, género, posesiones, prestigio, etcétera, que crean formas específicas de poder y dominación? En consecuencia, ¿por quién habrá de tomar partido el investigador: por las mujeres o los hombres, los católicos o los evangélicos, los oficialistas o los disi-dentes dentro de la comunidad? ¿Cuál de estos diferentes grupos encarna o representa con mayor autenticidad a la comunidad? ¿Con qué criterios y razones seleccionará el científico comprometi-do y coparticipante las versiones de los hechos que los múltiples miembros de la comunidad podrían ofrecerle? Por lo general, los usos y costumbres de este tipo de investigadores para resolver estos dilemas consisten en ignorar –quizás en el mejor de los casos– o inclusive estigmatizar –en el peor– al segmento de miembros de la comunidad con los que simplemente no simpatiza. Con esta pres-tidigitación, más bien lograda con base en sus preferencias políticas y morales que en la observación y decisiones teórico-metodológi-cas, el cientista social construye la tan deseada unidad de su objeto de estudio, que resulta ser, por un lado, el fundamento de la uni-dad política “del pueblo que lucha” y, por el otro, de sus muy per-

14 Este es un tema fundamental que deberían considerar con toda seriedad los que, desde la ciencia, se sienten comprometidos políticamente con los sujetos que (co)in-vestigan. Si realmente quieren que su labor académica se vuelva “útil” para estos últimos, tienen que encontrar un lenguaje común que no banalice ni simplifique lo que tienen que decir.

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sonales convicciones políticas, que lo salva del desgarramiento existencial del reconocimiento de la diferencia consustancial en el mundo sociohistórico.

Ahora bien, si observamos a la comunidad desde una perspecti-va, espacial y temporalmente, más amplia con el fin de incluir a di-ferentes grupos, actores, organizaciones, instituciones, etcétera, con los que aquélla se encuentra vinculada en diversos modos de coope-ración y conflicto, por lo que, por tanto, condicionan su existencia social, entonces ¿no tendría el investigador que realizar ese ejercicio de coparticipación con cada uno ellos, ya que, legítimamente, tam-bién son sus sujetos estudiados, a pesar de que no comparta sus posi-ciones políticas? ¿O sólo sería válida y deseable la coparticipación, como experiencia metodológica, con los actores con los que nos identificamos moral y políticamente, por lo que, para el resto, ha-bría que aplicar métodos y técnicas de investigación objetivizantes como parte de la contribución académica a la lucha por la liberación de los subordinados?

Pero, ¿no merecen los otros –es decir, aquellos con los que no se está de acuerdo políticamente– ser tratados con imparcialidad y ho-nestidad? Por supuesto que lo merecen. Inclusive esta afirmación resulta políticamente conveniente y más que necesaria para apoyar las luchas populares. Ocuparse sólo de los actores subordinados ha-ciendo historia, antropología o sociología “desde y con los de aba-jo”, resulta tan unilateral e insuficiente como dedicar la mirada exclusivamente a los grupos dominantes. Son las relaciones de am-bos, y no sólo sus posiciones, las que explican la dominación y la subordinación.

La práctica real de los “científicos comprometidos” se antoja mera arrogancia populista de logócratas. En efecto, detrás de ese aparente igualitarismo, que supuestamente nivelaría la diferencia entre el investigador y los sujetos estudiados como coproductores de conocimiento, está la presunción inefable de que los actores necesi-tan el saber de los científicos para actuar políticamente con mayor eficacia. Lo anterior no está muy lejos de las pretensiones autorita-rias del “rey filósofo” de Platón. Tampoco se encuentra muy alejada de éste y de la Ilustración la ingenua creencia en una relación unívo-

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ca entre teoría y praxis: entre mayor conocimiento tenemos de un cierto fenómeno, más aumenta nuestro control práctico sobre éste. Los científicos sociales deberían saber, al menos para el caso del mundo social, que los efectos y las consecuencias de los actos huma-nos son, en gran medida, imprevisibles una vez que se insertan en la compleja trama de las relaciones sociales, ya que adquieren una di-námica propia más allá de la conciencia y las intenciones de los ac-tores. Maquiavelo denominaba como fortuna a esta característica de los complejos y mutantes asuntos humanos.

Estas reflexiones nos deberían conducir a preguntarnos, final-mente, cuáles son los factores que contribuyen, en las instituciones mexicanas dedicadas a la investigación social, a generar este tipo de discursos y prácticas pseudocientíficas y que hacen posible que se les tomen en serio y que ejerzan gran influencia tanto en la forma-ción de estudiantes como en la investigación propiamente dicha y en la organización de nuestros centros de estudio. De antemano, no habría que descartar la incómoda hipótesis de que, muy proba-blemente, estos colegas no tienen nada relevante que decir en la ciencia, por lo que hacen su “apuesta académica” en el activismo político como una paradójica forma de legitimar su posición en el mundo universitario.15

Bibliografía

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15 Muchos de los argumentos que aquí he expuesto se pueden aplicar también para otras formas de participación política desde la ciencia. Me refiero al caso de la “ciencia aplicada” en consultorías realizadas para instituciones públicas u organismos inter-nacionales. Estas maneras tecnocráticas de amalgamar ciencia y política no dejan de ser menos problemáticas que las de los científicos “comprometidos”, como se puede obser-var, por ejemplo, en las evaluaciones “externas” a programas públicos como Oportunida-des. El fetichismo metodológico y la alegada neutralidad valorativa de los “consultores” académicos nos debe poner en guardia también frente a la tergiversación de los pro-gramas, códigos y prácticas propios de la ciencia. Sobre el tema, véase Agudo Sanchíz (2012).

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Fecha de recepción del artículo: 20 de febrero de 2012Fecha de aprobación: 17 de mayo de 2012Fecha de recepción de la versión final: 13 de febrero de 2013