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Vol. 6, No. 3, Spring 2009, 1-35 www.ncsu.edu/project/acontracorriente ¿Apostando por la república? Decencia, apuestas e institucionalidad republicana durante la primera mitad del siglo XIX en Lima Pablo Whipple Pontificia Universidad Católica de Chile El domingo 3 de febrero de 1840 la gente decente de Lima asistió al teatro de la ciudad para ver una de sus obras favoritas: Treinta años o la vida de un jugador 1 . Escrita por el francés Victor Ducange, la obra trata sobre la vida de un joven parisino de buena posición social que cae en desgracia debido a su adicción a las apuestas. Jorge de Germant, el protagonista, poco a poco se relaciona con el oscuro mundo de apostadores y prestamistas llevando una vida marcada por el vicio. Esto le significó perder el respeto de su padre y luego su patrimonio, al mismo tiempo que perdía su posición social. El gusto por las apuestas fue la ruina de Jorge. Presionado por las deudas, el joven sólo vio en la delincuencia la salida a su desesperada 1 Víctor Ducange, Treinta años o la vida de un jugador (Madrid: Casa editorial de "La Ultima Moda", 1908).

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Vol. 6, No. 3, Spring 2009, 1-35

www.ncsu.edu/project/acontracorriente

¿Apostando por la república?

Decencia, apuestas e institucionalidad republicana

durante la primera mitad del siglo XIX en Lima

Pablo Whipple

Pontificia Universidad Católica de Chile

El domingo 3 de febrero de 1840 la gente decente de Lima asistió al

teatro de la ciudad para ver una de sus obras favoritas: Treinta años o la

vida de un jugador1. Escrita por el francés Victor Ducange, la obra trata

sobre la vida de un joven parisino de buena posición social que cae en

desgracia debido a su adicción a las apuestas. Jorge de Germant, el

protagonista, poco a poco se relaciona con el oscuro mundo de apostadores

y prestamistas llevando una vida marcada por el vicio. Esto le significó

perder el respeto de su padre y luego su patrimonio, al mismo tiempo que

perdía su posición social.

El gusto por las apuestas fue la ruina de Jorge. Presionado por las

deudas, el joven sólo vio en la delincuencia la salida a su desesperada

1 Víctor Ducange, Treinta años o la vida de un jugador (Madrid: Casa editorial de "La Ultima Moda", 1908).

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situación, cayendo en un espiral de criminalidad que lo obligó a huir de

Francia con su esposa para evitar la acción de la justicia. Comenzaba así

una existencia errante y miserable, que sin embargo no fue suficiente para

quitarle su afición por el juego.

Según un remitido2 publicado en el periódico El Comercio de Lima

días después de la función, el interés de los limeños por esta obra se debía a

que veían su propio gusto por las apuestas representado sobre el

escenario3. Ese domingo, sin embargo, algo inesperado sucedió durante la

función. En el último acto, Jorge de Germant es acorralado por la policía

después de cometer un asesinato. Sin posibilidad de escapar, de Germant

decide suicidarse, prendiéndole fuego a la cabaña en que se encontraba, en

lo que sería el único momento de lucidez que tuvo durante una vida cegada

por el vicio; el protagonista de pronto entendió que quitarse la vida era la

única forma de liberar a su mujer e hijos de la desgracia a la que los había

sometido. En el preciso momento que esto ocurría sobre el escenario, los

tramoyistas perdieron el control del incendio y el teatro de Lima comenzó a

quemarse4. De esta forma, el castigo ejemplarizador que Ducange había

impuesto sobre el protagonista de su obra estaba siendo repentinamente

transferido a los espectadores, una especie de premonición del castigo que

muchos limeños ese día presentes en el teatro podían recibir debido a su

propia pasión por las apuestas.

El fuego fue rápidamente controlado y los espectadores pudieron

salir ilesos. El susto sin embargo, fue grande, ya que las salidas de

emergencia estaban bloqueadas y la estrechez de los pasillos hizo difícil la

evacuación. El accidente, además, dio pie para que el remitido publicado en

El Comercio comentara la extendida afición de los limeños por las

apuestas, argumentando que la predilección por esta obra se debía

sencillamente a que los asistentes al teatro en su mayoría eran apostadores.

2 También conocidos como comunicados, los remitidos eran artículos que

los lectores del diario publicaban pagando una cierta cantidad de dinero. Fueron una de las secciones más leídas de los periódicos y una excelente fuente de ingresos para los editores. Sobre el impacto que tuvieron los remitidos en el desarrollo de la prensa limeña durante la primera mitad del siglo XIX ver Pablo Whipple, “Decent People’s Resistance to Republican Order in Peru, 1827-1862,” (Ph.D. Dissertation, University of California, Davis, 2007), capítulos 3 y 4.

3 El Comercio 225, 7 de febrero de 1840. 4 Ibid.

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De otra manera, agregaba, no se podía explicar la falta de interés por otras

obras como El Puñal Invisible, donde se representaba la pasión por el robo

o el asesinato. La conclusión era simple para el autor del remitido: los

limeños eran apostadores empedernidos, pero no criminales5.

Es interesante destacar la percepción que al autor del remitido tenía

sobre las consecuencias que las apuestas podían traer para la gente decente.

El mensaje de la obra era precisamente que las apuestas era una puerta de

entrada al mundo del crimen, sin importar la posición social del jugador.

Para el articulista en cambio, y concordante con la visión que

mayoritariamente tenía la élite limeña, las apuestas podían ser una

amenaza al bienestar y patrimonio de la gente decente, pero en ningún caso

un camino hacia la delincuencia. No opinaban lo mismo cuando eran los

sectores populares los que apostaban, pues en ese caso sí creían que existía

una directa relación entre apuestas y crimen dada la natural inclinación de

las masas a la delincuencia6.

A través del estudio de la afición que la gente decente de Lima tenía

por las apuestas y los intentos de la autoridad por controlar este vicio

durante las primeras décadas del siglo XIX, en este artículo planteo que a

inicios del periodo republicano las autoridades trataron de imponer un

ideal de decencia que concordara con el espíritu ilustrado promovido por

los movimientos independentistas. Al mismo tiempo se buscaba establecer

una distancia moral entre la virtud republicana y el corrupto pasado

colonial. Esto sin embargo entró en contradicción con la manera en que las

élites entendían el orden social y la idea de decencia en particular. Tal como

había sucedido años atrás con las reformas impulsadas por los Borbones,

5 Ibid. 6 Sobre la criminalización de los sectores populares desde mediados del

siglo XVIII y el carácter represivo que adquirió el reformismo social de los Borbones en Lima ver Charles Walker “Civilize or control?: The Lingering Impact of the Bourbon Urban Reforms", en Nils Jacobsen y Cristóbal Aljovín, eds., Political cultures in the Andes, 1750-1950, (Durham: Duke University Press, 2005), 74-95. Para el Perú republicano ver Charles Walker, “Montoneros, bandoleros, malhechores: criminalidad y política en las primeras décadas republicanas”, en Carlos Aguirre y Charles Walker, eds., Bandoleros, abigeos y montoneros. Criminalidad y violencia en el Perú, siglos XVIII-XX (Lima, Instituto de Apoyo Agrario, 1990), 105-136; y Carlos Aguirre, “Los irrecusables datos de la estadística del crimen: la construcción social del delito en la Lima de mediados del siglo XIX”, en Carlos Aguirre, Denle duro que no siente. Poder y trasgresión en el Perú republicano (Lima, Fondo Editorial del Pedagógico de San Marcos, 2008), 115-138.

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esa élite fue capaz de resistir y redefinir el intento reformista, situación que

afectó de manera significativa el proceso de formación de la nueva

institucionalidad republicana.

Entender los inicios del orden republicano a través de un concepto

como la decencia es significativo pues es un término que reúne bajo una

sola categoría una serie de comportamientos y valores morales a los que

constantemente apelaba el ideario republicano tales como la virtud, el

honor y la justicia. Si bien es de origen colonial, la idea de decencia está en

permanente transformación y adecuación, otorgándonos la posibilidad de

resaltar tensiones socio-culturales dentro del proceso de formación del

estado nacional republicano que otras visiones más centradas en lo político

han obviado7.

Los tránsitos de la decencia

El origen de la noción de decencia en América Latina se remonta a

los años posteriores a la conquista, cuando la división racial impuesta por

la monarquía entre la república de indios y la república de españoles se

tornó inviable. La complejidad racial de las colonias hizo impracticable esta

rígida división y los descendientes de los conquistadores comenzaron a

utilizar nuevas categorías, más adecuadas a la realidad en las que estaban

inmersos. Nació así la dicotomía gente decente/plebe, ligada a una

superioridad socio-cultural más que racial, similar a la división social que

existía en España entre nobles y comuneros8.

Fue así como el término plebe describió inicialmente las costumbres

corruptas e irracionales de todos aquellos que compartían el mundo

popular, incluyendo a mestizos y españoles pobres, rompiendo la barrera

7 Para un acercamiento similar al tema, utilizando la decencia como una

categoría que nos permite entender procesos de cambio y adecuación de las hegemonías culturales, ver el trabajo de Marisol de la Cadena para principios del siglo XX en el Cusco, Indígenas mestizos. Raza y cultura en el Cusco (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2004), en especial el capítulo 1. David Parker, por su parte, ha demostrado como los emergentes sectores medios de Lima asumieron como propio el ideal hegemónico de decencia promovido por la élite a principios del siglo XX. The Idea of the Middle Class: White-collar Workers and Peruvian Society, 1900-1950 (University Park: Pennsylvania State University Press, 1998)

8 Douglas Cope, The Limits of Racial Domination. Plebeian Society in Colonial Mexico City, 1660-1720 (Madison: University of Wisconsin Press, 1994), 22.

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exclusivamente racial. El término decencia, a su vez, definido como una

superioridad moral, se aplicaba no sólo a los españoles y sus descendientes

sino también a los indígenas y mestizos que fueron capaces de alcanzar una

posición de privilegio con respecto a sus pares.

Al ser inicialmente definida desde una perspectiva principalmente

social, la dicotomía gente decente/plebe se transformó en una amenaza

para la exclusividad racial hispana, al sugerir que los españoles pobres

podían descender en la escala social al mismo tiempo que indios y mestizos

podían situarse sobre ellos. Esta situación forzó a la élite colonial a crear un

sistema de castas en respuesta a la erosión de los límites que separaban a

los hispanos del resto de la población, y aunque el sistema tuvo una

aplicación limitada, una de sus consecuencias fue que reforzó el elemento

racial de la dicotomía gente decente/plebe9. De tal manera, desde mediados

del siglo XVII, la definición de superioridad moral que implicaba la

decencia evolucionó hacia una compleja combinación de factores que

incluían el origen cultural, la situación económica y la condición racial de

los individuos, dado que el sistema de castas y la dicotomía gente

decencia/plebe se hicieron complementarios10.

La decencia como evidencia de superioridad moral reservada para

aquellos que dominaban la sociedad colonial se vio nuevamente amenazada

con la llegada de los Borbones al trono español. Durante el siglo XVIII la

corona española buscó promover los ideales de trabajo, educación, higiene

y orden público, discurso que en teoría anunciaba que era posible ser

decente sin importar el origen de las personas11. Según los nuevos preceptos

9 Cope, Limits of Racial Domination, 23-24. para el caso peruano ver

David Cahill, “Colour by Numbers: Racial and Ethnic Categories in the Viceroyalty of Peru, 1532-1824”, Journal of Latin American Studies, 26:2 (1994): 325-346; y Juan Carlos Estenssoro, “Los colores de la plebe: razón y mestizaje en el Perú colonial”, en Natalia Majluf, ed., Los cuadros de mestizaje del Virrey Amat (Lima: Museo de Arte de Lima, 2000), 67-107.

10 Cope, Limits of Racial Domination, 24. 11 Estos cambios son visibles también en la definición de decencia por la

Real Academia de la Lengua. Hasta 1732 la decencia era definida como el “adorno, lucimiento, porte correspondiente al nacimiento o dignidad de alguna persona, que se funda en galas, familia y otras cosas” anotando también que “se suele usar por recato, honestidad y modestia”. En la edición de 1791, se elimina la primera acepción, tornándola mucho más inclusiva socialmente al redefinir la decencia como “el aseo, compostura y adorno correspondiente a cada persona o casa” y manteniendo la segunda acepción de 1732. Real Academia Española, Diccionario

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provenientes de España que promovían una mayor movilidad social

(aunque limitada), estas cualidades no debían ser exclusivas de la élite, y la

plebe tenía la posibilidad de ser decente –honesta, limpia, sobria,

obediente– disminuyendo la importancia del carácter socio-racial del

término12. Sin duda, esto difería de lo que las élites americanas entendían

por gente decente ya que nunca abandonaron las ideas sociales, culturales y

raciales que la definieron durante el siglo XVII.

Se produce así una tensión que termina relativizando el plan

reformador de los Borbones, pues al mismo tiempo que las autoridades

intentaban reformar la sociedad promoviendo ideales ilustrados, las élites

buscaban el reforzamiento de las rígidas divisiones raciales13. En la

práctica, las reformas ilustradas terminaron remarcando la naturaleza

corrupta de la plebe y reforzando los temores y el rechazo que la gente

decente sentía hacia las masas14. La brecha moral que separaba a la gente

decente de la plebe se amplió durante el siglo XVIII gracias a campañas que

permanentemente apuntaron al supuesto comportamiento corrupto de la

plebe y a discursos que enfatizaban la supuesta superioridad moral de la

gente decente. Como ha argumentado Pamela Voekel para el caso

mexicano, “las campañas morales y de renovación urbana […] dieron a las

élites el sustento para mantener su identidad de clase en momentos que las

distinciones raciales y de casta perdían su significancia”15.

de la lengua castellana, ediciones de 1732 y 1791. Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española, http://buscon.rae.es/ntlle/SrvltGUILoginNtlle

12 Juan Carlos Estensoro sostiene, por ejemplo, que debido a la presión de las autoridades para imponer reformas culturales, miembros de la plebe asumieron el proyecto ilustrado y estaban determinados a ponerlo en práctica y construir una identidad cultural moderna y racional. “La plebe ilustrada: el pueblo en las fronteras de la razón”, en Charles Walker ed., Entre la retórica y la insurgencia: las ideas y los movimientos sociales en los Andes, siglo XVIII (Cusco: Centro de Estudios Regionales Andinos “Bartolomé de las Casas”, 1995), 38.

13 Para el caso de México, ver por ejemplo Juan Pedro Viqueira Albán, Propriety and permissiveness in Bourbon Mexico (Wilmington: Scholarly Resources, 1999), 9. Sobre formas de resistencia de la élite al plan de reformista de los Borbones en Perú, ver Charles Walker, Shaky Colonialism. The 1746 Earthquake-tsunami in Lima, Peru, and its Long Aftermath (Durham: Duke University Press, 2008), en especial el capítulo 5.

14 Un panorama general sobre el proceso de reformas sociales de los Borbones y las resistencias que generaron en el mundo colonial en Walker, “Civilize or Control?”, 74-95.

15 Pamela Voekel, "Peeing on the Palace: Bodily Resistance to Bourbon Reforms in Mexico City", Journal of Historical Sociology 5:2 (1992): 184.

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La llegada de la independencia trajo consigo un cambio significativo

en la manera en que las autoridades encaraban los discursos de carácter

moral. A diferencia de las reformas borbónicas, las autoridades

republicanas añadieron un factor político a la definición de vicio,

desdibujando las distinciones de clase a la hora de definir el

comportamiento de la población. Lo que en el pasado eran los vicios

propios de la plebe eran ahora los vicios inherentes a la corrupta

administración colonial. Esta situación volvió a poner en peligro la

hegemonía moral de la gente decente y generó un conflicto entre la idea de

virtud promovida por el estado republicano y los privilegios de origen

colonial que la gente decente intentaba preservar16. Es precisamente en esta

coyuntura en la que se centra este artículo. Proponemos que con la llegada

de la independencia, las nuevas autoridades quisieron fundar una decencia

republicana en oposición a la idea de decencia colonial, conflicto que se

hace evidente, entre otros procesos, en los incipientes intentos por

organizar fuerzas policiales durante la primera mitad del siglo XIX, y

particularmente en los intentos de las autoridades por erradicar el gusto

que la gente decente de Lima tenía por las apuestas.

Vicios coloniales, virtudes republicanas

Desde la época colonial que las apuestas eran uno de los

pasatiempos favoritos entre las personas de todos los sectores sociales en

Perú. Viajeros y escritores describieron cómo altos oficiales y la élite en

general apostaban fuertemente17. Uno de los casos más connotados de fines

de la colonia fue el de José Baquíjano y Carrillo, Conde de Vistaflorida. Su

gusto por las apuestas incluso afectó inicialmente su carrera profesional

cuando en 1770 viajó a España en busca de un nombramiento para integrar

16 Sobre como la nueva moralidad republicana redefinió la idea de

ciudadanía a inicios del siglo XIX en Arequipa ver Sarah Chambers, De súbditos a ciudadanos. Honor, género y política en Arequipa 1780-1854 (Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2003), en especial capítulos 5 y 6.

17 Ver, por ejemplo Alexander von Humboldt, Diario de Alejandro de Humboldt durante su permanencia en el Peru (Lima: CIPCA, 1991); Esteban de Teralla y Landa, Lima por dentro y fuera. (Paris: A. Mézin, 1854).

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el sistema judicial18. Conocidos sus vicios, fue rechazado por la corona,

aunque de vuelta en Perú fue capaz de reconstruir su carrera lentamente.

Poco a poco fue obteniendo cargos de influencia a nivel local y se

transformó en un miembro prominente de los círculos ilustrados: fue

presidente de la Sociedad de Amigos del País y frecuente colaborador del

periódico El Mercurio Peruano. En agosto de 1806 Baquíjano fue

finalmente nombrado oidor de la Real Audiencia de Lima, y posteriormente

la Regencia lo designó miembro del Consejo de Estado español, haciendo

caso omiso de los informes que denunciaban que Baquíjano nunca había

dejado las apuestas19.

El caso del Conde de Vistaflorida es un buen ejemplo para graficar

la ambigüedad con que se castigaba a los apostadores a fines de la colonia

cuando estos pertenecían a la élite, más aún en momentos de extrema

inestabilidad como fueron los primeros años del siglo XIX. Las leyes

coloniales claramente desaprobaban las apuestas entre los altos oficiales de

gobierno, y de hecho las Leyes de Indias se preocupaban más del juego

entre los representantes del monarca que entre la población en general20.

Según la ley, las autoridades debían actuar con celo contra las casas de

juego, porque estas “suelen ser en las casas de los gobernadores,

corregidores, alcaldes mayores y otras justicias” siendo incluso

frecuentadas por sacerdotes, todas ellas personas que debían tener un

comportamiento ejemplar y estaban a cargo de hacer cumplir la ley21.

Durante el siglo XVIII, sin embargo, la manera en que las autoridades

abordaron el problema cambió, centrando sus esfuerzos en los excesos de la

cultura popular.

18 Mark A. Burkholder, Politics of a Colonial Career. José Baquíjano and the Audiencia of Lima (Alburquerque: University of New Mexico Press, 1980), 41-45.

19 Referencias sobre el gusto de Baquíjano por las apuestas y las consecuencias que tuvo en su carrera profesional en Teodoro Hampe Martínez, “Don Martín de Osambela, comerciante Navarro de los siglos XVIII y XIX y su descendencia en el Perú”, Anuario de Estudios Americanos LVIII:1 (2001), 90; Burkholder, Politics, 122-123; Timothy Anna. The Fall of the Royal Government in Peru (Lincoln: University of Nebraska Press, 1979), 77-79.

20 Esto no sólo ocurría en lo referido a las apuestas. Durante el siglo XVII la corona estaba mas preocupada por controlar a las autoridades y élites americanas que a los sectores populares. Ver Viqueira, Propriety, 4-7.

21 Recopilación de Leyes de Indias. Libro 7, título 2, leyes 1, 2 y 3. Archivo Digital de la Legislación Peruana (en adelante ADLP), Congreso de la República del Perú. http://www.congreso.gob.pe/ntley/default.asp

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Este fue el resultado de la lectura que las élites americanas hicieron

del proyecto ilustrado proveniente de Europa, adecuando su racionalidad a

sus intereses particulares y las diferencias sociales y raciales que

predominaban en la sociedad colonial. Esta resistencia o adecuación de las

élites hizo que el proyecto reformista de los Borbones se desdibujara y

ganara en ambigüedad, y desde una perspectiva social, fortaleciera “la

división entre ‘gente decente’ y los sectores populares, dado que las clases

altas evitaron cualquier tipo de integración social”22.

A diferencia de las leyes de indias, los reglamentos de policía

promulgados durante la segunda mitad del siglo XVIII en muchas ciudades

latinoamericanas asociaron el vicio principalmente a los sectores

populares. Como consecuencia, el consumo de alcohol y las apuestas,

especialmente en lugares públicos como pulperías y bodegones, fueron

perseguidos con mayor celo23. Nuevas autoridades como los alcaldes de

barrio “añadieron la función de disciplina moral al sistema judicial”

buscando “la creación de un individuo capaz de auto controlarse”24. Las

campañas moralizadoras, por lo tanto, “estaban animadas por el deseo de

la élite de destacar su superioridad a través de comportamientos

relacionados con la higiene, el alcohol y el decoro”25.

En otras palabras, los ideales ilustrados promovidos por el estado

para controlar a la población se materializaron a través de estas nuevas

instituciones y reglamentos de policía, las que al mezclarse con las nociones

de decencia promovidas por las élites, se transformaron en un instrumento

que enfatizaba las distinciones sociales y raciales. La llegada de la

independencia, sin embargo, generó una fisura en el proceso de

apropiación que las élites habían hecho del pensamiento racional ilustrado,

confrontando los límites sociales y raciales promovidos por la decencia con

22 Walker, “Civilize or control?”, 91. 23 Para un panorama sobre las regulaciones de policía durante el siglo

XVIII en Lima, ver Alfredo Moreno Cebrian, “Cuarteles, Barrios y Calles de Lima a fines del siglo XVIII”, Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas 18 (1981), 101-109; y Arnaldo Mera Avalos, “Reformas en la policía de Lima desde el superior gobierno”, en Carlos Pardo y Joseph Dager eds., El virrey Amat y su tiempo, (Lima: Instituto Riva Agüero, 2004), 287-351.

24 PamelaVoekel. "Peeing on the Palace”, 186. 25 Ibid. Ver también Viqueira, Propriety, y Walker, "Civilize or Control?"

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discursos y proyectos sustentados por los nuevos gobiernos republicanos

que buscaban distanciarse del pasado colonial.

En el caso de las apuestas, por ejemplo, San Martín fue drástico. Un

decreto de 1822 definía a las apuestas como “un delito que ataca la moral

pública” y que merecía ser castigado con penas de cárcel y no sencillamente

con multas26. Se decretó por consiguiente que los dueños de casas de juego

debían ser penados con dos meses de cárcel, y seis meses en caso de

reincidir. Los jugadores serían también castigados con un mes de cárcel,

aún cuando apostaran en casas particulares27. Días más tarde, con la

intención de hacer mas efectivo el decreto anterior, el gobierno anunció que

otorgaría libertad a “los esclavos o esclavas que denunciasen al gobierno o

cualquier juez inmediato las reuniones que hayan en casas de sus amos con

el objeto de jugar juegos prohibidos”. Los esclavos recibirían además la

mitad del dinero que se encontrara sobre el paño al momento que los

apostadores fueran sorprendidos28.

Medidas como estas muestran con claridad que el objetivo no era

perseguir los vicios de los sectores populares, o al menos no de manera

exclusiva. Ciertamente, podrían también esconder una motivación política,

pero aunque así fuese, de igual manera hacían caso omiso de la adecuación

a la que había sido sometido el reformismo borbónico a partir de la

resistencia de las élites, y aunque fuese de manera indirecta, recuperaban

su racionalidad original. Se generaba así un conflicto que tendría

importantes consecuencias sobre la definición de la institucionalidad

republicana, de la misma manera como había ocurrido años antes con las

nuevas instituciones creadas por los Borbones.

Perseguir las casas de juego era crucial para el nuevo gobierno pues

las apuestas eran consideradas “el germen de los mayores sinsabores

domésticos y miserias públicas”29. Pero más importante que eso, era una

manera de establecer la superioridad moral de la república comparada con

el corrupto pasado colonial y de paso, redefinir la idea de decencia que

26 Decreto del 3 de enero de 1822, ADLP, Congreso de la República del

Perú. 27 Ibid. 28 Decreto del 25 de enero de 1822, ADLP, Congreso de la República del

Perú. 29 Ibid.

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predominaba hasta entonces. De esta forma por ejemplo, el gobierno

republicano justificó la prohibición de las peleas de gallos declarando que

“nada importaría hacer la guerra a los españoles, sino la hiciésemos

también a los vicios de su reinado: salgan de nuestro suelo los tiranos, y

salgan con ellos todos sus crímenes”30.

Las autoridades provinciales siguieron el ejemplo de Lima. Tres

años después de los decretos de San Martín se publicó en Arequipa un

edicto prohibiendo el juego. Se argumentaba que este vicio atacaba las

bases del republicanismo ya que “causa la pérdida del honor, rectitud y

providencia, consume la vida que debía de ser de provecho a la Nación,

trastorna el orden de los negocios públicos y obligaciones domésticas… y

prostituye la razón hasta que le es odiosa la suerte de la familia,

despreciable la propia e indiferente la común”31.

Según el discurso oficial, las ideas republicanas que promovían la

virtud moral y la igualdad ante la ley se enfrentaban a la corrupción del

antiguo régimen, tolerante de los vicios de la población, en especial los de la

élite. El conflicto, sin embargo, era más complejo. Lo que las autoridades

republicanas confrontaban era una idea de decencia donde la moralidad se

asociaba a la posición social del individuo y su condición racial, una idea

arraigada entre la élite peruana, sin importar si esta fuera realista o

republicana, criolla o española. Como veremos en las páginas siguientes, el

problema en definitiva era la manera en que la gente decente entendía la

sociedad y defendía su posición en ella. Tal como había ocurrido a

mediados del siglo XVIII, reclamaban de las autoridades un trato especial

porque creían que tanto desde una perspectiva moral como social su

comportamiento no podía ser medido de la misma forma en la que se

medía el de los sectores populares.

Un mal endémico

Quienes apoyaban el discurso moral republicano comenzaron a

denunciar en la prensa los abusos cometidos por los apostadores y el daño

30 Decreto del 16 de febrero de 1822, ADLP, Congreso de la República del

Perú. 31 “Bando prohibiendo el juego de azar”, BNP doc. D8478, 1825. Citado por

Chambers, De súbditos, 212.

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que hacían a la sociedad. En julio de 1828, un artículo en El Mercurio hacía

recordar las palabras de San Martín cuando anunció la erradicación de los

vicios coloniales. El escritor se quejaba diciendo que a pesar que los

españoles habían sido efectivamente expulsados, los vicios seguían

desangrando al país puesto que los decretos de gobierno habían caído

rápidamente en el olvido y las casas de juego habían reaparecido por toda la

ciudad32. Otro artículo hacía ver a las autoridades que las apuestas no sólo

se hacían en lugares públicos sino también en privado. El autor denunciaba

que bajo el pretexto de practicar inocentes pasatiempos, la gente se juntaba

todos los días a jugar escandalosos juegos de dados, que son “un semillero

de vicios y desórdenes”33.

Aquellos que se quejaban de la libertad que existía para apostar

argumentaban que el juego afectaba a todos los sectores de la sociedad,

desde personas que “están verdaderamente necesitadas [hasta] otros que

quieren vivir como mayorazgos, sin dedicarse a trabajo alguno”34. Aún más,

tal como ocurría durante la colonia, importantes autoridades estaban

involucradas. En septiembre de 1827 se denunció en la prensa que el

congresista José Mansueto Mansilla había abierto su propio coliseo de

gallos en las afueras de la capital. El artículo sostenía que el accionar de

Mansilla era una “usurpación grosera” puesto que el gobierno había

firmado un contrato que entregaba la exclusividad de esta actividad a otra

persona35. Quienes defendían a Mansilla argumentaron que el congresista

tenía derecho a tener su propio coliseo de gallos “pues los vecinos de

pueblos suburbanos y los convalecientes en ellos tienen libertad de

entretenerse con sus gallos o toros según les parezca”, agregando que la

existencia de un coliseo público no implicaba que Mansilla no pudiese

“divertirse en su casa de campo con sus amigos”36.

El mismo autor que denunció a Mansilla respondió inmediatamente

criticando el supuesto carácter “privado” del coliseo del congresista, pues él

había visto con sus propios ojos congregarse “más de doscientas personas y

atravesarse apuestas de consideración”, cuestionando que estas reuniones

32 El Mercurio Peruano 278, 15 de julio de 1828. 33 El Mercurio Peruano 41, 20 de septiembre de 1827. 34 El Mercurio Peruano 1135, 25 de junio de 1831. 35 El Mercurio Peruano 60, 12 de octubre de 1827. 36 El Mercurio Peruano 61, 13 de octubre de 1827.

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¿Apostando por la república? 13

fueran sólo recreativas37. El artículo además enfatizaba que era incorrecto

que “un padre de la patria”, quien sólo debía preocuparse de darle buenas

leyes al país, perdiera el tiempo “viendo pelear dos animales”38.

Apostar privadamente o en público no era una diferencia menor

desde una perspectiva legal, a pesar que el decreto de San Martín

penalizaba ambos. En el caso de Mansilla, sin embargo, el artículo

denunciaba a un congresista, una figura pública de la cual supuestamente

se esperaba un comportamiento ejemplar, especialmente en asuntos que el

propio gobierno había definido como vicios contrarios al sentir

republicano39.

Las reuniones sociales de la gente decente también se

transformaron en un foco de conflicto. A pesar de ser reuniones privadas

donde supuestamente apostar no era el propósito principal, las denuncias

contra tertulias eran comunes. La diferencia de posiciones en torno a las

tertulias se centraba en un aspecto netamente social. Por un lado estaban

los que creían que apostar era de por sí un delito, y por otro, aquellos que

creían que su posición social les permitía el privilegio de apostar como un

pasatiempo, sin entenderlo como un acto delictivo.

Un artículo en El Comercio sostenía en enero de 1842 que la pasión

por las apuestas estaba tan arraigada entre los limeños que si un extranjero,

absolutamente ignorante de las costumbres del país, era invitado a una

tertulia, creería estar frente a algún tipo de rito religioso. Su descripción

sería la de un ferviente grupo de personas presididas por un sacerdote que

daba y recibía ofrendas alrededor de un altar cubierto por un paño verde40.

La imaginación del escritor no estaba lejos de la realidad. William

Waithman, un oficial de la armada norteamericana que visitó Perú en 1833,

dejó una detallada descripción de las tertulias de la gente decente y uno de

sus juegos favoritos, el “monte al dao”41. Según Waithman, oficiales del

37 El Mercurio Peruano 62, 15 de octubre de 1827. 38 Ibid. 39 “Informe del Señor Prefecto del Departamento que trata sobre el asiento

de gallos,” Lima, 5 de marzo de 1825. Citado en Mercurio Peruano 64, 17 de octubre de 1827.

40 El Comercio 797, 25 de enero de 1842. 41 Ruschenberg, W.S.W. (William Samuel Waithman). Three Years in the

Pacific; Containing Notices of Brazil, Chile, Bolivia, Peru, in 1831, 1832, 1833, 1834 by an Officer in the United States' Navy, v. 2 (London: Richard Bentley,

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Whipple 14

ejército, sacerdotes y mujeres de la alta sociedad se congregaban alrededor

de una mesa cubierta con un paño verde en el que la gente hacía sus

apuestas hasta que la banca gritaba “¡todo como pinta!” […] anunciando

que no se aceptaban más apuestas. Luego, el encargado de tirar los dados

gritaba

!Ya voy!” […] y luego de agitar los dados en la palma de su mano, por un instante los fatídicos cubos rodaban sobre el paño. Los ojos de quienes estaban sentados los seguían con interés, mientras quienes se encontraban parados detrás de las damas, se inclinaban para ver en que dirección iba la fortuna. ¡“As y dos”! gritaron unas seis personas al mismo tiempo. La S perdió y la A ganó. Las damas que habían apostado a la A extendieron sus manos –en las que brillaban los anillos de diamantes– para recoger sus ganancias, mientras los que habían apostado a S, veían su dinero amontonarse en la pila de la banca42.

El oficial estadounidense declaraba estar muy impresionado también por

las altas sumas que se apostaban, y por la presencia de niños de entre ocho

y diez años de edad que apostaban su dinero al monte43.

Según muchos remitidos, la corrupción de la juventud era

precisamente uno de los principales males que las apuestas causaban a la

sociedad. Quienes querían erradicar el vicio exigían que las autoridades

asumieran el problema con seriedad puesto que si la juventud se

corrompía, se amenazaba el futuro del país entero. Un lector que se

identificó como “ciudadano honesto” escribió a El Mercurio en agosto de

1829 denunciando que lugares como el Café de Mercaderes eran

“verdaderas escuelas del vicio”. El autor destacaba que él mismo había sido

víctima de las funestas consecuencias que traía el que se aceptara a jóvenes

al interior de estos lugares, pues uno de sus sobrinos le había robado un

candelabro de plata y catorce pesos para ir a apostarlos al mencionado

café44.

1835), 99-101. Ver también las descripciones de Robert Proctor, Narrative of a Journey Across the Cordillera of the Andes and of a Residence in Lima and Others Parts of Peru in the Years 1823 and 1824 (London: Archibald Constable and CO., 1825), 239-240; y Max Radiguet, Lima y la sociedad peruana (Lima: Biblioteca Nacional del Perú, [1852] 1972), 37-38.

42 Ibid., 100. 43 Ibid,, 101. 44 El Mercurio Peruano 601, 25 de agosto de 1829.

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¿Apostando por la república? 15

Pocos días después, Francisco Pérez confirmaba las quejas contra

los cafés de la ciudad. Esta vez se criticaba al Café de Bodegones, un lugar

que, según Pérez, corrompía a la juventud. Pérez relataba que le había

entregado una onza de oro al “bueno de su hijo” para que acudiera a la casa

de Don Ramón Solís a cancelar una deuda que tenía con él. Camino a la

casa de Solís, el hijo de Pérez había sido tentado de entrar al mencionado

café, donde se jugaba la quina45. Una vez dentro, un grupo de amigos que se

encontraba apostando convenció al joven para que probara suerte. Como

resultado, el hijo de Pérez perdió la onza y sin saber cómo explicar lo

sucedido de regreso a casa, buscó a un amigo de su padre para que lo

acompañara y así evitar el castigo que le esperaba46.

En su artículo Pérez nunca puso en duda la rectitud de su hijo, como

tampoco mencionó su falta de juicio al decidir apostar un dinero que no era

suyo. Al contrario, el padre criticaba el hecho de que los cafés permitieran

la entrada de jóvenes a apostar “y los efectos que produce en los hijos de

familia”. La falta de su hijo era responsabilidad de los cafés, y su intención

al escribir el artículo, por lo tanto, era llamar la atención de los padres para

que no permitieran que sus hijos fueran “seducidos” por estas escuelas del

vicio47. Lamentablemente para el padre, incluso las escuelas eran

denunciadas como lugares donde la juventud apostaba, a veces instigados

por sus propios profesores48.

De la misma manera en que los padres se quejaban del daño que

causaba el juego en la juventud, las mujeres se quejaban de sus maridos.

Una “infeliz esposa” confesaba que las casas de juego “eran capaces de

convertir a los hombres más santos en diablos”49. Según la mujer su marido

siempre había sido un jugador, pero últimamente su vicio había

empeorado. Una tarde esperó que ella fuera a misa para forzar el cajón de

su cómoda y robarle joyas que luego vendió para poder apostar. La mujer

45 En el juego de la quina cinco números eran sorteados de un universo de

90 y se ganaba con tres, cuatro o cinco aciertos. 46 El Mercurio Peruano 604, 28 de agosto de 1829. 47 Ibid. 48 Ver por ejemplo el caso de Don Justo Carpio, profesor de latín del

Colegio de Santo Tomás, que fue denunciado en 1829 porque permitía que los estudiantes estuvieran absolutamente dedicados a los juegos de cartas y otros juegos prohibidos. El Mercurio Peruano 609, 3 de septiembre de 1829.

49 El Mercurio Peruano 608, 2 de septiembre de 1829.

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decía temer que su marido terminara abandonándola, quedando

desamparada y pobre, por lo que pedía al gobierno tomar medidas contra

las casas de juego y remediar la desgracia que ella y quizás muchas otras

mujeres sufrían50.

Es interesante resaltar que las quejas contra las casas de juego que

se publicaban en la prensa a inicios del período republicano no mencionan

a los sectores populares. El temor en estos artículos era la desintegración de

la familia y la corrupción de la juventud, y a diferencia de lo ocurrido en la

segunda mitad del siglo XVIII, no exigían controlar el comportamiento de

las masas. Esto es significativo puesto que mientras a mediados del siglo

XVIII se buscaba alejar a la plebe de los vicios, ahora se buscaba que la

gente decente no cayera en estas prácticas. Era una forma de distanciarse

del legado de una sociedad colonial que estaba corrupta desde arriba,

tratando de evitar los juegos de azar en las tertulias, cafés y escuelas,

lugares donde debían reinar pasatiempos aceptables según la idea ilustrada

de decencia. Esto no significa que las apuestas estuvieran ausentes de

callejones y chicherías a inicios del siglo XIX, pero es notable que tanto la

prensa como las multas cursadas por la policía en estos años muestren el

interés por controlar las apuestas al otro lado del espectro social51.

Sólo un artículo publicado en diciembre de 1828 denunciaba

apuestas entre los presos de la cárcel de Lima. El problema, sin embargo,

no era el comportamiento de los reos sino el de Francisco Arangua, el

alcaide, quien incitaba las apuestas entre los presos. Peor aún, Arangua era

acusado de usar dados cargados52. El alcaide fue posteriormente enjuiciado

y sentenciado en 1831 a cuatro meses de cárcel en el presidio de El Callao

por robarles a los presos53.

A pesar de las intenciones de las autoridades y las permanentes

denuncias publicadas en los periódicos, fue poco lo que los gobiernos

50 Ibid. 51 Entre febrero de 1840 y enero de 1841 por ejemplo, la policía de Lima no

cursó ninguna multa a casas de juego ubicadas en los distritos populares, como la Parroquia de San Lázaro, lo que nos habla de una selectividad espacial a la hora de definir el control sobre estos lugares. Ver Pablo Whipple, "Una relación contradictoria. Elites y control social en Lima durante los inicios de la república", Revista Andina 39 (2004), 142-145.

52 El Mercurio Peruano 402 y 409, 5 y 23 de diciembre de 1828. 53 “Confirmatoria de la Corte Superior del 17 de marzo de 1831,” publicada

en El Comercio 2470, 20 de septiembre de 1847.

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¿Apostando por la república? 17

pudieron hacer durante las décadas de 1820 y 1830 para controlar la

inclinación que muchos limeños tenían por las apuestas. Las fuerzas

policiales eran irregulares y carecían de los recursos humanos y materiales

para hacer cumplir la ley. La situación era aún más compleja si personajes

públicos como el congresista Mansilla y sectores de la propia élite limeña

no estaban dispuestos a acatar las disposiciones que limitaban las apuestas

al considerar que tenían el derecho de hacerlo, al menos en privado. Desde

su propia perspectiva, las apuestas no eran un delito si era practicado por

gente decente.

Persiguiendo a la gente decente

En la medida que el país fue ganando estabilidad interna hacia fines

de la década de 1830 fue posible contar con mayores recursos para

organizar fuerzas policiales regulares y las campañas contra las casas de

juego ya no fueron sólo retóricas. Durante el segundo gobierno de Agustín

Gamarra (1839-1841), hubo una especial preocupación por el orden urbano

y un nuevo plan de administración local fue puesto en práctica. El gobierno

central suprimió las municipalidades y creó intendencias, al mismo tiempo

que creó un nuevo reglamento de policía para la ciudad de Lima que sirvió

de modelo para otras ciudades y estuvo vigente hasta 187754.

A inicios de 1840 el diario oficial El Peruano celebró la entrada en

vigencia del nuevo reglamento, enfatizando que con sólo un poco de

esfuerzo y voluntad de parte de sus vecinos la capital experimentaría

extraordinarias mejoras. El artículo destacaba que la suciedad de Lima era

excesiva y que la gente no alumbraba el frente de sus casas, dos situaciones

que afectaban la seguridad y la salud de los limeños55. Afortunadamente,

según el autor, los sectores populares en Perú no eran proclives al crimen,

al menos en áreas urbanas, sino la situación sería peor. El consumo de

alcohol era un problema grave entre las masas, pero estaba lejos de causar

54 Sobre el reglamento de policía de 1839, ver Hector López Martínez, “El

Reglamento de Policía para la capital de Lima y sus provincias, de 1839” en Homenaje a Don Aurelio Miró Quesada (Lima: Academia Nacional de la Historia, 1998), 249-63.

55 Sobre las condiciones medioambientales de la Lima decimonónica, ver Jorge Lossio, Acequias y Gallinazos. Salud ambiental en Lima del siglo XIX (Lima: Instituto de Esudios Peruanos, 2002).

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tantos problemas como las apuestas, un vicio que según el artículo, era el

peor de todos56.

El autor destacaba que por todos era sabido el gran número de casas

de juego que operaban en Lima y los hábitos “degradantes y envilecidos”

que en ellas se permitían. Su opinión sin embargo, sobre las consecuencias

que el juego traía era mucho más drástica que la del común de la gente

decente. El artículo destacaba que las apuestas sí eran la puerta de entrada

a una serie de crímenes y otros vicios: “Allí el hijo de familia pierde lo que

quizá ha robado a sus deudos y se acostumbra a robarles para tener más

que perder. Allí el padre de familia se deja arrebatar por la vuelta de un

dado, lo que ese día debía servir para comprar el pan a sus hijos e hijas, y

fuerza a aquellos a buscar en los crímenes y a éstas en la prostitución los

medios de satisfacer su hambre”57.

A pesar de los problemas que la ciudad enfrentaba y la necesidad

real de contar con una fuerza policial regular, para algunos ciudadanos la

policía era un instrumento que podía ser utilizado con fines políticos, tal

como había ocurrido durante los últimos años de la colonia y primeros de la

república. Por eso, el gobierno de Gamarra tuvo especial cuidado en

explicar a la ciudadanía, y en especial a la élite, los alcances del nuevo

proyecto y distanciarlo de experiencias anteriores. El gobierno declaraba

entender la reticencia que el proyecto generaba entre “personas juiciosas,

que profesan un amor sincero a las instituciones libres”. Pero hacía

hincapié en que ahora la policía sería distinta a la de “Fernando VII del año

23 […] o la del taimado Felipe II”58. El objetivo del gobierno no era

restringir libertades, espiar la vida privada de los ciudadanos, pagar

informantes, incitar la hipocresía en la sociedad, o cualquier otra típica

acción de gobiernos despóticos. Por el contrario, lo que el gobierno buscaba

era perseguir “los vicios escandalosos que ofenden y trastornan la moral

[…] sostener el orden y la quietud, evitando más bien que castigando,

[protegiendo] a la persona y los bienes de los ciudadanos”59.

56 El Peruano 7, Vol. 3, 22 de enero de 1840. 57 Ibid. 58 Ibid. 59 Ibid.

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El reglamento de policía de 1839 era el más completo intento por

controlar la vida urbana en la historia peruana hasta esa fecha, aunque no

difería mayormente de los reglamentos coloniales del siglo XVIII. Como

concepto, policía seguía siendo entendido de una manera amplia que hacía

referencia a todos los aspectos de la vida urbana, incluyendo la seguridad,

salubridad, moralidad y buenas costumbres, obras públicas, y el

comercio60. La diferencia estaría ahora en la forma en que el reglamento se

aplicaría.

Imbuidos de esta nueva moralidad republicana, e inspirados por la

energía que el gobierno ponía en el nuevo reglamento, algunos de los

nuevos intendentes asumieron sus funciones con particular celo,

especialmente sobre las ampliamente denunciadas casas de juego, dejando

en evidencia la resistencia que la gente decente oponía al control que el

estado pretendía ejercer sobre sus vidas. Más aún, algunos intendentes

manifestaron públicamente que la condición social de los individuos no

tenía relación alguna con el cumplimiento de la ley61.

En marzo de 1840 el presidente Agustín Gamarra nombró a Joaquín

Torrico como intendente de policía de Lima para que pusiera en práctica el

nuevo reglamento. Tan pronto como asumió el cargo, este oficial de ejército

de 36 años anunció a los habitantes de la ciudad que su misión como

intendente era “conservar la moral pública y evitar que los jóvenes y demás

clases de la sociedad se corrompan frecuentando reuniones donde se

pierden honor, crédito y fortuna”. Además, destacó que esta vez la

intendencia iba a ser “inexorable en perseguir las casas de juego dentro y

fuera de la ciudad, sea cual fuera el rango de las personas que las

consientan”62.

Las palabras de Torrico no pasaron desapercibidas y provocaron

inmediatas reacciones. Un artículo firmado por “Los Limeños” aplaudía el

“celo del intendente” y esperaba que este cumpliera sus promesas. Sin

60 Sobre el concepto de policía en España y América Latina colonial ver

Richard L. Kagan, Urban Images of the Hispanic World 1493-1793 (New Haven: Yale University Press, 2000), 26-39; Jean-Pierre Clement, “El nacimiento de la higiene urbana en la América Española del siglo XVIII”, Revista de Indias 43:71 (1983), 77-95.

61 Sobre la resistencia de la gente decente a acatar el reglamento de policía de 1839 ver Whipple, "Una relación contradictoria,” 125-51.

62 El Comercio 251, 11 de marzo de 1840.

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embargo, al mismo tiempo se declaraban reticentes a creer en las palabras

de la nueva autoridad dado que los “vicios incorregibles” operaban a la

sombra de la propia autoridad63.

El artículo era un llamado de atención ya que si el intendente estaba

de verdad decidido a terminar con las apuestas, debía luchar contra la

complicidad de las autoridades, el escepticismo de otros, y principalmente

contra las reuniones de la gente decente, no sólo en Lima, sino también en

Chorrillos. Este balneario cercano a Lima era el lugar preferido por las

familias acomodadas para escaparse de la capital, especialmente durante

los meses de verano, y donde las apuestas eran uno de los pasatiempos

predilectos.

Quienes pedían el cierre de los lugares de apuestas estaban

impacientes por ver cumplidas las promesas de Torrico, y en pocas

semanas comenzaron a hablar del fracaso del intendente. Argumentaban

que a diario la policía estaba multando a muchas personas que no acataban

el nuevo reglamento, pero no a quienes apostaban64. Una carta firmada por

“Los Hombres de Familia” argumentaba que de nada habían servido las

advertencias del intendente ya que la gente apostaba con más tranquilidad

que antes. Ilustraban su argumento con el caso de un joven de buena

familia que pocos días antes había perdido toda la fortuna familiar en

Chorrillos, cosa que lamentablemente estaba sucediendo con frecuencia en

la capital65.

El intendente finalmente tomó medidas contra las casas de juego, y

tal como había prometido, el 21 de abril de 1840 fue a Chorrillos

acompañado por 20 hombres de infantería. Si no lo había hecho antes,

según explicó al día siguiente, era sencillamente porque esta era gente

importante, y ante ellos había que actuar con cautela66. El intendente se

refería, entre otras, a la casa de juegos de Doña Ignacia Palacios, una

delicada señora de familia respetable donde distinguidos miembros de la

sociedad limeña se juntaban a apostar67. El intendente, sin embargo, no fue

63 El Comercio 252, 12 de marzo de 1840. 64 El Comercio 257, 18 de marzo de 1840. 65 El Comercio 263, 27 de marzo de 1840. 66 El Comercio 282, 22 de abril de 1840. 67 Heinrich Witt, Diario 1824-1890. Un testimonio personal sobre el Perú

del siglo XIX (Lima: Cofide, 1987), v. 2, 183.

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recibido por Doña Ignacia con la amabilidad que la caracterizaba. Según

Doña Ignacia, la presencia de la policía en su casa era deshonrosa, y exigió

a Torrico una orden judicial que avalara su acción. Inmediatamente

después, según las palabras del intendente, el hijo de doña Ignacia intentó

expulsarlo por la fuerza, pero fue detenido por su madre y hermanas68. Acto

seguido, José María Palacios “se retiró a su cuarto, de donde regresó con un

puñal en la mano” para atacar a Torrico pero fue detenido nuevamente,

esta vez por uno de los oficiales que acompañaba al intendente69. A pesar

de la resistencia, esa noche Torrico multó en 50 pesos la casa de juego de

Doña Ignacia, y posteriormente las de Antonio Chacón y el señor

Dominiconi70.

Varias casas ubicadas en Lima fueron también multadas en las

semanas siguientes, lo que dejó satisfechos a quienes habían criticado la

pasividad del intendente pero molestó a otros. El 29 de mayo un “hombre

curioso” escribió a El Comercio preguntando si existía algún favoritismo en

la persecución de las casas de juego, pues las de Salgado y Recabarren,

donde sólo se permitía “personas conocidas y de clase”, habían sido

multadas, pero no la de la señora Calero. Esta última, según el autor, era un

“garito pernicioso” donde acudían “vagos y ociosos” que con su inmoralidad

aterraban “a las familias respetables que viven contiguas”71.

Un aspecto clave en la aplicabilidad del reglamento de policía era,

entonces, sobre quienes caía el peso de la ley y qué actividades debían

controlarse. El problema para el “hombre curioso” no eran las apuestas

como una fuente de corrupción, sino a quienes se les permitía apostar. Para

él y para los dueños de casas de juego “decentes”, era aceptable que la gente

respetable apostara, no así los sectores populares, quienes no compartían

los mismos valores morales. Un argumento similar fue publicado en El

Comercio en abril de 1841 después que Doña Ignacia Palacios fuera

nuevamente multada por administrar una casa de juegos, aunque esta vez

se trataba de su casa en Lima. El artículo, titulado “Prudente advertencia al

Señor Intendente de Policía”, argumentaba que la población de Lima debía

68 El Comercio 282, 22 de abril de 1840. 69 Ibid. 70 Ibid. 71 El Comercio 313, 29 de mayo de 1840.

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Whipple 22

ser gobernada por autoridades que “conozcan y distingan el estado,

carácter y posición de las personas vecinas”. Esto se hacía necesario porque

“aunque por la ley republicana todos sean iguales ante la ley […] hay en la

sociedad cierta clase, que aun en la hipótesis de delincuente por haber

violado algún pacto, siempre es considerada por el mandatario en la

aplicación de la pena”72. Seguía el artículo apuntando directamente a la

acción del Intendente, a quien describían como un ser tan ignorante sobre

el tipo de personas que componen la sociedad que era capaz de confundir la

casa de Doña Ignacia Palacios, donde la gente disfruta de “diversión

oportuna y lúcida tertulia, con el garito de un cualquiera”73.

Esta distinción de clase no sólo era visible en el control sobre las

casas de juego sino en la aplicación del reglamento de policía en general, y

reflejaba los límites que para la gente decente eran aceptables en la

regulación de sus vidas en favor del bien común. El intendente Torrico

sufrió en carne propia esta ambigüedad. A las pocas semanas de asumir

comenzó a recibir elogios por las notables mejoras que Lima

experimentaba, la que según algunos vecinos se había transformado en una

ciudad más limpia y más segura74. Pero esas mejoras tenían un precio para

los limeños, y ese precio era el notable aumento en las multas que la policía

cursaba a diario desde que el reglamento había entrado en vigencia,

especialmente en los cuarteles donde vivía mayoritariamente la élite, lo que

se transformó en otro foco de conflicto entre el intendente y la gente

decente75.

A pesar del celo en el cumplimiento de sus funciones, Joaquín

Torrico fue removido de la intendencia a solo tres meses de haberla

asumido y las reacciones no se hicieron esperar. Un artículo daba gracias al

gobierno por liberar a la gente del “arbitrario Torrico, que como tan

ignorante que es, creyó que el reglamento de policía y su autoridad se

entendían sobre la gente decente”76. En otro artículo publicado por esos

72 El Comercio 563, 14 de abril de 1841. 73 Ibid. 74 El Comercio 298, 11 de mayo de 1840. 75 Para un detalle de los barrios en que se concentraba la acción de la

policía en 1840 y el detalle de las multas cursadas a diario ver Whipple, "Una Relación Contradictoria”, 141-144.

76 El Comercio 326, 15 de junio de 1840

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días, “Un amante del orden” aplaudía la remoción de Torrico y comentaba

que el nuevo intendente Juan Elizalde era una garantía de que se respetaría

a la gente decente por que él era “un limeño honrado, amable, recto,

bondadoso, desinteresado y lleno de maneras finas, como que es todo un

caballero”77. Según el autor, el gobierno debía proteger a la gente decente, y

la remoción de Torrico era efectivamente el primer paso hacia la

eliminación de una serie de autoridades que los “molestaban”. Es más, el

artículo concluía que si el gobierno no protegía a la gente decente dada su

superioridad moral, al menos debía hacerlo en compensación por la deuda

que el estado tenía con ellos78.

Este artículo y lo que inicialmente pareciera ser la simple oposición

al reglamento de policía en salvaguarda de las jerarquías sociales, abre sin

embargo una nueva perspectiva sobre la magnitud de las consecuencias que

trajo a la formación del estado republicano la defensa del ideal colonial de

decencia. El autor del remitido hacía referencia en su texto a la deuda

interna que el estado peruano mantenía con muchas familias de la élite,

quienes a través de sus préstamos, voluntarios o forzosos, habían

financiado por años el escuálido presupuesto nacional y por lo tanto, los

permanentes conflictos armados que habían afectado al país desde la

independencia. Años más tarde, la consolidación de esa deuda se

transformaría en uno de los episodios más oscuros de la historia

decimonónica peruana79. Antes de que el estado liquidara esa deuda, la

gente decente exigió prerrogativas que incluso afectaron la aplicación de

reglamentos de policía. Tal vez no es coincidencia que el gobierno de

Agustín Gamarra designara a Juan Elizalde en reemplazo de Torrico,

nombramiento que el “amante del orden” celebró con entusiasmo. Años

más tarde, Elizalde se transformaría en uno de los principales beneficiados

por el estado en el proceso de consolidación de la deuda interna80.

77 El Comercio 324, 12 de junio de 1840. 78 Ibid. 79 Ver Alfonso Quiroz, La deuda defraudada: consolidación de 1850 y

dominio económico en el Perú (Lima: Instituto Nacional de Cultura, 1987). 80 Ibid., 77.

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Whipple 24

No en nuestra casa

La resistencia al reglamento de policía tenía relación directa con las

jerarquías sociales promovidas por la idea colonial de decencia. Como

institución, la policía de aquella época no era independiente. Era parte del

ejército, y aquellos que eran asignados a patrullar la ciudad pertenecían a

sus rangos más bajos. Junto a las patrullas, las funciones de policía eran

también asumidas por vecinos voluntarios que se encargaban de vigilar el

barrio en que vivían. El gobierno de Gamarra además, además, reorganizó

la vigilancia nocturna, la cual era costeada por los propios vecinos con el

pago del serenazgo. Esto, sin embargo, resultaba contraproducente, pues

reforzaba el derecho que la gente decente creía tener de exigir el respeto de

las diferencias sociales, al ser ellos los que financiaban directamente el

servicio81.

Los problemas que enfrentó Torrico, por lo tanto, no eran aislados,

y no se pueden explicar exclusivamente por su celo en aplicar la ley. Por el

contrario, este era un problema que afectaba a todos quienes efectuaban

labores policiales. De hecho, quienes patrullaban la ciudad debían

enfrentar de manera cotidiana a quienes ponían el respeto a las jerarquías

sociales por sobre el respeto a la ley, problema que se agudizaba aún más

cuando sus funciones los llevaban a entrometerse en los espacios donde el

interés público chocaba con el ámbito privado.

En febrero de 1829, por ejemplo, el coronel Salazar realizaba una

patrulla nocturna por la ciudad acompañado de un grupo de vecinos,

cuando fueron alertados del robo a un domicilio. La patrulla persiguió al

sospechoso, quien buscó refugio en la casa de don Mariano de Sierra,

mayor del ejército, y futuro ministro de estado durante el gobierno de

Orbegoso. El sospechoso resultó ser empleado de Sierra, por lo que el alto

oficial y su esposa defendieron a su dependiente. Días después, un artículo

en El Mercurio denunciaba que aquella noche la mujer de Sierra había

abofeteado al coronel Salazar, y que el mayor Sierra había exigido la

presencia de un piquete de soldados para que arrestaran al grupo de

vecinos que habían osado entrar en su hogar82. Ante la orden de su

81 Ver por ejemplo La Bolsa 50 y 52, del 13 y 16 de marzo de1841 y El

Comercio 657, del 9 de agosto de 1841. 82 El Mercurio Peruano 450, 15 de febrero de 1829.

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superior, Salazar no tuvo más que obedecer, y los miembros de la patrulla,

compuesta principalmente por artesanos extranjeros, fueron amarrados y

conducidos a la cárcel de la ciudad83.

Un nuevo artículo reclamaba que era inaceptable enviar a la cárcel a

“ciudadanos pacíficos” que protegían la ciudad de la insubordinación. Los

vecinos que integraban la patrulla se encontraban ahora libres, pero debían

enfrentar una demanda interpuesta por Sierra, ya que se habían negado a

pedir disculpas públicas al mayor. Según los artesanos no había razón para

disculparse pues estaban convencidos que lejos de haber ofendido a

alguien, eran ellos los ofendidos, y más aún, “la nación que representaban

en aquel caso”84-

Mariano de Sierra ocupó las páginas del mismo periódico para

defenderse ante la opinión pública. En su artículo, sin embargo, no hizo

ninguna mención a lo ocurrido aquella noche ni defendió la inocencia de su

empleado. Se refirió, en cambio, a sus cualidades morales y posición social

en comparación con la de los extranjeros que integraban la patrulla85. Los

artesanos respondieron siguiendo la misma línea, y lo que había

comenzado como un incidente policial se transformó en un debate sobre la

decencia y la manera que los involucrados tenían de definir cualidades

morales y sociales. Sierra argumentó que toda la república sabía de su

“honradez y moderación” y que no le preocupaban las “indecentes

imputaciones” en su contra. Si tenía que responderlas, lo haría ante los

tribunales, donde se demostraría que sus garantías como ciudadano habían

sido “humilladas por una turba de hombres sin educación ni principios”86.

Los artesanos, por su parte, respondieron que confiaban en la integridad de

los tribunales y aclaraban que su única intención era que se hiciera justicia.

Sierra debía probar que ellos eran personas sin educación ni principios, y

también reclamaban que su honestidad y comportamiento público

intachable eran bien conocidos en la ciudad. Ahora, si ser educado

“consistía en tener charreteras y dinero”, entonces Sierra tenía razón y se

83 Ibid. 84 El Mercurio Peruano 451, 16 de febrero de 1829. 85 Ibid. 86 Ibid.

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comprometían a ocupar su lugar de despreciables artesanos sin

educación87.

La contradicción en el actuar de Sierra estaba en que la élite limeña

permanentemente demandaba mayor vigilancia frente a lo que ellos

describían como el constante aumento de la delincuencia, denunciando

permanentemente la incapacidad del Estado por controlar a los temidos

sectores populares88. Pero al mismo tiempo no dudaban en desligarse de

sus propias obligaciones cuando su posición social lo permitía, en este caso

para proteger a sus sirvientes. De esta forma, entorpecían el trabajo de la

policía con el fin de lograr la libertad de sus empleados, a pesar que el

artículo 262 del reglamento establecía claramente que nadie estaba exento

de sus disposiciones “sea cual fuere su fuero”89. Como el artículo no era

respetado y las autoridades recibían constantes presiones para que se

respetaran las jerarquías sociales, el gobierno debió promulgar un decreto

especial en que se insistía que nadie en el país estaba exento de cumplir el

reglamento90.

La resistencia de la gente decente al accionar de la policía continuó

a pesar de los decretos que buscaban terminar con los privilegios, y

entorpeció la creación de cuerpos estables de policía y el consecuente

ordenamiento urbano. Además, era común que los vecinos se negaran a

pagar el serenazgo, lo que provocaba que muchos serenos estuvieran

impagos por largos periodos de tiempo91. La inestabilidad laboral también

alcanzaba a los oficiales, quienes solían ser removidos de sus cargo por

87 El Mercurio Peruano 453, 18 de febrero de 1829. 88 Ver Flores Galindo, Aristocracia y plebe, capítulo 5. Sobre la relación

entre criminalidad e inestabilidad política en Perú durante estos años, ver Charles Walker, “Montoneros, bandoleros, malhechores: criminalidad y política en las primeras décadas republicanas.” Sobre los temores de las élites al afrontar el gradual fin de la esclavitud ver Carlos Aguirre “Cimarronaje, bandolerismo y desintegración esclavista. Lima, 1821-1854.” Ambos artículos en Carlos Aguirre y Charles Walker eds., Bandoleros, abigeos y montoneros. Criminalidad y violencia en el Perú, siglos XVIII-XX (Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1990), 105-136; 137-182.

89 Reglamento de policia de 1839, Título VII, Cap. II, Art 262, ADLP, Congreso de la República del Perú.

90 Decreto del 2 de diciembre de 1841 disponiendo se conserve en toda su fuerza el artículo 262 del reglamento de policía, ADLP, Congreso de la República del Perú.

91 Ver, por ejemplo, El Comercio 308 y 657, 22 de mayo de 1840 y 9 de agosto de 1841, en que el intendente argumenta no ser responsable de las faltas de los serenos ya que se encuentran impagos.

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incidentes en lo que la fuente del conflicto era la diferencia social entre

aquel llamado a hacer cumplir la ley, y quienes debían respetarla.

En marzo de 1843 un artículo denunció que el Cónsul de Brasil no

alumbraba el frontis de su casa ubicada en la calle Valladolid, infringiendo

lo estipulado en el reglamento92. Por tal razón, el intendente ordenó a

Antonio Cepeda, teniente del segundo distrito de la capital, concurrir a la

casa del cónsul. Según Cepeda, la intención del intendente no era multar al

cónsul sino hacerle ver su falta con la intención de evitar futuras denuncias.

Consciente de la posición social del cónsul Cepeda buscó “los términos más

corteses para comunicarle el recado” haciéndolo “en un tono que indicaba

súplica más que mandato”93. El cónsul respondió que él solo se preocupaba

de iluminar el interior de su casa, y pidió a Cepeda le comunicara al

intendente que en el futuro no le enviara mensajes de este tipo94.

Días después del incidente, el reporte diario de la policía anunciaba

que el teniente Cepeda había sido expulsado de la institución por

desobediencia. El reporte no daba detalles de las razones por las que se

acusaba al teniente, pero sí expresaba que su baja debía servir como

advertencia para otros oficiales95. Sintiéndose injustamente sancionado, el

teniente escribió a El Comercio detallando las razones detrás de su

expulsión. Según la versión del Teniente, luego de cumplir con la orden que

se le había dado, el Cónsul escribió al intendente de policía acusándolo de

haber entrado a su casa sin haberse sacado las espuelas y fumando, lo que

era considerado una falta de respeto. Cepeda reconocía que efectivamente

llevaba puestas sus espuelas, pero explicaba que había sido por un simple

olvido y no por desobediencia, además que había concurrido a la casa del

Cónsul a caballo. Era cierto también que tenía un cigarro prendido, pero

reclamaba haber sido lo suficientemente cuidadoso como para no llevarlo a

92 Los costos de la iluminación no eran menores. En un documento enviado

por los jueces de la corte suprema al gobierno pidiendo un aumento salarial, el gasto en iluminación era mayor que el sueldo de un sirviente o, según sus palabras, equivalente al 25% de la renta de una vivienda decente. AGN, Archivo del Ministerio de Justicia RJ, Corte Superior de Justicia, Legajo 45, Cuaderno 11, 1 de marzo de 1825.

93 El Comercio 1146, 7 de abril de 1843. 94 Ibid. 95 El Comercio 1142, 3 de abril de 1843.

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su boca hasta que el Cónsul se había retirado96. El teniente agregaba que

nadie en Lima estaba exento de cumplir con las regulaciones de policía,

incluso los diplomáticos, y lamentaba haber sido destituido de un cargo que

el gobierno le había confiado y que el trataba de cumplir con el mayor

esmero. Cepeda alegaba que no se le había permitido defenderse de las

acusaciones del cónsul, y que si bien él era una persona de baja condición

social, debía tener los mismos derechos que la gente de prestigio y dinero

tenía para defenderse97.

El tema de las multas no era menor. La resistencia a pagar una

cantidad de dinero cuando no se cumplían las obligaciones en pro del bien

común era una de las principales fuentes de conflicto entre los vecinos

decentes de la capital y la policía. En marzo de 1845 la intendencia estaba a

cargo de Manuel Suárez, un joven que según algunos vecinos desempeñaba

el cargo con prudencia, buen juicio y honestidad propia de todo un

caballero98. Estas cualidades sin embargo, no lo eximían de las críticas por

el elevado número de multas que se cursaban a diario. Un “Vecino

Honesto” se quejaba de esta situación y argumentaba que con esta práctica

se les estaba robando dinero a los ciudadanos, especialmente a los más

pobres, y que incluso se azotaba a aquellos que no tenían dinero para pagar

las multas99.

Las acusaciones fueron consideradas injuriosas por el intendente y

el artículo fue denunciado al tribunal de prensa. Luego de realizarse las

indagaciones para dar con la identidad del autor, resultó que el vecino

honesto era el Doctor Francisco Javier Mariátegui, vocal de la Corte

Suprema de Justicia. Asombrado con la identidad del acusador, un artículo

decía que era incomprensible que alguien cuya obligación era defender el

estado de derecho, recurriera a denuncias anónimas contra funcionarios

públicos cuya labor era, precisamente, hacer cumplir la ley100.

Mariátegui volvió a escribir en El Comercio profundizando sus

críticas a la policía, aunque esta vez ya no era necesario esconder su

identidad. Explicaba que su única intención había sido detener los abusos

96 Ibid. 97 Ibid. 98 El Comercio 1728, 12 de marzo de 1845. 99 El Comercio 1723, 6 de marzo de 1845. 100 El Comercio 1730, 14 de marzo de 1845.

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de la policía contra la gente pobre. Según el magistrado, se debía anunciar

públicamente y con un mes de anticipación la aplicación de regulaciones,

tal como estaba estipulado en el artículo 272 del reglamento, y así evitar

que la policía se aprovechara del desconocimiento de la población. Con

respecto a los dineros recaudados por las multas, el juez argumentaba que

nadie sabía el uso que el gobierno daba a esos ingresos, además que la

policía no cumplía con entregar recibos a los multados. Mariátegui era

enfático también al recordar que la policía no sólo estaba violando las leyes

de la república al utilizar la pena de azotes, sino que además iba en contra

de “las leyes de la decencia y la moralidad”101.

Las opiniones de Mariátegui encendieron aún más el debate sobre la

labor de la policía. Un nuevo artículo refutaba los argumentos del juez

publicando un detallado informe de los ingresos por concepto de multas

según los recibos emitidos por la policía desde que Suárez había asumido la

intendencia102. En referencia a las otras acusaciones, el artículo recordaba

al juez que el Intendente constantemente informaba por diversos medios

sobre la aplicación del reglamento, aunque la ley no lo obligaba a ello.

Según el artículo, Mariátegui debía avergonzarse de su ignorancia puesto

que lo que el artículo 272 exigía era el anuncio de la entrada en vigencia del

reglamento, y como juez debía estar al tanto que las regulaciones habían

entrado en vigencia cinco años atrás103.

El artículo finalmente negaba las acusaciones sobre los azotes y

aseguraba que el interés del juez por la gente pobre era absolutamente

falso. La verdadera razón detrás de la acusación de Mariátegui era que la

policía había multado a una de sus empleadas por infringir el artículo 148

del reglamento. Desde que Suárez había asumido como intendente, muchas

personas habían sido multadas por obstruir el tránsito en las veredas de la

capital, pero Mariátegui era el único en “tomar su pluma llena de ponzoña

para herir la reputación de hombres tan honrados como él”104.

Tal como había ocurrido a Torrico, Suárez debió enfrentar la

constante crítica a pesar que mucha gente consideraba que su labor al

101 El Comercio 1734, 22 de marzo de 1845 102 El Comercio 1736, 26 de marzo de 1845. 103 Ibid. 104 Ibid.

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mando de la intendencia traía extraordinario progreso para la ciudad.

Nombrado intendente en octubre de 1844, Suárez era, según escribiera

Manuel A. Fuentes años después, el único intendente de policía que en

Lima destacó por su constancia y energía105. Pero a pesar de los aspectos

positivos que algunos destacaban, nuevamente la acción sobre las casas de

juego se transformó en un punto sensible que hacía a muchos olvidar los

aspectos positivos en la administración del Intendente. Suárez centró gran

parte de su acción en el control de las casas de apuestas, y los periódicos

publicaban constantemente el detalle de las multas cursadas a los garitos

clandestinos. Tal como había hecho Torrico, Suárez no estaba haciendo

distinciones sociales en la persecución de estos lugares, y entre las multas

cursadas se encontraban desde antros hasta tertulias de respetables

señoras, e incluso conventos106.

Los argumentos publicados en la prensa a favor o en contra de

Suárez recordaban los conflictos generados por Torrico cuatro años antes.

Un artículo aplaudía el celo de Suárez en sus intentos por “poner fin a este

vicio maldito” y rogaba a las autoridades hicieran lo mismo en Chorrillos

durante el verano que estaba por comenzar. El autor denunciaba la

existencia de enganchadores que recorrían la ciudad en búsqueda de

ingenuos para llevar a las casas de juego. Una vez dentro, los

enganchadores simulaban apostar, pero en realidad estaban coludidos con

el tahúr y recibían un porcentaje de lo que el jugador perdía107. En opinión

del autor, las multas que cursaba la policía no eran suficientes para parar el

vicio. Proponía, por lo tanto, reestablecer los decretos de San Martín,

penalizar el juego con cárcel y alentar a los esclavos para que denunciaran a

sus amos108.

Efectivamente, las multas no lograban disuadir a los apostadores ni

a los dueños de casas de juego. Para los propietarios las multas se habían

transformado en una especie de impuesto municipal que estaban

acostumbrados y dispuestos a pagar para poder continuar con su negocio.

105 Manuel A. Fuentes, Estadística General de Lima (Lima: Imprenta

Nacional de M. N. Corpancho, 1858), 602. 106 Ver, por ejemplo, El Comercio 1653 y 1657, 12 y 17 de diciembre de

1844. 107 El Comercio 1657, 17 de diciembre de 1844. 108 Ibid.

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La casa de juego de la señora Delgado, por ejemplo, fue denunciada en

diciembre de 1844, y se reclamaba que seguía operando gracias a la

posición social de su dueña y a que en ella apostaban personas

influyentes109. Un artículo publicado en defensa de Delgado, en ningún

momento negó que su casa fuera un lugar de apuestas. Explicaba, por el

contrario, que era una de las tantas casas de juego existentes en la calle de

Núñez donde “gente decente y honesta” se juntaba a apostar, y aunque

efectivamente era frecuentada por gente respetable, la señora Delgado no

tenía ningún tipo de protección especial por parte de la policía. Es más,

explicaban que la casa había sido multada por el intendente cada vez que se

había encontrado gente jugando, tal como se hacía con otras casas de

juego110.

En vista del fracaso de las multas, el intendente declaró el 11 de

febrero de 1845 que su intención era “cortar radicalmente y por todos los

medios posibles el reprobado juego de envite”111. A partir de ese día la

intendencia entregaría una recompensa a la persona que denunciara

lugares de reunión de apostadores y si el denunciante era un esclavo, la

intendencia se comprometía a entregarle lo necesario para que compraran

su libertad. El dinero vendría de lo incautado sobre la mesa al momento de

ser sorprendidos los apostadores, y del dinero que estos llevaran consigo.

En caso de que el dinero incautado fuera superior al valor del esclavo, este

además recibiría la mitad del remanente. En caso de que el denunciante

fuera una persona libre, esta recibiría la mitad del dinero incautado

producto de la denuncia112.

Las intenciones de Suárez eran similares a las de San Martín. El

contexto, sin embargo, era notoriamente diferente. Como Carlos Aguirre ha

argumentado, el gobierno de San Martín estaba a favor de la gradual

abolición de la esclavitud, pero muchos de sus decretos al respecto deben

ser entendidos en relación a la necesidad práctica que en ese momento se

109 El Comercio 1657 y 1658, 17 y 18 de diciembre de 1844. 110 El Comercio 1661, 21 de diciembre de 1844. 111 El Comercio 1702, 11 de febrero de 1845. 112 Ibid.

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tenía de conformar un ejército patriota113. Aquellos beneficios inmediatos,

por el contrario, no existían en 1845. La población esclava no era tan

significativa como en 1822, y las leyes abolicionistas de principios de la

república habían sufrido una regresión durante los años 30114. Ante estas

condiciones, el decreto de Suárez parece más un intento desesperado por

detener los vicios de la gente decente, decreto que seguramente le trajo al

intendente aún mayor resistencia de parte de los apostadores. Desde la

perspectiva de la gente decente, el intendente estaba entregando a los

esclavos el poder de denunciarlos, esclavos que por su condición no tenían

derechos legales, ni tampoco tenían las cualidades morales o la inteligencia

para discernir que tipo de acto era o no un delito.

A pesar de los esfuerzos de intendentes como Torrico y Suárez, las

apuestas continuaron siendo uno de los pasatiempos favoritos de los

limeños. La idea, promovida por San Martín, de forjar una nueva

moralidad republicana que prevalecería por sobre los vicios y privilegios de

orden colonial, había fracasado, al menos en lo relativo al juego, al mismo

tiempo que entorpecía la labor de la policía, quienes se veían obligados a

diferenciar entre los limeños que eran potenciales criminales y los que sólo

entretenían sana y decentemente.

Conclusiones

Tal como había ocurrido en 1840 cuando entró en vigencia el

reglamento de policía, en octubre de 1847 un aviso en las páginas de El

Comercio anunciaba que a pedido del público se preparaba una nueva

puesta en escena de la obra La vida de un jugador. Dada la aceptación que

las apuestas tenían entre los habitantes de Lima, el texto que acompañaba

el anuncio resaltaba lo pertinente de la obra teniendo en cuenta que “la

principal misión del teatro [era] corregir los vicios” de la población115.

113 Carlos Aguirre, Agentes de su propia libertad. Los esclavos de Lima y la

desintegración de la esclavitud 1821-1854 (Lima: Fondo Editorial, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1995), 184-187.

114 Ibid, 47; 188-189. Según Aguirre el 15.9% de la población de Lima era esclava en 1820, y solo un 6.9% en 1845.

115 El Comercio 2483, 6 de octubre de 1847. Quienes promovían la obra se referían al teatro como escuela de costumbres. Al respecto ver Viqueira, Propriety and Permissiveness, capítulo 2; Mónica Ricketts, “El teatro en Lima: tribuna política y termómetro de civilización, 1820-1828”, en Scarlett O’Phelan ed., La

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Según los empresarios, la obra de Ducange “siempre será nueva a los ojos

del espectador porque […] siempre es una lección útil para aquella parte de

nuestra sociedad que pasa sus días sumida y encenegada en el detestable

vicio del juego sin preveer sus fatales consecuencias”116. Los promotores de

la obra, sin embargo, no tenían en cuenta que quienes asistían al teatro

consideraban que esas “fatales consecuencias” estaban atenuadas gracias a

una superioridad moral avalada por su posición social. Tal como había

opinado el comentarista de la obra siete años antes, una pieza teatral no

cambiaría el gusto que los limeños tenían por las apuestas117. Es más, como

hemos visto en este artículo, no sólo no cambiaron, sino que fueron capaces

de oponerse a la acción de la policía y lo que las autoridades peruanas

definieron como la moralidad republicana.

La situación se mantuvo en el tiempo, y en 1858 Manuel A. Fuentes

incluyó las apuestas y el alcohol entre los vicios predominantes entre los

limeños en su Estadística General de Lima. La única diferencia según el

autor, estaba en que el alcoholismo era característico de los sectores

populares mientras que las apuestas afectaban a todos los sectores

sociales118. Agregaba Fuentes que las apuestas afectaban tanto el corazón

como la mente de las personas y era uno de los vicios que causaba más

víctimas, tanto por la excitación a la que se sometía el apostador como por

sus consecuencias sociales.119 Fuentes proponía, por lo tanto, legalizar las

apuestas. Era “una proposición demasiado ofensiva para el país” pero

necesaria dado que los esfuerzos de las autoridades para detener el vicio

habían sido por largos años infructuosos120.

La proposición de Fuentes de legalizar las apuestas, sin embargo, no

era necesaria. Como hemos visto a lo largo del artículo, la gente decente fue

capaz de adecuarse (subvirtiéndola) a lo que San Martín llamó la

“moralidad republicana”, colocando la condición social por sobre la ley. Los

independencia en el Perú: de los Borbones a Bolívar (Lima: Instituto Riva Agüero, 2001), 429-453; y Mónica Ricketts, “Un nuevo teatro para una sociedad mejor. El teatro en Lima y el conflicto de la Confederación Perú-boliviana 1830-1840,” en Rossana Barragán ed., El siglo XIX. Bolivia y América Latina (La Paz: Instituto Francés de Estudios Andinos, 1997), 251-263.

116 Ibid. 117 El Comercio 225, 7 de febrero de 1840. 118 Fuentes. Estadística General, 74. 119 Ibid, 75. 120 Ibid., 606.

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gobiernos de la primera mitad del siglo XIX debieron por tanto transar con

la élite en sus intentos por promover una idea de decencia basada en la

virtud, dado que la élite reclamaba una idea de decencia distinta. Esta

seguía basándose en una superioridad moral sustentada en lo social y lo

racial que los llevó a confrontar el orden urbano propuesto a través del

reglamento de policía.

El análisis de la decencia, por lo tanto, nos muestra la contenciosa

relación que existió en la práctica entre la élite y las autoridades

republicanas. Más significativo aún es destacar la imposibilidad de

funcionarios de segundo orden, como eran los intendentes de policía, de

cumplir con su labor por el hecho de ser subordinados socialmente. En el

caso de las apuestas, esto traería consecuencias durante la formación del

estado nacional, mostrándonos el origen de fisuras que luego se

formalizarían durante el proceso de modernización que vivió el país a partir

del gobierno de Ramón Castilla.

A pesar que las multas siguieron cursándose sistemáticamente

durante la segunda mitad del siglo, esta práctica se transformó primero en

una encubierta forma de tolerar las apuestas, para luego sencillamente

aceptarlas de manera abierta. Este proceso de formalización de la práctica

quedó de manifiesto según el jurista Manuel Benjamín Cisneros, en los

propios códigos dictados durante el gobierno de Castilla. En un artículo

publicado en LaGaceta Judicial, el abogado explicaba que en los códigos

peruanos no se cumplía el principio de unidad que debía prevalecer en la

legislación debido a que mientras el código civil penalizaba toda forma de

apuestas, el código penal sólo lo hacía cuando estas se realizaban en público

en lugares como caminos y mercados. Esta, según Cisneros, era una forma

de penalizar las apuestas sólo entre los sectores populares y no entre las

“personas de mayor inteligencia”121.

Después de treinta años de conflicto entre la nueva moralidad

republicana anunciada por San Martín y la idea colonial de decencia, el

proceso modernizador que se materializaba en los códigos peruanos hacía

121 Gaceta Judicial 67, Tomo 1, 7 de agosto de 1861. Cisneros además

destacaba que el código penal español, modelo del peruano, penalizaba tanto las apuestas en público como en privado, aspecto que los juristas locales no habían seguido.

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que el control social volviera a centrarse en los sectores populares, en un

proceso de adecuación semejante al que se había vivido cuando las élites

locales enfrentaron el reformismo de los Borbones. En el caso de las

apuestas, durante la segunda mitad del siglo XIX la gente decente de Lima

encontraría en la creciente población de inmigrantes chinos a un otro a

quien culpar de los vicios, quienes pasarían a ser junto a los ex esclavos

negros, los culpables del desorden urbano122.

Es sugerente constatar dentro de este proceso de formalización de

las prácticas de la gente decente que hacia finales del siglo XIX la policía

seguía multando a las casas de juego. Sin embargo, los policías ya no se

molestaban en entrar para cursar las multas. Se limitaban a golpear la

puerta de la casa para recolectar el dinero de la multa y luego se retiraban.

Esta práctica fue finalmente reconocida de manera oficial en 1905. Yendo

en contra del código civil, ese año se promulgó un reglamento de casas de

juego, las que sólo eran permitidas si el dueño tenía el respectivo “recibo de

multa”123.

122 Al respecto, Fanni Muñoz Cabrejo argumenta que el discurso

modernizador de fines del siglo XIX no significó la desaparición del conflicto entre la élite moderna y la tradicional, aunque fueron los valores de esta última los que siguieron predominando. Ver Diversiones públicas en Lima, 1890-1920. La experiencia de la modernidad (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Instituto de Estudios Peruanos, 2001), 237. Similar es lo que plantea Carlos Aguirre en su estudio sobre los criminales de Lima y el sistema carcelario durante la segunda mitad del siglo XIX, argumentando que el proceso de modernización fue definido por el refuerzo de la tradición autoritaria y las prácticas excluyentes que caracterizaban a los prevalentes valores culturales de la élite. The Criminals of Lima and their Worlds. The Prision Experience, 1850-1935 (Durham: Duke University Press, 2005), 217.

123 Muñoz Cabrejo, Diversiones públicas, 69-70.