carlos franz - pinochet en chile - letras libres - abril 2000

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110 : Letras Libres Abril 2000 mientras él firmaba autógrafos a diestra y siniestra (¡sí, los fir- maba, incluso en la feria!). Recuerdo unas espaldas cuadradas, forradas en un traje civil de alpaca gris, tan brillante que daba la impresión de ser un sofisticado blindaje. De pronto, atraído seguramente por algún título que percibió de reojo, el general dio media vuelta. Para castigo de mi malsana curiosidad, supon- go, Pinochet retrocedió, se abrió paso y quedó enfrente mío. So- brecogedoramente, la Historia y yo nos bloqueamos el paso por unos segundos. He observado después que esto ocurre cuando nos enfrentamos a gente famosa: de cerca, el general era bastan- te menos impresionante que de lejos. Un hombre más bien ba- jo, titubeante, que intentaba hacerme el quite con esa pesadez plantígrada del arma de infantería a la cual pertenece. Creo que me hizo un par de fintas, torpes y temblorosas. Y por último, ju- raría que me pidió permiso para pasar, con una levantada de cejas que agrandó esos ojitos celestes, de niño dios, y el gesto pe- titorio de adelantar la mandíbula inferior, indicando los libros que quería ver atrás mío. Puede que me haya equivocado, cla- ro. Un segundo después fui barrido por sus guardaespaldas. Y de todos modos, esa mandíbula siempre le ha calzado mal a Pi- nochet, como si estuviera a punto de hacer un puchero. Está bien, quizá no me pidió permiso. Pero lo que haya sido, me provocó una de esas decepciones que no se olvidan. No sé muy bien lo que esperaba. Atisbar, supongo, una lengua bífida entre los labios sangrientos, o husmear el olorcillo a azufre que debía emanar del tirano. ¿Y qué es lo que había visto? Un “abuelito” –algo so- breprotegido, es cierto– que se quedó hojeando un manual de historia en aquel stand, con sus dedos temblorosos. Ni la encar- nación del mal, ni la del poder, siquiera. Un milico burguesote, que ya debería haber estado en retiro para ese entonces, jugan- do póker en uno de aquellos clubes de campo donde discuten sobre guerras a las que nunca fueron. ¿Y este era el dictador que había tenido en un puño a mi país por casi tres lustros? ¿Este, el sanguinario que mandó a miles a la muerte, incluso a varios de sus compañeros de armas? ¿Este era el hombre que había secuestrado toda una parte de mi ju- ventud, en el exilio interior de Chile? Algo no calzaba, irreme- diablemente. Como esa mandíbula que encajaba mal en la bo- ca de su dueño, mi miedo, mi dolor, no correspondían con el personaje soso, banal, que se me había atravesado. Y que inclu- so le pedía permiso para pasar a un joven desconocido, cuando se le cruzaba en la vida diaria. Tardé mucho en aceptarlo, en entender algo que mi prejui- cio, mi idea preconcebida del dictador me habían impedido ver, y que sólo empecé a intuir cuando me lo topé. Que mira- do de cerca se trata de un hombre mediocre, corriente. Era y es muy duro de tragar. Porque eso significa que pudo ser otro. Que no es ni ha sido una excepción monstruosa, ni en Chile, ni en Latinoamérica. Y, ciertamente, tampoco en España o en otros países. La opinión pública mundial es una fábrica de estereotipos. Por ello quizá sorprendan a un lector desprevenido los matices que descubre este texto del narrador chileno Carlos Franz sobre el regreso del dictador a Chile y las consecuencias que su necesario juicio podría acarrear. U na vez vi en persona a Pinochet. Sería el año 86 u 87, cuando se presentó por sorpresa en una feria del libro, en Santiago. La maldita curiosidad, esa atracción fatal del novelista, me llevó a acercarme –prudentemente, claro– al dictador. Lo seguí un rato entre los stands, entreverado con la escolta y los admiradores, Carlos Franz V Í A L I B R E PINOCHET EN CHILE

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Pinochet

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1 1 0 : Le t ras Li b re s Ab ri l 2 000mientras l firmaba autgrafos a diestra y siniestra (s, los fir-maba, incluso en la feria!). Recuerdo unas espaldas cuadradas,forradas en un traje civil de alpaca gris, tan brillante que dabala impresin de ser un sofisticado blindaje. De pronto, atradoseguramente por algn ttulo que percibi de reojo, el generaldio media vuelta. Para castigo de mi malsana curiosidad, supon-go, Pinochet retrocedi, se abri paso y qued enfrente mo. So-brecogedoramente, la Historia y yo nos bloqueamos el paso porunos segundos. He observado despus que esto ocurre cuandonos enfrentamos a gente famosa: de cerca, el general era bastan-te menos impresionante que de lejos. Un hombre ms bien ba-jo, titubeante, que intentaba hacerme el quite con esa pesadezplantgrada del arma de infantera a la cual pertenece. Creo queme hizo un par de fintas, torpes y temblorosas. Y por ltimo, ju-rara que me pidi permiso para pasar, con una levantada decejas que agrand esos ojitos celestes, de nio dios, y el gesto pe-titorio de adelantar la mandbula inferior, indicando los librosque quera ver atrs mo. Puede que me haya equivocado, cla-ro. Un segundo despus fui barrido por sus guardaespaldas. Yde todos modos, esa mandbula siempre le ha calzado mal a Pi-nochet, como si estuviera a punto de hacer un puchero. Est bien,quiz no me pidi permiso. Pero lo que haya sido, me provoc unade esas decepciones que no se olvidan. No s muy bien lo queesperaba. Atisbar, supongo, una lengua bfida entre los labiossangrientos, o husmear el olorcillo a azufre que deba emanardel tirano. Y qu es lo que haba visto? Un abuelito algo so-breprotegido, es cierto que se qued hojeando un manual dehistoria en aquel stand, con sus dedos temblorosos. Ni la encar-nacin del mal, ni la del poder, siquiera. Un milico burguesote,que ya debera haber estado en retiro para ese entonces, jugan-do pker en uno de aquellos clubes de campo donde discutensobre guerras a las que nunca fueron.Y este era el dictador que haba tenido en un puo a mi paspor casi tres lustros? Este, el sanguinario que mand a miles ala muerte, incluso a varios de sus compaeros de armas? Esteera el hombre que haba secuestrado toda una parte de mi ju-ventud, en el exilio interior de Chile? Algo no calzaba, irreme-diablemente. Como esa mandbula que encajaba mal en la bo-ca de su dueo, mi miedo, mi dolor, no correspondan con elpersonaje soso, banal, que se me haba atravesado. Y que inclu-so le peda permiso para pasar a un joven desconocido, cuandose le cruzaba en la vida diaria.Tard mucho en aceptarlo, en entender algo que mi prejui-cio, mi idea preconcebida del dictador me haban impedidover, y que slo empec a intuir cuando me lo top. Que mira-do de cerca se trata de un hombre mediocre, corriente. Era yes muy duro de tragar. Porque eso significa que pudo ser otro. Queno es ni ha sido una excepcin monstruosa, ni en Chile, ni enLatinoamrica. Y, ciertamente, tampoco en Espaa o en otrospases.La opinin pblica mundial es una fbrica de estereotipos. Por ello quizsorprendan a un lector desprevenido los matices que descubre este texto delnarrador chileno Carlos Franz sobre el regreso del dictador a Chile y lasconsecuencias que su necesario juicio podra acarrear.Una vez vi en persona a Pinochet. Sera el ao 86 u 87,cuandosepresentporsorpresaenunaferiadellibro,en Santiago. La maldita curiosidad, esa atraccin fatal del novelista,mellevaacercarmeprudentemente,claroaldictador.Lo segu un rato entre los stands, entreverado con la escolta y los admiradores,CarlosFranzV A L I B R EPINOCHET EN CHILEAb ri l 2 000 Le t ras Li b re s : 111Incomprensiones y paradojasUn encuentro similar, por lo decepcionante, ocurri durante los503 das que el ex dictador estuvo detenido en Londres. En eseao y medio el mundo se cruz por un instante con el mtico Pi-nochet, y el remoto Chile, y a muchos les cost entender que lascosas no fueran tan simples como el prejuicio lo pide. Son mu-chos los que quedaron decepcionados. Empezando por nuestrolado. No se hizo justicia, ni en Londres ni en Madrid. Y ello sedebi, en gran medida, a lo mal que se comprenden nuestros pro-cesos internos en el exterior, las simplificaciones y reducciones aque estamos sujetos. En realidad, el nulo esfuerzo de imagina-cin que hacen los poderes centrales para ponerse en nuestros lu-gares marginales. Imaginacin sin la cual es difcil entender lasparadojas, incluso las ridiculeces que han sobrado en este caso.Ridiculeces: Quin diablos podra entender que uno de losdictadores ms odiados del siglo se fuera a pasear a Inglaterra,donde varias veces lo haban amenazado, con el pretexto de ope-rarse una hernia que bien pudo sacarse en el Hospital Militarde Santiago? Nadie! A menos que se agregue a la coqueta ilu-sin de impunidad que le pudiera ofrecer la Baronesa Thatcherun dato ms farsesco todava. A Pinochet le gustaba ir a Lon-dres porque es un biblifilo fantico y all tiene sus proveedo-res de piezas raras, especialmente memorabilia napolenica. Y paradojas ms serias: Quin habra podido anticipar queel segundo gobierno democrtico de la misma Concertacin departidos que luch contra Pinochet iba a encabezar una campa-a diplomtica a nivel mundial para que le devolvieran esa pie-dra a su zapato? Nadie! A menos que se acepte que la transi-cin chilena fue tan vergonzosa y eficiente como otras: im-punidad maana a cambio de libertad ahora, fue el tristsimotrato de aquella hora alegre del plebiscito. Aunque no nos gus-te recordarlo.Quin puede entender que el ministro del Interior britni-co Jack Straw que en su juventud de laborista misionero vinoa Chile para apoyar al gobierno de Allende primero haya re-tenido a Pinochet en Londres y luego, contra los gritos de supropia bancada y de media Europa, fuese l mismo quien ter-minara liberndolo? Slo algunos, slo quienes estn dispues-tos a mirar el feo rostro de la realpolitik, en vez de la alegre ms-cara de las consignas.O quin iba a decir que entre los inesperados partidariosde que el general fuera devuelto a Chile iba a estar Felipe Gon-zlez, en Espaa, y believe it or not Fidel Castro, en Cuba, consus increbles alegatos a favor de la autonoma jurisdiccional delos Estados? Pocos. Excepto quienes vayan aceptando que el pro-ceso de conseguir una jurisdiccin internacional para los dere-chos humanos ser enormemente ms complicado de lo previs-to. No slo tendr en contra a las superpotencias como EstadosUnidos, que se niega a suscribir el tratado para una corte penalinternacional, sino tambin a muchas minipotencias; en reali-dad, a poderosos de todo pelaje y color, pues es de la esencia delpoder desconfiar de derechos que lo limiten. Quin, sin un esfuerzo de imaginacin, podra entender unade las paradojas mximas de este asunto: aquella Carta abier-ta del General Pinochet a Chile, aparecida en diciembre de 1998en la prensa de medio mundo? Pocos, incluso entre sus desti-natarios en este rincn. En realidad, la entendern slo aque-llos que renuncien a las lecturas simplistas, literales, y se arries-guen a leer entre lneas. Esa carta es uno de los documentosms insignes del gatopardismo poltico latinoamericano, arte enel cual la derecha chilena tiene un justificado prestigio. Acep-to esta nueva cruz, con la humildad de un cristiano y el templede un soldado, si con ello presto un servicio a Chile..., escribiel ex dictador prisionero, con aparente resignacin estoica. Esnecesario interesarse un poco ms profundamente por nuestrarealidad poltica para sospechar la verdad. Sospechar que en esacarta de la primera hora Pinochet fue inducido a ofrecer su in-molacin en Inglaterra o Espaa, la muerte o la crcel, en vezde favorecer una negociacin poltica que, a cambio de su retor-no, pudiera alterar la obra que leg al pas. Es necesario en-tender un poco ms a nuestros pases la sofisticacin que con-vive con la bestialidad para imaginar a la camarilla de cham-belanes inclinndose sobre la cama de su decrpito ex lder, enVirginia Waters, ponindole la pluma en la mano y diciendo:Firme ac, General, sacrifquese por la patria... Qudese en Lon-dres, para que todo siga igual en Santiago.Y all no acaban las sorpresas, los sobresaltos, las paradojasdel caso Pinochet. Un asunto donde los brochazos de las pasio-nes no han dejado ver la pincelada fina de los matices. Menosan si se trata de los desamparados matices chilenos, y latinoa-mericanos. Porque slo una atencin a los matices podra ayudar a in-tuir que, a pesar de nuestras manifestaciones apasionadas elescandaloso recibimiento militar a su llegada, por ejemplo, Pi-nochet est ms vivo en el plano astral de los smbolos y carica-turas que en la vida concreta de la ciudadana chilena. En Chi-le, para la indiferente mayora, Pinochet es un cadver. Y los dosltimos clavos en su atad fueron martillados en nuestras re-cientes elecciones presidenciales, cuando fue enterrado en lasurnas por partidarios y enemigos. El primer clavo lo hundi La-vn, el candidato derechista que hizo campaa lavndose las ma-nos del viejo general, en pblico; las mismas que los poderososchambelanes ya haban empezado a enjuagarse en las sombrasun ao antes. Y el ltimo clavo lo puso el presidente electo, Ri-cardo Lagos, en su discurso de instalacin en el poder. El pri-mer socialista en llegar a La Moneda, despus de que Allendemuriera all hace 27 aos, lo hizo con las siguientes palabras: nohe llegado a esta casa para administrar nostalgias. Lo que en laprctica equivale a remitir a Allende al panten de la historia,y al Primer Infante de la Patria, como mucho, al limbo de lostribunales chilenos. (Derecha e izquierda unidas, jams sernvencidas, profetiz nuestro vate Nicanor Parra, en un poemafamoso, muchos aos antes de la crisis de las ideologas.)Consrvanos la prosperidad...Justamente por los das en que fue apresado Pinochet, se repre-1 1 2 : Le t ras Li b re s Ab ri l 2 000sentaba en Santiago con gran xito de taquilla una excelente ver-sin de La visita de la vieja dama, la obra teatral de posguerra, deFriedrich Drrenmatt. Entre las mltiples ambigedades del ar-gumento, no pude evitar un escalofro al presenciar la escena fi-nal. El pequeo pueblo de Gllen despide a la perversa bene-factora, que los ha corrompido hasta la mdula con su dinero,entonando a coro las siguientes cnicas palabras: Y que un diosnos conserve la prosperidad, en el trepidante torbellino de es-tos tiempos. Conserva nuestros sagrados bienes, consrvanosla paz y la libertad! Mantente alejada de nosotros, noche...Teln. Tras el cual la platea santiaguina se puso de pie, aplau-diendo a rabiar.La posibilidad de hacer justicia en Chile depender de unsutil, de un matizado equilibrio entre ese pequeo deseo bur-gus de paz y prosperidad caracterstico de las posguerras yel legtimo dolor de nuestras vctimas, a las cuales ninguna pros-peridad puede aliviar.Ese deseo de equilibrio significa que los lderes de la cen-troizquierda chilena, actualmente en el poder, no lucharn pa-ra que se juzguen los crmenes de la dictadura? De nin-gn modo; ya lo han hecho en varios casos. Y creo quemuchos pagaran casi cualquier precio por ver enel banquillo a Pinochet. Con un matiz: casicualquier precio, menos el de debilitaresemismopoderquehacostadotreinta aos reconquistar.Por otra parte, aquel hi-ginicolavadodemanosque hizo la derecha signi-ficaquesuspoderesfcticosoligopoliosmediticos,empresa-rios, ejrcito facilitarn un proceso a Pi-nochet que pudiese derivar en un juicio a to-da la legitimidad del modelo de sociedad mercan-tilista heredado de l? De ningn modo: se jugarn afondo por impedir tal cosa. Pero no tan a fondo como paraponer en peligro la estabilidad de sus negocios, su clientela in-ternacional, sus ascensos en el escalafn del nuevo Chile.Entre esos dos matices, en esa delgada franja que de algunaforma evoca al estrecho territorio de nuestra patria, ser dondecabr la justicia. En ese delgado intersticio entre el hondo do-lor de nuestra historia y el fondo de nuestra caja de caudalesyace la estrecha oportunidad de procesar a Pinochet en Chile. Ampliar ese intersticio lo ms posible ser la tarea del tercergobierno de la Concertacin democrtica que acaba de empe-zar. Ampliarlo, pero no tanto como para que el intersticio seconvierta en brecha, en herida insoportable para la convivenciachilena. Y que entonces, a travs de esa brecha, terminen esca-pndosele ms votos de los que ya perdi en la pasada eleccinpresidencial ganada con tantas dificultades. Paradoja de paradojas, entonces: si en algo parecen coinci-dir militares, empresarios y polticos en el poder, con una ma-yora de los simples ciudadanos de a pie, es en que abrir ese del-gado intersticio no puede hacerse a costa del ancho de nuestrasprosperidades actuales. Si en algo est de acuerdo el grueso deesta sociedad pequea, semimoderna y a la vez remota, renco-rosa y olvidadiza, pragmtica y tan idealista en el pasado, es envalorar su tranquilidad presente, su prspera tranquilidad. Qu horror!, dirn algunos. Qu vergenza para nuestra au-toimagen, para nuestros ideales republicanos. Y, tambin, parael ideal que cierta parte del mundo desarrollado se ha hecho denosotros, confiado en que los ltimos hroes de la resistenciacontra el mercantilismo ideolgico global provengan de estosmrgenes latinoamericanos. Disgusting! Outrageous!, se oye excla-mar en muchas partes. Conforme, pero el obsceno hecho des-nudo es que conservar esa pequea y pacfica prosperidad, tanduramente rescatada de la violencia y la pobreza, parece ser muyimportante para un grueso segmento del pas en el Chile del si-glo XXI. Y as qued melanclicamente demostrado en estas l-timas elecciones, las que Lagos no pudo ganar con la apelacina la memoria y la justicia, sino con la promesa de escuchar laspreocupaciones concretas de la gente. La vida es buena cuan-do la bolsa suena.El 3 de marzo de 2000, Pinochet baj en silla deruedas del avin guila de la Fuerza Area chi-lena que lo trajo desde Londres. De pronto,dio un brinco y camin unos pasos, tem-bloroso y corts, saludando a sus ad-miradores, y volvi a caer en lasilla. La escena fue tan es-perpntica que, inevitable-mente, record la llegada deesaambiguaviejadamadelaobra teatral, que entra al escenario enlitera, con sus miembros ortopdicos y susescoltas. Como ella, lo que volva a nuestro pe-queo pueblo no era slo un caso poltico/judicialmal resuelto. Sino un espejo y un espectro, un icono mons-truoso de nuestras contradicciones como sociedad. Y quiz no slo de nuestras contradicciones; tambin de aque-llas que penan secretamente en el hbrido inconsciente posmo-derno. Contradicciones que podran explicar la notable resonan-cia simblica que este viejo dictador austral alcanza en gente quejams lo padeci. Contradicciones alojadas en el intersticio en-tre la euforia del materialismo global rampante y la mala con-ciencia de los idealismos que el siglo dej pendientes.Como sea, casi treinta aos despus de que Allende murie-ra en La Moneda asaltada por Pinochet, el ex dictador retorna Chile, justo a tiempo para ver a otro socialista entrar en el pa-lacio que l quem. Nadie puede menospreciar la potencia re-paradora de estos hechos. A nuestro modo, tradicionalmenteparadjico, eufemstico y soslayado, los chilenos nos estamos ha-ciendo algo de justicia, por nuestra propia mano. Y quin sabe,tal vez hasta logremos la hazaa de seguir procesando a la vie-ja dama, sin que nos quite ni la paz, ni sus millones. Sera unfinal relativamente feliz para esta obra amarga. ~Carl os Franz : Pi noc he t e nChi l eIlustracin: LETRAS LIBRES / Joel Rendn