como se hace un proceso de carnelutti
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“Libro Como se hace un proceso” por Francesco Carnelutti
EL PROCESO PENAL
El proceso penal sugiere la idea de la pena; y esta, la idea del delito. Por eso el proceso penal
corresponde al derecho penal, como el proceso civil corresponde al derecho civil. Más
concretamente, el proceso penal se hace para castigar los delitos; incluso para castigar los
crímenes. A propósito de lo cual recuérdese que no se castigan solamente los delitos, sino también
esas perturbaciones menos graves del orden social, que se llaman contravenciones.
Precisamente porque los delitos perturban el orden y la sociedad necesita de orden, al delito debe
Seguir la pena para que la gente se abstenga de cometer otros delitos y la misma persona que lo
ha cometido pueda recuperar su libertad, que es el dominio de sí, y con ella la capacidad de
reprimir las tentaciones, que desgraciadamente nos acechan continuamente a lo largo de nuestro
camino. Uno ha robado: he aquí el delito; debe ponérsele en prisión: he ahí la pena. En esta simple
fórmula el delito y el castigo se consideran como dos hechos equivalentes, cuya equivalencia
incluso restablece el orden social; pero esa equivalencia disfraza la estructura profundamente
diversa del uno y del otro: una diversidad que se manifiesta, entre otras cosas, en el plano
temporal.
Hay ciertos delitos largamente preparados; ciertos hurtos, por ejemplo, que exigen mucha
paciencia; en materia de homicidio se habla a este respecto de premeditación; pero
frecuentemente, en cambio, el delito ocurre tan rápidamente que se puede decir de él que es
instantáneo: por ejemplo, un homicidio en riña o un hurto con destreza. La premeditación, en
cambio, si es un carácter accidental del delito, es un carácter esencial del castigo.
Cuando oímos decir que la justicia debe ser rápida, he ahí una fórmula que se debe tomar con
beneficio de inventario; el cliché de los llamados hombres de Estado que prometen a toda
discusión del balance de la justicia que esta tendrá un desenvolvimiento rápido y seguro, plantea
un problema análogo al de la cuadratura del círculo. Por desgracia, la justicia, si es segura no es
rápida, y si es rápida no es segura. Preciso es tener el valor de decir, en cambio, también del
proceso: quien va despacio, va bien y va lejos. Esta verdad trasciende, incluso, de la palabra
misma "proceso", la cual alude a un desenvolvimiento gradual en el tiempo: proceder quiere decir,
aproximadamente, dar un paso después del otro.
El homicidio en riña, dijimos, es un ejemplar de delito instantáneo; pero como siempre ocurre,
apenas escapa el muerto, como dice la gente, se escabullen los que reñían; la policía, en nueve de
cada diez veces, aunque acuda con urgencia, llega cuando todos han desaparecido; entonces
comienzan las investigaciones, pero aquello (y la triste crónica de estos días ofrece algún ejemplo
clamoroso de ello) es como buscar un alfiler en la arena de la playa. ¿Cuánto tiempo se necesitará
para descubrir a los que tomaron parte en la riña? Supongamos que se los capture; pero ¿serán
ellos? En cuanto a los arrestados, nueve de cada diez dirán que no. Testimonios, interrogatorios,
reconocimientos, careos: cosas todas ellas fáciles de decir, pero difíciles de hacer. Y aunque uno
confiese: sí, yo he sido quien ha disparado, dirá en nueve de cada diez veces, pero si no lo hubiese
matado yo a él, él me hubiera matado a mí; y se debe probar si es esto verdad, pues de serlo, el
homicida no debería ser castigado. Un ejemplo como este basta para demostrar cuáles son las
primeras dificultades por las cuales el castigo, desgraciadamente, no puede ser rápido, como lo es
el delito. Y esas exigencias, lógicamente, se explican reflexionando que castigar quiere decir, ante
todo, juzgar. El delito, después de todo, puede hacerse de prisa precisamente porque a menudo es
sin juicio; si quien lo comete tuviese juicio, no lo cometería; pero un castigo sin juicio sería, en vez
de castigo, un nuevo delito. Pues bien, el juicio es la mayor dificultad que el hombre encuentra en
su camino. Nuestra tragedia está en que no podemos actuar sin juzgar, pero no sabemos juzgar.
Cuando el Señor nos dijo: no juzguéis, quiso precisamente decir: despacio, en el juzgar, porque es
muy fácil equivocarse. Pero, ¿cómo se puede castigar a uno sin juzgarlo? El proceso penal, por
consiguiente, es en su esencia un juicio; pero si se lo llama proceso es cabalmente para dar a
entender que el juicio procede, o debe proceder, o no puede menos de proceder, con pies
desplomo.
Detengámonos un poco. Unos disparos de pistola llaman la atención de la gente; la gente acude a
la policía; la policía inicia sus investigaciones. Pero la policía no basta; ella es un instrumento
necesario, pero insuficiente a los fines tanto de la prevención de los delitos como de su castigo; y
no se debe ocultar que no pocas veces es peligrosa.
El sargento de los carabineros o el comisario de seguridad pública, después de las indagaciones
más urgentes, debe dejar paso al juez. Y el juez, ya se sabe, tiene que proceder con cautela:
examen de las relaciones, inspección del cadáver, de las cosas, de los lugares, interrogatorio a los
testigos, audición del imputado, solo sirven, por lo menos en los casos más graves, para darle una
primera orientación, en virtud de la cual le será posible, no ya saber sin más si debe o no castigar,
sino si debe abrir a este fin una investigación pública.
Más adelante veremos cuáles son las razones que aconsejan la publicidad del juicio penal; aunque
esta, precisamente por agravar el sufrimiento y el daño del imputado, no se la debe encarar sino
cuando se ofrecen serias probabilidades de culpabilidad en él. He aquí por qué, como diremos
mejor a continuación, el proceso penal se desdobla normalmente de lo que resultandos fases
distintas, una de las cuales toma el nombre de instrucción y la otra el de debate; las cuales sirven,
no tanto para castigar, cuanto para saber si se debe castigar; de no hacerlo así, se correría el
riesgo de castigar a inocentes.
Solo que tampoco ese doble examen que se hace normalmente mediante la instrucción y el
debate, exime del error judicial, que puede ser tanto positivo (condena de un inocente) como
negativo (absolución de un culpable). Ocurre en esta materia como en los cálculos matemáticos,
que, no tanto para estar seguros cuanto para reducir las probabilidades de error, no hay otro
camino más que el de volver a realizar la operación. Si no siempre, sí, por lo menos, las más de las
veces este es el camino que se sigue en el proceso penal. Volveremos a hablar de ello mejor más
adelante.
De cualquier modo, ya desde ahora, a lo dicho para describir un proceso penal se debe agregar
que con frecuencia, por no decir siempre, salvo que asuma una cierta importancia, el proceso
penal, después de hecho, ya termine en la condena o en la absolución, se rehace, si bien este
rehacerse no sea en todo igual a cuando se lo hizo por primera vez. Y puede también ocurrir que
no baste rehacerlo una sola vez, pues, en una palabra, la sed de justicia, que debiera saciarse ante
todo con el proceso penal, no se extingue jamás.
Ahora bien, después de estas explicaciones, la palabra "proceso" nos ha descubierto acaso un
poco de su secreto. Se trata en honor a la verdad, de un proceder, de un caminar, de un recorrer
un largo camino, cuya meta parece señalada por un acto solemne, con el cual el juez declara la
certeza, es decir, dice que es cierto: ¿el qué? Una de estas dos cosas: o que el imputado es
culpable o que el imputado es inocente. Meditemos también acerca de estas dos hipótesis.
Si es inocente, el proceso en verdad está terminado, y todos tienen la impresión de que ha
terminado del mejor de los modos; pero la verdad es que en este caso la máquina de la justicia ha
trabajado con pérdida, y la pérdida la constituyen, no solo el costo del trabajo realizado, sino sobre
todo el sufrimiento de aquel a quien se lo imputó y a menudo hasta se lo encarceló, cuando nada
de esto debía hacerse con él; sin hablar de que no raras veces para su vida ello ha sido una
tragedia, si no una ruina. Desde ahora debéis comprender que la llamada absolución del imputado
es la quiebra del proceso penal: un proceso penal que se resuelve con una tal sentencia, es un
proceso que no debiera haberse hecho, y el proceso penal es como un fusil que muchas veces se
encasilla cuando no suelta el tiro por la culata.
De todos modos, decíamos, cuando se cierra con la absolución, el proceso penal termina
verdaderamente, mientras que no ocurre así en el caso opuesto, cuando se pronuncia una
condena contra el imputado. También en este caso la impresión es que, hecha definitiva la
condena, ocurre como en el teatro cuando al final del último acto cae el telón y se vacía la sala;
pero no sería exagerado decir que en el teatro de la justicia por el contrario, el drama no solo
continúa sino que da la sensación de estar comenzando. Condenar no quiere decir, después de
todo, más que ordenar el castigo; pero este, después de ordenado, debe ser ejecutado, y la
ejecución, muy frecuentemente, dura años y años, y no pocas veces dura toda la vida del
condenado. Con la condena definitiva cae efectivamente el telón en uno de los teatros de la
justicia, pero se alza en otro: el primero se llama tribunal, el segundo penitenciaría. Y el proceso
sigue procediendo, continúa su triste camino. La condena, al cabo, se asemeja a la diagnosis del
médico: un hombre está enfermo y se le debe curar, dice este; un hombre es culpable y debe ser
castigado, ha dicho el juez; pero ¿ha terminado el cometido del médico cuando ha diagnosticado la
enfermedad y prescrito la cura? Tampoco el oficio del juez queda cumplido cuando ha pronunciado
la condena.
De acuerdo con los técnicos después del proceso de cognición, que sirve para conocer si un
hombre es culpable o inocente, cuando se resuelve con la condena, viene el proceso de ejecución,
sin embargo, durante mucho tiempo se ha creído que la ejecución era algo muy diverso de la
cognición y no tenía nada de común con el proceso. Claro, últimamente, se han modificado estas
ideas. Hoy, por ejemplo, se piensa que son, en cambio, dos fases de un mismo proceso, como son
dos fases de la medicina el diagnóstico y la cura. Con esta diferencia por desgracia en daño de la
cura del alma en comparación con la cura del cuerpo, se dice, que igualmente, cuando la
experiencia de la cura advierte al médico que el diagnóstico estaba equivocado, puede él
corregirlo, sería absurdo que no se lo pudiera hacer también así respecto del alma; pero en cambio
la cura del culpable prescrita por el juez con la sentencia de condena, salvo casos excepcionales,
es por desgracia irrevocable, y son pocos, incluso poquísimos, los que se rebelan contra este
absurdo. De todos modos, decíamos, al transferirse del tribunal a la penitenciaría, el proceso
continúa su triste camino. También aquí la gente tiene impresiones equivocadas, que debo tratar
de rectificar. Se tiene la impresión de que, cuando la pena infligida con la condena ha sido expiada,
o como se dice, cuando se ha cumplido la condena el camino ha llegado por fin a la meta. Pero
¿cuál es la meta de la cura de un enfermo, sino su curación? Si la cura no resulta, ¿no se intenta
otra? En cambio, la cura del delito, que es el proceso penal, termina de todos modos en el
momento fijado, sin que nadie se preocupe por saber si se ha curado el enfermo ni cuál habrá de
ser su suerte cuando se le haya dado de alta en el hospital.
Por desgracia, las curaciones son pocas. Las hay, naturalmente; sería injusto negar un cierto
progreso también en este sentido. Por eso cuando el enfermo se decide a recuperar la salud, la
cárcel, como el hospital, no es ya un lugar de dolor; entonces el camino se alegra, como cuando al
frío del invierno sucede el calor de la primavera; pero la verdad es que esos enfermos, cuando
curan, nadie sabe si han curado siquiera; y si alguien lo sabe, los demás no lo creen. La gente los
considera enfermos todavía, temen su contagio, los rehúyen y rechazan; y así aquel retorno a la
vida que ellos soñaron para cuando se les abrieran las puertas de la cárcel, se resuelve en una
desilusión atroz, pues si ellos se han hecho con la expiación idóneos para ser reincorporados a la
sociedad, esta se niega a admitirlos. De esta manera, aun cuando parezca que ha conseguido su
fin, el proceso penal ha fracasado en su objeto.
III
EL PROCESO CIVIL
El proceso civil se distingue, a simple vista, del proceso penal, por un carácter negativo: no hay un
delito. Siendo el delito negación de la civilidad, podríamos llamar al proceso penal a fin de
entendernos, un proceso incivil; y al proceso civil, en cambio, lo llamaríamos civil porque se realiza
inter cives, es decir, entre hombres dotados de civilidad.
Esta es la apariencia; pero si bien se mira hay algo más hondo, que puede modificar la primera
impresión. Es asunto, ante todo, de entendemos sobre el concepto de civilidad. Civilitas es el modo
de ser del civis o también de la civitas, es decir, del ciudadano y de la ciudad. También desde este
punto de vista surge un rayo de luz de la palabra: civis, probablemente, deriva, de cum iré, ir o
andar conjuntamente. La civilidad no es, pues, otra cosa que un andar de acuerdo; pero si los
hombres tienen necesidad del proceso, quiere ello decir que falta el acuerdo entre ellos, Y vuelve a
aflorar aquí el concepto aquel del acuerdo que ya dijimos es fundamental para el derecho.
El bacilo de la discordia es el conflicto de intereses. Quien tiene hambre, tiene interés en disponer
del pan con que saciarse; si son dos los que tienen hambre y el pan no basta más que para uno,
surge el conflicto entre ellos. Conflicto, que, si los tales son inciviles, se convierte en una lucha: en
virtud de esta, el más fuerte se sacia y el otro continúa con hambre. En cambio, si fuesen
enteramente civiles o civilizados, se dividirían el pan, no según sus fuerzas, sino según sus
necesidades. Pero puede darse también un estado de ánimo del que no surja la lucha, pero del
que puede surgir de un momento a otro: uno de los dos quiere todo el pan para sí y el otro se
opone a ello. Una tal situación no es aún la guerra entre ambos, pero la contiene en potencia por lo
cual se comprende que alguien o algo deban intervenir para evitarla. Ese algo es el proceso, que
se llama civil porque todavía no ha surgido el delito que reclama la pena; y la situación frente a la
cual interviene, toma el nombre de litis o litigio.
La litis es, pues, un desacuerdo. Elemento esencial del desacuerdo es un conflicto de intereses: si
se satisface el interés del uno, queda sin satisfacer el interés del otro, y viceversa. Sobre este
elemento sustancial se implanta un elemento formal, que consiste en un comportamiento
correlativo de los dos interesados: uno de ellos exige que tolere al otro y la satisfacción de su
interés, y a esa exigencia se la llama pretensión; pero el otro, en vez de tolerarlo, se opone.
No hay necesidad de agregar que la litis es una situación peligrosa para el orden social. La litis no
es todavía un delito, pero lo contiene en germen. Entre litis y delito, hay la misma diferencia que
existe entre peligro y daño. Por eso litigiosidad y delincuencia son dos índices correlativos de
incivilidad: cuando más civil o civilizado es un pueblo, menos delitos se cometen y menos litigios
surgen en su seno.
En la litis va siempre implícita una injusticia. En efecto, no es posible que ambos litigantes tengan
razón, esto es, que tanto la pretensión como la oposición respondan a la justicia: o es justa la una o
es justa la otra, o una y otra solo son justas en parte. Ahora bien, la injusticia perturba el orden y la
paz social. Por eso es necesario, no tanto que los litigantes se pongan de acuerdo, cuanto que el
acuerdo sea justo; tampoco en música un acorde que desentone, es acorde. No se debe creer,
pues, socialmente útil que uno de los dos se rinda a la voluntad del otro, si es injusta; en tales
casos, no hay más que una apariencia de paz, ya que la paz sin justicia no es paz. La moral no
aconseja nunca la vileza: resistir al comportamiento injusto del adversario no es contrario sino
conforme a la moral. De ahí que, para eliminar el litigio, no sirva tanto un medio que impida a la litis
que degenere en lucha abierta, cuanto un medio, que, encontrando la senda de la justicia,
componga a los litigantes en paz. Este medio es el proceso civil.
El proceso civil, pues, opera para combatir la litis, como el proceso penal opera para combatir el
delito. Pero la acción, o mejor la reacción del proceso civil, es más compleja que la del proceso
penal. Este último, mientras no se dé, si no propiamente la existencia, por lo menos la apariencia
de un delito, no se pone en movimiento. En cambio, el proceso civil puede operar, no solo para la
represión, sino también para la prevención del litigio, a fines higiénicos y no terapéuticos.
Precisamente la actividad preventiva del proceso civil se da en presencia de ciertas situaciones
que pueden propiciar la injusticia. Por eso, porque la injusticia es el bacilo de la discordia, el
proceso opera a fin de que no se manifieste. A estas dos formas del proceso civil, preventiva o
represiva, se podría dar genuinamente el nombre del proceso civil con litis o sin litis; pero la ciencia
jurídica, que no ha llegado todavía a descubrir, no tanto la distinción, cuanto la coordinación entre
ellas, utiliza las dos fórmulas, mucho menos claras, de proceso contencioso y proceso voluntario.
El proceso civil voluntario, que tiene por tanto carácter preventivo, es la figura menos importante, o
con más exactitud, menos compleja de las dos; por eso escapa fácilmente a la atención de quien
no se ocupa de él. Sin embargo, es harto conocido que en muchos casos se recurre al juez para
obtener permisos, autorizaciones, convalidaciones de ciertos actos respecto de los cuales es más
grave el peligro de injusticia. Por ejemplo, cuando alguien quiere adoptar a otro como hijo, o
cuando el esposo quiere vender un bien dotal, o cuando el progenitor quiere realizar un negocio
que excede de la administración ordinaria sobre los bienes de sus hijos menores, o cuando varias
personas quieren constituir entre sí una sociedad por acciones: esos actos no quedan válidamente
realizados sin la intervención del juez, quien tiene precisamente el deber de impedir que se lleven a
cabo si no responden a la justicia. Pero para cumplir con ese deber realiza a su vez y ordena
realizar una serie de actos que constituyen un proceso; ese proceso, no siendo evidentemente un
proceso penal, no puede ser más que un proceso civil.
La figura del proceso civil que más llama la atención del público, es el proceso represivo, o
contencioso, como se lo quiera llamar, que se desarrolla en presencia de un litigio; será uno que
pretende ser hijo de otro, mientras ese otro niega ser su padre; será uno que sostiene tener la
propiedad de un poder que otro posee, mientras ese tal no quiere reconocer su propiedad; serán
dos vecinos que litigan acerca de una servidumbre de paso, que el uno reclama y el otro discute;
serán dos socios que no están de acuerdo acerca de la parte de utilidades que a cada uno de ellos
le corresponde; serán los herederos legítimos que afirman la nulidad del testamento a favor de un
extraño mientras este está convencido de su validez; será el vendedor de una mercadería que pide
el pago del precio mientras el comprador quiere restituírsela porque, según él, no responde a la
calidad pactada. En todos estos casos, y en mil casos más, en que el egoísmo pone en
desacuerdo a los hombres que se encuentran en conflicto de intereses, vemos que se dirigen al
juez para pedirle cada cual que le dé a él la razón y se la niegue al otro litigante.
El proceso civil contencioso se caracteriza, pues, por un contraste entre dos hombres o entre dos
grupos de hombres, cada uno de los cuales pretende tener razón o se queja de la injusticia del
otro, lo que viene a ser lo mismo. El proceso penal se realiza aun cuando el que ha cometido un
delito se reconoce culpable de él y admite que debe ser castigado; no así el proceso civil.
Nosotros decimos, para representar esta diferencia, que un proceso civil no se puede promover de
oficio; el juez, a fin de promoverlo, debe ser solicitado por quien en ello tenga interés; son raros los
casos en los cuales la iniciativa puede partir de un magistrado del que hablaremos más adelante, y
que se llama ministerio público.
Naturalmente, cuando se trata de proceso contencioso, esta dependencia de la iniciativa de los
litigantes, que constituye su fuerza motriz, viene a ser una razón de que también el proceso civil,
como el proceso penal, esté llamado a recorrer un lento y largo camino: no solo la justicia penal,
sino también la justicia civil, anda como una tortuga.
A primera vista puede parecer que la verdad, cuando se trata de contratos o en general de
negocios lícitos y no de delitos, no se ocultará al juez como cuando tiene, en cambio, que descubrir
un delito. Pero desgraciadamente los litigantes, cada uno de los cuales cree tener razón, o en todo
caso quiere vencer aunque no la tenga, procuran, como se suele decir, embrollar los papeles. Por
otra parte, difícilmente pueden encontrar un límite en la proposición de sus demandas, en la
exposición de sus razones, en la exhibición de sus pruebas y en la presentación de sus
reclamaciones. Así, los oímos frecuentemente quejarse de que la justicia no sea rápida, aunque si
se tomaran el trabajo de hacer un examen de conciencia, tendrían que convencerse de que la
culpa de su lentitud grava en gran parte sobre sus espaldas. Ellos la cargan a la cuenta de muchas
otras causas, entre las cuales ocupa el primer puesto la imperfección de la máquina procesal; y no
decimos que no haya algo de verdad en sus quejas, pero se debe confesar también que aun
cuando se eliminasen esas causas, sería la naturaleza de la litis la que retardara el paso de la
justicia civil.
La verdad es que si uno de los litigantes, normalmente el que pide al juez que cambie el estado de
las cosas (el acreedor que quiere ser pagado, el propietario que quiere recuperar su fundo, el
comprador que pretende la entrega de la mercadería que se le debe), tiene interés en que se
proceda rápidamente, el otro, el que si pierde tendrá que pagar, restituir o entregar, tiene interés en
lo contrario. Ninguno de ellos se resigna a dejar al otro la última palabra. Si una providencia del
juez no responde a sus deseos cada cual busca todos los medios para hacer que se la revoque o
modifique; y si no lo consigue, difícilmente se resigna a ejecutar las órdenes del juez, y entonces
también el proceso civil debe proseguir pasando, como se dice y como veremos, de la fase de
cognición a la fase de ejecución. Así el proceso se arrastra en medio de una maraña de dificultades
que retardan su marcha, agravan el costo y a menudo comprometen su resultado.
Siempre están dispuestos a cargar la culpa a los demás y con facilidad olvidan sus propias
responsabilidades.
IV
EL JUEZ
Tanto el proceso penal como el proceso civil nos ofrece una distinción entre quien juzga y quien es
juzgado. Basta penetrar en la sala de un tribunal para advertir que tal distinción se da entre uno
que está arriba y otro que está abajo, entre un súbdito y un soberano. Debemos ahora meditar
acerca de esta posición diversa.
En fin de cuentas, la necesidad del proceso se debe a la incapacidad de alguien para juzgar, por sí,
acerca de lo que debe hacerse o no hacerse. Si quien ha robado o matado hubiese sabido juzgar
por sí, no hubiera robado ni matado; y si los litigantes supiesen juzgar por sí mismos, no litigarían,
pues reconocerían por sí mismos la razón y la sinrazón. El proceso sirve, pues, en una palabra,
para hacer que entren en juicio aquellos que no lo tienen. Y puesto que el juicio es propio del
hombre, para sustituir el juicio de uno al juicio de otro u otros, haciendo del juicio de uno la regla de
conducta de otros. El que hace entrar en juicio, es decir, el que suministra a los otros que lo
necesitan, su juicio, es el juez.
Juez es, en primer lugar, uno que tiene juicio; si no lo tuviese, ¿cómo podría darlo a los demás?
Se dice que tienen juicio los que saben juzgar. He aquí por qué, para comprender cómo se hace un
proceso, se debe comprender, cómo se hace para juzgar. Y he aquí por qué la ciencia del derecho,
y en particular la ciencia del proceso, nos sitúa ante el más difícil de los problemas; no es
exagerado decir que es el menos soluble de los problemas. Quienes dudaron y dudan todavía de
que exista una ciencia verdadera y propia del derecho, del mismo rango que las ciencias naturales,
tiene la intuición más o menos clara de esta verdad: la ciencia del derecho tendría que ser la
ciencia del juicio, ¿y quién ha poseído o quién poseerá una ciencia del juicio?
En la raíz de esa intuición está, aun para los no creyentes, la palabra de Cristo: no juzguéis. Si
supiesen qué quiere decir juzgar, se darían cuenta de que es lo mismo que ver en el futuro; pero el
hombre es prisionero del tiempo y el juicio es una evasión imposible. Todo esto lo digo para hacer
comprender una sola cosa, para tener una idea del proceso: el juez, para serlo, debiera ser más
que hombre: un hombre que se aproximara a Dios, De esta verdad conserva un recuerdo la historia
al mostramos una primitiva coincidencia entre el juez y el sacerdote, que pide a Dios y obtiene de
Dios una capacidad superior a la de los demás hombres. Aun hoy todavía si el juez, pese al
desprecio hacia las formas y los símbolos, que es uno de los caracteres peyorativos de la vida
moderna, lleva el hábito solemne que llamamos toga, ello responde a la necesidad de hacer visible
la majestad; y esta es un atributo divino.
Pero ¿dónde encontrar un hombre que sea más que hombre? El problema del proceso, en este
aspecto, parece un rompecabezas. Probablemente las soluciones, en el plano lógico, son dos,
dependientes de los dos conceptos de la cualidad y de la cantidad. Desde el punto de vista
cualitativo, aflora nuevamente la coincidencia original entre el juez y el sacerdote. En el aspecto
cuantitativo, se trata de acrecentar la idoneidad del hombre, poniendo varios hombres a la vez;
este es el principio del colegio judicial o del juez colegiado; en sus orígenes, juez, particularmente
en los procesos penales, era todo el pueblo. Toda la obra de la humanidad en orden a la elección
del juez, se realiza a la luz de estas ideas.
Todos están de acuerdo en reconocer que debiera ser juez el mejor; pero ¿cómo se encuentra al
mejor? Cuando el derecho se ha separado de la religión y el proceso ha venido perdiendo su
carácter sagrado, el problema de la elección del juez, en su aspecto cualitativo, ha pasado a ser el
problema del órgano de la elección: el mejor debiera buscarlo el que tuviera la capacidad para
elegir. Hoy la regla consiste en que el juez es elegido por el Estado, es decir, por ciertos órganos
del Estado, según ciertos dispositivos que se conceptúan idóneos para hacer la elección. Estos
dispositivos son de dos tipos, según que la elección se haga desde arriba o desde abajo, por
decreto o por elección.
En Italia no existen actualmente jueces electivos; pero los hay, por ejemplo, en la vecina Suiza.
Una forma de investidura electiva se puede contemplar en el arbitraje, en cuanto se consiente
dentro de ciertos límites que provea al proceso civil un juez elegido por acuerdo entre las partes.
No se debe creer que con ello se sustituya a la justicia del Estado por una justicia privada; al
contrario, tanto el proceso penal como el proceso civil constituyen siempre una función del Estado,
precisamente porque tanto el delito como el litigio interesan al orden social, y el Estado no puede
nunca permanecer indiferente respecto de él. Naturalmente, en ciertos casos, también el ejercicio
de esta función pública se puede consentir a un particular, que está no obstante sometido de varias
maneras a la autoridad del Estado. Con este límite, o si se quiere con esta excepción, el juez es
elegido por el Estado en los Estados modernos; incluso, a fin de garantizar su idoneidad, es un
funcionario del Estado vinculado a este por una relación de empleo, en virtud de la cual queda
investido de poderes y gravado con una obligación determinada, como medios para el fin del
cumplimiento de su altísima función. La intuición originaria, según la cual, para poseer el juicio
necesario para hacer justicia, es preciso sumar varios hombres a la vez, conserva su valor aun
después de que se ha constituido poco a poco una técnica y sobre ella una ciencia del proceso. El
llamado colegio judicial o juez colegiado es, aun en el día de hoy, un tipo de juez que existe, más
que al lado, por encima del juez singular, en el sentido de que se considera que ofrece mayores
garantías al feliz cumplimiento de su oficio; pero solo en razón del mayor costo, para los procesos
penales o civiles de menor importancia, se prefiere el juez singular al colegiado. En el fondo, la
constitución colegial del juez se explica por la limitación de la mente humana por un lado y por su
diversidad por el otro. Poniendo varios hombres juntos se consigue, o se espera conseguir por lo
menos, la construcción de una especie de superhombre, que debiera poseer mayores aptitudes
para el juicio de las que posee en singular cada uno de los que lo integran. El fenómeno es el
mismo que aquel por el cual se uncen al arado una o más yuntas de bueyes en vez de un solo
buey; pero cualquiera se hace cargo de que el mayor rendimiento de la yunta está condicionado
por el trabajo efectivo de cada uno de sus miembros, y no es fácil, por exigencias técnicas además
de razones psicológicas, obtener de todos los miembros del colegio judicial una participación igual
en el trabajo común, La figura más interesante de formación colegiada del juez es la que toma el
nombre de colegio heterogéneo, en razón de que no todos los jueces reunidos en el colegio tienen
una misma preparación técnica. Compárese, a este respecto, la composición de una Corte de
Apelación o de la Corte de Casación con la de la Corte de Assises: en esta, además de los jueces
técnicos, o sea de los jueces que son técnicos del derecho, sesionan predominantemente los
llamados jueces populares o legos, llamados así por cuanto se prescinde en su elección de un tipo
específico de cultura. Esta formación mixta del colegio encuentra su razón profunda, no solo en la
necesidad de la más diversa experiencia de la vida, en cuanto al conocimiento del derecho para
juzgar bien, sino también en el peligro de que la costumbre de juzgar determine una especie de
deformación profesional que termine por embotar la sensibilidad del juez y con ella su capacidad
de apreciar intuitivamente los valores humanos.
Hemos esbozado así el planteamiento de un problema muy grave, del cual la naturaleza de estas
lecciones no nos permite una adecuada profundización, para el cual se han intentado en el curso
de la historia otras soluciones. Los menos jóvenes, entre quienes me escuchan, recordarán que en
un pasado no muy remoto la Corte de Assises ha experimentado una importante transformación:
en el sentido de que en otro tiempo los jueces populares participaban en el juicio con funciones
distintas de los jueces técnicos, ya que solo se les encomendaba a ellos la comprobación de los
hechos, mientras que se reservaba a los técnicos la aplicación del derecho; ahora en cambio, los
jueces populares y los de derecho concurren con iguales poderes tanto a la comprobación de la
culpabilidad como al castigo del culpable; y no se puede decir que la reforma haya satisfecho gran
cosa las exigencias de justicia respecto a lo que los franceses llaman les grandes crimes [los
grandes delitos]. Ciertamente, una colaboración de los legos con los técnicos del derecho es
necesaria tanto para resolver problemas técnicos distintos de los que se refieren al derecho (para
indagar, por ejemplo, las causas del derrumbamiento de un edificio o de la muerte de un hombre),
como también para suministrarle un criterio de justicia inmediato e independiente de los esquemas
de la ley, los cuales a menudo se adaptan mal a la naturaleza del caso; pero a esta necesidad,
mejor que la introducción del lego en el colegio judicial, responde su asistencia al juez de derecho
en concepto de consultor. En el lenguaje corriente se continúa hablando, en este sentido, de
pericia y de peritos, pero esta fórmula no expresa tan exactamente como la otra, la idea del
consejo y del consejero, con la cual se transfiere simplemente al proceso una práctica muy útil y
difundida en la vida: quien tiene que resolver en asuntos de gran importancia, pide consejo a uno o
más hombres cuya experiencia y prudencia estima, sin que con ello delegue en ellos su juicio,
simplemente se sirve de ellos como se serviría de un apoyo en un paso peligroso del camino. Esta
del consultor, o perito, como se quiera decir, no es la única asistencia necesaria al juez en su difícil
actuación, e incluso es una asistencia de la cual no siempre tiene necesidad, mientras que es
constante la exigencia de que sea ayudado por otros respecto a las formas de actividad inferior que
responden a las llamadas funciones de orden, según la terminología burocrática. Así, vemos en
primera línea, al lado de él, dos figuras bien conocidas, que son la del secretario y la del oficial
judicial, adscrito el primero particularmente a la documentación de los actos del proceso, esto es, a
formar los documentos que constituyen la prueba de él, y el segundo a la notificación, o sea, a
suministrar las noticias que son necesarias para procurar al juez la presencia y colaboración de
personas respecto de las cuales, o en concurso de las cuales, tiene él que actuar. El juez, singular
o colegiado, juntamente con el secretario y el oficial judicial, son las figuras principales que
constituyen un grupo de empleados del Estado que, por la estabilidad de sus cometidos, se llama
oficio, y por el carácter específico de los mismos, se denomina oficio judicial. Salvo los casos de
ordenamientos relativos a unidades políticas de menores dimensiones (como sería, por ejemplo, la
República de San Marino, o algún cantón de la Confederación helvética), un solo oficio judicial
sería insuficiente para todo el territorio del Estado; y por otra parte un juez, singular o colegiado, un
secretario o un oficial judicial, no bastarían para constituir un oficio que tiene que proveer, no a un
solo proceso, sino a todos los procesos necesarios para administrar justicia de acuerdo con las
exigencias de un determinado sector de población. De ahí que veamos que en Italia hay diversos
tribunales constituidos en las diversas capitales de departamentos, y que, por otra parte, de cada
tribunal forman parte jueces, secretarios y oficiales judiciales, en un número superior a los que
bastarían para la gestión de un proceso singular. Por otra parte, en el conjunto de los oficios se
dejan sentir las exigencias que plantea la especialización en orden a las diversas materias de los
asuntos y de los litigios que se presentan al juicio, y también de las diversas funciones que al
respecto se ven obligados los jueces a ejercer, al punto de que entre los varios oficios deben
distribuirse los cometidos según un plano que da lugar al instituto de la competencia judicial. Si al
conjunto de los asuntos y de los litigios se atribuye un cierto volumen, es fácil ver que la
distribución se hace en sentido horizontal y en sentido vertical, esto es, principalmente en razón del
territorio o en razón de la función; así se distinguen, por ejemplo, el tribunal de Roma del tribunal
de Nápoles o de Milán; por otra, en la circunscripción de Roma el tribunal se distingue de la Corte
de Apelación o de la Corte de Casación; e igualmente el tribunal de menores o el tribunal militar se
distinguen del tribunal ordinario.
V
LAS PARTES
El juez es soberano; está sobre, en alto, en la cátedra. Abajo, frente a él, está el que debe ser
juzgado. ¿El o los? Se perfila a este propósito una diferencia que parece distinguir el proceso penal
del proceso civil; en este último, aquellos sobre quienes se debe juzgar son siempre dos: no puede
el juez dar razón a uno de ellos sin negársela al otro, y viceversa; en cambio, en el proceso penal
el juicio atañe solamente al imputado. Cuando además del imputado hay también la llamada parte
civil, no se trata ya de proceso penal puro, sino de un proceso mixto, en el cual se mezcla el penal
con el civil. Pero, si se pone mayor atención, se advierte que esa diferencia no tanto distingue al
proceso penal del proceso civil, como al proceso voluntario del proceso contencioso, y
precisamente por ello el proceso penal pertenece a la primera de estas dos categorías: por
ejemplo, aun cuando el progenitor pida autorización para vender un bien del hijo menor o el esposo
para vender un bien dotal, no se trata de dar razón o negarla a uno con respecto al otro. Podríamos
decir, para entendernos, que el proceso contencioso es esencialmente bilateral, mientras que el
proceso voluntario es, o puede ser al menos, unilateral; por eso el proceso contencioso es respecto
del proceso voluntario un proceso de partes. La estructura del proceso contencioso permite
entender por qué los que deben ser juzgados se llaman partes, que es un nombre extraño y un
poco misterioso. ¿Qué tiene que ver con el proceso, y en general con el derecho, la noción de
parte? La parte es el resultado de una división: el prius de la parte es un todo que se divide. La
noción de parte está, por tanto, vinculada a la de discordia, que a su vez es el presupuesto
psicológico del proceso; no habría ni litigios ni delitos si los hombres no se dividiesen. Con estas
reflexiones el nombre de parte aparece expresivo y feliz. Los litigantes son partes porque están
divididos; si viviesen en paz formarían una unidad; pero también el delito, cuyo concepto está
estrechamente vinculado al de litigio, resulta de una división. Se comprende, pues, que también el
imputado, frente al juez, sea una parte; y de ahí que la diferencia entre proceso penal y proceso
civil, o más genéricamente, entre proceso voluntario y proceso contencioso, sea únicamente en el
sentido de que en este último las partes comparecen en escena, mientras que en el proceso penal,
o en general en el proceso voluntario, una de ellas queda entre bastidores. Sobre el fondo del
proceso las partes son, pues, siempre dos. Cuando se trata de delito se distinguen por una razón
sustancial: uno es el que actúa, y otro es el que sufre la acción; uno es el ofensor y otro el
ofendido. En cambio, cuando se trata de litigio, la distinción se funda en la iniciativa: una de las dos
partes pretende y la otra resiste a la pretensión. El criterio de la distinción es común: agresor y
agredido. En el proceso penal, dijimos, el agredido no comparece como parte, esto es, como
justificable; pero, puesto que quien ha cometido un delito debe no solo sufrir la pena sino restituir
también a quien lo ha sufrido, las cosas que le ha quitado, y en todo caso resarcirle por los daños,
se consiente que el juez penal juzgue también acerca de ello, es decir, que cuando declara la
certeza del delito y aplica la pena, condene también al culpable a la restitución y al resarcimiento
por el daño. Entonces, como dijimos, el proceso penal se complica con un proceso civil, y también
la otra parte, es decir el ofendido, entra en escena con el nombre de parte civit La parte en el
proceso penal toma el nombre de imputado. Imputado es aquel que es sometido al proceso penal a
fin de que el juez compruebe si ha cometido o no un delito, y en caso afirmativo lo castigue. El
proceso penal nace, por tanto, con la imputación, acto propio del juez por el cualm afirma que es
probable que tal haya cometido un delito. Pero, así como el hombre antes de nacer tiene una vida
intrauterina, así también ocurre en el proceso penal; antes de formular la imputación se realizan
ciertos actos preparatorios de ella: por ejemplo, si se encuentra un cadáver y hay razón para
sospechar que la muerte proviene de delito, se hacen las indagaciones preliminares que tienden a
establecer ante todo las causas de la muerte, y en segundo lugar, si resulta que se trata de
homicidio, quién pudo haberlo cometido; pero mientras no haya un indicio en lugar de la simple
posibilidad, no entra en existencia un proceso penal verdadero y propio. En esta fase puede
intervenir el oficio judicial, aunque por lo común actúa la policía judicial, constituida por empleados
del Estado pertenecientes a una rama distinta de la administración pública. Estos colaboran sin
duda con el juez, y en particular preparan su intervención, no importa, que según el ordenamiento
vigente no tenga todavía respecto de él una posición de verdaderos y propios auxiliares. Las partes
adoptan en el proceso civil el nombre de actor y demandado. Mientras que imputado se llega a ser
a consecuencia de aquel acto del juez que hemos visto es la imputación, la cualidad de actor o
demandado depende de una iniciativa de las partes. Actor es propiamente aquella de las partes
que pide al juez el juicio, y se llama, así, precisamente porque toma la iniciativa de la actuación; y
es demandado aquel respecto del cual se demanda el juicio, y se lo llama así porque se le pide,
invita o demanda, presentarse ante el juez juntamente con el actor, a fin de que el uno y el otro
puedan ser juzgados. Imputado puede ser un hombre siempre que sea una persona. Actor o
demandado, en cambio, pueden ser hombres aunque no sean personas o personas aunque no
sean hombres. Esto, que en un principio puede provocar una impresión desconcertante, se refiere
a un aspecto sumamente delicado del ordenamiento jurídico, que atañe a la personalidad. Hombre
y persona no son la misma cosa, el primero de estos conceptos se refiere a la vida física, el
segundo a la vida espiritual. Puesto que todo hombre, por lo menos en su normalidad, tiene una
vida espiritual además de la vida física (normalmente ambos conceptos coinciden); pero pueden
darse hombres que no sean personas y personas que no sean hombres. Personas, en una fase de
la civilidad o civilización casi totalmente superada, no eran los esclavos, no porque no tuviesen una
vida espiritual, sino porque esta no les era reconocida (a propósito de lo cual, aunque no podamos
desarrollar este concepto, diré que la vida del espíritu se resuelve en la libertad). Hoy, como
decíamos, está abolida la esclavitud, particularmente según el ordenamiento italiano; sin embargo,
se dan hombres a los cuales no se les reconoce la personalidad; puesto que el reconocimiento de
la personalidad ocurre mediante la atribución de la capacidad jurídica, se los llama entonces
incapaces, como los infantes y los enfermos mentales. Pero puede darse también la situación
inversa, o sea el reconocimiento de la personalidad no ya a hombres, sino a grupos de hombres
que son considerados por el derecho como un solo hombre, y en tal caso, en el lenguaje jurídico
corriente se habla de personas jurídicas en lugar de personas físicas. El problema de las personas
jurídicas constituye, a su vez, el aspecto más delicado del problema de la personalidad, y
naturalmente no podemos hacer aquí más que esbozarlo: baste indicar que su nudo más apretado
es si la atribución de la personalidad, es decir de una vida espiritual autónoma a un grupo de
hombres y no a un hombre singular, constituye una ficción del derecho o el reconocimiento, en
cambio, de un modo de ser de ese mismo grupo según la realidad. La fórmula que hace poco he
empleado: imputado puede ser un hombre siempre que sea una persona, y actor o demandado
puede ser un hombre aunque no sea persona o una persona aunque no sea un hombre, expresa
una de las diferencias más destacadas entre el proceso penal y el proceso civil. Puesto que el
proceso penal solo se hace para certificar y actuar la responsabilidad penal, el concepto de parte
está doblemente limitado respecto de él. No puede ser imputado, porque no es penalmente
imputable, un niño menor de nueve años o un enfermo mental, como no puede ser penalmente
imputable una persona jurídica (por ejemplo, una sociedad comercial); imputado puede ser quien
no sea penalmente imputable solo con la condición de que se ignore en el momento de la
imputación que él no es imputable y el proceso se haga para saber si lo es o no. Así, puede ser
imputado un niño entre los nueve y los catorce años porque su imputabilidad depende no
exclusivamente de la edad, sino del discernimiento, el cual no se puede establecer más que en el
proceso y por medio del proceso. En cambio, puesto que el proceso civil se hace para reprimir o
para prevenir una litis, el concepto de parte respecto de él se extiende a todos los hombres aunque
no sean personas y a todas las personas aunque no sean hombres, en cuanto se encame en ellos
uno de los intereses comprometidos en el litigio. Un niño de menos de nueve años o un enfermo
mental no puede haber cometido un delito, pero puede ser propietario de una cosa, así como
acreedor o deudor de una suma; igualmente, una sociedad comercial puede haber comprado,
vendido o arrendado, y encontrarse comprometida en una litis referente a uno de tales contratos.
Otra es la cuestión sobre si y cómo, el menor, el enfermo mental o la persona jurídica pueda hacer
valer sus derechos ante el juez. Pero esto es un asunto del que por el momento no debemos tratar,
ya que aquí las partes solo se consideran en su posición de personas acerca de las cuales se debe
emitir el juicio, no en cuanto actúan en el proceso, sino solamente en cuanto lo sufren, es decir, en
cuanto son juzgados. Ser juzgables (es decir, personas acerca de las cuales se debe emitir un
juicio) y ser juzgados quiere decir tener que prestar obediencia al juicio del juez. El juicio del juez,
tal cual se forma, con los modos que veremos, es el proceso, no es un juicio cualquiera; en
particular, no tiene el simple valor de un consejo, de modo que aquel a quien se lo dirige pueda
seguirlo o no, según le parezca bien o mal; es un juicio que tiene la fuerza de un mandato, cual si
estuviese escrito en la ley. La ley dice: quien roba, es castigado; y el juez dice: Tocio ha robado, y
por tanto lo castigo. Ello es como si en la ley estuviese escrito: Tocio debe ser castigado. La ley
dice: el padre debe mantener y educar al hijo menor de edad; y el juez dice: Cayo es padre del
menor de edad Sempronio; ello es como si en la ley estuviese escrito: Cayo debe mantener y
educar a Sempronio. La ley dice: quien ha librado una letra de cambio debe pagarla a su
vencimiento; y el juez dice: Comelio ha librado una letra de cambio a Mevio; ello es como si la ley
dijese: Comelio debe pagar a Mevio el importe consignado en la letra de cambio. La ley dice: el
marido solo puede vender un bien dotal en caso de necesidad o de utilidad evidente; y el juez dice:
es necesario o manifiestamente útil que Juliano venda el fundo entregado en dote por su esposa;
ello es como si estuviese escrito en la ley que Juliano puede vender aquel fundo. El juicio del juez
transforma, pues, el mandato genérico de la ley (quienquiera que robe debe ser castigado;
quienquiera que sea padre debe mantener y educar al hijo menor; quienquiera que esté obligado
cambiariamente debe pagar al vencimiento la suma indicada en la letra de cambio; quienquiera que
sea esposo donatario puede vender un bien dotal en caso de necesidad o de utilidad evidente), es
un mandato específico dirigido a la parte o partes respecto de las cuales se lo pronuncia. Los
juristas expresan esta eficacia, del juicio pronunciado por el juez con la fórmula de cosa juzgada:
cosa, en esta fórmula, quiere significar la materia del juicio, es decir la posición de la parte o de las
partes, que antes del juicio era incierta y en virtud del juicio se ha convertido en cierta; antes era
una cosa pendiente de juicio, y después ha venido a ser una cosa juzgada; y una vez que ha sido
juzgada, no se puede ya discutir sobre ella. Por eso, antiguamente se decía resiudicata pro veritate
habetur [la cosa juzgada vale como verdad]; el juez se habrá equivocado pero su equivocación es
irrelevante porque el juez, según la ley, no se puede equivocar. Por eso las partes deben
someterse y obedecer al juicio del juez. Aquí reaparece el sentido profundo de la palabra parte: el
juez, frente a las partes, representa al todo, y la parte desaparece frente al todo; la parte puede
contradecir a otra parte, pero no al juez. El juez tiene en su mano la balanza y la espada; si la
balanza no basta para persuadir, la espada sirve para constreñir. Por eso, cuando el ladrón ha sido
condenado, debe ir a prisión, de grado o por fuerza; cuando al deudor le exige el juez que pague la
letra de cambio, si no paga se le quitan tantos bienes cuantos sean necesarios para traducirlos en
el dinero necesario para el pago; cuando el juez ha ordenado la trascripción de una venta, el
conservador de las hipotecas (registrador de la propiedad) la transcribe sin más, aunque una de las
partes se oponga a ello. Los juristas dicen a este propósito que el juicio del juez tiene fuerza
ejecutiva, y quieren decir con ello que, aunque las partes no se presten a ejecutarlo, alguien
interviene para hacerlo ejecutar por la fuerza.
VI
LAS PRUEBAS
Se ha dicho que el juez hace historia; no es todo lo que se debe decir de él, pero lo cierto es que el
primero de sus cometidos es precisamente el de la historia, o mejor el de la historiografía,
concebida en sus términos más estrictos y acaso no suficientes. El historiador escruta en el pasado
para saber cómo ocurrieron las cosas. Los juicios que él pronuncia, son por tanto juicios de
realidad, o más exactamente juicios de existencia; en otras palabras, juicios históricos. Un hecho
ha ocurrido o no, Tocio ha robado o no, Cayo ha engendrado o no a Sempronio, Cornelio ha
librado o no una letra a Mevio. El juez, al principio, se encuentra ante una hipótesis; no sabe cómo
ocurrieron las cosas; si lo supiese, si hubiese estado presente en los hechos sobre los que debe
juzgar, no sería juez, sino testigo y si decide, precisamente, convierte la hipótesis en tesis,
adquiriendo la certeza de que ha ocurrido o no un hecho, es decir, certificando ese hecho. Estar
cierto de un hecho quiere decir conocerlo como si se lo hubiese visto. Para estar ciertos de un
hecho que no se ha visto, es necesario ver otros hechos de los cuales, según la experiencia, se
pueda decir que, si han ocurrido, el hecho desconocido ha ocurrido a su vez o no. El juicio de
existencia exige, pues, ante todo en el juez una actividad perceptiva: debe aguzar la vista y el oído
y estar muy atento a mirar y escuchar algo. Los hechos que el juez mira o escucha se llaman
pruebas. Las pruebas (de probare) son hechos presentes sobre los cuales se construye la
probabilidad de la existencia o inexistencia de un hecho pasado; la certeza se resuelve, en rigor, en
una máxima probabilidad. Un juicio sin pruebas no se puede pronunciar; un proceso no se puede
hacer sin pruebas. Todo modo de ser del mundo exterior puede constituir una prueba. Por eso la
actividad del juez exige una constante y paciente atención sobre los hombres y sobre las cosas
que están en relación con el hecho desconocido que se le pide que declare cierto; la literatura
policial ha hecho del dominio público estas nociones. Al decir hombres y cosas, he sugerido una
primera distinción en el inmenso cúmulo y variedad de las pruebas. Pruebas personales, las cuales
consisten en el modo de ser de un hombre; pruebas reales, las cuales consisten en el modo de ser
de una cosa. El juez o el oficial de policía que corre junto a un herido caído en la calle, observa con
todo cuidado el hombre y el arma que encuentra al lado de él. Precisamente porque las pruebas
son un modo de ser de hombres y de cosas y ese modo de ser está sujeto a continua mutación,
una de las primeras precauciones en materia de pruebas es su toma lo más inmediatamente que
sea posible, y su conservación en una forma que puedan prestarse a observaciones posteriores.
Toma y conservación de las pruebas de los delitos constituyen los cometidos principales de la
policía judicial. El estado de una persona o de una cosa puede servir de prueba en dos formas
diferentes, según las cuales las pruebas se dividen en pruebas representativas y pruebas
indicativas o indiciarias. Es esta una distinción de suma importancia, acerca de la cual trataré de
ser lo más claro que me sea posible. Esencial a este objeto es el concepto de representación, que
ocupa en la lógica un puesto de primer plano. La palabra misma muestra la importancia que tiene
para la teoría de las pruebas la noción del presente, ya que representar no quiere decir otra cosa
que hacer presente algo que no está presente, es decir que ha pasado ya o que es todavía futuro.
Teniendo en cuenta el significado más amplio de representación, se la puede referir también al
futuro, y se puede hablar en este sentido de una representación fantástica, la cual llega en
ocasiones a anticipar el futuro. Pero la que nos interesa a nosotros es la representación del
pasado, mediante la cual no se evoca algo que no ha ocurrido todavía, sino algo ya acaecido. Esta
evocación se realiza a través de medios sensibles, idóneos para provocar, dentro de ciertos límites,
sensaciones análogas a las que determinaría el hecho evocado; tales medios merecen,
precisamente, el nombre de medios representativos. En el estado actual de la técnica podemos
hablar de una representación directa y de una representación indirecta. La representación
indirecta, que es la más antigua y constituye aún la regla del proceso, se hace a través de la mente
del hombre, el cual describe lo que percibió. La representación directa se obtiene mediante cosas
capaces de registrar los aspectos ópticos o acústicos de los hechos y reproducirlos. Un ejemplar
de representación indirecta es la narración de un testigo. Ejemplares de representación directa son
un disco fonográfico o una fotografía. Puesto que, por lo común, los hechos que deben ser
declarados ciertos en el proceso, ocurren sin la presencia de los instrumentos necesarios para su
registro, la disponibilidad de pruebas representativas se limita de ordinario a la representación
indirecta; pero a medida que se perfecciona la técnica representativa, crece y crecerá el número de
casos en que el proceso podrá disponer de pruebas representativas directas. En este aspecto se
advierte una diferencia muy conocida entre proceso civil y proceso penal, pues solo de ciertos
negocios civiles se piensa en el momento de realizarlos en formar la prueba, y cuando se piensa
en ello se adoptan, naturalmente, las nuevas técnicas representativas, mientras que el delito se
realiza en condiciones que muy raras veces, y en vía totalmente excepcional, consienten que se
disponga su representación. La representación indirecta que hasta los tiempos modernos, y a un
modernísimos, era la única representación conocida, se lleva a cabo de dos modos diversos,
según que la actividad del representador se despliegue en presencia o en ausencia del hecho
representado, y en ausencia o en presencia de aquel o de aquellos a quienes debe ser
representado el hecho. De acuerdo con este criterio, se distingue la representación documental de
la representación testimonial. Dicho en términos empíricos, el testigo es una persona, y el
documento es una cosa que narra. El notario forma el documento mientras alguien le declara su
voluntad; el testigo forma el testimonio mientras el juez lo escucha: en el primer caso está presente
el declarante, pero está ausente el juez; en el segundo ocurre lo contrario: está presente el juez,
pero está ausente la persona cuyo testimonio refiere la declaración. Este criterio distintivo aclara
los méritos y deméritos de cada uno de estos dos tipos de representación: el documento garantiza
la fidelidad de las pruebas, en particular protege de los peligros de infidelidad de la memoria del
hombre; pero por otra parte, el testimonio puede adaptarse con más ductilidad a las exigencias del
juez, las cuales, en el momento en que se forma el documento, pueden no estar del todo previstas.
Y ya hemos indicado la razón por la cual el documento sirve preferentemente en orden al proceso
civil y el testimonio en orden al proceso penal. En este último los hechos que hay que certificar son
típicamente hechos ilícitos, que en la mayoría de los casos se sustraen a la documentación,
mientras que en el proceso civil se comprueba que son frecuentemente actos lícitos, contratos,
acuerdos, testamentos y similares, que por lo común en el momento mismo en que se realizan son
documentados, bien por las partes mismas que los realizan, bien por un documentador público, en
particular por un notario. Según se trate de una o de otra hipótesis se habla de documentos
privados, o de documentos públicos u oficiales. Por lo común los documentos se forman mediante
la escritura, al punto de que en el lenguaje corriente de los juristas, documento y escritura son
palabras que se emplean indistintamente; pero comienza a asomar también en los procesos la
documentación directa en la forma de la fotografía, de la fonografía y hasta de la cinematografía.
Tanto los documentos como los testimonios pueden provenir de las personas mismas que tienen
en el proceso posición de parte, como de otras personas. Los testimonios, en sentido amplio, se
distinguen, por tanto, en testimonios de la parte y testimonios del tercero; la palabra testimonio, sin
embargo, se usa a menudo también en sentido estricto, para indicar solamente al tercero narrador,
con exclusión de las partes. Cuando una parte narra hechos contrarios a su interés (por ejemplo,
refiere haber cometido un delito), su testimonio toma el nombre de confesión. Las pruebas
indicativas, a diferencia de las representativas, no sugieren inmediatamente la imagen del hecho
que se quiere certificar y, por tanto, no actúan a través de la fantasía, sino por medio de la razón, la
cual, sirviéndose de las reglas sacadas de la experiencia, argumenta de ellas la existencia o
inexistencia del hecho en sí. Tales pruebas se distinguen en dos categorías, según sean naturales
o artificiales: las pruebas indicativas naturales se denominan indicios; las artificiales toman el
nombre de señales. También estos dos tipos de pruebas indicativas sirven en diversa medida para
el proceso penal o para el proceso civil; en el primero prevalecen los indicios, y en el segundo las
señales, por la razón misma que determina en el uno y en el otro el predominio del testimonio o del
documento. En el proceso civil figuran frecuentemente sellos, marcas, contraseñas, que son otros
tantos ejemplares de la señal, mientras que en el proceso penal toman gran importancia ciertos
modos de ser de las personas o de las cosas mediante los cuales se pueden reconstruir
pacientemente los hechos que se quiere certificar: heridas en el cuerpo de la víctima y de las
cuales se puede argüir la causa de la muerte o la naturaleza del arma; estado del cadáver que
sirve para establecer el tiempo de la muerte; huellas de lucha, manchas de sangre en las ropas de
alguien, impresiones digitales, etc. Las pruebas, cualquiera que sea el tipo a que pertenezcan,
deben ser en primer lugar percibidas por el juez, y en segundo lugar valoradas por él. En particular
debe el juez interrogar a las partes y a los testigos, así como leer los documentos, interpretar su
narración y estimar su veracidad. Son, estas, dos formas de actividad entre las cuales se debe
distinguir a los fines teóricos, pero que en realidad se entrecruzan en forma casi indisoluble. Entre
otras cosas, la interrogación de las partes y de los testigos se guía a medida que se suceden las
impresiones que el juez recibe acerca de la exactitud y sinceridad de sus relatos. De cualquier
modo que sea, se trata de actividades de grandísima importancia, que exigen del juez atención,
sagacidad, experiencia y paciencia. Tales actividades culminan en la llamada crítica de las
pruebas, acerca de la cual, especialmente en orden a la prueba testifical, sirve una preparación
técnica inspirada en la rama de la psicología que es la psicología judicial. La verdad es que el
testimonio es una prueba indispensable, pero desgraciadamente peligrosa, que debe ser percibida
y valorada con extrema cautela, ya porque la fidelidad del relato depende de la atención del testigo
en el momento en que acaecieron los hechos narrados, de su memoria, de sus condiciones
psíquicas en el momento en que hace la narración; ya porque, a menudo, los intereses que juegan
en tomo a las partes, presionan sobre él y lo inducen, con mayor o menor energía, a la reticencia y
al engaño. La necesidad y el esfuerzo para extraer de las partes y de los testigos la verdad,
determinó en tiempos lejanos, una costumbre que desgraciadamente ha resucitado en tiempos
recientes, un instituto al que antiguamente, y acaso hoy tampoco, falta la nobleza del fin, aunque le
falta en gran parte la idoneidad del medio y cuyo rendimiento, además, es en todo caso inferior a
su costo. En efecto, la tortura olvida que no es suprimiendo, sino únicamente excitando la libertad
del hombre, como se puede obtener aquella comunicación espiritual a la que se confía únicamente
el buen fin del testimonio. Como la tortura, así también los medios técnicos recientemente hallados
a fin de obrar sobre el espíritu del testigo a través de su cuerpo, son ineficaces y peligrosos. No
hay otro camino para obtener del testigo todo lo que puede dar, sino el camino de la inteligencia,
de la humanidad, de la paciencia de quien lo interroga en un ambiente sereno, como lo es casi
siempre, mucho más, el despacho del juez instructor que la sala del debate, donde el aparato
exterior, el contraste entre las partes y la presencia del público, determinan desgraciadamente en
el ánimo del testigo sugestiones nocivas. La experiencia del proceso, sobre todo, enseña, aun al
gran público, que las pruebas no son a menudo suficientes para que el juez pueda reconstruir con
certeza los hechos de la causa. Las pruebas debieran ser como faros que iluminaran su camino en
la oscuridad del pasado; pero frecuentemente ese camino queda en sombras. ¿Qué hacer en tales
casos? Es necesario juzgar. Pero es esta una situación sumamente penosa: no se puede
pronunciar una condena penal contra alguien sin estar ciertos de su culpabilidad, ni condenarlo a
que pague una deuda sin estar ciertos de que es deudor; pero es igualmente injusto también
absolverlo sin la certeza de que no haya cometido el delito o de que no hubiera contraído la deuda.
En todo caso, en el supuesto de incertidumbre, se corre el riesgo de cometer una injusticia. Son
estos los casos en que el proceso fracasa en su objeto. Sin embargo, repito, se debe juzgar. La
justicia no puede reconocer su impotencia. No hay otro camino, en tales casos, que el de elegir el
mal menor. Ahora bien, se ha considerado siempre como mal menor el absolver a un culpable,
antes que condenar a un inocente. Tal es el principio que los juristas denominan del favor rei. La
duda se resuelve en favor de aquel a quien la existencia del hecho incierto irrogaría perjuicio. Los
juristas formulan este principio diciendo que la parte tiene la carga de suministrar las pruebas de
los hechos de los cuales depende el efecto jurídico que pide al juez que constituya o certifique. Si
no las suministra, su demanda debe ser rechazada. Esta fórmula se aclarará mejor más adelante,
cuando tengamos que hablar del contradictorio, que es el más delicado de los dispositivos del
proceso.
VII
LAS RAZONES
En dos palabras: después de haber remontado el curso del tiempo hurgando en el pasado, el juez
tiene que dirigirse al futuro; después de haber establecido lo que ha sido, tiene que establecer lo
que será: Ticio ha robado, por consiguiente debe restituir e ir a la cárcel; Cayo ha engendrado a
Sempronio, y, por consiguiente, debe mantenerlo y educarlo; Cornelio ha obtenido dinero en
préstamo de Mevio, y, por consiguiente, debe restituirlo. Cuando se dice que el juez es un
historiador, se da de él una definición exacta, pero incompleta; es ciertamente un historiador, pero
no solo un historiador; después del juicio histórico, tiene que pronunciar el juicio crítico; después de
haber verificado la existencia de un hecho, tiene que ponderar su valor. Ahora bien, la diferencia
fundamental entre el juicio de existencia y el juicio de valor es precisamente que el primero
concierne al pasado y el segundo atañe al futuro; cuando se dice que Ticio, al hacer algo, ha hecho
bien o mal, se hace referencia a las que serán las consecuencias, ventajosas o nocivas, de su
acción. Ahora bien, si las pruebas sirven para buscar en el pasado, las razones ayudan al juez para
penetrar el secreto del futuro. Este concepto de la razón y de las razones exige para su
esclarecimiento un poco de paciencia. La razón, como todos saben, es una de las fases o de los
aspectos de la mente humana. Su distinción respecto de la inteligencia no es fácil de señalar. De
cualquier modo, a los fines modestos de estas conversaciones baste saber que la inteligencia
consigue mediante el juicio un resultado provisional y para ratificarlo se necesita de la razón: la una
procede en avanzada, y la otra sigue precavida. El hombre razonable, el que razona, es uno que
no se fía de la intuición, sino que la verifica cautelosamente. Ahora bien, el fin de la verificación no
es otro que el de prever las consecuencias de las propias acciones, que son buenas o malas según
que haya de seguirse de ellas un bien o un mal. Tiene, pues, razón el que sabe usar de su razón;
así se aclara el significado del modo de decir, en virtud del cual la razón se opone a la sinrazón. El
juicio del juez, en su segunda fase, que es la fase crítica, se resuelve en último análisis, en saber si
una parte, obrando como lo ha hecho, ha tenido razón o no. No hay un cuchillo capaz de separar la
razón de la sinrazón, dice un gran escritor italiano. La justicia es como una roca situada en la cima
de un monte: el hombre no tiene alas para llegar hasta ella volando; lo único que puede hacer es
abrirse paso fatigosamente hacia ella escalando las laderas; y a menudo se extravía y se destroza
las manos. Lo que lo guía, lo que lo atrae, lo que lo eleva, es la belleza de aquella cumbre que
resplandece a lo lejos. La fuerza que le sirve para subir, es la razón; y él llama razón a cada paso
que da en su camino. El sentido de la justicia, que posee innato en su corazón, se refracta, como la
luz a través de un prisma, en mil colores; cada rayo que le llega de aquella fuente, es una razón.
Claro, son, estas, formas poéticas de decir, pero no es fácil expresar de otro modo ciertas
verdades sublimes. El juez debería decir de sí, mientras cumple con este su cometido: "io mi son
un che quando — amore spira noto, e a quel modo,— che detta dentro vo significando". Las
razones son aquellos centelleos de verdad que fulguran ensu mente y pronto se desvanecen.
Hay casos, y había más en el pasado, en que la demanda que corresponde al juicio crítico o juicio
de valor, se planteaba al juez simplemente así: lo que según el juicio histórico ha acaecido, ¿está
bien o mal? Y según este libre juicio se le consentía establecer libremente sus consecuencias. Tal
era, y es todavía, el llamado juez de equidad. La equidad, ha dicho un gran jurisconsulto italiano,
es la justicia del caso singular. El juez de equidad no tiene otro guía que su conciencia: es decir, la
ciencia del bien y del mal que él lleva en sí. Es verdad que la ciencia del bien y del mal es el fruto
prohibido a los hombres; pero precisamente por eso el juez debería ser más que un hombre y pedir
a Dios la gracia de superar su humanidad. El nexo que de ahí surge entre el juicio y la plegaria,
encuentra todavía expresión en cierto momento; en el gran salón del palacio real de los Borbones,
donde tiene su sede la Corte de Apelación de Nápoles, existe y está en uso todavía la Cappella
della Sommaria, que ofrece a los jueces, antes de juzgar, el inestimable viático de la oración. Pero
esta, del juez de equidad, es una figura hoy casi totalmente desaparecida del panorama moderno
del proceso. En el curso precedente, sobre Cómo nace el derecho, traté de explicar por qué al lado
y por encima del juez actúa cada vez más el legislador. El juez de derecho, a diferencia del juez de
equidad, no busca ya en su conciencia las razones del juicio crítico, porque ellas están formuladas
por la ley. No se debe exagerar la diferencia entre los dos casos creyendo que, cuando juzga
según equidad, encuentre el juez las razones en sí mismo, y cuando juzga según el derecho las
encuentre fuera de sí; una tal fórmula podría inducir a engaño si encontrar las razones en sí mismo
se entiende en el sentido de que la conciencia sea la fuente de ellas. La conciencia no es más que
un espejo, el cual no engendra, sino que refleja, la luz. Las razones, como las pruebas, pertenecen
a la realidad, no al mundo de las ideas; en otros términos, son objeto, no medio de conocimiento.
Solo que, a diferencia de las pruebas que pertenecen a la realidad física, las razones están en el
campo de la realidad metafísica. La verdadera diferencia entre juicio de equidad y juicio de derecho
atañe al buscador de las razones, que en un caso es el juez mismo y en el otro lo es el legislador.
Cuando el juez no es libre para juzgar según equidad, encuentra él las razones formuladas ya en el
legislador. Transferidas al plano del proceso, las normas jurídicas (los artículos del código, para
darme a entender) se convierten en las razones del juicio crítico. Permítaseme insistir sobre la
analogía, y aun sobre la simetría, entre las pruebas y las razones. Unas y otras, para servir al juicio
de existencia o al juicio de valor, exigen del juez la misma actividad. Las razones deben en primer
lugar ser buscadas, lo mismo que las pruebas. Esta actividad de búsqueda compromete mucho
más a la inteligencia que a la razón; incluso a la fantasía. Sin fantasía o imaginación, ni el instructor
consigue encontrar las pruebas, ni el que ha de decidir logra seleccionar las razones. Las normas
jurídicas están en parte recogidas en los códigos y en parte dispersas en los actos legislativos;
pero también en el primer caso los códigos se asemejan a los grandes emporios comerciales, en
los cuales no es fácil que el adquirente encuentre lo que necesita. Para orientarse en el laberinto
de los códigos, el juez no solo debe tener un conocimiento profundo de ello, sino que debe poseer
la perspicacia que le permita captar de una mirada la semejanza entre el hecho que ha conseguido
establecer y la hipótesis, es decir el caso previsto por la ley. Si el médico no tiene lo que se llama
ojo clínico, no le bastará la preparación doctrinal; ni para el juicio del juez es menos necesaria una
tal disposición. Una vez que ha encontrado o cree haber encontrado la norma referente al caso,
debe él interrogarlo con atención, con no menor atención que la necesaria para examinar un
documento o un testimonio. Alguien le habla a él a través de la norma, exactamente como lo haría
el testigo; las normas jurídicas, o artículos de la ley, como se quiera decir, están hechas con
palabras ellas también, por eso conviene abrir bien los ojos para leerlas y los oídos para
escucharlas. Aquí, lo que se exige al juez es la atención, hija de la paciencia. El deseo de correr, el
fastidio de leer y de escuchar, la orgullosa convicción de haber comprendido, son tentaciones
contra las cuales no tiene el juez otra defensa que la paciencia y la humildad. Por último, también
las razones, como las pruebas, tienen que ser valoradas; y esta es una operación más difícil y
delicada todavía, que toma el nombre de interpretación de la ley. La interpretación, como dice la
misma palabra, es una mediación: el juez tiene que situarse entre la ley y el hecho. Pero es esta
una expresión oscura que se debe aclarar a fin de que los discípulos se hagan cargo de lo que es
en realidad el proceso. Algo hemos dicho de ello en el curso de las lecciones precedentes, a
propósito de la ley y del juicio; pero sobre este punto fundamental la insistencia nunca será
excesiva. Las leyes del derecho suponen un hecho y extraen de él ciertas consecuencias: si
alguien roba, se le inflige un castigo; si alguien contrae una deuda, se lo constriñe a pagarla, etc.
La hipótesis del hecho o fattispecie [hecho específico] y se resuelve en la descripción de un hecho;
pero es una descripción sumaria o genérica, formada con pocos caracteres. El art. 575 del Código
Penal dice: "quien ocasiona la muerte de un hombre"; más pobre no podría ser la hipótesis del
hecho: nos pone frente a dos personas, el homicida y el muerto, sin rostro, sin sexo, sin edad; en
cambio, el hecho, en su realidad, es tan rico, que resulta francamente indescriptible. Por minuciosa
que sea, toda descripción de él lo empobrece y, por tanto, lo deforma. En una palabra, la ley es
abstracta y el hecho es concreto. Pero el cometido del juez, como ya lo dijimos, consiste en
transformar la ley dictada en general, para categorías enteras de casos, en una ley especial para
este caso particular. En ello está la mediación a que poco antes me he referido. El juez, por lo
menos cuando es juez de derecho, debe tender un puente entre la ley y el hecho, como lo hace el
intérprete de una partitura musical al convertir en sonidos los signos con que el compositor expresó
su idea. Por eso no le basta al juez la ciencia sin el auxilio del arte. Suele llamarse interpretación
también a la explicación de la norma jurídica, y no es un modo de decir incorrecto. Interpreta la ley
también el profesor que trata de esclarecer sus fórmulas a los escolares; pero incomparablemente
más intensa es la mediación que el juez realiza entre el legislador y las partes con la interpretación
judicial, pues en el tribunal se hace sentir mucho más que en la escuela el contraste entre la
pobreza de la ley y la riqueza de la vida. Estas reflexiones nos permiten comprender cómo las
normas jurídicas, al convertirse en razones en el plano del proceso, sufren una transformación en
virtud de la cual no es razón tanto la norma en sí como el encuentro entre la norma y el hecho, o
sea la capacidad de la norma para gobernar el hecho o la idoneidad del hecho para ser gobernado
por la norma; cuando el juez dice: yo te condeno porque has robado, no quiere decir solamente: te
condeno porque una ley castiga el hurto, sino porque la ley atañe precisamente a tu caso.
Precisamente en esa conversión de la ley general en la ley especial culminan la necesidad y la
dificultad del cometido del juez. La ley, aunque general, está hecha para gobernar los casos
concretos; no obraría, por consiguiente, si no se convirtiese en ley especial en cada caso, y en ello
está su necesidad. Por otra parte, la ley, no habiendo sido promulgada en relación con un caso
concreto, puede no responder con perfecta justicia a las exigencias del caso concreto. Los trajes
de confección se hacen para que cada uno de ellos vista a un hombre determinado; pero
precisamente porque se los confecciona en serie, es difícil que lo vistan tan perfectamente como lo
vestiría un traje hecho a medida. La ley se asemeja a un traje de confección, que el juez debiera
transformar en un traje a medida. Infortunadamente, mientras el sastre puede corregir el traje de
confección, al juez no se le consiente que pueda corregir la ley. Debe hacer justicia de tal modo
que la ley encaje perfectamente en el caso singular, pero no dispone de los medios necesarios
para hacerlo. En rigor, pues, el cometido del juez, por lo menos cuando es juez de derecho, es
frecuentemente un cometido imposible. Quienes me escuchan no podrán reprimir a este respecto
un movimiento de extrañeza. La verdad es que los hombres, para vivir en sociedad, necesitan por
igual de certidumbre y de justicia; pero certidumbre y justicia no se pueden obtener a la vez: toda
concesión a la justicia perjudica a la certidumbre, y viceversa. Todo ordenamiento jurídico es un
compromiso entre las dos exigencias opuestas, y precisamente en el terreno del proceso es donde
se manifiesta su imperfección. Por eso el juez es el Cireneo del derecho.
VIII
EL CONTRADICTORIO
Tan difícil es el cometido del juez, lo mismo en materia de pruebas que de razones, que no
consigue llenarlo por sí solo; por lo cual, la experiencia ha elaborado un dispositivo que le ayude.
Este dispositivo tiende a procurarle la colaboración de las partes. Conviene partir del principio de
que cada una de las partes tiene interés en que el proceso concluya de un modo determinado: el
imputado tiende a ser absuelto; quien pretende ser acreedor, aspira a la condena del deudor, y
este, a su vez, a que se lo absuelva. Es natural, por tanto, que la parte ofrezca al juez las pruebas
y las razones que considere idóneas para determinar la solución por él deseada. De aquí una
colaboración de las partes con el juez, que tiene, sin embargo, el defecto de ser parcial: cada una
de ellas obra a fin de descubrir no toda la verdad, sino aquel tanto de verdad que a ella le
conviene. Pero si la colaboración de una parte es parcial o en otros términos, tendenciosa, este
defecto se corrige con la colaboración de la parte contraria, puesto que esta tiene interés en
descubrir la otra parte de la verdad; por tanto, lo que hace posible y útil dicha colaboración es el
contradictorio. Así vemos en el proceso, a las partes, combatir la una contra la otra, chocando los
pedernales, de manera que termina por hacer que salte la chispa de la verdad. De aquí la
conveniencia de que las partes sean estimuladas a colaborar con el juez, suministrándole razones
y pruebas, lo cual se obtiene mediante la prohibición al juez de buscarlas por sí mismo; entonces la
parte, puesto que corre el riesgo de dejarse llevar por su propia dinámica, tiene que esmerarse en
procurar al juez los medios necesarios para que se le dé la razón. Siendo esto así, el interés de las
partes se convierte en carga, en el sentido de que si la parte no ofrece una prueba o una razón,
soporta el daño de que el juez no puede tomarla en cuenta. En este sentido se habla, entre otras
cosas, de carga de la prueba; cada una de las partes debe presentar las pruebas de los hechos de
los cuales depende que el juez le dé la razón. El principio de la carga de la prueba tiene la ventaja
de imprimir el máximo de energía a la actividad de las partes; pero también el inconveniente de
paralizar la actividad del juez en aquellos casos en que podría hacerlo por sí; por eso no se la ha
adoptado en todo caso ni nunca del todo; en particular, el juez es siempre libre tanto en la crítica de
las pruebas como en la búsqueda y valoración de las razones; su dependencia del contradictorio
se limita a la indagación de los hechos, de los cuales las partes, que los han vivido, están
naturalmente más informadas que él. El contradictorio se desenvuelve a la manera de un diálogo,
para cuya eficacia se necesita de una cierta preparación técnica y de un cierto dominio de sí: dos
cualidades de que raramente están dotadas las partes; por lo común, son ellas inexpertas y están
dominadas por la pasión. Por eso, al menos en los procesos de mayor importancia, las partes
actúan por medio de ciertos técnicos a los cuales se les da el nombre de defensores. Estos no son,
ni deben ser, como los jueces, empleados del Estado, pero ejercen igualmente, si bien en régimen
privado, un oficio público; a este fin están inscritos en un registro al que no llega sino quien esté
provisto de ciertos títulos, en primer lugar del doctorado en jurisprudencia, y haya superado ciertos
exámenes; además, están sometidos a una disciplina. Según una distribución de tareas, que
podemos dejar de lado, los defensores se distinguen en abogados y procuradores. Precisamente
porque no son, como los jueces, empleados del Estado, los defensores prestan su servicio en
virtud de un contrato con la parte que se llama contrato de patrocinio y pertenece a la gran familia
del contrato de trabajo: por tanto, el defensor, en reciprocidad con el servicio prestado, tiene
derecho al pago de una merced o, como se suele decir, de unos honorarios, salvo que a la parte,
cuando se encuentre en condiciones de pobreza, se le conceda el beneficio del patrocinio gratuito.
Hasta aquí el contradictorio, tal como se nos aparece, supone lo que hemos llamado el proceso de
partes, esto es, el proceso contencioso. Este no parece, en cambio, posible, cuando el proceso es
voluntario, y por tanto se desarrolla en relación con una sola parte: así ocurre en primer lugar, en el
proceso penal. En este, no hay otra parte que el imputado; si contra el imputado está la parte civil,
ya he hecho notar que no nos hallamos en presencia de un proceso penal puro, sino de un proceso
mixto, penal y civil; en efecto cuando no hay parte civil el juez pronuncia su sentencia respecto de
aquel, y nada más. Esto no quita que el imputado, naturalmente, colabore con el juez, como lo
hace el demandado en el proceso civil, ofreciéndole pruebas y razones; pero la suya es una
colaboración unilateral, que corre el riesgo de extraviar al juez en vez de ayudarlo; por eso al juez
penal no se le prohíbe, como en principio al juez civil en el proceso contencioso, la iniciativa en
orden a la indagación de los hechos. El proceso penal, si se me permite hablar burdamente, se
sostiene sobre una pierna solamente. Se debe ponerle otra para que pueda mantenerse en
equilibrio: a este oficio sirve el ministerio público. Con él se restablece el contradictorio. El proceso
civil, diríamos, opera con un contradictorio natural; el proceso penal, con un contradictorio artificial.
El ministerio público es la figura más ambigua del proceso. El Código de Procedimiento Penal dice
que es una parte; pero el Código de Procedimiento Civil lo distingue de la parte verdadera y propia;
en efecto, pertenece, como los jueces, al orden judicial. Pero su función original, ciertamente, es la
de integrar el contradictorio, oponiéndose al imputado, o más bien a su defensor. Es ahora esta
pareja, del ministerio público y del defensor, la que debe ocupar nuestra atención. Una pareja
análoga a la del actor y del demandado en el proceso civil. También en el proceso civil el diálogo,
más que entre el actor y el demandado en persona se desarrolla entre los defensores del uno y del
otro; pero estos hacen las veces de las partes, y por tanto dependen de ellas. Al contrario, el
ministerio público no hace las veces de nadie; se acostumbra a decir ciertamente que representa al
Estado o a la sociedad, pero de este modo se hace de él un duplicado del juez. El Estado no
acusa, sino que castiga; el Estado, entre otras cosas, no puede menos de tener razón, mientras
que al ministerio público se la quita cuando no acoge sus conclusiones. Por otra parte, el defensor
penal no está en el mismo plano que el defensor civil. Este último debe representar el interés de la
parte que lo ha nombrado, mientras que el defensor del imputado no está en modo alguno obligado
a hacer y decir lo que este quiera. La diferencia entre defensor civil y defensor penal no está
todavía del todo desarrollada según la costumbre vigente; pero resulta hoy de una importante
innovación introducida en el Código Procesal Penal a principios del presente siglo, cuando se
admitió la defensa del imputado contumaz (así se denomina a la parte que no se presenta ante el
juez). En el proceso civil la defensa del contumaz es inconcebible; en cambio, en el proceso penal,
esté o no presente el imputado, no puede faltar el defensor, ello quiere decir que el defensor es hoy
dependiente del imputado. También el ministerio público y el defensor forman, pues, una pareja
ciertamente análoga a la pareja actor-demandado; pero existe entre ellas una diferencia que
tenemos que precisar. Se podría decir: el contradictorio existe porque existen el actor y el
demandado; el ministerio público y el defensor existen porque debe existir el contradictorio. Una
idea similar afloró cuando contrapuse a las partes naturales el ministerio público como una parte
artificial. En una palabra, el proceso sirve a las partes y las partes sirven al proceso. Ministerio
público y defensor son partes que sirven al proceso, no se sirven del proceso. Se trata ahora de
comprender bien en qué consiste ese servicio. Para comprender esto se debe partir de la función
que tiene la duda en la investigación de la verdad. La duda es una expresión de la limitación de la
mente humana; para nosotros la verdad se fragmenta en las razones, como la luz en los colores.
No podemos aprehender la verdad sino en pequeñas dosis: cada razón contiene una dosis de
verdad, unas veces relevante y otra desdeñable. Cada uno de nosotros solo llega a descubrir una
parte de la verdad; por eso en cada uno de nosotros la verdad está mezclada con el error y para
depurarla, cada uno de nosotros necesita del otro: tal es la necesidad del diálogo. El juez debe
superar la duda; pero para superarla debe proponérsela; debe haber, pues, quién se la proponga; y
para proponerla no basta uno solo. No olvidemos que duda, como duelo, viene de duo (dos). Entre
ministerio público y defensor ¿no se desarrolla, pues, un duelo? Retorna aquí la metáfora de los
dos pedernales de cuyo choque salta la chispa. Para saber si el imputado es culpable o inocente,
el juez necesita que uno lo acuse y otro lo defienda; él no puede saber si tiene razón la acusación o
la defensa sin escuchar a la una y a la otra. Las partes sirven al proceso combatiéndose entre sí.
Ministerio público y defensor han sido creados para esto. Y con esto el concepto de parte se ha
desdoblado. En lenguaje técnico se distinguen las partes materiales de las partes instrumentales.
Materiales son en cuanto sufren el proceso, e instrumentales en cuanto actúan en el proceso. El
ministerio público es el prototipo de la parte puramente instrumental; de ahí lo ambiguo de su
figura, que es y no es la de la parte, según el sentido que se atribuya a esta palabra. El ministerio
público no opera solamente en el proceso penal. A primera vista parecería que no hubiera
necesidad de él en el proceso civil, por lo menos en cuanto sea contencioso, ya que en él existen
las dos partes con sus respectivos defensores; pero se dan casos en que no se puede fiar
demasiado del contradictorio entre actor y demandado, puesto que, no existe entre ellos un
verdadero contraste de intereses. Piénsese en el caso de dos cónyuges uno de los cuales quiera
hacer que se declare la certeza contra el otro de la nulidad del matrimonio, pues, por lo común
tienen el uno y el otro el mismo interés en desvincularse recíprocamente; se comprende que en tal
caso, y en muchos otros análogos, sea oportuna la intervención del ministerio público a fin de
reforzar el contradictorio también en el proceso civil, el cual de lo contrario, en realidad, andaría
mal sobre una sola pierna. Por otra parte, en el proceso civil puede operar una parte instrumental
diversa del ministerio público. Supongamos que esté litigando un pobre diablo para que se lo
reconozca heredero de un gran patrimonio y su adversario, que posee la herencia, disponga de
amplios medios para su defensa: entonces el contradictorio exige una cierta igualdad económica
entre los contradictores, que para que sea eficaz, lo busca proveer de un buen patrocinio, aunque
no solo para esto. La asistencia judicial a los pobres está por desgracia no tan bien regulada como
su asistencia sanitaria. Si ese actor pobre tiene un acreedor más rico que él, interesado
naturalmente en su victoria, en recuperar su crédito, la ley le consiente que intervenga en el
proceso para reforzar la defensa de su deudor. Los técnicos hablan a este propósito de
intervención por adhesión, o más propiamente, de intervención accesoria. El acreedor no sería una
parte en sentido material, y por eso se dice de él que es un tercero. Pero se le reconoce carácter y
oficio de parte en sentido instrumental, en cuanto actúa, sin embargo, como la parte material en el
proceso; en forma análoga al ministerio público, con la única diferencia de que este opera por un
interés público y el acreedor, en cambio, en su propio interés particular. Podría ocurrir también que
aquel pobre diablo, por falta de medios, por ignorancia o por inercia, no osase reivindicar la
herencia, por más provisto que estuviese de buenas pruebas o de buenas razones; en tal caso la
ley permite a su acreedor, no solo intervenir al lado de él, sino iniciar el proceso en vez de él, esto
es, sustituírsele como parte actora; los técnicos dicen en tal caso que es un sustituto procesal.
También el sustituto procesal, lo mismo que el interventor por adhesión, es como cualquiera lo ve,
una parte en sentido instrumental, no en sentido material; es uno de los sujetos del contradictorio,
sin ser un sujeto del litigio o del negocio.
IX
LA INTRODUCCIÓN
También el proceso tiene su vida, esto es, su principio y su fin: se abre, se desarrolla y se cierra. Si
queremos, pues, observar su historia, será oportuno detener la atención ante todo en la primera
fase, llamada introducción. En efecto, la apertura del proceso es una introducción en el sentido de
que alguien llama a la puerta del juez y le pide justicia, y el juez lo introduce cerca de sí. No se trata
de un acto, sino de una fase. Todo el proceso es un camino que se recorre a pasos singulares, uno
tras otro; para estudiarlo, distingamos en él varios sectores, del primero de los cuales nos estamos
ahora ocupando. El delito o la litis es un hecho que no se manifiesta sino excepcionalmente ante
los ojos del juez. La primera duda para resolver es esta: ¿Si ocurriese ante sus ojos podría el juez
iniciar sin más el proceso? En principio la respuesta es negativa. La iniciativa del proceso está
encomendada a una parte, tanto en materia civil como en materia penal. En materia civil está en
vigor el principio de la demanda de parte, tanto si el proceso es contencioso como si es voluntario.
Este principio se expresa por medio de una fórmula antigua: neprocedat iudex ex officio [no
proceda el juez de oficio]; el juez no puede hacer un proceso si no es solicitado para ello. También
en materia penal, en el papel ocurre lo mismo, con la diferencia de que mientras la iniciativa del
proceso civil puede tomarla indiferentemente una parte u otra, la del proceso penal pertenece solo
al acusador, es decir al ministerio público. Una persona no podría pedir que se la castigara, ni aun
siquiera que se hicieran indagaciones para hacer que resultara que ciertas sospechas que corren a
su cargo son infundadas, mientras que uno puede dirigirse al juez civil pidiéndole que declare la
certeza de que no existe una deuda de su parte respecto a otro que se jacta, en cambio, de ser su
acreedor. Una tal diferencia está justificada solo hasta cierto punto. Si el derecho penal fuese hoy
lo que debiera ser y se tuviese de la pena un concepto verdaderamente medicinal, quien ha
cometido un delito podría dirigirse al juez, como al médico se dirige el enfermo; pero estamos lejos
todavía de este grado de civilización. Ni siquiera el juez penal puede, de ordinario, abrir la puerta si
no ha llamado a ella el ministerio público; constituye excepción a esta regla únicamente el pretor, el
cual juzga de los delitos menos graves, y para ello tiene el poder de juzgar sin iniciativa del
ministerio público. Pero el ministerio público, precisamente porque no es una parte en sentido
sustancial, es decir, un interesado, se encuentra en orden a esta iniciativa en una posición muy
distinta de la posición de la parte en el proceso civil. Esta última, antes o después, está siempre
informada de la necesidad del proceso, ya que se trata, en fin de cuentas, de asuntos suyos. Uno
no puede ignorar si tiene o no tiene un crédito, si su deudor le paga o no, si su inquilino no quiere
devolverle la casa al vencer el arrendamiento, etc.; en cambio, el ministerio público, por lo menos
de ordinario, no sabe nada de un delito que no le atañe; por eso la ley regula y hasta estimula los
modos como se le da la noticia. Si esta le llega de un particular, se habla de denuncia; si de un
oficial público, de parte; si de quien ejerce una profesión sanitaria, de relación. Estos actos tienden
a poner al ministerio público en condiciones de asumir la iniciativa del proceso, pero no son
necesarios a ese objeto, salvo que se trate de ciertos delitos cuyo castigo no se admite sino en
cuanto lo exija la persona ofendida. Esta exigencia toma el nombre de querella; y se distingue de la
denuncia precisamente, en que sin ella el proceso penal no podría ser promovido; esto ocurre casi
siempre porque el proceso penal tiene naturalmente sus inconvenientes debidos sobre todo a la
publicidad. Por esto ciertos procesos, por ejemplo, en materia de injuria, de difamación, de
adulterio, de corrupción de menores, pueden ocasionar a la parte lesionada un escándalo que se
debe evitar. La querella no es, pues, como la denuncia, la simple noticia de un delito, sino al mismo
tiempo un requerimiento de la parte en sentido sustancial, necesario para la introducción del
proceso. Cuando, pues, de ordinario, previa denuncia, parte, relación o querella, el ministerio
público llega a conocimiento de un hecho que puede constituir delito, se trata para él de decidir si
debe tomar o no la iniciativa del proceso. Ahora bien, él no es libre de hacerlo, como es libre la
parte en asumir la iniciativa del proceso civil: un acreedor, aunque el deudor no pague, se puede
abstener por razones de conveniencia o de caridad de llamarlo a juicio; en cambio, el ministerio
público, si le parece que la noticia del delito es atendible, no tiene el derecho sino el deber de
promover la acción penal. Esto no quiere decir que una noticia, en particular una denuncia, deba
siempre terminar en un proceso; el ministerio público debe, naturalmente, verificar su
extensibilidad; si esta verificación le da un resultado negativo, la noticia se arroja al cesto de los
papeles, o sea, según el modo de decir de la ley, se archiva; por lo demás, el ministerio público
debe en todo caso dar cuenta al juez y obtener de él el consentimiento para archivar; si el juez no
está de acuerdo acerca de ello, el proceso se inicia aun sin requerimiento del ministerio público.
Esta norma, que constituye una novedad reciente en el régimen del proceso penal italiano, ha
introducido una modificación profunda en la estructura, puesto que no se puede decir que también
el proceso penal debe ser promovido por la parte y concretamente por el ministerio público; en
realidad, el juez puede proceder sin el requerimiento de él. Una profunda diferencia entre proceso
penal y proceso civil se nota, no solo en cuanto a la iniciativa, sino también en cuanto al modo de
introducir el proceso: esta diferencia atañe al contradictorio. Precisamente en el proceso civil lo
primero que se debe hacer es posibilitar al contradictorio, mientras que en el proceso penal la
instauración del contradictorio se hace más adelante, una vez llevada a cabo la instrucción, que
constituye la segunda fase del desarrollo del proceso. Tratemos de aclarar esta diferencia, que
incide profundamente sobre la estructura de los dos tipos procesales. Es de experiencia común
que el proceso civil, al menos en cuanto se trate de proceso de partes, es decir de proceso
contencioso, se inicia con un acto que toma el nombre de citación. La citación es un acto complejo,
que contiene a la vez la demanda dirigida al juez y la invitación a la otra parte a que comparezca
ante el juez para oír un juicio sobre dicha demanda. Es una particularidad técnica, no de gran
relieve, que primero se proponga la demanda al juez y se invite luego a la otra parte a comparecer
ante él para exponer sus razones en tomo a la demanda a él propuesta, o que se informe, en
cambio, a la otra parte sobre la demanda que se va a proponer y se le dirija la invitación a que
comparezca.
En todo caso la citación es un acto con el cual, no tanto se introduce cuanto se prepara el proceso;
la introducción ocurre cuando las partes, la que invita y la invitada, se presentan ante el juez y le
proponen sus demandas; en otros términos, el verdadero acto introductorio del proceso civil es la
demanda de las partes. Ordinariamente se trata de demandas opuestas, por lo menos en el
proceso contencioso: el actor demanda que se condene al demandado a pagarle la deuda o a
devolverle el fundo; el demandado, a su vez, demanda que se rechace la demanda del adversario;
pero no se excluye que alguna vez el demandado se adhiera a la demanda del actor. Puede
también ocurrir que a pesar de la citación no comparezca el demandado, o porque nada tiene que
oponer a la demanda del actor, o por cualquier otra razón, En tal caso el proceso se introduce
igualmente en contumacia del demandado; la palabra contumacia indica la no comparecencia de
una parte ante el juez; puede también ocurrir que, después de intimada la citación, no comparezca
el actor; en tal caso, si el demandado tiene, sin embargo, interés en provocar la decisión, el
proceso se hace en contumacia del actor. Mucho menos claras son las líneas de la introducción del
proceso penal; un poco por razones dependientes de su naturaleza, y un poco por imperfecciones
técnicas que todavía ensombrecen su estructura, no hay en el, proceso penal un acto que
corresponda a la constitución de las partes o al menos de una parte ante el juez, en que se
resuelve la introducción del proceso civil. No se puede decir, sin embargo, que el proceso penal se
introduzca con la noticia del delito de que hemos hablado recientemente, y a la cual no se le puede
reconocer más que un carácter preparatorio. El proceso penal comienza verdaderamente cuando
el ministerio público o el juez, considerando fundada la noticia del delito, deciden proceder. Se
tendría que decir que esta decisión coincide con la imputación, de la cual hemos hablado ya, pero
la verdad es que la imputación supone una noticia fundada, no solo acerca del delito, sino también
acerca de su autor.
Ahora bien, hay casos en que es probable y hasta seguro que se ha cometido un delito (por
ejemplo, que se ha matado a un hombre), pero no se sabe quién lo ha cometido; en tales casos se
hace el proceso penal, según el modo de decir habitual, contra ignorados; mientras no se descubre
al autor, o por lo menos no se crea que se lo ha descubierto, no se puede hacer una imputación.
En ocasiones el proceso penal tiene una introducción formal: así ocurre, por ejemplo, cuando el
ministerio público requiere al juez a que proceda, o cuando, habiendo, en cambio, pedido el
ministerio público el archivo, el juez, en desacuerdo con él, considera que debe hacerse el proceso;
pero, como lo veremos en la lección próxima, la instrucción penal, según el régimen vigente, no
siempre la hace el juez, de modo que puede ocurrir que se abra el proceso penal, por así decirlo,
clandestinamente, es decir, sin un acto formal, por el simple hecho de que el ministerio público, en
vez de archivar la denuncia, lleve a cabo actos de instrucción.
X
LA INSTRUCCIÓN
El proceso se hace para obtener un juicio. El juicio, como lo explicamos, necesita de pruebas y de
razones, pero las pruebas y las razones no se encuentran dispuestas y prontas; son ellas el fruto
de un largo, paciente y difícil trabajo, que ocupa la fase intermedia del proceso. La exposición
ordenada de lo que ocurre en esta fase, es siempre difícil, y dificilísima cuando por una parte hay
que comprender en ella tanto el proceso civil como el proceso penal, y por otra debe hacerse
comprender de un público no preparado. No es posible incluso que ello se haga sin algún sacrificio
en el terreno de la exactitud y de la integridad de la materia. Consideraré, pues, como cometido
exclusivo de esta fase intermedia, según lo he insinuado, la provisión de las pruebas y de las
razones, que es por otra parte en verdad su cometido fundamental. Hay a menudo, particularmente
en el proceso civil, otras cosas que hacer entre la introducción y la decisión; aquí debiera encontrar
su puesto, entre otras cosas, la exposición de los incidentes, que son un aspecto del proceso tan
delicado como desacreditado; pero tanto los límites impuestos a mi curso Como su carácter, me
obligan a dejarlos de lado. Me contentaré con decir que, según la distinción ya conocida entre
pruebas y razones, se distingue la instrucción de la discusión: la primera sirve para recoger las
pruebas, y la segunda para elaborar las razones. Recoger las pruebas, por lo común,
especialmente en el proceso penal, dista mucho de ser cosa fácil. En el proceso civil, no pocas
veces los hechos se presentan a plena luz; en el proceso penal, casi siempre se ocultan en la
oscuridad. Puede suceder, entonces, que se siga desde el principio una falsa pista. A veces se
cree ver un delito allí donde no lo hay (por ejemplo, un homicidio, cuando se trata de una muerte
accidental); en ocasiones las sospechas recaen sobre un inocente.
En el proceso penal se entiende, pues, que en razón de estas dificultades, la instrucción debe
proceder de ordinario con pies de plomo, tanto más cuanto que el error judicial cuesta caro.
Cuando un imputado termina por ser absuelto, no se pierde solamente tiempo y se causa fatiga,
sino que muchas veces se infiere un daño irreparable al individuo y a la sociedad. Esto explica por
qué en lo penal, la instrucción se desdobla en comparación con el proceso civil, en una fase
preliminar y una fase definitiva. La fase preliminar, a la cual se da el nombre de instrucción en
sentido estricto, sirve precisamente para un examen superficial de la sospecha de la cual nace el
proceso, a fin de ver si es fundada o no; si es infundada, el proceso aborta con lo que se llama la
absolución del imputado en sede instructoria; en caso contrario, el proceso continúa en una
segunda fase que se llama debate; pero también es instrucción en cuanto en él se asumen las
pruebas, y en particular los testimonios.
Esta diferencia fundamental entre instrucción penal e instrucción civil tiene sus excepciones: hay
procesos civiles que por su naturaleza particular presentan también una fase preliminar (de
examen superficial) de la instrucción (por ejemplo, el proceso de interdicción o el proceso de
paternidad) y hay procesos penales sin fase preliminar (tal es el llamado proceso directísimo); pero
la regla es el sentido de una estructura más compleja de la instrucción en materia penal.
A la asunción de las pruebas procede, naturalmente, el juez. Si tiene que persuadirse él mismo,
conviene que vea él con sus ojos, oiga con sus oídos y toque con sus manos. Y, se comprende,
debe ser el mismo juez quien luego decide. Se trata, al parecer, de una verdad manifiesta, sin
embargo, hay reservas. Una de estas es de naturaleza económica y atañe al juez colegiado: se
dice fácilmente que si varios jueces deben juzgar a la vez, todos ellos deben ver, oír y tocar; pero,
por desgracia, los oficios judiciales están sobrecargados de procesos civiles y penales. Si a la
instrucción hubiese de proveer el colegio entero, crecerían desmesuradamente el costo y la
duración de los procesos; también naturalmente la duración, se debe reconocer, pues, mientras el
colegio está ocupado en la instrucción de un proceso, por fuerza tienen que esperar los demás.
Pero hay otro aspecto del problema más delicado todavía: la instrucción no puede menos que
comprometer la iniciativa del juez que a ella procede, y toda iniciativa supone y estimula el interés
de quien la toma; pero cuanto más difícil es la investigación, más se apasiona el juez en ella,
corriendo así el riesgo de perder la frialdad necesaria para valorar críticamente su resultado. Esta
es la razón por la cual en materia civil nunca se encomienda la instrucción al colegio de los jueces,
sino a uno solo de ellos, que se llama precisamente juez instructor; y en lo penal ocurre lo mismo
respecto de la instrucción preparatoria; en cambio, la instrucción penal definitiva, cuando la
competencia pertenece a un juez colegiado (tribunal o Corte de Assises), la hace el colegio entero.
Se entiende que también respecto de la instrucción, con el juez colaboran las partes, cuya
actividad para la reunión de las pruebas es preciosa. La parte, en este cometido, respecto del juez,
se asemeja al perro que saca de su guarida la caza y la pone bajo el tiro del cazador. En materia
civil esta colaboración de las partes es plena; no hay acto del juez en materia de instrucción, que
no se cumpla en presencia de las partes las cuales tienen la posibilidad de proponer sus
observaciones al juez. En el proceso penal esta plena colaboración se realiza en la segunda fase
instructoria, es decir en la primera parte del debate (la segunda, como veremos, está dedicada a la
discusión), basta una experiencia superficial, como la que suministran las reseñas judiciales de los
diarios, para mostrar la vivacidad y a veces los excesos del contradictorio durante la asunción de
las pruebas.
Diversa es la situación según el ordenamiento italiano, en la fase preparatoria, en la cual opera
ciertamente al lado del juez, o aun solo él, el ministerio público, pero no se admite la intervención
del defensor. La desigualdad que se establece así entre las dos partes, es grave y peligrosa, sin
duda. El ministerio público viene a encontrarse en una posición privilegiada, y el defensor, por el
contrario, en una condición de inferioridad. El privilegio del ministerio público llega al extremo de
que, en los casos de menor complejidad, se le permite, como lo hemos indicado, que conduzca él
solo la instrucción preparatoria; se habla en tales casos de instrucción sumarial. Al defensor solo se
le consiente conocer algunos actos instructorios, entre los cuales están las pericias, y después,
aunque no siempre, los resultados de la instrucción realizada cuando se trate de decidir si el
proceso debe proseguir o no con el debate, proponiendo al juez sus observaciones al respecto.
Esta desigualdad entre las partes, que provoca ásperas críticas y apasionadas propuestas de
reforma, encuentra su razón profunda en la desconfianza respecto del imputado, el cual es, por
definición, una parte poco idónea para colaborar con el juez a los fines de la justicia.
Es verdad que la intervención invocada y necesaria para procurar también a la instrucción los
beneficios del contradictorio, más que del imputado es del defensor, quien es, en el proceso penal,
según dijimos, mucho más despegado de su cliente que en el proceso civil; y si la figura del
defensor penal fuese en la práctica tal cual se la diseña en teoría, no debieran hacerse objeciones
a su intervención en toda fase de la instructoria; pero desgraciadamente la costumbre forense no
se ha elevado al punto de poder contar con un comportamiento del defensor, que no ponga
obstáculos al curso de la justicia; por eso se debe reconocer que las condiciones para la deseada
reforma no han madurado todavía.
Una última diferencia entre la instrucción en el proceso civil y la instrucción en el proceso penal
atañe al ambiente en que se procede a la recepción de las pruebas. Solo en la fase definitiva de la
instrucción penal, es decir en el debate, la recepción se hace en la audiencia, esto es, en una
sesión del oficio judicial y de las partes, a la cual de ordinario se consiente la asistencia del público;
en la instrucción penal preparatoria, en cambio, y en todo caso en la instrucción civil, las pruebas
se reciben en el despacho del juez, con exclusión del público.
La publicidad de los debates penales (y como veremos de las discusiones civiles), se funda
ciertamente en el interés general en la administración de la justicia, de la cual constituye una
garantía; no se excluye, sin embargo, que finalmente el interés periodístico que satisface y estimula
la curiosidad acerca de los delitos más que la información acerca de los procesos, cause perjuicios
al instituto judicial que desdicen de la civilidad.
La mayor dificultad en materia de asunción de pruebas atañe al testimonio. Este, más aún en
materia penal, es una prueba indispensable pero peligrosa (las partes, cuando concluyen un
contrato, tienen interés en documentarlo, pero la documentación de un delito es un caso
extremadamente raro); alguien que entendía de ello, la llamó un mal necesario. La fidelidad del
relato del testigo queda encomendada, como ya dijimos, al concurso de la atención (en el momento
en que percibió los hechos), de la memoria (en el momento en que narra) y de la buena voluntad;
un concurso tan difícil de producirse, que un testimonio enteramente veraz, se puede decir sin
exageración que constituye una excepción.
Naturalmente, la recepción del testimonio depende también en gran parte del modo como se
interrogue al testigo. Se necesitan a este fin en el juez una inteligencia, una paciencia y una
humanidad que no son fáciles de poseer; el ambiente mismo en que se lo hace, por el aparato
solemne, por la presencia del público, por el contraste entre las partes, ejerce una acción a
menudo perjudicial sobre él. En este aspecto no se puede ocultar el perjuicio que las condiciones
en que se desarrollan los procesos, bien por razones de lugar o de tiempo, causan al testimonio, al
punto de que el testigo rinde casi siempre mucho menos de lo que en otras condiciones pudiera
obtenerse de él. Este es, por desgracia, uno de los aspectos por los cuales el proceso es muy
distinto de lo que debiera ser.
Una mención especial merece todavía el problema desde el punto de vista de la buena voluntad.
La verdad es que a menudo el testigo, aunque se sirva bien de la atención y de la memoria tiene
poco deseo de decir la verdad. Ya en la amplia noción del testimonio entran, también, las
narraciones que hacen al juez las partes, y en primer lugar el imputado. Ahora bien, las partes son
frecuentemente solicitadas más por su interés en esconder que en descubrir la verdad. Además, en
torno de los intereses de las partes se forma un círculo en el cual entran también los terceros:
parientes, amigos, compañeros de partido, acreedores, de manera que un testimonio
verdaderamente desinteresado es tan raro como una mosca blanca.
Así se inicia, por desdicha, una lucha entre el juez que quiere hacer decir la verdad al testigo, y
este que no quiere decirla, lo que constituye uno de los más graves peligros del proceso, porque
inevitablemente termina por comprometer la imparcialidad de quien tiene que juzgar. Entonces,
como ocurre desgraciadamente con frecuencia, surge la tentación de forzar al testigo cuando el
juez sospecha que es falso o reticente; una tentación que recuerda el antiguo instituto de la tortura,
al cual naturalmente resisten con menor dificultad aquellos examinadores que están técnica y
moralmente menos preparados que el juez, es decir, los oficiales de la policía judicial.
Se hace valer a este propósito también la instancia a obrar sobre el interrogado con medicinas y
métodos que, relajando la atención, obtendrían de él declaraciones que no por involuntarias, sean,
sin embargo, menos engañosas. Probablemente ningún remedio existe contra los peligros de la
falsedad del testimonio que no sea por un lado, como dijimos, la inteligencia, la paciencia y la
humanidad del juez, y por otro, el mejoramiento de las costumbres sociales, sobre todo inculcando
una idea diferente, algo que persuada a la gente de que la justicia penal no tiende a la venganza,
sino a la redención del reo.
Siempre a propósito del testimonio, no se olvide que con las interrogaciones del juez y las
respuestas del testigo no queda agotada la recepción de la prueba, puesto que, debiéndose
someter más tarde a crítica la narración en el curso ulterior del proceso, las preguntas y las
respuestas deben ser registradas, como suele decirse. A esto se provee desgraciadamente en el
ordenamiento vigente con medios inadecuados y anticuados, a saber, con la escritura del
secretario, quien no es casi nunca ni siquiera un taquígrafo; sin contar que los medios de registro
fonográfico, ya en uso en muchos negocios privados, son todavía desconocidos en el proceso.
Esta otra imperfección compromete mucho más el rendimiento del testimonio, y el éxito de la
instrucción en cuanto la narración del testigo, sobre la cual el juez termina por formar su
convicción, muy a menudo corresponde en medida limitada a la narración real.
XI
LA DISCUSIÓN
La ciencia del proceso habla poco de la discusión; y, sin embargo, es este uno de los aspectos
más interesantes de su realidad. Comencemos por detenemos en la palabra. Discutir, del latín
discutio, viene de quaestio, que quiere decir sacudir: sacudir de aquí y de allá. ¿Qué tiene que ver
esta idea con el proceso? Piénsese en el aventador, o aun solamente en el cedazo; se trata de
hacer pasar las razones buenas, reteniendo las malas; si no se sacude el cedazo, no se refina la
harina.
Recogidas las pruebas, puesto que la ley le es ya conocida, dijérase que no le queda al juez más
que juzgar. Sí, pero juzgar es una palabra. ¿Creéis que la sentencia le brotará sin más de la
mente, como Minerva armada brotó del cerebro de Júpiter? Aunque hubiese de decidir
inmediatamente y estuviese solo, lo veríais perplejo al deliberar consigo mismo las razones
opuestas.
Basta que cada cual interrogue a su propia experiencia para hacerse cargo de que en ninguna
materia la verdad se consigue de un golpe; siempre aparece ella mezclada con el error, y el camino
que a ella conduce, va en zigzag: "El sí y el no disputan en mi cabeza". Pero cada uno de los otros,
por desgracia, ve las cosas de un lado solo; le es difícil salir de sí para verla desde otro punto de
vista. El "consigo mismo" quiere decir en último caso que debiéramos desdoblarnos para
convertimos en otro distinto, y es este un esfuerzo que no todos ni siempre consiguen realizar.
En ello precisamente está la razón de aquella formación colegiada del juez de que hablábamos.
¿Os habéis preguntado alguna vez por qué Dios nos ha dado dos ojos en vez de uno solo?
Solamente quien tiene dos ojos y ve las cosas desde dos puntos de vista, las ve en relieve. El juez
singular tiene la inferioridad del monóculo en comparación con el juez colegiado. Pues bien, la
ventaja de la formación colegiada está precisamente en que facilita la discusión. No hay ya
necesidad de esfuerzo para convertirse en otro distinto de sí, cuando pueden discutir personas
diversas. Es difícil, por no decir imposible, que todos los jueces del colegio vean la causa del
mismo modo; por eso, a la visión unilateral, casi inevitable cuando el juez es uno solo, se
superpone la visión plurilateral: cada cual agrega algo a lo que dicen los demás, y en el contraste
entre las diversas opiniones es probable que se forme una opinión común próxima a, la verdad.
Pero la discusión en el seno del colegio no sería suficiente para vencer las dificultades que se
encuentran en el áspero trabajo que implica la búsqueda de la verdad. Los jueces son, por
definición, desinteresados; y si el desinterés es una condición favorable a la valoración de las
razones opuestas, no es, en cambio, la mejor condición para buscarlas. El juez tiene en el fiel la
balanza; pero son necesarias las partes para cargar los platillos. Aquí aflora de nuevo el concepto
de la acción de las partes y del contradictorio; hay necesidad de las partes, no solo para la
proposición de la demanda, no solo para la búsqueda y la recepción de las pruebas, sino también,
y yo diría sobre todo, para proveer al juez las razones, lo cual se consigue precisamente mediante
la discusión de ellas. Así ocurre que, agotada la instrucción, antes de pasar a la decisión debe
seguir la discusión: con este nombre se designa una actividad de las partes que trataremos ahora
de examinar en su forma y en su contenido. Lo que las partes hacen en la discusión es, en
definitiva, lo mismo que hará el juez para decidir. Cada una de ellas propone y aconseja al juez la
decisión que le parece justa. Su cometido consiste, pues, en un proyecto de decisión. Ella
reconstruye los hechos a través de la crítica de las pruebas; busca e interpreta después las normas
de ley por las que se regulan los hechos; y finalmente concluye que, supuestos así el hecho y el
derecho, el juez debe adoptar una determinada decisión.
Se comprende inmediatamente cómo, para que discusión resulte eficaz, no debe ser hecha por las
partes en sentido material, ya que ellas no tendrían no solo la preparación técnica, sino que
tampoco tendrían el necesario dominio de sí. La discusión es por eso, de ordinario, obra de los
abogados en el proceso civil, y de los abogados y del ministerio público en el proceso penal.
Pero lo que sorprende a los profanos es cómo, si cada una de las partes tiene que presentar a un
proyecto de decisión, es decir, la que a ella le parece la decisión justa, los dos proyectos pueden y
hasta deben ser opuestos. Si la verdad es una, ¿cómo cada una de las partes propone una
decisión diversa y hasta contraria de la otra? En realidad ocurre cabalmente así: el ministerio
público pide la condena y el defensor pide la absolución; el defensor del actor en una causa civil
sostiene que debe reconocerse propietario del fundo controvertido a su cliente, y el defensor del
demandado afirma, en cambio, que el propietario es este. No es difícil que, frente a este
espectáculo, el público, decíamos, quede sorprendido y hasta desconcertado, al punto de formar
juicios pesimistas sobre los abogados, a los cuales se los hace objeto de burla y hasta de
desprecio. Una tal sorpresa, hasta cierto punto está justificada; pero se desvanece cuando estos
fenómenos se consideran con serenidad.
Ante todo se debe reflexionar que la oposición entre las partes es útil, o más bien necesaria, al
juez. Ya me he referido, al hablar del contradictorio, a la importancia de la duda para la búsqueda
de la verdad. Cuanto más fuertemente se agita la duda, mayor es la probabilidad de poder
conseguir la verdad. A este fin ayuda, y hasta es necesario, que la duda se concrete en un duelo.
Nada sirve para promover la duda mejor que el contraste de los intereses. El interés es la condición
de la atención, y la atención a su vez es la condición de la búsqueda. Con el estímulo del interés se
afina la crítica de las pruebas, se profundiza la interpretación de las normas jurídicas, surgen
nuevas ideas y se abren nuevos caminos. No se excluye que alguna vez pueda desviarse la
justicia con ello, de hecho, así ha ocurrido, pero si se pudiera hacer una estadística, resultarían
mucho más numerosos los casos en que sin el contraste entre las partes no se hubiera tenido la
decisión justa.
En cuanto a la que podemos llamar la cuestión de conciencia de los defensores, su deber no es
juzgar, sino combatir. Saben que la justicia exige de ellos el combate. Lo que ellos dicen, no debe
ser considerado en sí, sino en función del necesario contraste con las afirmaciones del adversario.
Ellos se asemejan a dos caballos de tiro, cada uno de los cuales, en el esfuerzo común, arrastra el
carro por su parte; pero si no lo hiciesen así, el carro se desviaría hacia la parte del otro.
Su responsabilidad es solo la de no dejar sin defensa alguna posición atacada por el adversario, en
los límites en que ello esté consentido por la buena fe. Por suerte para ellos, el esfuerzo que
realizan al contradecirse, los apasiona al extremo de terminar casi siempre por considerar buenas
sus respectivas razones; en esto, la próvida naturaleza los ayuda y sostiene. Por supuesto, no
raras veces el ardor del combate los arrastra más allá del límite del comedimiento; pero la gente,
que se escandaliza de ello, debiera vivir la vida que ellos viven para hacerse cargo de que tales
riesgos son casi imposibles de evitar.
Desde el punto de vista formal, la discusión se resuelve en un discurso que cada una de las partes
dirige al juez. El discurso puede ser directo o indirecto, oral o escrito. Tanto la oralidad como la
escritura tienen sus pros y sus contras, como todas las cosas de este mundo. La escritura se
presta mejor a la meditación de quien escribe y de quien lee; el discurso hablado mueve más
fuertemente el ánimo de quien habla y de quien escucha. Es natural que el ordenamiento del
proceso trate de integrar un método con otro, de manera que la discusión, por lo común, no sea, o
mejor, no debiera ser, ni únicamente escrita ni únicamente oral.
En el proceso civil los defensores exponen antes sus razones, haciendo ciertas escrituras que
toman el nombre tradicional de escritos de comparecencia, y pronunciando después en la
audiencia discursos que se denominan, también tradicionalmente, informes. Por desgracia, sin
embargo, la costumbre forense en materia civil ha venido desarrollándose en el sentido de una
progresiva decadencia de la discusión oral, al punto de que la reciente reforma del ordenamiento
del proceso consiente que la discusión se limite a la forma escrita. Así, la práctica oral de la causa
civil se hace cada vez más rara, excepción hecha de la Corte de Casación.
También el proceso penal admite la discusión escrita sobre todo en la fase instructoria,
precisamente cuando se trata de valorar los resultados de la instrucción preparatoria para decidir si
el proceso debe proseguir o no con el debate; entonces el ministerio público y los defensores
presentan al Juez instructor escrituras que se llaman memorias cuando provienen de los abogados
y requisitorias cuando emanan del ministerio público. Así pueden hacerlo también en el debate;
pero la forma predominante de la discusión es oral. El discurso del ministerio público se llama
también requisitorio; el de los defensores, defensa. El proceso penal es por tanto el campo clásico
de la elocuencia forense, que probablemente es la más genuina de las varias especies de
elocuencia.
Es sobre todo en este campo donde el oficio del abogado, cuando se lo ejerce dignamente,
alcanza las cumbres del arte, de la cual es sin duda la elocuencia una manifestación auténtica. Y
es precisamente en este campo donde el arte descubre sus maravillosas relaciones con la caridad.
La altura, y me atrevería a decir, la pureza de la elocuencia forense, la adquiere el defensor en
virtud del amor que lo une a su defendido, con quien termina por identificarse, al extremo de sufrir
sus dolores y compartir sus esperanzas o sus remordimientos. Quienes no comprenden, y son por
desgracia muchos, la solidaridad del defensor con el imputado, aun cuando el defensor esté
convencido de su culpabilidad, debieran meditar en el ademán sublime de San Francisco, que no
solo se detuvo, cuando cabalgaba en la dulce primavera de la Umbría, al aparecer el leproso, no
solo le ofreció su dinero, sino que, bajándose de su cabalgadura, lo besó en el rostro carcomido
por la horrible enfermedad.
XII
LA DECISIÓN
Ayudado, como hemos visto, por la discusión entre las partes, el juez debe resolver las dudas, y
decidir. Decidir quiere decir, precisamente, cortar por el medio. Por difícil que sea encontrar el
cuchillo que separe la razón de la sinrazón, el juez tiene que emplearlo. Hubo un tiempo en que se
admitía que el juez pudiera decir: non liquet [no lo veo claro]. Pero el Estado moderno no puede
permitir que él no administre justicia; la necesidad de justicia, se dice, debe ser satisfecha en todo
caso. Dentro de poco veremos si no es esta una proposición enfática, que no responde
perfectamente a la realidad. La decisión es una declaración de voluntad del juez, no solamente un
juicio. Aquí conviene recordar la diferencia ya indicada entre la decisión del juez y la del consultor;
esta última es precisamente una declaración de ciencia; aquella es una declaración de voluntad: el
juez, no solo juzga, sino que manda, expresa su opinión y quiere que se la siga. No todas las
declaraciones de voluntad del juez son decisiones; otras veces pronuncia órdenes (que se llaman
precisamente ordenanzas), para regular el curso del proceso (por ejemplo, para hacer arrestar a un
imputado o hacer que comparezca un testigo).
No todas las decisiones adoptan forma de sentencias; sentencia es la decisión solemne que
pronuncia el juez para concluir el proceso penal o el proceso civil contencioso; al lado de la
sentencia están los decretos, con los cuales provee normalmente el juez, en el proceso civil
voluntario (por ejemplo, cuando concede o niega al esposo la autorización para enajenar un bien
dotal, decide, no por medio de una sentencia, sino por medio de un decreto).
La decisión puede ser positiva o negativa. Es positiva cuando el juez pronuncia su juicio sobre el
negocio, sobre el litigio o sobre el delito que ha constituido objeto del proceso; es negativa cuando
juzga que no puede juzgar sobre él, por ejemplo, porque no es competente o porque una de las
partes no está legitimada para accionar o para contradecir (lo cual significa que no es la persona
idónea para hacer valer el derecho que quiere que se reconozca, o para discutirlo), o porque la
demanda no se propuso en las formas que la ley prescribe bajo pena de nulidad. En tales casos
decimos que el juez juzga sobre la procedibilidad, es decir, sobre la posibilidad de conducir el
proceso, y no sobre el mérito, es decir, sobre el negocio, litis o delito deducido en el proceso; y es
evidente por qué aquí la decisión es negativa. El proceso se resuelve en estos casos en una nada
de hecho; se podría hablar de un proceso abortado. La ley, con diversos expedientes, trata de
reducir al mínimo estos casos que ocasionan una pérdida para la parte o para el Estado; pero no
puede conseguirlo más que hasta cierto punto; el dispositivo procesal es complicado y difícil de
manejar, de manera que humanamente no se pueden excluir los errores, y con ellos la posibilidad
de que el proceso termine con una decisión negativa. Hay otra hipótesis en que puede parecer que
deba adoptarse una decisión negativa. Esa hipótesis difiere de la recién indicada en que deriva, no
de un error, sino de una imposibilidad: es la hipótesis del fracaso de la prueba. El juez, por
definición, ignora al comienzo del proceso los hechos sobre los que tiene que juzgar; si los
conociese, sería un testigo; el medio a través del cual llega a conocerlos, son las pruebas. Al
comienzo, el camino que tiene él que recorrer, está en sombras; son las pruebas las que lo
iluminan. Pero puede, muy bien, ocurrir que las pruebas no lleguen a procurarle la cantidad de luz
que necesita para ver con claridad: a esa situación corresponde la fórmula del non liquet,
recientemente recordada.
Realmente, en esa hipótesis la situación sería tal que reclamara una decisión negativa. Si no
conoce los hechos, ¿cómo va a juzgar el juez? También aquí debería juzgar que no puede juzgar.
Pero hay exigencias prácticas que no consienten esta solución, al menos en lo que concierne al
proceso penal y al proceso civil contencioso. Por una parte, perjudicaría a la paz social que el litigio
permaneciera abierto; por otra, cuando a una persona se la imputa de un delito, no puede ella
permanecer así, bajo el peso de la imputación. En tales casos, pues, preciso es decidir sobre el
mérito, aunque falten los medios para tal decisión. Lógicamente es claro que si tales medios son
las pruebas, para decidir a pesar de su defecto, se debe encontrar un subrogado de la prueba.
Este concepto del subrogado de la prueba, elaborado por la ciencia moderna del proceso, se funda
en una experiencia antigua: basta recordar el duelo judicial, que servía poco más o menos para
establecer quién tenía razón y quién no la tenía, por lo menos cuando no era posible comprobarlo
de otro modo. En el ordenamiento actual, el subrogado procesal consiste en un instituto al que he
tenido ya ocasión de referirme con el nombre de carga de la prueba. En pocas palabras, se
establece un criterio en virtud del cual la insuficiencia de las pruebas perjudica a una de las partes
y beneficia a la otra.
En materia civil el criterio adoptado es el del interés; la insuficiencia de las pruebas se resuelve en
daño de aquella parte que tiene interés en probar un hecho y no lo consigue. Por ejemplo, quien
reclama el pago de un crédito tiene interés en probar la existencia del crédito, pero si no se ofrece
prueba de ese crédito el juez debe considerar que el crédito no existe; por otra parte, el deudor a
quien se exige el pago de su deuda tiene interés en probar que ya lo pagó, pero si no consigue la
prueba del pago, el juez debe considerar que no se ha pagado. Así el juez juzga en realidad, no
tanto sobre hechos conocidos, como sobre hechos presuntos, en virtud de un criterio, no de
certeza, sino de probabilidad. En materia penal, desgraciadamente, puesto que, como dijimos, las
dificultades de la prueba son a menudo más graves, la hipótesis de su insuficiencia es más
frecuente. El criterio que permite al juez juzgar también en este caso, es el del favor rei: vieja
fórmula que significa que la incertidumbre de los hechos se resuelve en favor del imputado. Por
consiguiente, cuando el juez no llega a comprobar la culpabilidad, tiene que declarar la inocencia.
Por lo demás, nuestra ley, y es este uno de sus graves defectos, no reconoce más que a medias
este principio. Hay a este propósito una injusta diferencia entre la decisión del proceso penal y la
del proceso civil. Si uno demanda a otro en juicio, pidiendo que se le condene al pago de un crédito
y no prueba la existencia de ese crédito, el juez absuelve al pretendido deudor con la misma
fórmula, tanto si la prueba falta del todo, como si, aun no faltando del todo, resulta insuficiente. En
ambos casos declara que no es deudor. En cambio, si se lo imputase de hurto, en ambos casos las
fórmulas de la decisión serían diversas: cuando la prueba falta del todo, como cuando se prueba
que no ha habido hurto, se lo absuelve por no haber cometido el hecho; pero si queda el juez
incierto, debe absolver, en cambio, por insuficiencia de pruebas. He aquí por qué dije al principio
que la antigua fórmula del non liquet no ha desaparecido del todo de los ordenamientos modernos;
y es una grave imperfección de tales ordenamientos, pues la falla del proceso penal, que no llega a
esclarecer cómo ocurrieron las cosas, no debe hacerse gravitar sobre las espaldas del imputado,
quien, cuando es absuelto por insuficiencia de pruebas, queda imputado para toda la vida. Así, la
ley admite un estado intermedio entre la culpabilidad y la inocencia, es decir, un estado de
sospecha, que es contrario a la justicia y a la civilidad. Ya he dicho que la decisión judicial en que
se funde el juicio con el mandato, tiene valor de ley respecto del caso que constituye su objeto.
Este valor se expresa con la fórmula de la declaración de certeza: el juez declara cierta la
regulación jurídica de aquel caso. Si Tocio ha contraído una deuda frente a Cayo, tiene la
obligación de pagarla; pero solo cuando se haya decidido el litigio su obligación y el derecho
correlativo del acreedor quedan declarados ciertos. Hay casos en que el juez se limita a esa
declaración de certeza: por ejemplo, cuando entre Tocio y Cayo se discute acerca de la existencia
de un determinado derecho del uno frente al otro, aun sin que el uno sostenga que ha sido violado
ese derecho (supongamos que se trata de un crédito pactado por el uno y negado por el otro, pero
que no ha llegado todavía a vencimiento), el uno o el otro puede acudir al juez a fin de hacer
simplemente que se declare cierto si el crédito existe o no. Pero este es el caso menos frecuente.
De ordinario el acreedor se dirigirá al juez, no tanto porque el deudor niega el crédito, cuanto
porque no ha pagado al vencimiento; y así, no tanto porque uno sostiene ser propietario de cierto
fundo que no es suyo, sino porque lo ha usurpado. En tales casos, naturalmente, el juez, al decidir,
ante todo declara la certeza de si existe o no existe el crédito o la propiedad controvertida; pero no
se limita a ello, sino que, si existe el crédito y no ha sido pagado o el demandado usurpó realmente
el fundo que no era suyo, condena a pagar la deuda o restituir el fundo. La decisión penal, como
cualquiera lo ve, cuando declara cierto el delito, es siempre una decisión de condena. Al declarar la
certeza de la existencia de una obligación o de un derecho, y también al condenar a que se cumpla
la obligación o se respete el derecho, el juez no agrega, sin embargo, nada a lob anteriormente
existente, excepción hecha de la certeza. El deudor y el acreedor, el propietario y el poseedor,
continúan como antes, en el sentido de que también antes el acreedor era acreedor y el propietario
era propietario. De nuevo hay únicamente esto, que antes el derecho existía, pero no estaba
declarado cierto; es decir, antes se lo podía discutir, y después no. Pero hay casos en que la
decisión del juez agrega, en cambio, algo a la situación jurídica tal como antes existía. Por ejemplo,
cuando uno de los cónyuges comete contra el otro ciertos actos incompatibles con los deberes
matrimoniales (por ejemplo, malos tratos, sevicias, injurias graves), la ley admite que desaparezca
entre ellos la obligación de cohabitación, y atribuye al cónyuge ofendido el derecho a vivir
separado; pero este derecho no existe más que cuando el juez lo declara cierto; en tal caso la
sentencia no constituye una pura y simple declaración de certeza, sino una declaración de certeza
constitutiva, por cuanto constituye un derecho que de lo contrario no existiría. Una decisión
constitutiva es siempre la decisión penal, ya que el castigo, que es el efecto jurídico del delito, no
se lo puede infligir si el juez no ha declarado cierto el delito con la decisión de condena; por otra
parte, ciertos efectos jurídicos de la imputación no desaparecen sino en virtud de la decisión de
absolución.
XIII
LA EJECUCIÓN
Diríase que con la decisión ha terminado el proceso. No pocas veces así es. Por ejemplo, si en un
proceso civil se condena a un deudor a que pague y paga, no hay, evidentemente, otra cosa que
hacer. E igualmente, si un imputado no apresado es absuelto por el juez penal. Pero supongamos,
en cambio, que el deudor continúe a pesar de la condena en su incumplimiento, o que el imputado,
en vez de absuelto, sea condenado a la reclusión; en tales casos es evidente que si la justicia ha
de seguir su curso, como suele decirse, queda todavía algo por hacer. Ese algo toma el nombre de
ejecución forzada. En otros tiempos la ejecución forzada, fuera en materia civil o en materia penal,
se creía que no continuaba el proceso; era, sí, una actividad del Estado la del oficial judicial que se
llevaba los bienes del deudor renitente o la del carabinero que arrestaba al condenado para
ponerlo en prisión; pero se conceptuaba que tenía un carácter distinto de la actividad del juez, y
precisamente de carácter administrativo; por eso, entre otras cosas, los institutos penitenciarios
estaban bajo la dependencia del Ministerio del Interior, mientras que ahora dependen del Ministerio
de Justicia. Hoy, en cambio, se ha reconocido que lo que continúa después de la decisión con esa
actividad es propiamente el proceso, es decir, la misma función ejercida por el juez, consistente en
administrar justicia, la cual no quedaría hecha si, por una parte, el litigante vencido y reluctante no
se viese forzado a observar la decisión, y por otra, aquel, a cuyo cargo ha declarado cierto el juez
un delito, no fuese castigado. Es, pues, proceso, al lado del proceso de cognición, que se cierra
con la decisión, también el proceso ejecutivo. A primera vista, mejor que al lado se diría que el
proceso ejecutivo viene después del proceso de cognición; pero no siempre ocurre así. Puede
acaecer que, en vez de seguirlo, lo preceda o por lo menos lo acompañe. Esto puede ocurrir, ante
todo, en los casos en que la ejecución, si hubiera de aguardar a la decisión, llegaría demasiado
tarde: por ejemplo, mientras se instruye el proceso civil promovido contra él por el acreedor, el
deudor podría vender sus bienes a la luz del día y ocultar después el dinero que ha obtenido; o el
imputado, durante la instrucción del proceso penal, pudiera hacerse fugitivo, de modo que la
condena del uno o del otro, cuando llegara, resultaría en vano. En tales casos la ejecución se
anticipa a la cognición mediante ciertas providencias que se llaman cautelares, y son providencias
provisionales tomadas por el juez a fin de garantizar el resultado del proceso; así, el juez podrá
ordenar un secuestro a cargo del demandado en el proceso civil o la captura preventiva del
imputado en el proceso penal. Esta de las providencias cautelares no es la única hipótesis de
anticipación del proceso ejecutivo respecto del proceso de cognición. En particular la tutela del
crédito, esencial al bienestar económico de los hombres, ha forjado ciertos procedimientos y ciertos
títulos en virtud de los cuales es posible obtener la ejecución forzada aun sin que se haya decidido
la litis con el deudor incumplido. Tales son, por ejemplo, el decreto de inyunción y la letra de
cambio: el acreedor de una suma de dinero que tiene una prueba escrita, si el deudor no la paga al
vencimiento, sin necesidad de citarlo puede obtener del juez una providencia con los mismos
efectos de una sentencia de condena en orden a la ejecución forzada; y si el deudor le ha librado
una letra de cambio, no tiene ni aun necesidad de provocar siquiera esa providencia, ya que basta
la letra de cambio para hacer las veces de la sentencia a los fines de obtener la ejecución forzada.
Pero, naturalmente, ni el decreto de inyunción ni la letra de cambio tienen por sí, como la
sentencia, la autoridad de la cosa juzgada; mientras el deudor, una vez que haya sido condenado
por una decisión pronunciada en el proceso de cognición, tiene que inclinar sin más la cabeza y
pagar o someterse a la ejecución, ante el decreto de inyunción o de la letra de cambio, puede
oponerse instaurando él un proceso de cognición para hacer que se declare inexistente su deuda
y, si se ha realizado ya la ejecución, para hacer que se le restituya lo quitado. Estos institutos, en
virtud de los cuales se anticipa la ejecución a la cognición, son útiles, por no decir necesarios, a la
tutela del crédito, pero son también peligrosos. Se verifica respecto de ellos la experiencia del
"pronto y bien no va bien"; por eso deben ser disciplinados y usados con mucha cautela. La
ejecución forzada se resuelve, como lo dice la palabra misma, en el uso de la fuerza paran hacer
que las cosas marchen como quiere la ley, es decir, en poner las manos sobre alguien: manus
iniicere, decían los romanos. Quien pone las manos encima, naturalmente, no es ya la otra parte,
como ocurría en las fases primitivas del ordenamiento jurídico, sino el juez, o más propiamente
aún, un miembro del oficio judicial; en este aspecto, hoy debe incluirse en el ámbito del oficio
judicial también al personal de los institutos penales. El "poner las manos encima" es una
expresión que debe tomarse literalmente cuando se trata de ejecución penal, por lo menos en lo
que atañe a las penas corporales; en cuanto a las pecuniarias, la ejecución se hace en los modos
de la ejecución civil. Aunque el condenado se presente espontáneamente para expiar, aun
prescindiendo de la pena de muerte y de las otras penas físicas, afortunadamente abolidas en el
ordenamiento italiano, está él sujeto a ciertos actos que se realizan sobre su cuerpo (piénsese en
la toilette del recluso), y está en todo caso limitado en el goce de él; la reclusión, en efecto, no le
permite moverse como le agrade. Pero si la ejecución penal implica una cierta actividad del oficio
sobre el cuerpo de quien a ella queda sujeto, no debemos creer que se agote en esa actividad; por
el contrario, mejor que de ejecución corporal se debiera hablar en este terreno de ejecución
personal, aun distinguiendo, o precisamente para distinguir, la materia del espíritu, es decir el
cuerpo de la persona. En este aspecto la ejecución penal ha experimentado a lo largo de los siglos
una evolución tan notable, que ha llegado francamente a transfigurarse. Esta evolución se debe al
lento pero constante avance de la concepción de la pena, que cada vez abandona más los
caracteres de la venganza o vindicta para adquirir los de la reducación del culpable; aunque más
sencillo y más eficaz sería decir de su redención. Es natural que esa transformación se resuelva en
una mayor importancia y complejidad de la penitenciaría, que no es solo un lugar de custodia, sino
también algo similar a un hospital y a una escuela, donde el condenado debe encontrar el ambiente
propicio que le permita recuperar la verdadera libertad. Se, comprende, por tanto el valor que la
ejecución penal asume para la ciencia y la ciencia para la ejecución penal: por una parte el estudio
del solo proceso de cognición no permite un conocimiento pleno del problema penal, el cual no
queda en modo alguno resuelto con la condena; y por otro, la ciencia tiene el deber de preparar los
caminos a través de los cuales el instituto penitenciario podrá lentamente ir ajustándose a las
exigencias de la civilidad. En el campo civil, en cambio, el poner las manos encima, en que se
resuelve la ejecución, no se refiere al cuerpo humano, y menos aún a la persona, sino
exclusivamente al patrimonio, es decir, a los bienes que pertenecen al obligado incumplido. El
carácter puramente patrimonial de la ejecución civil representa una conquista de la civilización, en
el sentido de que, a diferencia de lo que ocurría en las fases primitivas del derecho, se considera el
cuerpo del hombre como un bien intangible en todo caso. Aquí no se puede decir que esté en
contradicción con este principio la ejecución penal, ya que esta, en sus formas modernas, obra
sobre el cuerpo del hombre para el perfeccionamiento del hombre y no para la satisfacción de
intereses ajenos. Este poner las manos sobre los bienes de una persona que no cumple con sus
obligaciones, se realiza en dos diversas directivas, a las cuales corresponden dos especies de
ejecución civil, denominadas: ejecución por entrega o libramiento y ejecución por expropiación o
también expropiación "tout court ". La entrega o libramiento forzado se hace cuando la obligación
que debe ser actuada por fuerza, tiene por objeto una cosa determinada, mueble o inmueble. El
ejemplo más común es la devolución del inmueble arrendado al vencimiento del arrendamiento por
parte del arrendatario al arrendador. Este es el tipo de ejecución forzada civil más simple, ya que
en último caso no se trata más que de quitar la cosa a quien la tiene sin derecho para entregarla a
quien no la tiene pero tiene derecho sobre ella. Cuando el libramiento atañe a un bien inmueble, en
particular a una cosa dada en arrendamiento, esta forma de ejecución toma el nombre de desalojo
o desahucio. Previos los oportunos avisos, un miembro del oficio judicial se traslada a la casa que
debe ser restituida, desaloja de allí a los ocupantes y la entrega a su propietario. Al mismo tipo o a
un tipo análogo pertenece la ejecución forzada de ciertas obligaciones. En tales casos el oficio
hace o deshace lo que debía o no debía haber sido hecho. La ejecución para la expropiación se
refiere a las deudas de dinero. Si siempre se encontrase en la casa del deudor el dinero necesario
para el pago, se lo obtendría en la forma recién indicada; bastaría que el oficial lo tomara y lo
entregase al acreedor. Pero casi nunca se presenta tan fácil la cosa; por el contrario, la ejecución
se complica por la necesidad de liquidar tantos bienes del deudor como basten para procurar el
dinero necesario para cubrir la deuda en capital, intereses y gastos. De la liquidación se puede
prescindir solamente cuando el acreedor esté dispuesto a tomarse como pago bienes en especie
en vez del dinero, lo cual se le permite que haga con ciertas garantías. A los fines de la
expropiación, primero se afecta una cantidad de bienes, muebles o inmuebles, que se presumen
suficientes para la cobertura, con una prohibición de enajenación que se llama embargo y sirve
para inmovilizarlos en el patrimonio del deudor, de modo que se pueda disponer su conversión en
dinero; después, con ciertas cautelas, se procede a su venta forzada, recabando de ellos el dinero
que sirve para pagar al acreedor, y dejando el resto, si lo hay, para el propietario de los bienes
vendidos. Otra complicación en la expropiación proviene del hecho de que, frecuentemente, el
deudor no paga, no tanto por no querer cuanto por no poder, es decir, porque es insolvente en el
sentido de que tiene más deudas que bienes; entonces, normalmente, cuando actúa un acreedor,
se mueven también los otros, de donde surge un concurso de acreedores, entre los cuales debe
ser repartido el patrimonio en proporción justa, teniendo en cuenta las respectivas disposiciones,
en virtud de las cuales se distinguen los acreedores simples u ordinarios (que en la jerga judicial se
denominan quirografarios) de los privilegiados (tales son, por ejemplo, los acreedores provistos de
prenda o de hipoteca). Cuando el deudor insolvente es un comerciante, el concurso entre los
acreedores, de facultativo se convierte en obligatorio, a cuyo fin se declara su quiebra, que no es
otra cosa que una expropiación de todos sus bienes, y no ya solamente de algunos de ellos, a
favor de todos los acreedores, y no solamente de algunos de estos.
XIV
LA IMPUGNACIÓN
Precisamente porque el juicio del juez, a diferencia del juicio del consultor, tiene la eficacia de un
mandato, que como hemos visto determina la ejecución forzada, al punto de que aquel a quien se
lo imparte queda sometido a él por la fuerza, es particularmente grave el riesgo del error, que por
desgracia es inherente a todos los juicios humanos. El régimen del proceso está dispuesto, por lo
menos teóricamente, ya que no siempre del mejor modo indudablemente en forma idónea para
evitar ese riesgo. Sin embargo, la ley misma reconoce su gravedad y dispone un medio especial
para combatirlo. A ello provee un instituto al que la ciencia del proceso ha dado el nombre de
impugnación. El principio de la impugnación es muy simple: en efecto, se trata de volver a juzgar.
¿Cómo se verifica la exactitud de una operación aritmética? Se la vuelve a hacer otra vez; y si no
basta una vez, dos, tres veces seguidas. Si el resultado no cambia, se adquiere, si no propiamente
la certeza, sí, por lo menos, una razonable confianza. De igual modo se procede para verificar la
justicia de la decisión. Hay ordenamientos según los cuales una decisión no es eficaz si no la ha
repetido un juez distinto con idéntico resultado. Este mecanismo, que se denomina de la sentencia
doble conforme y está en vigor, entre otras, respecto a las causas matrimoniales en el derecho
canónico, funciona automáticamente en el sentido de que una decisión, si no se la ha verificado
así, no despliega sus efectos. Por lo común, en cambio, y de todos modos según el ordenamiento
italiano, la verificación, es decir la reiteración del juicio, es facultativa, no necesaria, y se hace por
iniciativa de aquella de las partes que ha resultado vencida; si esta, a pesar de que la decisión le
haya sido desfavorable, se aviene (en lenguaje técnico presta a ella su aquiescencia), hay razón
para creer que reconoce su justicia y, por tanto, aparece superflua la verificación. En el caso
opuesto, por el contrario, se dice que la parte vencida la impugna, es decir que protesta contra su
injusticia, ejercitando el derecho a provocar un nuevo juicio. De aquí el nombre de impugnación
dado al instituto. Es natural que la parte vencida propenda a no avenirse, especialmente cuando no
se trate de asuntos de poca monta. Hay, pues, la posibilidad, si el derecho de impugnación se
concediese sin límites, de que un proceso no termine nunca; de ahí que el problema no se pueda
resolver solo con la impugnación, se debe atener, también, a los límites dentro de los cuales se
concede la impugnación. Así, se llega a una solución de compromiso, que da lugar a un
mecanismo bastante complicado. En primer lugar, el derecho de impugnación está limitado en el
tiempo; la parte vencida, si quiere impugnar, debe ser rápida en hacerlo; la ley establece a su
cargo, en lo penal y en lo civil, términos rigurosos, transcurridos los cuales se pierde el derecho.
Una decisión, pues, no se puede impugnar, no solo cuando la parte vencida ha manifestado
explícita o implícitamente, su voluntad de aceptarla, sino también cuando ha dejado transcurrir el
término sin declarar su voluntad de impugnarla. Puesto que la impugnación da lugar a un nuevo
juicio, se distingue el juicio de impugnación del juicio impugnado. Este es el juicio que se trata de
verificar; aquel es el juicio que sirve de verificación. Los juicios de impugnación son de dos tipos.
Para una mayor comprensión del público profano, se les puede nombrar respectivamente, como de
apelación y de revisión. El juicio de impugnación ordinario es la apelación. Así se lo llama porque la
parte vencida apela, es decir, pide que se renueve el juicio. Naturalmente, para mayor garantía, el
nuevo juicio lo pronuncia un juez distinto del anterior; no dejaría de tener por supuesto, eficacia una
renovación por parte del mismo juez; pero lo cierto es que la diversidad de jueces ofrece mayor
garantía, por lo menos en el caso de que dos jueces estén de acuerdo. La dificultad surge cuando
están en desacuerdo. ¿Cuál de los dos habrá de prevalecer? Los expedientes escogidos a este
propósito son numerosos, y no podríamos dar aquí cuenta de ellos; el más común, adoptado por la
legislación italiana, consiste en encomendar la verificación a un juez de grado superior, cuyo juicio
ofrezca mayor garantía de justicia, de modo que si su juicio discrepa del verificado, deba
reconocérsele la prelación. Pero, aun prescindiendo de esto, es el hecho que un segundo examen
consiente frecuentemente en corregir errores o en todo caso imperfecciones del primero, aunque lo
hubiese realizado el mismo juez que pronunció el juicio. Una debilidad de la apelación está, sin
embargo, en la recepción de algunas pruebas y ante todo de las pruebas testificales, que
normalmente el segundo juez no toma directamente, como lo hizo el primero, sino que conoce a
través de las actas que de ellas se levantaron y que, a menudo, son insuficientes para
proporcionarle todas las impresiones necesarias para su valoración. De todos modos, la
experiencia secular del juicio de apelación así constituido, ha demostrado una notable seguridad.
Pero, aun gozando en general de una mayor experiencia que el juez de primer grado, también el
juez de apelación se puede equivocar; además se puede estar seguro de que en el noventa por
ciento de los casos la parte vencida afirmará que se equivoca. El juez de apelación no basta por
tanto ni a las exigencias de las partes ni a las de la justicia. Sin embargo, una vez que la causa
penal o civil ha pasado por dos juicios, lo más conveniente es no aceptar otras impugnaciones,
pues de lo contrario no terminaría nunca el proceso. El difícil problema en nuestro ordenamiento
jurídico, y no solo en el nuestro, ha sido resuelto admitiendo después de la primera apelación una
segunda, con la diferencia, no obstante, de que mientras la primera no está limitada, la segunda,
es decir la apelación contra la decisión de apelación, lo está; y es la naturaleza particular del límite
lo que confiere a la segunda apelación el nombre de juicio de casación. Veamos si es posible
describir con palabras sencillas este dispositivo. El cometido del juez es, según sabemos, en
primer lugar, el de comprobar los hechos, y en segundo lugar el de aplicar a ellos las normas
jurídicas. Se puede cometer error tanto en la primera como en la segunda fase de ese trabajo; en
particular, no se debe creer que, habiendo el juez estudiado el derecho, no sean posibles y hasta
frecuentes los errores en cuanto al alcance y aun a la existencia misma de las leyes, mucho más
considerando que el derecho moderno, desgraciadamente (por razones que esbocé en mi curso
anterior), es bastante complicado. Ahora bien, mientras se trate del daño que experimenten las
partes, que el juez se haya equivocado en la comprobación de los hechos o en la aplicación de las
normas jurídicas, da lo mismo; pero es, en cambio, diferente el valor de ambos tipos de error desde
el punto de vista de la comunidad, pues de los errores de derecho se puede decir que, a diferencia
de los errores del hecho, son contagiosos. En efecto, los hechos son individuales, y las normas son
generales; las cuestiones de hecho en las diversas causas, penales o civiles, son siempre
diversas, pero las cuestiones de derecho son frecuentemente idénticas o similares. Es natural que
la solución dada en un proceso anterior ejerza una cierta autoridad sobre el juez de otra causa a
quien se le presente la misma cuestión, tanto más cuando aquella solución haya sido dada por un
juez de apelación, es decir, por un juez de grado superior. Los romanos hablaban a este propósito
de auctoritas rerum similiter iudicatarum, que quiere decir autoridad de las sentencias precedentes
sobre las mismas cuestiones. Para los anglosajones tales precedentes judiciales constituyen en
gran parte la forma de manifestación de las normas jurídicas; y también en los ordenamientos de la
Europa continental, particularmente en el ordenamiento italiano, la autoridad de los llamados
precedentes de jurisprudencia, si no es vinculante, en el sentido de que el juez no está obligado a
conformarse a ellos; es, sin embargo, considerable. Con esta mayor peligrosidad social de los
errores de derecho se explica el límite de la segunda apelación, la cual se admite con la condición
de que la decisión esté viciada por un error de derecho. Pero aquí se da otra complicación, que no
es fácil de explicar: el límite de la segunda apelación no es en el sentido de que solo el error de
derecho pueda ser corregido, sino en el de que la presencia en la decisión de un error de derecho
es una condición de la cual depende que puedan corregirse también los eventuales errores de
hecho. Ante todo, pues, se debe ver si en la decisión hubo errores referentes a la existencia y
alcance de las normas jurídicas que se aplicaron en la decisión impugnada. Este examen está
encomendado a un oficio que se halla en la cima de la jerarquía judicial y se denomina Corte de
Casación: que se llama así porque su cometido no es, como el de los otros jueces, el decidir las
causas, sino únicamente el de casar las sentencias contra las cuales no se admite la primera
apelación, lo cual quiere decir, no reducirlas a la nada, sino permitir que contra ellas se eleve una
segunda apelación. Cuando la Corte de Casación acoge, pues, la impugnación porque en realidad
la decisión impugnada erró en derecho, no pronuncia ella misma de ordinario el juicio sobre la
causa, sino que remite su decisión a otro juez de apelación, quien volverá a juzgar también el
hecho, aplicando a él las normas de derecho, según las indicaciones dadas por la Corte de
Casación, y pronunciará la nueva decisión; este segundo juez de apelación se llama juez de
renvío. La segunda apelación se admite, pues, con la condición de que la Corte de Casación ponga
de relieve un error de derecho en la decisión impugnada. Si, luego, el juez de renvío cometiese a
su vez un nuevo error de derecho (lo cual es poco probable, ya que según lo hemos advertido está
vinculado a las indicaciones de la Corte de Casación), su decisión podría ser impugnada del mismo
modo. Así, la Corte de Casación, a la cual está encomendado el control de la exactitud jurídica de
las sentencias sometidas a su examen, estatuyendo soberanamente acerca de la sentencia y del
alcance de las normas jurídicas que constituyen el ordenamiento vigente, regula la jurisprudencia,
esto es, la actividad decisoria de los jueces (razón por la cual se la llama también Corte reguladora)
en el sentido de que sus decisiones aunque no vinculan al juez de renvío, sirven de guía a todos
los jueces y constituyen en su conjunto el más autorizado comentario a las leyes del Estado.
Primera apelación y apelación subsiguiente, o en otros términos apelación incondicional y
apelación condicionada, bastan normalmente para garantizar la justicia de la decisión. Pero se
deben tener en cuenta los casos anormales. Supongamos, por ejemplo, que después de
transcurridos inútilmente los términos para la impugnación se descubra que las pruebas a la luz de
las cuales decidió el juez, eran falsas; o bien, que otro impugnado con otra decisión haya sido
condenado por el mismo delito, de modo que se crea un contraste irremediable entre ambas
decisiones. Estos son casos extraordinarios, ante los cuales, aunque no se haya propuesto
apelación o se la haya rechazado, es evidente que la justicia exige el nuevo examen de la causa.
Por eso, junto a la primera y a la segunda apelación, que corresponden a la impugnación ordinaria,
existe una impugnación extraordinaria a la que, como ya indicamos, le conviene el nombre de
revisión. Revisión propiamente se llama esta impugnación extraordinaria en el proceso penal,
donde está ordenada en forma necesariamente severa. La índole de estas lecciones no me permite
explicar las razones de semejante juicio, enumerando y aclarando los diversos casos en que se
consiente la revisión; baste saber que solo se la consiente a favor del condenado, no respecto de
las decisiones absolutorias, y que sus presupuestos se compendian en la ocurrencia, después de
la condena, de casos extraordinarios idóneos para demostrar que la condena ha sido
absolutamente injusta, en el sentido de que no ha existido nunca el delito o no lo cometió aquel a
quien se consideró culpable. En el proceso civil, la impugnación extraordinaria de que estarnos
hablando, toma los distintos nombres de revocación y de oposición de terceros. La revocación
corresponde aproximadamente a la revisión penal, y se admite en casos taxativamente
determinados, en los cuales se considera que el proceso se ha desarrollado en forma tan anómala,
que se puede sospechar una injusticia. La oposición de tercero entra en rigor en el concepto de la
revocación, puesto que consiente el nuevo examen de la causa cuando se la juzgó con un
contradictorio incompleto, por haber quedado fuera de él una parte que estaba interesada y hubiera
podido desplegar una actividad provechosa para su justa solución. Precisamente la ausencia de
esta parte se considera como una anomalía que puede haber comprometido la justicia del
resultado: la parte que ha quedado fuera, y que por ello se llama tercero (tercero, en el lenguaje del
derecho, se llama a quien no es parte), tiene derecho a provocar el nuevo examen.
XV
BALANCE
He tratado de describir lo mejor que me ha sido posible, aunque naturalmente a grandes rasgos, el
mecanismo del proceso penal y civil; un mecanismo, si se me permite la metáfora, que debiera
suministrar al público un producto tan necesario al mundo como ningún otro bien: la justicia. Es el
momento de repetir que los hombres tienen ante todo necesidad de vivir en paz; pero si no hay
justicia, es inútil esperar la paz. Por eso no debiera haber ningún servicio público al que el Estado
dedicara tantos cuidados como al que toma el nombre de proceso. Esta observación la hago ante
todo, porque me veo en la necesidad de agregar que ni la opinión pública toma conciencia de la
mayor importancia que tiene para la organización social un instituto como el proceso, ni
correlativamente el Estado hace por el proceso todo lo que debiera. Los interesados, es decir,
entre los técnicos del proceso, jueces, abogados y partes, tienen la conciencia de que el
mecanismo funciona mal; esta conciencia aflora ocasionalmente en los ambientes legislativos; pero
casi nunca parece que hubiera otra cosa que hacer salvo modificar las leyes procesales, a cargo
de las cuales se suele poner la responsabilidad del mal servicio judicial, para emplear una palabra
que ha entrado ya en el uso corriente. También, oímos hablar de reformas urgentes al Código de
Procedimiento Penal y al Código de Procedimiento Civil, y todos parecen creer no solo que con
esas reformas ha cumplido el Estado con su deber, sino también que de esas reformas surgirán,
Dios sabe qué mejoras en la administración de la justicia. Tengo el deber de desengañar al público
a quien me dirijo, disuadiéndolo de cultivar esas que no serían esperanzas, sino verdaderas
ilusiones. Ciertamente, nuestras leyes procesales no son perfectas; pero, en primer lugar, son
bastante menos malas de lo que se dice; en segundo lugar, aunque fuesen mucho mejores, las
cosas no andarían mejor, pues el defecto está, mucho más que en las leyes, en los hombres y en
las cosas. Lo que se impone saber, ante todo, es que el presupuesto disponible de hombres y de
cosas es enormemente inferior a las exigencias del servicio. La delincuencia y la litigiosidad,
fenómenos indudablemente afines, son verdaderas enfermedades sociales, cuya causa profunda
radica en la ausencia de moralidad. Con una sociedad como es la sociedad en que vivimos,
asentada exclusivamente en el plano económico, es vano esperar que tales manifestaciones
patológicas puedan disminuir sensiblemente, a lo menos por ahora. Al contrario, en lo que a la
litigiosidad se refiere, el incremento económico no puede menos que determinar su aumento.
Respecto a la delincuencia no se debe silenciar que, si se pusiese al día la ley penal, en forma que
se previeran como delitos una cantidad de acciones ilícitas que han suscitado los nuevos modelos
económicos, también se debería prever y constatar, algo parecido en ese campo. Quiere ello decir
que la necesidad del proceso, penal y civil, no solo continuará siendo constante, sino que es
probable que en el futuro aumente su intensidad. A las dimensiones de esta necesidad debieran
adecuarse hombres y cosas. No sorprenda mi reiterada alusión a las cosas. Los oficios judiciales
son verdaderas y propias haciendas, que deberían estar provistas de todos los instrumentos
necesarios para la administración de la justicia, comenzando por la casa. Tradicionalmente,
también en Italia se habla de "palacio de justicia" para indicar la sede del oficio; pero esto hace
recordar la amarga ironía de un escritor francés, que observa que también en París todos dicen:
Palais de justice “quoique souvent il ny ait nipalais ni... justica”. Los mismos grandes palacios de
justicia de Roma y de Milán son desde el punto de vista arquitectónico gravemente insuficientes; y
la insuficiencia se agrava cuando se consideran las dotaciones técnicas, francamente miserables,
desde las máquinas de escribir hasta los automóviles, las mesas y las sillas. Los hombres de
gobierno hablan periódicamente de una "justicia rápida y segura"; pero bastaría que tuviesen
conocimiento de las estrecheces materiales, a menudo inconcebibles, en que se realiza el servicio,
para que se dieran cuenta de que tales declaraciones no tienen ninguna seriedad. Si al servicio
judicial se dedicasen los cuidados que se prodigan al servicio ferroviario o a la red de carreteras,
las cosas comenzarían a andar de otro modo; pero los valores económicos pesan todavía,
desgraciadamente, mucho más que los valores morales. Me he referido al problema de las cosas
porque también él tiene su importancia, aunque la gente no se la otorgue; pero más grave es el
problema de los hombres, tan grave que hasta cierto punto no admite soluciones. Claro, donde se
puede hacer mucho todavía es en el aspecto cuantitativo: el número de los jueces y de sus
auxiliares es insuficiente. Por ahora, especialmente en los grandes oficios judiciales, el retardo, a
menudo intolerable, en el estudio de los procesos, penales o civiles, por una parte, y por otra, la
prisa con que frecuentemente, por no decir siempre, se hacen, cuando se hacen, se debe a esa
deplorable insuficiencia. Como ejemplo, baste decir que en las audiencias instructoras civiles, falta
normalmente el secretario, cuya presencia requiere la ley bajo pena de nulidad; y que si en materia
penal hiciese el juez lo que tiene obligación de hacer, especialmente para el estudio de la persona
del imputado, el menos importante de los procesos le llevaría una jornada entera, y no como ocurre
a menudo que tales procesos menores se celebran por decenas en una sola audiencia. También
en este aspecto, como en el de la pobreza de los instrumentos materiales, el estado en que se
encuentra la administración de la justicia, escandalizaría, si la opinión pública no estuviese
distraída por otros problemas que, sin embargo, son sin comparación menos graves.
Desde el punto de vista de la calidad, aquello en que se piensa de ordinario es en la preparación
técnica del juez, quien, salvo en lo que respecta a los componentes legos de los colegios mixtos,
debe ser un jurista. Aquí, naturalmente, el problema de la justicia se complica con el de la
instrucción, que aunque, en su estructura fundamental corresponde a las universidades, tampoco
ofrece un aspecto satisfactorio. Naturalmente, es justo decir, que en cuanto a la preparación
técnica, especialmente las generaciones jóvenes de magistrados acusan una notable mejoría, que
se deja sentir mucho más, por lo menos, en el campo de los jueces que en el de los abogados. En
realidad, la mayor objeción que se puede hacer a esos hombres llamados a laborary colaborar en
la administración de justicia, atañe mucho más que a la preparación técnica, a la dignidad moral; y
es a esta precisamente, a la que el Estado debiera dar sus más asiduos y delicados cuidados.
El oficio del juez, recordémoslo, es en verdad más que humano. El carácter del hombre, su
angustia y su tragedia, es su limitación, o en otras palabras, su parcialidad. El juez debe estar, en
cambio, por definición, súper partes. El punto de contacto entre el juez y el sacerdote, que no es
solamente histórico, sino también lógico, está precisamente en esto. Cuando se habla de la
imparcialidad del juez, se dice algo que, si bien se piensa, es imposible de lograr. El juez es un
hombre como los demás, con su familia, sus afectos, sus asuntos, sus necesidades, sus simpatías,
sus antipatías.
Todo ello, hasta cierto punto, tiene él que saberlo superar, y de todo ello tiene él que saber
apartarse para cumplir con su deber. Se dice que a este fin se debe asegurarle por un lado la
independencia económica, y por el otro la independencia administrativa.
En verdad, y desde este punto de vista, en los últimos tiempos se ha hecho algo pero no todo.
Queda en pie, y tiene aun máxima importancia, la cuestión del prestigio. Es este un aspecto del
problema del cual no se puede ocultar que vivimos en un período de alarmante decadencia. Al juez
se le escatima, no ya solo el prestigio, sino hasta el respeto. La función judicial, que es la más
elevada de las funciones del Estado, más alta incluso que la función legislativa, debiera estar
aureolada de veneración, como lo está el sacerdocio. Desgraciadamente, la multitud no venera ya
ni al sacerdote ni al juez. De tal modo, que a este le faltan, el ambiente propicio y aquella elevación
espiritual, condiciones imprescindibles para que pueda superar las dificultades extremas de su
oficio. Es un oficio el del juez, y por reflejo también el del abogado, que está bajo el signo de la
contradicción. Entre todas las enseñanzas de Cristo, hay una que está más subestimada y olvidada
que cualquier otra: nolite judicare [no juzguéis]. Cristo nos ha enseñado así que no hay juicio
humano que no esté más o menos viciado de error. Si los filósofos mismos, o los lógicos para
decirlo mejor, hubiesen puesto atención en las divinas palabras, sabrían algo más acerca del juicio
y, por tanto, acerca del pensamiento, de lo que hasta ahora han conseguido saber. No ya el más
grave, ni aun el más leve juicio, puede ser pronunciado sin penetrar, no solo en las profundidades
del pasado, sino también en las del futuro. Para juzgar se debe ver hasta el fondo, y el hombre no
ve a un palmo de sus narices. El juez, por tanto, más que ningún otro hombre, este condenado a
errar. Su tragedia, si tiene elevación moral, no es tanto la de errar, cuanto la de saber que su error,
por lo demás, será irremediable. La contradicción es esta: que el error judicial no se puede negar y,
sin embargo se debe negar. Cuando una decisión ha pasado a ser irrevocable, vale como verdad.
La fórmula antigua: res iudicatapro veritate habetur [la cosa juzgada se tiene por verdad], no se
atreve a declarar que la cosa juzgada sea la verdad, sino que se la considera como tal. Un
subrogado, pues; nada más que un subrogado. Cuando se habla de error Judicial, por lo común
superficialmente, se da la impresión de creer que esto es una excepción. Ciertamente, los
ejemplares más graves, macroscópicos (la condena al ergástulo de un inocente, para
entendernos), no son frecuentes; pero errores judiciales no son solo esos. Por ejemplo, cuando
tras un largo proceso se reconoce que el imputado es inocente, la gente cree que se ha evitado un
error judicial; pero aparte de la posibilidad de que sea en cambio culpable, la decisión de
absolución ¿qué otra cosa es sino la confesión del error judicial cometido al someter a un inocente
al martirio de un proceso que se ha descubierto inmerecido? Y cuando se condena a un imputado
a un cierto número de años, de meses y de días de reclusión, ¿quién puede garantizar que sea esa
la medida justa de la pena? Entre otras cosas, si la experiencia demuestra que se ha redimido en
un tiempo más breve, o que por el contrario, ha transcurrido la pena sin que él se haya
enmendado, ¿no será esta la prueba de que en la decisión hubo error? Desgraciadamente, si
pedimos al proceso la verdad verdadera, la verdad pura, la verdad al ciento por ciento, tenemos
que reconocer que no nos la puede dar. Lo que nos da es, en la mejor de las hipótesis, un
porcentaje de verdad, una especie de verdad de baja ley, cuando no sea incluso, en vez de
moneda de oro, un billete de banco.
Una triste conclusión de nuestras conversaciones, después de todo. Pero una conclusión
saludable. Es necesario que los hombres pierdan la ilusión de que se pueda obtener por fuerza la
justicia en este mundo. Desgraciadamente, no es una ilusión que acarician solamente los que no
se ocupan de ella: conozco a técnicos y aun científicos del derecho y del proceso, que creen de
buena fe poder construir una máquina maravillosa con la cual, introducida por una parte la
demanda de justicia, obtengan por la otra, la respuesta perfecta. Esta, como todas las ilusiones, es
peligrosa, ya que desvía a los hombres del camino único que conduce a la justicia: ese camino no
es el de la fuerza, sino el del amor. La litigiosidad y la delincuencia son enfermedades sociales que
pueden encontrar en el proceso una terapéutica sintomática, no una terapéutica radical. No hay
otra justicia que la justicia divina; pero esta justicia, y en esto está el grandioso misterio, se
resuelve en la caridad. El abogado y el juez, si quieren esforzarse por superar la tremenda
dificultad del juicio, no tienen otro medio que el de amar.
Nada se puede conocer, y menos que ninguna otra cosa al hombre, si no se lo ama. La verdadera
virtud del abogado y del juez, la única que los hace dignos de su oficio, es la de amar a aquel a
quien deben conocer y juzgar, aunque parezca indigno del amor. El juez, sobre todo, debería ser
un centro de amor. Lo cual, como lo he dicho ya muchas veces, no excluye en modo alguno su
poder y su deber de castigar, ya que el castigo del padre es su más puro acto de amor. Pero una
cosa es el castigo de quien se cree bueno frente al malo, y otra cosa el de quien se siente igual y
hermano suyo. Así, si el juez juzga con amor, no solo su juicio se aproximará todo lo humanamente
posible a la verdad, sino que irradiará de él un ejemplo que, en una sociedad cada vez menos
dominada por el egoísmo, hará cada vez menos necesario su triste oficio