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Tiempo de cosecha Andrew Butcher 01.- La tierra heredada

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Tiempo de cosechaAndrew Butcher

01.- La tierra heredada

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Andrew ButcherTraducción de Alberto Morán Roa

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Título original: The Time of the ReaperPrimera edición

© Andrew Butcher, 2007Ilustración de portada: © Calderón Studio

Diseño de colección: Alonso Esteban y Dinamic DuoDerechos exclusivos de la edición en español:© 2011, La Factoría de Ideas. C/Pico Mulhacén, 24. Pol. Industrial «El Alquitón».28500 Arganda del Rey. Madrid. Teléfono: 91 870 45 85

[email protected]

ISBN: 978-84-9800-674-2 Depósito Legal: B-11912-2011

Impreso por Blackprint CPI

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

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Argumento La l laman la ENFERMEDAD con mayúsculas. Nadie sabe qué es lo que lo

causa, de dónde proviene ni por qué sólo afecta a la población adulta. Lo único que se sabe a ciencia cierta es que si te ves infectado por ella y tienes más de dieciocho años, mueres. Ahora, a lo largo de todo el mundo, adolescentes como Travis, Richie, Mel, Jessica y Simon, se verán obligados a unir fuerzas y cooperar juntos. Pero un mundo sin normas que seguir no es la utopía que muchos supervivientes pensaban que sería, sino todo lo contrario. Aquellos que se han adaptado a la nueva situación terminan haciendo lo mismo que los adultos e inmediatamente se crean facciones. Algunos conseguirán lo que quieren usando la fuerza de las armas; otros, los más organizados, lo que quieren es reconstruir el mundo tal y como sus padres lo dejaron. La nueva sociedad resultante será una sociedad difíci l , pero no imposible. Al fin y al cabo, según piensan todos, lo peor ya ha pasado.

Qué equivocados están…. sólo acaba de empezar.

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Para Darren Nash

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Prólogo

Seis años antes.

El día en el que murió su padre empezó como cualquier otro.

Travis estaba sentado delante de la tele, viendo Cartoon Network, mientras comía un tazón de cereales. Su madre lo l lamaba desde la cocina, advirtiéndole de que l legaría tarde al colegio si no se daba prisa (la misma oscura predicción de todas las ma ñanas, pero él siempre l legaba a tiempo). Su padre recorría el vestíbulo como si ya estuviese en su ronda. Todo era normal, seguro, reconfortante, como siempre había sido, como siempre sería, o eso pensaba Travis. Tenía diez años.

— Adiós, cariño. —La voz de su padre.

—Adiós. —La de mamá.

El sonido húmedo de un beso. Después su mano, fuerte y protectora, alborotándole el pelo castaño.

—¡Papá! —Travis se quejó mientras esbozaba una sonrisa y miraba arriba, hacia su padre.

—Pórtate bien en el colegio.

—Claro.

—Eso será si l lega al colegio —refunfuñó su madre a lo lejos—. Mira qué hora es.

—Pilla a muchos cacos —le dijo Travis.

Y su padre le sonrió.

—Te veré en la noche —dijo.

Pero nunca regresó.

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La señora North, la secretaria del director, fue a buscar a Travis aquella misma tarde mientras en clase escribían una redacción sobre «lo mejor y lo peor». Le susurró algo a la señora Bruton delante de todos los alumnos; después la señora Bruton se acercó a Travis como si le tuviese miedo y le tocó suavemente el hombro.

—Travis, ¿podrías ir con la señora North, por favor? El señor Shelley quiere verte. Tranquilo, no has hecho nada malo.

Sin embargo, ese era el motivo habitual por el cual l a inesperada reclamación del director interrumpía la clase de un alumno.

Pese a aquellas palabras, Travis recordó mucho tiempo después lo mal que se sintió al abandonar la clase con la se ñora North mientras todos los ni ños lo miraban fi jamente, algunos de ellos sonriendo, regodeándose en la expectación. Recordaba las lágrimas brotando de sus ojos, a punto de caer.

Recorriendo los pasil los en silencio. Tras las puertas cerradas, oís que las clases continuaban sin él y pudo atisbar a los ni ños a través de las ventanas, ignorantes del destino de Travis Naughton o de los motivos por los que el se ñor Shelley quería verlo, absortos en el devenir de sus vidas. La señora North se encargaba de guiarlo.

Cuando entró en el despacho del director, lo primero que pensó fu e que papá había ido al colegio para l levarlo a casa, por alguna razón. Un hombre de espaldas, vestido con un uniforma de policía, contemplaba el aparcamiento bañado por el sol… A primera vista y desde aquella perspectiva, podría haber sido su padre.

—Ah, Travis —comenzó el director, con incomodidad—, ya has l legado. Muy bien… ven. Siéntate… toma asiento.

Entonces, el otro hombre dio media vuelta y miró hacia él: no era su padre, sino el tío Phil.

¿Qué hacía all í el tío Phil, cuando debería estar en la call e, de patrulla con papá?

—Me temo… —dijo el señor Shelley, mirando a su escritorio con el ce ño fruncido—. Me temo, Travis…

El tío Phil tenía los ojos tan enrojecidos que parecía que le hubiesen clavado un cuchil lo en cada uno.

—Me temo que tengo muy malas noticias…

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Pero, por supuesto, no era el tío Phil el que había sido apuñalado.

Mucho tiempo después, Travis se esforzaba por no recordar cómo se sintió entonces, aquel día o los que le siguieron. Días de silencio y sollozos. Días de oscuridad. Era como si h ubiese caído a un pozo sin fondo, a un asfixiante vacío de inescrutable oscuridad que lo consumía y lo abarcaba todo. Era como si estuviese solo, sin nadie que lo ayudase, sin nadie con quien contar, cayendo abandonado por toda la eternidad.

Su padre se lo encontró l lorando una vez, en el salón, con el mando de la tele en la mano.

—¿Travis? —dijo—. ¿Qué pasa?

—He apagado la tele.

—Bueno, pues tampoco es para tanto, ¿no? Siempre la puedes volver a encender.

Su padre no lo entendió al principio.

—Estaban dando un programa en el que había un policía y un hombre malo. El hombre malo tenía una pistola. Y disparó… y le mató…

—Ya veo. —El padre de Travis se sentó a su lado en el sofá, le pasó el brazo por encima de los hombros y apretó—. No tienes que preocuparte, Travis. No era más que un programa de la tele. A mí no va a pasarme nada de eso. No lo permitiré.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Pero los hombres no solo están en la tele, ¿no? Algunos son de verdad y algunos l levan pistolas. ¿Por qué tienes que ir por ellos?

—Porque soy policía.

—¿Y por qué eres policía?

La expresión de su padre, que generalmente era amable cuando estaba cerca de él, se tornó más grave y seria.

—Soy policía por los hombres malos, Travis. Tienes razón: ahí fuera también hay criminales, demasiados, gente que quebrantan la ley, gente violenta y avariciosa a la que no le importa lo que hace o a quién hace daño. Gente peligrosa. Por eso, quienes creemos en las normas, la justicia, el bien y el mal, tenemos que luchar por lo que creemos. Porque la cosa es así de sencil la,

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101 N. del t.: En inglés, la «palabra con F» es «fuck» (joder)

Travis: a menos que los hombres buenos estén dispuestos a defender aquello que es correcto, los hombres malos se saldrán con la suya.

Travis recordó aquellas palabras mientras el tío Phil y otros policías trasladaban el féretro de su padre por la nave de la iglesia. La abuela le estrechaba la mano con fuerza mientras los seguían como si fuese un ciego desvalido. El abuelo consolaba a mamá. Arrastraban los pies a través de las losas como si se les hubiera olvidado andar. Travis no pudo mirar a su madre aquel día. Le dolía demasiado, hasta el punto de quedarse sin respiración. Era como ver a alguien ahogándose y no poder ayudarlo porque tú también te estás ahogando.

Funeral. «Aquella sí que era la palabra con F1».

No cantó ningún himno o recitó oración alguna, aunque se supiese la mayoría. No tenía voz para ello. Pero podía oír.

—… Es terrible, una tragedia…

—Pobre chiquil lo. Perder a un padre cuando ya has crecido es traumático, pero… ¿cuántos años tiene?¿Diez? ¿Once? Y además, tal y como ocurrió… No puedo imaginar por lo que tiene que estar pasando…

—Ha tenido la entereza de venir… pero, claro, su padre también era un hombre valiente. Demasiado valiente…

El padre de Travis también le hablaba, desde el interior de su cabeza.

—A menos que los hombres buenos estén dispuestos a defender aquello que es correcto —decía—, los hombres malos se saldrán con la suya.

—Lo sé, pero no se lo permitiré —juró Travis para sí—. Quiero ser como tú, papá. Haré lo correcto. Defenderé lo que es justo. Lo prometo.

Más tarde, el humo de la chimenea del crematorio oscureció el cielo, como una premonición de los horrores que estaban por venir.

* * *

Pero aún no había ocurrido nada de aquello. Era una mañana más: Travis estaba comiéndose los cereales, como siempre, mientras mamá le advertía desde la cocina acerca de la hora, como siempre, y papá rondaba el vestíbulo,

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vivo de nuevo. Travis podía oírlo. Si se levantaba y asomaba la cabeza por la puerta, podría verlo.

El corazón del chico latió con fuerza. Sabía que estaba soñando, pero ¿qué más daba? El sueño lo había transportado lejos de aquel fatídico, atroz y doloroso día, como al personaje de una película de ciencia ficción, hasta el momento en el que su padre aún no había salido de casa, en el que aún no había… Es sueño le había concedido una segunda oportunidad. Podía salvar a su padre. Podía hacer que siguiese vivo. Vivo. Podía cambiar la realidad.

No decepcionaría a papá.

—¡Papá! —Se puso en pie y la leche se derramó del bol, cayendo sobre la alfombra como gotas de sangre blanca, pero no le importó porque se dirigió corriendo hacia el vestíbulo, ante cuya puerta estaba su padre, a punto de abrirla— . ¡Espera!

Su padre se detuvo.

—¿Travis? —Miró a su hijo—. ¿Qué pasa?

Algo. Pasaba algo. Papá tenía puesto su uniforme, pero Travis estaba bastante seguro de que en aquella ocasión no lo l levaba. Creyó recordar que papá se ponía el uniforme en la comisaría, por lo que recorría el trayecto de ida y vuelta al trabajo con su propia ropa. O quizá se equivocaba.

Además, su padre estaba pálido. Un poco, quizá.

—No te vayas, papá.

—¿Qué quieres decir, Travis? Tengo que irme o l legaré tarde.

—Di que estás enfermo, pero hoy quédate en casa. No vayas a trabajar, por favor.

—No te entiendo.

—Si te vas… Papá, si te vas, va a pasarte algo malo. Lo sé. Lo he visto. Quédate con mamá y conmigo. —Travis abrazó a su padre a la altura del cuello y se apretó contra su cuerpo.

El frío le cortó la respiración.

—¿Papá? —Travis retrocedió, por instinto. Se odió por ello.

Pálido. Defini tivamente pálido. Como la escarcha. Como el hielo. Por su frente se trazaban l íneas como surcos en la nieve.

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—¿Papá? —¿Y qué era aquella mancha oscura y húmeda en la camisa blanca de Travis, primorosamente planchada? Deslizó los dedos sobre aquella sustancia y quedaron manchados de rojo. Sangre, por supuesto. ¿Pero cómo podía ser sangre? Travis no estaba sangrando.

No podía decirse lo mismo de su padre. ¿Cómo era posible que no hubiese reparado en las heridas del pecho de su padre, que se extendía bajo la delantera del uniforme empapándolo? Travis las contempló, aterrado. Su padre también miró hacia abajo, como si acabase de darse cuenta de las heridas. Las heridas que acabaron con él.

Travis había l legado tarde.

Porque la puerta ya estaba abierta. Se había abierto por su cuenta. Y más allá de la casa reinaba la oscuridad, no el día, y el pasil lo parecía más largo de lo habitual, extendiéndose para separar a padre y a hijo, a los vivos de los muertos. Y Travis sintió una punzada en el corazón. No podía cambiar nada. Su sueño se burlaba de él.

—Por Dios, papá, por favor, no te vayas. No nos dejes, por favor. Por favor. Quédate.

Pero padre negaba con la cabeza, resignado, afl igido, con el desánimo de quienes han de partir impreso en la voz.

—Tengo que irme, Travis. Sé que quieres que me quede, pero no puedo. Ya no pertenezco al mismo lugar que tú. —Una fría racha de viento resopló por el mundo de tinieblas de más allá de la puerta—. Adiós, hijo. Tendrás que seguir sin mí.

—No puedo. No puedo. —Extendió los brazos hacia su padre, pero no l legó a alcanzarlo. No podía tocarlo.

—Pero debes. Por tu madre. Por ti —dijo mientras desaparecía paulatinamente a través del umbral. El viento lo arrastraba, alejándolo —. Travis, yo fui tu padre y te quise. Recuérdalo.

—Papá, no quiero que te vayas…

Pero el sueño no lo escuchaba. Había terminado y despuntaba un amanecer…real.

Travis se quedó tumbado, mirando la vacía blancura del techo de su cuarto. No necesitó palpar la parte superior de su pijama para saber que no había rastro de sangre: las pesadil las no solían dejar un rastro tangible a su paso. Sin

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embargo, aquella visión le había enseñado una difíci l , irrevocable e irrefutable lección: su padre se había ido para siempre.

Una vez que se había perdido algo, jamás podía recuperarse.

Seis días antes.

El capitán Gavin Hooper odiaba el desierto. Lo supo al contemplar aquella extensión árida y rocosa a través de la ventana del helicóptero: el desierto era su enemigo.

Hooper se sentía más que cualificado para hablar de enemigos . Durante su carrera como miembro de las Fuerzas Armadas de Su Majestad, se había enfrentado, y había derrotado, a muchos de ellos. Algunos habían adoptado la forma de hombres que corrían hacia él con una maldición en sus labios y un arma en sus manos: aquellos eran fáciles de despachar, incluso cuando, en ocasiones, en vez de hombres resultaban ser poco más que ni ños o, como una vez, una mujer. Otros estaban hechos de acero, cable y dinamita, y moraban en aparcamientos y en el arcén de carreteras polvorientas. Esos eran de los que costaba más defenderse: el cuerpo lacerado de Hooper y su pierna izquierda, a la que le faltaba el pie, eran testigos de ello. Su experiencia como soldado le había enseñado que los enemigos más letales, más peligrosos, eran aquellos que permanecían escondidos en secreto, calculando su momento, aquellos que no podían ser vistos hasta que era demasiado tarde. O, como había empezado a creer durante su último destino, aparentemente inofensivos, pero que te mataban acabando con tus ganas de vivir.

—El desierto —murmuró Hooper, apesadumbrado. El desierto era así. El desierto era su enemigo.

—Señor —dijo el piloto que lo acompañaba a su lado, un muchacho lo bastante joven como para tener un caso severo de acné—, detrás de nosotros se está formando una tormenta de arena.

—¿Cuánto queda hasta l legar a la base?

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142 N. del t.: En jerga militar, un «klick» es un kilómetro.

—Veinte klicks2, señor.

Hooper hizo un gesto de aprobación.

—No nos alcanzará hasta que aterricemos, hijo. ¿Hemos podido contactar con la base?

—Todavía nada, señor —dijo con evidente tensión en la voz.

—Siga intentándolo. Lo está haciendo muy bien —añadió el capitán para tranquilizarlo.

El cumplido hizo sonrojarse al joven piloto. Demasiado joven, pensó Hooper. Como muchos de los chicos con los que había combatido en Iraq, como aquellos a los que había visto morir. Pero a los políticos de casa no parecía quitarles el sueño la media de edad de aquellos que eran enviados a arriesgar sus vidas en las guerras en el extranjero. Hooper se acordó de los dos muchachos que murieron durante el mismo incidente que le costó parte de una extremidad: uno de ellos l lamaba a gritos a una madre a la que jamás volvería a ver. Políticos. Habría que mandarlos al paredón.

Iraq también había acabado con su carrera como militar sobre el terreno. Un hombre con un pie protésico no podía someterse a los rigores del combate. Así que lo transfirieron y lo reasignaron como enlace militar con una de los pocos países árabes del Golfo que aún tenía buenas relaciones con el Reino Unido. Lo bastante buenas como para aceptar su asistencia militar y tecnología, sin reparos. Lo bastante buenas para permitir que se estableciese alguna que otra instalación científica en mitad de ninguna parte, como aquella a la que se aproximaban Hooper y sus tres helicópteros de transporte de tropas.

Por supuesto, aquella cuestión planteaba una pregunta: ¿por qué exil iaba el gobierno británico a grupos enteros de científicos a unos terrenos perdidos en el desierto imposibles de rastrear, en vez de tenerlos trabajando en laboratorios de primera l ínea en casa? ¿Qué hacían all í? Aquella información estaba clasificada, incluso para alguien herido en el servicio a su patria. Pero, independientemente de la tarea que desempe ñasen, Hooper dudaba que esta fuera legal. Los proyectos legales no tenían por qué l levarse a cabo en solitario y en secreto. Sospechaba que se trataba de nuevas tecnología armamentísticas…Los investigadores militares estaban desarrollando nuevas formas de matar a jóvenes soldados con mayor virulencia, con mayor eficacia. Formas que un soldado no vería venir hasta que fuese demasiado tarde.

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Científicos. Habría que mandarlos al paredón.

—¡Señor! —El piloto sonaba más optimista y señalaba hacia delante con algo parecido al alivio.

El campamento.

—Aterrice, hijo —dijo Hooper.

Lo cierto es que, en el fondo, al fin y al cabo, no le importaba qué tramasen aquellos empollones con sus batas blancas y sus gafas en aquellas misteriosas bases, siempre y cuando no afectasen a su existencia, tal y como había sido hasta hacía tres horas. Pero tres horas antes, todas las comunicaciones entre la base y el mundo exterior se habían interrumpido total e inexplicablemente. Desde entonces, no habían podido contactar con el personal de las instalaciones. Hooper y sus hombres habían sido designados para escla recer el motivo.

Sin embargo, era extra ño que hubiese ocurrido justo entonces. El día anterior habían designado un nuevo contingente científico para apoyar a los que ya residían all í. O aquella era la versión oficial. Hooper había echado un vistazo al equipo a la espera de ser trasladado, y dudó que cualquiera de ellos se hubiera enfundado alguna vez una bata de laboratorio. Gafas oscuras. Trajes aún más oscuros. Aquellos nuevos reclutas tenían más pintas de miembros del MI6 que de doctores, lo que encajaba con el rumor que había oído de un compañero de control aéreo: al parecer, un objeto de origen digital había aterrizado en las proximidades de la base. Lo más probable era que se tratase del fragmento de un satélite que no ardió al atravesar la atmósfera. Dado que era obvio que aquel equipo había sido enviado ex profeso a analizarlo, concluyó que no era de origen británico. Quizá al gobierno le preocupaba que otros estuviesen interesados en lo que se estaba cociendo en aquel lugar olvidado de la mano de Dios.

Hooper frunció el ceño a medida que el helicóptero descendía hacia el complejo de la base. Desde su perspectiva todo parecía normal, tranquilo. Las fi las de barracones prefabricados y edificios de una sola planta se erguían respetuosamente y en silencio, como tropas a la espera de una inspección: nada fuera de lo habitual. Los camiones y los todoterrenos del campamento también estaban alineados en una impecable orden y el helicóptero reposaba en perfecto estado sobre la plataforma de lanzamiento. La verj a del perímetro (dado lo remoto de la ubicación, uno podría considerar superflua) ofrecía un aspecto impoluto. Sin embargo, no había rastro de seres humanos. Aquel

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3 N. del t.: Buque fantasma botado a mediados del siglo XIX que fue encontrado navegando por el Atlántico sin tripulación, rumbo a Gibraltar.

escenario era como una fotografía, y quizá fuese eso lo que alarmó al capitán Gavin Hooper. En aquella fotografía no había nada. En cuanto a la base… que no hubiese un enemigo a la vista no significaba que no existiese. Hooper sintió sus músculos tensarse.

El aterrizaje del piloto fue ejemplar, incluso cuando las primeras ráfagas de una inminente tormenta de arena azotaron aquella extensión del desierto. Hooper le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo que se quedase donde estaba.

—¿Señor? Con todo el respeto, señor, no creo que sea una buena idea despegar con esta tormenta.

—Con suerte, no tendremos que hacerlo —dijo Hooper—. Ahora póngase en contacto con el cuartel general por radio e informe de que ya hemos l legado a la base.

Los tres helicópteros descargaron a sus ocupantes: seis soldados cada uno, todos ellos equipados con armas automáticas.

—¿Qué opina, señor? —preguntó el cabo Kent al unirse a su superior—. Un poco Mary Celeste3, ¿no le parece?

—¿Cree que aquí no hay nadie?

—Creo que, de ser así, hubiesen enviado a alguien fuera a investigar después de habernos oído.

—Parece que alguien sí lo ha hecho, cabo —dijo Hooper mientras señalaba.

Un perro mestizo apareció de improviso tras la esquina de un barracón cercano. Tenía la cola y las orejas gachas y gimoteaba.

—Ven, chico, ven —lo animó Kent. Sin embargo, el perro se encogió de miedo y en cuanto el cabo dio un paso para dirigirse hacia él, huyó.

—Hum. Veo que se le dan de miedo los animales, Kent —observó Hooper.

—Algo lo ha asustado —dijo el cabo—. Me pregunto qué.

Hooper echó un vistazo al cielo. Era del color de la ictericia. El polvo y la arena empezaban a cubrir a los soldados del complejo, lo que quizá explicaba por qué los hombres estaban empezando a agruparse, por instinto. Hooper

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pensó que, independientemente de lo que encontrasen o no en los próximos minutos, iban a tener que ocuparse personalmente de ello.

—Muy bien, vamos a hacer nuestro trabajo. —Su voz, forjada por años de vida castrense, resonó como un disparo—. Por parejas. —Mencionó unos nombres—: Empiecen por este extremo del campamento. —Más nombres—: Empiecen por el final. Inspeccionen todos los edificios, por turnos. Sean meticulosos y precavidos. Se encontrarán con el cabo Kent y conmigo en la mitad.

—¿Y nosotros adónde vamos? —preguntó Kent.

El mestizo apareció de nuevo. En aquella ocasión ladró, con un tono que parecía debatirse entre el miedo y la necesidad de comunicarse con urgencia con los recién l legados.

—Adonde nos l leve el perro —dijo Hooper.

Los soldados se adentraron en la base, perdiéndose de vista de unos a otros paulatinamente entre los si lenciosos edificios, accediendo al interior de los barracones para no volver a salir. Hooper los vio desaparecer, como si nunca hubiesen existido en primer lugar.

—Señor. —Kent se había estado fi jando en el perro. El perro se había colado a través del estrecho es pacio que dejaba una puerta entreabierta para dirigirse a uno de los grandes edificios, un laboratorio, quizá. El cabo y el capitán lo siguieron.

—¿Hola? —gritó Hooper en el umbral—. ¿Hay alguien? ¿Doctor Lansburg? ¿Profesor Fielding?

Si estaban ahí, desde luego, no respondían. El lugar en el que se adentraron con el sigilo de una pareja de consumados ladrones no era un laboratorio, sino una sala de descanso. Había un bar, una cantina, una máquina de pinball, una tragaperras de palanca, una mesa de bil lar y otra de pimpón. En aquel momento nadie jugaba, aunque era evidente que en el pasado sí lo hicieron. Los soldados lo adivinaron porque aún había un hombre en la máquina de pinball, aunque tal y como estaba, despatarrado sobre ella, no es que fuese a conseguir una bu ena puntuación. También había un hombre y una mujer con raquetas de pimpón, aunque su juego no parecía dar muchos frutos, puesto que estaban tirados en el suelo. Había media docena de ocupantes más, distribuidos en dos grupos a lo largo de las mesas que ocupaban el centro de la habitación, tan relajados que

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se habían quedado completamente dormidos, con la cabeza apoyada hacia atrás o apoyada sobre la mesa.

Solo que no estaban dormidos.

Hooper se puso tenso y abrió los ojos de par en par. Había otra presencia en aquel lugar, la de una entidad invisible, el enemigo más despiadado e implacable de todos.

—Muertos —dijo Kent, sorprendido—. Están todos muertos.

No había señales de violencia. No había signos de lucha. No había heridas a la vista. Era como si todo el personal de la base hubiera acordado morir de forma colectiva y hubiesen l levado a cabo aquel acto con total discreción.

—¿Qué demonios ha pasado aquí?

Hooper negó con la cabeza. ¿Qué no había heridas visibles? Bien, no había agujeros abiertos manando sa ngre, pero podía verse desde la puerta el rubor en los rostros de los científicos muertos, hasta el punto de que parecían haber sido hervidos. Hooper miró hacia abajo: las manos, aquellas que estaban a la vista, presentaban el mismo aspecto. El perro lamía una mano que colgaba del brazo inerte de un hombre barbudo cuya cabeza estaba reclinada hacia atrás con la boca totalmente abierta, como si estuviese esperando la revisión del dentista de un momento a otro.

Hooper pudo oír los chil l idos de la tormenta de arena en el exterior. El perro se giró hacia él y ladró.

Hooper caminó hacia los cadáveres.

—¿Señor, cree que deberíamos…? —Kent permaneció quieto.

—No tenemos opción, cabo.

Hooper se aproximó al cuerpo del hombre que, al parecer, había sido el dueño del perro. De cerca, era fácil (a la vez que macabro) comprobar el motivo del enrojecimiento de los científicos: Hooper sintió un nudo en el estómago cuando vio que la piel de aquel hombre había sido lacerada con multitud de círculos carmesíes, como si un lunático le hubiese grabado anil los en la carne con un cuchil lo. O como si lo hubieran envuelto con una red de malla circular que, de tanto apretar, había acabado por cortarle.

Pero fue una enfermedad lo que lo mató. Una infección.

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Pese a los gemidos del perro, Hooper se aproximó al siguiente cuerpo. Se encontró con unos ojos vacíos orientados hacia él, dos esferas blancas en una máscara roja. No sintió la necesidad de seguir investigando. Era obvio que todos habían muerto del mismo modo.

—Señor…

Ignoró a Kent. La muerte había debido de sobrevenirles con rapidez. De golpe. Mientras jugaban, creían, hablaban y tomaban café. La muerte se les unió y se puso cómoda.

—Señor…

Pero ¿cómo? En silencio. A través de mortales e innumerables ejércitos de bacterias. Invadiendo a través de las fosas nasales, de los poros, conquistando desde el mismo aire que sus víctimas respiraban, asesinándolas desde el interior. ¿Algún tipo de agente vírico letal, quizá? ¿Un arma biológica? ¿Una que solo afectase a los humanos? La superviven cia del perro corroboraba dicho punto. Puede que los científicos estuviesen desarrollando nuevos tipos de enfermedades, lejos de población inocente. Quizá habían sufrido un accidente. Quizá habían l iberado el veneno por la base, como si se hubiesen derramado cápsulas de cianuro.

Quizá el agente siguiese activo.

—Señor…

—Kent, l lame a los hombres. Tenemos que evacuar in…

El cabo Kent parecía haber sufrido una quemadura solar de primer grado. Se sostenía en pie a duras penas.

—No me encuentro…

Soltó el arma. Intentó agacharse para recogerla, pero en cuanto se inclinó, cayó de bruces contra el suelo y no volvió a hablar ni a moverse.

—¡Kent! —Hooper estiró la mano hacia su compa ñero caído: estaba cubierta con unos círculos escarlata apenas visibles—. Dios mío…

Tenía al enemigo cerca, como hacía unos meses en una carretera iraquí. Pero el capitán Gavin Hooper había evitado la muerte entonces y la volvería a evitar ahora. El buen criterio siempre era la mejor parte del valor.

Corrió hacia la puerta y encendió la radio.

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—Rogers, Smith, Bernard ¿pueden oírme? — No lo parecía—. ¿Pueden oírme? —Solo respondió el perro, que ladraba tras él como si le rogase que se quedara—. Si alguien puede oírme, regresen a los helicópteros. Nos largamos.

Si es que la tormenta de arena se lo permitía. Esta lo golpeó como un boxeador en cuanto salió del complejo, sacudiéndolo y haciéndole perder el equil ibrio. Al protegerse los ojos con la mano comprobó que los círculos eran cada vez más intensos, más profundos, como si estuviesen echando raíces.

La muerte ya estaba en él. Podía sentirla corrompiendo sus células, atacando sus órganos. Podía sentir la contaminación extendiéndose en su interior. Pero podía combatirla. Podía contenerla. Su voluntad era más fuerte que la carne. Siempre lo había creído así. Hooper se abrió paso a través de una ventisca de arena como si nadase a contracorriente por aguas profundas. No había se ñal del resto. Estarían muertos, todos muertos. Como Kent. Pero él era el último. Él viviría. Los barracones se desdibujaron a su alrededor. Ante él se encontraban los helicópteros, como trazados a carboncil lo. El joven piloto esperaba. Le l levaría de vuelta al cuartel general, donde los médicos lo curarían, lo salvarían. Viviría aunque tuviese que cortarse el brazo él mismo. Pero si los oficiales al mando estaban al corriente de los experimentos biológicos que estaban teniendo lugar all í, ¿por qué no los equiparon a él y a sus hombres con máscaras antigás? ¿Es que no les importaban?

Oficiales al mando. Habría que mandarlos al paredón. Eran como los políticos, como los científicos. Al paredón con todos. Hasta el último de ellos. A todo el maldito mundo.

La piel le ardía, como si estuviese envuelta en l lamas. Pero estaba a punto de l legar. Caminó a tientas a través de aquel torbell ino de arena y polvo. El helicóptero. El piloto estaba donde lo dejó, a los mandos. El chaval se merecía una medalla.

Abrió las puertas del cielo.

—Despegue, rápido.

Pero no fue así. Los cadáveres no pueden pilotar helicópteros.

Entonces, el capitán Gavin Hooper gritó. Se tambaleó hacia atrás y el vendaval desatado por la tormenta lo zarandeó como si no fuese nada, como si fuese polvo, y gritó de rabia, frustración y desesperación.

Pero no por mucho tiempo.

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Poco después de las ocho de la que más tarde consideraría la última noche del mundo tal y como lo conocía, Travis Naughton se plantó ante la puerta de casa de los Lane y tocó el timbre.

Apenas había apoyado el dedo cuando la puerta se abrió con energía. Luz, música y voces se derramaron a través del hueco, formando una animada sinfonía.

—¡Travis! —Jessica, cómo no, se ocupaba de recibir a los invitados. Lo más seguro es que se hubiese pasado el día entero rondando la puerta por si alguien l legaba antes–. ¡Llegas tarde! –dijo, disfrazando su entusiasmo inicial con un fingido reproche.

–Sí, lo sé. Perdón. Pensé que tenía que ponerme con los deberes atrasados que nos ha dado el viejo Thompson, me conecté a internet y se ma pasó el tiempo volando.

–No —bufó Jessica, cruzando los brazos—. No quiero oír no una excusa, especialmente si tienen que ver con el cole o con el trabajo: esas dos palabras están totalmente prohibidas en mi cumplea ños. En la invitación ponía claramente que era a las siete y media, Travis.

—¿Y si te compenso por esos trágicos treinta y cinco minutos de retraso? —Travis le entregó su tarjeta de felicitación y su regalo como uno de los tres reyes ante el pesebre de Jesús—. Feliz cumpleaños, Jess.

Travis esperó no decepcionarla, solo había podido permitirse unos bombones.

—Entonces ¿me perdonas? ¿Puedo entrar?

—Sí, te perdono, y sí, puedes entrar —dijo Jessica con una sonrisa—. Con una condición.

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234 «Feliz cumpleaños, dulces dieciséis» es una canción de Neil Sedaka escrita en los años sesenta.

—¿Implica algo de auto-humillación?

—Eso depende de si tu idea de auto-humillación incluye besar a una chica en su cumpleaños.

—Bueno, creo que eso podemos hacerlo.

Se abrazaron. Se besaron. Travis recordó todos los besos de cumpleaños que Jessica y él habían compartido con el paso de los a ños. Los embarazosos besitos en la mejil la con cuatro o cinco años que casi los hacían l lorar. El primer roce de labios a los once o doce, con la boca cerrada a cal y canto, como si quisiesen protegerla de los gérmenes. Los labios abiertos a los trece, las lenguas juntos a los catorce. A los quince, la cosa se complicó: citas, presión, hasta romper. A los dieciséis, aquella noche, la alegría casi inocente de estar juntos, de ser amigos, de tener los apasionantes misterios de la vida ante ellos.

—¿Cómo es esa vieja canción? —dijo Travis—. ¿«Happy Birthday, Sweet Sixteen»4? es un año clave, Jess.

—Sí tú lo di ces. —Jessica de dio la vuelta y cerró la puerta después de que Travis entrase. A él le pareció verla un poco cabizbaja, pero quizá solo eran impresiones suyas. Cuando ella volvió a mirarlo, conservaba una radiante sonrisa—. ¿Qué opinas del vestido? ¿Te gusta? Es nuevo.

Pues claro que era nuevo: Jessica siempre tenía un vestido nuevo para su fiesta de cumpleaños. Sin embargo, cada año parecía hacerse más pequeño. El de aquel año era rojo chil lón y dejaba los cuatro miembros al descubierto…también los hombros. Los zapatos de Jessica, su pintalabios y el color de sus uñas iban a juego, complementando con acierto su claro cabello rubio rojizo.

—¿Qué si me gusta? Claro —dijo Travis—. Es muy bonito.

Y Jessica Lane era preciosa, pensó cuando vio sus ojos verdes bril lar de agradecimiento.

—Eso sí, yo no me lo pondría. ¿Con estás piernas?

—Oh, Trav. —Lo abrazó una vez más.

Quizá había sido un error romper de mutuo acuerdo. Quizá deberían haberlo intentado más.

—Bueno, ¿cómo te lo has montado? —Pensó que no sería justo complicarle las cosas a Jessica aquella noche.

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—He puesto música en la habitación, se puede estar de tranqui en el salón, hay algo para picar en el comedor…

—Seguro que algún suertudo también encuentra algo para «picar» en el salón —observó Travis. La anfitriona optó por ignorar el comentario.

—Las bebidas están en la cocina.

—¿Esta el famoso ponche sin alcohol de tu padre? —preguntó Travis con una sonrisa.

—Por supuesto. —En aquella ocasión Jessica le devolvió la sonrisa—. Sigue con nosotros, aunque papá y mamá no lo estén. Eso sí, vuelven a las once.

—Así que se han ido a dar la vuelta, ¿eh? Genial. Cuando los adultos no están…

—Puede que pase de «sin alcohol» a «con alcohol» entretanto…

—Habría que probarlo para comprobar. ¿Te vienes, cumpleañera?

—En un minuto. Tengo que… —Jessica hizo gesto hacia la puerta—. Por si viene alguien más.

—Vale. Me pareció ver a un fotógrafo de una revista del corazón en la carretera preguntando la dirección de la fiesta del año. He estado a punto de dársela…

—¿En serio? —La chica se sonrojó al oír la enérgica carcajada de Travis. Pero supo cómo devolvérsela—: Mel está aquí —le dijo con una maliciosa calma—. Cruza los dedos por que no esté en una de las habitaciones que tienen la luz apagada o nunca la encontrarás.

No estaba en la cocina, desde luego. All í estaban Trevor Dicketts y Steve Pearce, con la misma discusión interminable de siempre sobre fútbol que parecía ocuparlos desde que tenía diez a ños. También estaba Cheryl Stone, sirviéndose algo de ponche. Y Simon Satchwell. ¿Simon Satchwell? No era lo que se decía un invitado de lujo… pero Travis recordó que los padres de Jessica conocían a los abuelos de Simon. Lo más seguro es que la anfitriona no lo hubiese invitado voluntariamente. De hecho, Cheryl Stone hubiese preferido que nadie lo invitase: el gafotas de Simon hizo acopio de valor y quiso servirle algo de ponche, pero solo consiguió calarle la delantera del vestido; después empeoró la situación al sacarle un pañuelo e intentar secarle la zona mojada.

—Simon, ¿qué te crees que estás haciendo? Las manos quietas.

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—Lo siento, Cheryl, yo solo… perdón —dijo mientras se l impiaba la nariz con el pañuelo–. Lo siento.

Eso mismo pensaba Travis, aunque con un matiz: lo que sentía era lástima hacia Simon Satchewell. A decir verdad, no es que él fuese ningún joven Brad Pitt, y nunca lo había sido. Su mata de pelo anodino color casta ño estaba tan despeinada como siempre y sus rasgos, pese a estar proporcionados y estar ubicados correctamente, no le permitirían ni siquiera optar al premio de «tío bueno del mes». En alguna ocasión le habían l legado a decir que sus ojos azules tenían un punto, pero tampoco eran cautivadores: ninguna adolescente soltaría las páginas de una revista para fi jarse en ellos. No obstante, Travis tenía una actitud confiada, lo que le ga nó el respeto de los chicos y citas con las chicas. Sin embargo, por lo que Travis sabía, Simon Satchwell no había conseguido ni una cosa ni la otra en toda su vida.

No era solo por su cuerpo, por su expresión curvatura, su delgadez, su pelo sin vida, su expresión insípida, sus gafas… aunque todo aquello influía. La apariencia, como los primeros capítulos de una novela, solo daba lugar a ciertas expectativas: dependía del individuo corroborar o desmentir esas primeras impresiones y, por desgracia para él, e n el caso de Simon siempre era lo primero. En caso de ser americano, le hubiesen puesto la etiqueta de friki, la clase de chaval cuya foto sale en los periódicos y en la tele después de que dispare a veinte compañeros de instituto durante un ataque de ira. Travis se negaba a atildarlo de friki: Simon Satchwell era, l isa y l lanamente, uno de los perdedores de la vida. Y Travis recordaba lo que muchos compañeros parecían haber olvidado: que Simon había sufrido una gran pérdida, mayor incluso que la suya, y a una edad más temprana. Motivo más que suficiente por el cual no merecía el poco disimilado desprecio de gente como Cheryl Stone.

La cual, en aquel instante, le estaba gritando:

—Simon, ¿es que no te puedes quitar de en medio? ¿No crees que ya la has l iado bastante?

—Perdona, Cheryl, pero… me preguntaba si… verás, en la otra habitación hay música y me preguntaba si querrías…

—No. No quiero. Nunca. —En aquel momento, la chica reparó en Travis. Gritó su nombre como si estuviese pidiendo auxil io y se lanzó hacia él como lo haría hacia un salvavidas—. Travis, ¿cómo estás? Me alegro tanto, tanto de verte.

—Cheryl.

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—Baila conmigo, baila conmigo —dijo mientras lo arrastraba—. En el dormitorio, en el salón, fuera, si quieres, donde sea menos aquí.

—Bueno, la verdad es que iba por algo de beber.

—Toma mi copa. Para ti. Pero venga, vamos.

Cheryl Stone no miró atrás, pero Travis sí. Simon no se había movido. Miraba al suelo.

Cuando llegaron al dormitorio (las luces estaban apagadas y la música estaba al volumen adecuado) el entusiasmo de Cheryl había disminuido considerablemente. En treinta segundo. Con eso, a ella le bastaba.

Sin embargo, se mostró agradecida.

—Gracias por salvarme la vida. Trav. Ese Simon Satwell…

—¿Qué pasa? ¿Creías que iba ahogarte en la ponchera o algo así?

—¿Por qué no? —Cheryl sacó pecho y se ñaló las manchas, que ya estaban desapareciendo—. Por algo se empieza.

—Has sido un poco injusta con él —sugirió Travis—. Simon no están malo, ¿no?

—¿Que no es tan malo? —Cheryl gruñó, con desprecio—. Espera a que te pida salir. Que no es tan malo… Por lo que he oído, se está quedando sin chicas a las que perseguir, así que lo mismo es cuestión de tiempo que vaya a por ti. Deja que te diga una cosa, para que yo estuviese con Simon Satchwell, tendría que ser el fin del mundo.

—Bueno, creo que ya ha quedado claro tu punto de vista, señorita Stone —dijo Travis. Nunca le había caído bien Cheryl Stone—. Me alegro de haber sido de ayuda —añadió mientras se alejaba.

—¿No quieres bailar, Trav? No sé, ya que estamos…

No. No quiero. Nunca.

—Puede que luego —dijo—. Estoy buscando a Mel.

—La última vez que la vi estaba en el salón. —Travis le agradeció la indicación—. No —matizo ella—, gracias a ti.

A Jessica no le faltaba la razón cuando dijo que le haría falta encender las luces para ver a Mel. En el abarrotado salón, al otro extremo del sofá en el que Alison Grant y Dale Wrigh practicaban un boca a boca digno de una clase de

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primeros auxil ios, estaba sentada Melanie Patrick con las piernas recogidas. Parecía una mancha de tinta: botas negras, medias negras, una falda larga y negra. También l levaba una especie de jersey varias tallas más grande que cubría su torso hasta ocultarlo por completo… quizá era lo que pretendía. En cuanto a las zonas visibles, lucía un cabello teñido negro, uñas pintadas de negro, pintalabios negro y rímel negro. Prácticamente todo era negro a excepción de su piel, cuya tez era del color opuesto. Sin embargo, y por curioso que pudiese parecer, ver a Melanie Patrick l lenaba de color la vida de Travis.

—Hola, Mel —dijo con una sonrisa—. ¿Qué, ya han echado al cierre la morgue?

La chica gótica sonrió con sarcasmo.

—Empezaba a pensar que no vendrías y que sería una buena noche, después de todo.

—Lamente decepcionarte. —Travis intentó acomodarse en el sofá e ntre Mel y los amantes, que seguían unidos por los labios—. Buenas tardes, Dale, Alison. ¿Os importaría echaros un poquito para allá?

—Mm, mm, mm-mm, mm —respondió la pareja, lo que, a juzgar por el desplazamiento hacia el otro extremo del sofá que acompañó al sonido, constituía a una respuesta afirmativa.

—¿Y si, ya puestos, os buscáis un hotel? —añadió Mel, asqueada.

—¿Que dices? Hay un montón de tíos con gabardinas largas que pagarían una pasta por ver esto —dijo Travis.

—Sí. —Dio la impresión de que, bajo aquel voluminoso jersey, Mel se estremeció—. Los hombres tienen mucho de lo que responder.

—¿Incluido un servidor?

—Tú eres una honrosa excepción. —Mel inspiró, como si acabase de sufrir un dolor tenue pero inesperado—. Me alegra que estés aquí, Trav.

—Es un placer. La verdad es que no te imaginaba solo esta noche, ni siquiera estaba seguro de si vendrías.

—¿Y decepcionar a Jessica? ¿Por qué iba a hacer algo así?

—Porque he oído a Kev Meade iba a pedirte salir.

—¿Quién te lo dijo?

—Sí, Kev Gandalf Meade —bromeó Travis.

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—No tiene gracia. ¿Quién te lo ha dicho? Y no te reías como si fuese algo gracioso, Travis: me lo pidió.

—Excelente. ¿Y adónde te invitó? ¿A la convención de magos? ¿A una proyección especial de la versión del director de las tres entregas de El señor de los anil los? Tendréis un momento mágico.

—Travis…—le advirtió Mel.

—Y dijiste que sí, por supuesto.

—Por supuesto que no. ¿Por quién me tomas?

—Pues ahora que lo dices, Mel —reflexionó Travis—, te tomo por alguien que tiene mucho en común c on Kev Meade. Os gustan las mismas cosas. Os gusta el mismo estilo. Es un buen chaval, en serio. Si yo fuese tú, le hubiese dicho que sí. Con suerte, hasta te habría pedido que le sujetases la varita.

Mel lanzó una mirada entre despectiva y burlona.

—Pues menos mal que no eres yo, ¿verdad? Pero oye, si encuentras tan atractivo a Gandalf, que sepas que mañana por la noche está l ibre.

—Así que el bueno de Kev se une a la l ista, ¿no?

—¿Qué lista?

—La de tíos a los que les has cerrado la puerta en las narices d espués de que se atraviesen a pedirte salir. Allá donde va Mel Patrick, va sola, ¿no?

—No sé de qué hablas, Trav —respondió Mel con frialdad—. Kev Meade es un perdedor.

—No pueden ser todos unos perdedores. El sexo masculino no está formado íntegramente por perdedores.

—No sé yo…

—Mel, la gente va a empezar a hablar si no te andas con cuidado. —En aquel instante, Travis no estaba seguro de si lo decía en serio o no.

—¿Por qué? ¿Porque no tengo novio? ¿Dónde ponen en los Estatutos Adolescentes que debas echarte novio antes de los dieciséis para que no se te acuse de…? Además, tú tampoco tienes novia, majete.

—Puede que ahora no, pero he tenido mis momentos. Tú estuviste en algunos, ¿te acuerdas? Pero por poco tiempo. Y estuve saliendo con Jess una temporada,

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¿verdad? Solo que al final decidimos que ser buenos amigos era más importante que ser novio y novia. Como lo decidimos tú y yo.

—Sí, sí —Mel no sonaba muy convencida—. Jessica era demasiado buena para ti, Travis Naughton.

—Puede —Quizá era el momento adecuado para cambiar de tema—. Bueno, ¿no te animas a bailar?

—¿Con esta mierda de chunda-chunda que suena? —se burló Mel—. ¿Estás de coña, no? Me hice mayor para esto cuando dejé de creer en Papá Noel y en los finales felices. Debería haberme traído mis cedés de Fractured…, le hubiesen dado un poco de clase a la fiesta.

—¿Fractured? No me suenan de nada.

—Ah, Travis, qué dulce es tu inocencia musical. —Mel se dio unos golpecitos en el labio inferior con su dedo largo, delgado y coronado de negro—. Pues ya te suenan. Y esta fiesta necesita algo que le dé un empujón.

Mel no se equivocaba. Travis tenía la impresión de que, pese a estar dispuestos todos los elementos necesarios para una buena velado (aunque echase en falta unas cuantas latas de cerveza), el ambiente resultaba un poso mustio por algún motivo: reinaba un silencio incómodo, como si los invitados tuviesen la impresión (sin saber muy bien por qué) de que divertirse aquella noche era inapropiado, o hasta indecente. Era como sí, mientras tenía lugar toda aquella frivolidad, alguien se estuviese muriendo en una habitación del piso superior. Travis echaba en falta a muchas personas a las que esperaba ver.

Mark Doyle entró en la habitación con una bebida en la mano y aspecto despistado.

—Eh, Mark —le l lamó Tra vis—, ¿no vienes con Ji l l? ¿Por fin ha entrado en razón y te ha dejado?

Doyle se acercó y se encogió de hombros.

—Tenía que ir a Derby a pasar el fin de semana con su padre: Ji l l me ha dicho que se ha agarrado una gripe y que está en la cama. Se ha ido con toda su familia…

—Supongo que por eso tampoco ha venido Carrie —dijo Janine Coll ier desde el otro lado del salón—. Me ha l lamado esta tarde para decirme que sus padres también están enfermos, así que le toca cuidar de sus hermanos pequeños.

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—Va a ser una epidemia —predijo Jon Kemp, que se encontraba al lado de Janine. Era un hacha en ciencias, así que todo lo que decía al respecto venía envuelto en un halo de autoridad en la materia.

—Yo creo que ya lo es —dijo Mark Doyle—. Quiero decir, fíjate en cuántos sustitutos tenemos en el cole. La mitad de los profesores enfermos y nosotros, a dos semanas de terminar secundaria. Esta maldita gripe va a terminar fastidiándonos el futuro.

Alison Grant se desembarazó de su novio para demostrar que había estado escuchando.

—A mí me han cancelado la clase de equitación de hoy porque no tienen personal en los establos, por culpa de la gripe.

—No te preocupes, All ie —la tranquilizó Mel—. Ya está aquí Dale para enseñarte a montar.

—¿Pero qué creéis que es? —preguntó Janine, preocupada—. Mi madre dice que no estamos en época de gripe común. Ella cree que es algo parecido a lo de la gripe aviar del año pasado, pero mi padre dice que es el comienzo de un atentado biológico contra el país.

—Pues vaya alegría de padres que tiene, Jan —gruñó Mark Doyle.

—He visto en las noticias —dijo Travis— que no solo está pasando aquí ocurre en todo el mundo. Es una pandemia.

—Bueno, desde luego no es la gripe aviar —proclamó Jon Kemp—, a menos que haya mutado en una nueva cepa capaz de transmitirse de aves a humanos sino que exista una mínima proximidad. Y no creo que haya terroristas implicados en un fenómeno global. Además, el gobierno ya ha negado ambas posibil idades.

—Entonces, lo más seguro es que las dos sean ciertas —dijo Mel, sarcástica. La credibil idad de Jon Kemp en el plano científico no se extendía a sus afirmaciones sobre la política—. E irá a peor, te lo digo yo.

—¿Tú crees? ¿Y en qué hechos te basas para hacer una predicción tan pesimista, Melanie? —la desafió Jon Kemp, visiblemente molesto.

—En la experiencia de mi vida —dijo Mel—. Irá a peor porque siempre va a peor. Irá a peor porque todo va a peor, porque este triste mundo está dirigido por adultos sin subcultura. Y si crees que soy una pesimista que no aporta

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soluciones, aquí tienes una: l íbrate de los adultos, pon a los jóvenes al mando, y todo se arreglará.

—Si te pusiésemos a ti al mando —dijo Jon Kemp, displicente—, las cosas se pondrían muy negras.

La pulla provocó las carcajadas de algunos.

Jessica se unió al coro de risas en cuanto entró al salón, pese a no tener ni la más remota idea de qué era tan gracioso. Pero Jessica era así: quería oír risas en todas las fiestas.

—¿Qué hace aquí todo el mundo? ¿Hablar, cuando podríais estar bailando? ¿De qué habláis?

—De la gripe —admitió Janine Coll ier.

—Ah-ah, de eso nada. Eso está prohibido. —Jessica forzó una sonrisa—. Que nadie hable de enfermedades en mi cumpleaños: declaro esta fiesta zona l ibre de gripe. Bueno, ¿y qué hacéis ahí sentados? Eso podéis hacerlo en casa. Venga, a bailar.

Así que se puso a andar y a dar palmadas, como una profesora apremiando a sus alumnos a reunirse.

—Yo paso, Jess —dijo Mel—. Lo siento, pero esta fiesta también es una zona l ibre de buena música.

—Travis. —Jessica lo sujetó con ambas manos—. Tú bailas, ¿no? Baila conmigo.

—Pensé que nunca me lo pedirías —dijo con una sonrisa mientras se dejaba poner en pie.

—Así me gusta, eso está mucho mejor. Venga —animó Jessica—. Vamos a pasarlo bien.

—Ya la has oído, Mel —dijo Travis, mirando a su amiga gótica por encima del hombro—. Venga. Imagina que es Fractured.

—Puede que luego —negoció Mel—. Dame un minuto. Antes tengo que terminar… —Recogió del suelo una bebida a la que no había dado una sorbo desde la l legada de Travis.

Travis siguió a Jessica hasta la sal a de estar, acompa ñado por la mayoría de invitados a los que la cumpleañera había conseguido animar. Más que bailar, seguían el ritmo, y el volumen de la música impedía el desarrollo de cualquier

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conversación, independientemente del tema. Travis se fi jó en que Simon Satchwell intentaba cruzar su mirada con la de alguna de las chicas de la habitación… con cualquiera. Todas lo rehuían.

Y entonces, poco después, alguien puso un disco de música lenta. Lo que suscitó los habituales emparejamientos. Alison Grant y Dale Wright, obviamente… Jon Kemp y Janine Coll ier, lo que resultaba un poco más inesperado. Cheryl Stone y Mark Doyle, una idea que al segundo le iba a costar a Ji l ly el lunes por la mañana.

Travis y Jessica.

Debería haberle gustado el modo en el que el la se aferró a él. Debería sentirse halagado por aquella preciosa rubia quisiese abrazarlo con tanto naturalidad e ingenuidad… y así era, en parte. Pero le daba la impresión de que la prioridad de la chica era no transmitirle emociones, sino sentirse segura: no era un abrazo apasionada, sino un abrazo protector, Pese a su revelador vestido y su evidente edad, Jessica parecía muy joven aquella noche, y aunque instó a sus invitados a pasarlo bien (prácticamente a la fuerza), era ella la que no parecía muy feliz en aquel momento.

—¿Estás bien? —Quiso sonar dulce, pero el volumen de la música jugaba en su contra.

—Estoy bien —dijo Jessica—. Es mi cumpleaños. ¿Por qué no iba a estarlo?

—Porque… —Travis tomó la iniciativa y la l levó hacia el comedor, donde podrían hablar sin tener que gritar—. No estás bien, ¿verdad?

Jessica miró hacia el suelo.

—Tengo dieciséis años, Travis. Es doce de mayo. Hoy es mi cumpleaños.

—¿Y?

—Y que mañana tendré dieciséis y un día, y al siguiente tendré dieciséis y dos…

—Vale, es pura matemática, me hago a la idea, ¿pero a qué te refieres…?

—Y el año que viene tendré diecisiete, y al siguiente dieciocho, y tendré que tomar decisiones y todos iremos a universidades distintas o nos buscaremos un trabajo, y nada será lo mismo. Cambiaremos, Trav. Todo va a cambiar. —Levantó la mirada del suelo: había miedo en sus ojos.

—Las cosas cambian, Jess.

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—¿Por qué?

—Porque la vida es así. El tiempo pasa y envejecemos. Es inevitable. — Travis no sabía muy bien qué más decir. Por un instante, pensó que Jessica iba dar un pisotón, como solía hacer de niña en las pocas ocasiones en las que las cosas no salían como ella quería.

—Pero no quiero que las cosas cambien. Me gusta tal y como están. Quiero que sigan tal y como están. Como esta noche… como ahora… ¿No sería maravil loso que un instante pudiese durar para siempre?

—Puede, pero no es posible —la compadeció Travis—. Y de todos modos, mira el lado bueno: podrás hacer lo que quieras. Te harás mayor, conseguirás un trabajo, comprarás tu propia casa y en ella podrás montar fiestas como esta todas las noches, con ponche con alcohol incluido, y nadie podrá impedírtelo.

Jessica no parecía consolada.

—¿Te he contado alguna vez que mis padres iban a l lamarme Wendy, como la Wendy de Peter Pan? Fue el primer l ibro que me leyeron, que yo recuerde. Pero nunca quise ser Wendy: Wendy envejeció. Quería ser como Peter y no crecer nunca. No estoy segura de que me gusta el mundo exterior, Travis. Sería más feliz y me sentiría más segura si me quedase donde estoy.

Travis pensó que ese lugar del que hablaba era el corazón de su pequeño mundo… y el de sus padres, al ser hija única. Pero él sabía perfectamente que no se puede depender de los padres para siempre. Tarde o temprano, uno debe aprender a valerse por sí mismo. Era una le cción que esperó que Jessica tuviese que aprender mucho más tarde que él.

—Bueno, hay cosas que nunca cambiarán —dijo él, enérgicamente—. Jamás. Por ejemplo, siempre estaré ahí cuando me necesites, Jessie. Siempre seré tu amigo. Ahora que tienes dieciséis y cuando tengas sesenta. Para mí no supondrá ninguna diferencia.

—Travis… —Jessica volvió a abrazarlo rodeándole el cuello y le dio un beso. En la mejil la.

—Perdón, ¿interrumpo algo? —preguntó Mark Doyle desde la puerta. El ritmo de la música de la sala de estar había vuelto a subir—. Veréis, es que, como no está mi Ji l ly por aquí, me preguntaba si… eh… si a la cumpleañera no le importaría dejarse compartir un rato.

—Todo un caballero, Mark —apostil ló Travis.

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—¿Bailas? —le preguntó Doyle a Jessica.

Esta miró a Travis como si le pidiese permiso.

—Una buena anfitriona siempre tiene contentos a sus invitados —dijo Travis—. Adelante. Además, es hora de que obligue a Mel a levantarse.

—Gracias, Trav. —Jess le estrechó la mano mientras se marchaba—. Lo digo en serio.

En cuanto a Mel, no se había movido del sofá, a pesar de que sus compa ñeros habían pasado a ser Trevor Dicketts, Steve Pearce y su debate acerca de los méritos relativos del 4-4-2 y la formación en árbol de Navidad. El vaso que sostenía en la mano seguía medio l leno (o, como sin duda hubiese matizado Mel, medio vacío).

—Vale, se te acabaron las excusas —dijo Travis, animado—. Y antes de que los músculos que le quedan en las piernas se atrofien del todo por falta de ejercicio, usted y yo, señorita Patrick, vamos a enseñarles a los demás cómo se hace.

—Hablas de bailar, ¿no, Trav? —aclaró Mel—. En ese caso… —Levantó el vaso hacia él a modo de escudo.

—El único motivo por el que no te has terminado la bebida es porque todavía no tienes sed. Pero eso —insistió Travis— va a cambiar. Ya te he dicho que se te acabaron las excusas.

Excepto una. Travis sujetó a Mel, no con violencia o saña, si no prácticamente jugando. Cerró la mano en torno a su brazo izquierdo, justo debajo del codo, donde la extremidad aún esta ba protegida por el jersey. Apretó con delicadeza.

Y ella gritó de dolor.

De pronto, el rostro de Travis palideció hasta superar la l ividez al de la chica. De repente, bailar perdió todo su atractivo, incluso su sentido. La soltó como si se hubiese escalado los dedos.

—Arriba —le susurró, con toda tranquilidad.

—Pensaba que solo éramos buenos amigos. —EL intento de Mel de resultar graciosa fue muy débil, insulso.

—A la habitación de Jess. —No podían hablar abajo. No de este tema. Con la gente alrededor, hasta las paredes tendría oídos.

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Nadie les prestó atención a medida que subían las escaleras hacia la habitación de Jess. Travis encendió la luz y cerró la puerta tras ellos. La habitación estaba l lena de rosa y de inocencia: había peluches en las estanterías y pósteres de ponis y estrellas del pop en las paredes. Mel parecía incomoda.

—Vale —dijo Travis con frialdad—, ¿qué ha pasado?

—No ha pasado nada, Travis. —Pero Mel no pudo cruzar su mirada con la de aquellos penetrantes ojos azules—. No sé por qué me ha s subido aquí arriba. Está prohibido entrar en los dormitorios durante las fiestas de Jessica … ya lo sabes.

—Te ha vuelto a hacer daño. —No era una pregunta.

—No. —Mel reparó en una fotografía sobre la mesita de noche de Jessica en ella salía una chica rubia acompañada por sus padres y Mickey Mouse. Todos sonreían. Todos eran felices.

—Me estás mintiendo, Mel. —Travis la sujetó de la mano izquierda con la suya y con la mano libre retiró la manga del amplio jersey, revelando su pálido y delgado antebrazo—. Esto sí dice la verdad. — La piel tenía varios moratones.

—Travis, por favor. —Se l ibró de su agarre—. No mires —dijo mientras se tapaba como si la hubiese visto desnuda.

—Esta es la gota que colma el vaso, Mel, te dije que si tu padre volvía a hacerte daño, informaría a las autoridades. —Gerry Patrick, el padre de Mel. Para Travis, aquel nombre sonaba como una obscenidad. No podía pensar en aquel individuo ni visualizarlo sin sentir asco y desprecio… y algo mucho más siniestro y oscuro al recordar a su propio padre, muerto seis años atrás.

—No puedes, Trav —protestó Mel, desolada—. No lo denuncies. Sé que se lo merece… es lo mínimo que ese cerdo merece…, pero piensa en cómo se sentiría mamá si se enterase. No podría soportar semejante vergüenza, Trav. La destrozaría.

—Pues lo siento mucho por ella, pero es en ti en quien pienso, Mel. Es a ti a quien se lo ha hecho, a quien se lo sigue haciendo.

—Lo sé. No creas que no te lo… agradezco.

—No se puede maltratar a alguien, fin de la historia. La única opción correcta es poner una denuncia y acabar con esta situación de una vez. Si no

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defendemos aquello en lo que creemos, los criminales, los matones como tu padre, creerán que pueden salirse con la suya y seguirán igual que siempre.

—Lo sé, lo sé. —Mel ya había oído a Travis decir eso antes en muchas ocasiones. Le hubiese gustado decir las mismas cosas y ser así de fuerte—. Pero para ti es fácil decirlo, Trav. No es tu familia la que está implicada. No es tu padre el que… —Rectificó de golpe al recordar que no todas las heridas son visibles—. Lo siento.

—No, tienes razón —dijo Travis—. No es mi padre el que pega a sus hijos cuando está borracho. Nunca lo hubiese hecho. —Hubo una larga e incómoda pausa—. Me dijiste que no había vuelto a hacerlo. Quiero decir, así fue c omo me convenciste para que no l lamase a la policía la última vez. Te creíste sus promesas de que no lo volvería a hacer.

—Y le creí, de verdad que le creí. —Mel sonaba mucho más seria—. Las cosas habían ido bien en casa durante los últimos meses. Es que… perdió un montón de dinero apostando a los caballos… Ha sido un arrebato, Travis. Seguro.

—Tu padre no va a cambiar, Mel —suspiró Travis—. Puede que dejase de pegarte durante una temporada, pero el maltrato es como una adicción, ¿sabes? Tu padre es un adicto. Mientras sigas viviendo en esa casa…

—Y después, se acabó. —Mel dio un sonoro palmetazo—. No me quedaré mucho más. El mes que viene tenemos los exámenes y ya podré dejar el cole y conseguir un trabajo. Y entonces buscaré un piso para mamá y para mí, nos marcharemos las dos y estaremos a salvo… —Su expresión se tornó tan oscura como su ropa—. Y entonces el desagraciado de mi padre se podrá ir a la mierda, por lo que a mí respecta. —Por último, suplicó—: Así que, por favor, Travis, sé que quieres hacer lo correcto, pero… por una vez… por favor, no lo hagas.

—Mel…—dudó.

—En unos meses me habré largado de ahí. Para Navidad me habré l ibrado de papá. Hazlo por mamá, no por mí. No se lo digas a nadie.

—Debería advertir a tu padre de que lo sé, de que alguien l o sabe, y que si no se controla…

—No, Travis, por favor. No. Por favor. Deja que me ocupe yo a mi manera, ¿vale?

—No debería.

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—¿Vale?

—Mel —dijo suavemente mientras le acariciaba el pelo. Aquello empezaba a parecer la noche de los consuelos—. De acuerdo, pero si vuelve a tocar…

—No lo hará. Te lo prometo. Gracias.

Mel lo hubiese besado, pero en aquel momento se vio interrumpido por una sucesión de gritos procedentes del piso de abajo, seguida de una insustancial carcajada masculina.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

Escuchó el grito de una chica.

Travis abrió la puerta del dormitorio en un santiamén. En el rellano se encontró a Simon Satchwell, que parecía estar escondiéndose.

—Simon ¿qué pasa?

—Creo que han venido unos cuantos a fastidi ar la fiesta —gimió Simon—. Con Richie Coker.

—Coker. —Otro nombre que a Travis le sabía a rayos. Bajó las escaleras.

—Travis, espera —dijo Mel, siguiéndolo.

Efectivamente, unos cuantos habían venido a fastidiarla. Y entre ellos estaba Richie Coker. Aunque estuviese cubierto por su gorra de beisbol y la capucha de su sudadera, los rasgos duros y hura ños de aquel matón eran inconfundibles para Travis. Coker se había atrevido a venir a casa de Jessica en su cumplea ños. No está solo, por supuesto: lo escudaban sus matones, los cuales juntaban entre todos más puños que neuronas. La mayoría, que aún estaba fuera, intentaba abrir la puerta. Solo Richie y un par de sus leales lacayos habían conseguido entrar.

Y Richie le había puesto las zarpas encima a Jess.

—Venga, nena, ¿qué te pasa? —decía mientras estiraba los labios—. Un besito, un besito de cumpleaños.

—Por favor, suéltame —dijo Jessica mientras forcejeaba—. No tendrías que estar aquí. Que alguien…

Pero nadie movió un músculo. La mayoría de sus invitados (ami gos suyos) se acercaron al vestíbulo, pero al mismo tiempo parecían mantener la distancia, como si solo pasasen por all í. Travis, que ya había recorrido la mitad de las escaleras, estaba desolado: podía entender que las chicas (con la más que

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posible excepción de Mel) no quisiesen enfrentarse a Richie Coker y sus esbirros, vale. Entendía que Simon Satchwell, una víctima dentro y fuera del colegio, tampoco se metiese. Puede que los más estudiosos, como Jon Kemp, tampoco. ¿Pero Mark Doyle? ¿Steve Pierce? ¿Por qué no se enfrentaban a Coker y sus matones? ¿Cómo podían permitir que aquellos abusos tuviesen lugar sin ningún tipo de represalia?

Bueno, pues Travis no lo iba a tolerar.

—Haz lo que te dice, Coker —dijo desde las escaleras—. Suéltala.

—¡Travis! —gritó Jessica, aliviada.

Richie Coker sonrió.

—Eh, Naughton, no te imaginaba por aquí. ¿Por qué no te largas, anda? Aquí todo va bien; solo estamos siendo amables, ¿no es así, chicos? —Sus amigos esbozaron unas sonrisas dignas de un lobotomizado—. ¿Alguien más cree que hay algún problema? —dijo, desafiando a los invitados. Ninguno reaccionó—. ¿Nada? Igual eres tú el que tiene el problema, Naughton.

—E igual eres tú el que se l leva una buena si no dejas en paz a Jessica, Richie —amenazó Mel desde el hombro de Travis, tras el que se refugiaba, mientras apretaba los puños hasta cerrarlos del todo.

—¿Has estado en el dormitorio con Morticia, eh, Naughton? ¿Cómo se porta en la cama?

—Solo voy a decírtelo una vez, Richie —dijo Travis, mirándole fi jamente a los ojos—, pero te lo voy a decir despacito y con claridad porque sé que a veces te cuesta entender tu propio idioma. —Su voz y su mirada eran firmes, pero tenía el corazón a cien por hora. Sintió los dedos de Mel retorciéndole la camiseta —. Quítale las manos de encima a Jessica, lárgate y l lévate a tus idiotas. Ahora.

Los idiotas en cuestión se mofaron con un agudo aull ido de impresión.

—¿O qué? —gruño Richie Coker.

—O te obligaré.

El matón rio a carcajadas. Sus colegas le imitaron. De algún modo, aquellas burlas daban renovadas fuerzas a Travis. Sintió el pecho henchido de orgullo. Se sintió vigorizado. Inspirado.

—¿Qué me obligarás? Mira a tu alrededor, chaval. Excepto por Morticia, estás solo. Yo tengo a mis amigos.

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—No necesito a nadie para poner a gentuza como tú en su lugar —dijo Travis.

Richie Coker dejó de reírse. Observó a Travis con curiosidad.

—Ten cuidado con esa boca, Naughton, no te la vayan a partir.

—Si no te larga de aquí en quince segundos, Coker —amenazó Travis—, aplícate el cuento.

—RIch —Uno de sus l acayos tiró, nervioso, de la manga de Richie—. Viene un coche. —Una silueta oscura apareció en la carretera, dirigiendo dos haces de luz hacia la casa.

Al parecer, el señor y la señora Lane habían vuelto a casa antes de lo previsto.

Amenazar a chicos de su misma edad era una cosa. No obstante, enfrentarse a adultos… acarreaba demasiadas complicaciones.

—Total, es una fiesta de mierda —dijo Richie mientras soltaba a Jessica—. Os merecéis los unos a los otros, perdedores. —Se unió a sus amigotes y salieron corriendo a través del patio, en dirección a la calle.

—¿Si? —Les gritó Mel—. Mirad quiénes hablan de perdedores, gentuza de los… —. El resto de la frase fue irrelevante, ya que Richie Coker estaba demasiado lejos como para oírla. Mel vio a la banda saltar l a pequeña tapia del jardín y dirigirse a toda prisa hacia la carretera. Le habría hecho muy feliz que un autobús los hubiese atropellado a todos de repente.

En cuanto a Travis, él solo tenía ojos para Jessica.

—Jess, ¿estás bien? ¿Seguro? —Sus brazos también estaban totalmente ocupados con ella.

—Estoy bien, de verdad. Estoy bien. —Se esforzó al máximo por recuperar la compostura, ya que no quería que sus padres la viesen así—. Pero Travis, ha sido… pensé que sería Carrie, o algún otro invitado, pero eran Richie y sus amigos, intenté cerrar la puerta pero se las apa ñaron para entrar. Solo quería que se largasen.

—No pasa nada, no pasa nada —la consoló Travis—. Ya se han ido y no van a volver.

—Pero los que sí han vuelto son tus padres, Jesse —dijo Mel. Los Lane acababan de aparcar el coche, tras lo cual apagaron las luces y el motor.

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Pero Travis no estaba prestando atención. Se dirigió hacia los invitados, acusador.

—Y vosotros, ¿qué? ¿Es que no pensabais hacer nada? Sabéis qué Coker es un matón. ¿Qué tenías pensado hacer, mirar mientras asustaba a Jessica? ¿Cuándo ibais a reaccionar, después de que hubiese echado la casa abajo, o qué?

Por lo menos, pensó Travis, ninguno tuvo agallas para mirarle a los ojos. Ahora que la crisis había concluido, entre los invitados reinaba una atmósfera de vergüenza colectiva. Simon Satchwell oteó sobre el pasamanos, al final de la escalera, como un soldado asediado asomando la cabeza por encima de las almenas.

—Travis, Trav —dijo Jessica mientras le tiraba de la manga conforme sus padres se bajaban del coche—. Ahora da igual. Tú lo has dicho; ya se han ido. Y no quiero que mamá y papá se enteren de que han estado aquí, ¿vale? Se enfadarían y l lamarían a la policía, o algo así, y no quiero que me fastidien la fiesta, ¿vale?

—Pero si los han visto —apuntó Travis.

—Déjame eso a mí —dijo Mel con un gui ño. Saludó animadamente desde el umbral—. ¡Hola, señor y señora Lane! Qué pronto han vuelto.

—Hola, Melanie. Pensamos que ya iba siendo hora de volver —dijo el padre de Jessica.

—Parece que no hemos sido los únicos —dijo su madre—. ¿Quiénes eran esos hooligans que corrían por nuestro jardín hace un rato?

—Ni idea —mintió Mel con aplomo—. Estaban buscando a un tal… eh…Mickey. Se habían equivocado de dirección, así que se largaron.

—Corriendo por los jardines de la gente decente. —La señora Lane miró en la dirección por la que habían huido los culpables—. ¿Crees que deberíamos l lamar a la policía, Ken?

—Ya estarían muy lejos para cuando llegasen —la disuadió Mel.

El señor Lane coincidió.

—Melanie tiene razón, cariño. Serpa mejor que los dejemos correr. No nos metamos en medio. Hola, Travis, ¿qué tal? Jessica, cariño. —Besó a su hija en la frente—. ¿Os lo estáis pasando bien?

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—Sí, muchas gracias, papá —dijo Jessica, muy formal—. Muy bien. ¿A que si, gente?

Todo el mundo se mostró de acuerdo. El veredicto fue unánime; se lo estaban pasando muy, pero muy bien.

Y así, la fiesta del decimosexto cumpleaños de Jessica fue prácticamente idéntica a la del decimoquinto, que a su vez lo fue del decimocuarto. Sobre todo a medida que tocaba a su fin. En casa de los Lane, la continuidad lo era todo y la rutina proporcionaba seguridad.

El final tradicional implicaba que todo el mundo se sen tase en la mesa del comedor a cantar el “cumpleaños feliz” mientras se cortaba la tarta de cumpleaños y se brindaba por la cumpleañera. En una ocasión lo celebraron con naranjada y l imonada. Aquella noche fue el segundo año en el que brindaron con vino espumoso sin alcohol.

Y todo el mundo sonreía, todo el mundo reía mientras la madre de Jessica encendía las velas y su padre l lenaba las copas de los invitados. Hasta Simon Satchwell participó. Hasta Mel. Hasta Travis, aunque de forma muy superficial. ¿Es que ya se habían olvidado de Richie Coker? Porque él no. Mel se encontraba a su lado, ¿había olvidado ella lo que le hizo su padre? Porque él no. Pensó en Gerry Patrick, y en Richie Coker sujetando a Jessica sin que nadie interviniese.

Travis temía que, después de todo, no pudiera cumplir la palabra que le dio a Mel.

Alguien apagó las luces del comedor y todos empezaron a cantar. El fulgor amaril lo de las velas bailó ante el rostro de Jessica mientras esta se inclinaba para apagarlas. La oscuridad reinó moment áneamente, a lo que todos respondieron con virotes.

—¿Levantáis vuestras copas, por favor? —Instó el señor Lane a los invitados tras encender la luz superficial—. Me gustaría proponer un brindis. Por Jessica, nuestra preciosa hija, y por el precioso futuro que tanto ella como todos vosotros tenéis por delante. ¡Por Jessica y el futuro!

Y si la cumplea ñera tenía algún tipo de recelo con respecto a la segunda parte del deseo de su padre, se cuidó mucho de que no se notase.

Mientras tanto, a su alrededor, todo el mundo vitoreaba y aplaudía al unísono.

—¡Por Jessica y el futuro! —gritaban a coro.

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Hasta Simon. Hasta Mel.

—¡Por Jessica y el futuro!

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2

Los hijos de la Naturaleza se reunieron en el claro, como siempre, para recibir el amanecer.

—La l legada de un nuevo día ha de ser alabada y celebrada —decía siempre Roble—. Es como el nacimiento de un bebé, el comienzo de una vida, la promesa de un futuro que desconocemos.

Pero del que te puedes hacer una idea, pensó Tilo Darroway. Como aquella mañana, por ejemplo, en la que los treinta y tantos Hijos de la Naturaleza se congregaban, embutidos en sus chubasqueros, bajo un cielo plúmbeo y un follaje que no paraba de gotear. Si aquel día era como un niño, saldría arisco e infeliz. En momentos como aquel, y cada vez mayor intensidad, Tilo anhelaba una vida normal. Pero su madre, no dejaba de preguntar: « ¿No es precioso?», así que quizá era la única.

Se largó de la ceremonia en cuanto pudo y caminó con dificultad hacia su tienda de campaña, atravesando un variopinto s urtido de toscos refugios dispuestos en fi las entre los árboles de aquel lugar que Roble había escogido para los Hijos de la Naturaleza. Ya se habían encendido varias hogueras para preparar el desayuno: el humo gris ascendía a duras penas artrítico a travé s de la l lovizna.

Una vida normal, sí. Una casa hecha de ladril los y cemento, con cimientos sólidos, que no cambiase de sitio. Una dirección a la que los carteros pudiesen enviar las cartas y amigas con las que reunirse a charlar, cotil lear, escuchar cedés de música y ver telebasura (l levaba sin ver la tele desde que se unieron a los Hijos de la Naturaleza, hace dieciocho meses). Un lugar en el que la conociesen, un lugar al que pertenecer.

Filo recordaba vagamente la casa en la que vivía cuando era una niña pequeña… o, por lo menos, se la imaginaba. Pensó que debía de tener un patio trasero, ya que recordaba las interminables vueltas que daba en su triciclo

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sobre una superficie l isa de cemento, sin destino alguno, acompa ñada por su mejor amiga: una muñeca de trapo a la que, y de aquello sí estaba segura, l lamó Margarita, por las flores con las que su madre solía hacerle aquellos preciosos collares. En una fatídica ocasión, Margarita se cayó del triciclo sin que Tilo se diese cuenta, por lo quo continuó alegremente su consagrada ruta hasta que, en la siguiente vuelta, pasó por encima de la cabeza de la muñeca, rompiéndosela y acabando con su vida. Recordaba que l loró de forma incontrolable, mientras acunaba el cuerpo sin vida de Margarita contra su pecho.

Tilo deseó que aquel momento fuese tal y como lo recordaba, ya quo concluyó con su papá preguntándole qué había pasado con un tono de voz mucho más dulce del que solía util izar para hablarle a mamá. Ella le contó lo ocurrido, acongojada y sin esperanzas, y él se echó a reír, como si acabar con la vida de alguien no fuese algo de lo que preocuparse. Recordó haber mirado hacia arriba, en busca de consuelo, pero había olvidado los rasgos de su padre muchos años atrás. Sin embargo, recordaba sus manos (fuertes, cubiertas de vello negro, con las yemas de los dedos amaril lentas) quitándole delicadamente la muñeca, a la vez que le decía que echaría un vistazo a Margarita por si pudiese hacer algo por ella. Pero Tilo le dijo entre lágrimas que una vez le has quitado la vida a alguien no puedes hacer nada por él, y que se iría a vivir con Dios y el Niño Jesús. Pero su padre le dijo que todo era posible si se quería de verdad, todo, y que Margarita no estaba muerta, sino que simplemente estaba durmiendo… y que la despertar ía. Y así fue. Y Tilo recordó ser tan feliz quo no solo cubrió de besos a la ceja cosida de Margarita, sino también a su padre. Con el tiempo, se alegró de haberlo hecho. Resultó que aquella fue una de sus últimas oportunidades. Poco después, su padre se fue y no volvió a verlo jamás.

A Tilo le daba impresión de que pasó muy poco tiempo después de aquello hasta que su madre y ella también se marcharon: hicieron las maletas y abandonaron la casa con el patio trasero para siempre. Su viaje había comenzado.

De hecho, «viaje» era el término que empleaba su madre para descubrir en qué se habían convertido sus vidas, ese, o «misión» Y decía en plural el pronombre que acompa ñaba a la palabra por necesidad, más que por elección: Tilo tenía la persistente sospecha de que, en realidad, no se trataba de un viaje compartido, sino exclusivo de su madre; una misión para como solía decir con visionario orgullo, «encontrarse a sí misma». A juzgar por los a ños trascurridos recorriendo el país, viajando de comunas a campamentos, de una

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comunidad New Age o nómada a otra en busca de la auténtica Deborah Darroway, aquella no se trataba de una tarea sencil la, ya que todavía no lo habían conseguido. Sin embargo, parecía encajar dentro de los Hijos de la Naturaleza. Deborah había pas ado a ser Marjal, fiel a la costumbre del grupo de cambiar sus nombres por el de uno de los milagros de la naturaleza, como prueba de su fidelidad (por suerte, el nombre de pila de Tilo la eximió de tener que cambiárselo) La nueva Marjal Darroway había empezado a escribir poesía: loas naturaleza y a las mujeres que reunían el suficiente valor para dejar atrás el pasado y «encontrase a sí mismas». Independientemente de las consecuencias sufridas por sus hijos, pensó Tilo.

De seguir sintiéndose como aquellos días, era cuestión de tiempo que fuese ella la que dejase atrás el pasado.

Gateó al interior de su tienda y cerró la cremallera de la entrada para aislarse de la gente y el cl ima. El problema era que no tenía con quien hablar de sus sentimientos y sus miedos. Con mamá no, eso desde luego… En aquellos días, los únicos sentimientos que le importaban a Marjal Darroway eran los suyos. ¿Los demás adultos? Estaban satisfechos viviendo en el bosque, no entenderían que alguien quisiese algo más. ¿Roble? Ni de coña. El día que l legaron al asentamiento de los Hijos de la Naturaleza, Tilo le preguntó:

—¿Y la comida? ¿Y la ropa? ¿Y Las medicinas? ¿Y el dinero?

—Ah, mujer de poco fe —respondió Roble, con tacto—. Mira los animales y pájaros que comparten este bosque con nosotros. ¿Cuál de ellos se preocupa de tales asuntos? Y, sin embargo, la naturaleza, en su generosidad, cuida de todos. Los pensamientos materialistas son propios de mentes materialistas. Libera la tuya para descubrir la belleza que nos rodea. La madre nat uraleza conoce las necesidades de sus hijos y las satisfará.

Las ayudas sociales que la comunidad recibía en la oficina de correos de Willowstock también ayudaban, pero Roble nunca hablaba de ellas. Siempre parecía metido en su papel de Juan el Bautista en un remake de Jesús de Nazaret. La verdad es que su aspecto encajaba: greñudo, barbudo, asilvestrado y convencido de estar siempre en lo correcto. No, Tilo no conseguiría nada del autoproclamado padre de los Hijos de la Naturaleza. Pero ,¿y su hijo? Fresno tenía dieciséis a ños como ella. Eran los único chicos de aquella edad en todo el asentamiento, por lo que habían pasad el último año y medio juntos. De vez en cuando, Tilo tenía la impresión de que Fresno quería estar aún más unido a ella, y en ocasiones le gustaría permitírselo. Pero, en cualquier caso, si había alguien

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con quien podía compartir sus conflictos y anhelos más íntimos, ese alguien era Fresno. Casualmente, aquella ma ñana les tocaba a ellos recorrer los casi dos kilómetros que los separaban de Willowstock para ir a por provisiones. Quizá podrían charlar por el camino.

Tilo se miró en el pequeño espejo que conservaba entre sus escasas pertenencias. Todavía entraba poca luz en la tienda, pero bastaba para concluir que la l lovizna no había terminado de arruinar su aspecto… aunque quizá solo estuviese esperando el momento oportuno. En cualquier caso, se pasó un peine par su enmarañado cabello. En el pasado lo l levó largo, pero los rigores de la vida al aire l ibre y el l imitado suministro de productos de belleza anunciados por supermodelos que había en el campamento la convencieron para cortárselo. Aquel cambio hizo que sus ojos miel pareciesen más grandes, que sus labios destacasen más y que se acentuase el aspecto delicado de su rostro, dándole la apariencia de un elfo: quizá, después de todo, pertenecía al bosque. O quizá no. En cualquier raso, era ella quien debía tomar esa decisión.

Una mano dio unos golpecitos sobre la tela de la tienda de campaña.

—Tilo, ¿estás ahí? —Era Fresno. Respondió que sí—. ¿Te apetece desayunar antes de ir al pueblo?

—Ya voy.

Avena y café. Ambos en cantidad, pero ambos carentes de sabor. Tilo solía decir que si cerrabas los ojos y dejabas que alguien te lo metiese en la boca, no podías distinguir la avena del café. Se lo hubiese dicho una vez más a Fresno aquella mañana, pero su enfado se vio apaciguado por el reparo: Roble había decidido comer con ellos.

—Me he fi jado en que hoy te has marchado de la ceremonia matutina bastante… deprisa, Tilo —observó el l íder de los Hijos—. Y sin tu habitual sonrisa. ¿Te encuentra mal?

A esos ojos bril lantes no se les escapa nada, ¿verdad que no?, pensó Tilo.

—No, estoy bien. Gracias, Roble. He pasado una mala noche, eso es todo.

—Ah —asintió Roble, comprensivo—. Los sueños atormentados suelen ser fruto de una mente atormentada, ¿no lo sabías, Tilo? ¿Quizá haya algo atormentado en tu mente?

—No, estoy… —Pero sí. La pregunta acerca de su estado se lo recordó súbitamente. Se sorprendió de no haberse acordado de aquello hasta entonces—

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. De hecho, puede que Fresno y yo tengamos que hacerle una visita al médico cuando vayamos a Willowstock para hablar con el doctor Parker.

—Entonces, ¿te encuentras mal? —dijo Roble.

—No.

—¿Qué pasa, Tilo? —preguntó Fresno, preocupado,

—Nada, estoy bien —reiteró Tilo—. Pero creo que nos vendría bien a todos visitar al médico.

—¿Por qué, Tilo? —preguntó Roble con suavidad, como si supiese la respuesta.

—Para saber más de este brote de gripe. Para comprobar si se está expandiendo. El sábado me dijeron en la oficina de correos que está cebándose con las ciudades, y ayer, cuando Arco Iris y Cielo volvieron, dijeron que ha habido casos en Willowstock. —Roble se l imitó a mirarla, con benigna condescendencia—. Quizá deberíamos tomar precauciones.

—Ya hemos tomado precauciones, Tilo —dijo el hombre con una sonrisa—. Nos hemos alejado de la mal l lamada civil ización. Hemos abandonado la carretera y nos hemos adentrado en el bosque. Somos los Hijos de la Naturaleza.

—Sí, ya lo sé —reconoció Tilo—. Pero, la verdad, no me explic o cómo va a impedir eso que no nos pongamos enfermos.

—¿Cómo que no? —Roble parecía compadecerse de ella.

—Escucha a papá, Tilo —la aconsejó Fresno, lo cual no era una buena señal.

—Esta enfermedad, este virus —dijo Roble—, o sea lo que sea, no proviene de la naturaleza, eso es evidente. Si lo que hemos oído es cierto, es antinatural, un castigo contra aquellos que abusan de la naturaleza en su día a día, aquellos que le han dado la espalda. Solo afectará a los materialistas, no a los Hijos de la Naturaleza.

—Pero dicen que está muriendo gente —protestó Tilo—. ¿Quieres decir que es culpa suya?

—La naturaleza nos ha otorgado un regalo el l ibre albedrío, joven I —apuntó Roble—. Y por ello, debemos asumir las consecuencias de nuestros actos. Podemos rechazar a la naturaleza o podemos abrazarla

—Así que crees que seremos inmunes.

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—Vivimos en comunión con el bosque, con armonía con la naturaleza —Roble cerró los ojos y alzó el rostro hacia el mustio cielo—. Esta enfermedad no puede causarnos ningún mal.

—Esperemos que tengas razón —murmuró Tilo.

—No entiendo por qué te has molestado en discutir con mi padre acerca de esta enfermedad —dijo Fresno mientras Tilo y él caminaban a través del bosque, en dirección a Willowstock—. Nunca escucha. Es mucho más fácil decir lo que quiere oír cuando lo tienes delante, y lo que realmente piensas a sus espaldas.

—Esa forma de actuar suena un pelín falsa —dijo Tilo, riendo. No estaba muy segura de si Fresno hablaba en serio o no.

El muchacho encogió sus anchos hombros.

—Bueno, una mentiri ji l la no hace daño a nadie.

—Así que, ¿vamos a ir a ver al médico? Entonces es obvio que no te crees eso de que pertenecer a los Hijos de la Naturaleza sea tan eficaz como una vacuna. Les resultaba extraño hablar de enfermedades y epidemias estando rodeados de la paz y tranquilidad del bosque. La l lovizna matutina había amainado y, lo que era aún mejor, las nubes habían empezado a desaparecer, anticipando un día soleado repentino. Quizá Roble estuviese en lo cierto. En aquel momento, parecían a salvo de cualquier mal.

—No me creo ni una palabra de mi padre—protestó Fresno—.Miente más que habla.

—¿Qué? —Así que su fornido acompañante iba en serio. Tilo lo contempló con curiosidad: sus lacios mechones de pelo castaño estaban tan descuidados corno los de su padre, aunque lucía un vello facial mucho menos abundante; sus facciones eran más duras y podían hacerlo parecer hosco, hasta que sonreía.

El chico hizo un gesto que muchos hubiesen interpretado como una mueca de desprecio.

—Venga ya, Tilo, tú no te creerás todo lo que dice como el resto, ¿no? Todas esas chorradas de vivir en armonía con la naturaleza y que ella nos protegerá como protege a los animales y a los pajaritos, ¿no? —Desde luego, la asti l la había salido muy distinta al palo—. Los animales se comerían a los pajaritos, y entre ellos, si tuviesen la oportunidad. No me creo todo ese buen rollo. La

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naturaleza es sangre y muerte, no bondad y piedad como dice mi padre, y él lo sabe. Así que, ¿quién está siendo un falso?

—Entonces ¿no crees que podamos aprender nada de la naturaleza?

—Oh, claro que podemos aprender una lección, la única que importa: Ios fuertes sobreviven y los débiles no. Eso es todo. Tienes que aprender a ser fuerte.

—Si eso es lo que piensas —dijo Tilo—, ¿por qué sigues con los Hijos de la Naturaleza? ¿Por qué no te marchas? Ya tienes edad para conseguir un trabajo o algo así.

—¿Y por qué no te marchas tu?Sé que no eres feliz en el asentamiento. Lo noto.

—¿Ah, sí? —La voz da Tilo denotaba tristeza, pero, no obstante, ella quería seguir con el tema—. Fresno, es que… pasar el rato en el bosque todo el día, vivir… existir… con tan poca cosa es algo que no voy a poder hacer eternamente. Tiene que haber algo más. Creo que merezco algo más. Un desafío. Un objetivo. Algo que superar cuando todavía puedo. No sé… Vale, sí, Arco Iris y Cielo nos enseñan cosas y los últimos a ños he ido de vez en cuando al colegio. No me dan envidia los chicos de nuestra edad que van a tener que hacer el examen de secundaria este año, pero en parte sí que me siento un poco celosa, porque al menos sus exámenes les abrirán oportunidades para l levar su vida por caminos nuevos. Eso es lo que quiero: algo que me ponga a prueba, que le dé significado a mi vida. Vivir con los Hijos es muy l ineal, muy restrictivo. Quiero ver más allá. Quiero viajar más allá de los árboles.

—¿No crees que tu madre te echará de menos si te vas?—dijo Fresno.

—No creo ni que se dé cuenta. —Tilo sonó resentida. Demasiado.

— Entonces ¿qué te lo impide?

—Supongo que el miedo a buscarme la vida. Es un paso tan grande que impresiona. Y quiero darlo, pero… —Tilo buscó las palabras para expresar, aunque fuese aproximadamente, lo que sentía—. Dicen que saberse parte de un grupo da seguridad, ¿no? Si me quedase con mamá, con tu padre y los demás, los tendría a ellos; si me marchase, no tendría a nadie. Estaría sola, y no quiero estarlo jamás.

—Pues no lo estés —le dijo Fresno.

Tilo se paró en seco y levantó la mano para detenerlo a él también.

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—¿Qué quieres decir? —Le miró a la cara, intentando adivinar s us intenciones—. ¿Vendrías conmigo? ¿Nos iríamos juntos?

—Me da igual despedirme de toda esta mierda: solo estoy buscando el momento oportuno. Y puede que ya haya l legado.

—¿Funcionaría, Fresno? —preguntó Tilo—. ¿Tú y yo?

—Oh, yo creo que sí—dijo Fresno—. Creo que nos iría bien juntos—, en más de un sentido.

Le acarició la mejil la y el cuello con los dedos. Eran cálidos y fuertes. Tilo tembló al sentir su tacto.

—Entonces vámonos juntos. -Rió ante aquella idea tan valiente. El corazón le iba a cien por hora—. No hay motivo por el que no podamos hacerlo.

Fresno se inclinó hacia delante. Iba a besarla. Aquel gesto sellaría su unión, que era lo que Tilo deseaba. Ella también se inclinó hacia él. Pero no se besaron. Un estrépito procedente de la maleza los alertó a ambos. Venía alguien. A toda prisa, siguiendo sus pasos. ¿Uno de los suyos? ¿Alguien del pueblo, quizá? Tilo descartó esa posibil idad. Una oscura si lueta apareció en el follaje.

—Fresno… —le cogió de la mano con fuerza. De entre los árboles surgió un hombre, avanzando a trompicones. Pese ser un hombre, no parecía mucho mayor que los dos adolescentes, y su rostro l levaba grabado el miedo irracional de un ni ño acosado por las pesadil las. Pero l levaba el uniforme de combate de un soldado. Y un fusil . Y lo apuntaba hacia Tilo y Fresno.

—No os mováis —advirtió—. No os mováis o disparo.

Algunos hábitos del desayuno de Travis no habían cambiado en absoluto con el paso del tiempo. Todavía se sentaba ante la tele mientras comía un boI de cereales. Mamá seguía advirtiéndole desde la cocina que, si no se daba prisa, l legaría tarde al colegio. Pero Travis había dejado de ver los dibujos animados. Durante los últimos seis años, veía un informativo matinal. También veía los informativos a las seis, y una vez más a las diez, y de vez en cuando ponía el canal de noticias entremedias, para asegurarse. Era importante, vital incluso, estar al corriente de las acciones de los hombres malos. De hecho, se había convertido en una obsesión para él, una obsesión que nació después de perder a uno de los elementos principales de las mañanas de los Naughton: su padre.

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En el informativo de aquella mañana, Natalie Kamen lucía una expresión completamente seria.

—La reciente epidemia de gripe continúa su avance, asolando el país —decía—. Contaremos con el ministro de Sanidad en nuestro estudio y recibiremos informes de hospitales de toda la nación. También viajaremos aún más lejos, a Europa, Estados Unidos y China, para conocer cómo están enfrentándose a la que se está convirtiendo en una de las pandemias más extendidas de la historia. Pero, si ya está sufriendo los síntomas en casa tenemos un remedio: en breves instantes, podrán escuchar a Melody Summers cantar la canción con la que representará al Reino Joido en Eurovisión, «Despierta con el mundo».

Travis pensó que, ya puestos, preferiría despertarse con Natalie Kamen, si a ella no le importaba. Sin embargo, no terminaba de parecerle bien que una presentadora fuese tan atractiva. Las presentadoras deberían ser como bibliotecarias: con pinta de estudiosas, correctas, con grandes gafas y un poco grises. ¿Cómo puñetas iba a concentrarse en los titulares con Natalie Kamen distrayéndolo?

—Es demasiado mayor, demasiado rica y demasiado guapa para ti.—Jane Naughton asomó la cabeza por la puerta del salón. Travis solía preguntarse si todas las madres tenían poderes psíquicos, o solo la suya-. Y si no l legas al colegio Travis, también estará demasiado formada para ti.

—¿Nunca has pensado en dar discursos de motivación, mamá? —dijo con una sonrisa.

—Ya tengo bastante con asegurarme de que estás l isto para irte por la mañana —contestó su madre—, como para…—Sonó el teléfono—. ¿Quién será a esta hora?

—Natalie Kamen —predijo Travis—. Está loca por mí.

Lo cierto es que si quería l legar a tiempo a casa de Mel, no tenía tiempo para interesarse por quién l lamaba, así que se bebió el café de un trago.

—Es la abuela —anunció Jane Naughton—. Quiere saber si estás bien ¿Tienes síntomas de la enfermedad?

—¿La enfermedad? ¿Ahora es su nombre propio? —En la televisión, un reportero informaba desde el pasil lo de un hospital en alguna parte de Leeds —. No es más que una gripe, ¿no? No es una plaga bíblica. ¿Y Cómo están ellos?

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—Estamos bien, mamá —corroboró Jane Naughton—. ¿Y vosotros?

—… el número de pacientes es abrumador —decía el reportero—. El hospital tiene todas las habitaciones repletas desde ayer por la noche, pero no dejan de l legar enfermos a los que no queda más remedio que dejar en el pasil lo dada la falta de espacio. —Los pacientes, vestidos con batas blancas, tosían y se quejaban mientras languidecían sobre sus camas colocadas contra las paredes del hospital, tal y corno había informado el corresponsal. Los médicos iban y venían a toda prisa, agobiados y confundidos—. Esta caótica historia se está repitiendo en todos los hospitales de la ciudad.

—La abuela dice que están los dos bien —dijo Jane Naughton—. Ya se han vacunado contra la gripe, pero el abuelo no cree que vaya a servirles para nada. No cree que se trate de una epidemia de gripe.

—Los padres de mis amigos piensan lo mismo —comentó Travis—. ¿Qué cree el abuelo que es, entonces?

—«La enfermedad.»

—¿Qué cree papá que es, mamá?

El informativo había devuelto la conexión al estudio. La exuberante Natalie entrevistaba a un experto en enfermedades infecciosas acerca de la enfermedad.

—El abuelo cree que es fruto de un accidente, o algo así, en unas instalaciones secretas del gobierno en el que desarrollan armas biológicas.

—Ah, ¿sí? —preguntó Travis, sin una pizca de sorna.

El experto en enfermedades infecciosas hablaba del porcentaje de muertes.

—Mamá, ¿de dónde saca esas ideas? —la rega ñaba Jane Naughton, divertida—. Dile a papá que debería leer menos l ibros de ciencia ficción y echarte una mano más a menudo con las tareas de la casa… Sí, mamá, ya sé que él hace su parte, solo estaba…

Muertes. Estaba muriendo gente. Y no solo en países en los que cualquier desastre bastaba para causar víctimas, sino también all í, en las ciudades, en las calles británicas. Un número reducido, según explicaba el experto. Un número reducido. La exuberante Natalie hizo hincapié en aquel dato, como si tuviese que tranquilizar a los espectadores. Pero Travis no se dejó enga ñar. Que el recuento total no fuese estadísticamente significativo no importaba en

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absoluto si un ser querido se encontraba entre los muertos. No había más que mirar al número de policías muertos en actos de servicio, por ejemplo … Ese era el problema de los expertos. Vetan Información, no gente.

—Mamá, no creo que sea necesario. Ya te he dicho que estamos lo s dos bien, ni siquiera tenemos mocos.

Muertes. A causa de la enfermedad. En todos los países del mundo. Por lo que comentaban, el plan del gobierno de administrar vacunas (almacenadas en grandes cantidades y protegidas por la policía de ciudadanos ansiosos) estaba en marcha. Se decía que incluso animarían las largas colas con espectáculos, aunque había vacunas de sobra para todos. Travis pensó, incómodo, en la banda de música que tocaba «Cerca de ti, Señor» mientras se hundía el Titanic.

—Travis —susurró su madre desde el otro lado de la estancia—. El abuelo y la abuela quieren que vayamos a Willowstock. —El pequeño pueblo en el que vivían, a casi doscientos kilómetros de distancia—.Creen que estaremos más seguros all í. —Negó con la cabeza—. Se preocupan por cada cosa

—Ya te digo, mamá —dijo Travis. Al parecer, la alegre actuación de Melody Summers y su «Despierta con el mundo» iba a posponerse. Por lo visto, Melody se encontraba un poro pachucha. La exuberante Natalie le deseó una pronta recuperación.

—De momento nos quedamos, mamá. —Jane Naughton intentaba poner fin a la conversación por todos los medios—. Si la situación empeora nos lo replantearemos, pero no quiero… Sí. ¿Travis? ¿Quieres , charlar un rato con la abuela?

Por desgracia, antes tenía que hablar con alguien. Sintió que se le encogía el corazón.

—Lo siento, no puedo. Tengo que ir a casa de Mel.

—¿Ahora? —preguntó su madre, sorprendida—. Pero si solo son las…

—Ya, lo siento. Dile a la abuela que les daré un toque esta noche.

—Travis…

Apagó la tel evisión de camino al vestíbulo y Natalie Kamer desapareció. Travis no lo sabía, pero no volvería a verla jamás.

***

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—Lo digo en serio. —El soldado contemplaba a los adolescentes con gesto desencajado—. Como os mováis, disparo. —Su dedo temblaba en el gatil lo, al igual que todo su cuerpo.

—Vale, de acuerdo, tranquilo —dijo Fresno, intentando apaciguarlo—. No nos vamos a mover, ¿ves? —Tilo, desde luego, estaba quieta del todo—. Tranquilo.

—Bien, muy bien. No quiero hacer daño a nadie. —Los labios del soldado temblaban como los de un niño a punto de l lorar.

Tilo fue perdiendo el miedo.

—¿Por qué no bajas el arma? Así…

—No. No. —Una urgencia febril volvió a adueñarse del soldado, que apuntó el arma hacia ellos, amenazador.

—Muy bien, Tilo —murmuró Fresno.

—Si ba jo el arma os escaparéis, y si os escapáis no podréis escuchar, y tenéis que escucharme. Todo el mundo tiene que escucharme.

—Somos todo oídos —confirmó Fresno. La voz del soldado se entrecortaba por continuos sollozos.

—Ya viene. No podremos detenerla. Vi ene a por todos nosotros. Viene a por vosotros.

—¿Qué? —preguntó Tilo—. ¿Qué viene?

—Si supiesen que estoy aquí… Pero la gente tiene que escucharme. Ya viene, y será el fin.

—¿El fin? —Un escalofrío (aún mayor que el que sentía al estar siendo apuntada por un soldado fuera de sí) heló el corazón de Tilo.

—De todo. De to-do. —El soldado se encogió, como si lo abrumara un gran pesar—. Tengo que l legar a casa. Tengo que l legar a casa antes de que sea demasiado…

—¡Tilo! —la advirtió Fresno.

El soldado levantó l a cabeza en una fracción de segundo y un alarido de desesperación manó de su garganta cuando, de entre las sombras del bosque, aparecieron más soldados, dejándose ver a medida que rodeaban a su joven compañero y a los dos Hijos de la Naturaleza. Eran unos doce y, pese a encontrarse a unos veinte metros de distancia, Tilo no les había oído acercarse.

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Llevaban ropa de combate. Armas automáticas. Rostros cubiertos por lo que parecían máscaras antigás. Y apuntaban hacia sus tres objetivos.

—Escuchen, no… no conocemos a este tipo —dijo Fresno a los mudos soldados—. No queremos problemas.

—No dejéis que me lleven —le rogó el joven militar a Tilo, desesperado —. Quiero ir a casa. No quiero volver. No servirá de nada. Decídselo.

Pero Tilo se había quedado sin habla.

Los soldados avanzaron.

—¡Recordad lo que he dicho! —advirtió el joven—. ¡Ya viene!

Cuando le vio mover su fusil , Ti lo estaba convencida de que iba a dispara a los soldados enmascarados, l levándose a quien pudiese por delante antes de morir. Después se dio cuenta de lo que realmente quería hacer: colocó el cañón del arma bajo su barbil la y apretó el gatil lo. Un único disparo resonó por todo el bosque.

Tilo profirió un alarido que precedió al grito de terror de Fresno.

Los soldados no hicieron ni un ruido.

Los adolescentes se abrazaron y Tilo se alegró de haber cerrado los ojos justo a tiempo. Pero no se atrevía a seguir cerrándolos: mejor tenerlos abiertos, por si tuviese que rogar por su vida, lo cual parecía bastante probable. Algunos soldados se dirigieron hacia el cuerpo del suicida, pero el resto no dejó de apuntarlos a Fresno y a ella.

—Por favor —rogó—, no nos maten. No tenemos nada que ver con… todo esto.

Quizá la creyeron. Quizá por eso, después de haber recogido el cuerpo del joven del suelo y haberlo l levado al interior del bosque hasta hacerlo desaparecer, los restantes soldados se marcharon sin mediar palabra, como si sus lenguas hubiesen desaparecido junto con sus rostros. Se fundieron con el entorno. Desaparecieron como fantasmas. Unos segundos después, fue como si nunca hubiesen estado ahí, como si aquel incidente no hubiese sido más que un espeluznante sueño.

—Dios mío —exhaló Fresno.

***

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La madre de Mel abrió la puerta, dejando entrever algo de nerviosismo. Pero bueno, todo lo que hacía su madre estaba impregnado de nervios. Era una mujer extremadamente pálida, lánguida, que parecía hecha de papel.

—Travis —dijo con una rápida sonrisa.

—Buenos días, señora Patrick. Otro lunes.

—Pasa —le invitó la mujer—. Mel ya está casi l ista.

—¡No, no lo está! —Mel estaba subiendo las escaleras. Su ropa era tan oscura, amplia y cubría tanto como solo la más creativa interpretación del código de vestimenta podría concebir—. ¿Qué horas son estas, Trav? ¿Esta semana empiezan las clases antes, o qué?

—No podía dejar de pensar en ti —bromeó Travis.

—Ugh. Discúlpame un momento, tengo que ir a vomitar. —Mel subió las restantes escaleras.

Bien, pensó Travis. Estaría ocupado con otra cosa durante cinco minutos. Pero no necesitaba ni uno más.

—¿Quieres… pasar a la cocina, Travis? —le preguntó la madre de Mel.

—¿Podría esperar en el salón, con su permiso, señora Patrick? —dijo Travis.

—Gerry está en el salón —menciono la mujer, como si no se lo recomendase.

—Ya.

En el salón. En el sofá. Viendo el canal de deportes, con una botella de cerveza en la mano y coli l las recientes en el cenicero, justo enfrente. Sin afeitar y pasado de peso. Si hubiese que escoger a un hombre para i lustrar la definición de «gandul», ese hombre sería Gerry Patrick. Era la prueba definitiva de que los clichés están basados en hechos reales. Muy reales.

Travis recordó una l ínea de Shakespeare que su profesora de inglés alabó en una ocasión. De El rey Lear. El anciano rey l loraba sobre el cadáver de su hija predilecta: «¿por qué ha de vivir un perro, un caballo, una rata, y en ti no hay aliento?». En aquella ocasión, Travis supo exactamente a qué aludía el bardo: a la arbitrariedad de la existencia, a lo injusto de la vida y la muerte. Su propio padre había muerto luchando por traer orden a la sociedad , asesinado mientras intentaba hacer el bien. Y escoria como Gerry Patrick seguía vivita y coleando, abusando del concepto de la paternidad. Casi no lo podía soportar.

Tuvo que hacer un sincero esfuerzo por no mostrar su desprecio.

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Patrick no se anduvo con tantos miramientos.

—Tú otra vez —gruño después de que Travis entrase en el salón y cerrase la puerta—. Veo que sigues rondándole a nuestra Melanie.

— Buenos días, Gerry —dijo Travis sin apenas separar los labios.

—¿Gerry? A mí dirígete como «señor Patrick», chaval. Muestra un poco de respeto.

—El respeto hoy en día hay que ganárselo, ¿no lo sabías, Gerry? Y tú no te lo has ganado.

—Niñato de los…—Si lo que el hombre quería era ponerse en pie de un salto, fracasó. El prominente lastre que le colgaba de la tripa no le permitía incorporarse con rapidez, por lo que tuvo que conformarse con levantarse torpemente, como una morsa furiosa.

A Travis no le impresionaba. No retrocedió.

—¿Qué, quieres pegarme, Gerry? ¿Igual que le pegas a Mel?

El hombre permaneció en silencio un instante.

—No sé de qué hablas.

—Sí, sí que lo sabes. Ambos lo sabemos. He visto las marcas.

Gerry Patrick resopló con desprecio.

—Seguro que sí —murmuró—. Se tropezó con la puerta. Siempre se tropieza con las puertas. Es muy patosa.

—¿Sí? Bueno, pues entonces ¿por qué no te vuelves a sentar? No tenemos mucho tiempo, pero creo que podríamos tener una charla acerca de la «torpeza» de Mel.

Gerry Patrick se quedó mirando a Travis, pero volvió a sentarse. Era un bruto, pero no era tonto.

—Di lo que tengas que decir y lárgate.

—Será un placer hacer las dos cosas. Verás, Gerry —dijo Travis—, me gustaría que Mel se volviese un poco menos, como decías, patosa. Por su propio bien. No quiero volver a oír que se ha chocado con una puerta, o que se ha caído por las escaleras, o de la si l la. Quiero que viva sana y segura en esta casa, y espero que hagas algo al respecto. Porque – Travis se sentía cada vez más furioso –, si vuelvo a verle alguna marca encima, algún moratón, cualquier

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prueba de que le han pegado, que es lo que yo creo que pasa, denunciaré al responsable a las autoridades. Y no quieres que haga eso, ¿verdad, Gerry?

Patrick lo contempló, inexpresivo, durante unos segundos. Después dejó escapar una breve risa socarrona.

—Me importa una mierda lo que hagas, chaval. Denúnciame si quieres. Te reto. Nadie te creerá, ¿y sabes por qué? Porque Melanie nunca dice nada malo de su viejo. Como mi encantadora esposa. Lo sé. Y seguro que tú también lo sabes. No me acusarían de nada.

—Ya veremos. ¿Quieres arriesgarte?

—Y Melanie no volvería a dirigirte la palabra. ¿Eres tú el que se quiere arriesgar, Travis, chavalote? – Gerry Patrick estaba convencido de que tenía la sartén por el mango –. Estoy seguro de que no tiene ni idea de que estás amenazando a su papá con esa actitud de l isti l lo tan tuya, ¿verdad? Claro que no. No le gustaría.

Travis intentó ignorar la verdad que contenían las palabras de Patrick. Tenía que centrarse en lo que era correcto.

—No quiero que le vuelvas…

—Chaval… —se burló Patrick—. Te estás metiendo en asuntos que no te conciernen. Como tu viejo, el madero. Y mira cómo acabó. Metió las narices donde nadie le mandaba y se l levó un navajazo a las costil las, por las molestias. Es una pena y todo eso, pero…

—Cállate —gruño Travis entre dientes. Sus ojos azules bril laban de ira —. No tienes derecho a hablar de mi padre. —Seguía albergando dolor y cólera en su interior, que bull ían hasta el punto de que, en ocasiones, creía que la rabia y el resentimiento iban a adueñarse de él. ¿Por qué ha de vivir u n perro, un caballo, una rata, y en ti no ha aliento?

Gerry Patrick rio con frialdad mientras bebía de la botella y cambiaba el canal de la televisión.

Pero Travis se tranquilizó. Se controló. Se volvería loco si se dejaba consumir por la pérdida y abatir por el dolor, si intentaba pelear contra un pasado que no podía cambiarse o si se preocupaba eternamente por aquello que no podía comprender. La muerte de su padre había sido una tragedia sin sentido, una afrenta a la justicia, pero papá no querría que tam bién acabase con Travis. Travis no se dejaría vencer. Sobreviviría. Sería fuerte.

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Y no aguantaría chorradas de gente como Gerry Patrick.

—Quizá tengas razón…—admitió.

—¿Qué? ¿Sigues aquí, chaval?

Se sintió más confiado.

—Puede que tengas razón: Mel y su madre no testificarían acerca del pedazo de mierda que eres, Gerry. Has tenido a ños para aterrorizarlas e intimidarlas, así que no las voy a culpar por ello. Te culpo a ti. Y te prometo una cosa: si vuelves a tocar a Mel aunque sea una vez, no informaré a l os servicios sociales ni te denunciaré a la policía. Tendré una pequeña charla con algunos de los amigos de mi padre que siguen en el cuerpo, a los que no les gusta la gentuza como ti, Gerry. Y les gustarás aún menos cuando se enteren de lo que piensas de mi padre y su sacrificio. Estoy seguro de que, entre todos, estarán encantados de acusarte de algún delito que no necesite el testimonio de Mel. Y entonces, despídete de tu sofá y di hola a la cárcel. Lo haré. Lo prometo.

Gerry Patrick miró a Travis a los ojos y vio algo en ellos: valor, decisión. Ni un ápice de miedo. Y dejó de reír, de jactarse y de burlarse.

—Vale —claudicó, a regañadientes—. Vale. Me hago a la idea.

—Ponle un dedo encima y verás.

—Lo que tú digas.

—Y que no se entere Mel de nuestra pequeña charla.

Gerry Patrick asintió, tenso.

Mel entró corriendo en el salón, con los zapatos y la chaqueta puestos. Miro con preocupación a Travis y a su padre, como si anticipase problemas.

—¿Estás bien, Travis? —preguntó con cautela.

Travis se volvió hacia ella y sonrió.

—Como nunca —dijo.

El autobús escolar l legaba tarde. Demasiado.

—Me da que no va a venir —observó Mel.

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—Sí, eso parece —dijo Travis, que seguía un poco absorto pensando en la confrontación que había tenido con el padre de su amiga. ¿Había hecho lo suficiente? ¿Había conseguido poner fin a los abusos de Gerry Patrick? ¿O solo había empeorado las cosas? Lo preocupante de esa última posibil idad es que ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto.

—Supongo que el conductor habrá pil lado la gripe y no habrá venido a trabajar. —Mel miró alrededor—. Y puede que no sea el único. —El número de estudiantes congregados en la parada era más escaso de lo habitual, incluso para ser lunes.

—Quizá. —De pronto, a Travis se le ocurrió algo, una curiosi dad—. Pero fíjate, el sábado la gente hablaba de que los padres y los due ños del establo ese al que va Alison están enfermos, igual que los profesores… pero ningún joven. Todos los enfermos son adultos. ¿No te parece raro?

—Los jóvenes tienen mejor salud que los adultos —dijo Mel—. Es gracias a la dieta que l levamos: rica en grasas y azúcares, y a la fruta y la verdura, ni mirarlas.

—En serio, Mel —dijo Travis—. ¿Conoces a alguien de nuestra edad o menor que haya contraído la gripe?

—¿Y los chicos que no están aquí ahora?

—Estarán cuidando de sus familiares enfermos. O haciendo pellas con la gripe como excusa. —«La enfermedad»—. ¿Conocemos algún caso?

Mel se encogió de hombros.

—Pido el comodín del público.

—Mel…—Travis negó con la cabeza, apremiante.

—Vale. Bueno, ahora la cuestión es: ¡discutimos esas teorías tan raras mientras vamos andando al cole como estudiantes modélicos o las discutimos en tu casa, con un café y música, en vista de que el sistema nos ha dejado tirados en la parada del autobús…?

—Ninguna de las dos —dijo Travis—. Perece que ya vienen a rescatarnos.

Un coche se acercó, con los intermitentes puestos, a la parada del autobús: era el coche del señor Lane. Conducía él y a su lado iba Jessica, vestida con un conjunto que parecía comprado aquella misma mañana.

Jessica bajó la ventanil la mientras Travis y Mel se aproximaban al vehículo.

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—¿No aparece el bus? ¿Queréis que os l levemos?

Subieron al coche y le dieron las gracias y los buenos días de rigor al señor Lane, recordándole una vez más lo bien que se lo habían pasado en la fiesta de Jessica.

—Hoy no esperéis ver muchos autobuses circulando —dijo el chófer después de que los jóvenes hubiesen terminado—. Ya lo han dicho por la radio: están en servicios mínimos. Los conductores están enfermos, dicen que a causa de la gripe. Una buena excusa para que los vagos se escaqueen. —El señor Lane era el director de una compañía de envases desechables. A veces se le notaba.

—Papá —le reprochó Jessica.

—Creo que puede ser algo más que eso, se ñor Lane —dijo Travis—. En las noticias decían que la situación es grave: la enfermedad se extiende por todas partes y hasta ha habido muertes.

Jessica se estremeció al oír la palabra. La muerte era un cambio impensable.

—Creo que las cosas van a empeorar mucho antes de empezar a mejorar.

—Eso es lo que dice todo el mundo, Travis —dijo el señor Lane—. Pero yo que tú no me creería todo lo que dicen. Los gobiernos tienen la costumbre de prepararnos para el peor escenario posible y así l levarse el mérito cuando las cosas resultan no ser tan graves como anunciaron. Dicho esto —admitió mientras se incorporaba a una carretera principal, sin la típica ayuda de un amable conductor que le indicase con las luces cuándo hacerlo—, parece que esta mañana hay menos tráfico de lo habitual.

—El periódico de papá ha empezado a l lamar a la gripe «la enfermedad» —dijo Jessica, mientras un escalofrío le recorría el cuerpo—. Al principio es como una gripe: los primero síntomas son tos, dolores, fiebre y cosas así…, pero no es una gripe. O eso dice el periódico de papá. Con el tiempo, te salen unos círculos rojos asquerosos por todo el cuerpo, como un sarpull ido. También según el periódico. Pero no sé hasta qué punto es así, ¿y vosotros?

—No sé de dónde saca el periódico esa información —dijo el señor Lane, escéptico.

—El informativo de la mañana no decía nada de eso —dijo Travis, ceñudo.

—Exacto. Lo más seguro es que se lo hayan inventado.

—O es una verdad que no quieren que oigamos. —Y no es que a Travis le gustase pensar que la exuberante Natalie le había ocultado información.

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—Tu tranqui —dijo Mel—. Pongamos que lo del sarpull ido es cierto. Todos hemos pasado por eso, ¿no? Quiero decir que podría ser peor. Podría ser como la peste negra, con las bubas apestosas, supurantes e hinchadas saliéndote en las axilas y, bueno, en otros lugares. Si cogías eso sí que te ibas al otro barrio. La gente creía que la l legada de aquella enfermedad significaba el fin del mundo, era el tiempo de la cosecha, en la que la parca, la muerte en persona, caminaría entre ellos y los castigaría por sus pecados. La peste negra, de 1348 a1350, barrió a la mitad de Europa.

—No sabía que te gustase la historia, Melanie —dijo el señor Lane fríamente.

—Solo las partes chungas —dijo Melanie—, que son la mayoría.

—Bueno, personalmente, no veo la relación entre la peste negra y esta situación —dijo el señor Lane—. Por una parte, estás en lo cierto: en el siglo XIV murió muchísima gente, Melanie, pero ahora estamos en el siglo XXI. La medicina ha avanzado: tenemos medicamentos, curas, medidas preventivas para emergencias médicas. Es inconcebible que hoy en día una enfermedad provoque tantas muertes como la peste negra. Imposible.

Eso quería pensar Travis. Pero ¿y el sida? Ya que el señor Lane había tenido el detalle de invitarlos a subir a su coche, optó por no mencionar la expansión del sida. Pero ¿y el cicl ista al que acababan de adelantar? Llevaba una mascaril la. Travis solo pudo ver sus ojos. Había miedo en ellos.

La medicina había avanzado mucho desde 1340. Pero ¿y si también lo habían hecho las enfermedades?

Aquella tarde, los Naughton recibieron un visitante inesperado, pero bienvenido.

—¡Phil! —exclamó Jane Naughton, feliz, mientra s abría la puerta de par en par—. Qué estupenda sorpresa. Pasa.

—¿Qué tal estás, Jane? —Phil Peck la abrazó y le dio un amistoso beso —. Yo también me alegro de verte.

—Bueno, ¿sólo has venido a saludar o tienes tiempo para tomar un café? Hace mucho que no hablamos.

—Sí, es cierto. Lo siento. He estado muy l iado, sobre todo últimamente. —Phil Peck frunció el ceño de forma involuntaria—. Pero sí, me encantaría tomar un café. —Se quedó quieto en el vestíbulo y miró alrededor con incomodidad, como si no visitase aquella casa una vez al mes desde que Keith fue asesinado—. ¿Está bien Travis?

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—Está arriba, haciendo los deberes, supuestamente. Pero lo más seguro es que esté jugando a la consola. Ahora le l lamo, estará encantado de verte. Phil, las si l las están donde siempre, ya lo sabes.

Efectivamente, Travis se alegró de ver al tío Phil. Phil Peck no era su tío biológico, por supuesto, y no había consanguinidad entre ellos (a menos que contase la sangre que derramó su padre sobre él aquel fatídico día, cuando lo abrazó por última vez mientras moría). Era el compañero de toda la vida de su padre, y seguía en el cuerpo. El tío Phil siempre cuidaba su aspecto, recortando su barba y bigote con primor, pero aquella noche Travis lo encontró descuidado, cansado, como si no hubiese dormido en una semana. También parecía tener poca paciencia para los formalismos de la conversación, y cogió el café que le ofrecía mamá con un «gracias» a media voz.

—No he venido aquí de visita —dijo—. Se podría decir que vengo a advertiros.

—¿Advertirnos? —dijo Jane Naughton sin inmutarse—. ¿Sobre qué?

Travis estudió el rostro del tío Phil. Su expresión era la misma que seis años antes, en el despacho del director Shelley: era el resultado de controlar y contener, gracias a su entrenamiento, la desazón que le provocaba ser el portador de inimaginables noticias.

—Es la enfermedad —dijo.

—¿Ya es el nombre oficial? —preguntó Travis.

—La gripe, quieres decir. —Su madre prefería usar un término más familiar, que pareciese más seguro.

—Enfermedad. Gripe. No saben cómo llamarla porque nadie sabe qué es —dijo el tío Phil, sombrío—. Nadie lo sabe. Ni los médicos, no los científicos, ni el comité de expertos del gobierno. Pero sí saben lo que provoca.

—Phil, ¿estás bien? —preguntó Jane Naughton, cada vez más preocupada.

—Lo que voy a deciros a los dos es confidencial, ¿entendido? —Miró fi jamente a la ma dre y al hijo—. No debería estar contándoselo a nadie, ni siquiera a Marion. Pero os lo debo, para daros una oportunidad. Si… bueno, si la situación hubiese sido la opuesta, sé que Keith le hubiese proporcionado a Marion la misma información.

—Tío Phil —dijo Travis, inclinándose hacia delante—, ¿qué hace la enfermedad?

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—Mata – aseveró Phil Peck con frialdad—. Si te contagias, mueres.

—Phil, en serio —protestó Jane Naughton, sobresaltada—. No creo que sea necesario decir eso con Travis delante.

—Mamá. —Travis no opinaba lo mismo.

—Además, ¿no crees que eso es muy alarmista? ¿No habrás estado trabajando demasiado, Phil? Pareces… Quiero decir, en las noticias han informado de muertes, pero no creo que sea…

—Si os dijesen la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad —dijo Phil Peck, con una desganada sonrisa –, habría un alboroto aún mayor del que ya hay. Las autoridades no quieren eso, sobre todo si tenemos en cuenta que los polis la están pil lando al mismo ritmo que todos los demás. Si comparas lo que los medios tienen permiso para informar con la realidad, Jane, deja que te diga una cosa, porque lo he visto: la realidad es diez veces peor y la situación empeora día a día. No podrán ocultar la verdad por mucho más tiempo, habrá demasiados cuerpos que esconder en las morgues y las funerarias, y las cosas se irán a tomar por donde no da el sol.

—Pero, aunque las cosas vayan tan mal como dices, Phil —replicó Jane Naughton—, encontrarán una cura, un tratamiento, algo. Como siempre, ¿no? Algo aprenderán de los que hayan superado la enfermedad.

—Por lo que sé, Jane —dijo Phil Peck mientras negaba con la cabeza, apesadumbrado—, nadie se ha curado de la enfermedad. Hasta donde yo sé, la mortalidad es de un cien por cien. Así que si van a desarrollar una vacuna, esperemos que lo hagan pronto.

—No… no me lo puedo creer —insistió Jane Naughton, a la defensiva —. ¿Y la vacuna que están distribuyendo, la que tienen guardada en hospitales y ambulatorios?

—No funciona —dijo Peck—. Es un placebo, una farsa. Así parece que el gobierno está haciendo algo y da la impresión de que todo está bajo control. Pero no es así. Lo que no quieren es que la gente se dé cuenta y cunda el pánico. Si la gente ignora lo que pasa, es menos probable que l leven sus protestas a las calles.

—¿A las calles? —Jane Naughton parecía preocupada—. ¿Para qué?

El compañero de su difunto marido no contestó.

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—Hay otra cosa que no han anunciado de forma oficial —continuó—. Algo que será obvio en cuestión de tiempo: la enfermedad solo afecta a los adultos.

—Eso pensaba. —El corazón de Travis bombeó con fuerza—. Estuve hablando de ello con Mel… —Dejó de hablar torpemente. El tío Phil le estaba mirando a los ojos, no sabía si con envidia o con piedad.

—Por lo que sé, y me he pasado los últimos días de hospital en hospital, ninguno de los infectados tiene menos de dieciocho a ños. Ni uno. Parece que la enfermedad es un fenómeno solo para adultos.

—No lo entiendo —dijo la madre de Travis—. ¿Cómo es posible?

—ADN, genética, desarrollo celular… no tengo ni idea. ¿Cómo es posible que exista esta maldita pesadil la? —El tío Phil suspiró—. Pero existe. No sé, quizá no deberíamos sorprendernos, si tenemos en cuenta en lo que hemos convertido el mundo. Quizá lo merezcamos.

—Eso no es justo, Phil. Algunos hemos intentado l levar una vida decente —sostuvo Jane—. Como tú. Como Keith.

—Sí. Perdón… es que no es fácil de encajar, nada más.

—Los abuelos nos han l lamado esta mañana, tío Phil —dijo Travis—. Nos han invitado a irnos a Willowstock mientras se propague la enfermedad. ¿Tú qué opinas?

Phil Peck se encogió de hombros, hundido.

—¿Que qué opino? Pues que igual deberíais aceptar su ofer ta. La enfermedad se extiende a mayor velocidad en las zonas densamente pobladas, eso está claro. Y El gobierno solo está l levando a cabo la primera fase de su plan de emergencia: tranquilizar a la población, aunque sea de forma superficial, hacer que las cosas transcurran con normalidad. Enseguida tendrá lugar la segunda fase, que ya se está l levando a cabo en algunas zonas: buscar chivos expiatorios. Señalar con el dedo a minorías, sospechosos de terrorismo, anarquistas, activistas, musulmanes. Vale todo. Los detendrán a todos, ahora que todavía tienen suficientes agentes como para detener a alguien. Quizá desplieguen al ejército, si es que pueden traerlos de vuelta de Iraq y de Afganistán, y de Dios sabe dónde, a tiempo. Sí, necesitarán al ejército para l a tercera fase.

—¿Qué es la tercera fase? —inquirió Travis.

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—La anarquía. El caos. El colapso absoluto del orden, de la sociedad. La ley marcial. ¿Qué os dijeron exactamente tus padres, Jane? Porque yo me lo pensaría detenidamente. Quizá estés más seguros en el campo. Pero si vais a ir, daos prisa e id antes de que empiecen a imponerse los toques de queda y las cuarentenas. Yo lo haría, si pudiese.

—¿Si pudieses? —preguntó Travis.

—Todavía soy agente de policía —dijo el tío Phil—. Hago falta aquí, para proteger a la gente. Además, Marion no se encuentra muy bien. Parec e que tiene un poco de fiebre. —Ni Travis ni su madre se atrevieron a cruzar su mirada con la del hombre—. Escuchad, será mejor que me marche. Ya he dicho demasiado, pero pensé… bueno, no sé, lo mismo me equivoco. Es lo más probable. Tenías razón, Jane: últimamente he estado muy estresado. Nos han quitado los permisos, tenemos que cubrir a compañeros de baja… lo más seguro es que ya hayan encontrado una cura y que el mundo vuelva a la normalidad en lo que queda de semana. Pero pensé que deberíais saberlo… por si acaso. Ya tenéis los demás números, ¿no? Llamadme si necesitáis algo, si pasa cualquier cosa … Y cuidaos, ¿vale?

--Bien —dijo Travis. Pero tuvo la sensación de que las cosas iban a ir de cualquier modo menos bien.

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3

De entrada, Mel no se encontraba en casa cuando Travis la l lamó a la mañana siguiente, como hacía siempre antes de las clases.

—Ya se ha ido, Travis —dijo la señora Patrick mientras se sonaba la nariz, como si la marcha de su hija le provocase un gran sufrimiento.

—¿Sin mí? —Travis y Mel l levaban yendo juntos a la parada del autobús desde el primer día en el colegio de educación secundaria de Wayvale.

—No entiendo por qué —dijo la señora Patrick—. ¿Habéis discutido o algo así?

—No, que yo sepa. —Travis frunció el ceño—. ¿Se encuentra bien, señora Patrick?

—Claro, cielo. Estoy bien. —La mujer esbozó una lánguida sonrisa. Tenía los ojos enrojecidos—. Un catarro, nada más. No es la gripe. Nada más que un catarro.

—Vale —dijo Travis.

Corrió hacia la parada del autobús. No compartía el diagnóstico de la se ñora Patrick: parecía que la enfermedad se había extendido hasta los alrededores de su propia casa. Cada vez estaba más cerca. En ese caso, ¿por qué se molestaba en ir a clase aquel día? Porque su madre le insistió. Porque mamá seguía empeñada en que todo acabaría saliendo bien, como el final de un cuento de hadas, así que se negaba a cambiar sus rutinas diarias.

Travis ya sabía que así era como su madre l idiaba con las tragedias: se comportó exactamente igual cuando murió su padre. Planchó sus camisas durante semanas como si, por arte de magia, fuese a aparecer en el umbral para pedirlas. Pasaron meses hasta que reunió el valor para juntar toda la ropa de papá y donarla a una tienda de Oxfam… y eso fue antes de que mamá

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tomase contacto, al fin, con la realidad. Travis se preguntó cuánto tiempo tardaría en aquella ocasión.

—El fin de semana se acaba el plazo —decidió tras la visita del tío Phil—. Si las cosas no han vuelto a la normalidad para entonces, iremos con tus abuelos. Pero seguro que se solucionan, él mismo lo ha dicho. —Travis pudo haber apuntado al tío Phil no se había mostrado exactamente así de optimista, pero si su madre era feliz así, por él, bien. Podía permanece alerta por los dos.

—Mel. —Se encontraba en parada del autobús, rodeada de otros alumnos —. Has salido sin mí —dijo con tono de reproche.

La chica miró alrededor, despreocupadamente.

—Eso parece.

—¿Quieres decirme por qué?

—Por nada. —Miró en la dirección en la que, en breve, debería aparecer el autobús.

—¿Quieres decírmelo a la cara? Mel, ¿qué te pasa?

—¿Que qué me pasa? —sus ojos pintados de negro se clavaron con furia sobre Travis, pero no pudo decir nada más: en aquel preciso instante aparecieron el señor Lane y Jessica para recogerlos de la parada del autobús una vez más.

Aquella mañana tampoco pasó el autobús. Los servicios habituales habían sido cancelados debido al número de bajas médicas: la enfermedad estaba poniendo al borde del desastre al servicio de transporte público mucho más rápido que cualquier medida de presión. ¿Querrían Travis y Mel acomodarse en el taxi de Lane y su hija?

Mel se metió en el coche en un santiamén. Durante el viaje, mantuvo la máxima distancia posible de Travis y ella, oprimiendo su cuerpo contra la puerta del coche como si entre ellos hubiese varios pasajeros corpulentos e invisibles. No dejó de mirar por la ventana y solo habló con Jessica y su padre.

—Esta tarde se ocupará Stephanie de recoger a Jessica —dijo el señor Lane cuando llegaron a las puertas del colegio—. Estará encantada de l levaros a vosotros dos también. A menos que prefiráis ir a pie. Y ma ñana ¿por qué no nos dais un telefonazo antes de nada? Así os ahorraréis el esperar a un autobús que no va a venir.

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—Gracias, señor Lane —dijo Mel rápidamente—. Me tengo que ir, que tengo prisa. Nos vemos para la matrícula, Jess. —Fuese donde fuese Mel, era evidente que tenía que l legar enseguida.

—¿Qué le pasa? —le preguntó Jessica a Travis, perpleja.

—Yo también tengo prisa, Jess. Perdona. —Echó a correr tras Mel.

—¿Y a este que le pasa? —murmuró Jessica Lane para sí.

Travis alcanzó a su amiga gótica en las taquil las. Por poco.

—Mel, espera. —No parecía estar por labor—. Mel, que esperes. —Cogió por el hombro a la chica.

Esta dio media vuelta, furiosa.

—No me toques. Quítame la mano de encima. ¿Quién te crees que eres, mi padre?

Travis se estremeció.

—¿Por eso estás así? ¿Por tu padre? Te ha … ¿no te habrá vuelto a hacer daño?

—No, él no —replicó Mel—. Pero alguien sí me lo ha hecho.

—No te sigo.

—Me lo ha contado, Travis.

—¿El qué? —Ahora era él el que quería desaparecer. Le había pil lado.

—Lo de esa pequeña conversación que tuvisteis sobre mí.

—No recuer…

—Pues deberías, Travis. Ocurrió ayer por la ma ñana, o sea, hace veinticua tro horas. Aunque claro, lo mismo están empezando a sufrir pérdidas de memoria a corto plazo, porque no había pasado ni, hum, treinta y seis horas desde que te pedí expresamente que no hablases con mi padre acerca de mí. Y entonces tú vas y lo haces de todas formas. Así que, Travis, o eres el enfermo de alzhéimer más joven del mundo, o te importa un carajo lo que yo quiero. ¿Cuál de las dos?

—Le dije que ni te lo mencionase. Me dijo que no lo haría. —Travis sintió que sus puños se cerraban.

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—Pero no puedes confiar en mi padre, ¿no lo sabías? —Mel se rio de la inocencia del chico. No fue un sonido agradable—. Y ahora tampoco puedo confiar en ti. Gracias Trav.

—Puedes confiar en mí.

—¿En quién? ¿En mi novio, el paladín resabido y metomentodo? Porque que eso fue lo que te l lamó mi padre. Y te digo una cosa, acertó tres de cuatro. Y eso fue antes de que empezase a ridiculizarme por hacer que luche mis batallas por mí, por ser una ni ñata patética y l lorona. Pero lo dije, y se lo deje bien claro, que a Mel Patrick no le hace falta Travis Naughton para defenderse. Puedo defenderme sola. No necesito a Travis Naughton para nada.

—Mel, no tienes que ser así. Sé que te prometí…

—Sí, Trav —le acusó Mel, con amargura—. Me lo prometiste.

—Pero no podía quedarme de brazos cruzados sin hacer nada. Si no haces nada, los matones ganan, los malos ganan. —Aquellas viejas convicciones le daban a Travis la pasión para justificar sus actos. Siempre le habían dado fuerza—. Entiendo por qué estás enfadada conmigo, pero tu padre tenía q ue enterarse de que alguien lo sabía. Había que advertírselo. No tenía otra opción, Mel. Era lo correcto.

—¿Sí? —Mel negó con la cabeza, bamboleando sus mechones negros —. Pues entonces, Travis, espero que lo correcto y tú os lo paséis muy bien juntos. Sin mí. —dio media vuelta.

—Mel…

Pero ya se estaba alejando.

***

—¿Estáis de broma? —el sargento escudriño con incredulidad a Fresno y Tilo, que se encontraban al otro lado de la mesa.

No es ninguna broma, pensó la chica de pelo enmarañado. Solo una pérdida de tiempo. El sargento no los creía.

—Decís que queréis informar de un asalto… —su mirada viajaba de los adolescentes que estaban sentados ante él a sus respectivos padres, que se encontraban tras ellos. Roble, que parecía Robinson Crusoe recién sacado de una isla desierta; Marjal, con su pelo rubio rojizo trenzado en rastas, su pecosa carne cubierta de piercings y su ropa deste ñida por el uso, parecía haber

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5 N del t.: El festival anual de Glastonbury se celebra en la ciudad homónima (Inglaterra), y en él se toca música alternativa al aire libre.

confundido la modesta comisaría de Fordham con Glastonbury5—. Decís que queréis informar de un asalto, ¿y me venís con esto?

Tilo detectó en los ojos del policía el mismo rechazo (hostil idad, casi) que ella y los Hijos de la Naturaleza estaban acostumbrados a percibir cada vez que abandonaban el asentamiento para aventurarse entre la población civil izada. En los muchos colegios a los que asistió siempre oía que no se debe juzgar a alguien por su aspecto. Pero era exactamente lo que la gente hacía.

El sargento no los creía.

—Los jóvenes le han dicho lo que nos contaron ayer, sargento —dijo Roble—. Eso fue lo que ocurrió.

—Eso es lo que dicen que ocurrió —replicó el policía—. Pero, por lo que tengo entendido, ninguno de ustedes estaba presente durante el supuesto …incidente. ¿Correcto?

—Mi Tilo es una buena chica —aseguró la madre—. Nunca miente.

—Sargento —dijo Roble—, uno no tiene por qué presenciar un suceso personalmente si ya lo ha visto alguien digno de confianza.

Tilo sonrió para sí. Por primera vez en aquellos días, su madre daba la cara por ella. Y Roble podía ser tan como decía Fresno, pero al menos c onfiaba en los suyos: no cuestionó su historia del soldado ni lo más mínimo y ni siquiera había reaccionado con asombro o sorpresa. Quizá esperaba brotes de paranoia, suicidios irracionales o misteriosas operaciones militares por parte de los materialistas, como llamaba a aquellos que rechazaban l levar una vida en armonía con la naturaleza. Roble podría haber ignorado del todo aquel suceso pero, como Tilo se encargó de recordar, cabía la posibil idad de que los soldados enmascarados regresasen. Por lo tanto, aquella mañana temprano se dirigieron a Fordham, el pueblo con comisaría más cercano, para informar del suceso.

Acabó siendo una completa pérdida de tiempo, como vaticinó Tilo.

—El principio, señor Roble…—empezó el sargento.

—Roble está bien —dijo el hombre.

—Sí. En principio, señor lo que dice es cierto, pero los detalles de la historia de estos jóvenes son… bueno, para ser honesto, son increíbles.

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—Lo son —aseveró Roble—. Pero que sean increíbles no quiere decir que no sean ciertos.

El sargento chasqueó la lengua, desesperado, como si prefiriese estar atendiendo a ciudadanos buenos, honestos, decentes, que pagasen sus impuestos y que, por lo tanto, tuviesen derecho a que la policía les dedicase parte de su valioso tiempo. Estos hippies…

—Pero eso de los soldados enmascarados… no hay una sola base militar permanente a cientos de kilómetros del bosque de Willowstock. Ni siquiera hay un campamento, y tampoco se nos ha informado de que hubiese maniobras. Incluso si lo que han visto los jóvenes fuese unos juegos de guerra, se nos hubiese notificado previamente.

—Aquello no era un juego —dijo Tilo, inclinándose hacia delante—. Un hombre se pegó un tiro, se suicidó. No era un efecto especial. Había sangre por todas partes.

—Comprendo —dijo el sargento, aunque más bien sonaba como todo lo contrario—. Un joven soldado aparece en el bosque y apenas dice una sola cosa con sentido, aparte de que «ya viene». ¿El qué, me pregunto?

—No lo sé —dijo Tilo—. Se disparó antes de que nos lo pudiese contar. Pero, si tenemos en cuenta que fue eso lo que le l levó a suicidarse, no creo que se refiriese a la Navidad ¿no cree?

—Tilo —la advirtió Marjal.

—Señorita —protestó el sargento—, no hace falta que sea sarcástica. —¿Y por qué no se pone manos a la obra, entonces? —preguntó Tilo—. Ya le hemos dicho lo que ocurrió para que pueda hacer algo al respecto… no sé, enviar a alguien al bosque, buscar pistas, descubrir quiénes eran esos tíos.

—Me temo que es cuestión de prioridades —dijo el sargento, con tono rutinario—. Ignoro a qué se refería su supuesto soldado suicida con su supuesta advertencia, pero lo que sé que viene con toda certeza es la enfermedad que es el motivo por el que la policía de Fordham y del distrito está operando con un personal mínimo. Y es el motivo por el que mis agentes y yo no tenemos tiempo para andar perdiendo el tiempo peinando el bosque solo porque así lo dicen unos y perdón si sueno grosero, testigos poco fiables.

—Lo sabía —dijo Tilo molesta—. Si viviésemos en un adosado mono al otro lado de la calle nos cr eería, ¿a que sí? Si fuésemos convencionales, si fuésemos conformistas. Entonces sí nos tomaría en serio.

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—Tilo, no conseguiremos nada enfadándonos —la aconsejó Roble, calmado.

Era posible que no, pero a Tilo no le importaba.

—¿Qué se cree, que estábamos f umando hierba o alucinando? Porque eso es lo que hacen los bichos raro como nosotros, ¿verdad? Fumar hierba todo el día.

Sin embargo, su ira no inmutó al sargento. De hecho parecía sonreír, como si esperase esa reacción y se sintiese satisfecho de haber vi sto su expectativa cumplida.

—Gracias por informarme de este suceso —dijo—. Lo investigaremos cuando contemos con el personal adecuado. Buenos adiós.

—Tilo —dijo su madre cuando los cuatro Hijos de la Naturaleza hubieron abandonado el edificio— estoy orgullosa de ti. Has dicho lo que todos estábamos pensando, ¿verdad que sí, Roble? Ese policía tenía prejuicios contra nosotros desde el principio, como todo el sistema.

Roble estudio el cemento que se extendía bajo sus pies, como si lo estuviese juzgando.

—Volvamos al asentamiento —dijo.

—Por ahora, ¿eh? —le susurró Fresno a Tilo al oído.

No obstante, la experiencia de la comisaría le había hecho preguntarse sí, después de todo, el gran y vasto mundo no resultaba ser mucho mejor que los l imitados horizontes de los Hijos de la Naturaleza. Su rabia se enfrió hasta convertirse en una especie de miedo. ¿Y si el sargento había dado, de forma accidental, con la verdad? ¿Y si aquel soldado muerto de miedo se refería a aquella nueva gripe, a la enfermedad? Pensó en sus perseguidores, enmascarados como si quisiesen protegerse de un gas mortal… o de un ataque biológico más sutil pero igualmente letal.

¿Y si lo que se avecinaba era la enfermedad?

***

Simon Satchwell caminaba intentando pasar inadvertido por los pasil los del colegio de educación secundaria de Wayvale, preguntándose por qué se había molestado en ir a clase aquel día. Lo cierto es que eso mismo se preguntaba todos los días. Para Simon Satchwell, ir a clase era como aterrizar tras las

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líneas enemigas durante una guerra y tener que pasar desapercibido y sin l lamar la atención para regresar a casa con vida. Aunque tenía mucha práctica, la tasa de supervivencia de Simon no era buena: le pil laban casi todos los días y sufría por ello. Los matones daban con el continuamente.

Así que, ¿por qué se exponía al tormento y la humillación con tanta regularidad teniendo la opción de vagar por el centro comercial Marlin con el resto de los que hacían pellas? Lo hacía por sus abuelos. Si se saltaba las clases las autoridades darían con él, tan seguro como Richie Coker le quitaría hasta el último céntimo. La encargada de asistencia podía no dar con nadie, pero a él siempre lo encontraba. Simon Satchwell no tenía un sitio en el que esconderse. Y entonces ella les contaría a sus abuelos que no había ido a clase cuando debía, y por qué. Y se vendrían abajo. Les rompería el corazón enterarse del acoso y la soledad que sufría. Precisamente por eso les dijo lo bien que so lo había pasado en la fiesta de Jessica y cómo había bailado con esa chica tan maja, Cheryl Stone. Simon apenas tenía algún control sobre su vida, pero por lo menos tenía lo bastante como para ocultarles la terrible verdad. Prefería sufrir él que hacer sufrir a sus abuelos.

Resulta irónico que fuesen ellos los que, inadvertidamente, dieron comienzo a toda aquella situación, ¿no es así? Hace muchos a ños. Simon pasó a vivir con sus abuelos después de que sus padres muriesen en un accidente en la carretera. Por aquel entonces tenía cuatro años, así que apenas se acordaba. Sus abuelos lo acogieron encantados de la vida e hicieron todo lo que estaba en sus manos por él, y Simon lo sabía. Pero su idea de cómo debían vestir los ni ños en su primer día de clase (y los siguientes, todo sea dicho) no encajaba con la de los padres treinta años más jóvenes. Estaba, por así decirlo, un poco anticuada. Así que Simon destacó desde el principio, y no en el buen sentido de la palabra.

También estaban las gafas, claro, del modelo típico de los a ños treinta. Y, por aquel entonces, Simon se echaba a l lorar con frecuencia al ver a las madres dejando a sus hijos en la puerta del colegio, yéndolos a buscar al final del día, sabiendo que su madre no estaba en condiciones de proporcionarle esas atenciones. Y los ocasionales incidentes tipo «no voy a l legar al ba ño a tiempo» tampoco contribuían, que se diga. Y los ni ños, al no conocerlo personalmente, tampoco conocían su tragedia: el colegio era una vasta y abrumadora experiencia para todos, una aterradora novedad, así que ocultaban sus inseguridades yendo a por aquel que l levaba aquella situación aún peor que ellos. Y convirtiendo su vida en un infierno.

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Con el tiempo, acabó siendo como el fumador. Un hábito difíci l de dejar. Simon confiaba, más o menos, en que aquel día sería distinto debido a la enfermedad, o como la l lamase la gente. Quizá obligase a algunos chicos a quedarse en casa. O incluso mejor, quizá la hubiesen cogido Richie Coker y sus matones. Eso sí que sería motivo de celebración. Sobre todo si se los l levaba por delante.

Sin embargo, s us esperanzas fueron rápidamente reemplazadas por la decepción (la historia de su vida). Coker seguía all í, contoneándose por el lugar como si fuese de su propiedad, como siempre. El pelo erizado y moreno, como un cepil lo (visible al tener prohibido l levar puesta su gorra de beisbol), la prominente mandíbula y la piel insalubre, cubierta de acné como si se tratase de un tarta mal decorada, los ojos claros, crueles, despiadados. Faltaba un montón de chicos, pero ninguna de aquellas ausencias favorecía a Simon. Lo que era peor, también faltaba un montón de profesores, lo que implicaba una menor protección, sobre todo en los descansos y el almuerzo. Los descansos y almuerzos eran los peores momentos, cuando los docentes daban la espalda como si nada a las víctimas de acoso, ajenos tras las puertas de la sala de profesores a lo que ocurría fuera, abandonando a los débiles a su suerte y dando a los fuertes carta blanca para hacer lo que les viniese en gana.

Simon se escondió durante los descansos en un armario que por suerte estaba abierto. No tuvo tanta suerte durante el almuerzo.

—Pero si es mi viejo amigo Simon. —Coker y su pandilla bloquearon la puerta de la clase antes de que pudiese ir. Simon retrocedió hasta chocar contra un pupitre. Hasta el mobiliario jugaba en su contra—. Cuidado por dónde vas, Simoncete —dijo Richie Coker en tono de burla.

—Claro, Richie. Me alegro de verte, pero si… si me dejas pasar… tengo que…necesito… —Simon intentó moverse hacia cualquiera de los lados del infranqueable matón, con l a mirada clavada en la puerta como si, teniendo el cielo al alcance de la vista, estuviese siendo arrastrado al infierno.

—Parece que te quieres marchar, Simon —observó Richie—. Pero no hemos charlado en todo el día, ¿verdad que no, chicos? —Los tres amigos mostraron su acuerdo—. Y es una pena no poder tener una charla con nuestro viejo amigo Simoncete, ¿verdad, chicos? —¿Una pena? Era una tragedia—. Siento que no he aprovechado el día hasta que no hemos tenido una de nuestras pequeñas…charlas, Simoncete, viejo amigo.

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Se escucharon risitas. Todavía había algunos alumnos presentes, tomándose la terrible experiencia de Simon como un entretenimiento durante el almuerzo. Por supuesto, no hicieron nada para detener aquella situación y estaban más que dispuesto a tolerarla, ya que al menos no les estaba sucediendo a ellos. Simon había aprendido por experiencia que la gente era capaz de cualquier cosa con tal de apartarse de la l ínea de fuego. Era muy raro que alguien interviniese. Deberían contagiarse todos con la enfermedad.

—Richie, déjale en paz de una vez

Excepto, quizá, Melanie Patrick. Estaba acurrucada contra la ventana con Jessica Lane, absorta en una conversación queda, seria y evidentemente privada con su amiga. Pero, de pronto, parecía dispuesta a plantear cara por Simon.

—Cierra la boca, Morticia —respondió Richie con toda cortesía—, o te dejo el ojo a juego con la ropa.

—Encantador. —Y retomo la conversación con Jessica.

Y eso fue todo. No era de extrañar que Simon no creyese en milagros. De sus ojos empezaron a brotar cálidas lágrimas de desesperación.

—Por favor, Richie, me tengo que ir. El señor Clancy tiene que darme unas tareas de refuerzo para mates… si l lego tarde…

—Clancy no ha venido —dijo Richie, esbozando una gélida sonrisa—. Así que no hace falta que pierdas el tiempo buscándolo, ¿a qué no? Pero no te preocupes, Simoncete. No vamos a entretenerte mucho tiempo, pero es que, como es la hora del almuerzo y todo eso, sentimos curiosidad … ¿Qué te ha puesto la abuelita en la fiambrera?

Simon sacó de su mochila en un santiamén y se la entregó al matón como una ofrenda.

—Toma. Llévatela. Puedes quedártela, si quieres. No tengo hambre. Si Coker se l levaba la fiambrera, Simon siempre podía decirle a la abuela que se la había dejado o que la había perdido.

Pero, después de todo, quizá no fuese necesario mentir. Richie escudri ñaba el interior con una mezcla de lástima y asco.

—La verdad, Simoncete —dijo, haciendo una mueca—, ahora que la miro tu fiambrera no es gran cosa. Quiero decir, que no es especialmente bonita, ¿sabéis a que me refiero, chicos? —Los matones rieron la gracia de su l íder—. Y

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tampoco contiene gran cosa. —Richie sonrió—. Te la puedes quedar. —Y diciendo esto, vacio el contenido en la mochila de Simon —. Ala, l ibros con sabor a queso y pepinil los. Delicioso. No digas que nunca te doy nada, Simoncete. —Richie le hizo un gesto de amonestación con el dedo—. Así que ahora te toca darme algo a mí. Ya sabes qué. Es lo justo, ¿no?

—¿Cuánto quieres? —Simon estaba familiarizado con aquella rutina.

Ya tenía metida la mano en el bolsil lo y todo.

—¿Cuánto tienes, Simoncete?

—Nada —dijo una voz—. Nada para ti, Coker.

Richie y sus matones volvieron la cabeza hacia la voz, tras ellos.

¿Quién se atrevía?

—Quédate el dinero, Simon —dijo Travis desde el umbral de la puerta.

Richie frunció el ceño.

—¿Naughton? ¿Otra vez tú? ¿Qué haces aquí?

—He venido a tener unas palabras con Mel, si no te importa —dijo mientras la señalaba.

—¿Y si es a mí a la que le importa? —protestó Mel. Travis observó que Jessica sujetaba con ambas manos la de Mel, como si la estuviese consolando.

—Haz lo que quieras con Morticia, Naughton. —Richie dejó de fruncir el ceño. Por el momento.

—¿Sí? Pues ya puestos, querría que dejases de abusar de Simon. Ahora mismo, a poder ser.

—¿Qué? —Richie no entendía aquella situación. ¿Es que Travis Naughton quería morir o algo así? —. ¿Me estás l lamando matón, Naughton?

—Si no te gusta, no lo seas.

Richie se estiró al máximo (él creía que así resultaría más intimidatorio), pero Naughton no parecía amilanarse. Y no dejaba de mirarlo con esos inquietantes ojos azules.

—Esta es la segunda vez que te me pones chulo, Naughton, y eso no es una buena idea. No es una idea saludable.

—¿Ah, no?

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—Trav…—Travis pudo oír la preocupada voz de Jessica desde el otro extr emo de la clase. Mel permaneció callada, pero seguía mirándolo con inquietud … o eso quería pensar.

—Te perdono lo de la fiesta de Barbie porque, vale, era tu territorio o algo así, y soy un tío generoso. Pero este colegio es mío y mientras estés en él harás lo que yo te diga.

—No puedo permitir que te l leves el dinero de Simon, Richie —dijo Travis sin inmutarse—. No está bien.

—¿Qué? —Richie no cabía en su asombro.

Simon tampoco. Se ajustó las gafas como si aquellas lentes no le mostrasen la realidad. ¿Por qué estaba Travis Naughton dando la cara por él? Travis era un buen chaval, vale, y siempre se apiadaba de quienes estaban abajo del todo en la cadena alimentaria adolescente; jamás se aprovechaba de ellos. Pero tampoco es que fuesen amigos. Entonces recordó que Travis también había perdido a su padre; que fue apuñalado en la calle. Simon sintió una gran compasión y gratitud por su inesperado defensor.

—¿Sabes con quién estás hablando, Naughton? —dijo Richie Coker, con los ojos abiertos de par en par (aunque deseaba que el perdedor que tenía delante dejase de clavarle esa mirada).

—Me hago una idea.

—Debería partirte la cara. Debería haberlo hecho el sábado.

—Deberías. El sábado tenías el triple de idiotas para ayudarte.

—Te la estás buscando.

—Pues ¿a qué esperas? Si quieres hacer algo, Coker, hazlo.

En el aula reinó el si lencio, más incluso que durante las clases, tenso, expectante. Como si nadie se atreviese a respirar. Richie clavó su peor mirada en los ojos azules de aquel chico…, pero Naughton no parpa deaba. No se estaba tirando un farol.

—Estoy esperando —le provocó.

—Ve a por él, Rich —le animó Lee.

Debería hacerlo. Travis Naughton se había pasado de la raya.

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—Vamos a por él. —Llegaron refuerzos: Wayne y Mick.

Debería hacerlo. Era cuestión de respeto. Y en aquel instante no había coches ni adultos que interfiriesen.

—Rich —murmuraron sus colegas alentándolo.

Nada se lo impedía. Podía hacer lo que le diese la gana.

Richie Coker miró a otra parte.

El suspense se hizo añicos. Simon se dio cuenta de que estaba temblando. Jessica salió disparada hacia Travis. Mel no se movió ni un poco. Miraba al suelo, como si se avergonzase de algo.

—Nah — dijo Richie, como si no hubiese nada relevante en juego—. No mereces la pena, Naughton. Ni Simoncete. Si me vuelvo a meter en l íos dentro del cole, me expulsarán. Paso de movidas. Venga, chavales, que aquí huele raro. —El matón y sus lacayos se marcharon, apartando a Travis y a Jessica—. Pero esto no ha terminado —dijo Richie, acercando su rostro al de Travis—. Ándate cono ojo, Naughton.

Y se fue.

—Trav, la próxima vez que quieras arriesgar tu vida de esa manera —le aconsejó Jessica—, hazlo cuando no esté delante para verlo, ¿vale? Richie Coker podría haberte hecho mucho daño.

—Pero no lo ha hecho, ¿no? —dijo mientras abrazaba a Jessica, tranquilizándola—. Simon, ¿qué tal estás?

—Mejor, y encima no he perdido cuatro l ibras y media —dijo Simon—. Gracias, Travis. Parece que Richie Coker me la tiene jurada. No sé qué he hecho para merecerlo, la verdad, pero… podrían haberte dado una paliza. Quiero decir, no me debes nada… ¿por qué has…?

Porque es lo que hubiese hecho papá.

—Porque abusar está mal —dijo Travis—. Y al final, los capullos como Coker no son más que cobardes. Imponen el miedo, pero se vienen abajo en cuanto les haces ver que no estás asustado.

A Travis no se le pasó por alto el tono de ruego en la voz de aquel chico. Recordó lo solo que había estado en la fiesta.

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—Simon, si Coker vuelve a darte problemas, avísame. Y si quieres hablar, pues también. Si necesitas ayuda…

De pronto, Mel apareció cerca de su hombro.

—Eh, sir Travis, ¿puede el caballero de bril lante armadura bajarse de su fiel corcel un minuto? Hay una dama en apuros que está l ista para tener la peque ña charla que deseabais mantener. ¿En privado?

Travis asintió, agradecido.

—Jess, ¿te importa? Mel y yo… Ah, y Simon, lo digo en serio. Si necesitas un amigo, aquí lo tienes.

Simon vio a Travis y a Mel abandonar el aula mientras Jessica regresaba a su sitio. No quería estar cerca de Simon por más tiempo, pero a él no le importaba. Tenía un protector, una oportunidad. Vio marcharse a Travis mientras experimentaba una sensación que solo había profesado hacia dos personas en toda su vida.

Lealtad.

—¿Sir Travis? —se oyó en el pasil lo. El destinatario de aquel título reflexiono sobre este—. ¿Estás de coña, Mel?

—Es una forma de disculparme. Reconozco que no es muy allá.

—Bueno, pues a ver si la mía es mejor: lo siento.

—Travis, ¿y tú por qué te disculpas?

—Porque no tendría que haber hablado con tu padre a tus espaldas. Debería haber cumplido mi palabra. No hice lo correcto.

—Ay, Trav —suspiró Mel, con una mezcla entre admiración resignación—. No sabes hacer otra cosa que no sea lo correcto. No puedes. Eres incapaz. Plantarle cara a Richie Coker para defender a Simon Satchwell lo demuestra. Siempre haces lo correcto, no puedes evitarlo. Debería saberlo a estas alturas y por eso me disculpo, mientras que a ti no te hace falta. No debería haberte hecho el vacío esta mañana. A mi padre tampoco le vendrá mal saber que hay gente…, amigos, que se preocupan por mí.

—Siempre los habrá.

Se detuvieron en mitad del pasil lo y Travis envolvió a Mel con sus brazos, dándole un protector abrazo.

—La gente va a cuchichear —advirtió ella, sonriendo.

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—Para eso están las bocas.

—Entre otras cosas.

Pero no se besaron. Ya no se besaban así.

—Entonces ¿estoy perdonado?

—¿Y yo?

¿Usted qué cree —rio Travis—, lady Melanie?

***

Cuando terminó la jornada, las cosas habían vuelto a la normalidad, por lo menos entre Travis y Mel (para alivio de Jess … no le gustaba que sus amigos se separasen, ya que alteraba su sensación de seguridad). Sin embargo, fue el señor Lane el que se ofreció a l levarlos a casa, en lugar de su mujer.

—Hoy he cerrado temprano la oficina —explicó—. No hay gente como para manejar el papeleo como es debido. Maldita enfermedad. ¿Ha faltado mucha gente a clase? Como las cosas sigan así, no me sorprende-ría que también cerrasen los colegios.

—Dios existe —dijo Mel.

—Pero ¿y nuestros exámenes? —preguntó Jessica, preocupada—. Tenemos los finales en cuestión de semanas.

—Tranquila, princesa—la tranquilizó el señor Lane, como si estuviese dirigiéndose a una niña diez años menor que su hija. Travis y Mel intercambiaron divertidas miradas—. No tienes que preocuparte de nada. Estoy seguro de que mantendrán las clases de preparación.

Primera fase, pensó Travis, hacer que todo parezca ir con normalidad.

Pero no en Trafalgar Road.

Fue toda luda una suerte que el señor Lane hubiese frenado para tomar la curva hacia la izquierda con seguridad…, como también lo fue el hecho de que

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se tratase de un conductor precavido y consciente. De lo contrario, un hombre que se dirigía hacia ellos a toda velocidad hasta darse de bruces contra el radiador hubiese salido peor parado. Era un hombre que estaba sobre el capó con los brazos y las piernas abiertos, como si quisiese detener el coche sin que el conductor pisase el freno (cosa que el señor Lane hizo automáticamente). Un hombre que tenía el terror grabado en los ojos y la boca completamente abierta.

Un asiático.

—¿Pero qué demonios…? —gritó el padre de Jessica mientras su hija chil laba.

—¡Socorro! ¡Socorro! —El hombre propinó débiles puñetazos a la luna, rogando desde el otro lado del cristal.

Parecía que estaban teniendo lugar unos disturbios tras él, en Trafalgar Road. Había coches y furgonetas de policía y un intento de cordón policial. Una tromba de civiles enfrentándose a una unidad que parecía compuesta por todos los agentes de Wayvale. Travis observó que los agentes l levaban chalecos antibalas y estaban armados.

—¿Es que no ve lo que está pasando? ¡Ayúdeme! —gritaba el hombre entre sollozos, desesperado.

—Cerrad las puertas. Chicos, cerrad las puertas. Ahora mismo. —El señor Lane hubiese dado marcha atrás, pero el tráfico que se extendía tras él se lo impedía.

El asiático observó por encima del hombro y lo que vio en la calle despertó en él un terror aún mayor: miradas de odio irracional volviéndose hacia él.

—¡Después irán a por usted! —gritó antes de cruzar la carretera a toda prisa. Un Audi tocó el claxon, furioso, después de estar a punto de atropellarlo. Era evidente que el hombre estaba dispuesto a correr riesgos. Siguió corriendo.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Mel mientras reía con desgana.

—Me da igual. Vámonos de aquí, papá. Parece peligroso.

—Desde luego. —El señor Lane puso la palanca de cambios en primera y dio media vuelta, evitando Trafalgar Road.

Travis se quitó el cinturón de seguridad y abrió la puerta.

—Travis, ¿adónde crees que vas? —preguntó Mel.

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—¡Travis! —dijo Jessica, asustada.

—Ah… Travis, tenemos que… no creo que salir sea una buena idea

—Dadme un segundo —les tranquilizó Travis mientras salía del coche pese a los consejos—. Quiero saber qué está pasando. Puede que mi tío Phil esté ahí. —Aunque esperaba que no fuese así.

Mientras corría por la calzada hacia el meollo de la revuelta, se hizo una idea de lo que estaba ocurriendo. «Chivos expiatorios.» Recordó las palabras del policía. «Señalar con el dedo a las minorías. Vale todo Trafalgar Road era el núcleo de la pequeña comunidad asiática de Wayvale… de la comunidad musulmana.

Todo indicaba que ya habían empezado.

Parecía que estaban arrestando a gente, sacándola de sus casas y conduciéndola a las furgonetas: los vehículos en los que l levaban a los delincuentes al tribunal o a la cárcel. Era evidente que algunos de los detenidos no querían ir: algunos gritaban y maldecían, protestando a veces en el idioma local, a veces en otro idioma. Otros estaban siendo reducidos a la fuerza por la policía. Algunos hasta eran arrastrados por la calle mientras pateaban y gritaban. Aquello era un borroso desfile de rostros asiáticos l lenos de miedo y rabia, sentimientos que empezaban a apreciarse con claridad en un público cada vez más descontento y frustrado, a punto de convertirse en una turba de un momento a otro. Cientos de bocas escupían insultos e ignorancia, como si fuesen vándalos arrojando piedras contra las ventanas para hacerlas a ñicos. Agitaban y lanzaban puños al aire. Un musulmán cayó al suelo, desatando un grito de aprobación por parte de la muchedumbre. Cuando una mujer (su mujer, probablemente) tropezó del mismo modo, recibió la misma respuesta.

—Esto no está bien —murmuró Travis en voz baja—. Es una locura.

Pensó en Sanjay Rahman, un chico del colegio al que conocía desde primaria, con el que jugó en el mismo equipo al fútbol en innumerables ocasiones, con el que hizo experimentos en clase de ciencias con papel de tornasol y mecheros Bunsen. Sanjay quería ser médico, no terrorista. ¿Cómo iba a convertirse en terrorista? Pero era musulmán y vivía en Trafalgar Road. Iba a acabar igual que el resto de los musulmanes que vivía en Trafalgar Road… detenido.

Como una joven madre, esposada, con sus dos hijos l lorando y aferrados a su falda mientras eran conducidos en grupo hacia una furgoneta. Como una anciana y un hombre mus joven, sacados a la calle a empujones todavía con el

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pijama puesto, arrastrados entre toses y estornudos de las camas en las que descansaban, visiblemente afectados por la misma enfermedad de la que se los hacía responsables, demasiado débiles como para forcejear.

Pero había algunos que estaban l istos para defenderse. Un pequeño grupo compuesto en su mayoría por jóvenes se rebeló contra la descarnada redada que tenía lugar ante sus ojos mientras condenaban a la muchedumbre y a la policía. Travis apenas podía entender lo que decían, pues sus palabras eran silenciadas por el hostil clamor de aquellos que no querían escuchar, pero oyó «inocentes», «irracional» y «avergonzados». También le pareció oír algo sobre tolerancia, lo cual no dejaba de ser irónico. La principal disidente, una chica de unos veinte años con un piercing en el labio y otro en la nariz, recibió el impacto de un objeto arrojado por la muchedumbre justo encima del ojo. Enseguida empezó a sangrar. La masa se abalanzó sobre los manifestantes como un animal enloquecido al ver sangre. Los alaridos se convirtieron en gritos. Los puños que antes se zarandeaban en el aire pasaron a golpear carne. La policía intervino, sumándose a aquel violento caos. La confusión l lenó las calles de sangre.

En Trafalgar Road había estallado un conflicto de grandes proporciones.

—Travis. —El adolescente dio un respingo cuando el señor Lane le cogió del hombro. Estaba l ívido—. Creo que es mejor que subas al coche, ¿no te parece?

—Pero están arrestando a musulmanes solo por el hecho de serlo. No l lene sentido. No hay motivo.

—La policía tendrá sus razones, Travis —dijo el señor Lane, con la frente perlada de sudor—. Por algo es la policía. Venga, al coche —dijo mientras tiraba del brazo del joven.

—Pero algo tendremos que hacer.

—No es asunto nuestro. No nos metamos. Venga, al coche —dijo, arrastrando a Travis consigo.

—¿Cómo que no es…?

—Venga —insistió el señor Lane, haciéndole caso omiso—, al coche.

Y Travis subió al coche. La verdad es que no le quedaba otra opción.

Las chicas estaban pálidas aunque, en el caso de Mel, era difíci l discernir. Jessica parecía a punto de l lorar. Había violencia en las calles.

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No en el gueto de una ciudad dejada de la mano de Dios a la que jamás irían, no: all í mismo, donde vivían.

—¿Qué está pasando, Travis? —preguntó Mel.

Travis no movió sus ojos azules.

—La segunda fase —dijo.

***

Al contrario de lo que pensaba la mayoría y de lo que parecían indicar sus notas y su aspecto, Richie Coker no era tonto. Sencil lamente, hacía uso de su inteligencia de un modo que la sociedad no promovía. En su currículum figuraban lecciones que no se enseñan en el colegio.

Para empezar, veía con total claridad en qué se basaba el sistema educativo británico del siglo veintiuno. ¿Logros? ¿Excelencia? Y una mierda. Se basaba en que los niños se sintiesen orgullosos de sí mismos, en dorarles la píldora con montañas de notas más altas que los montones de comida basura que servían las cocineras en el comedor. Se basaba en inflar notas par a convertir suspensos en aprobados y en rebajar la media para que todo el mundo estuviese contento. En preparar a ni ños basura para trabajos basura en los que cobrarían una miseria a cambio de dejarse la piel. Pero Richie Coker no pensaba tomar parte en na da de eso. Primera lección: su madre no había trabajado ni un día en toda su vida, pero vivía mejor que la caterva de idiotas que sí lo hacían: el sobre semanal de beneficios sociales les proporcionaba más ingresos que muchas nóminas. Así que no formes par te del sistema: aprovéchate de él. Fracasa alegremente en el colegio y deja que aquellos que tuvieron éxito a base de esforzarse te mantengan.

Y luego estaba su padre. Richie estaba convencido de que un hijo siempre debería aprender de su padre. Le estaba eternamente agradecido por la lección que le enseñó en su ausencia, una ausencia de la que ya habían pasado seis años, una ausencia motivada por una golfa que vivía al lado y que no dejaba de pedirle a su padre que se pasase por casa a montar unas estanter ías. Resultó que de tanto «montar», la dejó emba-razada. Pero bueno, Richie aprendió la segunda lección: preocúpate exclusivamente de ti mismo y haz lo que quieras. El mundo era de los fuertes, de los ganadores. Y a Richie le gustaba mucho ganar.

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Por eso mismo, aquel día había sido atroz para él. ¿Qué tenía Travis Naughton en la cabeza para plantarle cara por segunda vez? Y encima por un cuatro ojos l lorica como Satchwell. ¿Qué carajo sacaba de aquello? Igual era marica y le iba Satchwell. No, no con tías c omo Jessica Lane o hasta Morticia revoloteando a su alrededor. Pero algún motivo tenía que tener. Nadie hacía las cosas porque sí. Esta vez sí que debería haberle partido la cara a Naughton, aunque solo fuese para reafirmar su autoridad. Quizá solo eran imaginaciones suyas, pero le daba la impresión de que Lee, Wayne y Mick le miraban distinto desde entonces… con menos respeto. Y no se puede ser fuerte sin respeto.

Pero lo peor había sido el modo en el que se le quedó mirando Naughton. No lo miraba a él: mi raba en su interior. Richie sintió un gran malestar, como en aquella ocasión en la que su padre le pil ló aplastando caracoles contra la pared del garaje, rompiendo sus frágiles conchas hasta alcanzar su carne grisácea. Se sintió inquieto. Culpable. Richie no pudo soportar la mirada de Naughton. Había intensidad en aquellos ojos azules, una fuerza que no podía comprender y que no le gustaba.

Pero ¿y qué? Naughton ya no estaba y no le costaría recordarles a sus colegas quién mandaba. Ya había oscurecido y las calles esperaban a alguien como él. Richie estaba l isto. Pantalones militares. Zapatil las de marca. Gorra de béisbol. Una sudadera gris con capucha y la palabra «guerrero» escrita en su pecho con letras rojas. Aquella noche tenía que l iberar un montón de tensión.

—Richie, ¿adónde vas? —Su madre estaba hecha un ovil lo en el sofá, envuelta en una manta.

—Fuera.

Estaba delgada y temblorosa, frágil y pálida.

—Esta noche no, Richie, por favor. No salgas esta noche. —Su propia madre le imploraba como Satchwell—. No me encuentro bien. Creo que tengo la enfermedad.

—¿Ah, y yo qué soy ahora, el médico? Tómate una aspirina.

—Richie, lo digo en serio, no me encuentro bien. Estoy muy mal. Creo que necesito una ambulancia.

—Pues l lama a una, ya sabes cómo usar el teléfono. Tengo cosas que hacer —dijo mientras se colocaba la capucha.

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—¿No puedes hacerme ese favor, Richie, cariño? Por favor… Diles que tengo la enfermedad.

—Ya te he dicho que tengo cosas que hacer, así que no me des la brasa —dijo mientras se dirigía hacia lo puerta.

—Richie, no. —Su desesperada madre no dejaba de rogar- . No te vayas. Esta noche no. No quiero estar sola esta noche. Quédate conmigo estoy enferma.

—A mí sí que me ponen enfermo tus lamentos. Deja ya de dar el coñazo.

La señora Coker se recuperó por un instante, movida por un arrebato de cólera.

—No me hables así… no te atrevas a hablarme así, Richie Coker. ¿Qué clase de hijo eres?

—¿Y qué clase de madre eres tú? —contestó Richie—. Una vieja que se inventa que está agonizando o una chorrada así. No es más que una gripe, mamá, nada más. A veces me hago a la idea de por qué se largó papá.

—Richie.

—No, mamá. Yo también me largo, ¿qué te parece?

Era evidente que mal. Su madre siguió l lamándolo después de que cerrase la puerta sin ningún miramiento y se dirigiese a disfrutar de la acogedora noche.

—¿Estás bien, mamá? ¿Puedo traerte algo más? —Mel intentaba sonar animada y segura de sí misma al dirigirse a su madre, que yacía en la cama como una inválida. La mujer tosía en voz baja y su camisón y sábanas estaban empapados de sudor.

—No, Melanie, ya has hecho… ¿Ya le has l levado el té a tu padre? —dijo, mostrándose súbitamente ansiosa.

—Sí, mamá, no te preocupes —la tranquilizó—. Pero sigue sin hambre —dijo con frialdad.

—Eres una buena chica, Melanie. ¿Cuándo va a venir el médico?

—Ya te he dicho que no coge, mamá. Las l íneas están colapsadas, pero podría l lamar a una ambulancia.

—No, no. No quiero darle problemas a nadie. Además, creo que ya me encuentro mejor. Creo que después de una noche de reposo…

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—Eso es, mamá —dijo Mel mientras le retiraba un mechón de pelo de la cara y le agarraba de la mano. Estaba húmeda y flácida—. Ahora, intenta dormir. Volveré a verte antes de irme a dormir.

—Sí, voy a dormir. —La señora Patrick cerró los ojos, plácidamente—. Eres tan buena…

—Eso intento, mamá—susurró Mel.

Abajo, Gerry Patrick iba por la tercera lata de cerveza de la tarde. Su estado de ánimo nunca había sido especialmente alegre, pero los advertidos cambios en la programación televisiva le hacían estar de un humor de perros.

—¿Cómo está? —gruñó sin el menor interés en cuanto su hija entró en el salón.

—¿Por qué no subes a verla tú mismo? Está arriba, a mano izquierda…

—No te hagas la l ista conmigo. Te lo estoy preguntando a ti.

—Bueno, me temo que no estoy cua lificada para ejercer la medicina, papá, así que no sé exactamente cómo está. Pero podría ser algo grave.

—¿No has l lamado al médico? Mira que te dije…

Mel le explicó de forma breve, y con un desprecio que no se molestó en ocultar, los motivos por los que resultaba imposible que recibiese atención médica en aquel momento.

—Pero, claro, si te hubieses molestado en l levar a mamá al hospital en coche, quizá all í la hubiese podido atender alguien.

—No le hace falta ir al hospital.

—Además, ahí tienen medicinas y vacunas contra la enfermedad.

—Si te crees eso, jovencita, es que eres más ingenua de lo que pensaba. Eso que dicen no se lo cree nadie.

—Y aunque fuese cierto, por nada del mundo querríamos que interrumpieses tu rutina cervecera, ¿verdad que no, papá? Desde luego, no por algo tan trivial como la salud de mamá.

—Puta l isti l la.

—¿Qué has dicho?

—Ya me has oído, a menos que ese potingue negro que te echas en el pelo te haya taponado los oídos.

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Mel sintió lágrimas de asco, desprecio y rabia botando en sus ojos. Las ahogó desafiante, negándose a que él, su padre (papá), las viese. Ahí estaba, repantingado, gordo, calvo, un matón. Sin él, ella no existiría. Era lo que los l ibros viejos l lamaban «un fruto de sus entrañas ». La idea le provocó arcadas.

—Bueno, veo que la conversación va a ir por los interesantes derroteros de siempre —dijo Mel, apretando los dientes—, así que mejor paso y me voy a mi cuarto.

—Más ir valdría ir a la cocina y practicar como preparar una comida decente—le recomendó su padre, despecti vo—, porque no l legas a medio tenedor, Melanie. Esa basura que has preparado esta noche no se la comería ni un cerdo.

—¿No? Qué pena, porque la he preparado para uno de ellos.

—Serás… —Gerry Patrick se dispuso a agarrarla, pero Mel esquivó su gesto con facil idad.

—Con cuidado, papá —le advirtió desde la puerta—. No querrás que se lo diga a Travis.

Mel subió las escaleras hacia su cuarto, su santuario, mientras su padre gritaba algunas sugerencias desagradables para el entrometido chico de los Naughton.

Hubo un tiempo, pensó después de cerrar la puerta y tirarse sobre la cama, en el que creía que todos los padres eran como el mío. Por aquel entonces, imaginaba que las palizas y la violencia formaban parte de la rutina hogareña que tenía lugar entre padres e hijas. No obstante, poco a poco aprendió que no era así. Cuando vivía, el padre de Travis crió a su hijo con cabeza, cari ño y amor, y cuando murió, Mel deseó haber sido ella la que sufrió la pérdida. En cuanto al padre de Jessica, puede que quisiese tratar a su princesa como a una princesita, puede que le costase hacerse a la idea de que estaba creciendo, incluso puede que fuese un poco estirad y carca, pero saltaba a la vista que haría cualquier cosa por su hija. Sin embargo, Mel estaba maldita con Gerry. Pero no por mucho tiempo más Cada palabra que le dijo a Travis durante la fiesta de Jessica iba totalmente en serio: buscaría un trabajo y un piso cuanto antes, y su madre y ella serían l ibres de las garras manchadas de nicotina de su padre.

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Si es que su madre quería ir. Por desgracia, y por increíble que pudiera parecer, no había ninguna garantía de ello. Independiente de que su madre quisiese a su marido o no (desde luego, lo razonable sería que no), le profesaba una lealtad ciega, contra viento y marea, aunque fuese un perfecto desgraciado. El anil lo de bodas que l levaba su madre bien podía ser un gril lete. Era una esclava, no una esposa, y la ley lo consentía. ¿Cómo iba entonces a casarse Mel? Nunca.

Hombres…

Como los chicos. Solía guardar las distancias con los chicos, al menos de cara a mantener una relación. En eso Travis tenía razón. De hecho, Travis era el único chico con el que había salido y eso fue hace… ¿cuánto?

***

¿Tres años? Mucho antes de empezar a salir con Jess. Y solo lo hizo porque confiaba en Travis. Y en cualquier caso, había sido una relación muy inocente, basada en cogerse de la mano y abrazarse. Intentaron besarse después de un tiempo, pero no terminó de funcionar. Sabían cómo hacerlo y todo eso, pero por algún motivo, no se sentía n cómodos. Era como sobrepasar los l ímites. Quizá se conociesen el uno al otro desde hacía mucho tiempo. Quizá lo que sentían el uno por el otro (Mel estaba bastante segura de que era amor) era un amor fraternal, como el de unos hermanos. Lo cual le parecía bien a Mel. Travis y él dejaron de salir, pero siguieron estando juntos, unidos por una amistad más fiel que la de muchas parejas casadas.

Pero tampoco le molestó demasiado que Travis cortase con Jessica. Mel echó una mirada por encima del hombro para co mprobar (aunque no hiciese falta) que había cerrado la puerta y abrió el cajón de su mesita de noche, del que extrajo una foto en la que salían Jessica y ella. Se la habían sacado en una fiesta el pasado invierno. Estaban cogidas del hombro, sujetando una bebida alcohólica con la mano libre. Las dos chicas reían como si la vida no albergase ningún peligro. Mel era la oscuridad, Jessica, la luz. Mel se quedó observando la foto como había hecho antes en muchas ocasiones. Esbozó una altiva sonrisa.

Jessie tenía suerte. Lo tenía todo: una familia, un hogar, talento, belleza.

Y además de todo eso, podía l legar a tener algo más.

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Mel sintió su corazón encogerse en lo más hondo de su ser.

***

Jessica estaba tumbada en la cama, con la lámpara de la mesa como única fuente de luz, mientras escuchaba las voces de sus padres en el piso de abajo. No podía oír las palabras exactas, por supuesto, pero eso nunca le importó en el pasado y no le importaba entonces. Lo importante era el sonido, la seguridad que le proporcionaba, la continuidad, el amor. Siempre y cuando escuchase la música que conformaban las voces de sus padres, Jessica sabía que nada podía hacerle daño.

Aquella noche se había acostado un poco antes de lo habitual. Los sucesos de Trafalgar Road la habían afec tado; aunque, por extra ño que fuese, la detención en masa de musulmanes no había sido retransmitida en las noticias locales… como si hubiese tenido lugar a última hora de la tarde. En su lugar, retransmitieron un montón de noticias breves, intercaladas con programas que no venían a cuento y una serie de secuencias en las que varios famosos sonrientes instaban a los espectadores a no preocuparse por la enfermedad, garantizando que las autoridades tenían la situación bajo control. No apareció ni un político. Fue papá el que se dio cuenta. Mamá dijo al respecto que la enfermedad había servido para algo bueno, por lo menos. Pero a Jessica no le gustaba un pelo que le hablasen de la epidemia cada pocos minutos, así que se despidió v se fue a dormir.

Empezó a pensar en las personas que poblaban su habitación. Cristal, con ese cabello rubio ondulado que trataba de imitar. Andy, de Rompecorazones, por el que podía sentir un amor platónico sin tener que preocuparse de mantener una relación física. Lucinda Digby-Smythe y Gossamer. Todos los demás. Los amigos que siempre sonreían para ella desde sus coloristas dos dimensiones. Quienes nunca envejecían y nunca cambiaban, pegados con blu-tack a las paredes, conformando un mundo perfecto en el que la enfermedad no podía tocarla.

Jessica echó un vistazo al cuarto por última vez, como si se quisiese asegurar que todo estaba en su sitio. Así era. Sonrió, satisfecha.

Adormecida, cálida y segura, Jessica Lane apagó la luz.

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***

Richie Coker volvió a casa poco antes de medianoche. Se encontraba bastante mejor después de haber salido, gracias a haber rondado las calles con sus amigos con cuatro cervezas de alta graduación, una botella de sidra barata y unas cuantas caladas de una sustancia i legal encima. Aquellos divertidos pasatiempos, como prenderle fuego a un coche robado en el parque o perseguir a un vagabundo por los alrededores provocaban ese efecto en la autoestima de Richie Coker. Se sentía poderoso, magnífico, un ganador.

Hasta se veía con ganas de hacerle a su madre alguna que otra generosa pregunta sobre su salud.

Ahí estaba, exactamente donde la dejó, envuelta en la manta y con la luz y la tele encendidas. No se había movido.

Bueno, un poco sí que se había movido. Más o menos. Tenía la cabeza inclinada hacia delante y col gaba, sin fuerzas, del mismo modo que sus hombros. Y sus dedos ya no estaban aferrados al borde de la manta.

Su madre se había quedado dormida. Por eso estaba así y por eso no reacciono al entrar su hijo.

—Mamá, he vuelto. —Tampoco reaccionó a su voz—. Mamá. —Ni siquiera cuando gritó un poco.

Estaba dormida como un tronco.

—De nada sirve ignorarme, mamá. No se te da bien. ¿Qué tal estás? ¿te encuentras mejor? —Richie se acercó al sofá —. Porque yo, desde luego, si. Venga, siento lo de antes, lo digo de verdad. No debería haberte hablado así. Tenías razón. Venga. —Extendió el brazo y le zarandeó el hombro—. Después de todo, eres mí…

La mujer se deslizó hasta quedar apoyada sobre un costado. Tenía la boca totalmente abierta, pero no para responder a las concil iadoras palabras de su hijo. También tenía los ojos abiertos, con la mirada fi ja, así que no estaba dormida.

De estar dormida, podría despertar. En su estado, no.

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Richie dejó escapar un sonido a medio camino entre un gemido y un grito. De pronto, no se sintió tan poderoso. Se fi jó en los círculos rojos que desfiguraban el rostro de su madre, infestando su carne, los contor-nos que rasgaban su piel como pápulas.

Ma… mamá…

Ya no se sentía tan magnífico, ni un ganador. La enfermedad había extendido sus anil los a las manos y cuello de su madre, que yacía cubierta de rojo.

Y estaba muerta. Sin posibil idad de volver. Sin el menor atisbo de duda.

—¿Mamá? —Richie retrocedió torpemente. El alcohol que había bebido se revolvió en su estómago, advirtiendo que no seguiría ahí mucho tiempo. La habitación giraba. El mundo daba vueltas. Se dirigió a toda prisa al ba ño y vomitó a raudales, con fuerza.

Más tarde, se atrevió a regresar al salón, como si quisiese empezar de nuevo, como si quisiese comenzar desde el principio. No sirvió de nada.

Su madre seguía igual de muerta.

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4

No fue la señora Patrick quien abrió la puerta, sino Mel, tras lo cual ya estaban l istos para ir al colegio. Travis se acordó de los síntomas que mostró su madre el día anterior.

—¿Qué tal está tu madre…?

—Está bien, Trav. Bueno, no está bien del todo, pero no es nada grave. Está en cama con un trancazo, pero está mucho mejor que ayer por la noche. Le he dicho que hoy se queda en la cama, que no haga esfuerzos y que se lo tome con calma. Lo típico. —El esperanzado optimismo de Mel (a quien Travis encontraba bastante nerviosa) no convenció a ninguno de los dos—. Seguro que cuando volvamos a casa estará haciendo las tareas y vete a saber qué más, ya lo verás.

—Seguro que sí. —Aquella empezaba a parecer la mañana de las sonrisas forzadas.

—No es la enfermedad. Solo es un catarro.

—Claro. —Travis intentó olvidar la oscura prognosis del tío Phil para cualquiera que contrajese la enfermedad. No había supervivientes. Ni uno—. ¿Y tu padre?

—Oh, él está perfectamente —dijo Mel, rabiosa—. Aparte de lo obvio.

—Oye, escucha, igual hoy deberías quedarte en casa. Total, faltan la mitad de los profesores. Quizá sería mejor que te quedases en casa cuidando de tu madre. —Estando con ella mientras puedas. A Travis le ali viaba que su madre aún no hubiese mostrado ningún síntoma de la enfermedad.

—Me ha dicho que tengo que ir —explicó Mel—, que tengo que seguir con mi vida. «No puedes faltar teniendo los exámenes a la vuela de la esquina, Melanie» Así que tendrás que aguantarme, Trav.

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—Podría buscar peores compañías. Si me das un minuto… Mel le dio un cariñoso palmetazo.

—Mueve el culo, lentorro, o Jessica se irá sin nosotros.

Siguieron caminando a casa de los Lane.

—La verdad —reflexionó Travis— es que quizá estemos perdiendo el tiempo. He oído en las noticias que el gobierno tiene previsto imponer unas restricciones muy severas. Van a anunciarlo a las ocho: ya que la enfermedad ha venido para quedarse, la gente tendrá que dejar de desplazarse…, al menos así l imitaran el contagio. En teoría. Han adelantado que solo se podrá viajar en casa de extrema necesidad o de emergencia. También cerrarán los edificios públicos y eso incluye los colegios. Puede que este sea nuestro último día en una temporada.

—¿Y los exámenes, como diría Jessica?

—¿Y quién los evaluaría?

Mel frunció el ceño.

—¿Ya puestos, por qué no nos encierran en casa, para asegurarse?

—Quizá no sea necesario. —Travis echó un vistazo a la calle—. Aunque parece que la gente ha empezado a hacerlo.

Ni un movimiento por la calle. Ni una señal de vida. Casa tras casa, solitarias y en silencio. No había coches en la carretera, ni niños yendo en bici a clase, ni gente sacando a pasear el perro. Solo las cortinas cerradas (que eran la mayoría) indicaban que las casas estaban ocupadas. Travis recordó que cuando murió su abuela cerraron las cortinas a plena luz del día, mientras el coche fúnebre aparcaba ante la casa. Desde entonces, asociaba las cortinas cerradas durante el día con la muerte.

Mel se frotó las manos para combatir el frio que empezaba a sentir. —Parece que todo el mundo está dormido —dijo en voz baja, como si no quisiese molestarlos.

Por lo menos la casa de los Lane tenía las cortinas corridas. Sin embargo, todo lo demás estaba cerrado: las ventanas, el garaje, la puerta… un preocupante escenario que tenía todas las trazas de permanecer inmutable. El timbre resonó en el sepulcral interior de la casa cada vez que tocaron.

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—Parece que no hay nadie —dijo Travis, señalando a lo obvio mientras apretaba la cara contra la ventana de la entrada—. Desde luego, no se ve un alma. Puede que se hayan olvidado que quedamos para que nos l levasen y se han ido solos.

—No. Ni a Jessica ni a su padre se les hubiese olvidado. Y, en cualquier caso, estaría la señora Lane.

—Puede que haya ido de compras o algo así…

—¿Antes de las ocho de la mañana? No lo creo.

—Entonces…

—¿Dónde están? —Mel sacó el móvil que, técnicamente, no podía l levar al colegio bajo pena de confiscación—. Voy a l lamarla. —Pero Jessica tenía el móvil apagado. El asombro empezó a convertirse en preocupación—. Estará bien ¿no, Travis? Jessica, quiero decir. No puede tener la enfermedad, ¿verdad que no? O sea, los jóvenes no pueden coger la enfermedad. ¿Y si le está ocurriendo algo malo?

—No pasa nada. —O eso esperaba—. Jessica estará bien. —O eso esperaba—. Lo más seguro es que ya esté en el colegio y que su madre haya ido al trabajo con su padre porque está todo el mundo enfermo.

—Por Dios, eso esperaba.

Caminaron con rapidez y aprensión hacia el colegio como si estuviesen cronometrando, a través de las calles residenciales tan desiertas y lúgubres como las que rodeaban a sus propias casas, a través del centro comercial de la ciudad y de laguna que otra bolsa de actividad frenética casi irracional (aunque por lo menos había gente): un atasco ante un semáforo verde en el que todos y cada uno de los coches de la fi la tocaban el claxon sin parar, salvo el primero, en cuyo interior la mujer que había provocado la retención estaba apoyada contra el volante, encorvada y l lorando; grupos de gente berreando a las puertas y ventanas de comercios cerrados, pidiendo entrar a voces, deambulando y gritando como borrachos; un hombre sostenía la Biblia en todo lo alto desde la cabecera de un grupo, proclamando entre toses a los pecadores que debían arrepentirse, pues había l legado el Día del Juicio, mientras la mitad de los seguidores gritaba «¡Aleluya!» y la otra mitad se l imitaba a l lorar.

Cuando la gente veía a Travis y a Mel los se ñalaban con el dedo y les lanzaba furibundas miradas. La inexplicable pero aparente inmunidad de los jóvenes a la enfermedad era, según el informativo de la mañana, un hecho demostrado.

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Un hecho que despertaba la envidia de las víctimas potenciales de la pandemia, sobre todo, como sabía Travis, a medida que las cifras oficiales de muertos aumentaban gradualmente. No se puede pedir a gente desesperada que actúe de forma civil izada. Mel y Travis no vieron rastro de la policía, de los servicios de emergencia o de cualquier otra autoridad oficial.

Travis apremió a su amiga.

Trafalgar Road había quedado vacío. Las paredes estaban cubiertas de grafitis soeces, como salpicadas de excrementos. Había ventanas hechas a ñicos y varias puertas rotas. Travis pensó que si el hogar de un hombre es su castil lo, aquella fortaleza estaba en ruinas. Empezó a sentirse del mismo modo que tras la muerte de su padre, como si seguir adelante con la vida ya no tuviese sentido.

Nunca antes se había alegrado tanto de ver los grises y feos edificios que componían el colegio.

El señor Greening estaba en la entrada principal, como un centinela. Con su corte de pelo militar y su bigote hitleriano, Gestapo Greening era el subdirector del colegio y el encargado de mantener la disciplina, tarea que se tomaba muy en serio. Los niños pequeños le tenían miedo, los mayores lo respetaban y algún que otro estudiante, en algún momento de franqueza, admitió admirarlo. Gestapo no aceptaba tonterías ni de los niños, ni de sus compañeros, ni, como Travis se alegró de comprobar, de la enfermedad.

—Naughton. Patrick. —Hizo un rápido y tenso ademán con la cabeza para saludarlos conforme se acercaban. Gestapo era el único profesor, incluida la directora Shiels, que sabía los nombres de todos los estudiantes, y el único que siempre se dirigía a ellos por su apell ido—. ¿Qué horas son estas? De haberse retrasado más, hubiesen l legado pronto para mañana.

—Perdón, señor. Hemos tenido que venir andando. —La actitud sosegada del señor Greening se le hizo rara a Travis.

Pero no duró mucho.

—Bueno, en cualquier caso, parece q ue hoy se han anulado las clases. Diríjanse a la sala de reuniones con todos los demás, la directora Shiels va a hacer un anuncio breve pero importante a las nueve en punto.

—¿No va a pasar la l ista, señor? —preguntó Travis.

—¿Pasar l ista? —El señor Greening movió el bigote—. Hoy no, Naughton.

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«Todos los demás» era una exageración, por así decirlo. Había unos cien estudiantes repartidos en pequeños y nerviosos grupos en la sala de reuniones. Ni siquiera habían colocado las si l las. Apenas había diez miembros del personal docente. Jessica no estaba. Tampoco Ricchie Coker o Simon Satchwell. O Alison Grant, o Dale Wright, o Jon Kemp, o Janine Coll ier, o Cheryl Stone, o Mark Doyle y su novia Ji l ly, quien, por cierto, nunca regresó de Derby (al parecer, su padre l e contagió la enfermedad a su madre durante el fin de semana, extendiéndola a toda su familia en aun estando a kilómetros de distancia). Quien sí estaba en Trevor Dicketts, solo por primera vez, buscando a Steve Pierce desesperadamente para poder discutir si se iba a posponer la final de la copa de Inglaterra.

—Voy a volver a l lamar a Jessica. —Mel no creyó que a nadie le fuese a importar que util izase el móvil. Y así fue, aunque una vez más, su intento fue inútil . Aún estaba mandando mensajes en vano cuando apareció la directora Shiels.

Travis contuvo la respiración: la directora había contraído la enfermedad. Era evidente. El contorno de sus ojos estaba enrojecido, como si se los hubiese maquillado; saltaba a la vista que tenía fiebre, temblaba y respiraba como una asmática. Apenas tenía fuerzas para andar, se tambaleaba hacia el escenario y ayudada por el señor Greening. Los demás adultos mantuvieron distancia, lo cual no dejaba de ser comprensible. La piel de la mujer parecía más rosada de lo habitual. La directora Shiels no tenía que haber salido: debería estar en la cama o en un hospital.

—Total, para lo que iba a servir —dijo Travis para sí, abatido. Pensó que la muerte de aquella mujer, su directora, iba a ser la primera a causa de la enfermedad que veía con sus propios ojos. Le recorrió un escalofrío al pensar si sería la última.

Gestapo Greening la ayudó a subir los peldaños que conducían al escenario, al estrado. No había palabras de la directora. Un silencio propio de un funeral se extendió por la estancia.

Mel sujetó la mano de Travis con fuerza.

—Buenos días a todos —dijo Greening con intensidad—. La directora Shiels tiene un anuncio que hacer.

Apenas se la podía oír.

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—Buenos días, estudiantes. Qué pocos sois hoy. Qué poco somos. —Una débil y triste sonrisa apareció en sus labios —. Por lo tanto, intentaré ser breve, aunque se os debe informar acerca de ciertas cuestiones. El gobierno… a las ocho de esta ma ñana, el gobierno ha declarado el estado de emergencia … lo ha declarado en todo el Reino Unido para controlar el contagio de… el contagio de la enfermedad y combatir sus… efectos.

Es demasiado tarde para algunos, se temió Travis. Nunca había pasado mucho tiempo con la directora Shiels, que era la clase de directora que l levaba a cabo sus funciones desde su despacho y a través de sus subordinados en vez de en primera l ínea, pero en aquel momento pudo ver su valor, la fuerza de voluntad que requería cumplir con su deber y organizar aquella última reunión.

—Está previsto… está previsto que impongan toques de queda entre las seis de la tarde y las seis… las seis de la mañana. Los pueblos y ciudades van a estar en cuarentena, y las autoridades velaran porque esto se cumpla. Los colegios… los colegios permanecerán cerrados hasta que el periodo de emergencia haya pasado. Esperemos que pronto —dijo la directora en voz baja—. Pero hasta entonces, está escuela, nuestra escuela, permanecerá cerrada.

Si alguien quiso celebrarlo, no se notó. Algunas chicas de doce a ños parecían a punto de l lorar.

—Tenéis que… tenéis que volver a casa. Rápidamente. Poneos a salvo en vuestras casas. —La directora Shiels parecía más alterada —. Quedaos en vuestras casas con vuestras familias, con vuestros seres queridos … el gobierno aconseja que os quedéis en casa. El se ñor Greening y yo dejaremos el colegio abierto por si alguien necesita… necesita recoger algo, pero después… Cuidaos mucho. Os deseo lo mejor en estos tiempos…, estos tiempos…

Se aferró al señor Greening con la mano derecha, como si hubiese perdido súbitamente el equil ibrio, y aunque el subdirector la sujetó no pudo evitar que se desplomase. La directora Shiels se precipitó hacia adelante con brusquedad y derribó el estrado, que cayó con un estruendo sobre los tablones de madera. Su cuerpo empezó a convulsionar.

La mayoría de los estudiantes se echaron a l lora, aterrados. Otros gritaron, alguien dejó escapar una carcajada histérica.

Travis fue el único que subió los pelda ños del escenario. Le acompa ñaba Mel, ya que, si bien no quería acercarse mucho a la directora Shiels, t ampoco quería alejarse de Travis.

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El señor Greening se arrodil ló al lado de la mujer, sujetándole la cabeza en intentando incorporarla.

—¿Directora Shiels? ¿Directora Shiels, me oye? —La mujer parecía a punto de quedar inconsciente.

Era la enfermedad. Travis intentó, sin éxito, contener un instintivo gesto de repulsa.

La directora estaba cubierta, de los pies a la cabeza, de círculos rojos.

***

—Y entiendo perfectamente el significado de todo esto. —Roble había reunido a los Hijos de la Naturaleza en el claro del campamento para compartir con ellos su sabiduría—. Si la policía ha desestimado la historia de Tilo y Fresno con tanta rapidez, si se han negado en redondo a l levar a cabo una investigación inmediata, solo puedo concluir que estaban al corriente del suceso. Sabían exactamente qué había ocurrido. Nuestras mal l lamadas fuerzas de la ley y el orden eran parte de ello. Del encubrimiento. De la conspiración.

De entre sus seguidores brotaron murmullos de aprobación. Marjal reaccionó a sus palabras asintiendo con firmeza y Fresno, con unos espontáneos y efusivos aplausos. Hasta Tilo estuvo de acuerdo en que a Roble no le faltaba parte de la razón, pero lo que le importaba no era en qué l io se habían metido las autoridades, sino cómo se iban a proteger los Hijos de la Naturaleza de las consecuencias.

—Los soldados que los jóvenes vieron y el terrible suceso que presentaron están vinculados a la enfermedad, eso está claro. —Y si Roble lo hubiese dejado ahí, Tilo estaría completamente de acuerdo. Pero, cómo no, no lo hizo—. Y la enfermedad es un síntoma de todos los terribles males que azotan al mundo. Las autoridades quieren ocultar la verdad, pero a nosotros no nos enga ñan con sus mentiras y triqui ñuelas. Esta epidemia que afecta a los materiales es el resultado de su propia locura, su propia ciencia, su obsesión dual por la tecnología y la muerte. Por las armas biológicas, hermanos y hermanas, por experimentación biológica. Los materialistas han escogido mancil lar a la madre naturaleza, profanarla en el nombre del progreso. Creen que pueden doblegar a la poderosa naturaleza a su voluntad, moldear y manipular la vida para sus retorcidos y salvajes fines, pero su vanidad los ciega y los engaña. Esta peste no puede ser más que el resultado de un error biotecnológico, una

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plaga creada por ellos mismos. Lo he dicho en el pasado y se que algunos dudasteis de mi palabra. —Tilo no quiso mirar a Roble a los ojos, pero supuso que el l íder se refería a ella—. Pero ahora que el origen de la enfermedad es evidente, estoy más convencido que nunca. Nosotros, los puros, los Hijos de la Naturaleza, no tenemos nada que temer de esta enfermedad. No tenemos que preocuparnos de ella.

No, protestó Tilo para sí. Tenían motivos de sobra para tener miedo. Deberían estar muy preocupados, más que preocupados. Sus vidas estaban en juego.

—La enfermedad puede atacar a los materialistas, pero nosotros, los que nos refugiamos en los amorosos brazos de la naturaleza, nos salvaremos. Os lo prometo, hermanos y hermanas.

***

—Tienes que hablar con él, mamá —le rogó Tilo a su madre cuando la reunión de los Hijos de la Naturaleza hubo concluido.

—¿Con Roble? ¿Por qué?

—Porque se equivoca. —La adolescente sabía que la probabilidad de convencer al l íder era nula, pero Marjal, sin embargo…—. Mamá, las enfermedades no hacen distinciones. Las creencias no son vacunas. Tenemos que sacar la cabeza de la tierra o de los árboles, en nuestro caso. La enfermedad nos afectará del mismo modo que afecta a los demás.

—Tilo, Tilo —dijo Marjal mientras negaba con la cabeza, comprensiva—. Roble no se equivoca. Nunca se equivoca. Tienes que confiar en él igual que el resto.

—Si hablase de dónde hacer una fogata, sí, confiaría en él. Si hablase de que champiñones se pueden comer, pues también. Pero esto es cuestión de vida o muerte, mamá. Roble tiene la mente cerrada a la realidad, a las consecuencias de la enfermedad.

—No creo que se la mente de Roble la que está cerrada —dijo Marjal, socarrona.

—¿Qué… qué quieres decir con eso, mamá? —Pero cuando Tilo se encontró con la condescendiente, casi piadosa mirada de la mujer, no vio la de una madre en ella.

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—Ya sabes lo que quiero decir, cari ño. Aunque nos defendieses ante el sargento en Fordham, a veces creo que no te terminas de integrar con nosotros. A veces creo que aún no valoras la sencil lez de la vida que l levamos aquí, la calma que proporciona a la mente, la satisfacción que puede lograrse a través de la comunicación con la naturaleza. Abre tu mente a la naturaleza igual que yo, Tilo. Sé una con el mundo. —La mirada de Marjal era igual que la de aquellos a los que se les había lavado el cerebro, o que estaban en trance. Su sonrisa era tan inane como la de un idiota. Fue Deborah Darroway la condujo a Tilo hasta los Hijos de la Naturaleza, pero había desaparecido. Solo quedaba Marjal.

—Así que… no vas a hablar con Roble —dijo Tilo, abatida y desganada.

Marjal le acarició el pelo, un gesto automático propio del pasado.

—Le diré a Roble que hablé contigo —dijo. Y entonces, se marchó.

De pronto, Tilo se vio invadida por una insoportable desazón. Se sintió impotente, débil, como si sus piernas estuviesen hechas de agua. Se dejó caer contra un árbol, de modo que no se desplomó sobre el suelo (un punto para la naturaleza), pero le costaba mucho respirar. Su madre se había ido. No tenía madre. Estaba sola en un asentamiento de lunáticos. Sintió que estaba a punto de perder el conocimiento.

—¿Estás bien, Tilo? —Fresno apareció no se sabe de dónde, o quizá de los matorrales tras los que se ocultó durante la conversación que mantuvieron ella y la ausente Marjal. Los adolescentes se quedaron solos en los l ímites del campamento.

—Claro… Estoy… estoy bien… —Derrotada, Tilo cambio el áspero apoyo del árbol por el acogedor brazo del chico—. No, no lo estoy. Para nada.

—Tilo, no te frustres. —Imitó el gesto de su madre y le acarició el pelo. Aunque, a decir verdad, también se estaba tomando unas l ibertades con los dedos que una madre no se tomaría—. Todo va a ir bien. Créeme.

—Pero ¿qué vamos a hacer? ¿Y la enfermedad?

—Pero eso que no escuchan: mi madre, tu padre, los demás … No escuchan. No piensan. No razonan por sí mismos.

—Lo sé. Tranquila.

Tilo agradecía que Fresno le permitiese expresar sus inquietudes y le agradaba que estuviese de acuerdo con ellas… y eso que nunca lo había

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considerado alguien muy profundo. No le importaba que siguiese abrasándola, o que sus manos recorriesen su espalda como si estuviesen en un bar con la melodía del Titanic de fondo (en vez de bajo de un toldo de ramas, con el intenso pero lejano cantar de los pájaros como única melodía). De hecho, no solo no le importaba, sino que disfrutaba de las atenciones de Fresno. En aquel momento, necesitaba algo así. Calor humano. Contacto humano. Menos mal que podía contar con él.

—Estamos solos, Fresno —dijo lastimera—. Estoy sola.

—No tienes por qué estarlo. Estoy contigo, ya lo sabes. Quiero estar contigo.

Sus palabras la confortaron y la consolaron. Ella lo abrazó con fuerza y, en aquel momento, Tilo se sintió más cercana a Fresno que a nadie en toda su vida.

—No es justo que la enfermedad tenga lugar ahora, en este momento de nuestras vidas, cuando somos jóvenes. Puede que todo cambie. El soldado dijo que iba a ser el fin de todo. Fresno, ¿y si tenía razón? Si se acercara el fin…

Los ojos de Fresno bril laban con resolución y algo más.

—Entonces, vamos a vivir mientras podamos.

—No sé a qué te…—comenzó Tilo, indecisa. Pero su sonrojo sugirió que sí lo sabía.

—Me gustas, Tilo. Siempre me has gustado. Ya lo sabes. Y quiero decir que me gustas mucho.

—Fresno. —Su corazón latía con fuerza. Sintió mariposas en el estómago. Una ráfaga de viento hizo crujir las hojas de los árboles bajo el bril lo del candoroso sol de mayo.

—¿Quieres saber lo mucho que me gustas? ¿Quieres que te lo enseñe? Tilo, puedo enseñártelo, si quieres. Si estás l ista. Si quiere que te lo enseñe dímelo…

En aquel momento era vulnerable, se sabía vulnerable, y otros tíos con pocos escrúpulos podrían aprovecharse de ella, pero confiaba en Fresno. El folleto que había traído de Fordhanm afirmaba que los adolescentes y los niños parecían inmunes a la enfermedad, pero si se equivocaba, si ocurría lo peor, Tilo Darroway no quería morir sin probar… bueno. Y Fresno era tan, tan…

—Enséñamelo, Fresno —dijo.

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Él sonrió. La cogió de la mano y la adentró en el bosque. Tilo fue c on él, l ibre, dispuesta.

No soportaba la idea de estar sola.

***

Travis y el señor Greening consiguieron l levar a la débil directora Shiels a la enfermería (donde podrían tumbarla en una cama) apoyándola sobre sus hombros. Mel iba tras ellos, aunque no n ecesitasen su ayuda. Los restantes compañeros de la directora, aquellos con los que había trabajado (durante años, en algunos casos) estaban completamente ausentes: incluso era posible que ya hubiesen abandonado el colegio. Ese era el motivo por el que las enfermedades eran unos enemigos tan terribles, pensó Travis, ese era el motivo por el que triunfaban: aquellos que debían permanecer unidos haciendo un frente común se volvían contra ellos mismos, dividiéndose a causa del miedo. Los desastres y las tragedias no cambiaban a la gente, sino que los despojaba de la imagen que les gustaba proyectar, de su fachada, de su imagen pública, escarbando más allá de la superficie hasta sacar a relucir sin ninguna piedad la auténtica naturaleza del individuo. No siempre era algo agradable de ver. Las crisis dejaban las almas al desnudo.

La directora Shiels se agitaba entre espasmos, le ardía la piel y estaba empapada de sudor. Sus ojos y labios temblaban, sus dedos buscaban objetos invisibles a tientas. El señor Greenin la tapó con una manta.

—¿No deberíamos darle algo? —preguntó Mel, afl igida, desde la puerta de la enfermería.

—Aquí no hay nada con lo que tratar la enfermedad, Patrik —dijo el señor Greening—. Llamaré a emergencias. Necesita una ambulancia. —Marcó el número en su teléfono móvil. Cuando, inmediatamente después, vio que su ce ño se fruncía (del mismo modo que en las numerosas ocasiones en las que el subdirector adjudicaba uno de sus famosos castigos a quienes se retrasaban), Travis supo que se avecinaban malas noticias—. Me han puesto en espera. Llamando a emergencias. Increíble.

—Voy a probar. —Pero el móvil de Mel cosechó los mismos resultados.

—Las l íneas deben estar saturadas —dijo Travis—. Hasta reventar. Hay una emergencia en cada calle.

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—Igual hasta están enfermas las operadoras —añadió Mel.

—Bueno, pues parece que tendré que l levar a la directora Shiels al hospital personalmente —concluyó el señor Greening—. O a casa, o a alguna parte. Está claro que, en su estado, no puede quedarse aquí.

—¿Quiere que le acompañemos, señor?

Mel estuvo a punto de chil las ante la desbordante generosidad de Travis. No quería que le ocurriese nada malo a la pobre directora Shiels.

Pero ahora que le habían echado el cierre al colegio, tenía otras prioridades… como cuidar a su madre.

—No, Naughton. Gracias, pero ya ha hecho más que suficiente. —Mel estuvo a punto de darle un beso al bueno de Gestapo—. Lo que ocurra en el colegio es mi responsabil idad. Creo que lo mejor será que se vayan a casa.

—El señor Greening tiene razón, Trav.

—De acuerdo. Como quiera, señor.

El profesor reiteró su decisión.

—Una cosa, antes de que se marchen. Tengan cuidado —les advirtió—. Se avecinan tiempos peligrosos. Creo que todavía no se hacen a la idea de hasta qué punto.

—¿Qué no nos hacemos a la idea? ¿Qué quiere decir? —dijo Travis.

—Veo las noticias, Naughton. Sé que la enfermedad no afecta a los jóvenes…al menos de momento. Pero todos los demás, toda la población adulta, todos los adultos del mundo… En estos momentos goza de buena salud, pero ¿por cuánto tiempo?

—El suficiente como para que los médicos del gobierno, los científicos o quien sea den una cura. —Travis intentó sonar positivo, pero su optimismo resultaba tan forzado como el de Mel.

—Quizá.

—El señor Greening movió el bigote—. Pero dudo que podamos confiar en ello, que es a lo que me refería. ¿Alguno de los dos ha estudiado El señor de las moscas en clase de l iteratura? —Ambos asintieron—. Bien. Entonces ya saben lo que pasa cuando la autoridad que ejercen los adultos desaparece, cuando los jóvenes pasan a tener que defenderse por sí mismos. Los chicos que naufragaron en esa isla tenían las mejores intenciones. Intentaron formar un

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grupo cohesionado, organizarse, formar una sociedad con leyes, responsabil idades, orden, en la que los fuertes cuidasen de los débiles y en la que se trabajase por el bien común. Intentaron preservar los valores civil izados, su sentido del bien y del mal … ¿podría decirse que hasta su sentido del deber? Pero fracasaron. Al final, fracasaron. La civil ización aca bó hecha pedazos, igual que las ropas convertidas en harapos que ya no les servían. Poco a poco, los recuerdos de sus padres y del mundo en el que vivían se desvanecieron y se perdieron para siempre, y dejaron de ser los mismos que cuando llegaron. Cayeron en la superstición y de ahí, al salvajismo. El descenso a la oscuridad.

—No todos, señor. —El señor de las moscas era un l ibro que impactó y emocionó a Travis—. Piggy o Ralph permanecieron fieles a sí mismos. Nunca olvidaron. —Recordó el diálogo de Ralph como si brotase de su corazón. Ralph siempre recordó a su padre.

—Eso es cierto —admitió el señor Greening—. ¿Pero qué les sucedió en el l ibro? A Piggy lo mataron. A Ralph lo cazaron por toda la jungla como a un animal, mientras la isla ardía. De no ser p or la l legada imprevista y fortuita del barco al final del l ibro, de no ser por el regreso de los adultos…

—Pero esta vez los adultos no volverán. —Mel sintió un escalofrío—. Es eso lo que está diciendo, ¿no, señor Greening?

—Digo que la vida real no es una novela en la que la cordura pueda restaurarse con que el autor lo escriba. La enfermedad cambiará el mundo, puede que para siempre.

—Pero no nos cambiará a nosotros —aseguró Travis—. No me cambiará. No se lo permitiré.

—Espero que tenga razón. —El profesor devolvió la mirada a la temblorosa doctora Shiels—. Pero ya me he retrasado demasiado… Va a reinar el caos, se extenderá la anarquía y empezará antes en las ciudades. No puedo marcharme…no tengo adónde ir, este colegio ha sido mi vida … pero si tienen un lugar al que regresar, algún lugar lejos de aquí, les recomiendo que vayan cuanto antes, ahora que pueden.

—Sí, señor —dijeron los adolescentes al unísono. Por segunda vez en un par de minutos, Mel sintió la necesidad de darle un beso al señor Greening. Sintió que no volvería a verlo nunca más.

—Ah, y Travis, Melanie —dijo el profesor—. Buena suerte.

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***

Jessica se despertó de la pesadil la. Mamá le sacudía el hombro.

—Jessica. ¡Jessica! —Lo primero que pensó fue que se había quedado dormida, pero no era así. No eran ni las seis—. Tu padre… no se encuentra bien.

—¿Qué?

—Se despertó de golpe, se incorporó en la cama y miró con incredulidad a los ojos de su madre, abiertos de par en par e inmóviles. Temerosos.

—Le ha subido la temperatura, tiene fiebre. He… he intentado l lamar a una ambulancia, pero no hacen más que ponerme en espera. Estoy segura de que si fuésemos unos desharrapados o viviésemos de las ayudas, nos atenderían… en fin, tenemos que l levar a tu padre al hospital.

—¿Al hospital? —Jessica se contagió del miedo de su madre. ¿Cómo iba a su padre a necesitar que lo atendiesen en un hospital? ¿Cómo iba a estar enfermo, siquiera? Los padres no se ponían enfermos … mantenían una inviolable salud para atender a sus hijos cuando estos caían enfermos, para mullirles el sofá, taparlos con una manta, o comprarles antigripales. Era el orden natural de las cosas.—. Mamá…

—Ya he vestido a tu padre. Vístete tú también, cielo. Tenemos que irnos.

Era la enfermedad. No fue necesario que se lo dijese. De algún modo, había accedido a la impenetrable fortaleza de su hogar: ni siquiera papá y mamá habían conseguido impedírselo. Era una pesadil la. Andy, Crystal y los demás sonreían, divertidos por aquella situación, mientras Jessica revolvía su cuarto en busca de unos vaqueros y una camiseta. Ni siquiera se molestaron en seguir a Jessica cuando salió a todo correr de la habitación.

Su padre estaba muy enfermo. Tenía los ojos completamente rojos e hinchados como ampollas, y su piel acalorada y sudorosa está cubierta de salpull idos carmesíes.

—No hace falta… cariño. No tienes… no tienes de que preocuparte —Su mujer y su hija le ayudaron a bajar las escaleras, lo sacaron a la calle y lo metieron en el coche. Se dejó caer sobre el asiento trasero y Jessica se sentó a su lado, cogiéndole de la mano para tranquilizarlo, pero aquello también estaba mal.

Debería ser justo al revés. Todo estaba mal.

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—Todo irá bien, Ken. Vamos a l levarte al hospital. —Mamá parecía conducir sin prestar la menor atención al l ímite de velocidad.

—Princesa… —murmuró su padre. Intentó esbozar una sonrisa para su hija, pero un doloroso acceso de tos se lo impidió.

Jessica sintió sus dedos hundiéndosele en la carne. Se estremeció (pero no solo por eso) y su visión se volvió borrosa por las lágrimas. Pero ¿acaso eran círculos carmesíes lo que estaba brotando en la frente y cuello de su padre, como si se los hubiesen marcado en la piel con anil los al rojo vivo?

—Mamá —rogó—, date prisa.

Pero no iban a l legar a tiempo ni por asomo. Las calles que rodeaban el hospital público de Wayvale estaban colapsadas, a reventar de tráfico, con buena parte de los coches desocupados, abandonados.

Algunos coches estaban subidos al maletero de los que tenían delante, fruto de la desesperación de sus conductores por avanzar unos centímetros; otros se habían estrellado contra farolas y muros al intentar adelantar a sus rivales subiéndose a la acera.

Quienes se bajaron del coche o l legaron a pie vagaban sin rumbo, como sonámbulos, como zombis, gimiendo, lamentándose, l lorando o pid iendo ayuda a gritos mientras los ni ños berreaban, y aquella incesante cacofonía de miseria humana luchaba por hacerse oír sobre el estridente resonar de miles de cláxones.

La gente se reunía en grupos, en familias, abrazándose entre ellos, transportando a quienes habían contraído la enfermedad o solos, perdidos y desolados. Algunos se desplomaron ante los portales o sobre los bordil los, pero nadie les prestaba atención. Los infectados se dirigían al hospital del mismo modo que lo hacían los que iban a la iglesia en busca de remedios durante la peste negra. Y parecían tener el mismo éxito.

—No podemos quedarnos aquí. —Stephanie Lane dio media vuelta a toda prisa para no quedar atrapada por los coches que se acercaban por detrás.

—Pero papá necesita un médico…—la apremió Jessica.

—Princesa, no quiero… causaros problemas… solo estoy…

—No podemos quedarnos aquí. Lo vamos a l levar a Woodhurtst. —Un hospital privado local—. Ya va siendo hora de que recibamos algo a cambio del

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dineral que se deja Ken en el seguro médico. Seguro que en Woodhurst no hay semejante follón.

Pero lo había. Sí, había menos coches y menos gente, pero el caos y la desesperación eran idénticos. El hospital estaba rodeado como un castil lo bajo asedio.

Era una pesadil la. Una especie de gemido trepó por la garganta de Jessica. ¿Por qué tenía que ocurrir algo así? ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser real todo aquello?

—Venga —dijo Stephanie Lane apretando los dientes. Por lo menos en aquella ocasión había alguien poniendo orden: la entrada a Woodhurst estaba acordonada por varias barreras de madera protegidas por agentes de policía que parecían armados. Junto a ellos, un médico ataviado con una bata blanca y una enfermera uniformada, todas con mascaril las que les cubrían la nariz y la boca. Los policías parecían aplicarse a fondo en no dejar que nadie entrase en el hospital, pero Stephanie Lane estaba segura de que a quienes prohibían el paso era a la morralla que no podía permitirse un seguro privado y que por ello no merecía disfrutar de una atención médica privada. El personal de Woodhurst podía comprobar quién lo pagaba y quién no por ordenador.

Sacó a su marido del coche y le ayudó a caminar. Él se desplomó sobre ella como un peso muerto, obligándola a arrastrar los pies. Jessica no estaba siendo de mucha ayuda.

—Venga, Jess, échame una mano. Tenemos que l levar a tu padre a una cama. —Avanzaron como malamente podían a través de la muchedumbre—. Déjennos pasar. Por favor, déjennos pasar. Por favor. Hemos pagado el seguro del hospital. Déjennos pasar. —Y, curiosamente, aquella masa de cuerpos se apartó para dejar paso a los Lane… protestando, en muchos casos, y profiriendo algún que otro insulto. Pero la convicción y autoridad que portaba el tono de Stephanie Lane demostraron ser tan poderosos como un pasaporte.

Hasta que l legaron hasta los policías.

—Lo siento, señora. —Puede que la voz del agente sonase más apagada tras la máscara, pero su mirada no había perdido un ápice de intensidad —. No puede pasar.

—Pues resulta que sí podemos, agente —discrepó la señora Lane—. A menos que… bueno, verá, nosotros sí podemos pasar. Somos miembros… tenemos un seguro privado.

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—Puede que lo tengan, pero me temo que, tal y como están las cosas, eso no supone mucha diferencia. Nadie puede entrar en el hospital.

—¿Qué? —Aquel inesperado contratiempo pareció sorprender a la mujer incluso más que la súbita enfermedad de su marido—. Pero eso es absurdo. Es una vergüenza.

Una pesadil la, pensó Jessica. Aquello no estaba pasando.

—Exijo que nos proporcionen asistencia médica. Exijo que admitan a mi marido. Pagamos un montón de dinero para que nos traten aquí. Tenemos derecho.

Quienes la rodeaban se burlaron y rieron. Gritos de «Cállese, señora», «Vete a casa» y «¿Quién se cree que es?». Algunos eran más amables y estaban dirigidos, quizá, hacia el policía: «¿Quién se cree que es?», «Debería darle vergüenza», «Todos tenemos derecho, maldita sea». La muchedumbre empezó a incomodarse, cada vez más alterada.

Intervino el médico.

—Señora —le dijo a Stephanie Lane—, soy el doctor Laker y lamento comunicarle que no tiene sentido que dejemos entrar a su marido. No tenemos camas. Tenemos a los pacientes en los pasil los, sobre los carritos, en el suelo. No tenemos con qué tratarlos, incluso si… —Se tranquilizó un poco—. Estamos a la espera de varios compañeros de los hospitales cercanos, pero a causa de la enfermedad, la enfermera Tindall y yo somos el único personal médico. Lo siento.

—Pero tienen la vacuna, la vacuna de la que le habló el gobierno. Podrían dársela a Ken.

El médico negó con la cabeza.

—La vacuna no ha resultado… eficaz. Y en cualquier caso, se nos han acabado. Será mejor que se vaya a casa y haga que su marido esté cómodo en la medida de lo posible…

—¿Y los demás médicos, esos a los que está esperando? Quizá ellos puedan ayudarnos. Creo que preferimos esperar a que aparezcan.

Entró.

—Pero no hay sitio, señora, es imposible.

—… no quiero causar problemas… no quiero… ser una carga, Stephanie.

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—La gente que está ahí dentro, la que está ocupando las camas… ¿tiene derecho a ocuparlas? Este no es un hospital de la seguridad social en el que admiten a cualquiera. —La muchedumbre que rodeaba a los Lane reaccionó a lo de «cualquiera» con una mezcla de humor y ofensa—. ¿Han pagado un seguro médico privado, como nosotros? ¿Tienen derecho a que los traten en Woodhurst?

—Señora, si tenemos en cuenta el número de personas que precisan atención médica en estos momentos, esas cuestiones son irrelevantes.

—¡Pero si ahora es cuando más relevantes son! ¿Para qué hemos pagado si no es para tener prioridad en momentos así? Es lo justo. Tienen que dejar pasar a mi marido.

—Váyase a casa, señora. —El doctor Laker extendió su ruego a los demás—. Váyanse a casa.

Jessica intentó no escuchar a las continuas reclamaciones de su madre, a la obstinación del médico y de la policía, a la frustración y rabia en aumento de la muchedumbre. Recordó que, en ocasiones, cuando era una niña pequeña, el ruido y el bull icio de la calle le abrumaban mientras iba de compras con su madre. En aquellos momentos, cerraba los ojos con fuerza y se tapaba las orejas mientras, cómo no, sujetaba la mano de su madre con fuerza. Se imaginaba en otra parte, en un lugar mágico y maravil loso para ella sola, tranquilo, perfecto, inmune a todo daño.

Mientras la muchedumbre empujaba, mientras el doctor levantaba los brazos en un fútil intento por mantener la calma, mientras a policía ordenaba a la gente que abandonase el lugar, que se dispersarse (y sí, estaban armados), mientras que su madre aceptaba la amarga derrota y se iba, Jessica deseó, con todo su corazón, estar en aquel lugar.

***

Jane Naughton debía de estar haciendo las maletas cuando se desmayó.

Travis la encontró tirada en la cama con una maleta abierta, medio l lena de ropa, a sus pies. Estaba consciente, pero su respiración era dificultosa y superficial. Consiguió esbozar una débil sonrisa de disculpa para su hija.

Este l legó corriendo a su lado.

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—Dios mío, mamá, ¿qué ha pasado? —Apenas l levaba fuera dos horas, poco más de lo que dura un partido de fútbol o una pelíc ula, pero en aquellos escasos minutos la enfermedad atacó como si hubiese estado observándolo, a la espera de que saliese de casa. Investigó la piel de su madre en busca de las marcas escarlatas. No había ni rastro de ellas. Bueno, al menos aquella era una buena noticia.

—Y no aparecerán —se dijo Travis a sí mismo. Mamá no tenía la enfermedad. De algún modo era inmune. Y si la tenía, se curaría.

Tenía que curarse.

—Travis, ¿por qué no estás en clase? —Su vocecita era poco más que un susurro.

—Han cerrado el colegio, mamá—. Ahora quédate aquí y descansa. Iré a buscar ayuda.

—No. No hay tiempo que perder. Tenemos que… tenemos que ir con la abuela. En casa de la abuela estaremos más seguros. Tenemos que hacer las maletas y marcharnos. Está muy lejos. Pero… estoy tan cansada. Travis… —Intentó levantarse de la cama. Fracasó.

—Tranquila, mamá. No te muevas… quédate tumbada. —Aunque se encontrase en condiciones de viajar (lo cual era muy discutible), no era capaz de conducir. En cualquier caso, Travis dudó de que pudiesen ir más allá de la periferia de Wayvale: ya se habría l levado a cabo la cuarentena de la que les habló la directora Shiels. Las carreteras estarían cortadas para que los ciudadanos no huyesen al campo. Y también estaría la policía.

De pronto, Travis sintió que aún había esperanza: conocían a un policía.

—Mamá, voy a l lamar al tío Phil. Él nos echará una mano. —No tenía sentido l lamar a emergencias—. ¿Quieres algo? Ahora te traigo agua. Estaré abajo. —No quería que escuchase la conversación—. Todo va a ir bien, mamá.

Sorprendentemente, consiguió contactar con Phil Peck a la primera. El policía sonaba agotado y fatalista.

—Todo se está viniendo abajo tal y como te dije, Travis. La tercera fase.

—Tío Phil, creo que mamá tiene la enfermedad.

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—Ella no… Jane no… —Hubo una larga pausa—. Marion murió ayer por la noche.

—¿Qué? —El terror dejó a Travis sin palabras. La tía Marion. Lo estrechó entre sus brazos el día del funeral de papá. Le dio un beso en la cabeza y le dijo que si alguna vez quería hablar, de cualquier cosa… Y ahora estaba muerta—. Lo siento, tío Phil, lo siento mucho…

—Lo sé. Yo también, pero tal y como están las cosas, Travis… Marion es una persona entre millones. Una entre millones de moribundos y muertos. No podemos impedirlo. No podemos hacer nada por ellos. Me he puesto el uniforme, pero ¿para qué? Haga lo que haga, somos demasiado pocos.

—Tío Phil —Travis intentó centrar la atención del hombre en su madre—, mamá está viva. Yo estoy vivo. Te necesitamos, como te hemos necesitado desde que papá…

—Keith. Sí. —Phil Peck sonó más calmado, más decidido—. Escucha, Travis, estoy en el hospital de Wayvale. Protegiéndolo, ¿entiendes lo que quiero decir? Los hospitales son un caos, la gente quiere un tratamiento que ya no existe. Podría haber disturbios de un momento a otro. Ni se te ocurra l levar a Jane al médico.

—No, ya he descartado esa opción. Pero si salimos de la ciudad y l legamos hasta el pueblo de los abuelos, puede que mamá tenga una oportunidad.

—Y puede que tú también la tengas, Travis. Puede que los jóvenes seáis inmunes a la enfermedad, pero habrá que enterrar tantos cuerpos… ¿entiendes lo que quiero decir? Las ciudades se convertirán en osarios, en caldos de cultivo de enfermedades a las que sí sois vulnerables.

—Sí, pero mamá no está en condiciones de conducir —dijo Travis—. Y he oído que han impuesto una cuarentena.

—Puedo sacaros de aquí y que hagan la vista gorda, pero de momento quedaos donde estáis. Quedaos en casa. No… no tiene sentido que esté aquí. El hospital tiene los días contados. Solo estamos retrasando lo inevitable. Quedaos en casa, Travis. Iré a por vosotros. Os l levaré con tus abuelos.

—Gracias. Dios mío, gracias, tío Phil.

—Espérame. Estaré ahí cuanto antes.

Pero por la tarde seguía sin aparecer. Mel l lamó por teléfono para comentarle que su adre estaba peor y que su padre empezaba a mostrar

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síntomas de la enfermedad. Jessica también l lamó y le contó a Travis lo que les había pasado por la ma ñana: regresaron a su casa y ella se ocupó de atender a su padre mientras su madre pensaba qué hacer a continuación. Hasta la abuela l lamó, l lorosa y presa del pánico, aunque Travis la tranquilizó al decirle que irían enseguida y mostrándose optimista (puede que un poco más de la cuenta) acerca de la salud de su madre, Travis intentó l lamar por teléfono móvil cada cuarto de hora. No lo consiguió ni una vez. Parecía que no le quedaba otra alternativa que esperar.

Esa era precisamente la directriz oficial: esperar. La transmitirían en todos los canales de televisión y en todas las emisoras de radio. Ya ni siquiera se molestaran en mantener la farsa de una programación normal. Incluso habían cancelado los culebrones, lo que evidenciaba un auténtico estado de emergencia. Y los presentadores, corresponsales y reporteros habituales, las caras y voces familiares con las que habían crecido los británicos, en quienes confiaban, o, al menos, a quienes reconocía, como si fuesen viejos amigos, habían desaparecido (Travis se preguntó si Natalie Kamen también habría contraído la enfermedad. Y, en ese caso, ¿habría alguien cuidando de ella?). Pero en semejante situación, que los rostros y voces fuesen familiares no parecía prioritario. Los dispares e inexpresivos hombres de las retransmisiones repetían el mensaje una y otra vez, como autómatas repitiendo mantras.

Los ciudadanos deberían permanecer en sus casas, a salvo, hasta que l legaran los médicos o representantes de los servicios de emergencia con una revolucionaria vacuna contra la enfermedad recién salida de los laboratorios del gobierno.

Travis no se lo creyó, por supuesto. Era pura propaganda diseñada para tranquilizar a las masa, para proporcionar una falaz esperanza a la que muchos, probablemente, aún se agarrarían como a un clavo ardiendo. ¿Y por qué no, de todos modos? La alternativa era perd er toda esperanza. Incluso si se hubiese conseguido desarrollar esa innovadora medicina, ¿sería posible a nivel logístico enviarla casa por casa, calle por calle, a todos los pueblos, ciudades y metrópolis del Reino Unido? ¿Del mundo? Porque, leyendo entre l íneas, era evidente de que la enfermedad estaba devastando cada país del planeta en una catástrofe global de proporciones apocalípticas. Y por esas, los ciudadanos de Gran Bretaña debían sentarse a esperar en sus sofás a que un hombre sonriente con una bata blanca l lamase a su puerta para administrarle a través de una inyección.

No iba a ocurrir.

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Travis trató de conectarse a internet en un intento por descubrir algo más a través de aquella inagotable fuente de sabiduría. Pero internet estaba desconectado; el ciberespacio, cerrado. Cómo no. la información estaba siendo controlada y denegada, el conocimiento, racionado y l imitado. El hombre corriente (y la mujer, y el niño) no eran aptos para conocer la verdad, lo que significaba que la verdad era muy oscura. Y a su, pensó Travis, pesimista, aquello significaba el fin. El fin del mundo tal y como lo conocía. El fin de la vida que había l levado hasta entonces. El fin de todo lo que amaba. Oyó que su madre toser en voz baja en el piso de arriba.

Volvió al vestíbulo. Y esperó.

***

Simon cerró las cortinas mucho antes de que oscureciese. Era lo único tras lo que podía esconderse, su única defensa frente a la cruel parodia del mundo exterior.

Sus abuelos habían contraído la enfermedad durante la noche. Cuidó de ell os lo mejor que pudo. Cuando llamó al hospital le respondió un contestador automático y cuando llamó a una ambulancia lo pusieron en espera. Quizá, de algún modo, sabían que era él el que l lamaba, y al tratarse de Simon Satchwell elegían ignorar su l lamada y priorizar otros casos más dignos de atención, dejando a los perdedores para el final. Por ello, pese a que le rompía el corazón ver a sus abuelos tan frágiles y febriles en su cama, desesperados, más envejecidos que nunca, lo que sentía era un profundo resentimiento, y eso le avergonzaba. Pero sus abuelos habían jurado que cuidarían de él y que se ocuparían de criarlo. De protegerlo. ¿Cómo iban a protegerlo yaciendo enfermos en la cama? Deberían haber resistido la enfermedad con más ahínco. Por él.

Le habían fallado.

Anocheció.

Simon se sentó a solas en la sala de estar mientras veía la tele. Era evidente que estaba muriendo mucha gente…, pero tampoco es que le importasen mucho los muertos. ¿Cuándo se habían preocupado por él quienes vivían más allá de las cuatro paredes de su casa? No tenían derecho a reclamar compasión. Y por lo menos habían cerrado los colegios. Deseó que fuese por mucho tiempo. Coker y sus amigotes no podían acosarlo fuera del colegio. No sabían dónde vivía. Al mal tiempo…, pensó Simon mientras se mordía las uñas. Todavía estaba asustado.

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Sonó el timbre. ¿Quién podía ser? Al principio, Simon quiso permanecer callado y dejar que sonase, peor entonces se le ocurrió quién podía ser: uno de los miembros de los servicios de emergencia que pr ometían las retransmisiones. Un salvador con la vacuna contra la enfermedad de sus abuelos. Sintió las lágrimas de agradecimiento y alivio brotando en sus ojos. Corrió hasta la puerta.

Antes de sujetar el pomo tuvo una duda momentánea, fruto de años de acoso.

—¿Quién es?

—Somos médicos. Traemos las vacunas.

Simon optó por creer aquella voz. A alguien tenía que creer.

Y abrió la puerta.

Entraron de golpe, celebrando su éxito, en cuanto un fino rayo de luz se coló en la casa. Eran cuatro. Pudo ver sus crueles miradas bajo las capuchas de sus sudaderas. Salvajes. Hombres. Algo más mayores que Simon, pero no tanto como para contraer la enfermedad. Ninguno de ellos era médico.

Intentó plantar cara.

—Eh, ¿qué hacéis…? ¿Quiénes…?

Pero el que iba en cabeza lo empotró contra la pared y se rio en su cara. Su aliento apestaba a alcohol y, aunque no era Richie Coker, de algún modo lo era. Resultó que sabían dónde vivía.

—Cállate. Cállate, cuatro ojos. Buscamos priva. ¿Tienes priva en esta pocilga? ¿Y pitis?

El resto se puso a hurgar por las habitaciones del piso inferior, esparciendo fotografías, rompiendo adornos, tirando libros de las estanterías y la vaji l la de los armarios, sacando cajones de cuajo como si fuesen dientes y vaciándolos sobre el suelo, desfigurando el hogar de Simon.

—¿Por qué hacéis esto? —gimió patéticamente (se sabía patético)—. No hemos hecho nada.

—¿Por qué? —Parecía que aquella pregunta apenas se le había pasado por la cabeza al l íder de la banda—. Porque nadie va a detenernos, cuatro ojos. Porque podemos. Por la enfermedad. A mal tiempo, buena cara, ¿no? Venga: priva, pitis. ¿Dónde?

Simon se rindió, por supuesto. Como siempre.

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—En el mueble bar del salón. Pero no hay gran cosa … Y no tenemos cigarril los, no fumamos.

—¿Quién más vive aquí? ¿Mami? ¿Papi? ¿Tienes hermanos o hermanas? ¿Alguien más?

—No. Mis abuelos. Pero no se encuentran bien. Están…

—¿Dónde?

—Están en la cama, arriba, pero…

—Pete, ve a por los viejales.

Uno de los matones subió por las escaleras.

—¡No! —protestó Simon. La rabia le proporcionó fuerzas—. ¡Ni se te ocurra! ¡Déjalos en paz, están enfermos!

—Entonces será un placer hacerles una visita. Y deja de revolverte.

Un puño se estrelló contra su tripa en dos ocasiones, poniendo fin a los forcejeos de Simon. Se dobló contra la pared y se echó a l lorar. Vio la satisfacción en los ojos del vándalo, pero no le importaba y no podía contenerse. Desde la habitación de sus abuelos se escucharon los gritos indignados de un anciano y los débiles chil l idos de una anciana. Y las crueles carcajadas del intruso.

—No vamos a hacerles da ño. Solo queremos ver si tienen medicinas cerca de la cama, no sé si me explico.

—Espero que la palméis —dijo Simon, rabioso—. Espero que alguien os mate.

—Si eso ocurre —se burló el matón—, no serás tú el que lo haga. —Y diciendo esto, le propinó un soberano rodil lazo en la entrepierna de Simon. El joven se desplomó, protegiéndose la zona dolida mientras se retorcía entre arcadas, como si se acabase de poner muy enfermo. Su agresor retrocedió, por si empezaba a vomitar.

—Nada —dijo Pete mientras bajaba de vuelta al vestíbulo con las manos vacías.

—Aquí tenemos algo mejor que nada. —Los otros dos miembros de la banda aparecieron de la sala de estar con el escaso contenido del mueble bar—. Pero no por mucho.

Su l íder gruñó.

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—Vamos a ver si en la casa de al lado les va más la juerga. Pero, primero, vamos a agradecerle su hospitalidad al cuatro ojos. —Y le propinó una patada a las partes nobles de Simon. Sus compinches hicieron cola tras él para esperar su turno—. Y nunca se sabe, colega —dijo su agresor mientras guiñaba el ojo—. Puede que volvamos mañana.

Pero por el momento se conformaron con marcharse entre aull idos y carcajadas. Simon aguantó el dolor el tiempo suficiente como para cerrar la puerta de una patada. Después se volvió a echar sobre la alfombra y sollozó.

—Cabrones —maldijo entre susurros—. Cabrones, idiotas, malvados. —Pero ¿qué podía hacer? Nada iba a cambiar. Nada iba a mejorar. Llevaría para siempre el cartel de víctima como la marca de Caín.

Pudo oír a su abuelo l lamándolo. Había miedo en la voz del anciano, pero Simon no respondió. ¿Para qué?

El futuro que se extendía ante Simon Satchwell parecía tan oscura e implacable como la tumba.

***

A Richie le sorprendió que las luces que no había encendido durante el día acabasen siendo tan necesarias cuando la noche regresó, como la marea de un negro océano de desesperación. Había pasado el día entero (veinte horas en total) sentado al lado de su madre, sujetando su fría mano muerta, inmóvil. Sus necesidades físic as (comer, beber, dormir) parecías detenidas, al igual que su mente y su capacidad motriz. Era como una de esas estatuas de mármol que guardan una solitaria vigil ia al lado de una tumba, con la salvedad de que los escultores solían caracterizar dichas esta tuas como ángeles y Richie Coker no era ningún ángel.

Era algo que solía decir su madre cuando, siendo él un niño, hacía añicos la ventana de los vecinos o le gritaba obscenidades a la chica que vivía al final de la calle.

—Mi Richie no es ningún ángel —decía su madre—, pero en el fondo es un buen chico. —Pese al entumecimiento de su cerebro, pensó que hacía mucho tiempo (años) que no expresaba aquellos sentimientos hacia él. Como si hubiese cambiado de opinión.

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Pensó que la mayoría de chicos se hubiesen ec hado a l lorar de encontrarse en su situación. Y si no fuese porque Richie Coker tenía una reputación de tío duro que mantener, lo más probables es que también él hubiese l lorado.

¿Qué hay que hacer cuando uno entra en casa y se encuentra con su cadáver? ¿A quién hay que l lamar? ¿Cómo se dispone del cuerpo? ¿Se lo l levan en una ambulancia o en un coche fúnebre? Cuando preparas el funeral, ¿tienes que elegir el ataúd? Y en ese caso, ¿tienes que elegirlo en un catálogo, como los que solía coger para elegir qué quería por Navidad?

No podía quedarse all í. Tenía que encontrar un lugar en el que poder pensar, lejos de la acusadora mirada perdida de su madre. Un lugar en el que se sintiese a salvo, fuerte. La calle.

Richie retiró los dedos del rígido y gélido agarre de la mano de su madre. ¿Debería incorporarla o tumbarla con los brazos cruzados sobre el pecho. Como los cadáveres de las fotos? No, mejor dejarla recostada de lado. Mejor no volver a tocarla. ¿Y ni siquiera darle un beso de despedida? Su frente y mejil l as estaban cubiertas de anil los rojos.

Richie le dio un beso en el pelo.

—Lo siento, mamá —susurró.

Fuera, la noche había cambiado. Sentía la transformación en el aire. La ciudad parecía más tenebrosa y cuando se adentró entre las calles descubrió que, efectivamente, así era. Había menos luces encendidas en las casas. Filas y fi las de casas estaba a oscuras, como si guardase luto por la muerte de la que solo ellas estaban al corriente. ¿Cuántas de ellas acogerían un cadáver en su interior? ¿Cuántas habrían recibido la visita de la enfermedad? Richie se puso la capucha y caminó con discreción más allá de la luz que proyectaban las farolas. Aquel día no había visto las noticias, pero era obvio que las cosas había ido a peor… mucho peor. Necesitaría de todo su ingenio para seguir siendo un ganador.

En cuanto l lego a la cima de Canter’s Hil l , oyó un grito. La calle descendiente conducía al parque, que se extendía carente de luz como un lago de obsidiana. De noche, aquel no era u lugar apropiada para la gente impr esionable o de actitud sumisa, pero el grito no venía de all í. Parecía originarse aún más lejos, al final de la calle, como si emanase del fondo de una mina o un abismo, solitario. Una voz… ¿era un hombre, una mujer o un niño? A Richie le resultó imposible determinarlo, pues el dolor y el terror expresados en aquel escalofriante chil l ido hacía que cualquier otro detalle resultase superfluo. El

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grito se extendió como una l lama negra de casa en casa, prendiendo en todas ellas. Otras voces se le unieron: carentes de cuerpo y dueño, desgarradoras, abismales, multiplicándose hasta formar un coro de dolor. Y conforme se sumaban más gritos, aquel desgarrador crescendo de histeria, rabia y terror, desquiciado, inarticulado y l ibre de palabras, aumentó y creció desde el final de la calle hasta alcanzar a Richie y engull irlo por completo.

Él también quiso gritar. Quería mezclar su voz a todas aquellas, unírseles. Pero, desde la cima de la colina, se sentía igual que si se tambalease al borde de un precipicio. Si se ren día y gritaba, si dejaba que el dolor escapase a través de su garganta sin que nada se lo impidiese, no estaba seguro de que pudiese parar. Caería. Estaría perdido. Sin retorno.

Un sonido menos estridente y más mecánico l lamó su atención desde el cielo: era el zumbido, parecido al de un insecto, de las aspas de tres helicópteros que sobrevolabas Wayvale a poca altura i luminando las calles con luces rastreadoras, acechando, buscando.

Richie no se había dado cuenta de que el término «toque de queda» existía e n su vocabulario.

Bajó la colina a paso l igero, sumergiéndose en los aull idos, y ya fuese por el miedo a que los helicópteros lo avistasen o por el pavor que le provocaban los gritos, para cuando llegó al parque corría como si su vida dependiese de ello. La dura tierra y la hierba irregular que se extendía bajo sus pies le dieron esperanzas. Se sentía más seguro en el parque. Sabía quién rondaba la zona y qué se esperaba de él. Cuando los helicópteros pasaron de largo sin el menor interés, se sintió fuerte de nuevo.

Los suyos lo estaban esperando.

Estaban en el apartado grupo de álamos en el que solían quedar, aunque eran menos de los habituales: solo estaban Lee, Russ con tres de sus amigos y un puñado más, incluyendo a algunas chavalas que los seguían a todas partes. El único veterano era Terry Niles, vestido con la misma chupa de cuero de siempre, de espaldas a los árboles y a sus colegas. Bebía metódicamente de una botella, aunque no era la primera.

—Eh, Coker, ¿a qué viene tanta prisa? —Russ rio como si hubiese dicho algo gracioso. Las chicas que lo acompañaban también debieron de creer que lo era.

—¿Qué? —dijo mientras cogía aliento hasta detenerse del todo. Le faltaba fondo.

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—Que no hace falta que corras. Ahora tenemos a saco de tiempo libre. Venga, echa un trago, que parece que te hace falta. Pete, enséñale el bar a Richie.

Pete abrió ante las narices de Richie una bolsa de plástico l lena de vino y l icor. Ningún mago hubiese sacado un conejo de su chistera con más orgullo.

—¿Has vuelto a «coger prestado» de la tienda, Russ?

—Qué va, han vaciado todas las tiendas, es increíble. Las han saqueado todas mientras la gente decente se muere en sus camas. No está bien, ¿verdad que no? Hay quienes se toman la enfermedad como una l icencia para mangar. —Russ se echó a reír—. Nah, Pete, los colegas y yo hemos ido puerta a puerta.

—¿Puerta a puerta? —Richie se agenció una botella medio vacía de vodka de marca y cogió el cigarril lo que le ofrecía Pete. Para calmar los nervios.

—Sí, como una colecta. Hemos estado recogiendo priva y pitis de las casas en las que ya no los querían… ya sabes, porque han pil lado la enfermedad y todo eso. Nos lo l levamos. Es como un servicio público. La verdad es que en la mayoría de sitios en los que hemos estado podríamos haber cogido lo que nos apeteciese, ¿verdad que sí, tíos? Por eso te he dicho que no hace falta que corras, Richie, colega. Si no tienes que preocuparte por la enfermedad y no, no tenemos que preocuparnos, entonces no tienes que preocuparte de nada. Ya no hay polis. No hay ley. No hay orden. El mundo nos pertenece. Mola, ¿qué no?

—Bueno, y… —Richie decidió que lo mejor era no parecer blando o sentimental—. ¿Qué tal la familia?

—Bah, ¿qué más da? —Russ pegó otro trago de brandi —. Ni la menciones. Ya no necesito familia. Ninguno la necesitamos. Las familias son cosa del pasado. Ahora tenemos que buscar relaciones nuevas, ¿verdad que sí, chicas?

Las chicas parecían estar de acuerdo . Dejaron que Russ vaciase la botella en sus bocas y solo dos de ellas vomitaron el l íquido.

—Rich. —Era Lee, tirándole de la manga de la sudadera.

—Eh, Lee. ¿Estás bien? —Parecía petrificado.

—He ido a casa de Wayne. Sus padres están muertos. Estaban tumbados en la cama y los había tapado con una sábana. Estaba l lorando y todo eso. También su hermana… ¿Gemma? —Richie conocía a la hermana de Wayne por su nombre. Tenía catorce años y era guapa. Tenía previsto, alguna noche, saber algo más que su nombre. Pero ya no iba a ocurrir—. Su hermana l loraba como

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una Magdalena, estaba como loca. No sabía qué decir. No sabía qué… así que vine aquí. Pero mi vieja también ha pil lado la enfermedad y tengo que cuidar de los gemelos. No sé, igual tendría que estar en casa. ¿Tendría que estar en casa, Richie? ¿Qué debo hacer?

—¿Y cómo quieres que lo sepa, joder? —¿Es que Lee no se daba cuenta de que Richie ya tenía sus propios problemas?—. ¿A mí qué coño me cuentas?

—No sé… —Lee parecía descorazonado—. Pensé que igual… Bueno, ¿y tu madre?

—Está bien —mintió Richie—. Pero bueno, ¿y a ti qué te importa cómo esté? Haz lo que te salga de los cojones, pero quítate de mi vista.

Se alejó de Lee y bebió un buen trago de vodka. Puede que aquella noche fuese mejor estar borracho que sobrio (aunque en aquella mierda de mundo, estar borracho antes que sobrio siempre era la mejor opción). Pero Richie sintió que su organismo iba a revelarse contra sus deseos y que expulsaría el brebaje de Russ sin l legar a sufrir ninguno de sus efectos, negándole la dulce y profunda inconsciencia. ¿Y Lee de qué iba, intentando cargarle a él el muerto de cosas que no eran su responsabil idad? Tuvo que darle la espalda; no le quedaba otra opción. En la vida no se l lega a ningún lado a base de ayudar a los demás. Para ser fuerte e infundir respeto, hay que ayudarse a uno mismo. Como hacía Russ. Como hacía Terry Niles. Como estaba haciendo entonces.

—¿Qué tal, Terry?

—¿A ti qué te parece, gil ipollas? —Niles, que estaba sentado al pie de un árbol, miró hacia arriba hasta encontrar su mirada con la de Richie. Su piel, que siempre había tenido un aspecto insalubre, portaba la marca escarlata dela enfermedad. Terry Niles tenía veintiún años.

Richie dio un paso atrás de forma involuntaria.

—Dios…

—Tengo buena pinta, ¿verdad, Coker? —Los contornos de varios círculos carmesíes había empezado a grabarse en la carne del joven y sangraban, goteando sangre en su frente y en el dorso de sus manos. Solo entonces se dio cuenta Richie de lo mucho que temblaba Terry Niles.

—Terry, ¿no tendrías que…? No sé, ¿ver a alguien? ¿Cómo… a un médico? Y que te dé algo, no sé, en vez de…

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—No hay medicina que valga, subnormal. Espabila. —El resoplido de desprecio de Terry Niles evidenciaba que no quería su compasión—. Por lo que sé, tampoco quedan médicos. Por eso han decretado el toque de queda. Por eso hay una cuarentena a nivel nacional. No necesito ir a un hospital, lo quiera o no. —Alzó su botella hacia Wayvale—. Que venga el hospital a mí.

—¿Has dicho cuarentena?

—¿No lo has oído? ¿Qué llevas haciendo todo el día?

—Bueno, entonces ¿qué vas a hacer exactamente? —dijo Richie,, esquivando la pregunta.

Terry Niles dejó escapar una lúgubre carcajada.

—Voy a seguir bebiendo hasta desmayarme, eso es lo que voy a hacer. No será la primera vez. Aunque lo más seguro es que se la última. Quiero saber cuál de las dos se me lleva primero: la priva o la enfermedad. ¿Quieres apostar, Coker?

Terry, no puedes rendirte. Tiene que haber algún modo…

Richie de acordó de cuando Terry y sus amigos le dejaron jugar a fútbol con ellos cuando solo tenía trece a ños: primero el partido y luego a montarla. Buenos tiempos. Buenos tiempos que ya no volverían.

—No lo hay —dijo Nile, categórico—. Y no pierdas el tiempo apiadándote de mí, Richie Coker. Total, tampoco quiero env ejecer. Los viejos huelen y se olvidan de su propio nombre. Apiádate de ti mismo. Tienes… ¿cuántos? ¿Dieciséis años? Te queda algo de tiempo. Pero en unos cuantos a ños, si es que duras tanto, acabarán como yo.

De pronto, uno de las chicas gritó. Richie se volvió rápidamente hacia ella. Se había alejado del grupo hasta adentrarse entre los árboles, por lo que apenas se la podía ver, pero parecía estar señalando, petrificada, hacia la profunda oscuridad del parque, como si hubiese visto algo siniestro. O si l o hubiese oído. Richie también pudo oírlo: un crujido engrasado, como el de las orugas de un vehículo pesado en marcha. Richie pensó, por absurdo que pudiese parecer, en un tanque.

Tampoco iba tan descaminado.

Primero se encendieron las luces, bril lantes, cegadoras. La chica no ve la única en gritar. Richie tiró la botella de vodka y se tapó los ojos.

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—¡Quédense donde están! ¡Quédense donde están! —decía una voz, más mecánica que humana, amplificada hasta hacer daño a los oídos. Era como si reverberase a su alrededor—. Han quebrantado el toque de queda. Están arrestados. —Desorientado, Richie se apoyó sobre un álamo parpadeando intensamente. Necesitaba ver—. Quédense donde están. No intenten resistirse. Han quebrado el toque de queda. —Necesitaba ver si quería salir de all í.

Tres vehículos blindados, separados unos de otros por la misma distancia, rodeaban a los jóvenes. A medida que los ojos de Richie se ajustaban a la luz, pude ver más allá de los focos: eran la clase de vehículos blindados que se veían en las manifestaciones o en películas de ciencia ficción en las que la policía de un futuro próximo patrullaba las calles para inspirar terror, intimidando a los ciudadanos inocentes. Tres vehículos. Tantos como helicóptero, pensó Richie. Cooperaban con los helicópteros para identificar a aquellos que quebrantaban el toque de queda. Para luego arrestarlos.

¿Necesitaba tecnología militar de última generación para ello?

—Repetimos: no intenten resistirse. Están arrestados.

Aparecieron del interior de los vehículos. ¿Antidisturbios? ¿Soldados? Eran hombres cubiertos hasta la cara por ropa de protección plateada y máscaras con ojos electrónicos, como los de un insecto, y un fi ltro en boca. Hombres que se movieron implacables, en si lencio, hasta rodear a los infract ores. Hombres armados con fusiles como Richie nunca había visto hasta entonces. ¿Y todo aquello para arrestar a una panda de chicos medio borrachos?

Lee gimoteaba. Pete se movía de un lado a otro, sin ir a ninguna parte. Russ estaba arrodil lado. Algunos se abrazaban entre ellos, como si se estuviese preparando para el último adiós.

Terry Niles era el único que los desafiaba, puesto en pie. Estrelló la botella contra un árbol para convertirla en un arma de fi lo.

—¿Queréis cogerme? —rugió—. ¿Queréis cogerme, cabrones? ¡Pues venga, venid a por mí!

Richie pensó en gritarle «¡Terry, no!». Pero entonces se dio cuenta de que Niles había creado, sin pretenderlo, una distracción que Richie podía aprovechar para sus propios fines. Así que c erró la boca. De todos modos , Niles nunca escuchaba.

Niles blandió la botella y se abalanzó hacia los soldados profiriendo obscenidades.

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Estos respondieron con disparos.

Los perdigones alcanzaron el cuerpo del joven, tirándolo hacia atrás con tanta fuerza que parecía que alguien le hubiese cogido del cuello de la camiseta. Terry Niles dio una vuelta en el aire antes de caer de bruces contra el suelo, inconsciente. No estaba muerto. No había sangre. Querían a los infractores vivos. Por eso disparaban perdigones en vez de balas. Richie pensó en los guardabosques que salían en los documentales que le gustaban a su madre, tranquilizando animales con dardos antes de l levarlos a sus laboratorios («Estáis arrestados») para operarlos o para investigar con ellos. Para experimentar.

Richie tragó saliva. Eso explicaba que semejante nadería de operación emplease vehículos blindados y soldados. Las autoridades necesitaban conocer los motivos por los que los jóvenes no contraían la enfermedad. Puede que necesitasen unos cuantos cuerpos jóvenes para analizar, para investigar. Como conejil los de indias humanos. ¿Y qué mejores candidatos que aquellos a quienes nadie echaría de menos? No tenía forma de saber que Terry Niles ya había contraído la enfermedad, pero el resto estaban l impios.

Entonces Richie supo, con prístina claridad, que si los soldados los arrestaban sería el fin.

—¡Corred! —aulló—. No son polis. ¡Van a abrirnos en canal!

Cundió el pánico. Los jóvenes se dispersaron como un rebaño de animales que hubiese avistado a un depredador entre ellos. Los soldados abrieron fuego a discreción.

Pero en aquel momento crucial, su disciplina les falló. Estaban demasiado ansiosos por cosechar a los miembros de su propia especie, demasiado distraídos por los recuerdos de sus seres queridos padeciendo la enf ermedad. Quería l levar a cabo la operación cuanto antes, así que avanzaron y rompieron la posición. Y la oscuridad se hizo tan grande como si se abriera una puerta entre ellos.

Richie miró fi jamente aquella ruta de escape y echó a correr. La chica que vio los vehículos blindados perdió el conocimiento después de que la alcanzase una ráfaga de perdigones.

—¡Lee! ¡Lee! —Richie cogió de la manga a uno de sus colegas —. ¡Ven conmigo!

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Y Lee le miró agradecido… Pobre cabrón. La estrategia de Pete de correr de aquí para allá se vio interrumpida cuando el impacto de los perdigones lo empujó contra un árbol. Russ chil ló como una niña antes de ser arrestado (estaba visto que tendría que interrumpir su colecta puerta a puerta de forma indefinida). Los soldados los rodearon.

Pero Richie y Lee aún eran l ibres. El corazón de Richie latí con fuerza, y no solo por el cansancio. Los soldados se encontraban a sus espaldas, pues muchos de ellos se disponían ya a capturar a sus presas abatidas. Pero aún había un hombre cortándoles el paso. Levantó su arma con calma y apuntó. No podía fallar. Pero solo era un soldado para dos objetivos. Richie se sintió tan orgulloso de su previsión que quiso besarse.

Se cruzó en el camino de Lee y le propinó un empujón que lanzó a su amigo en dirección al soldado. Si el hombre hubiese tenido dudas con respecto a quién disparar, esas dudas se vieron despejadas, y tanto él como Lee lo sabían.

—¡Richie! —Se oyó un grito desgarrador, acusador, y nada más.

Pero bueno, ¿qué coño se pensaba Lee? La autoconservación era más importante que la lealtad. «Traición» no era más que una palabra. Nadie iba a abrir a Richie Coker en canal para ver cómo funcionaba por dentro.

Así que Richie atravesó el parque a toda prisa, oculto por el manto de tinieblas que lo cubría, hasta caer en la cuenta de que nadie lo perseguía. Asumió que los soldados ya habrían reunido suficientes coneji l los de indias para sus fines y que ya no lo necesitaban. Pero no se detuvo. No frenó. No hasta que hubo regresado a la cima de Canter's Hil l . Entonces se vino abajo, exhausto por el cansancio y los nervios. Se puso en cucli l las en el porche de una casa y, de haberlo visto alguien, hubiese reparado en que estaba en posición fetal. Pero nadie lo vio.

Richie no dejaba de pensar atolondradamente: Y ahora, ¿adónde? ¿Adónde?

Los alaridos siguieron desgarrando la noche, pero por aquel entonces eran gritos aislados. Y los helicópteros estaban de vuelta, peinando las calles para ayudar a sus aliados sin rostro de a pie. Las sirenas resonaban en el cielo. Las l lamas brotaban en el lejano y oscuro horizonte como una nueva especie de flor si lvestre.

Y ahora, ¿adónde? ¿Adónde?

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¿A casa? Su madre estaba muerta. ¿A la casa de Lee? Lee no estaría en ella. ¿A la de Wayne? ¿A la de Mick? ¿Quién podría ayudarle a sobrevivir? Por fin, Richie Coker se echó a l lorar. Y para ser francos, no todas sus lágrimas fueron para él. Cerró los ojos, se caló la capucha hasta taparse la cara con ella y tembló.

¿Adónde?

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5

Los hijos de la Naturaleza eran treinta y dos en total, incluido Roble. Aquella mañana se reunieron catorce para la ceremonia de bienvenida al amanecer. De ellos, solo nueve eran adultos. Tilo sabía lo que significaban aquellas cifras.

La enfermedad había infectado al asentamiento.

—¡Espera, Tilo! —la l lamó Roble en cuanto se dio media vuelta y se alejó del claro—. ¿Adónde vas? No puedes irte… tenemos que agradecer este nuevo día.

—No creo que vaya a ser uno de esos días por los que se dan las gracias —contestó Tilo sin darse la vuelta—. Sabes perfectamente lo que está pasando, Roble. Voy a ver a mi madre.

Fresno pasó de mirar a su padre a mirar a su novia. Había tomado una decisión.

—Voy contigo, Tilo —dijo, yendo tras ella.

—Fresno, vuelve. Volved los dos. —La voz profética de Roble reverberó bajo los árboles, pero no supuso la menor diferencia. Varios ni ños pequeños que estaban con él en el claro se echaron a l lorar —. Aquíno hay en fermedad. —Los adultos empezaron a marcharse—. ¡Aquí no hay enfermedad!

Tilo comprobó que Marjal seguía en la tienda. Al entrar a gatas bajo la lona, la chica tuvo la impresión de haber entrado en un ba ño caliente y fétido, pero no tenía elección: para hablar con su madre tenía que tumbarse prácticamente a su lado. La mujer estaba empapada de sudor y ardía de fiebre.

—Mamá, ¿puedes oírme? —Los párpados de Marjal se movían rápidamente y, en ocasiones, ponía los ojos completamente en blanco, como dos señales gemelas de rendición—. Soy yo, mamá, Tilo.

—Tilo. —Su voz era un susurro apenas audible—. ¿Qué hora es?

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—No te preocupes por eso, mamá. —Tilo le retiró el pelo de los ojos. En su piel lucían débiles círculos rosas.

—Pero debemos… celebrar la l legada… del día que nos ha proporcionado la naturaleza.

—No te preocupes por eso.

—Tilo, me siento… diferente.

—No estás bien, mamá. Túmbate aquí y descansa, ¿vale? Intenta descansar.

—Tengo mucha sed.

—Te traeré agua. Y también traeré ayuda. Te lo prometo, mamá.

Tilo reflexionó: hacía unas horas estaba más que dispuesta a dejar a los Hijos de la Naturaleza, incluida Marjal, sin mirar atrás para empezaar una nueva vida, su propia vida, en otra parte. Pero ya no. No en aquel momento. ¿Cómo iba a hacerlo? Independientemente de en qué se hubiese convertido Deborah Darroway durante los últimos años y por mucho que le hubiese costado entenderlo a Tilo, seguía siendo su madre. Y al final, eso era lo único que importaba.

Fresno la estaba esperando fuera de la tienda.

—¿Es la enfermedad? —Tilo asintió—. Lo siento —dijo. Pero no se ofreció a abrazarla.

—Voy a traerle algo de beber a mi madre. Y después quiero tener unas palabras con tu padre. —La expresión de Tilo indicaba que estas no iban a ser exactamente de apoyo.

Roble no se había movido del claro. De hecho, parecía incapaz de moverse. Sus brazos colgaban a ambos lados del cuerpo y tenía los hombros caídos, con la cabeza inclinada hacia delante. Parecía un hombro roto. Tenía el aspecto, con su barba descuidada y su pelo enmarañado, dfe un anciano centenario.

—Roble —le dijo Tilo, seca—, tenemos que ir a Willowstock. Iremos Fresno, yo y el que quiera venir. Tenemos que traer ayuda.

—¿Ayuda? —Roble intentó sonreír a duras penas bajo su barba—. La naturaleza nos la proporcionará.

—Mamá tiene la enfermedad —comenzó Tilo— y puede que no hayan ido tienda por tienda a comprobarlo, pero es obvio que los demás también. La mitad de nosotros se ha contagiado durante la noche. Necesitamos atención

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médica en condiciones…, si no es demasiado tarde. —Aquel despiadado matiz iba dirigido ex profeso para el l íder de los Hijos.

—Arco Iris y Cielo —dijo Roble— pueden curarnos con el toque sanador de los remedios naturales. No necesitamos pociones. No necesitamos pastil las.

—Arco Iris y Cielo no han venido a recibir al amanecer, ¿verdad que no? Eso significa que Arco Iris y Cielo están enfermos en sus tiendas. ¿Es que ni ahora lo entiendes, Roble? No podemos arreglárnoslas solos.

—Pierdes el tiempo, Tilo —intervino Fresno. Miró a su padre con desdén—. Déjalo.

—Sí —suspiró Tilo—. Mantenlos unidos, Roble. Que sean fuertes. Volveremos.

Estaba a punto de marcharse cuando Robl e extendió la mano súbitamente para alcanzarle el brazo.

—Esto no es obra de la naturaleza —dijo—. Este terrible castigo que se cierne sobre nosotros no es obra de la naturaleza, Tilo. No te enga ñes pensando eso. La culpa es nuestra. Somos nosotros los que hemos traído esta plaga al bosque. Porque, pese a que nos hacemos l lamar los Hijos de la Naturaleza, aún somos los hijos e hijas de la sociedad. Y aunque intentamos seguir el camino de la naturaleza siendo puros, la corrupción del materialismo aún habita en nuestras almas, condenándonos. Nuestras propias imperfecciones nos destruirán, Tilo. No somos dignos de sobrevivir.

—Ya. —Tilo se l ibró del agarre de Roble—. Lo que tú digas. Pues eso, que volveremos.

—¿A papá se le ha ido la pelota del todo, no? —comentó Fresno mientras se alejaban del campamento.

Tilo no respondió. Al despedirse vio un gran miedo en los ojos de Roble, pero no era miedo a la enfermedad. Era miedo a estar equivocado.

De algún modo, Travis se había quedado dormido. Se estiró para desentumecerse en el sofá y consultó el reloj. Eran casi las siete. El tío Phil no había aparecido en toda la noche.

¿Y ni no aparecía nunca?

Aquella siniestra posibil idad impulsó a Travis a ponerse de pie, obligándolo a pensar. ¿Qué le había pasado a la televisión, a la luz? Las había dejado encendidas para mantenerse despierto, pero ninguna de las dos funcionaba.

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Apenas le l levó unos segundos determinar el porqué: no había electricidad. La electricidad, la sangre de la civil ización moderna había desaparecido. Travis dudó de que se tratase de un corte temporal. El suministro había sido interrumpido del todo por algo más permananente. Por la enfermedad.

Todo se estaba desmoronando.

Mamá.

Subió las escaleras de dos en dos. Se planteó el subirlas de tres en tres pero ¿y si se tropezaba y caía? Podría romperse el tobil lo… o algo peor.

¿Y quién le curaría entonces los huesos rotos? No tenía sentido correr riesgos en aquel nuevo mundo recién nacido.

—Mamá. ¡Mamá! ¿Estás…?

Viva. Estaba viva. Apenas consciente. La noche ant erior la ayudó a desvestirse (su madre también participó, a duras penas) y a acostarse. Por extraño que pudiese parecer, no sintió reparo alguno. En aquellas circunstancias, cuidar de su madre era una tarea que debía l levar a cabo lo mejor posible y con amor. La fiebre parecía haber remitido un poquito, lo cual era una buena señal, pensó, engañándose a sí mismo, pero Jane Naughton parecía distante, confundida. Sabía que había alguien más en la habitación, pero no parecía reconocer a su hijo.

—¿Keith? —dijo.

—No, mamá. —El pesar encogió el corazón del chico—. Soy Travis.

—Keith, ¿qué me pasa?

Los círculos, todavía tenues, habían empezado a grabarse en su cuerpo, formando un patrón que la enfermedad iría completando a placer.

Estaba peor. Estaba mori… Estaba peor.

Travis no podía permitirse seguir esperando. Esperar era perder e1 tiempo. Intentó l lamar al móvil del tío Phil. No hubo respuesta. Llamó a sus abuelos. La misma ausencia de respuesta desde Willowstock. No quiso pensar acerca de lo que implicaba aquel si lencio. Tenía mantenerse ocupado. Tenía que hacer algo. Pero ¿qué? Cualquier cosa.

Quizá pudiese ir al hospital por sus propios medios. Puede que tuviese más suerte que los Lane. Puede que el tío Phil aún siguiese ahí. Quizá aún quedaba

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alguien, alguien que pudiese echarle una mano. Quizá. ¿A otro quésitio podía ir?

Travis dejó a su madre en la cama con una jarra de agua y algo de pan…aunque tampoco es que tuviese pinta de poder comer. No perdió el tiempo intentando explicarle adonde se dirigía, pero pr ometió volver cuanto antes. Le rogó que siguiese viva hasta entonces.

Fuera reinaba el si lencio, una horrible quietud que advertía de la catástrofe que estaba teniendo lugar. Conforme se dirigía a casa de Mel, medio andando, medio corriendo, pensó que Wayvale parecía una morgue. ¿Cuántas casas se habían convertido en tumbas? Las calles se habían transformado en mausoleos. Era una ciudad de los muertos. Una necrópolis. Esa era la antigua palabra que la describía.

Travis gritó, asustado, cuando un perro (un alsaciano) se puso a pararle como un loco desde la casa ante la que se encontraba. Se daba cabezazos contra la ventana. Quizá no le habían dado de comer. ¿Cuántas Maneotas morirían de hambre tras la muerte de sus dueños? ¿Cuánto tardarían los animales domésticos en revertir a su naturaleza salvaje ? Lo que manchaba el cristal en torno al hocico del perro, ¿era sangre? La ventana tembló cuando el animal se precipitó una vez más contra ella. Travis no se quedó a comprobar si el cristal aguantaría.

Más tarde vio a unos ni ños en la distancia, un grupo de una media docena de menores de cinco a ños mal vestidos, conducidos a bofetadas por una pareja de chicas de unos diez a ños. Los pequeños l loraban mientras sus guardianas les gritaban algo que Travis no l legó a oír, pero que sonaba a insultos.

—¡Eh, ni ños! ¡Eh! —dijo mientras se dirigía hacia ellos, haciendo gestos. Creyó que podría ayudarlos. Pero en cuanto le vieron, los niños echaron a correr, desapareciendo por una calle en dirección opuesta a la de Mel —. ¡Eh, esperad! No… no pretendía… quiero…—No sirvió para nada.

Tuvo mejor suerte en casa de los Patrick.

—Travis. Gracias a Dios. —Mel lo abrazó—. Me alegro mucho de que estés aquí. —Intentó contener las lágrimas. Travis pensó que, por una vez, su habitual indumentaria oscura era de lo más apropiada.

Le devolvió el abrazo con fuerza, casi con desesperación. El contacto humano no solo le agradaba: lo necesitaba tanto como respirar. Se quedaron en el

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vestíbulo, abrazados, y ninguno de los dos dijo una palabra durante un buen rato. Pero Travis sabía que, para su madre, cada segundo contaba.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó con delicadeza.

—No muy bien. ¿Qué tal la tuya?

—Igual. ¿Y tu padre?

—Peor. Han cortado la corriente.

—Ya.

—Bueno, entonces ¿qué pasa? Ahí fuera, quiero decir.

—Ni idea.

—Ayer por la noche dijeron que vendrían médicos para vacunarnps.

—Ya.

—Pero no van a venir, ¿verdad? No va a venir nadie.

—Voy a ir al hospital. Por eso he dejado a mamá en casa. Puede que me entere de algo… merece la pena intentarlo. ¿Quieres venir?

—Travis, me encantaría, pero no puedo. —Mel miró hacia las escaleras.

—No pasa nada, en serio —dijo Travis mientras le acariciaba el pelo—. Si encuentro ayuda, haré que la envíen aquí también.

—Por mamá. Papá no se lo merece. —Mel se mordió el labio superior rabiosa.

—Él tampoco se merece la enfermedad. Nadie se la merece, ni siquiera tu padre.

—No. —Mel miró hacia abajo—. ¡Travis! —Volvió a mirarlo—. ¿Y Jessica?

Travis no se había olvidado de ella.

—Le pegaré un toque para comentárselo. Llámale por teléfono; si puedes.

—Vale. Pero l lámame desde el hospital si hay, no sé, buenas noticias.

—Claro.

—¿Trav? —-Mel se enjuagó las lágrimas—. ¿Crees que habrá buenas noticias?

La estrechó una vez más.

—Ya veremos.

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Mel solo se permitió echarse a l lorar después de haber cerrado la puerta. Apoyó la cabeza sobre la jamba y l loró como no l loraba desde que era una ni ña pequeña.

—Melanie, ¿no estarás l loriqueando? —Era su padre, que apareció en el rellano con su bata y los pantalones de pijama. Su voz sonaba burlona sarcástica y por una vez, l ibre de la influencia de la bebida —. Déjate de monerías. ¿Y quién ha l lamado? Me ha parecido que ha l lamado alguien a la puerta. —El hombre bajó las escaleras a trompicones sin soltar el pasamanos, tambaleándose como si estuviese a bordo de un barco—. ¿Quién era?

—Era Travis. Creo que ya le conoces. —Aquella pulla secó las lágrimas de Mel mejor que cualquier pañuelo.

—No se rinde, ¿eh? —Gerry Patrick l legó al vestíbulo resoplando y sudoroso. Era evidente que estaba enfermo, pero la enfermedad aún no lo había envuelto en su red carmesí—. ¿Qué quería? Cree que puede que puede hacer guarrerías contigo mientras tu padre está en la cama, ¿a que sí?

—Eres repugnante —contestó Mel, asqueada—. Déjame pasar. Voy arriba, a ver cómo está mamá.

Pero su padre no se apartó.

—¿Qué quería tu heroecito? Si es que era él. —El señor Patrick entrecerró sus ojos enrojecidos, como si sospechase algo.

—¿De qué hablas?

—Eran los médicos, ¿verdad? Los médicos que prometieron por la tele.

—Estás chalado, papá. La enfermedad te está afectando al cerebro… o lo que queda de él.

—No, no. —El señor Patrick se abalanzó sobre Mel y la sujetó al segundo intento—. Eran los médicos. ¿Para qué iba a venir tu heroecito? Eran los médicos, con las vacunas. Por eso has hecho que se vayan. Has hecho que se vayan cuando podrían haberme salvado. Porque quieres que tu viejo sufra.

—No tengo tiempo para escuchar tus delirios, papá, así que quítame las manos de encima. —Mel se l ibró del agarre con facil idad de un empujón…parecía que le costaba mantener el equil ibrio. Empezó a subir las escaleras.

—No te atrevas a darme la espalda, jovencita. —Intentó sujetarla de nuevo, pero en aquella ocasión falló—. Quiero que me expliques por qué has hecho que se vayan los médicos.

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—No había ningún médico: era Travis. Por Dios, ¿cuántas veces te lo tengo que repetir?

—Te estoy hablando —dijo mientras subía las escaleras, persiguiéndola con esfuerzo—. Vuelve aquí. —Corrió tras ella—. Contesta, maldita sea. —Su húmeda mano se cerró en torno a la muñeca de Mel, por pura suerte—. Contesta a tu padre.

—¡He dicho que me quites las manos de encima! —Mel se volvió rápidamente, l iberando el brazo del agarre de su padre mientras le daba un manotazo con el que tenía l ibre. Pero, al quitárselo de encima, le hizo caer hacia atrás. Su padre lanzó una absurda y cómica bofetada al aire … pero él era el único que no le vio la gracia. No alcanzó a sujetar el pasamanos que le hubiese salvado la vida. La gravedad tiró de él de forma irresistible, como de un árbol talado. Sus pies enfundados en unas zapatil las se despegaron de la alfombra. Gerry Patrick se precipitó escaleras abajo mientras dejaba escapar un grito de incredulidad.

—¡Papá! —gritó Mel, horrorizada pese a todo. La forma en la que quedó postrado su padre echó más leña al fuego.

En otras circunstancias, la torpeza con la que había aterrizado (cada extremidad estaba orientada en una dirección y solo tenía una zapatil la puesta) hubiese resultado graciosa, al igual que la caída. Pero su cuello formaba un extraño ángulo. Estaba roto. Y en el momento del impacto debió de morderse la lengua, porque de su boca manaba sangre. Sus ojos estaban fi jamente clavados en su hija, con la mirada perdida, abiertos de par en par.

—Dios mío. Dios mío. —Mel se hincó de rodil las en las escaleras.

Aunque Travis regresase con un ejército de médicos y una cura para la enfermedad, no podrían salvar a su padre.

***

No encontrarían la salvación en Willowstock. Aquello le resultó rotundamente obvio a Tilo en cuanto alcanzaron a v er sus calles, l lenas de tiendas y casas, desiertas. El pueblo nunca había sido lo que se dice un hervidero de actividad, pero all í vivía gente, discreta y modesta. Ahora aquel lugar tenía un aire obsoleto, como si fuese la galería de un sin visitas.

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Tilo y Fresno caminaron por la mitad de la carretera con impunidad.

—Parece desierto —observó el chico—. ¿Crees que habrán evacuado el pueblo para l levar a todo el mundo a un lugar seguro?

—Sus habitantes están aquí. —Tilo observó las puertas y ventanas cerradas con recelo—. Solo que no podemos verlos. —Y nunca más los volveremos ver, pensó.

—Entonces no perdamos el tiempo. —Fresno parecía tratar a los mismos edificios con despecho, como si aquella permanente quietud fuese un insulto hacia su persona. La oficina de correos. La tienda de alimentación. El bar. Inútiles, todos ellos. Reliquias—. ¿Y si vamos a Fordham? Igual en Fordham hay supervivientes, alguien que sepa qué hacer.

—También deberíamos pasar por el médico, ya que estamos. —Tilo se dirigió hacia la ca sita en la que el doctor Parker tenía su lugar de trabajo (en la planta baja) y su residencia—. Puede que descubramos algo, aunque…

—Vale —gruñó Fresno, sin entusiasmo. No dejó de mirar a la carretera durante todo su trayecto a través del pueblo, hasta dejar Willowstock atrás.

De la puerta colgaba una placa de bronce con el nombre del doctor Parker, sus títulos y el horario de atención grabados en ella. Por lo que ponía, el doctor debería encontrarse en su consulta en aquel momento. Tilo rezó con todas sus ganas porque así fuese, para que tras la puerta estuviese el doctor Parker reclinado en su si l la para tranquilizarlos con sus sonoras carcajadas y su buen humor, para asegurarles que todo iba a ir bien y que la enfermedad estaba bajo control. Que no había nada que temer.

—Bueno, ¿entonces entramos o qué? —preguntó Fresno con brusquedad—. No tiene sentido que esperemos aquí.

Tilo giró el pomo y la puerta se abrió, obediente. Por un momento, la esperanza hizo que su pulso se acelerase: había alguien sentado tras el mostrador de la sala de espera.

No era el doctor Parker.

La recepcionista debía de tener unos sesenta a ños, aunque parecía haberse vestido con la torpeza de un ni ño de menos de seis: su pelo gris y despeinado hasta el ridículo estaba completamente de punta, como si aún no se le hubiese pasado un susto. Pero la mujer no parecía reparar en su aspecto. Revolvía, sin razón aparente, carpetas de lo que parecían ser registros médicos. Sin embargo, la ansiedad de su rostro se tornó alegría cuando vio entrar a Tilo y a Fresno.

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—Ah, buenos días, buenos días. ¿Habéis venido a ver al médico?

—Bueno… algo así. —Aquella escena pil ló a Tilo por sorpresa. La estrafalaría apariencia de la mujer mitigó el alivio de ver a un adulto que no estuviese afectado por la enfermedad.

—¿Queréis pasar los dos o solo uno? —Su sonrisa era enérgica profesional, eficiente.

—Los dos, supongo, pero…

—¿Tenéis cita?

—¿Cita? —preguntó Fresno con exagerada sorpresa a la vez que adelantaba a su compañera con brusquedad—. ¿Estás de coña?

—Fresno —le reprendió Tilo, volviéndose a colocar ante él.

—Me temo que no podéis ver al médico sin cita previa. Los médicos son gente muy ocupada. Pero mucho, mucho, mucho.

—Entonces, el doctor Parker… ¿está bien? —preguntó Tilo—. Usted, señora…ah… Wilson, se encuentra bien? —dijo después de leer a duras penas la tarjeta con el nombre de la mujer que pendía de su solapa.

La tenía puesta boca abajo.

—Pero tenéis suerte. —La recepcionista sonreía con tanta intensidad que parecía a punto de provocarse un tirón en los músculos de la cara Alguien ha cancelado la suya. La señora Til lotson. Ha… Vaya, hoy, tenemos muchas cancelaciones.

—Perdone, ¿podemos ver al doctor Parker?

—Me temo que el doctor Parker no va a poder venir hoy. Está indispuesto. Me temo que hoy no podrá ver a ningún paciente. Ni uno.

Tilo se apoyó en el mostrador.

—¿Dónde está?

La recepcionista se quedó petrificada, con un rictus de miedo en rostro y el temor bril lando en sus ojos.

—Está arriba —susurró, temerosa—. El doctor Parker. Está arriba. No podéis verlo.

—¿Ha cogido la enfermedad? Señora Wilson, ¿sigue vivo el doctor Parker?

—Está arriba. No podéis verlo. Está arriba.

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Tilo sintió la mano de Fresno en su hombro.

—Esto es una tontería, Tilo —dijo—. El médico está muerto y la vivid está loca, ¿no lo ves? Estamos perdiendo el tiempo.

—Vale, pero… dame un segundo. —Tilo sintió un arrebato de compasión por aquella traumatizada recepcionista—. Señora Wilson, ¿no crees que estaría mejor en su casa? No tiene ningún motivo para estar aquí.

—Puedo daros una cita para mañana—. La mirada de la mujer estaba tan perdida que hubiese visto lo mismo estando ciega—. O pasado mañana, o al otro. Puedo daros cita para la semana que viene ¿Os vendría mejor? Puedo hacerlo.

—Tilo —la apremió Fresno.

Tilo asintió y suspiró.

—Lo sé.

—Si me dais vuestros nombres, puedo daros una cita.

— No, no pasa nada —dijo Tilo, triste—. Tenemos que… Gracias por su ayuda, señora Wilson. Cuídese.

Antes de que los adolescentes abandonasen la sala de espera, la recepcionista ya se había puesto a revolver las carpetas de nuevo.

Una vez en la calle, Tilo se pasó la mano por su pelo corto y enmarañado, consternada.

—Fresno, esa pobre mujer ha tenido una especie de crisis nerviosa. ¿No la podemos ayudar? No sé. Algo podremos hacer…

Fresno se encogió de hombros.

—Si todavía no ha contraído la enfermedad, la contraerá pronto. No podemos hacer nada.

—No lo digas así, Fresno —le reprochó Tilo, aunque sabía que tenía toda la razón.

—¿Cómo?

—Como si no te importase.

Pero Fresco respondió con un bufido.

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—Es que no me importa. ¿Por qué debería importarme? Esa vieja no significa nada para mí. Y para ti tampoco, Tilo, y no finjas que sí. Ahora no hace falta fingir. Ya no.

—¿Qué quieres decir? —Normalmente, hubiese querido que Fresno la abrazase, que la consolase. Pero en aquel momento no estaba tan segura.

—Quiero decir que la enfermedad nos lo quitará todo hasta dejar solo lo básico. Nos l ibrará de las chorradas, de fingir , de aparentar. De las mentiras. Eso es lo que está haciendo. En una semana, todas las normas que debían regir nuestras vidas has perdido todo su significado. Quizá hayan desaparecido del todo para ma ñana. Y las leyes también se han esfumado, salvo una: la ley de la naturaleza.

—Los fuertes prevalecen —recordó Tilo, apesadumbrada—. La supervivencia de los más aptos. No estoy segura de que sea un mundo en el que quiera vivir.

—Pues si queremos sobrevivir —dijo Fresno—, no nos queda otra opción. —Casi parecía gustarle aquella perspectiva—. Y ahora, en marcha. Ya l levamos demasiado tiempo en esta pocilga. ¿Vamos a Fordham?

—Seguro que es capaz de l legar a esa conclusión él solito. —Fresno hablaba a su compa ñera como si esta le decepcionase—. Ti lo, ¿es que no te das cuenta? Y yo que pensaba que eras la más l ista de los dos.

—¿Y si volvemos para avisar al resto y le decimos a tu padre que no hay nadie en Willowstock que pueda ayudarnos?

—No…—Ya está. Este es el momento. No voy a volver. Nunca.

—¿Qué? —Él la sonreía, pero su expresión le recordó a Tilo a la de un depredador, como la de un lobo, totalmente desprovista de afecto o amor.

—Espabila, Tilo. Van a morir todos, ¿no es así? Mi padre. Tu madre Arco Iris. Cielo. Todos los demás. Han vivido en el bosque y mori rán en el bosque, así que supongo que se darán por satisfechos… la mayoría, al menos. El hecho de que vayamos a cogerles de la mano no supondrá ninguna diferencia.

—Fresno, no me puedo creer que…

—Habíamos planeado escapar, ¿o no? Pues este es el mejor momento.

Fresno estaba ante ella pero a la vez no estaba, o no podía estar, o un Fresno diferente: el auténtico Fresno.

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—Creo recordar que dijiste que ni siquiera se daría cuenta si te marchabas. Es lo que dijiste. —Era como si la estuviese provocando. Con crueldad.

—Pero ahora es distinto: mi madre está enferma.

—Así que entrará en coma o algo así. Ni siquiera se dará de cuenta.

—Pero yo sí. —Tilo sintió que sus ojos se estaban l lenando de cálidas lágrimas de rabia—. Todavía no me puedo ir, Fresno.

—Tú misma. Ya nos veremos. —Fresno se volvió hacia la despejada carretera.

—¡Espera! —gritó incrédula—. ¿No lo dirás en serio que te marchas? ¿Y tu padre? ¿Y yo?

—Mi padre tendrá que cuidarse de sí mismo o pedirle una manita a la madre naturaleza —dijo Fresno, condescendiente—. Y tú, Tilo, puedes venir conmigo si quieres. Dijiste que querías, así que aquí tienes tu oportunidad. Pero es tu única oportunidad. Tienes que tomar una decisión ahora. Y si no…pues que te vaya bien.

Tilo recordó los besos de Fresno sobre su piel, la humedad de su lengua secándose al sol. Recordó sus manos recorriéndole el cuerpo.

—Fresno, no sé…cómo puedes hablarme así, como si fuese un ultimátum. Después de… ¿cómo puedes ser tan cínico? Pensé que lo que habíamos hecho significaba algo. Creía que había algo especial entre nosotros, que yo era importante para ti. Creía que…

—Creíste lo que querías creer, Tilo. Yo no te hice ninguna promesa. o lo pasamos bien, ¿o no? Y podemos volver a hacerlo. Me gustas, de verdad. En ningún momento he dicho que no puedas venir conmigo…

—No —contestó Tilo con frialdad—. Pero lo digo yo. No puedo ir contigo, Fresno. —Porque había aceptado la verdad, a su pesar. La había enga ñado. La había mentido. Se sintió manchada, fácil y sucia. Le había dado a Fresno lo que no podría darle a nadie más, a cambio de nada. —No quiero ir.

El chico tuvo la decencia, antes de marcharse, de parecer algo arrepentido.

—Es una pena, pero haz lo que quieras. No te he sabido ver, Tilo. Pensé que eras distinta.

—Y yo pensé que eras distinto. Adiós, Fresno.

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—Vale. —Y se volvió. Entonces, se detuvo otra vez —. Dile a mi padre…bah, dile lo que te dé la gana.

Tilo vio marcharse a Fresno, alejándose de Willowstock, de los Hijos de la naturaleza, de ella. Se lo quedó mirando hasta que desapareció en distancia. Entonces cerró los ojos y escuchó el si lencio. Estaba sola.

***

En casa de Jessica no había señales de vida, lo cual, después de lo que le había dicho a Travis por teléfono el día anterior, parecía un poco extra ño. Sobre todo si tenía en cuenta al coche del señor Lane, aparcado de mala manera ante la casa como si hubiese frenado de golpe en vez de ir aminorando hasta detenerse por completo. Por supuesto, cabía la posibil idad, de que la familia se hubiese marchado en el coche de la se ñora Lane, pero no tenía pinta. Sí daba la impresión de que había alguien en casa. Las cortinas estaban corridas en la habitación que Travis identificó como la del se ñor y señora Lane, pero en ninguna otra. Dio una vuelta alrededor de la casa, echó un vistazo a tra vés de las ventanas, tras las cuales se extendían las habitaciones desiertas de la planta baja y l lamó a Jessica por su nombre a través del buzón de la puerta. Nada. Y sin embargo… bueno, salvo entrar por la fuerza, eso era lo único que podía hacer. Tenía asuntos más importantes que atender.

No obstante, cuanto más se aproximaba al hospital, más le daba la impresión de que su viaje iba a ser infructuoso. Recorría una ciudad transformada. De la noche a la ma ñana, Wayvale parecía haber sido transportada del tranquilo corazón de Inglaterra a una zona de guerra en Bosnia, Chechenia u Oriente Medio. Ventanas rotas. Tiendas saqueada, Coches calcinados, algunos de ellos dados la vuelta en mitad de la carretera o estrellados contra las verjas y muros de jardines que no tenían nada que ver con todo aquello. Aún había fuegos sin apagar. Las podrían ser las de Beirut, Bagdad o la Franja de Gaza. Y no había ni solo adulto. Ni rastro de oficialidad.

Pero Travis no estaba completamente solo. En las calles había n jóvenes y niños, yendo de acá para allá furtivamente corno si creyesen que no debían estar ahí, o en pequeños grupos parecidos al que había antes para protegerse de los demás. Algunos corrían, aunque Travis de que supiesen adónde, o por qué. La mayoría tenía su edad o unos aun menos, un hecho que le provocó escalofríos pese a la plácida calidez matinal. ¿Significaba eso que todos los

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mayores de dieciocho a ños estaban muertos o habían contraído la enfermedad? ¿Y qué iba a ser los niños todavía más jóvenes, los de cuatro o cinco años, los pequeños, los bebés? ¿Qué pasaría con los niños que no tenían edad para valerse por sí mismos? La enfermedad era despiadada. Podía matar incluso a aquellos que no la contraían. La catástrofe que había sobrevenido a la raza humana era tan descomunal, tan incomprensible su magnitud, que resultaba demasiado terrible su contemplación.

Pues no pienses en ello, se ordenó Travis a sí mismo. Céntrate en el aquí y ahora, y punto. En el presente, en la gente a la que quería, (ni lo que tenía que hacer y para quién.

El cristal del hospital de Wayvale bril laba bajo el sol.

Jessica no se equivocó al hablar de las cifras. Hordas de personas habían peregrinado a las catedrales del mundo moderno para salvar sus vidas. Aquellos que se habían quedado en las inmediaciones del hospital habían fracasado.

Travis no quiso creerlo… al principio, claro. Intentó convencerse de que los conductores y pasajeros de la enorme masa de vehículos que se amontonaban en silencio, atascando y saturando todas las carreteras que conducían al hospital, estaban dormidos después de tanta inactividad y tantas horas de espera. Pero no lo consiguió, porque aquella no era la realidad.

Todos y cada uno de ellos estaban muertos.

Conforme avanzaba, horrorizado, a través de aquel laberinto de, vehículos, todas las caras que vio (no se atrevió a mirarlas fi jamente) a través de las lunas o las ventanas laterales y traseras estaban cubiertas por las marcas carmesíes de la enfermedad. La del hombre que tenía ante él, que miraba embobado hacia el frente con la cabeza de su mujer apoyaba en el hombro. La de la anciana del asiento trasero, que oprimía su cara contra la de la ventana con la impaciencia de un niño en Navidad y la boca abierta de par en par. La del conductor solitario que parecía haber intentado cambiar el cede del equipo de música de su coche antes de que la música pasase a ser una cuestión muy secundaria. Todos ellos estaban muertos. Hasta el último de ellos…

Salvo uno. A Travis le dio un vuelco el corazón.

Una niña de unos siete, quizá ocho, arios se aferraba a su madre, cuya cabeza descansaba sobre el volante. Estaba viva. Travis la vio moverse,

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cambiando continuamente el contorno de su abrazo como si quisiese dar con poderes mágicos capaces de revivir a la gente.

No podía dejar a la niña ahí.

—¿Hola? —dijo mientras le daba unos golpecitos a la ventana del copiloto—. ¿Pequeña? —No respondió, así que tiró de la manilla y la puerta se abrió —. ¿Pequeña?

La niña volvió la cabeza hacia él. Debió de ser bonita antes de que el pánico y el dolor la marcasen.

—Me llamo Travis —dijo, cortés—. ¿Cómo te l lamas?

—Laura. —contestó la niña—. Mi mamá está dormida.

—Sí lo está. —Travis extendió la mano abierta con la palma hacia arriba al interior del coche—. Será mejor que la dejemos sola un rato, ¿eh, Laura? ¿Qué te parece? Vamos a dejar que mamá se eche una buena siesta ella solita. —Hizo una pausa. La niña parecía estar planteándoselo—. ¿Por qué no vienes conmigo?

Ella negó cabeza, triste pero decidida.

—Quiero esperar a que mamá se despierte.

—Sí, pero puede que tarde un rato. Parece que tu mamá necesita descansar un montón. No pasa nada, Laura. Puedes confiar en mí. ¿Por qué no…?

La tocó. Mala idea.

La niña gritó con una histeria tan cruda y desgarradora que Travis retrocedió por instinto. Cuando lo hizo, la niña cerró la puerta de golpe con una mano mientras sujetaba a su madre con la otra. Pero siguió gritando. Empezó a zarandear a su madre. Sin dejar de gritar. Aquello era más de lo que Travis podía soportar. Contuvo un grito desesperación y e chó a correr. El hospital. Aún debía de quedar esperanza en el hospital.

Y así debió de ser, en su momento. ¿Por qué si no iba a haber coches blindados, vehículos militares y centinelas en sus inmediaciones? ¿Poe qué si no iba a haber un cordón de barreras en torno al edificio? Para mantener el orden. Para impedir que una muchedumbre presa del pánico entrase en tromba al hospital y abrumase al personal médico que quizá podría ayudarles. Pero si aquella esperanza existió, había desaparecido. Como los soldados que

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abandonaron los vehículos. Como los agentes de policía que habían vigilado las barricadas. Como la muchedumbre que cargó contra las defensas en algún momento… Era obvio lo que había ocurrido: varias barreras estaban rotas, uno de los coches blindados estaba volcado sobre un lado y había cuerpos esparcidos por el asalto.

Abatidos a tiros. En las inmediaciones de un hospital. En Inglaterra.

Por lo menos no había nadie para impedirle el paso a Travis.

No llegó más allá de la recepción. No le hizo falta. Había suficientes cadáveres como para confirmar, sin el menor atisbo de duda, lo que ya sabía desde que salió de casa. Cadáveres sobre carritos. Cadáveres sobre carriolas. Cadáveres amontonados contra la pared, como si fueran borrachos. Cadáveres con batas blancas. Cadáveres con uniforme enfermera y de agentes de policía…entre ellos no estaba el tío Phil, gracias a Dios. Pero todos contaban la misma historia siniestra y fatídica.

No había cura para la enfermedad.

Por extraño que fuese, no fue aquel panorama plagado de de muertos que hizo que Travis saliese a toda prisa del Wayvale, Era el letrero de la pared que indicaba la dirección hacia la «sala de maternidad»…y los gemidos lastimosos, medio imaginarios (tenían que ser imaginarios) de bebés recién nacid os. Corrió a través de las calles casi sin darse cuenta de la desolación, preocupándose apenas por la dirección de sus zancadas. Corrió hasta que sus pulmones y piernas ardieron, hasta que cada rasposa respiración le costaba su esfuerzo agónico. Lo más probable es que hubiese seguido corriendo incluso entonces, de no ser por un coche que estuvo a punto de atropellarlo. Menuda tontería por su parte, la verdad. Travis sabía cómo cruzar una carretera con cuidado desde que tenía cuatro años. Se lo enseñó su padre. Y una cosa que nunca había que hacer era cruzar el asfalto a todo correr sin mirar en ambas direcciones antes. Parecía que, incluso en aquellos días dominados por la enfermedad, merecía la pena recordar algunas más básicas.

Las ruedas chirriaron. Un capó azul bril ló bajo el sol. Travis se paró en seco y se protegió con los brazos. Pero el coche se detuvo a tiempo. Por pelos.

—¿Travis? —¿alguno de sus ocupantes le conocía? Una chica se bajó lento del copiloto. ¿Era Cheryl Stone?

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—Pero mira que eres gil i pollas. ¿Es que quieres matarte, Naughton? reconoció al imponente conductor, que apagó el motor antes de bajarse del coche. Era Joe Drake, un chico que iba a su mismo curso en antes de que le expulsasen por provocar un incendio en los laboratorios.

Había más chicos en los asientos traseros. Todos ellos adolescentes. Ni un adulto.

Cheryl Stone reía, pero tenía los ojos abiertos de par en par, l lenos de miedp y no paraba de moverse, como un animal temeroso de un cazador.

—Trav, hemos robado un coche. Bueno, lo robó Joe.

—No te infravalores, nena —sonrió Joe, que no parecía tener ni pizca de miedo—. Lo elegiste tú. Los elegiste todos.

Porque el coche de Joe no era el único. Tras él había varios más: tres, cuatro…Sus conductores iban encapuchados. Eran los amigotes de Drake. Vándalos y gamberros. A Travis le sorprendió no ver a Richie Coker con ellos.

—¿Qué hacéis? —preguntó mientras boqueaba para coger aliento, con el corazón y la cabeza latiendo con fuerza por el esfuerzo—. Si habíais pensando en ir al hospital…

—¿Y por qué íbamos a ir ahí? —gruñó Drake—. No estamos enfermos.

—Mis padres… han muerto, Travis —dijo Cheryl Stone. Después dejó escapar una risa escalofriante—. Ahora estoy con Joe. Va a cuidad de mí. ¿A que sí, Joe?

—Claro, muñeca. Voy a cuidar como no te imaginas —prometió Joe Drake mientras le guiñaba un ojo con complicidad a Travis.

Travis sintió un arrebato de rabia. Hasta Cheryl Stone se merecía algo mejor.

—Bueno, entonces ¿a dónde vais?

—Al colegio. Al cole —dijo Cheryl con una risita ahogada.

—¿Qué?

—A terminar lo que empecé antes de que me echasen.

—¿Qué?

—Vamos a quemarlo, Naughton —dijo Joe Drake, relamiéndose—. Hasta que no queden más que cenizas. El colegio de secundaria Wayvale va a arder hasta los cimientos.

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—No irás en serio —dijo Travis, sorprendido—. ¿Quemar el colegio?

—Ya te digo que si voy en serio. —Joe Drake se dirigió hacia el maletero del coche—. ¿Quieres ver si voy en serio o no, Travis?

Abrió el maletero: estaba repleto de latas de gasolina, que a su vez estaban l lenas hasta los topes. Drake agitó una de ellas para demostrarlo.

—Y el resto, igual. —Dijo señalando hacia los coches que le acompa ñaban—. Más que suficiente para provocar una buena fogata, ¿no te parece, Naughton? Con todos los pupitres, si l las, l ibros, taquil las, redacciones y toda la mierda que contiene el colegio para avivarla. Sí, esa pocilga va a alimentar una hoguera digna de verse. ¿Te vienes?

—Sí, ven con nosotros, Travis —le rogó Cheryl Stone mientras le colocaba las manos sobre los hombros—. Puedes venir con nosotros.

—Me parece que no. Y tú tampoco deberías tomar parte en esto, Cheryl —le animo Travis—. No está bien. Van a provocar un incendio.

—¿Qué no está bien? —Joe Drake soltó una carcajada—. ¿Quién te crees que eres, Naughton, un santo de los cojones? Los incendios ya no son un delito. ¿Quién me va a detener? Si no hay policías, no hay delitos. Ahora podemos hacer lo que nos apetezca sin que nadie nos detenga.

—Yo os detendré — declaró Travis de forma automática… y quizá un poco precipitada.

No vio el enorme puño de Joe Drake hasta que le acertó en la mandíbula, tras lo cual se quedó mirándole desde el suelo. Su pandilla de idiotas vitoreó divertida por la escena.

—No puedes detener a nadie, Naughton —dijo Drake, despectivo—. No puedes hacer nada al respecto. Las cosas esta fuera de control. Y voy a hacer lo

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que voy a hacer para que todo el mundo lo sepa. El colegio va a arder. —Se dirigió a sus colegas—. Caballeros, pongan los motores en marcha.

Travis se esforzó por ponerse en pie, pero apenas pudo sentarse. Cheryl se arrodil lo a su lado.

—¿Estás bien, Travis? No deberías hacer enfadar a Joe. Pierde el control cuando se enfada.

—No vayas con ellos, Cheryl. —Ella nunca le cayó bien, pero continuó igualmente—. Quédate conmigo. Ven conmigo. Me asegurare de que estés a salvo.

—Pero ahora estoy con Joe. Joe es fuerte.

—Joe es un matón. Te arrastrará con él. —Los ojos de la chica se abrieron sin que lo pudiera impedir—. Cheryl, ¿qué dirán tus padres?

—Mis padres están muertos —grito Cheryl Stone, y Travi s se dio cuenta de que había cometido un error. La chica se puso en pie y el comprobó que estaba totalmente perdida.

—Espera. Espera —dijo mientras se levantaba—. Drake, pedazo de…

—Si quieres continuar esta discusión, Naughton —dijo Joe Drake mientras cerraba ambos puños—, ya sabes dónde encontrarme.

—Espera…

Pero no esperaron. Joe y Cheryl se metieron en el coche y el convoy se alejó tocando el claxon y burlándose de Travis, que finalmente consiguió ponerse en pie.

¿Así iban a hacer las cosas de ahora en adelante, tras la enfermedad? ¿Violencia y brutalidad? ¿Ignorancia y miedo? ¿El fin del orden, la corrupción del bien? Ya era así. Ya había empezado, mientras el cadáver del viejo mundo apenas había empezado a enfriarse en su tumba. ¿Cómo de cerca había estado la sociedad de la anarquía y el caos todo este tiempo para que la degradación hubiese empezado tan rápido? La l ínea que separaba la ley del caos había resultado ser tan fina como la hoja que atravesó el pecho de su padre y le arrebato la vida. Y el mundo entero acababa de cruzar esa l ínea. ¿Quién la restauraría?

Travis pensó en regresar a su casa y nada más. Mamá lo necesitaba. No quería que estuviese sola en el momento de su… Y en el gran orden de las cosas, ¿qué importancia tenían los crímenes que Joe Drake y su ejército de palurdos

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cometiesen? Pero tenía que verlo. Si el colegio ardía como un mártir en la hoguera, tenía que estar ahí para ver la ejecución con sus propios ojos.

El fuego ya había empezado cuando llego. El edificio de ciencias. El de música. El de preescolar, donde estaban las clases de niños pequeños. Todos ellos ardían, las ventanas rotas y las puertas arrancadas vomitaban un humo negro mientras las l lamas arrasaban el interior a su antojo como vándalos, algunos habitantes inanimados del edificio habían conseguido escapar, aunque no indemnes: los pupitres y si l las arrojados por las ventanas y hechos a ñicos parecían miembros amputados. Los l ibros arrojados al viento tenían los lomos rotos y la piel ajada. Libros, pensó Travis. El punto de partida de la educación. La piedra de toque de la civil ización. Tirada como basura. Páginas de conocimiento y aprendizaje, tan inútiles como hojas de otoño, crepitando y plegándose en hogueras sobre el césped.

Travis pensó que debía ser el único que veía las cosas de aquella manera. A juzgar por las miradas fi jas, las expresiones enloquecidas de sus rostros, los aull idos, gritos y carcajadas histéricas, la mayoría de los chicos que rondaban por el colegio y los alrededores parecía estar pasándoselo de miedo. Pero en aquella escena, así como sus participantes, reinaba una locura, un caos, una demencia propias de un mundo en el que ya nada de lo que ocurría parecía real.

Conductores primerizos arrasaban los patios con sus coches. Uno de ellos atravesó la portería de futbol y desgarro la red l impiamente de los postes, yendo a acabar como un pez de cristal y metal atrapada fuera del mar.

Pero el coche de Joe Drake estaba aparcado, Joe Drake y sus matones, y Cheryl, se estaban dirigiendo hacia el edificio principal, portando las restantes latas de gasolina. Un pequeño ejército de chichos obnubilados y enloquecidos fue tras ellos. Quedaba un edificio por prender. El más grande de todos. All í donde se encontraba el despacho de la directora. Donde el personal del co legio se tomaba el café durante las pausas. Una última declaración por hacer.

El señor Greening apareció tras las puertas dobles.

Su aparición fue como si el tiempo se detuviera. Todo el mundo se quedó quieto, todos permanecieron en silencio al unísono, absortos. Gestapo Greening. Vivo. Inalterado. Cuando dijo que no tenía otro sitio a donde ir, lo dijo en serio. Tras él había un grupo de niños pequeños. Quizá buscaban refugio en el colegio. Quizá era el único lugar seguro que conocían, además de sus casa. Confiaban que le señor Greening los protegería y eso era precisamente lo que estaba haciendo.

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—Drake. Debí suponerlo —dijo Gestapo, tan brioso y autoritario como en cualquier reunión matinal. Movió el bigote—. Y Roland. Y Stanley. Y Coll ins. Y…¿Stone? ¿Qué creen que están haciendo? ¿Qué creen que han hecho? Debería darles vergüenza. Se están comportando como salvajes, como bestias. Se acabó. Se acabaron sus provocaciones infantiles. Disuelvan esta banda y vuelvan a sus casas. Dense la vuelta y abandonen el colegio inmediatamente.

Y, por increíble que fuese, parecía que así iba a hacer. Travis estuvo a punto de gritar, triunfante. Uno o dos de los miembros más jóvenes y menos curtidos de la banda agacharon la cabeza, otros movieron los pies nerviosamente, avergonzados. Algunos parpadearon como si acabasen de despertarse de un sueño y se encontrasen en una realidad más familiar, hasta Joe Drake reculo, no sabiendo muy bien que hacer o cómo actuar. El señor Greening hablaba como un hombre acostumbrado a que se le obedeciese. Se alzaba ante ellos, alto, inexpugnable, encarnando un pasado que había existido hasta hacia bien poco, el mundo de profesores y estudiantes, de adultos y niños, de estructuras, l ímites y normas. La última escena de El señor de las moscas, pensó Travis.

—Ya no… ya no puedes darme órdenes… Gestapo.

—¿Cómo te atreves a l lamarme así, chaval? —dijo el profesor, dando un paso al frente. El grupo retrocedió, asustado—. Me llamo señor Greening. ¡Señor Greening! Ya sabes quién soy y harás lo que yo te diga. Y ahora, dispersaos e idos a casa.

—¿O qué? —se rebeló Joe Drake por segunda vez. Después de todo él también jugaba con su autoridad—. ¿O qué… Gestapo?

Y durante una fracción de segundo, el profesor no tuvo respuesta. Y Travis supo, angustiado, que en aquella fracción de segundo, el señor Greening perdió.

Joe Drake también lo sintió, del mismo modo que los depredadores saben que su presa no puede resistir sus colmillos y garras por más tiempo.

—Gestapo —gritó, intentando instigar un coro—. Gestapo. Gestapo.

Roland se le unió. Y Stanley. Y Coll ins. Y Stone. Mientras el colegio ardía a su alrededor.

—Gestapo. ¡Gestapo! ¡Gestapo!

—¡Basta! ¡Basta de una vez! —El señor Greening levanto las manos y la vox mientras los ni ños que se refugiaban tras el sollozaban y gemían—. ¡Piensen en lo que están haciendo! ¡Compórtense como seres humanos! —Pero ya era demasiado tarde. Nadie podía oírle. Nadie escuchaba.

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—¡Que arda! —grito Joe Drake, y sus jóvenes seguidores entraron en trova en el edificio principal. Hacia el señor Greening.

—¡No! —Travis echó a correr hacia el colegio a toda prisa, desesperado—. ¡No! ¡Parad!

Pero no se detuvieron, las hordas de Drake eran como una ola, como la marea. Arrollaron al profesor y se adentraron en el colegio, tan implacables e imparables como el futuro. Travis vio caes el se ñor Greening, puede que incluso se le oyese gritar (era difíci l discernir entre el escalofriante griterío) hasta perder de vista al subdirector, después, la marabunta lo hizo visible de nuevo: un montón de manos adolecentes sostuvieron en todo lo alto al se ñor Greening, transportándolo sobre las cabezas de los jóvenes como si flotase sobre un mar embravecido, como un trofeo. O como un sacrificio. Sus forcejeos fueron tan valientes como inútiles. Sus ojos bril laban desafiantes. Pero aquel día había l lamas más poderosas.

El profesor fue conducido hacia el interior contra su voluntad.

En cuanto se esfumo, también lo hizo la convicción de Travis. Solo l lego a recorrer unos metros, de mala manera, antes de caer de rodil las en el primer escalón del edificio principal. No podía hacer nada. Era demasiado peque ño y l legaba demasiado tarde. Era superfluo. Irrelevante. Los niños pequeños que se habían refugiado con el señor Greening rondaban por todas partes, consternadas. Otros, arrasados por el alboroto e intensidad de la multitud, miraban hacia arriba, hacia el edificio, jaleando como la haría un público a la espera de que comenzase el espectáculo.

Joe Drake no le decepcionó.

Las ventanas de la primera planta se hicieron a ñicos casi al unísono. Quienes se encontraban abajo chil laron y gritaron cuando la l luvia de minúsculos cristales cayó del cielo. Atrás. Apartaos. Travis sabía que debería vocalizar su advertencia, pero no le quedaba voz. Ni siquiera pudo seguir su propio consejo. Los pedacitos de cristal se le enredaron en el pelo y perlaron su sudadera como el roció. Algunos le hicieron pequeños cortes en el dorso de las manos.

Después empezaron a caer mesas y si l las, arrojadas desde el interior del edificio. Travis consi guió ponerse en pie justo a tiempo, esquivando por los pelos una taquil la de metal que se estrelló sobre el cemento en el punto exacto en el que se encontraba arrodil lado. Luego aparecieron las puertas, arrancadas

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de cuajo. Libros manando como órganos internos. Un estuche, una revista de coches. Un par de zapatil las de futbol cubiertas de tierra.

Los pupitres y taquil las se hacían a ñicos al aterrizar. Las si l las rebotaban un poco más, lo que desemboco en una aclamación general de los ni ños que estaban mirando.

Asomaron cabezas por donde antes había ventanas. Los pu ños golpearon el aire. La revolución estaba en marcha, imparable.

Más tarde la revolución estaba en marcha. Ventanas. Mesas. Taquil las. Si l las. La misma rutina. Pero para el último piso del edificio principal había algo especial preparado. Como un clímax, una traca final. ¿Por qué si no iba asomarse tanto Joe Drake, como si fuese un dictador en el balcón, mientras le gritaba algo a la masa reunida a sus pies? ¿Qué decía? Travis apenas podía oírle. ¿El señor Greening? ¿Estaba diciendo algo sobre el señor Greening?

—Gritad si lo queréis. Gritad si queréis a Gestapo.

Con la mirada perdida, como si estuviese en trance, en una pesadil la, la muchedumbre gritó.

Pero Travis no. Si fuese consiente del sonido que dejo escapar, lo hubiese identificado como un gemido. Entonces lo comprendió. Se imaginaba adonde conduciría a Joe Drake toda aquella violencia, como culminaría. Pero no quería verlo. No soportaría verlo. Se volvió en el mismo momento que Joe Drake desaparecía, regresando al interior de la clase.

¿Se traiciono a sí mismo al echar a correr? O peor aún, ¡traiciono el recuerdo de su padre? ¿Acaso no había prometido hacer el bien y defender sus principios?

Se alejó del colegio tan rápido como le permitían s us piernas mientras la muchedumbre congregada ante el edificio principal profería un extra ño y desconcertante aull ido, un primitivo grito de pánico, miedo y curiosamente, perdida. Por encima de este, una solitaria voz de protesta insumisa incluso entonces, ante el aciago final.

Y entonces, algo hizo detenerse a Travis contra su voluntad. Algo le hizo volver la vista hacia el colegio en l lamas, hacia el tumulto, hacia el caos. No estaba seguro de qué. Quizá era la necesidad de ser testigo. Quizá era el mismo impulso profundo, poderoso, que sacudió su cuerpo con sollozos y emborrono su visión con lágrimas.

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No pudo ver con claridad a quien había tirado desde la ventana del último piso. Pero claro, no necesitaba verlo para saberlo.

Más tarde, desde las calles que rodeaban el centro, pudo ver las l lamas devorando el edificio principal, como la pira funeraria de un hombre pata el que el colegio había sido toda si vida y de la propia institución.

Para entonces, la expresión de Travis se había tornado amarga y sus ojos se habían secado. Había estado pensando hasta l legar a una serie de conclusiones tan desagradables como inevitables. Siendo realista, no pudo hacer nada para detener a Joe Drake y a la muchedumbre: si uno está en inferioridad numérica l leva las de perder, independientemente de la buenas que sean sus intenciones. No pudo salvar al señor Greening. Al colegio de Wayvale, eso era evidente. Pero no a Travis. Traicionaría a su padre si se rindiese, si aceptaba lo que le estaba ocurriendo al mundo. No lo hizo. No lo haría. Y si no podía defender el bien y lo que es correcto all í, en la ciudad en la que habría crecido, Travis Naughton cumpliría con sus responsabil idades en otra parte.

Hora de ponerse en marcha.

—¿Travis?

—Tranquila, mamá, soy yo. —Su madre le reconoció (algo es algo). Por desgracia, era la única buena noticia, los círculos rojos que cubrían su cuerpo cada vez eran más profundos. Supo que su madre, insensibil izada y entumecida por el implacable y posesivo abrazo de aquellas marcas, no le quedaba mucho tiempo.

—¿Dónde has estado, Travis?

—Fui al… fui a buscar ayuda.

—¿Y la encontraste, cariño? ¿Encontraste ayuda?

—Claro —mintió Travis, intentando consolarla—. Esta de camino. Llegará en cualquier momento, ahora mismo. Intenta… intenta no preocuparte, mamá.

—No estoy preocupada, cielo. —Jane Naughton sonrió desde la cama, como si soñaste despierta—. Mientras estabas fuera, he tenido una visita.

—¿Qué? ¿Un intruso? Como alguien se haya atrevido a…

—Era tu padre, Travis —dijo su madre en voz baja, con adoración.

—¿Papá? Pero…

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—Era él. Era Keith. Estaba ahí mismo. —La mujer, enferma, señalo débilmente con la mano hacia la puerta del dormitorio—. Estaba en el umbral. Llevaba su uniforme y estaba vivo de nuevo.

—Mamá… Por Dios, ojalá.

—Estaba ahí, Travis. Sonriendo. Perfecto, impecable. Le dije que pasase, que se sentase a mi lado, que me abrazase otra vez después de tantos años. Quería que me abrazase de nuevo. Pero dijo que no podía. Dijo que se quedaba ahí porque ya no pertenecía a este lugar. Pero me dijo que podía ir con él, si quería. Ay, y eso era lo que quería, Travis, estar con mi querido Keith una vez más. Y lo intenté, intenté levantarme de la cama y cruzar la habitación hasta la puerta, pero no me quedaban fuerzas, Keith estaba ahí, esperándome, y n o pude alcanzarlo. —Se puso nerviosa, moviendo la cabeza de un lado a otro de la almohada.

—No pasa nada, mamá. —Travis intentó tranquilizarla y la cogió de la mano —. Puede que papá vuelva.

En cuanto escucho aquellas palabras, Jane Naughton se vio l ibre de toda angustia y suspiro, tranquila.

—Seguro que sí, cielo. Mi querido Keith me dijo que volvería y que la próxima vez podría reunirme con él. Podré ir con él —Sus ojos bril laron de i lusión—. Tu padre y yo volveremos a estar juntos. ¿No es maravil loso, Travis?

Pero su hijo no pudo responder.

***

Simon esperaba estar haciendo lo correcto. Pero tampoco es que tuviese muchas opciones (¿Cuándo las tuvo?). Desde luego, no podía quedarse en casa con los cuerpos de sus abuelos.

Murieron por la noche, juntos, tal y como habían vivido. Simon se preguntó si lo que acabó con sus vidas había sido la enfermedad o la conmoción al ver su casa invadida por una pandilla de marones. Sus abuelos siempre habían creído en valores tradicionales como la honestidad, la integridad y la responsabil idad personal. Puede que no quisiesen sobrevivir en el duro mundo que acababa de nacer. Y Simon no podía culparlos. Tiro la sabana para cubrirles la cara, aliviado de que hubiesen muerto con los ojos cerrados. No podría haberles bajado los parpados.

Paso la mañana en un continuo agobio pensando qué hacer a continuación, adonde ir, en quien confiar. Descartó la opción de l lamar a las autoridades … En

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el caso de que aun quedase una autoridad, esta solo estaría interesada en la gente importante, no en los don nadie Pero consiguió acordarse de un posible aliado, de alguien que le prometió su apoyo en caso de que no lo necesitase.

Siempre que se pudiese fiar de la palabra de Travis…

Simon sabía dónde estaba la calle y como era la casa en la que vivían los Naughton, pero no el número. Recorrió el camino que separaba su casa de su destino del mismo modo que cruzaba los pasil los de la escuela: con cautela y todos los sentidos alerta ante una posible amenaza procedente de cualquier lugar. Su dilatada experiencia como víctima podría, por fin, servirle de ayuda. Estaba acostumbrado a volverse invisible.

Solo cuando apretó el timbre hasta que su dedo se arqueo, sin obtener respuesta, solo después de propinarle puñetazos a la puerta durante varios minutos (imagino que los tablones de roble eran la cara de Richie Coker para motivarse), solo entonces empezó a preguntarse qué haría en caso de no poder encontrar a Travis. Aquella posibil idad le insufló un miedo atroz. Fue entonces cuando fue plenamente consciente de hasta qué punto había depositado su fe en Travis Naughton. Tenía que estar ahí. No podía dejarle tirado.

Y no lo hizo. Por fin, Travis abrió la puerta.

—Simon. —De ningún modo hubiese podido prever la identidad de la visita, pero Travis no parecía sorprendido en absoluto. Su tono de voz era mustio, carente de toda emoción, y su rostro, l ívido y tenso.

—¿Te he…? Bueno, no quería molestar… Pero no tengo a donde ir. Mis abuelos han… ha sido la enfermedad. Mis abuelos han… ha sido la enfermedad. Me dijiste que si necesitaba un amigo…

—Será mejor que entres.

Simon siguió a Travis, agradecido, a través del vestíbulo. Sobre una de las si l las descansaba una mochila repleta.

—¿Vas a… alguna parte, Travis?

—Sí. Siento lo de tus abuelos, Simon.

Reparó en que lo más correcto sería corresponderle.

—Travis, ¿y tu madre?

—Ha muerto hace cosa de dos horas. Está arriba.

—Lo siento —murmuró Simon, avergonzado.

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—Ahora está con mi padre. Ya he dejado de sufrir —dijo Travis con un suspiro. No es que no pudiese l lorar por su madre: es que no le quedaban lágrimas. Ya volverían—. Mi madre ha muerto, así que me voy. Ya nada me ata aquí. Además, es demasiado peligroso quedarse en Wayvale.

—Lo sé. Anoche, una banda de matones entraron en la casa para l levarse el alcohol.

—¿Eso fue todo? —Travis esbozó una amarga sonrisa—. Hoy le han prendido fuego al colegio.

—¿Cómo dices?

—Y el hospital está l leno de cadáveres. La ciudad entera lo está. Y sé que es horrible pensar en ello, pero todos esos cuerpos no tardarán en descomponerse. No quiero pil lar el cólera, el tifus o a saber qué. Además, hay una razón más importante por la que marcharse.

—¿Cuál?

—Ya no quedan adultos, Simon. No va a venir nadie a dejar las cosas como estaban: ahora depende de nosotros, los que tenemos dieciséis y diecisiete años. Ahora somos los mayores. Es nuestra responsabil idad formar, organizar y dirigir nuevas comunidades desde las que empezar de nuevo. Y no podemos hacerlo en las ciudades.

—¿Y seremos capaces de hacer todo eso? —preguntó Simon, dubitativo.

—No tenemos otra opción —dijo l lanamente Travis—. Si no lo intentamos, nos estaremos rindiendo a la anarquía, a la gente como Joe Drake y Richie Coker. Y no estoy dispuesto a hacer eso, Simon. En memoria de toda la gente buena que ya no está con nosotros, vamos a intentarlo… y vamos a conseguirlo.

La voz de muchacho había recuperado la pasión y Simon vio una vez más, en aquella ardiente mirada azul, al Travis de antaño, y se sintió decidido e inspirado. Creía en Travis Naughton.

—Entonces ¿adónde vamos?

—A Willowstock, donde viven mis abuelos. Es un pueblo en el campo. Un buen lugar para empezar. Puede (es posibles) que mis abuelos sigan vivos, aunque no consigo contactar con ellos por el móvil.

—Las baterías dejarán de funcionar dentro de poco. Los sistemas de comunicaciones se desconectarán. Los móviles serán inútiles.

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—Ya nos hemos apa ñado sin ellos en el pasado. Volveremos a hacerlo. Tendremos que adaptarnos… en muchos sentidos.

—Pero Travis, ¿ya has pensado en lo difíci l que empezar una especie de comunidad formada solo por jóvenes? Quiero decir…

—Ya sé a qué te refieres. Pero bueno, ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos. Cada cosa a su tiempo. —O nos volveremos locos, pensó Travis. Temía que en el mundo tras la enfermedad la diferencia entre la cordura y la demencia fuese muy pequeña—. Lo primero que haremos será ir a Willowstock. He intentado contactar con Mel y Jessica, pero hasta ahora no he tenido suerte. Así que voy a ir a sus casas a pie y voy a intentar convencerlas de que vengan con nosotros.

—¿Con nosotros?

—¿O es que quieres que vaya solo? —La invitación era honesta—. Tú eliges, Simon.

—Nosotros. Nosotros, Travis. Gracias.

—Vale. En ese caso, necesito que vuelvas a casa y reúnas algunas cosas. ¿Tienes una mochila, una bolsa de deporte o algo así? Coge ropa, utensil ios como abrelatas, cuchil los y tenedores, ceril las, velas si es que tienes… cosas que no podamos hacer por nosotros mismos y que podamos necesitar durante nuestro viaje. Podremos reabastecernos cuando lleguemos a casa de mis a abuelos y montemos una base, así que no cojas demasiadas cosas. Pero tampoco quiero jugármela, así que l leva comida perecedera, pan, queso, carne cocida, cosas así. Tendremos que comernos todo eso antes de que se ponga malo. Dejaremos la comida enlatada para más tarde, ¿vale? —Travis metió la mano en el bolsil lo—. Toma una l lave para que puedas volver a entrar. Yo usare la de mi ma… la otra. Puede que regreses antes que yo. En cualquier caso, no partiremos hasta que haya anochecido. Después de lo que he visto hoy, puede que sea más seguro viajar de noche.

—¿A cuánta distancia está Willowstock? —pregunto Simon.

—A unos ciento cincuenta kilómetros — respondió Travis.

—Entonces ¿cómo piensas l legar? Yo no sé conducir. ¿Y tú?

—Vamos a evitar las carreteras, aunque parezca la opción más fácil —dijo Travis—, e iremos a pie. Así que en cuanto reúnas las cosas, Simon, puede que te interese echar una cabezada.

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Travis encontró a Mel hecha un ovil lo en el umbral, fuera de su casa. Tenía los hombros inclinados hacia delante y la cara sobre las manos. Su pelo negro le caía sobre el rostro, acentuando su aspecto acongojado, parecía pequeña, sola y asustada, y Travis quiso consolarla con todo su corazón.

—Mel —dijo. Ella no había reparado en su presencia.

—¿Trav? —Miro hacia arriba, sepa rando sus temblorosas manos de sus ojos l lorosos, cubiertos por oscuros manchurrones. Estos le dijeron roso lo que necesitaba saber.

—Lo siento mucho. —Separó los brazos y la estrechó. Se abrazaron con tanta fuerza y tanta emoción que apenas podía respirar.

—¿Qué vamos a hacer, Trav? ¿Qué vamos a hacer?

—No lo sé. Intentar salir adelante.

—Nuestras pobres madres…—Era evidente que algo en la expresión de Travis revelaba su pérdida—. Quería mucho a tu madre, Travis. La echare tanto de menos como a la mía.

Una extraña nota de alarma resonó en la mente del chico.

—Mel, ¿y tu padre? ¿Está…?

—Está muerto, Travis —contesto Mel fríamente mientras miraba a si amigo sin pestañear—. La enfermedad también se l levó a mi padre.

Travis asintió. Gerry Patrick no era un individuo en el que se quisiese pensar.

—Escucha, antes intente l lamarte, como prometí, pero es evidente que… Mira, tenemos que hablar de una cosa ahora mismo. No puede esperar, ¿Podemos…? —dijo, señalando hacia su casa.

—No. —Mel se negó con una vehemencia que le sorprendió. Sus manos le sujetaron las muñecas como gril letes y ella misma se colocó entre Travis y la casa.

—¿Mel?

—No puedo volver ahí dentro. No con mamá y… y papá en ese estado. No puedo. Larguémonos de aquí. Podemos quedarnos afuera, ¿no?

—Claro, si es lo que quieres. Sé que es difíci l… no quiero alterarte más de lo necesario, Mel, eso es lo último que quiero. —Sus manos relajaron la presión

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sobre las muñecas—. Pero si quieres venir conmigo, tendrás que entrar y coger algo de ropa.

—¿Ir contigo? ¿Adónde?

Travis se lo explicó. También le hablo de que habían prendido fuego al colegio. Ella quedo visiblemente conmovida al conocer el destino del señor Greening. Pero gracias a los ánimos del chico, su emoción más visible era el alivio, incluso cierto entusiasmo ante la perspectiva de abandonar Wayvale. Él se sintió prácticamente igual cuando ella declaró:

—Me apunto. ¿Pero dices en serio que tendremos que cargar con Simon Satchwell?

—No seas así, Mel —le afeó respetuosamente—. Necesitaremos a todos los que quieran venir si queremos formar una comunidad mínimamente funcional. Y Simon no es un mal tío, podemos confiar en él. Además, parece un chico l isto. Dale una oportunidad.

—Si tú lo dices, Trav —cedió Mel—. Entonces ¿vamos a ir por Jessie?

—En cuanto hayas preparado el equipaje. Ahorraremos tiempo si no tenemos que volver aquí. De hecho, tardarás menos si te echo una mano.

—No. Travis. Espera —dijo, volviéndose a detener—. Tardaré menos si yo recojo mis cosas mientras tú vas. Después, me encontrare contigo en casa de Jessie.

Travis encontró razonable la propuesta.

—¿Has… tapado a tus padres? —preguntó con cautela—. Si no lo has hecho, puede que sea buena idea. Me rompe el corazón pensar que vamos a dejarlos en sus camas, pero no encuentro otra alternativa. ¿Crees que lo entenderían, Mel?

—Querrían lo mejor para nosotros, Trav —le garantizó Mel—. Querrían que viviésemos.

Le alegro ver a Travis alentado por sus palabreas. Le hizo sentirse un poco mejor después de haberle mentido. Espero hasta que hubo desaparecido en dirección a la casa de los Lane antes de regresar al interior. Por supuesto, su padre no estaba pacíficamente tendido sobre su cama. Gerry Patrick seguía tirado de mala manera a los pies de las escaleras, donde había caído y donde permanecía, pues si a su hija le provocaba aprensión y asco tocarlo, mucho más moverlo. Y los síntomas de la enfermedad no incluían cuellos rotos. Ella había sido la causa de la muerte de su padre y, aunque había sido un accidente,

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aunque Gerry Patrick hubiese muerto poco después (sin lugar a dudas) víctima de la enfermedad, aquel acto debía permanecer en secreto. Sería el secreto de Mel. No podría compartirlo con nadie. Ni con Jessica. Ni con Travis.

Era una carga que debería soportar ella sola.

En aquella ocasión, Travis no me limitó a rondar la zona. Cuando vio que la casa de los Lane estaba exactamente igual que como estaba antes, igual de si lenciosa, sintió que no le quedaba otra opción. Puede que Jessica no estuviese dentro. O puede que sí. Quizá había sufrido un ac cidente que le impedía contestar. Tenía que asegurarse.

Media docena de patadas de kárate después, la puerta cedió.

—¿Jess? ¡Jessica! —Travis recorrió las estancias de la planta baja a toda velocidad. El vestíbulo en el que estuvo sentada Mel hace unos día s. El comedor en el que le cantaron el cumpleaños feliz a Jessica. El salón en el que bailaron. La cocina en la que podían servirse el famoso ponche sin alcohol del se ñor Lane… por última vez. Todas estaban vacías. Reinaba una omnipresente sensación de vacío. La fiesta había terminado. Los invitados se habían marchado. Y no iban a volver.

Travis se detuvo ante las escaleras y los l lamó en voz alta.

—¿Jessie?¿Estás ahí?¿Señor Lane?¿Señora Lane?

No tenía sentido retrasarse más. Tenía que descubrirlo por sí mismo.

Al principio, creyó que Jessica estaba muerta. Estaba hecha un ovil lo en su cama, completamente vestida pero descalza, quiera y en silencio. No estaba seguro de que respirase.

—¿Jess?

Aunque estuviese dormida, su voz debería haberla despertado. Pero n o estaba dormida. Tenía los ojos abiertos. Travis se arrodil ló a su lado, en el suelo, y pudo ver sus ojos abiertos. Pero estos no le vieron a él.

No veían nada.

—Jessie, ¿puedes oírme?

Si pudo, no lo demostró. Tenía el pulgar tan cerca de los labios que p erecía que estuviese a punto de l levárselo a la boca para chupárselo y tranquilizarse, como los niños pequeños, como los bebés en el útero. Volvía a estar en útero.

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—Dios mío, Jessica, ¿qué te ha pasado? —Aterrado, Travis extendió la mano hacia ella y le a carició du densa melena rubia, deslizándola sobre la suave curva de sus hombros hasta l legar al brazo. Era como acariciar una piedra, dada su falta de respuesta.

Se puso en cucli l las, abatido. Por primera vez, se percató de los pósteres de la habitación de Jessica. Alguien los había destrozad hasta dejarlos hechos jirones. A la chica de la melena habían cortado la cabellera. El rostro, injustamente atractivo, del cantante de aquel grupo cutre de chicos que tanto le gustaba a Jessica estaba desgarrado, como si le hubiese atacado un melómano asesino en serie. Incluso aquel póster de ponis que tanto le gustaba a Jessica desde hacía años estaba mutilado más allá de cualquier posible recuperación. Aquellas atrocidades eran obra de Jessica, aunque Travis no pudo i maginar qué la empujó a hacerlo.

Pero tenía que comprobar una cosa más.

—Espera aquí, Jessie —susurró—. No me voy a ir muy lejos. Voy a cruzar el descansil lo. Volveré enseguida. —Se inclinó sobre ella y le dio un cari ñoso beso en la mejil la—. Enseguida vuelvo. No voy a abandonarte.

El señor y la señora Lane estaban tumbados sobre la cama. Travis supo que estaban muertos incluso antes de abrir las cortinas. Tenían la piel cubierta por los atroces círculos de la enfermedad. Curiosamente, dado su estado, ambos estaban vestidos (Stephanie Lane hasta tenía los zapatos puestos, que asomaban de debajo del edredón). A juzgar por sus expresiones, Ken Lane se enfrentó a lo inevitable con humildad, sin oposición, como si hasta en la hora de su muerte no quisiese molestar. Sin embargo, su mujer no había cedido ante la muerta con la misma facil idad: tenía los brazos completamente extendidos y el cuerpo retorcido hacia la izquierda como si quisiese esquivar, a la desesperada, un objeto que estuviese a punto de alcanzarla.

Travis colocó a la madre de Jess boca arriba con tanto y respecto y cruzó las frías manos de ambos sobre sus pechos. Después, le quitó los zapatos a la mujer y los colocó en el suelo.

Lo siento.—Las lágrimas se deslizaron por su rostro—. Siento que hayan muerto. Sé que no hubiesen querido dejar a Jessica sola de este modo, pero quiero decirles una cosa, si es que pueden oírme desde el lugar al que hayan ido sus almas: no tienen que preocuparse. No tienen que preocuparse en absoluto. Cuidaré de ella por ustedes. Me aseguraré de que este a salvo. Se lo

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prometo.—Miró los cuerpos de los Lane por última vez— Adiós.—Y cubrió sus rostros con el edredón.

Se quedó quieto, mirando los cuerpos tapados de los padres de Jessica mientras le sobrevenía un profundo desánimo y comprendía, poco a poco, la reacción de Jessica ante los horrores que estaban teniendo lugar en sus vidas. Qué tentador resultaba negar que existiesen no pensando en ellos, l ibrando la mente de todo pensamiento y norte, sumergiéndose voluntariamente en la oscuridad y el olvido. Que el mundo y sus problemas pasasen de largo. Abandonarse…

El grito de una chica le sacó de su estupor. Provenía de la habitación de Jessica.

Travis dejó escapar una maldición y atravesó el descansil lo a toda velocidad. ¿En qué estaba pensando? No tenía derecho a contemplar la posibil idad de refugiarse en el olvido. Tenía responsabil idades. Había gente que dependía de él. Jessica. Simon.

—¿Mel?

Estaba arrodil lada donde hacía unos minutos (o quién sabe cuánto tiempo) se encontraba él, al lado de Jessica. No se había movido.

—La puerta estaba rota. No l lamé a nadie por si la había echado abajo alguien que no fueras tú. Travis…—dijo levantando la mirada hacia él, angustiada y perpleja—, ¿qué le pasa a Jessica?

El chico se pasó la mano por su enredado pelo castaño.

—No lo sé. No sé… creo que se ha aislado.

—¿De qué?

—De todo. De la realidad. Mel, he encontrado al señor y la señora Lane. —La indirecta de Travis fue muy clara—. No creo… no creo que Jessica haya podido soportar lo que está pasando, así que lo rechazo. Se ha retraído en sí misma, se ha encerrado en una especie de trance, o algo así, como un coma, solo que está consciente. No sé dónde leí que se l lama catatonia, o estado catatónico.

—Vale. Estado catatónico. Suena a término médico. Entonces ¿cómo la sacamos? Travis — imploró—, ¿cómo la despertamos?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? Creía que lo sabías todo.

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—No seas injusta, Mel.

—Esto es lo que es injusto. —Mel abrazó con fuerza el cuerpo inmóvil de Jessica—. Que Jessica se haya visto reducida a este… estado catatónico. Que se haya convertido en un vegetal. Supongo que ese término ya no es tan propio de los médicos, ¿verdad? Bueno, ¿puede vernos, al menos? ¿Puede oírnos? —Travis negó con la cabeza, abatido. Mel zarandeó a Jes sica y le gritó al oído—. Eh, Jess, ¿estás ahí? Venga, despierta. Somos nosotros, Travis y Mel. ¡Despierta, Jessie!

—Mel, déjalo. No creo que…—dijo, aproximándose a la cama.

—No tienes que escapar de nosotros. Ni tienes que aislarte de nosotros.

—No es una buena idea, Mel…

—Te queremos. ¿Puedes oírme, Jessie? Escúchame. Te queremos. Te…

—Déjalo, Mel. Así no vas a conseguir nada. —Travis la sujetó con firmeza y la alejó de la chica—. Estos arrebatos no os van a venir bien ni a Jessica ni a ti .

Jessica, cuya protectora posición fetal se había visto alterada por los bruscos zarandeos de su amiga, demostró que aún conservaba un mínimo de movil idad haciéndose una bola una vez más.

—Entonces ¿qué vamos a hacer, Travis? —le desafió Mel— Dime, ¿qué hacemos?

—Puede que salga ella sola. Dale tiempo.

—¿Puede?

—Lo hará.

—¿Cuándo?

—Mel, ¿cómo voy a saberlo? Venga, vamos a ser pacientes y a esperar que Jessica sea los bastante fuerte para volver con nosotros.

—Vale, vale. Ya puedes soltarme. Tengo una idea. —Se me liberó del agarre de Travis—. A Jessie le encantan las historias y los cuentos de hadas, ¿no? Le gustan desde que la conozco. Por eso su padre la l lama…la l lamaba «princesa», ¿verdad? Entonces, piensa en esas historias de princesas dormidas … quizá ellas tampoco pudiesen enfrentarse al mundo por sí mismas. Quizá por eso permanecían dormidos durante cien a ños hasta que alguien l legaba a su lado para quedarse con ellas, alguien que la amase, un príncipe apuesto. Quizá por eso necesitaban un beso para despertar. Bueno, Jessie—dijo Mel—, no quedan príncipes apuesto en el mundo, pero si es un beso lo que necesitas …—Se inclinó

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hacia la chica y oprimió sus labios contra los suyos—. Vuelve con nosotros, Jessica.

No reaccionó.

Pues vaya, se acabaron los cuentos de hadas y los finales felices.—Mel suspiró—. ¿Y ahora qué?

—Nos la l levamos con nosotros, por supuesto—dijo Travis—. Cuidaremos de ella hasta que se recupere. ¿Has traído tus cosas

—Están abajo.

—Bien. Tendremos que reunir algo de ropa y cosas de Jessica. Vale.—Se dirigió a la chica que yacía sobre la cama como una enfermera animando a un paciente—. Muy bien, Jess, ahora vamos a incorporarte y a l levarte a mi casa. ¿Te acuerdas de mi casa? Venga, pónnosla fácil . Incorpórate. Eso es. Bien. —La movió hasta dejarla sentada y, aunque Jessica se movía con la rigidez de un robot, sin ninguna expresión en el rostro, hizo lo que Travis le indicaba. Mel y el chico se miraron en uno al otro, esperanzados.

—Estupendo, Jess—la animó su amiga—. Pero, Travis, una cosa. Vas a ser el jefe de este pequeño grupo, el l íder. Nadie te lo va a disputar, lo que significa que vas a tener que cuidar de todos nosotros, y Jessica necesita …va a necesitar una atención especial mientras esté en este estado, ¿no?

Travis tuvo que admitir que estaba en lo cierto.

—Entonces, ¿qué quieres decir?

—Deja que yo me ocupe de Jessica. Deja que sea mi responsabil idad. No te decepcionaré. ¿Por favor?

Miró a Mel con curiosidad.

—Parece que significaría mucho para ti.

—Sé que Jess es importante para los dos, Travis, pero sí —confesó Mel—, significaría un montón.

A los Lane les gustaba Mel Patrick y Travis lo sabía.

—Perfecto entonces —dijo, confirmando que le daba su permiso—, Jess estará a tu cargo. Y ahora, en marcha. Quiero que nos vayamos de aquí en cuento oscurezca.

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***

—Me estoy muriendo, ¿verdad?—Era difíci l discernir la expresión exacta de Marjal Derroway en la tenue luz de la tienda de campa ña. Quizá fuese lo mejor. A Tilo ya le afectaba bastante el tono calmado y resignado de su madre—.Está bien. No pasa nada. No estés triste, Tilo.

—Puede que aún l legue alguien mamá. La policía. El ejército.—Aunque después de haber estado en Willowstock, lo creía posible—. Tienes que pelear.

—No lo creo.—¿Había sonreído?— Pelear está mal, Tilo. Todavía tienes mucho que aprender.

—Me refiero a pelear contra la enfermedad—protestó Tilo—. Eso no puede estar mal.

—La muerte no es el final, cari ño—dijo Marjal, fatigada—. Es parte del viaje. Es una experiencia que hay que aceptar. Cuando me llegue la hora, la naturaleza me llevará con ella y todo lo que soy regresará a la tierra. Seré una con la naturaleza, al fin, plenamente. Habré descubierto mi propósito tras todos estos años de búsqueda. Surgirá nueva vida de mis restos y a través de ella, seguiré viviendo. Para siempre.

—¿Y todo lo que vas a dejar atrás?—dijo Tilo—. ¿Y yo, mamá?

—Deberías alegrarte por mí, Tilo, y mostrarte agradecida. La naturaleza es buena. Amo a la naturaleza.

Más de lo que me amas a mí, pensó con amargura la chica, pero no lo dijo. No quería pasar las últimas horas con su madre discutiendo. Pero la naturaleza no era buena, no si permitía que un mal como la enfermedad existiese y se expandiese sin control entre la población. Cuando regresó al campamento desde Willowstock, todos los adultos que aún estaban san os cuando se fue mostraban síntomas de la infección. Incluido Roble. Cuando le dijo, el efecto de sus palabras pareció más devastador que el de la propia enfermedad. Roble se desmoronó, casi l iteralmente. En aquel momento estaba muriéndose en su tienda, como los demás. Como Marjal.

—No estés triste, Tilo —reiteró la mujer—. Alégrate.

Pero Tilo no pudo sentir alegría, ni siquiera fingirle para tener contenta a Marjal. Puede que a su madre le gustase la idea de ser una con la naturaleza, pero a Tilo no, y jamás le gustaría. Quería seguir viva en aquel mundo de muerte.

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***

Simon ya estaba en casa de los Naughton cuando Travis y las dos chicas l legaron. A juzgar por su nervioso comportamiento, l levaba esperando un buen rato.

—Empezaba a pensar que no ibais a venir y que os habíais ido sin mí.

—Te dije que volvería, ¿no es así, Simon? —Travis era lo bastante orgulloso como para sentirse un poco herido por las dudas de Simon.

—Y has vuelto. Sí, has vuelto. Debería … oh, perdón. Hola, Mel —dijo mientras extendía la mano.

—Simon—contestó ignorando su gento por completo. Mel siempre había tenido la vaga sensación de que la piel de Simon Satchwell debía de ser húmeda y fría, como la de una rana.

—Hola, Jessi… —Los ojos de Simon se abrieron de par en par tras sus gafas. Jessica Lane era un zombi. Era como su hubiesen lobotomizado o algo así. Tenía la mirada perdida, enfocada hacia delante sin l legar a ver nada, y la boca colgaba medio abierta. Podía andar, sentarse y moverse, pero Mel, que le sujetaba la mano con tanta firmeza que parecían pegadas con cola, tenía que guiarla—. ¿Le ha pasado algo a Jessica?

—La encontramos así —dijo Travis. Y le contó cómo había ido todo.

—Es temporal —insistió Mel—. Se recuperará…enseguida.

—Sí, pero… —Simon pensó a toda velocidad. Había ido en busca de Travis porque confiaba en que él le protegería. No tenía nada en contra de Melanie Patrick (era una chica capaz de defenderse por sí misma) y le gustaba Jessica Lane, la única compa ñera que le invitaba a sus fiestas (había l legado a so ñar con ella), pero si se encontraba en aquel penoso estado, ¿Cómo iba Travis a defenderlos a todos? —. Hasta que Jessica se encuentre, ya sabes, un poco mejor, ¿no será, no sé… una carga?

—Eh, Simon — reaccionó Mel al instante—. Si quieres hablar de cargas, sol o uno de nosotros merece ese apelativo. ¿Quieres adivinar sus iniciales?

—No es nada personal. No estoy diciendo nada contra Jessica. Pero ¿no nos retrasará y todo eso? Será como llevar a una inválida.

—Yo sí que te voy a dejar inválido como no te calles —le dijo Mel, furiosa.

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—Solo estoy diciendo que quizá sería una idea mejor dejarla en algún sitio en el que pudiese recibir una atención adecuada.

—Venga, vosotros dos —intervino Travis—, ya vale.

—¿Vas a dejar que hable de Jessie como si no fuese más que una lastre, Trav?

—He dicho que ya vale. No vamos de dejar atrás a nadie. Jessica se viene con nosotros. Es una de nosotros. Si eso significa que viajaremos más despacio, pues viajaremos más despacio. Sin peros. Somos un grupo. Somos un equipo. Tenemos que confiar entre nosotros y cuidarnos entre todos. ¿Quién sabe? Puede que nuestras vidas dependan de ello un día, así que será mejor que hagamos un esfuerzo por l levarnos bien. Si no podemos apa ñarnos entre cuatro, ¿cómo demonios vamos a apa ñarnos cuando formemos una comunidad de catorce o de cuarenta?

—Vale, Trav, ya puedes cortar en sermón —protestó Mel—. Ya lo pil lo. Lo siento, Simon —añadió, no sin esfuerzo.

—Y yo. Ha sido mi culta. Lo siento, es que me pongo muy nervioso. —Y esbozó la halagadora sonrisa que había desarrollado durante años intentando quitarse de encima a los matones—. Te ayudaré a cuidar de Jessica, si quieres.

—No, así está bien —dijo Mel con brusquedad—. Gracias, pero…

—Así está bien —dijo Travis.

Simon volvió a ofrecerle la mano a Mel, esta vez con más decisión, y en aquella ocasión ella se la estrechó. Y resulto que se había equivocado durante todo ese tiempo. La piel de Simon Satchwell era tan cálida y humana como la suya.

***

Cuando oscureció tanto que no alcanzaban a verse los unos a los otros en el interior de la casa, se pusieron en marcha. Travis se dirigió al cuarto de su madre por última vez, pero no retiró la sábana para verla. Ahora estaba en su mente, en sus recuerdos, y de ese modo viviría para siempre. No cerró la puerta al salir, pero, por absurdo que fuese, se l levó la l lave y la cartera con todo el dinero que había en la casa. Por costumbre, supuso. Se preguntó si volvería a gastar dinero.

Los cuatro adolescentes se pusieron ropa cómoda: vaqueros y deportivas; Travis y Jessica unas chaquetas de vaqueras azules, Mel una de cuero negro y Simon un grueso jersey gris al que su abuela debió de dedicar varias semanas

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de su vida en tejer. Al parecer, también l levaba una impermeable en la bolsa, por si l lovía entre Wayvale y Willowstock (Mel l legó a imaginar que l levaría un paraguas). Travis y Jessica viajaron con las mochilas a la espalda, mientras que Simon y Mel l levaban sus respectivas bolsas colgando del hombro.

El plan, según explicó Travis, era salir de la ciudad cuanto entes y no detenerse hasta el amanecer, tras encontrar algún lugar en el que descansar y dar buena cuenta de las provisiones que habían reunido. Comerían todo lo que les apeteciese entes del anochecer. Mel tendría que dar de comer a Jessica, que si bien era capa z de masticar y tragar la comida por sí misma, lo hacía como una autómata.

Nadie se opuso al plan de Travis, sobre todo en lo referente a salir de la ciudad: el nuboso cielo de Wayvale estaba i luminado por los destellos de incontables fuegos. De vez en cuando, el grupo oía gritos o alaridos, cristales rotos o ruedas chirriantes… sonidos inquietantes, violentos. Aull idos de perros cuyos ladridos habían adquirido un nuevo cariz, más feroz y salvaje. De vez en cuando veían el débil bril lo de una farola lejana, varias de las cuales aún l levaban a cabo se cometido con impasibil idad mientras si luetas esquivas rondaban a su alrededor como ladrones.

Travis pensó en Joe Drake y Simon en Richie Coker, y ambos aceleraron la marcha por instinto. Aunque Mel se esforzaba por l levar a Jessica al paso de los chicos, era como conducir a una persona ciega, por lo que enseguida se quedaron atrás.

—¡Travis, espera! —protestó Mel con una mezcla de desesperación y reproche—. ¿Qué ha pasado con lo de «si tenemos que ir más despacio , iremos más despacio»?

Travis vaciló.

—Tenemos que darnos prisa —le apremió Simon al oído.

—Lo que tenemos que hacer es permanecer unidos —replicó—. De acuerdo, Mel.

Travis retrocedió hasta alcanzar a las chicas. Simon frunció el ceño antes de seguirle a regañadientes. Su aguzado sentido de la autoconservación le advertía que retrasarse suponía un peligro, pero ahora era parte del grupo. Por primera vez en su vida, tenía la oportunidad de formar parte de algo. Debía aprender a tener en cuenta a los demás.

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Mel había detenido a Jessica. Esta respiraba más rápido de lo habitual, pero, por lo demás, no parecía en absoluto consciente ni de dónde estaba no de qué estaba haciendo.

—Creo que esto va a ser más difíci l de lo que pensamos —admitió Mel.

—No estarás sugiriendo…

—No, Travis, por supuesto que no —dijo a la vez que le lanzaba una mirada encendida—. Solo era una observación. Pero puesto a sugerir, quizá sería buen momento para reconsiderar nuestras opciones de transporte.

—¿Te refieres a robar un coche? —adivinó Simon.

—No creo que podamos. —Travis descartó la idea—. No tengo l laves y no sé hacer un puente. Pero supongo que podríamos util izar el coche de mi madre. Podría intentar conducirlo. Quiero decir, sé más o menos cómo se hace.

—Es cuestión de direcciones, marchas y cómo usar el embrague. Si los idiotas que se pasan la tarde haciendo trompos en el polígono industrial pueden conducir sin matarse —dijo Mel—, deberíamos apañarnos.

—Pero Travis —apuntó Simon, preocupado—, ¿vamos a volver?

—No lo sé. —De pronto, Travis se dio cuenta de que tanto Simon como Mel lo estaban observando, a la espera de que tomase una decisión— No lo sé.

De pronto, ocurrió algo. Oyeron el motor de un vehículo. Las luces de un coche barrieron la calle en la que se encontraban, revela ndo la presencia de los adolescentes con su bril lo. Todos, salvo Jessica, se taparon los ojos y dieron la vuelta (Mel l levó a su amiga consigo).

—¡Esperad! ¡No corráis! —dijo una voz desde la ventanil la abierta del vehículo—. Queremos ayudaros. —Era la voz de una mujer.

—Travis—dijo Simon, invadido por un alivio—, ¡son adultos!

Un monovolumen verde oscuro de detuvo cerca de ellos: era la clase de vehículo con el que unos padres l levarían a sus hijos al colegio o de excursión. La mujer que les pidió que se detuviesen se bajó del automóvil. Era una señora de mediana edad, con gafas, con aspecto de tener una huerta y de ir a misa todos los domingos. El conductor y otro pasajero se quedaron dentro. Tenían la misma edad y el mismo aspecto respetable, pero estos e ras hombres. Los tres sonreían a los adolescentes.

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—Qué suerte… qué suerte tenemos de haberos encontrado —dijo la mujer, encantada—. Me llamo Daphne. El que conduce es Colin y el otro, Nigel. Os hemos estado buscando.

—¿A nosotros? —Travis estaba perplejo.

—A pobres niños como vosotros. Hemos estado dando vueltas buscándolos: algunos huían, pero hemos pedido ayudar a otros. ¿Habéis perdido a vuestros padres?

—Si se refiere a que están muertos —contestó Mel con amargura—, entonces sí.

—Oh, pobrecitos —se lamentó la mujer—. Pobres huerfanitos…

—Son los primeros adultos que encontramos desde hace tiempo —dijo Travis—. Tiene… ¿tienen la enfermedad?

—Todavía no, por suerte… y puede que no la tengamos nunca.

—¿Quieren decir que hay una cura?

—Trav, ha dicho que pueden ayudarnos —Le recordó Simon, animado—. ¿No es así, Daphne? Por cierto, yo soy Simon. Ha dicho que pueden ayudarnos.

—Así es, Simon—dijo la mujer con una sonrisa—. Podemos ayudaros.

—¿Cómo? —preguntó Mel, arisca.

—Somos un grupo, un grupito de adultos s anos. Nos hemos reunido en el Club Conservador. Tenemos una radio operativa y hemos estado recibiendo transmisiones de las autoridades. Han desarrollado medicinas, tratamientos para la enfermedad, y han movil izado a lo que queda del ejército. Hemos conseguido ponernos en contacto con las autoridades locales y van a empezar a evacuarnos por la mañana. ¡Por la mañana!

—Travis—dijo Simon, exultante—, todo va a salir bien.

—Por eso estamos recorriendo las calles, buscando a chicos que se nos quieran unir para venir con nosotros y esperar al ejército. ¡Rápido, no hay tiempo que perder! —dijo mientras abría la puerta del vehículo—, ¡Subid!

Simon ya estaba de camino. Por algún motivo, Travis se acordó de una película infantil que vio hace años: Chitty Chitty Bang Bang. El atrapaniños. «Piruletas, maravil losas piruletas, y gratis. » Y la esperanza era aún más seductora que los dulces.

—Simon —dijo súbitamente—. Espera.

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—¿Ocurre algo? —preguntó la mujer.

—Trav—dijo Mel—. Cuando llegue el ejército, quizá pueden ayudar a Jessica a recuperarse.

—¿La bella Jessica está traumatizada? No se la puede culpar. Pero sí, cielo, estoy segura de que los médicos la dejarán como nueva.

—Venga—le apremió Mel pero Travis se mantuvo en sus trece.

—En nuestro pequeño grupo tenemos un policía —reveló la mujer—. En el club. So lo que os preocupa es venir con nosotros…

—Mi padre era policía. ¿Cómo se l lama ese agente?

—Pues… no me acuerdo de cómo se l lama exactamente —suspiró la mujer—. Le he conocido hace unas horas. Creo…

—¿Se apell ida Pec k? —preguntó Mel. Se moría de ganas de meter a Jessica en el monovolumen.

—Creo que sí —recordó la mujer, alegremente.

—¡Tu tío Phil, Trav! —dijo Mel, jubilosa—. ¡Está vivo!

—Sí, eso es: Phil Peck. Ese es su nombre. ¿Es tu tío, Travis?

—Es un amigo de la f amilia. —¿Por qué se molestaba en repasar los detalles biográficos? La situación se estaba volviendo surrealista, irreal. Pero si el tío Phil estaba vivo… Dios, quería creerlo con toda su alma. Quería tener algo a lo que aferrarse. Alguien que aún conserva se un vínculo con su propio pasado. Y gratis.

—Venga, Trav —dijo Mel sin dejar de acompañar a Jessica, siguiendo a Simon.

—Vale, vale. —Y Travis se subió al monovolumen. ¿Por qué no? Sus vagas sospechas eran ridículas, fruto de la paranoia. Tenían que serlo.

Daphne, Colin y Nigel eran miembros respetables de la comunidad, era evidente con solo mirarles. Sus amigos y él iban a ser conducidos al Club Conservador, donde nunca ocurría nada más peligros que una partida de dardos o un debate sobre política económica del gobierno. Las autoridades estaban de camino. El tío Phil le esperaba.

—Todos a bordo —rio la mujer.

Y cerró la puerta de golpe.

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7

El Club Conservador de Wayvale se encontraba en un edificio georgiano que había sobrevivido, inmaculado, a dos siglos de agitación social y cambios. Y, por lo que parecía, también había resistido a la enfermedad. Las grandes y elegantes ventanas y el pórtico de la entrada parecían ajenos a los acontecimientos que azotaban a la comunidad. En su interior titi laban los destellos de varias luces, la única fuente de i luminación de una calle completamente a oscuras.

Tras bajarse del monovolumen, Travis creyó ver de reojo unas si luetas oscuras rondando por la noche. Pero, al igual que las persistentes dudas que merodeaban por su mente, no pudo corroborarlas.

—Pasad —dijo Daphne, apremiándolos—. Venga, deprisa.

Colin aporreó la puerta y dijo su nombre en voz alta. La puerta se abrió. Condujeron a los adolescentes al interior.

El interior del bar estaba i luminado por varias lá mparas de gas y parafina colocadas sobre las mesas y la propia barra. Nadie bebía. Las ocho o nueve personas que all í se encontraban, todos adultos, languidecían sobre los taburetes y las si l las, como refugiados con el alma hecha pedazos después de vivir insoportables experiencias. Sin embargo, cuando vieron a los recién l legados, al ver a aquellos jóvenes, su estado de ánimo cambió. Radicalmente. De pronto, sus ojos bril laron de júbilo. Sus mustios labios pasaron a reflejar una grata expectación. Súbitamente, se pusieron en pie; aquellos que podían, ya que varios de ellos padecían un avanzado estado de la enfermedad y eran incapaces de moverse.

Travis echó un vistazo a los parroquianos del bar. El tío Phil no estaba entre ellos.

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La sonrisa que había i luminado el rostro de Simon hasta entonces pareció congelarse. Mel miró tras de sí: Colin y Nigel estaban bloqueando la salida.

—Ha encontrado a más. Ha encontrado a más —dijo un cuarentón barbudo, con los primeros síntomas de la enfermedad dibujándose en sus mejil las, mientras se acercaba hacia los adolescentes para estudiarlos con un brío perturbador—. Bien hecho, señora Spears.

—Trav…—Mel soñaba nerviosa.

—Um… hola. Hemos venido porque nos han dicho que aquí había un policía —dijo Travis. Sus palabras despertaron risas nerviosas entre los adultos… que los tenían rodeados—. Nos dijeron que estaban ustedes en contacto con las autoridades. —Los ojos de los adultos transmitían un mensaje muy distinto. El barbudo negó con la cabeza y sonrió—. Se suponía que mi tío Phil debía estar aquí —dijo Travis.

—Pues no está —dijo el barbudo—. Pero te ha dejado un mensaje.

Por segunda vez aquel día, Travis no vio venir el puñetazo.

Y perdió el conocimiento. Quizá se golpeó la cabeza contra la barra o el suelo al caer. Debía de estar inconsciente, soñando o algo así, porque de repente, estaba sentado en el sofá con su padre, que l levaba puesto el uniforme y tenía la pechera cubierta de sangre coagulada. Incluso con aquel aspecto, Travis se alegró de verle.

—Has vuelto —le dijo.

—No puedes volver atrás, Travis —le contestó su padre—. Lo que pierdes una vez se pierde para siempre. No puedes recuperarlo. Tienes que seguir adelante. Tienes que continuar.

—Pero ¿y si no puedo? Es muy difíci l —dijo Travis.

—Tienes que hacerlo o te perderás —respondió su padre—. Sigue adelante, Travis. Sigue adelante.

Entonces, un fuerte dolor en la cabeza le arrastró de vuelta a la realidad.

—Travis. Travis. —Era la voz de Mel, que sonaba aterrada.

—Ya está de vuelta. —El barbudo.

—Tranquila, Mel. Estoy… bien. —Relativamente.

Seguían en el bar. Estaban atados a unas si l las, dispuestos en fi la y con la espalda pegada a la pared. Mel, Jessica y Simon estaban a la izquierda de

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Travis. Sus bolsas estaban reunidas en un montón cercano, aunque tampoco parecía que los adolescentes fuesen a necesitarlas en aquella situación. Los adultos se cernían sobre los cautivos relamiéndose y frotándose las manos. Había un hambre malsana reflejada en sus rostros, rostros que hacía una semana hubiesen pasado por los de agentes de bolsa, empleados de banca y esposas de políticos, rostros que encarnaban la respetabil idad y la rectitud moral, corruptos ahora por unos males mucho más primitivos que la enfermedad. Por el odio. Por la maldad. Por la envidia. Por el miedo.

No parecía probable que el Club Conservador de Wayvale hubiese acogido escenas similares muy a menudo en su larga historia.

Travis forcejeó por l iberarse de sus ataduras, pero supo al instante que no sería capaz de deshacerlas. Necesitaría un cuchil lo para ello.

—Nigel era monitor de los boy scouts —dijo el barbudo—, cuando aún había jóvenes con la decencia y la disciplina para querer ser scouts. Sabe muy bien cómo hacer un nudo, así que yo que vosotros no malgastaría fuerzas.

—¿Qué demonios pasa aquí? —Travis intentó disfrazar su miedo de rabia—. ¿Por qué estáis…? ¿Quiénes sois?

—Dejad que Jessica se marche, por lo menos —rogó Mel—. Da igual lo que nos hagáis a nosotros… ¿no veis que no está bien?

Jessica, pese a estar atada del mismo modo que el resto, se mostraba ig ual de pasiva que cuando era l ibre.

—Por favor. No hemos hecho nada. Por favor —gimió Simon a todo volumen, desgañitándose—. Suéltennos. Haré lo que sea…

—¡Silencio! —ordenó el barbudo—. Tanta cháchara sin sentido… típica de los adolescentes de hoy en día. Cuánta palabrería para decir tan poco. ¿No está de acuerdo, señora Spears?

—Siempre podemos cortarles las lenguas, señor Hoskiss —sugirió Daphne Spears—. He traído mis ti jeras de cocina y las de jardín.

—Quizá… más tarde —sopesó el barbudo—. Recuerde, tenemos que votar.

—Miren, miren —dijo Travis—. No sé quiénes creen que somos o qué creen que están haciendo, pero todo esto no es necesario. Si creen que somos una amenaza, pues no, no lo somos. Desátennos y nos marcharemos de aquí: ni siquiera miraremos atrás.

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—¿Que os dejemos marchar? —preguntó el barbudo—. ¿Después de lo mucho que les ha costado a la señora Spears, a Colin y a Nigel traeros aquí? No, no lo creo.

—Mintieron —Travis miró aún más fi jamente—. Aquí no hay medicinas. Tampoco va a venir el ejército por la mañana, ¿a qué no?

—Y tampoco estaba el tío Phil. El tío Phil estaba muerto —. Todo esto ha sido una trampa y hemos caído en ella.

—A ti nadie te ha preguntado, jovencito —dijo el señor Hoskiss—. Deja que te cuente una cosa: antes nos hacíamos l l amar la Mayoría Silenciosa. Somos aquellos que juraron l levar unas vidas honestas, decentes y respetuosas con la ley. Pagábamos nuestros impuestos. Trabajábamos duro. Cumplíamos con nuestro deber. Nunca nos quejábamos, ni pedíamos del Estado nada que no fuese la l ibertad para l levar nuestras vidas con paz y tranquilidad. Pero durante mucho tiempo, hasta eso se nos negó. Durante a ños, nuestras vidas han estado mancil ladas, arruinadas por las acciones antisociales de gentuza como tú. —Un dedo acusador golpeó a Travis en el pecho.

—Pero si no me conoce —protestó—. No saben nada de nosotros.

—Oh, vaya que sí. Vaya que si sabemos —aseveró el barbudo, con el beneplácito del público—. Sois todos iguales. Todos y cada uno de vosotros. Con vuestras sudaderas con capucha y vuestras gorras de béisbol y vuestra falta de modales y vuestro lenguaje grosero y vuestra horrible música alborotando y vuestro desprecio hacia todos y hacia todo lo que no sea vosotros mismos. Jóvenes. Jóvenes vagos e ignorantes. Gamberros, vándalo s, hooligans, matones, hundiendo las vidas de gente respetable en la miseria, haciendo que la gente decente tenga miedo de pasear por la calle de noche, reduciendo a los ancianos a prisioneros en sus propias casas mientras rondáis en bandas de animales, vendiendo droga y sembrando la anarquía.

—Intenté sacar a un grupo de jóvenes malhechores como vosotros de mi jardín —dijo Daphne Spears amargamente—. Pero volvisteis y pisoteasteis mis parterres y aplastasteis mis begonias.

—Pero si no éramos nosotros —gritó Travis—. ¿Es que no lo entiende?

—Chutasteis una pelota contra mi coche —dijo un anciano—. Cuando protesté, me gritasteis palabrotas y echasteis a correr, pero más tarde, me destrozasteis las luces y las ventanas y me lo rayasteis con una l lave.

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—Rompisteis las ventanas de mi tienda. En cuanto las arreglé, me las volvisteis a romper…

—Estáis en una banda que ronda por la esquina de mi calle, bebiendo y gritando improperios toda la noche…

—Me agredisteis y me robasteis la pensión mientras volvía a casa desde la oficina de correos. Ahora no me atrevo a recogerla solo…

Travis gritó, intentando hacerse oír sobre el clamor.

—Esto es una locura. Estáis todos locos.

—¡No! —gritó el barbudo—. Estábamos locos cuando tolerábamos la tiranía de los adolescentes. Puede que estuviésemos locos por permitir que nuestros vecindarios se degradasen, por dejar que se hundiesen en la decadencia y la desesperación. Pero recordad, nadie nos ayudó. Ni nuestros mal l lamados representantes ni las pusilánimes autoridades nos ayudaron, pues no les importábamos. Siempre estaban demasiado ocupados poniendo excusas para justificar a los monstruos que hundían nuestra calidad de vida, demasiado ocupados protegiendo los derechos de criminales y matones como para preocuparse por el sufrimiento de la Mayoría Silenciosa. Porque, por muy poco que aprendáis en el colegio hoy en día, los hooligans con vosotros siempre conocéis vuestros derechos. Ah, y pensar que l legué a creer que las cosas nunca cambiarían… —suspiró el señor Hoskiss—. Pero cambiaron. Han cambiado. La enfermedad ha l legado y la enfermedad nos ha devuelto la cordura.

—Pues la verdad —dijo Travis—, quién lo diría.

—Semejante iniquidad nos unió, nos ayudó a ver que debíamos reaccionar ante una injusticia tal que masacraba a aquellos que sabíamos comportarnos y l levábamos vidas sin tacha mientras perdonaba las vidas de gentuza como vosotros: los adolescentes, los alborotadores, los que robáis, blasfemáis y saqueáis. Bueno, pues puede que nos estemos muriendo, puede que nuestros valores y nuestro modo de vida estén tocando a su fin, pero antes de que hayan desaparecido, queremos pelear contra esa injusticia, restaurar el equil ibrio, aunque sea un poco.

—¿A qué…? —preguntó Travis, temeroso de la respuesta—. ¿A qué se refiere?

—Ahora no hay buenos samaritanos para ayudaros —dijo el barbudo fingiendo tristeza en tono de burla—. Ahora no hay sociólogos y psicólogos dispuestos a perdonároslo todo, a poner excusas.

—¿Qué vais a hacer?

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—Jovencito —dijo el señor Hoskiss—, vamos a haceros sufrir como hicimos sufrir a los demás.

—¿Los demás? —dijo Mel, aterrada antes la perspectiva—. ¿Ya habéis hecho esto antes?

—Oh, sí, hemos adquirido mucha práctica. Deberíamos haber empezado hace mucho tiempo.

—Entonces ¿dónde…? —Mel no estaba segura de querer saberlo.

—¿Donde están? —El barbudo miró hacia el techo—. Arriba, por supuesto. Cuando acabamos con ellos, los dejamos arriba. Hay espacio de sobra para más.

Aquello era más de lo que Simon podía soportar. Gritó y balbuceó incoherencias, entre las cuales se oían cosas como «no», «por favor» y « lo siento». Forcejeó con sus ataduras hasta tirar la si l la de lado, desplomándose contra el suelo. Las cuerdas se aflojaron un poco, sin l legar a desatarse. Varios miembros serviciales de la Mayoría Silenciosa le colocaron como estaba y Nigel hasta le ajustó las gafas firmemente en la nariz.

—No vayas a rompértelas —le aconsejó—. Queremos que veas lo que va a pasar.

—Creo que ya ha habido bastantes explicaciones, señor presidente —dijo Daphne Spears—. Propongo llevar a cabo la votación.

—La señora Spears ha propuesto una votación —anunció el señor Hoskiss—. ¿Alguien la secunda? —El hombre al que le habían destrozado el coche asintió—. Muy bien: en ese caso, el nuevo comité electo del Club Conservador de Wayvale procederá a votar la cuestión que nos ocupa: ¿debemos hacer sufrir a estos jóvenes hooligans a nuestro cargo?

—Esperen. Esperen —imploró Travis, desesperado—. Escuchen. Entiendo sus emociones, su miedo…

—Este no se calla, señor presidente —observó Colin—. Quizá deberíamos sopesar la posibil idad de amordazar al próximo grupo.

Travis insistió, ignorando al hombre. Debía quedar un atisbo de razón en la mente embrutecida de aquellos adultos: solo tenía que l legar a él. Si no podía, Mel, Jessica, Simon y él iban a morir.

—Entiendo su resentimiento. La enfermedad no es justa, pero tampoco lo ha sido con nosotros: hemos perdido a nuestros padres, a nuestros seres queridos.

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Pero secuestrar a jóvenes y buscar este tipo de venganza no es el camino a seguir. Vale, había… hay jóvenes malos, no niego nada de lo que h an dicho, ¿cómo podría? Pero también hay jóvenes buenos, jóvenes que creen en los mismos valores que ustedes, que quieren trabajar duro y hacer algo con sus vidas. No todos somos iguales.

—A mí me parecéis todos iguales —dijo la señora Spears con frialdad.

—Podemos ayudarlos del mismo modo que ustedes a nosotros. Tenemos que unirnos para crear, no para destruir. Si no lo hacemos, todos y cada uno de nosotros estaremos acabados. —Luego, hizo una última apelación—. Tenemos que ser mejores que esto.

La mirada de Travis se encontró con la del presidente, pero los ojos de Hoskiss eran tan fríos como el cristal.

—¿Qué vota el comité?

—Que sufran —gruñó la señora Daphne Spears.

—Que sufran —y Colin.

—Que sufran —y Nigel.

Y así todos los demás.

—Yo también voto que sufran —dijo el señor Hoskiss, en último lugar—. Así que tenemos una decisión unánime. Preparen el instrumental, por favor.

Acto seguido, sacaron de detrás del bar palos de bil lar (algunos de los cuales ya estaban partidos o asti l lados), una amplia gama de cubertería manchada de algo parecido a óxido, dos juegos de dardos desplumados y unas ti jeras de podar.

—Dios mío, esto va en serio —dijo Mel, deseando que no fuese así—. Trav, esto va en serio.

—Lo sé, lo sé. —Tensó los músculos, pero no consiguió que las cuerdas cediesen. Por el rabil lo del ojo vio una nota escrita con tiza que recordaba a los parroquianos que las fiestas con música de los a ños sesenta y setenta se celebraban los sábados por la tarde y los animaba a comprar sus entradas. Simon gemía débilmente. Jessica, por suerte, seguía en su mundo.

—¿Por quién empezamos, señora Spears? —preguntó el presidente con toda educación.

—¿Qué le parece la rubia? Quizá nuestras atenciones le devuelvan la voz.

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—¡No os atreváis a tocarla! —bramó Travis, impulsándose hacia delante—. Como la toquéis, os…

—¿Qué harás, jovencito? —se rio la señora Spears.

Entonces, oyeron el rugido de un potente motor procedente de la calle. Aproximándose. Más de una docena de pares de ojos miraron hacia la ventana. El armazón metálic o de un Land Rover la atravesó, reduciéndola a a ñicos, rociando el interior del bar con cristales y derribando la mitad de la pared. Parecía que el vehículo no tenía conductor, pero no era difíci l adivinar quiénes serían sus dueños.

Quizá fuesen aquellos c uyas voces bombardearon el aire con gritos beligerantes y entusiastas, quienes entraron en tromba por la entrada principal golpeando al vigilante con palos y porras, quienes l legaron hasta el bar desde la entrada trasera blandiendo armas primitivas pero letales, apareciendo y desapareciendo de la luz de las lámparas como alucinaciones. Hombre y mujeres. Tatuados. Con pendientes. Con el pelo de punta, chaquetas con pinchos, vaqueros rotos y camisetas con eslóganes obscenos. Chicos de la edad de los cautivos, pero l ibres para hacer su voluntad.

La peor pesadil la de la Mayoría Silenciosa.

Parecía que la reunión había terminado. Los adultos se dispersaron en cuanto aparecieron los invasores: ninguno de ellos se planteó siquiera ofrecer resistencia. Superados en número y, por así decirlo, en armamento, no hubiese supuesto mucha diferencia. Corrieron hacia las puertas y los miembros sanos arrastraron y acarrearon a los más enfermos. El señor Hoskiss fue golpeado varias veces en la cabeza y los hombros y a la señora Spears le propinaron varios azotes en el culo para animarla a avanzar, pues los adolescentes se conformaban con dejar huir a los adultos mientras les lanzaban burlas e insultos como si fuesen piedras. Al cabo de un rato, los saqueadores se jactaban, exultantes, de su control absoluto sobre el que antes había sido el Club Conservador de Wayvale.

Entonces, volvieron su atención a los prisioneros.

—Liberadlos —ordenó uno de los chicos. Era alto, fornido, de unos diecisiete años y vestido según los cánones de la época dorada del punk rock. Podría haber formado parte de los Sex Pistols: su pelo rubio estaba peinado en punta, como el borde serrado de una botella rota, y en su cara estaba dibujada una permanente mueca de desdén. Tenía la letra «B» tatuada en la frente, la misma

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letra que tenía grabada en las mejil las. Travis supuso que se trataría del l íder de sus l iberadores.

Desde luego, sus compañeros le obedecieron. Una chica con rastas cortó rápidamente las ataduras de Travis con un cuchil lo. A su izquierda, un chico, tan cubierto de piercings que parecía l levar una cota de malla encima, le hizo el mismo favor a Simon.

—Parece que os debemos una —dijo Travis, precavido. Si bien agradecía la l legada de sus rescatadores, parte de él comprendía la actitud de los a dultos—. Una bien grande.

—Ya te digo que me la debéis —dijo el punki.

—Iban a matarnos. —Mel sonaba más ofendida que asustada—. Quiero decir, en serio… eran la clase de gente a la que ves cuidando el jardín las tardes de verano. Es increíble. Deberíais perseguirlos y darles algo de su propia medicina.

—No hemos venido a por ellos —dijo el punki, encogiéndose de hombros—. Los vejestorios ya no son nada. Hemos venido a por vosotros.

Aunque Travis se vio l ibre de sus ataduras, sintió otras, invisibles, estrechándose en torno a él.

—Me llamo Travis —dijo, poniéndose en pie—. Travis Naughton. Estos son Mel, Jessica y Simon.

—Bufón —dijo el punki—. Y esta es mi gente.

Y que lo digas, pensó Travis cuando la chica de las rastas se enroscó al cuerpo de Bufón después de haber l iberado a Mel. Algunos más que otros.

—Bueno, pues gracias por la ayuda.

—Esos chalados nos dijeron que no éramos los primeros —añadió Mel, incorporándose—. Dijeron que sus víctimas… o lo que queda de ellas… están ahí arriba. Puede… que aún quede alguien vivo.

—Garth —ordenó Bufón. Un miembro de su banda con el pelo engominado y cara de roedor se fue a investigar, obediente.

—¿Cómo sabíais que estábamos aquí? —preguntó Travis.

—Los teníamos vigilados. Como en la guerra. Llevamos bastante tiempo echándole el ojo a este sitio, esperando a reunir una fuerza suficiente como para entrar en acción y tomarlo. Los adultos ya no tienen derecho a estar aquí. —

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Los ojos de Bufón bril laron como cuchil los reflejando la luz—. Ahora, esta parte de la ciudad nos pertenece.

A Travis le vino a la cabeza aquello de ir de mal en peor.

—¿Qué le pasa a la rubita? —dijo el chico que l iberaba a Jessica.

—Nada —dijo Mel mientras abrazaba a su amiga y la ayudaba a levantarse—. Se va a poner bien.

—Pues a mí me parece que ha hecho un viaje solo de ida al mundo de los sueños —observó el chico—. Esta no nos va a servir de mucho, B.

Bufón reflexionó un instante.

—Nos la l levaremos de todos modos.

—¿Qué? —gimoteó Simon. Visto con perspectiva, quizá hubiese preferido la compañía de los adultos. Por lo menos parecían normales y l lamándose Colin, Nigel y Daphne, era imposible que fuesen en serio con lo de hacerles da ño—. ¿Vamos a ir a alguna parte?

—Ya sabes que sí, Simon —dijo Travis sin inmutarse—. Vamos a Willowstock, a casa de mis abuelos, que son los que nos van a ayudar cuando lleguemos all í. —Se aseguró de que lo oyesen tanto Bufón como Simon —. Y muchas gracias de nuevo por l legar justo a tiempo, pero tenemos que alejarnos al máximo de la ciudad para el amanecer, así que tenemos que darnos prisa.

—Me da que no —dijo Bufón.

—¿Perdón?

—Te estás precipitando. No tengas tanta prisa después de haber pasado por semejante trago. No es conveniente actuar precipitadamente con tanto estrés encima, ¿no te parece? Ven con nosotros. No os vai s a creer dónde estamos viviendo. Descansad, comed algo caliente. Relajaos.

—Gracias, pero…

—Travis, colega, insisto. —El grupo de Travis era una minoría, más pequeña aún que el de los adultos—. Además, tengo una propuesta que haceros…

—Lo de la comida sue na bien, Travis —le apremió Simon, con la vista puesta en el fi lo que había cortado sus ataduras.

—No sé yo…

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—Me lo debéis —señaló Bufón con toda naturalidad. Antes de que Travis pudiese responder, Garth regresó de su expedición al piso superior con el rostro mucho más pálido que cuando fue y negó con la cabeza, apesadumbrado —. Parece que me lo debéis con creces —dijo Bufón.

Travis no tenía otra opción.

—Vale —dijo a regañadientes—. Iremos contigo.

Hasta que l legó la enfermedad, el hotel Landmark había sido el lugar más exclusivo de todo Wayvale. Tras su fachada modernista había más de cien habitaciones elegantes y suites, un balneario y spas, un bar, una sala de estar y dos premiados restaurantes…; sin embargo, todas esas instalaciones necesitaban personal y electricidad para disfrutarse al máximo. En ausencia de ambos, el hotel era poco más que una sombra de su pasado esplendor, un espectro lúgubre. Desde el fin de semana, el negocio no había marchado muy bien.

—Encontramos algunos huéspedes —informó Bufón a Travis y a sus compañeros mientras los conducía a través del recibidor —, pero no estaban en condiciones de pagar antes de marcharse, así que los l levamos a las plantas superiores. Yo que vosotros no iría all í.

—Veo que ahora el Landmark tiene un nuevo tipo de clientela —observó Mel.

El recibidor, la sala de estar y el bar estaban infestados de chavales vestidos con colores oscuros, como una plaga de ratas gigantes. Lo cierto es que la mayoría parecían contentos de estar ahí, reunidos en torno a las velas mientras jugaban a las cartas, charlaban, o deambulaban por la zona en un estado parecido al de Jessica (aunque mucho menos intenso), al no haber unos padres que les dijesen que ya era hora de acostarse. Muchos, sin embargo, intentaban dormir hechos un ovi l lo sobre las si l las o en el suelo, puede que buscando el olvido en el sueño.

Unos cuantos adolescentes de mayor edad patrullaban la zona metidos de l leno en su agresivo papel de guardias, protegiendo a un gran grupo de ni ños pequeños acurrucados unos con otros, perplejos en el mejor de los casos, asustados en el peor, que no parecían comprender muy bien los enrevesados acontecimientos que los habían privado de sus hogares y los habían conducido a aquel lugar suntuoso, pero frío. De vez en cuando se oían carcajadas, pero también sollozos.

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—Cómo han caído los poderosos —comentó Bufón con frialdad—. Hace una semana, las personas que dirigían este hotel hubiesen l lamado a la poli si me hubiesen visto cruzar la puerta de entrada. Garth solía rebuscar entre los r estos de la cocina en busca de comida, ¿a que sí, Garth? Pero una semana es mucho tiempo, ahora que existe la enfermedad. Ahora somos nosotros los que dirigimos este lugar. El Landmark va a ser nuestra base de operaciones.

—¿Qué operaciones? —dijo Travis.

Bufón no pareció haberle oído.

—Los hornos funcionan con gas, así que mientras l legue el suministro, podemos encenderlos. Podéis comer algo después. Nuestras expediciones traen de todo: comida, luz, lo que necesitemos. Continuamente. Sin embargo, lo que más necesitamos es gente. Gente como vosotros.

—¿Así que somos el tipo de gente que buscas? —dijo Mel.

—Para mí, sí —sonrió Garth, sugerente.

—Oh, por favor. —Mel pensó que ni siquiera la enfermedad podía cambiar ciertas cosas.

—De eso precisamente es de lo que tenemos que hablar—dijo Bufón—. Venid a mi oficina.

Que resultó ser la oficina del director, aunque parecía que el señor Leonard Evans, cuyo nombre figuraba en la placa de la puerta, no iba a volver a reclamar su puesto de trabajo. Bufón se repantingó tras el escritorio mientras el grupo de Travis se sentaba, precavido, ante él. Garth, la chica de las rastas y un par más se apoyaron en la pared, cerca de la puerta. Travis entendió lo que significaba aquello y optó por seguirles el juego.

—¿Queréis tomar algo?—les ofreció Bufón, señalándoles un minibar a su derecha—. Aquí hay de todo: whisky, ginebra, vodka, una botella de esa cosa azul que util izan para los cócteles de los ricos y los famosos. Supongo que ahora los ricos y famosos han dejado de existir, se va a echar a perder. Pero bueno, se lo merecen. No voy a derramar una lágrima por la muerte de los ricachones. Cuando estaban vivos, no les importábamos un carajo.

—¿Los jóvenes?—dijo Travis.

—Los que no tenemos nada. Esos somos nosotros, Travis, colega. —Bufón sonrió—. Los que os salvamos la vida: Garth, Kelly, yo, todos nosotros. Somos la basura que la sociedad desecha. Los chicos que nadie quería. Los

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desamparados. Los fugitivos. Los chicos de la calle. Los rechazados o abandonados por sus padres, rep udiados e ignorados por los servicios sociales, tirados en centros de menores como presos en una cárcel. Una generación perdida.

—A mí las cosas me iban bien—dijo Garth desde la puerta—, hasta que mi madre se echó un nuevo novio y se mudaron. Me dejó bien clarito que tenía que elegir entre él y yo. Y lo eligió a él. Desde entonces he vivido en la calle.

—Mi padre era miembro del club del que os rescatamos —dijo la chica de las rastas—. Por lo que yo sé, puede que aún lo sea. No lo he visto en años… desde que empezaron a molestarle mis compañías y el horario que l levaba y me echó de casa.

—Mis viejos pensaban que podían pasar de la ley y obligarme a hacer lo que ellos querían, cosas que…

—Mi padre abusaba de mí y nadie me escuchó. Tenía que huir, tenía que… —Travis vio a Mel estremecerse.

—Y mi propio ejemplo—dijo Bufón—. Trasladado de un centro a otro como un paquete que nadie quiere abrir. Mi infancia no fue más que soledad y miedo. Aprendí rápidamente a no mostrar nunca esos sentimientos. Aprendí a reprimirlos, a taparlos para que no me hiciesen parecer débil. En vez de eso, bromeaba y me reía. De todo. Me convertí en un experto en hacer reír. Por eso me apodaron Bufón. Pero también aprendí otras cosas sobre la política y el poder, sobre la anarquía y la revolución. Leí l ibros. Soñé. Y cuando ya no tuve edad para estar en un centro, pasé a vivir en la calle y me convertí en un bufón de verdad. Y ahora río de verdad, porque puede que los niños de la calle fuesen una generación perdida, pero ya los hemos encontrado. El mundo ha cambiado radicalmente, de modo que los que estaban abajo ahora están arriba. Ha l legado nuestra hora.

—No estoy seguro de opinar lo mismo—dijo Travis.

—¿No?—contestó Bufón, escéptico—. Entonces deja que me explique con claridad. Fíjate en tu amiga Jessica, por ejemplo, en el estado de shock en el que se encuentra tras la muerte de sus padres y el desmoronamiento del mundo que ella conocía. Porque así fue, ¿no? Tenía padres, por supuesto, casados, ¿a que he vuelto a acertar? Y se querían, ¿verdad? Se querían mucho y tenían dos coches y le compraban ropa bonita y lo último en tecnología, le regalaban todo lo que quería y se fueron de vacaciones a Florida…

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—Vale, vale. —A Travis le molestaba la mordacidad con la que Bufón estaba resumiendo (con bastante acierto, todo sea dicho) la vida de Jessica. Había sido una buena vida. Pero no era culpa suya que Bufón y otros muchos hubiesen nacido de padres que no merecían serlo y que les habían negado esa vida. Comprobó que Mel pensaba lo mismo—. No tienes por qué continuar.

Entonces, tengo razón—se jactó Bufón—. Más o menos.

Estás intentando convertir a Jessica en un cliché—protestó Mel—. Pero no es un estereotipo. Es como es y no hay nadie como ella.

—En este preciso instante—dijo Bufón, examinando detenidamente el inexpresivo rostro de la rubia—, me temo que así es. Pero lo que quiero decir es lo siguiente: al haber desaparecido la autoridad impuesta por los adultos, los chicos de nuestra edad vamos a ser los nuevos l íderes. Pero ¿qué chicos? Aquellos que son como Jessica no, desde luego, estén en trance o no. Su crianza ha sido demasiado blanda, demasiado débil, muy de la clase media. Estarán demasiado traumatizados por la pérdida de sus padres como para cuidar de sí mismos, mucho menos para organizar y hacer planes para los demás. Ya no sirve para nada. Y punto. —Hizo un gesto condescendiente hacia Jessica—. Sin ánimo de ofender.

Habrá sido sin ánimo, pensó Travis, pero lo has hecho, desde luego.

—No, el futuro está en manos de gente como yo, de chicos de la calle como yo. ¿Sabéis lo duro que es sobrevivir en las calles?—Mel supuso que debía de ser muy, muy duro, pero no le inspiró compasión—. No os podéis hacer a la idea—dijo Bufón—, pero lo vais a descubrir. Todo el mundo lo va a descubrir. Porque gracias a la enfermedad, las calles ahora son el mundo, que tomará forma a manos de aquellos acostumbrados a luchar para sobrevivir, quienes no tuvieron otra opción que hacerse fuertes e independientes. No tenemos familias que l lorar… las dejamos atrás hace muc ho tiempo. No tenemos que adaptarnos. Los chicos de la calle estamos más preparados que nadie para tomar el mando. Y eso es precisamente lo que voy … lo que vamos… a hacer. Por primera vez, quienes jamás tuvieron el poder pasarán a tenerlo todo. Bienvenidos a la revolución.

—Pero entonces ¿qué vas a hacer?—Travis se inclinó hacia adelante—. Con el poder, quiero decir.

—Llevar a cabo nuestras operaciones —dijo Bufón con una sonrisa—. En primer lugar, hemos reclamado la soberanía de esta parte de la ciudad, de la que, como te he dicho antes, eliminaremos a todos los adultos y todos los

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chicos que no quieran aceptar nuestro legítimo liderazgo. Después empezaremos a gobernar nuestro territorio.

—¿Para qué?—inquirió Travis, cada vez más inquisitivo—. Asumiendo que l legues tan lejos, Bufón, ¿para quién gobernarías?

—Travis—le advirtió Simon en voz baja—, no creo que este sea el momento ideal para tener una discusión política.

Pero su amigo insistió.

—¿Para todos? ¿Por el bien de todos?

—Trav—hasta Mel le instó a callarse entre dientes.

Pero Bufón se echó a reír, burlón y malicioso.

—¿Para todos? Por supuesto que no, Travis. Primero vamos nosotros. Gobernaremos para nuestro propio beneficio, como siempre hizo el gobierno de los adultos. Después de tantos años rondando por callejones y refugios, de haber sido marginados y rechazados, es lo mínimo que merecemos. —Los rasgos del punki volvieron a mostrar un aspecto adusto—. Y si sois de los nuestros, estaréis de acuerdo. Os uniréis a nosotros. Os estoy invitando a uniros. Es mi propuesta: trabajad con nosotros. Sed parte de nuestro movimiento. Ayudadnos a cambiar el mundo en nombre de los que no tienen nada.

Travis apoyó la espalda contra la si l la y negó con la cabeza. Sabía cuál iba a ser su respuesta desde el principio. Era la única respuesta que podía dar.

—No.

—Travis—protestó Simon.

Bufón frunció el ceño.

—Creo que no te he oído bien.

—Has oído perfectamente: he dicho que no. No estás interesado en los que no tienen nada, Bufón: solo estás interesado en lo que pueden pr oporcionarte. Una comunidad basada en esa premisa no prosperará… no puede prosperar… y no quiero tener nada que ver con ella. Así que la respuesta es no.

—La mía también. Un no como un piano, para que te enteres. —Mel se inclinó hacia Travis y le dio un besazo en la mejil la.

—No le voy a preguntar a la peque ña Miss Secundaria lo que piensa—dijo Bufón, cruel—. ¿Y tú, Simon?

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Este se quedó mirando a las expectantes expresiones de Travis y de Mel. La experiencia vital de Simon le había enseñado que la opción más sensata era estar de acuerdo con aquellos que eran más fuertes: de este modo se minimizaban los riesgos de acabar herido. Pero esa misma experiencia no le había enseñado nada acerca de formar un frente común con los amigos contra un enemigo, por muy fuer te que este fuese, porque Simon Satchwell nunca había tenido amigos. Hasta entonces.

—No… no…—murmuró.

—Que yo te oiga.

—No, no quiero… hacer eso que dices. —Y cuando vio el alivio, el apoyo, el respeto que emanaban las miradas de Travis y Mel, estuvo a p unto de echarse a l lorar. O quizá fuese el terror lo que le humedecía los ojos.

—Bueno—dijo Travis con aplomo—, si eso significa que hemos terminado, te agradezco de nuevo la ayuda, pero creo que nos marchamos. Si podemos recuperar nuestras cosas…

—Creo—dijo Bufón—que deberíais quedaros un rato más.

Una mirada del l íder hizo que el grupo de adolescentes se acercase amenazador, hacia el de Travis. Todavía l levaban las armas improvisadas que util izaron contra el Club Conservador.

Travis se puso en pie de todos modos.

—Hemos dicho que no y lo decimos en serio.

—Ah, pero «no» era la respuesta incorrecta —dijo Bufón, chasqueando la lengua.

Mel también se puso en pie.

—¿Nos estás amenazando?

—¿Amenazando? En absoluto. —Al punki parecía ofenderle aquella pregunta—. Os estoy dando una oportunidad: la de dar la respuesta correcta. Garth, Kelly, chicos… l levad a nuestros invitados a un lugar tranquilo en el que puedan reflexionar. Puede que estén cómodos en la suite de luna de miel.

Levantaron a Simon de la si l la, pero este reunió el coraje para protestar. A Jessica la hubiesen movido como a un trasto de no ser porque Mel se interpuso primero para protegerla.

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—Como nos pongas las manos encima, chaval—le advirtió a Garth, mirando fi jamente a su rostro de roedor—, vas a saber lo que es sobrevivir en un mundo tras la enfermedad con los dedos rotos.

Una mirada de Travis tuvo el mismo efecto disuasorio en un chico con chaqueta de cuero que estaba a punto de cogerle del hombro. Después, dirigió esa mirada hacia Bufón.

—¿Por qué es tan importante para ti? Solo somos cuatro. Tienes diez veces más chicos contigo. ¿Por qué no nos dejas marchar?

—Porque si os dejo marchar, me habréis desafiado sin sufrir las consecuencias—dijo Bufón—. Y no puedo permitir eso, Travis, colega. ¿Qué clase de l íder puede mantener su autoridad si permite que quienes le desafían queden impunes? No, vosotros os quedáis. Y si tenéis dos dedos de frente, que creo que sí, cambiaréis de opinión.

—¿Y si no lo hacemos?

—Entonces, Travis, colega, desearéis haber quedado a merced de los viejos. Hablaremos con vosotros por la mañana, y más vale que para entonces tengáis la respuesta correcta. Por la cuenta que os trae.

La suite de luna de miel tenía una enorme cama en la que cabían cuatro personas, aunque los prisioneros no tenían ninguna intención de irse a dormir. Garth, después de que Mel le hiciese ojitos, aceptó dejarles una lámpara de aceite para que al menos pudiesen verse las caras. Sin embargo, Travis prefería mantenerse fuera del alcance de su bril lo. La oscuridad iba a juego con su estado de ánimo.

—¿Qué tal, Trav?—preguntó Mel después de tumbar a Jessica en la cama—. ¿O la pregunta sobra?

—Nada de lo que dices sobra, Mel—dijo Travis, sonriendo a duras penas.

—Oh, un cumplido. ¿Ya que estás, quieres hacer una promesa de amor eterno antes de encontrarte mañana con el verdugo?

—Mel, no bromees—dijo Simon, temblando—. No están las cosas como para tomárselas a broma. Reconozco a un matón en cuanto lo veo y créeme, Bufón habla en serio. Estamos metidos en un l ío de los gordos.

—Pues entonces l levaremos a cabo una fuga de las gordas. ¿A que sí, Trav?

—Lo que me preocupa no es lo que nos suceda a nosotros—suspiró Travis.

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—Habla por ti—murmuró Simon desde el fondo de la habitación.

—Lo que me preocupa son los planes de Bufón. Eso del poder para sí mismo. Gobernar… uti l iza la palabra «gobernar» como si quisiese ser rey o algo así, como un dictador. Un joven dictador que explote e intimide a los ni ños. Hace lo mismo que los adultos del club: zanjar cuentas pendientes, dejarse arrastrar por la violencia. Como salvajes. Han perdido el norte.

—Vale—dijo Mel—. Tienes razón. Pero ¿qué podemos hacer nosotros al respecto?

—No tenemos que abandonar nuestros principios. No tenemos que acabar como Bufón o Hoskiss. Tenemos que recordar lo que significa ser humano. Y tenemos que encontrar a otros que también lo recuerden.

—Pues aquí dentro no los vamos a encontrar, Trav—dijo Mel.

—No.

—Pero escucha—le interrumpió Simon—. Tengo una idea. A ver, cuando Bufón venga por la mañana, ¿por qué no le decimos que hemos cambiado de opinión? Le decimos que estamos de su lado, que estamos de acuerdo con él. Por lo menos, así seguiremos vivos. Y después, bueno pues nos largamos a casa de los abuelos de Travis, como planeamos. ¿Qué os parece?

—Podría funcionar, Simon—reconoció Travis—. Pero hay un problema: no pienso apoyar a un matón como Bufón, ni siquiera como parte de un plan. Ni de coña. Cuando venga por la mañana, no estaremos aquí.

Travis caminó hasta la ventana. La suite luna de miel estaba en la tercera planta. Mirar abajo era como observar un pozo muy profundo, y el suelo estaba cubierto de cemento contra el que se romperían los huesos al aterrizar. No, saltar no era una opción.

—Podríamos rasgar las sábanas de la cama, anudarlas y bajar por e llas, o algo así —sugirió Mel—. En las películas lo hacen.

—Por desgracia, no estamos en una película. —Travis se dirigió hacia la puerta—. Solo podremos salir por donde entramos.

—Pero están Garth y el chico de los piercings vigilando.

Por eso mismo, al c abo de unos minutos, Mel se encontró dándole golpecitos a la puerta.

—Garth—susurró con la cara cerca de la madera—. ¿Estás así? Soy yo, Mel.

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—Cállate—respondió una voz hosca desde el pasil lo.

—Pero Garth, quiero… necesito hablar contigo. Por favor. Porfa.

—Si quieres comer algo, olvídate: son órdenes de Bufón. Además, puede que entres en razón antes con el estómago vacío.

—Oh, Garth—suspiró Mel, intentando sonar seductora y no como si tuviese la garganta cogida—. No quiero comida. Te quiero a ti.

¿Había tragado saliva? Desde luego, eso le pareció a Mel.

—¿A mí?

—A ti, Garth. Y sé que tú también me quieres a mí. Déjame salir. Podemos estar juntos.

—No puedo. —El miedo y el deseo lucharon por tomar el control—. Las órdenes de Bufón son…

—Bufón no tiene por qué enterarse…

—Pero antes, en la oficina—la voz del chico estaba más próxima, como si solo la puerta se interpusiese entre sus labios—, me dijiste que te quitase las manos de encima.

—A eso se le l lama hacerse la dura—improvisó Mel—, pero ya estoy aburrida. Prefiero hacer… otras cosas. Cosas entre tú y yo. Y no podemos hacerlas si yo estoy aquí y tú estás all í. —Oyó una profunda respiración. Le sorprendió la claridad con la que se escuchaba—. ¿Estás solo?

—Estoy con Sid. —El chico de los piercings.

—¿Puede oírnos?

—No.

—Pues l íbrate de él. No quiero que nos vea…

—¿Que vea el qué?

—¿No quieres descubrirlo por ti mismo?

Una pausa. Mel miró preocupada a un sonriente Travis, que asintió para indicarle que lo estaba haciendo bien.

—¿Y cómo sé que no es una trampa?—dijo Garth. Mel casi podía verle relamiéndose sus finos labios de roedor—. Si abro la puerta, ¿cómo sé que tus amigos no se me echarán encima?

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—Están dormidos—mintió Mel—. Y no son mis amigos… ya no. Te quiero a ti, Garth. Además, tú estás armado, ¿no? Hum… me ponen los chicos que saben manejar sus armas.

—Espera. Espera un minuto. —Su entusiasmo era ya evidente.

Mel le oyó gritar órdenes a alguien, presumiblemente a su compañero, el de los piercings. Esperó que fuesen las órdenes correctas. Cuando Garth l e dijo a ella que se alejase de la puerta, supo que así era. Levantó el pulgar hacia Travis y Simon, que se agazaparon en la oscuridad del dormitorio.

La l lave entró en la cerradura. La puerta y el marco se separaron con la renuencia de unos amantes.

—Oh, Garth—dijo Mel mientras cruzaba el umbral.

Miró fi jamente a los ojos del chico, aunque pudo comprobar que estaban ellos dos solos en aquel pasil lo i luminado solo por una lámpara situada en el suelo. Mel confió en que el compa ñero de Garth se quedaría un bu en rato all í donde este lo hubiese mandado.

—Gracias, gracias, gracias—dijo mientras Garth cerraba la puerta. Util izó una l lave maestra. Aquello facil itaría las cosas. Sin embargo, la barra corta de hierro que l levaba encima, como una porra, las dificultaba.

—Bueno, a ver si se te ocurre cómo agradecérmelo, nena. —Intentó que sus rasgos de roedor pareciesen masculinos y maduros. Fracasó estrepitosamente, pero qué demonios.

—Vaya si te lo voy a agradecer. —Mel abrazó al chico por el cuello y empujó su cuerpo y sus labios contra los suyos. No podía andarse con remilgos.

—Caray…—Garth estaba a punto de ahogarse.

—¿Sabes cómo me gustaría agradecértelo de verdad, tiarrón?—le provocó Mel.

—No—dijo entrecortadamente—. ¿Cómo?

—Así. —La rodil la de Mel era fina y huesuda. No era una parte de su cuerpo por la que Garth se hubiese visto atraído inmediatamente. Pero la sintió de todos modos. Vaya si la sintió.

Su rostro de roedor mostró el dolor y sorpresa a partes iguales. En cuanto se dobló, Mel lo agarró y el empotró la cabeza contra la pared. Entonces, su expresión se l imitó al dolor. Pero Mel no se detuvo, no le dio un respiro. Al

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tercer o cuarto impacto, la nariz de Garth se rompió, manchando el papel tapiz de sangre. La porra se le escurrió de las manos, Mel la cogió, sintiéndose asustada y poderosa al mismo tiempo. En su garganta se mezclaron el desprecio que sentía hacia su víctima y un sollozo cuando asestó un porrazo sobre la cabeza con el pelo de punta de Garth. No lo bastante fuerte. Incluso después de caer lentamente al suelo, su mano espasmódica tanteó a ciegas hacia ella, como la lengua de un lagarto. Mel apretó los dientes y le volvió a golpear. Al fin, quedó inconsciente.

Dejar a alguien sin sentido parecía mucho más fácil en las películas.

Mel se alegró de poder dejar caer la barra. Después, cogió la l lave a toda prisa.

Travis y Simon estaban esperando al otro lado de la puerta, con Jessica entre ellos. Simon también l levaba la lámpara.

—Lo he hecho. Lo… espero no haberle matado.

—Pues yo espero que sí—gruñó Simon.

Travis hizo que Mel cogiese a Jessica y se arrodil ló al lado del guardia caído. Le tomó el pulso.

—Vivirá—tranquilizó a su amiga —. Pero va a tener un buen dolor de cabeza. Y puede que necesite que le arreglen la nariz. Buen trabajo, Mel.

—No perdáis el tiempo con él—murmuró Simon, asustado—. Como nos pil len ahora…

—No nos pil larán. —Travis orientó la lámpara hacia el pasil lo—. Llegamos a la puerta de incendios, bajamos tres pisos de escaleras y estamos fuera.

—¿Y las bolsas? ¿Y nuestras provisiones?

—Tendrá que quedárselas Bufón, Mel. En marcha.

—¿No deberíamos l levarnos la porra de Garth?

—Mel, si quieres volver a util izarla, por mí bien.

Optó por dejarla donde estaba.

Se las hubiesen apa ñado mucho mejor si la escalera estuviese i luminada por una luz más intensa, o si no se viesen retrasados por Jessica, que seguía catatónica. Pero aun así, l legaron a la salida de incendios de la planta b aja sin que nadie les persiguiese.

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—Esperemos que no esté cerrada o algo así—dijo Travis con la lámpara en una mano y la otra oprimiendo la barra que cruzaba la puerta.

Y no, no estaba cerrada, ni nada por el esti lo. Los adolescentes aparecieron en el callejón de la parte de atrás del hotel.

—Los antiguos dominios de Bufón—observó Mel. Tiraron las lámparas: necesitaban la oscuridad.

—Gracias, gracias, gracias… —Simon se frotó las manos y elevó la mirada hacia el cielo nocturno.

Entonces oyeron los gritos, unos alaridos furiosos, derramándose desde la entrada del Landmark hasta l legar a las calles circundantes, resonando por la escalera que habían dejado atrás.

—Esa es nuestra señal—dijo Mel.

Y echaron a correr, alejándose de las voces. Solo querían dejarlas atrás: la dirección no importaba, solo la rapidez, sacarlas toda la ventaja posible. Quizá la gente de Bufón no les viese. Quizá todo iría bien.

Quizá el mundo volvería a la normalidad al día siguiente.

—¡Ahí están! ¡Los veo!—En cuanto los fugitivos abandonaron su escondrijo, el bramido de la multitud se convirtió en los gritos de los perseguidores.

No muy lejos, se encendieron las luces de un coche aparcado.

Travis cruzó la carretera a toda velocidad y miró hacia atrás por encima del hombro. Los perseguían más de dos decenas de chicos. Era imposible identificar a Bufón, pero estaba seguro de que se encontraba entre ellos. Los castigaría personalmente y con severidad por rebelarse públicamente contra su autoridad e intentar escapar. Y a juzgar por la situaci ón, acabaría teniendo su oportunidad: Simon se las apañaba para seguir el ritmo de Travis, pero no había forma de que Jessica lo consiguiese. Mel la sujetaba de una mano y la forzaba a correr, pero su amiga corría sin ninguna prisa, sin instinto de supervivencia.

Bufón y su banda se aproximaban.

—Venga, venga. —Travis frenó para coger a Jessica del otro brazo y correr a su lado. La chica tropezó y estuvo a punto de caer.

—No puede ir más rápido—protestó Mel, como si fuese culpa de Travis.

—Pues tendrá que hacerlo.

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—No puede. Tendréis que… dejarnos. Idos Simon y tú, Trav. No nos harán daño, somos chicas. Pero a vosotros…

—Esa no es una opción.

Simon casi avanzaba a saltos, dudando entre huir y quedarse, debatiéndose entre la supervivencia y la solidaridad.

—Por favor. Travis. Mel. Tenemos que darnos prisa.

Pudo oír las palabras de sus perseguidores. No eran para todos los públicos.

Y también pudo oír un coche: un gran Volvo plateado, bril lando en la oscuridad, que apareció de la nada acelerando a toda velocida d hacia ellos desde detrás de la muchedumbre. Hubiese atropellado a los chicos si estos no se hubiesen apartado de la carretera de un salto. El coche los cegó con sus faros y se detuvo a unos metros de los fugitivos.

—¿Pero qué…?—Travis entrecerró los ojos para protegerlos del bril lo.

El conductor asomó su cabeza tocada por una gorra de béisbol por la ventana.

—Eh, Naughton, Morticia, ¿subís?—gritó Richie Coker.

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—¿Richie? —dijo Mel.

—¿Coker? —dijo Travis.

Simon no dijo nada.

Sin embargo, el matón los reconoció a la primera.

—Bueno, si vais a subir, subid ahora. No tengo toda la noche. —tras el Volvo, Bufón y sus seguidores se habían vuelto a poner en pie, de bastante peor humor tras caer de bruces contra el asfalto—. Parece que no os sobra ni un m inuto. Venga. No me voy a quedar aquí a que esos imbéciles me hagan polvo.

Aquella se había convertido en una noche de pocas opciones, pensó apesadumbrado Travis.

—En marcha —dijo mientras conducían a Jessica hacia el coche, con Mel a su lado.

—Pero Travis…—protesto Simon, indignado.

—Simon, no tenemos tiempo. —Travis ya estaba metiendo a la chica en el asiento trasero.

Simon era consciente de que Travis tenía razón. Solo que cuando miraba los rasgos duros y embrutecidos de Richie Coker no veía a un rescatador: veía a un torturador. Pero subió igualmente al asiento trasero del coche, con Jessica, mientras Travis ocupaba el copiloto.

—El acelerador es el de la derecha —le apremió el chico.

—No me digas —replicó Coker con una sonrisa.

Los chicos atizaron a puñetazos a la ventana trasera e intentaron arrancar la manillas de cuajo (y a punto estuvieron de conseguirlo) cuando Richie pisó a fondo el pedal del acelerador y el Volvo aceleró tan súbitamente que sus

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ocupantes se hundieron en sus asientos. Tampoco es que les importase: la velocidad del vehículo hizo que sus perseguidores dejasen de ser una amenaza y que los bloques de cemento que arrojaban se quedasen cortos. Richie giró a la izquierda, de un modo que le hubiese valido un suspenso en el examen de conducir, y Bufón desapareció de la vista, aunque no del recuerdo.

—Eh, Simoncete —dijo echando la cabeza hacia atrás, animado—, ¿a estas horas no deberías de estar en la camita con el gorro de dormir?

—Cállate —gimió Simon—. Cállate. Díselo, Travis.

—¿Qué? —protestó Richie—, ¿esa es la forma de tratar al tío que acaba de salvar vuestras penosas vidas? ¿Dónde está esa gratitud?

—Sí, gracias por robar un choche, Richie —le dijo Mel—. Supongo que tendrás mucha práctica.

—¿Y cómo es que estabas fuera del Landmark, Richie? —preguntó Travis.

—Sí, no nos hubiese sorprendido que estuvieses dentro con esos animales —dijo Mel—. Dios los cría y ellos se juntan.

—Pues si queréis saberlo —dijo Richie, un poco a la defensiva—, estaba pensando si unirme a esa gente o no.

—Sí, dan palizas a los demás —dijo Simon con amargura—. Hubieses encajado a la perfección.

—Pero Simoncete, en cuando supe del tal Bufón, de lo que planeaba y todas esas cosas, pensé que ese tío estaba de la olla. Unirme a él podía darme más problemas de los que salen a cuenta. Estaba aparcado en la calle, pensando qué hacer, si sí, si no, cuando vi que os conducían al interior del edificio. Sabía que el señor paladín, aquí presente, no se juntaría con Bufón por mucho tiempo, así que esperé a que volvieseis a sal ir. Eso sí, tardasteis más de lo que pensaba. Debiste de cabrear mucho a Bufón, ¿eh, Naughton? —Travis no respondió—. En fin, que pensé en salvaros, algo en plan «Richie al recate». Por los viejos tiempos.

—Ya, bueno. Gracias —dijo Travis a regañadientes—. Pero ahora son tiempos nuevos. Se acabó eso de meterse con Simon. Sé acabo ser un matón … se acabó del todo.

—No juegues con tu suerte, Naughton… no empieces a decirme lo que tengo que hacer. Me debes una.

—Eso mismo dijo Bufón. A él tampoco le quise escuchar.

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—Como me cabrees, para el coche…. Y os bajáis todos.

—Si quieres parar, Richie, ahí mismo, cerca de la acera, hay un hueco l ibre.

—No, no. Solo quiero que quede claro. De momento está todo guay. De momento. — Y en aquella ocasión Richie no lo dijo a la defensiva, sino de otra forma… si no fuese Richie Coker el que estaba hablando, Travis hubiese sospechado que había miedo en sus palabras—. Bueno, ya que el coche es mío, seré yo quien lo conduzca. ¿Adónde vamos?

Mel se inclinó hacia adelante.

—Vamos a Wil…

—Fuera de la ciudad —le cortó Travis—. Sácanos de la ciudad, Richie.

—¿Sin pedirlo por favor? —protestó Richie Coker—. ¿Qué les ha pasado a tus modales, Naughton?

Pero condujo igualmente, atravesando calles i luminadas por los destellos amaril los de los coches y edificios en l lamas, plagadas por si luetas oscuras que se movían en secreto como serpientes. Una carretera resultaba demasiado peligrosa como para adentrarse en ella: los edificios de ambos lados estaban ardiendo, como si los hubiesen bombardeado. Otra era imposible de atravesar, pues estaba bloqueada por los vehículos de quienes intentaron salir de Wayvale pero fracasaron. Por aquel entonces ya estaban casi todos ardiendo o reducidos a carcasas quemadas; de los coches y caravanas manaba un hedor que hacía retorcer el estómago… Olía a carne quemada más que a metal calcinado y a telas incineradas. Los ocupantes del Volvo no quisieron pensar mucho en ello.

De vez en cuando aparecían otros coches, normalmente grandes, caro o ambos, ocupados por alegres pasajeros que lucían sus botellas mientras vitoreaba, jaleaban y chil laban, intentando animar al Volvo a participar en una carrera o amenazando a sus ocupantes con embestirlos antes de perder el interés y alejarse en zigzag, como si los propios vehículos estuviesen borrachos y fuesen incapaces de avanzar en l ínea recta. En ocasiones, el grupo pasaba ante un grupo de jóvenes a pie. Algunos los perseguían pidiendo ayuda o mostrando una hostil idad cruda e inexplicable.

—No te detengas —le indicó Travis—. No pares por nadie. Ni siquiera frenes. Aquí no podemos hacer nada. —A Richie no le hacía ninguna falta que se lo dijese: ni siquiera se paró a recoger a una checa que gritaba con un bebé en brazos y que apareció de la nada justo enfrente del choche. Giró, los esquivó y

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continuó el viaje—. Aquí no podemos hacer nada —repitió Travis, como si se defendiese de críticas mudas—. Ahora no.

Finalmente l legaron a las afueras de Wayvale. Era evidente que las autoridades habían intentado imponer una cuarentena, tal y como anunciaron: la carretera que salía de la ciudad estaba vigilada por coches de policía y vehículos militares inútiles y vacíos, como piezas de ajedrez en un tablero sobre el que nadie jugaría. Las barreras que debían de haberse desplegado por la zona estaban apelotonadas a un lado de la carretera. Por alguna extraña razón, Richie pasó despacio por aquellas reliquias del viejo orden, como si estuviesen conduciendo un coche fúnebre hacia un funeral; los adolescentes apenas respiraron.

Solo cuando hubieron dejado todo aquello atrás, el grupo exhaló un suspiro colectivo de alivio. Richie pisó de nuevo el acelerador.

Se detuvieron en un punto elevado desde el que se podía ver toda la ciudad y en el que, hace toda una vida (la semana pasada), iban los amantes pa ra alejarse de las preocupaciones mundanas del día a día, quizá para planear su futuro juntos. Lo más seguro es que no se esperasen algo como la enfermedad.

Todos, salvo Jessica, salieron del coche.

—Eh, Jessica, perdón por haber entrado por las malas en tu fiesta —le dijo Richie, intentando tender puentes—. Demasiada sidra barata; no veas cómo sube a la ca… eh, ¿qué le pasa a la rubita? —dijo mientras se inclinaba hacia el interior del coche en el proceso.

—Oye, ¿y a ti qué te pasa?

—Aléjate de Jessie —le advirtió Mel—, o ya verás lo que te pasa a ti.

¿Entendido?

—Pues no.

—Vale, Mel —intervino Travis—. Será mejor que se lo contemos. — Y le explicó el estado de Jessica lo mejor que pudo.

—Qué pena —respondió Richie, incapaz de contener una mirada lasciva—. Pero si necesita ayuda para que la desvistan antes de acostarse, ya sabes, me encantaría echar una mano.

Mel gruñó, asqueada.

—Así es como funcionas, ¿no, Richie? Me das asco.

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—Vámonos, Travis —le apremió Simon desde su espalda, mirando con desconfianza a su antiguo torturador—. No queremos tener nada que ver con matones como Richie.

—Simoncete, colega —protestó Richie, ofendido—. Eso me ha hecho daño. Y yo que pensaba que éramos amigos.

—Eso no es verdad —replicó Simon.

—No, tienes razón. No lo pensaba. Pero lo que sí estaba pensando era, ¿adónde? ¿Adónde vais a ir? ¿Y a pie? ¿Y con qué equipo? No parecéis muy preparados, Naughton, y eso que estás al mando, ¿no? Esperaba más de ti. Quiero decir, seguro que fuiste boy scout, ¿a que sí? Una buena acción al dí a, bla, bla, bla. Toda esa mierda.

Travis esbozó una sonrisa forzada.

—Tuvimos que dejar nuestras cosas en el Landmark, pero nos las apañaremos. Encontraremos comida, ropa, lo que sea. Las tiendas de alimentación tienen de todo.

—Sí, pero ¿por qué buscaros la vida por vuestra cuenta —dijo Richie con un giño mientras se dirigía hacia la parte trasera del coche—, cuando tengo todo lo que necesitáis justo aquí? —Y abrió el maletero. Al contrario que el de Joe Drake, contenía de todo menos latas de gasolina: comida, bebida, mantas, ropa (de chico, por lo menos), velas, lámparas, herramientas y todo un surtido de cosas.

Travis tenía que reconocer que el matón había escogido sus suministros con cabeza, aunque evitó hacer notar su admiración.

—Entonces, Richie, lo que quieres decir ¿es que estás dispuesto a compartir tu pequeño ali jo con nosotros? —dijo con escepticismo.

—Claro. —Richie asintió y cerró el maletero—. Con una condición.

—No le escuches, Trav —le rogó Simon—. No se puede confiar en él.

—¿Cuál es tu condición?

—Que vaya con vosotros all í donde tengáis pensado ir… porque seguro que tenéis algo en mente.

—¿Qué? —Travis no se esperaba esa condición.

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—Ya lo has oído. Quiero unirme a vosotros. —Por un momento, una vez más, Travis percibió una inesperada vulnerabil idad bajo la fachada de chico duro del matón—. Vosotros y yo… como un equipo.

Mel rio, burlona.

—¿Contigo? Richie, preferiría unirme a Darth Vader.

—Dile que no le queremos, Travis —dijo Simon—. Dile que ni de coña.

—¿Por qué no usáis el cerebro en vez de la boca? —dijo Richie Coker—. Me necesitáis.

—¿Por qué? —preguntó Travis, neutral.

—Tengo habil idades que podríais necesitar.

—¿Sí? —se mofó Mel—. Quitarles el dinero del almuerzo a los ni ños no es un talento que nos vaya a ser de mucha util idad, Richie.

—Pero necesitaréis algo de músculo, ¿verdad? Alguien que pueda apañárselas si las cosas se ponen feas. No creo que Simoncete valga de mucho en caso de una pelea. Y tú tampoco, Morticia. Y tarde o temprano tendréis que pelear… eso ya lo sabes, ¿no, Naughton? —El si lencio de Travis daba a entender que así era—. Y sé puentear un coche. Sé de coches. Venga, l levo robándolos desde que tenía doce años, así que no nos faltarán vehículos. Y además, me sé otros trucos. No necesitáis a gente que cumpla las reglas, Naughton. Necesitáis a gente que sepa saltárselas. Y yo soy el único que está disponible.

—¿Le estás escuchando, Travis? —le preguntó Simon, horrorizado— Dime que no.

—¿Trav? ¿En qué piensas?

Travis separó la mirada de Mel y echó un vistazo al panorama de la ciudad en la que había nacido. Wayvale ardía por todas partes, como un animal moribundo a causa de incontables heridas. Sobrevivir en un mundo asolado por la enfermedad sería doloroso y difíci l … como las decisiones que deberían tomar para asegurarse la supervivencia.

—Si no te importa, Richie —dijo—, tendremos que votar.

—Democracia —observó Richie—. Un poco preenfermedad, ¿no te parece, Naughton?

—¡Richie Coker ha dicho una palabra de cuatro sílabas! ¡Flipante! —se burló Mel, fingiendo asombro.

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El matón sonrió burlón.

—Esperaré en el coche.

—¿Una votación? —se quejó Simon mientras se Némesis se alejaba —. ¿De qué hablas, Travis? ¿Qué tenemos que votar? Ninguno de nosotros quiere estar con Coker, ¿no? No después de todo lo que hizo en el pasado.

—Entiendo a lo que te refieres, Simon —reconoció Travis—, pero no le falta razón. Por ejemplo, ninguno de nosotros sabe cómo hacerle un puente a un coche, ¿a qué no? Pues Richie puede enseñarnos cómo hacerlo. Además, es grande y sabe cómo pelear…, y nos encontraremos con otros como Bufón o Joe Drake, eso dalo por hecho. Entiendo tus reticencias, Simon. Coker era un chulo y un matón, y puede que todavía lo sea…, pero lo que ha hecho es cosa del pasado, al igual que el mundo en el que lo hizo. El mundo que conocíamos está ardiendo a nuestras espaldas. Podría venirnos bien contar con él, pero no pienso imponer ninguna decisión, en un sentido o en otro. Así que votemos. ¿Simon?

—No. Nada de Richie Coker —dijo, con el habitual rencor—. En absoluto

—¿Mel?

La chica no pudo mirar a aquellos ojos protegidos tras las gafas.

—Lo siento, Simon. A mí tampoco me gusta la idea… de hecho, es él el que no me gusta. Es más, me da asco él y todo lo que representa, pero tengo que votar a favor. De momento, por lo menos. —Después de todo, Richie no era el único que había hecho cosas malas en el pasado y su presencia le permitiría dedicarle más tiempo a Jessica—. Pero como se pase de la ralla una sola vez…

—Vale, vale. Entonces yo desbloqueo la votación. —Genial, pensó Travis, contrito. ¿Qué hubiese votado papá? El problema era que su padre no estaba all í. Travis estaba solo.

—Travis, no…—rogó Simon.

Pero lo hizo. No tenía elección.

—Contamos con Richie —dijo a rega ñadientes—. Yo también lo siento, Simon, pero al fin y al cabo, puede proporcionarnos cosas demasiado valiosas como para perderlas. Le necesitamos… o mejor dicho, necesitamos a alguien como él. Pero él también nos necesita a nosotros, no lo olvides. Eso nos dará cierto control sobre él.

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—Vale, control. A Richie se le da muy bien controlar —gruñó Simon con amargura—. Sobre todo cuando te controla la cabeza agarrándote del cuello, te la mete en el váter y tira de la cadena.

—Simon, entiendo que a ti te resulta más difíci l aceptarlo que a Mel o a mí, pero piensa en ello: si queremos que las cosas funcionen, tendremos que ganamos a gente como Richie Coker.

—¿Que lo cambiemos, quieres decir? ¿Que lo reformemos? —Simon negó con la cabeza—. No vas a conseguirlo, Travis. Los matones como Coker no cambian. No pueden. Lo l levan en la sangre. Prometiste que plantarías cara a la gentuza como Coker, Travis, y a la primera oportunidad, mellas. Gracias, muchísimas gracias.

Travis sintió la mano de Mel apretándole el hombro mientras Simon se alejaba de mala gana. Pero sí lo que quería era consolarl o… la verdad es que no funcionó.

***

Tilo pensó que los chil l idos eran parte de un sueño. Asumía que, de verse atormentada por sueños mientras dormía, estos serían aterradores. Quería que el ruido de la cremallera de su tienda bajando a toda velocidad y l as voces asustadas que gritaban su nombre fuesen imaginarios, que pudiese hacerlos desaparecer hasta dejar solo si lencio con no prestarles atención. Pero las manitas que la zarandeaban, las rodil las que la oprimían, los ojos l lenos de pánico que vio cuando abrió los suyos… eran reales.

—¡Tilo, Tilo, despierta!

—Estoy despierta.

La chica que se encaramaba sobre ella se l lamaba Enebrina. El interior de la tienda de su madre era muy sombrío, por lo que reconoció su voz antes que su cara.

—Tienes que levantarte. Tienes que salir y hablar con él. Tienes que decirle que se vaya.

—¿De qué…? Brian, ¿de qué hablas?

—Del ojo.

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—¿Qué? —Se quitó de encima a Enebrina (quizá con demasiada brusquedad) y la empujó hacia la salida de la tienda. Primero tenía que atender a su madre. Puso la mano en la frente de Marjal: estaba ardiendo. Pero la mujer todavía estaba viva y respiraba, aunque a duras penas, como si cada inhalación fuese una tortura. Puede que aún tuviese una oportunidad. Tilo no quería abandonarla ni por un instante.

—Tilo, el ojo —escuchó. La niña le necesitaba.

No se había cambiando de ropa antes de irse a dormir. De hecho, puede que se acostase al lado de su madre tras sucumbir al cansancio sin darse cuenta, así que adentrarse en el claro cuando ya había pasado la media noche no le supo un problema. Sin embargo, las expresiones de los ni ños i luminadas bajo la luz de la luna daban a entender que sí había un problema. Se encontró con las miradas aterradas y las expresiones fantasmales de Brina, su hermana menor Rosa, la pequeña Sauce y los chicos Río y Zorro. Niños de entre seis y doce años.

Sus pequeñas manos se aferraron a las de Tilo en busca de protección.

—¿Qué pasa? —dijo con un tono malhumorado del que se avergonzó al instante. Los ni ños a los que se estaba di rigiendo eran o estaba a punto de convertirse en huérfanos. Pero claro, por otra parte, a ella iba a pasarle lo mismo.

—Nos está mirando, Tilo —dijo Enebrina.

—El ojo…

—Un ojo que flota…

—Y que no se va. No se va.

—Haz que deje de mirarnos, Tilo.

—¿Un… ojo? —La muchacha intentó buscarle sentido a las palabras de los niños—. No entiendo… debéis de haberlo soñado, eso es todo. Habréis tenido una pesadil la.

—Podemos enseñártelo —insistió Enebrina—. Está en el bosque. Puede que te escuche si le dices que se marche, Tilo.

Las pequeñas manos la condujeron hasta el l indero del oscuro bosque.

—Pero ¿qué es eso que creéis haber visto? ¿Lo habéis visto todos?

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—Es un ojo —repitió Río—. Pero no como los nuestros: solo uno. Y más grande, como una pelota. Y bril la. Y no parpadea.

—Y flota —dijo enebrina—. Flota en el aire. Lo vi cuando salí del baño. Desperté a los demás. Y todos lo vimos. Ahí, Tilo, está ahí. —Señaló hacia la oscuridad con una convicción absoluta.

Pero ahí no había nada, nada en absoluto. Solo árboles y m aleza convertidos por la oscuridad en tentáculos y criaturas acechantes.

—Se ha ido. El ojo se ha ido. —Enebrina expresó un alivio que se contagió a todos los niños, que relajaron el agarre con el que tenían asida a Tilo.

—¿Lo veis? —dijo, aprovechándose del cambio en la situación—. Lo habéis imaginado. Aquí no había nada, no había un ojo flotante. Lo habéis so ñado. —Sin embargo, una parte de Tilo no estaba segura de cómo era posible que todos y cada uno de los ni ños hubiera tenido el mismo sue ño—. No hay nada de lo que preocuparse.

—Gracias, Tilo —dijo Enebrina, sintiéndose más valiente. Aunque solo por un instante—. Pero ¿y si vuelve?

***

Por alguna extraña razón. Mel tuvo la súbita sensación de que nunca había salido de Wayvale, de que no había dejado su casa atrás.

Estaba de pie ante el último pelda ño de las escaleras, al final de las cuales yacía su padre, roto y muerto. Fuera, Travis y Jessica la l lamaban por su nombre.

—¡Mel! ¡Sal, Mel!

Querían irse. Sus amigos querían que fuese con ellos. Ella también.

Bajó las escaleras.

Su padre parecía l levar muerto mucho tiempo. Su cuerpo estaba rígido y pálido, tan blanco como si la carne inerte estuviese adquiriendo el color del hueso que yacía debajo. Ya no podía asustarla ni hacerle daño. Era cosa del pasado y sus amigos la estaban l lamando.

Tenía que unirse a ellos o la dejarían atrás. Tenía que pasar por encima del cadáver de su padre.

Mel levantó el pie y se dispuso a hacerlo.

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Su padre la miró. Sus miembros sin vida se movieron. Sus ojos muertos la miraron.

—Nunca te l ibrarás de mí, Melanie —dijo—. Nunca.

Y entonces, se despertó. Estaba en el asiento trasero del Volvo robado de Richie. Jessica, que seguía dormida, se había reclinado sobre ella. Simon iba adelante, mirándola con los ojos entrecerrados y parpad eando como un bobo al no l levar las gafas puestas. Ya era de día en el área de descanso en la que habían parado la noche anterior.

—Mel, ¿estás bien? Has gritado.

—Gracias, Simon, estoy bien. Todo lo bien que se puede estar durante el apocalipsis, por lo menos. —Pero ¿regresaría su padre a atormentarla todas las noches? ¿Era aquello lo que l lamaban tener la conciencia culpable? —. ¿Qué hora es?

—Casi las ocho.

—¿Sí? ¿De qué día?

—Viernes. Ayer fue jueves.

—¿Ah, sí? Deberíamos nombrare guardián del calendario, Simon. Así que las ocho del viernes. Deberíamos estar yendo al colegio. —Mel sonrió con desgana—. Ojalá, ¿eh?

Mel salió del vehículo procurando no molestar a Jessica. En unos árboles cercanos bajo los que estaban extendidas algunas de las mantas de Richie («Que se queden las chicas el coche», dijo. «Las tres») se encontraban Coker y Travis, ya despiertos, en torno a un fuego que Travis había encendido. La gorra de béisbol de Richie estaba en su lugar habitual, esto es, colocada en su cabeza. Mel se preguntó si dormiría con ella puesta.

—Anda, aquí está. —El matón sonrió—. Siempre había querido ver qué pinta tendrías a primera hora de la mañana, Morticia.

—Mejor que la tuya, Richie —replico—. Y me llamo Mel. Si vamos a tener que aguantar el dudoso placer de tu compa ñía, por lo menos di bien nuestros nombres.

—Lo que tú digas, Mel —contesto Richie—. Y me alegro de que te hayas despertado: justo a tiempo para prepararnos el desayuno.

Ella le respondió con un bufido desdeñoso.

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—Se te atragantaría, Richie.

—¿Qué tal has dormido Mel? —pregunto Travis.

—He tenido noches mejores…

—Y todavía pueden ser mejores si juegas bien tus cartas —dijo Richie con un guiño lujurioso.

—…pero supongo que dormir un poco es mejor que no dormir nada.

—¿Qué tal están Simon y Jessica?

—Jessica sigue grogui. Simon se ha despertado, pero creo que se conforma con quedarse donde está. Supongo que no le gustara estar cerca de alguno de los presentes. ¿Me pregunto de cuál? —dijo mientras miraba fi jamente al chico de la gorra de beisbol. Mel se sentó en torno al fuego… al lado de Travis—. Bueno, ¿y ahora qué?

—Primero vamos a comer algo. Luego, lo que necesitemos hacer, ya que estamos aquí…

—Menos mal que me acorde de coger papel higiénico, ¿eh Mor… Mel? Para ahorrar, podríamos usar los dos lados.

—Gracias por la aclaración —dijo Travis, ceñudo—. Después iremos a casa de mis abuelos. —Fue idea suya descansar el resto de la noche cuando se hubieron alejado lo bastante de Wayvale—. Quedan unos ciento treinta kilómetros…. Deberíamos estar ahí para la hora de comer.

—A menos que nos topemos con problemas—dijo Mel con aprensión.

—Si —admitió Travis—, a menos que pase algo. —sin embargo, lo que le preocupaba no era el viaje, sino lo que podrían (lo que podría) encontrar al final de este. ¿Estarían la abuela y el abuelo vivos y sanos… o lo recibirían dos cadáveres? Le asombraba el hecho de que tanto él como los demás, con la excepción de Jessica, se estuviesen comportando con absoluta normalidad pese al devastador impacto emocional que habían sufrido, pese al sufrimiento, la muerte y el horror. Pensó que el alma de cada individuo había un conflicto permanente entre rendirse y perseverar, entre la derrota y la resistencia, entre claudicar y sobrevivir. En el interior de cada uno había una l lama, un instinto, una voluntad de vivir. Tenían que alimentar aquella l lama. Cuando cresen su propia comunidad, tendrían que avivarla hasta convertirla en un fuego que prendiese en los corazones y en las mentes de todos y cada uno de sus miembros. Tenían que transmitir i lusión, darle un significado a la vida después

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de la enfermedad, un valor y un propósito. De lo contrario, Travis estaba seguro de que la raza humana estaría condenada.

—Parece despierto, pero me da que sigue dormido. ¿Hola? ¿Trav?

—Perdón, ¿Qué? —era evidente que Mel le había dicho algo que se le había escapado—. Estaba, eh, un poco ido.

—¿Qué, ya tenías la cabeza en Willowstock? Te preguntaba, ahora que tenemos un rato para pararnos a pensar, ¿crees que todos los adultos se han…ido o, o están a punto de… ya sabes? Quiero decir, ¿todos? ¿En todo el mundo?

—Es casi imposible hacerse a la idea, ¿verdad? —Admitió Travis—. Es como si nuestras mentes fuesen demasiado pequeñas para aceptar la verdad.

—La de Richie sí que es pequeña, desde luego—dijo Mel, picando a Coker. Pero, por una vez, el objetivo de su pulla no contesto: estaba mirando fi jamente al fuego, distraído, absorto.

—Puede que la enfermedad haya sido menos virulenta en otros países más pequeños o en los que la población está más dispersa —sugirió Travis—. No sé cómo podríamos descubrirlo y, aunque pudiésemos, no sé en qué medida nos ayudaría a corto plazo. —Negó con la cabeza—. Estamos acostumbrados a un mundo totalmente globalizado. Estamos acostumbrados a ver reportajes por satélite sobre noticias de última de hora que han tenido lugar en cualquier lugar del mundo desde nuestra habitación. Estamos acostumbrados a manejar una cantidad de información incalculable con los dedos, haciendo clic con el ratón. Estamos a saberlo todo de todos. Y ahora no sabemos un carajo. Y no creo que la situación vaya a cambiar.

—Puede que encontremos un ordenador que funcione —dijo Mel—. O una radio, o algo así. O un transmisor. Puede que algunos adultos que hayan sobrevivido en búnkeres de Estados Unidos contacten con nosotros. Quién sabe.

—No. Tienes razón, puede que haya búnkeres —replico Travis—, instalaciones protegidas, entornos controlados…. Puede que incluso haya algunos en este mismo país. Puede que lo único que tengamos que hacer sea encontrar uno, o esperar a que sus ocupantes nos encuentren a nosotros, y todo irá bien. Pero el problema, Mel, es que tenemos que ponernos en lo peor. Por lo visto y hasta que no estemos totalmente seguros, tendremos que seguir adelante con los adultos fuera de la ecuación. Así son las cosas.

—Creo que tienes razón, Naughton. —tanto a Travis como a Mel les sorprendió que Richie decidiese participar en la conversación tan súbitamente,

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con un tono de voz tan sobrio—. La otra noche paso algo. Por aquel entonces, las autoridades estaban desesperadas. —Y les conto lo de la redada en el parque. Por supuesto, omitió el hecho de que consiguió huir a expensas de Lee (no era necesario confesar que hasta entonces no había estado a la altura de su reputación de tío duro en aquel mundo asolado por la enfermedad).

Tuvo lugar un silencio largo y pesimista.

—Por eso tenía que elegir entre unirme al grupo de Bufón o salir de la ciudad —dijo Richie, como colofón.

—O unirte a nosotros —añadió Travis—. Cuantos más seamos, más seguros estaremos, ¿no? Pero ¿y qué hay de tu familia, Richie? ¿Qué le pa…?

—No-no, Naughton —le cortó Richie de golpe—. No quiero saber nada de lo que le paso a tu familia, más de lo que ya se, por lo menos… así que no es asunto tuyo lo que le ocurriese a la mía. Mi familia está muerta, ¿vale? Dejémoslo ahí.

Mel le miró con curiosidad. Nunca había contemplado siquiera la posibil idad de que Richie Coker tuviese una familia y mucho menos sentimientos hacia ella, es decir, capacidad emocional. Los matones no podían sentir dolor, ¿no?

—Lo que me gustaría saber —dijo ella— es como consigue la enfermedad afectar solo a los adultos. No puede ser algo natural, ¿no? Quiero decir, como la malaria, el tifus o algo así.

—Mi abuelo decía que, en su opinión, se trataba de un arma biológica—dijo Travis—, o el fruto de un accidente en un laboratorio de investigación. Creo que tiene razón, que se trata de un virus diseñado como un arma de destrucción masiva. Creo que la enfermedad fue diseñada para atacar a un grupo concreto: los adultos. El código gen ético de un adulto tiene que ser distinto al de los jóvenes, y esa diferencia puede convertirse en objetivo, aprovecharse… yo que sé.

—¿Eso qué dices es posible? —pregunto Mel, dubitativa.

—¿Hola? ¿Morticia? Las montañas de cuerpos demuestran que si es posible, ¿o no?

—Pero, insisto, ¿Por qué? Vale, pongamos que es una guerra biológica. Bien. Pero entonces ¿Por qué matar a todo el mundo? ¿Por qué desarrollar una enfermedad que no afecta a los jóvenes?

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—¿Por qué a todo el mundo le gustan los ni ños? —sugirió Richie, bromeando.

—Porque los niños no son una amenaza —exclamo Travis al l legar a esa conclusión—. Pongamos que eres un bando en una guerra, ¿vale? Quieres ganarle al otro bando. Hoy en día se asume que va haber bajas civiles, es inevitable, pero no quieres acabar con toda la población. Si lo haces, ¿sobre quien vas a gobernar? Solo quieres destruir sus ejércitos y acabar con cualquier posibil idad de que se forme una resistencia organizada después de, no sé, que invadas el país o algo así. Y quieres que tus tropas corran el menor riesgo posible. Así que no combates en el campo de batalla, en el plan batalla de Waterloo o desembarco de Normandía: atacas con agentes biológicos, con la enfermedad, y solo matas a quienes pueden defenderse. A los adultos. Y dej as vivos a quienes están más indefensos que no pueden oponerse a tu avance: los niños. Y ya está. Se acabo la guerra. Después, vas tomando el control del país según marchas sobre él, sin correr ni un riesgo.

—Naughton, ¿alguna vez te has planteado ganarte la vida escribiendo? —Le pregunto Richie—. Porque si lo has hecho, olvídalo. Nadie se creería todo eso.

—Es una idea horrible, Travis —dijo Mel, sintiendo un escalofrió.

—Pero en plausible— dijo, defendiéndose—, si alguien es lo bastante despistado como para ponerla en práctica.

—No quiero encontrarme con ese alguien. —Mel hizo una pausa—. T Trav, ¿Qué pasara cuando cumplamos dieciocho, o veinte, o los que sean? ¿Nosotros también vamos a pil lar la enfermedad?

—Buena pregunta. Naughton —dijo Richie, recordando las palabras de Terry Niles: «En unos cuatro años, si es que duras tanto, acabaras como yo»—, a ver qué respondes a eso.

—Los adultos que hayan sobrevivido, los científicos, quiero decir, habrán desarrollado una vacuna para entonces. O puede que nuestros sistemas inmunes desarrollen una respuesta por si mismos… ahora estamos resistiendo a la infección, ¿no? Quizá nuestro organismo, nuestros genes o nuestro ADN se adapten. Da igual el cómo: sobrevivimos. De algún modo. Tenemos que creer en ello o ya podemos rendirnos ahora mismo.

—Entonces ¿crees que merece la pena que desayunemos? —Dijo Richie—. A mí me lo parece. Voy por algo para comer.

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Mientras se dirigía hacia el maletero del coche, Mel se estiro cuan larga era en la hierba y gimió un buen rato. Miro hacia arriba, hacia la luz del sol que caía como una cascada dorada sobre las hojas y ramas.

—¿Cómo puede seguir siendo tan bonito, Trav? El día quiero decir.

—Porque lo es supongo.

—Ja, que profundo. —Cerró los ojos y rio con desgana—. Eso sí que es fi losofía de alto nivel: «Porque lo es, supongo». Y mira que te estabas luciendo como lo de la enfermedad, Travis.

—Lo que quiero decir es que, cuando mi padre murió, pensé que era el fin del mundo. No pensé que podría sobrevivir sin él. Quería que todo terminase, Mel. Quería que el sol dejase de bril lar, quería obscuridad, tormentas, vientos helados y l luvia para toda la eternidad. Para que señalasen la muerte de mi padre. Para mostrar que era importante.

Mel se reincorporó

—Travis, no quería…

—No, no pasa nada. —Sonrió con sinceridad—. Déjame que me explique: quería que el mundo fuera tan desolado y tan triste como lo estaba yo. Pero no fue así. No cambio. El sol siguió saliendo y siguió bril lando. Al principio me molestaba. No, me cabreaba. Me daba la impresió n de que la muerte de mi padre no importaba, de que ninguno de nosotros importaba. Pero no significaba eso. No lo creo, al menos. Significaba que la vida importaba más; la vida en sí misma, la vida que hay en nosotros y en todo lo que nos rodea. Quería decir… quiero decir, Mel, que la vida sigue. El día que mi padre murió. Hoy. Todos los días. Puede que ahora más que nunca. Por eso tenemos que seguir adelante.

Le abrazó antes de que hubiese terminado.

—Y seguiremos, Trav —le prometió mientras lo estrechaba—. Y seguiremos.

***

El modelo de vivienda del asentamiento facil itaba las cosas. Los sacos de dormir se convertían en bolsas para cadáveres. Así de sencil lo y así de crudo. Aquella mañana no hubo ninguna ceremonia de bienvenida. En vez de eso, Tilo visitó cada una de las tiendas y metió a los muertos en sacos. Había cadáveres en cada una de ellos: ningún adulto había sobrevivido a la noche. La madre de

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Tilo también murió durante la noche, mientras ella dormía. Había estado despierta para ocuparse de las ridículas pesadil las de los niños, pero estuvo consiente cuando su madre mas la necesitaba, cuando podría (cuando debería) haberse despertado. Por encima de su sufrimiento, sentía culpa y vergüenza. No le gusto la sensación.

Finalmente, le dedico un adiós tardío a su madre. Ya nada la retenía en el bosque, sin embargo, los demás parecían tener otra opinión.

Un grupo de menores de doce a ños se apiñaba entorno a las cenizas de un fuego que no había vuelto a encenderse. Estaban sollozando, y Tilo entendió su sufrimiento. Pero al mismo tiempo la observaban directamente a ella, siguiendo cada uno de sus movimientos con miradas hambrientas, desesperadas, exigentes. Posesivas. Tilo también pudo entender su actitud. Era la mayor de los supervivientes de los Hijos de l a Naturaleza: la muerte de los adultos le había cedido el l iderazgo. Entendía la lógica de todo aquello, pero eso no significaba que le tuviese que gustar.

Le daba miedo.

Cerró los ojos de Roble en último lugar. Quizá solo era su imaginación, pero le pareció que aquel semblante demacrado por la enfermedad reflejaba sorpresa, más que paz o dolor, como si no se terminase de creer que semejante tragedia hubiese acaecido sobre él y sus seguidores, como si se le escapasen los motivos por los que su amada madre naturaleza hubiese resultado ser tan letal para sus devotos seguidores. Se equivocaba, Tilo lo sabía. Roble no hizo más que equivocarse. Pero al menos tuvo el valor, la convicción y la fuerza para l iderarlos. Ella no. No hubiese sido capaz. Lo único que ell a quería era tener a alguien a su lado para no sentirse sola.

¿Dónde estaba Fresno cuando lo necesitaba?

Se unió a los pequeños en torno a las cenizas del fuego. Sus ojos de miradas ansiosas buscaban un sustituto a sus padres, imponiéndole un papel a Tilo que no estaba dispuesta a aceptar.

—Bueno…—dijo.

—¿Qué vamos a hacer, Tilo? —empezó Enebrina. Después los demás, como si hubiese aparecido una fisura en una presa de voces. «¿Qué vamos a hacer?» «Quiero el desayuno y una taza de té.» «Ayúdame a vestirme, Tilo.» «Mi mamá

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no me responde. Esta cubierta de rojo.» «Ahora tu eres nuestra mamá.» «Vas a cuidar de nosotros, ¿a que si, Tilo?» «Ayúdame, Tilo. Ayúdame.»

La rodearon como un enjambre. Manoseándola, abrumándola, asfixiándola. No podía respirar. No podía pensar. Quería gritar. Quería quitarse de encima aquellos deditos inquietos y arremeter y…

Tania que salir de all í.

—Escuchad, ¿vale? Escuchadme. Atended, atended, atended.

No podía quedarse all í. Tenía que huir.

Los niños escucharon. La pequeña Sauce se estaba chupando el dedo, como Tilo la recordaba cada vez que su mamá le contaba un cuento.

Esto es, la mamá de Sauce. No Tilo. Tilo no era parte de la familia de ninguno de aquellos críos harapientos. No tenía ninguna responsabil idad para con ellos.

—Vamos a tomar un buen desayuno —dijo—. Vamos a encender un fuego y vamos a…. pero esperad, primero necesitamos algo de madera para encender el fuego, ¿verdad que si? ¿Quién puede reunir unos cuantos palos para que podamos hacer una hoguera? —Las pequeñas manitas se alzaron—. Muy bien. Pues ale, en marcha. Al bosque. Recoged todas las ramas que podáis. Habrá un… premio. Eso, habrá premio para el que recoja mas. Y yo… yo también echare una mano.

Probablemente no le hubiese hecho falta añadir esa última frase: para aquellas pequeñas mentes, el concepto de «premio» era tan potente como el de «padres». Los niños se dispersaron entre la maleza en busca de madera.

Lo he conseguido, pensó Tilo. Les he engañado. Ahora puedo irme. Genial.

Se adentro sin prisa pero sin paus a en el bosque. Al principio. Y si uno de los pequeños hubiese interrumpido su trabajo el tiempo suficiente como para fi jarse en ella, se hubiese dado cuenta de que Tilo tenia la mirada clavada hacia delante en vez de hacia el suelo, que es donde sabían po r experiencia que se encontraba la mejor madera para el fuego. Puede que incluso se hubiese fi jado en la expresión de sus ojos. Pero ninguno reparo en ella. Lo que, sin embargo, no hizo que la huida de Tilo resultase más sencil la.

Un acto de cobardía seguía siendo (y siempre seria) un acto de cobardía, con testigos o sin ellos.

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A medida que Tilo se adentraba cada vez más en el bosque, camino más deprisa. Sus pasos se convirtieron en zancadas. Sus zancadas, en carrera. Echo a correr. Antes de que se diese cuenta, Tilo estaba corriendo. Cuando los niños regresen al campamento con la madera, se l levarían una sorpresa.

Pero no podía remediarlo. No podía quedarse. Siempre había planeado escapar. Los niños no eran su responsabil idad.

Si seguía diciéndoselo a sí misma, tarde o temprano acabaría creyéndoselo.

***

El grupo de Travis se encontraba a unos treinta kilómetros de Willowstock cuando se encontraron con un accidente. Hasta entonces habían aprovechado bien la ma ñana, no deteniéndose más que en una gasolinera para repostar: Richie sabía cómo bombear el precioso l íquido manualmente desde los tanques. En cuanto a la gasolinera, estaba completamente desierta. De hecho, no se habían encontrado con nadie desde que abandonaron Wayvale.

Hasta entonces. Se trataba de una chica vestida de cuero de entre dieciséis y diecisiete años. Apareció de repente, haciendo enérgicos aspavientos con los dos brazos, en cuanto tomaron una curva y se encontraron atravesando una larga y recta carretera escoltada por hileras de arboles y por un montículo a la izquierda. Parecía alegrarse de ver un vehículo que todavía funcionase. Al grupo del Volvo #no le sorprendió en absoluto su entusiasmo, dadas las condiciones de los dos coches que se encontraban tras ella (uno de los cuales estaba en un estado siniestro total)

—¿Qué quieres que hagamos, Naughton? —dijo Richie.

—Parar, por supuesto. Ya no estamos en Wayvale. —Travis, que estaba sentado en el asiento del copiloto, no podía creerse aquella pregunta—. Aquí fuera podemos marcar la diferencia… y se ve que necesita ayuda. Ha habido un accidente, ¿no lo ves?

—No veo ningún cuerpo —observó Richie, frenando progresivamente pese a sus sospechas—, pero lo que si veo es que los coches han chocado de morros y están bloqueando la carretera.

—¿Quieres decir que puede ser una especie de barricada casera?

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—Quiero decir que tampoco es que tengamos otra opción que detenernos, como pava en apuros meneando las caderas hacia nosotros o sin ella. O paramos o daos media vuelta.

Ya estaban a punto de l legar al l ugar siniestro. La chica vestida de cuero corrió hacia ellos, con evidente alivio.

—Da la vuelta —dijo Simon súbitamente desde el asiento trasero—. Coker, da la vuelta.

—¿Simon? —pregunto Mel, a quien la reacción le había despertado curiosidad.

—Simon, ¿Qué pasa? —dijo Travis, mirando hacia atrás.

—Esto no me da buena espina.

—Pues mira por donde —dijo Richie—, estoy de acuerdo con Simoncete.

—Bueno, pero no eres tu el que toma decisiones, Coker —dijo Travis con brusquedad—. Y esto no admite discusión: no v amos a abandonar a aquellos que necesiten ayuda.

De todos modos, era demasiado tarde. La chica se encontraba ya ante la ventanil la bajada.

—Menos mal —balbuceo—. Menos mal que ha aparecido alguien, me alegro un montón de que hayáis venido. —Extendió los brazos y le toco el pelo y los hombros a Travis, como si quisiese comprobar que era real—. Por favor. Daos prisa. Venid todos—dijo mientras hacía gestos hacia los coches accidentados —. Por favor.

—Vale, pero ¿qué ha pasado? ¿Puedes decirnos al menos que…? —Pero la chica estaba alejándose de Travis y dirigiéndose hacia los vehículos. Este, que ya se encontraba a mitad de camino, se volvió hacia los demás, que aun no se habían movido—. Venga, ya habéis oído. Apaga el motor, Richie.

—Sí, don buen samaritano —obedeció Richie—. Espero que sepas lo que estás haciendo.

—¡Travis! —le l lamo Mel, exasperada. Pero para cuando había salido del coche, Travis ya había alcanzado a la chica vestida de cuero.

—No deberíamos pararnos por nadie— se quejo Simon—. En el pueblo, en el campo o donde sea. Tenemos que preocuparnos por nosotros mismos.

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Pero, salvo Jessica, todos abandonaron el coche y empezaron a recorrer la carretera. Mel se fi jo en que ambos coches tenían las lunas rotas… ¿Dónde estaban, entonces, los cristales rotos que debían salpicar el asfalto?

Travis se encontraba al lado de los coches. Miro al interior de ambos. Vacios.

—No hay nadie más… ¿Qué ha pasado? —Echó un vistazo hacia la carretera—. ¿Dónde están los demás?

—¿De quienes hablas? —pregunto la chica vestida de cuero inocentemente.

—Los otros pasajeros. Los que han sufrido el accidente.

—Oh, no ha habido ningún accidente—dijo la chica, como si Travis debiese saberlo.

De pronto, de entre los arboles a ambos lados de la carretera resonó el rugido de motores poniéndose en marcha. Pero no eran coches. Travis los reconoció: eran motos.

—¿Qué…? Entonces ¿no necesitas ayuda?

—Yo no —rio la chica vestida de cuero—. Pero tú sí.

Travis oyó a Mel gritando su nombre y se volvió a tiempo para ver media docena de Harleys surgiendo de entre los árboles, cortándoles cualquier posible retirada por donde habían venido, conducidas por gente hostil y vestida de cuero.

—¡Naughton! —Oyó la voz de Richie y un grito de Simon mientras aparecían más moteros, esta vez a pie, de sus escon drijos. Hombres y mujeres, juntos. Una banda.

Travis maldijo para sí. Parecía que caer en emboscadas estaba empezando a convertirse en un hábito para él. Pero aquello no era lo peor.

Lo peor era la escopeta con la que un matón con la cara picada de granos le apuntaba el pecho.

—Como respires sin permiso, chaval, vas a tener un agujero entre las costil las tan grande como el que tienes entre las orejas.

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Travis puso las manos en alto, con la intención de quitarle hierro a la situación más que de rendirse.

—No queremos problemas.

—Claro que no —dijo el de la cara picada—. La gente a la que le apuntan con una escopeta no suele quererlos. —Travis observó que el tipo que tenía delante no era el único de la banda que iba armado. Mel, Richie y Simon también estaban rodeados de escopetas—. Pero está bien. Nosotros no queremos que haya problemas. Así que no los habrá siempre y cuando seáis sensatos y obedezcáis las normas.

—¿Las normas? —preguntó con sorna.

—Haz lo que te pida, Travis —le aconsejó Simon. A Travis le molestaron aquellas palabras pero, por otra parte, si hubiese escuchado los recelos del chico de las gafas… ¿Cómo era posible acabar tan mal intentando hacer el bien?

—Nuestras normas, si es que te importan los detalles —dijo el de la cara picada.

—¿Y tú eres…?

—Me llamas Rev.

—Supongo que no vendrá de «reverendo».

—¿Qué?

—Está intentando hacerse el gracioso, Rev —dijo la chica vestida de cuero—. Vamos a ver lo gracioso que puede l legar a ser con una rótula hecha pedazos.

—«Rev» por las revoluciones de nuestros motores —explicó el chico—. Chaval, somos moteros, y como somos moteros, dado el actual estado de

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emergencia nacional, hemos decidido convertirnos en… ¿cómo era esa palabra, nena? Eso, en los custodios de la Reina Carretera.

—Rugiendo por la Rei na Carretera como un relámpago —añadió la chica vestida de cuero.

—Es un trabajo importante —dijo Rev—, así que necesitamos financiación para poder l levarlo a cabo. De modo que esta carretera ha sido… ay ¿cómo era esa palabra, nena? Ha sido designada como carretera de peaje. Y, ¿a que no lo sabías? Sois los primeros en pagarlo.

—¿Quieres dinero? ¿Es eso lo que quieres?

—¿Te parezco imbécil, chaval? —Rev parecía querer una respuesta, pero Travis pensó que lo más inteligente sería no proporcionársela —. Ahora el dinero no vale nada, de eso estamos al corriente. Pero hay cosas que todavía valen: la comida, por ejemplo. Seguro que l leváis comida para el viaje.

—¿Cuál es el peaje? —dijo Travis.

—Todo lo que l leváis. Chicos, cobradles.

Las escopetas se orientaron hacia Richie, que sostenía las l laves del coche.

—Esperad…

Pero uno de los moteros (por lo que se veía, especialmente motivado) no pudo esperar. La culata de una escopeta golpeó a Richie con fuerza en el estómago, haciéndolo caer y vomitar el desayuno. Si no sospechase que a él le podía ocurrir algo igual o peor de un momento a otro, Simon hubiese sonreído.

—No te resistas Richie. No merece la pena —dijo Travis.

Pero el antiguo matón ya lo sabía. Con su «espera» no pretendía denotar una resistencia agresiva por su parte, tipo «espera, no te acerques más o la tenemos», sino que debía de preceder a una frase más concil iadora, tipo «no me hagas daño, aquí tienes las l laves». En cualquier caso, las l laves se le escurrieron de entre los dedos mientras vomitaba ar rodil lado. De todas formas, Richie pensó que tampoco estaba de más que es bienhechor de Naughton pensase que estaba dispuesto a plantar cara… si es que ambos sobrevivían a los próximos minutos (y si la cosa empezaba a torcerse, siempre tenía la posibil idad de cambiar de bando).

Los moteros de Rev abrieron el maletero y lo vaciaron con entusiasmo.

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—Nada de esto es necesario —dijo Travis—. De haberlo pedido, hubiésemos compartido nuestras provisiones.

—¿Compartir? —Rev se echó a reír a carcajadas—. ¿Dónde te crees que estamos, chaval? ¿En el cole?

—¡Eh, Rev! —le gritó uno de sus matones desde el Volvo—. Aquí tienen a una rubia en coma o algo así.

—Debe de ser su compa ñerita —dijo la chica vestida de cuero, desde ñosa, mientras le lanzaba una mirada de desprecio a Travis.

—Entonces ¿ya está? —preguntó con frialdad. Ya habían colocado todas las provisiones sobre la carretera—. ¿Nos podemos ir?

—No. Chaval, el chiste ese del reverendo… no sé, no has mostrado el debido respeto a los… a los…

—Custodios —le recordó la chica vestida de cuero.

—Los custodios de la Reina Carretera. Así que no podéis seguir por aquí. Tendréis que dar la vuelta.

—Espera un minuto, cerdo. —Mel parecía dispuesta a echársele encima, pero las armas que dejaron de apuntar a Richie para dirigirse hacia ella la detuvieron—. Ya hemos pagado tu estúpido peaje.

—Devolvedles las l laves —ordenó Rev—. Ha sido un placer hacer negocios contigo, chaval. Si vuelves por aquí, podemos repetir.

—No esperes sentado —dijo Travis.

Por lo menos nadie le criticó abiertamente por haber decidido parar a ayudar a la chica vestida de cuero. Pero Travis sintió, mientras conducían hacia Willowstock por otra carretera, que sus compa ñeros pensaban que debería haber sido más espabilado, que no debería haberse arriesgado. Incluso Mel.

¿Había sido demasiado inocente? Quizá. Pero por motivos loables: para ayudar a la chica. Para hacer lo que su padre hubiese hecho. Pero, claro, ¿hubiese tenido tantas ganas de jugar a ser un héroe de haber sido la desafortunada víctima del «accidente» un hombre y no una mujer? ¿Hacía lo correcto solo para alimentar su ego? Lo que estaba claro era que sus decisiones habían puesto en peligro a sus compa ñeros. No obstante, ¿qué efectos tendría a largo plazo entre los supervivientes pensar que un acc idente se trata en

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realidad de una emboscada, dar por hecho que no se puede confiar en los demás en vez de darles una oportunidad? La sociedad (y cualquier comunidad, incluso la familia) se cimentaba en la confianza. Travis pensó que si se perdía la confianza, se perdería todo lo que es valioso.

—Hemos l legado —anunció Richie—. Willowstock.

La arboleda se despejó, revelando las calles del pueblo ante ellos. La tienda en la que la abuela solía comprarle a Travis los caramelos que más le gustaban del surtido del señor Stickings, guardados en tarros de cristal. El bar al que el abuelo va a hurtadil las durante la noche pensando que la abuela no miraba. La consulta del médico a la que le l levaron para que el doctor Parker le echase un vistazo a la rodil la, que se le había hinchado como un globo después de que un bicho le picase. Willowstock, el escenario de tantos recuerdos de la infancia, de todas aquellas estancias en la casita de sus abuelos durante años.

Travis temió que aquella visita fuese la última.

—Y ahora, ¿adónde? —preguntó Richie, frenando el coche a medida que se aproximaba al pueblo.

Al pasado, pensó Travis. De vuelta al pasado. Al mundo tal y como lo conocían, en el que los recuerdos eran reales y seguían vivos, donde todo era permanente y seguro.

—¡Mierda! —gritó Richie, frenando en seco.

Algo había golpeado la luna, mellándola. Una piedra.

—¿Qué puñetas…? —se unió Mel. Después l legaron más piedras, que chocaron contra el capó y rebotaron con gran estrépito contra las puertas. El ataque procedía de la derecha—. ¡Mirad!

Fue fácil avistar a los culpables: un puñado de niños andrajosos bajo las sombras del bosque, ninguno de ellos de más de once o doce años (los más pequeños quizá rondasen los cinco o seis), arrojando con todas sus fuerzas los proyectiles que encontraban.

—¿Así son los comités de bienvenida por estos alrededores, Naughton?—Richie se había quitado el cinturón y casi había sacado todo el cuerpo del coche mientras gritaba—. Os la estáis buscando, mocosos, ¿lo sabéis? ¡Os voy a hacer tragar las piedras!

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—Seguro que sí —murmuró Simon—. Al fin y al cabo, son más pequeños que él.

Travis sujetó a Richie.

—No, Richie, no vas a hacerlo. Solo son niños.

—Sí —contestó Richie—. Como Gengis Khan, en su día.

—¿Ese no es tu modelo a imitar? —preguntó Mel.

—Piérdete, Morticia. Podríamos haber tenido un accidente. —Pero no se dirigió hacia los ni ños. En cualquier caso, estos regresaron al interior del bosque en cuanto les amenazó—. ¿Quiénes se creen que son? ¿Los hijos e hijas de Robin Wood y los Hombres Felices o qué?

—Seguramente no sepan quiénes son —dijo Travis—, o qué están haciendo. Puede que estén traumatizados. Vuelve al coche, Richie.

—Pero Trav, deberíamos… deberíamos hacer algo al respecto. —Mel se quedó mirando a los niños alejarse—. Con los pequeños, quiero decir. No podrán valerse por sí mismos, ¿no? No por mucho tiempo, en cualquier caso. ¿Qué les va a pasar?

—Ya haremos algo. —Travis era consciente de que había sonado algo brusco. Debía de ser cosa de los nervios, por estar tan cerca de la casa de sus abuelos—. Les ayudaremos. Les protegeremos. Pero de momento, no podemos. Necesitamos una base, un hogar y chicos algo más mayores con los que establecer una comunidad funcional. Entonces podremos ponernos con los peques.

—A veces, Naughton —dijo Richie desde el asiento del conductor, fingiendo sentirse muy conmovido—, me haces sentir un nudo en la garganta.

—El nudo te lo voy a hacer yo en el cuello si no te callas y te pones en marcha, Coker —le espetó Travis—. Mis abuelos viven en una calle al otro lado del pueblo. Ya te diré cuándo girar.

—Travis, ¿estás bien? —Mel se inclinó hacia él para darle un apretón en el hombro.

Él le apartó la mano como si tal cosa.

—Estoy bien. Estoy bien. Vamos… vamos para allá.

Habrían fallecido, por supuesto. Como sus padres. Como los padres de todo el mundo. Como el tío Phil. No podían estar vivos. Era imposible. ¿Por qué se

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permitía siquiera pensar lo contrario? Era ridículo. Tenía que afrontar la realidad. La realidad de la enfermedad.

Y sin embargo…

La casa de sus abuelos no había cambiado en absoluto. El mismo tejado inmaculado. Las paredes blancas. El jardín impecable, cuidadosamente mantenido. El caminito a través del césped, siempre despejado. La puerta de entrada, verde, a juego con la del jardín, pintada e sta con el mismo bote (Travis ayudó al abuelo en la tarea, aunque… «El chaval tiene más pintura encima que la puerta, abuela.»).

Richie aparcó el coche y apagó el motor.

—Hemos l legado —dijo.

Era la misma de siempre. Pero algo había cambiado.

La puerta del jardín estaba abierta, cuando la abuela siempre la tenía cerrada. La puerta de entrada también estaba abierta, un poquito, l igeramente entornada, pero no se esperaba ninguna visita, así que no había motivo para que no estuviese…

Había alguien dentro. Dentro de la casita de sus abuelos. Alguien que no debía estar ahí.

Travis se bajó del coche y corrió hacia la puerta, haciendo oídos sordos a los gritos de Mel.

—¡Abuela! —gritó—. ¡Abuelo! —Sus nombres trajeron consigo lágrimas, ira y dolor.

En el sofá del salón había una chica. Una intrusa. Se puso de pie dando tumbos, confundida, como si estuviese durmiendo y la hubiesen despertado de golpe. Una intrusa. Vestida con ropa raída, con el pelo corto y rojizo. Parecía un hada.

Pero no lo era. Era una intrusa. Abrió la boca.

—He…

Travis no permitiría que le mintiese.

Le pegó semejante puñetazo a Tilo en la boca, que esta cayó sobre el sofá con el labio sangrando.

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—Buen golpe, Naughton —dijo Richie con admiración desde el umbral.

Mel le apartó y entró en la casa.

—¿Travis? Ay, Dios.

—¿Qué haces aquí? —le gritó Travis a la pelirroja, a punto de golpearla de nuevo—. ¿Qué haces aquí?

—Trav, tranquilo. —Mel le abrazó desde la espalda e intentó tirar de él para alejarlo de la chica, que se cubría, asustada, con los brazos.

—Lo siento —gimió Tilo.

—¿Quién te crees que eres? Esta es la casa de mis abuelos. De mis abuelos.

—Lo siento.

—¿Dónde están? Contesta. ¿Dónde están?

—Arriba —dijo Tilo.

En un instante, la sangre se esfumó del rostro de Travis, al igual que la rabia de su expresión.

—Quita de encima, Mel —le dijo con frialdad. Ella sintió aquel cuerpo relajarse entre sus brazos, como si acabase de morir, y quiso seguir sujetándolo precisamente por eso. Pero obedeció. Sin mediar palabra, se volvió y abandonó la habitación. Tensos, Richie y Simon se hicieron a un lado para abrirle paso.

Travis encontró a sus abuelos donde debería haber mirado primero: en su pequeño dormitorio con el techo inclinado y una preciosa vista del bosque, más allá del jardín. Recordó como solía mirar por la ventana de niño mientras decía:

—Desde aquí se puede ver el mundo entero, abuela, el mundo entero.

Entonces, su abuela le besaba el pelo (una costumbre que tenía) y le decía:

—Tú eres el mundo entero para mí, Travis. —Le gustaba pensar eso, incluso entonces.

La abuela estaba tumbada al lado del abuelo en la cama. Estaban tapados, pero Travis retiró la sábana. Le tranquilizó poder confirmar la identidad de los fallecidos. Por lo menos sus rostros parecían tranquilos, relajados, bajo las marcas carmesíes de la enfermedad. Odiaba con toda su alma las huellas de aquel mal, que grababa el rostro de sus seres queridos como si la propia muerte los pintarrajease.

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—Demasiado tarde —murmuró—. Lo siento mucho.

—¿Trav?

—Era Mel, vacilante. Le había seguido arriba.

Él la ignoró… sabía que estaba all í, pero fingió no enterarse. En aquel momento tan doloroso no había sitio para nadie. Bajó las escaleras hasta l legar a la puerta y caminó hasta el jardín. Sintió el calor del sol y observó el inmaculado azul del cielo mientras inhalaba el aroma de las flores abriéndose en primavera. Los insectos tocaban una melodía arrítmica con sus zumbidos. Pensó en lo que le había dicho a Mel aquella misma mañana: la vida seguía, pese a todo. Por alguna razón, parecía más fácil cr eer en aquellas palabras cuando era él quien las decía. Pero claro, en ocasiones era más fácil consolar a los demás que ser consolado. Pensó que, desde la l legada de la enfermedad, no había l lovido. O la naturaleza estaba decidida a mostrar la importancia de seguir con la vida, o se estaba fraguando una tormenta.

—Travis.

Quién si no.

—Mel, ¿me estás siguiendo?

—Algo así. No para nada porque estés enfadado, ¿sabes? No tienes que ocultarlo. A mí no, por lo menos.

—Sabía que estarían muertos, de verdad. ¿Cómo no iban a estarlo? Pero aún así… —Travis se volvió hacia ella, sin importarle que le viese l lorar—. Mel, quería que no lo estuviesen con todas mis fuerzas. —Ella le abrazó, consolándolo, a falta de palabras, con acciones —. Pensaba que eran nuestra última oportunidad, que serían nuestra última conexión con el mundo de los adultos. Pero ellos también se han ido. Ahora todo depende de nosotros, Mel.

—Lo sé. Y nos las apañaremos. Confiamos en ti, Trav.

De pronto arqueó las cejas, confundido.

—Espera. Acabo de pensar que… mis abuelos estaban tapados, los dos. ¿Quién…?

—Ella —dijo Mel—. La chica a la que… Se l lama Tilo. Lo hizo ella. Me lo dijo cuando te seguí abajo. Pensaba que la casita estaba vacía, así que entró en

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busca de un lugar en el que descansar y s e encontró con tus abuelos. Los tapó y les arregló para que tuviesen un aspecto más digno.

—¿Hizo eso por ellos? —Travis sintió una inmensa gratitud en su corazón—. Y voy yo y se lo agradezco hinchándole el labio. —También sintió vergüenza.

—Nadie te va a culpar por tener un arrebato de nervios, Travis.

—Yo sí. —Travis inhaló profundamente, intentando recuperar el control. Perder los estribos de esa forma ante una provocación real o figurada… le hubiese cerrado todas las puertas para convertirse en agente de policía—. Será mejor que traigamos a Jessica aquí dentro. Después, creo que me va a tocar pedir disculpas. Y Mel… gracias por seguirme.

Los demás continuaban en el vestíbulo. Simon había encontrado una caja de pañuelos de papel y le estaba quitando la sangre del labio a Tilo con uno de ellos. Richie, por su parte, había dado con una botella de l imonada y estaba dando buena cuenta de ella, sediento.

—Segundos fuera, segundo asalto —anunció cuando Travis, Mel y Jessica entraron en la estancia.

Travis reaccionó lanzándole una mirada de advertencia. Dejó que Mel se ocupase de Jessica y se dirigió hacia el sofá.

—Tilo —dijo—. Mel me ha dicho que te l lamas Tilo.

—Tilo Darroway —confirmó la chica.

—Yo soy Travis Naughton.

—Eso me han dicho.

—Bueno —dijo mientras se arrodil laba en el suelo ante ella—. Quería darte las gracias y pedirte disculpas y la verdad, no sé muy bien por cuál de las dos empezar.

—No merezco ni lo uno ni lo otro. Sé que no debería estar aquí.

—Nos alegramos de que estés aquí, nena. Cuantas más chicas, mejor —dijo Richie, lascivo—. Tres chicas para dos chicos. Simoncete no cuenta.

—Jo, pero qué gracia tienes, Coker —bufó Simon.

—No le hagas caso a Richie, Tilo —le aconsejó Travis—. Tiene más agujeros

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en la nariz que neuronas. Gracias por ocuparte de mis abuelos. Valoro lo que has hecho más de lo que puedo… en fin. Y siento no haberte dado la oportunidad de explicarte cuando me la ncé sobre ti. Siento mucho haberte pegado. Ha sido inexcusable. No soy así. No sé qué puedo hacer para compensarte, Tilo, pero si hay algo que esté en mi mano, cualquier cosa, dilo.

Los ojos color miel de la chica bril laron. Sonrió. Era la primera vez que Travis vio sonreír a Tilo Darroway, y quizá fuese lo cerca que se encontraba de la chica, arrodil lado como estaba a sus pies, o quizá fue que, dado que le había pegado, se sentía en parte responsable de ella, o quizá fuese otra cosa, pero deseó que aquella sonrisa no fuese la última.

—Pues ahora que lo dices… sí, hay algo que podrías hacer —dijo.

A Travis también le confortó el sonido de su voz.

—¿Qué? Lo que sea.

—Ahora es ella la que quiere atizarte, Naughton —rio Richie—. Es lo justo.

—Simon me ha dicho que tenéis previsto formar una especie de comunidad. ¿Me podría unir, Travis? Deja que me quede con vosotros.

—Tilo —dijo Travis, a punto de extender la mano para tocarla—, bienvenida a bordo.

***

En la casita había comida más que de sobra para cubrir sus necesidades más inmediatas, así como abundantes velar y ceril las. Travis les dijo que al día siguiente irían a Willowstock para comprobar con qué otros suministros podían hacerse. Pero en aquel momento la mejor idea parecía descansar, ahora que habían encontrado un lugar seguro.

Durante la cena intercambiaron historias y experiencias sobre la enfermedad. A Richie le encantó descubrir que Tilo había pertenecido a los Hijos de la Naturaleza: siempre había defendido el rumor de que las hippies eran chicas fáciles. Pensó que merecería la pena comprobar si quedaba pasta de dientes en el ba ño… el viejo encanto de los Coker podía darle la oportunidad de conseguir un rollete.

Travis estaba más interesado en el encuentro de Tilo con los soldados, que vinculó con el incidente en el parque de Wayvale en el que Richie se vio involucrado: el chico de la gorra de béisbol no escatimó en detalles a la hora de

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narrar su valiente actuación para impresionar a Tilo, quien apenas podía reprimir su admiración (se le notaba a la lengua, según él). Quizá el ejército y las autoridades (los políticos) sabían desde el principio lo letal que iba a ser la enfermedad… Puede que, al fin y al cabo, fuese un arma biológica artificial que, por alguna razón, se extendió por la atmosfera hast a convertirse en la muerte encarnada, un mal incapaz de combatirse, contenerse o controlarse, el portador de una muerte segura.

Incluso si todo aquello fuese cierto, Simon no l legaba a entender que una única fuga (debida a un accidente o un sabotaje sobre las instalaciones científicas a saber dónde) pudiera haber infectado al mundo entero con tanta rapidez y de forma tan implacable. Vale, los contagios siempre eran rápidos …pero ¿tanto? Mel especuló acerca de un ataque terrorista sobre puntos clave del planeta que hubiese activado varias armas biológicas simultáneamente. Lo cual implicaba que, a menos que los terroristas tuviesen menos de dieciocho años (algo no muy descabellado, tal y como estaba el mundo), también estarían muertos. Era una opción que no ha bía que descartar en la era de los terroristas suicidas, cuya perspectiva era ver recompensado su justo martirio con un cielo l leno de vírgenes.

—Quién lo pil lara —murmuró Coker. También cabía la posibil idad, caviló Travis, de que nunca l legasen a saber qué causó la enfermedad. Quizá fuese lo mejor.

Tilo observó con fascinación cómo Mel daba de comer a la dócil Jessica. Llegó a sentir algo parecido a la envidia.

—Me pregunto si Jessica sabe lo afortunada que es —dijo.

—¿A ti te parece que verse reducida a una zombi es ser afortunada? —preguntó Mel.

—Seguro que tus colegas de los Hijos de la Naturaleza estaban todo el rato dándole al tema, día tras día —dijo Richie con una sonrisa—. Te comes la seta adecuada de uno de esos claros del bosque y a volar, ¿a que sí? —Y guiño a Tilo con complicidad.

—Yo que tú iría a que un médico te viese ese tic en el ojo —le dijo ella, fría y desdeñosa—. No quería decir que fuese afortunada por su estado, Mel.

—Pero eso ya lo sabías, ¿a que sí, Mel? —dijo Travis, intentando quitarle hierro a la situación.

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—Quiero decir que es afortunada por tener amigos y estar rodeada de gente a la que le importa, que se queda a su lado y cuida de ella aunque esté … recluida en sí misma. Me sé de algunos que no es así. —Era en Fresno en quien pensaba.

—Pero eso es lo que hacen los amigos: cuidar unos de otros. —Sin embargo, Mel se sintió halagada.

—Y haremos lo mismo por ti —le prometió Travis—. Ahora eres parte de grupo, Tilo. Puedes confiar en nosotros. —Y sonrió a la pelirroja, esperando una respuesta recíproca.

Pero ella apartó la mirada. No porque quisiese, sino porque tenía que hacerlo. El tal Travis Naughton tenía una mirada muy cálida pero, al mismo tiempo, cuando te ponía los ojos encima te hacía preguntarte cosas incómodas sobre ti mismo.

—No merezco ser parte de vuestro grupo —dijo ella.

—¿A qué te refieres?

—Vosotros cuidáis los unos de los otros. Os responsabil izáis del resto. Yo tenía unos niños a mi cargo, mucho más jóvenes que yo: los demás supervivientes del asentamiento, de los que tendría que haberme responsabil izado. Pero no lo hice. No pude… no pude hacerlo, no estando sola. Sola no valgo para nada.

—Se atrevió a mirar tímidamente a Travis—. Huí de ellos. Los abandoné.

—¿La más alta es una niña de unos doce años, con rastas acabadas en bolitas? —preguntó Mel, describiendo a la mayor de quienes les habían agredido a su l legada al pueblo.

—Puede que sea Enebrina, ¿pero cómo…?

—Entonces no tienes que preocuparte por ellos —dijo Mel.

—Los hemos visto —dijo Travis—. Nos tiraron piedras al coche.

—Si no l lego a esforzarme por mantener el control del volante, nos hubiésemos salido de la carretera y todo —fanfarroneó Richie.

—Los encontraremos de nuevo, en cuanto nos hayamos asentado y sepamos adónde ir a continuación. Y Tilo —le dijo Travis con delicadeza—, independientemente de lo que hayas o no hayas hecho, ten en cuenta que tenías una presión encima como ninguno de nosotros puede l legar a imaginar, así que

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no seas tan dura contigo misma. Y además, estabas sola. Pero bueno, de eso ya nos hemos ocupado: ahora no lo estás.

—No —dijo Tilo, mirando a Travis como si se viese atraída por un imán —. Supongo que no.

—Bien. ¿Y sabes qué? Simon, creo que he encontrado un trabajo para ti. Si es que el abuelo no se ha l ibrado de ella.

***

Travis encontró la vieja y destartalada radio de onda corta languideciendo en un armario bajo las escaleras, entre fregonas, escobas y mandiles, botellas de detergente y montones de zapatos pasados de moda. La cogió con sumo cuidado, como si fuese una corona, y la colocó bajo la luz de las velas sobre la mesa del comedor en la que esperaba Simon.

—El abuelo se pasaba horas escuchando esto —dijo Travis—. Bueno, y yo también. Si algo le gustaba a mi abuelo, a mí también. Podía sintonizar emisoras de todo el mundo. Es peremos que no se haya quedado sin pilas. —Encendió la radio y se vio recompensado con una descarga de estática—. Muy bien, pues vamos a ello.

—¿Vamos a qué? —dijo Simon—. No estoy de humor para escuchar música.

—No quiero que sintonices música —Travis estiró la antena telescópica de la radio hasta su máxima extensión—, sino información. Si todavía hay adultos vivos, si hay alguien organizando algo, puede que lo estén retransmitiendo y quizá podamos captar su señal y hacernos a la idea de cómo están las cos as en Estados Unidos, Europa o Londres. Puede que la BBC todavía esté emitiendo. Incluso podríamos volver a oír la voz de Natalie Kamen.

—¿Que quién?

—Da igual. Mira, Simon, se sintoniza con este dial.

—Ya sé cómo funciona una radio, Travis —dijo Simon, indignado.

—Claro que sí. Por eso quiero que estés al mando de ella.

—¿Qué esté al mando? —Al chico de las gafas le gustaba cómo sonaba aquello. En el colegio, su papel habitual era el del perdedor al que nadie (ni siquiera los profesores… bueno, salvo aquella joven de gafas redondas y una

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chapa con el símbolo hippie que se empeñaba en que la l lamasen «señorita»…duró menos de un trimestre) pondría al mando de nada.

—Es fundamental que demos con una emisora. Tenemos que recabar toda la información que podamos. Así que a partir de ahora, Simon, te ocupas de las comunicaciones. Consíguenos un contacto. —Travis hizo una pausa—. ¿Sabes? No podría haberle asignado una tarea así a Richie.

—¿No? Y yo que pensaba que Richie Coker y tú ahora erais los mejores amigos —dijo con resentimiento—. Votaste a su favor.

—Le necesitamos para ciertas cosas. Para otras, te necesito a ti.

Travis Naughton le necesitaba. Simon sintió el pecho henchido de orgullo, una sensación a la que estaba poco acostumbrado y que afianzó su lealta d hacia él.

—No te fallaré, Travis.

Y dejó al chico probando al dial. Tilo estaba en el umbral de la puerta, tan en penumbra que Travis tardó en reparar en ella.

—Has tenido todo un detalle —dijo al cruzarse con él.

—¿Cuál?

—Hacer que Simon se sienta importante. Que piense que cuenta.

—Y es que cuenta. —Llegaron al vestíbulo, que encontraron desierto—. ¿Sabes dónde anda Mel?

—Ha llevado a Jessica a la cama. Parece que nosotras dormiremos en una de las habitaciones y los chicos en otra. Ordenaditos por sexos.

—Bien.

—Travis quería dirigirse hacia las escaleras, pero Tilo estaba en medio.

—¿No me vas a preguntar cómo tengo el labio? —Y juntó ambos, como si le estuviese lanzando un beso.

—Ah… pues… ¿qué tal el labio? —Travis podía ver que había dejado de sangrar, pero lo tendría hinchado durante unos días. Pudo ver otra cosa: su boca acercándose a él.

—Ya no me duele —dijo la chica—. Puedes tocarlo, si quieres. Ya verás. Pon el dedo aquí. O, si prefieres…

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—Naughton, ¿tu abuelo no habría dejado algún piti l lo por aquí, verdad? —interrumpió Richie—. Me muero por uno.

—Pues me temo que no —dijo Travis, aprovechando su entrada para esquivar a Tilo—. A menos que quieras darle unas cuantas caladas a una vela. Voy a ver si Jessie está bien.

—Excelente —dijo Richie—. Eso nos deja a ti y a mí solos, nena.

Perdona que te diga, l isti l lo, pero te deja solo a ti, y punto —dijo Tilo, eludiéndolo.

Pero el grupo (salvo Jessica, por supuesto) volvió a unirse cuando Simon les comunicó que había encontrado algo, una señal. Simon había recibido una transmisión.

—Es americano —dijo, emocionado (¡Simon Satchwell, el centro de la atención! Y por una vez, por los motivos adecuados, no por ser la víctima de una broma cruel)—. Ya lo pensé al principio, por el acento, pero luego la voz dijo que estaba retransmitiendo desde la ciudad de Nueva York, desde Brooklyn Heights en Nueva York. Se oye muy mal, hasta con el volumen a tope, hay un montón de interferencias y la señal va y viene…

—Podríamos oírla si te callases —protestó Richie.

—Cállate, Coker —le espetó Mel—. Buen trabajo, Simon.

Había entusiasmo en aquellos cinco rostros, incluido el de Coker. Se apiñaron en torno a la radio bajo la luz titi lante de la vela, inclinándose hacia ella para escuchar hasta la última sílaba. Travis sintió q ue el corazón le latía con fuerza, con dolorosa expectación, con necesidad, con esperanza, con un anhelo casi espiritual de que quedase alguien dispuesto a salvarlos. Se preguntó si los demás sentirían los mismo. Tenía toda la pinta de ser así: la radio los tenía a todos hipnotizados.

—Por favor, por favor, por favor —rogó Travis en un susurro.

La voz del emisor fue la primera decepción. No era la del presidente. Ni la de un general. Ni siquiera era la de Arnold Schwarzenegger. Era la de un chico más joven que quienes le escuchaban.

—¿…me oye…? No sé si alguien puede… Soy… Rothwell, de Brooklyn… Todd Rothwell… retransmitiendo hasta que se agoten las pilas… Nueva York ha muerto… todo está muerto…

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—¿Y el plan de rescate? —preguntó Richie con inquietud—. me da igual quién sea este tío. ¿Cuándo van a venir a rescatarnos?

—Tranquilo, Richie —le reprendió Travis, aunque comprendía su frustración. Y hasta la compartía. Mel le estrechó la mano. Tilo se dio cuenta.

—… se puede ver desde aquí, pero os lo tengo que con tar… alguien se lo tiene que contar al mundo, si es que queda un mundo que escuche… Manhattan está ardiendo… el fuego se extiende por los alrededores del East River… infierno, es imposible… el Empire State está en l lamas… mucho humo, el cielo está negro a causa del humo…

Mi hermana mayor se marchó con… teníamos que irnos de la ciudad antes de que… la ciudad está ardiendo, Manhattan está… quedarme con mamá y papá, no podía irme, sería incapaz… Dios mío, y los cuerpos, las cosas que he visto…

—Apágala, Simon —dijo Travis fríamente.

—Pero…—Simon no quería decepcionarle—. Al menos recibimos una señal.

—Pues es la señal equivocada.

—…quedarme con papá y mamá para siempre… seguiré retransmitiendo… las pilas… Todd Rothwell…

—Apágala.

Simon obedeció a regañadientes, como si estuviese admitiendo una derrota, y el grupo permaneció en silencio, quieto y abatido. Las velas emitían una tenue luz parpadeante, como el eco de una fogata lejana. Al otro lado del mundo, Nueva York estaba ardiendo. Todas las ciudades estaban ardiendo. Y sobre ellos, los cielos eran tan oscuros como la tierra que cubría un ataúd.

—Mañana, Simon —dijo Travis—. Volveremos a intentarlo mañana.

***

—¿Mel? Mel…—La voz era débil y quejumbrosa, tan frágil que, por un lado, a Mel le sorprendió que hubiese sido capaz de despertarla. Pero, por otro, no la sorprendió en absoluto.

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Porque era la voz de Jessica.

—¿Jessie? —Su amiga estaba dormida a su lado, en aquel oscuro dormitorio de la casita. Mel sintió un arrebato de júbilo y el corazón latiéndole a toda velocidad—. Jessie, has vuelto. —Se dirigió hacia ella para tocarla.

Pero una mano masculina la sujetó primero.

—No, no es Jessie. Y yo nunca me fui. —Quien se encontraba a su lado era su padre muerto, con sangre asomándole de entre los labios.

Entonces se despertó de verdad, y fue cuando se dio cuenta de que alguien le estaba sujetando el brazo. Era Tilo Darroway, arrodil lada al lado de la cama sobre el colchón que habían colocado en el suelo para ella.

—¿Estás bien? Estabas l lorando mientras dormías.

—Estoy bien, estoy bien. —La respuesta de Mel era demasiado defensiva como para convencerla. Echó un vistazo a su lado: Jessica estaba completamente dormida, a salvo en el sueño de los inocentes. Mel anheló saber cómo sería esa sensación.

—Una mala pesadil la, ¿eh? —susurró Tilo.

—¿Es que existen las buenas?

—¿Quieres que hablemos de ello?

Quizá. Quizá debería confiar en alguien con quien compartir los problemas y todo eso. No podía confiar en Travis: temía decepcionarlo, o incluso que sospechase de ella si le contaba la verdad acerca de la muerte de su padre. Pero, ¿y Tilo?

—Gracias, pero mejor no. —No. Todavía no.

—Vale.

—Intentaré… no sé, tener dulces sueño, o algo. Pero gracias.

—Vale. Y, Mel, ¿puedo preguntarte algo? —Claro que podía—. ¿Travis y tú…? —Empezó con cautela.

—¿Sí?

—¿Hay algo entre Travis y tú? Quiero decir, estáis como… ¿juntos?

—¿Quieres decir si somos novios?

—Sí.

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—No. —A Mel le pareció ver a Tilo sonreír, pese a la oscuridad —. Travis y yo nos conocemos desde hace a ños. Estamos muy unidos. Pero ¿sabes el cl iché ese de «solo somos buenos amigos»? Pues así estamos. En serio. ¿Por qué? ¿Te interesa Trav? ¿Incluso después de que te pegase un pu ñetazo? Porque vaya forma de conocerse.

—¿Interesada? —reflexionó Tilo—. Puede ser. No está con Jessica, ¿no?

—Trav y Jess están igual que Trav y yo. No tienes competencia, Tilo, pero deja que te diga una cosa: Travis es un tío especial. Si le haces daño, te habrás ganado un enemigo, y no, no me refiero a él.

—Nunca le haría daño —prometió Tilo. Más tarde, lo recordaría.

Las chicas se echaron de nuevo. Así que la Hija de la Naturaleza le tiene el ojo echado a Travis, ¿eh?, pensó Mel. Pero qué suerte tiene el tío. Merecía tener a alguien a su lado, entonces más que nunca. Pero ¿no lo merecían todos? Estab a durmiendo solo con la ropa interior, pero tenía los pantalones vaqueros al alcance de la mano, sobre una sil la al lado de la cama. En el bolsil lo, una fotografía. No podía verla en la oscuridad, obviamente, pero no le hacía falta. Podía describir cada uno de sus detalles de memoria y con solo tocarla se sentía bien, esperanzada. Todo el mundo merecía estar con alguien. Dos chicas sonrientes, abrazadas, con toda la vida por delante. Como en el pasado. Como en el futuro.

—Despierta, Jessie —susurró Mel, consolándose con el tacto de la fotografía entre sus dedos—. Por favor, despierta.

***

—¿Sabes qué? Saben mejor sin leche —dicho Richie a la ma ñana siguiente, vertiendo los cereales en su boca directamente de la caja.

—Menos mal —dijo Mel—, porque toda la l eche que encontremos estará a punto de convertirse en quedo. Y si no lo está, bastará con que la mires para agriarla, Richie.

—Travis —dijo Tilo—, ¿crees que volveremos a probar la leche?

—Claro —dijo Travis, optimista—. Tendremos que aprender a ordeñar vacas por nosotros mismo, eso es todo. No te preocupes. Si hace falta, conseguiremos leche hasta de las piedras, en cuanto les encontremos las ubres.

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Tilo se echó a reír… quizá demasiado alto.

—No esperes que Richie Coker le ponga las manos encima a una vaca —advirtió el chico de la gorra de béisbol.

—¿Por qué no, chicarrón? —se burló Mel—. ¿Reservándote para el toro?

Richie puso mala cara y se alegró de que Satchwell no estuviese cerca para disfrutar aquella humillación. Simon ya se había dirigido al comedor , a intentar sintonizar con la radio alguna emisión un poco más constructiva que la de Todd Rothwell. Richie se levantó de la mesa y caminó pesadamente hacia la puerta.

—Creo que deberíamos ir al pueblo y saquear las tiendas esta ma ñana. De nada nos sirve quedarnos aquí soltándonos pullas, Morticia: tenemos que ponernos en marcha o se nos adelantará algún perdedor.

—¿Es que no sabe encajar una broma? —suspiró Mel, con sorna.

—Pues por desgracia —admitió Travis—, tiene razón. En marcha.

Los cuatro se adentraron en Willowstock, dejando a Simon y a Jessica en la casita. El Volvo todavía tenía gasolina de sobra en el depósito.

—De todas formas, si necesitásemos más podríamos sacarla de otros coches —dijo Richie.

Aparcaron enfrente de una tienda, sobre una doble l ínea continua amaril la. Mel pensó que aquella debía de ser la primera vez en su vida en la que se alegraba de ver una se ñal de tráfico. Milagrosamente, el escaparate de la tienda estaba intacto. Por otra parte, dada la media de edad de los habitantes del pueblo y la consiguiente falta de jóvenes que hubiesen sobrevivido a la enfermedad, tampoco era tan sorprendente.

—No tientes a la suerte, Naughton —dijo Richie cuando Travis se lo comentó—. Así lo tenemos más fácil. Bueno, entonces ¿quieres comportarte como un criminal y echar la puerta abajo de una patada? —Travis declinó aquel honor—. Lo que yo pensaba. Tú sigue ordeñando vacas, Naughton, y deja el trabajo de verdad para hombres de verdad. —Guiñó un ojo a Tilo y abrió la puerta de una patada—. ¿Hola? ¿Hay alguien? ¿Es que aquí no se atiende? Parece que no. Tendremos que servirnos por nuestra cuenta.

Tilo se quedó atrás mientras el resto se adentraba en la tienda.

—Travis, mientras cargáis las cosas en el coche, yo voy a pasar por la consulta del médico.

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—¿Por qué? ¿No te encuentras bien? ¿Necesitas que te echen un vistazo? —se ofreció Richie.

Tilo le ignoró.

—Cuando un… un amigo y yo vinimos aquí el otro día, en la consulta había una recepcionista, una mujer que aún no había contraído la enfermedad. Había perdido la cabeza y no creo que siga all í pero… solo tardaré un minuto en comprobarlo.

—Vale. —Travis asintió, dando su aprobación—. Pero sería mejor si Richie o yo te…

—Yo me ocupo, jefe —se ofreció Richie.

—…acompañásemos. Por si acaso.

—Ya voy yo. Tú dirás a dónde, nena. —A Richie se le había quedado grabada la expresión lasciva en la cara, como un tatuaje.

—Vale, creo que me llevará menos de un minuto —dijo Tilo, revisando su estimación.

Después de entrar en la consulta del doctor Parker, quién la acompañase le resultó indiferente. La señora Wilson ya no estaba. Tampoco los registros médicos que revolvía sobre el escritorio. Pero Tilo sabía lo que les había ocurrido… cosa que no podía decir de la mujer: los historiales médicos de todos los pacientes del doctor Parker (entre los cuales probablemente estuvieses los de los abuelos de Travis) descansaban, convertidos en ceniza, en el fondo de una papelera ennegrecida. El último acto de la señora Wilson como recepcionista, ¿y por qué no? Aunque el doctor Parker siguiese vivo, ya no necesitaría sus registros: solo certificados de defunción.

—Antes has dicho que estuviste aquí el otro día con un amigo —dijo Richie—. ¿No será un novio?

—No es asunto tuyo, Richie —dijo Tilo desdeñosamente—. Pero me recuerdas a él.

—¿Sí? —dijo Richie, sacando pecho.

—Sí, él también era un baboso.

—Venga, nena, no seas así. —Avanzó hacia Tilo. Hacía falta más de un insulto (muchos, de hecho) para disuadir a Richie Coker—. Ya sé que no lo decías con

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mala intención. Sé que te gusto. —Empezó a acorralarla contra el mostrador—. Sé que me quieres. —Apoyó sus carnosas manos sobre sus hombros.

—No sabes nada, Richie —le dijo Tilo con indignación—. Pero no tardarás en aprender. —Y dicho esto, le propinó una patada con todas sus fuerzas en la canil la, aprovechando para escabullirse de él cuando se dobló de dolor—. Tómatelo como la primera lección —dijo desde la puerta. Corrió hacia la calle con una sonrisa en los labios, casi a punto de echarse a reír y deseando que hubiesen sido las manos de Travis las que se hubieran apoyado sobre ella…

A unos cien metros de distancia, en esa carretera, se encontraba Enebrina, observándola grave y si lenciosa.

Cualquier atisbo de alegría que Tilo hubiese podido albergar en su corazón se disipó inmediatamente. El sentimiento de culpa era uno de los que más fácilmente regresaban.

—¿Brina? ¡Brina! ¡Gracias a Dios! —Echó a correr, pero no hacia la tienda en la que se encontraban Travis y Mel, sino hacia la ni ña—. Iba a ir a buscaros. Estoy aquí. He encontrado unos amigos. ¡Brina, espera!

Pero la ni ña no parecía dispuesta a escucharla. Quizá ya no creía en ella (los motivos eran obvios). Pero las cosas habían cambiado: Tilo ya no estaba sola. Tenía a Tra… tenía a los demás.

Pero Enebrina desapareció tras doblar la esquina de la última casa de la calle. Desde ahí había muy poca distancia hasta el bosque, apenas un tramo de campo, y si la niña l legaba a la arboleda antes de que Tilo la alcanzase, se escaparía. Así que echó a correr sobre el asfalto hasta doblar la esquina de la última casa de la calle.

Y entonces se detuvo de golpe, como si se acabase de topar con un abismo inesperado, y gritó. Pero no era hacia abajo donde tuvo que mirar, sino hacia arriba: concretamente, a más de dos metros del suelo.

Un ojo flotaba en el aire.

Los niños, Enebrina y el resto, no la habían mentido. Era el ojo que habían visto aquella noche. Al parecer, también se dejaba ver de día.

Era exactamente igual a como lo describieron: del tama ño de una pelota de fútbol, puede que incluso un poco más grande. Del tamaño de una pelota de playa. Pero de todas formas, a nadie se le hubiese ocurrido patearlo. Bril laba porque la piel que lo cubría era de acero, excepto por un panel circular frontal

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parecido a la lente de una cámara, al iris de un ojo. Observó a Tilo. La inspeccionó.

Ella contuvo la respiración. ¿Qué diablos era aquello? Y en cualquier caso, ¿querría saberlo? Empezó a retroceder, temerosa, en silencio, como si pensase que cualquier sonido podía incitar al ojo a hacer algo no deseado.

Solo gritó cuando Richie chocó contra su espalda.

—Pero bueno, ¿qué haces ahí parada? —protestó el chico. Su inercia estuvo a punto de hacerlos caer a los dos, convertidos en una maraña de extremidades.

—Richie, ¡mira!

—¿Qué? —Observó en la dirección que le indicaba, pero no vio nada digno de mención.

El ojo había desaparecido.

—¿No lo has visto? —le preguntó Tilo tímidamente.

—Si he visto, ¿qué? Lo único que he visto es a ti , corriendo por la calle como si te estuvieses haciendo los cien metros l isos o algo así. Vale que pueda haber sido un poco brusco, teniendo en cuenta que nos acabamos de conocer y todo eso, pero echar a correr de esa forma me parece un poco…

Había desaparecido. Como si nunca hubiese existido. ¿Y si ese era el caso? ¿Y si el ojo volador no era más que producto de la truncada imaginación de Tilo?

—Entonces ¿qué se supone que tengo que ver?

—A Enebrina. Una miembro de los Hijos de la Naturaleza. Una niña. —Puede que lo más prudente fuese guardarse lo del extraño ojo de metal para sí, por el momento. No quería parecer tonta delante de Richie Coker.

Este la miró confundido.

—No, pero antes has dicho si «lo» he visto. «Lo».

—Perdón, quería decir «la». ¿La has visto? A Enebrina. Llevar esa ridícula gorra de béisbol todo el día está afectándote el oído. Enebrina estaba aquí, así que corrí tras ella. Pero está visto que no lo bastante deprisa.

—¿Por qué te refieres a una niño como «lo»?

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—«La», Richie. —Tilo tiró de él cogiéndole la manga hasta l levarlo de vuelta a la calle—. En cualquier caso, se ha marchado, así que olvídalo. Vamos a ayudar a Travis y a Mel.

—Eres muy rara, Tilo —dijo Richie—. Pero que eso no te preocupe, porque, ¿sabes qué? Me gustan las chicas raras.

Tilo echó la vista atrás: no había más que una casa de aspecto inocente y un cielo despejado. Y el cumplido de Richie no hizo que se sintiese más tranquila, en absoluto.

***

Cuando el Volvo estuvo l leno con todas las provisiones que podía transportar, regresaron a la casita. Simon estaba en la puerta.

—Ha pasado algo malo —aventuró Mel automáticamente—. ¿Y si le ha ocurrido algo a Jess?

—No, no —le corrigió Travis—. De hecho, parece que pasado algo bueno.

—Puede que Simoncete haya aprendido a tejer mientras estábamos fuera —bromeó Richie.

Tilo se preguntó si el chico de las gafas habría visto aquel globo de acero parecido a un ojo flotando por la zona.

Simon tenía noticias con respecto a la radio. Buenas noticias.

—He captado una señal —anunció—. Están retransmitiendo desde un colegio, no de un colegio de tres al cuarto como Wayvale, no: desde uno privado, el colegio Harrington. Todavía tienen electricidad y agua caliente y se están organizando. Quieren que se les una gente. Podríamos unirnos nosotros.

—¿Y juntarnos con un montón de pijos? —gruñó Richie—. Preferiría ir con alguien como Bufón.

—Eh, si quieres irte, ya sabes dónde tienes la puerta, Coker —le dijo Mel. Richie no se movió.

—Pero quienes hablaban eran jóvenes, ¿no, Simon? —preguntó Travis—. No había adultos, ¿verdad?

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—Era la voz de un chico, sí, pero sonaba… no sé, de fiar. Creíble. Como si se pudiese confiar en él. —Como en ti, Travis, pensó Simon, hasta que reclutaste a Richie Coker—. Dijo que están retransmitiendo desde su propio estudio en el colegio Harrington y que van a enviar el mensaje cada hora. Tenemos unos diez minutos hasta el próximo.

—¿Dijo dónde se encuentra ese colegio Harrington?

—Sí, que está a las afueras de un pueblo l lamado Otterham.

—Eso solo está a unos treinta o cuarenta kilómetros de aquí —dijo Tilo.

—Sí, lo he comprobado en un mapa de la zona que tenía tu abuelo, Travis: concretamente, está a cincuenta kilómetros de aquí.

Travis asintió, satisfecho.

—Genial, Simon. Lo has hecho muy bien.

Simon se sonrojó, orgulloso.

—Así que todavía necesitaréis un conductor, ¿no? —apuntó Richie.

—No nos precipitemos —dijo Travis—. Primero, vamos a escuchar qué dice la retransmisión.

El mensaje l legó una vez más, puntual, a la hora prevista.

—Este es un mensaje del colegio Harrington. Este es un mensaje del colegio Harrington para todo aquel que pueda recibirlo. Por favor, permanezcan a la escucha, aunque nunca hayan oído hablar de nosotros; puede que ese sea el caso, pero les rogamos encarecidamente que atiendan a este mensaje. Por su interés y el nuestro. —Simon tenía razón: la voz era de un chico, puede que incluso más joven que los adolescentes que conformaban su grupo. Pero también había dado en el clavo con respecto al tono de aquella voz: tenía algo que inspiraba confianza—. Antes de la enfermedad, Harrington era un colegio privado masculino, pero esos días han quedado atrás. Ahora queremos proporcionar un hogar a todo el mundo, a todos: chicos, chicas, independientemente de vuestra edad. Queremos forjar un nuevo comienzo, una nueva comunidad, equipada para garantizar nuestra supervivencia en los difíci les tiempos que hemos de afrontar, y queremos que todo el mundo forme parte de ella. Os necesitamos. Si podéis oírnos, uníos a nosotros. Harrington va a ser un refugio seguro, un santuario para aquellos que han sufrido a causa de la enfermedad, un lugar en el que ya no sufriréis más. El apodo del colegio era «El Castil lo»… ya veréis por qué cuando lleguéis.

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—Este chaval da muchas cosas por sentadas, ¿que no? —gruñó Richie.

—Calla y escucha, Richie —le recriminó Mel.

—Tenemos espacio de sobra en el que proporcionaros hosped aje. Tenemos nuestro propio generador, que nos suministra electricidad y agua caliente. Retransmitimos desde nuestro propio estudio multimedia, así que en caso de que las autoridades empiecen a organizarse, podremos escuchar sus comunicados. Tenemos extensos terrenos y estamos reuniendo ganado. Tenemos todo lo necesario para hacer posible una comunidad, pero necesitamos gente, gente dispuesta a ayudar, gente con ganas de combinar sus talentos y habil idades con los nuestros por un bien común. Tenemos que colaborar. Tenemos que ser fuertes y permanecer unidos. Este es un mensaje del colegio Harrington: os necesitamos. Si podéis oírnos, uníos…—A continuación, la voz empezó a dar detalles sobre la frecuencia de la transmisión y la ubicación del colegio, información que ya les había proporcionado Simon.

—¿Y bien? —preguntó este, exultante, una vez concluido el mensaje—. ¿Qué os parece?

—Suena bastante prometedor, ¿no te parece, Trav? —dijo Mel—. Cuantos más seamos más seguros estaremos y todo eso.

—A mí me parece que el crío ese sonaba más estirado que el palo de una escoba —murmuró Richie, burlón—. Da igual lo que diga: no nos querrán. Solo quieren que se les unan los ni ños mimados cuyos papás eran agentes de Bolsa, jueces y cosas así. Tú, Tilo, ya te puedes ir olvidando. No te van a bajar el puente levadizo de su castil lo. Los perdedores no van a colegios para pijos.

—Haber tenido una crianza alternativa no te convierte en un perdedor, Richie —contestó Tilo, a la defensiva—. Así que vete al cuerno. Yo no valgo me nos que nadie.

—¿Trav? —Mel lo miró con expectación.

A Travis le impresionó la retransmisión… era casi cautivadora. Lo cual no le sorprendió: estaba enviando un mensaje que podría haber escrito él. El propósito de su éxodo de Wayvale era encontrar un lugar en el que establecer una comunidad que conservase y defendiese los valores de la sociedad civil izada; que saliese adelante, como había dicho el chico de Harrington, por el bien de todo. Travis había pensado que Willowstock podría ser ese lugar. Quizá, después de todo, fuese Harrington.

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Pero las palabras eran solo eso, palabras. Podían util izarse para mentir con la misma facil idad que para decir la verdad. Hasta entonces se había dejado engañar dos veces en dos días. A la tercera iría la vencida.

—Creo —dijo— que merece la pena investigar. El colegio Harrington está tan cerca que sería de tontos no pasar a echar un vistazo. Así que iremos y comprobaremos por nosotros mismo qué es lo que realmente ofrecen. Según eso, decidiremos qué hacer. Pero iremos con la mente abierta.

—¿Cuándo, Travis? —dijo Tilo, dejando entrever un tono de duda —. ¿Cuándo iremos?

—Son unos cincuenta kilómetros… —dijo Travis. Después se encogió de hombros—. ¿Por qué no esta misma tarde?

—Sí, bueno… —dijo Simon con una débil sonrisa—. El problema es que son cincuenta kilómetros si tomas el camino más corto a Harrington. Y ese camino…bueno, supongo que debería haberlo dicho antes…

—¿Decir qué, Simon? —preguntó Travis, confundido.

—Que ese camino pasa directamente por el peaje de Rev.

***

Richie volvió con un Land Rover negro de cinco puertas. Su carrocería bril laba bajo el sol el atardecer y su estructura era tan rectangular y de aspecto tan recio como la mandíbula de un boxeador. Travis recordó el anuncio televisivo de aquel modelo en el que el vehículo atravesaba colinas, cruzaba arroyos y se movía por terrenos accidentados con la soltura de una moto de agua por el mar; presentado, según la costumbre del mundo en el que se emitió el anuncio, como algo a ambicionar. Sin embargo, dada su si tuación, primaba la util idad sobre el estatus que podía denotar: los parachoques delanteros y traseros parecían firmes, y podían l legar a necesitarlos.

—¿No sería más sencil lo si diésemos un rodeo? —había preguntado Mel horas atrás—. No sé, para evitar a los motoristas y olvidarnos de ellos. Puede que tardemos más, pero una vida tranquila tiene sus ventajas, ¿sabes? Me pongo tensa cuando me apuntan con una escopeta en la cara.

—Pues sí, podríamos —reconoció Travis a regañadientes—, pero no voy a permitir que un matón como Rev piense que nos ha vencido.

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—Trav —insistió Mel—, no sabrá que le estamos dando esquinazo. ¡Ah, no, espera! No me lo digas. —Y asintió, anticipando lo que estaba a punto de decir—. Pero tú si lo sabrías.

—¿Merece la pena arriesgar nuestras vidas para demostrar algo, Travis? —preguntó Simon.

—Si ese algo a demostrar es lo bastante importante, sí, Simon. Siempre.

—No tenemos por qué arriesgarnos —dijo Richie. Había estado escuchando, malhumorado, la conversación. Travis no hacía más que alabar a Simon como si no fuese un despojo gimoteante y quejica. La hippie estaba camuflando muy bien su desbocada pasión hacia él. Y encima, la perspectiva era unirse a un montón de pijos con apell idos compuestos que seguramente serían tan blandengues que ha rían que Simoncete pareciese La Roca en comparación. Pero quizá tuviese la oportunidad de hacerse valer.

—¿Qué quieres decir, Richie? —dijo Travis.

—Creo que podríamos atravesar su barricada de tres al cuarto con el vehículo apropiado sin problemas. Ahorraríamos tiempo y pondríamos al moterito en su lugar.

Simon palideció.

—No es necesario, Travis. Podemos dar un rodeo. Richie solo quiere hacerse el duro.

Pero a Travis le tentaba la idea. Su padre tampoco hubiese dado un rodeo…no en aquella ocasión.

—¿En qué vehículo habías pensado? —dijo.

No tardó en descubrirlo.

Mel l levó a Jessica sin que esta se resistiese al asiento trasero del Land Rover. Todo el grupo esperó en la carretera que pasaba delante de la casita, l istos para partir.

—Estaba aparcado fuera del garaje de un cadáver —explicó Richie con confianza, gratificado al ver que el bueno de Simoncete se puso pálido como un fantasma en cuando lo oyó… parecía que aún había cosas que no cambiaban —. Ahí parado no servía para nada, así que lo cambié por el Volvo. Encontré las l laves en la cocina del tío, que va a necesitar una puerta trasera nueva.

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—Le estás cogiendo el gusto al allanamiento de morada, ¿eh, Richie? —comentó Mel, ácida.

—¿Seguro que no quieres cargar el maletero, Travis? —preguntó Tilo, como si quisiese retrasarse un poco más.

—No hace falta. Todavía no. Si nos gusta lo que están organizando en Harrington, podremos volver y recoger lo que necesitemos más tarde. Si no nos gusta, volveremos de todas formas. Y si nos topamos con Rev, con barricada o sin ella, nos convendrá viajar l igeros de equipaje. Pero no te preocupes, Tilo. Estaremos bien.

—No me preocupo. —Hizo una breve pausa—. No es Rev el que me preocupaba. Por lo que me has dicho de él, es un don nadie.

—Bueno… entonces ¿qué es lo que te ronda por la cabeza?

—Es Harrington. —Tilo frunció el ceño—. ¿Y si, por un milagro, Richie tiene razón? ¿Y si no son más que niños pijos? No son el tipo de gente con el que me he criado. No estoy segura de si… de si encajaré, supongo. No sabré qué hacer. Pareceré idiota. ¿Y si se meten con…? Travis, ¿por qué te ríes?

—Porque, Tilo —dijo Travis, sonriente—, dices cada cosa… —No pudo contener las carcajadas. Extendió el brazo hacia ella y le abrazó a la altura de los hombros. Para tranquilizarla, por supuesto. Nada más—. No parecerás idiota. ¿Cómo ibas a parecerlo? Tienes un aspecto…—Sus grandes ojos miel se encontraron con los suyos. Contempló sus delicados rasgos—. ¿Cómo puedes pensar que parecerás idiota? Y nadie se meterá contigo, Tilo, o tendrán que responder ante mí.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Tilo.

—Vaya que sí —dijo Travis.

—Entonces será mejor que montemos con los demás.

Richie tocó el claxon, como si quisiese enfatizar la sugerencia.

Sin embargo, la impaciencia de sus compa ñeros no impidió que Travis se volviese hacia la casita. Tilo se fi jó en cómo se entristeció su expresión.

—¿Travis? —dijo ella.

—No pasa nada. Estoy l isto. Solo pensaba en lo que voy a tener que hacer, independientemente de cómo salgan las cosas en Harrington.

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—¿Y qué es?

Se vol vió hacia ella y le observó con unos ojos tan l lenos de dolor que sintió un nudo en la garganta.

—Enterrar a mis abuelos.

A medida que se aproximaba el momento, Richie empezó a pensarse las cosas dos veces. Hablar era sencil lo y no acarreaba consecuencias, pero actuar era harina de otro costal. Y en aquel momento, Richie tenía las piernas tan temblorosas que parecían hechas de agua. Cada vez se aproximaban más a la barricada. Sus músculos apenas podían reunir las fuerzas necesarias para seguir pisando el acelerador del Land Rover. Las manos le patinaban en el volante. Por lo menos la hippie no podía ver la aprensión en su rostro cada vez más pálido.

—Ya casi estamos. —El puñetero Satchwell, aportando su granito de arena para aliviar la tensión—. Reconozco este tramo de carretera. Creo que en la próxima curva…

—No necesitamos un maldito GPS —gruñó Richie—. Ya sé dónde estamos.

La densa maleza a ambos lados de la carretera ofrecía un escondite perfecto para los moteros al acecho. Igual que la pendiente de la izquierda. Igual que la curva. Richie frenó para tomarla con precaución.

—Puedo que no nos pase nada —dijo Simon—. Quizá se hayan marchado.

Pero no. Seguían all í.

—Atención —advirtió Travis desde el asiento del copiloto. Le sobrevino una sensación de déjà vu. Los dos coches accidentados, frente a frente, con los morros casi juntos, bloqueando la carretera. Entre ellos un espacio estrechísimo por el que no podía pasar ningún vehículo.

La chica vestida de cuero pedía ayuda entre estridentes rogativas.

—Se ve que le ha cogido cariño al puesto —observó Mel.

—No ha visto este coche antes y tampoco sabe que nosotros sí la conocemos a ella: eso nos da ventaja —dijo Travis con absoluta decisión—. Richie, haz que cuente.

—Damas y caballeros, por favor, abróchense los cinturones. Vamos a atravesar una zona de turbulencias. —No fue el freno lo que pisó aquella

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ocasión: era el turno del acelerador. Se hizo el si lencio. Richie movió el pie hacia abajo y este, sorprendentemente, obedeció sus deseos. El Land Rover respondió según lo esperado.

Sus grandes ruedas chirriaron sobre el asfalto. Richie apuntó hacia el hueco entre los coches. No podían pasar por él… a menos que lo ampliase. Las rogativas de la chica vestida de cuero fueron perdiendo intensidad a medida que resultaba cada vez más evidente que los ocupantes del vehículo no iban a detenerse a ayudarla. Empezó a gritar hacia los árboles como si fuese a ellos a quienes les estuviese pidiendo auxil io y se quedó ahí, de pie, desafiando al conductor a atropellarla.

De haberse quedado así hasta el final, el vehículo no se hubiese detenido: Richie tenía los ojos cerrados.

—¡Allá vamos! —gritó Travis.

En el último segundo, antes de que la chica vestida de cuero saltase a un lado de la carretera para apartarse de la trayectoria del Land Rover, esta reconoció a sus ocupantes. Travis se dio cuenta de que los había identificado en cuando le miró a los ojos. Y se alegró de ello.

El morro del Land Rover se empotró contra los laterales de los coches que obstruían el camino. El impacto de la colisión sacudió a los ocupantes del todoterreno, zarandeando la cabeza y los brazos de Jessica como los de un títere. El metal se desgarró con un crujido. La goma chirrió sobre el asfalto. La velocidad, peso y tamaño del vehículo, combinados con sus potentes parachoques, hicieron que este arrollase a los coches, arrojándolos a ambos lados de la carretera con violencia y permitiéndole proseguir su camino. Las chicas profirieron un aull ido de júbilo. Travis, un grito triunfal.

Travis abrió los ojos de nuevo y fingió haber tenido la situación bajo control desde el principio.

—¡Lo hemos conseguido! Sabía que lo conseguiríamos. Os lo dije. ¿Quién tiene el mando, eh? ¿Quién es el hombre?

—Si te refieres a ti mismo, Richie, será mejor que sigas conduciendo. —Era Satchwell. ¿Es que ese pequeño cabrón no podía callarse o mostrar un poco de agradecimiento?

Pero cuando Richie miró a los espejos retrovisores, vio a qué se refería Simon. Parecía que aún no había resuelto la papeleta: estaban siendo

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perseguidos por media docena de motoristas. Cada uno de los vehículos que iban tras ellos l levaba a un conductor agazapado y a un pasajero de paquete. Y estos últimos apuntaban con escopetas.

—Joder —gruñó Richie Coker.

Rev no iba a rendirse en su peaje sin pelear.

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—¿Qué hacemos?¿Qué hacemos? Richie no parecía consciente de que estaba chil lando.

Travis se volvió en el asiento para poder ver al enemigo con más claridad. Y vaya si lo vio: mejor de lo que le hubiese gustado. Los motoristas parecían estar ganándose terreno a medida que la carretera se estrechaba y el bosque daba lugar a una sucesión de setos. Parecía que Rev no estaba entre sus perseguidores, pero Travis no tenía ninguna intención de frenar para asegurarse.

Tenemos que dejarlos atrás. Richie, no dejes de mirar a la carretera y no despegues el pie del acelerador. Los demás —dijo mientras el motorista de paquete más cercano apuntaba con la escopeta, l isto para disparar —, agachad la cabeza.

Justo a tiempo. La luna trasera reventó en pedazos. Los gritos en el interior del vehículo ya no eran de júbilo.

¡Joder, joder, joder! —Richie se preguntó si aquel sería un buen momento para cambiar de bando. Si se detenía en aquel instante y entregaba a Travis y al resto a Rev, ¿le perdonaría? Quizá. O quizá no. Pero, tal y como lo estaban las cosas, estaba dispuesto a quemar para que los motoristas no pudiesen cruzarlo y así dejarlos atrás.

Otros dos disparos de escopeta alcanzaron al Land Rover desde atrás hundiéndose en la carrocería.

—No dejes de mirar a la carretera Richie —le recordó Travis.

—¿Mientras esos cabrones nos disparan?

—¿Está todo el mundo bien? —parecía que sí—. Tenemos que ofrecerles un blanco menos estático, hacer que sea difíci l alcanzarnos.

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—Vale, vale. Estoy en ello. —Richie dio una serie de volantazos, haciendo que el Land Rover se desplazase de un lugar a otro de la carretera a lo loco, casi fuera de control. Los setos arañaban la pintura, pero aquel era el menor de sus problemas.

—Dentro de poco debería haber una curva. Asegúrate de no salirte de la carretera.

—¿Nos están disparando y tú me hablas de cómo tomar las curvas? ¿No te parece mejor si nos largamos de aquí y punto?

—Vamos a Harrington —insistió Travis—. No voy a dejar que Rev se interponga en nuestro camino.

—Los niños pijos nos van a adorar.

—¡Se están acercando, Trav! —dijo Mel, antes de que una nueva perdigonada alcanzase al Land Rover.

—Si no fuesen idiotas, nos dispararían las ruedas —dijo Simon.

—Si no fuesen idiotas no estarían con Rev —observó Travis—. Pero me has dado una idea estupenda, Simon. Tilo, Mel: echad un vistazo a la rueda de repuesto de atrás. —El vehículo estaba equipado con una rueda adicional que se encontraba a sus espaldas—. ¿Qué aspecto tiene?

Las chicas se atrevieron a mirar a través del irregular agujero que había donde antes estaba la luna trasera.

—Es más o menos redonda y parece hecha de goma —dijo Mel.

—Y está a punto de caerse, Travis —observó Tilo.

—Parece que le quede poco para desprenderse del vehículo?

—De un momento a otro.

—Estás de coña, ¿no, Travis? —Dijo Mel, entre el sarcasmo y la estupefacción.

—Para nada.

—Pero eso es…

—Ya voy yo —dijo después de quitarse el cinturón de seguridad.

—No ya voy yo —se ofreció Tilo, que ya estaba puesto de rodil las sobre el asiento.

Travis le lanzó una sonrisa.

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—Ten cuidado, Tilo. Mel, Simon, sujetadla por las piernas. Con fuerza.

—¿Por qué nunca participo en las cosas chulas? —se quejó Richie.

—Tú sigue dando voltizos —le ordenó Travis—. Que no alcancen a Tilo.

—No le darán. —Richie siguió dando tumbos de un lado a ot ro. Las ruedas chil laron. Era como conducir un coche de choque de los de las barracas. Los pasajeros de los asientos traseros chil laron cuando las piernas de Tilo estuvieron a punto de seguir a su cuerpo a través del agujero de la luna.

—¡Sujetadla bien! —gritó Travis.

La chica ya tenía medio cuerpo fuera del Land Rover. Los moteros eran figuras borrosas para sus ojos, pero aquel no era su único problema: si no tenía cuidado, se clavaría los cristales rotos de la luna trasera, cuyos rebordes serrados recordaban a una cadena montañosa. Oyó un disparo, un violento recordatorio de que sus perseguidores tiraban a herir. A matar. Aquella amenaza le hizo actuar con más premura. Los tornil los que sujetaban la rueda de repuesto a su sitio estaban casi salidos del todo por los disparos. Agarró la rueda y tiró de ella con fuerza. No quería morir…. no iba a morir. Quería seguir viva en aquel mundo de muerte.

De pronto, la rueda se soltó

—¡Listo! —gritó. Sus compa ñeros la devolvieron al interior del vehículo mientras los moteros disparaban a un blanco que ya no estaba all í. Fueron sus últimos disparos.

Y es que tenían cosas más importantes de las que preocuparse.

La rueda rebotó sobre el asfalto y giró como un frisbee enorme y enloquecido. El primer motero intentó esquivarla, pero no fue lo bastante rápido. La rueda le alcanzó de pleno, proyectándolo hacia atrás y haciendo que su moto hiciese un caball ito. Los dos ocupantes del vehículo cayeron sobre la carretera mientras su moto se arrastraba por el asfalto, provocando un a l luvia de chispas y creando un nuevo obstáculo para los perseguidores. La segunda baja fue otra moto que colisión contra la primera y que lanzó a sus ocupantes hacia arriba como el potro de un rodeo.

—¡Richie! —le advirtió Travis—. ¡A la derecha!

El camino a Harrington se extendía en esa dirección. Richie, presa del pánico, tomó la curva sin apenas aminorar la velocidad, dando un desesperado volantazo para incorporar al vehículo a aquella carretera. Las ruedas gritaron

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mientras intentaban aferrarse al asf alto, con un agarre tan precario como el de un montañero colgando de un precipicio. Pero hicieron su trabajo. Aguantaron, aunque el giro resultante sacudió sin ningún miramiento a los ocupantes del lado izquierdo del coche. Uno de los moteros no consiguió ejecutar la maniobra con tanto éxito y se salió de la carretera.

Sin embargo, los restantes estaban decididos a perseguirlos. La partida de caza se había visto reducida a la mitad, pero aún no se había rendido.

—¿Es que esos idiotas no saben cuándo les han ganado? —protestó Richie.

—Es que todavía no lo hemos hecho. Aún no. Pero puede que tengamos refuerzos —dijo Travis—. ¡Mira!

Una carretera privada se separaba de la pública, atravesando una cuidada y tranquila arboleda y custodiada por un arco de piedra c on una garita que, si bien estaba claramente desocupada, proyectaba una presencia tranquilizadora. El acceso a la carretera señalado por un par de pilares de cemento, uno de los cuales tenía remachada una placa de bronce.

—¡Es Harrington! —gritó Simon, pletórico—. ¡Tiene que serlo!— No tuvo tiempo de leer el contenido de la placa para corroborar la identidad de aquel lugar, ya que Richie atravesó el arco y la arboleda con el Land Rover a toda velocidad.

—Bueno, pues ya hemos l legado, pero los matones de Rev todavía nos siguen —dijo Mel mientras observaba, nerviosa, que los tres motoristas se acercaban cada vez más—. ¿Tenemos algo más que tirarles, Trav?

—Prueba a insultarles, Morticia, que se te da de miedo —dijo Richie.

—¡Travis! —dijo Tilo de pronto, boqui abierta, mirando y señalando más allá de Richie—. ¡El castil lo!

Asomó tras los árboles como sacado de un cuento de hada, con sus torres y matacanes culminados en almejas parecidas a dientes gigantes. Una fortaleza preparada para repeler cualquier atacante.

Otro disparo de escopeta. Pero en aquella ocasión no sonó desde detrás, desde la posición de los moteros, sino desde delante. Un chico vestido con pantalones y chaqueta grises (y una corbata) apareció delante. Un chico vestido con pantalones y chaqueta grises (y una corbata) apareció entre el follaje. Apuntó. Disparó. El motero que iba en cabeza levantó los brazos como si quisiese rendirse, pero era demasiado tarde para él: la moto que conducía de estrelló contra un roble.

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Sus dos compa ñeros tomaron la dec isión más inteligente y frenaron, no sabiendo muy bien cómo reaccionar ante aquel repentino e inesperado cambio en la situación.

De entre los matorrales aparecieron más chicos, que se adentraron en la carretera armados con escopetas y fusiles de aire comprimido algunos…. ¿con arcos y flechas otros? Richie parecía dispuesto a atropellar a los recién aparecidos, de tan atónito y confundido que estaba.

—Será mejor que pares, Richie —dijo Travis mientras asía el volante.

—¡Trav! —gritó Mel, debatiéndose entre el miedo y la alegría —. ¿Estás viendo lo que yo?

Lo que estaba viendo era al pasajero de la moto derribada poniéndose en pie a duras penas y cogiendo su arma. Después la soltó y se encogió antes de caer de bruces sobre la carretera con una flecha clavada e ntre sus omoplatos. Vio una andanada de proyectiles trazando un arco en el aire hasta hundirse en los cuerpos de los seguidores de Rev, mermando su número hasta que sólo quedó uno. Por último, vio al único superviviente de la banda de moteros dando media vuelta y huyendo todavía más rápido que cuando les perseguía. Los chicos de gris celebraron su triunfo con vítores.

—Sí, lo veo —dijo Travis—. Apaga el motor, Richie.

El Land Rover estaba rodeado de adolescentes vestidos de uniforme. El grupo de Travis Suscitaba interés en la mayoría de ellos, aunque los ocupantes del vehículo también pudieron oír frases como «Buen tiro» y «Bien hecho, Piers» entre los tiradores y arqueros que habían abatido a los invasores.

—Ya está —dijo un chico pelirrojo y con pecas a los refugiados—. Ya podéis salir. Estáis completamente a salvo. Aquí estamos entre amigos. —Su voz tenía un toque altanero, más propio de alguien que les sacase veinte años que de un chico de un año más joven que ellos.

Sin embargo, la primera parte de su discurso de bienvenida era cierta.

—Vale. —Travis salió el primero. Excepto Jessica, todos se bajaron del Land Rover sin separarse—. Hum… hola, soy…

—Hola, buenas tardes —les saludó otro chico, un chaval de entre dieciséis y diecisiete años, mientras caminaba con aplomo desde el edificio que habían avistado. Tenía las manos juntas tras la espalda y, aunque llevaba el mismo uniforme gris que los demás, su corbata era enteramente azul en vez de a rayas azules y amaril las, como las del resto. Tilo y Mel hubiesen dicho, en caso de

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que alguien se lo preguntase, que tenía un atractivo aristocrático: atlético, proporcionado, con los ojos verdes y el pelo rubio rizado. Travis quizá se hubiese mostrado reacio a util izar la palabra «atractivo», pero aquel chico tenía un cierto aire a los cesares cuyos rostros hacían grabar en las monedas romanas.

—Desde luego, sabéis hacer una buena entrada, qué duda cabe.

—¿Este tío es así de verdad? —murmuró Richie.

Parecía que sí. Sus compañeros se hacían a un lado para abrirle paso, respetuosamente.

—Por suerte —dijo con una sonrisa—, conocemos el percal y hemos dispuesto guardias en esta posición, Leo —l lamó al chico de las pecas—, ¿quién es el responsable del turno de tarde?

—Hinkely-Jones —respondió Leo, marcial.

—Bien. Considero que una vigilancia tan digna merece un reconocimiento, ¿no es así? Que Hinkely-Jones pase a verme cuando haya terminado su turno. —Después, devolvió su atención al grupo de Travis—. Y antes de que continúe, supongo que debo presentarme. Soy Antony Clive, delegado de los alumnos. Bienvenidos a Harrington.

***

Por supuesto, no se trataba de un castil lo en el sentido estricto de la palabra. Sencil lamente, los fundadores del colegio Harrington habían util izado motivos medievales durante su construcción, puede que en un intento por arraigar valores como el honor, el valor y la caballerosidad a los muros de aquella institución y a las mentes de sus estudiantes. La arquitectura constituía, en sí misma, toda una declaración de intenciones: inmaculados y orgullosos mu ros con ventanas de arcos góticos, como escudos de plomo y cristal; el techo almenado que tanto impresionó a Tilo, el gran arco abierto que conducía a un patio interior cubierto de hierba.

—Antes, aquí había dos enormes puertas de roble macizo —les explicó Antony Clive mientras el grupo de Travis (excepto Jessica, que seguía en el Land Rover) caminaba bajo el arco —. Pero uno de los antiguos directores, el señor Amory, las mandó reinar, alegando que en Harrington no debía haber barreras ni puertas cerradas, que la educación debía estar abierta a todos.

—Estoy emocionado —gruñó Richie.

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—Abierta a todos, ya —dijo Mel, escéptica—. A todos los que puedan pagar diez de los grandes al año, ¿no?

Antony Clive miró a aquella muchacha delgada, morena y vestida de negro con divertido interés.

—Disculpa…Melanie, ¿no es así?

—Mel.

—De hecho, Mel, la tarifa de Harrington es de unas dieciocho mil l ibras anuales. No obstante, mi interpretación de las palabras del director Amory es que se refería a tener una mente abierta, no a que el acceso al colegio no tuviera restricciones. No obstante, estoy seguro de que por ti hubiese hecho una excepción.

—Le molas al delegadito, Morticia —le susurró Richie al oído.

—Pero ahora podríais volver a colocarlas, ¿no?—dijo Simon, mirando de refi lón al chico de la gorra de béisbol—. Para mantener lejos a los indeseables.

—Podemos defendernos por nosotros mismos —dijo Antony Clive para tranquilizarlo—. Considero que habéis sido testigos de primera mano de ello.

Travis echó un vistazo al patio interior. Independientemente de su papel antes de la l legada de la enfermedad, ahora lo util izaban como aparcamiento. Había varias fi las de vehículos estacionados sobre la hierba.

—Carburetti se ocupa de la lógica —dijo Antony Clive, siguiendo la mirada de Travis—. Su padre es…era un diseñador de coches italiano. Puede que podamos incorporar vuestro Land Rover a nuestra flota.

—Todavía no hemos dicho nada de instalaron aquí —dijo Tilo—. ¿Verdad que no, Travis?

—Tilo tiene razón —reconoció Travis—. Oímos vuestro mensaje por la radio. Estábamos en…estábamos cerca de aquí. Y pensamos que merecía la pena venir a echar un vistazo. Lamento haber traído problemas con nosotros y valoro mucho el que nos salvaseis la vida, obviamente, pero eso no significa que hayamos decidido quedarnos. Todavía no.

—Lo entiendo. —Antony Clive no parecía en absoluto molesto—. Necesitáis tiempo para pensar, para hablar entre vosotros. Es perfectamente comprensible. Tomáoslo con calma. Como habéis oído, necesitamos gente, pero solo voluntarios. Os ofrezco acompa ñados a vuestros dormitorios, dejados solos para que os deis una ducha, recordad, tenemos agua caliente, y

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descanséis, y pasar a buscados más tarde para enseñados el edificio. Entonces podréis decir cuál es vuestra respuesta. ¿Os parece?

—Desde luego —dijo Travis.

—Pensaba que vosotros solo os duchabais con agua fría —se burló Richie.

Antony Clive le respondió con toda naturalidad.

—En ocasiones —admitió—. Pero hasta una ducha fría es mucho más higiénica que no ducharse en absoluto. Creo que casi todos estaremos de acuerdo en eso —dijo mientras olfateaba un olor desagradable que empezaba a impregnar el aire.

Simon rio.

Antony le dio la espalda a Richie, displicente, haciendo que el matón se convirtiese en el blanco de las poco disimula das miradas de Travis y Mel. Sin embargo, la hippie no le lanzó ninguna mirada de reproche, y eso le animó. En cuanto a Satchwell y su risita, ya le daría lo suyo. Pero antes…

—Por favor —les dijo el niño rico—, seguidme.

El edificio albergaba no uno sino dos patios interiores. El edificio principal del colegio Harrington los rodeaba, formando una estructura de ocho caras. El segundo patio tenía (por absurdo que pudiese parecer, teniendo en cuenta las calamidades de aquellos días) un estanque para patos con sus ocupantes chapoteando en el agua, completamente indiferentes a la incalculable merma que había tenido en la población humana. Para ellos, la humanidad siempre se había l imitado al puñado de chicos que les daba de comer tres veces al día, los mismos que se encontraban en aquel instante lanzándoles pan duro y pedazos de galletas.

—¿Eso no es echar a perder comida, tal y como están las cosas? —preguntó Mel.

—Romeo y los demás mantienen alta la moral —dijo Antony.

—¿Romeo y los demás?

—Los patos. Los l lamamos a partir de personajes de Shakespeare. ¿Has oído hablas de Shakespeare?

Mel clavó sus ojos verdes sobre el delegado con confianza, casi con condescendencia.

—Claro. He oído que está muerto.

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—Creo que Romeo y sus colegas serían un segundo plato de primera, ¿que no? —dijo Richie, esbozando una sonrisa burlona.

—No lo creo —dijo Antony—. En Harrington no nos comemos a nuestras mascotas.

Tras entrar en la escuela y subir al ala del edificio en el que se encontraban las habitaciones, vieron a más miembros de aquella comunidad, resueltos y ocupados todos ellos. La mayoría de los adolescentes eran chicos (era evidente que quienes vestían uniforme eran estudiantes de Harrington), pero entre ellos también se contaban algunos niños y un puñado de chicas. Curiosamente, la mayoría de ellas lucía parte del uniforme del colegio, aunque las chaquetas tendían a quedarse demasiado grandes o demasiado pequeñas.

Antony rio al ver la mirada de los recién l legados.

—No obligamos a nadie a l levar el uniforme de Harrington —dijo—, salvo, claro está, a los estudiantes de Harrington, que a día de hoy siguen constituyendo la mayoría de nuestra comunidad. No obstante, todavía contamos con muchos uniformes disponibles y los primeros reclutas decidieron hacerse con una corbata o con una chaqueta. Otros han seguido su ejemplo. No es obligatorio, pero animamos a todos a vestirlo: el uniforme promueve la unidad, crea un sentimiento de fraternidad, reduce las diferencias y fomenta la igualdad. Como delegado, creo que son unos valores que m erece la pena conservar, así que es mi propósito.

—Yo no me pienso encasquetar uno de vuestros uniformes para ni ños piojos —dijo Richie.

—Me parece bien. No creo que te favoreciesen —respondió Anthony, críptico—, Richard.

(Si Satchwell volvía a reírse de Richie una vez más, lo haría con la nariz rota.)

—¿A cuánta gente habéis reunido aquí? —preguntó Travis.

—A cuarenta y dos, de los cuales veinticinco somos estudiantes de Harrington. El resto fue l legando a lo largo de los dos últimos días. Pero me temo que hasta ahora solo han venido siete chicas. Necesitamos chicas…

—¿No es eso lo que dice siempre los chicos, Tilo? —le susurró Mel.

—Claro está, si optáis por unidos a nosotros, contándoos a vosotras —dijo mientras volvía la cabeza hacia Mel y Tilo, antes de mirar de nuevo hacia delante— y a vuestra amiga, el total sería de diez.

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—Bueno, está claro que sabes sumar, Antony —le dijo Mel—. Dieciocho mil l ibras bien invertidas.

Travis vio sonreís a Antony. Mel era la primera miembro del grupo en l lamarlo por su nombre.

—Soy consciente de que cuarenta y dos no es lo que se dice una cifra muy abultada, pero esperamos ampliarla. Tenemos que ampliarla. Por eso enviamos el mensaje por radio.

—No seas tan duro contigo mismo —dijo Travis—. Lo estás haciendo muy bien. —Mejor que yo, pensó con cierta envidia. Antony había reunido un grupo siete veces más grande que el de Travis. Además, todos parecían unidos, todos parecían compartir un propósito y una voluntad de remar en la misma dirección. El pequeño grupo de Travis se f ormó prácticamente por accidente y había conseguido mantenerse unido pese a las diferencias individuales. Y pensar que había tenido la arrogancia de hacerse l lamar l íder. No era Tilo la que debería sentirse indigna de entrar en Harrington: era él—. Todo esto es…estás haciendo un trabajo asombroso.

—Gracias, Travis —dijo Antony, con toda cortesía—. Valoro mucho que me lo digas. Y creo que si optáis por quedados…bueno, dije que no quería presionados, ¿no es así? Así que lo mejor será que os deje solos un rat o. Julie —dijo, dirigiéndose a una chica que recorría el pasil lo—, ¿podrías acompañar a Mel y a Tilo al dormitorio de las chicas, por favor? Hemos acomodado uno de los dormitorios de modo que sea exclusivamente femenino, cómo no. —Julie estaba más que dispuesta a acompañarlas, pero Mel quería ir primero a por Jessica. Antony no se opuso—. Julie puede acompañarte y después, cuando haya guiado a tus amigos hasta su dormitorio y hayáis descansado, podremos discutir la cuestión a fondo.

—No creo que vuelva a jugar al críquet en ese césped —predijo Simon—. Quiero decir, no es que sea un experto en las reglas del juego, pero no creo que entre ellas esté que el ganado corte la hierba a bocados.

Estaba inclinado contra una ventana del dormitorio de doce camas en el que Antony Clive les había dejado, contemplando la extensión del colegio Harrington (el mensaje radiofónico estaba en lo cierto, ¡sí que era grande!). Simon fue al ba ño comunitario primero, aludiendo que no necesitaba darse una ducha en toda regla, solo re mojarse un poco. Al menos eso fue lo que dijo, pero el auténtico motivo por el que tomó aquella decisión es que no quería cambiarse de ropa delante de Travis, mucho menos de Coker. El matón ya tenía

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munición de sobra con la que humillarle, así que no había ningún motivo para proporcionarle más, «Siempre supe que no dabas la talla, Simoncete», hubiese sido lo más suave. Así que después de asearse regreso a la bienvenida privacidad de dormitorio a toda prisa. Sus dos compañeros acababan de unírsele.

—¿Ganado? —bufo Richie —. No me vegas con esas, Simoncete colega.

—Lo dice en serio, Richie —dijo Travis mientras se colocaba ante la ventana—. Así que prepárate para ordeñar. ¿Y qué tal se te da esquilar?

—¿Qué?

También tenían ovejas rodando por el terreno sobre el que antes corrían los chicos. El patio de juegos de Harrimgton se había convertido en terreno agrícola: los campos de criquet y rugby habían sido cercados por una valla destartalada para acoger a media docena de vacas y casi el doble de ovejas. Si los animales quisiesen, podrían echar abajo la valla y huir en masa, pero, ya fuese de una granja o del patio de juegos de un colegio masculino, la hierba no dejaba de ser hierba, así que parecían contentos de quedarse donde estaban.

—Tienes ganado —observo Travis con admiración—. Intentan ser autosuficientes.

También tiene un suministro de agua fresca. — A lo lejos, más allá del colegio, se vislumbraba la estela plateada de un rio. Otros edificios más modernos que el bloque principal servían como torres de vigía para los adolecentes: un velódromo, un teatro…

—Y también fiambres —dijo Richie, grave—. Que no se te olvide.

Algo parecido a un cementerio se extendía hacia la arboleda. La ubicación de los difuntos estaba señalando por cruces de madera en vez de mármol y por la tierra marrón recién removida. Había nuevo o diez tumbas. Travis se sintió incomoda al contarlas.

—¿A quién crees que habrán enterrado ahí? —pregunto Simon, nervioso.

—Probablemente a los adultos que murieron durante la enfermedad —dijo Travis—. A los profesores que se quedaron con los chicos hasta el final. —Pensó en el señor Greening, pero dudo q1ue Gestapo hubiese vivido el mismo aciago final en caso de haber sido un empleado de Harrington, en vez de uno del colegio de Wayvale.

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—¿Y si a quienes han enterrado ha sido a los chicos que dijeron que no a la propuesta de nuestro amigable delegado? —Sugirió Richie, medio en broma—.

Bufón, Rev y ahora Antony Clive.

—No. No lo creo, en absoluto —dijo Travis, descartando la idea—. Creo que es de fiar.

—¿Por qué? ¿Por qué sus padres eran ricos y él l leva corbata? Que sea un pijo no quiere decir que sea perfecto, Naughton. Piensa en esos ciudadanos modélicos del Club Conservador que cortarnos en rodajas. La mayoría de ellos fueron a un colegio para niños «bien» como este.

—Entiendo lo que quieres decir, Richie —admitió Travis—. Pero no baso mis juicios de valor en el pasado de una persona o en su origen. Ya deberías saberlo. Todavía no sé muy bien que pensar en el, pero debo admitir que me gusta mucho como tienen organizado todo esto.

—Yo también —dijo Simon —Creo que podemos confiar en Antony Clive, Travis.

—Bueno, si eso es lo que piensas, Simoncete. ¿A que esperamos? Vamos corriendo a buscar una americana gris de niño de papá que te quede bien.

—Y tu pruébate una de las corbatas, Richie —le contesto Simon—, a ver si te ahogas con ella.

—Vale, vale —intervino, Travis. No obstante, los dos adversarios hubiesen seguido lanzándose pullas al otro de no ser porque alguien l lamo a la puerta: inmediatamente después, Mel cruzo el umbral, con Tilo tras ella.

—Travis —dijo la chica con entusiasmo, lanzándose hacia él y abrazándolo con fuerza—. Ha pasado algo maravil loso.

—¿Nos hemos despertado y todo era un sueño? —murmuro Simon, sin dejar de mirar a las tumbas.

—Es Jessica.

—¿Se ha recuperado? —El corazón de Travis latió con fuerza.

—No exactamente. Todavía no. Pero se va a recuperar. Se recuperara enseguida, Trav, es cuestión de tiempo. —Nada parecía capaz de hacer mella en el optimismo de Mel—. Me ha reconocido. Ahora mismo. Por eso hemos venido a por tu. Ella estaba sentada en la cama y yo me encontraba al otro lado de la habitación: la mire durante un instante y ella me estaba mirando, Trav. —Abrió

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los ojos de par en par para incluir a Richie y a Simon en su exult ante mirada—. Jessica me estaba observando a mí, tenía una mirada que no recordaba desde…bueno, el caos es que me reconoció, se notaba. Sabía quién era. Y sus labios no es que… no sé, estaba a punto de sonreír, puede que incluso de hablar. Tu lo has visto, ¿a que si, Tilo? Llame a Tilo por si solo eran imaginaciones mías, pero tú también lo viste, ¿a que si? Jessica está mejorando.

—Sí que lo he visto, Mel —confirmo Tilo, aunque su falta de convicción hizo que Travis sospechase que lo decía mas por compasi ón que para decir la verdad—. Ha sido… increíble.

—¿Y dónde está Jessica ahora? —pregunto Travis.

—Sigue en el dormitorio, tumbada. Aquel momento… bueno, no duro mucho. Pero la próxima vez, durara. O a la siguiente. Pero Jessica va a ponerse bien, Trav… ¿no es fantástico}?

—Claro, Mel. —Travis le retiro un mechón de pelo negro de sus ojos bril lantes de alegría y se sintió como un padre dándole la razón a su inocente hija. Puede que Jessica se encontrase en un castil lo, pero ya no albergaba ninguna esperanza en que le sucediese lo mismo que a la Bella Durmiente. —Claro.

—Oh, lo lamento. ¿Estoy interrumpiendo un momento privado? —dijo Antony Clive desde el umbral.

—No —dijo Mel, pletórica—. De hecho, es un momento estupendo. Les estaba contando Travis y al resto que nuestra amiga, Jessica, está mejorando.

—Vaya, son buenas noticias, desde luego. Me alegro por ti —dijo con sinceridad, sin dejar de mirar a Mel—. Quieto decir, por todas vosotros.

Se rascó los rizos rubios, consciente de su desliz—. Pero de ahora en adelante, si optáis por quedaros en Harrington, no debéis… bueno, lo que quiero decir es que no está permitido que chicos y chicas compartan dormitorios, ya sea de día o de noche. Son las normas. Estoy seguro de que lo entenderéis. Es por decoro, ¿sabéis? Tenemos que respetar ciertos estándares.

—Claro que sí —dijo Mel, con evidente sarcasmo. Las primeras palabras del chico habían conseguido que Mel viese con otros ojos a Antony Clive… pero tenía que estropearlo y echar por tierra su bueno humos con sus remilgadas normas. Que típicamente masculino—. Intentaremos no volver a decepcionarte, jefe.

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—Lo siento. —Antony parecía sinceramente dolido—. No quería que os sintieseis avergonzados… No quería… Bueno, debí haberos informado con antelación.

—No le des más vueltas, Antony —dijo Travis.

—Pensaba que en un sitio como este son los chicos que se cuelan en otros dormitorios —murmuro Richie.

Antony Clive echo un vistazo al grupo y suspiro.

—Bueno, quizá sea el momento de que toméis una decisión.

Completaron a su periplo por Harrington visitando el gran salón en el que los habitantes del colegio se reunían a comer sentados en grandes mesas, la mayoría de las cuales había pasado a ser superflua; especialmente la que se alzaba sobre una plataforma elevada, por encima de las demás, tradicionalmente ocupada durante las comidas por los profesores. También pasaron por la zona en la que se l levaba a cabo las tareas domesticas, como el fregado y colada, desempeñadas por chicas como en el pasado lo fueron por mujeres (demostrando, expreso Mel con asta y reproche, que el sexismo era tan inmune a la enfermedad como los menores de edad.)

También visitaron la biblioteca, colmado de estanterías y que Antony describió como la estancia más importante del colegio.

—Necesitaremos dos cualidades para poder sobrevivir —dijo—. Valor y conocimiento. La primera tendremos que reunirla nosotros mismos, la segunda podemos encontrarla aquí. Los l ibros pueden enseñarnos como criar ganado, cultivar cosechas, hacer pan, mantener el generador en funcionamiento… Todo. —Richie comento que no le gustaba mucho leer, cosa que no me sorprendió para nada.

La hipótesis de Travis acerca del contenido de las tumbas resulto ser correcta-, Antony confirmo quien las ocupaba después de que el grupo entrase en el despacho del director, una gran estancia con sil las de cuero, una alfombra en el suelo y cuadros impresionistas en las paredes. Sensiblemente distinto al de la directora Shiels en el colegio de Wayvale, pendo Travis.

—Cuando llego la enfermedad —dijo Antony—, el director Stuart dio permitido tanto al personal como a los alumnos para abandonar Harrington y

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volver a sus casas, si consideraban que era lo correcto. Como se podía prever, muchos de los alumnos se marcharon aquel día, la semana pasada, pero otros entre los que me incluyo nos quedamos.

—¿Qué? —Mel estaba atónita—¿No querías estar con tus padres?

—Mis padres vivían en Sudamérica. Mi padre trabajaba en la embajada en Buenos Aires; me llamaron por teléfono el lunes para pedirme que me quedase en Harrington hasta que pudiesen coger un vuelo hasta aquí. Supongo que nunca sabré si lo consiguieron o no. Nunca vinieron. No he vuelto a tener noticias de ellos y la verdad… no creo que las reciba jamás.

—Lo siento, Antony —dijo Mel, avergonzada.

—Todos lo sentimos —añadió Travis. Y, por una vez, hasta Richie pareció mostrar una brizna de compasión.

—Gracias, valoro mucho la… bueno, gracias. En cuanto a los profesores, un puñado de ellos, entre los que se incluía el propio director Stuart, decidió quedarse. Nos ayudaron a organizarnos, a prepararnos para la vida después de la enfermedad. Incluso mientras morían uno tras otro, solo pensaron en nosotros. La última vez que hable con el director Stuart me dijo: «Harrington no es un colegio, sino un ideal, una aspiración, la promesa de un modo de vida más lustrada y civil izada. »Defiende ese ideal. No dejes que se pierda jamás, se fuel a esos valores que Harrington ha cultivado en ti y extiéndelos a los demás.» Y como delegado, ese es mi objetico. Es lo que he jurado hacer. — Los ojos verdes de Antony se volvieron, hacia la ventana—. Ahora, el director Stuart yace entre sus compañeros, pero siempre será recordado.

—Entonces, Antony, tu nueva comunidad… —dijo Simon—, ¿va a ser una especie de colegio? —No estaba seguro de si le gustaba aquella idea. Para Simon, el colegio no estaba compuesto por profesores y estudiantes, sino por matones y victimas. No quería regresar a aquella situación.

—No exactamente —dijo Antony con apenas una sonrisa —. Aunque, como es obvio, la educación será un factor fundamental: debemos aprender del pasado para afrontar el futuro. Pero no, lo que tengo en mente es establecer una comunidad cimentada sobre los valores tradicionales ingleses, los principios sobre los que se erigió Harrington: la verdad, el honor, la decencia, la integridad, el comedimiento, la generosidad, el juego l impio. Que los fuertes cuiden de los débiles. Valores cristianos.

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—¿En serio? —Eta evidente que las reservas de la compasión de Richie hacia el chico y su pérdida se habían agotado—. Todo eso me suena de un remilgado que tira de espaldas, chaval.

—Soy consciente de que en buena parte del país ciertos valores han caído en descredito —apunta Antony con aspereza—. Pero la sociedad que se jactaba de haber superado los valores y la moral tradicional de ha venido abajo. Ahora vivimos en un nuevo mundo. Tenemos la oportunidad de hacer de él un lugar mejor.

—No me opongo a algo así, Antony —dijo Travis—, pero no va a ser fácil . Nos hemos topado con un montón de gente (los moteros que nos perseguían, para empezar) que no está dispuesta a regirse por la decencia y el juego l impio. Que solo se interesa por los débiles para intimidarlos y explotarlos. Esa gente era en Harrington una amenaza. Y ala combatirán.

Antony asintió, con gesto convencido.

—Lo sé. Tienes razón. Pero el lema de la escuela es «Evita el camino fácil». Cuesta conseguir aquello que es realmente valioso. Y, como creo haber explicado con anterioridad, somos más que capaces de ofrecer una solida resistencia.

—Quieres decir que podéis matar gente —dijo Richie, sin rodeos.

—Sí, de ser necesario. Y no me disculpo por ello. El tiro con arco era una de las actividades optativas de Harrington y lo aprendimos bien. Muchos estudiantes de Harrington han cazado con arco con sus padres…

—¿Disparando a faisanes o a campesinos?

—… y nos hemos hecho con varias armas de las granjas cercanas. Puede que los salvajes y los motoristas nos vean como enemigos, cosa que no me importa, pero en ningún caso seremos una presa fácil .

—¿Qué vais a hacer con los moteros que… de los que nos salvasteis? —pregunto Tilo.

—Leo está organizando el funeral —dijo Antony—. Leo Milton, el chivo pelirrojo con pecas, es mi asistente como delegado. Creo que ya lo conocéis.

—Claro —dijo Travis—. Pero es un poco joven para ser tu asistente, ¿no?

—Otro de nuestros lemas es que nadie es demasiado joven como para asumir responsabil idades —dijo Antony—. Pero ya he hablado demasiado.

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Vosotros ya sabéis bastante acerca de Harrington, mientras que yo apenas se nada de vosotros seis. ¿De dónde sois? ¿Cómo llegasteis hasta aquí?

Travis detallo a Antony todas las vivencias del grupo de Wayvale mientras el chico rubio escuchaba con toda atención. Pareció particularmente interesado en Bufón y en su forma de pensar.

—Por detestable que suene, tiene parte de razón, por supuesto. Puede que la dura experiencia de vivir en las calles proporcione ciertas ventajas en las presentes circunstancias, en las que hay que luchar por sobrevivir, pero dichas ventajas no son exclusivas de los desampar ados. Los estudiantes de Harrington, entre los que me incluyo, hemos aprendido a ser independientes y autosuficientes en nuestro día a día. Hemos vivido sin nuestros padres, sin nuestras familias. Es un modo de vida duro. Estamos tan capacitados para ejercer el l iderazgo en un mundo tras la enfermedad tomo Bufón y tenemos motivos más elevados por los que asumirlo. Una sociedad que refleje los valores de Harrington será un lugar mejor en el que vivir que el modelo propuesto por Bufón. —Miro a los recién l legados—. ¿No estáis de acuerdo? ¿Travis? ¿Mel? ¿Simon?

—Dicho así, es difíci l no estar de acuerdo —reconoció Travis.

—Entonces quedaos con nosotros. Ayudadnos a convertir ese ideal en realidad. Os necesitamos a gente como vosotros… yo… —La voz de Antony estuvo a punto de quebrarse—. Antes habéis advertido que Leo Milton es demasiado joven para ser el asistente del delegado. Puede que no os hayáis dado cuenta, pero yo mismo soy un año más joven de lo requerido para el puesto. Tengo quince a los, cuando el dele gado. Puede que no os hayáis dado cuenta, pero yo mismo soy un año más joven de lo requerido para el puesto. Tengo quince años, cuando el delegado suele elegirse entre los alumnos de dieciséis.

—Bla, bla, nadie es demasiado joven, bla, bla, para asumir la responsabil idad…—apuntó Richie.

—Colin Matheson era nuestro verdadero delegado, elegido según el procedimiento —confeso Antony—. Pero sus padres vinieron a recogerlo el fin de semana pasado. Una de las últimas acciones del director Stuart fue nombrarme sustituto de Matheson. Llevo…. Llevo menos de una semana desempeñando el cargo.

—Pues no se nota en absoluto Antony —dijo Mel, intentando darle ánimos.

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—Y… bueno, se en lo que creo. Se los principios que Harrington ha de defender. Pero tengo que aceptar que nosotros, los estudiantes de Harrington, hemos l levado unas vidas privilegiadas. Yo no he vivido las mismas experiencias que vosotros, no poseo vuestro conocimiento de lo que está sucediendo en el mundo exterior. Valor y conocimiento. Podéis proporcionar a nuestra comunidad algo de lo que carecemos. Tenéis que ayudarnos. Os lo ruego. Por favor. Os pido que os quedéis.

Travis concluyo que aquel era el momento decisivo.

—¿Podemos… discutirlo entre nosotros, Antony?

—Por supuesto. Por supuesto. Estaré fuera. Cuando hayáis tomado una decisión… hacédmela saber.

—Bueno —dijo Travis cuando la pesada puerta de la estancia se cerró tras Antony Clive—> es así de sencil lo: ¿pasamos a formar parir de la comunidad de Harrington o no?

—¿Tú qué crees, Travis? —le preguntó Tilo, precavida.

—¿Y tienes que preguntarlo? —dijo Richie a la vez que soltaba una carcajada—. Naughton ya le tiene el ojo echado a ese puesto de asistente del delegado… ¿o no se nota?

—¿Es eso cierto, Travis? —le preguntó Simon, preocupado.

—A lo único a lo que le tengo echado el ojo es a tomar las decisiones que más nos beneficien —dijo Travis mientras miraba a Richie.

—¿Entonces…? —continuó Tilo.

—Entonces… —Travis era consciente de que, cuando su padre le dijo que a menos que los hombres buenos estuviesen dispuestos a defender lo correcto los hombres malos se saldrían con la suya, se refería a que eran los individuos quienes debían tomar esa decisión. «Nadie es demasiado joven para asumir la responsabil idad.» Pero aquella máxima también se aplicaba a gru pos. Las nuevas comunidades deberían ser fuertes para resistir frente a los Bufón y los Rev del mundo. Su padre había sido codo con codo con sus compañeros por un bien superior. Había sido agente de policía, parte de una organización mayor que él que la proporcionaba ayuda y apoyo. En ocasiones, hacía falta algo más que un individuo para marcar la diferencia—. Entonces —dijo Travis—, creo que lo mejor es que nos unamos a Harrington.

—¿Qué os decía? —bufó Richie.

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—Yo también —dijo Mel—. Vale, creo que Antony es un poco lelo pero al menos es un lelo con buenas intenciones y no se le puede culpar por ser el resultado de su condición social. Y sí, vale, puede ser un poco «o sea, como superpijo», un poco estirado, pero han montado un sitio muy chulo aquí: tienen un edificio grande, gente y un objetivo. Y además, puede que sea una coincidencia o puede que no, pero desde que estamos aquí, Jessica ha dado señales de mejoría. Así que, en mi opinión, deberíamos quedarnos.

—Estoy de acuerdo —dijo Simon. Le gustaba aquel lugar. No era como el colegio de Wayvale: era un colegio en el que no se aceptarían maneras como las de Richie Coker. Si Simon tenía suerte, cabía la posibil idad de que su Némesis se largase por su propia voluntad, o que Antony Clive le ense ñase dónde estaba la puerta. Aquella perspectiva estuvo a punto de arrancarle una sonrisa—. Cuantos más seamos, más seguros estaremos.

—Yo me alegro de ser parte de un grupo —dijo Tilo—. Pero solo puedes sentirte integrado si compartes algo con ese grupo. Y por lo que a mí respecta, no estoy segura de que sea así.

Esta es la clase de lugar que los Hijos de la Naturaleza despreciaban. Lo hubiesen l lamado reaccionario, conformista, elitista. Mi madre se hubiese muerto antes de mandarme a… bueno, ya os hacéis a la idea. Aunque tampoco es que encajase muy bien con los Hijos de la Naturaleza. —Miró a Travis—. No sé si confío en Antony, Travis, pero en ti sí que confío. Si quieres unirte a Harrington, yo también lo haré.

—Gracias, Tilo —dijo Travis.

—Oh, qué bonito es todo. Da ganas de devolver. —Richie, que no paraba de caminar sin rumbo por la estancia, fingió vomitar—. Bueno, yo creo que sería una locura de las gordas quedarse aquí. Creo que estos payasos de clase alta no tienen ni idea de qué están haciendo, la verdad. Han c recido entre mantitas y se piensan que la vida no es más que un juego, que la supervivencia consiste en… jugar l impio. Seguir las normas. Menuda gil ipollez. Ya no hay normas. Ya no hay nadie capaz de imponerlas. No va a dejar de l legar gente como Bufón y Rev, gente que va a venir aquí por las malas, van a arrasar con todo y van a quemar el precioso colegio Harrington de Clive hasta que no queden más que cenizas, como hicieron Joe Drake y sus colegas con el colegio de Wayvale. Y si no nos andamos con ojo, estaremos dentro cuando arda.

—Estoy segura de que si eso ocurre, tú ya estarás muy lejos —dijo Mel, burlona.

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—No te creas mejor que yo, Morticia. Vale, yo quiero salvar el pellejo, ¿y vosotros no, por muy feo que sea? Tenéis más posibil idades de sobrevivir si no l lamáis la atención, decís que sí al que esté al mando y no os jugáis la vida por algo tan inútil como los principios. ¿Sabéis lo que son los mártires? Porque yo sí. Sí, vale, presté atención a una clase de cultura religiosa. Mártires. Son cadáveres que la gente recuerda emocionada de vez en cuando para luego olvidarse de ellos y seguir con sus vidas. Y francamente, este lugar apesta a mártires.

—¿Estás dando rodeos para decir que te marchas, Richie? — dijo Travis.

«Por favor, por favor, por favor», rezaba Simon.

—¿Y adonde iría? —Richie se detuvo y miró por la ventana. Empezaba a oscurecer—. ¿A Wayvale, quizá?

—Ahí no puedes volver, Richie —dijo Travis, sin dejar de pensar en el sueño de su padre—. Tienes que seguir adelante. O te perderás.

—Naughton —dijo Richie mientras negaba con la cabeza con incredulidad—. Vives en un mundo de fantasía. Pero todavía no te vas a l ibrar de mí. Me quedaré… hasta que reciba una oferta mejor. Además, ¿cómo iba a abandonar a mi viejo amigo Simoncete?

Simon encajó la arrogante sonrisa del matón con un valor que no hubiese podido reunir hace una semana. La palabra clave era «todavía» No se l ibrarían de Coker «todavía». Pero lo harían pronto. Tenía que ser pronto. Simon encontraría el modo.

Travis l lamó a Antony para que volviese a la estancia.

—Recuérdame cuántas personas viven aquí dentro.

—Cuarenta y dos —dijo el delegado.

—Ahora son cuarenta y ocho —Je corrigió Travis.

***

El día siguiente era domingo, lo que en Harrington significaba la celebración de un servicio matutino en la capil la, una lectura de la Biblia y el canto de un himno extraído del l ibro del colegio: el padrenuestro. Se esperaba que todo el mundo asistiese, a excepción de quienes se encontraban en el turno de guardia, y todos concurrieron salvo Richie, que declaró con desdén que no había entrado

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en una iglesia en toda su vida y que no tenía intención de empezar a hacerlo entonces.

Tras un breve servicio, Antony se l levó consigo a Travis a un rincón para hablar. Quería enseñarle algo, algo que habían encontrado mientras buscaban suministros en una granja cercana, algo que los miembros del colegio Harrington no podían explicar. Quizá los recién l legados si pudiesen. Travis aceptó l iderar una expedición inmediatamente, aunque Mel declinó la oferta de unirse a los chicos, optando por l levar a Jessica a dar un paseo por el recinto. Sin embargo, Tilo estaba encantada de ir con Travis y aceptó por ese preciso motivo, más que por el interés que pudiesen despertarle la naturaleza o el misterioso objeto que Antony se… negaba a describir de antemano. Simon también se unió al grupo, por motivos que decidió guardarse para sí. No hubo forma de encontrar a Richie.

Después de dejar a Leo Milton al mando, el pequeño grupo se puso en marcha, acompañado por dos arqueros y un tercer chico armado con un fusil . Escogieron dos vehículos de los muchos que tenían aparcados en el patio: Antony, Travis, Tilo y el fusilero eligieron un robusto Nissan, mientras que Simon y los arqueros optaron por un Renault.

Lo más seguro es que no neces itasen hacer uso del armamento, ya que durante su corto viaje hasta su destino no vieron ni vehículos ni personas, ningún signo de vida humana.

—Pero más vale prevenir que curar —dijo Antony.

—¿Ese es otro de los lemas de Harrington? —bromeó Travis. Antony conducía. Travis estaba sentado a su lado—. Debo confesar que estamos impresionados por lo que habéis conseguido organizar. ¿Verdad que sí, Tilo?

Tilo asintió desde el asiento trasero. Sin embargo, lo que no le despertaba tanta simpatía era el cañón del fusil , que no hacía más que inclinarse hacia su lado hasta hundírsele en las costil las, como si la estuvieran conduciendo encañonada y la fuesen a ejecutar de un momento a otro.

—Perdona —le dijo a su dueño—. ¿Puedes apuntar con eso en otra dirección, por favor? Me pone nerviosa.

—Quiero decir, si comparáis vuestros logros con los nuestros —continuó Travis—, que no hemos hecho más que dar vueltas por el campo…, por lo menos vosotros sabéis cuál es vuestro objetivo. Admito que estoy celoso, Antony.

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—Yo en tu lugar no lo estaría —dijo Antony, esbozando una sonrisa desganada—. Hasta ahora, las cosas me han venido como servidas en una bandeja de plata. El colegio es el lugar ideal para formar una comunidad, eso es cierto, pero no tuve que dar con él. Como delegado, he heredado unos compañeros solícitos que respetan y aceptan mi autoridad sin cuestionarla. Pero respetarían y aceptarían a cualquier delegado. ¿Y si solo responden ante mi posición y no ante mí, personalmente?

—Estoy seguro de que es a ti a quien respetan, Antony. Es evidente que si actúan como actúan no es por costumbre.

—¿Tú crees? Eso espero. Es solo que me da la impresión de que aún no me he ganado los galones. No como tú y tu grupo, Travis: vosotros habéis hecho frente a situaciones peligrosas en más de una ocasión. Ya que lo has mencionado, yo también admito estar celoso. De ti.

Casualmente, los celos también estaban presentes en uno de los ocupantes del coche que iba tras ello. Simon interpretó que se le asignase el Renault como una especie de degradación de rango, una erosión de la posición que, imaginaba, mantenía con respecto a Travis. Travis le había prometido ser un amigo, su protector, pero no hacía más que pasarle por alto y volver su atención hacia los demás. Le ignoraba. No le importada que se centrase en Jessica y Mel: Travis conocía a las chicas desde hacía mucho tiempo, l levaban años siendo amigos… era normal que se sintiese más cercano a ellas. Pero por si el incorporar a Richie Coker al grupo no fuese lo bastante malo, ahora también estaba esa tal Tilo, quien, era evidente, sentía algo por Travis… y él le seguía el juego. Pero vale, en ese caso tampoco pasaba nada. Tilo era una chica. Era distinta a un amigo. Quizá Travis sintiese lo mismo por ella.

Pero no tenía ninguna excusa, en abso luto, para justificar su trato preferente hacia Antony Clive. Ahí estaba, sentado a su lado como si se conociesen de toda la vida, como amiguitos del alma o algo así, cuando acababan de conocerse. Aquello no le gustaba un pelo a Simon. Su lealtad hacia Travis no tenia igual…¿por qué, entonces, no quería que le acompa ñarse en el mismo coche? Simon no Solía prestar atención a lo que decía Richie Coker (salvo el habitual ‹‹Dame el dinero de la comida o ya verás ››), pero Simon creía que no le faltaba parte de razón cuando bromeó acerca de las ambiciones de Travis de convertirse en el asistente del delegado. ¿Y si Travis pasaba a formar parte de Harrington hasta el punto de olvidarse de sus primeros amigos, de sus amigos de verdad, y de las promesas que les hizo? Eso no sería aceptable. Simon pensó que lo mejor sería no quitarle el ojo de encima a Antony Clive.

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Tras una curva a la izquierda, pasaron a recorrer una carretera cubierta de estiércol seco destartalados cobertizos y bajaron. El lugar estaba desierto.

—De aquí sacamos a las vacas —dijo Antony—. Íbamos a adentrarnos en el edificio, pero…

—Alguien había entrado antes que vosotros —terminó Travis en voz baja. Después, expresó su asombro son un silbido.

En mitad de la granja había un agujero de unos veinte metros de diámetro, como unas fauces abiertas de par en par. La sección del techo que se encontraba justo encima de aquella enorme cavidad estaba hundida, pero no había terminado de desmoronarse del todo. Las tejas habían caído hasta hacerse añicos contra el suelo, adornando los alrededores de las destrozadas secciones de ladril lo con peque ños fragmentos. A Travis le daba la impresión de que a aquella casa debía de haberle alcanzado un misil o algo así, como si una bala hubiese penetrado un cuerpo. Así lo expresó a los demás.

—Un símil de lo más apropiado —dijo Antony—. Ya lo verás.

El agujero de la parte trasera de la granja era igual que el de la sección frontal, salvo por la altura: la cavidad de salida era más baja, sugiriendo una trayectoria descendente desde arriba. Algo había caído a gran velocidad, atravesando la casa hasta hundirse en el patio trasero. De ahí el cráter, poco profundo y de bordes irregulares, el lecho de roca hecho a ñicos a consecuencia del impacto y las ventanas destrozadas de la parte trasera de la granja. Si bien en la entrada apenas había escombros, detrás había de sobra.

Y en el cráter, un cil indro.

—¿Pero qué demonios…? —exclamó Travis mientras lo observaba.

—Eso mismo dije yo —apuntó Antony—. Salvo por lo del improperio.

El ci l i ndro era negro y metálico como la sonrisa del diablo. De hecho, su resplandeciente superficie color ébano parecía cambiar constantemente, fluctuando ajena a la luz que se proyectaba sobre ella, como si estuviese permanentemente cubierta por unas aguas oscuras. El objeto medía unos diez metros de largo por tres de diámetro y era redondeado en los extremos. Sorprendentemente, la colisión no parecía haberlo afectado en lo más mínimo: no tenía ni una abolladura ni un ara ñazo. Sin embargo, lo que más sorprendió a Travis fue el hecho de que se trataba claramente de un artefacto, un dispositivo.

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No era un meteorito. No era un fenómeno natural. Era artificial, hecho por el hombre. Pero ¿por quién? ¿Y por qué motivo?

—Esperaba que nos lo pudieseis decir vosotros —dijo Antony después de que Travis verbalizase la pregunta—. Esperaba que supieseis de qué se trataba, o cuál era su origen, por haberlo visto en las noticias o a través de cualquier otra fuente. Podía tratarse de una sonda lanzada por el gobierno sobre zonas afectadas por la enfermedad: desde luego, tiene un número de serie grabado, o algo parecido.

—¿Qué? —Travis estaba tan absorto por el ci l indro que no se fi jó en que el rostro de Tilo cada vez estaba más blanco.

—Baja y échale un vistazo, sin miedo. Es seg uro… bueno, por lo que nosotros sabemos, claro. Ya lo verás si miras el lado que nos queda más cerca. Y ya que estás, tócalo.

Travis pasó por encima del borde del cráter y descendió hasta quedar al lado del ci l indro. Para aminorar la bajada, estiró el brazo y tocó el objeto. El metal estaba tan frío como un iceberg, como el interior de un frigorífico, como el espacio exterior. Como la muerte. Retiró la mano a la vez que profería un grito involuntario.

—¿Travis? —preguntó Tilo, preocupada.

—No pasa nada. Es que está…

—¿Frío? —se adelantó Antony.

—Sí. Y mira que hace calor.

—La temperatura exterior no parece afectarlo. El ci l indro l leva así de frío desde que lo encontramos hace unos días. Es demasiado pesado para moverlo, así que quizá sea totalmente macizo. L o que está claro es que no tiene a la vista ningún mecanismo de activación o de apertura. Por otra parte, si no contiene nada, ¿para qué sirve? —Antony se encogió de hombros, abatido—. No tenemos ni idea de cuánto tiempo lleva aquí, pero estoy seguro de que cayó después de que empezase la enfermedad… De haber caído antes, lo hubiésemos oído.

—Ten cuidado, Travis —le dijo Tilo mientras el chico examinaba con más detenimiento la inmaculada y suave carcasa.

—No pasa nada. No pasa nada. —Encontró el número de serie del que le habló Antony horadado en el metal, aunque l lamar ‹‹número›› a aquel grabado

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era mucho decir. Travis tenía ante sí una serie de símbolos, tan ininteligibles como un idioma extranjero. Un idioma extranjero—. Eh, ¿y si está escrito en chino, coreano, árabe o algo así? No sé, de un país al que no le caigamos bien. Hemos contemplado la posibil idad de que la enfermedad fuese parte de un ataque en Irán y en sitios así lo vi en las noticias.

—Si esos símbolos forman parte de un idioma —dijo Antony, arrodil lándose en Harrington, lo cual reduce bastante las posibil idades. ¿Quizá se trate de un número de serie, de una especie de código científico?

—Es posible. ¿Simon? —Travis le animó a acercarse con un gesto—. Tú eres el coco. ¿Alguna idea?

—Bueno, ahora que lo dices… —Se puso colorado ante aquella oportunidad de demostrarle su valía a Travis—. Pues no…

—Creo que estará relacionado con el ojo que vi.

Todo el mundo se volvió hacia Tilo.

—¿El qué?

Ella esbozó una sonrisa forzada.

—Vi una cosa flotante parecida a un ojo en Willowstock. Los niños de mi asentimiento también lo vieron, antes que yo. —Vaciló—. Supongo que debería haberlo mencionado antes.

—Sí, supongo que sí —digo Travis, dejando entrever cierta decepción. Trepó hasta salir del cráter—. Así que ya que estás, háblanos de ello.

Tilo les contó a sus compañeros todo lo que sabía.

—Al principio no creí a los ni ños —concluyó—. Pero cuando lo vi con mis propios ojos, aunque fuese por un instante, pensé que lo había imaginado … que se trataba de una alucinación. No quería parecer tonta, o una especie de chalada… acababa de conocerte, Travis, a ti y al resto, así que no dije nada. Pero ahora… esto… Lo siento.

Antony supo ver, por su mirada, que su arrepentimiento era sincero.

—No pasa nada, Tilo. Lo entendemos. ¿Verdad que sí, Travis?

Travis hubiese visto la misma honestidad de haberla mirado a los ojos.

—Claro. Por lo menos nos lo has contado ahora. —Estaba seguro de que cualquiera de los compañeros del colegio Harrington de Antony le hubiesen informado de aquel encuentro inmediatamente. Le dolía que Tilo no confiase en

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él del mismo modo—. Aunque tampoco es que esa información nos sirva de mucho en este momento. Ahora en vez de un misterio tenemos dos.

—Lo siento, Travis. —Tilo intentó disculparse una vez más, pero Travis ya le había dado la espalda.

—Ya. Mira, no te preocupes. Deberíamos volver a Harrington, ¿no te parece, Antony?

Simon pensó, resentido, que tampoco es que Tilo tuviese mucho de lo que preocuparse. Al fin y al cabo, ella volvía en el mismo coche que Travis.

Puede que hubiesen discutido acerca del ci l indro y el ojo a su regreso al colegio, valorando la posibil idad de que los dos dispositivos estuviesen conectados, pero los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Harrington iban a cambiar sus prioridades.

Anthony fue el primero en verlo. Había una furgoneta blanca aparcada ante el colegio, como si el fontanero se hubiese pasado a comprobar las ca ñerías. La acompañaba un turismo Vauxhall (sin la típica familia en su interior) y un par de motos Harley Davidson. En torno a los vehículos, un corro de habitantes de Harrington armados. Leo Milton destacada entre ellos.

—Parece que hemos captado a unos cuantos reclutas más —dijo el delegado, animoso.

—Yo no apostaría por ello —apuntó Travis con preocupación. Mel y Richie formaban parte de un grupo que, a juzgar por sus gestos (ya que no podían oír las palabras exactas a aquella distancia), intercambiaba insultos con varios jóvenes vestidos de cuero. Travis reconoció a dos de ellos; una chica a la q ue vio por última vez tirada sobre la carretera y un matón con la cara cubierta de granos—. Ese es Rev.

Cuando se acercaron, los dos chicos vieron las banderas blancas que colgaban de las manillas de sus motos.

—¿A qué ha venido, Travis? —preguntó Tilo, inclinación hacia delante con nerviosismo.

—A deseamos buena suerte seguro que no. —Entrecerró sus ojos azules—. ¿No querías una prueba, Antony? De ahora en adelante, ten cuidado con lo que deseas.

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—Parece que han venido en son de paz —observó Antony mientras detenía el vehículo justo detrás de los de Rev—. El código nos obliga a escuchar sus demandas.

Leo Milton había l legado hasta la puerta del coche antes de que sus ocupantes se hubiesen bajado.

—Me alegro de verte, Clive. Tenemos un asunto entre manos… han l legado unos visitantes.

—¿Y por qué no les habéis invitado a pasar? ¿Qué ha pasado con la tradicional hospitalidad de Harrington?

—Quizá prefieras escuchar antes lo que tienen que decir —sugirió Leo Milton.

Mel corrió hasta alcanzar a Travis y le abrazó. Sus ojos transmitían ansiedad.

—Trav.

—Lo sé. No te preocupes. Todo va a ir bien. —Devolvió la mirada al delegado de Harrington. Siempre y cuando Antony sepa lo que hace.

Los dos grupos se encontraron con los moteros bajo la sombra del castil lo. Chaquetas de cuero y americanas.

—Chaval —dijo Rev, dedicándole a Travis una sonrisa que más bien parecía una mueca de desprecio—. Me alegro de volver a verte.

—Lamento no poder decir lo mismo.

—No pierdas el tiempo con él, Rev. —A la derecha del l íder se encontraba la chica vestida de cuero.

—Tienes razón, nena. A quien l levamos esperando una hora es al delegado. ¿Qué clase de joven caballero eres?

—Me llamo Antony Clive. —Dio un paso al frente y les extendió la mano. No se la estrecharon—. Como delegado del colegio Harrington, es un placer conoceros.

Rev dejó escapar una risa burlona.

—Yo sí que lamento no poder decir lo mismo. Soy Rev. Ayer mataste a cinco de mis hombres.

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—Que rebasaron los l ímites de una propiedad privada —dijo Antony, l lanamente—. Iban armados y suponían una amenaza para nuestra comunidad.

—¿Crees que a alguien le importa todavía la propiedad privada, niño rico?

—Hay gente a la que dudo que le importe nada en absoluto —respondió Antony con sarcasmo—. Rev.

—Pues te equivocas. ¿No te parece…? —interrumpió súbitamente uno de los lacayos, que hasta entonces había pasado desapercibido entre la multitud. Se abrió paso a empujones hasta quedar al lado del l íder. Después señaló a Tilo y se echó a reír maliciosamente—. ¿Tilo?

Tilo sintió que se le helaba la sangre.

—Fresno.

—¿Conoces a la pava, Fresno? —preguntó Rev con una sonrisa.

—Un poquito. Bueno, la verdad es que me la conozco entera. —Rev y el resto encontraron aquella observación muy divertida—. Podría decirse que estuvimos muy unidos. —Fresno abrazó el aire ante él y empujó con las caderas —. Así de juntos, más o menos.

Tilo miró hacia abajo, humillada, deseando que un cráter aún más profundo que el que albergaba el ci l indro se abriese bajo sus pies y se la tragase entera. Así no tendría que soportar el peso de la mirada de Travis, que la observaba confundido y perplejo, o la piedad que transmitían los ojos de Mel.

—Menudo tanto te has marcado, hippie —se burló Richie.

Fresno se lo estaba pasando en grande.

—Éramos Hijos de la Naturaleza, ¿verdad que sí, Tilo? Pero eso era entonces. ¿Con qué suertudo te juntas ahora?

—Cállate, Fresno. —¿Cómo podía haberle gustado? ¿Cómo podía haberle permitido tocarla, hacerle…? Su cuerpo era desgarbado y fe o. Sus rasgos eran propios de un cazurro sin dos dedos de frente. Había oído que el amor era ciego, ¿pero es que además tenía que ser retrasado?

—Te conozco, Tilo. Tiene que haber alguien. No te gusta estar sola.

—Cállate. —menuda suerte: Fresno había encontrado su lugar entre Rev y su gentuza.

—Eh, chicos, los de las americanas: si alguno cree estar l isto, que sepáis que ella…

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—Cállate —gruñó Travis. Apretó los puños. Sus ojos azules bril laron con ira. Tilo lo vio y su corazón latió con fuerza—. O te obligaré.

—Ah, entonces eres tú —se burló Fresno.

—¿Por qué no me sorprende, chaval? —dijo Rev—. Pero tú, Fresno, haz lo que te ha dicho y cierra la boca o te la cierro yo. Ho hemos venido aquí a hablar de pavas. Hablemos de negocios, Antony Clive. Nuestros muertos. ¿Cómo nos vas a…? ¿Cuál es la palabra?

—Compensar —le dijo la chica vestida de cuero.

—Eso. ¿Cómo nos vais a compensar por nuestra pérdida? Porque no queremos que haya rencores. No nos gustan los rencores, mucho menos con nuestros vecinos. —Los ojos de Rev bril laron—. No queremos pelear.

—Me parece una decisión acertada —observó Antony—, teniendo en cuenta que os superamos en número significativamente.

Rev se echó a reír.

—Escucha a este pimpollo. Os superamos en número significativamente —dijo burlesco, imitando un afeminado tono de clase alta—. Bueno, pues ten en cuenta lo que te dé la gana, niño rico, pero se nos une gente todos los días. Gente dispuesta a convenirse en custodios de la Reina Carretera. Somos más de los que estamos aquí.

—Nosotros ta mbién somos más de los aquí presentes —dijo Antony, cayendo en la cuenta de que Leo Milton había mantenido a los moteros fuera del edificio para que no descubriesen cuántos eran en realidad.

—No importa —declaró Rev—. Porque, como he dicho, no queremos pel ear. No si podemos solucionar nuestro pequeño problemilla pacíficamente.

—Estoy dispuesto a negociar.

—Está dispuesto a negociar. Pero escuchada a este tío, de verdad. Vale, estas son las condiciones: has matado a cinco de los nuestros, pero no pasa nada. Hay muchos más… muchísimos más. Pongamos que ha sido un accidente. Quiero decir, no fuisteis vosotros los que nos provocaron. Pero hubo unos que sí lo hicieron. Nos provocaron cosa mala, me provocaron a mí y no me mostraron ningún respeto… ¡a mí, a un custodio de la Reina Carretera! Y necesitan que les enseñemos una lección. Así que es a ellos a quienes queremos. Y así es como nos van a compensar, niño rico. Nos los entregas, nos vamos, y todo el mundo contento. —Se volvió hacia Travis—. Te vienes con

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nosotros, chaval. Tú y tus amiguitos. Fresno, puede que vuelvas a tener suerte, aunque no por mucho tiempo.

—Nadie —intervino Antony— va a ir a ninguna parte contra su voluntad. ¿Travis?

—¿Tienes que preguntarlo?

—En lo referente a asuntos diplomáticos uno siempre debe ser claro —dijo Antony—. Supongo que Travis habla por todos vosotros, ¿no es así? —En aquella ocasión, incluyó a Richie en la pregunta—. En ese caso, me temo que las negociaciones han concluido, Rev. —Acompañó la última palabra haciendo unas comillas con los dedos.

—¿Qué?

—¿Necesitas que te lo escriba? ¿Eres capaz de leer, al menos? —Travis miró a Antony con alivio y agradecimiento. No es que hubiese dudado de él, claro. Y sí, parecía un césar de los que salían en las monedas —. El colegio Harrington acoge a todo aquel que busque refugio tras sus muros, y no nos doblegaremos ante escoria como tú. Deniego tu demanda de compensación.

—No te hagas el l isti l lo conmigo, niño rico. Y no te precipites. Por tu propio bien. —Rev cada vez estaba de peor humor —. Deja que lo diga de otra forma: si no haces lo que te pedimos y nos entregas al chaval y a sus colegas, vendremos a buscarlos por las malas y aplastaremos a todo aquel que se interponga en nuestro camino. ¿Me has oído, niño rico? Reduciremos tu colegio a cenizas.

—Podéis intentarlo —dijo Antony.

—Vale. Vale —gruñó Rev—. Como veas. Pero voy a darte una última oportunidad. Porque hablas con educación. Ahora nos vamos, pero nos veremos las caras… ¿cuándo? Mañana por la mañana. Por la mañana. Y si entonces nos entregas al chaval, pues estupendo. Todos contentos. Pero si no lo haces, deja que te diga una cosa, ni ño rico… no será tan estupendo. —El motero golpeó a Antony en el pecho con el dedo índice—. Habrá una guerra…

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Aquella tarde, Travis fue a ver a Antony al despacho del director. El muchacho rubio estaba solo, sentado en la si l la que perteneció a su predecesor, observando con gesto distraído el terreno en el que se encontraban las tumbas, cerca de los árboles.

—¿Antony? —Travis tuvo que hablar para que el adolescente fuese Consciente de su presencia—. Creo que será mejor que hablemos.

—¿Hice lo correcto con respecto a Rev?

—Sí, hiciste lo correcto. Pero no estoy seguro de que nosotros también lo hiciésemos. —No te sigo.

Travis frunció el ceño, preocupado.

—Puede que mi grupo no deba quedarse aquí. Quizá deberíamos marcharnos mientras Rev reúne a sus fuerzas, o lo que esté haciendo ahora mismo. Si mañana va a haber una batalla será por nuestra culpa, y ganemos o perdamos…

—Ganaremos —dijo Antony.

—Ganemos o perdamos, habrá bajas. Chicos, chicos jóvenes que lo más seguro es que ni siquiera sepan muy bien qué están haciendo o por qué, arriesgarán sus vidas por nosotros, por gente cuya existencia desconocían por completo hasta hace dos días. ¿Y si mañana son asesinados? Será por nuestra culpa. No estoy seguro de querer cargar con eso sobre mi conciencia, así que quizá lo mejor sea que nos marchemos.

—No podéis iros. Os necesitamos —dijo Antony, poniéndose en pie—. Harrington, lo que intento crear aquí, no debe ser solo un lugar, un montón de ladril los y cemento. También tiene que ser un espíritu, una creencia. Tiene que significar algo, ser un símbolo de nuestra fe en el futuro, en un futuro ordenado y civil izado en el que ya no existen conceptos como o el mal, pero en el que

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estos siguen importando. Por eso lucharemos ma ñana, Travis, no solo por vosotros, sino por una forma de vida, nuestra forma de vida; algo por lo que merece la pena cualquier sacrificio. No os marchéis ahora. Acabáis de encontrarnos. Ahora, encontrad la fuerza para quedaros.

—Antony, no estoy seguro de…

—Si no plantamos cara aquí, Rev y los suyos habrán ganado.

Travis sintió que sus ojos empezaban a l lenarse de lágrimas. Aquellas viejas palabras, parafraseadas bajo nuevas circunstancia s: las palabras que le dijo su padre. Pensó en él. En su padre, con un fi lo clavado en el pecho, exhalando su último suspiro en una calle atestada de gente, lo recordó una vez más.

Quiero ser como tú, papá. Haré lo correcto. Defenderé lo que es justo. Lo prometo.

—Vuestro director Stuart sabía lo que hacía cuando te nombró delegado, Antony. Hay que reconocérselo.

—¿Qué quieres decir…? —preguntó esperanzado.

—Que nos quedamos —dijo Travis.

Tilo estaba esperando a Travis en el pasil lo.

—Hola —le dijo.

—Hola.

Ella parecía nerviosa, dubitativa, como si esperase que Travis la volviese a golpear. Se hacía a la idea de los motivos que podrían impulsarle a ello.

—Eh… ¿Travis? Quería darte las gracias. Por defenderme de Freno.

—De nada. —No se detuvo a charlar. En vez de eso, siguió recorriendo los pasil los de Harrington a paso l igero, en dirección a los dormitorios. No supo decir por qué. No tenía que ir all í. Ti lo prácticamente tenía que correr para no perderlo—. No me gusta que nadie haga comentarios así sobre… una amiga. Sobre todo cuando es tan evidente que quien los está haciendo es un asqueroso.

—Lo es. Fresno es un asqueroso.

Travis se detuvo en seco, tanto, que Tilo estuvo a punto de chocar con él

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—¿Porque…? —Sus ojos dejaban ver que estaba dolido, perplejo—. Nada de lo que dijo era mentira, ¿verdad?

—Ojalá lo fuese. Ojalá nunca hubiese conocido a Fresno.

—Pero bueno, supongo que al vivir con los Hijos de la Naturaleza no tenías muchos novios entre los que elegir.

—Podría decirse que sí —reconoció Tilo, aunque hubiese deseado que Travis no emplease un tono tan sarcástico al hablarle.

—Y claro, tú tenías que buscarte un novio.

—No es eso… era la enfermedad. Todo a mí alrededor se estaba desmoronando. Todo el mundo estaba muriendo. Necesitaba a alguien que estuviese conmigo y ese alguien era Fresno. Sí, se aprovechó de mí. Ahora puedo verlo claramente, pero no siempre se tiene esa claridad, ¿a que no? —Travis no parecía dispuesto a dar su brazo a torcer—. Bueno, pues yo no la tenía. Necesitaba apoyo, necesitaba saberme viva, sentirme viva. Si eso me convierte en débil, pues mira qué bien. No todos podemos ser fuertes, Travis.

Una parte de él quiso abrazarla, acariciarle el pelo, besarle las mejil las, los labios, el cuello. Pero otra parte visualizaba a Fresno sonr iendo y haciéndole eso mismo, recorriéndole el cuerpo con los dedos, y Tilo disfrutándolo. Una tercera parte solo quería decirle que no pasaba nada, que todo iba a ir bien, que no importaba que hubiese mantenido en secreto la existencia del globo flotante, que no importaba lo que hubiese hecho en el pasado, que nada de aquello importaba porque cuando estaba cerca de ella se sentía… Y una cuarta parte, la última, no sentía nada, no podía sentir: era la parte que había desarrollado desde que su padre murió, para protegerse de los sentimientos y mantenerse a salvo.

—¿Por qué me cuentas todo esto, Tilo?

—Quería explicarte por qué pasó lo que pasó entre Fresno y yo. Para I que no pensases que yo…

—Lo que hicieses antes de que nos conociésemos no es asunto nuestro.

—¿Nuestro?

—Del grupo. Ahora eres parte de un grupo.

—Pero no quiero ser parte de un grupo y ya está, Travis. Quiero ser…

—¿Qué?

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—Da igual.

Pero no daba igual. Y ambos lo sabían.

Fuera, las primeras gotas de l luvia repiquetearon contra las ventanas, como cientos de corazones latiendo.

Richie escuchó la l luvia desde el rellano, envuelto por la oscuridad de la noche. Aquel susurro constante le recordaba a la respuesta por parte de la audiencia al hacer aparición el vi l lano en aquella pantomima que su madre le l levó a ver por Navidad, un millón de a ños atrás. En el espectáculo, el vi l lano vestía de negro para que no quedase ningún atisbo de duda acerca de su condición. Sin embargo, en aquellos días los vil lanos vestían sudaderas y gorras de béisbol… eh, ¿y qué l levaba Richie en aquel momento?

Pero el murmullo del agua no era una respuesta a su entrada. Todo lo contrario, parecía ser un preludio de su salida.

Si iba a escapar, aquel momento era perfecto.

Se había vestido y había abandonado el dormitorio mientras todos los demás dormían. Se encontraba al final de la escalera: nada le impedía bajar los peldaños, l legar hasta el patio interior, puentear uno de los coches y largarse echando leches de all í. Vale, había vigilancia, pero sí Richie Coker no conseguía escabullirse sin que media docena de mocosos mimados se diesen cuenta, es que no merecía salvar el pellejo. Y abandonar a Naughton, a Morticia, a Simoncete, dejar Harrington atrás era el único modo de conseguirlo. Reflexionó.

Vale, Antony Clive tenía un plan de defensa para la mañana, todos sabían el papel que debían desempeñar y la verdad es que quizá funcionase. Sin embargo, la palabra clave era «quizá». Un «quizá» siempre acarreaba consigo la posibil idad de un «quizá no», y un «quizá no» leí dejaría (le dejaría) a merced de Rev y su banda de idiotas. Y aquello sí que sería seguro y definitivo. Mal asunto.

Además, ¿por qué iba Richie Coker a jugársela por un niño rico como Clive y un santurrón como Naughton? No se había comprometido a combatir ni contra Rev ni contra nadie. ¿Por qué debería poner su vida en peligro defendiendo aquellas chorradas sobre el bien de las que no paraban de hablar, como si estuviesen en la iglesia o algo así? En la vida, lo más importante es uno mismo. Hay que buscar lo que a uno más le beneficie.

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Pero, partiendo de esa base, quizá lo mejor después de todo fue quedarse. ¿Y si los buenos (que era como a ellos les gustaba verse, en cualquier caso) ganaban y les daban una lección a Rev y sus moteros? Richie tenía que admitir que aquel lugar tenía su aquel. Se lo tenían bien montado. Podría l levar una vida sencil la. Si huía, estaría solo. Y no le gustaba un pelo cómo sonaba aquello.

Otro sonido. La puerta del dormitorio de las chicas se abrió.

No quería que le viesen. No quería que le hiciesen preguntas.

Era el momento de tomar una decisión. Incluso aunque tuviese lugar la batalla, lo único que tenía que hacer era no l lamar la atención y mantenerse lejos del peligro, cosa que sabía hacer muy bien. Que fuesen otros los que se enfrentasen al enemigo y se expusiesen a los disparos. Podía huir con toda discreción en caso de una derrota inminente o emerger victorioso de su escondrijo con falsas heroicidades en sus labios en caso de que se alzasen con la victoria. En cualquier caso, se asegura ría de que las cosas le fuesen bien a Richie Coker.

La decisión ya estaba tomada. Cuando Mel l legó descalza al rellano, no podía imaginar que Richie hubiese estado all í mismo unos segundos antes. Tampoco oyó el ruido de la puerta del fondo del pasil lo al cerrarse. En su defensa, tenía otras cosas en mente.

Rev la había visitado en sus sueños, o por lo menos eso le pareció por un momento. Caminaba amenazador hacia ella, con la cara completamente oculta tras un casco y las piernas totalmente rígidas, como s i hubiese perdido el gesto de caminar de forma natural. Cuando la alcanzó y se quito el casco, entendió el porqué de sus andares: no se trataba de Rev.

—Voy a por ti, Melanie —la amenazó su padre—. No puedes esconderte de mí.

Cuando una mano le tocó el hombro, soltó un grito.

—¡Ssh! Que vas a despertar a todo el mundo. Soy yo. —Era Tilo.

Mel disimuló su vergüenza con enfado.

—¿Pero qué te crees que haces… acechando a alguien de esa forma en mitad de la noche?

—Bueno, la verdad es que no esperaba pasar desap ercibida con esto puesto, ¿no te parece? —Tilo y Mel habían cogido prestados un par de camisones de los

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que había disponibles en la habitación de la colada, recogidos todos ellos de las casas cercanas al colegio. La elección de Tilo, una prenda que le l legaba hasta los tobil los y que debió de util izarse por última vez durante la segunda guerra mundial, le favorecía bastante poco. Pero por lo menos sirvió para templar los ánimos.

—Lencería parisina, desde luego —rio Mel.

—Te he vuelto a oír hablando en sue ños y no parecía que estuvieses manteniendo una conversación muy agradable. Luego te vi levantarte. ¿Has vuelto a tener una pesadil la?

—Tenía que ir al baño. ¿Te molesta, o qué?

—El ba ño está en la otra dirección. Mel … ¿qué le pasó a tu padre? —se atrevió a preguntar.

—Nada. —Intentó quitarle hierro al asunto para que su compañera no se preocupase—. Aparte de que murió. Pero bueno, como todos los padres, ¿no?

Aunque no consiguió engañar a Tilo.

—Pero hay algo más, ¿verdad que sí? No dejas de repetir su nombr e, como si tuvieses miedo. De él. No paras de advertirle que se aleje. Es tu padre el que te provoca las pesadil las, ¿verdad? Me lo puedes contar, Mal No se lo contaré a nadie, te lo prometo. Quiero ayudar.

Mel echó la cabeza hacia delante y su pelo negro se derramó ante su rostro, como tinta.

—No me puedes ayudar —suspiró, demasiado exhausta por culpa de sus sueños como para hacer frente a la insistencia de Tilo—. Lo hecho, hecho está.

—¿Y qué… está hecho? —preguntó Tilo.

—Mi padre está muerto, sí. Pero no fue la enfermedad lo que lo mató. Fui yo.

—No te creo —dijo, asombrada pero convencida de su inocencia—, Imposible.

—Bueno, podría decirse que fue un accidente.

Podría decirse cualquier cosa, puestos a buscar excusas para eximirme de mi responsabil idad. Verás, estábamos en las escaleras de casa y papá ya había contraído la enfermedad, estaba débil, a punto de… Y yo estaba ante él, iba a ver cómo se encontraba mi madre, y él me sujetó desde atrás. Me sujetó, me puso la mano encima y aquella fue la gota que colmó el vaso, así que me di media

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vuelta y me lo quité de encima sacudiendo el brazo … pero perdió el equil ibrio y se cayó. Se rompió el cuello. Murió. Al final de nuestra escalera.

Tilo entrecerró los ojos.

—Pero no entiendo. ¿Por qué…? ¿Qué quieres decir con que aquella fue la gota que colmó el vaso?

—Ah, es que mi padre le iba mucho eso de sujetar por la fuerza. — Mel parpadeó y sus ojos derramaron lágrimas de rabia y culpabil idad—. Lo hacía continuamente. Solía pegarme. Un montón. Por eso cuando lo vi, cuando vi que estaba muerto, me alegré. Mucho. Me alegré de que mí propio padre estuviese muerto. Así que merezco sufrir, ¿no te parece? Y él se asegurará de que sufra. Se ocupa de ello todas las noches. En mis sueños.

—De eso nada. No te hará sufrir. —Tilo estrechó a Mel, consolándola—. Ahora que se lo has contado a alguien, dejará de hacerlo. Hasta ahora te lo has estado guardando para ti y ese ha sido el problema. Has dejado que el…accidente te corroa desde dentro, como si lo ocurrido fuese tu culpa. Pe ro no lo fue, ¿a que no? ¿A que no lo empujaste?

—No, pero… quizá me hubiese gustado hacerlo.

—Para nada. No lo hubieses hecho. Lo dices porque te sientes culpable y ahora no tienes motivos para sentirte así. Por lo que me has contado, la la culpa fue de alguien, ese alguien era tu padre. Tú no hiciste nada malo.

—Pero tampoco es que hiciese las cosas del todo bien —dijo Mel, Compungida—. Eso es lo que hubiese dicho Travis. Por eso no se lo he contado hasta ahora. Me dejé l levar por las emociones. No pensé con claridad.

—Pero esas cosas pasan —dijo Tilo. Su mirada parecía ir más allá de Mel, como si estuviese observando su pasado más que su presente—. Y cuando ocurren, cualquiera de nosotros puede cometer errores y equivocarse. Cualquiera.

—Como lo de ese tal Fresno —aventuró Mel.

—Sí. —Tilo volvió a centrarse en su compañera—. Como él.

—Exnovios idiotas, padres maltratadores… a veces me da la impresión de que podríamos vivir si hombres.

—Yo no iría tan lejos. —Tilo recordó con rechazo las manos de Fresno sobre su piel, sus labios, y se preguntó cómo serían esas mismas sensaciones si

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fuesen las manos de Travis las que la acariciasen, sus labios los que la besasen. Ella le gustaba. Lo sabía, sintió la atracción. Era cuestión de tiempo.

—Me alegro de haberte contado lo que le ocurrió a mi padre, Tilo —dijo Mel.

—Y yo me alegro de que hayas confiado en mí lo bastante como para contármelo. —Tilo sonrió—. Y Travis dijo otra cosa: independientemente de lo que hagamos o lo que no hagamos, hemos sufrido una presión insoportable. Teniendo en cuenta que hemos tenido que capear con las Consecuencias de la enfermedad, no es de extrañar que todos nos hayamos vuelto un poco locos. Pero estamos a punto de superar esa fase, Mel. El viejo mundo es cosa del pasado. Quiénes fuésemos o qué hiciésemos ya no significa nada.

Tenemos que quitarnos de encima todo el peso que hayamos estado cargando hasta ahora: culpabil idad, remordimientos… Podemos l ibrarnos de ese peso. Mañana Rev va a venir, con Fresno, a por nosotros y nos vamos a defender. Y si conseguimos vencer podremos empezar de nuevo, desde cero, renovarnos, como decía mi madre que hace la naturaleza. —Los ojos miel de Tilo bril laron en la oscuridad del rellano—. Si mañana ganamos, Mel, todo será posible.

***

El amanecer l legó, aunque no fue fácil decir exactamente cuándo, la l luvia, ininterrumpida durante toda la noche, seguía cayendo con tanta fuerza que parecía que fuesen piedras lo que se precipitaba desde el abismo gris en el que se había convertido el cielo. El débil bril lo que se fi ltraba a través de las nubes era color pizarra, como si se debatiese eolia aparecer o no. La luz y la oscuridad competían entre ellas sin que ninguna de las dos consiguiese erigirse con la victoria.

Uno de los vigías, un chico al que todavía no le había cambiado la voz, informó a Antony, a Travis y a Leo Milton, que se encontraban en el despacho del director, de que una delegación de los moteros se estaba aproximando a pie al colegio. Eran tres, dos hombres y una mujer desarmados y portando banderas blancas.

—En ese caso, será mejor que salgamos a recibirlos —dijo Antony. Aquella mañana, los chicos de Harrington portaron sus propias banderas blancas, hechas a partir de sábanas.

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Decidieron que Travis, como representante del grupo que se encontraba en el centro de la disputa, debía acompañar al delegado y su asistente para l levar a cabo una última negociación con Rev. Recorrieron el pasil lo juntos, salieron al patio y pasaron bajo el arco. Caminaban decididos, pero sin prisa, con convicción en sus rostros, resueltos, sin dejar entrever ni un ápice de ansiedad o aprensión. Antony había destacado la importancia de que sus camaradas percibiesen una fuerte determinación y una confianza moralizadora en los rostros de sus l íderes al pasar. El miedo, como la enfermedad, era contagioso.

Al igual que todas las puertas y entradas del edificio, el arco estaba defendido por barricadas construidas por los propios estudiantes en el taller: escritorios unidos con clavos convertidos en escudos de madera, afianzados al suelo por postes inclinados. Formaban una barrera prácticamente inexpugnable a la vez que ofrecían protección a los chicos armados con escopetas que se parapetaban tras ellos, l istos para disparar contra el primer motero que se pusiese a tiro.

La barricada se abrió para dejar paso a la delegación.

—Buena suerte, Clive —dijo alguien.

Travis miró tras él. La mayoría de los defensores del colegio se había reunido en el anegado patio interior. Todos estaban armados de uno u otro modo: los tiradores de élite con armas y arcos, el resto con objetos más primitivos como porras y lanzas, fruto del trabajo de los chicos del taller. Travis vio de refi lón a Mel y a Tilo, que le lanzaron una sonrisa y un tímido ademán de ánimo. Ellas estarían juntas si (cuando) el asalto tuviese lugar, lo cual era una buena noticia: podían confiar la una en la otra. Ninguna de las dos abandonaría.

Esa era la idea, por supuesto. Antony había organizado la defensa del edificio basándose en el concepto de camaradería.

—Como en algunos ej ércitos de la antigua Grecia —explicó—. Si estás luchando hombro con hombro con un amigo, con un amante. Combates por la supervivencia de ambos con mucho más ahínco que si quien tienes a tu lado es un desconocido. Así que, en la medida de lo posible, nos o rganizaremos por parejas de amigos.

Asumiendo que eran amigos, Antony juntó a Simon y a Richie, pero como ninguno de los dos estaba dispuesto a pasar por ello, tuvieron que emparejarlos con otros chicos de Harrington. Travis deseó que

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Simon estuviese bien y le buscó con la mirada, en vano. Después, las barricadas volvieron a cerrarse, obligándolo a centrar su atención en lo que tenía ante él.

Rev. Fresno. La chica vestida de cuero. Todos esperaban a la delegación de Harrington a unos cien metros de distanci a, con sus chaquetas de cuero bril lando bajo el agua de la l luvia.

—Este tal Rev no parece dispuesto a claudicar, ¿verdad? —dijo Leo Milton. No parecía muy decepcionado ante aquella perspectiva.

—No —dijo Travis, lacónico—. En absoluto.

—Entonces ¿por qué nos molestamos en acudir a esta reunión?

—Porque una sociedad civil izada se basa en rituales, Leo —dijo Antony—. Y este es uno de ellos.

Caminaron hacia el enemigo.

—Buenos días, delegado y minidelegado. —Rev parecía de buen humor, altanero—. Buenos días, chaval. Menudo tiempo tenemos ¿eh? Seré breve, no vaya a ser que la l luvia os estropee vuestras americanas de niños pijos. —Antony y Leo l levaban el uniforme completo—. ¿Os venís tú y tu grupito con nosotros, chaval, o tenemos que ir a buscaros?

—Nada ha cambiado con respecto a ayer —dijo Antony.

—Te lo dije, Rev —comentó la chica vestida de cuero—. Esto es una pérdida de tiempo. Vamos al l ío.

—Atacaremos, niño rico. Sin piedad —advirtió Rev con una sonrisa.

—La piedad es un concepto moral —dijo Antony—. No la esperaba de ti. Alea iacta est.

—¿Lo qué? ¿Me estás faltando al respeto? —La sonrisa de Rev se convirtió en una mueca.

—Es latín. Significa «la suerte está echada». Si quieres una batalla Rev, la tendrás.

—Estupendo —dijo la chica vestida de cuero.

—Voy a por ti, chaval —añadió Rev.

—Os estaré esperando —contestó Travis.

—Eh —dijo Fresno—, y dile a Tilo que la veré pronto, ¿vale?

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—Creo que ya no nos hace falta esto. —Rev tiró al suelo su bandera blanca y la pisoteó, hundiéndola en el barro.

Ambos bandos se dieron la espalda.

—Qué asco dan —murmuró Travis—. Menudo montón de gentuza.

Antes de l legar al arco, Antony alzó el puño repetidas veces: era la señal de que había que iniciar el plan de defensa del colegio Harrington. Las barricadas se abrieron una vez más y veinte estudiantes uniformados (la mitad de todos los efectivos con los que contaba la comunidad) la cruzaron a paso l igero. Cada uno de ellos portaba una escopeta o un arco. Entregaron un arma a Leo Milton.

—Muy bien, ya sabes qué hacer. Sé fiel al espíritu de Harrington —Antony le dio una palmada a su asistente en el hombro—. Buena suerte, Leo.

—Gracias, Clive. Buena suerte para ti también. Y para ti Naughton.

Travis le deseó lo mismo honestamente antes de que Leo Milton y sus tropas se dispersasen entre la maleza y los árboles.

—¿Crees que el plan funcionará, Antony?

Al quedarse los dos solos Antony se permitió, al fin, mostrar sus dudas.

—No tardaremos en saberlo —dijo.

Entonces empezaron a sonarlos motores más allá de las inmediaciones del colegio, como bestias salvajes tras los barrotes de una celda.

Richie los escuchó desde la biblioteca: aunque no había leído un l ibro en su vida, all í es donde estaba destinado junto a un chico con el pelo rizado l lamado Digby. Richie no tenía ni idea de si ese era su nombre o su apell ido… aunque tampoco es que le importase, siempre y cuando el chico no se l lamase Simon. Digby tenía un fusil de aire comprimido y una firme convicción.

—Tenemos mucha suerte de estar emplazados aquí, Coker. Se nos ha asignado una gran responsabil idad: hay que proteger estos l ibros a toda costa.

Siempre y cuando fuese a costa de Digby, a Richie le parecía bien…, pero de ningún modo a la suya. Si aquel mocoso petulante quería disparar desde la ventana, bien por él. Por lo que a él le concernía, prefería no quitarle el ojo de encima a la puerta.

El volumen de los motores fue en aumento mientras los vehículos, que aún no estaban a la vista, se aproximaban a Harrington.

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Mel y Tilo, extintores en mano, los oyeron desde los fríos pasillos de piedra. Quizá se tratase de una medida un poco sexista, pero se había decretado que las chicas no debían participar en el combate que estaba a punto de l ibrarse a menos que fuese absolutamente inevitable: su tarea consistía en apagar los fuegos que Rev pudiese provocar.

—Solo espero que Jessie esté bien —dijo Mel, preocupada. Había dejado a su amiga echada en el dormitorio, ajena a la inminente violencia. La falange de vehículos de Rev se aproximó al colegio hasta quedar a la vista, avanzando a través de la l luvia.

Simon los vio desde su punto de observación en la planta superior de Harrington: lo habían enviado ahí con un chico de doce a ños, Giles no sé-qué, que tenía fama de tener las piernas de un gamo y la vista de un águila.

Al ser demasiado joven para estar en el frente, su tarea consistía en supervisar el transcurso de la batalla e informar a Antony, que se encontraría en el patio interior, acerca de dónde se precisaban refuerzos. Al principio, a Simon no le gustó un pelo el hecho de que le hub iesen emparejado con un chico tan joven: colaborar con Giles podía hacerle parecer incapaz de combatir y su tarea le pareció cobarde y patética. Pero había cambiado de opinión. No es que fuese un cobarde. Es que a ños de persecución constante le habían enseñado a anticipar el dolor y el peligro.

Y Harrington estaba a punto de sufrir un montón de dolor.

Las fuerzas de Rev incluían motos, cómo no. Puede que una docena, puede que más (Giles se ocupó de contarlas), completas con conductor, pasajero y armas. ¿Y botellas? ¿Era cristal lo que bril laba en las manos de los acompañantes? Pero eso no era todo. Los moteros se habían repartido en otros medios de transporte. Coches. Furgonetas. Vehículos grandes. No va ser nada fácil detenerlos con flechas, pensó Simon, aterrado. Un autobús avanzaba cubriendo la retaguardia. Para nada va a ser fácil . Parecía que el ataque iba a l levarse a cabo en dos oleadas: primero los coches, luego las motos. Giles también lo pensó.

—Será mejor que vaya a informar a Clive de cuántos son —dijo mientras se alejaba—. Quédate aquí, Satchwell.

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—Aquella última instrucción fue innecesaria: Simon no tenía ninguna intención de marcharse. Abrió los ojos de par en par y observó la batalla que se l ibraba a sus pies.

Los jóvenes de Harrington no tardaron en enfrentarse al enemigo. Los disparos de escopeta resonaron desde sus escondrijos entre los árboles, proyectando fogonazos entre aquel escenario gris. Las flechas viajaron bajo el cielo oscurecido. Pero, al contario que las desafortunadas bajas del día anterior, los seguidores de Rev estaban preparados para el ataque y devolvieron los disparos desde las ventanas de sus coches. Un arquero, frustrado al comprobar que sus flechas rebotaban, tan inútiles como ramitas, contra la carrocería de los vehículos que se aproximan, abandonó la cobertura para tener una mejor perspectiva desde la que apuntar, dándole al enemigo una oportunidad para hacer lo mismo. Gritó cuando una bala se estrelló contra su pecho. Cayó de bruces al suelo.

Gimió, agonizante, sobre la hierba empapada. Tenía trece años. El chico que corrió en su ayuda nunca vio venir el disparo. Su mirada quedó clavada en su amigo caído mientras su propio cuerpo se desangraba a su lado.

En otro lugar, éxito. La furgoneta blanca, que en el pasado perteneció a unos fontaneros, cayó en un fuego cruzado mientras se dirigía a toda velocidad hacia el colegio. Dos de sus ruedas reventaron. El vehículo empezó a dar bandazos hasta estrellarse de frente contra un roble. Su conductor aprendió por las malas, y de la forma más dolorosa, por qué es una buena idea ponerse el cinturón de seguridad: el frenazo hizo que atravesase la luna, pero no el árbol. Los pasajeros abandonaron el vehículo, convirtiéndose en un blanco vulnerable para los arqueros de Harrington. A poca distancia de all í, un valiente tirador se expuso en solitario a un Peugeot que se dirigía hacia él, haciendo a ñicos el cristal con un solo disparo antes de apartarse del camino del vehículo que, fuera de control, no consiguió esquivar una robusta rama caída, despegando del suelo hasta caer arrastrándose sobre el techo con las ruedas girando en el aire, inútiles.

Tuvieron éxito, sí…, pero muy poco, y este apenas fue determinante.

Aunque la empapada carretera hacía que las ruedas resbalasen, las fuerzas de Rev dejaron atrás rápidamente al contingente principal de defensores de Harrington y la cobertura tras la que se ocultaban. Un arquero abandonó el amparo que el ofrecía una vieja estatua y la flecha de un compañero le alcanzó de refi lón. Uno de los chicos se detuvo a recargar, pero no tuvo la oportunidad

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de hacerlo: una bala le destrozó la mano. Otro apoyó la espalda contra una haya y, poco después, se deslizó hasta el suelo; la sangre descendió por la corteza del árbol como si quisiese volver sus venas.

La l ínea defensiva de Harrington se rompió en varios puntos y la disciplina de quienes la formaban se vino abajo sin que aún hubiesen l legado las motos y el autobús. Los chicos, tanto los i lesos como los heridos, retrocedieron. No había ni rastro de Leo Milton para fortalecer la frágil moral.

Tras las barricadas del arco, Travis miró con preocupación a Antony Clive.

—Muy bien, ¡abridla! –gritó el delegado—. ¡Que entren!

Los supervivientes se replegaron el patio interior mientras sus camaradas contenían con fuego sostenido el avance de los vehículos los perseguían. Sin embargo, pensó Travis, el enemigo no parecía estar demasiado interesado en acceder el interior. Los coches viraron a la izquierda y a la derecha para rodear el colegio.

Entonces tuvo lugar la segunda oleada del asalto. Los moteros, con Rev a la cabeza.

***

La escena que observaba Simon desde la ventana del primer piso le recordaba a unos nativos americanos asaltando la vagoneta de un tren en una película del Oeste, solo que en aquella ocasión los arcos y las flechas eran las armas de los defensores. Los atacantes util izaban proyectiles muy distintos. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de para qué eran las botellas rellenas de un l íquido que no eran agua. Los trapos que pendían de sus cuellos prendieron.

—¿Qué son? —preguntó el joven Giles, jadeando, tras él.

—Cócteles molotov —dijo Simon, aterrorizado—. Vamos a necesitar esos extintores.

—Avisaré a Clive. —Y Giles volvió a desaparecer.

—Créeme —murmuró Simon—, ya se enterará.

La primera de aquellas bombas de combustibles arrojadas desde uno de los coches explotó sin causar el menor daño contra los muros. Pero los motoristas cada vez estaban más cerca del colegio, aproximándose a sus vulnerables ventanas, muchas de las cuales estaban desprotegidas. El cristal se hizo a ñicos

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cuando los cócteles molotov las atravesaron hasta alcanzar el interior de Harrington, prendiendo las cortinas, los pupitres y los suelos de madera.

***

Mel y Tilo oyeron gritar a una chica. Corrieron en dirección al sonido l levando consigo los extintores. Les iban a venir muy bien. Llegaron a la sala de espera para visitas: su ventana era como una boca dentada, gritando, y varias de las si l las estaban ardiendo. Dos de los miembros más jóvenes de la comunidad Harrington, un chico y una chica, menores de diez a ños los dos, estaban encogidos de miedo en el suelo.

—Ya me ocupo yo, Tilo. Tú encárgate de ellos —dijo Mel mientras vertía espuma sobre el fuego.

—No pasa nada. Todo va a salir bien. —Tilo estaba tranquilizando a los niños, pero era en Travis en quien pensaba.

Este abrió la boca de par en par, horrorizado, a descubrir cuál iba ser el propósito del camión: se dirigía de cabeza hacia el arco, escoltado por varios moteros (salvo uno, que cayó abatido por una bala de Harrington).

—Va a entrar —predijo Antony—. No tenemos nada capaz de detenerlo. —Ya l levaba un arma encima, pero cogió una similar que un herido había dejado atrás—. ¿Sabes cómo usar una de estas, Travis?

—Ahora es un buen momento para aprender. —Cogió la escopeta; su particular clavo ardiendo al que agarrarse.

El autobús cada vez parecía más grande con cada segundo que pasaba.

Recorría la l ínea 143, hacia Otterham… parecía haberse salido de su ruta. El conductor saltó del vehículo antes de que la velocidad fuese excesiva, pero debió de haber fi jado el acelerador de algún modo, porque el autobús no frenó en absoluto. De hecho, cada vez iba más deprisa…

—¡Dispersaos! —gritó Antony. Todo el mundo obedeció, incluido Travis, que se precipitó sobre la hierba y miró hacia atrás a tiempo para ver que el autobús atravesaba como un ariete la frágil barricada, saltando por los aires a causa del impacto y perdiendo el techo al colisionar este contra el arco de piedra. Cuando aterrizó de nuevo con gran estrepitó, la parte trasera giró hasta quedar

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el vehículo de lado, atravesando el patio interior con un chirrido… hacia los vehículos de Harrington.

—¡No! —gritó Carburetti. Pero las palabras no son muy eficaces a la hora de detener a un vehículo en marcha.

El autobús colisionó contra los coches l lenos de combustibles. Una violenta explosión sacudió Harrington mientras una l lamarada volcánica se alzaba hacia el cielo.

Pese a todo, pensó Antony, el fuego podía contenerse. No l legaría a afectar al colegio. Podían dejar que se extinguiese solo. El fuego no era un problema.

Lo que sí era un problema eran los motoristas que se adentraban en el patio interior a través del camino que abrió el autobús, aullando con perversa alegría. Para Rev, la gasolina en l lamas olía a victoria.

Pero los miembros de Harrington aún no habían sido derrotados. El lema del colegio era «Evita el camino fácil». Era lo que habían hecho hasta entonces y ahora era el momento de su recompensa.

—Leo —exhaló Antony.

Y del terreno que rodeaba el colegio, entre las flechas rotas y los casquil los de bala, entre los coches accidentados y los cuerpos, desde los árboles tras los que se habían ocultado y la maleza tras la que se habían escondido, aparecieron doce miembros de Harrington uniformados. Leo Milton los condujo a toda prisa hacia el colegio con una sonrisa en los labios.

Simon los vio, por supuesto, y cayó en la cuenta de que estaba teniendo lugar la última fase del plan de defensa de Antony Clive. Una pinza. Los moteros mordieron el anzuelo de una falsa retirada. Su úni ca ruta de escape pasó a estar bloqueada por los disparos de los miembros de Harrington comandados por Leo Milton, frescos y completamente armados, los mejores tiradores del colegio. Hasta entonces la cosa iba bien.

Por otra parte, Simon había oído la expl osión (las piedras parecieron temblar por la sacudida) y el pequeño Giles no había regresado del patio interior.

Quizá estuviese herido. La batalla aún no había terminado. En ese caso, ¿qué podía hacer? Aunque se le había asignado aquella posición en el piso superior, su util idad táctica era bastante l imitada. ¿Qué debía hacer?

Richie Coker estaba haciéndose exactamente la misma pregunta.

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—¡Salva los l ibros! ¡Salva los l ibros! —gritaba Digby, apostado tras la ventana desde la que disparaba de forma casi indiscriminada (era evidente por qué no le habían asignado al escuadrón de Leo Milton). Y sí, si hubiese estado a lo que tenía que estar, quizá un cóctel molotov no hubiese atravesado la ventana, prendiendo fuego a las secciones de psicología y sociología de la biblioteca.

Tampoco es que se pierda gran cosa, pensó Richie, pero roció las estanterías con la espuma del extintor de todas formas. Prefería ocuparse del fuego de la biblioteca antes que del de las armas.

Sin embargo, Digby no hacía más que gritar y gritar.

—Ponle más ganas, Coker. Tenemos que salvar esos l ibros.

—Los tíos que escribieron toda esa mierda están muertos. Les dará igual. —O dicho de otro modo, pedazo de imbécil, murmuró Richie para sí, cierra esa bocaza de niño rico.

Y puede que alguien le escuchase: Digby profirió una especie de gárgara desde la ventana y se volvió hacia el interior de la biblioteca; su escopeta cayó al suelo con un traqueteo y la herida que le había provocado la bala de un motero al pasar rozando por su frente empezó a sangrar. El chico se precipitó sobre la sección «ficción general» de la T a Z.

Tras conseguir que las l lamas remitiesen, conservando las deliberaciones de Freud y Jung para la posteridad, Richie sintió un impulso de lo más molesto por comprobar en qué estado se encontraba su involuntario compañero antes de abandonar su puesto. Inconsciente pero vivo, Digby tendría que tirar su camisa de Harrington y su americana de pijo a la lavandería cuando se recuperase… si Rev no estaba al mando para entonces.

Pero no estaba muerto. Bien. De ser necesario, Richie podría explicar que abandonó la biblioteca en busca de atención médica para Digby… convirtiendo un acto de cobardía en una piadosa misión. Era el momento de pasar muy, muy desapercibido.

Richie salió de la biblioteca a todo correr, pero no hacia el patio interior.

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Allí, el círculo se estrechaba en torno a los invasores. Era imposible ver la expresión de Rev, acompañado sobre su moto por la chica vestida de cuero, pero Travis pensó que no sería tan alegre como hacía un minuto.

Los moteros habían accedido al patio interior y rugían en torno al fuego que consumía el autobús y los coches, pero al hacerlo se habían visto rodeados por un anil lo de estudiantes de Harrington motivados y decididos. Con armas. Y haciendo buen uso de ellas. Las flechas si lbaron. Las armas rugieron. Lluvia y l lamas.

—¡Por Harrington! ¡Por Harrington! —gritaba Antony.

Travis sentía el retroceso de la escopeta por todo su cuerpo cada vez que apretaba el gatil lo, como si arma y portador fuesen uno.

Las tornas estaban cambiando.

Pero algunos de los moteros habían accedido al interior del edificio.

Mel y Tilo oyeron sus voces, tronantes como andanadas de arti l lería, recorriendo el pasil lo hasta l legar a la sala de espera. Los niños pequeños también las oyeron y empezaron a l lorar.

—¡Quedaos aquí! —Mel cerró la puerta de golpe y los colocó a todos en mitad de la habitación, para que l lamasen la atención de todo aquel que entrase en la estancia—. Confiad en nosotras. Todo va a salir bien. Venga, Tilo: tú y yo, a cada lado de la puerta. —Esperaron, levantando los extintores sobre sus cabezas. En una situación de necesidad, cualquier objeto podía convertirse en un arma.

Obviamente, las chicas hubiesen preferido que el enemigo pasase de largo.

Pero no lo hizo.

Las puertas se abrieron de golpe. Dos chicos con chaquetas de cuero entraron en la habitación. Vieron a los niños. Sonrieron como hienas.

Los extintores se precipitaron sobre ellos como dos borrones carmesíes. El de Mel acertó a su objetivo en plena cabeza, haciendo que se desplomase sobre el suelo. Su compañero reaccionó un poco más rápido, o quizá Tilo fuese un poco más lenta que su amiga a la hora de atacar a los chicos. En cualquier caso, echó la cabeza hacia atrás justo a tiempo para esquivar el golpe, que solo consiguió quitarle la pistola de la mano.

—Maldita sea… —Tilo dio un paso al frente para lanzar un nuevo ataque—. Maldita sea.

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—Tilo —gruñó Fresno.

—¿Sabes? Creo que me alegro de verte, Fresno —dijo Tilo con desprecio—, porque tengo algo para ti.

Trazó un arco con el extintor y al impacto del acero con la carne le siguió un chorro rojo. La nariz de Fresno nunca había sido su mejor rasgo… mucho menos a partir de entonces.

***

El círculo siguió estrechándose. Los vehículos que se enco ntraban dando vueltas en torno al edificio fueron cayendo gracias a los disparos de las reservas de Leo Milton, los mejores tiradores del colegio.

Con su conductor abatido, un Vauxhall pasó a toda velocidad ante una de las torres de Harrington antes de estrellarse contra un árbol. Un Ford, recién sacado de un concesionario con la etiqueta del precio todavía pagada a la luna trasera, frenó súbitamente con un chirrido y sus tres ocupantes abandonaron el vehículo a toda prisa; abrumado por los disparos de los chicos de Leo, uno de ellos había dejado caer un cóctel molotov sobre el asiento trasero. Un cóctel molotov encendido. Se abalanzaron sobre el suelo en el momento exacto en el que el Ford explotaba en una bola de fuego alimentada por el combustible del depósito. La pegatina fue pasto de las l lamas, lo cual no dejaba de ser apropiado: ya nadie podría vender aquel coche. El vehículo que iba tras él no consiguió esquivar a su compañero incendiado: movidos por el instinto de conservación, más seguidores de Rev optaron por tomar medidas de emergencia y saltaron. Sus ganas de batalla se consumieron como los vehículos bajo las l lamas y levantaron los brazos en señal de rendición.

¿Y qué podía hacer Simon? Debería pelear. No era un cobarde e iba a demostrarlo. Podía dejar atrás sus días de víctima de una vez por todas.

Corrió hacia las escaleras que conducían hacia el patio interior. Pero se detuvo en seco. Alguien estaba subiendo las escaleras que conducían a la dirección opuesta al patio. Alguien con una gorra de b éisbol. Simon corrió de vuelta a la puerta para no ser visto.

Vaya sorpresa más agradable: Richie Coker, el tío duro, el mismo Richie Coker que podía apañárselas cuando las cosas se pusiesen feas. Simon cerró sus

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huesudos puños con fuerza. Parecía que cuando las cosas se ponían feas de verdad, aquella (supuesta) valentía se ponía en marcha… esto es, marcha atrás.

Todo lo rápido que sus piernas podían l levarle. Ritchie estaba huyendo en dirección a los dormitorios. A Travis aquello no iba a gustarle nada, t ampoco a Antony Clive. Por fin, pensó Simon exultante, tenía algo de ventaja sobre Rickie Coker.

Animado, pletórico, corrió escaleras abajo hacia el patio.

Cuando llegó, sintió el corazón aún más henchido de alegría. Iban a ganar. Rev iba a perder. Era ev idente hasta con el telón de fondo de los coches en l lamas. Los combatientes de ambos bandos sufrían bajas, pero los moteros que aún seguían en pie estaban siendo derrotados por los miembros de Harrington. El cerco se estrechaba cada vez más, como la soga de una horca.

Simon vio a Giles no muy lejos de él. Cojeaba y oprimía su mano contra los pantalones, taponando una herida en el muslo.

Una moto se dirigió hacia él. Sobre ella iban Rev y la chica vestida de cuero.

—¡Giles! —Simon reaccionó por instinto (no era un cobarde). Se abalanzó sobre el muchacho y sintió su respiración cortarse al chocar, pero el peso y la inercia los apartaron de la trayectoria del vehículo.

Rodaron sobre la hierba, a salvo. Por suerte, las gafas de Simon siguieron en su sitio.

Travis fue testigo de la valiente acción de Simon. El orgullo por su amigo y la rabia hacia Rev se mezclaron violentamente en su corazón. El l íder de los moteros se estaba retirando, yendo a toda velocidad hacia el arco de piedra y los terrenos que rodeaban el colegio… hacia la Reina Carretera, sin duda.

Pues ni de coña.

Travis apretó el gatil lo de su escopeta. Sin siquiera apuntar. No l legó a alcanzar ni al vehículo ni a sus pasajero, pero bastó para que Rev virase de golpe. La rueda delantera se encontró con un pedazo roto de la barricada. La rueda trasera se levantó del suelo. Rev y la chica vestida de cuero salieron catapultados contra el cemento mientras gritaban, aterrados. Por suerte Leo Milton estaba all í mismo, l isto para requisarles las armas. Y la caída de Rev supuso la completa rendición de sus seguidores.

Travis corrió hacia el arco bajo el que se encontraban el motorista y la chica vestida de cuero. Al otro lado de la estructura pudo ver unos pocos vehículos

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huyendo a toda velocidad, algunos custodios de Harrington desolados y prisioneros vencidos. Para ellos, había terminado. Pero para él.

Apretó el cañón de su arma contra la nuca de Rev.

—Así que ibas a venir por mí, ¿eh, machote? Te dije que te estaría esperando.

—No me dispares, chaval, por favor —l loriqueó el de cara picada entre balbuceos. Todo un custodio de la Reina Carretera.

—Levanta el pie.

Rev obedeció a duras penas.

—Lo que tú digas. Lo que tú… mira, no quiero problemas.

Travis esbozó una fina sonrisa.

—La gente a la que le apuntan con una escopeta no suele quererlos.

Era consciente de que Antony y Leo estaban de su lado, expectantes y en silencio. A esa distancia no tendría ni que apuntar. Y pensó en los chicos que habían combatido por Harrington aquella mañana l luviosa, muertos y heridos a causa de Rev. Y pensó en sus padres, preguntándose si, en caso de seguir vivos, se sentirían orgullosos de lo que había sucedido aquel día. Pensó en su madre en su casa vacía y si lenciosa. Pensó en su padre. Alguien como Rev, igualito a él, le había matado. Podría haber sido el padre de Rev, sin ir más lejos.

Quizá. Era posible. Independientemente de lo que decidiese Travis en aquel momento, Rev se lo merecía. ¿Qué hubiese hecho su padre en el lugar de su hijo?

—No me mates, chaval. Por favor. Lo siento.

Solo tenía que contraer los músculos de su dedo.

—¿Travis? —Antony intentó aplacarlo, pero el padre de Antony no había muerto apuñalado en la calle por un matón igualito que Rev.

Pero el padre de Antony tampoco le había legado un ejemplo, un ideal que honrar. Una inspiración. Travis había defendido aquella afirmación ese día. Podía volver a hacerlo.

—No voy a matarte, Rev, siempre y cuando seas sensato y te atengas a las normas.

—¿Las normas?

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—Nuestras normas, si es que te importan los detalles. Corríge me si me equivoco, Antony, pero creo que queremos que os larguéis de aquí, escoria. Tú y tu gentuza. Queremos que os larguéis de Harrington ahora mismo y que no volváis jamás. Ni se os ocurra volver.

—Travis tiene toda la razón —añadió Antony—. Porque la próxima vez, seremos más fuertes.

—No te preocupes —murmuró Rev—. No volveremos. Nos lo podrán más fácil en otro sitio.

—Entonces ¿qué hacéis todavía aquí? —gruñó Travis.

—Vale, chaval —prometió el motero—. Nos vamos.

Y al poco tiempo, fieles a su palabra por una vez, se fueron.

Antony encomendó a Leo Milton y a un grupo armado de miembros de Harrington la tarea de escoltar a los moteros derrotados hasta la carretera principal. Travis vio las esquilmadas fuerzas de Rev, a las que se les habían requisado sus vehículos, alejarse a pie en la distancia hasta desaparecer tras el follaje. Suspiró y miró a su alrededor. Los numerosos fuegos estaban apagándose solos (hasta la gran hoguera del patio interior acabaría por extinguirse) y, aunque había varias ventanas r otas, los da ños que había sufrido el edificio eran básicamente superficiales. El colegio seguía en pie.

Sin embargo, y pese a la victoria, nadie, incluido Travis, parecía feliz.

Se había derramado demasiada sangre y demasiado dolor como para celebrarlo… demasiadas pérdidas. Habría que ampliar el cementerio. Y también habría que ocuparse de los heridos. Los menos afectados podían curarse solos (no les quedaba otro remedio), pero varios de los defensores habían sufrido heridas de consideración. Oliver Dalton-Booth, quien antes de la enfermedad quería convertirse en médico, iba a hacer realidad su sueño antes de lo previsto.

¿Y los amigos de Travis? Mientras Antony coordinada las atenciones médicas, él atravesó el patio interior hasta l legar donde Simon, que te mblaba apoyado contra la pared.

—¿Estás bien?

—Sigo en pie, Travis —dijo con una débil sonrisa—. Creo.

—Pues antes hiciste algo más que estar en pie, Simon. Vi lo que hiciste. Estuviste magnífico.

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—Me salvó la vida —declaró el pequeño Giles—. Nunca lo olvidaré.

—Ya me encargaré de que así sea —bromeó Simon.

Travis le dio una palmada en el hombro, admirando sus esfuerzos.

—Ojalá los ni ños de la escuela estuviesen aquí para … espera, ¿has visto a Mel y a Tilo?

—No. Se ocupaban de los extintores, o eso creo. Travis… —pero ya había empezado a correr.

—Lleva a tu amigo donde Dalton-Booth. Yo voy a buscar a las chicas —dijo, escopeta en mano. Puede que aún quedase algún motero rondando por el colegio.

Y los había: dos de ellos, inconscientes y tirados en el suelo. Reconoció al de la nariz rota. Un par de niños se acurrucaban a poca distancia. Tilo los abrazaba a ambos.

—Travis, ¿qué está pasando?

—Ha terminado. ¿Estás bien? —dijo sin dejar de mirar al inmóvil Fresno.

Tilo asintió.

—¿Y tú?

—¿Dónde está Mel?

—Ha ido a ver a Jessica. Le preocupaba que algún miembro de la banda de Rev hubiese l legado al dormitorio, porque Jessica no se podría…

Un grito ahogado procedente de la planta superior. Mel.

Travis echó a correr inmediatamente hacia las escaleras, con Tilo tras él. Subió los escalones de dos en dos. Si le hubiese sucedido algo a Jessica… Si le hubiese sucedido algo a Mel… No soltó la escopeta. Abrió la puerta del dormitorio de golpe.

Mel estaba sentada en la cama, abrazando a Jessica con intensidad y sacudiéndola sin parar, entre sollozos y risas. Y Jessica le devolvía el abrazo.

No podía ver el rostro de Mel, enterrado como estaba en el hombro de su amiga y cubierto por su propio pelo. Pero el de Jessica sí estaba a la vista, y en él se mezclaban confusión, perplejidad y miedo, pero no importaba: había consciencia en él, vida. Sus ojos verdes se clavaron en Travis, que estuvo a

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punto de gritar. Pero su garganta estaba atenazada por una emoción que no era capaz de expresar.

Así que fue Jessica la que habló:

—Trav, ¿dónde…? ¿Qué…? No entiendo nada. He tenido un sueño horrible.

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—Lo último que recuerdo…—dijo Jessica. Su voz era apenas un susurro —. Lo último que recuerdo como algo real fue ver que mis padres … se habían ido. Verlos en la cama, con la enfermedad. Sabía que papá estaba infectado, pero mamá parecía estar bien, parecía sana. Debió de pil larla por sorpresa y rápido. No tuvieron ninguna oportunidad. Y les vi ahí tumbados, sin moverse, sin contestarme, y sabía lo que había ocurrido y que era real, que estaban muertos, pero no quería que fuese real, era demasiado, demasiado doloroso. No pude soportar la realidad de la enfermedad. Me negué a aceptarla.

—No pasa nada, Jessie. —Mel estaba sentada en la cama, al lado de Jessica (que ya se había vestido), co n un brazo sobre sus hombros —. No tienes por qué pasar por esto si no estás preparada. No tiene que contárnoslo, ¿a qué no, Travis?

Él también estaba en el dormitorio, junto a Simon, Richie, Tilo y Antony.

—Claro que no —dijo, comprensivo—. Nos alegramos de que estés de vuelta con nosotros, Jessica. De que vuelvas a estar completa.

—No, pero es que quiero contároslo. Lo necesito —insistió la chica—. Porque no sé qué ocurrió exactamente, no conozco los términos médicos que lo definen, si es que existen, pero el caso es que de pronto, mientras miraba a mis padres, sentí que me alejaba de ellos. No físicamente, pero sí mentalmente … como dentro de mi cabeza. Sentí que caía en un lugar profundo y oscuro en el que todo cuanto veía era como sombras en un muro, en el que nada era real para que nada pudiese hacerme daño, porque no podía soportar más dolor. Era como si quedándome en aquel lugar oscuro estuviese oculta y a salvo.

Nadie podría verme. Nadie podría hacerme da ño. Y quería quedarme ahí. Parece que eso hice. ¿Y decís que l levo casi una semana? ¿Y qué me habéis traído desde Wayvale?

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—¿Recuerdas algo de los últimos días? —le preguntó Travis con tacto.

—Solo retazos. Como si fuesen pesadil las. Recuerdo estar en la calle, de noche, corriendo. Recuerdo ver caras que no había visto antes, rostros retorcidos pasando ante mis ojos. Recuerdo oír voces… la tuya, Trav, y la de Mel, pero sin entender lo que decían.

—Entonces ¿por qué…? ¿Por qué crees que te has recuperado? Tiene que haber una razón.

—¿Qué más dan las razones? —dijo Mel—. Jessie se ha recuperado. Eso es todo lo que importa. ¡Y nos alegramos tantísimo! —Y le dio un sonoro beso en la mejil la.

—No lo sé. Creo… —La chica frunció el ceño, intentando comprender—. Creo que puede ser por el tiempo que ha transcurri do, o por haber dejado Wayvale y estar aquí. Pero oí lo que ya me habéis dicho que eran disparos, oí explosiones, y eran como… no sé… de algún modo, me sacaron del lugar oscuro en el que me encontraba. Derribaron sus muros. Me hicieron ver la realidad una vez más y me desperté. Quizá ya estaba l ista para recuperarme.

—Igual te diste cuenta de lo que te estabas perdiendo conmigo cerca —fanfarroneó Richie.

—Eso sí que fue una sorpresa —admitió Jessica con ironía.

—Tú eres un motivo más que suficiente para retirarse a un lugar profundo y oscuro, Richie —le espetó Mel.

—Pero podríais haberme dejado —dijo Jessica— ¿no es así, Trav, Mel? Podríais haberos rendido y haberme dejado atrás.

—Me temo que no —dijo Travis—. Te lo dije en tu cumpleaños, Jess: siempre estaré ahí cuando me necesites.

—Y yo —dijo Mel, un poco mosqueada porque Travis se le hubiese adelantado.

Jessica cerró los ojos y asintió.

—Gracias. —Los volvió a abrir—. Y parece que tengo amigos nuevos que conocer. Tilo. Antony. —Sonrió tímidamente a ambos—. Y tengo que ponerme al día. Ha habido cambios, ¿eh, Travis?

—Hay tiempo de sobra, Jess. De momento, tómatelo con calma.

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—Pero mamá y papá siguen muertos. —Jessica suspiró profundamente. Le temblaron los hombros—. No volveré a verlos. O a mi casa. Nada puede devolverme mi vida, ¿verdad que no?

—Eso es cierto —dijo Antony—. Por desgracia, es cierto. Pero aquí tenemos la esperanza de una nueva vida. No será la misma que antes de la enfermedad, pero aún puede ser buena y plena. Jessica, durante tu enfermedad, tus amigos hicieron que formases parte de Harrington por mayoría. Espero que ahora que estás bien eli jas quedarte con nosotros por tu voluntad, para ayudarnos a l levar a término esta nueva vida.

Y pese a que no podía contener las lágrimas, Jessica Lane sonrió.

—Me encantaría.

***

Antony retomó sus responsabil idades más tarde, mientras caminaba con Travis hacia el cementerio a través de los terrenos del colegio. Las nubes se habían despejado y el sol bril laba con intensidad.

—Ahora es el momento —dijo—. Mientras nuestra victoria sobre Rev aún está reciente. Mientras los lazos forjados entre nosotros por la batalla son fuertes. Hemos combatido por aquello en lo que creíamos. Ahora tenemos que traducir nuestros principios en hechos prácticos que mejoren nuestro día a día.

—No debería ser difíci l . —Travis asintió en dirección a los patios de juegos: en algún punto durante el asalto de los moteros, los animales se habían asustado y habían atravesado la valla. De todos modos, no se habían alejado mucho y la mayoría estaban siendo reunidos. Ya había chicos reparando sus corrales.

Antony se detuvo y echó la vista atrás hacia Harrington, valorando la situación. Los fuegos ya se habían apagado. La operación de l impieza ya se había puesto en marcha bajo la supervisión de Leo MiIton. Al día siguiente se ocuparían de conseguir nuevos vehículos: con suerte, puede que encontrasen una camioneta o algo similar, capaz de retirar los coches calcinados y el autobús desde el patio interior a un lugar del bosque, que nunca había destacado por su belleza natural.

—Es prioritario que nos hagamos con madera, cristal y piedra —observó el delegado—. Pero reponer vidas es más complicado. Los recursos humanos son

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lo más valiosos de cualquier organización y en estos momentos estamos con el agua al cuello en ese aspecto.

—Muertes… —dijo Travis mientras retomaban el paso. Ya habían l levado a cabo el recuento final: habían muerto ocho miembros de la comunidad, siete chicos y una chica. Muchos más habían quedado incapacitados por las heridas y Oliver Dalton-Booth dudaba que un chico l legase a sobrevivir, dada la escasez de suministros médicos que padecía Harrington y la falta de práctica y experiencia de aquel aprendiz de médico—. No es que confíe en Rev… De hecho, me gustaría tirarle el mismo autobús que nos arrojó a nosotros… pero no creo que vuelva a atacar. Al menos por una temporada. Y también él tendrá que reagruparse. —Las bajas de los moteros, cuyos cuerpos habían sido abandonados por sus compañeros sobre la tierra de Harrington, duplicaban en número a las de los defensores, mientras que Fresno y su malherido compa ñero estuvieron encantados, después de recuperar la consciencia, de que les acompañasen hasta la salida del colegio. Fresno no se atrevió a mencionar a Tilo ni una sola vez.

—Puede que haya otros Rev —reflexionó Antony—. Tenemos que asumir que los habrá. Otros retos. Todo aquello que merece la pena defender es susceptible de ser atacado.

—Me encantan esos «pensamientos del día» de Harrington —dijo Travis con una sonrisa.

—La gente solía escribirlos en los pupitres. Podía decirse que eran los grafitis del colegio.

—Estás de broma, ¿no?

—Eres muy sagaz, Travis. —Antony también sonrió, aunque por poco tiempo.

Llegaron a las tumbas. Ya se habían excavado nuevas fosas. Sus ocupantes estaban a la espera de ser trasladados. Antony miró, apesadumbrado, hacia la oscura y húmeda tierra.

—Aquí enterraremos a James Harris. Estaba enamorado de una chica que conoció en Francia el verano pasado. Intentó escribirle cartas en francés porque al parec er no entendía ni una palabra de inglés, pero Io s idiomas extranjeros nunca fueron su fuerte. Solo Dios conoce el contenido de aquellas cartas. Este agujero de aquí al lado está reservado para David Yardley. D. G. J. Yardley, un excelente jugador de criquet. Recuerdo que, en una ocasión, marcó el tanto decisivo con el último lanzamiento del partido. Sus compañeros de

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equipo lo l levaron a hombros y lo pasearon por el campo como un trofeo. Ahí mismo, donde ahora pastan las vacas. —Antony suspiró—. A sus tumba s, como niños a los que se mete pronto en la cama.

Pero, al volverse hacia su compa ñero, Antony irradiaba una firme convicción.

—Conozco a la gente que está enterrada aquí, Travis. A nuestras «bajas». Y no puedo traerlos de vuelta, pero no quiero más muertes, no quiero más tumbas. Y el único modo de garantizarlo es crecer, aumentar nuestro número hasta ser tan fuertes que ningún Rev ni ninguna banda de matones se planteen siquiera atacarnos. Necesitamos a más gente. Ahora. No podemos depender solo de las retransmisiones. No podemos depender de que nos encuentren ellos a nosotros: tenemos que encontrarlos a ellos. Tenemos que ser proactivos.

—¿Qué tienes en mente?

—Algo así como un viaje de reclutamiento —dijo Antony—. Empezamos mañana.

***

Consultaron los mapas y prepararon el programa. Optaron por eludir las ciudades, independientemente de su tamaño, no solo porque su reducido número l imitase sus ambiciones, también para reducir las posibil idades de contraer alguna enfermedad. Su primer viaje en busca de s angre nueva se l imitaría a los pueblos circundantes y sería controlada, organizada y sistemática. Harrington se renovaría.

Dado que eran las incorporaciones más recientes y a la vez las más veteranas, Antony propuso que el grupo de Travis l iderase aquella «tarea fundamental», como él mismo la definió. Sin embargo, Richie Coker alegó que no quería tener nada que ver con aquella «pérdida de tiempo», como él mismo la definió. Hasta que le hicieron saber que la alternativa era cavar fosas para los aliados fallecidos de Rev: la poco atractiva combinación de cadáveres y extenuante trabajo físico transformaron a Richie, como por arte de magia, en el voluntario más solícito. Jessica podría haberse visto exenta de obligaciones el tiempo que quisiese hasta recuperarse del todo, pero no quiso. Quería unirse a los demás, participar, volver a sentirse viva.

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—¿Estás segura? —le preguntó Antony. Y sí, lo estaba. Y le agradeció que se interesase por ella. Antony Clive parecía un chico la mar de majo.

Y así, con una nueva flota de coches y Travis conduciendo, con sumo cuidado, viajaron por los solitarios pueblos en busca de vida. En Otterham, varios ni ños aparecieron de sus casas guiados por el ruido de los motores como si estos fuesen la melodía del flautista de Hamelín. En l a minúscula escuela local de Midvale encontraron a una adolescente que hacía las veces de profesora y madre para tres niños menores de diez años. En Brimely Green convencieron a un par de hermanos para que saliesen de la tienda que estaban preparados para defender con uñas y dientes, pues había pertenecido a sus padres.

No obstante, la búsqueda no fue un éxito absoluto. Algunos jóvenes echaban a correr en cuanto les veían, sin darles la oportunidad de hablar con ellos; en otras ocasiones se les advertía de que se mantuviesen a distancia o hasta recibían amenazas, siempre de pequeños grupos de adolescentes. Pero la mayoría de supervivientes que encontraron, especialmente los niños pequeños, estaban encantados de unirse a ellos, aliviados al recibir la oferta de volver a pertenecer a algún lugar.

La población de Harrington empezó a crecer.

Al tercer día, Tilo le rogó a Travis que se desviasen de la ruta prevista.

—Es por Enebrina, Zorro y la pequeña Sauce, y los demás, los niños que dejé abandonados. Tengo que encontrarlos y arreglar las cosas. Puede que aún sigan en el asentamiento del bosque. Tengo que ir a comprobarlo para asegurarme, Travis.

—Claro que sí. —La cogió de la mano.

—Puedo ir sola si…

—Claro que no. —Y se la estrechó.

—Pero ¿y si no están ahí?

—Lo estarán, Tilo.

Y estaban. Los cinco niños. Más sucios y mocosos que nunca, y más delgados, además, pero gozando de buena salud. No reconocieron ni a Richie ni a Travis como los ocupantes del coche que apedrearon. Recibieron exultantes a Tilo: incluso Enebrina, que ni siquiera mencionó el haberse alejado de ella corriendo en Willowstock el otro día. Tilo también pensó que lo mejor sería

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dejar correr aquel asunto. Estaba demasiado contenta de volver a abrazar a los niños una vez más y de saber que, en aquella ocasión, tendría la fuerza y el apoyo necesarios para cuidar de ellos.

Guardó parte de aquella gratitud para Travis… la mayor parte, de hecho, expresada en una mirada que jamás arrojó sobre Fresno. Y no solo por haberla l levado al asentamiento.

—Entonces ¿así es como viven los hippies? —Richie arrugó la nariz, asustado—. Bueno, vivían. —Varias de las tiendas de campa ña del asentamiento se habían venido abajo desde la marcha de Tilo, aunque no pareció importarles a sus ocupantes—. Por lo que a mí respect a, podéis quedaros con vuestras chorradas ecológicas.

—Trav. —Con una expresión de p uro terror, Mel dirigió la atención del chico hacia lo que en el pasado fue una tienda, pero que entonces no era más que un montículo color caqui con la lona rasgada, hecha jirones, como si hubiese sido rasgada por colmillos y garras. La enfermedad no afectaba a los animales del bosque. Y estos tenían que comer.

El rostro de Travis se ensombreció.

—Richie, vuelve al coche y coge las palas. —Junto con las escopetas, era el equipamiento asignado a todo vehículo de Harrington.

—¿Las palas? ¿Para qué?

—Vamos a enterrar a todas las personas que podamos. Por lo menos, vamos a enterrar a la madre de Tilo y a los padres de estos niños. Para que sepan que descansarán en paz. Para que sepan que no los morderán durante la noche.

—Espabila, Naughton. —Richie dudó que Jessica o Simoncete le fuesen a ayudar—. Si quisiese cavar tumbas, me hubiese quedado en el colegio.

—Hazlo. —Travis le lanzó una mirada amenazadora—. O seré yo el que te entierre a ti.

Y entonces, Richie supo que no sería prudente contradecir a Travis Naughton.

—Mira cómo intenta impresionar a la hippie… —murmuró mientras se dirigía a regañadientes a cumplir con el encargo.

Trabajaron por turnos y cavaron una gran fosa, aunqu e poco profunda, en la que depositaron los cuerpos de Marjal Darroway y los padres de los niños. De vuelta a la tierra. Rodeados por el exuberante bosque. Un lugar de descanso apropiado para los Hijos de la Naturaleza.

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—Volveremos más tarde —prometió Travis—, para hacer lo mismo con los demás.

—Travis, no puedo llegar a expresar… —Tilo le sostuvo la mano izquierda entre las suyas—. No puedo llegar a expresar lo mucho que significa para mí. Pero te lo demostraré. Esta mañana me has ayudado y quiero devolverte el favor esta tarde.

—¿Esta tarde?

—Cuando lleguemos a Willowstock.

Después, Travis l levó a cabo el mismo cometido con sus abuelos, tal y como prometió. Cavaron la tumba en el jardín, para que el abuelo y la abuela estuviesen siempre cerca de lo que amaban. Hasta Travis no le encontraría demasiado lejos.

—¿Quieres decir algo, Trav? —le preguntó Mel con tacto en cuanto terminó.

—¿Qué voy a decir? Les quería y ahora han muerto. Todos nosotros hemos perdido mucho. Pero no todo. Aún nos tenemos a nosotros. Aún conservamos nuestras vidas. Supongo que antes tampoco teníamos mucho control sobre ellas: somos jóvenes y eran los adultos los que lo controlaban todo, los que nos decían qué hacer. Los adultos construyeron el pasado, pero el pasado ha concluido. El futuro acaba de empezar y somos nosotros los que lo hemos de construir.

***

Antony se encontró con Travis y con Leo Milton en el despacho del director para tratar el primer asunto del viernes por la ma ñana. A Antony y le gustaba mantener la disciplina cronológica de días y fechas: creía firmemente que el calendario era un símbolo de la ambición de la humanidad por estructurar y organizar el tiempo, cuyo inherente sentido de la progresión era básico a la hora de planificar y l levar a cabo grandes empresas. Si Harrington perdía la cuenta de los días, los meses y finalmente los años, supondría admitir que el futuro no tenía significado y que solo importaba el presente: algo que, como Antony sugirió, significaría que se habían convertido en salvajes. Y aquello era

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algo que no iba a ocurrir mientras él fuese el delegado. Era viernes, veinticinco de mayo.

—Me temo que tengo malas noticias, Travis —confesó Antony—, pero también buenas.

—¿Cuáles son las malas?

—Vamos a tener que interrumpir nuestros viajes de reclutamiento.

—¿Qué? ¿Por qué? —Travis miró a Antony y a su asistente—. Hasta ahora han tenido éxito, ¿no?

—Demasiado, me temo, como Leo me ha hecho saber.

Leo. ¿Era una sonrisa aquello que apenas se esbozaba en los labios del pecoso? Travis recordó haber percibido cierto tonil lo condescendiente por parte del muchacho la primera vez que l legaron a Harrington.

—¿En qué sentido, eso de demasiado?

—En l íneas generales, comparto la intención de Clive de animar a todo individuo a unírsenos… y estás haciendo un trabajo espléndido en ese aspecto, Naughton. —¿Por qué insistía Leo en aquella inútil formalidad de l lamar a la gente por su apell ido—. Sin embargo, cada vez tenemos más bocas que alimentar y, dado nuestro actual suministro de comida, si seguimos aumentando nuestra población, no daremos abasto. No nos sería en absoluto beneficioso que Harrington pasase hambre.

—Eso está claro —admitió Travis a regañadientes. Había algo en la actitud de Leo Milton que le irritaba. Menos mal que Richie no se encontraba all í—. ¿Y no podríamos subir la producción?

—Aumentarla, querrás decir —matizó Leo Milton, pomposo.

—Sí, bueno. Subirla. —Y tú súbete aquí y baila, pensó Travis.

—A su debido tiempo —dijo Antony—. Recogeremos la cosecha. Mejoraremos nuestra cría de animales, conseguiremos pollos y cerdos, los alimentaremos hasta que estén l istos para sacrificar y solo entonces nos los comeremos. Con el tiempo, seremos todo lo autosuficientes que podamos. Pero de momento, dependemos de los suministros que hemos traído de las tiendas y supermercados cercanos. Cuantos más seamos más provisiones necesitaremos, y a medida que vaciemos nuestras despensas tendremos que ir más lejos a por comida. Los viajes serán más largos, necesitaremos más gasolina y puede que más vehículos. Tenemos que tener cuidado de no extralimitarnos.

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—En cualquier caso —añadió Leo Milton— Harrington siempre fue una institución selecta.

—No es cuestión de selección, Leo —le reprochó Antony—. Es cuestión de supervivencia.

—Claro, Clive.

—Actualmente nuestra comunidad consta de sesenta y cuatro miembros —dijo Antony—. Si l legase alguien más buscando refugio, sería impropio denegarle la entrada. Pero, por ahora y hasta que no pase un tiempo, no podemos seguir buscando activamente nuevos reclutas. —El delegado se encogió de hombros—. Lo siento, Travis.

—No, te entiendo. —Y lo entendía. Pero preferiría no estar acompañado de Leo Milton. Le daba la impresión de que el pelirrojo había influido en la decisión de Antony para poner al recién l legado en su sitio—. Entonces supongo que me he quedado sin trabajo.

—Sí y no —dijo Antony, provocando que su asistente le lanzase uno mirada furtiva—. Lo que nos l leva a las buenas noticias… bueno, o espero que las encuentres buenas. Quería hablar contigo. Con los dos. Todavía no se lo he dicho a Leo.

—¿Y bien…?

—Ahora somos sesenta y cuatro residentes en Harrington y más de la mitad no eran estudiantes aquí. Por lo tanto, creo que sería sensato nombrar a un segundo asistente con responsabil idades específicas para con esos nuevos miembros de nuestra comunidad. Y cuando digo nombrar, quiero decir invitar. Travis, creo que tenemos mucho un común. Creo que ya hemos demostrado que podemos trabajar juntos. Si lo quieres, el puesto es tuyo.

—¿Que si…? —Asistente del delegado. Puede que fuese ridículo util izar semejantes términos tras la enfermedad, pero era una especie de ascenso. Una distinción. Papá hubiese estado orgulloso—. Me honra, Antony. Acepto.

—Excelente. Me alegro mucho. —Y se estrecharon la mano con fuerza —. Ni qué decir tiene que a partir de ahora trabajarás codo con codo con Leo. Estoy seguro de que os l levaréis muy bien.

—Seguro que sí, Clive. —El apretón de manos de Leo fue un poco más tibio que el anterior.

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—Nos l levaremos de maravil la —dijo Travis. Evidentemente, no había dicho que sí al puesto solo para ver aquella expresión de resentimiento en el ya de por sí colorado rostro de Leo…, pero fue un buen añadido.

—Y otra cuestión: creo que deberíamos organizar un peque ño evento social mañana por la tarde en la sala de fiestas. Con música. Y baile. Esa clase de cosas. Quiero que todo el mundo tenga la oportunidad de celebrar lo que hemos conseguido hasta ahora. Para recordarnos, después de la pesadil la que hemos vivido, que aún tenemos derecho a divertirnos. ¿Qué te parece?

—Antony —dijo Travis con aprobación—, que empiece la fiesta.

***

Pero fue un poco rara.

En parte, por supuesto, porque Travis nunca había estado en una fiesta (o un «evento social») en una sala de aquellas características. El ambiente era algo distinto al de las abarrotadas habitaciones en las que estaba acostumbrado a beber, a bailar y a probar suerte con las chicas. Aquel lugar le intimidaba, aunque aquella noche lo hubiesen i luminado con velas para crear una atmósfera más íntima. Los imponentes muros de piedra y las ventanas (las que habían sobrevivido al ataque de Rev) de colores, como las de una iglesia, no parecían haber sido diseñados para crear un ambiente divertido. Además, la música no terminaba de ser apropiada. Cuatro estudiantes de Harrington tocaban melodías con el violín y una chica de Midvale se hizo con una de las guitarras acústicas del colegio para ta ñer unos acordes. Pero Travis supuso que la naturaleza de la música era irrelevante: era una melodía y con eso bastaba.

En cualquier caso, Travis se sentía ext raño, incómodo, y sobre él se proyectaba una sombra de culpabil idad por tener ganas de reír, de bailar, de pedirle a Mel, a Jessica, o a Tilo, que bailasen con él. Por la posibil idad de que, por un momento bajo la luz de las velas y la melodía de viejas canciones, se olvidase de la muerte de su madre, de sus abuelos, de incontables millones de personas… ¿Estaría mal si volvía a reír? Si se lo pasaba bien, ¿sería un insulto al recuerdo de aquellos que habían muerto, una traición… o un homenaje? ¿Cuánto tiempo deberían guardar luto por el pasado?

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No mucho en el caso de los niños como Enebrina ni Sauce, desde luego. Estaban en una sección de la pista de la que ya se habían retirado las mesas; dando palmas, chil lando, intentando mantener el ritmo con el cuarteto de cuerda de Harrington. Niños… Travis asumió que eran más resistentes, más adaptables. En aquellas mentes jóvenes, realidad y fantasía se entremezclaban. La enfermedad y el monstruo de debajo de la cama eran lo mismo. Puede que hubiesen querido a sus padres (así lo esperaba), pero no habían l legado a conocerlos, no como personas, como individuos, y es precisamente a quienes no se conoce a quienes antes se olvida. Aquella era la generación de auténticos supervivientes.

—Eh, Trav. —Era Mel. Estaba sentada en un banco junto a Jessica—. Me recuerdas al chiste del caballo.

—¿Qué chiste? —Se acercó hacia ellas.

—Ya sabes, entra un caballo en un bar y el camarero le pregunta: «¿A qué viene esa cara tal larga?».

—Hum. Quédate sentada, que no vales para el club de la comedia.

—Pero pareces un poco triste, Trav —añadió Jessica—. Ya sé que todos nos sentimos así, pero…

—Tienes que esforzarte. Como nosotras. —Mel sonrió, señalando ropa que l levaban—. Que para algo nos hemos puesto la ropa de fiesta. —La idea de que cada uno tuviese su propio armario recordaba a Io s tiempos previos a la enfermedad. Habían traído la ropa a Harrington desde las tiendas y casas cercanas, apilándola en montones para chicos y chicas; después, cada uno se hizo con la ropa que quería según sus gustos y talla. Jessica iba emperifollada con un ostentoso y l lamativo vestido e incluso Mel se había animado a ponerse algo más vistoso de lo habitual, aunque del habitual color negro.

—Estáis guapísimas. Las dos —dijo Travis con sinceridad—. Y no lo digo solo por la ropa. De hecho, no lo digo por la ropa en absoluto, —Jessica casi estaba recuperada del todo y Mel se sentía feliz por ello… aún había cosas que agradecer.

—¿Y qué hay de mí, Travis? —dijo Tilo tras él—. ¿Qué tal estoy? —Llevaba un vestido blanco, sencil lo y corto, con las piernas descubiertas. Parecía que Tilo había dejado atrás la rústica moda de los Hijos de la Naturaleza.

Travis sintió que se le aceleraba el pulso.

—¿Sobre diez? Veinte. Como mínimo.

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—¿Significa eso que si te pido un baile, me lo concederás?

—Prueba a ver.

—¿Quieres…?

—Sí.

Tilo rio, Travis sonrió y juntos se unieron a los peque ños en la pista. De acuerdo, puede que Tilo hubiese dejado escap ar esa misma risa nerviosa con Fresno o con otros chicos, pero ya no estaban all í y no lo estarían jamás. Travis podía ignorarlos. Podía aislarlos de su mente. Era lo que quería. Y no estaba mal en absoluto pasar un buen rato: después de todo, no podía evitarlo. Y de pronto, el color de pelo favorito de Travis pasó a ser el pelirrojo, para los ojos, el miel, eran las manos de Tilo las que quería estrechar y su cuerpo con el que quería entrar en sinuoso contacto… Sí, había cosas que agradecer.

Antony vio a Travis y a Tilo empezar a bailar desde un extremo de la sala y se alegró. Aquello significaba que tenía vía l ibre para acercarse a Mel. Podría haberlo hecho hasta entonces, claro, pero los nervios no hacían más que retrasarlo. Pero ¿qué motivos tenía para estar tan nervioso? Las palabras eran bastante sencil las: «Melanie, ¿quieres bailar?». No eran más que tres, así que tampoco le costaría recordarlas. Y estaban en su idioma. Pero el problema no radicaba en lo que él tuviese que decir, sino en lo que Mel le pudiese responder. Una sola palabra, por ejemplo, un «no». La posibil idad de que le rechazase no le hacía ninguna gracia. Ojalá tuviese más experiencia con chicas como Mel, aunque el hecho de que fuese tan diferente era lo que la hacía tan atractiva. Aquel cabello negro, su ropa (¿era un look gótico? Desde luego, así es como se l lamaba… o eso creía), su mirada penetrante y su lengua afi lada, aquella confianza que la hacía perfectamente capaz de defenderse sola, la diferenciaban de las sofisticadas chicas vestidas de diseño con las que los estudiantes de Harrington solían confraternizar. De hecho, para ser sinceros, le hubiese gustado tener más experiencia con cualquier tipo de chica. Antony podía hablar de política y fi losofía durante horas, pero a la hora de expresar emociones tenía unas lagunas considerables. Lo más seguro y menos embarazoso sería no pedirle un baile a Mel y punto. Pero él no dejaba de ser el delegado del colegio Harrington y tenía que vivir de acuerdo a sus preceptos. Evitar el camino fácil.

—Hola, Antony. —Mel le sonrió. Un buen comienzo.

—Hola, Antony. —También Jessica. Jessica Lane, según recordaba.

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—Ah, buenas tardes. ¿Qué tal te encuentras, Jessica ? —Quedaría bien si se interesaba por el estado de salud de su amiga.

—Mejor. Muy bien, dentro de lo que cabe… por lo menos sé dónde estoy. Gracias por preguntar.

—Sí, bueno, eh…—Se acabaron los preliminares.

—¿Duermes con eso puesto?

—¿Disculpa? —Mel le observaba con ojos divertidos. ¿A qué se refería?

—A eso que l levas puesto. A la america na y la corbata. ¿Te las quitado son parte de ti, como una especie de segunda piel? Se supone que estamos en una fiesta y vas vestido como si estuvieses de viaje de negocios.

—¡Mel! no seas mala —le reprochó Jessica.

—No soy mala, solo pregunto.

—No le hagas caso, Antony —dijo Jessica—. Creo que vas muy elegante.

—Sí, bueno, hum… Melanie, ¿querrías…?

—Mel —le corrigió la chica.

—Mel, ¿querrías bailar?

No iba a querer. En absoluto. Por cómo parpadeó involuntariamente y por el gesto de sus labios, esbozando una sonrisa forzada para no herirlo más de lo necesario. Todas sus palabras podían resumirse en una.

—Oh, Antony, es todo un detalle por tu parte, pero no bailo. Con nadie, la verdad. Y menos esta noche. Solo quiero quedarme aquí con Jessica y mirar. Para asegurarme de que esté bien —dijo mientras le frotaba la espalda a su amiga.

—Estoy bien —protestó Jessica sin mucho énfasis. Después, miró a Antony—. A mí…

—Claro. Claro. —Tras el rechazo se imponía una retirada. Inmediata—. Solo queréis pasar una buena tarde. Será mejor que… hum… me marche. Nos vemos. —Fin de la humillación.

—Eres un poco borde, Mel —le reprochó su amiga cuando se aseguró de que Antony no podía oírla.

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—¿De qué hablas? Estos chavales de colegio privado aguantan lo que les echen. Y reconozco que Antony no es de los más zoquetes, que a algunos parece que se les ha subido el dinero a la cabeza.

—Deberías haber bailado con él, ya que se ha atrevido a pedírtelo. Desde luego, yo hubiese bailado si me lo hubiese pedido a mí —dijo, apenada, mientras seguía al muchacho rubio con la mirada hasta que desapareció.

—Eso es porque eres mejor persona que yo, Jessica Lane. Pero siempre lo hemos sabido. —Le dio un achuchón—. Prefiero estar aquí, sentada a tu lado.

—Por mí bien —dijo Jessica, visiblemente irritada, mientras se sacudía el abrazo de Mel con los hombros—. Pero no tienes que hacerme de muleta. Puedo apañármelas yo sólita, ¿o es que no te has dado cuenta? —Vio el dolor dibujándose en el rostro de Mel—. Lo siento. Lo siento. No quería… después de todo lo que has hecho por mí… Es solo que, no sé, el hecho de que un chico le pidiese bailar a una chica me hizo recordar.

—¿El qué? ¿Estás bien?

—¿Sabes dónde estábamos hace dos semanas, qué estábamos haciendo? Estábamos en mi casa, celebrando mi decimosexto cumpleaños. Hace dos semanas. Nada más. Lo que dura un campamento de verano. ¿Dónde están todos los que estaban entonces? ¿Cuántos de nuestros amigos siguen vivos? Mel, ¿qué vamos a hacer?

Y en aquella ocasión, cuando Mel la estrechó de nuevo, Jessica no se opuso.

Mientras tanto, a un par de puertas…

—¿Qué, Tony, Morticia te ha dado calabazas? —le provocó Richie Coker.

—Me llamo Antony —le corrigió el delegado fríamente. Miró a Richie, apoyado contra una pared con una gran lata de cerveza en la mano, con descubierta hostil idad—. De hecho, no vuelvas a l lamarme Tony. Y no tengo ni idea de qué estás hablando.

—Lo que tú digas. Y creo que sí sabes de qué hablo. Pero el problema, Tony, es que Morticia es una chica de verdad y las chicas de verdad necesitan hombres de verdad, ¿sabes lo que te quiero decir?

Antony profirió un despectivo gruñido y se alejó de Richie, digiriéndose al otro extremo de la sala. Richie se echó a reír y levantó la lata, burlón, como si saludase. Así se le bajarían los humos a aquel ni ño pijo. La noche estaba yendo

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mucho mejor de lo esperado. La cerveza contribuía a ello, evidentemente: todo era mejor con una cerveza. Pero había vaciado la lata. No pasaba nada. Había más en la habitación de al lado. Tony Clive y Panocha Milton habían fi jad o el l ímite de edad para el consumo de bebidas alcohólicas (durante ocasiones especiales) en catorce años. Parecía que, después de todo, tenían dos dedos de frente.

Richie se dirigió a la habitación contigua en la que se encontraba la bebida. Estaba casi vacía. Todo el mundo estaba en la sala, bailándolo charlando (dos pérdidas de tiempo, pudiendo beber), salvo por el triste perdedor que siempre encontrabas en la cocina durante las fiestas, aunque aquella habitación l lena de mapamundis no fuese exactamente una cocina.

—Simoncete, viejo amigo, ¿cómo va todo?

—Hasta ahora bien. —Simon apretó los labios—. Pero, de pronto, tengo unas ganas tremendas de vomitar. ¿Por qué será, Coker?

—Eh, eh, Simoncete. —Richie le hizo un ademán de advertencia con el dedo—. En casa no me hubieses hablado así. No te hubieses atrevido.

—Las cosas han cambiado desde que ya no estamos «en casa», Coker —dijo Simon.

—No te creas. —Richie cogió una nueva lata de cerveza y tiró de la anil la para abrirla—. Todavía sigues al margen porque n adie quiere estar contigo, Simoncete.

—Eso no es verdad —dijo a la defensiva, aunque puede que l levase razón.

—Ya te advertí que Naughton, tu salvador, quería apuntarse al club de los esnobs, ¿verdad? ¿Y qué ha sido de él al final? Asistente de bla, bla, no sé qué del delegado. Ya no le interesas a Naughton, Simoncete. Ahora está a otras cosas y te ha abandonado. Nadie quiere estar contigo. Estas solo en esta habitación vacía.

—Como tú —respondió, intentando no pensar en Travis y Antony, o en Mel y Jessica, o en Travis y Tilo, o en cualquier pareja de amigos en la que dos eran compañía y tres (siempre él), multitud—. Todo el mundo pasa de ti, Coker. No le caes bien a nadie y les caerías aún peor si supiesen lo que yo sé. Te echarían si lo supiesen.

—¿Y qué sabes, Simoncete? —preguntó Richie como si tal cosa, con un tono casi amistoso.

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—Que dejaste tirado a Digby —dijo Simon con aplomo—. Resulta que lo vi. Supongo que no encontraste a Dalton-Booth en los dormitorios teniendo en cuenta que las instrucciones eran l levar a los heridos a la sala para que los tratasen. Pero parece ser que estuviste buscando en el lugar equivocado. Estoy seguro de que a Travis y a Antony les encantaría saber lo comprometido que estás con la causa.

—Así que me viste, ¿eh, Simoncete? —Richie asintió, sonrió y dejó la lata sobre la mesa—. Así que vas a hablar mal de tu viejo amigo Richie.

—No, si no es necesario. Puede ser nuestro secreto, puede ser algo que solo sepamos tú y yo, siempre y cuando… bueno, siempre y cuando prometas dejarme en paz de ahora en adelante. Se acabó eso de tratarme como la mugre de tus zapatos. Ese es el trato.

—Conque ese es el trato, ¿eh? —Richie se volvió hacia la puerta, que seguía cerrada—. Supongo que no me das otra opción, ¿verdad, Simoncete, viejo amigo? —Simon estaba a punto de esbozar una sonrisa triunfal cuando el antebrazo de Richie le golpeó en la garganta como un relámpago y sintió todo su peso empujándole hacia atrás hasta empotrarlo contra una pared. Los duros y feos rasgos de Richie quedaron a esc asos centímetros de su cara, formando una agresiva expresión de desprecio—. Olvídalo, cuatro ojos. Olvídalo, pedazo de mierda. ¿Crees que me la puedes jugar, Satchwell? No podrías jugársela a una babosa —dijo mientras le golpeaba repetidamente contra la pared—. Eres un perdedor, eres basura. Naciste siendo un desgraciado, eres un desgraciado y lo serás para siempre. Débil e inútil , Simoncete, ¿entiendes?

—Rich…—Entendía—. No… no puedo…—«Respirar», era lo que quería decir.

De pronto, Richie lo soltó y dio un paso atrás. Simon cayó de rodil las mientras tosía y se masajeaba la magullada garganta.

—Este es el trato, Simoncete —dijo Richie, despectivo—. Entre tú y yo no va a cambiar nada. Si quiero pegarte un poco porque me aburro, y ya sabes que me aburro con facil idad, y me apetece machacar a mi saco de las tortas de vez en cuando, lo haré. Y tú te aguantarás como el patético imbécil que eres. Y no le dirás ni media palabra a Naughton, ni a nadie. Y tampoco le contarás a nadie lo que crees que viste durante la batalla. Porque entonces, Simoncete, da igual lo que me hagan, da igual que me echen, porque antes de irme te haré desear ser lo bastante mayor como para que la enfermedad te mate. ¿Entendido, Simoncete?

—En… entiendo. —Las palabras se le atragantaban y sobre sus mejil las se derramaron lágrimas de impotencia, rabia y frustración. Incluso cuando Richie

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hubo salido de la habitación, dejando la lata de cerveza sobre la mesa y a su víctima de rodil las. Otra vez. Siempre de rodil las. Cabrón. ¡Cabrón! Se había estado engañando a sí mismo, se había estado mintiendo. Intentó convencerse de algo que jamás fue posible. ¿Nuevos comienzos? ¿Empezar de cero? ¿Qué Simon Satchwell pasase a contar para algo? No, nada iba a cambiar para Simon Satchwell, Nunca había cambiado. Nunca cambiaría. Simon nació siendo un desgraciado, era un desgraciado y lo seguiría siendo. No tenía escapatoria y nadie podía ayudarle. Ni siquiera Travis.

Quien, en aquel preciso instante, reía por el pasil lo mientras Tilo lo conducía de una mano lejos de la sala, pasando delante de un sonriente Richie Coker.

—¿Adónde vamos? ¿No me estarás secuestrando? Si no querías seguir bailando me hubiese sentado con Jessica y con Mel.

—De eso nada. Hoy me siento un poco acaparadora, Trav. Te quiero para mí sola.

—Bueno… —Travis la abrazó y la besó en aquel oscuro pasil lo—. Pues parece que ya me tienes.

—Y me alegro. Porque quiero disculparme contigo, Travis.

—¿A qué te refieres?

—Cosas que agradecer.

—Por no haberte contado lo del ojo. Debí hablarte de ello en cuanto lo vi…

—No pasa nada, es que no quería quedar mal delante de Antony.

—Y por lo de Fresno.

—Y entonces me puse tan celoso que fui injusto y cabezón. Olvídate de Fresno.

—Ya lo he hecho. Y quiero demostrártelo.

—Vaya, ¿y cómo tiene previsto hacerlo, señorita Darroway?

—Ya te lo enseñaré. Ven conmigo. —Volvió a cogerlo de la mano y a conducirlo.

—¿Adónde vamos? —preguntó con una sonrisa.

—A los dormitorios.

Entonces dejó de sonreír.

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—¿Por qué?

—Porque ahí es donde están las camas.

La sonrisa desapareció del todo. Separó sus manos de las de Tilo.

—Espera un minuto.

—¿Esperar? Eso es precisamente lo que no quiero hacer, Trav: esperar. Quiero demostrarte lo que significas para mí —dijo suplicante mientras le miraba a los ojos. No quería estar sola—. Quiero estar contigo.

—Pero… es que… —¿Iba a rechazarla? ¿Por qué?—. Solo nos conocemos desde hace, no sé, una semana. Eso no es…

—Y mira lo que ha pasado en esa semana, Trav —replicó Tilo—. Y la semana anterior. Este es un nuevo mundo. Podemos empezar de cero. No tenemos que pensar en esperar, quedar, hacer tonterías y preocuparnos por lo que los demás puedan pensar: todo eso es cosa del pasado. Se acabó. Podemos hacer lo que nos apetezca sin que ningún adulto nos dé la murga o nos critique por ello en plan moralista.

—Eso es verdad, Tilo. —Sí, definitivamente iba a rechazarla. Y ya sabía por qué—. Pero que podamos hacer algo no significa que debamos. No me gusta juzgar los actos de cada uno, pero sí creo en la moral, en los valores. Por eso combatimos a Rev. Por e so estás aquí. Y no creo que estar contigo esta noche estuviese bien. Para ninguno de los dos. Lo siento, Tilo.

—Y yo. ¿Es que no te gusto, Trav?

—Precisamente porque me gustas, un montón, de hecho, no quiero ir con prisas. Quiero conocerte mejor, no saltar directamente a la cama. Vales más que eso, Tilo. Los dos lo valemos. Me… ¿me comprendes?

Así que le gustaba. Tilo estaba en lo cierto: era cuestión de tiempo.

—No te pareces en nada a Fresno, Travis —dijo ella—. Te comprendo… más o menos. ¿Pero al menos seguiremos siendo novios, no?

—Supongo que sí.

—¿Y podemos, no sé, besarnos?

—Pensé —dijo Travis— que nunca lo ibas a preguntar.

Y se besaron. Muchísimo.

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De hecho, solo regresaron a la sala a todo correr cuando dejaron de oír la música y escucharon el inicio del discurso de Antony. Su arenga. Se encontraba en la plataforma a la que solían subirse los profesores de Harrington, un símbolo del orden y la continuidad. Los profesores de Harrington, ya muertos.

—… hemos trabajado mucho para hacer posible esta velada que tanto nos merecemos. Una noche l ibre. Una noche para hacer una pausa y reflexionar acerca de todo lo que hemos conseguido. Derrotar a Rev y a sus lacayos fue un bautismo de fuego. No para el colegio de Harrington en sí… este edificio se ha mantenido firme durante más de trescientos años. Miles de chicos y jóvenes se han educado entre estos muros. Yo mismo, tú, Leo, Oliver, Giles, todos los que tuvimos el privilegio de formar parte de esta institución antes de la enfermedad, somos los últimos de nuestra especie. Los días de Harrington como colegio han quedado atrás. Lo que presenciamos durante la batalla contra Rev fue el nacimiento de algo más, una evolución. Gente de todas partes, de todos los rincones, hombres y mujeres de todos los estratos socia les unidos en la batalla frente a un enemigo común, unidos por la fe en un ideal compartido, por la esperanza de que este lugar pueda albergar un futuro civil izado, decente y bueno. Un futuro que merezca la pena vivir. Un futuro del que todos podamos enorgullecemos.

El público de Antony estalló en vítores y aplausos. Travis miró a sus compañeros: a Tilo, a Jessica, a Mel, a Simon. Sí, incluso a Richie Coker. Habían l legado muy lejos. Habían partido del fin hasta l legar a un comienzo.

Cosas que agradecer.

—Por lo tanto… por lo tanto… —Antony pidió si lencio y el público obedeció gradualmente—. Por lo tanto, tengo un anuncio que hacer, Harrington dejará de ser un colegio. Quiero proponer un brindis por un nombre nuevo, más apropiado, para lo que hemos creado ju ntos: la comunidad Harrington. —Antony levantó su copa—. ¡Por la comunidad Harrington!

—¡Por la comunidad Harrington! —Las palabras resonaron por la sala cuando todos los asistentes imitaron al orador y levantaron sus copas, vasos o aquello con lo que estuviesen bebiendo, y todo el mundo vitoreó de nuevo y aplaudió un poco más, y algunos incluso empezaron a cantar la canción del colegio. Había semejante algarabía que nadie oyó el desgarrador grito del muchacho. Al principio, al menos, hasta que su autor ent ró a toda prisa en la sala, impulsado por el terror más absoluto. Reinó la confusión, la ansiedad, el miedo. Después, el si lencio.

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—¿Pero qué…? ¿Roland? —Antony intentó calmar al traumatizado muchacho.

Roland Garrick. Uno de los vigías.

—Fuera. ¡Fuera! —fue lo único que gritó.

—Rev —gruñó Travis, vengativo, mientras se dirigía corriendo hacia las puertas. Las chicas lo siguieron. Después Antony y Leo Milton… todos corrieron hada las puertas—. Ha vuelto. Maldita sea, ha vuelto.

No fue así. No era Rev.

La luz, plateada como la de las estrellas, los deslumbró en su trayecto hasta el patio interior. Quedaron cegados durante unos segundos mientras sus ojos se adaptaban. Faros. Así debe de sentirse un conejo cuando se queda mirando a los faros del coche que lo va a matar; pensó Travis. De pronto, todos los que le rodeaban rompieron a gritar en un súbito y demencial coro.

—¡Dios mío, Travis! —Tilo lo sujetó del brazo sin dejar de mirar hacia arriba. Todo el mundo miraba hacia arriba. Hacia la noche. Hacia el cielo nocturno. Travis también miró.

Y entonces sintió al mismo tiempo pánico, incomprensión, miedo y la abrumadora y desgarradora certeza de que la realidad le desbordaba, hasta el punto de ser insoportable.

Nunca había visto naves así y, sin embargo, le resultaban familiares. Las había visto en incontables películas de ciencia ficción, sobresaltándose en la butaca del cine mientras los alienígenas desataban el apocalipsis sobre la Tierra. Armadas alienígenas formadas por naves devastadoras e invencibles. Titánicas. Aterradoras.

Como las que los sobrevolaban en aquel instante, revelando su verdadero aspecto mientras emergían de las l lamas ultraterrenas con las que habían prendido fuego al cielo. Tan altas como rascacielos, hechas de un metal forjado en galaxias l ejanas, plateado y bril lante. Con forma de hoces, de guada ñas, con arcos de cientos de metros de longitud y fi los como cimitarras hechos para cortar, para segar cuando la siembra está l ista para la cosecha. Los motores ardían como soles blancos desde los vientres de las naves y el zumbido que emitían hacía que la tierra temblase bajo los pies de Travis. Pero al mismo tiempo, la flota alienígena transmitía el frío glacial del espacio.

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Tilo le sujetó con más fuerza, pero él no tenía a qué aferrarse. Justo cua ndo Travis pensaba que habían conseguido establecer un cierto control, que habían encontrado un objetivo y esperanza, l legó aquel recordatorio de su impotencia y su ignorancia. Su mente perdió el norte y el mundo empezó a dar vueltas a su alrededor. Nada era como pensaba. Nada era como imaginaba.

Se había equivocado desde el principio.

Sobre él, la noche siguió l lenándose de naves. No podía contarlas. No sabía ni por dónde empezar. Las naves se extendían por todo el planeta, saturando el cielo.

Y para horror de Travis, petrificado por el pánico, descendían.

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AgradecimientosUn especial agradecimiento a quienes lo hicieron posible: