aristóteles, kant y mill

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1. ARISTÓTELES, LA FELICIDAD COMO FIN. (Principios de Filosofía. Adolfo Carpio) La ética: medios y fines Aristóteles piensa toda la naturaleza de manera naturalista, teleológica. Cuando un cuerpo cae, por ejemplo, ello se debe a que tiene como meta o fin el "lugar natural" hacia el que se dirige: el fuego se eleva, porque su lugar natural está en lo alto; la piedra cae, porque el suyo está abajo. Incluso la entera escala de la naturaleza puede interpretarse finalísticamente, como si desde la materia menos informada hubiese una especie de continuo esfuerzo de ascensión hacia grados cada vez superiores, más ricos, más “actuales” (más reales), hacia la realización más perfecta de la forma. Esta teleología valdrá también, pues, para la acción del hombre. El hombre continuamente obra, realiza acciones. Y lo que hace, lo hace porque lo considera un "bien", porque si no lo considerase un bien, no lo haría (otra cosa es que se equivoque, y que lo que considera un "bien" sea un mal). Pero ocurre que hay bienes que no son nada más que "medios" para lograr otros, como, por ejemplo, el trabajar puede ser medio para obtener dinero; mas hay otros bienes que, en cambio, los consideramos "fines", es decir, que los buscamos por sí mismos, como, por ejemplo, la diversión o entretenimiento que el dinero nos procure. Pero además tenemos que admitir que todos nuestros actos deben tener un fin último o dirigirse a un bien supremo, que dé sentido a todos los demás fines y medios que podamos buscar, porque de otra manera, si buscamos una cosa por otra, y ésta por una tercera, y así al infinito, la serie carecería de significado, no se trataría en el fondo nada más que de una serie de "medios" a la que le faltaría el "fin", vale decir, aquello que otorga sentido a los medios. Aristóteles señala dos características que le corresponden a este bien supremo. En primer lugar, tiene que ser final, algo que deseemos por sí mismo y no por otra cosa -de otro modo no sería el bien último-. En segundo lugar, tiene que ser algo que se baste a sí mismo, es decir, que sea autárquico, porque se

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1. ARISTÓTELES, LA FELICIDAD COMO FIN.

(Principios de Filosofía. Adolfo Carpio)

La ética: medios y fines

Aristóteles piensa toda la naturaleza de manera naturalista, teleológica. Cuando un cuerpo cae, por ejemplo, ello se debe a que tiene como meta o fin el "lugar natural" hacia el que se dirige: el fuego se eleva, porque su lugar natural está en lo alto; la piedra cae, porque el suyo está abajo. Incluso la entera escala de la naturaleza puede interpretarse finalísticamente, como si desde la materia menos informada hubiese una especie de continuo esfuerzo de ascensión hacia grados cada vez superiores, más ricos, más “actuales” (más reales), hacia la realización más perfecta de la forma. Esta teleología valdrá también, pues, para la acción del hombre.

El hombre continuamente obra, realiza acciones. Y lo que hace, lo hace porque lo considera un "bien", porque si no lo considerase un bien, no lo haría (otra cosa es que se equivoque, y que lo que considera un "bien" sea un mal). Pero ocurre que hay bienes que no son nada más que "medios" para lograr otros, como, por ejemplo, el trabajar puede ser medio para obtener dinero; mas hay otros bienes que, en cambio, los consideramos "fines", es decir, que los buscamos por sí mismos, como, por ejemplo, la diversión o entretenimiento que el dinero nos procure. Pero además tenemos que admitir que todos nuestros actos deben tener un fin último o dirigirse a un bien supremo, que dé sentido a todos los demás fines y medios que podamos buscar, porque de otra manera, si buscamos una cosa por otra, y ésta por una tercera, y así al infinito, la serie carecería de significado, no se trataría en el fondo nada más que de una serie de "medios" a la que le faltaría el "fin", vale decir, aquello que otorga sentido a los medios.

Aristóteles señala dos características que le corresponden a este bien supremo. En primer lugar, tiene que ser final, algo que deseemos por sí mismo y no por otra cosa -de otro modo no sería el bien último-. En segundo lugar, tiene que ser algo que se baste a sí mismo, es decir, que sea autárquico, porque se bastase a sí mismo nos llevaría a depender de otra cosa. Tal bien supremo -y sobre esto todos los hombres están de acuerdo- es la felicidad; y Aristóteles dice:

Tal parece ser, sobre todo lo demás, la felicidad, pues la elegirnos siempre por sí misma y nunca por otra cosa.

Pero si bien todos los hombres coinciden en buscar y desear la felicidad, sucede que creen poder encontrarla en cosas muy diversas: unos, por ejemplo, sostienen que se encuentra en el placer; otros pretenden que se halla en los honores; otros, en las riquezas.

La teoría que sostiene que la felicidad consiste en el placer se llama hedonismo (ήδονή, hedoné significa "placer"), Pero Aristóteles rechaza tal teoría. En efecto, se ha visto que en el hombre

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hay tres "almas" o vidas: la vegetativa, la sensitiva y la racional; y el placer evidentemente se refiere al alma sensitiva, a la propia de los animales. Por ello Aristóteles sostiene que una vida de placeres es una vida puramente animal, porque si llevásemos vida tal, no estaríamos viviendo en función de lo que nos distingue como seres humanos, sino solamente en función de lo que en nosotros hay de animalidad. Pero hay otra razón más para rechazar el hedonismo. Y es que en el placer dependemos del objeto del placer, estamos atados -y en los casos extremos esclavizados- al objeto el placer; si el placer lo encontramos en la bebida, pongamos por caso, dependeremos de la bebida, de que dispongamos de ella. Mas de tal modo resulta claro que no seremos autárquicos, como sin embargo hemos establecido que debe ocurrir con el fin último; el placer no es un bien que se baste a sí mismo.

Otros sostienen que la felicidad se logra con los honores, en la fama, en la carrera política. Pero Aristóteles señala que tampoco en este caso se alcanza la autarquía, puesto que los honores no dependen de nosotros, sino de los demás, que nos los otorgan, y que, así como los otorgan, los pueden también quitar; a lo cual hay que agregar que por lo general quien los otorga es la mayoría, que suele ser la más ignorante, de tal manera que los honores procederían, no de quienes más acertadamente podrían dispensarlos por conocer mejor la cuestión, sino de quienes menos la conocen. Además, se busca que los otros nos honren como prueba del propio mérito; de modo que es en éste donde se encuentra el bien, y no en las honras mismas. En cuanto a quienes colocan la felicidad en el dinero, "es evidente que la riqueza no es el bien que buscamos, pues sólo es útil para otras cosas", es un medio, no un fin.

No se crea, sin embargo, que Aristóteles niegue de modo absoluto el valor del placer, de los honores o de la riqueza. Por el contrario, no se encuentra en él ninguno de los rasgos, a veces demasiado ascéticos, frecuentes en Platón. Aristóteles es persona que sabe muy bien calibrar, medir y apreciar los encantos que puede tener la existencia humana en todos sus aspectos. La Ética nicomaquea es uno de los libros más ricos que existan en cuanto se refiere a análisis concretos de la vida humana, interesantísimo, para todo el que tenga verdadera vocación filosófica y psicológica, por la extraordinaria penetración y finura de juicio, y, a la vez, por la comprensión que tiene Aristóteles para todas las cosas, pues no es pensador dogmático y encerrado en unas pocas ideas, sino siempre dispuesto a recibir todas las opiniones, inclusive las que pareciesen en primera instancia más opuestas a las suyas.

Virtudes éticas y dianoéticas

Según Aristóteles, la felicidad sólo puede encontrarse en la virtud. Virtud -άρετή (areté)- significa "excelencia", la perfección de la función propia de algo o alguien. La función del citarista, reside en saber tocar la cítara; y será virtuoso en el arte de tocarla en la medida en que desempeñe tal función de manera excelente. De modo semejante, debemos preguntarnos en qué consiste la función propia del hombre como tal para poder determinar en qué estriba su virtud:

el vivir parece también común a las plantas, y se busca lo propio (del hombre).Hay que dejar de lado, por tanto, la vida de nutrición y crecimiento. Vendría despuésla sensitiva, pero parece que también ésta es común al caballo, al buey y a todos

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los animales. Queda, por último, cierta vida activa propia del ente que tiene razón; y éste, por una parte, obedece a la razón; por otra parte, la posee y piensa.

La virtud del hombre, por lo tanto, consistirá en la perfección en el uso de su función propia, la razón, en el desarrollo completo de su alma (o vida) racional. Pero ocurre que el hombre no es solamente racional, sino que en él hay también una parte irracional de su alma: los apetitos, la facultad de desear- que a veces sigue los dictados de la razón (tal como ocurre en quien se domina a sí mismo), pero a veces no (el caso del incontinente). Según lo cual habrá dos tipos de virtudes: las de la razón considerada en sí misma (virtudes dianoéticas) y las de la razón aplicada a la facultad de desear (virtudes éticas).

Las virtudes éticas o morales, o virtudes del carácter (ήθος [êthos] significa "carácter", "manera de ser", "costumbre"), las define Aristóteles en un pasaje célebre:

La virtud es un hábito de elección, consistente en una posición intermedia relativaa nosotros, determinada por la razón y tal como la determinaría el hombre prudente. Posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto.

Aristóteles dice, en primer lugar, que para que haya valor moral en una persona, sus actos tienen que ser resultado de una elección (es decir, tienen que ser libres, si bien no hay en Aristóteles un planteo expreso del tema de la libertad de la voluntad), porque un acto realizado de otra manera -por ejemplo, el movimiento involuntario de un miembro- no puede calificarse de moralmente bueno ni malo. Sólo se alaba o censura las acciones voluntarias.

En segundo lugar, se trata de un hábito, porque, en efecto, no basta con que una persona, en un caso dado, haya elegido lo debido para que la consideramos virtuosa. “Una golondrina no hace verano", es decir que una buena acción por sí sola no revela un individuo virtuoso, sino sólo en cuanto en esa acción se manifiesta un carácter virtuoso. La virtud es cuestión de práctica, de ejercicio, por lo que Aristóteles dice que es un "hábito", esto es, cierta manera de obrar constante, que se ha hecho costumbre en nosotros. Tal hábito de elección, en tercer lugar, se halla "en una posición intermedia". Porque ocurre que en las acciones puede haber exceso, defecto y término medio, y en elegir el justo término medio reside precisamente la virtud. Respecto del manejo del dinero, por ejemplo, hay un exceso, la prodigalidad o el despilfarro, y un defecto, la avaricia; la virtud consistirá en la liberalidad o generosidad. Respecto de los placeres, el exceso es la incontinencia o desenfreno; el defecto, la insensibilidad; y la virtud reside en la temperancia, vale decir, en el uso moderado y controlado de los placeres. La temeridad es vicio por exceso, la cobardía por defecto; la virtud consiste en la valentía.

Por último dice Aristóteles que ese término medio, que lo establece la razón, se lo debe determinar "tal como lo haría en cada caso el hombre prudente", el hombre dotado de buen sentido moral. Esto significa que no hay una especie de regla o norma matemática, digamos, que nos permita determinar, en general y abstractamente, cuál sea el término medio. Aristóteles tiene una visión muy concreta de las cosas, y sabe que el término medio no puede

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ser siempre el mismo, sino que depende de las circunstancias y de la persona del caso y de los extremos de que se trata -por eso el término medio es "relativo a nosotros". Hay virtudes diferentes según se trate del varón o de la mujer, del político o del guerrero, del sano o del enfermo, una persona de organismo débil, por ejemplo, no puede realizar el acto que sería valiente para el caso de otra persona más robusta; la liberalidad de quien posee poco dinero no puede consistir en regalar tanto como quien es muy rico, porque en tal caso incurriría en despilfarro, que es un vicio. A todo esto se refiere Aristóteles al hablar del hombre prudente: éste es el hombre de tino, aquel que mediante larga experiencia ha ejercitado su razón de modo tal que puede discriminar lo que en cada caso concreto corresponde hacer, es el que tiene la mirada capaz de encontrar, en cada situación concreta, el justo término medio.

La virtud ética superior es la justicia; más todavía, es la virtud misma, así como la injusticia es el vicio, puesto que lo justo señala la debida proporción entre los extremos. Sin embargo, ni siquiera la justicia representa plena autarquía, puesto que requiere otra persona respecto de la cual podamos ser justos y de la cual por tanto dependemos. Además, las virtudes éticas no son de por sí completas, ya que –según su definición- remiten a la prudencia, que es virtud intelectual.

Las virtudes dianoéticas o intelectuales atañen al conocimiento. Unas, las de la “razón práctica”, se refieren a las cosas contingentes, es decir, a las que, en cuanto caen bajo el poder del hombre, pueden ser o no ser o ser de otra manera.

Son dos: el arte -"hábito productivo acompañado de razón verdadera"- y la prudencia -"arte práctico verdadero, acompañado de razón, sobre las cosas buenas y malas para el hombre". Las otras virtudes intelectuales, las de la “razón teórica”, conciernen al puro conocimiento contemplativo, y se refieren a la realidad y sus principios, a lo que es y no puede ser de otro modo, por tanto, a lo necesario. Éstas son la ciencia (έπιστήμη) – "hábito demostrativo"-, la intuición (intelectual) o intelecto (νοϋς) -"hábito de los principios"-, que capta las formas, o el principio de contradicción, que constituye la base de toda demostración, y la sabiduría (σοφία), que no sólo conoce las conclusiones de los principios, sino también la verdad de éstos, vale decir que reúne en sí la intuición de los principios y lo que se desprende necesariamente de ellos.

En estas virtudes del pensamiento, de la pura actividad contemplativa de la verdad por el puro gozo de contemplarla, en la pura teoría (θεωρία), se encuentra la felicidad perfecta, pues, en efecto, la vida teorética se basta a sí misma, y llena entonces la condición que debe tener el fin último:

la autosuficiencia o independencia de que hemos hablado puede decirse que se encuentra sobre todo en la vida contemplativa. Sin duda que tanto el filósofo como el justo, no menos que los demás hombres, han menester de las cosas necesarias para la vida; pero supuesto que estén ya suficientemente provistos de ellas, el justo necesita además de otros hombres para ejercitar en ellos y con ellos la justicia, y lo mismo el temperante y el valiente y cada Uno de los representantes de las demás virtudes morales, mientras que el filósofo, aun a solas consigo mismo, es capaz de contemplar, y tanto más cuanto más sabio sea.

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El filósofo, pues, es el que más o mejor se basta a sí mismo, y la vida de razón, la vida contemplativa, es la más feliz, y la sabiduría la virtud más alta.

Pero Aristóteles tiene perfecta conciencia de que ningún hombre puede vivir una vida pura y exclusivamente contemplativa -hay siempre en el hombre otras necesidades que lo requieren. Por ello una vida puramente teorética es superior a la humana, y sólo un ideal para el hombre:

Una vida semejante, sin embargo, podría estar quizá por encima de la condición humana, porque en ella no viviría el hombre en cuanto hombre, sino en cuanto que hay en él algo divino.

Pero el que sea más que humana no implica que se abandone ese ideal, sino todo lo contrario:

Mas no por ello hay que dar oídos a quienes nos aconsejan, con pretexto de que somos hombres y mortales, que pensemos en las cosas humanas y mortales, sino que en cuanto nos sea posible hemos de inmortalizarnos y hacer todo lo que en nosotros esté para vivir según lo mejor que hay en nosotros [...]

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2. KANT. Filosofía Práctica

(Principios de Filosofía. Adolfo Carpio)

1. La conciencia moral

Según habrá podido apreciarse, la actitud de Kant frente a la metafísica –y por tanto, frente a lo absoluto: frente a los problemas del alma, del mudo y de Dios- es en cierto modo ambigua o vacilante. Porque, de un lado, afirma que no conocemos lo absoluto, ni podemos conocerlo, puesto que todo conocimiento humano se ciñe a los límites de la experiencia, al mundo de los fenómenos. Pero, por otro lado, como el hombre es un ente dotado de razón, y la razón es la facultad de lo incondicionado, la metafísica es una disposición natural del hombre y por tanto necesaria para éste. Tal como declara Kant en el Prefacio a la primera edición de la Crítica, las cuestiones metafísicas- la de Dios, la del mundo, la del alma, la de la libertad- son asuntos que jamás pueden serle indiferentes al hombre, como se ve por la circunstancia de que cada uno de nosotros toma siempre una posición al respecto (afirmando o negando la libertad, o la existencia de Dios, etc.). Este estado de cosas, esta ambigüedad en que se coloca Kant frente a la metafísica, parece forzarnos a tratar de resolver lo que no es sino una aparente contradicción.

Kant busca una solución, pero no en el campo de la razón teorética, no en el campo del conocimiento (porque en éste tenemos que atenernos a los fenómenos), sino en el campo moral, en el campo de la razón práctica (como llama Kant a la razón en tanto determina la acción del hombre).

En efecto, no conocemos lo absoluto; pero sin embargo tenemos un cierto acceso, una especie de "contacto", por así decirlo, con lo absoluto o mejor, con algo absoluto. Este contacto se da en la conciencia moral, es decir, la conciencia del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo que debemos hacer y de lo que no debemos hacer. La conciencia moral significa, según Kant, algo así como la presencia de lo absoluto o de algo absoluto en el hombre.

Ahora dejamos enteramente de lado las diferencias entre lo que cada cual entiende por bien o por mal, o lo que debe concretamente hacer o no hacer; en este punto no interesan esas diferencias, no interesa el contenido concreto de la conciencia moral, ni menos que se la escuche o desoiga, sino que interesa sólo la conciencia moral misma, simplemente el hecho de que todos hacemos.

constantemente discriminaciones de orden ético. Y afirmamos entonces que en la conciencia moral se da un contacto con algo absoluto porque la conciencia moral es la conciencia del deber, es decir, la conciencia que manda de modo absoluto, la conciencia que ordena de modo incondicionado. La conciencia moral no nos dice, por ejemplo: "hay que hacer tal cosa para congraciarse con Fulano”; tal mandato no es expresión de la conciencia moral, sino un criterio de “conveniencia" práctica, una regla de sagacidad o prudencia (Klugheit). La conciencia moral, en cambio, es la que dice: "Debo hacer tal o cual cosa, porque es mi deber hacerlo", y ello

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aunque me cueste la vida, o la fortuna, o lo que fuere. Podrá ocurrir que no cumplamos nuestro deber, pero tal circunstancia se la excluye de nuestra consideración, porque no interesa ahora lo que efectivamente hacemos, sino que interesa sólo fijarnos en esta exigencia según lo cual algo debe ser, aunque de hecho no sea y aunque quizá nunca sea. Lo que el deber manda, repetimos, lo manda sin restricción ni condición ninguna; “debo hacer esto", pero no porque ello me vaya a dar alguna satisfacción, o me granjee amigos o fortuna, sino tan sólo porque es mi deber.

La conciencia moral es entonces la conciencia de una exigencia absoluta, exigencia que no se explica y que no tiene ningún sentido desde el punto de vista de los fenómenos de la naturaleza. Porque en la naturaleza no hay deber, sino únicamente el suceder de acuerdo con las causas; no es que una piedra deba o no deba (moralmente) caer; la piedra cae sin más. La naturaleza es el reino del ser, de cosas que simplemente son; mientras que la conciencia moral es el reino de lo que debe ser. (Por ello resultará siempre radicalmente insuficiente todo intento por explicar la conciencia moral mediante la psicología o la sociología y, en general, mediante cualquier ciencia; puesto que las ciencias se refieren -dicho en términos de Kant- a la naturaleza, donde las cosas simplemente son, y allí todo, según vimos, ocurre según leyes necesarias, no según libertad. Por ello será también vano todo ensayo de fundar la moral sobre base empírica, como, por ejemplo, sobre el concepto de felicidad, tal como hizo Aristóteles). En el dominio de la naturaleza está todo condicionado según leyes causales. En la conciencia moral, en cambio, aparece un imperativo que manda de modo incondicionado, un imperativo "categórico". La conciencia moral dice, por ejemplo: "no mentirás", sin someter este mandamiento a ninguna condición. No dice que no deba mentir en tales o cuales circunstancias para lograr así una recompensa, porque esto no sería exigencia moral, sino expresión de astucia; en efecto, al decir: "Si quiero ganar dinero, no debo mentir", hay aquí' un imperativo, una orden ("no debo mentir"), pero el imperativo está sujeto a una condición (la de que quiera ganar dinero); mas si no quiero ganarlo, el imperativo deja de valer. Este tipo de imperativo lo llama Kant “hipotético". Pero los imperativos morales son incondicionados, es decir, categóricos, porque lo que el imperativo manda lo manda sin más, sin ninguna condición (otra cuestión será, repetimos, que se lo obedezca, o que, según ocurre frecuentemente, se lo infrinja).

2. La buena voluntad

Kant comienza la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (ésta y la Crítica de la razón práctica son las dos obras principales dedicadas por Kant al tema moral) con un famoso pasaje, solemne y a la vez inspirado:

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad.

¿Qué significa esto? El dinero, por ejemplo, es bueno; puede servir para comprar libros, o para hacer un viaje. Pero también puede servir para corromper a una persona, para degradarla,

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para sobornar a un funcionario venal. Por ende, el dinero es bueno, no de modo absoluto, sino sólo de modo relativo: dependerá de cómo se lo emplee. De manera semejante, la inteligencia es también buena, porque sirve para aprender mejor lo que se estudia, para comprenderlo más a fondo, para desempeñarse mejor en tal o cual ocupación, etc. Pero si esa inteligencia se la emplea para planear el robo de un banco, esa inteligencia no es buena. La inteligencia se la puede usar tanto para el bien cuanto para el mal; por tanto, es buena sólo relativamente.

La buena voluntad, en cambio, es absolutamente buena, en ninguna circunstancia puede ser mala. Lo único que en el mundo, o aun fuera de él, es absolutamente bueno, es la buena voluntad. Aquí "mundo" quiere decir nuestro mundo empírico; pero Kant afirma que, aun haciendo abstracción de toda las condiciones empíricas, aun si pensásemos en otro mundo más allá de éste, aun si pensasemos en un Dios, también de El valdría lo que se acaba de sostener: que sólo la buena voluntad es absolutamente buena.

Y poco más adelante escribe Kant:

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación

para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma.

Tres ejemplos ayudarán a comprender este pasaje. Primer caso: Supóngase que una persona se está ahogando en el río; trato de salvarla, hago todo lo que me sea posible para salvarla, pero no lo logro y se ahoga. Segundo: Una persona se está ahogando en el río, trato de salvarla, y finalmente la salvo. Tercero: Una persona se está ahogando; yo, por casualidad, pescando con una gran red sin darme cuenta la saco con algunos peces, y la salvo.

Lo efectuado o realizado", según se expresa Kant, es el salvamento de quien estaba a punto de ahogarse: en el primer caso, no se lo logra; en los otros dos sí. En cuanto se pregunta por el valor moral de estos actos, fácilmente coincidirá todo el mundo en que el tercer acto no lo tiene, a pesar de que allí se ha realizado el salvamento; y carece de valor moral porque ello ocurrió sin que yo tuviera la intención o voluntad de realizarlo, sino que fue obra de la casualidad: el acto, entonces, es moralmente indiferente, ni bueno ni malo. Los otros dos actos, en cambio, son actos de la buena voluntad, es decir, moralmente buenos, y -aunque en el primer caso no se haya logrado realizar lo que se quería, y en el segundo sí- tienen el mismo valor, porque éste es independiente de lo realizado: Kant dice que "la buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice", sino que "es buena en sí misma"-. Lo que Kant sostiene, pues, no es nada extravagante, a pesar de que ciertas exposiciones o críticas de su ética la presenten en forma bastante peregrina. Kant no se propone aquí otra cosa sino aclarar las nociones morales de que todos participamos de manera implícita: simplemente quiere explicitarlas, formularlas con rigor, y fundamentarlas. Y la prueba de que no hace sino aclarar el “conocimiento moral vulgar", se encuentra en que seguramente todo el mundo estará de acuerdo en la valoración de casos como los propuestos.

3. El deber

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Ahora bien, el deber no es nada más que la buena voluntad, "si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos", colocada bajo ciertos impedimentos que le impiden manifestarse por sí sola. Porque el hombre no es un ente meramente racional, sino también sensible; en él conviven dos mundos: el mundo sensible y el mundo inteligible. Por ello sus acciones están determinadas, en parte, por la razón; pero, de otra parte, por lo que Kant llama inclinaciones: el amor, el odio, la simpatía, el orgullo, la avaricia, el placer, los gustos, etc. De modo que se da en el hombre una especie de juego y conflicto entre la racionalidad y las inclinaciones, entre la ley moral y "la imperfección subjetiva de la voluntad" humana. La buena voluntad se manifiesta en cierta tensión o lucha contra las inclinaciones, como exigencia que se opone a éstas. En la medida en que ocurre tal conflicto, la buena voluntad se llama deber. En cambio, si hubiese una voluntad puramente racional, sobre la cual no tuviesen influencia ninguna las inclinaciones, sería, en términos de Kant, una voluntad santa, es decir, una voluntad perfectamente buena. Y esta voluntad, por ser perfectamente buena, por estar libre de toda inclinación, realizaría la ley moral de manera espontánea, digamos, no constreñida por una obligación. Y por tanto para esa voluntad santa, el "deber" no tendría propiamente sentido: "el `debe ser´ no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley.” En el hombre, en cambio, la ley moral se presenta con carácter de exigencia o mandato.

En función de todo lo anterior, pueden distinguirse cuatro tipos de actos, según sea el motivo de los mismos: a) actos contrarios al deber; b) actos de acuerdo con el deber y por inclinación mediata; c) actos de acuerdo con el deber y por inclinación inmediata; y d) actos cumplidos por deber. La clave de todo esto se encuentra en las dos expresiones: "de acuerdo con el deber" y "por deber”. Unos ejemplos ayudarán a entenderlo.

a) Acto contrario al deber. Supóngase, una vez más, que alguien se está ahogando, y que dispongo de todos los medios para salvarlo; pero se trata de una a quien debo dinero, y entonces dejo que se ahogue. Está claro que se trata de un acto moralmente malo, contrario al deber, porque el deber mandaba salvarlo. El motivo que me ha llevado a obrar -a abstenerme de cualquier acto que pudiera salvar a quien se ahogaba- es evitar pagar lo que debo: he obrado por inclinación, y la inclinación es aquí mi deseo de no desprenderme del dinero, es mi avaricia.

b) Acto de acuerdo con el deber, por inclinación mediata. Ahora el que se está ahogando en el río es una persona que me debe dinero a mí, y sé que si muere nunca podré recuperar ese dinero; entonces me arrojo al agua y lo salvo. En este caso, mi acto coincide con lo que manda el deber, y por eso decimos que se trata de un acto "de acuerdo" con el deber. Pero se trata de un acto realizado por inclinación, porque lo que me ha llevado a efectuarlo es mi deseo de recuperar el dinero que se me debe. Esa inclinación, además, es mediata, porque no tengo tendencia espontánea a salvar a esa persona, sino que la salvo sólo porque el acto de salvarla es un "medio" para recuperar el dinero que me debe. Por tanto no puede decirse que este acto sea moralmente malo, pero tampoco que sea bueno; propiamente es neutro desde el punto de vista ético, es decir, ni bueno ni malo.

c) Acto de acuerdo con el deber, por inclinación inmediata. Supóngase que ahora quien se está ahogando y trato de salvar es alguien a quien amo. Se trata evidentemente, de un acto que

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coincide con lo que el deber manda, es un acto "de acuerdo" con el deber. Pero como lo que me lleva a ejecutarlo es el amor, el acto está hecho por inclinación, que aquí es una inclinación inmediata, porque es directamente esa persona como tal (no como medio) lo que deseo salvar. Según Kant, también éste es un acto moralmente neutro.

d) Acto por deber. Quien ahora se está ahogando es alguien a quien no conozco en absoluto, ni me debe dinero, ni lo amo, y mi inclinación es la de no molestarme por un desconocido; o, peor aún, imagínese que se trata de un aborrecido enemigo y que mi inclinación es la de desear su muerte. Sin embargo el deber me dice que debo salvarlo, como a cualquier ser humano, y entonces doblego mi inclinación, y con repugnancia inclusive, pero por deber, me esfuerzo por salvarlo.

Pues bien, de los cuatro casos examinados el único en que, según Kant, nos encontramos con un acto moralmente bueno, es este último, puesto que es el único realizado por deber; no por inclinación ninguna, sino sólo por lo que el deber manda:

Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber

En forma de cuadro tendríamos que los actos pueden ser:

en relación con el deber hechos por entonces el acto es:a) contrarios al deber inclinación moralmente malo

b) de acuerdo con el deber inclinación mediata

moralmente neutroc) de acuerdo con el deber inclinación inmediata

d) independiente de toda inclinación

por deber moralmente bueno

De todos modos, debe tenerse bien en cuenta que los que se han dado no son más que ejemplo, como ayuda para comprender el pensamiento de Kant. No hay que entenderlos como si diesen una especie de receta para saber cómo tenemos que actuar en un caso determinado. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant no se ocupa del hecho concreto, de la situación ante la cual nos pudiéramos encontrar en un momento dado; ni tampoco lo hace en la Crítica de la razón práctica. En la Fundamentación, Kant quiere, simplemente, explicarnos en qué consiste, en su naturaleza universal, el acto moral, el principio supremo de la moralidad.

Y la respuesta ya la sabemos: un acto será moralmente bueno sólo si está hecho “por deber”. Pero esto no significa -como podrían sugerir algunos de los ejemplos anteriores- que el deber necesariamente, para ser tal, haya de estar en conflicto con las inclinaciones o ser indiferente a ellas. Puede darse la circunstancia de que hacia la realización de un acto me lleve una inclinación, y a la vez la noción del deber. Kant no dice, modo alguno, que tenga que haber forzosamente un conflicto entre ambos principios, si bien algunos intérpretes han caído en este error. Al respecto puede recordarse un famoso epigrama de Schiller (1759-1805), poeta y

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también filósofo. El epigrama se burla de esta teoría kantiana de la oposición entre las inclinaciones y el deber; o, para decirlo más exactamente, se burla de las deformaciones de que es susceptible, un discípulo habla con su maestro de ética y le dice que ayuda a sus amigos, pero como son amigos, esa ayuda él la realiza con gusto, con inclinación, puesto que los estima; y entonces le remuerde la conciencia, pensando que quizás él no sea virtuoso, puesto que en su actitud hay inclinación, y no el deber solamente. El maestro le contesta que entonces debe esforzarse por odiarlos, y luego cumplir con el deber:

Escrúpulo de conciencia

Con gusto sirvo a los amigos, mas desdichadamente lo hago con inclinación,y así a menudo me atormenta la idea de no ser virtuoso.

DecisiónNo hay otro recurso; debes intentar despreciarlos,

Y cumplir entonces con horror lo que el deber te ordena.

Pero repetimos que se trata de una exageración y de una mala interpretación. Kant no quiere decir que debamos intentar odiar a una persona (como si, además, el odio dependiese de la voluntad) para que después, odiándola, el deber nos obligue a ayudarla. Desde luego, si se presenta el caso en el que odio a una persona, y sin embargo tengo conciencia de que mi deber consiste en ayudarla, el deber resalta con mayor claridad. Pero de ninguna manera Kant pretende que suprimamos nuestro amor, nuestros afectos, etc., sino que lo único que exige es que distingamos los dos motivos: mi amistad por una persona, por ejemplo, y lo que el deber manda; y si me doy cuenta de que obro llevado, no sólo por mi amistad, sino, fundamentalmente por el deber, entonces, y sólo entonces, mi acto será moralmente bueno.

4. El imperativo categórico

El valor moral de la acción, entonces, no reside en aquello que se quiere lograr, no depende de la realización del objeto de la acción, sino que consiste única y exclusivamente en el principio por el cual se la realiza, prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Ese principio por el cual se realiza un acto, Kant lo ¡lama máxima de la acción; es decir, el principio o fundamento subjetivo del acto, el principio que de hecho me lleva a obrar, aquello por lo cual concretamente realizo el acto.

Con esto nos encontramos en condiciones de formular de manera rigurosa, y en forma de imperativo, lo que se lleva dicho. Kant formula el imperativo categórico en los siguientes términos:

Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.

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Lo cual significa que sólo obramos moralmente cuando podemos querer que el principio de nuestro querer se convierta en ley válida para todos.

Esta fórmula, que puede parecer muy abstracta, coincide en el fondo con la siguiente: "no nos convirtamos jamás en excepciones"; con lo cual se quiere significar que lo decisivo para determinar el valor moral del acto es saber si la máxima de mi acción (aquello por lo que obro) es meramente un principio sobre la base del cual yo -circunstancialmente- decido obrar, o bien es una máxima que al mismo tiempo la consideramos válida para cualquier otra persona. Supóngase que me encuentro en una dificultad, y que, para escapar de ella, decido hacer una falsa promesa, una promesa mentirosa. Entonces nos preguntamos: ¿podemos convertir en universal este principio, el de mentir cuando uno se encuentra en dificultades? Y en cuanto pensamos qué sería esta máxima convertida en ley universal, nos damos cuenta de que es imposible, que se anula a sí misma: porque si todos los hombres obrasen según esta máxima, nadie creería en la palabra de los demás, nadie creería en las promesas, y por tanto se anularía toda promesa y toda palabra:

bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la m en lira [para escaparme de una dificultad], no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento [...]; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal destruiríase a sí misma.

La mentira, la deslealtad, están en contradicción consigo mismas, y sólo son posibles siempre que no se conviertan en ley universal de las acciones humanas, porque si se convierten en ley universal, repetimos, las palabras y las promesas desaparecerían. Por eso el mentiroso quiere mentir a los demás, pero no quiere que se le mienta a él; se considera a sí mismo como excepción, autorizado para mentir, pero niega tal autorización a los demás. En el mentiroso se da, pues, una contradicción entre su ser sensible, las inclinaciones, que son las que en un momento dado lo llevan a mentir, y la razón, que exige universalidad. Nótese que incluso los delincuentes tienen su propia "moral": roban, pero se castigan entre sí cuando uno de ellos roba al otro; de modo tal que entre ellos también se admite, tácita u oscuramente, que la ley moral tiene que valer para todos (en este caso, el "todos" de la banda).

Kant enuncia el imperativo categórico de diversas maneras, de las cuales nos interesa ahora la fórmula del "fin en sí mismo". El argumento es en síntesis el siguiente: Toda acción se orienta hacia un fin. Pero hay dos tipos de fines. Por una parte, hay fines subjetivos, relativos y condicionados; son aquellos a que se refieren las inclinaciones y sobre los que se fundan los imperativos hipotéticos, si deseo poseer una casa (fin), debo ahorrar (medio). Pero hay además, según se sabe, un imperativo que manda absolutamente, el imperativo categórico, lo cual significa que -además de los fines relativos- tiene qu haber fines objetivos o absolutos que constituyan el fundamento de dicho imperativo; fines absolutamente buenos (y no para tal o cual cosa), fines en sí. Ahora bien, lo único absolutamente bueno es la buena voluntad. Y como ésta sólo la conocemos en los seres racionales, en las personas, resulta que el hombre es fin en sí mismo, y Kant puede escribir:

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Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio

Se obra inmoralmente cuando a una persona se la considera nada más que como medio o “instrumento" para obtener algún fin. En efecto, lo moralmente aborrecible de la esclavitud o de la prostitución, por ejemplo, reside en que en tales casos un ser humano es usado, y no se lo considera como fin en sí mismo; es nada más que medio para un fin. El esclavo no es nada más que un medio o instrumento para picar piedras, y el esclavista no ve en él algo distinto de lo que sería, por ejemplo, un caballo en la noria o un asno que transporta cargas. Se está igualando así al hombre con un animal o con una máquina. Cuando en una actividad burocrática o social, a una persona la utilizamos, y la consideramos nada más que como un medio, nos estamos comportando inmoralmente.

5. La libertad

El hombre obra suponiendo que es libre; porque, en efecto, el deber, la ley moral, implica la libertad, así como ésta la ley.

Dentro del mundo fenoménico (el único, según Kant, que podemos conocer), todo lo que ocurre está rigurosamente determinado según la ley de causalidad; no hay ningún hecho que no tenga su causa, la cual a su vez tiene la suya, y así al infinito. Ahora bien, también la vida psíquica del hombre es parte de la naturaleza; cada estado psíquico tiene su causa, y ésta la suya, etc. De manera que también en nos encontramos aquí con un riguroso determinismo psíquico.

Está claro que, dentro de un orden causal estrictamente determinado no puede hablarse de libertad; en la naturaleza no hay lugar para el deber. Si una roca se desprende de la montaña y mata a una persona, a nadie se le ocurrirá censurar moralmente a la roca, porque su caída es un puro hecho natural, que considerado por sí mismo no es ni bueno ni malo. Por lo tanto, si el hombre fuera un ente puramente natural, la conciencia moral carecería absolutamente de sentido.

Pero la conciencia moral es un hecho indisputable, un "hecho de la razón” -tanto como lo es la ciencia natural y su exigencia determinista. Y el hecho del deber señala que el hombre no se agota en su aspecto natural, sensible; por el contrario, la conciencia moral, incompatible con el determinismo, exige suponer que en el hombre hay, además del fenoménico, un aspecto inteligible o nouménico, donde no rige el determinismo natural, sino la libertad. Esta es la única manera de comprender la presencia en nosotros del deber, pues sólo tiene sentido hablar de actos morales (buenos o malos) si se supone que el hombre es libre.

Es cierto que no podemos conocer que somos libres, pero nada nos impide pensarlo, según lo ha enseñado la tercera antinomia. Sabemos que el término "conocimiento" tiene para Kant sentido muy restringido, de tal modo que sólo puede hablarse de "conocimiento" dentro del dominio de la experiencia. Aquí se trata, entonces, no de que se "conozca" la libertad, sino de que para comprender el hecho de la conciencia moral es prensa postular la libertad, esto es, que de alguna manera que no podemos explicar, somos capaces de obrar de modo de iniciar

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radicalmente una nueva cadena causal, sin estar determinados a ello. La libertad es, pues, una suposición necesaria para pensar el hecho de la conciencia moral:

Vale sólo como necesaria suposición de la razón en un ser que crea tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (la facultad de determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la razón, pues, independientemente de los instintos naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por leyes naturales, allí también cesa toda explicación […]

Siempre que hablamos de conciencia moral o hacemos juicios morales, tácitamente suponemos la libertad. Porque si alguien comete un crimen bajo la acción de una droga, por ejemplo, no consideraremos responsable a esa persona, ni, por tanto, condenable, ni diremos propiamente que el acto realizado es moralmente malo, y no lo haremos porque el individuo del caso no ha obrado libremente, sino que, por efecto de la droga, su conducta era una conducta forzada, necesaria, determinada por causas naturales, y por eso no calificable moralmente. Kant puede decir entonces

que la libertad es sin duda la ratio essendi de la ley moral, pero la ley moral, pero la ley moral es la ratio cognoscendi de la libertad,

es decir, que la ley moral es la razón de que "sepamos" de la libertad, así como la libertad es la razón o fundamento de que haya ley moral, su condición de posibilidad.

3. ÉTICA UTILITARISTA

(La concepción utilitarista de la naturaleza humana y sus aspiraciones1. Marcia Gabriela Spadaro)

I- La felicidad como principio.

“El credo que acepta como fundamento de la moral la Utilidad, o el Principio de mayor Felicidad, mantiene que las acciones son correctas (right) en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas (wrong) en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad y la falta de placer. (...) a saber, que el placer y la exención del sufrimiento son las únicas cosas deseables (que son tan numerosas en el proyecto utilitarista como en cualquier otro) son deseables ya bien por el placer inherente a ellas mismas, o como medios para la promoción del placer y la evitación del dolor.”2

Como bien definía Stuart Mill el principio de Utilidad consiste en juzgar las acciones humanas por su conformidad o no a orientarse a la Felicidad. En consecuencia la Felicidad es el fin último del hombre pues en todos sus actos subyace la pretensión de una existencia libre de dolor y lo más plena posible de placeres. El criterio primordial de medición de los placeres es su calidad, sólo por su calidad es estimable su cantidad. Este criterio se agudiza por la

1 Derechos de Propiedad intelectual n° 2987332 Mill, John Stuart, El utilitarismo. Altaya, Barcelona, 1997. pp.45- 46.

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capacidad particular de cada hombre para concebir el placer como también por su hábito a la auto-observación y reflexión3.

De este modo obtenemos las primeras implicancias contraídas por tal concepción de la felicidad y de la ética: acciones meditadas, medidas, de modo que contribuyan al fin último4. Lo impulsivo, lo a-reflexivo, no conduce por el camino de la virtud utilitarista; la Felicidad como fin y modo de vida requiere de su atento estudio para ser posible. Pues bien, una vida placentera resulta un difícil equilibrio entre dos elementos tensiónales: tranquilidad y emoción. Así, Stuart Mill describe que con mucha tranquilidad se soporta poco placer y con mucha emoción se tolera una cierta cantidad de dolor5.

Si analizamos sus proposiciones con un criterio semántico encontramos en dichas expresiones la medición tanto de la tranquilidad y la emoción como del placer y el dolor. Mill habla de cantidades no precisas matemáticamente, pero sí lo suficientemente sugestivas a la subjetividad humana. Vemos que, aunque no esté denotado, la medida de las sensaciones descriptas son dependientes de la recepción de cada individuo. En segundo lugar, la felicidad no consiste en una continua emoción altamente placentera, ya que si así fuera concebida ésta sería imposible6. De modo que la felicidad resulta un estado alcanzado a partir del control armónico, esto es proporcional, de la tranquilidad y la emoción. El exceso de tranquilidad evita al dolor, aún cuando su precio sea el escaso placer, y el exceso de la emoción busca la felicidad, aún cuando haya que soportar el dolor.

Ahora bien, el principio de Utilidad no sólo incluye la búsqueda de la felicidad sino también, a su vez, la mitigación del dolor, la prevención de su contrario. Así, aún negándose la posibilidad de la felicidad tal principio no carece de valor7. Mill, y aquí aparecen sus aspectos utópicos y filantrópicos, confía en que mediante el empeño y el esfuerzo humano, lentamente, la sociedad civilizada podrá eliminar una parte importante de las fuentes de sufrimiento presentes8. Esta afirmación desmitifica algunas interpretaciones del principio utilitarista, ya que la corrección de las acciones no sólo depende de la felicidad que éstas causen al agente sino, también, de la que pueda causar a todos los afectados9. En consecuencia el utilitarismo reconoce la posibilidad de sacrificar el propio bien para beneficiar a los otros. Lo que la moral utilitarista no admite es que el sacrificio sea un bien en sí mismo, es decir, que sea éste deseable10.

II- La naturaleza deseante del hombre como prueba del principio.

A la hora de demostrar racionalmente el principio de Utilidad Mill se vale de la indemostrabilidad de los fines últimos. Por lo cual la prueba que presentará no es estricta o

3 Op. cit. p.54. 4 Saenger, Samuel, Stuart Mill. 1930. p. 227.5 Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.56.6 Op. cit. p.55.7 Op. cit. p.55. 8 Op. cit. p.59. 9 Op. cit. p.62.10 Op. cit. pp.61- 62.

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epistemológicamente una prueba11. Agrega que los fines últimos deben ser de por sí deseables como fines, dado que a su paso surgirán una serie de cosas sólo deseables en cuanto medios para tal fin12. Así utiliza un paralelismo: para demostrar que un objeto es visible es necesario que aquel a quien se pretende demostrárselo lo vea, de igual manera para demostrar que algo es deseable es necesario que esto sea deseado13. Esta será la forma en que Mill verificará su principio. Contemplemos el alto grado de subjetividad, ya que no la esencia de la cosa, pero sí su posibilidad de ser conocida es relativa o dependiente de las posibilidades del sujeto.

Su comentarista y traductora Esperanza Guisán, nos explica que lo deseable para Mill no es lo que un individuo cualquiera y anárquica o caprichosamente pueda desear; sino que lo deseable presupone aquello que los hombres moralmente desarrollados desean. Por lo tanto, los placeres realmente deseados por los hombres más civilizados y educados pasan a ser deseables para la humanidad14. He aquí lo que se le critica a Mill, su confusión entre lo deseado y lo deseable, dado que lo deseable puede ser no deseado15 o bien de lo deseable no puede ser extraído lo deseado. Esta confusión es denunciada por G. E. Moore como una falacia naturalista16.

Levantando una objeción en su defensa, debemos reconocer que si tal era la interpretación de Mill acerca de lo deseable, éste, ya en acto era deseado por los hombres más ilustrados de una sociedad. Lo deseable se hace, en este autor, de por sí deseado porque no infiere fines sino que los extrae empíricamente de los hombres más avanzados. Y por ello es fundamental en él, como veremos en el próximo punto, la calidad de los placeres, pues todo hombre que se precie de ser moralmente elevado no debe someterse a burdos goces17.

Continuado con su prueba, Mill infiere que la felicidad de una persona es un bien para la misma y, de este modo, la desea; así como la felicidad general es un bien para ese conjunto de personas; de allí que la felicidad se instala como uno de los fines de la conducta y, por ende, como uno de los criterios de moralidad18. Es preciso que observemos que la demostración de Mill no consiste en que la felicidad sea el único fin del hombre moralmente recto sino en que sea uno entre otros. Este ser un fin la convierte en criterio de moralidad y a partir de allí la moral utilitarista exhibe su consistencia.

Pero esta parte de la prueba, también, acuña objeciones. Se lo ha denunciado de utilizar una falacia de composición tal que la felicidad de A es un bien para A del mismo modo la felicidad de B es un bien para B; no obstante de la felicidad de A más (+) la felicidad de B no se sigue que sea un bien para A o para B, es más no sigue que tal conjunto sea felicidad19.

Nuevamente alzándonos en su defensa, Mill, al menos en texto del utilitarismo, cuando salta a la felicidad general no lo hace por una sumatoria de felicidades ni por su composición, sino por

11 Op. cit. p.42.12 Op. cit. p.89. 13 Op. cit. p.90.14 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.14.15 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.33.16 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.12.17 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. pp.33- 34. 18 Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. pp.90- 91.19 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.12.

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una inducción aristotélica y un paralelismo. Digamos que su razonamiento es el siguiente: si la felicidad de A es un bien para A necesariamente la felicidad general, valga el término la felicidad común de A, de B y de C, será un bien común a A, a B, y a C. De ningún modo afirma que la felicidad de A más la felicidad de B sean un bien común a A y a B.

Por otra parte, Esperanza Guisán detecta que los acusadores de ambas falacias se valen de una comprensión del sujeto cerrada y no inter-subjetiva, de tal modo que lo que representa un bien para una persona no puede de ninguna forma ser, a la vez, un bien para otra, con lo cual queda desterrada toda posibilidad de realizaciones colectivas20 como también la comprensión de toda propuesta ética.

Es preciso que nos preguntemos ¿qué es la felicidad para el utilitarismo?

III- La felicidad en el utilitarismo

“Los ingredientes de la felicidad son muy varios y cada uno de ellos es deseable en sí mismo, y no simplemente cuando se le considera como parte de un agregado. El principio de Utilidad no significa que cualquier placer determinado, como por ejemplo la música, o cualquier liberación del dolor, como por ejemplo la salud, hayan de ser considerados como medios para un algo colectivo denominado Felicidad y hayan de ser deseados por tal motivo. Son deseados y deseables en y por sí mismos. Además de medios, son parte del fin.”21

“La felicidad no es una idea abstracta, sino un todo concreto y éstas son algunas de sus partes. El criterio utilitarista sanciona y aprueba que así sea.”22

En primer lugar, observemos que la naturaleza de la felicidad es un todo concreto, no posee una existencia ideal, al contrario, es algo fácticamente experienciable o vivible, es decir empíricamente asequible. Pero este todo concreto que significa la felicidad no equivale a algo colectivo, a modo de un saco en cual vienen caer una serie de bienes, sino a un todo sincrético. Este sincretismo revela que la naturaleza de la felicidad no es simple, sino compleja. De este modo, los bienes que forman parte de ella son deseados por ser fines en sí mismos y no medios para ella; la presencia de cada uno de estos bienes es necesaria para el bienestar o el placer de la persona en cuestión23. Por ende, son medios en tanto son necesarios para el fin, pero son fines en tanto son deseados en sí mismos24. Por esta cuestión Esperanza Guisán califica a Stuart Mill de utilitarista semi-idealista, porque no siendo la felicidad una entidad metafísica tampoco es algo propiamente físico o material25. Se diría con propiedad que Stuart Mill sostiene una felicidad moral.

20 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.12.21 Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.92. 22 Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.94.23 Op. cit. p.94. 24 “Todo lo que es deseado de otro modo que no sea medio para algún fin más allá de sí mismo, y en última instancia para la felicidad, es deseado en sí mismo como siendo él mismo una parte de la felicidad, y no es deseado por sí mismo hasta que llega a convertirse en ella.” Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.95. 25 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.16.

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En segundo lugar, contra lo que anteriormente se le había imputado, podemos apreciar que Mill sí distingue lo deseable de lo deseado. Y reafirma a la felicidad como un fin en sí mismo deseable, pero, a la vez, deseado; es decir no sólo que goza de la calidad de ser en virtud deseada sino que de hecho es deseada.

Ahora bien, Mill al mostrarnos la esencia de la felicidad hace que ésta pase a ser, sí, el único fin de la vida del hombre y el único criterio de moralidad26. Esto expone una concepción unidimensional del hombre, pues podríamos agregar que hay fines que si bien hacen a la felicidad, o a lo que un individuo entiende por felicidad, no necesariamente son buscados en su autenticidad por la felicidad que puedan promover, un ejemplo patente de ello es la dimensión religiosa.

Esta unidimensión del hombre corresponde al deseo. Según Esperanza Guisán, se debe a que la razón se arraiga en él, ya que si teleológicamente el hombre busca la felicidad es porque la desea27; tal vez, se podría hablar de deseos racionalizados. Sin embargo antes de dar por sentado la anterior afirmación debemos revisar que para Mill la facultad moral no depende de la facultad sensitiva sino de la razón28, por ende, si bien el hombre por su esencia desea la felicidad, es su razón la que se la impone como una meta.

El hombre es un ser deseante, ávido de apetitos por satisfacer. Como dice Samuel Saenger está obligado por las leyes de su naturaleza a buscar las sensaciones de placer y a evitar los sentimientos de dolor habiendo una identidad entre la sensación de placer y el deseo29. La vida instintiva es superada por su criterio racional-teleológico que le exige una recta relación entre sus deseos y su satisfacción30.

“Ahora bien, decidir si esto es así efectivamente, si la humanidad en realidad no desea nada por sí mismo sino lo que le produce placer, o aquello de cuya ausencia se deriva dolor, constituye una cuestión fáctica del mundo de la experiencia que depende, al igual que todas las cuestiones semejantes, de los testimonios con los que contemos. Sólo puede ser resuelta mediante la práctica de la auto-conciencia y la auto-observación, asistidas por la observación de los demás.”31

El hombre debe ser consciente de su actos y pensamientos, debe observar su propia conducta como la ajena, a la base de ella hallará que todo es movido por el deseo de ser feliz. Es indudable que, para nuestro autor, no ingresaban en la felicidad cualquier tipo de goces; para él la felicidad estaba ligada a una concepción histórica y moral32 del hombre, como lo atestigua su biografía. La dignidad, el auto-despliegue y la auto-estima, no son valores ajenos a la

26 Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.96. 27 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p. 9. 28 Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.39 29 Saenger, Samuel, Stuart Mill. ed. cit. p. 226. 30 Op. cit. p. 228. 31 Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.96. 32 Berlín, Isaih, “John Stuart Mill y los fines de la vida” En: Mill, John Stuart, Sobre la libertad. Alianza, colección Ciencia política, Madrid, 1999. pp. 29-30.

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esencia de la felicidad, al contrario son los que permiten que el hombre actualice sus potencialidades aspirando cada vez a una concepción humanista más elevada33.

Por ello, para él no era suficiente luchar por la libertad y la igualdad. Para mejorar la humanidad era necesario que el hombre aprendiera a gozar estéticamente de la vida, a disfrutar con sus semejantes y a indagar en su ignorancia con afán científico y filosófico34.

IV- La indistinción del placer y la felicidad.

Conforme a los análisis recientemente expuestos podemos detectar cierta obscuridad y reducción en la comprensión del término “felicidad”. La felicidad parece reducirse a cierto tipo de goces y placeres:

“El mejor placer, es decir el placer máximo, constituye la meta del vivir humano, y confiere sentido a los demás placeres, a los sufrimientos y dolores, a los sacrificios momentáneos que tiene sólo valor moral en cuanto encaminados a la consecución de un placer más intenso, más vivo, más profundo.”35

Si nos detenemos en esta frase de Esperanza Guisán, podemos observar como se homologa la felicidad que es el telos de la ética utilitarista al mejor o máximo placer. Es decir, no todo placer es aquel todo sincrético que puede y es deseado por sí mismo. Los goces poseen una gradación, tal es así que la naturaleza deseante del hombre puede distraerlo con placeres que no proporcionen su felicidad; o sea el mismo dulzor del goce, en algunos hombres, atenta contra el goce máximo36.

No obstante nosotros hallamos una dificultad en esta comprensión de la felicidad, ya que ella es reducida a la concreción de deseos que permitan el auto-despliegue del hombre, su desarrollo humano37. La concepción del hombre intrínseca a esta filosofía práctica como ser deseante pone los límites epistemológicos y antropológicos a su teleología; como decíamos anteriormente, la unidimensión del hombre hace de la felicidad algo concretable unidimensionalmente. La esfera de lo humano posee su diversidad y gradación, pero no posee más que una dimensión: la de su despliegue. Este despliegue, comparable al crecimiento biológico, es la realización de los deseos.

Ello pareciera connotar una naturaleza diferente del deseo a la que contemporáneamente podemos hallar en filósofos y teóricos del psicoanálisis. Haciendo una generalización, el deseo apuntalado por los postmodernos es un deseo sin teleología, sin dirección, sin razón, en fin sin sentido; un deseo atrapado, encarcelado, en su propia producción. Un deseo que si bien no puede salir de sí tampoco retorna a sí, o sea deseo alienado; un claro ejemplo son las formulaciones de Deleuze y Guattari: “El deseo hace fluir, fluye y corta. (...) Todo <<objeto>> supone la continuidad de un flujo, todo flujo, la fragmentación del objeto.”38

33 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. pp.16- 17. 34 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. pp.17-18. 35 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.15. 36 Guisán, Esperanza, “Introducción” En: Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.15. 37 Berlin, Isaih, “John Stuart Mill y los fines de la vida” En: Mill, John Stuart, Sobre la libertad. ed. cit. p. 19.

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Desde ya que el deseo afirmado por los utilitaristas no tiene nada que ver con alguna fragmentación de los fines deseados, sino por el contrario es deseo de elevación, de humanización; deseo de alcanzar un estado placentero. Está sumamente ligado a un eros contemplativo sin olvidar la praxis, más que a un hedonismo fútil o irracionalismo.

Ahora bien, esto no nos permite superar la unidimensión práctica. El placer se reduce a la concreción de tal deseo, no hay nada dentro de la felicidad que exceda a dicho placer. En este aspecto podemos achacarle la limitada comprensión de las perspectivas humanas, no así la ausencia de una idea de humanidad casi idílica o correspondiente a la edad de oro, la lucha por la racionalización de los deseos. Todo deseo racionalizado es deseo que tiene en cuenta el no perjuicio e incluso el bienestar de los otros.

De esta forma, Stuart Mill sostiene que no es extraño al utilitarismo la distinción entre placeres superiores, los correspondientes a la vida del espíritu, el sentimiento y el intelecto, de placeres inferiores, sólo referentes al cuerpo39. Siendo, indudablemente, los primeros más deseables que los segundos40. Samuel Saenger le critica que los llame “en sí mismo deseables”, pues lo considera un retroceso a la ética tradicional y una inconsecuencia con el utilitarismo 41. De nuestra parte agregaríamos que tal vez sea una inconsecuencia con la doctrina utilitarista, pero si esta inconsecuencia resultaba útil a la humanidad y al mismo utilitarismo, con ella ha confirmado el principio de utilidad. Podríamos aventurarnos que en el fondo de la filosofía práctica de Mill está presente la posibilidad de su negación si ello es necesario para la felicidad humana.

El nudo del planteo sobreviene en que no todos poseen las mismas capacidades de goce, lo cual es un impedimento o un condicionamiento para acceder a la felicidad. Paradójicamente, aquellos cuyos deseos son de vuelo raso poseen más posibilidades de satisfacerlos que quienes poseen mayor refinamiento en sus deseos. Por ende, la felicidad para Mill no es una ecuación matemática, o sea que a una satisfacción x de los deseos igual (=) felicidad o placer. Al contrario, la felicidad es difícil de alcanzar, corresponde a deseos que sólo con una gran capacidad de goce y decisión de concretarlos, poniendo en juego a la voluntad con un papel indesligablemente racional, puede experimentarse42.

“Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; (...). Y si el necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos sólo conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce ambas.”43

En el hombre de alto intelecto no corresponde que se satisfaga con los mismos goces que el animal, aun cuando ello pudiera otorgarle inmediatamente mayor y seguro placer. Los deseos del intelectual, del humanista, deben ser lo que es en sí deseable. Lo en sí deseable debe volverse para él un acto porque conoce su superioridad. Los dolores que transitoriamente se

38 Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, El antiedipo (capitalismo y esquizofrenia). Paidós, Barcelona, 1998. p. 15. 39 Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.47. 40 Op. cit. p.48. 41 Saenger, Samuel, Stuart Mill. ed. cit. p. 237. 42 Mill, John Stuart, El utilitarismo. ed. cit. p.51. 43 Op. cit. p.51.

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puedan ir cosechando mientras se intenta alcanzar la felicidad son fenómenos concomitantes no despreciados por la doctrina utilitarista, tienen su utilidad dentro de la economía del máximo placer44 que es el ámbito de la libertad.

44 Saenger, Samuel, Stuart Mill. ed. cit. pp. 230- 231.