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Capítulo 1 CAMBIO ESTRUCTURAL SIN EQUIDAD: AMÉRICA LATINA EN LA GLOBALIZACIÓN Rolando Cordera Campos* Introducción l siglo XX terminó bajo el signo de la globalización. Desde entonces, las tendencias a la conformación de un mercado uni- ficado de alcance planetario, presentes siempre en el corazón del capitalismo, condicionan con toda su fuerza las convulsiones de la economía política internacional que emergió del fin de la bipolari- dad y la guerra fría. Se trata de procesos reales y avasalladores que acosan a las políticas económicas nacionales, y ponen en cuestión la capacidad de los Estados para ejercer su soberanía. En la última década del siglo XX, triunfaron las visiones que buscaban acelerar al máximo la internacionalización económica. El comercio mundial creció a tasas cercanas a 7% anual y la inversión extranjera directa fue, en 1999, 320% superior a la de 1992, pero tan sólo 46% de los 1.4 billones de dólares que alcanzaron las opera- ciones diarias en los mercados cambiarios. Junto con ello, los flujos financieros internacionales aumentaron notablemente; los activos Agradezco la colaboración de Alberto Castro Jaimes en la elaboración de este trabajo. 25 E

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Capítulo 1

CAMBIO ESTRUCTURAL SIN EQUIDAD: AMÉRICA LATINA EN LA GLOBALIZACIÓN

Rolando Cordera Campos*

Introducción

l siglo XX terminó bajo el signo de la globalización. Desde entonces, las tendencias a la conformación de un mercado uni-

ficado de alcance planetario, presentes siempre en el corazón del capitalismo, condicionan con toda su fuerza las convulsiones de la economía política internacional que emergió del fin de la bipolari-dad y la guerra fría. Se trata de procesos reales y avasalladores que acosan a las políticas económicas nacionales, y ponen en cuestión la capacidad de los Estados para ejercer su soberanía.

En la última década del siglo XX, triunfaron las visiones que buscaban acelerar al máximo la internacionalización económica. El comercio mundial creció a tasas cercanas a 7% anual y la inversión extranjera directa fue, en 1999, 320% superior a la de 1992, pero tan sólo 46% de los 1.4 billones de dólares que alcanzaron las opera-ciones diarias en los mercados cambiarios. Junto con ello, los flujos financieros internacionales aumentaron notablemente; los activos

Agradezco la colaboración de Alberto Castro Jaimes en la elaboración de este trabajo.

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que los bancos de los principales países desarrollados mantienen en el resto del mundo crecieron 10% anual de 1991 a 1997 y la emisión de bonos internacionales pasó de 1.8 a 5.1 billones de dólares. El mercado de instrumentos financieros derivados, por su lado, aumen-tó sus saldos a un ritmo de 25% anual hasta superar los 13 billones de dólares en 1999.

También cambió el comportamiento económico individual y de varios grupos sociales. Las pautas del empleo se han modificado debido al ciclo económico internacional, pero también a los cambios tecnológicos surgidos. El nuevo capitalismo de la posmodernidad, advierte Richard Sennet, se organiza en torno a pautas de flexibi-lidad que llevan al surgimiento de formas de poder que contienen tres elementos: la reinvención discontinua de las instituciones, una especialización flexible de la producción y la concentración sin centralización del poder. Estos cambios producen una portentosa corrosión del carácter y ponen en cuestión las formas conocidas de cohesión social.

Después de repasar estas fuerzas, nuestro autor concluye:

en la rebelión contra la rutina, la aparición de una nueva libertad es enga-ñosa. En las instituciones, y para los individuos, el tiempo ha sido liberado de la jaula de hierro del pasado, pero está sujeto a nuevos controles y a una nueva vigilancia vertical. El tiempo de la flexibilidad es el tiempo de un nuevo poder. La flexibilidad engendra desorden, pero no libera de las res-tricciones (Sennet, 1998, p, 61).

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Más espectacular ha sido el cambio en las relaciones de los individuos con los sistemas financieros. En el año 2000, la capitali-zación del mercado de valores global llegó a 35 billones de dólares, 110% del PIB global, mientras en 1990 significaba 40% del producto bruto. Hoy, a diferencia de hace pocos años, el consumo de amplias capas de la población del mundo desarrollado, depende más y más de la riqueza financiera. Se han duplicado desde 1987, hasta cerca de la mitad, los norteamericanos que poseen acciones bursátiles, y Alemania, en tres años, dio el mismo salto a alrededor de 20% de sus adultos.

El rumbo de la globalización no ha sido lineal. En los años no-venta, el crecimiento económico general perdió dinamismo, hasta llegar al nivel más bajo de las últimas cinco décadas (2.4%). En América Latina, el crecimiento del PIB, fue mayor que el registrado en la década precedente, pero inferior a las décadas previas a 1980. El producto por persona, refleja mejor este declive. En el mundo en su conjunto, el producto por habitante apenas creció en 0.8%, en África tuvo un desempeño negativo, y en América Latina aumentó en 1.3% (-0.1% en los ochentas, 2.3% en los setenta) (Ocampo, op. cit, p. 3).

En los países subdesarrollados, y en América Latina en particu-lar, la globalización se convirtió, junto con el cambio estructural, en un complejo simbólico de gran eficacia para delimitar los términos y alcances del debate político y económico. El proceso se ha desple-gado en múltiples dimensiones de la vida colectiva e individual de la región. El ajuste externo y fiscal realizado para enfrentar la crisis de la deuda externa en los ochenta y, sobre todo, el cambio busca-

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do en la estructura productiva de América Latina, trajeron consigo profundas transformaciones en las dinámicas económicas, que no han podido sustituir, con mayor crecimiento, las ecuaciones básicas que sostenían el desarrollo anterior. El cambio estructural, guiado por una ideología de eficiencia y competitividad como justificación de los costos sociales, se muestra aquí como dislocaciones sectoriales y regionales que desembocan en un empobrecimiento masivo y una aguda concentración del inereso (C.f. Ibarra. 2000V

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En particular, la desigualdad parece haberse apoderado del es-cenario global. En una muestra de 77 países, 56.6% de la población vivía en naciones que registraron un grado creciente de desigualdad entre 1975 y 1995. Sólo 15.6% vivía en países con desigualdad de-creciente (op. cit. Ocampo, p. 9). En América Latina, este indicador fue de 83.8 y 11.4% en cada caso. La década final del siglo confirmó las tendencias al deterioro que reaparecieron en la llamada década perdida, con el agravante de que quienes más sufrieron las recesio-nes y menos se beneficiaron de la recuperación fueron los pobres. En las fases recesivas, la participación de los pobres en el ingreso se redujo más que proporcionalmente:

se ha estimado que la pobreza se elevó 1.8% por cada punto porcentual de

caída del producto en las fases recesivas, mientras que declinó sólo 0.6%

por cada punto porcentual de crecimiento en los periodos de auge [IbiJ. 9).

No es sencillo establecer una relación causal robusta entre globaliza-ción y concentración del ingreso. Los resultados nacionales parecen depender también de las estructuras y de las políticas económicas y sociales que rodean esos procesos.

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Sin embargo, hay indicios de que a partir de mediados de los años setenta predominaron tendencias reversivas en materia distributi-va, que en algunos países, la minoría, pudieron "filtrarse" gracias a los ritmos más lentos de las reformas económicas o a la acción de redes de protección o de la política social existente (Stewart y Berry, 1999). James K. Galbraith confirma estas estimaciones:

En las últimas dos décadas, la desigualdad ha aumentado a través del mundo con una pauta que cruza los efectos de los cambios en los niveles nacionales de ingreso (Galbraith, 2002, p. 22).

Al preguntarse por el cambio de tendencia hacia una mayor des-igualdad en el mundo, que arranca al inicio de los años ochenta, Galbraith responde que:

(...) hay que referirse a lo ocurrido en el período posterior a 1980 y no antes. El crecimiento en el comercio internacional no sería una explicación, porque su crecimiento acelerado data del período de 'desarrollo estabilizador' (el término mexicano) que empezó en 1945 y terminó en los setenta. El ace-lerado cambio tecnológico tampoco puede explicar lo sucedido. Los datos del Proyecto (UTIP, en inglés), muestran que el ascenso de la desigualdad

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en Estados Unidos empezó en los setenta, mucho antes de la revolución de la computadora personal (...) En Finlandia, un líder en el Internet, la des-igualdad apenas creció. En el tiempo, la evidencia apunta a los efectos que tuvieron los incrementos en las tasas reales de interés y la crisis de la deuda" (Ibid. pp. 22-23). En suma, (ni) el comercio internacional (...), ni la tecnología (son) culpables (...). El problema es un proceso de integración que se llevó a cabo (...) bajo circunstancias financieras insostenibles, gracias al cual la riqueza fluyó de países pobres, a los estratos financieros superiores de los países más ricos principalmente." Mucho ocurrió en estos años, el proceso de desarrollo de-cayó y la inequidad aumentó, pero lo que no hubo, dice Galbraith, "fue la menor intención por parte de los países ricos de asumir alguna responsabili-dad (...). Ha sido, parecería, un crimen perfecto (Ibid. p. 25).

Este es, en una nuez, al empezar el tercer milenio, el escenario social de América Latina en esta fase de la globalización que despega con la crisis de la deuda y se acelera con el desplome del orden bipolar. Los retos para la cohesión social y nacional y las demandas sociales se amplían, a medida que el crecimiento no ofrece el empleo e in-greso necesarios, pero la urbanización avanza. Esta es la época en que tiene lugar una revisión profunda de las políticas sociales en la región. En ella sobresale la búsqueda de métodos novedosos de foca-lización de los esfuerzos estatales destinados a encarar una pobreza creciente.

En las relaciones internacionales futuras, dentro y fuera del continente, nuevas combinaciones tendrán que encontrarse y nue-vas formas de concertación política y social inventarse, si México, en particular, y América Latina en general, quieren a arribar al nue-

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vo mundo global a partir de coordenadas efectivamente nacionales y democráticas.

El horizonte político se presenta hostil y la propia escena social descrita "conspira" en contra de una concertación operativa de las élites y de otras capas sociales. No sólo está por delante una reforma estatal para llevar a cabo una inserción virtuosa en la globalidad, sin incurrir en segmentaciones mayores del territorio y la cultura na-cionales; también se ha vuelto crucial una revisión de los acuerdos básicos, políticos y sociales, que sostuvieron la evolución histórica latinoamericana. Contra lo que se ha dicho insistentemente en estos años de revisión radical de la pauta de desarrollo, América Latina nunca ha sido ajena ni renuente a formas de inserción en la econo-mía política internacional. Incluso en la fase de mayor vigor de la sustitución de importaciones.

Desde la crisis internacional de la deuda, casi todas las iniciati-vas de reforma se han hecho con el propósito expreso de abrir camino a un crecimiento mejor y más sólido, bajo el supuesto de que la nue-va manera de insertarse en la economía internacional permitiría una más dinámica adaptación a los desarrollos tecnológicos mundiales. Los éxitos exportadores en industrias y regiones de diversos países, parecen confirmar que esta nueva forma es factible, aún en medio de enormes convulsiones financieras y económicas. Sin embargo, hasta la fecha, uno de los resultados más visibles de este cambio a dos (o tres) velocidades, es que las brechas en la "distribución del progreso técnico y de sus frutos" de que hablara Aníbal Pinto en los años sesenta, que el crecimiento sustitutivo no pudo cerrar y en muchos casos amplió, ahora se ahondan y reproducen para hacer surgir pa-noramas de un nuevo y más agresivo dualismo estructural.

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Así, la política social adquiere una centralidad que en el pasado no tenía, debido entre otras cosas a que entonces, las esperanzas de progreso generalizado se fincaban en la convicción de que el creci-miento económico y el desarrollo industrial bastarían para volverla realidad. Fue el tiempo de la esperanza en una universalización del bienestar que dependía sobre todo del crecimiento y del empleo.

Las reflexiones que siguen, ofrecen algunos elementos para po-ner en perspectiva histórica los intentos latinoamericanos por rede-finir sus pautas de desarrollo en un contexto de internacionalización intensa, abierto por la fórmula globalizadora. Esta redefinición, se sostiene aquí, no podrá darse por concluida mientras tenga delante una gran asignatura pendiente de corte histórico, pero que hoy se ha vuelto un reclamo fundamental: una cuestión social volcada en pobreza extrema y concentración aguda de ingreso, riqueza y oportunidades. La política social se vuelve un gozne crucial entre la globalización y la vigencia del estado nacional.

La globalización: mitos y realidades, retos y oportunidades

Parece incontrovertible que el mundo en su conjunto vive en medio de grandes mutaciones que toman sentido en el vocablo globaliza-ción. Este no es, en rigor, un fenómeno reciente. Como tendencia ha estado presente en las relaciones económicas internacionales desde el comienzo de la edad moderna. Sin embargo, hay indicios de que en los últimos veinticinco años este proceso se ha acelerado, hasta introducir cambios de calidad en el sistema transnacional de Estados que constituyó el marco del desarrollo capitalista desde la segunda

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posguerra. Estos cambios, como se sugirió arriba, han afectado de forma heterogénea las estructuras económicas y políticas domésti-cas, cuya dimensión varía mucho en función de las historias y las formas estatales de cada nación.

Para muchos, lo que estaba en puerta era un nuevo sistema 'de producción y distribución de bienes y servicios, cuyos ejes princi-pales de funcionamiento no respetan fronteras. Se trataría entonces de una mudanza más que una extensión dentro del modo de produc-ción. El propio Estado nacional conocería ahora sus límites históri-cos (Cf. Omahe, 1995).

Con este entusiasmo temprano, y ante las enormes presiones desatadas por las crisis de los años setenta y primeros ochenta, en algunas naciones se intentó arribar rápido a un amanecer que pron-to se mostró engañoso. Como ocurrió con la Inglaterra victoriana del siglo XIX; se buscó desplegar o imponer ambiciosos proyectos de "ingeniería social" para acelerar el tránsito a sociedades de libre mercado, para liberarse de una protección excesiva y un corporati-vismo inflexible (Cf. Gray, 1999).

Desde la perspectiva neoliberal, este tránsito es visto como una necesidad imperiosa para arribar a un mercado unificado. Sin duda, el proteccionismo y el corporativismo, junto con las derivaciones excesivas de los regímenes nacional-populares (el clientelismo, la corrupción, etcétera.), propiciaron comportamientos estatales social y económicamente perniciosos, que desvirtuaron la gestión pública y vaciaron de contenido el corazón de las economías mixtas de la segunda posguerra. Fue la documentación de estos excesos, junto con la irrupción del consumo de masas "planetario", lo que llevó al

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repudio del pasado y gracias al cual, en México y en otros lados, se aceleró la primera ola de las reformas neoliberales.

En Argentina se pretendió llevar estas consideraciones al ex-tremo durante la dictadura del General Videla y la conducción económica del Sr. Martínez de Hoz, cuyos proyectos de implantar un orden cristiano y una economía sin adiposidades institucionales, derivaron en una auténtica devastación productiva y social. Quizá, sus efectos destructivos en los mecanismos tradicionales de interme-diación de los conflictos sociales, y sobre la política y los políticos, estén detrás del nuevo desastre que hoy encara ese país.

Sin embargo, la presencia y acción de los Estados nacionales no ha podido ser desplazada. Como dijera Robert Dahl:

hoy, los pueblos en los países democráticos pueden más bien querer más acción gubernamental y no menos, simplemente con el fin de contrarrestar los efectos adversos del mercado internacional (Dahl, 1999, citado por Fried-man, 2002, p.19).

Así, de lo que se trata es buscar evoluciones más cautelosas. De hacer que la integración a la economía global trabaje a favor del de-sarrollo. Soslayar las lecciones de la historia y absolutizar la teoría del comercio internacional puede ser otra manera de "quitar la es-calera" del progreso del alcance de las naciones en desarrollo, como dijera List en el siglo XIX. Tomar como un absoluto la relación causal y unívoca entre apertura comercial, aumento de las exportaciones y de la inversión foránea (incluso la directa), y el crecimiento de la economía, puede implicar resignarse a no ascender, o a hacerlo muy lentamente. Se precisa de una lectura más pausada de la historia,

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que tome nota de las lecciones exitosas del comercio y la inversión [Cf. Chang, 2002).

En este sentido, las investigaciones de Dani Rodrik advierten sobre la viabilidad de construir regímenes de protección social al calor de los proyectos de integración global. Más que debilitarse, puede crecer el reclamo por mayor protección ante las contradic-ciones sociales agudizadas por la apertura de las economías. Este reclamo ha de plasmarse en mayor gasto y mejoramiento institucio-nal como el precio que han de pagar los Estados por salvaguardar la estabilidad interna, sin la cual, sobre todo en marcos democráticos, la globalización no tendría futuro, mucho menos un futuro sostenido {Cf, Rodrik, 1997).

Rodrik nos recuerda con oportunidad los débiles cimientos que han sostenido las primeras ilusiones del globalismo. La insistencia absolutista en un crecimiento basado en las exportaciones, no puede sino plantear un renacimiento del mercantilismo haciendo del supe-rávit comercial el criterio casi único para evaluar el desempeño de las economías. Se olvida que el éxito exportador o en la captación de inversión extranjera directa, lo que importa es la capacidad para aumentar el nivel de ingreso, a través de las ventajas comparativas, y hacerlo de manera sostenida. Para las economías en desarrollo, es crucial la capacidad para importar y la composición de sus impor-taciones:

(...) las exportaciones son el "precio" que una economía paga para tener acceso a las importaciones; son un medio, no un fin (Rodrik, Dani, 1999, p. 25, y el resto del cap. 2),

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Una audaz administración de esta capacidad para importar sería más bien la clave para un desarrollo que hiciera "trabajar" a su favor la globalización. Al final de la etapa de sustitución de importaciones, los países latinoamericanos confundieron la audacia productiva con la financiera, y cayeron en la fantasía destructiva del endeudamiento sin cauce claro. Lo que pareció olvidarse es la cade-na que organiza los procesos nacionales de desarrollo y conforma el marco para un uso productivo de la internacionalización: inversión, capacidad de importar bienes e ideas, gestión económica prudente e instituciones adecuadas para asimilar las contradicciones propias del cambio económico.

Las economías exitosas en ei pasado, han sido aquellas que han adoptado un enfoque estratégico y diferenciado ante la apertura. Hay poca razón para creer que el futuro será muy distinto (Ihid. p. 19).

Para otros enfoques, los resultados insatisfactorios de la globaliza-ción con que arranca el milenio obligan a reflexionar sobre el con-teñido mismo del vocablo, sobre si no estamos ante una suerte de "mito necesario" destinado a modificar y unir voluntades variadas, pero distante de las realidades económicas y sociales nacionales. Desde esta perspectiva la globalización y sus promesas siguen en el aire (Cf, Hirst y Thompson, 1999).

Es cierto que el mundo ha presenciado cambios gigantescos en las comunicaciones y las técnicas productivas y de gestión, lo que aunado al deterioro de las instituciones de Bretton Woods, permitió a los mercados financieros conformar una red de redes global donde

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las finanzas se dan la mano en "tiempo real" y acosan a las econo-

mías nacionales y sus Estados. Pero, aunque estos procesos son sus-tantivos, también son articulados por ideologías y construcciones simbólicas y culturales de gran eficacia. El vigor de estas fórmulas, sin embargo, no ha llegado a corroer las capacidades de que dispo-nen las sociedades organizadas como Estados para introducir "con-trarestricciones":

Hay bases empíricas fuertes para sugerir que la "globalización" es más un fenómeno intelectual o cultural que un proceso económico (...) el flujo de ideas y símbolos a través de las fronteras, es más sig-nificativo que el tráfico de bienes y capitales (...) el poder de la glo-balización en el pensamiento y, en consecuencia, en la elaboración de políticas, puede ser más real que en la vida económica y política (op. cit. Friedman, p.17).

Lo anterior, no elimina el empuje de la retórica globalista. Se trata,

después de todo, de la "gran narrativa" del arribo del nuevo milenio, y sus bipolaridades no debían restarle el contenido histórico real y de transformación cultural y social. (C/., Kalb, 2000, cap. 1).

Lo que se pone, en cuestión, en realidad, es la capacidad que las sociedades y los Estados nacionales tengan para actuar frente y dentro de ella para modularla, en función de las necesidades reales, en especial, de aquellos grupos sociales más afectados. Como lo han planteado Rodrik, Stiglitz y Ocampo, de lo que se trata es de hacer que la globalización funcione de conformidad con disímiles realida-des nacionales, en medio de formidables divisiones sociales y cultu-rales (religiosas, étnicas, etcétera) y en un mundo despojado de las

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capacidades institucionales que permitieron en el pasado gozar de lo que se ha llamado una "edad de oro" del capitalismo [Cf. Rodrik, 2000, Stiglitz, 1998, Ocampo, 2001.)

Como sea/ en lo inmediato, el proceso globalizador, entendido globalmentt y no sólo como un proceso económico, se desenvuelve mediante toda una gama de condicionantes, en apariencia insalva-bles, a las políticas económicas y sociales nacionales, que dieron una nueva imagen al mundo avanzado de la posguerra. Así, las pulsiones de la globalización, en particular las expresadas en y desde los sis-temas de financiamiento internacional, así como en la competencia desenfrenada por capitales, han determinado sendas de evolución y gestión económicas estrechas para los países en desarrollo.

Estos países, se han visto forzados a buscar cambios drásticos en sus estructuras productivas y formas de gestión estatal. Las os-cilaciones abruptas de estas tendencias unificadoras, a la vez, han puesto contra la pared a las instituciones internacionales que daban cuerpo a un orden económico que, si bien lleva un cuarto de siglo "fuera de control", no ha sido reemplazado por nuevos acuerdos para regular los flujos de capital y las relaciones económicas entre los Estados.

Así entendida, la globalización constituye un desafío para las naciones, pero el cambio técnico que le da impulso y sustento constituye también una oportunidad real. Reduce los márgenes de maniobra de los Estados, pero a la vez libera las fronteras para el intercambio comercial y amplía el acceso al progreso técnico. Con la competencia ampliada que trae consigo, la mundialización comer-cial estimula el ingenio y las destrezas de personas y empresas, pero

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_ también pone en peligro las formas más profundas y sólidas de co-hesión e integración de las sociedades. La revisión a la que obliga la globalización, es económica y política, pero también cultural y ética [Cf. Barber, 1996).

América Latina: idas y venidas en la globalización

Como parte de las profundas transformaciones que ha experimen-tado la economía mundial desde la ruptura del consenso de la pos-guerra, la región ha tenido que abandonar la idea que durante años orientó los esfuerzos de la industrialización: la posibilidad histórica del crecimiento "hacia dentro", impulsado por la ampliación del mercado interno y basado en la sustitución de importaciones.

En 1949, Raúl Prebisch propuso una nueva interpretación del desarrollo económico latinoamericano que fue asumida por la Comi-sión Económica para América Latina de la ONU, creada en esos años. El diagnóstico sobre el atraso era contundente: América Latina ocu-paba un lugar dentro de la periferia del sistema económico interna-cional, lejos del centro ocupado por los grandes países industrializa-dos pero dependiente del mismo, en la medida en que jugaba, junto con otras regiones periféricas, el papel de abastecedora de materias primas para soportar el crecimiento industrial. Había en esta rela-ción, unos términos de intercambio estructuralmente desfavorables para aquellas regiones.

El camino propuesto consistía en impulsar una industrializa-ción que arrancara de la sustitución de importaciones, ayudara a superar la asimetría en sus relaciones foráneas, y redujera su depen-

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dencia del exterior al lograr estructuras productivas mas integradas y diversificadas. No se trataba de evadir, sino de explorar una senda de internacionalización distinta/ sustentada en la transformación productiva interna, y la producción de manufacturas de mayor contenido tecnológico en cada etapa (Cf. Villareal, 2000). Como se sabe, esta transformación había despegado casi naturalmente, pero siempre auspiciada por los Estados, en el período de entreguerras. Aunque con importantes matices, podemos caracterizar las tres dé-cadas siguientes a la segunda Guerra Mundial como una etapa de crecimiento sostenido (la CEPAL estima una tasa promedio de 6.2% anual entre 1950 y 1982), basada en una industrialización fomenta-da y protegida por el Estado, que logró cambiar la fisonomía de la región.

A su vez, los servicios sociales se extendieron a la par que el empleo "formal" crecía, y en relativamente pocos años, hubo un cambio definitivo en la distribución demográfica, que de ser predo-minantemente rural se concentró en algunas ciudades que crecieron fuera de toda planeación y generaron nuevos desequilibrios y de-mandas sociales.

A pesar de su dinamismo, la pauta de desarrollo adoptada no logró eliminar la dependencia del exterior, sino mudarla al reque-rimiento de insumos y bienes de capital foráneos para asegurar la reproducción ampliada de la industria.

Las políticas proteccionistas se implementaron para garantizar a las empresas el tiempo de maduración necesario para integrarse plenamente al mercado. La falta de competencia que resultó de ello, estimuló la ineficiencia industrial, por lo general con cargo al fisco

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y los consumidores. Por ello nunca pudo conformarse una sólida : industria productora de bienes de producción en la región, que pu- ] diera sustentar una capacidad sistémica de producción y adopción creativa de progreso técnico.

El proceso se volvió auto limitativo; el crecimiento se fue ago- j tando y cada etapa de la sustitución de importaciones se hizo más : difícil y costosa, tanto fiscal como socialmente y en términos de las ¡ divisas necesarias para su continuidad. El control del comercio se ; volvió restrictivo y complejo. La cuenta corriente de la balanza de pagos encaró un sucesivo deterioro y el déficit público comenzó a crecer para prolongar el crecimiento artificialmente, a la vez que se formaron grandes grupos de presión (sindicatos y cámaras indus-triales) que querían sostener la protección a toda costa (Rosenthal, 2001). La inflación se aceleró y en una década con exceso de liquidez en el mercado internacional (los años setenta), el financiamiento del déficit descansó en la contratación de préstamos. Fue así cómo América Latina buscó capear los primeros temporales de la globa-lización e insertarse sin contratiempos en la realidad internacional emergente.

Los cambios en la política monetaria de Estados Unidos al inicio de los años ochenta (con aumentos en la tasa nominal de interés de 20%) y la crisis de los precios del petróleo, marcan el inicio de la cri-sis de la deuda y el comienzo de la década perdida para América La-tina. Para entrar y vivir en la globalización no parecía haber rodeos, ni siquiera los que exploró México, con la sobreexplotación directa e indirecta (a través de la deuda) del petróleo, recurso enormemente valioso pero a la vez sujeto de modo cada vez más estricto a las reglas

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de un mercado global dominado por los poderes establecidos y en expansión del binomio Multinacionales-Estados metropolitanos.

A partir de las elaboraciones del Banco Mundial, Alejandro Foxley propuso un esquema de tres etapas para describir la tran-sición de las economías latinoamericanas hacia un nuevo patrón de desarrollo (Foxley, "Prólogo", 1997, pp. 9-10). Resulta útil seguir su reflexión para ilustrar el sentido de la nueva convocatoria a "vivir" la globalización.

La primera etapa se caracteriza por la ortodoxia recomendada por los organismos de financiamiento multilateral. Las políticas mo-netaria y fiscal restrictivas atacarían la inflación y el déficit público con altos costos en empleo y crecimiento. En los hechos la desacele-ración supuso una reducción promedio del PIB de 4.6% entre 1976 y . 1981 (5.5% desde 1950), a 1% en los ochenta. Una reducción anual por habitante de 1%. El coeficiente de inversión en el PIB se redujo drásticamente de entre 23% y 26% al final de los años setenta, a me-nos de 20% hasta antes de los noventa. En Brasil cayó esta participa-ción de 23.6 %en 1980 a 15.5 en 1990, y se estima 16.9 en 1998.

Se registró además una salida de capitales equivalente a 2% del PIB entre 1983 y 1990. La transferencia neta de recursos tuvo un com-portamiento negativo de 4%, para ese período. El Banco Mundial se ha referido al esfuerzo mexicano después del ajuste, como superior al de Alemania después de la Primera Guerra. No sobra recordar que los resultados nefastos de aquel momento fueron advertidos por Keynes en sus "Consecuencias económicas de la paz" y encarnaron unos pocos años después en Hitler y la siguiente guerra.

A medida que avanzaba el ajuste, se hacía claro que los desequi-librios eran de carácter estructural, y hacían inviable la reanudación

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del crecimiento en la pauta de industrialización fincada en la pro-tección comercial. Puede admitirse que nunca se probó satisfactoria-mente que el camino de la integración industrial interna estuviese del todo cancelado. Tampoco se asumió el efecto político-social de las'dislocaciones sectoriales y regionales del ajuste propuesto. Pero en lo fundamental todos los países adoptaron el cambio estructural de mercado y globalización como divisa única.

Una segunda etapa contempla un rápido cambio estructural, que consiste principalmente en una revisión del papel del Estado y de las relaciones económicas con el exterior. Sus principales medi-das son la apertura comercial, los procesos de privatización y una liberalización financiera extensa. Lo que se bautizó como el Consen-so de Washington. Una vez superado el ajuste, las economías que parecían listas para entrar al cambio estructural no lograron retomar el curso del crecimiento. La primera razón es la drástica caída de la inversión, acentuada por las elevadas tasas de interés. A su vez, el control inflacionario es un componente de contención de mucho peso en las políticas latinoamericanas. Influyen también las restric-ciones fiscales, que impiden al Estado desempeñar el papel de "loco-motora" de la economía: incluso en el caso de ser sustituido por la inversión privada, ésta necesita una infraestructura adecuada, física y humana. Por ello, es en la infraestructura donde se encuentra uno de los círculos viciosos más complejos, que impiden la materializa-ción del cambio estructural.

Por último, el financiamiento externo del desarrollo sigue sien-do el principal obstáculo. Si bien es cierto que el potencial exporta-dor ha crecido, la entrada de un flujo mayor de importaciones debe

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encontrar financiamiento externo, que no siempre está a la mano. El coeficiente de exportaciones (con relación al PIB) era en 1980-1981, de 8.7%, mientras las importaciones de 12.1%. Al terminar el decenio de los ochenta, las ventas externas eran de 12.1 % del PIB

y las importaciones habían declinado a 9.9%, como resultado de la recesión. En 1997-1998, las exportaciones concretaron su ritmo ascendente, hasta 18.4% del PIB, pero las compras foráneas eran ya de 20.5 %. La CEPAL, estimaba que en 1999, estas proporciones eran, respectivamente, de 19.8 y 20.1 por ciento.

México, tiene un coeficiente de comercio exterior muy por en-cima del promedio regional: 35.5% del PIB para las exportaciones y 36.3% en las importaciones. Esto lleva al comercio exterior mexica-no a una proporción superior a 70% del PIB, cuando a principios de los años ochenta era apenas superior a 25% (9% las exportaciones, 16.6% las importaciones en relación al PIB).

Conviene destacar que en la década de los años noventa, a pesar de los contagios de las convulsiones financieras, la región pareció ca-paz de recuperar flujos netos financieros a su favor, y de convertir la inversión directa en fuente principal de financiamiento de su cuenta corriente. De continuar así, cabrían combinaciones de inversión y fínanciamiento externo menos sujetas a volatilidades financieras. Según la CEPAI, los ingresos netos por concepto de inversión directa pasaron de 9 000 millones de dólares en 1990 a 86 000 millones en 1999 (Ocampo, pp. 61-63).

La inversión transnacional ha impulsado la integración latinoameri-cana al proceso de globalización. Se trata de una tendencia novedosa que podría ser alentadora, pero cuyo rumbo está todavía por calibrarse.

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Vale recordar (...) que una parte muy considerable de la IED ha estado des-tinada a la compra de activos existentes (alrededor de 40% del total) y, por otro lado, que las remesas por concepto de utilidades, que son la contrapar-tida de la transnacionalización de las economías, han comenzado a ser un rubro de creciente significación en la cuenta corriente de la balanza de pa-gos regional. Cabe señalar además, que en América Latina y el Caribe no se evidencian todavía comportamientos de las empresas transnacionales orien-tados a la búsqueda de elementos estratégicos (en torno de la investigación y el desarrollo, por ejemplo) como los que están en pleno desarrollo en los países de la OCDE y en algunas ramas electrónicas de las economías asiáticas como la República de Corea y la provincia China de Taivván [Ibid., p. 65).

En esta etapa parecen haberse instalado las economías latinoameri-canas a lo largo de la década de los años noventa. Los principales indicadores macroeconómicos son mejores, pero distan de ser los previos a la crisis. No sobra recordar algunos. El crecimiento medio anual del PIB entre 1990 y 1999 fue de 3.2%, frente a 1 % entre 1980 y 1990. Así, el producto por habitante pudo crecer 1.4% en la última década del siglo frente al declive (-1%) registrado en la década anterior. El coeficiente de inversión se recuperó levemente, al pasar de 16.9% entre 1983 y 1990 a promedios cercanos a 22% en 1998. Considérese, sin embargo, que entre los años setenta y los ochenta, el coeficiente de inversión osciló entre el 23 y el 26% del PIB. A la vez, el regreso a los mercados financieros internacionales V el crecimiento de la inversión extranjera reflejan el incremento de las transferencias netas del exterior de -2% del PIB en la década perdida a alrededor de 3.0% en los años noventa,

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Sin embargo,

el efecto acumulado de la crisis de los años ochenta y de la inestabilidad en el patrón de recuperación y crecimiento que se estableció a partir de fines de ese decenio, provocó un rezago considerable del producto potencial al tér-mino de los años noventa. El producto potencial de 1999 representa apenas el 54% del que se hubiera registrado en caso de mantenerse las tendencias de crecimiento previas a la crisis de la deuda (Ibid., 85).

La pobreza pareció disminuir relativamente durante los años noven-ta, aunque los acontecimientos recientes en Argentina llevarían a revisar esta apreciación. Por otro lado, se dieron pasos importantes en la reducción de la pobreza, en especial en Brasil, que desplegó un importante programa de transferencias a los pobres urbanos y rurales.

De cualquier modo, el crecimiento de la población y el mayor tamaño de los hogares pobres, impidieron que estas tendencias se afirmaran. A fines de 1997, se estimaba que la población pobre en América Latina superaba los 200 millones de personas, de los cuales casi noventa millones eran calificados como indigentes. La propor-ción de la pobreza dentro del total de la población, era similar a la observada en 1980 y menor a la de 1990, pero en números absolutos era mayor (204.0 millones en 1997, 201.4 millones en 1994, 135.9 millones en 1980.) (op.cit. Ocampo, p. 200).

Lo más preocupante es el cambio en la composición territorial de la pobreza. Como consigna CEPAJL, "la distribución de la población pobre presenta ahora una mayor concentración urbana. Mientras en 1980 habla menos pobres en

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las áreas urbanas que en las rurales, la situación se invirtió en 1990, debido a las migraciones y el aumento de la pobreza en las ciudades. Hacia 1997, el número de pobres urbanos superaba en 60% el de los rurales y el aumento de las personas pobres durante la década de 1990 se generó totalmente en las zonas urbanas (Ibid., p. 199),

El aumento en la disparidad en los ingresos urbanos parece haber ocurrido entre el conjunto de los trabajadores del sector formal e informal de la economía. En este último se han creado siete de cada diez empleos no agrícolas (Ibid. p. 208). "A juzgar por el patrón re-gional (de empleo) en el decenio, el nivel de informalidad observado no podrá reducirse con ritmos de crecimiento del producto por habi-tante inferiores a 3.5% anual (op. cit. Ocampo p, 194). La proporción de trabajadores asalariados ocupados temporalmente, era en 1997 superior a 15%, mientras que se estimaba una proporción cercana al 30% del total sin contrato (Ibid., p. 194). El ingr-esos en las ciudades "se refleja en un ensanchamiento particularmente notorio y genera-lizado de la brecha salarial entre profesionales y técnicos y quienes no lo son, en los sectores tanto formal como informal" (p. 208).

En el conjunto de la región la disparidad salarial entre profesio-nales y técnicos y asalariados privados del sector formal, había ido de 189 en 1990 a 233 en 1997. En el sector informal, estos cocientes subieron de 277 a 355, en tanto que la disparidad salarial entre el sector privado formal y el informal había ido de 152 a 153 en los años de referencia. Por contra, la disparidad salarial entre hombres y mujeres había descendido de 141 a 130 entre 1990 y 1997, y entre aquellos con más de 12 años de educación lo había hecho de 164 a 153, respectivamente (Cf. Ibid., p. 209).

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En un estudio sobre las reformas económicas en nueve países de la región, se encontró que las remuneraciones salariales medias en 1998 eran apenas superiores a las de 1994 y seguían por debajo de las observadas en 1980. En Brasil, las remuneraciones medias del sector formal crecieron, pero tendían a estancarse al final de la década. En Argentina, en 1998 habían descendido por debajo de la de 1990 (1990=100; 1998=99.1), y en México, a pesar de la recu-peración económica de 1996, el índice era inferior al de 1995. Sólo en Chile pareció haberse dado una tendencia consistente a la alza, de 40 puntos porcentuales por encima del observado en 1980 (Stallings y Peres, 2000, p. 158).

La misma investigación consigna un ascenso en las tasas medias de desempleo abierto promedio de 7.7% en 1990 a 8.8% en 1998, pero en Brasil subió de 4.3 a 7.6%, en Colombia de 10.5 a 15.3%, en Argentina del 7.4 a 12.9% y en México del 2.7 a 3.2% entre 1990 y 1998 respectivamente. De esta muestra, sólo Chile y Bolivia vieron descender su desocupación de 7.8 a 6.4% y 7.3 a 4.1% respectiva-mente [Ibid., p. 157).

En la distribución del ingreso no hubo cambios sustanciales. México mejoró ligeramente entre 1989 y 1996, pero el ingreso se reconcentró llegada la recuperación económica. En casi en todos los casos, el dinamismo económico ha sido insuficiente, y lo mismo puede decirse del gasto público social, con sustanciales incrementos durante el decenio. Respecto de éste, vale decir que si es combinado con crecimiento económico o con descensos inflacionarios sustancia-les, puede tener efectos considerables en la reducción de la pobre-za, a la vez que un aumento sostenido del gasto en capital humano

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puede repercutir significativamente en la brecha entre los ingresos más altos y los más bajos [Cf. Stallings y Peres, 2000, pp. 184-192; Ocampo, 2001, pp. 204, 216-224).

La tercera etapa del cambio estructural, según Foxley, estaría definida por los componentes actualizados de un proceso de desa-rrollo sostenido, que supone hacer explícita la necesidad de mante-ner los equilibrios macroeconómicos e incorporar nuevos criterios de evaluación del desempeño, como los que se derivan de la preocu-pación ambiental. Por su parte, el crecimiento recuperado debería generar empleos suficientes y mejor remunerados, que sustentasen mejoras en el ingreso en el mediano plazo. Alcanzar esta etapa debía ser la consecuencia lógica de las dos primeras, pero además, consti-tuiría el principal argumento político para asumir el costo social del ajuste y el cambio estructural.

Hasta ahora, no se ha podido constatar que estas tres etapas conformen una secuencia lineal. De hecho, varias economías han retrocedido de la fase 2 a la 1 (México en 1995, Argentina en 2001-2002, por citar los casos más espectaculares) y otras más han enfren-tado crecientes dificultades para pasar del cambio estructural a un nuevo proceso de desarrollo autosostenido. Cuando la población ha soportado las dos primeras fases pero el crecimiento alto y sostenido no llega, el capital político gestado en la crisis y convertido en un consenso "negativo" frente a la forma de crecimiento anterior, se en-cuentra ya muy desgastado como para pedir sacrificios adicionales. Las sociedades latinoamericanas no pueden menos que preguntarse si han errado el camino. Si en vez de tomar el de "más y más refor-mas" no debería intentarse ya una revisión de estas mismas, como ha propuesto la CEPAL: reformar las reformas.

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El cambio estructural ha supuesto la eliminación de subsidios de magnitud diversa, la venta de empresas públicas, y un importante desplazamiento de la inversión y el empleo a los sectores más compe-titivos ante la apertura comercial. El efecto desigual en cada sector, podría subsanarse con políticas compensatorias para ayudar a pro-ductores y a la población en general a hacer frente a los reacomodos económicos y sus costos sociales. Sin embargo, ni la compensación social, ni el fomento económico de mayor visión y alcance, tuvieron una buena acogida en la estrategia puesta en acto en estos años.

Todavía hoy, a los ojos de muchos, estos temas podrían implicar intervenciones regresivas, por los resultados indeseados que trae-rían, y por tocar el corazón mismo de la organización económica que se ha buscado erigir con el ajuste y la mudanza estructural. Retóri-camente, así, tampoco puede afirmarse que se haya dejado atrás la "mudanza" en el modelo de desarrollo.

Transformación productiva con equidad; ciudadanía y democracia: más allá de la década perdida

A finales de la década de los años ochenta, la CEPAL hizo un esfuerzo por sintetizar las principales lecciones de la crisis económica y pro-poner, de cara a los últimos diez años del siglo, una nueva estrategia de desarrollo. Esta estrategia, debería hacerse cargo de las restriccio-nes y los desequilibrios manifestados durante el ajuste, pero a la vez buscaría plantearse la transformación de las estructuras productivas de la región en un marco de progresiva equidad social.

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Con la propuesta, se buscaba rehabilitar los objetivos del de-sarrollo: crecimiento económico robusto, mejoría en la distribución del ingreso, consolidación de los procesos democratizadores, abatjr el deterioro ambiental y mejorar el nivel general de vida. También se asumía el imperativo de disminuir la dependencia del financiamien-to externo, como condición indispensable para reducir el riesgo de retrocesos por cambios en las condiciones externas.

La CEPAL acuñó el término de "la década perdida" en los mo-mentos más agudos de la crisis, para resaltar el retroceso económico y social experimentado por la mayoría de los países latinoamerica-nos (CEPAL, 1990, p. 11). Sin embargo, al hacer el balance completo, propuso considerarla como una etapa de "aprendizaje doloroso", insistiendo en dos ideas principales: en lo económico, se sentaron bases más firmes para un crecimiento más sano, y por consiguiente, más fácil de sostenerse en el largo plazo; en el ámbito político institucional, se extendieron los sistemas democráticos a sociedades más plurales y particípativas, y finalmente, se beneficiaron de^ la desideologización del debate político y económico que resultó de las transformaciones en Europa del Este.

En su documento, la CEPAL señalaba que el punto de partida del nuevo modelo debía ser una política macroeconómica comprome-tida con mantener los equilibrios de corto plazo, pero complemen-tada con políticas sectoriales para apoyar la transformación. Estas políticas fueron diseñadas a partir de la evidencia de tendencias encontradas durante la década: las economías se caracterizaron por una pérdida global de dinamismo y un marcado deterioro de las condiciones de equidad, al tiempo que iniciaba un proceso de adap-

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tación a las nuevas circunstancias del entorno global con un ritmo marcadamente desigual de un sector a otro. Así muchas empresas mejoraron su competitividad internacional logrando crecer y conso-lidarse mediante sus exportaciones. Como contraparte, otras ramas de la producción, completamente articuladas al abasto del mercado interno, padecieron los estragos de la crisis.

El significado de la década perdida, por tanto, podía ser vis-to como ambivalente, como un punto de inflexión entre el patrón de desarrollo precedente y una fase distinta, de la cual surgiría el desarrollo futuro de la región [Ibid, p. 12). Una dolorosa transición hacia una nueva forma de desarrollo que sin embargo, no ha podido definirse con claridad.

A más de diez años, puede decirse que ya hay en la región un consenso mínimo, y robusto, sobre la necesidad y la conveniencia de una estabilidad macroeconómica que no admite demasiados márge-nes de libertad, por razones diversas que no sólo emanan de las "res-tricciones" de la globalización, tal y como las interpretan los opera-dores de la finanza internacional. También tiene poderosas fuentes internas que van de las ideas dominantes, en gran medida inspiradas en la ortodoxia del Consenso de Washington, a grietas más o menos profundas en las estructuras del financiamiento público y privado. También se coincide en que el logro de estos equilibrios, no puede basarse en una utilización casuística de los instrumentos de política económica. Esto sólo puede dar lugar a apariencias de estabilidad que, más temprano que tarde, se pagan muy caro.

Por ejemplo, en la experiencia mexicana de fines de 1994 y 1995, un tipo de cambio usado para apresurar el control de la infla-

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ción y sustentado en capitales de corto plazo, no podía sino llevar a más desestabilización financiera y recesión productiva. Lo mismo puede decirse de lo ocurrido recientemente en Argentina, con el desastre de un patrón cambiado sin válvulas domésticas de escape y en extremo dependiente del capital externo. Algo similar sucede con el equilibrio fiscal, que casi todos los países del subcontinente proclaman haber obtenido. De no sustentarse en una nueva y di-námica estructura impositiva, orientada a alcanzar mayores cargas fiscales efectivas y descansar en formas institucionales eficientes y flexibles para asignar los recursos públicos, este equilibrio se vuelve una ilusión de óptica, producida por los frutos iniciales de las pri-vatizaciones y por una contención cada vez más improductiva del gasto estatal.

Lo que no se ha definido con claridad, es lo tocante a las po-líticas sectoriales que deberían acompañar a la transición para dar forma a la transformación productiva. Toca a los Estados, en nuevas y difíciles condiciones políticas y sociales, con diversos actores po-líticos y una desigualdad social acentuada por la pobreza extrema de masas, adoptar unas decisiones que no pueden quedarse en la dimensión compensatoria que la emergencia de la crisis parecía justificar. Ello supone una cooperación política y un acuerdo social complejos, que no pueden ser el fruto lineal de la democracia o de la competencia en los mercados. En realidad, tanto la democracia representativa como la competencia, dejadas a su libre transcurrir, pueden acabar conspirando contra un formato de cooperación polí-tica y concertación social de larga duración, como el requerido para dar lugar al crecimiento sostenido con equidad.

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De estos aprendizajes informa bastamente el nuevo empeño de la CE-PAL por convocar al desarrollo regional, donde la equidad se vuelve el propósito central de la evolución económica y social, y el criterio para evaluar el desempeño de las economías. En Equidad, desarrollo y ciudadanía, (CEPAL, 2001), al que acompaña Una década de luces y sombras (Ocampo, 2001), se avanza de modo sustancial en la elabo-ración estratégica y se hace un inventario de los aciertos y los desca-labros mayores de la región. Sin pretender llegar a ninguna conclusión definitiva, el texto se hace cargo de que ésta es ya una temporada de saldos. Que hacer las cuentas con las reformas emprendidas es no sólo oportuno sino necesario. Pero a la vez, que debe admitirse que en el curso del de-bate sobre los resultados la terminología se ha vuelto confusa. Se trata de una confusión que lleva a ofuscar la reflexión y a nublar los objetivos y su relación racional y de congruencia con los medios y los instrumentos.

(...) la terminología se ha vuelto confusa. Se habla mucho de que para su-perar los problemas (...) se necesita complementar la primera generación de reformas con una segunda y, ahora, para algunos, con una tercera. Las fronteras entre las distintas "generaciones" de reformas se han desperfilado progresivamente (...). Esta no es la manera más apropiada de formular la necesidad de (una) reorientación. El concepto de "generaciones" (...) lleva implícita la visión de que se trata de procesos lineales y universales, en los que los logros de etapas anteriores permanecen inmodificables, como cimientos sobre los cuales se construyen los nuevos pisos del edificio [op. cit. CEPAL, 2001, p. 29-30).

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Y éste no es el caso: la fragilidad de algunos de los cimientos cons-truidos por las reformas del Consenso de Washington ha dado lugar en poco tiempo, a graves problemas, que ahora se quiere resolver con nuevas reformas. En realidad, lo que hay son discrepancias con-ceptúale? significativas, que es urgente identificar para que el debate pueda aspirar a la racionalidad y ambición de que ha carecido. La XIEPAI toma partido:

no hay un solo modelo de manejo macroeconómico que garantice los resulta-dos señalados, ni una única forma de integrarse a la economía internacional, o de combinar ios esfuerzos de los lectores público y privado. Estas diferen-cias (...) se reflejan en el desarrollo de la región, en la que la diversidad de soluciones (...) muchas veces comienza a ser más importante que la supuesta homogeneidad del nuevo 'modelo de desarrollo (Ibid).

En este tema crucial de la variedad de sendas y opciones, dentro de la globalización, la variedad "idiosincrática" de las estrategias de desarrollo resulta ser la regla. Tanto en Europa como en Asia del Este, India o China, la constante es que los países qué han logrado iniciar y mantener trayectorias de crecimiento exitoso, en la globali-zación, son aquellos que se arriesgaron a diseñar y poner en práctica "estrategias domésticas de inversión" y que, además, contaron con mecanismos eficaces para enfrentar los conflictos sociales y sectoria-les inherentes al cambio estructural y a la inserción en una economía internacional marcada por la volatilidad y la incertidumbre (Cf. Al-bert, 1992; Rodrik, 1999).

Insistir en caminos universales, basados en verdades únicas, presagia las nuevas "tragedias del desarrollo" de que hablaba Albert

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Hirschman en los setentas. Según Gray, los proyectos de "ingeniería social" en pro de un mercado global libre, recogen esta obsesión universalista que pretende establecer una civilización, lenguaje y economía únicos. Se trata de una utopía que amenaza el despliegue de la propia globalización, que en realidad no requiere sino más bien rechaza tanta uniformidad.

En su Informe, la Comisión presenta una plataforma conceptual sustanciosa, que invita a hacer una reflexión de fondo sobre el pre-sente y el futuro latinoamericano. Como se dijo antes, las naciones que forman América Latina afrontan aún complicados panoramas de inseguridad económica, expectativas frágiles, crecimiento eco-nómico oscilante y, sobre todo, altos índices de pobreza de masas, desigualdad, y tendencias agudas a la heterogeneidad y la escisión productiva y social, incluso territorial. La tragedia Argentina, a pe-sar de sus muchas "diferencias específicas", no puede entenderse sino como una alarmante señal sobre la agudeza de las contradic-ciones y fricciones del tránsito latinoamericano a nuevas formas de desarrollo y relación con el mundo.

La CEPAL resalta la importancia central de la equidad, como el sustento de una expansión de la ciudadanía vinculada a la consoli-dación de un efectivo orden democrático. Así, se explora la difícil circunstancia de una ciudadanía inscrita plenamente en una socie-dad que cambia, pero se ve acosada por lo que se llama en el Informe la "ecuación pendiente" del desarrollo latinoamericano después del gran ajuste: una relación eficiente y productiva entre ciudadanía, igualdad y cohesión social.

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En cualquier tipo de régimen económico, la relación entre la economía y la política está sujeta a tensiones cuyos resultados son inciertos. Por ello la construcción de fórmulas de entendimiento dinámico entre estas esferas fundamentales, es un imperativo de un desarrollo estable y sostenido. En la perspectiva de economías abiertas, esta sintonía conflictiva, se vuelve una pieza maestra para asegurar que la competencia y la inserción internacional rindan fru-tos. Como lo propone la propia CEPAI, esta es una sintonía esquiva y frágil. Está de por medio todo el entramado de la organización democrática y de su reproducción.

La "ecuación pendiente", está acosada por múltiples variables e incógnitas. De hecho, más que de una sola "ecuación" habría que hablar de un sistema complejo en el que confluyen las variables del juego político democrático y las incógnitas que acompañan a la transformación productiva (las del empleo, los salarios, la pro-ductividad y la distribución). De este sistema emanan las grandes "pruebas de ácido" para la empresa latinoamericana del desarrollo con equidad y ciudadanía democrática.

En esta perspectiva, cabe reiterar algunos temas inscritos en la reflexión cepalina: la necesidad de una política social universal y la inexistencia, en prácticamente toda América Latina, de un verdade-ro Estado de Bienestar que hubiera que "limpiar" de adiposidades o fardos fiscales; la necesidad de reformar las reformas, en vez de seguir por el tobogán de las "generaciones"; la conveniencia de am-pliar el concepto de lo público para llevarlo "mas allá del Estado" pero sin renunciar a éste, más bien para recuperarlo; asumir como componente importante del desarrollo internacional la globaliza-

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ción incompleta de los mercados, son algunos de estos temas. Urge echar a andar un diálogo social, dentro del cual la tarea inconclusa de la equidad y el "talón de Aquiles" del empleo, tendrían que ser las prioridades obligadas de una agenda erizada por urgencias y restricciones. Cuando esto ocurra, la región y desde luego México, necesitarán un marco ético que ponga en primer plano,

la vigencia de los derechos civiles y políticos (...) y la de los derechos eco-nómicos sociales y culturales (DESC) que responden a valores de la igualdad, la solidaridad y la no discriminación. Resalta además, la indivisibilidad e interdependencia de estos conjuntos de derechos (CEPAL, 2001, p. 38).

La referida agenda, tendría que apuntar hacia rutas diferentes a lo que hoy todavía parece una saga interminable: modernidad trunca, globalidad implacable, inequidad inconmovible. Al poner la equi-dad en el centro del tema y del problema del desarrollo, podría ele-varse el diálogo a niveles de ambición histórica, y también de alta tensión: sin equidad, en estos tiempos convulsos del cambio y de la unificación profunda del mundo, no hay ciudadanía ni democra-cia que duren, pues ante el debilitamiento del Estado, la creciente desigualdad se expresa en inseguridad e ingobernabilidad (Ibarra, 2000. p. 123). El dilema se vuelve transparente, aunque el horizonte siga opaco.

La agenda por venir

A la luz de la variada experiencia latinoamericana iniciada en 1982, pueden destacarse varios puntos centrales de la agenda pendiente.

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Entre otros, está por definirse una política industrial que, sin intro-ducir "de contrabando" la protección y el subsidio, permita hacer frente a la competencia externa en los sectores más vulnerados de la economía, directamente o creando formas de vinculación producti-va con los sectores más dinámicos.

En este sentido, la industrialización tendrá que ser de nuevo una tarea de corte global e histórico y no sólo el resultado azaroso del cambio estructural o la integración al mercado mundial. El diseño y puesta en práctica de una "estrategia nacional de inversiones" no ha caducado y es un reto para el futuro que se busca construir. Dentro de esta estrategia, habría que revalorar el potencial de la pequeña y mediana empresa, desvinculada en su mayoría de las corrientes dinámicas de la exportación y la empresa transnacional. Quizá sea en este segmento industrial, más allá de los "grandes pro-yectos" precedentes que demandaban gran atención estatal, donde más se requiera de intervenciones públicas sostenidas. Junto con esto, parece indispensable concebir el fomento y la intervención estatales, en una dimensión espacial que jugó un papel residual en la anterior forma de desarrollo. La descentralización política que im-pulsa la democracia, debería tener un correlato explícito en la des-centralización del apoyo, así como en la participación de los actores involucrados en el proceso industrial y de promoción.

Asimismo, es claro que la formación profesional y la capacitación continua, no pueden verse por separado de la educación para la ciudada-nía democrática que se quiere consolidar. Capital humano y capital social van en este aspecto de la mano y no pueden soltarse, si se desea materiali-zar una vida social definida por una equidad progresiva y sólida.

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Los resultados "inesperados" del giro exportador mexicano, por ejemplo, revelan la necesidad de ir "más allá" de las expecta-tivas originales que traería este viraje respecto de las funciones de producción. Más que privilegiar o valorizar el factor abundante (la mano de obra no o semi calificada), el brote exportador ha requeri-do más bien de extensas cohortes de trabajo calificado, de manera directa o derivada, que sólo ha distanciado más la brecha entre in-gresos respectivos.

La cuestión educativa, así, no sólo remite a los contenidos bási-cos de ciudadanía y oferta laboral; tiene desde luego implicaciones amplias y directas sobre la distribución de ingresos y oportunidades [Cf. op cit. Satllings, 2000, Capítulo IV). De aquí que la prioridad a la extensión y transformación cualitativa de la educación media y superior, no pueda ser postergada sin fecha. El cambio demográfico, por su parte, refuerza esta circunstancia.

La dimensión regional y territorial adquiere en el contexto actual una particular importancia. La descentralización de actores que propicia el cambio estructural hacia la "centralidad" del mer-cado, reclama a su vez que la redefinición territorial del desarrollo se extienda a la gestión y el fomento, y a una efectiva reordenación territorial del Estado nacional. Las exigencias locales de equidad política, desembocan en un vasto reclamo por un federalismo donde destaca siempre la cuestión fiscal.

Por último, pero no al último: está en espera de su formaliza-ción y puesta en práctica una política social capaz de atender el deterioro en los niveles de vida, la acentuación de los desequilibrios distributivos y, a la vez, la necesidad de fomentar una movilidad y

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flexibilidad laborales que logren formar capacidades y un progresivo ambiente de equidad de oportunidades.

En el fondo, la experiencia de estas décadas de penoso aprendi-zaje advierte sobre la necesidad de reflexiones más complejas, menos instrumentales. Por ejemplo, sobre si los temas aquí planteados como importantes para alcanzar metas más altas de desarrollo, son compa-tibles con las restricciones que asumieron en su estrategia de ajuste y cambio estructural casi todos los países, sin importar su diferencia estructural y nivel de desarrollo. En el mismo sentido, habría que hacer un esfuerzo estratégico para precisar los ritmos temporales y espaciales del ajuste, que no ha hecho prácticamente ningún país de la región. Al no entender estos ritmos como elementos problemáti-cos de la estrategia, se han soslayado las implicaciones políticas y productivas de estas mudanzas sobre los mecanismos de fondo que hacen posible un mínimo de cohesión social y nacional en circuns-tancias de cambio acelerado, tanto económico como cultural. En este aspecto, el caso de Chiapas en México todavía es emblemático.

En particular, habría que examinar con claridad el abanico de posibilidades reales a que todavía puede llevar esta transición. Para hacerlo, es indispensable incorporar a la discusión el papel que han jugado y pueden jugar las instituciones, tanto las que sirvieron para impulsar los cambios en la economía y el Estado, como las que dicho cambio hace surgir como necesarias para consolidar un nuevo curso de desarrollo. Ninguna de éstas emergerá, menos se afirmará, de ma-nera espontánea, Fundamentalmente, tendrán que ser producidas por la política, y es aquí donde la democracia enfrenta uno de sus más desafiantes eslabones perdidos.

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El reto de la equidad: crecimiento más política social

La crisis del patrón de desarrollo anterior alcanzó a la política social que durante cuatro décadas se practicó. Como se ha dicho, esta po-lítica estaba estrechamente identificada con el modelo de industriali-zación de alto crecimiento del producto y del empleo formal. Así, las políticas sociales se orientaban fundamentalmente a los asalariados, en especial a los organizados en sindicatos, excluyendo a los otros ciu-dadanos que en número creciente no tenían acceso al empleo formal.

Bl sesgo emanado del "modelo", derivó en sistemas estratifica-dos de salud pública y seguridad social, donde los trabajadores for-males, afiliados a los organismos de seguridad social, tenían derecho a una amplia gama de servicios de calidad relativa, pero por encima del promedio, que no disfrutaba el resto de la población. A esta tendencia concentradora de oportunidades y servicios, se sumaron la caída económica, la crisis fiscal, y la incapacidad progresiva de las economías de la región de generar empleos en el sector formal, incluso durante las fases de recuperación, que llevó un crecimiento desmesurado del sector informal.

La transición del modelo de desarrollo, ha tenido poco éxito ante los problemas sociales derivados o exacerbados por el ajuste. En primer término, hay que reiterar la accidentada generación de empleos. El segundo problema se refiere al desbordamiento de los sistemas de seguridad social tradicionales, con cada vez más restric-ciones para dar cobertura oportuna y de calidad al sector formal, del cual dependían. Estos sistemas, como ejes de una política social que no logró universalizarse pero que entrañaba grandes aparatos

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públicos destinados al grueso de la población, entraron en crisis a la vez que el empleo formal se estancó, los salarios cayeron y el apoyo presupuestal se redujo ante el ajuste. Por otro lado, aumentaron las demandas de servicios de una población en crecimiento "natural", ahora perteneciente al sector informal, y sin posibilidad de sufragar de manera individual los gastos en salud y educación.

La racionalización de recursos que generó esta crisis de la po-lítica social y la explosión de la pobreza extrema, creó la necesidad de ampliar los servicios esenciales, definiendo mejor los grupos ob-jetivo que debían ser atendidos de inmediato, precisando los apoyos que realmente incidieran en la superación de la pobreza y crearan las condiciones para incorporar a estos sectores al mercado laboral. La focalización alcanzó en estos momentos su máxima legitimidad, pero sin poder sustituir los renglones clásicos de política social como educación, salud o seguridad social. Es claro que el crecimiento del empleo formal se mantiene como camino principal para mejorar la distribución y el nivel de ingreso, pero también lo es que la magni-tud necesaria para alcanzar esta meta es irrepetible. Por esto, el gran desafío de la política social es la "ciudadanización" de los derechos sociales, que antes dependían del contrato y los sindicatos. La salida debería ser la reinvención del concepto de universalización, dejado de lado en la política social anterior.

El impacto negativo de las reformas es resaltado con la dispa-ridad no resuelta entre los resultados esperados y los que se regis-tran. En materia laboral, quizá lo más notable sea la ampliación de la brecha salarial en favor de los más educados, reforzando así la concentración del ingreso, y no necesariamente afectando el nivel

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general de ocupación. Sin embargo, mientras el ritmo de crecimiento se mantenga por debajo de los niveles alcanzados con anterioridad al cambio estructural, será muy difícil valorar el efecto integral del cambio técnico sobre el crecimiento del empleo asalariado, cuyo desempeño varió notablemente en los diferentes países. Este lento crecimiento ha hecho surgir un empleo informal masivo y creciente que ocupa a todas las categorías laborales y favorece la creación de empleo precario y de bajos ingresos.

Según Stallings y Peres [op. cit. pp. 152-167) las disparidades salariales aumentaron en prácticamente todos los países estudiados. Sin duda, es concebible una pauta de mayor concentración salarial con mayor empleo general, que tendría que resultar de mayores rit-mos de crecimiento y políticas específicas de ocupación. Más que de cambios rápidos en el mercado de trabajo, la atenuación de la inequidad tendría que provenir de una estrategia de reforma social consistente con el distorsionado mapa de empleo remanente de las reformas.

En esta perspectiva, recaen sobre la política social exigencias mayúsculas: además de contribuir a que los grupos más vulnera-bles cuenten con las condiciones mínimas de educación, salud y alimentación, debe abocarse a crear las condiciones necesarias para una participación social que conduzca a nuevas y mejores oportuni-dades para todos. Estas exigencias y la urgencia de rigurosas rede-finiciones se acentúan, si se mira lo realizado después de la década perdida, cuando el gasto social aumentó de tal manera que parecía anunciar una nueva plataforma de compromiso estatal con el tema social (Cf. Hardy, 2002).

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Los incrementos han sido notables. En promedio, dice Clarisa

Hardy, el gasto social per capita pasó de 360 a 450 dólares, al final de la década de los noventa, en tanto que en los países de menor gasto social se duplicó, de 58 dls., en 1990 a 113 dls. per capita en 1999. Los países con mayor gasto social, como Brasil, Chile, Uruguay y Costa Rica, tuvieron un gasto social por persona de 1 055 dls., en 1999, contra 796 en 1980. En México, Colombia y Venezuela, pasó, en promedio, de 251 dls., en 1990 a 365 dls., en 1999. El lugar que hoy tiene el gasto social tanto dentro del gasto público total como del PIB, muestra un incremento importante y al parecer refleja una toma de conciencia dentro de sectores públicos y de organismos in-ternacionales. Un aspecto más que debe señalarse es el impacto de este gasto sobre la pobreza (Ibid.).

Puede admitirse que falta mucho por hacer. Baste comparar el gasto en América Latina con el de Europa o Estados Unidos, al igual que la inversión necesaria para cumplir con metas mínimas en mate-ria de servicios sociales básicos. De todos modos, el gasto social ha sido factor clave de defensa del nivel de vida mínimo de los sectores sociales más pobres, en tanto que explica un alto porcentaje de su ingreso total. Vale señalar el casto de Brasil, donde las transferencias llegaron a representar 15.1% del ingreso de las familias pobres ru-rales y 24.6% de las urbanas en 1996 (11.1 y 8.6% respectivamente en 1990). En general, en el resto de los países aumentó el papel del gasto social y ha podido paliar los efectos más nefastos del cambio estructural y el ajuste. Así el gasto público parece jugar un papel relevante para evitar que las caídas sean todavía más pronunciadas.

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Según Stallings y Peres (op. cit., pp. 188-190), en Argentina, el ingreso del quintil más pobre aumentó en 142,2% y la relación entre éste y el quintil más rico se redujo de 14.2% al 6.1 %, gracias al gasto social canalizado. En Brasil, el incremento fue de 97.6, de 24.6 y 12.6%, para cada caso. En Equidad, desarrollo y ciudadanía, al evaluar este impacto redistributivo, considerando la asignación sectorial de los subsidios y su participación en el gasto público total, la CEPAL dice: "en promedio, el quintil más pobre de la población recibe 76% del ingreso adicional como resultado del gasto social, y el siguiente quintil 37%" (op. cit. pp. 138-140).

Sin embargo, lo realizado, no se compara con lo que hacen y han hecho las naciones comprometidas con el bienestar como sistema po-lítico-económico. En ellos, el gasto social por persona va de los 3 500 a los 7 200 dólares al año (todas las cifras tomadas de Hardy, p. 3).

Así, sin menoscabo de las exigencias de racionalización, la mag-nitud de la pobreza que rebasa la indigencia y su creciente urbani-zación, obligan a ir pronto y más allá de la focalización o la atención inmediata. Recuperar los criterios de universalidad, a su vez, lleva la reflexión sobre el desarrollo más allá del crecimiento, hacia la soli-daridad y una concertación política iluminada por una ética pública y laica que el discurso anterior del desarrollo, junto al del cambio estructural, dejaron en buena medida de lado. También ha aumentado la atención internacional sobre el asunto, por lo menos desde la "Cumbre" de Copenhague hasta la Declaración del Milenio y la Cumbre sobre el financiamiento del desarrollo de la ONU, .de marzo de 2002. Los movimientos llamados antiglobali-

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zadores o "globalifóbicos", han centrado su atención en la cuestión social y ambiental.

Puede abordarse ahora la necesidad de una "globalización" de la política social, que tendría que sustentarse en giros inéditos de la política mundial imperante, no avizorados fácilmente (Cf. Deacon, B., 1999). Sin duda, el impacto de la migración internacional, los brotes pandémicos como el SIDA y el tema ambiental, representan aspectos centrales de la calidad de la existencia humana, y propician argumentos robustos en favor de este proceso.

Sin embargo, aún falta mucho por andar en los caminos hacia éste horizonte. Lo nacional y lo estatal, como ahora lo local y regio-nal, siguen siendo el locus por excelencia para definir la política, sus ritmos y alcances. El factor "externo" ha dejado de serlo, en algunas de sus expresiones más directas, y sin duda también en las conjetu-ras e hipótesis desde las que se diseña y pone en práctica la política social. La política social pendiente en América Latina debe asumir que junto con el creciente gasto social, la pobreza y la desigualdad se mantuvieron en números grandes y absolutos, y caminaron hacia las ciudades, sin abandonar totalmente el escenario rural. Resulta imposible separar este panorama de las reformas con las que la re-gión quiso pagar su entrada al club de la globalidad.

En estas condiciones, puede proponerse una tercera reforma del Estado dirigida al núcleo de las relaciones entre el sistema político y la cuestión social. Esta reforma, buscaría superar los estragos sociales de la reforma económica, y articularse con lo político más general, así como con lo económico en su más amplio sentido. Lo que está enjue-go es la textura misma de la sociedad emergente de fin de siglo, pero

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también "sistemas de supervivencia", congruentes con la moderni-dad económica y social y la democracia que justifican el cambio.

La reforma social debe incrustarse, mediante la política de-mocrática y la construcción institucional, en la organización eco-nómica y el discurso de la política. Sólo así será posible imaginar la erección de nuevos Estados de protección y bienestar, que den al desenvolvimiento económico bases sociales más eficaces que las actuales. La retórica democrática, sostenida en el aire de lo electoral y de lo "inmediato-representativo", tendría a su vez que acomodar el reclamo de la reforma social en su discurso "(incorporando) en medida suficiente la verdadera sustancia democrática: igualdad y justicia social" (Ibarra, 2000. p. 26), como parte consustancial de la democracia moderna que se busca construir.

La reforma que falta tiene que ser parte de una ambiciosa ope-ración de política constitucional, y no solo una obra de ingeniería institucional o financiera, como se ha hecho con la seguridad social y con los programas de superación de pobreza emprendidos princi-palmente bajo criterios de focalización de objetivos y asignación de recursos. Lo social tiene que dejar de ser residuo de lo económico, y dejar atrás la dicotomía "economía versus política", En esta ope-ración conceptual se juega la suerte del equilibrio dinámico entre democracia y capitalismo global, y el perfil y la calidad de vida de sociedades que no han podido actualizar los mecanismos de defensa de su existencia colectiva. Lo que Polanyi llamaba el "doble movi-miento" de la sociedad moderna.

Es en esta perspectiva que adquiere sentido el tema de las restricciones que provienen del marco mayor del proceso de glo-

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balización, pero son fruto también de la morfología estatal (y de la sociología) heredada del desarrollo anterior. A continuación, pen-sando en la experiencia mexicana, se presenta un breve repaso de este catálogo de limitaciones.

Una nota sobre las restricciones

Reconocer las restricciones, debe ser el punto de partida para la elaboración de una estrategia de reforma social, De modo inevitable, México y el resto de América Latina tienen y tendrán que vivir en el mundo incierto determinado por una globalización sin institu-ciones globales. Este es, sin duda, el gran faltante de la época {Gf. Ianni, 2000 y Cardoso, 2002), pero sólo puede subsanarse si se da una recuperación de la acción colectiva y de la concepción amplia del Estado.

La ampliación del número de habitantes que vive en torno a la línea de pobreza extrema, y la aguda concentración del ingreso son dos de los más poderosos argumentos en favor de una política social de ambicioso espectro. Por su carácter omnipresente en la región, ambos fenómenos se han vuelto testigos de que la organización económica y social, y la gestión estatal, no están a la altura de las necesidades centrales de sus sociedades después del cambio. Es un hecho que ni la magnitud ni el reconocimiento de la pobreza han lle-vado a acciones públicas que asuman la centralidad política (y ética) de estas carencias. La necesidad de actuar choca continuamente con restricciones que habría,que reconocer como fuente de nuevos cono-cimientos que abran posibilidades y potencialidades no exploradas.

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Las restricciones son muchas, y de un modo telegráfico se pueden listar las siguientes.

En la vertiente económico-financiera de la globalización, hay que mencionar la competencia ampliada por mercados y capitales, la consiguiente pérdida de márgenes de libertad del Estado para operar con déficit, las difíciles modalidades del endeudamiento in-ternacional, la creciente importancia del riesgo político en el finan-ciamiento internacional, etcétera. La posibilidad ampliada de que los capitales "voten con los pies" y el jaque cambiario a los Estados está plenamente instalada en la nueva costumbre de la "alta" y la "baja" finanza mundiales.

En una segunda vertiente, la reforma social debe contar con la doble emergencia de la ciudadanía democrática y la individualidad económica, que tienden a desbocarse en un individualismo fuente de múltiples rechazos a toda acción pública, al tiempo que estimula una diversificación explosiva del reclamo social. Así, se sataniza al Estado, y a la vez se exige más apoyo estatal frente a la competencia, etcétera. Los que generalmente no participan en estas veleidades, son los sectores que menos reclaman y más necesitan, los menos or-ganizados y carentes de voz pública, los más pobres.

De esta problemática surge, para los Estados, la complejidad de la existencia social: los problemas de definir, desde las instituciones, las necesidades de la gente, que se pretende sean generalizabas y permitan delinear políticas públicas de alcance colectivo o general. La superación de insatisfacciones elementales, tiene que lidiar ahora con una diversificación de expectativas, gustos, opciones y expe-riencias, que impiden la normalización simplista de la intensidad

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de estas necesidades consideradas no satisfechas. De la globalidad emanan poderosas determinaciones de la sensibilidad colectiva.

En adelante se anotarán algunas de las restricciones domésticas más notorias, y cuyo carácter interno está cada día más permeado por la impronta globalizadora. Estas, no sólo podrían removerse, sino ser-vir de palancas para confrontar las restricciones que provienen de la globalidad/ y que a menudo se presentan como inamovibles.

La primera se refiere a la insuficiencia de recursos públicos; la eficiencia recaudadora es del todo insuficiente para desplegar una política compensatoria real que busque afectar, además, los núcleos duros en que se basa la reproducción de la desigualdad. El "pacto fiscal" convocado por la CEPA! puede tener en este terreno su soporte más vigoroso, pero no se ha convencido lo suficiente sobre la co-nexión virtuosa posible entre el.fisco y la superación de la pobreza.

En segundo lugar, está la manera en que se ha entendido la asignación del gasto público, que no sólo está constreñido por di-rectrices macroeconómicas, sino por la organización de la adminis-tración pública. Es visible que buena parte del gasto social se diluye en sueldos y salarios, derivando en la prestación de servicios que no van necesariamente a los más pobres. Aquí, temas como el trabajo público, los sindicatos estatales, el lugar del conocimiento especia-lizado y la participación social correspondiente, toman particular relevancia. El resto, en especial el gasto en infraestructura, no tiene entre sus criterios de asignación a la cuestión social: tiene objetivos muy generales, y las demandas sociales que influyen en las decisio-nes tienden a venir de •sectores1'diferentes a aquellos donde campea la carencia. Ello, se acentuará con la descentralización del gasto pú-

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blico; como paradoja, en el nivel local, la voz de los más pobres no es necesariamente la más escuchada.

La reforma política del Estado no puede darse por concluida sin un pacto fiscal que involucre desde el inicio los impuestos y el gasto. Los Estados de la región, hay que insistir, nunca avanzaron en las con-tribuciones directas y a la propiedad, que ahora, cobijados con lo he-cho en naciones avanzadas, buscan abandonar mediante los impuestos indirectos, en especial el IVA. En tanto al gasto, es indispensable una revisión de las decisiones sobre los montos asignados. Si la equidad va a ser prioritaria, su jerarquía debe plasmarse en la distribución presupuestaria, con combinaciones eficientes entre el gasto de com-pensación y el destinado a la formación de capacidades y libertades, yendo más allá de los conceptos de capital humano en boga.

El gasto social debe blindarse respecto a la coyuntura, mediante presupuestos plurianuales, haciendo "no programables" los gastos que se consideren fundamentales para este propósito. Así, el pre-supuesto se convierte en vehículo para la concertación política y la asignación de recursos de mediano y largo plazo, donde queden consignados los compromisos de la sociedad con su construcción y redefinición. El presupuesto da cuenta del acuerdo político al que las sociedades han podido llegar en un momento dado, así como de las prioridades que se adoptan para enfrentar una cuestión social que ha puesto en entredicho a naciones enteras y hoy pone en el banquillo a las democracias que han emergido o se han recuperado en los últimos lustros en América Latina. De aquí la necesidad y la conveniencia de regresarle al presupuesto su "dignidad clásica".

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blico; como paradoja, en el nivel local, la voz de los más pobres no es necesariamente la más escuchada.

La reforma política del Estado no puede darse por concluida sin un pacto fiscal que involucre desde el inicio los impuestos y el gasto. Los Estados de la región, hay que insistir, nunca avanzaron en las con-tribuciones directas y a la propiedad, que ahora, cobijados con lo he-cho en naciones avanzadas, buscan abandonar mediante los impuestos indirectos, en especial el IVA. En tanto al gasto, es indispensable una revisión de las decisiones sobre los montos asignados. Si la equidad va a ser prioritaria, su jerarquía debe plasmarse en la distribución presupuestaria, con combinaciones eficientes entre el gasto de com-pensación y el destinado a la formación de capacidades y libertades, yendo más allá de los conceptos de capital humano en boga.

El gasto social debe blindarse respecto a la coyuntura, mediante presupuestos plurianuales, haciendo "no programables" los gastos que se consideren fundamentales para este propósito. Así, el presupuesto se convierte en vehículo para la concertación política y la asignación de recursos de mediano y largo plazo, donde queden consignados los compromisos de la sociedad con su construcción y redefinición. El presupuesto da cuenta del acuerdo político al que las sociedades han podido llegar en un momento dado, así como de las prioridades que se adoptan para enfrentar una cuestión social que ha puesto en entredicho a naciones enteras y hoy pone en el banquillo a las democracias que han emergido o se han recuperado en los últimos lustros en América Latina. De aquí la necesidad y la conveniencia de regresarle al presupuesto su "dignidad clásica".

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blico; como paradoja, en el nivel local, la voz de los más pobres no es necesariamente la más escuchada.

La reforma política del Estado no puede darse por concluida sin un pacto fiscal que involucre desde el inicio los impuestos y el gasto. Los Estados de la región, hay que insistir, nunca avanzaron en las con-tribuciones directas y a la propiedad, que ahora, cobijados con lo he-cho en naciones avanzadas, buscan abandonar mediante los impuestos indirectos, en especial el IVA. En tanto al gasto, es indispensable una revisión de las decisiones sobre los montos asignados. Si la equidad va a ser prioritaria, su jerarquía debe plasmarse en la distribución presupuestaria, con combinaciones eficientes entre el gasto de com-pensación y el destinado a la formación de capacidades y libertades, yendo más allá de los conceptos de capital humano en boga.

El gasto social debe blindarse respecto a la coyuntura, mediante presupuestos plurianuales, haciendo "no programables" los gastos que se consideren fundamentales para este propósito. Así, el pre-supuesto se convierte en vehículo para la concertación política y la asignación de recursos de mediano y largo plazo, donde queden consignados los compromisos de la sociedad con su construcción y redefinición. El presupuesto da cuenta del acuerdo político al que las sociedades han podido llegar en un momento dado, así como de las prioridades que se adoptan para enfrentar una cuestión social que ha puesto en entredicho a naciones enteras y hoy pone en el banquillo a las democracias que han emergido o se han recuperado en los últimos lustros en América Latina. De aquí la necesidad y la conveniencia de regresarle al presupuesto su "dignidad clásica".

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Por último, vista desde la política social, la centralidad otorgada hoy a la educación, debe también concretarse en el presupuesto. La transformación social y productiva requiere de buenas dosis de educa-ción, y desde luego, modificar la manera cómo se entiende y transmite esta educación. Sin embargo, es preciso que se asuma con claridad el punto de partida para este esfuerzo. La educación aparece hoy bifur-cada dentro de la esfera pública y entre ésta y la privada, a la vez que determinada por una segmentación social que acorrala los proyectos educativos y los lleva a reproducir la segmentación original.

En tercer término, hay que registrar la discontinuidad que cam-pea en la pobreza en general, y que, en el medio rural, desemboca en desarticulaciones que reproducen la marginalidad. De cara a los recursos escasos y segmentados en su asignación, tiende a agudizarse el reclamo colectivo, a veces regionalizado, donde suelen perder los más afectados por la pobreza. El conflicto entre los pobres, que al parecer ha resultado endémico en los programas antipobreza, debe entenderse también como una confrontación interconstruida que involucra a importantes sectores del servicio público.

Hay siempre un componente productivo que pone cotos a la acción pública contra la desigualdad y pobreza. Por una parte, en nuestro caso, encontramos el lento crecimiento de las empresas que no se han podido integrar a los círculos exportadores, y en las que se vive, por otro lado, un retraimiento del empleo, agravando así la situación salarial y de los sindicatos. Desde el perfil básico del cambio estructural para hacer a la economía más eficiente, parecen predominar las técnicas contrarias a un uso extensivo del trabajo como formas de incrementar la productividad. El hecho es que el auge exportador no ha implicado un mejoramiento ni una extensión consistente del empleo, salvo en algunos núcleos.

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Revisar la pauta de gasto y financiamiento del Estado, así como los términos del desarrollo industrial que se busca a través de la internacionalización económica, se presentan como tareas obligadas cuando se pretende asumir como misión nacional la superación de la pobreza masiva y extrema y la construcción de la equidad social. La globalización y el cambio estructural deben verse como un conjunto de restricciones que inspiren una estrategia, no como la base fatal de un argumento para la rendición.

México y América Latina pueden plantearse de manera rea-lista la superación productiva y racional de restricciones como las enunciadas. En particular, no pueden renunciar al pronto y mayor aumento de las transferencias de recursos sociales por la vía fiscal clásica o de mecanismos de solidaridad. El gasto público compen-satorio es fundamental para dar a la vulnerada cohesión social un mínimo de realidad. Tampoco puede abandonarse el propósito histórico de modificar la distribución de los frutos del crecimiento, mediante la acción de un Estado fiscalmente sólido, y gracias a una economía cada vez más robusta que no base su crecimiento y su productividad en salarios miserables y empleo escaso y precario. La acción colectiva, por su parte, se vio contenida so pretexto de soste-ner la competitividad en los sectores exportadores más vulnerables a la competencia externa y es preciso recuperarla.

La capacidad latinoamericana de intermediación social en la época del crecimiento protegido, parece haber quedado suspendida entre complejos mecanismos de representación de intereses en la democracia y la esperanza de un mayor crecimiento que no se con-creta, y por ello estos mecanismos sufren desgastes sin contraparte

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en el nivel de bienestar logrado. Esta dialéctica aporta más presiones sobre la cohesión social y nacional. Sin una política inspirada por la meta de construir acuerdos fundamentales, que tengan como eje la cuestión social, el laberinto sólo puede ser el de una mayor soledad para América Latina, en tiempos de la globalidad.

En medio del camino sugerido, está una conducta de los grupos dirigentes y dominantes de afirmación y exclusión social, paradóji-camente desplegada en reiterados reflejos de defensa política y hui-da económica y, hasta ahora, transmitida a buena parte de las franjas intermedias de la sociedad, gracias a una sensibilidad colectiva ale-targada por el estancamiento. Es en esta conducta que, parafrasean-do a Galbraith, se ha vuelto una bizarra "cultura" de la satisfacción y de los satisfechos, donde radica la principal contaminación del ambiente estatal y nacional mexicano y latinoamericano.

Volcadas al exterior, las élites latinoamericanas se han despren-dido de la obligada, casi siempre precaria, conciencia de interdepen-dencia social interna, y se ha agudizado su sensación de dependencia de las relaciones de clase con el exterior. Al no concretarse en aso-ciaciones efectivas, no se renuncia a la opción foránea, sino que se la convierte en una sistemática adquisición de activos en el exterior.

Por otro lado, la "culpa" por la pobreza o la desigualdad se ha difuminado en la nueva sociedad de ciudadanos "individualizados". No hay un sentido de la responsabilidad de grupo, que pudiera dar lugar a reacciones solidarias elementales, mucho menos a admitir la necesidad de coaliciones democráticas que reconozcan la centralidad del tema social. Como, además, el nuevo modelo tiende a Estados ins-trumentales, despojados de capacidades sustanciales de intervención

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redistributiva, en adelante la responsabilidad pública se diluye en las manos de una sociedad civil imprecisa y desarticulada.

La democracia representativa puede reforzar, sin quererlo, este resultado que otros prefieren presentar como "sistémico". Los con-gresos, presionados por los intereses dominantes o sujetos a la dis-ciplina de las agencias multilaterales, dan lugar a esquemas presu-puéstales que obligan a racionar primero lo destinado a la cuestión social, Al aceptar como dados los múltiples requisitos de asignación que trae consigo la estabilización macroeconómica permanente, y otros gastos no directamente vinculados con la carencia colectiva, los congresos "legitiman" una distribución de los recursos que des-emboca en posposiciones sin fecha de término de proyectos trascen-dentes de desarrollo social. Se configura así, desde la democracia, una situación que potencialmente la niega, al coadyuvar a la repro-ducción de los desiguales que la política pretende igualar.

Para enfrentar este bloqueo enmarañado, es preciso pensar a la política social como una empresa civilizatoria, que abarque al con-junto de la sociedad y haga explícitas las implicaciones socialmente nocivas de las actuales mentalidades dominantes. Nada asegura hoy que esto ocurrirá gracias a la emergencia súbita de otro "consenso" negativo, como el que facilitó los primeros pasos del cambio estruc-tural para la globalización. Pero la conversación entre economía y política, entendidas como mercado y democracia, no puede enfilarse por la senda de una modernidad robusta y consistente, en presencia de una despolitización intencionada y sistemática de la circunstan-cia social que las rodea.