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CRISPÍN PORTUGAL CHÁVEZ ¡Cago pues! & Recuerdos de sus amigos

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Título: ¡Cago pues! y recuerdos de sus amigos Autor: Crispín Portugal Chávez País: Bolivia Tipo: Narrativa Año: 2008

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CRISPÍN PORTUGAL CHÁVEZ

¡Cago pues!

&

Recuerdos de sus amigos

Page 2: Cago pues

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© Herederos de Crispín Portugal, 2007

© De esta edición: Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2008.

Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.

[email protected]

http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Diseño de cubierta realizado por muchachos cartoneros de la ciudad de El

Alto.

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú),

Animita Cartonera (Chile), Lupita Cartonera (México).

______________________________________________________

Impreso en: Imprenta “Río Seco”, patio 2, mzno. P, No. 214, El Alto.

Derechos exclusivos en Bolivia

Hecho el depósito legal: 3-1-1097-08

Impreso en Bolivia

______________________________________________________

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MI NOMBRE ES Mi nombre es Crispín Portugal Chávez nací el 17 de noviembre

de 1975 y mi chapa es “el torcido”. Vine al mundo un día lleno

de niebla y frío, aparecí totalmente vestido a lo caballerito; crecí

un poco y empecé a doblarme como un arco, comí mucho y

nunca engordé y de ahí que comprendo que mi chapa sea “el

torcido”. Pretendo reproducirme como el mejor de los conejos

que cría mi abuela, fallecida hace poco. Y después morir sin

cambiar mi nombre y mis apellidos. Crispín Portugal Chávez.

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UN CACHITO DE AURA PUNZANTE

Prisma lúgubre, aciaga aura eficaz pestilente, frío nocturno e

innato que taladraba las carnes de una expósita niña en el

ambiente reverberante. Recuas de personas que transitaban por

la acogedora vereda de nuestra pequeña amiguita. Queda

almidonado el dolor de los últimos golpes de las palabras fluidas

de un tutor desalmado que aprovechando su candidez la

condenaba por perpetuidad al destierro de sus sueños ilusos,

necesidad de la tierna edad que tenía. ¡Que no saldrás!, ¡que dile

que nunca podrás¡, ¡que los juguetes no transmiten nada

saludable!, ¡que leas esto!, ¡que harás solo lo que yo quiera!

Palabras que retumban en la mente de su pedacito aciago

de vida, catorce años de soportar un autismo de caduca y

obsoleta existencia. Vivía la vejez en una niñez arrancada de

raíces, cohibida a estrepitosos golpes; una pica ardiente, alegría

esfumada al limbo de las mustias más desgarradoras. Ay, si

usted la viera.

Vamos Waira, que tenemos que seguir bregando por la

existencia, se decía a sí misma, vamos, busquemos otro lugar

donde reconfortar el cuerpo extenuado. Portaba ya piltrafas de

las un día ropas, el rostro pálido y descuidado, un carmín

insípido en los labios y un colorete fútil en las mejillas, los

cabellos enredados mofándose de su triste existencia. Caminaba

cual un búho moviendo la cabeza, parecía buscar a alguien, pues

sin lugar a dudas amaba. De pronto el furor del tiempo

impredecible cayó sobre ella. Sí, empezó a llover y entonces la

tomó del brazo y la condujo al antro de su desventura, no tuvo

tiempo de gritar o pensar pues el golpe más duro de su vida la

sumió en la nada, en la nada.

Yace más sola que nunca después que los amantes

fugaces la abandonan, una lágrima ardiente resbala por sus

mejillas quemando todo vestigio de vida, hasta caer en una flor

marchitándola inmediatamente.

Vamos Waira, que no te levantes nunca, que no tienes ya

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que vivir, que déjate morir lenta y dolorosamente por la culpa

sin culpa de tu epílogo funesto, se decía a sí misma. Más nunca

se volvió a levantar, ni a decirse cosas a sí misma, yace el

cuerpecito sin vida de una niña prototipo, pero ahora ella

descansa, descansa para siempre.

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EN LAS ORILLAS DE UN RÍO

En las orillas de un río un viajero cerró los ojos y dejó escapar

una ilusa historia. Imaginó despertar al alba con el estropicio de

los gallos. La tenue luz pujaba por filtrarse por los minúsculos

orificios de la construcción selvática de un techo de patujú y unas

paredes de barro colorado, un esqueleto firme de troncos de

árboles sólidos luchando todavía con un leve sopor. Se incorporó

y dirigiéndose al arroyo del cual manaba una límpida y cristalina

agua, con una impavidez y decisión absoluta, dejó escapar el

pantalón que llevaba, la polera putrefacta, y de un brinco

silencioso sumergió el delgado joven cuerpo, dejando solo la

cabeza y el rostro fuera del alcance del agua.

Fue entonces cuando sintió unas manos suaves que

acariciaban sus pies, de pronto un sudor frío emanaba del rostro

descubierto. Pensaba si eran realmente unas manos o algo

extremo y peligroso. No inmutó el rostro terso y pálido, no

atinaba a balbucear o decir algo, un silencio absurdo yacía en el

trágico momento. Cuando en un violento estropicio, no menos al

canto de los gallos, emerge un hermoso rostro con un carmín

extraño en los labios, las mejillas con un colorete mortal, el

cabello oscuro y largo, el rostro moreno hermoso, los ojos

semejantes a dos luceros desprendiendo una perenne luz

seductora, capaces de enajenar a cualquiera en este mundo.

Embelesado y anonadado quedó pasmado, más aún al descubrir

que era una sirena. Y ella musitó: "¿Cuál es tu nombre?" Nadie

contestó y solo quedó una mayor interrogante.

—Soy Coral —dulcemente pronunció ella, y solo el

silencio se encontraba con la parsimoniosa voz avenida. Las

manos suaves, delgadas, morenas pero hermosas acariciaban el

rostro de nuestro joven petrificado amigo. Más su cuerpo delgado

se desplomó en el arroyo perdiendo los sentidos y perdiendo la

razón, el momento, la realidad. Todo.

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EL HAMBRE DEL VERDUGO

Su demacrado reloj de arcilla marca las cero horas y en las

calles de cementerio sólo el ulular de un suspiro que deambula

esparce una escarcha dorada que se mezcla con la lánguida

esperanza, que también vaga, y el trío danza con la bruma en el

vacío.

En un instante todo quedó cubierto con una capa

reluciente que encegueció a la hermosa luna. Luna que dañada

escapó con presteza al regazo de una rubia nube. Rubia nube que

se esparció tenuemente y terminó por cubrir a las estrellas. El

claror de la tierra era espléndido, todo irradiaba una luz diáfana

que inexplicablemente se empañó con la repentina aparición de

un enteco anciano. Anciano que con un bastón en la mano se

abría espacio. Su caminar dificultoso armonizaba con su respirar

atascado; un lamento escandaloso lo alteró, pareció reconocerlo y

se lanzó tras sus pasos.

Una mariposa que quedó exenta del encantamiento

dorado, inválida de terror, entró por una puerta semiabierta con

tanta torpeza que despertó a las enmohecidas bisagras que

molestas dejaron escapar un abigarrado fluido ensordecedor. En

el interior nebuloso de la habitación unos ojos de muerto

advirtieron el ingreso de la intrusa moribunda y la siguieron

lentamente, vieron como desportilló las ventanas de tizne y luego

sumarse embriagada a la desolación. La mirada llena de abulia

recorrió un poco su rededor denso; se impregnó en el tumbado

que se resquebrajaba agobiado por la sigilosa humedad; vio cómo

las arañas con sus tejidos sujetaban los trozos que se venían

contra él; sintió las termitas que le corroían la espalda

entumecida, le provocaban dolor; sus manos caminaron por su

cuerpo esquelético, retiraron las cenizas del pañuelo húmedo de

su frente; recordó su juvenil rostro y se empezó a tocar él mismo,

chocó con la barba abrupta, con unas ampollas en los labios

resecos; comprendió su estado e intentó ocultar en sus manos la

compasión y pena que se causaba.

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El anciano exento de daño entró y se sintió atacado por la

somnolencia inextricable, por el extraño e impresionante tizne

que lo cubría todo. Derramaba unas pequeñas nubes de cartón

irradiando por doquier todo su negror.

Se acomodó en la orilla de su catre de satín que empezó a

rendirse pidiendo en coro simplón un poco de clemencia. El

delicado anfitrión, como el visitante, apoyó su bastón muy cerca

de él, extendió en su orilla la sábana negra y se quitó la bufanda

de piel de sueño. Sintió las ansias de preguntarle quién era, por

qué entraba en su habitación, por qué lo atormentaba con su

dilogía en el momento que menos así lo esperaba; pero como

siempre, se reprimieron sus añoradas acciones.

Por la escueta rendija de la puerta entró el resplandor de la

calle que se desvanecía con el simple contacto de la letal

oscuridad; volvió la mirada a su visitante, se acercó un poco más,

y su mirada abrasadora lo aprisionó con tanta fuerza que no lo

soportó más y levantó las manos de su cara haciéndose imposible

esquivar ese rostro carcomido por arrugas, nevado torrencialmente,

cansado y sombrío. Entonces sintió un frío irreversible de difunto;

los ojos blanqueados se abrieron más y más; las manos flácidas se

fruncieron; sus labios se abrieron levemente dejando un humo

borroso, y con el talante indiviso susurró, es mi ropa.

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HOMBRE PERRO Y TÚ

Terminaba otra vez su imperante dominio, apuraba el brillo de las

estrellas y las recogía en su canasta enorme, reñía con la luna e

impávida toda negra se iba con el peso del color desteñido de sus

prendas, su cuerpo expelía un vapor invisible que humedecía los

adobes de su casa; (dejándote un sabor claro y una luz opaca que

se filtra por las escuetas rendijas de tu cuarto sin ventanas).

Los ladridos del perro no la inquietaban pero ahora espantan

los vagos pensamientos que aturden su calma y te provoca dolor el

llantito de las almas superfluas que te buscan. ¿Debo acaso

describir sus rostros?, ¿cómo el de la niña de trenzas que te espía

por la brecha de la puerta? Pero está de espaldas, a ella la cubre su

sombrero; (a ti no alcanzo a comprenderte) y todo lo demás no lo

entiendo, solo se mueve para sorber el mate caliente que la

embriaga, mientras su mano enana arrugada se aferra a la manta

sin color.

En el interior del fogón las brasas se ríen a carcajadas, brillan

más sus ojos rojos, escupen un calorcito que cuece las papas

tiernas que se deshacen como su fama de chiflera pintada en la

solitaria pared. El chasquido de la leña que tú no colocaste la

incita a acercarse a las ascuas que aletargan el congelado rincón

del páramo que recorriste. Y la niña un tanto inquieta siente rabia

pues aquí parece que nunca amaneció.

Los truenos decoran fugazmente el pequeño espacio, asustan

al tímido resplandor de la mañana, calumnian el calor del barro de

su olla tiznada y el viento agita más las malas vibras que la cercan,

aviva más las brazas que felices expulsan esponjas plomizas que

estallan al sentir tu piel y (el polvo que entra por tu tapa empieza a

molestarte) cierras los ojos, sientes cansancio, empiezas a

dormitar, escuchas golpecitos en la puerta y no sabes cómo te

pones de pie.

Sabes que es la niña quien toca tu puerta antigua, abanicada

por tu viento, calcinada por el don del sol, sientes cómo tambalea

desconociéndote con riesgos de parecer la amarmolada realidad; el

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frío de la anciana recorrió su distancia y agitada se apodera de ti,

sientes cómo se llena tu boca de las papas que come

despreocupada. Toscamente, mientras cae cristalina y brillante al

suelo sus ganas de verte, cuyo ventarroncito hace que flameen los

flecos, desandados, empujándolos con un suspiro y todas sus luces

burdas a donde la muerte vive eternamente.

Ahí está el perro como aguardándote con la intención en la

cabeza, tendido en el sueño extraño con vapor. Agoniza desde

hace mucho pero lidió por la certeza de que vendrías, tiene esa

baba rancia en el hocico, mueve las patas para arañar a la muerte,

gimiendo al compás de sus latidos hondos. Y a ti te menea

cariñosamente la cola, intenta incorporarse al ver los ojos del sol

de la niña, pero escucha la vos de la "ama" y ustedes ven cómo su

cuerpo desaparece creciendo en su lugar una hierbas con flores de

distintos colores. ¡Ya no está! Un sudor frío rebosa sus cuerpos y

la incredulidad ataca dejando una pequeña tregua solo para ellas.

Deseas encontrarla, guiado por el frío que es tuyo. Buscar el

calor de las brazas escandalosas que a lo lejos se deprimen (crees

poder ayudarla, quieres, no sé, quizás hasta abrazarla porque

sientes su frío y comiste sus papas); caminas ya no como siempre

envuelta. Ahora con el haz de una presencia que te tuerce las

rodillas, te obliga a caer, sientes un dolor en el pecho y tu

respiración entiende que es a prisa la mejor vía para llegar. Te

arrastras a ciegas percatándote que es la niña tu única guía.

Chocas con arbustos que te golpean sin que tú hagas posible el

dejarte entender que sientes dolor. Dejas mucha tierra atrás y

chocas con su pelo y empieza a salirte la pus. Escuchas una voz

suave. Vez cómo se desliza fresca, ágil, recortando hojas para

llegar intacta hacia ti. Mientras también la niña para siempre

desaparece.

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ASÍ IMAGINO TU MUERTE Gabriel Llanos

Te imagino en aquel cuarto bebiendo la sonrisa parafernálica de

los guardianes del saber, las falsas promesas de las ong’s, las

críticas academicistas de una contradictoria masa de centro-

izquierda con rasgos anarco-fascistas. Te imagino bebiendo la

sangre de los muertos de octubre, bebiendo sin entender para qué

han muerto. Te imagino sorbiendo con suavidad tu soledad, tu

romanticismo, sorbiendo las calles polvorientas de la 16, el

asfalto barato de villa Adela. Te imagino sorbiendo aserrín,

reclamos e incomprensiones (esos estereotipos de lo que hay y no

hay que ser). Te imagino regurgitando y cayendo sobre un piso

frío y desgastado (no estuve ahí, estaba viendo tele o quizás

bebiéndome la vida en un boliche). Te imagino cayendo y

derritiéndote internamente, traspasado por los órganos fosforados,

consumiéndote como la medrosa humanidad te ha ido

consumiendo.

Me imagino homenajearte, no con odas al protomártir de

la independencia literaria, sino más bien homenajeándote como

carne y sangre, sin burdas y saenzianas alegorías. Si de alguna

forma te puedo imaginar es diciendo la verdad (mi verdad, mi

escéptica y cojuda verdad).

Y después de disolverte en el suelo, queriendo volver a tu

padre, te imagino estático, perdido en el tiempo, uno, dos, tres

días. Te imagino deambulando en las profundidades del infierno

(tu no creías en eso, eso es para los ignorantes), ¿en qué pensaste?

Tu piel como retazos de hombre se fue uniendo a la tierra, polvo

eres y en polvo te convertirás (no creías en eso tampoco, Dios es

para los ñoños). ¿En qué creías?

Y pasa el tiempo y te sigo imaginando, cargando cierta

culpa, una falsa e hipócrita culpa, sólo cuando se piensa en tu

muerte se carga. El Indiano, ¿Te acuerdas del Indiano? Ya había

visto en tus ojos la muerte. Nunca nadie ve la muerte en los ojos

del otro, la gente no ve a los ojos y no le importa nada más que la

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vida.

Y me imagino la teatralidad de la muerte, las posturas que

uno debe asumir frente al suicidio, me imagino tu cuerpo

obstruido con algodón y la morbosa mirada de una gótica niña, ¿y

cómo estaba el muerto?

Te imagino saliendo por la puerta de ese cuartucho

cargando tu vida como Santiago Nasar carga su muerte. Te

imagino dando tu tiempo y tus sueños, el caballero de la triste

figura. Te imagino como te imaginé siempre, como el soñador de

El Alto cargando sus quimeras hechas cartón. Invitando a algún

citadino taimado a ser parte de ese imposible mundo del sin

sentido (alguna vez un cholo ilustrado te dijo que tu propuesta no

construía un norte literario).

Y así, sangrando y cagando te imagino, dejando rastros de

mierda por todo tu paso, caminando a tu casa, a tu mujer y a tu

hijo. Regresando en minibús hacía el Alto después de tu transito

por la ciudad que atraviesa tu piel y se queda como lepra en tus

manos.

Y a medida que el tiempo va pasando me imagino que la

ira, aquella ira que nos unía mientras hablábamos de literatura en

la Pérez, se va disolviendo junto con tus entrañas y se va

transformando en recuerdos, en nostalgias.

Te imagino llegando al aula con la corrupción antelada de

la muerte, escuchando la voz portentosa del Orihuela, la erudición

de la Velásquez, la sabiduría del Paredes y te imagino escribiendo

sobre un cuaderno cosas que la bronca y las vísceras pueden

producir, entonces, ahí me doy cuenta que no te imagino, que

estás ahí, en el último asiento del banco, incomodando y

molestando los sensibles sentidos. Diciendo que tanto la

escritura como la muerte nace en las tripas y sale como semen

por los poros.

La Paz, 14 de Julio, 2008

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ETIMOLOGÍA DE LA AUSENCIA Oswaldo Calatayud Criales

¿Para qué levantar el velo si el cuerpo ya no responde a ningún

nombre, si ha sentido sobremanera el impacto de esa bala

perdida que es el destino, muy a pesar de haber errado y de

correr ahora a sobre pique entre nosotros? Y es que la muerte no

merece caer en este interrogatorio de cruda realidad, peor aún si

aquella muerte se ha venido repitiendo todos los días desde hace

un año y nadie ha dado con sus falsos testigos, con su juez y

parte.

Si las palabras mismas han hecho irreversible su fábula,

tornando el color de su cuerpo en pura oscuridad, ¿a qué tanto

credo, porqué batirse entre los libros y el Deuteronomio si a

todas luces no hemos de poder revivirlo para matarlo una vez

más?

No basta siquiera gritar para que hallemos el huso

horario de su muerte ni la cota de semejante pérdida, puesto que

su alma se ha vengado vagando a expensas de su cuerpo, en una

frontera abolida de la que sus ficciones y recuerdos son falsas

pistas, donde acaso no sirva de nada aferrarse al código de su

palabras que traducen hoy las lenguas ex-tintas de su escritura;

de hecho, ¿para qué decir Crispín si cada letra de su antigua

usanza ha crispado el hemisferio derecho con que solía escribir,

con que solía masturbarse?

Llorar a costa de él es a veces lo que manda el recuerdo,

cuando el himno de nuestra parodia iza las banderas de la

muerte y el olvido casi a la par, no sin dejarnos ver el asta

infinita que apuñala el cielo tras ese ínclito deseo escondido que

no impide mirarnos de reojo. Entonces, ¿qué tanto afán de

seguir sus pisadas si acaso el derrotero de su ausencia anda

descalzo por las esdrújulas y ortografías de esas palabras

simuladas?

Restaría dejar así de insondable a ese fósil que

enmascara la muerte, a esa cobertina de cenizas que no deja ver

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al muerto si no el luto que nos embarga, su insípida defunción;

así y todo, ¿para qué las palabras si éstas han de maquillar el

espantajo y la guadaña como si fueran pílseres de una sola y

profana dimensión?

Si el simulacro ha deparado la ausencia y toda su

literatura se ha volcado contra nosotros, como para hacernos ver

de más, como para aferrarnos a la escoria, ¿por qué no le hemos

asestado ese golpe de gracia que matice el umbral de nuestro

desencuentro?

Quizás por eso, porque su cartonero nombre es hoy

escrito en esquela, y su esqueleto es —a estas alturas— un

cártamo extremado en olvidos, distancias atajadas por pilas de

hojas en blanco, de palabras hurtadas por nuestro acérrimo

bienestar: detrimentos y círculos viciosos que han hecho

infundada su presencia en el entrecéfalo de nuestros

pensamientos, en el mediopálpito de esta ciudadela ya sin él.

Dígase tal vez que —extremando recursos— él nos tocará la

espalda sin imantar la brújula de nuestro morbo; quizás porque

le hemos infundido tanta ficción hoy nos viene bien calzar su

muerte, sin decir que no ha muerto, escribiéndole al fin cosas

como si sí.

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LA VENGADORA QUE AMÓ A CRISPÍN PORTUGAL Miguel Lundin Peredo

No entiendo qué me llena de nostalgia durante esta lucha

nocturna, no entiendo la manía por la tragedia que tiene el destino,

todavía me queda un poco de alegría en el lugar donde caminaba

al lado de ese hombre enamorado de la poesía de Churata, el

recuerdo intermitente de su mirada buscando libros en la voz del

viento.

Nací en las calles polares de El Alto, mis primeros

coqueteos con el mundo de la lucha libre fueron a mis trece años,

por aquel entonces no pensaba mucho que ese deporte también

fuera de mujeres, recuerdo la primera vez que mi madre me llevó

a ver una lucha en un cuadrilátero improvisado, escuchando

música cumbia de Los Ronisch, desde entonces quise ser

luchadora, aunque en la pobreza de mi vida encontré la gloria de

la fama entre las cholitas que se enfrentaban conmigo. Llevaba

una máscara para ocultar mi rostro de las miradas curiosas de mis

vecinos y amigos. Al final de cada jornada, la única persona que

aplaudía era ese hombre misterioso que decía ser escritor, se

acercó en muchas ocasiones a mi después de terminada la lucha y

me pidió que me quitara mi máscara, le dije que no podía hacerlo,

que era un código de vida de las cholitas luchadoras. Me contó

que estaba trabajando en un personaje femenino que vivía de la

lucha libre boliviana, me dijo en alguna conversación de café y

humintas que su personaje reflejaría el sacrificio de la mujer de

pollera por buscar un lugar importante en un mundo machista. Le

dije que su idea parecía muy interesante, pero lamento decir que

nunca pensé que terminaría de escribir su novela corta,

considerada por algunos estudiosos como un cuento largo. Mi

vida continuó apagándose en luchas donde terminaba perdiendo

reputación en el mundo de la lucha libre y ganando más

admiradores, pensando cada vez más en el amigo escritor que

había ganado en esta vida. Fui perdiendo la concentración en mis

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combates con otras luchadoras de esta profesión, no sabía por qué

tenía una temporada de mala suerte, la verdad era que no deseaba

admitir que ese chango llamado Crispín me estaba quitando la

profesionalidad con sus palabras cargadas de sabiduría. Perdí las

ganas de luchar, hasta que volví a encontrarlo sentado en un

banquillo, me invitó un poco de su acullico y masticamos coca

hablando de la lucha libre mexicana y de la literatura que era tan

desconocida para mí. Me dijo que ya había terminado su novela y

que la publicaría con una editorial cartonera. Sentí un vértigo

cuando leí el manuscrito de ese libro breve, quise decirle las

impresiones que me dejó su lectura, pero me enteré que la muerte

me había quitado su sonrisa para siempre. Desde entonces cada

atardecer de un domingo compro un ramo de rosas y lo dejo en la

tumba del Crispín, al que amé en silencio, sin saber que estaba

casado y tenía un hijo. Lo único que me da alegría es saber que fui

la inspiración secreta de su novela y tal vez él también fue el

motor inesperado de mis futuras victorias en el ring. El golpe de

mi rival me hace olvidar un poco quien soy, qué fuerte golpea esta

imilla.

Hay que seguir luchando en el cuadrilátero de la vida,

compadre Crispín, una patada mía hace que ella pierda el

equilibrio, los aplausos del público me dan más valor para ganar

este combate.

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UN ATREVIMIENTO Claudia Michel F.

Tal vez es un atrevimiento profano publicar estos textos de

Crispín, para los que no le conocimos puede ser un intento de

perpetuarlo, de no dejarlo ir del todo, de encontrarnos de alguna

forma con él. Transcribir los textos que jamás hubiera querido

publicar, entrando abusivamente en su conexión íntima con la

literatura, en sus secretos con ella, me ha cuestionado mucho. Pero

él también, sin quererlo, ha entrado en nosotros, en nuestras vidas,

en nuestra relación con la literatura. No se trata de una revancha

pero sí de una disculpa por hacer algo que él no hubiera permitido

en vida. Al menos nos permitimos de esta forma dejar constancia

de su recorrido vehemente por las letras, que solo será posible

mantener en sus escritos. No quiero llenar una hoja con virtudes

que no he visto, con elogios supuestos, con mentiras. Sí, tal vez

con alguna ficción, como las que él mismo escribió, mentiras

literarias que nos permitan vivir, la literatura muchas veces es esa

mano que nos detiene o que nos empuja.

}

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ME ACUERDO DE CRISPÍN Virginia Ayllón

Me acuerdo del Crispín, fumando apoyado en un poste de la calle

8 de la Villa Dolores de la ciudad de El Alto. También recuerdo

verlo desde la ventana de un bus público, corría por la avenida 6

de Agosto, seguramente hacia la Carrera de Literatura. Otra vez

Crispín, riendo con Roberto y Darío, cerca de la Ceja de El Alto,

mientras yo corría a su encuentro, estaba retrasada.

Un lindo recuerdo es la mesa que compartimos los

yerbamalas, Humberto y yo en un famoso bar de El Alto, luego de

la presentación de los cuatro primeros libros de la editorial.

Crispín cargando dos grandes paquetes, saludándome con las cejas

arqueadas mientras acomodaba su puesto de venta de varios libros

de Yerbamalacartonera en la Contraferia del Libro. El mismo día,

Crispín, en mangas de camisa, tapando la cara del sol, sentado en

el suelo, mirando los pocos libros que le faltaban vender. Pero no

me acuerdo de Crispín el día de su velorio, habría sido bueno

hablar con él esa fría noche, compartir los planes del Darío o el té

caliente de la Vicky. Posiblemente se habría sentado con su hijo

en las rodillas aunque seguramente habría tenido que correr tras el

intranquilo niño en varias oportunidades. Si me acuerdo, en

cambio de su visita a la mesa de Todos Santos que con cariño

armamos para que nos visite el pasado noviembre; fue muy

chistoso y el celebró que la comida preparada quedara nadando en

la cerveza que todos queríamos invitarle; reímos mucho ese día.

Entre mis recuerdos, sin embargo, me falta su opinión del

video argentino de Yerbamalacartonera. Es una de las tantas

charlas pendientes que quiero sostener con Crispín. A veces anoto

los temas para no olvidarme. La apurada vida no nos permite el

tiempo que quisiéramos para los amigos. Por eso con Crispín

hemos encontrado en los sueños un buen tiempo y generalmente

buen lugar para conversar. La última vez nos quedamos sin

cigarrillos y prometimos que eso no nos pasaría la próxima. Ya

le conté que se anda armando un homenaje para él en el

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Bocaisapo y convinimos en que el lugar no podría ser mejor dado

el gran número de gente que se congregó para la presentación de

otros tantos libros de la editorial, años ha. Hemos quedado en que

tanto él como yo recogeríamos la mayor cantidad de información,

cuentos y chismes del famoso día y que ese sería nuestro próximo

tema de conversación. Pido pues me ayuden en mi cometido; por

mi parte ya he comprado una cajetilla más de cigarrillos.

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A CRISPÍN Marco Montellano

No somos seres de luz

ni la savia nos recorre.

Las palabras son luciérnagas

en la noche eterna del escritor.

El arte devela a la muerte,

pero es ella la verdadera artista.

Somos árboles jóvenes

pero nos llega el otoño.

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CRISPÍN, EN LA ESTACIÓN DE LA TIERRA Ricardo Bajo H.

Conocí a Crispín Portugal, escritor y activista cultural alteño en el

fatídico 2003. El festival de literatura de la Wayna Tambo había

parido un nuevo colectivo de escritores jóvenes. Se hacían llamar

Los Nadies, tomando el nombre de un poema de Eduardo

Galeano. Era noviembre y octubre todavía estaba en la retina,

cargado en rojo. Changos, escritores con ganas de transmitir, El

Alto, ciudad valerosa e irreductible… “Estos tipos se “merecen”

una nota y en tapa, carajo”, me dije. Y así fue, me contacté con

Vicky Ayllón, que todavía laburaba en el Cedoal del Espacio

Patiño, antes de que la botaran injustamente. Vicky citó a Los

Nadies y la nota se hizo. Salió en tapa y centrales del Fondo

Negro un 2 de noviembre de 2003. Allí estaba Crispín, detrás de

Rodny Montoya y Jacqueline Calatayud, agazapado junto a Marco

Llanos. En la azotea del Cedoal, en una tarde soleada de

noviembre.

Dicen los amigos cercanos de Crispín que su obsesión era

la muerte. Y era verdad. En aquella lejana tarde de chompa y sol,

me dijo: "escribo por la necesidad de transmitir sentimientos, de dolor,

de muerte, el tema de mi obra es la muerte porque es una cosa muy

temida y muy inspiradora, también". Luego, cuando nos

intercambiamos emails, me di cuenta que nada de lo que decía era

pose. Su dirección era cagopues arroba…

Así, me contó que su primer poema, a los ocho años, se tituló:

“siempre quise morir menos hoy”. Y parece que también fue su

último verso, el que escribió el pasado 18 de julio. Le gustaba

Renato Prada, Adela Zamudio y Robertito Echazú, del cual

aquella tarde de noviembre cargaba su poemario “La morada del

olvido”.

Compraba libros usados en la feria 16 de Julio de El Alto

y dicen sus amigos cercanos que sobre su mesilla, la última noche,

estaba “Frankestein” de Mary Shilley. Seguramente lo compró en

la 16 de Julio, donde antes también había adquirido clásicos como

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“El doctor Zhivago” y “Los tres mosqueteros”.

En aquel Fondo Negro publicamos un cuento

suyo,”Fragancia de muerto”. Otra vez la muerte, siempre la

muerte, la canción eterna que lo vestía de luto.

Nos vimos por aquí y por allá, pero la segunda vez que

entrevisté a Crispín fue el año pasado, en agosto.

La editorial Yerba Mala Cartonera había nacido unos

meses atrás. El que escribe estaba a cargo de otro suplemento

cultural, El Malpensante, en El Juguete Rabioso, de Wálter

Chávez. Publicamos apenas dos números y en el segundo los

“cartoneros” y su literatura militante estaban en la tapa. Y ahí

aparecía otra vez Crispín, sentado en el suelo de la plaza Abaroa al

lado de su cuate Darío Luna (ver foto). Junto al “parche” con

todas las novedades de la primera hornada de los

“yerbamalacartoneros”. Era mediodía, charlamos sobre literatura,

sobre autores malditos, sobre los mecanismos alternativos de

publicación, sobre los jóvenes escritores y sus dificultades de salir

a las calles con sus obras… Crispín hablaba de Borda, de Churata,

del vanguardismo andino…

Al final de la charla, me compré varios ejemplares de la

primera colección de la YerbaMalaCartonera. Crispín me dedicó

el suyo, “Almha, la vengadora”, que por cierto es el “best seller”

de la editorial cartonera, en una especie de justicia y venganza

poética.

“Para un compañero y todo lo ligado a ese „gran‟ término.

Con absoluto aprecio por su calidad humana, para Ricardo Bajo,

gracias, La Paz 31 de agosto, 06”.

Así era Crispín, callado, reflexivo y con una humanidad

que no se podía aguantar, como dicen los gitanos. Solo hablaba

para decir verdades como puños. Un tipo necesario,

imprescindible, de los que luchan todos los días, como decía

Bertold Brecht.

En una de sus obras, la citada y exitosa “Almha, la

vengadora” (una de sus virtudes es llevar a la ficción el mediático

mundo de las cholitas peleadoras de lucha libre), su protagonista,

luchadora del “cachascán”, hija del más odiado y despreciado

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luchador, el “Khari khari” exclama antes de enfrentarse a “Chota,

la j´achota”: “hasta cumplir mi sentencia, gritaré: quiero morir”.

Crispín está ahora en la estación de la “pachamama” junto

a Robertito, a Victor Hugo, a Blanca, y a tantos y tantos

compañeros escritores. “El hombre vive cansado. Espera cualquier

/ estación /de la tierra. Ama a una mujer. El hombre vive /

cansado. La estación de la tierra lo espera/ -muy dócil- como un

viejo rencor”. (“Akirame”, Roberto Echazú)

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SAJRA T’ULA D. M. Luna

Como hilo de agua caída,

la vertiente luz se colapsa.

De la frente rígida, inerte,

emerge el almha mather,

voraz de alma.

Sabe Wiracocha.

La sajra t’ula

torna a germinar.

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NEVADA Nicolás G. Recoaro

Ahora que ya pasó un año. Un año justo de aquella nevada que

dejó a Buenos Aires como si fuera una ciudad de la estepa rusa.

Ahora que me acuerdo de aquellos días casi sacados del cómic El

Eternauta, con una ciudad que me recibía blanca después de un

largo viaje sin retorno por las alturas de tu ciudad, de tus pagos.

Las alturas de los mercados que durante meses caminamos. Las

alturas de los boliches de La Ceja donde charlábamos sobre tus

libros, sobre tu editorial cartonera, sobre tus sueños de viajar a

Las Yungas, y quizás también, de tus ganas de irte.

Pero quiero confesarte algo, aquella vez que nevó en

Buenos Aires no fue la primera vez que vi las gotitas blancas y

congeladas cayendo desde el cielo. No, no puedo mentirte, de

chico me metía en la heladera Siam en la casa de mi abuela para

picar el congelador y jugar con mi hermano a que estábamos en

las cumbres nevadas del Aconcagua. Pero esa no era nieve de

verdad. Tampoco puedo decirte que la nieve que cubre como

sábana la cumbre del Illimani haya pasado por mis manos, esos

son lujos que solo los gringos pueden darse en tu querida Bolivia

(ahh, también pueden darse el placer de jalar esa nieve afrodisíaca

que ustedes llaman cocáina, con típico acento boliviano). Bueno,

compadre, vayamos al punto, la primera vez que vi caer nieve fue

en tu ciudad, y vos estabas muy cerca, Crispín. Fue aquella noche

en que presentamos algunos libros y el avance de la película en el

Teatro de la Alcaldía de El Alto. Un viernes en que las nubes se

empecinaron en derramar litros y litros de agua sobre las calles de

El Alto. Me acuerdo que llegaste empapado al teatro, con varias

bolsas repletas de libros cartoneros. Con tu campera amarilla y la

raya tanguera que te hacías en la cabeza, siempre con aire de poeta

maldito, con aire de gran escritor. También me acuerdo que por el

diluvio, que a la hora en que debíamos empezar la presentación

había cobrado dimensiones bíblicas, la asistencia no fue del todo

populosa. Unos veinte gatos locos (la fauna del arca incluía

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especimenes rarísimos de las letras bolivianas: Humbertos Quinos,

Marcos Montellanos, Vickys Ayllones) disfrutaron de la

presentación de libros más secreta y pasada por agua de la

literatura universal. Pero la noche fue memorable, querido

compadre. Recuerdo que leí un cuento, y que por la emoción (o

quizás por el contagio que produjo la lluvia en mi persona)

algunas lágrimas me rodaron por la mejilla, pero en aquellos

precisos momentos, también sentí que las lágrimas se congelaban.

“¡Milagro!”, dirían los creyentes. “Este tipo nos miente”,

sugerirían los agnósticos. Recuerdo que bajé del escenario y una

muchacha me hizo señas para que me acerque a hasta la puerta del

teatro. Caminé despacio y con mis dedos me sequé las gotitas de

heladas que reposaban en mis mejillas. Me acuerdo que sentí una

brisa fría que venía de la calle. Me acuerdo que ya no se

escuchaba la furia del agua golpeando el techo de la sala. Cuando

llegué a la puerta, vos estabas mirando como la nieve caía sobre

algunos minibuses en la Ceja. Nieve, nieve blanca, nieve alteña,

nieve por primera vez entre mis manos. No sé si te acordarás de

mi cara, pero yo me acuerdo de la tuya. Esa fue la primera vez que

vi nevar, Crispín.

Un par de semanas después un mail me dejó más helado

que aquella nieve. Pero también me dieron más ganas de hacer la

película que alguna vez soñamos. Hoy ya pudo decir que una

parte muy chiquita de lo que sos quedó vivo en la película. Hoy

puedo contarte que pese a que es invierno, en Buenos Aires hace

un calor raro para esta época invernal. Acabo de consultar el

pronóstico del tiempo y dicen que mañana no va a nevar. Pucha,

mejor termino estas líneas y me voy a dormir. Espero que los del

Servicio Meteorológico se equivoquen. Quiero despertarme y ver

a la ciudad cubierta de nieve, como aquella noche en El Alto.

.

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PARA CRISPÍN PORTUGAL, DONDE ESTÉ… Marcelo Gutiérrez Pardo

El tiempo es inconmensurable. Pero en ese infinito podemos

enmarcar determinados instantes, apenas solo destellos en un

devenir continuo y que pueden ser mucho más intensos que una

luz fulgurante en el espacio. Recuerdo muy bien a Crispín

Portugal, solía verle en la U o, en ciertas ocasiones, con una banda

de amigos llamados “Los Nadies”. Casualmente, coincidimos en

el Taller de Creativa II de Adolfo Cárdenas el año 2006. Cuando

me encontraba cerca de él solía inspirar en mi un gesto de

confianza que pocas personas transmiten, cuando esto ocurre,

definitivamente sabes que se trata de alguien en quien puedes

confiar o compartir unos momentos, un cigarro, una chela. Alguna

vez me contó que tenía un programa en la Wayna Tambo, que su

frecuencia era tal número en donde podía sintonizar la radio.

Jamás lo escuche. Pensamos para nuestros adentros que

precisamente este tiempo que vivimos es infinito, que hay tiempo

para todo, que podemos robarle un instante, pero lamentablemente

el tiempo dispone una mortal finitud sobre algunas cosas. Me

entristece no haberle escuchado en la radio.

Quisiera comentar algo más, un encuentro que sostuvimos

aquel año una noche después de clases. El más importante y,

ahora que lo rememoro, jamás podrá fugarse de mis recuerdos. En

cierta oportunidad se me ocurrió escribir un cuento sobre una

pareja de homosexuales que leí no me acuerdo en que fecha para

el Taller de Creativa II. A la conclusión de clase, Crispín se me

acercó y con ese tono de confianza y verdad en las palabras me

dijo que aquel cuento le había gustado, cosa extraña pues a

algunos no les cayo muy bien. Me sorprendió y a la vez me

entusiasmó de sobremanera y como buenos bolivianos, por culpa

de cierto código genético transmitido por nuestro ADN de

generación en generación, otros le llaman cultura chupística, otros

simplemente nos llaman borrachos, decidí celebrar ese gesto

invitándole a un encuentro con su alteza real, la emperatriz Chela.

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Él estaba con un amigo, no se su nombre, pero si recuerdo su

presencia aquella noche.

Como dije anteriormente, un pequeño instante puede

contener una eternidad. Esa noche los tres conversamos

intensamente. Soy de aquellos que gustan de esos diálogos,

francos, críticos, sinceros, fundamentalmente, inolvidables. Pude

aprender tanto de él en esas pocas horas juntos, rodeados de varias

cervezas, unos dados y un cubilete, que todo el año que pasamos

juntos en Creativa. Lamentablemente solo fue una vez, hubiese

querido que sean más. Me acuerdo de sus sueños y sus palabras,

quién iba a pensar convertir la música trova en cumbia villera para

acercarla a las personas y se vuelva popular, o su visión critica de

la política, o principalmente, su profundo sentido literario.

Gracias a Roberto Cáceres, puedo recordarlo ahora como

si fuera ayer, me dijo que si podía escribir unas líneas recordando

a Crispín. Como no hacerlo, como no recordar a esa persona, a ese

amigo, quién nos visitó tan fugazmente para después marcharse.

Yo, prefiero recordarlo como esa noche, como esa imagen de

amigo con quien sin duda volveremos a conversar en otros

momentos, en otras vidas. Tal vez ya nos hemos visto más antes y

él esté esperando para compartir otras chelas y recordar que solo

somos unos humanos, visitantes de este mundo. A su recuerdo…

¡Salud!

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HUAJTA Betoáceres

Un libro es un suicidio aplazado.

Emile M. Cioran

Acabo de leer Frankeinstein de Shelley y tiemblo al creer

que la regla implacable siga su curso. En el relato, el Doctor

Frankenstein dice que al concebir la idea de hacer al

monstruo, como él lo llama, no supo entender el presagio: su

madre moría en esos momentos. Antes de relatar las muertes

sucesivas de su creación, él dice: "aprendí a saciar el mal

con la prosecución de mis trabajos, y la felicidad con el

abandono de los mismos". Leo el prólogo de Shelley, su

reunión con Lord Byron, Polidori y su esposo Shelley y esos

nombres me llenan ahora sí de terror, terror al enterarme en

la biografía de la autora, que cuando ella escribía

Frankestein, su hermana se cortaba las venas en otra ciudad;

que luego murieron sus hijos y su esposo, que abandonó la

literatura por eso. Terror porque en esta realidad, cerca del

cuerpo de Crispín encontraron el libro de Shelley, libro en el

que el monstruo en el último capítulo decide suicidarse.

Terror porque no quiero llamar a nadie en este momento y

averiguar una desgracia más fuerte de las que me ha tocado.

La Paz, Junio de 2008

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PARA CONOCER A CRISPÍN Richard Sánchez

Siempre que entrevisto a especialistas sobre un determinado

autor me explican miles de cosas y rehacen su vida. Los

lectores de un escritor que ya se ha ido lo reviven a través de

la prensa, de lo que se dice, de lo que se cuenta, de lo que se

inventa, hasta crear un mito muy lejano de lo que realmente

fue un artista de las letras.

En este caso, el de Crispín, tenemos dos de sus cosas

más importantes que aún nos quedan: sus libros y la editorial

Yerba Mala Cartonera, uno de los "hijos" de Crispín, como

lo dijo su propia esposa durante la presentación del

documental Yerba Mala, realizada por Colectivo 7.

Quien se interese en Crispín debe dejar de lado el

antepenúltimo párrafo y empezar por leer su obra y a

conocer la actividad de los yerbas malas pues ahí empeñó su

vida.

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Ediciones Yerba Mala Cartonera

Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las

propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la

cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

Otros títulos: Crispín Portugal, Almha, la vengadora

Gabriel Pantoja, Plenilunio Vadik Barrón, iPoem

Bruno Morales, Bolivia Construcciones Carolina León, Las mujeres invisibles

Yancarla Quiroz, Imágenes Rodrigo Hasbún, Familia y otros cuentos

Claudia Michel, Juego de ensarte Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara

Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257

Darío Manuel Luna, Khari-khari Gabriel Llanos, Sobre muertos y muy vivos

Santiago Roncagliolo, El arte nazi Fernando Iwasaki, Mi poncho es un kimono flamenco

Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos

Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana

Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera Crispín Portugal, !Cago pues!

Nelson Van Jaliri, Los poemas de mi hermanito