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CAPíTULO I EL ACTO ADMINISTRATIVO. CLASES Y ELEMENTOS SUMARIO: 1. CONCEPTO Y CLASES. 2. LOS ACTOS POLíTICOS O DE GOBIERNO. 3. ACTOS ADMINISTRATIVOS Y POTESTAD DISCRECIONAL. ACTOS RE- GLADOS Y ACTOS DISCRECIONALES: A) Discrecionalidad y conceptos jurídicos indeterminados. B) Las técnicas de control de la discrecionalidad. C) La polémica en torno al control judicial de la discrecionalidad administra- tiva. La configuración por el legislador de poderes arbitrarios o exentos del control judicial. 4. ACTOS QUE NO CAUSAN ESTADO, ACTOS FIRMES O CONSENTIDOS Y ACTOS CONFIRMATORIOS. 5. ACTOS FAVORABLES Y ACTOS DE GRAVAMEN: A) Los actos favorables B) Los actos de gravamen. 6. ACTOS EXPRESOS Y ACTOS PRESUNTOS POR SILENCIO ADMINIS- TRATIVO: A) La evolución de la regulación del silencio administrativo. La regla general del silencio como acto presunto negativo y sus excepciones. B) La extravagante regulación del silencio en la ley 30/92, de régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del procedimiento administrativo. C) El triunfo del silencio positivo. La Ley 4/1999 que modifica la ley 30/1992 y su reforma por las leyes 17 y 25 de 2009 que trasponen la directiva 2006/123/ CE, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio. 7. LOS ELEMENTOS DEL ACTO ADMINISTRATIVO.

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CAPíTulO I El ACTO ADMINISTRATIVO. ClASES

Y ElEMENTOS

SuMARIO:

1. CONCEPTO Y ClASES. 2. lOS ACTOS POlíTICOS O DE gOBIERNO. 3. ACTOS ADMINISTRATIVOS Y POTESTAD DISCRECIONAl. ACTOS RE-

glADOS Y ACTOS DISCRECIONAlES: A) Discrecionalidad y conceptos jurídicos indeterminados. B) las técnicas de control de la discrecionalidad.C) la polémica en torno al control judicial de la discrecionalidad administra-

tiva. la configuración por el legislador de poderes arbitrarios o exentos del control judicial.

4. ACTOS QuE NO CAuSAN ESTADO, ACTOS FIRMES O CONSENTIDOS Y ACTOS CONFIRMATORIOS.

5. ACTOS FAVORABlES Y ACTOS DE gRAVAMEN: A) los actos favorables B) los actos de gravamen.

6. ACTOS EXPRESOS Y ACTOS PRESuNTOS POR SIlENCIO ADMINIS-TRATIVO: A) la evolución de la regulación del silencio administrativo. la regla general

del silencio como acto presunto negativo y sus excepciones.B) la extravagante regulación del silencio en la ley 30/92, de régimen jurídico

de las Administraciones Públicas y del procedimiento administrativo.C) El triunfo del silencio positivo. la ley 4/1999 que modifica la ley 30/1992 y

su reforma por las leyes 17 y 25 de 2009 que trasponen la directiva 2006/123/CE, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio.

7. lOS ElEMENTOS DEl ACTO ADMINISTRATIVO.

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8. El TITulAR DEl ÓRgANO Y lA COMPETENCIA.9. lA CAuSA Y lOS PRESuPuESTO DE HECHO.

10. lOS MÓVIlES Y lA DESVIACIÓN DE PODER.11. El CONTENIDO Y lOS ElEMENTOS ACCIDENTAlES DE lOS ACTOS

ADMINISTRATIVOS.12. lOS ElEMENTOS FORMAlES

A) Forma de la declaración.B) la motivación.

13. NOTIFICACIÓN Y PuBlICACIÓN DE lOS ACTOS ADMINISTRATIVOS. BIBlIOgRAFíA

1. CONCEPTO Y ClASES

De la misma manera que la función legislativa se manifiesta y concreta en la elaboración de normas generales y la judicial en las sentencias, la Administración formaliza su función gestora con repercusión directa o indirecta en los intereses, derechos y libertades de los ciudadanos a través de los actos administrativos. Precisamente porque el acto administrativo concreta y mide el alcance de esa incidencia, su concepto se ha construido al servicio de delimitar el objeto de la jurisdicción Contencioso-Administrativa, y para facilitar el control judicial de la actividad administrativa jurídicamente relevante. Así es desde que la ley de lo Contencioso-Administrativo de 1888 admitió el recurso contencioso-administra-tivo contra las «resoluciones administrativas» y la ley jurisdiccional de 1956 lo abrió a las pretensiones que se dedujeran en relación con los «actos de la Admi-nistración Pública» sujetos al Derecho administrativo.

Y el acto administrativo sigue siendo el principal, aunque no ya el único, «en-causado» en el proceso contencioso-administrativo para la ley vigente 29/1998. Esta ley, aunque define el ámbito competencial de la jurisdicción administrativa de modo genérico [«la actuación de las Administraciones Públicas» sujeta al De-recho administrativo (art. 1.1)], más adelante distingue, dentro de esta noción de las actuaciones administrativas, los «actos expresos y presuntos» de la Adminis-tración Pública, «la inactividad de la Administración» y «sus actuaciones mate-riales que constituyan vía de hecho» (art. 25). En definitiva, aunque la resolución o el acto administrativo ya no monopoliza el objeto del proceso contencioso ad-ministrativo ampliado a la pura inactividad y a la vía de hecho, es decir, actua-ciones sin pronunciamiento formal alguno, sigue siendo por volumen y calidad el principal protagonista del mismo.

Ahora bien, si el acto administrativo sigue siendo, básicamente, una reso-lución enjuiciable, su concepto no debe comprender más que aquellos pronun-ciamientos expresos o presuntos que constituyen el objeto de impugnación ante la jurisdicción Contencioso-Administrativa. Por ello no sirve de mucho a estos efectos la definición ya clásica de Zanobini, y por ello de obligada cita, según la

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cual acto administrativo es «toda manifestación de voluntad, de deseo, de conoci-miento o de juicio realizada por la Administración Pública en el ejercicio de una potestad administrativa». Este amplio concepto, válido como descripción general de la actividad formal de la Administración, no se corresponde con la elaboración jurisprudencial del acto administrativo, que únicamente considera tales las «re-soluciones» definitivas directamente relevantes en la modificación de la posición jurídica de los administrados, únicas que tienen acceso directo e independiente ante los Tribunales Contencioso-Administrativos. Todos los demás actos y ac-tuaciones que se dan dentro de un procedimiento administrativo (convocatorias de órganos colegiados, petición de informes, emisión de estos por los órganos consultivos, unión de certificaciones, etc.), lo mismo que las consultas que la Administración emite a requerimiento de los particulares, son imputables, desde luego, a la Administración, y podrán ser analizados por los jueces con motivo de la impugnación de la resolución o acto administrativo propiamente dicho o principal, pero no podrán constituir por sí solo materia impugnable con suficiente entidad para abrir el proceso.

El Tribunal Supremo así lo ha entendido, pues, sin perjuicio de aludir en al-guna ocasión al concepto doctrinal (Sentencia de 17 de noviembre de 1980), solo reconoce el carácter de actos administrativos, a los efectos de su enjuiciamiento jurisdiccional, a las resoluciones o manifestaciones de voluntad creadoras de si-tuaciones jurídicas (Sentencias de 14 de octubre de 1979 y 30 de abril de 1984). Rechaza por ello que sea acto administrativo «cualquier otra declaración o mani-festación que, aunque provenga de órganos administrativos, no sea por sí misma creadora o modificadora de situaciones jurídicas, es decir, carezca de efectos im-perativos o decisorios, y así no se reconoce el calificativo de actos impugnables a los dictámenes e informes, manifestaciones de juicios, que siendo meros actos de trámite provienen de órganos consultivos, ni tampoco las contestaciones a las consultas de los administrados» (Sentencia de 30 de abril de 1984) ni a las certi-ficaciones (Sentencia de 22 de noviembre de 1978) ni, en fin, a las propuestas de resolución (Sentencia de 29 de mayo de 1979).

En Derecho francés, las definiciones jurisprudenciales y doctrinales del acto administrativo, nombrado como «decisión ejecutoria», están claramente en la lí-nea expuesta y ponen de relieve que se trata de actos de voluntad –y no de juicio, de deseo o de conocimiento– dotados de presunción de validez y fuerza de obli-gar; lo que lleva a definirlos como aquellas resoluciones de la Administración que tienen valor por la sola voluntad de la autoridad investida de la competencia y que están sometidas al control administrativo (Benoit). Precisamente la expresión «decisión ejecutoria» viene a subrayar que la cualidad fundamental de los actos administrativos, a diferencia de los actos privados, es estar dotados de presunción de validez y fuerza ejecutoria, lo que les asemeja, como se ha dicho y se verá en ulterior capítulo, a las sentencias judiciales. la doctrina italiana se refiere asimis-mo a esta concepción estricta de los actos administrativos propiamente tales al distinguir entre provvedimenti amministrativi y atti amministrativi strumentali. El provvedimento amministrativo es una decisión, disposición o proveído; es, en definitiva, «una manifestación de voluntad mediante la cual la autoridad adminis-trativa dispone en orden a los intereses públicos que tiene a su cuidado, ejercitan-do la propia potestad e incidiendo correlativamente en las situaciones subjetivas

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del particular» (Giannini). Y, en fin, la ley de Procedimiento Administrativo de la República Federal de Alemania define asimismo el acto administrativo como «toda disposición, decisión u otra medida autoritaria que adopte la Autoridad para regular un supuesto individual en el marco del Derecho público y que se dirige al exterior provocando efectos jurídicos inmediatos» (art. 35 de la ley de 25 de mayo de 1976).

Recogiendo las observaciones precedentes, y dentro de las precisiones que seguirán, se propone definir el acto administrativo «como resolución unilateral de un poder público en el ejercicio de potestades y funciones administrativas y mediante el que impone su voluntad sobre los derechos, libertades o intereses de otros sujetos públicos o privados, bajo el control de la Jurisdicción Contencio-so-Administrativa».

Se imponen ahora dos precisiones sobre los autores y los destinatarios de los actos administrativos:

Incluir como autores de actos administrativos a los poderes públicos, y no solo a las administraciones publicas propiamente dichas, se hace para acoger en el concepto, como ya se dijo en el primer capítulo del Tomo I, las resoluciones logísticas de los órganos constitucionales –como las Cortes generales, el Tribu-nal Constitucional y el Defensor del Pueblo– dictadas en la gestión patrimonial, contractual y de personal, y que son enjuiciables por la justicia Contencioso-Ad-ministrativa. En lo relativo al Consejo general del Poder judicial, son, a los mis-mos efectos, actos administrativos, además de los anteriores, los relativos a los nombramientos y sanciones a los jueces, así como las resoluciones de los órganos de gobierno de los juzgados y Tribunales» (art. 1.3 de la ley de la jurisdicción Contencioso-Administrativa). En cuando a la Administración común se entiende que los concesionarios forman parte de la misma cuando toman decisiones sobre los derechos de los particulares como gestores de un servicio público, por lo que aquellas entran en el concepto de acto administrativo y son impugnables ante la jurisdicción Contencioso-Administrativa.

En cuanto a los destinatarios de los actos administrativos las definiciones usuales del acto administrativo sobreentienden que el destinatario de la manifes-tación de voluntad de la Administración es siempre un particular o administrado, lo que, si es históricamente cierto en un sistema centralista, no lo es tanto en nuestros días. En efecto, en aquel sistema era inconcebible una reacción judi-cial contra los actos de una Administración por otra de inferior o igual nivel, resolviéndose los enfrentamientos entre Administraciones Públicas por vía je-rárquica o a través del sistema de conflictos. Pero en la actualidad, y debido al fundamentalismo descentralizador que vivimos son normales los actos de una Administración que tienen a otra por destinataria (incluso sancionadores), como la consiguiente aplicación a esos actos del régimen de fiscalización o impug-nación contencioso-administrativo, es decir, los conflictos interadministrativos, pleitos entre Administraciones Públicas del mismo o diverso nivel.

Delimitado el concepto, queda por aclarar la naturaleza o la esencia del acto administrativo. ¿Es análogo a un acto o negocio jurídico privado o, por el contra-rio, se asemeja más al acto judicial por excelencia, la sentencia? Nuestra respues-ta (ya anticipada en el primer capítulo del Tomo I y en congruencia con lo que se

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dirá en los capítulos que siguen y en el relativo a la justicia administrativa) es que el acto administrativo incorpora elementos ajenos a los actos privados y negocios jurídico-privados. En particular, la exigencia de una impugnabilidad inmediata para no convertirse en judicialmente inatacable y un elemento de coercibilidad, la ejecución forzosa, son dos características que lo separan de los actos y negocios jurídico-privados en la misma medida que lo acercan a las sentencias judiciales de los jueces civiles de primera instancia. Calificar el acto administrativo como acto cuasi-judicial es, pues, una calificación acorde, tanto con sus potencialida-des intrínsecas como en razón del lugar de su nacimiento conceptual –el proceso contencioso-administrativo– tradicionalmente revisor de resoluciones adminis-trativas en que el órgano jurisdiccional asume, en primera instancia, la posición jurídico-procesal del juez de apelación civil. Asimismo esta concepción cuasi-ju-dicial del acto administrativo pone de relieve, a diferencia de los actos privados, el dato fundamental de que el acto administrativo no vale nada, es nulo de pleno derecho, si no va precedido y se dicta (como las sentencias judiciales en un pro-ceso) en el seno de un procedimiento, el procedimiento administrativo, que estu-diaremos en posteriores capítulos.

2. lOS ACTOS POlíTICOS O DE gOBIERNO

Del concepto formulado de acto administrativo se han excluido determina-das actividades y resoluciones del Poder Ejecutivo de las que, por razón de sus contenidos, se excluye su enjuiciamiento por la justicia Administrativa. Son los llamados actos políticos que emanan del gobierno (y lo mismo cabría razonar de los consejos de gobierno de las Comunidades Autónomas), órgano de doble naturaleza, por una parte, político-constitucional, y por ello, en principio, no so-metido a la justicia Administrativa, pero que al tiempo es el órgano directivo de la Administración (art. 97 CE), y por ello plenamente enjuiciable por aquella.

El concepto de «acto de gobierno» o «acto político» nace en el Derecho fran-cés durante la etapa de la Restauración borbónica como un mecanismo defensivo del Consejo de Estado que tenía que hacerse perdonar sus orígenes napoleónicos y luchar por su pervivencia. Ese concepto, grato a los nuevos gobernantes, le per-mite excluir del recurso por exceso de poder los actos de la Administración –y fundamentalmente del gobierno– que aparecieran inspirados en un «móvil polí-tico», calificándolos como actos judicialmente inatacables. Sin embargo, a partir de 1875 el Consejo de Estado reducirá al máximo este concepto, ciñéndolo a los actos dictados en ejercicio de la función gubernamental como distinta de la fun-ción administrativa. Propios de aquella se consideran ya únicamente las funciones de relación del gobierno con el Parlamento y otros poderes públicos, los actos relativos a las relaciones internacionales y las medidas referentes a la conducción de la guerra; por consiguiente, los actos que se dictan sobre estas materias no se consideran actos administrativos a efectos de su fiscalización jurisdiccional, pero sí todas las demás disposiciones y resoluciones del gobierno.

En nuestro Derecho, el concepto aparece en la ley de la jurisdicción Conten-cioso-Administrativa de Santamaría de Paredes de 1888 que define su compe-tencia por la técnica de la cláusula general, la impugnación de las resoluciones administrativas con determinadas excepciones. Estas son las «que pertenecen se-

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ñaladamente a la potestad discrecional», y que por ello se excluyen del control jurisdiccional. En esta materia discrecional entran los actos políticos, es decir, «las cuestiones que, por la naturaleza de los actos de que nazcan o de la materia sobre la que versen, pertenezcan al orden político o de gobierno, y las disposicio-nes de carácter general relativas a la salud e higiene públicas, al orden público y a la defensa del territorio, sin perjuicio del derecho a las indemnizaciones a que puedan dar lugar tales disposiciones» (art. 4 del Reglamento, aprobado por Real Decreto de 29 de diciembre de 1890).

la ley de la jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956 [art. 2.b)], incluyó en el concepto de acto de gobierno o político a «las cuestiones que se suscitasen en relación con los actos políticos del Gobierno, como son los que afecten a la defensa del territorio nacional, relaciones internacionales, segu-ridad interior del Estado y mando y organización militar, sin perjuicio de las indemnizaciones que fueren precedentes». En la exégesis de este precepto, el Tribunal Supremo determinó –sobre todo después de que los arts. 24 y 106 de la Constitución impusieran la plena justiciabilidad de los poderes públicos– que, subjetivamente, los actos políticos son únicamente los actos del Consejo de Ministros y no de otras administraciones o autoridades inferiores, y que, mate-rialmente, los actos políticos se refieren a las grandes decisiones que afectan al conjunto del Estado, pero no a simples asuntos administrativos, incluso en ma-terias delicadas, como el orden público (sanciones) o militar (ascensos, cursos, traslados, etc.), que son plenamente recurribles; también excluyó del concepto a los reglamentos aprobados por el gobierno y que la anterior jurisprudencia había considerado como concreciones o expresiones de una determinada políti-ca para afirmar su irrecurribilidad.

Según esta jurisprudencia no quedaba, pues, más espacio para el acto político que aquel que era expresión de la función gubernamental propiamente dicha; es decir, los referidos a las relaciones internacionales y a los de relación con otros po-deres públicos (acuerdo, por ejemplo, de remisión a las Cortes para su tramitación de un Proyecto de ley). También calificó como acto político exento del control judicial un acuerdo tácito del Consejo de Ministros desestimatorio de la pretensión de que procediese, de conformidad al art. 100.1 de la ley de Arrendamientos ur-banos, a la adaptación bianual de rentas (Sentencia de 6 de noviembre de 1986); y, en fin, ha considerado acto político el del Consejo de gobierno de la junta de Castilla y león que fijaba la capitalidad de esta, y que el Tribunal Supremo calificó de «acto político incuestionable, de alta política, no un simple acto provocado por un móvil político, lo que es completamente distinto, sino de un acto político por su naturaleza intrínseca» (Sentencia de 30 de julio de 1987). Posteriormente el Tribunal Supremo admitió la justiciabilidad parcial de los actos políticos o de go-bierno, los «juridificados» o «administrativizados», afirmando que el acto político es susceptible de control judicial cuando contenga «elementos reglados estableci-dos por el ordenamiento» o cuando el legislador haya definido mediante conceptos jurídicos asequibles los límites o requisitos previos a que deban ajustarse dichos actos, o finalmente cuando el acto esté sometido a un régimen de reglamentación administrativa (Sentencia de 22 de enero de 1993).

Con la finalidad de ampliar el ámbito jurisdiccional de fiscalización de la administración, la ley de la jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1998

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ha intentado enterrar el concepto mismo de acto político, «ya sea –dice la Expo-sición de Motivos de la ley– delimitando genéricamente un ámbito en la actua-ción del Poder Ejecutivo regido solo por el Derecho constitucional, y exento del control de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, ya sea estableciendo una lista de supuestos excluidos del control judicial porque resultan inadmisibles en un Estado de Derecho». Sin embargo, no lo elimina del todo, más bien lo presu-pone, al admitir que sobre determinados actos del gobierno y de los Consejos de gobierno de las Comunidades Autónomas, por muy políticos que sean, por muy amplia que sea la discrecionalidad gubernamental, el control jurisdiccional siem-pre será posible: «sobre los derechos fundamentales, los elementos reglados del acto y la determinación de las indemnizaciones procedentes» [art. 2.a)]. En de-finitiva, esta última regulación sobreentiende que, de una parte, sigue existiendo el acto político puro, es decir, el que no afecta a derechos fundamentales ni debe adecuarse a elementos reglados ni da origen a responsabilidad patrimonial del Estado; pero al tiempo reconoce la existencia del acto cuasi-político, aquel que, conforme a la legislación, está limitado por cualesquiera de estas circunstancias que sí son enjuiciables por la jurisdicción Contencioso-Administrativa.

3. ACTOS ADMINISTRATIVOS Y POTESTAD DISCRECIONAl. ACTOS REglADOS Y ACTOS DISCRECIONAlES

Otra categoría de los actos administrativos con trascendencia a efectos de su exclusión total o parcial del control judicial es la de los actos discrecionales. los actos discrecionales, frente a los reglados, son, en principio, los dictados en ejercicio de potestades discrecionales. la legislación misma confirma la existen-cia de esa potestad discrecional cuando dispone que la Administración «podrá» llevar a cabo determinada actividad y también cuando le abre la posibilidad de optar entre diversas soluciones en función de criterios de oportunidad. Y se revela la existencia de una potestad reglada cuando la norma expresa la vinculación de la potestad administrativa, su carácter reglado, utilizando el término «deberá», o configurando esa vinculación mediante el reconocimiento de un derecho del ad-ministrado. En definitiva, pouvoir discrétionnaire frente a competence lié, según la terminología francesa.

El concepto de acto discrecional está históricamente vinculada a la exclusión de determinadas materias administrativas del control de la jurisdicción Contencio-so-Administrativa, ante la que eran inatacables. El acto plenamente discrecional, definido en forma material por referencia a unas determinadas materias o compe-tencias administrativas en absoluto enjuiciables, aparece en el Reglamento de lo Contencioso-Administrativo de 29 de diciembre de 1890. Dicha norma incluyó «señaladamente» dentro de la potestad discrecional, además de los actos políticos o de gobierno, ya estudiados, «las resoluciones denegatorias de concesiones de toda especie que se solicitasen de la Administración y las que negasen o regula-sen gratificaciones o emolumentos, no fijados por leyes o reglamentos, a los fun-cionarios públicos que presten servicios especiales». Asimismo, se consideraban irrecurribles y, por ello, asimilables prácticamente a los actos discrecionales, «las declaraciones de la Administración sobre su competencia o incompetencia para el conocimiento de un asunto y las correcciones disciplinarias impuestas a los

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funcionarios públicos, civiles y militares, excepto las que implicasen separación del cargo de empleados inamovibles».

Por el contrario, la ley de la jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956 no reconoció a estas materias el carácter de plenamente discrecionales ni plena-mente infiscalizables. «La razón estriba –como decía la Exposición de Motivos de la ley– en que, como la misma jurisprudencia ha proclamado, la discrecionalidad no puede referirse a la totalidad de los elementos de un acto, a un acto en bloque, ni tiene su origen en la inexistencia de normas aplicables al supuesto de hecho, ni es un prius respecto de la cuestión de fondo de la legitimidad o ilegitimidad del acto. La discrecionalidad, por el contrario, ha de referirse siempre a alguno o algunos de los elementos del acto, con lo que es evidente la admisibilidad de la impugnación jurisdiccional en cuanto a los demás elementos; la determinación de su existencia está vinculada al examen de la cuestión de fondo». Sin embargo, a pesar de este progreso, el art. 40 de la misma ley no admitía recurso contencioso administrativo contra las resoluciones dictadas en materia de policía sobre la radio y las referidas a ascensos y recompensas de militares.

la vigente ley de la jurisdicción Contencioso-Administrativa, de 1998, rei-tera la tesis de la existencia de actos de contenido discrecional, en todo o en parte infiscalizables. Así, en exégesis del artículo 71, la Exposición de Motivos afirma que «los órganos jurisdiccionales no podrán determinar la forma en que han de quedar redactados los preceptos de una disposición general en sustitución de los que anularen ni podrán determinar el contenido discrecional de los actos anula-dos»; además precisa que «esta regla no pretende coartar en absoluto la potestad de los órganos judiciales para extender su control de los actos discrecionales hasta donde lo exija el sometimiento de la Administración al derecho, es decir, mediante el enjuiciamiento de los elementos reglados de dichos actos y la garan-tía de los límites jurídicos de la discrecionalidad». Y es que, por muy amplio que sea el contenido discrecional, siempre hay reglas a la que toda actuación adminis-trativa debe atenerse sin excusa. Así las reglas que delimitan la competencia del órgano emisor del acto, el procedimiento a seguir para su emisión y el fin público al que todo acto por muy discrecional que sea debe atenerse.

En todo caso, la delimitación de lo discrecional y lo reglado está en las leyes reguladoras de la materia administrativa. En unos casos la potestad administrativa de actuación está exhaustivamente regulada, bloqueada a la interpretación, y la administración no tiene más remedio que tomar una decisión en un único sentido y en un momento preciso (la jubilación de un funcionario cuando cumple la edad señalada en la ley). En otros supuestos, la ley permite actuar o no actuar, elegir el momento oportuno, o un medio entre otros posibles para alcanzar un objetivo, u otorga a la Administración un margen de razonamiento y examen del asunto an-tes de la decisión. Incluso, en ocasiones, la propia ley declara la discrecionalidad de la medida, en términos aun más enfáticos, en términos de «libre decisión». Prácticamente se trata de actos «libres» o «arbitrarios», pues se presume que cuando el legislador atribuye a la Administración tal margen de libertad, esta se libera de adecuar sus actos a principios constitucionales tales como el del mérito y la capacidad o de objetividad, exonerándola de la carga de motivación. Así vie-ne ocurriendo en materia, por ejemplo, de asignación de puestos funcionariales en la Función Pública (libre designación) o en materia de ascensos militares al generalato y, en general, en todas aquellas materias en que, insistimos, las leyes

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atribuyen a la Administración una facultad, no ya discrecional («podrá»), sino algo mas allá, de «libre decisión».

El Tribunal Supremo, reconociendo esa realidad normativa, ha definido la potestad discrecional como «la capacidad de opción, sin posibilidad de control jurisdiccional, entre varias soluciones, todas ellas igualmente válidas por per-mitidas por la Ley», o también como «la concesión de posibilidades de actua-ción, cuyo desarrollo efectivo es potestativo y queda enteramente en manos de la Administración» (Sentencias de 15 de junio de 1977, 27 de junio de 1979, 15 de octubre de 1983 y 15 de junio de 1984); otras veces ha aludido a la «libertad de apreciación del interés general en cada caso concreto» (Sentencias de 16 de julio de 1982 y 12 de junio de 1985), declarando que es mayor en el ejercicio de potestades reglamentarias organizativas y de planeamiento que cuando se trata de la simple aplicación de normas preestablecidas (Sentencias de 24 de noviembre de 1981 y 6 de noviembre de 1984). En cualquier caso, se cuida de advertir que la libertad de apreciación no es absoluta, sino que exige un proceso de razona-miento, un proceso intelectivo, y que nunca la discrecionalidad equivale a arbi-trariedad (Sentencias de 15 de junio y 13 de julio de 1984 y 10 de abril de 1987).

Especial problemática ofrece el equívoco concreto de la «discrecionalidad técnica». Con él se alude a la especial complejidad de determinados asuntos cuya resolución y entendimiento requiere de especiales conocimientos y saberes cien-tíficos o técnicos que se suponen en el ámbito de profesionales de la Administra-ción y que resultan totalmente ajenos a la formación jurídica de los jueces. Aun-que estos pueden apoyarse en pruebas periciales para comprenderlos y enjuiciar lo acertado o desacertado de la decisión administrativa, ante la complejidad de esas pruebas periciales y el esfuerzo que supone su comprensión, los jueces de lo contencioso administrativo han optado por refugiarse en el falso concepto de la discrecionalidad técnica para evitar su enjuiciamiento. lo mismo ocurre con los recursos en que se impugnan actos resolutorios de concursos y oposiciones para puestos de servidores públicos, a veces con participación de miles de aspi-rantes. la dificultad técnica de la valoración en el proceso de los méritos de los recurrentes frente a otros beneficiados de las plazas –lo que, incluso, obligaría a la repetición de las pruebas de la oposición ante los propios tribunales–, así como las dificultades de la ejecución de eventuales sentencias estimatorias, va-rios años después de la asignación de destinos, permiten comprender la habitual denegación de justicia en el ámbito del principio de merito y capacidad. lo que no es admisible es que en unos y otros tal denegación se eleve a regla general y se ampare en el concepto de discrecionalidad, que no existe, pues se trata, pura y simplemente, de imposibilidad o extraordinaria dificultad probatoria.

A) Discrecionalidad y conceptos jurídicos indeterminados

la doctrina española (Sáinz Moreno), tomando pie de la alemana, viene empeñada en depurar el concepto de acto discrecional de los actos dictados en aplicación de los llamados conceptos jurídicos indeterminados. Mediante su in-vocación se afirma que la norma no reconoce un margen de libertad de decisión ni a la Administración ni al juez, sino que condiciona la resolución a determinados

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«criterios de actuación». En los conceptos jurídicos indeterminados a diferencia de los determinados, que delimitan el ámbito de la realidad de forma concreta (por ejemplo: la mayoría de edad a los dieciocho años, la jubilación a los sesenta y cinco, el plazo del recurso de alzada quince días), la ley se refiere a una realidad cuyos límites no aparecen bien precisados en su enunciado, no obstante lo cual es manifiesto que intentan delimitar un supuesto concreto, como cuando la ley se refiere a la jubilación por incapacidad, a la buena fe, al justo precio, etc. Parece claro que esas realidades no admiten más que una solución: o se da o no se da la incapacidad, la buena fe o el justo precio es 5 o 10 , pero no puede ser las dos cosas. la técnica de los conceptos jurídicos indeterminados es común a todas las esferas del Derecho. Así, en el Derecho civil (buena fe, diligencia del buen padre de familia, negligencia, etc.), o en el penal (nocturnidad, alevosía, abusos deshonestos, etc.), o en el procesal (dividir la continencia de la causa, conexión directa, pertinencia de los interrogatorios, medidas adecuadas para promover la ejecución, perjuicio irreparable, etc.) o en el mercantil (interés social, sobresei-miento general en los pagos, etcétera).

A diferencia de la discrecionalidad, que es esencialmente una libertad de elección entre alternativas igualmente justas no incluidas en la ley y remitidas al juicio subjetivo de la Administración, en la aplicación de los conceptos jurídicos indeterminados solo cabe, como dijimos, una única respuesta. En este sentido el Tribunal Supremo ha definido los conceptos jurídicos indeterminados como «aquellos de definición normativa necesariamente imprecisa a la que ha de otor-garse alcance y significación específicos a la vista de unos hechos concretos», de forma que su empleo excluye la existencia de varias soluciones igualmente legítimas, imponiendo como correcta una única solución en el caso concreto, re-sultando, pues, incompatible con la técnica de la discrecionalidad (Sentencias de 12 de diciembre de 1979 y 13 de julio de 1984). También, siguiendo la doctrina dominante, ha declarado que en los conceptos jurídicos indeterminados –como es el caso evidente del justiprecio expropiatorio, cuya determinación aboca a un único precio (Sentencia de 27 de junio de 1979)– puede distinguirse a la hora de su aplicación o del control judicial entre un círculo de certeza positiva (supuestos que claramente encajan en el concepto), un halo de incertidumbre (supuestos de dudoso encaje) y un círculo de certeza negativa (supuestos que claramente no en-cajan en el concepto). No obstante, y precisamente dentro de esa zona de incerti-dumbre, surge en cierto modo un margen de apreciación, no de discrecionalidad, que la Administración ha de resolver mediante la reunión de cuantos elementos probatorios y de juicio sean precisos para justificar la legalidad y el acierto de la decisión (Sentencias de 22 de junio de 1982, 13 de julio de 1984 y 9 de diciembre de 1986).

B) las técnicas de control de la discrecionalidad

Depurado el concepto de la discrecionalidad de la supuesta discrecionalidad técnica y diferenciado de ese concepto afín, aunque sustancialmente diverso, que son los conceptos jurídicos indeterminados, la problemática del acto discrecional se centra, como advertimos, en conciliar la libertad de apreciación de la Adminis-tración con un control judicial posterior y sobre la consideración ya anticipada de

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que en todo acto discrecional hay elementos reglados, como son la competencia del órgano, el procedimiento para su adopción y el fin público del acto.

la jurisprudencia francesa, pionera en el control de la discrecionalidad, muestra cómo el juez administrativo indaga, en primer lugar, si ha existido una indebida aplicación del Derecho o una desviación de poder, es decir, una utiliza-ción subjetiva y por ello inmoral de la potestad administrativa (ejemplo: utilizar la potestad sancionadora con fines recaudatorios o para favorecer los intereses personales de la autoridad o del funcionario). Por ello el control de la discrecio-nalidad sin negar la potestad misma se puede, y debe, llevar a cabo investigando ante todo si ha existido error manifiesto en la apreciación de los hechos y cir-cunstancias que condicionan su ejercicio. Esta técnica supone en el plano de la lógica lo que la desviación de poder implica en el campo de la moral, pues «si la discrecionalidad permite y obliga a aceptar un cierto margen de error, power to err (poder para errar), no puede justificarse un error que se caracteriza a la vez por su gravedad y evidencia, pues la Administración no tiene el derecho de hacer cosas absurdas» (Braibant).

Más recientemente, el Consejo de Estado francés ha recurrido a la técnica de las directivas y al principio de proporcionalidad. Por la primera se permite y obliga a la Administración a dictar unas normas conforme a las cuales debe hacer aplicación de sus potestades discrecionales, enjuiciándose entonces el uso de la potestad discrecional en dos niveles: el del establecimiento de las directivas y el de su aplicación. A su vez, con la invocación del principio de proporcionalidad, se trata de investigar si la actividad de la Administración está justificada en los logros o resultados previstos. Fundamentalmente se aplica en materia de expropiación forzosa para valorar si los beneficios derivados de la construcción de una obra y su emplazamiento justifica los deterioros ambienta-les y otros perjuicios directos que ha de sufrir la población (CE, 18 de mayo de 1971, Ville nouvelle Est).

Nuestro Tribunal Supremo –no obstante advertir sobre la improcedencia de que la Administración sea sustituida totalmente por los Tribunales en la valora-ción de las circunstancias que motivan la aplicación de la potestad discrecional, pues ello, suele afirmar, trasciende la función específica de los Tribunales (Sen-tencias de 1 de octubre de 1979 y 21 de febrero de 1984)– precisa que, cuando ese límite debe ser traspasado, la investigación judicial sobre el buen uso de la potestad discrecional –además, obviamente, de la fiscalización de los elementos reglados de la competencia, el procedimiento y el fin público del acto (Sentencias de 7 de noviembre de 1977 y 12 de marzo de 1982)– debe referirse a los hechos determinantes y al respeto de los principios generales del Derecho como el de proporcionalidad y buena fe (Sentencias de 28 de junio de 1978, 30 de noviembre de 1980, 6 de noviembre de 1981, 22 de febrero de 1984, 12 de junio de 1985, 1 y 15 de diciembre de 1986). la proporcionalidad la aplica especialmente en materia sancionadora para ajustar la sanción a la gravedad de las infracciones (Sentencias de 11 de octubre y 28 de mayo de 1978).

El control de la proporcionalidad, racionalidad o razonabilidad del crite-rio de actuación discrecional de la Administración solo es posible si se justi-fica adecuadamente en las resoluciones administrativas que dichos principios se han tenido en cuenta. De ahí la relevancia material (y no solo formal) que

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la motivación de las decisiones administrativas discrecionales posee en orden a su control judicial. Esta concepción material de la motivación de los actos discrecionales ha sido recogida en la ley 30/1992, de Régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, que exige la motivación de los actos que se dicten en el ejercicio de potestades discrecionales y mantiene la vigente ley 39/2015, de 1 de octubre, del Proce-dimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (artículo 35) según veremos más adelante.

C) la polémica en torno al control judicial de la discrecionalidad administrativa. la configuración por el legislador de poderes arbitrarios o exentos del control judicial

un prestigioso sector doctrinal (Parejo, Sánchez Morón) ha introducido la tesis de que la interpretación de las relaciones entre la Administración y el juez Contencioso-Administrativo no pueden considerarse, después de la Constitución de 1978, en línea de continuidad con el sistema anterior, demandando un nuevo entendimiento que respete un cierto ámbito de actuación administrativa libre, de suerte que la jurisdicción no pueda sustituir la decisión administrativa.

Según Parejo, el punto de partida de la posición que defiende el máximo control judicial está mal fundada en el principio de interdicción de arbitrariedad de los poderes públicos, principio demasiado abstracto y general, y, de otro lado, aplicable a todos ellos y, consiguientemente, al poder judicial, no exento de tomar decisiones tan arbitrarias como aquellas con las que pretende sustituir la decisión administrativa. También juzga criticable considerar la motivación como primer criterio de distinción entre lo discrecional y lo arbitrario, criterio que no resuelve la determinación de los límites del control jurídico; tampoco sería procedente la necesidad de justificación objetiva de la decisión administrativa, pues la discre-cionalidad supone libertad de elección para la Administración y, en fin, considera como un falso dilema la diferenciación entre legalidad y oportunidad. Ese enten-dimiento de la discrecionalidad, que Parejo combate, estaría llevando a un con-trol constitucionalmente excesivo de la Administración, pues si, en principio, la jurisprudencia mantiene en los juicios técnicos la improcedencia de la sustitución por el juez del criterio administrativo, viene desarrollándose una nueva tendencia a tenor de lo cual es posible la comprobación judicial de la corrección material de dicho criterio (STS de 27 de junio de 1986) e incluso, la sustitución de este por otro judicial (SSTS de 15 de octubre de 1981, 17 de abril de 1986 y 10 de febrero de 1987), control de aspectos técnicos de las decisiones administrativas que habría tenido su desarrollo más notable en el campo de la planificación y ordenación urbanística (SSTS de 1 y 15 de diciembre de 1986, 4 de abril de 1988 y 20 de marzo de 1990), para culminar, en materia de adjudicación de contratos, con la STS de 11 de junio de 1991, en que claramente se afirma, en virtud del principio de efectividad de la tutela judicial, que el juez administrativo puede sustituir a la Administración en sus pronunciamientos cuando existe base en los autos. Parejo se opone a esta doctrina por entender que es contraria a la división de la competencia entre los poderes, aduciendo que el juez administrativo es un administrador negativo, lo mismo que el Tribunal Constitucional con relación al

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legislativo, pues la competencia judicial de control se agota en los supuestos en que la decisión administrativa no está en sintonía con el Derecho, siendo este al propio tiempo el presupuesto y el límite de la competencia judicial. la discre-cionalidad vendría a estar caracterizada por una debilitación de la programación o vinculación positivas efectivas de la acción administrativa, o en la atribución a la Administración por el legislador de un ámbito de elección y decisión bajo su propia responsabilidad. De esta suerte, dentro de este ámbito o espacio pueden darse diversas soluciones como igualmente válidas y conformes con el Derecho aplicable.

En contra, Fernández Rodríguez sostuvo que la Constitución de 1978 no ha modificado en absoluto la configuración del poder discrecional de la Admi-nistración, ni le ha aportado una legitimación que no tuviera. la verdadera in-novación de la Constitución consistiría, por el contrario, en haber erigido al juez (al invocar, como parámetros de su actuación, no solo la ley, sino también el Derecho, como sistema de valores sustantivos) en guardián del legislativo y del Ejecutivo, con la consiguiente disminución del Poder legislativo y Ejecutivo que dicha opción supone. Esto habría llevado a asignar a los jueces un papel central en el sistema (García de Enterría). En definitiva, si la Administración ha de actuar «con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho», amén de «a los fines que la justifiquen» (arts. 103.1 y 106.1 CE), el juez puede llegar, en su crítica y en su decisión sobre los actos discrecionales de la Administración, tan lejos como el Derecho le permita.

El notable esfuerzo argumental de Parejo y Sánchez Morón y de sus opo-nentes no disculpa, a nuestro entender, que se aborde una cuestión tan central del Derecho público español prescindiendo de la evolución de la justicia Administra-tiva en nuestro ordenamiento y en los países aledaños, lo que conduce a sostener con error, a nuestro juicio, que el «principio democrático» en la Constitución de 1978 supone un reforzamiento del Poder legislativo y del Ejecutivo, de la buro-cracia política frente al Poder judicial, que es, por el contrario, la que controla a aquellos otros poderes, y no al revés. No es eso, ciertamente, lo que dice la historia en la que se inscribe la Constitución de 1978, y en base a la cual es necesario inter-pretarla. Como se explica en el Capítulo primero y otras partes de esta obra, todos los bastiones defensivos con que contaba el Poder Ejecutivo frente al judicial ya fueron eliminados antes y durante el franquismo (autorizaciones previas para pro-cesar a autoridades y funcionarios, justicia administrativa fuera del orden judicial) o han fenecido con motivo de la Constitución de 1978 (sistema de conflictos a car-go del Consejo de Estado, sustituido por el Tribunal de Conflictos con predominio judicial; prejudicialidad administrativa y cuestiones previas administrativas en el proceso penal, el pase de la «Administración de justicia» gobernada desde un de-partamento ministerial al Consejo general del Poder judicial; eliminación de las limitaciones a la recurribilidad de los actos administrativos previstas en el art. 40 de la ley jurisdiccional de 1956, ampliación de la legitimidad para recurrir, etc., todo ello en aplicación del art. 24 CE) que, llevando el judicialismo al extremo, permite el control del Tribunal Constitucional del Poder legislativo. El judicialis-mo de la Constitución de 1978 es no solo evidente, sino, incluso, extremoso y muy alejado de la prudencia del sistema francés en que siempre nos inspiramos, y con esta solución se podrá o no estar de acuerdo, y puede merecer muy graves críticas porque nos puede llevar, o nos está llevando ya, a un gobierno de jueces irrespon-sables (y no solo políticamente, sino también jurídicamente, en cuanto los jueces

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solo responden ante sí mismos); pero desde el texto constitucional no es correcta la tesis de que el control judicial querido y establecido por el constituyente pueda resultar inferior al ya muy avanzado sistema de control judicial de la Adminis-tración que consagró la legislación franquista, cuyas leyes han servido al sistema democrático con las ampliaciones que se han hecho notar.

Al margen de esta polémica, hay que insistir que con el pleno control judicial de las Administraciones Públicas se está poniendo en riesgo en mayor medida que a través de una concepción pro-amministrazione de la discrecionalidad, por otras vías. Nos referimos a la huida de los Entes públicos al Derecho privado, o mediante el encubrimiento de actos administrativos con leyes singulares, o me-diante la atribución a la Administración de poderes, no ya discrecionales, sino «libres» o «arbitrarios», pues se presume que cuando el legislador atribuye a la Administración un margen de «libre decisión», esta se libera de adecuar sus actos a principios constitucionales tales como el del mérito y la capacidad o de objeti-vidad, exonerándola de la carga de motivación, como viene ocurriendo en materia de adjudicación de contratos (ampliando los supuestos de conciertos directos o facilitando las adjudicaciones restringidas), o en la asignación de puestos funcio-nariales en la función pública (libre designación) o en materia de ascensos milita-res al generalato y, en general, en todas aquellas materias en que, insistimos, las leyes atribuyen a la Administración una facultad, no ya discrecional («podrá»), sino de «libre decisión», concepto mágico ante el que el juez contencioso-admi-nistrativo se rinde de ordinario, renunciando a controlar cualquier aspecto de la decisión que se toma al amparo de aquellas normas. De esta forma, se configuran por el legislador estatal y autonómico una serie de materias exentas del control ju-dicial, lo que es una reinvención, una vuelta al art. 40 de la ley de la jurisdicción Contencioso-Administrativa, definiéndose espacios no recurribles, que creíamos eliminados con la entrada en vigor de la Constitución de 1978. Para evitar este nuevo agujero negro en la recurribilidad de los actos administrativos –que se empareja a los actos administrativos revestidos en forma de ley singular y a los que origina el sometimiento de los Entes públicos al Derecho privado–, sería pre-ciso, según Bacigalupo, «establecer las reglas jurídico-constitucionales de las que dependa que la actividad administrativa esté normativamente predeterminada con la densidad material suficiente para que el juez contencioso-administrativo pueda, sin rebasar los límites intrínsecos de un control jurídico, controlarla con la intensidad que estime en cada caso adecuada a las necesidades de tutela jurisdic-cional material de los ciudadanos»; y ello porque «la cuestión decisiva no estriba tanto en cuáles sean los límites del control judicial de la actuación administrativa, que no son otros que los límites intrínsecos de un control jurídico, cuanto en sí la discrecionalidad (o ausencia de predeterminación normativa de dicha actuación) es, en cada caso, constitucionalmente admisible, y ello en atención, precisamente, a los límites del control jurídico (y, por consiguiente, de la tutela judicial) que aquella lógicamente comporta».

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4. ACTOS QuE NO CAuSAN ESTADO, ACTOS FIRMES O CONSENTIDOS Y ACTOS CONFIRMATORIOS

Desde el punto de vista procesal, y a los efectos de su exclusión del control judicial, es de interés la distinción entre actos que no causan estado, actos firmes o consentidos y actos confirmatorios.

Actos que no causan estado son aquellos que no expresan de manera defi-nitiva la voluntad de la organización administrativa en que se producen, porque contra los mismos puede y debe interponerse un recurso ante el superior jerárqui-co del órgano que los dictó o ante otro órgano, antes de acudir a la vía judicial. Este concepto se infiere, negativamente, de los supuestos en que la ley considera que un acto ha «agotado la vía gubernativa».

Pues bien, según la ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Admi-nistrativo Común de las Administraciones Públicas ponen fin a la vía administra-tiva y, por consiguiente, causan estado y pueden ser judicialmente impugnados: a) las resoluciones de los recursos de alzada; b) las resoluciones dictadas en otros procedimientos de impugnación, reclamación, conciliación, mediación y arbi-traje, ante órganos colegiados o Comisiones específicas no sometidas a instruc-ciones jerárquicas que hayan sustituido al recurso de alzada; c) las resoluciones de los órganos administrativos que carezcan de superior jerárquico, salvo que una ley establezca lo contrario; d) los acuerdos, pactos, convenios o contratos que tengan la consideración de finalizadores del procedimiento; e) la resolución administrativa de los procedimientos de responsabilidad patrimonial, cualquiera que fuese el tipo relación, pública o privada, de que derive; f) la resolución de los procedimientos complementarios en materia sancionadora a los que se refiere el artículo 90.4; g) las demás resoluciones de órganos administrativos cuando una disposición legal o reglamentaria así lo establezca.

Además de los supuestos anteriores, en el ámbito estatal ponen fin a la vía administrativa los actos y resoluciones siguientes: a) los actos administrativos de los miembros y órganos del gobierno. b) los emanados de los Ministros y los Secretarios de Estado en el ejercicio de las competencias que tienen atribuidas los órganos de los que son titulares. c) los emanados de los órganos directivos con nivel de Director general o superior, en relación con las competencias que tengan atribuidas en materia de personal. d) En los Organismos públicos y enti-dades derecho público vinculados o dependientes de la Administración general del Estado, los emanados de los máximos órganos de dirección unipersonales o colegiados, de acuerdo con lo que establezcan sus estatutos, salvo que por ley se establezca otra cosa (artículo 114).

A pesar de la variedad de supuestos que la ley contempla, el medio nor-mal de conseguir la recurribilidad de un acto que no causa estado es agotar la vía administrativa, interponiendo contra el mismo el correspondiente recurso de alzada. Ahora bien, cuando se dan varios escalones en la jerarquía se plantea la cuestión de si es preciso interponer cuantos recursos fueren necesarios para llegar a la cúspide de aquella o si basta con uno solo, como sancionó la ley de 2 de diciembre de 1962. Esta solución sigue vigente en la ley 39/2015, de 1 de octu-bre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, según la cual ponen fin a la vía administrativa «las resoluciones de los recursos

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de alzada». Basta, pues, con interponer un solo recurso de alzada para agotar la vía administrativa, para que el acto cause estado. Para mayores precisiones sobre cuándo se agota la vía administrativa en las diversas administraciones nos remiti-mos a lo que se dirá a propósito del recurso de alzada en el Capítulo XV.

los llamados actos consentidos son actos que, al margen de que hayan o no causado estado, se consideran manifestaciones indiscutibles de la voluntad de un órgano administrativo porque su recurribilidad resulta vetada por el transcurso de los plazos establecidos para su impugnación sin que la persona legitimada para ello haya interpuesto el correspondiente recurso administrativo o jurisdic-cional. A ellos se refiere, juntamente con los reproductorios y los confirmatorios, el art. 28 de la ley de la jurisdicción Contencioso-Administrativa, al decir que no se admitirá el recurso contencioso-administrativo contra «los actos que sean reproducción de otros anteriores que sean definitivos y firmes y los confirmato-rios de acuerdos consentidos por no haber sido recurridos en tiempo y forma». En el ajuste del concepto el Tribunal Supremo exige, en primer lugar, que el acto sea declaratorio de derechos (Sentencia de 15 de febrero de 1977), en segundo lugar, que el interesado haya prestado su consentimiento, bien, como es el caso más frecuente, a través de un tácito aquietamiento procedimental o procesal por no recurrirlo en tiempo, bien por haberlo recurrido a través de un medio de im-pugnación improcedente o inadecuado (Sentencia de 6 de abril de 1981), bien, en último lugar, por haber procedido a su cumplimiento voluntario evidenciando una aquiescencia a su contenido (Sentencias de 21 de marzo de 1979, 19 de mayo de 1981 y 25 de abril de 1984).

El concepto de firmeza administrativa es equivalente al que se utiliza para de-signar a las sentencias judiciales que, por no haber sido impugnadas en tiempo y forma, devienen igualmente firmes y no son ya susceptibles de recurso ordinario. Por ello, el Tribunal Supremo utiliza en ocasiones la misma expresión francesa de «cosa juzgada administrativa», y recuerda la identidad de efectos del acto con-sentido con la «cosa juzgada material» definida en el art. 1.252 del Código Civil y 222.4 de la ley de Enjuiciamiento Civil (Sentencias de 19 de mayo de 1981 y 25 de abril de 1984), exigiendo análogas condiciones para que se pueda estimar que una resolución administrativa ha sido ya consentida e impedir su enjuiciamiento en un proceso contencioso-administrativo: a) que el contexto en que se dictan ambas decisiones sea idéntico; b) que ambas se hayan dictado en presencia de los mismos hechos y en fuerza de idénticos argumentos; c) que la segunda decisión recaiga sobre pretensiones resueltas de un modo ejecutivo por la resolución ante-rior en el propio expediente y con relación a idénticos interesados, y d) que en la dictada últimamente no se amplíe la primera con declaraciones esenciales ni por distintos fundamentos (Sentencias de 8 de junio de 1984, 22 de julio de 1985 y 14 de julio de 1986).

El concepto y función del acto consentido no es, sin embargo, impeditivo de la acción de nulidad que, en cualquier tiempo, puede ejercitarse contra los actos nulos de pleno derecho. Esto significa que, tratándose de actos nulos de pleno derecho, y no obstante haber transcurrido los plazos del recurso ordinario o del contencioso-administrativo sin reacción impugnativa del interesado, este puede reabrir el debate judicial mediante una petición de revisión de oficio, cuya dene-

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gación por la Administración autora del acto podrá, en su caso, impugnar ante la jurisdicción Contencioso-Administrativa.

Actos reproductorios y confirmatorios –a los que alude también como no recurribles el citado art. 28 de la ley de la jurisdicción Contencioso-Adminis-trativa– son aquellos que reiteran, por reproducción o por confirmación, otros anteriores firmes y consentidos. Si se prohíbe su impugnación es justamente para evitar que, a través de una nueva petición y su denegación por la Admi-nistración, se reabra un debate judicial sobre lo que ya ha sido definitivamente resuelto en vía administrativa o judicial. El acto confirmatorio no debe recoger ninguna novedad –nihil novum– respecto del anterior, del que constituye una mera reproducción o simplemente su formal confirmación, debiendo rechazarse la excepción de inadmisibilidad del proceso cuando respecto al anterior es di-verso el órgano (Sentencia de 23 de junio de 1980), o los recurrentes (Sentencia de 24 de septiembre de 1984), o los objetos sobre los que versa con la intro-ducción de un elemento nuevo (Sentencia de 20 de diciembre de 1985), o se da disparidad de pretensiones (Sentencia de 20 de febrero de 1985), o son diversas la causa petendi o los fundamentos legales aducidos (Sentencias de 22 de julio de 1985 y 7 de octubre de 1986), o se produce un cambio en el ordenamiento jurídico aplicable (Sentencia de 3 de diciembre de 1977) o en la situación fác-tica en que se basa (Sentencia de 4 de junio de 1985).

De otra parte, el Tribunal Supremo, en interpretación estricta del carácter de acto confirmatorio, admite el recurso contra: a) los reglamentos, así como los actos de aplicación singularizada y reiterada de estos, como en el caso del pago de haberes a los funcionarios mediante nóminas, «pues dichas retribuciones se sitúan en una relación de tracto sucesivo en que cada acto de pago remunera servicios prestados en distinto período de tiempo y a los que pueden acompañar distintas características de manera tal que no es procedente hablar en estos casos del acto que reproduce otro anterior firme y consentido» (Sentencia del Tribunal Constitucional 126/1984, de 26 de diciembre, y Sentencias del Tribunal Supremo de 8 de marzo de 1976 y 18 de enero de 1985). b) los actos de interpretación de otros anteriores que supongan una adaptación a las circunstancias nuevas (Sen-tencias de 17 de diciembre de 1982 y 14 de julio de 1986). c) los actos nulos de pleno derecho siempre impugnables, no obstante el transcurso del tiempo (Sen-tencias de 4 de diciembre de 1983 y 26 de septiembre de 1986). d) los actos que reiteran o confirman otros que o no han sido notificados o lo fueron de forma defectuosa (Sentencias de 31 de marzo de 1979, 8 de marzo de 1983, 5 de marzo de 1984 y 28 de mayo de 1986).

5. ACTOS FAVORABlES Y ACTOS DE gRAVAMEN

Por razón de sus contenidos materiales, la clasificación de los actos admi-nistrativos de mayor relieve es la que distingue entre los que amplían y los que restringen la esfera jurídica de los particulares, por cuanto abocan a regímenes jurídicos muy diversos, ocupando un lugar central en la legislación y en la ju-risprudencia.

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También se ha advertido que hay actos de doble efecto o mixtos, pues mien-tras para unos son limitadores de derechos, para otros administrados suponen una ampliación de su esfera jurídica, como ocurre con las expropiaciones en que el beneficiario y el expropiado son dos particulares (Sentencias de 26 de enero y 14 de junio de 1983, 6 de febrero de 1985 y 18 de octubre de 1986). El acto de doble efecto tiene lugar en todos los supuestos de actividad arbitral de la Administra-ción, a la que se hará referencia en un capítulo posterior.

Estas clases de actos, y las diversas especies dentro de ellos, constituyen la expresión formalizada de la actividad de la Administración, por lo que –sin per-juicio del resumen conceptual que sigue– serán objeto de un estudio detenido al abordar el régimen de anulación y revocación de los actos administrativos, donde esta distinción está continuamente presente, así como en los capítulos que anali-zan las diversas formas de la intervención administrativa.

A) los actos favorables

Actos favorables o declarativos de derechos son, como se ha dicho, los que amplían la esfera jurídica de los particulares. Son actos fáciles de dictar pero difíciles de anular o revocar. Por ello no necesitan motivación respecto de sus destinatarios ni, en principio, apoyarse en normas con rango de ley. Excepcio-nalmente pueden ser retroactivos. Sin embargo, no pueden ser revocados sino a través de los procedimientos formalizados de revisión de oficio previstos en la ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. Entre los actos administrativos que amplían la esfera jurídica de los particulares se incluyen las admisiones, las concesiones, las auto-rizaciones, las aprobaciones y las dispensas.

1. las admisiones. Son actos cuyo efecto es la inclusión del sujeto en una institución u organización, o en una categoría de personas, para hacerlo participar de algunos derechos o ventajas o del disfrute de determinados servicios adminis-trativos. Dentro de las admisiones se incluyen claramente los actos por los que se declara la incorporación de un profesional a un Colegio, o se admite a una persona en un servicio público (por ejemplo, la admisión en la universidad, en un instituto de beneficencia, etcétera).

2. las concesiones. Son resoluciones por las que una Administración trans-fiere a otros sujetos un derecho o un poder propio; y aquellas que, sobre la base de un derecho o poder propios, que quedan de esta forma limitados, constituyen un nuevo derecho o poder en favor de otros. En las concesiones se distingue, no sin dificultad, entre las llamadas traslativas (como es, por ejemplo, la concesión de un servicio público en el que el concesionario se subroga exactamente en la misma posición que tendría la Administración, caso de que gestionase directamente el servicio) de las llamadas concesiones constitutivas. En esta categoría se incluirían las de uso excepcional o privativo del dominio público (concesión de un quiosco sobre un bien de uso público, concesión de aguas, de minas, etc.), en las que, aun derivando el derecho del particular de la propiedad pública de la Administración concedente, tiene naturaleza diversa de la que corresponde a la Administración.

3. las autorizaciones. Son actos por los que la Administración confiere al administrado la facultad de ejercitar un poder o derecho, que preexiste a la auto-rización en estado potencial. A diferencia de lo que acontece con la concesión, el

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derecho o la facultad no lo crea, constituye o traslada la autorización, sino que está previamente en el patrimonio o en el ámbito de libertad de particular, pero su ejer-cicio solo es lícito después de que la Administración constata la existencia y lími-tes del derecho o de la libertad, o de que no existen motivos contrarios a su plena efectividad. la autorización es de uso frecuente en la llamada policía de seguridad (industrias peligrosas, permisos de armas, pasaportes) o en materia urbanística (licencias de obras) y, en general, como técnica preventiva.

4. las aprobaciones. Son actos por los cuales la Administración presta efi-cacia o exigibilidad a otros actos ya perfeccionados y válidos. Esta técnica actúa, pues, en el campo de los controles administrativos y, a diferencia de la autoriza-ción –que puede recaer sobre una actividad material o un acto jurídico–, la aproba-ción siempre está referida a un acto jurídico. El control que la aprobación cumple puede tener por objeto verificar la conveniencia u oportunidad del acto controlado o simplemente su legitimidad o conformidad con el ordenamiento jurídico. Se discute, no obstante, si, más que un acto de control, la aprobación no es sino el final de un acto complejo, que deriva de la fusión de la voluntad manifestada en el acto aprobado con el acto de aprobación. Esta tesis tendría un cierto apoyo en el art. 21.2 de la ley de la jurisdicción Contencioso-Administrativa, que, a efectos impugnativos, considera que no existe más que un acto, el controlado, si la apro-bación es positiva, o la desaprobación si, por el contrario, el resultado es negativo.

5. las dispensas. Son actos por los que la Administración exonera a un ad-ministrado o a otra Administración del cumplimiento de un deber ya existente. la dispensa solo puede tener lugar cuando está prevista en la ley, ya que se opone a la misma el principio de igualdad. También es un obstáculo a la admisión de dispen-sas la regla de la inderogabilidad singular de los reglamentos u otras prohibiciones legales expresas de dispensas.

B) los actos de gravamen

Actos de gravamen o restrictivos son aquellos que limitan la libertad o los derechos de los administrados o bien les imponen sanciones. Por ello, el ordena-miento exige para su emisión determinadas garantías en favor de los beneficiados, siendo inexcusable el trámite de audiencia del interesado y la motivación, sin que en ningún caso pueda reconocérseles efecto retroactivo. En lo que atañe a su revocación, la regla es no oponer a la misma exigencias procedimentales, pero sí un límite material, como dice la ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas: «Que la revocación no constituya dispensa o exención no permitida por las leyes, o sea contraria al principio de igualdad, al interés público o al ordenamiento jurídico». Entre los actos restrictivos se comprenden las órdenes, los actos traslativos de derechos –de los que constituye el mejor ejemplo la expropiación forzosa–, los actos extintivos y, por último, los sancionadores.

1. las órdenes. Son actos por los que la Administración impone a un sujeto un deber de conducta positivo o negativo de cuyo incumplimiento puede derivarse, sin perjuicio de su ejecución por la propia Administración, una sanción penal o administrativa al obligado. la orden presupone una potestad de supremacía gene-ral, como la que ostentan las Administraciones territoriales (Estado, Comunidad Autónoma, Municipio) sobre todos los ciudadanos que residen en un determinado

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territorio, o bien especial sobre algunas clases de ellos (funcionarios, concesiona-rios, usuarios de servicios públicos, etc.), dentro de una relación jurídica especial entre la Administración y el destinatario de la orden.

2. los actos traslativos de derechos. Son aquellos cuyo efecto es transferir la propiedad o alguna de sus facultades a una Administración o a un tercero. Entre ellos destacan las expropiaciones, dado el amplio concepto que de la misma tiene nuestra legislación, como se verá al estudiar el capítulo correspondiente.

3. los actos extintivos. Son aquellos cuyo efecto es extinguir un derecho o una relación jurídica, bien actuando directamente sobre estos o sobre el acto origen del derecho o de la relación. Entre los que actúan directamente pueden in-cluirse la confiscación, que se produce sobre objetos ilícitos o peligrosos (drogas, armas prohibidas, destrucción de cosas o de animales que entrañan un peligro para la seguridad o la salubridad pública) y que, a diferencia de la expropiación, no su-ponen un derecho a la indemnización; la caducidad o decadencia de derechos que se origina como sanción de un comportamiento contrario a la finalidad por la que se otorgó el derecho (por ejemplo, en materia de concesiones de dominio público, por la no utilización o explotación de los bienes concedidos). la extinción de un derecho se produce en otros supuestos a través de la anulación del acto que lo creó, es decir, eliminando el acto con efecto retroactivo al momento en que nació (ex tunc), o bien mediante la revocación del acto creador, pero extinguiendo sus efectos solo a partir del momento en que se dicta el acto extintivo (ex nunc).

4. los actos sancionadores. Son aquellos por los que la Administración im-pone una sanción como consecuencia de la infracción a lo dispuesto en una norma o en un acto administrativo. A este tipo de actos se dedicará el capítulo sobre la actividad sancionadora de la Administración.

6. ACTOS EXPRESOS Y ACTOS PRESuNTOS POR SIlENCIO ADMINISTRATIVO

Por la forma de su exteriorización, los actos administrativos pueden ser ex-presos o presuntos, es decir, presumiendo que la administración cuando no con-testa a una petición también resuelve. Es lo que se ha denominado técnica del silencio administrativo.

Formalmente, la falta de respuesta, el silencio de la Administración, frente a una petición o un recurso no es un acto, sino un hecho jurídico, pues falta la de-claración de voluntad dirigida a producir efectos jurídicos, como es propio de los actos expresos. El silencio es el comportamiento del que no manifiesta ninguna voluntad; qui tacet neque negat, neque utique facetur.

En el Derecho privado, aparte de las normas especiales que reconocen algún valor al silencio (discutiblemente en los arts. 1.710 y 1.566 del Código Civil), se admite con carácter general que el silencio de una parte frente a la demanda de otra, cuando aquella tenía obligación de responder, puede suponer el asenti-miento de esta. una jurisprudencia ya clásica (Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de noviembre de 1943) consideró necesario que el silencio, a los efectos de entender celebrado un contrato, precisaba de la concurrencia de dos condiciones: una, que el que calla pueda contradecir, lo cual presupone, ante todo, que haya tenido conocimiento de los hechos que motiven la posibilidad de la protesta o

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respuesta (elemento subjetivo); y otra, que el que calle tuviera obligación de con-testar o, cuando menos, fuera natural y normal que manifestase su disentimiento si no quería aprobar los hechos o propuestas de la otra parte (elemento objetivo).

En el Derecho administrativo se atribuye al silencio de la Administración frente a una petición o recurso del particular el valor de una decisión de significa-do, unas veces negativo o desestimatorio, y otras estimatorio o positivo. De aquí que se hable de dos clases de silencio, negativo y positivo, y de actos presuntos positivos y negativos.

A) la evolución de la regulación del silencio administrativo. la regla general del silencio como acto presunto negativo y sus excepciones

la falta de respuesta de la Administración a una petición o al recurso de un administrado ha tenido inicialmente un significado negativo o de desestimación de la petición o recurso. Esa ficción legal, que convertía un no acto en negativa formal, permitía que el administrado pudiera acceder a las subsiguientes vías de recurso administrativo y judicial: si no existe acto, se inventaba uno, desestimato-rio de la pretensión o del recurso, para permitir el enjuiciamiento de la actividad administrativa que se oculta tras el silencio. De esta manera, se cumplía también con la regla de que el proceso contencioso es un proceso a un acto de la Adminis-tración. lógicamente, la desestimación debía entenderse producida una vez que ha transcurrido un plazo prudencial sin contestación.

De acuerdo con esta lógica, la primera regulación del silencio administra-tivo (Estatutos Municipal y Provincial de Calvo Sotelo de 1924 y 1925, a imi-tación de la ley francesa de 17 de julio de 1900) configuró el silencio como un acto desestimatorio. También el art. 94 de la ley de Procedimiento Admi-nistrativo de 1958 prescribió que, cuando se formulare alguna petición ante la Administración y esta no notificase su decisión en el plazo de tres meses, el interesado podía denunciar la demora o retraso en la resolución y, transcurri-dos tres meses desde la denuncia, debía considerar desestimada su petición, al efecto de deducir frente a esta denegación presunta el correspondiente recurso administrativo o jurisdiccional, según procediera. También podía esperar la re-solución expresa de su petición. En vía de recurso se reconoció igual facultad de opción al interesado sin necesidad de denunciar la mora (dies interpelat pro homine), entendiéndose entonces producida la desestimación presunta por el mero transcurso del plazo fijado para resolverlo (tres meses para el recurso de alzada y de un mes para el recurso de reposición).

Como excepción a la regla general del silencio como desestimación, la misma ley de Procedimiento Administrativo de 1958 reconoció al silencio carácter po-sitivo o estimatorio en las relaciones interorgánicas o interadministrativas en los supuestos de autorizaciones y aprobaciones que debían acordarse en el ejercicio de funciones de fiscalización y tutela de los órganos superiores sobre los inferiores. En las relaciones de la Administración y los particulares el silencio solo se entendía po-sitivo en aquellos casos en que así lo estableciera una disposición expresa (art. 95).

Así ocurría, en la legislación de la época, por el transcurso del plazo de seis meses sin respuesta por la autoridad superior para que se entendiera producida

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la aprobación definitiva de los planes de urbanismo. Otra admisión del silencio positivo se recogió del Reglamento de Servicios de las Corporaciones locales de 1955, que estableció el plazo de un mes para el otorgamiento de licencias de acti-vidades personales, parcelaciones con arreglo a plan urbanístico y obras industria-les menores, y de dos meses para las de nueva construcción o reforma de edificios e industrias, apertura de mataderos, mercados particulares y, en general, grandes establecimientos (art. 9). Transcurridos estos plazos, las licencias se entienden otorgadas si el particular denuncia la mora ante la Comisión Provincial de urba-nismo (o a la de Servicios antes de su supresión por el Real Decreto 2682/1978) y, a su vez, si estas Comisiones no notificaban al peticionario un acuerdo expreso en el plazo de un mes a partir de la denuncia. Otra norma ampliadora de los supuestos de silencio positivo fue el Real Decreto 1/1986, de 14 de marzo, de medidas urgen-tes administrativas, financieras, fiscales y laborales, que extendió a las licencias y autorizaciones de instalación o ampliación de empresas o centros de trabajo el si-lencio administrativo positivo, sin necesidad de denuncia de mora, transcurrido el plazo de dos meses desde la solicitud, salvo que previamente estuviera establecido un plazo inferior, siempre que los interesados presentasen sus peticiones debida-mente documentadas, y estas se ajustasen al Ordenamiento jurídico. Se exceptua-ban las licencias relacionadas con la fabricación de armas, explosivos, industrias de interés militar, bancos y cajas de ahorros, entidades de crédito, de inversión colectiva y gestión de patrimonio, hidrocarburos, residuos tóxicos, empresas de seguridad, juego y trasporte aéreo y por carretera.

la técnica del silencio positivo supone un riesgo evidente al posibilitar sin el debido control el otorgamiento de autorizaciones o licencias u otros derechos contrarios a los intereses generales o de terceros afectados, que ni se enteran de la presunta resolución y que, como actos declaratorios de derechos, no pueden ser revocados a posteriori sin seguir los complejos procedimientos establecidos. Téngase en cuenta, además, que la técnica del silencio positivo deja en manos de los instructores de los procedimientos, y de su desidia, guardando los expedientes sine die en un cajón, la posibilidad de «vampirizar» la competencia resolutoria del órgano al que corresponde la resolución expresa, sustituyendo una posible resolución desestimatoria en estimatoria. Por todo ello el Tribunal Supremo acep-tó la revocación directa sin sujeción a los trámites de revocación de los actos declarativos de derechos de las licencias y autorizaciones ganadas por silencio cuando su otorgamiento implicara nulidad de pleno derecho, bien por concurrir vicios esenciales de tramitación, bien porque el ordenamiento calificara el efecto o resultado de lo otorgado por silencio como nulo de pleno derecho, o cuando lo ganado por silencio fuera ostensible y manifiestamente ilegal, como ocurría con las licencias urbanísticas de construcción sobre zonas verdes (Sentencias de 4 de febrero de 1977, 24 de octubre de 1978, 24 de diciembre de 1979 y 22 de octubre de 1981). Más restrictivamente aún, la legislación urbanística limitó los efectos de las licencias ganadas por silencio positivo a los que son conformes con el or-denamiento jurídico, de tal manera que en aquellos extremos que las peticiones o proyectos extravasaren la norma o el plan por los que deben regirse, el silencio de la Administración no comporta asentimiento ni, por ende, se entiende produ-cido la licencia o autorización («en ningún caso se entenderán adquiridas por silencio administrativo facultades en contra de las prescripciones de esta Ley, de los planes, proyectos, programas y, en su caso, de las normas complementarias y subsidiarias del planeamiento»).

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B) la extravagante regulación del silencio en la ley 30/92 de Régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común

la ley 30/1992 de Régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, tuvo como objetivo fundamental, como leit motiv, como punto central, como «joya de la Corona», como humorística-mente fue denominada en la discusión parlamentaria, una nueva regulación del silencio administrativo. una regulación sobre la que giró el marketing político de la nueva normativa, que según decían sus autores, permitiría acabar para siempre con la nefanda práctica del silencio administrativo, regulación, sin embargo, que la doctrina calificó muy negativamente incluso de «un desastre sin paliativos» (Santamaría Pastor).

Ciertamente, la regulación del silencio administrativo de la ley 30/1992 (fe-lizmente modificada por la ley 4/1999), frente a la modestia de la regulación de la ley de Procedimiento Administrativo de 1958 –que, como vimos, no pretendía por regla general otra cosa que configurar un acto presunto negativo para permitir el acceso al recurso administrativo y al proceso judicial cuando la Administración no respondía al solicitante en unos determinados plazos–, pretendió acabar con la inactividad formal de la Administración con remedios procedimentales y de represalia sobre los funcionarios; únicamente sobre los funcionarios, no sobre la clase política (gobierno, Ministros, Directores generales, Consejeros y auto-ridades autonómicas, Alcaldes, Concejales, etc.), que es la que ordinariamente tiene la competencia y la responsabilidad (directa o por culpa in vigilando) para resolver en plazo legal los procedimientos en tramitación.

Para ello reiteró la obligación de resolver los procedimientos en forma expre-sa, aunque en menor plazo –tres meses–, cuyo transcurso sin resolución habría de provocar la responsabilidad disciplinaria de los funcionarios y la remoción del puesto de trabajo. Vencido el plazo o su excepcional prórroga, que tampoco podía exceder de otros tres meses, el silencio tenía carácter positivo o negativo en unas u otras materias según hubiera determinado previamente cada Administración Pública o, en defecto de esa determinación, según la distribución de materias que la propia ley establecía. Pero el proceso no paraba aquí, pues, para acreditar el si-lencio, era necesario que el interesado volviera de nuevo al órgano silente y obtu-viera de él un certificado de que ese silencio se había producido, certificado en el que debían constar los efectos que de ello se derivaban, conminando de nuevo al funcionario a su expedición, bajo amenaza de incurrir en infracción disciplinaria grave. Conseguido ese certificado del acto presunto o acreditado que había sido solicitado, se podía acceder a los recursos administrativos o judiciales o ejercitar el derecho si se trataba de un acto presunto positivo; pero este beneficioso efecto no estaba garantizado, pues, después de tanto calvario burocrático, el acto pre-sunto positivo, incluso certificado, podía ser desconocido por la Administración, alegando que era nulo de pleno derecho, porque no se daban en él las condiciones esenciales para la correspondiente adquisición de derechos o facultades que en él se reconocen [art. 62.1.f)]. ¡Y vuelta a empezar!

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la presión para que los funcionarios resolvieran en plazo, aun negativamente, desestimatoriamente, las pretensiones de los administrados, se hacía más fuerte si consideramos que en aquellos procedimientos en los que el funcionario hubiera prefe-rido no resolver, a resolver precipitadamente o sobre un expediente incompleto, debía luego certificar su propia falta mediante el certificado de acto presunto (art. 44). Y es que cumplir con ese deber de certificar la propia falta de retraso suponía reconocerse culpable del retraso, autoinculparse, para que se le sancionase y privase de su puesto de trabajo; por ello, la constitucionalidad de la obligación de expedir este certificado, cuando se trataba de funcionarios, podría haber sido cuestionada desde el derecho a no confesarse culpable que garantiza el art. 24 de la Constitución. En cualquier caso, toda esta presión sobre los funcionarios solo podía tener sentido –insistimos– si en manos de estos estuviera la potestad de resolver los expedientes, como la justicia está en manos de los jueces. Pero no es así, porque los funcionarios solo instruyen los procedimientos y el ordenamiento jurídico atribuye, ordinariamente, la potestad de resolverlos a los titulares de los órganos, es decir, las autoridades o clase política (Alcaldes y Concejales, Directores generales y Consejeros autonómicos, Secretarios de Estado, Ministros y gobierno de la Nación y de las Comunidades Autónomas, Rectores de universidad, etc.). Pero a estas autoridades, por no ser funcionarios en sentido técnico, no les alcanzaba ninguna responsabilidad disciplinaria, ni siquiera la remoción del puesto de trabajo. Al final, pues, se descubría con sorpresa que toda esa amenazante regulación, además de injusta, no servía para nada.

C) El triunfo del silencio positivo. la ley 4/1999 que modifica la ley 30/1992 y su reforma por las leyes 17 y 25 de 2009 que trasponen la Directiva 2006/123/CE, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio

Aceptando sustancialmente las críticas anteriores sobre los aspectos más gro-tescos de la regulación de la ley 30/1992, sobre todo en lo que afecta al papel central de certificado presunto, la ley 4/1999 introdujo una nueva regulación del silencio y de los actos presuntos que parte, como las anteriores regulaciones, de la obligación de la Administración de resolver de forma expresa (art. 42.1) y de una generosa admisión de los supuestos de silencio positivo que pasa a ser la regla general en los procedimientos iniciados a instancia del interesado, es decir, estimatorio de la pretensión, salvo norma expresa contraria.

El triunfo del silencio positivo trae causa de la política liberalizadora de la unión Europea limitadora al máximo de controles a la iniciativa particular que ha llevado, por una parte, a sustituir la técnica de las autorizaciones previas por las más inocuas de la simple notificación o declaración responsable de la actividad que se pretende ejercitar y, de otra, a facilitar la autorización misma ampliando los supuestos de su concesión por silencio administrativo. Esta política se plasma en la Directiva y leyes citadas en el epígrafe. los regímenes de autorización son uno de los trámites más comúnmente aplicados a los prestadores de servicios, constituyendo una restricción a la libertad de establecimiento. una filosofía que recoge la Exposición de Motivos de la ley 17/2009 de 23 de noviembre, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio, en los siguientes términos: «La Ley establece un principio general según el cual el acceso a una actividad de servicios y su ejercicio no estarán sujetos a un régimen de autorización. Úni-camente podrán mantenerse regímenes de autorización previa cuando no sean

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discriminatorios, estén justificados por una razón imperiosa de interés general y sean proporcionados. En particular, se considerará que no está justificada una au-torización cuando sea suficiente una comunicación o una declaración responsable del prestador, para facilitar, si es necesario, el control de la actividad. Los proce-dimientos y trámites para la obtención de las autorizaciones deberán ser claros y darse a conocer con antelación. Se aplicará el silencio administrativo positivo a estos procedimientos salvo en los casos en los que esté debidamente justificado por una razón imperiosa de interés general».

Fruto de esta nueva concepción fue la regulación del silencio en la ley 25/2009 que dio una nueva redacción al art. 43 de la ley de Régimen jurídico de las Ad-ministraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común en procedi-mientos iniciados a solicitud del interesado. Sustancialmente esta es la regulación que se acoge ahora en la nueva ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (artículos 24 y 25):

En los procedimientos iniciados a solicitud del interesado, sin perjuicio de la resolución que la Administración debe dictar de forma expresa, el vencimiento del plazo máximo sin haberse notificado resolución expresa legitima al interesado o interesados para entenderla estimada por silencio administrativo, excepto en los su-puestos en los que una norma con rango de ley o una norma de Derecho de la unión Europea o de Derecho internacional aplicable en España establezcan lo contrario.

la estimación por silencio administrativo tiene a todos los efectos la conside-ración de acto administrativo finalizador del procedimiento.

Por el contrario, el silencio tendrá efecto desestimatorio en los procedimien-tos relativos al ejercicio del derecho de petición, a que se refiere el artículo 29 de la Constitución, en aquellos cuya estimación tuviera como consecuencia que se transfirieran al solicitante o a terceros facultades relativas al dominio público o al servicio público, impliquen el ejercicio de actividades que puedan dañar el medio ambiente y en los procedimientos de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas.

El sentido del silencio también será desestimatorio en los procedimientos de impugnación de actos y disposiciones y en los de revisión de oficio iniciados a solicitud de los interesados. No obstante, cuando el recurso de alzada se haya interpuesto contra la desestimación por silencio administrativo de una solicitud por el transcurso del plazo, se entenderá estimado el mismo si, llegado el plazo de resolución, el órgano administrativo competente no dictase y notificase reso-lución expresa, siempre que no se refiera a las materias enumeradas en el párrafo anterior de este apartado.

la desestimación por silencio administrativo tiene los solos efectos de per-mitir a los interesados la interposición del recurso administrativo o contencio-so-administrativo que resulte procedente, salvo que el acto devengue consentido y firme.

¿Qué ocurre cuando habiéndose ya producido silencio positivo o negativo la administración cumple con su obligación de dictar una resolución expresa? la solución que la ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas es la siguiente: a) En los casos de esti-mación por silencio administrativo, la resolución expresa posterior a la produc-

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ción del acto solo podrá dictarse de ser confirmatoria del mismo. b) En los casos de desestimación por silencio administrativo, la resolución expresa posterior al vencimiento del plazo se adoptará por la Administración sin vinculación alguna al sentido del silencio.

Sobre la espinosa cuestión de cómo acreditar la asistencia de un acto presunto positivo producido por el silencio, la ley 39/2015, de 1 de octubre, del Proce-dimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas establece que la misma puede ser acreditada por cualquier medio de prueba admitido en Dere-cho. También puede acreditarse mediante el certificado acreditativo del silencio producido que se expedirá de oficio por el órgano competente para resolver en el plazo de quince días desde que expire el plazo máximo para resolver el procedi-miento, sin perjuicio de que el interesado podrá pedirlo en cualquier momento. una solución bastante ingenua, por cierto, pues, si la administración no resolvió sobre la cuestión principal en plazo, en el que en es lógico pensar que menos di-ligencia empleará en certificar y autoinculparse reconociendo que ha incumplido la obligación de resolver.

Obviamente en los procedimientos iniciados de oficio, normalmente limi-tativos de derecho o sancionadores, el escenario es distinto y no se prestan a la técnica del acto presunto positivo, aunque sí a la caducidad del procedimiento. En estos casos, el vencimiento del plazo máximo establecido sin que se haya dictado y notificado resolución expresa tampoco exime a la Administración del cumpli-miento de la obligación legal de resolver. Además, si se trata de procedimientos de los que pudiera derivarse el reconocimiento o, en su caso, la constitución de derechos u otras situaciones jurídicas individualizadas, los interesados que hu-bieren comparecido podrán entender desestimadas sus pretensiones por silencio administrativo; y, en fin, en los procedimientos en que la Administración ejercite potestades sancionadoras o, en general, de intervención, susceptibles de producir efectos desfavorables o de gravamen, se producirá la caducidad.

7. lOS ElEMENTOS DEl ACTO ADMINISTRATIVO

la doctrina francesa –frente a lo que es más común en la española, que sigue la dogmática italiana– estudia los elementos de los actos administrativos más que a través de una disección de las piezas de que estos se componen, analizando las condiciones precisas para la admisión de los recursos por exceso de poder y los supuestos que originan la anulación de los actos atacados (Rivero). Como señala Waline, estudiar las condiciones de validez de un acto equivale prácticamente a estudiar los casos de nulidad y, por ello, no deja de sorprenderle que esta fórmula pueda chocar a ciertos espíritus lógicos que creen se trata de un modo de proceder a la inversa, ya que al hacerlo así se procede de la misma forma que los estudiosos de la medicina, que se ocupan de las enfermedades más que de las condiciones de la salud. Ese mismo método vale, a su juicio, para los administrativistas que normalmente están volcados a la consideración de las situaciones contenciosas, es decir, los casos en que se discute la legalidad de la conducta de una autoridad administrativa, de suerte que la cuestión que se plantea al juez lo es siempre bajo esta forma: ¿existe el vicio jurídico, la ilegalidad alegada por el recurrente?

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Por el contrario, en la doctrina clásica italiana (Zanobini, Ranelletti) la cuestión de los elementos del acto administrativo se aborda utilizando los concep-tos de la dogmática privatista de los actos jurídicos. Esta es también la línea que sigue mayoritariamente la doctrina española, que clasifica los elementos en subjeti-vos, objetivos y formales, y asimismo en esenciales (el sujeto, el objeto, la voluntad, la causa, el contenido, la forma) y accidentales (el término, la condición y el modo).

Esta presentación no puede, sin embargo, aceptarse sin advertir que, por estar los actos administrativos unilaterales más cerca de los actos judiciales que de los actos privados, sus elementos y la significación judicial de los mismos guardan una mayor analogía con aquellos. Por su similitud, en efecto, con los actos judi-ciales adquieren especial relieve algunos elementos, como la causa y el fin –sobre todo este último–, que en los actos privados resultan prácticamente irrelevantes porque la actividad y gestión patrimonial de los particulares no queda invalidada por la falta de congruencia económica o de otra índole ni, en general, por los mó-viles que guíen a su autor, pues a nadie se le impide hacer conscientemente malos negocios ni actos puramente gratuitos, como ilustra la figura de la donación, in-concebible como tal en la esfera administrativa.

Notable diferencia con la teoría de los actos privados es la importancia que en esta tienen los elementos accidentales y, en general, el principio dispositivo (art. 1.255 del Código Civil), mientras que el acto administrativo se encuentra ceñido por un contrario principio de tipicidad que impide desvirtuar o modalizar en exceso los efectos propios de una categoría de actos a través de los elementos accidentales (condición, término o modo).

El contraste entre los actos privados y los administrativos y la cercanía de es-tos a los actos judiciales, reiteramos, se manifiesta, por último, en la importancia que para los actos administrativos adquieren los elementos formales: la necesidad de seguir un procedimiento, la exigencia de la escritura y la necesidad de la notifi-cación para que el acto adquiera eficacia. Por el contrario, como es sabido, en los actos privados no hay, por regla general, procedimiento previo, y rige el principio de libertad de forma (art. 1.278 del Código Civil).

8. El TITulAR DEl ÓRgANO Y lA COMPETENCIA

El sujeto del que emana la declaración de voluntad en que el acto adminis-trativo consiste es una Administración Pública, pero que actúa siempre a través de una persona física, la autoridad o funcionario, titular del órgano. Esto supone que el elemento subjetivo del acto administrativo comience por el estudio de los requisitos y condiciones que en este titular deben concurrir.

la regularidad de la investidura de quien figura como titular del órgano es la primera cuestión a considerar en el elemento subjetivo, pues cabe que el nom-bramiento de la autoridad o funcionario no sea válido, bien porque este se haya anticipado o haya sido ya cesado, porque el órgano esté ocupado fraudulentamen-te por un impostor, bien porque en virtud de circunstancias excepcionales se haya hecho cargo del mismo una persona ajena a la Administración pero que actúa en nombre de esta. Todos estos supuestos que la doctrina califica como supuestos de funcionarios de hecho plantean la cuestión de si en base a un purismo legal debe

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negarse toda validez a los actos realizados por el supuesto titular del órgano, o, por el contrario, en aras de la seguridad y apariencia jurídicas y de los derechos de terceros de buena fe debe reconocerse valor a dichos actos siempre que se ade-cuen al Derecho en todos los demás elementos, según estudia la teoría del órgano.

la actuación regular del titular del órgano implica asimismo su imparciali-dad, es decir, la ausencia de circunstancias que puedan provocar la parcialidad de la autoridad o servidor, y que la de la ley de Régimen jurídico del Sector Público concreta en las llamadas causas de abstención que son las siguientes: a) Tener interés personal en el asunto de que se trate o en otro en cuya resolución pudiera influir la de aquel; ser administrador de sociedad o entidad interesada, o tener cuestión litigiosa pendiente con algún interesado. b) El vínculo matrimonial o si-tuación de hecho asimilable y el parentesco de consanguinidad dentro del cuarto grado o de afinidad dentro del segundo, con cualquiera de los interesados, con los administradores de entidades o sociedades interesadas y también con los aseso-res, representantes legales o mandatarios que intervengan en el procedimiento, así como compartir despacho profesional o estar asociado con estos para el ase-soramiento, la representación o el mandato. c) Tener amistad íntima o enemistad manifiesta con alguna de las personas mencionadas en el apartado anterior. d) Haber tenido intervención como perito o como testigo en el procedimiento de que se trate. e) Tener relación de servicio con persona natural o jurídica interesada directamente en el asunto, o haberle prestado en los dos últimos años servicios profesionales de cualquier tipo y en cualquier circunstancia o lugar. Debe signifi-carse que la ley citada no vincula, indefectiblemente, la concurrencia de motivos de abstención con la invalidez de los actos en que hayan intervenido.

un tercer elemento a considerar es la capacidad de obrar y la ausencia de vi-cios en el consentimiento del titular del órgano, objeto en el Derecho administra-tivo de distinta valoración que en el Derecho privado. la diferencia radica en que la incapacidad del funcionario titular del órgano, por enajenación mental, por ejemplo, o la concurrencia de determinados vicios en su voluntad, como el dolo o la violencia, tampoco afectarían decisivamente a la validez del acto, si este, desde el punto de vista objetivo, se produce de acuerdo con el ordenamiento jurídico (Garrido).

la infrecuencia de los vicios que afectan al titular del órgano, o su irrelevan-cia cuando el acto se adecua al ordenamiento, lleva a considerar la competencia de que está investido como el elemento fundamental. Esta se define como la ap-titud que se confiere a un órgano de la Administración para emanar determinados actos jurídicos en nombre de esta.

El quantum, es decir, la extensión de las competencias a los titulares de los órganos, se mide en función de la materia, de la jerarquía y del territorio. En función de lo primero, se asigna a los órganos un conjunto de asuntos delimi-tados con los criterios sustanciales más diversos (sanidad, educación, tributos, urbanismo, etc.). Esos asuntos se reparten, a su vez, en función de la jerarquía de los órganos, lo que lleva ordinariamente a atribuir los más importantes niveles de decisión a los grados superiores de la jerarquía y los de menor importancia a los inferiores y, en fin, el criterio del territorio supone que un órgano solo actúa en un determinado espacio territorial, a cuyo efecto se establecen las oportunas divisiones o circunscripciones.

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Ordinariamente las competencias son establecidas por la norma de forma impersonal, de manera que todos los funcionarios que ostentan la titularidad de órganos similares ostentan las mismas competencias (por ejemplo, todos los Delegados del gobierno o todos los Directores provinciales de un Ministerio). Asimismo la competencia puede ser modificada en todo momento sin que sus titulares, ni los particulares, puedan esgrimir un derecho al mantenimiento de una determinada regulación competencial. El orden de las competencias, por último, es insusceptible de acuerdos o convenios entre los titulares de los órganos, regla que expresa ley de Régimen jurídico del Sector Público al decir que «la compe-tencia es irrenunciable y se ejercerá precisamente por los órganos que la tengan atribuida, salvo los casos de delegación o avocación cuando se efectúen en los términos previstos en esta u otras leyes».

la falta de competencia determina el consiguiente vicio de incompetencia que nuestro Derecho contempla como susceptible de originar dos tipos de inva-lidez (nulidad de pleno derecho o simple anulabilidad) según su mayor o menor gravedad. la más grave, que la doctrina considera como incompetencia absoluta, sería la falta de competencia ratione materiae (como, por ejemplo, si el Minis-tro de Educación liquidase un impuesto o el de Hacienda expidiese un título de licenciado universitario). También se considera incompetencia absoluta la falta de competencia territorial (ejemplo: el Subdelegado de gobierno de Barcelona tomase una decisión, dentro de las que corresponden a este organismo, pero que afectase a la provincia de Zaragoza). A ambos supuestos se refiere, denominán-dola incompetencia manifiesta y calificándola como vicio constitutivo de la nuli-dad de pleno derecho, el de la ley del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas («los actos dictados por órgano manifiestamente incompetente por razón de la materia o del territorio»). En cambio, la falta de competencia jerárquica sería, en principio, solo incompetencia no manifiesta o relativa en cuanto es susceptible de convalidación, como admite la misma ley: «Si el vicio consistiera en incompetencia no determinante de la nulidad, la con-validación podrá realizarse por el órgano competente cuando sea superior jerár-quico del que dictó el acto viciado».

9. lA CAuSA Y lOS PRESuPuESTOS DE HECHO

Distingue la doctrina italiana entre la causa jurídica o causa inmediata de los actos administrativos, que es la función típica de todos los actos de una deter-minada categoría, de la causa natural, causa remota o causa finalis, que es el fin particular que el sujeto se propone al realizar un determinado acto. Por ello, mien-tras la causa jurídica o causa inmediata es la misma para un determinado tipo de actos, los motivos o causa natural pueden ser muy diversos. Así, en la concesión la causa jurídica o inmediata consiste en crear en favor del destinatario del acto un nuevo derecho, mientras que el motivo o causa remota puede ser muy diverso, como la oportunidad de crear un nuevo servicio público, de hacer más eficiente otro ya existente, utilizar de mejor manera los bienes del dominio público, o beneficiar a determinada persona al margen del interés público, etc. Este plan-teamiento permite poner de relieve que, a diferencia de los actos privados, en los actos administrativos negociables son siempre relevantes no solo la causa legal

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o jurídica, sino también la causa natural (motivos o móvil particular). El acto es válido cuando se realiza no solo de conformidad a un fin típico, sino también a un fin particular lícito, porque el ordenamiento así lo acepta (Zanobini).

Esta distinción tiene un encaje indudable en la ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas que se refiere a la causa jurídica, al decir que «el contenido de los actos se ajustará a lo dispuesto en el Ordenamiento jurídico», y, por otro, alude a la causa natural al prescribir, además, que dicho contenido «será determinado y adecuado a los fines de aquellos», prohibiendo, en consecuencia, los motivos de interés privado como finalidad de los actos administrativos.

De forma más simple, la doctrina francesa (y, entre nosotros, gARRIDO FAllA) equipara los términos presupuestos de hecho y causa o motivo legal. Desde esta perspectiva, lo que, en definitiva, se trata con el concepto de causa es que toda decisión administrativa encuentre su justificación, o su censura, en una cierta si-tuación de hecho existente en el momento en que es adoptada, porque la norma hace de aquel presupuesto fáctico condición o requisito esencial y necesario para el ejercicio de las competencias. Por ello, el control del juez sobre la causa aten-derá primordialmente a la verificación de la exactitud de los hechos que integran el motivo o causa legal. Así, por ejemplo, si la norma prevé que se sacrifiquen de-terminados animales en caso de epidemia, la existencia de esa situación sanitaria condiciona la competencia de la Administración para ordenar aquel sacrificio, y lo mismo cabe decir sobre los hechos que justifican una sanción administrativa, etcétera.

El régimen jurídico de los presupuestos de hecho (motivo legal o causa) supo-ne, según la jurisprudencia francesa, que la Administración tiene la obligación de explicitar ante el juez, cuando el acto es impugnado, los motivos de su decisión, incluso en los casos en que formalmente no existe obligación legal de motivar. El juez contencioso puede, a su vez, convalidar el acto viciado si, además del motivo errónea o indebidamente invocado por la Administración, concurre otro verdadero que sirva para justificar esa decisión, solución recogida en la ley del Procedi-miento Administrativo Común: «los actos nulos que, sin embargo, contengan los elementos constitutivos de otro distinto producirán los efectos de este» (art. 65).

10. lOS MÓVIlES Y lA DESVIACIÓN DE PODER

Separadamente de la causa jurídica, presupuestos de hecho o motivo legal, que constituyen la justificación objetiva de la decisión, están, como dijimos, los móviles (causa natural o remota, o motivo o fin específico) que expresan el fin que se propone el autor del acto, es decir, el sentimiento o deseo que realmente le lleva a ejercitar la competencia.

Evidentemente, los móviles de cualquier acto de la Administración deben adecuarse a aquellos fines públicos por los que la competencia ha sido atribuida. justamente por ello el ejercicio de la competencia, con una finalidad diversa de la que justificó su atribución legal, constituye el vicio conocido como desviación de poder (détournement de pouvoir) recogido en la ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas: «son anulables los actos de la Administración que incurran en cualquier infracción

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del ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder». Y lo mismo le dice al juez el art. 70.2 de la ley de la jurisdicción Contencioso-Administrativa («La sentencia estimará el recurso contencioso-administrativo cuando la disposición, la actuación o el acto incurrieran en cualquier infracción del ordenamiento jurí-dico, incluso la desviación de poder»).

la desviación del poder es noción cercana al abuso del derecho que el art. 7.2 del Código Civil define como «todo acto u omisión que por la intención de su autor, por su objeto o por las circunstancias en que se realice sobrepase manifies-tamente los límites normales del ejercicio de un derecho, con daño para tercero». En ambos casos hay una utilización del poder jurídico con una finalidad antisocial y malintencionada, en sentido diverso del querido por el legislador al atribuir la potestad. los efectos derivados de la apreciación del abuso del derecho y de la des-viación de poder son por ello en cierto modo análogos, pues el abuso del derecho «dará lugar a la correspondiente indemnización y a la adopción de las medidas judiciales o administrativas que impidan la persistencia en el abuso», resultado al que puede llegarse desde la estimación de un recurso fundado en la desviación de poder.

Ahora bien, el proceso para determinar que existe el vicio de la desviación de poder comienza por la determinación de la finalidad o intención del legislador al asignar una competencia, para después averiguar la finalidad realmente perse-guida por el autor del acto y comparar, por último, la primera con la segunda. De todo este proceso lo más complejo es, sin duda, el descubrimiento y la prueba de la intención con que actuó la autoridad administrativa, que lógicamente disimula-rá sus verdaderas intenciones si fueren espurias.

Entre los supuestos clásicos en que la jurisprudencia del Consejo de Estado francés ha apreciado la concurrencia del vicio de la desviación de poder, se citan los actos dirigidos a evitar la ejecución de la cosa juzgada, los que comportan un fraude de ley, los inspirados por móviles extraños a todo interés público, los dictados en favor de un tercero o de una categoría de terceros y no del interés general, los que se adoptan con fines electorales, los inspirados por la pasión política, los dirigidos a un fin público pero distinto de aquel para el que la potes-tad o competencia fue atribuida (como, por ejemplo, cuando se utilizan poderes sancionadores, imposición de multas, con fines recaudatorios) y, en último lugar, los actos dictados con marginación del procedimiento legalmente establecido para eludir las reglas de la competencia o una determinada garantía en favor de un particular, o para conseguir una economía de tiempo o de dinero en favor de la Administración.

Habiendo sido la desviación de poder uno de los conceptos más celebrados del Derecho administrativo francés, pasa en la actualidad por una de las etapas más bajas de su evolución. Ello es debido, aparte del abuso de su invocación en toda suerte de recursos, por dos circunstancias: primero, porque el Consejo de Estado considera ahora la desviación de poder como un remedio subsidiario de los vicios de invalidez y anula por inexactitud de los motivos legales o presupuestos de he-cho lo que antes invalidaba por desviación de poder; y segundo, porque ha dejado de considerar la concurrencia de este vicio en los casos en que la Administración utiliza los poderes de policía con desviadas finalidades económicas cuando se trata de defender la posición de los concesionarios de la concurrencia de terceros, evi-tando así la aplicación de la cláusula de la garantía del equilibrio financiero y las

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correspondientes contrapartidas a cargo de la Administración (indemnizaciones, subidas de tarifas, etc.).

En España, por el contrario, la desviación de poder no solamente ha sido un vicio cuya investigación fue estimulada por el legislador, al considerar susceptibles de apelación todas las sentencias dictadas en los procesos en los cuales ha sido invocada como causa invalidatoria del acto en primera instancia [art. 94.2.a) de la ley de la jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956], sino que, además, como ha observado Chinchilla, se ha producido un renacimiento jurisprudencial en la utilización de la desviación de poder, porque la Constitución ha recordado a los jueces su obligación de controlar la obligada correlación entre la actividad administrativa y los fines públicos (art. 106.1: «Los tribunales controlan la po-testad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de esta a los fines que la justifican»). Esta reacción jurisprudencial se ha plasmado en el reconocimiento del vicio de la desviación de poder cuando el acto se inspira no solo en fines personales o privados, sino incluso lícitos, pero diversos de los expresados por la norma, pues, como afirma el Tribunal Supremo, «la desviación de poder no precisa que los fines perseguidos sean espurios en el sentido de dirigirse contra determinadas personas, o que se utilicen en beneficio de los agentes administrativos autores de los actos, es decir, no se requiere la concu-rrencia de móviles subjetivos, sino que basta con que se distorsione el fin concreto de interés general que la norma marca a la Administración actuante» (Sentencias de 1 de octubre de 1982, 10 de mayo de 1983 y 27 de diciembre de 1985).

Asimismo, como advierte la citada autora, el Tribunal Supremo parece dul-cificar la exigencia de una prueba contundente y absoluta de la desviación de poder, bastando con que, además de indicar claramente cuál es la finalidad per-seguida por la Administración, el interesado la justifique con una prueba sufi-ciente para lograr una convicción del Tribunal sobre las divergencias de fines, carga de la prueba que en ciertos casos se traslada incluso a la Administración (Sentencias de 16 de julio y 29 de octubre de 1985). De aquí que sea bastante para apreciar la desviación de poder que la convicción del juez se haya produ-cido con carácter indiciario en función de datos objetivos, como la disparidad de tratamiento entre los administrados (Sentencia de 23 de junio de 1981); la realización de graves irregularidades formales para alcanzar un fin distinto al exigido por la norma (Sentencia de 27 de septiembre de 1985); la insuficiencia de motivación en el sentido de que no fueron ponderadas por la Administración todas las circunstancias y necesidades impuestas por el interés general (Senten-cia de 1 de julio de 1985); o el ejercicio de la potestad organizativa para encubrir la imposición de una sanción, eludiendo así las garantías de defensa que deben acompañar siempre al ejercicio de la potestad sancionadora (Sentencias de 12 de mayo y 24 de junio de 1986).

11. El CONTENIDO Y lOS ElEMENTOS ACCIDENTAlES DE lOS ACTOS ADMINISTRATIVOS

Contenido natural es aquel cuya existencia sirve para individualizar el acto mismo e impide su confusión con otros. Así, el contenido natural de la autori-zación es permitir a una persona ejercitar su derecho, y el de la expropiación, el traspaso coactivo de la propiedad. Al contenido natural se le denomina también contenido esencial, porque no puede faltar sin que el acto se desvirtúe, a dife-rencia del contenido implícito, que es aquel que, aunque no sea expresamente

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recogido por la norma singular, se entiende comprendido en él por estarlo en la regulación legal, como, por ejemplo, la indemnización o justiprecio en cualquier medida que se califique de expropiatoria, o el derecho al sueldo en el nombra-miento de un funcionario.

Contenidos accidentales y eventuales de los actos son: el término, la condi-ción y el modo:

a) El término es el momento, ordinariamente un día determinado, a par-tir del cual debe comenzar o cesar la eficacia del acto. El momento en que el acto administrativo adquiere eficacia es aquel en que alcanza la perfección, y la expresión de un término distinto sirve para que el acto despliegue sus efectos en un momento anterior o en uno posterior (por ejemplo, el ascenso de un funcionario con efecto retroactivo al momento en que se produjo la vacante, o, a la inversa, el ascenso que se decreta con carácter sucesivo o a partir del día en que se produzca la disponibilidad de la vacante). El término final significa, por su parte, que los efectos del acto terminan en el momento previsto.

b) la condición es la cláusula que subordina el comienzo o la cesación de los efectos de un acto al cumplimiento de un suceso fortuito o incierto. En el primer caso se habla de condición suspensiva, y en el segundo de condición resolutoria. Estas condiciones se distinguen de aquellas otras establecidas por la ley (condictio iuris) y a las cuales igualmente se subor-dina el comienzo o el fin de la eficacia de los actos administrativos.

c) Por último, el modo es una carga específica impuesta a la persona en cuyo interés se ha dictado el acto, por la cual se le exige un determinado com-portamiento del que depende la posibilidad de disfrutar de los beneficios del acto, lo que, sin embargo, no debe confundirse con los deberes que directamente impone la ley como contenido implícito de aquel.

En todo caso, debe advertirse que las cláusulas accesorias solo se dan real-mente cuando la Administración actúa dentro de facultades discrecionales para imponerlas y no hay norma contraria que se oponga a su inclusión en el acto. De existir norma prohibitiva, serían ilegales. Pero tanto en este caso, como cuando por otras circunstancias concurran vicios invalidantes en la cláusula accesoria, su nulidad no se contagia a todo el acto (utile per inutile non viciatur); salvo que la inclusión de la cláusula haya sido la razón principal determinante de su emisión (Garrido Falla). Así, por ejemplo, la nulidad de la condición conlleva de ordi-nario la invalidez de todo el acto, mientras que la nulidad del modo solo comporta la invalidez de dicha cláusula (Velasco).

12. lOS ElEMENTOS FORMAlES

Son elementos formales de los actos administrativos: el procedimiento, la forma de la declaración y la motivación cuando es legalmente exigible.

El procedimiento –que se estudiará in extenso en el correspondiente capítu-lo– es el conjunto de actuaciones preparatorias y conducentes al acto o resolución final cuya finalidad es asegurar el acierto y la eficacia de la Administración, ade-

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más de garantizar los derechos y libertades de los particulares. El procedimiento es por ello un requisito esencial, que cumple una función análoga al proceso judicial y al procedimiento legislativo o parlamentario, aunque con menores exi-gencias formales. la esencialidad del procedimiento viene impuesta por la ley del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas («los actos administrativos se producirán por el órgano competente mediante el proce-dimiento que, en su caso, estuviese establecido») con sanción de nulidad de pleno derecho para «los actos que fueren dictados prescindiendo total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido».

A) Forma de la declaración

la regla general sobre la forma de declaración de los actos administrativos es la exigencia de forma escrita, lo que contrasta con el principio general de libertad de los actos y contratos privados (art. 1.278 del Código Civil: «los contratos se-rán obligatorios cualquiera que sea la forma en que se hayan celebrado, siempre que en ellos concurran las condiciones esenciales para su validez»). la forma escrita se exige, pues, en términos análogos a los exigidos en los actos judiciales, dándose en uno y otro caso la misma justificación: los actos administrativos son actos recepticios, que deben documentarse, notificarse o publicarse porque son creadores de derechos y deberes, dotados además de fuerza ejecutoria, lo que exige una constancia y prueba indubitada; y, también, porque, al integrarse en los actos administrativos un conjunto de voluntades exteriorizadas a lo largo del procedimiento (las que participan en él, o en el acuerdo final cuando se trata de órganos colegiados), hay que dejar constancia fidedigna de esa participación.

Al respecto la ley del Procedimiento Administrativo Común de las Adminis-traciones Públicas establece que actos administrativos se producirán por escrito a través de medios electrónicos, a menos que su naturaleza exija otra forma más adecuada de expresión y constancia. No obstante, en los casos en que los órganos administrativos ejerzan su competencia de forma verbal, la constancia escrita del acto, cuando sea necesaria, se efectuará y firmará por el titular del órgano inferior o funcionario que la reciba oralmente, expresando en la comunicación del mismo la autoridad de la que procede. Si se tratara de resoluciones, el titular de la com-petencia deberá autorizar una relación de las que haya dictado de forma verbal, con expresión de su contenido.

Cuando deba dictarse una serie de actos administrativos de la misma naturale-za, tales como nombramientos, concesiones o licencias, podrán refundirse en un único acto, acordado por el órgano competente, que especificará las personas u otras circunstancias que individualicen los efectos del acto para cada interesado.

El contenido de la declaración en que los actos consisten, necesariamente diverso en unos y otros casos (por ejemplo, el nombramiento de un funcionario o una resolución sancionadora), deberá siempre recoger algunos datos que per-mitan la identificación del acto mismo, como la autoridad que lo dicta, mandato o resolución y la fecha, así como la motivación en los casos que es preceptiva. Además, deberán expresarse otros extremos cuando vengan exigidos por disposi-ciones concretas (como hacer constar que se ha consultado al Consejo de Estado).

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los actos, además, deben ir precedidos de una específica denominación según la autoridad que los dicta: Real Decreto si emana del Consejo de Ministros, Orden si lo dicta un Ministro y resolución o acuerdo en los demás casos. Por último, y fun-damental, el acto debe contener la decisión, que deberá ser motivada en los casos que proceda, y expresará, además, «los recursos que contra la misma procedan, órgano administrativo o judicial ante el que hubieran de presentarse y plazo para interponerlos, sin perjuicio de que los interesados puedan ejercitar cualquier otro que estimen oportuno».

B) la motivación

Como requisito de forma de los actos administrativos se ha impuesto en de-terminados casos la exigencia de expresar en el propio acto sus fundamentos, los motivos que lo justifican. la motivación es una exigencia relativamente moderna. En el Antiguo Régimen ni siquiera se exigía en las sentencias judiciales, pues se consideraba incompatible con el prestigio de la autoridad en el Estado absoluto, que no tenía que dar explicaciones de sus actos o sentencias (ley VII, Título XVII, del libro XI de la Novísima Recopilación). En el Derecho administrativo la motivación se exigió en los reglamentos ministeriales dictados en desarrollo de la ley de Bases del Procedimiento Administrativo, de 19 de octubre de 1890. Así, el de gracia y justicia dispuso que los acuerdos administrativos que pusieran término a una pretensión o expediente enunciarían los hechos y fundamentos le-gales o la doctrina pertinente, limitados unos y otros a la cuestión que se decidiera (Real Decreto de 17 de abril de 1890, art. 66); y en el del Ministerio de la guerra (Real Decreto de 25 de abril de 1890, art. 23). Se obligaba a adicionar en la noti-ficación de los acuerdos íntegros el informe o dictamen que lo hubiere motivado.

En el Derecho francés fue regla tradicional la innecesariedad de la motivación, regla hoy abandonada. En el Derecho italiano se exige la motivación en los actos desestimatorios ampliativos de la esfera jurídica de los particulares, en los res-trictivos, en los dictados en disconformidad con el parecer de órganos consultivos y, en general, en todos los actos que se consideran resoluciones, es decir, los que envuelven algún parecido con los juicios por darse alguna suerte de contradicción entre la Administración y el particular, como son, en todo caso, los actos resoluto-rios de los recursos administrativos. Por su parte, la Resolución (77) 31 del Comité de Ministros del Consejo de Europa de 27 de septiembre de 1977 recomienda que en la legislación de los países europeos se recoja el principio de que «cuando un acto administrativo es susceptible de afectar a los derechos, libertades o intere-ses, el administrado deberá ser informado de los motivos sobre los que se funda. Esta información será facilitada por indicación de los motivos en el propio acto, bien a requerimiento del interesado, mediante comunicación escrita en un plazo razonable».

la ley de Procedimiento Administrativo de 1958 partió del principio de la innecesariedad de la motivación de los actos administrativos y limitó su exigencia a los actos que limitaren derechos subjetivos, los que resolvieran recursos, los que se separasen del criterio seguido en actuaciones precedentes o del dictamen de ór-ganos consultivos, aquellos que debieran serlo en virtud de disposiciones legales y, en fin, los acuerdos de suspensión de actos (art. 43). la ley 30/1992, amplió la

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nómina de los actos necesitados de motivación con sucinta referencia de hechos y fundamentos de derecho. la vigente ley 39/2015, del Procedimiento Admi-nistrativo Común de las Administraciones Públicas la impone en los siguientes casos:

a) los actos que limiten derechos subjetivos o intereses legítimos.

b) los actos que resuelvan procedimientos de revisión de oficio de disposi-ciones o actos administrativos, recursos administrativos y procedimientos de arbitraje y los que declaren su inadmisión.

c) los actos que se separen del criterio seguido en actuaciones precedentes o del dictamen de órganos consultivos.

d) los acuerdos de suspensión de actos, cualquiera que sea el motivo de esta, así como la adopción de medidas provisionales previstas.

e) los acuerdos de aplicación de la tramitación de urgencia, de ampliación de plazos y de realización de actuaciones complementarias.

f) los actos que rechacen pruebas propuestas por los interesados.

g) los actos que acuerden la terminación del procedimiento por la impo-sibilidad material de continuarlo por causas sobrevenidas, así como los que acuerden el desistimiento por la Administración en procedimientos iniciados de oficio.

h) las propuestas de resolución en los procedimientos de carácter sanciona-dor, así como los actos que resuelvan procedimientos de carácter sancio-nador o de responsabilidad patrimonial.

i) los actos que se dicten en el ejercicio de potestades discrecionales, así como los que deban serlo en virtud de disposición legal o reglamentaria expresa.

la motivación consiste, como queda dicho, en una sucinta referencia de he-chos y fundamentos de derecho. Pero su brevedad no supone que pueda ser cum-plida con cualquier formulismo. la motivación ha de ser suficiente para dar razón plena del proceso lógico y jurídico del acto en cuestión, sin que valgan las falsas motivaciones, las fórmulas passe-partout, o comodines, que valen para cualquier supuesto y que nada o muy poco justifican o explican sobre la decisión del acto en el que se insertan. Para casos de motivación muy compleja, como en los actos «que pongan fin a los procedimientos selectivos y de concurrencia competitiva», la ley prevé que «se realizará de conformidad con lo que dispongan las normas que regulen sus convocatorias, debiendo en todo caso quedar acreditados en el procedimiento los fundamentos de la resolución que se adopte».

El Tribunal Supremo, valorando la incidencia de la falta de motivación sobre la validez del acto administrativo –aparte de señalar entre las diferencias formales exigidas a los actos administrativos y a los judiciales, sujetos estos a condiciones más rigurosas (Sentencia de 14 de febrero de 1979)–, tiene establecido que la motivación, si es obligada en los actos que limitan derechos, con mayor razón lo es en los actos que los extinguen (Sentencias de 22 de marzo, 9 de junio de 1983 y 18 de diciembre de 1986), siendo inválida la resolución que omite toda alusión a los hechos específicos determinantes de la decisión limitándose a la invocación de

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un precepto legal (Sentencias de 29 de noviembre de 1983). Sin embargo, la juris-prudencia es menos exigente en la fundamentación en Derecho si resulta evidente la causa jurídica tenida en cuenta por la medida adoptada por la Administración (Sentencia de 14 de febrero de 1979), entendiéndose en todo caso cumplido el requisito con la motivación in aliunde, es decir, mediante la aceptación e incorpo-ración al texto de la resolución de informes o dictámenes previos (Sentencias de 25 y 27 de abril de 1983 y 14 de octubre de 1985).

13. NOTIFICACIÓN Y PuBlICACIÓN DE lOS ACTOS ADMINISTRATIVOS

la comunicación de los actos administrativos a los interesados se actúa por medio de la notificación o de la publicación. la notificación es una comunicación singular a persona o personas determinadas, mientras la publicación se dirige a un colectivo de personas o singulares pero en paradero desconocido. la notificación es, en todo caso, la técnica más solemne y formalizada de la comunicación por-que incluye la actuación mediante la cual ciertos funcionarios atestiguan haber entregado a una persona la copia escrita de un acto.

la doctrina italiana encuadra la notificación y la comunicación dentro de los meros actos administrativos, es decir, los que no tienen categoría de negocios jurídicos, considerándolos, como las comunicaciones y las advertencias, una es-pecie de los actos recepticios. Para nosotros, sin embargo, la notificación y la publicación, más que una clase de actos, son condición de su eficacia, tal como las caracteriza la ley 39/2015, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas: «La eficacia de los actos quedará demorada cuando así lo exija el contenido del acto o esté supeditada a su notificación, publicación o aprobación superior». Además, la notificación es una condición sine qua non para proceder a la ejecución de un acto administrativo: «el órgano administrati-vo –dice el art. 93.2– que ordene un acto de ejecución material de resoluciones estará obligado a notificar al particular interesado la resolución que autorice la actuación administrativa». De otro lado, la notificación no es únicamente la comunicación a los interesados de las resoluciones finales del procedimiento ad-ministrativo, sino también una técnica de comunicación de los simples actos de trámite, dentro del procedimiento, aunque respecto de estos no pueda predicarse ni los mismos efectos ni la entera regulación prevista para la notificación de los actos o resoluciones.

las formalidades y contenidos de la notificación se detallaron por vez primera en la ley de Bases del Procedimiento Administrativo de 19 de octubre de 1889: «La notificación deberá contener la providencia o acuerdo íntegros, la expresión de los recursos que en su caso procedan y del término para interponerlos». Si el interesado no quería o no podía firmar la notificación, la firmaban dos testigos presenciales, y si la persona que hubiera de ser notificada no fuera hallada en su domicilio a la primera diligencia en su busca, se prevenía que la notificación se haría por cédula a entregar a las personas designadas en el art. 268 de la ley de Enjuiciamiento Civil. Cuando, por último, no tuviera domicilio conocido o se ignorare el paradero de la persona que hubiera de ser notificada, se publicaría la providencia en la Gaceta de Madrid y en el Boletín Oficial de la Provincia, y se

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remitía además al Alcalde del pueblo de la última residencia del destinatario para que la publicase por medio de edictos a fijar en las puertas de la Casa Consistorial. Después, la ley de Procedimiento Administrativo de 1958 recogió esa regulación, complementándola con el señalamiento de un plazo máximo de diez días a partir de la resolución para iniciar la práctica de la notificación, admitiendo que las no-tificaciones se realizarían mediante oficio, carta, telegrama o cualquier otro medio que permitiera tener constancia de la recepción, de la fecha y de la identidad del acto notificado, y, en fin, abordando la regulación de las notificaciones defectuo-sas, permitiendo su convalidación por el paso del tiempo (seis meses) o por el consentimiento expreso o tácito del interesado (art. 78).

la ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas exige ahora que el órgano que dicte las resoluciones y actos administrativos los notificará a los interesados cuyos derechos e intereses sean afectados por aquellos dentro del plazo de diez días a partir de la fecha en que el acto haya sido dictado, y deberá contener el texto íntegro de la resolución, con indicación de si pone fin o no a la vía administrativa, la expresión de los re-cursos que procedan, en su caso, en vía administrativa y judicial, el órgano ante el que hubieran de presentarse y el plazo para interponerlos, sin perjuicio de que los interesados puedan ejercitar, en su caso, cualquier otro que estimen procedente.

Sin embargo, las notificaciones que, conteniendo el texto íntegro del acto, omitiesen alguno de los demás requisitos, surtirán efecto a partir de la fecha en que el interesado realice actuaciones que supongan el conocimiento del contenido y alcance de la resolución o acto objeto de la notificación, o interponga cualquier recurso que proceda. Asimismo, y a los solos efectos de entender cumplida la obli-gación de notificar dentro del plazo máximo de duración de los procedimientos, será suficiente la notificación que contenga, cuando menos, el texto íntegro de la resolución, así como el intento de notificación debidamente acreditado.

En la actualidad, la irrupción de las nuevas tecnologías ha variado notable-mente la fisonomía de la práctica de las notificaciones. Como establece la ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Admi-nistraciones Públicas (art. 40), las notificaciones se practicarán preferentemente por medios electrónicos y, en todo caso, cuando el interesado resulte obligado a recibirlas por esta vía. No obstante las Administraciones podrán practicar las no-tificaciones por medios no electrónicos en los siguientes supuestos: a) Cuando la notificación se realice con ocasión de la comparecencia espontánea del interesado o su representante en las oficinas de asistencia en materia de registro y solicite la comunicación o notificación personal en ese momento. b) Cuando para asegurar la eficacia de la actuación administrativa resulte necesario practicar la notifica-ción por entrega directa de un empleado público de la Administración notificante.

Con independencia del medio utilizado, las notificaciones serán válidas siem-pre que permitan tener constancia del envío o puesta a disposición y de la recep-ción o acceso por el interesado o su representante, así como de sus fechas y horas, y del contenido íntegro de la notificación, y que identifiquen fidedignamente al remitente y al destinatario de la misma.

En ningún caso se efectuarán por medios electrónicos las siguientes notifica-ciones: a) Aquellas en las que el acto a notificar vaya acompañado de elementos que no sean susceptibles de conversión en formato electrónico. b) las que con-tengan medios de pago a favor de los obligados, tales como cheques. c) Cuando

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en los procedimientos iniciados a solicitud del interesado, este hubiera solicitado que la práctica de la notificación se hiciera por medio distinto siempre que no exista obligación de relacionarse electrónicamente con la Administración.

las notificaciones por medios electrónicos se practicarán mediante compare-cencia en la sede electrónica de la Administración u Organismo actuante, a través de la dirección electrónica habilitada y se entenderán practicadas en el momento en que se produzca el acceso a su contenido. Por el contrario se entenderá recha-zada cuando hayan transcurrido diez días naturales desde la puesta a disposición de la notificación sin que se acceda a su contenido.

Debe tenerse en cuenta además que cuando no fuera posible realizar la no-tificación de acuerdo con lo señalado en la solicitud, se practicará en cualquier lugar adecuado a tal fin, y por cualquier medio que permita tener constancia de la recepción por el interesado o su representante, así como de la fecha, la identidad y el contenido del acto notificado. Y así mismo que cuando el interesado fuera no-tificado por distintos cauces, se tomará como fecha de notificación la de aquella que se hubiera producido en primer lugar.

la práctica de una notificación en papel, que no exime de ponerla a disposi-ción del interesado en la sede electrónica de la Administración u Organismo actuan-te para que pueda acceder al contenido de las mismas de forma voluntaria, deberá hacerse en el domicilio del interesado, y de no hallarse presente este en el momento de entregarse la notificación, podrá hacerse cargo de la misma cualquier persona mayor de catorce años que se encuentre en el domicilio y haga constar su identidad. Si nadie se hiciera cargo de la notificación, se hará constar esta circunstancia en el expediente, junto con el día y la hora en que se intentó la notificación, intento que se repetirá por una sola vez y en una hora distinta dentro de los tres días siguientes. En caso de que el primer intento de notificación se haya realizado antes de las quince horas, el segundo intento deberá realizarse después de las quince horas y viceversa, dejando en todo caso al menos un margen de diferencia de tres horas entre ambos intentos de notificación. Si el segundo intento también resultara infructuoso, se pro-cederá a su publicación, en los términos que más adelante veremos.

la ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administra-ciones Públicas regula también otra forma de notificación, el anuncio (art. 40). Este procederá en los supuestos de notificación infructuosa, es decir, cuando los interesados en un procedimiento sean desconocidos, se ignore el lugar de la no-tificación o bien, intentada esta, no se hubiese podido practicar, la notificación. Entonces se hará por medio de un anuncio publicado en el «Boletín Oficial del Estado». Asimismo, previamente y con carácter facultativo, las Administraciones podrán publicar un anuncio en el boletín oficial de la Comunidad Autónoma o de la Provincia, en el tablón de edictos del Ayuntamiento del último domicilio del interesado o del Consulado o Sección Consular de la Embajada correspondiente. De todo ello sin perjuicio de que las Administraciones Públicas podrán establecer otras formas de notificación complementarias a través de los restantes medios de difusión, que no excluirán la obligación de publicar el correspondiente anuncio en el «Boletín Oficial del Estado».

una última forma de hacerle llegar a los interesados el conocimiento de las resoluciones o actos administrativos con los mismos efectos de la notificación es

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la publicación que, a tenor de lo establecido en el artículo 45 de la ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administracio-nes Públicas, deberá efectuarse cuando así lo establezcan las normas reguladoras de cada procedimiento o cuando lo aconsejen razones de interés público aprecia-das por el órgano competente y, además, en todo caso: a) Cuando el acto tenga por destinatario a una pluralidad indeterminada de personas o cuando la Admi-nistración estime que la notificación efectuada a un solo interesado es insuficiente para garantizar la notificación a todos, siendo, en este último caso, adicional a la individualmente realizada. b) Cuando se trate de actos integrantes de un procedi-miento selectivo o de concurrencia competitiva de cualquier tipo. En este caso, la convocatoria del procedimiento deberá indicar el medio donde se efectuarán las sucesivas publicaciones, careciendo de validez las que se lleven a cabo en lugares distintos.

la publicación de un acto deberá contener los mismos elementos de las no-tificaciones y se realizará en el diario oficial que corresponda, según cual sea la Administración de la que proceda el acto a notificar.

Adicionalmente y de manera facultativa, las Administraciones podrán esta-blecer otras formas de notificación complementarias a través de los restantes medios de difusión que no excluirán la obligación de publicar en el correspon-diente Diario Oficial.

BIBlIOgRAFíA

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