ankersmit, f - giro linguistico

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Frank Ankersmit

Giro lingüístico, teoría literaria y teoría histórica

Selección, edición e introducción a cargo de Verónica Tozzi

Ankersmit, Frank G1ro lingu!stico,teoría hteraria y tcor!a h1stórica 1 Frank Ankers­

mit ; con prólogo de Tozzi Verónica - la ed. - Buenos Aires : Promeceo Ltbros, 2011.

182 p. , 2lxl5 cm.

ISBN 978-987-574-532-2

l . Filosofía de la Hisroria. 2. l!istoriografia. l. Verónica, Tozzi, prolog 11 Taccetta, Natalia, trad lll. Cucchi, Laura, trad IV Título

CDD901

Traducido por: Nataha Taccetta, Laura Cucchi, Julián Giglio, lv1aría lnés La Greca y Nicolás Lavagnino

Cuidado de la edición: Maga!! C. Áh-arez Howlin

Armado: Alberto Alejandro Moyano

Corrección: Eduardo Blsso

©De esta edición, Prometeo Libros, 2011 Pringles 521 (Cll83AEI), Ciudad Autónoma de Buenos Aires

República Argentina

Tel.: (54-ll) 4862-67941 Fax. (54-11) 4864-3297 e-mail: d [email protected]

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Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Prohibida su reproducción total o parcia!

Derechos reservados

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Índice general

Procedencia de los artículos IX

Introducción 1

Elogio de la subjetividad 15

El g iro lingüístico: teoría litera ria y teoría histórica 49

Historia y teoría política 107

Enunciados, textos y cuadros 133

libros de Franl< Ankersmit en inglés y castellano 171

Bibliografía 173

fndice de autores 179

Procedencia de los artículos

«In Praise of Subjectivity» en Ankersmit, Hi.storical Representati. n, Stan­ford, Stanford University Press, 2001, págs. 75-103.

«The Linguistic Turn: Literary Theory and Hisrorical Theory)> en An­kersmit, Ht storical Representation, Stanford, Stanford University Press, 2001, págs. 29-74.

«History and Political Thcor}'>>, en Ankersmit, Politica/ Representation, Stanford, Stan l'ord Ur:iversity Press, 2002, págs. 15-34.

<<SlaLements, Texts, and, Pictures», en Ankersmit and Kellner, A New

Philosophy of History, The University of Chicago Press, 1993, págs. 212-249.

Introducción

VFRl"l NlCA TOZZ.I

Realidad, experiencia y representació n: una trilogía irreconciliable para la historia y la política en las democracias con temporáneas

La pubhcación de la preseme compilación tiene el propósito de di­fundlr en el <iob1to iberoamericano el trabajo del filósofo y teórico de la historia holandés Frank Ankersmit gracias a quien, podemos decir, se ha hecho claro y explicito el surgimiento de una Nueva filosofía de 1a Hisroria interesada en la nanación como emidad por excelencia para representar el pasado. «Elogio a la subjelividad» y «El giro lingüístico: teoría li teraria y teoría historica» constituyen los dos primeros capílu­los de Historical Represen wtion: l «Historia y teoría política» el primero de Political Representation2 y «Enunciados, textos y cuadros» un artículo

1Frank Ankersm1t. 1 Iisloricul Reprcsenta!io11. Cali fornia : Stanford Unil·ersily Press. 2002 .

2Frank Ankersmit Political I<epresent.().Lion Californi.1: Slan ford University Press, 2002.

Verónica Tozzi

incluido en su hoy considerada inst!tuyente comp iladón de trabajos de reconocidos prmagon istas ele la 1\ueva Filosofía de la Historia, tal como lo indica el título de la misma A New Philosophy of History.1

En un artículo ya clásico. «The dilemma of Contemporary Anglo­Saxon Ph1losophy of History»,"" Ankersmit alega que, gracias a la publi­cación en 1973 de Metahisc01ia: La Imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, de Hayden Wh1te, un ámbito un tanto marginal y olvidado, la iilosofía de la historia, alcanza st: giro lingüístico dando un renovac.lo impulso al deba1e en torno del estatus cognitivo del escrito histórico. Si bien Ankersmit concede a WhiLe un lugar primordial en la filosofía de la historia del siglo XX, comparable al de Kuhn en la filosofla de las cien­cias, él mismo ba co ntribuido desde los 80 con una extensa obra propia al desarrollo de este programa. Ankersmit es profesor de Estética, Filo­sofía de la Liisroria y Teoría Política en la Universidad de Groningen. Su ob ra atraviesa la filosoffa y la epistemología de la historia haciendo im­portan tes Hpones en todos los tópicos que han concentrado los debates en dichas clisciplinas. No obstante su gran tema, corno lo ha reitera­do en más de una ocasión, es la relación entre lenguaje y realidad lo que a su vez ha conducido a tematizar en especial el estatus del lengua­je histórico y la necesidad de la adopción del holismo semán:ico para una genuina apreciación del imprescindible lugar de la narración en las apropiaciones del pasado. Su diag:tóstico y propuesta es evaluar la obra de White como cemficado de defunción de la filosofía epistemológica de la historia y la partida de nacimiento de una filosofía narra:ivista de la historia. En los últimos üempos se ha adentrado en la discusión sobre la noción ex periencia histó1ica y las cuestiones en Lorno del trauma y de

lo sublime.

JFnm k Ankcr~mit. «Swtcmcms. Texts, and, Picmres» . En: A New Philosophy of Hi~­tory. Ed. por Frank Ankersmit y J-lans I<ellner. Chicago: The Umversity of Chicago Press. 1993 .

~En Frank AnkersmiL. «The dilemma or Comemporary .t\ nglo-Saxon Phllosophy of 1-listory~. En: Hi,tot y aJtGI Th<'Ot y . r..0 25 (1986); véase la versión en castellano en Frank Ankersm1t. F-f¡,tonu y tropología. 1\scc•·¡so y caída de la metáfora. Buenos Aires: FCE. 200'f. p<tgs. 91-150.

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Hacia una noción compleja e integral de la representación histórica

1ntroducción

La noción de representación ocupa un lugar central en las consi­deraciones de Ankersmit. Sus reflexiones condujeron a proft:ndizar en la noción de representación histórica en comparación con la noción de rep reser.tación política por un lado y en un diálogo fructífe ro con la esté­uca y la fi losofía de los lt!nguaJ es del arte por el otro. Los cuatro trabajos incluidos en la presente colección ilustran de manera privilegiada la Oli­

ginal teoría del esuito hi stórico Jc nueslro autor, específicamente por su apropiación críli.ca de la nut·va fi losofía del le11guaje de Quine, Rorty y Davidson y de la filoso rra del anc de Danto y Goodman, apartándose de este modo de la centralidad que White ha dado a la teoría literaria y al estructuralismo francés para iluminar la función de la narraliVR en la representación del pasado . Los escriros de Anl<ersrnit dialogan ex­lensamente con la fi losofía pragm<~tista del lenguaje y la nueva filosofia ele las ciencias, abriendo de este modo un espacio para una profundi­zación de la filosofra narrativista ele b historia que pueda hacer [rente a aquellas lecturas críticas por su supuesta promoción del idealismc1 y determinismo lingüísticos. La mejor razón por lo que se hace imprescin­dible la fi loscfía de Ankersrnit res1de en ofrecer a filósofos de la historia y a historiadores temerosos del lugar de la historia en la jerarquía de las ciencias una puena de acceso a similares debates ya protagonizados en la filosof1a de la ciencia post giro lingúístico: el estatus cognitivo y semántico de términos t~óricos y teorías científicas, la importancia de las reflexiones sobre la mt!táfora para capturar la relación entre palabras y cosas, las analogías entre textos y cuadros. Reflexiones todas ellas que nos permitirán comprender el carácter construido de narraciones y teorías cientí(i.cas sin implicar por e ll o la adopción de un antirreahsmo nai.ve ni de un nihi lismo epistémico.

Para una auténtica apreciación del lugar de Ankersmit en la filoso­fía contemporánea de la h isroria nos dctcnclrcrnos en el ya citado <<The Dilemma of Contemporary 1\nglo-Saxon Philosophy of History» . El escrito se inicia oponiendo una fi losoffa epistemológica y una filosofía

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Verónica T ozzi

narralivista de la historia. 5 la primera interesada en las funciones des­criptivas y explicativas de sus escritos, buscando criterios generales para aceptar las narrativas en términos de la relación entre dos órdenes dis­Ll ntos, el enunciado histórico y aquell o de lo que habla. La fi losofía narralivista, en cambio, socava la d istinción entre el lenguaje del histo­riador y aquello de lo que habla, así como también se apana y rechaza la disputa entre el realismo y el idealismo, para interesarse en los ins­trumentos Lingüísticos en sí mismos. Gracias a los esfuerzos de Qt:.ine, Davidson, Kuhn , y finalmente Rorty, señala el filósofo holandés, se bo­rra la distinción entre realidad física, ciencia y filosofía de la ciencia, «al tiempo que un fuerte viento histórico comienza a soplar a través de las grietas en el esquema epistemológico» 6 Los argumentos de Quine en contra de la distinción analítico y sintético y los de Gooclman en con­tra de la dicotomia forma y contenido hacen m enos clara la pretendida demarcación entre un m eta nivel, la filosofía de la ciencia y el nivel ob­jeto, la ciencia. Consecuentemente se desintegran la distinción entre los enunciados simélicos e el científico y los analíticos del filósoío - disol­viendo emonces la idea de que la dimensión analítica correspondería a los aspectos formales del razonamtento ciemílico mientras que la d.­mensión sintética corresponderia a su contenido - . Como bien nos ha

dicho Nelson Goodman, lo que es dicho (contenido) no p uede ser cla­rameme distinguido del rnod o en que es dicho (forma) . La difH.:ultad para distinguir entre lo qué es dicho y cómo es dicho s~· hact: particu lar­mente p rofunda en la historiografía, siendo ésta la disciplina en donde (parafraseando a Rony) la «Compulsión del lenguaje» tiende a confun­dirse con la «com pubión de la expciiencia>; y donde lo que parece ser ur. debate soore la realidad es de hecho un debate sobre el lenguaje que usamos.7

Ahora bien, la aparición de l layden White en escena con su com­paraci,ón del pasado histórico con un texto que necesita interpretación instala el giro lingüístico en la fifoso lía anglosajona de la l1istoria sólo que bajo el sesgo del narrativism o, pues adviene que el trabajo h isto­riográfico consiste en traducir el texto del pasado en el texto narrativo

-;Ankcrsmi!. «The dilemma o: Cor.tcmporary Aq:;lo-Saxon Philo:;ophy of Historp , pág. L

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blbid .pág 14. lbfd., págs. 15-16

• lmroducción

del historiador. Ello significa para Ankersmil que la filosofía de la his wria abandona la aproxi.mación epistemológica y llega a ser filosofía del lenguaje anoticiada de que el lenguaje narrativo es una estructura lin­güística no transparente sino com pleja, especialmente constru[da para moslrar pan e cltd pasado. Esto es, no mirarnos el pasad o a través del lenguaje del historiador sino desde el punto de vista suge1i do por él.s La construcción narrativa funciona a la manera de las metáforas, ellas siempre nos muestran algo en términos de algo más -en los términos de Arthur Damo, la metáfora presenta su tema y presema la forma en que lo presema-. [n fin, el giro lingüístico implica rechazar la presu­posición epistemológlCa del lenguaje del historiador como un espejo del pasado.

Es ~n este punlo donde AnkersmiL nos invila a evaluar el trabajo c.le Wh1Le temencJo en :.:uenta las reflexiOnes del filóso fo americano Ri­

chard Rony, por quien Ankersmit, desde su encuentro con La fi losojfGI y el espejo de la Mturaleza, no ha dejado de tener una conside r<1ción es­pecial, es más, como ha señalado en una reciente entrevista. «lo que yo traté de hacer es atrapar el hilo donde Rony lo ha inadvenidamcntc arrojado, en algún lugar entre su libro El espc¡o de la naturaleza ... y su ~onversión a Davidson >>. 9 Rony dedica su libro a demole· la epistemo­logía cartesiana sustentada en la idea de .Jonml inlernum. Pues, según el americano, los problemas que conciernen a la relación entre Jengtwje y reahdad no ckberian ser transformad os en problemas concerniemes al funcionamiento de nuestras memes -ellos sólo pueden ser resueltos descubriendo lo que de hecho creemos y qué razones tenem os para ha­cerlo así- . En resumen, los problemas que atraen a los epistcmólogos s_ólo pueden resolverse mirando los resultados de la investigación cientí­fica, esto es, la cuestión <.le cómo el lenguaje se relaciona con 1<. ~ealidac.l no es una cuestión lógKa sino científica.

~lbíd., pág. 19. 9 Emr.:vista <>fl·ec1d:1 pl, r ,~¡ fiL'>s.:{o di! [¡¡ l tt~l._,, ia Fr:1n k Ankt:rsmtt a

Marcin Moskalcwicz, en Ghmmen , Holanda, en agosto del 2005, (http : 11 elnarrati vista . blogspot. com/ 2008/ 121 la{\dash} experi enci a{\dash} s ublime{\dash}y{ \dash} la{\dash)pol ti ca. html). I-uc publicada originalmente en lvlarcm :-1oskalewtC7. "La ex¡>eriencia subl.mc y a poti,:c,l emrevrsta con Frank An­kcrs:nit». En: RrthinlunF HbtOJy, '·ul. 11: (Junio de 20t17), pags. 251-17-1.

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Otra diferencia entre la aproximación epistemológica y la narrati­vista, según Ankersmit, es que esta última valora el hecho de que los grandes trabajos histó1icos no pretenden poner punto final al debate histórico ni dan la sensación de que nos muestran el pasado tal como ocurrió, por el contrario, lo que los hace grandes es el presenLarse co­mo la ocasión de la producción de más escritos. Las interpretaciones adquieren su significado como tales en la medida en que se confrontan con otras y no por reducirse todas a una. Cada interpretación histórica, señala nuestro autor, puede tomarse como significando: «si miras al pa­sado desde esta perspectiva, ésta es tu mejor garantía para comprender parte del pasado». 10

La lógica de la narración histórica

Este ú\Limo punto ya había sido desarrollado por Ankersmit en su primer libro Narrative Logic11 en el cual tematiza la naturaleza de las interpretaciones del pasado histórico a partir de una propuesta lógica que no se extravie en las peculiaridades propias de sus temáticas. En términos generales las interpretaciones históricas se proponen l<repre­semar», ~<ser una representación», de un objeto ausente: el pasado. Por tanto, la noción de representación será el objeto de investigación de sus principales trabajos y de los cuatro artículos incluidos en esta colección. Ahora bien, al igual que White, Ankersmit consi.dem que no habrá un fundamento epistémico para decidir entre interpretaciones en compe­tencia y que las diferencias últimas entre ellas remiten a cuestiones de estilo. También al igual que White, Ani<ersmit tiene una noción sofisti­cada de estilo, no reducible a ornamento, sino que, como ya señalamos. involucra una propuesta o sugerencia de punto de VlSta. Por otro lado, y a diferencia ele White, Ankersmit cree y tratará de mostrar la posibilidad de un criterio no arbitrario pero tampoco no fundacionista para elegir entre dichas interpretaciones controversial es. Final mente. al igual que Ron y, Ankersmit rechaza e l representacionalismo (el lenguaje como es­pejo de la nawraleza y la mente como fo mm interno de evaluación de la

1()Moskale..,'icz, «La experie:-tcia sublime y la politica: entrevista con Fra:1k r\n kers­mit~. pág. 25.

11 F:ank Ankersmil. Ncuraitve l.ogtc. A Semalii!C Analys:s of the Htslonan's Lcmguage. t>..lartinus l'ijhol: Philosoph)' Librc~ry: Den Hc.ag, 1983.

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• lmroducción

relación entre lenguaje y realidad) pero, a diferencia de Rony, privilegia la noción de representación sólo que pensada desde la teoría de la ane, siguiendo a Danto, Gombrich y Goodman, más específicamente en lo vinculado con las representaciones pictóricas.

Para analizar de la manera más clara en qué sentido las interpre­taciones históricas representan el pasado postulará una entidad lógica, las sustandas narrativas . Su objetivo se dirige a elucidar la doble fun­ción que satisface toda interpretación histórica o narratio histórica: la de describir el pasado y la de individualizar o definir un punto de vista acerca de él. De este modo, Ankersmit afirma dar respuesta a la cuestión en tomo de cómo decidir si una interpretación del pasado resulta una representación más aceptable de la realidad, en el sentido de más ob­jetiva. A diferencia del enfoque epistemológico (realista), no defenderá un criterio de verdad como criterio de decis ión emre interpretaciones rivales y, a diferencia del giro lingüístico, propondrá un cri Le rio objetivo de comparación.

En este contexto introduce dos importantes distinciones: entre in­vestigación histórica y escriro histórico, y emre descripción y represen­tación. la investigación histórica remite al establecimiento de lo que de necho ocurrió. Por escrito histórico refiere a la cuestión de cómo inte­grar estos hechos en una narrativa histórica consisten te, esto es, evaluar cómo sería una represenLación o sinopsi.s más aceptable de partes del pasado. Escas distinciones han sido c riticadas por filósofos de diversas procedencias teóricas,12 al punto de señalar que implican una retirada del holismo y una vuelta a una especie de positivismo. 1\o obstante, la motivación teórica de /\nkersmit está lejos ele ello pues no se basa en ur.a intención funclacionista en el semido de considerar que la investi­gación histórica que daría lugar a los enunciados descriptivos actuaría como productora de la base empírica para evaluar la objetiviJaJ dt> la!> narraciones. Es más, en sentido estricto, la filosofía narrativista no tiene como temn la inve.sLigación histórica m la justif1cación de 1<:\s clescripcio nes o enunciados conswtativos. La fi losoffa narrativista se interesa por

11jdf Gorman. «Philosophic<.l Fascination \vith Whole ll istorical Texts». En: History (md Theory, vol. 36. n n 7: (1999), págs. 4 06-415: Chris Lorenz. «Can Hiswry Be Trud* En: Hislo•y and 1 h.·my. vol. 37, n." 3: (l998); john Zammito. «Ankersmit's Posmoder­nist Historiographyn En HIS!ory ctnd Tt.eory, vol. 37, n.0 3: (1998); Chris~opher Be han t'-lcCdlagh. Jl11: ·lruth afHistmy. Londres: Routledge, 1998.

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Verónica Tozzi

la naturaleza lógica de entidades lingüísticas como <<naciones» o «mo­vi:nientos intelccmales» o «climas de opinión», o más especfficamente, es ilustrada er: estudios del «Renacimiento» o del «Ilurrlinismo>•.13 A los efectos de elucidar la naturaleza lógica de esws términos no hace fal­ta inmiscuirse en la cuestión de la verdad o falsedad de los enunciados descriptivos singulares, por lo cual se puede asumir que los estados de cosas en pasado pueden ser descntos de manera inequívoca por m edio de enunciados constatativos. Acá se requiere una aclaración, no es que Ankersmit desacredite la problematización filosófica de estos enuncia­dos, sólo q ue cree que para un amifundacionista y holista no importa la resolución definilivn sobre la naturaleza de los enunciados básicos por decirlo en términos popperianos. El punto es que toda narración in­cluye descripciones, es más, el lenguaje narrativo describe la realidad, sólo que su comenido cognitivo no se reduce a la desciipción ni son las descripciones las que garantizan su valor en tanto representación de la realidHd pasada.

La lógica narrativa no es de carácter formal, más b ien es una lógica filosófica orientada a formular un tipo ideal (idealismo narrativo) para discriminar sus componentes y funciones. Dicha lógica parte de tres teoremas:

l. La nana ti o no es una imagen del pasado. En la narracio el pasado es descrito en términos de emidades que no refieren a cosas o aspectos del pasado, sino que encaman «tesis acerca del pasado».

2. La histonografía narrativa es la propuesta de «tesis acerca del pa­sado» la cual será llamada una «sustancia narrativa». Las sus­tancias narrativas no reneren a aspectos del pasado por lo cual conceptos como «Renacimiento» e «Iluminismo» difieren de con­ceptos como «silla» o «ser humano».

3 . Hay una semejanza entre «metáfora» y narratio: ambas proponen un «punto de vista» desde el cu;::.l mirar la realidad o el pasado. H

Las tJaiTatios consisten de enunciados singulares conslalat.ivos de es­tados de cosas en el pasado, pero estos enunciados expresan las pro­piedades de las sustancias narrativas y por tanto son analíticos. Una sust;mda narraLiva se caracleriza o def. ne por sus enunciados constata-

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13 t\nkcrsmit, Namaiv~ Logic. A Sc¡:nantic A•wlysis cf the f listo1 iclll s L.cmguage. pág. L . 14 ibid.

Introducción

tivos, de modo que el procedimiento de discriminar cuáles enunciados pertenecen a la sustancia narrauva es analHico. Las sustancias narrativas son colecciones ele enunciados que comienen el mensaje cognitivo de la narratio. Cuando muchos enunciados de una (parte de la) !1arratio tie­nen siempre el mismo sujeto, este sujeto será el sujeto narrativo de esta (pane de la) narratio o de esta narracio. Una narratío puede contener más de una sustancia narrativa: éstas no refieren a cosas identificables, tienen una función expositiva , son artificios lingüísticos. construccio­nes auxiliares por medio de los cuales los historiadores conforman una representación máximamente clara y consistente del pasado. Las sus­tandas narrativas se identifican por la enume ración completn de todos los enunciados que contienen. A este proceso lo llama individuación , procedimiento diferente de la identificación de las cosas ordinarias que conocemos de la vida diaria. Los objetos pueden ser identificados por med io <.le unas pocas descripciones identiftcatorias.15

Este análisis logico rdosórico está oriemado a f'S Lahleccr un criLeno no fundacionista ni emp1rista de disctiminación entre interpretaciones

en competencia. La movida ele /\nkcrsmit resulta muy arriesgJda pues combina la ftlosofía de Dattl•> acerca del problema de la diferenciación de los indiscernibles con la propuesta popperiana de evaluar las teo­rías (en su caso las narratios) por su alcance. Los enunciados narrativos de la narratio individuan un «punto de vista» y todos :os estados de cosas descritos por los enunciados que pueden ser Significativamente relacionados con los enunciados de la narratio juntos constitU)'Cn su al­cance. La más adecuada , la más objeuva narratio entre las narralios en competencia es aquella en la que su t:antcnic.lo descriptivo h2. sido ma­ximizado. Lo que una serie de 11arraLio~ sobre el mismo :ópico tienen en común se considera el componente convencional compartido porto­das. Ese componente convencional no forma pane de la propuesta de «ver como» propia de cada narraUo. El punto de vista propuesto en una narratio y que la individ úa so lo pw~d e ser idemificado con aque­llas panes en las que d ifH.:re de OL ras narmtios. Una narratio tendrá más alcance q ue otra cuando reduce su componente convencionalista, pues esa reducción agranda su alconcc. En Lérminos de Damo, dos ncrrra­tios indiscernibles en su componente convencional se podrán distinguir

1 ~Jbíd .. pá¡;s 115-1 8.

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Verónicn Tozz1

en la medida que una muestre un plus: un mayor alcance. En fin, un mayor grado de objetlVidad supone un mayor alcance, un menor gra­do de convencionalidad y más originalidad. La narraLio mas objeliva de una serie de na11atios en competencia es aquella cuyos enunciadas (l) individúan l.t sustancia narrativa en la que el alcance del significado na­rrativo va más allá del descriptivo y (2) todos corresponden a la realidad histórica concreta. 16

La precedencia de la estética para la historia y la política

En definitiva, La filosofía narrativista de Ankersmit st: orienca primor­clialrnnll e Gl d iferenciar la función descriptiva de la representativa para lograr un criterio de objetividad alejado del fundacionalismo. L:n Narra­ti ve Logic logrará esta distinción a través de un análisis de la metáfora. En Historia y Tropologra, y en «Enunciados, textos y cuadros» no~ propnnurá profundizar en dicha distinción a través del análisis de la representación anística de las pinturas, efectuará un análisis propiamente estético, y se o rientará a elucidar la funció:1 de proveer un sustitu to de la realidad. Aquí, Danto y Gombrich vendrán en auxilio. En los dos artículos inclui­dos de Historial Representation, y en el de Political RepresentaLion, logrará la distinción a partir de la discriminación entre hablar acerca del mundo y hablar acerca de hablar, o bien entre referir )' ser acerca de, diferencia que podrá ser testimoniada en la presente compilación. La publicación casi conjunta de estos dos libros tendió a profundizar en el solapamiento existente en cómo los h istoriadores o los políticos tratan de dar sentido al mundo. La acción política en tamo hacer, es esencialmente exclusivis­ta, pues hacer algo inherentemente implica no hacer otra cosa. Pero en este pasaje de una diversidad caótica a una acción política concreta (la cual es considerada como la más adecuada) , involucra un paso hacia una sfmesis y uni!icació n. Esta acción, y no sus alternativas, es finalmente reconocida como la intervención oportuna en la compleja realidad social y política - una reducción o síntesis que es compartida po r la cst:r i t:t~--a de la hisLOria y la práctica política - . La relación con la representacton

11'Ankersmll. NamHive l ogic. A Sema¡¡Uc A'wlysis of Lhe Hislorian's Languag~. pág. 24+.

lO

Introducción

histórica es ob\'ia pues AnkersmiL reitera la importancia de la reOexión sobre la noción de represemac1ón para apreciar este proceso al pumo de sostener que tanto la representación del pasado como la representa­ción de la reali dad política -base de toda acción política significativa­son esencialmente estéticas. Sin desmerecer la ayuda que las ciencias sociales puedan aportar a la relación entre conocimiento (lenguaje) y el mundo, en última instancia, señala el autor, nuestro conocimiento del pasado y nuestra acción políti<:<1 dependen para su efectivización de un acto de s!mesis estética que redondee el proceso.

.Ahora bien , la acción política demanda no sólo una adecuada eva­:uación del contcxco de acción: a menudo, aunque no necesariamente siempre, también busca la realización de cien os ideales políticos o éti­cos. Al igual que el h is toriador al responder cuesliones acerca del pasa­do, el político tiene que considerar cómo un p rincipio abstracto (sea una cuestión política o histórica) hace su camino en las complejidades ele la realidad social e h istórica . Ankersmit reitera la continuidad de ambos !ibros al señalar que el criterio de evaluación de los méritos de las repre­sentaciones históricas es indepenclieme de valores, por tamo la estética es previa a la ética. El punto es sei'ialar que en la historia del escrito his:ó1ico podemos discc!"nir ct:.áles representaciones históricas han ate­sorado más respeto que otras, de modo que serán las representaciones apc.rentemente más plausibles las que guiarán en la esrera de los valores. De este medo, se hace evidente que hay que desterrar la idea de que la esfera ~'<iológica es el mundo de la pura preferencia subjetiva. La prio­ridad de la historia y la estética por sobre la ética no debe considerarse como una exhortación a desmerecer las cuestiones éticas, si no sólo que la historia o e l escrito histórico nos pueden dar una guía para la elección de los valores éticos y los ideales politices.

Por <1esté tica poHrica» Ankersmit no entiende la estetización de la política, no está hab lando de una reducción de la pohtica a sus aparien­cias emhdlecetloras. Esrá si mplemente tomando en cuenta b reflexión de carácter filosófi.co de ln relnción entre representación y representado en términos de la noción de sustituto, en contra de la supuesta rela­ción de semejanza. La reflexión alrededor de la historia y filosofía del arte, específicamente atendiendo a los t rabajos de Danto y Gombnch, da sustento a esla aproximación. Polilical Hepl'csentalion es continuidad · de un libro anterior de. Ankersmit titulado Aestheric Polít!cs. Su interés

ll

Verónica Tozzi

apuntó a señalar que el factor común en las concepciones de represen­tación política e histórica reside en la ausencia de algoritmos que liguen lo representado a su representación, es por eso que resulta insoslaya­ble el in terés que el a rte llega a tener dada la ausencia de reglas fi jas o generalmente aceptadas para ligar lo representado y la representación artística. Encuentra en Maquiavelo la respuesta para pensar justamente este fenómeno al que denomina la fractura (brohenness) de la realidad política. No hay continuidad entre el gobernante o representante y el gobernado o representado. Ahora bien, lejos de lamentarnos como, se­gún Ankersmit, lo hace la mayoría de los teóricos políticos, debernos discernir aquí no una amenaza a la libertad civil y a todo poder político sino precisamenle sus origenes fracturados. La fractura es el comien­zo de la sabiduría política. La p retensión de An kersmit es recabar en la tradición de Maquiavelo, TocquevHle y Schumpeter la estrategia para enfrentar una situación contemporánea de desintegración de la pola­ridad ernre eslado, pan idos políticos y representantes, por un lado, y sociedad y ciudadanos, por el otro. St.l aproximación estética, entendida en términos de la reflexión sobre la representación artística, ofrecerá los argumentos prácticos para sortear los obstáculos a la democracia.

La regresión a la experiencia

La publicación de Sttblime Historical Experience17 ha resultado per: tu rbadora en el árnbiLo de la filosofía conLemporánea de la historia .1b

Hasta ese momento, Ankersmit se hab[a dado a conocer como un nuevo filósofo de la historia, protagonista del giro lingüístico en dicha clisciph­na y fi losóficamente dedicado al problema de la relación entre lenguaje y mundo. Su adopción del holismo semántico lo ha desligado de preo­cupaciones de cone empirista alrededor de la lógica de la investigación histórica. La Nueva Filosofía de la Historia según Ankersmic no se in­teresa ni por la experiencia ni por el trabajo de investigación, sino por los crilerios de aceptación de esas entidades sinópticas denominadas

17Frank Ankersmit. Sublime Hi.storica/ Experienct. California Stanfcrd University 'Prcss. 2005

18Vease tvlichael ROLh. «Ebb Tide. Ankersmil. Sublime Historical bperience». En: Hi~WI)' and Thcory, voL 46, n° 1: (2007), págs. 66-73.

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Introducción

sustancias narrativas de naturaleza representacional y cuya dilucidación última será deudora de la teoría de la representáción artística. Para per­plejidad de todos Sublíme Historical Experience inicia la búsqueda de una noción de experiencia como premisa o principio originador de repre­semaciones históricas o que dieron lugar a representaciones h istóricas. Esta indagación se apartará de sus recorridos por la filosofía de la repre­sentación pues la noción de experiencia que le interesa será de carácter explicativo y no represemaci.onal El lenguaje pasa de ser un campo de interacciones conductuales (como lo es para Rorty y Davidson) para mostrarse como una cosa en el medio de nosotros y el mundo, tm escu­do protector de los temores y los terrores típicamente provocados por la experiencia: tenemos el lenguaje para no tener experiencia y evitar los terrores típicos ele ella. El lengu~je (y el lenguaje histórico en particular) nos ayuda a escapar de las turbaciones de una confrontación directa con e l mundo tal como es dado a la experiencia. De una manera difícilmente conectable con su obra anterior, Ankersmit habla de un mundo tal como es dado a la experiencia. El libro, senala el autor, se propone dolorosa­mente investigar la historia de la experiencia hislórica; no se trata de averiauar cómo fue relatado o narrado ese pasado, sino de indagar con

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cuidado cómo el hombre occidental experimentó el pasado a través de los siglos. El holandés se lamenta de la centralidad que el texto histórico adquirió por rnor del giro lingüístico, pues motivó a fracasar en abordar la cuestión de lo que la experiencia del pasado trata de expresar. Como había seüalado en la entrevista mencionada,19 Ankersmi.t quiere culmi­nar la wrea que según él Rorty legó y no realizó: liberarnos de la prisión del lenguaje d il ucidando la forma en que la noción de experiencia puede funcionar como nueslra gu[a en el camino a la libertad .

En otras palabras, si se quiere evitar la trilogía SUJeto-mundo- ex­periencia propia de rodas las epistemologías, la experiencia es lo que hace posible el conocimiento del mundo pero debemos alejarnos de la epistemología y enfocar en la experiencia; ahora bien , no la experiencia empirista, sino una que la atraviese y trascienda los límites del SL0eLO

y del objeto: la experiencia sublime. Tendremos, advierte, que recupe­rar la noción aristotélica de experiencia en el marco de una cominuidad

19Moskale-.vicz. «La experiencia sublime y 1~ política: emrevisra con Fr~nk Ankcrs­mil •> .

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Verónica Tozzi

entre sujeto y objeto impensable en ia epistemología, donde el abismo entre sujeto y objeto está siempre presente . Una noción de experiencia que habilite figurar lo que ocurre cuando entramos en contacto con el pasado, qué sentimientos encontramos o podríamos proyectar sobre el pasado o qué sentimientos tener cuando llegarnos a enterarnos de los humo res y sentimientos que permean alguna parte del pasado. La no­ción de experiencia que se obtiene al cortar los lazos entre experiencia y verdad es un tipo de experiencia no epistemológica y por tanto indife­rente a la separación entre sujeto y objeto, es en algún sentido totalizan­te. En fin, se trata de d iscnmina:- y describir dos tipos de experiencia histórica: una que podemos atribuir a los historiadores y una experien­cia histórica sublime, de imerés más colectivo. Los historiadores pueden ocasionalmente tener esta extraña relación con el pasado, pero entonces ellos deberían confiar en esa experiencia y en esos sentimientos. Ahora, señala Ankersmit, estarían accediendo a un extra, un bonus no dado a todos. Aquellos que la tienen, deberían en consecuencia hacer algún uso de ella en sus escritos.

f labiendc así apreciado la sofisticada teorización alrededor de la no­ción de represemación , integrando sus dimensiones epistémicas, prác­ticas y estéticas, promoviendo una noción filosófica y sociológicarnente info rmada del ane (Goodman, Gombrich y Danta) , queda en manos del lector evaluar los méritos y el interés del legado de Ankersmit, si es que querrá acompañarlo en su explfciLo objetivo ele comribuir a producir argumentaciones prácticas para sortear los obstáculos que confronta la democracia , alej ándose de sus lucubraciones en torno de la mejor sus­tancia narrativa del pasado, para involucrarse en la búsqueda nostálgica de una exper:encia sublime del pasado.

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l. Elogio de la subjetividad*

Desde la anLigüedad, los historiadores han reconocido que las con­vicciones políticas y morales de los historiadores determinan fuertemen­te la naturaleza de sus relatos sobre el pasado. En el siglo II , Luciano impulsó al hiswriador, tal como Ranke lo haría dos milenios más tarde con exactamen~e las mismas palabras, a <<Contar el pasado como real­mente ha sido»; otra vez co:no para Ranke, esto significaba en principio que el his:oriador debía escribir como un juez imparcial y debía evitar todo partidismo. 1 El tipo de intuiciones detrás de esta recomendación de evitar el panidismo político o moral es b ien conocido y demasiado obvio como para necesitar mayor elucidación aquí.

Sin embargo, hay un aspecto menos obvio en estas intuiciones que reqmere nuestra mención. Las palabras «subj etividad» y «objetividad» en sí mismas p robarán ser aquí n:.testra mejor clave. Estos términos su­gieren, claramente, que los historiadores deberían ser siempre «objeu­:os», dado que su posible <<Subjetividad» les haría agregarle al «objetO>> mvesugado, esto es, el pasado, algo que pertenece exclusivamente al <(sujeto», es decir, los historiadores. Y, de esta manera, el histo riador distorsionaría el pasado proyectando sobre él algo que le es ajeno. Este es, obviamente, el cuadro ele siLUación que queda sugerido o ·implicado por las palabras «subjetividad» y (<objetividad».

Cuando lo pensamos detenidamente. nos parece extraño, de he­cho, que la subjeti vidad de los h istoriadores haya estado siempre ligada

Traducción de Nataha Taccctta 1Citado er: Fritz \Vagner. Grsc:úcl!lswim:nsclwjt. Munich: nld, 1951, pág. 34.

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Franl< Ankersmit

tan exclusivamente a sus valores políticos y morales. ¿Por qué esto es así?, podríamos preguntarnos. Podría argüirse que la subjetividad de los historiadores -su p resencia en sus propios escritos- podría deber­se a muchos otros factores. Un determinado historiador podría tener preferencia por un tema histórico específico, tener determinado estilo para escribir o argumentar, pertenecer a una escuela histórica específica o simplemente demostrar en sus escritos la estupidez característica de una evidente falta de capacidades intelectuales.

Pero, ¿por qué han sido estas otras causas de subjetividad tan ra­ramente asociadas con el problema de la subjetividad? La explicación no puede ser que las huellas de estos otros factores están mucho menos obviamente presentes en la escritura histórica que los valores políticos y morales. Por ejemplo, basta solamente con abrir un libro escrito unos treinta años atrás por un discípulo de la escuela de los Annales, para reconocer inmediatamente las afiliaciones escolares de su autor, a pesar de que probablemente sería difícil encontrar algún compromiso político o moral identificable. Sin embargo, nadie con sentido común criticaría el libro como «subjetivo» por el mero hecho de que sea, tan conspicua­mente, un producto de la escuela de los Annales -aun si el crítico en cuestión no guarda gran estima por los Annalistas (Annalistes)-.

Y hay más cuestiones para indagar. Para ser el discípulo de u na es­cuela histórica determinada , escribir con determinado estilo, ser carac­terísticamente estúpido y demás: todas estas cosas forman parte mucho menos del pasado histórico investigado por el historiador que nuestros valores políticos y morales, los cuales estarán casi siempre más íntima­mente ligados a las vicisitudes del mismo proceso histórico. Los valores políticos y morales han contribuido de una manera importante al as­pecto que tiene el pasado: son un componente verdaderamente funda­mental del «objeto» de investigación del historiador. Entonces, si se va a usar el término «subjetividad» en un sentido cercano a su origen eti­mológico, sería más acertado llamar «subjetivo» al historiador Annalista que al hiswriador cuyos valores socialistas o liberales están claramente presentes en su trabajo. Hay algo realmente «objetivo» sobre los valo­res políticos y morales que está to talmente ausente de las afiliaciones disciplinarias, el estilo histórico o la pura estupidez personal.

Pero tal vez este es, precisamente, el motivo por el cual los h isto­riadores tienden a ser sensibles en extremo respecto de la infl uencia ele

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l . Elogio de la subjetividad

los valores políticos y morales. Tal vez sienten, intuitivamente, que es­tas influencias son más peligrosas y una amenaza mucho más seria a la verdad histórica a causa de su quasi «objetividad» que factores ostensi­blemente más «subjetivos». O, para decirlo en otros términos, tal vez los valores políticos y morales son percibidos como una amenaza tal a la verdad histórica, no porque estén tan lejos de ella y porque pertenezcan a un mundo tan enteramente diferente, sino, precisamente, porque son , de hecho, tan cercanos a la verdad histórica que, frecuentemente, apenas pueden ser distinguidos. Los valores políticos y morales pertenecen al mundo del objeto en lugar ele al mundo del sujeto - y el así llamado historiador subjetivo, por tanto, obedece al mundo del objeto (en la for­ma requerida por el objetivismo) en vez de a lo que constituye su propia subjetividad y lo que es propio de él-. O, para decirlo de otra forma , el problema entonces podría ser que los valores políticos y morales son formas en las cuales la verdad histórica puede a veces manifestarse y viceversa.

Esto, entonces, determinará un aspecto fundamental de mi argu­mento. Voy a comenzar con una exposición de algunos puntos de vista tradicionales sobre el problema de la subjetividad- versus -objetividad, e intentaré mostrar que estas perspectivas no reconocen que el problema radica en la proximidad lógica de verdad y valor. Una vez establecido esto, obviamente, será imperioso prestar atención a la naturaleza exac­ta de su relación. Precisamente porque la verdad (histórica) y el valor están tan íntimamente un idos uno a otro, es que debemos buscar el me ­jor microscopio fi losófico posible a fin de investigar adecuadamente la interacción entre verdad histórica y valor.

Lo que finalmente veremos a través de nuestro microscopio probará ser más tranquilizador: se pondrá de manifiesto que la «verdad» deter­mina el «valor» y no al revés, y de ahí que no debemos temer tanto al valor como nos han enseñado tradicionalmente a hacerlo. Por el con­trario, podría decirse que el valor será frecuentemente una guía útil e indispensable en nuestro difícil camino hacia la verdad histórica.

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Frank Ankersmit

Argumentos objetivistas tradicionales

Mi tesis - que no habría que preocuparse tanto por el subjetivismo como la mayoría de los manuales aconsejan- tiene, en realidad, sus an­tecedentes en la teoría histórica. Un buen punto de partida es la obser­vación de William Walsh respecto de que no hay nada necesariamente malo en relación con el hecho indisputable de que diferentes historia­dores, cuando escriben sobre uno y el mismo evento histórico - por ejemplo , la Revolución Francesa- siempre nos presentarán el evento con diferentes relatos. Los manuales, usualmen te, han visto en esto ya la ocasión para la desesperanza relativista, porque el hecho parece suge­rir que un relata intersubjetiva del pasado aceptable para todos, o para la mayoría, es un ideal inalcanzable. Pero Walsh señala que esta es una conclusión precipitada. El relativismo sólo se convierte en una opción a ser considerada si esos relatos fueran mutuamente incompatibles y si, entonces, no tuviésemos medios a nuestra disposición para decidir cuál de ellos es correcto y cuál no. Pero nada tan malo como eso será el caso necesariamente cuando se nos ofrezcan diferentes relatos de, por ejemplo, la Revolución Francesa. Con mayor frecuencia, esos relatos se complementarán en vez de contradecirse entre sí. Un relato que se centra en las causas intelectuales de la Revolución Francesa y otro en las causas económicas pueden coexistir pacíficamente . Sería necesaria una concepción de la noción de <<causa» muy naif y poco sofislicada como para presumir de esto una incompatibilidad. Si usted dice que su auto golpeó a otro porque la ruta estaba resbalosa, esta explicación puede coexistir sin problemas con la alternativa de que usted estuviese manejando demasiado rápido . Ambas pueden ser correctas (o incorrec­tas, claro). Y, en la medida en que el componente descriptivo de los relatos históricos tiende a ser mayor que el componente causal, las in­compatibilidades se vuelven menos frecuentes todavía. La afirmación de que una silla tiene cuatro patas no es en absoluto contradictoria con aquella que dice que fue hecha por Hepplewhite. De forma similar, una historia política de Francia en el siglo XVIl l no se contradice, sino que se complementa, con una historia económica de Francia en el mismo período. Y podemos acordar con Walsh en que esta observación simple y pedestre resolverá ya la mayoría de los problemas que tan frecueme e

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innecesariamente han llevado a los historiadores relativistas a la deses­peranza.2

Sin embargo, Walsh está preparad o para admitir que en algunos ca­sos puede haber realmente incompatibilidad - y hago constar de paso el hecho notable de que no será nada fácil encontrar ejemplos convin ­centes de esto - dado que un confli cto abierto es absolutamente raro en la historia de la escritura histórica. Pero un ejemplo sería el conflicto entre la tesis marxista de que la Revolución Francesa sirvió a intereses burgueses y el argumento de Alfred Cobban una generación antes, sobre el hecho de que la revolución fue reaccionaria y dañó más que favoreció los intereses burgueses capitalistas . Aqu[, de hecho, tenemos un conflic­to, y el conflicto tiene su origen , indudablemente, en el hecho ele que Cobban sostuvo otros valores políticos que los de los marxistas.

Pero Walsh permanece inmutable aún con este tipo de ejemplos, sosteniendo que aquí el conflicto es meramente aparente. El conflicto desaparece, como va a decir, tan pronto como reconozcamos que un liberal podría acordar con el marxista si estuviese preparado para consi­derar la Revolución Francesa dentro del marco de los valores marxistas, mientras que el marxista, por su parte, estaría dispuesto a ver el pun­to de Cobban después de haber abrazado su serie de valores morales y políticos .

Pero espero que la mayoría de los historiadores encuentren en este punto de vista una arcadia imposible del debate h istórico ; y que objeten, probablemente, que de esta forma ,se despoja a la historia de un debate significativo. Para tod os, es necesaria la disposición del historiador a aceptar temporaria y desapasionadamente los valores ele sus oponentes - y entonces todo desacuerdo desaparecería como la nieve bajo el calor del sol-. Sin embargo , si de esta forma el debate y el desacuerdo pu­diesen ser realmente erradicados de la escritura histórica, lo mismo sería cierto para la verdad histórica. Porque si no hay nada más sobre lo que estar en desacuerdo, la búsqueda de la verdad histórica se volvería una ilusión y entonces no habría ya lugar para ninguna verdad. De modo si­milar, la búsqueda de algo que es blanco es impracticable en un mu ndo donde todo es blanco .

2Véase William Henr)' Walsh . An lntrodttelion lo Philosophy of Hislory. Lond res: Greenwood Press Reprim , 1967, págs. 93- l L 7.

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En esta ú ltima pane del argumento de Walsh, podemos observar esta tendencia (que mencioné hace un momento) a separar tan comple­tamente la verdad y el valor que ambos difícilmente pueden involucrarse en un conflicto real. Y acordaría ahora con la convicción de los historia­dores de que esta sería la más naif simpli(icación del rol de los valores en la escritura histórica - aunque, ciertamente, a esta altura de mi argu­mento, no estoy aún en la posición de presentar razones convincentes para mi acuerdo con el historiador-. Esto podré hacerlo sólo después de haber mostrado cuán relacionados están realmente la verdad y el va­lor en la escritura de la historia.

Una estrategia similar para explicar el problema de la subjetividad histórica separando verdad y valores a millas de distancia, puede ser en­contrada en el bien conocido argumento «razones versus causas». La idea principal en este argumento es que siempre deberíamos distinguir claramente entre lo que causó que una persona tuviera cierta opinión (como sus convicciones morales) y los argumentos racionales o razones que esta persona pueda tener, o creer tener, a favor de esa opinión. Y dado que son cosas completamente cliferenles, entonces el argumento viene a decir que es muy posible que cienos valores políticos o morales hagan que la gente tenga cierta creencia, pero este solo hecho es com­pletamente irrelevante con respecto a si la creencia en cuestión está b~en o mal. Por ejemplo, tres décadas atrás, una persona pudo haber cre1do que la China de Mao era un horrible desastre, simplemente porque sus valores conservadores hicieran que creyera eso; sin embargo, la creen­cia era completamente correcta. Por lo tanto, aun si nosotros podemos explicar qué valores pudieron haber causado que la gente tenga ciertas opiniones, estas opiniones pueden bien ser correctas y verdaderas en la realidad. O, como lo explicitó una vez sucintamente Arthur Danta: «hay pocas creencias más perniciosas que aquella que sugiere que he­mos arrojado serias dudas sobre una opinión al explicar por qué alguien la sostiene».3

Esta, seguramente, es una forma más efectiva de lidiar con el proble­ma del subjetivismo; pero comparte con los más demoledores argumen­tos de su tipo la desventaja de ser, en la práctica, un tanto demas1ado

3 Anhur Coleman Damo. Analytical Philosophy of llislvry. Cambtidge: Cambridge University Press, 1968, pág. 98.

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eficaz. Como cada historiador está dispuesto a decir, esta distinción fi­losófica tan clara y convincente entre causas y razones, simplemente, no funcionará en la práctica. En el debate h istórico real, los argumentos a favor o en contra de cienos puntos de vista de una parte del pasado no pueden ser divididos entre los que pertenecen al mundo de los valores políticos y morales por un lado, y los que pertenecen al mundo de los hechos y la argumentación racional por otro . Lo que es objetivamente verdadero para un historiador puede ser un mero valor de juicio a los ojos de otro historiador. Por lo tanto, como es el caso del argumento de Walsh, la debilidad fatal del argumento razones - versus - causas es que falla al momento de tener en cuenta cuán cerca están realmente la verdad histórica y los valores políticos y morales reales.

Representación histórica

Para una exploración más detallada de las interconexiones entre la verdad histórica, por un lado, y los valores políticos o morales por el otro, será necesario comenzar con unas observaciones generales sobre la natutaleza de la representación histórica . Estoy usando aquí la ex­presión «representación histórica» intencionalmente, en vez de formas alternaü-:as como «interpretación h istórica» , «descripción», «explica­ción» o «narrativa histórica». Como quedará claro en un momento, los secretos relevantes de la naturaleza de la escritura histórica sólo pueden dirimirse si vemos el texto histórico como una representación del pasa­do de la misma manera que una obra de arte es una representación de aquello que describe - o, para el dso - la forma en que el Parlamento o el Congreso son una representación del electorado.

Actualmente, la teoría más aceptada de la representación estética es la llamada teoría de la sustitución de la representación.-+ De acuerdo con esta teoría - y de acuerdo con la etimología de la palabra <<representa­ción»- una representación es, esencialmente, un sustituto o reemplazo de algo que está ausente. Resulta obvio que, precisamente por esta au­sencia, puede ser necesario un sustituto que lo «re-presente». Para

4Su más serio rival es la teoría de la semejanza de la representación. Para una dis­cusión sobre los mé1itos relativos de estas dos teorías, véase el capítulo «Danto on Re­prcsemation, ldentity and lndiscernibles» en Frank Ani<ersmil. Historicc!! RepresenLalion. California: Stanforcl University Press, 2002.

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tomar el ejemplo que hizo famoso Ernst Gombrich -uno de los más influyentes propulsores de la teoría de la sustitución- un caballo de madera puede ser la representación de un caballo real para un niño, porque puede funcionar a sus ojos como un sustituto o reemplazo del caballo real. De manera similar, dado que el pasado es pasado, y por eso ya no es más presente, tenemos necesidad de representaciones del pasado; y tenemos la disciplina de la historia a fin de aprovechar las re­presentaciones del pasado que puedan funcionar mejor como sustitutos textuales para el verdadero, aunque ausente, pasado.

Hay un rasgo o implicación de esta explicación de la representación estética e histórica que merece especialmente nuestra aten ción dentro del presente contexto; esto es, que una representación apunta a ser, des­de cierta perspectiva, tan buena como el original que representa. Para ser más precisos: en primer lugar, la representación intema ser un susti­tuto o reemplazo tan creíble y efectivo de aquello que representa que las diferencias entre lo representado y su representación pueden ser des­atendidas con tranquilidad. Pero, en segundo lugar, siempre habrá y deberá haber diferencias. Virginia Woolf resumió la naturaleza de la re­presentación artística tan acertadamente: «El arte no es una copia del mundo; una de esas malditas cosas es suficiente» . La representación es paradójica, en otras palabras, ya que combina una resistencia a la dife­rencia y un amor a ella. Esta es una paradoja que puede ser resuelta tan pronto como reconozcamos las afinidades lógicas entre las n ociones de representación e identidad: al igual que la representación , la identidad intenta de algún modo reconciliar la semejanza y la diferencia (por el cambio a través del tiempo) y es necesario que sólo haga esto -ya que las cosas pueden seguir siendo las mismas- y retener entonces su iden­tidad en vez de tener diferentes propiedades en distintas etapas de su historia.5

Tres conclusiones surgen de estas consideraciones. En primer lug'ar, aunque el lenguaje pueda ser usado para representar la realidad (como típicamente es el caso del texto histórico), la oposición entre lo represen­tado y su representación no coincide en ningún caso con la oposición entre la realidad y el lenguaje. Más aún, si pensamos en obras de arte,

5Véase el capitulo 8 «Damo on Representation. ldenlity and lndiscernibles» (pre­viamente en History and Thcory , voL 37, l1.0 1, 1998, págs. -+4-71).

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l . Elogio de la subjetividad

en la representación política o en contextos de representación legal, lo representado y su representación compartirán el mismo estatus ontoló­gico . Dado que ambos pertenecerán al mundo, ambos serán una parte del inventario de la realidad sin p roblemas. Y, como he explicitado en el capítulo « The Unguis tic Tu m : Literary Theory and Historical Theory» de Hlstorical Representation, cuando el lenguaje es usado para representar la realidad histórica asume también las características lógicas que nor­malmente le atribuimos a las cosas (en la realidad objetiva) y las retiene del lenguaJe que usamos para hacer afirmaciones verdaderas acerca de las cosas. Si, entonces, convencionalmente, definimos la epistemología como una subdisciplina filosófica que investiga las relaciones entre el lenguaje cognitivo y la realidad, se sigue que la epistemología no es de gran ayuda si queremos saber m ás sob re la relación entre lo represen­tado y su representación . La epistem ología vincula las palabras con las cosas, mien tras que la representación conecta cosas con cosas . Y se sigue de esto que los teóricos históricos que intentan desarrollar una rama de la epistemología histórica que nos explique cóm o la narrativa histórica y la realidad histórica son o deberían ser mutuamente relativas , son co­mo esos Glisteos que tratan de explicar el mérito artístico en términos de la precisión fotográfica. En ambos casos, los méritos de relevancia e importancia son imprudentemente sacrificados frente a los de precisión y exactitud. La historia no puede ser entendida solamente sobre asun­ciones cognitivistas - aunque sin eluda esto siempre estará involucrado en un relato sobre el pasado-. El cognitivismo, claramente , n os da ac­ceso a parte de las actividades intelectuales de los historiadores, pero la naturaleza de estas actividades no puede ser reducida a eso nunca.

En segundo lugar, y más importante, una explicación se puede dar respecto de por qué la representación está tan poco inclinada a satisfacer los deseos cognitivos del epistem ólogo. Lo crucial aquí , como Arthur Danto ha mostrado, es que lo representado sólo puede ser, o para ser más precisos, sólo adquiere entidad, gracias a su ser representado por una representación.6 Un ej emplo desde la escritura de la historia pod ría ser útil en este punto. Supóngase que un historiador está escribiendo una histotia del movimiento obrero . Esta frase «una historia del moví-

0 Anhur Coleman Damo. Thf Tranifigumtiml <1. the Commonplace. Cambridge: Cam­biidge University Press, 1983, pág. 8 1.

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miento ohrero» sugiere que existe en la realidad h istórica algo identifica­bie sin ambigüedades, como Karl Marx o Friedrich Engels, que es nom­brado o puede ser referido por la frase «el m.ovimiento obrero» - y cuya historia podemos subsecuememente describir siguiendo el recorrido sin duda muy complejo a través del espacio y el tiempo-. Y esta imagen su­giere, además, que cuando los hiswriadores están en desacuerdo sobre la historia del movimiento obrero, estarán en la afortunada posición de poder establecer su desacuerdo simplemente mirando el reconido del movimiento •.)brero a través del espacio y el tiempo, a fin de establecer quién est<'l en lo cierto ~' quién no. Pero si esto funciona, debemos pre­guntamos: ¿qué es exactamente el movimiento obrero cuya historia el hisr.oriajor quiere escribir? En el caso de un individuo histórico como Marx, la respuesta es suficientemente Simple . Pero ¿qué es exactamente en la realidad histórica lo que esta frase supuestamente refiere?

De hecho, en un caso como el de Marx tenemos, por un lado , el individuo humano que vivió entre 1818 y 1883, mientras que, por otro lado , tenemos las historias que han sido escritas sobre él por historiado­res como Franz Mehring o lsaiah Berlin. Pero cuando consideramos el movimiento obrero, sólo tenemos esto último y hacemos el sorprenden­te descubrimiento de que las discusiones sobre lo que eS el movimiento obrero, o lo que fue, y aquello a lo que la frase puede hacer referencia, probarán ser com pletamente idénticas con el tipo de discusiones que los historiadores tienen sobre su hist01ia. Desacuerdos sobre lo que es o fue el movimiento obrero serán ordenados de acuerdo con las versiones de su hisLoria y viceversa. Las cosas (que son represent1das) coinciden enlences con sus hiswrias (es decir, con sus representaciones) -como los h istoricistas del siglo XIX como Ran ke y Humboldt nos han ense­ñado-. 7 Y aquí es do u de cosas como el movimiento obrero diferirán esencialmente en elementos menos problemáticos, como Karl Marx o Friedrich Engels. Entonces, debemos reconocer que tenemos realmente dos categorías de cosas en la realidad pasada: por un lado , hay cosas que podemos iden tificar sin problemas, sin tener su historia en conside­ración ; pero, por otro lado, hay cosas donde la identificación depende de las historias o las representaciones históricas que tenemos de ellas. Y

7Dentro de la weltanschauu11g del historidsmo ele] siglo xrx (no confundir con el historicismo de Popper), la naturaleza de una nación, una tradición cultural o intelec­tual, y asi sucesivamente, yace cu su historia. Una cosa es lo que la historia es.

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l Elogio de la subjetividad

podemos, por lo tamo, clecir verdaderamente de esta última categoría de cosas representables en el pasado, que no tienen forma en ausencia ele la representación qu.e de ellas ha sido propuesta. Si no hay representación, en otras palabras, no hay tampoco represemado. Se vuelve autoevideme que, en el caso del lenguaje cognitivo, la situación es completamente di­ferente: aquí las cosas existen independientemente de las afirmaciones verdaderas que podamos hacer sobre ellas. Y el lenguaje no es necesario para nuestra toma de conciencia de ellas.

. ~e. podría objetar ahora que esto es cierto sólo de la representación htstonca y que las cosas serán diferentes en el caso de la representación artística o pictórica de la realidad. Piénsese, por ejemplo, en un pintor ele retratos. ¿No es el caso en el cual lo representado, el modelo, se nos da primero de ~~odo que su retrato, la representación de lo representa­do, pueda ser pmtado después? Pero esta obJeción faila al hacer justicia a los desafíos de la pintura de retratos, dado que identi fica exclusiva­mente lo representado con aquellos rasgos físicos del modelo que puede corresponder a una fotografía clara y buena. Sin embargo, si considera­mos el_f~moso retrato de Carlos V pintado por Tiziano, no es la precisión fotog.ra(JCa la que nos hace admirar esta representación del em perador. Admiramos el retrato de Tiziano porque nos ofrece de forma notable la personalidad y el estado mental del emperador después de la inmensa lucha política que había consumido toda su energía y vitalidad. y este es un rasgo del emperador que no se nos da sin ambigüedades y de forma poco problemática; es un rasgo tan elusivo e imposible de definir como aquellos rasgos de la realidad histórica que el historiador del movimien­to obrero intenta narrar. Desde este punto de vista, lo representado del pintor de retratos no es menos dependiente de cómo está represemado que el pasado representado por el historiador.

Para explicitar este punto de forma diferente, la apariencia física del modelo para un retrato que se presenta por una fotografía (es decir ¡0 que está descripto por una fotografia) es una mera «sombra», una m'era «abstracción», para decirlo de algún modo. Nos daremos cuenta de que es tal abstracción, y no (en comra de la opinión del sentido común) ¡0

que se nos da inmediatamente, dado que corresponde a lo que todas las representaciones del modelo, como las producidas por varios artis­tas, pueden tener en común. Todas estas representaciones tendrán éxito

suponiendo que los artistas en cuestión posean las capacidades téc-

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Descartes, Kant y la filosofía contemporánea del lenguaje. La epistemo­logía tradicional es «la epistemología de la fotografía», por decirlo de algún modo; es la epistemología de nuestro conocimiento de un mundo que es compartido por todos nosotros y que parece que lo compar~tmos dado que los códigos que aplicamos para representarlo son los mtsmos para todos. Pero, precisamente, esto vuelve a esta epistemología total­mente irrelevanr.e; pues es verdad que podemos muy bien olvidar los códigos que todos compartimos y que todos damos por sentados. Mu­cho más interesante es el tipo de epistemología sugerida por el arte, es decir, el tipo de epistemología que reconoce las diferentes formas Y có­digos que aplicamos en la represemación del mundo. O, mejor aún, incluso si se quiere luchar a brazo partido con el tipo de asuntos que son propios de la epistemología tradicional, solamente se puede hacer­lo resoonsablemente dentro del marco de una epistemología esteticista. Sola~ente cuando hayamos descubierto los secretos de la represent~­ción esteticista, podremos seguir adelante, h~cia la cuestión subsidiaria de por qué y cómo podríamos representar un mundo. que está co~1-partido por todos y del cuál podríamos obtener conoctmtemo graClas a los códigos representacional~s que compartimos. Entonces, el eptste­mólogo debería comenzar por abandonar la idea de un mundo que es el mismo para todos, y sólo puede hacerlo si reconoce que este mun­do compartido es, de hecho, una abstracción producida por los códigos del paradigma fotográfico. Esto es lo que Hegel tenía en mente cuando argumentó en la Fenomenologfa de la mente que la realidad es una ab_s­tracción, mientras que la ldea (o, en mi terminología, la representacwn pictórica) nos da acceso a lo Real. O lo que el Foucault de las palabras y las cosas quería demostrar cuando nos advertía en ese libro sobre las arbitrariedades de cómo dividimos el mundo en Qerarquías de) clases individuales de cosas . Tendemos a olvidar esto, dado que ya no somos conscientes de cómo la rutina nos compele a p rocesar y codificar la mul­titud de representaciones en una rea1idad imersubjetivamente accesible y pública. No obstante, piénsese en cómo la (todavía no codificada) representación que un bebé recién nacido (sin lenguaje, sin palabras pa­ra nombrar las cosas y sin n inguna concepción de lo que connene el mundo) finalmente cristalizará en un inventario de cosas en el mundo. En este sentido, todos comenzamos por ser grandes artistas (como los bebés) ames de perder nuestras capacidades artísticas cuando crecemos

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y hacemos nuestra entrada en la realidad públicamente compartida. No tenernos entonces ya necesidad de ese logro artístico supremo de la sin­tesis de la multimd ele experienci.as para ser proyectada sobre el mundo . Este es el modo de hacer filisteos de la mayor[a de nosotros. De forma que solo el artista puede aún recordarnos al bebé que alguna vez fui­mos. Y este es el motivo por el cual podemos acordar con el interés de teóricos como Paul Ehrenzweig, en su Thc I-liclden Order of Art, en los dibujos hechos por niños. En suma, aquí es donde esta engañosa objetividad de la llamada realidad objetiva puede conducirnos a error tan peligrosamente (especialmente, cuando tendemos a ser empiristas). Las representaciones son verdaderamente basicas, mientras que las co­sas de la «realidad objetiva» son meras construcciones, truncamientos abstractos de representaciones concretas. De ahí que, como en el ca­so de la representación nanativa del pasado, la representación pictórica y lo que representa lógicamente dependen de y se deben su existencia recíprocamente. 8

En tercer lugar, se sigue que la precisión, en el sentido de una coin­cidencia exacta de palabras y cosas, nunca será alcanzable en la repre­sentación artística, escritura histórica o, para el caso, en el modo en que el Estado representa al electorado. La precisión solo puede ser alcanza­da si tenemos a nuestra disposición algún estándar aceptado o esquema determinando sobre cómo las palabras están o deben estar relacionadas con las cosas. Pero estos estándares epistemológicos o esquemas esta­rán típicamente ausentes en el caso de la representación. En la mayorfa de los casos, cada representación podría ser vista como la propuesta de una regla para ser generalmente aceptada - volveré a esto en la próxima sección- . Y esto no debería ser interpretado como un defecto lamen­table de la representación, si se compara con situaciones en las cuales dichas normas están disponibles -como paradigmáticamente -- será el caso con afirmaciones singulares verdaderas como «El gato está en la alfombra>• . La ausencia de tales estándares epistemológicos es, precisa-

~Por supuesto, esto no es idealismo. La representación no crea realmente lo que representa, sino merameme lo define o, como ,·eremos en •m momento, es una pro­posición sobre cómo deberil o h:t sido definido mej(Jr. Y esto t!S crucial p:tm todo alcance imclcctual del mundo. Ya que sm estas proposiciones, la realidad permancccrla tan inaccesible a nosot ros como una habi tación blindada bien protegida a un potencial ladrón de bancos. '

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mente, lo que hace que la representación nos sea tan útil, si no positi­vamente indispensable. Aquí somos libres aún de hacer nuestra elección de esos estándares, y esto será aplicado más rigurosamente en el nivel siguiente, en el que convenciones estrictas son ~'<igidas para la comu­nicación efectiva y significativa. Dicho de otro modo, la representación nos ofrece el lenguaje en su estado presocializado y natural, para decirlo de algún modo; en su uso representacional, el lenguaje es aún esencial­mente lenguaje «privado». Y aquellos filósofos del siglo XVIll, como Rousseau, que estaban tan apasionadamente interesados en los orígenes del lenguaje, habría sido aconsejable que se centraran en el lenguaje en su uso representacional en vez de en la dimensión socializadora del len­guaje. Desde un punto de vista lógico, esta rousseauniana dimensión del lenguaje pertenece a un nivel posterior.

De ahí que la indeterminación de la relación entre las palabras y las cosas no es un defecto, sino la virtud suprema de todo uso represen-. racional del lenguaje. Y aquellos historiadores ~ue lamentan la falta de precisión de su disciplina desconfían, precisamente, de aquello que es el mayor mérito y el interés más grande de su disciplina. De aquí que el lenguaje nace de aquello que no era todavia lenguaje.

Narrativa versus discurso cognitivo y normativo

En la sección anterior, discutimos algunos rasgos lógicos de la repre­sentación en general y aplicamos nuestra conclusión a la representación del pasado por parte de los historiadores. Dicho de otro modo, nos desplazamos desde una variante de la representación que no es necesa­riamente lingúistica a una que lo es exclusivamente. Un aspecto de esta transición merece nuestra especial atención. A saber, que precisamente esta estrategia nos permitirá atribuir al uso narrativo del Lenguaje pro­piedades que no tienen conexión necesaria con el lenguaje en sí. Desde la perspectiva actual , el lenguaje (narrativo) es sólo una variante más de la representación de la realidad. Aqui no estamos conf1ando en las pro­piedades del lenguaje previamente observadas a fin de derivar de estas propiedades el conocimiento sobre el uso narrativo o representacional -nuestra estrategia ha sido exactamente la inversa- una estrategia, es decir, que usa la visión de la naturaleza de la representación como ba-

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1 . Elogio de la subjetividad

se para una clarificación (del uso narrativista) del lenguaje. El lenguaje aquí es la variable dependiente, por así decirlo, en vez de ser el origen y recurso de toda comprensión filosófica - como normalmente ha sido el caso en la mayor parte de filosofía del siglo XX- .

La idea importante que se deriva de esto puede ser resumida en la siguiente paradoja. Por un lado, no hay estándares independientes so­bre las bases de qué vinculo puede ser justificado, explicado o verificado entre lo representado y su representación -y, desde esta perspectiva ­podríamos observar aquí una indeterminación en la relación entre el lenguaje y la realidad que no tiene su contrapartida en los usos del len­guaje que han sido habitualmente investigados por los epistemólogos. Por otro lado, la relación entre el lenguaje y el mundo es, en el caso de la representación, mucho más íntima y directa, ya que esta representa­ción narrativa ha sido ideada con el máximo cuidado por el historiador a fin de dar cuenta de la forma más convincente, precisamente, de esta parte representada del pasado. De modo que hay dos maneras diferen­tes en las que el lenguaje y el mundo pueden ser conectados; donde uno es fuerte, el otro es débil. La representación es fuerte en el sentido de que conecta más íntima y exclusivamente una representación con solo un representado, pero débil en el sentido de que esquemas epistemoló­gicos no formales pueden ser construidos para justificar esta conexión tan especial y única, esquemas que podrían demostrar que esta es real­mente la conexión «correcta». La relación entre la afirmación singular verdadera y la realidad, por otro lado, es débil en tanto muchas otras declaraciones verdaderas pueden conectar el lenguaje con esta parte es­pecífica o este aspecto de la realidad del mismo modo, pero es fuerte en el sentido de que los esquemas epistemológicos formales decidirán exitosamente sobre la verdad o falsedad de cualquiera de esas afirma­ciones. Por eso, podemos confiar en la representación que nos lleva al corazón de la realidad - pero, entonces, seremos inevitablemente vagos e imprecisos - o tendremos que sacrificar la relevancia y la comprensión. y obtener a cambio la precisión y adecuación de la afirmación verdadera. Todo nuestro uso del lenguaje debe oscilar inevitablemente entre estos dos extremos -y nunca logrará combinar relevancia con precisión - o comprensión con exactitud. Este, desgraciadamente, es nuestro aprieto como usuarios del lenguaje.

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Lo que ha sido dicho hasta ahora sobre la diferencia entre las re­presentaciones y las afirmaciones verdaderas puede ser reformulado en términos de la diferencia entre las proposiciones y las reglas. Podemos hacer una proposición para una acción específica bajo una serie deter­minada de circunstancias; y, aunque la proposición en cuestión puede ser tan específica y bien adaptada a las circunstancias como se quiera, sin embargo, siempre podrán ser concebibles proposiciones alternati­vas. Por lo tanto, las proposiciones comparten con la representación esta peculiar combinación de singularidad o especificidad y tolerancia frente a las alternativas. A causa de este rasgo compartido, podemos ver las representaciones históricas de parte del pasado esencialmente co­mo proposiciones sobre para qué pieza específica del lenguaje podría ser mejor vinculada una parte específica del pasado. Y otros historiadores pueden estar en desacuerdo con esta proposición y presentar, a su vez, otras proposiciones sobre cómo conectar mejor el lenguaje y la realidad histórica para este caso específico. Pero ninguna de estas proposiciones sobre cómo representar mejor el pasado podría todavía ser justificada por la apelación a alguna regla general específica sobre cómo deben ser relacionados el lenguaje y la realidad . Sin embargo, la vida tiende a repe­tirse y los contextos en los cuales debemos pensar y actuar pueden, con frecuencia, ser suficientemente similares corno para permitir la generah­zación. Si esto pasa, la misma proposición que hicimos en las ocasiones previas puede ser considerada como la más apropiada también en oca­siones similares. Y de este modo, lo que originalmente ha sido una mera proposición deliberada para una ocasión particular puede volverse una regla general para un cierto tipo de contexto situacional. La representa­ción es entonces reducida al nivel del lenguaje -uso que es investigado por los epistemólogos- desde el momento en que es un intento epis­temológico por formular reglas generales sobre cómo se relacionan las

palabras y las cosas. Dos observaciones son relevantes en este momento. En primer lu­

gar, en contra del trasfondo de la noción de representación, reconoce­remos ahora que el imemo de formular tal explicación general de la relación entre las palabras y las cosas puede tomar dos formas diferen­tes: se puede enfocar tanto sobre la naturaleza de la relación en sí. o sobre lo que es más generalmente cierto de las cosas que están vincu­ladas por la relación. Y las diferencias entre esos enfoques deberían ser

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l. Elogio de la subjetividad

tenidas en cuenta. Porque si x está en relación R con y, una investiga­ción de R no es necesariamente idéntica a una investigación sobre qué hace que x e y estén en esta relación R emre sí. La primera investigación es interna a R, por decirlo de algún modo, mientras que la segunda es externa a ella. Y podemos decir que la estética, como una teoría general de la representación, se enfoca preferiblemente en los aspectos interna­listas únternalist) de esta relación, mientras que la epistemología , como una teoría general sobre cómo las cosas están conectadas a las palabras, ha estado casi exclusivamente interesada en sus aspectos externalistas (ex­ternalist). Ha sido la perenne miopía de la epistemología la que condujo a creer que solamente este último tipo de investigación puede promover la comprensión filosófica de la relación entre el lenguaje y el mundo.

Una segunda y más importante observación concierne a la jerarquía lógica entre estas dos explicaciones de la relación entre las palabras y las cosas. Cuando consideramos este Lema, deberíamos notar que sin las primeras proposiciones sobre cómo se relacionan las palabras y las cosas, estas proposiciones no podrían nunca cristalizar en reglas sobre esta relación. Y esto justifica la inferencia de que, desde un punto de vista lógico, la representación es previa a la afirmación verdadera. O, para decirlo de otro modo , la estética precede a la epistemología y es sólo contra el contexto de la estética que podemos discernir qué es y qué no es un valor en epistemología. Bien podemos estar de acuerdo, por lo tanto, con el ataque posmodernista en la epistemología que fue inaugurado por la Phllosophy and the Mirror of Nature (1979) de Rorty, con la condición de suma importancia de que la estética - una teoría de la representación- debería guiarnos en este ataque y mostramos, en primer lugar, qué precede a la epistemología y, en segundo lugar, qué partes de la epistemología pueden ser rescatadas (o cómo deberían ser complementadas) después de haber aprendido a verla como una mera rama de la representación.

Esta última observación es la más importante de todas, dado que tie­ne su contrapartida en el discurso ético, el cual intenta ofrecernos reglas generales para la acción, dado cierto tipo de circunstancias. El discur­so ético tendrá típicamente la naturaleza de afirmaciones como «Dada una situación del tipo 5, uno debería actuar de acuerdo con el tipo A». Esto difiere del discurso político en que las decisiones políticas, ordi­natiamente, conciernen a temas para los cuales no hay reglas generales

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disponibles. De esta forma hay, como ha sido frecuentemente observa­do, una relación verdaderamente íntima y directa entre la historia y la política. Y la noción de proposición puede ayudarnos a explicar esta relación. El historiador hará una proposición sobre cómo ver mejor una parte del pasado, mientras que el político hará más o menos lo mismo con la consideración de un aspecto de la realidad política contemporá­nea y cómo actuar en respuesta a ella. Y estas proposiciones pueden resultar de hecho, en un nivel posterior, en reglas generales sobre cómo relacionar el lenguaje con las palabras, o cómo actuar bajo un cierto tipo general de circunstancias, pero en ningún caso están presupuestas reglas generales semejantes.

Aquí, entonces, podemos percibir la sabiduría de Maquiavelo cuan­do opuso tan fuertemente la política a la ética y cuando nos advirtió contra la ahora tan popular falacia que deriva la política de la ética; si hay alguna relación entre las dos, es precisamente la contraria.9 Aunque las decisiones políticas no deberían basarse en consideraciones éticas, es sin embargo el caso de que, así como la representación puede en últi­ma instancia volverse codificada en reglas epistemológicas sobre cómo se relacionan las cosas con las palabras, la experiencia política puede a fin de cuentas volverse codificada en reglas éticas. Y, seguramente , hay una conexión histórica interesante entre los orígenes y los recla­mos de la epistemología por un lado y los de la ética por otro. Ambos surgieron después de que Descartes alejara al yo (self) de las complejida­des del mundo real hacia un tranquilo santuario de un foru.m internum cartesiano - lo que permite apreciar el tiro de gracia a la cosmovisión aristotélica que fue compartida por Maquiavelo y sus contemporáneos humanistas- . Este yo cartesiano fue de ahí en adelante considerado la fuente tanto de todo el conocimiento verdadero del mundo como de una ciencia exacta de la moral, como más paradigmáticamente sería el caso dentro de la arquitectura de Kant en las dos primeras Críticas. Después de la retirada del individuo humano de Maquiavelo de wdas las comple­jidades de la vida social y política en este cognitivo y normativo foru.m intermtm, la historia y la política fueron automática e inevitablemente reducidas al humilde estatus de detivados impuros, contaminados e in-

9 Para esta relación entre política y ética, véase Ankersmit, <<Against Ethics», Intro­ducción a Frank Ankersmit. AestheLic Politics: Politiwl Philosophy Beyoncl Fact and Value . California: Stanford University Press, 1997.

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l. Elogio de la subjetividad

ciertos de la epistemología y la moral , en vez de ser reconocidas como lógicamente previas a ellos. Es por eso que un alto prestigio fue conce­dido a los discursos cognitivo y moral en la mayor parte de la historia intelectual de Occidente, mientras que la historia y la política han tenido que pagar caro el éxito triunfante de sus rivales en los últimos siglos.

Verdad y valor en la escritura histórica

Sobre la base de las secciones anteriores, se puede dar una explica­ción preliminar sobre la relación entre hecho y valor en la representa­ción narrativa del pasado (y en la sección siguiente veremos cómo esta explicación debe ser complementada o corregida). Hemos visto que la representación narrativa debería ser concebida como proposición de lo que podría ser visto como el mejor sustituto (textual) o reemplazo de parte del pasado. Y luego la cuestión decisiva será - como la teoría de la representación de Gombrich indica- ¿qué podría .fUncionar mejor co­mo tal sustituto textual? Si queremos tomar una decisión sobre esto. mucho, si no todo, dependerá de la clase de circunstancias en las cuales debamos considerar nuestra decisión. Podemos evaluar solamente de forma adecuada una proposición cuando tomamos en consideración el tipo específico de circunstancias a las que la proposición está relaciona­da. La proposición de abrir un paraguas, obviamente, tiene sentido si está lloviendo, pero, no lo tiene, de forma igualmente evidente, si el sol brilla. Una consideración importante está directamente conectada con esto . Las proposiciones no pueden ser ni verdaderas ni falsas en la for­ma en que las afirmaciones sí pueden serlo : la proposición de abrir un paraguas cuando el sol brilla es «estúpida», «tonta» o «inapropiada» (o cualquier otro adjetivo que se prefiera) , pero no sería posible decir que es «falsa». Sin embargo, el hecho de que de las proposiciones no pueda decirse que son verdaderas o falsas, no excluye en lo más mínimo la posibilidad de discutir racionalmente los méritos de esas proposiciones. Por lo tanto, el hecho de que las representaciones narrativas del pasado son, desde un punto de vista lógico, proposiciones, no pone a la escri­tura histórica automáticamente fuera del alcance del debate racional.

En cualquier discusión sobre la racionalidad de las representaciones narrativas, dos series de circunstancias demandarán, fundamentalmen-

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Le, la atención de los historiadores. En primer lugar, cada proposición hecha por un historiador a fin de explicar una parte del pasado tendrá que ser comparada con otras, proposiciones rivales que los historiadores han hecho ya para ese propósito específico o que podr ía ser esbozada o delineada groseramente sobre las bases del conocimiento ya existente sobre el pasado. Aquí, las «Circunstancias» bajo la cuales el historiador presenta sus proposiciones pueden ser identificadas con el estado pre­sente del arte en la escritura histórica sobre algunos tópicos históricos. Y, de forma autoevidente, cuando pensamos en este tipo de circuns­tancias evaluamos las representaciones históricas desde una perspecti­va esencialmente independiente de consideraciones normativas, éticas o políticas. Por ejemplo, el debate sobre la comribución hecha por el Estado holandés al éxito económico y político de la república holandesa en el siglo XVII, no involucraría compromisos ni obvios ni necesarios con los estándares morales o políticos de los historiadores.

En segundo lugar, sin embargo, estas circunstancias pueden (tam­bién) incluir las realidades sociales. o políticas del mundo de los histo­riadores. Por ejemplo, la discusión sobre el estado totalitario durante el periodo de la Guerra Fría, y las proposiciones hechas por historiadores sobre cómo ver mejor el fenómeno, no pueden ser aisladas del conflicto Este/Oeste de aquel tiempo. Y esto no es meramente por la dificultad de distinguir entre lo puramente histórico y las dimensiones políticas del debate, sino porque estas proposiciones tenían simplemente la in­tención de ser tanto una explicación histórica como sugerencias para un punto de vista puramente político. Además, obviamente, las historias de tragedias como las del Holocausto no podrfan cumplir con los más elementales estándares de gusto y pertinencia si fueran a observar una completa neutralidad moral y una imparcialidad al mirar las atrocidades inefables cometidas contra los judíos.10

Cuando consideramos estos dos tipos de circunstancias bajo las cua­les los historiadores pueden formular sus proposiciones sobre cómo ver el pasado, acordaremos en que será difícil hacer una distinción clara en­tre ellas en la práctica de la escritura histórica. Gran parte si no toda

10EI tema es discutido intensamente en Saul Friedlander. Probing the LimiLs of Re .. presentation: Naz.ism and thc «Final Solution». Boston: Harvard University Press. 1992; Véase también el capítulo <<Remembering the Holocaust: Mourning and Melancholra>> en Ankersmit, f!isturical Representation .

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l. Elogio de la subjetividad

la escritura histórica tendrá que ubicarse en algún lugar entre la situa­ción en la cual sólo la primera serie de Circunstancias o sólo la última serie tendrán que ser tornadas en cuenta. Luego, con gran frecuencia, cada trabajo individual de hisLoria se localizará, en cierta etapa de su argumento, más cerca de una serie y se alejará de otra, en alguna di­rección. La historia que se ocupa del estado de la república holandesa del siglo XVll que mencioné hace un momento puede, en ciertas fases de su argumento, ya sea explícita o implícitamente, expresar o implicar una filosofía política sobre la relación ideal entre el Estado y la sociedad civil. Además, una historia del Holocausto requerirá siempre una base de sólida investigación documental. De modo que, aun los extremos presentados en el parágrafo anterior, se nos ofrecerán, comúnmente, con una mixtura de hecho y valor. Y el intento de separarlos de forma completa es irreal porque no hay historiador que pueda aislar comple­tamente una serie de circunstancias de la otra. La creencia en que tal clara separación es o debería ser posible tiene su única base en nues­tras convicciones posthumeanas y postkantianas de que hecho y valor son dominios lógicamente distintivos, pero , decididamente, no en las realidades concretas de la escritura histórica (o de la vida humana en general, para el caso).

Considérese la siguiente explicación teorética de la continuidad en­tre hecho y valor. Una rep resentación histórica del pasado puede conte­ner sólo afirmaciones verdaderas sobre el pasado, sin embargo, estas afir­maciones pueden haber sido seleccionadas y orquestadas por el h istoria­dor de tal forma que sugieran fuertemente un cieno curso (político) de acción. Por ejemplo , la escritura histórica nacionalista del siglo XIX pue­de, ~casionalmeme, haber sido totalmente inobjetable desde un punto de_ v1sta puramente factual y, sin embargo, funcionar en la discusión po­lfnca c~nt~mporánea como una justificación histórica ele los propósilos expanswmstas. De esta forma, la representación histórica nos ofrece el muy codiciado trait d'union entre el <<eS» y el «debería». Comenzamos meramente con una serie de afirmacwnes verdaderas y nos movemos entonces. automática y naturalmente, hacia una respuesta a la pregunta sobre cómo actuar en el futuro. La transición es completamente natural y en ningún nivel podemos identificar un pcmto donde el conocimiento puro se conviene ~n pura acción. Nuestra investigación para tal punto no u r.ne or.ra JUsuhcación que el dogma a priori ele q ue debería haber en

Frank Anl<ersmit

algún lugar tal punto. Puede bien ser cieno que una disociación entre el «es» y el «debería» tendrá sentido si nos preguntamos. cómo debería­mos actuar dado determinado tipo de situación. Pero tan pronto como debamos vernos con la unicidad y la concreción de los contextos histó­ricos individuales, esta continuidad entre el hecho y la norma se asume inmediatamente y la distinción entre el «es» y el «debería» es entonces una construcción a priori artificial e irrealista.

Estas consideraciones podrían explicar por qué la verdad y el valor pueden estar tan infinitesimalmente cerca una a otra en la práctica de la escritura histórica , como hemos observado en el comienzo de este ca­pítulo. En la representación y la metáfora, el «hecho>> y el «valor» , el «es» y el «debería», son meramente los extremos de una escala conti­nua. Otra conclusión sería que todas las preocupaciones tradicionales y bien conocidas sobre el historiador como víctima indefensa de los es­tándares morales y políticos están justificadas después de todo. Si existe esta continuidad entre el hecho y el valor, si estos dos se acercan tanto mutualmente -y aun se superponen uno sobre otro de tal modo que no podemos decir con precisión en qué punto el «hecho» se convierte en el «valor» y viceversa- ¿qué recursos se· dejan al historiador a fin de que resista exitosamente a los prejuicios políticos y morales del día?

Sin embargo, como veremos en el resto de este capítulo, no hay que desesperarse sobre la racionalidad de la escritura histórica y el debate histórico. Se descubrirá que la estética nos dará los medios para rescatar a la escritura de la historia de la doble amenaza del relativismo y la irracionalidad.

Elogio de la subjetividad

Lo anterior nos lleva a la última etapa de mi argumento en este ca­pítu lo. Habrá acuerdo general en que podemos discernir en la narra­tiva sobre el pasado de los historiadores las tres variantes del discurso mencionadas anteriormente. Primero , nos ofrece una representación del pasado; segundo, esta representación consistirá en una afirmación ver­dadera encarnando sus pretensiones cognitivas; y tercero, aunque esto puede tomar diferentes formas y puede ser más prominente en algunos

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1. Elogio d e la subjcuvld.ul

casos que en otros, las reglas éticas y los valores codeterminarán la vc1 ~.1 11 11

del pasado del historiador. 11

La mayor parte de las versiones de la escritura histórica (y su suhl1 tividad) se han centrado en la interacción de las dimensiones cognlllvw y morales de la escritura histórica, y en cómo ambas podrían p01111 '' una en el camino de la otra. Que las dos deban obstruirse mutuaiiH'Illl no nos sorprende, dado que el mismo régimen filosófico que revillh' 1,1 relación maquiavélica entre el discurso histórico y político por un lnd11 , y el discurso cognitivo y moral por el otro, nos dio también la dls illl

ción entre el «es» y el «debería». La íntima interacción de pensamil'lllll y acción, de aquello en lo que iba a convertirse, en una fase postct hu , lo cognitivo y lo normativo, ahora se desarmó en un esquema fo1111 d y epistemológico para el pensamiento y otro muy distinto para la cll-11 cia de la acción ética. Aun para Kant, la distinción entre el «es» y 1 1

«debería» fue una verdad indisputable, aunque su amor por la silnt'lllli filosófica lo inspiró , más que cualquier filósofo que haya vivido attll'llt l

después de él, a descubrir tantos paralelos como fueran posibles l'lllll los dos esquemas. De cualquier manera, el terreno compartido pOI h1 h istoria y la política fue ahora dividido entre las ciencias sociales po1 1111 lado y la ética por el otroY Para el filósofo postkantiano, el conlllt tc1

potencial entre el discurso cognitivo y normativo tuvo que ser la ttl l\•

obvia fuente de preocupación vinculada con el pensamiento sobre In t' 1

critura histórica. Y, de hecho, como todos sabemos, los neokamianotl, ul final del siglo XVlll y comienzos del XIX, vieron incluso en este C01tllh to potencial el problema singular más importante y urgente de todu h1 teoría histórica. De esLe modo, la inversión de la relación maquittv~ lll 11

entre el discurso histórico y político por un lado, y el discurso cognlllvu

11 Véase también S. G. Crowell: «Mi argumento es que la narrativa histórlca (1'1111111

opuesta a la narrativa ficcional) necesw·iamenle involucra lazos entre (al mcnus) tl11• juegos de lenguaje o discursos "heterogéneos" , cada uno con sus propio objetivo '' saher, lo mgnilivo y lo normativo - y haciéndL'lo plantea el difícil pmhlema (j¡,,~,, lh '' de detenninar, primero las "apuestas" de este tipo de discurso, de modo que , !.<:RUJIIIn podamos ver cuál podría ser un adecuado estándar de evaluación >> . Steven C"iUW• 11 «Mixed Messages: The Heterogeneity of Historical Dlscourse». En: Hiswry and 1 hrnt 1' vol. 37, n .0 2: (1998), pág. 222.

12Aunque esta explicación es complicada por la tradición de la fi losofla del dt•tnlut natural , la cual hasta fi n~s tld siglo XVIII logró mantener unido lo que más LiUdl •

reconoció como el dominio de lo cognitivo con el de lo normativo.

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y normativo por otro, ha contribuido enormemente a la baja estima del discurso histórico y político en el clima intelectual modernista. Al igual que Bélgica fue el desafortunado terreno donde Francia y Alemania so­lían librar sus guerras, la historia ahora vino a ser vista como el dominio preferido para la guerra sin fin entre el hecho y el valor. Obviamente, un lugar donde nadie en su sano juicio quisiera vivir. Tanto peor, en ton ces, para los pobres historiadores quienes insospechadamente eligen residir en esta zona conf1ict.iva.

Pero esta percepción nos exige poner las cosas en su sitio nueva­mente. Esto es, deberíamos darnos cuenta de que el discurso narrativo y sus proposiciones representacionales tienen una lógica prioridad so­bre el discurso cognitivo y normativo. Consecuentemente, contra este panorama, esta guerra privada entre el discurso cognitivo y normativo -que tanto interesó a los neokantianos -- es de una significación mera­mente subsidiaria. Lo que verdaderamente cuenta es que los criterios estéticos que nos permiten evaluar la representación histórica lógica­mente preceden a los criterios que aplicamos para evaluar el discurso cognitivo y normativo. La representación narrativa no debería ser eva­luada por una apelación a estos criterios de discurso cognitivo y norma­tivo - por el contrario - los criterios estéticos del éxito representacional nos permitirán evaluar la contribución del discurso cognitivo y norma­tivo a las representaciones históricas. En mi Narralive Logic: A Semantic Analysis of the Hisrorian's Language (1983), intenté definir b naturale­za de estos criterios estéticos. En primer lugar, no hay un esquema a priori en términos del cual se pueda establecer el éxito representacional de las representaciones narrativas individuales; el éxito representacional siempre es un tema de decisión entre representaciones narrativas riva·· les. Es cuestión de comparar representaciones narrativas individuales con el pasado en sí (esto es, el tipo de situación con la cual la afirmacióf!. verdadera singular nos presenta). Una implicación es que cuamas más representaciones tengamos, más exitosamente pueden ser comparadas entre sf y mejor equipados estaremos para evaluar sus méritos relativos. Si tuviésemos sólo Lma representación de parte dd pasado, estaríamos completamente imposibilitados de juzgar su alcance. Luego, la cuestión decisiva a indagar sobre tal serie de representaciones narrativas compa­rables del pasado será: ¿cuál tiene el mayor alcancl!, cuál es capaz de subsumir la mayor parte de realidad? En segundo lugar, la representa-

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.l. Elogio de la subjetividad

ción narrativa que es más riesgosa, más azarosa y más improbable que sea la correcta sobre las bases del conocimiento histórico existente - pe­ro que puede no obstante no ser refutada sobre esas mismB.s bases- es la representación con alcance mayor. Enfatizo que esta serie de criterios para la evaluación de la representación histórica contiene elementos no normativos: de ninguna forma es una apelación hecha a n01mas éticas o estándares élicos.

Debe sorprender al lector hasta qué pnnto estos criterios estéticos se parecen al punto de vista de Popper sobre cómo evaluar teorías cientí­ficas. Convincentemente, Popper atacó el punto de vista lógico - posi­tivista de que la mejor teoría científica es la que es más probablemente cierta, la que tiene mayores probabilidades, ya que esta aproximación convertiría a afinnaciones como «mañana lloverá o no lloverá» en el mayor ideal de la verdad científica. 13 Sin embargo, precisamente a cau­sa de su probabilidad, precisamente porque no podría ser refutada por lo que sea que pase mañana, esta «teoría» carece de todo «contenido empírico» y no da información útil más allá de lo que pase en el mun­do. De ahí que, solo si uno está preparado para asumir riesgos con sus teorías y alejarse de la probabilidad -sólo entonces puede ser maximi­zado el «contenido empírico»-· y se puede obtener información signi­ficativa sohre la naturaleza de la realidad empírica. «Las hipótesis son redes: solo quien las lance las agarrará», tal como Popper cita a Novalis en el epígrafe de su famoso estudio. Obviamente, entonces, mucho de lo que Popper ha escrito sohre cómo las teorías científicas pueden maxi­mizar su contenido empírico puede, mutatis mutandis, también decirse con verdad de cómo deberíamos evaluar la representación histórica del pasado. 14

Entonces, desde esta perspectiva, los criterios del éxito representa­cional en la escritura de la historia pueden parecer a primera vista como más cercanos a aquellos de la verdad cognitiva que a aquellos de la per­fección estética (o de la virtud ética). Pero, dado que aún en las ciencias nos movemos en este nivel más allá de la esfera de la verdad cogniti­va en el sentido propio y original de la palabra - dado que las teorías

13Karl Raimund Popper. The Lt>gic o[ Scit:nti[t( Discovay. Londres: Routledge, 1972, pág. 41.

14Frank Ankersmil. Narrative Logic. A Semantic Analysis of the I-Iisto1icm's Language. Martinus Nijhoff Philosophy Library: Den Haag, 1983, pág. 299.

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científicas no pueden adecuadamente ser «verdaderas», sino «plausi­bles» o «mejor que las teorías rivales» o, a lo sumo, «aproximadas a la verdad»- uno podría suponer que una versión de la evaluación de las teorías científicas como propuso Popper pertenece al terreno de la estética más que al de la certeza cognitiva. Pero, al final, es con toda probabilidad un asunto de estrategia filosófica, más que de la inelucta­ble verdad filosófica, en cuanto a la forma en que deberfamos decidir sobre esto. De hecho, se puede decidir pasar de la verdad cognitiva (de la afirmación verdadera singular) tan lejos como sea posible en la direc­ción de la plausibilidad científica - y esta es la estrategia que ha sido adoptada casi universalmente tanto en la fi losofía de la ciencia como en la teoría histórica- . Pero se puede intentar asimismo la táctica opuesta a la que se aboga aquí, para ver cuán lejos podemos llegar en el intento de dar cuenta tanto de la plausibilidad de las teorías científicas como del éxito representacional en la escritura de la historia desde la perspectiva de la estética. Ver a la estética con un poco más de respeto que con el que estamos acostumbrados, es todo lo que sería necesario a fin de hacer que valga la pena intentar con la última estrategia. Y si nos afe­rramos a esta estrategia, bien puede llegar a ser una ·asunción plausible que el terreno de la estética es donde la ciencia y la historia finalmente se encuentran.

En el contexto del presente capítulo , no obstante, me abstendré de la discusión de los criterios estéticos del éxito representacional. Es de mayor interés para mi argumento reconocer aquí que estos criterios (de­finidos y explicados en detalle) preceden, lógicamente, a los criterios que podamos adoptar para la evaluación del discurso cognitivo y nor­mativo, y eso no depende de ellos. Y esto me trae a la tesis principal que quiero defender en este capítulo, es decir, la tesis poco común de que el discurso narrativo o histórico es aquello en lo que deberíamos confiar cuando queremos decidir qué estándares morales o politices tendría­mos que adoptar. Para decirlo en otros términos, el procedimiento para descubrir cuáles deberían ser nuestros valores morales o políticos más recomendables es la siguiente. Debemos comenzar recogiendo el mayor número de textos históricos que hayan sido escritos claramente desde pumas de vista políticos o morales diferentes y, además, que discutan más o menos sobre el mismo fenómeno (como la Revolución Francesa, la Revolución Industrial, la modernización del Oeste, etc.). Deberíamos

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l. Elogio de la subjetividad

observar, luego, cuál ha sido el veredicto en la historia de la esCiitura histórica en todos estos textos. O para expresarlo de un modo más so­lemne, ¿qué nos dicen sobre las cualidades de esos textos la aplicación de los criterios esencialmente estéticos usados para evaluar los méritos de las representaciones históricas? ¿Cuál de esos textos satisface mejor esos criterios estéticos? Si hemos determinado esto, deberíamos indagar sobre qué valores morales o políticos son dominantes en la serie prefe­rencial de textos históricos. Estos serán, entonces, los valores morales y politices que deberíamos adoptar y usar como guía para nuestra acción presente y futura, individual o colectiva. Por ejemplo, pocos historiado­res dudarán de que el relato de Tocqueville sobre la Revolución Francesa es superior al de Michelet. Precisamente, en este dato encontramos un fuerte argumento a favor de los valores individualistas liberales presentes en la versión de Tocqueville y contra el liberalismo izquierdista ejempli­ficado por la Histoire de la Révolution Fran~aise de Michelet. Si, más aún, la comparación con otros textos históricos confirmara el cuadro, esta­mos justificados a ver en esto un argumento convincente y decisivo a favor del individualismo liberal y contra el liberalismo izquierdista. La estética (los criterios que se obtienen en la discusión histórica) decide de este modo sobre la ética, y puede hacerlo dado que la estética tiene una prioridad lógica sobre la ética en 1a lógica y la práctica de la escritura histórica.

Por lo tanto, es ~n la escritura histórica, no en la racionalista, un argumento a priori de cualquier variante, que encontraremos nuestra medida más confiable para elegir valores políticos y morales. La escri.­tura histórica es, para decirlo de algún modo, el paraíso experimental donde podemos probar nuestros valores políticos y morales y donde los criterios estéticos generales del éxito representacional nos permiti­rán evaluar sus respectivos méritos y defectos. Y deberíamos estar muy agradecidos de que la escritura de la historia nos provee de este paraíso experimental, ya que nos permitirá evitar los desastres que podernos es­perar cuando haya que probar en la auténtica realidad social y política los méritos y defectos de diferentes estándares éticos y políticos. Ames de comenzar una revolución en el nombre de algún ideal político, se tuvo que comenzar mejor por evaluar tan adecuada y desapasionada­mente corno fuera posible, los méritos y defectos del tipo de escritura histqrica inspirada por este ideal político. Una ilustración notable de có-

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mo la hiswria puede confirmar o rechazar estándares éticos o políticos sería el antiamericanismo del llamado relato revisionista de la Guerra Fría. Un revisionista como Gabriel Kolko decidió fi nalmente abandonar su amiamericanismo revisionista porque, aunque a regañadientes, tuvo que admitir que el punto de vista tradicional sobre la Guerra Fría pro­bó al final ser el más convincente, el que tenía más largo alcance. Aquí podemos ver, encarnado en el pensamiento de un historiador, cómo los criterios estéticos del éxito representacional exigieron el abandono de una serie de estándares políticos a favor de una serie alternativa. Aquí, claramente, la estética triunfó sobre la ética. Y lo mismo con lo que es y lo que debería ser.

Esto es, por último, por qué deberíamos elogiar la subjetividad y no exigir que los historiadores dejen a un lado sus compromisos morales y polfticos cuando escriben historia. En primer lugar, tal compromiso a valores morales o políticos resultará frecuentemente en el tipo de es­critura histórica que es la de mayor uso para nuestra orientación en el presente y hacia el futuro. Sólo n ecesitamos pensar, por ejemplo, en las historias escritas por autores como Jakob Talmon, Isaiah Berlin o Carl Friedrich, que estuvieron tan obviamente inspiradas por una devoción a la democracia liberal y por un intransigente rechazo al totalitarismo, a fin de ver que la subjetividad no es en lo más mínimo un defecto fatal de la escritura histórica bajo todas las circunstancias. Bien puede ser que toda verdadera escritura histórica importante requiera la adopción de ciertos estándares morales y politicos. «Sin prejuicios, no hay libro», dijo una vez el historiador británico Michael Howard tan convincente­mente.15

Pero aún más importante es el hecho de que cualquier escritura his­tórica que haya eliminado con éxito todo trazo de estándares morales o polfticos ya no puede ser de ayuda alguna en nuestro esfuerzo crucial por distinguir entre buenos y malos valores morales y políticos. Tener conocimiento del pasado sin duda es una cosa; pero no es menos im­portante conocer qué valores éticos y políticos deberíamos apreciar. De modo que, tamo nuestro conocimiento del pasado como nuestra orien­tación en el presente hacia el futuro , se1ian más seriamente dañadas por

15Michael Howard. «Lords of DesLruction». En: Times Lilei'W)' Supplemen!: (12 de noviembre de 1981).

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l. Elogio de la subjetividad

la escritura histórica que intenta (aunque en vano) evitar todo estándar moral y político. Y, por eso, en vez de temer a la subjetividad corno el pecado mortal dd histmiador, deberíamos darle la bienvenida corno una contribución indispensable a nuestro conocimiento del pasado y a la política contemporánea y futura.

Termino esta sección con una nota final sobre la política tal corno la definí previamente y sobre los valores polilicos que fueron discutidos en la presente sección. En el apartado anterior, la política quedó estrecha­mente relacionada con la historia: ya q ue, como hemos visto, ambas son esencialmente proposiciones desde un punto de vista lógico. Por otro lado, en esta sección, he estado hablando equitativa e indiscriminada­mente de estándares morales y políticos, sugiriendo de ese modo que el discurso político debería ser asociado con el tipo de discurso cognitivo y moral que previamente opuse al de la historia y la política. La expli­cación de esta ambigüedad es que la política combina una afinidad con el discurso de la historia y una afinidad con la élica. De modo que, por un lado , el político tiene que encontrar su camino en una realidad po­lítica compleja de la misma manera que el hislOriador tiene que buscar los mejores conocimientos sobre las complejidades de cierta parte del pasado. Y el tipo de síntesis representacional que el historiador persigue es tamhién el necesario prerrcquisito de toda acción política significati­va. Sin una comprensión mínima adecuada del contexto histórico en el cual el político tiene que actuar, la acción política sólo puede derivar en un completo desastre. 16 Por otro lado, el político observará o aplicará ciertos valores morales en la acción política, inspirado en la ideología política. Por ejemplo, el valor que debe promover La causa de la igual­dad política o Los intereses de cierto segmento de la sociedad civil puede gobernar mucho de su conducta y la mayor parte de sus decisiones in­dividuales como político.

1 ~Este intercambio de la ética por la historia como nuesLra primera gula para la ac­ción polltica fue recomendado ya por Maquiavelo, de acuerdo con quien el mal político proviene no sólo «de la debilidad en la cual la presente religión ha sumido al mundo», sino aún más «del hecho de no tener un verdadero conocimiento de ias historias, por no obtener de su lectura el sentido, ni de probarlas ese sabor que tienen en sí mismas». Véa­se Nicolás Maquiavelo. Oiscourses on Livy . Tr:~d . por llarvq Manslield y Nathan Tarcov. Chicago: University of Chicago Press, 1996, pág. 6.

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Ahora bien, estos valores políticos y morales inspirados ideológica­mente pueden, como bien sabemos, también jugar un rol importante en la escritura de la historia. Piénsese, por ejemplo, en la historia socioeco­nómica inspirada por ideologías marxistas o socialistas. Pero, miemras tales valores serán usados normativamente por el político, el historiador hará un uso cognitivo de ellos, discernirá un instrumento adicional para la comprensión del pasado. Una vez más, la historia socioeconómica (o la historia de la propia nación, para tomar otro ejemplo) puede ejempli­ficar cómo dichos valores pueden ser, cognitivamente, explotados por el historiador. De ahí que, cuando el rol del discurso cognitivo fue discuti­do anteriormente, asociamos el discurso cognitivo aquí, en primer lugar, con el modo en que las ideologías políticas sugieren el modo en que las realidades históricas deberían estar ligadas a la narrativa histórica. Es­ta es la manera en la cual la preocupación epistemológica sobre cómo vincular las cosas con las palabras se presentará habitualmente cuando investigamos la escritura de la historia.

Obviamente, esto no altera de forma sustancial el cuadro dado en esta sección de la jerarquía lógica del discurso narrativo o representa­cional versus el discurso normativo y la específica variante del discurso político discutido recién. Del discurso narrativo representacional y los criterios estéticos en los que confiamos su evaluación, se puede esperar que sean tan exitosos en la evaluación de esta variante de los valores políticos como lo han sido en el discurso ético, incontaminados por consideraciones políticas.

Arribo a una conclusión. Al comienzo de este capítulo, establecimos cuál es el verdadero problema con la subjetividad histórica. El problema no es, como se cree habitualmente, que la introducción de estándares éticos y pollticos en la narrativa histórica implique la introducción de algo que es totalmente ajeno a su tema y de ahí que pueda sólo oca­sionar una gran distorsión de lo que el pasado ha sido realmente. El verdadero problema es precisamente el contrario: la realidad histórica y los valores éticos y políticos del historiador pueden frecuentemente es­tar tan cercanos unos de otros al punto de volverse indistinguibles. Dos conclusiones se siguen de esto. En primer lugar, así como una linea de construcción en geometría, después de haber sido deliberadamente con­vertida en una parte del problema geométrico en sí, puede ayudarnos a resolverlo, así los estándares éticos y politicos, a causa de su natural afi-

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1. Elogio de la subjetividad

nidad con la materia del historiador, pueden frecuentemente demostrar ser una ayuda en vez de un obstáculo para la mejor comprensión del pa­sado. No vacilaría siquiera en decir que todo el progreso real que se ha hecho en la historia de la escritura h istórica en el curso de siglos tuvo, de algún modo o en algún lugar, sus orígenes en los estándares éticos y políticos que fueron adoptados, a sabiendas o no, por los grandes e influyentes historiadores del pasado.

Pero, como todos sabemos, en nuestra era de automóviles, televiso­res y radios de transistores, lo que puede ser una bendición bajo ciertas circunstancias puede fácilmente ser peor que una maldición en otras. Y lo mismo sucede con los valores éticos y politices en la escritura histó­rica. Pueden en algún momento haber contribuido inconmensurable­mente al avance del conocimiento histórico, pero, en otras ocasiones, pueden haber probado ser las barreras más efectivas e infranqueables a la explicación histórica. Y es precisamente porque los valores éticos y políticos (y aún más obviamente los cognitivos) están tan inextrica­blemente unidos a la escritura histórica, que podrían haber contribuido tanto a lo mejor como a lo peor en el pasado de la disciplina. A fin de preservar lo mejor y descartar lo peor, será necesario (como he ar­gumentado) desarrollar un microscopio filosófico que nos permita ver exactamente en dónde se encuentran las mejores ramificaciones del dis­curso histórico y el discurso ético y político y en qué lugar se involucran mutuamente . Como hemos visto, una teor[a de la naturaleza de la re­presentación histórica nos ofrecerá el microscopio filosó fico requerido .

Mirando la escritura histórica a través del microscopio de la repre­sentación histórica descubrimos, primero, la prioridad lógica de los cri­terios estéticos de la adecuacion representacional a los criterios sobre qué es correcto desde un punto de vista ético y político . La conclusión tranquilizadora que se deriva de esto ha sido que podemos confiar en que la disciplina logrará, a largo plazo, lidiar con los valores éticos y políticos y convertirlos en sirvientes de sus propios propósitos .

Descubrimos, en segundo lugar, que podemos asignar de forma se­gura a la historia la tarea más importante y responsable de distinguir los valores morales y políticos recomendables de los objetables - obvia­mente una tarea que la hisLoria puede adecuadamente llevar a cabo sólo si no nos asusta la manifiesta presencia de esos valores en la escri tura histórica -. Y necesitamos no temer a su presencia, dado que la estética

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es la campanera más fuerte en la interacción eHtre los criterios del éxito estético y aquellos de lo que es correcto ética, política y cognitivamente. Aunque hay una importante excepción a esta regla: la estética puede solo llevar a cabo esta función si la libertad de expresión y de discusión sobre el pasado están completa e incondidonadamente garantizadas. De modo que esle requerimiento moral es la conditio sine qua non de todo lo que he explicitado en este capílulo. Pero el rol supremamente im­portante que es jugado por este valor moral no está en contradicción con lo que he venido diciendo sobre el régimen de la estética versus lo cognitivo y lo normativo: porque aunque este valor garantice la indis­pensable multiplicación de representaciones narrarivas, no nos dice cómo evaluarlo.

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2. El giro lingüístico : teoría literaria y teoría histórica*

En 1973, Hayden White publicó su ahora famosa Metahistory, un libro que por lo general es visto como un punto de inflexión en la his­toria de la teoría histónca, ya que corresponde más a una teoría de la tropología. Y, seguramente, hasta con tener conciencia superficial de la evolución de la teoria histórica desde la Segunda Guerra Mundial para advenir que ésta se ha vuelto una disciplina fundamentalmente difer<>nte desde la publicación del magnum opus de White . Actualmente, se están formulando diferentes interrogantes e investigando diversos aspectos de la escritura histórica, y no sería exagerado decir que, gracias a Whit.e, el tipo de escritura histórica que es ahora objeto de estudios teóricos es muy diferente al tipo de historia que la generación anterior de teóricos de la h isLOria consideró arquetipos de la escritura histórica.

Tres décadas después, en el comienzo de un nuevo siglo, se puede d1scutir si éste es el momento apropiado para evaluar qué se logró y qué no. Para ello, voy a abordar principalmente la cuestión de la relación entre el así denominado giro lingüístico y la introducción de la teoría literaria como un instrumento para la comprensión de la escritura histó-­rica. Mi conclusión será (l ) que hay una asimetría entre los postulados del giro lingüístico y aquellos de la teoría literaria; (2) que la confusión entre estas dos series de postulados ha sido muy desafortunada desde la perspectiva de la teoría histórica; y (3) que la teoría li terari.a tiene

' Traducción de Laura Cucchi y juhán Giglio.

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mucho que enseñar a los historiadores de la escritura histórica pero no Liene nada que ver con la clase de p roblemas que son investigados tra­dicionalmente por Jos Leóri cos de la historia.

El giro lingüístico· y la teoría histórica

La revolución realizada por White en la teoría histórica contempo­ránea ha sido a menudo relacionada con el denominado giro lingüístico . Y con toda propiedad, teniendo en cuenta que la principal tesis de Whi­te ha sido que nuestra comprensión del pasado está determinada no sólo por lo que el pasado fue , sino también por el lenguaje que utili­zó el historiador para referirse a él o, como él mismo gusta decir, que el conocimiento histórico es tamo «construido» (por el lenguaje de los historiadores), como «descubierto» (en los archivos).

Sin embargo, cuando White afirma esto, a veces tiene en mente cosas diferentes que las que tienen los filósofos que abogan por el giro lingüís­tico. Para apreciar en su juslo valor lo que la revolución de White ha aportado a la teoría histórica, valdrá la pena identificar estas diferencias y considerar sus implicancias.

En la introducción a su influyente colección sobre el giro lingüístico, Rorty sostiene: «Con "filosofía lingüística" me refiero a aquella visión según la cual los problemas filosóficos pueden ser resuel tos o (disuel­tos) reformando el lenguaje o a través de una mayor comprensión del lenguaje que usamos actualmente» .1 Los problemas filosóficos aparecen cuando, como en la famosa formulación de Wittgenstein , «el lenguaje se va de vacaciones» y comienza a crear un pseudomundo además de aquel con el que el lenguaje tiene que tratar en su vida cotidiana. En principio esto puede parecer reforzar la postura empirista, ya que, ¿no recomienda el programa del filósofo lingüisla que desechemos como ilusorios todos los problemas ftlosóficos que no son reductibles a la construcción de un lenguaje ideal (que no puede dar lugar a pseudoproblemas filosóficos) o a la consulta empírica? ¿Y no está esto en consonancia con la ortodo­xia empirista , tal como fue formulada por David Hume,2 en el sentido

1Richard Rony. The lingLListic Turn: Recent Essays in Philosophiccrl Melhod. Chicago: Univcrsity of Chtcago Press, 1967, 3-33 y ss.

2Según la célebre formulación de Hume: <<Cuando recorremos las bibliotecas, con­vencidos de estos principios, ¿qué estrago debemos causar? Si tomamos en nuestras

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2. El giro lingüfstico: teorla literaria y teoría histórica

• de que todas las creencias verdaderas pueden ser reducidas a verdades empíricas o a verdades analíticas? Seguramente esla intuición no es de l todo errada: uno sólo necesita pensar en LangLwge, Truth , and Logic de Ayer para darse cuenta de que se puede simultáneamente ser empirisla y partidario del giro linguístico.

Pero en un nivel más profundo , se puede demostrar que el giro lin­güístico tiene implicancias antiempiristas. Los empiristas y los partida­rios del giro lingüístico viajarán juntos en grata compañía hasta que lle­guen a la necesidad de distinguir entre hablar y hablar acerca del hablar. Ambos considerarán que la imposibilidad de distinguir entre ambos ni­veles nutrió la cantidad de pseudoproblemas que ocuparon a la filosofía tradicional. Pero luego de haber alcanzado ese punto, cada uno seguirá su propio camino. Los empiristas tenderán a identificar la distinción en­tre estos dos niveles con la diferencia entre verdad empírica o sintética (el nivel del «hablar») y verdad analítica (el nivel de «hablar acerca de hablan>). Pero aquí los partidarios más radicales del giro lingüístico ex­presarán sus dudas. Señalarán que esta identificación atenta contra los propios postulados de los empiristas, puesto que no puede ser reducida ni a una verdad lógica ni a una verdad empírica; entonces, incluso sobre la base de supuestos empiristas, esta identificación debe ser estigmali­zada como un «dogma del empirismo» aún no comprobado. Luego, harán h incapié en que la idemiftcación, es profundameme contraria a aquello que sabemos acerca de cómo se procede en las ciencias porque aquí hablar acerca del hablar será frecuentemente parte de la adquisición del conocimiento empírico. Éste es el procedimiento que Quine deno­mina «ascenso semántico» . Y para ilustrar lo que tiene en mente, nos pide que consideremos el siguiente ejemplo: «La teoría de la relatividad de Einstein fue aceptada no sólo como reflexiones sobre el tiempo, la luz , los cuerpos en caída libre y el corrimiento perihélico de Mercurio [por tanto, el nivel del "hablar"]. sino también como reflexiones sobre la teoría misma como discurso y su simplicidad en comparación con teo-

manos cualquier volumen de teologfa o metafísica escolástica, por ejemplo, pregunté­monos: ¿contiene algún razorum1iemo abstracw sobre la cantidad o sobre los números? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental sobre las verdades de hecho o de la existencia? No. Entréguenln a las llamas, pues no tiene sino sofismas e ilusión ». Véase Dav1d Hume. An Enquiry Cc,nw ning Human Understanding. O xrord : Selby-Bigge. 1972. pág. l 65.

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r ías alterm.Livas [por lo tanto, el nivel del "hablar acerca del hablar"» 3

Evidentemente, Quine no defiende aqui un regreso a la filosoffa prelin­güísüca, dado que propone una teoría en la cual el «ascenso semántico» del primer al segundo nivel pueda contribuir al conocimiento empírico, y esto presupone la distinción entre los dos niveles que fue tan frecuen­temente ignorada por la fi losofía prelingüístíca.

En su clásico ensayo de 1951, «Two Dogmas of Empiricism» , Quine

había utilizado ya el giro lingüístico en un ataque frontal contra el em­pirismo. A este dogma él lo describe como: «la creencia en un clivaje fundamental entre verdades que son analíticas, o basadas en sigmficados independientes de los hechos, y verdades que son sü'i.téticas o basadas en los hechos» .4 El dogma en cuestión es el postulado empirisla, que afirma que (l) toda creencia verdadera puede encontrar su origen en dos fuen­tes de verdad (i.e., en primer lugar, lo que conocemos por experiencia empírica, y, en segundo lugar, lo que podernos derivar de premisas ver­daderas a través de deduccion es analíticas; (2) que no hay otras fuentes de verdad; (3) que la verdad empírica siempre puede d istinguirse de la verdad analítica. Por el contrario, Quinc af-irma que hay enunciados ver­

daderos que pueden encajar en u.na u otra categoría y que, por lo tanto, la distinción entre verdad sintética y analítica no es tan absoluta como los empiristas gustan o gustaban creer. Para ilustrar las intenciones de Quine podemos pensar, por ejemplo, en la ley de Newton, de acuerdo con la cual la fuerza es producto de masa por aceleración. Podríamos decir que el enunciado es empíricamente verdadero, ya que concuerda con el comportamiento observable de los objetos físicos. Y por tanto, es una verdad empírica o sintética (que debe ser ubicada en el nivel del «hablan>). Pe.ro también podemos decir que esa ley es una verdad con­ceptual acerca de las n ociones de fuerza, masa y aceleración. Entonces es una verdad analítica, ya qu e es verdad en razón del significado de los conceptos (que debe ser situado en el nivel del «hablar acerca del hablan>). Resum iendo las im plicancias del orgumento de Qt;ine contra la distinción sintético/ analitico, Rony escribió:

3Willard Van Ormun Quine. '.Vord and Object. Cambridge: The M!T Press, 1975, p;l.g, 272 .

.¡Willard Van Orman Quine. «Two Dogmas of Empiricism». En: From a LogiCiil Poi11t tif Vicw. Boston: Harvard University Press, 1971, pág. 20.

2. El giro lingüisticof teoría literaria y teoría histórica

«Two Dogma~; of Empiricísm» ele Quine impugnó esta distinción y con ello la noción estándar (común a Kant, Husserl y Russell) de que la filosofía l'S a la ciencia empírica lo que el estudio de la estrüctura es al estudio del contenido. Teniendo en cuenta las dudas de Qui­ne (respaldadas por dudas similares en Philosopltica/ Investigatians de Wittgenstein) acerca de cómo saber cuándo estamos respondiendo a la compulsión del denguaJe» en lugar de a la compulsión de la «ex­periencia», se vuelve complicado explicar en qué sentido la filosofí.a tiene un campo de indagación «formab propio, y, de este modo, có­mo podría tener el carácter apodíctico deseado5

Por lo tanto, la implicancia crucial es que no siempre podemos estar seguros de si nuestras creencias tienen su origen en la «compulsión de la experiencia;> -en lo que la realidad empírica nos demuestra- o en la «compulsión del lenguaje>,, en lo que creemos sobre la base de un argumento a priori analítico o filosófico. Es también por esto que se ha­bla del giro lingüístico: contrariamente a la convicción empirista, lo que nosotros creemos verdad puede, por lo menos a veces, ser interpretado como un enunciado acerca de la realidad y como un enunciado acerca del significado del lenguaje y de las palabras que usamos en el lengua-· je. De este modo, el lenguaje puede ser un creador de verdad en i.gual

medida qt;.e la realidad. Ahora bien, también se puede defender un argumento antiempirista

similar en relación con la escritura históric'a. Más aún, como veremos en un momento, la importancia del giro lingúístico es mucho mayor para las humanidades que para las ciencias. Pensemos en un estudio sobre el Renaomiento o sobre el Iluminismo . Entonces, al igual que en el caso de la ley de Newton, uno puede decir dos cosas de tal estudio: en primer

lugar, podría perfectamente sostenerse que una investigación histórica de ese .momento del pasado es la base empirica para esLa visión especifica del Renacimiemo o del Iluminismo. Pero del mismo modo podría sos­tenerse que este estudio nos presenta una definición - o la propuesta de una definición-- del Renacimiento o del Iluminismo. Otros historiado­res han escri.to otros libros sobre el Renacimiento o el Iluminismo y los asociaron con un conjunto diferente de aspectos de esa parte del p<tsado -o, más bien, con una serie diferente ele enunciados acerca del pasado--

5Richard Ron y. Philosophy eme! the Mirror of Natw'e. PrinceLOn: PrinceLOn University Prcss, 1980. pág. 169.

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y es por ello que llegaron a una d~finición diferente del Rer.acimienlO o del Iluminismo. Y si es así como decidieron definir el Renacimiento o el Iluminismo, entonces todo lo que han estado diciendo al respecto debe ser (analíticamente) verdadero, puesto que aquello que han dicho pue­de ser derivado analíticamente del significado que qmsieron darle a los términos «Renacimiento» o «Iluminismo». Lo que ha sido dicho acerca de estos textos históricos es entonces una verdad conceptual, del mismo modo en que la ley de Newton puede ser interpreLflda como una verdad conceptual.

Puede sostenerse algo muy similar respecto de los términos «revo­lución », «clase social» , y, probablemente, incluso de términos aparen­temente tan claros y bien definidos como «guerra» o «paz». Tomemos «revolución» como ejemplo. En el bien conocido The AnaLomy of Revolu­tion, Crane Brinton anahza cuatro revoluciones: «la Revolución Inglesa de 1640, la Revolución Norteamericana, la gran Revolución Francesa, y la reciente - o actual - Revolución Rusa».5 Como ya sugiere el título del libro, Brinton desea distinguir algunas características o pautas que son compartidas por todas las revoluciones, y las encuentra, sobre todo, en el hecho de que todas las revoluciones parecen pasar desde la fase de ancien régime, a través ele una fase intem1edia de predominio de los moderados, a la fase postetior de los extremistas y, finalme nte, a una ültima fase de «Thermidor». En este sentido, un análisis comparativo permite a Brinton descubrir algunas verdades empíricas acerca de las revoluciones.

No obstante, el problema de la sistematización de fenómenos como las revoluciones es que parecen depender tanto de lo que uno descubre de hecho en el pasado, como del modo en que uno decide definir la palabra «revolución». Esta observación es ilustrada ya por la elección de las revoluciones a analizar que hace Brinton. dado que, mientr-as que él incluye a la Revolución Norteamericana en su estudio, historiadores marxistas podrían argüir que ésta no fue en modo alguno una revolu­ción, puesto que carece del aspecto de lucha de clases que los marxistas ven como una conditio sine qua non para que un conflicto histórico pueda considerarse una revolución. Si Brinton hubiera adoptado una definición diferente de la palabra revolución, probablemente habría llegado a con-

11Crane Brinton. The Anatomy uf Revuluriun. Nueva York: Yímage, 1965, pág. 7.

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2. El giro lingü~tico: teorl<• literaria y teoría histórica

clusiones empiricas diferentes acerca de las revoluciones. Y luego, ¿qué habría hecho Brinton con un conflicto social semejante a sus revolu­ciones en todos los aspectos salvo en el hecho de que fuera imposible distinguir emre la fase de los moderados y el de los extremistas? ¿Se habría negado a ver este conflicto social como una revolución por este motivo; o habría visto allí , en cambio, una oportunidad de reconsiderar su tipología de las revoluciones? Él parece considerar ambas opciones y ello sugiere muy fuertemente que la compulsión del lenguaje es equi­valente a la compulsión ele la experiencia en este tipo de análisis social e histórico. Entonces, tanto en el caso de la reticencia marxista a las revoluciones sin lucha de clases como en el de las revoluciones que no caben en la tipología de Brinton, volvemos a la misma pregunta: ¿qué es una revolución? Cuando los historiadores tienen que lidiar con este ti­po de preguntas, las cuestiones de significado y las cuestiones de hechos empfricos tienden a volverse indistinguibles. Esto no es, sin embargo, una debilidad de la escritura histórica, ya que la discusión histórica es nuestro único refugio si la verdad de dicto y la verdad de re se entremez­clan. El dilucidar este dilema sacrificando un tipo de verdad por el otro , significarfa, en primer lugar, el fin de la escritura histórica, y nos priva­na , en segundo lugar, de un instrumento indispensable para lograr una comprensión más acabada del mundo social en el que vivimos.

El siguiente ejemplo es aún más ilustrativo. Barrington Moore, en su Social Origins of Diclatorschip and Democracy, desarrolla también un estudio comparativo de la revolución, aunque es infini tamente más pro­fundo que el de Brinton. En un análisis muy perceptivo, Theda Skocpol c.liscute el concepto de Moore de la denominada revolución burguesa. Ella señala que para Moore las «revoluciones burguesas)> son la Revolu­ción Puritana en la Inglaterra de 1640, la Revolución Frances·a y la Gue­rra Civil Norteamericana. Nótese que Moore, a diferencia de Brinton, no considera que la Revolución Norteamericana de 1776 haya sido una revolución «real» y concede ese honor (por llamarlo de algún modo) ~t~lo a la Guerra Civil. En historia, lo que generalmente es denominado una revolución puede, para cienos historiadores, no ser una revolución, mientras que aquello que por lo general no es considerado una revo­lución puede serlo para algunos. Luego, Skocpol observa que cuando Moore contrasta la revolución burguesa con las revoluciones fascista y comunista, no lo hace identificando alguna variable independiente que

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pueda explicar por qué en algunos casos uno se encontraría frente una revolución burguesa (y en otros frente a una fascista o comunista), sino únicamente atendiendo a los resultados de la revolución en cuestión. Una revolución es una revolución burguesa, si de ella surge un estado burgués, y lo mismo podría decirse de las revoluciones fascista y comu­nista. En suma, las revoluciones son identificadas y denominadas de acuerdo con lo que producen. Esto es lo que él sostiene, y no hay nada necesariamente erróneo al respecto. No obstante, si las revoluciones re­ciben su nombre de este modo, la propia noción de revolución burguesa (o fascista o comunista) ya no puede sernas de ayuda para explicar la naturaleza de la revolución en cuestión (como erróneamente considera Moore). Dado que las cosas sólo pueden ser explicadas adecuadamente por sus causas y no por sus consecuencias. Si se pierde de vista esto - como en el caso de Moore- la acción de denominar empezaría a fun­cionar como un procedimiento cuasi-explicativo. Dado que entonces estaremos tentados a creer que estamos diciendo algo profundamen­te revelador acerca de la naturaleza del tipo de revolución en cuestión cuando la rotulamos como burguesa o como de otro tipo, y que por esto hemos logrado explicarla de un modo u otro. Aquello que es meramente una verdad de dicto (porque es verdadero analítica y no empíricamente el que la Revolución Francesa sea una revolución burguesa, si hemos decidido establecer los nombres de las revoluciones de acuerdo con lo que producen) puede, en esas circunstancias, adquirir engañosamente el aura de una verdad de re. Y, por ello, concluye Skocpol acertadamente que el análisis de Moore «sufre de dificultades lógicas y empíricas inter­relacionadas» (el subrayado es mío)_¡ Incluso más enfático es el filósofo de la historia holandés, Chris Lorenz (quien, por cierto, no es menos comprensivo con el método comparativo de Moore que Skocpol) cuan­do escribe que las generalizaciones de Moore acerca de las «revoluciones burguesas» son verdades conceptuales más que empíricas8

De acuerdo con lo anterior, me gustaría enfatizar que no hay nada necesariamente erróneo con el abordaje de Moore. Puesto que a veces

7Theda Skocpol. «A Critica! Review of Barrington Moore·s Social Origins of Dicta­torship cmd Dernocracy». En: Poli!ics CliUISociety, vol. 4, n.0 l . (1973-74). pág. 14; véase también págs. S-6.

8Chris Lorenz. I<onsLruklion cler Vergangerheit: Eine Einfühnrng in die Geschichtstheo­rie. Colonia: Bóhlau Verlag Kóln, 1997, pág. 273.

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2. El giro lingüístico: teorfa literaria y teoría histórica

• en la escritura histórica (queramos o no) podríamos ser incapaces de distinguir entre verdades ele dicto y verdades de re. En este punto, se toman decisiones que determinarán en gran medida cómo veremos el pasado. El tipo de criterios que son decisivos aquí no son reductibles a cuestiones de verdad o falsedad, dado que se trata, esencialmente, de una decisión acerca de qué serie de verdades preferiremos a otras cuando estamos buscando el mejor relato de la(s) parte(s) relevante(s) del pasado. La verdad no es aquí el árbitro del juego sino lo que está en juego, por así decirlo .

Tendremos entonces que basarnos en otros criterios más allá del de verdad y falsedad; es una superstición empirista creer que no es posi­ble concebir tales criterios, y que las únicas alternativas a los criterios de verdad y falsedad son el prejuicio, la irracionalidad y la arbitrarie­dad. Puesto que, como sugieren los ejemplos de la ley de Newton, el Renacimiento, o el Iluminismo, el hecho de que puedan interpretarse esa ley o los enunciados sobre esos períodos como verdades empíricas o analíticas no implica en absoluto que no podamos dar buenos (o ma­los) argumentos a favor de nuestras opiniones sobre la ley de Newton o sobre alguna concepción específica del Renacimiento o del Iluminis­mo. El debate histórico es prueba suficiente del hecho de que existen criterios racionales, además del criterio de verdad, a los que podemos recurrir cuando hemos llegado a este nivel. Podría ser que no fuera sencillo identificar estos criterios para una discusión histórica racional, pero sería muy «irracional» ver en este hecho desafortunado un moti­vo suficiente para abandonar su búsqueda.9 El que los empiristas no reconozcan otros criterios que los de verdad nos recuerda al ciego que sostiene que podría no haber una mesa en esta habitación puesto que él no puede verla.

Por ello, como queda claro a partir de lo anterior, cualquiera sea el ángulo desde el que consideremos al giro lingüístico, jamás puede ser interpretado como un ataque a la verdad o como una licencia para el relativismo. Puesto que el giro lingüístico de ningún modo cuestiona la verdad, sino solamente el relato empirista estándar de la distinción entre verdad empírica y analítica. Por lo tanto, no debemos seguir a la gran

9Para una discusión acerca de la naLuraleza de estos criterios, véase la sección «Con­tra los empiristas», en la página 73.

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cantidad de teóricos de la historia que se sienten indinados a ver en el giro lingüístico un argumento a favor de lo que ellos denominan «re­lativismo lingüístico>>. Como deja claro el giro lingüístico, el hecho de que pueda haber diferentes «lenguajes» para hablar acerca de la realidad histórica, es tanto un argumento a favor del relativismo histórico como el hecho de que podamos describir el mundo en inglés, francés, alemán, o japonés. Por supuesto, podría perfectamente ser que el significado de las palabras en estos idiomas diferentes no se corresponda siempre exactamente y si bien este hecho innegable puede dar lugar al problema de la d ificu ltad en traducir una lengua a otra salva veritate, 10 no pue­de ser visto, sin embargo, como un argumento contra la posibilidad de expresar la verdad en cualquiera de estas lenguas. Tal conclusión sólo sería pensable sobre la base del supuesto russelliano de que sólo hay un idioma - el de la ciencia- que podría permitirnos expresar verdades. Sin embargo, podría ser que determinado lenguaje histórico nos brin­dara un acceso más fácil a la verdad que otros. Cabe mencionar que una discusión acerca del grado de aptitud de estos lenguajes es parte de lo que está sucediendo en el debate histórico, y que, como muestra lo antedicho, tales discusiones, que están situadas en el nivel del «hablar acerca del hablar», no deberían quedar reducidas simplemente al ünico nivel que los empiristas están dispuestos a reconocer. Pero los criterios de verdad y falsedad son inütiles en estos debates.

Hace un momento observamos que el giro lingüístico tiene impor­tancia tanto para las ciencias como para la historia, pero no puede du­darse de que su importancia es mucho mayor para esta última. Ya que la indeterminación entre la verdad por esta compulsión de la experiencia y la verdad por compulsión del lenguaje aumentará en la medida en que será difícil establecer con precisión qué parte del lenguaje se correspon­de con qué porción de la realidad. Cuanto menos lugar haya para las incertidumbres en esta correspondencia, menos nos toparemos con la indeterminación identificada por el giro lingüístico. Ahora bien, el éxito de las ciencias se debe indudablemente, en gran medida, a su inigualable capacidad para manejar la referencia; esto es, para defin ir el significado

10Un problema que cienameme deberemos afromar en la discusión histórica en la medida en que ésta pueda ser descripta como un conflicto emre diferentes «lengua·· jes» (o vocabularios) históricos . Pero tratar estos temas excede el alcance del presente capitulo.

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2 . El giro lingü!stico. teoría literaria y teoría histórica

de sus palabras y conceptos en términos experienciales, o por lo menos en cuanto a lo que la realidad invesrigada (física) muestra. Dicho de otro modo, si recordamos la distinción de Frege entre Sinn y Bedeutung, entre semido y referencia, puede decirse que las ciencias han sido emi­nentemente exitosas en expandir de manera excesiva la dtmensión de BedeutLtng a expensas de Sinn (a pesar de que incluso en las ciencias esa dimensión no estará o no podría estar completamente ausente). De esto se sigue que en las ciencias el predominio de la compulsión de la ex­periencia sobre la del lenguaje será mucho más pronunciada que en las humanidades. Lo que sucede en el nivel del lenguaje, las definiciones allí propuesras explícita o impl[citamente - la red ele asociaciones que determinan el significado - contribuirán mucho más al conocimiento en las humanidades que en las ciencias. La ciencia tiene una afmidad selec­tiva con el nivel del «hablar» y la escritura histórica con el del «hablar acerca del hablar».

Pero esto no implica de ninguna manera que tengamos razón alguna para ser escépticos respecto de la esCJitura y el debate históricos desde la perspectiva de la verdad (como suelen discutir defensores y críticos del giro lingüístico en la teoría histórica). La única inferencia legítima que permite el giro lingüístico es que en la historia la verdad puede te­ner tamo sus orígenes en la compulsión del lenguaje como en la de la experiencia. El empirista tiende a cometer el error de sentirse alarma­do por las implicaciones supuestamente relativistas del giro lingüístico porque cree que la compulsión de la experiencia es la única restricción en nuestro camino a la verdad y al conocimiento verdadero y fidedigno -y, en efecto - si uno abrazara este prejuicio (y esto no es más que un prejuicio). entonces se seguiría de ello que la escritura histórica flota a la deriva en el mar del relativismo y de los sesgos morales y políticos (tal como el cartesiano, que al considerar que la razón es nuestra ünica fuen­te confiable de verdad, probabiemenLe condene la confianza empirista en los descubrimientos empíricos porque le asestaría un golpe mortal a una sólida investigación científica). Pero tan pronto como demos lugar a la compulsión del lenguaje y a la coacción de un uso significativo del lenguaje, no habrá razones para una condena tan dramática y apresura­da de la escritura histórica.

Soy consciente de que estos cornemarios optimistas sobre la escritu­ra histórica serán vistos por la mayoría ele la gente como profundamente

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contraintulllvos. Sin duda, se argumentará que la verdad está más al alcance de las ciencias que de la escritura histórica con sus disputas in­terminables, su dialogues des sourds, sus malentendidos frecuentes y sus discusiones desatinadas y a menudo mal enfocadas. Se verá en estas ca­racterísticas del debate histórico, en verdad perturbadoras, tanto la señal como la prueba de cuánto más dificil es llegar a la verdad en historia que en las ciencias. Y, como parece inferirse, si la trayectoria de la verdad es aparentemente más larga y ardua en historia que en cualquier otra disciplina, ¿qué otra conclusión se nos abre que pensar que el historia­dor por lo general insiste en quedarse en lugares donde no encontrará la verdad y con la dudosa compañía de los enemigos de la verdad?

Pero a pesar de que tenemos todos los motivos para estar de acuer­do con este lamento acerca de los inconvenientes cotidianos del debate histórico, no deberíamos acep.tar el diagnóstico en el que se funda. Por­que, simplemente, la verdad no está en juego aquL Para explicar esto, sería mejor retornar a mi ejemplo del Renacimiento y del Iluminismo. Como los defensores del giro lingüístico sostendrán, el debate acerca del Renacimiento será fundamentalmente un debate sobre cómo definir mejor el Renacimiento (en términos de las descripciones que un histo­riador pueda dar de las partes o aspectos relevantes de la civilización italiana de los siglos XIV y xv). Y entonces lo que se diga acerca de la civilización italiana de los siglos XV y XVI será, desde luego, verdade­ro por definición, pero verdadero al fm y al cabo. Porque la estructura lógica de tal relato del Renacimiento es esencialmente que todos, y úni­camente todos los enunciados que un historiador ha estado usando para describirlo se agregan a la compleja y prolongada forma en la que este historiador se propone definir el Renacimiento11 Dicho de otro modo, cada relato histórico del Renacimiento es verdadero, dado que puede ser derivado lógicamente del modo en que el historiador en cuestión se propone definir el Renacimiento. Y por esto, la verdad no está en juego en el desacuerdo acerca de tales definiciones; lo que está en juego es cuáles de esas verdades son más útiles para aprehender la naturaleza del período en cuestión. De modo similar, no podemos usar la verdad como un criterio que pueda permitirnos decidir si debemos definir al ser hu-

11 Para una defensa más técnica de esta afirmación, véase nuestro Frank Ankersmit. Namttive Logic. A SemanLic Analysis of the HisfOI"ian:S Language. Maninus Nijhoff Philo­sophy Library: Den Haag, 1983, pág. 140 )' ss.

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2. El giro lingüfstico: teoría literaria y teoría histórica

mano como un bípedo implume o como una criatura dotada de razón. Determinar cuál de las dos definiciones es la más provechosa dependerá del tipo de conversación acerca de la naturaleza humana que deseemos iniciar.

Pero, repito, esto no excluye de ningún modo la posibilidad de una discusión significativa acerca de cómo podemos definir del mejor modo el Renacimiento. Una determinada defin ición del Renacimiento puede enseñarnos más acerca de lo que es de interés en la civilización italiana durante el período relevante que alguna otra definición. Y uno podría tener argumentos buenos y convincentes acerca de por qué prefiere una definición de esta clase a otra(s). Una vez más, la discusión que podría surgir en torno de la pregunta de cómo definir del mejor modo al Rena­cimiento no puede ser decidida recurriendo a las condiciones de verdad. Puesto que, de algún modo, todas son verdaderas; y esto explicará por qué el criterio de verdad es tan inútil en este caso. Lo decisivo aquí no es la verdad, sino la pregunta acerca de qué definición del Renacimien­to logra del mejor modo relacionar la mayor cantidad de aspectos del pe1iodo en cuestión dotándolos de sentido.

Descripción y representación

Podemos expresar de otra manera lo anterior en función de la distin­ción entre descripción y representación . A primera vista, esta distinción no tiene ninguna importancia teórica: ambos términos sugieren un re­lato verdadero de un fragmemo de la realidad. Y aunque esto pueda invitarnos a ver los términos «descripción» y «representación>> como más o menos sinónimos, si miramos más de cerca aparecerán algunas diferencias interesantes.

Como he afirmado en otra ocasión, 12 la diferencia lógica más nota­ble entre ambas es la siguiente. En una descripción como «Este gato es negro», siempre podemos distinguir un partt! que refiere - «este gato» ­y una parte que atribuye una determinada propiedad al objeto referido: «es negro». Esta distinción no es posible en una representación del gato

12Frank Ankersmit. «Statemems. Texts , and, Pictures>>. En: A New Pllilosophy oj 1-/is­cory. Ed. por Frank Ankersmit y Hans Kellner. Chi<:ago: The University of Chicago Press, 1993; y Frank Ankersmit. «Representation as the Representalion of Experience>>. En: Mctapily/osophy. vol. 31 , n.0 1-2: (enero de 2000). págs. 148-169.

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negro, en una imagen o fotografía de él. No podemos identificar con absoluta precisión aquellas partes de la imagen que refieren exclusiYa­mente a1 gato negro (como lo hace el término-sujeto en la desctipción) y aquellas panes de la imagen que le atribuyen determinadas propiedades - como ser negro- como lo hace la parte predicativa de la descripción. Ambas cosas, tanto la referencia como la predicación, se dan en la ima­

gen al mismo tiempo. Y lo mismo ocurre con la escritura histórica. Supongamos, una vez.

más, que en un texto histórico sobre el Renacimiento estamos leyen­do un capítulo, un párrafo o una oración sobre la pintura renacentista. ¿Debemos decir, entonces, que este capitulo, párrafo u oración se refiere al Renacimiento únicamente en el sentido de escoger algún objeto his­tórico o una parte del pasado a la cual le son atribuidas determinadas propiedades en alguna otra parte del texto? ¿0, deberíamos decir, en cambio, que el capítulo, párrafo u oración atribuye una propiedad a un objeto que ha sido identificado en algún otro lugar? Y, de ser as[, ¿dónde y cómo se identificó este objeto? Si es así, ¿qué nos permite distinguirlo de otros objetos íntimamente vinculados como aquellos del manierismo o del barroco? Todas preguntas que son imposibles de responder. Y no se trata meramente de que la historia sea una ciencia inexacta en la cual una absoluta precisión en tomo de la referencia es inalcanzable. Se tra­La, en cambio, de una cuestión de principios. Y el principio en cuestión es que, en la escritura de la hiswria y en el texto h istórico, referencia y atribución van siempre de la mano.

Pero esto no es todo. Podría objetarse que el mero hecho de que la referencia y la predicación vayan de la mano en la representación (histó­rica y pictórica) de ningún modo excluye la posibilidad de que referencia y predicación sean logradas por la repre5entación. Sin duda, una imagen o una fotografía de este gato refiere a este gato y le atribuye la propiedad de ser negro -y, de modo similar- ¿no es verdad que un libro sobre el Renacimiento no sólo refiere a determinados aspectos del pasado sino que también le atribuye al mismo tiempo ciertas características? El he­cho de que ambas operaciones se realicen al mismo tiempo mediante la representación es ciertamente una observación interesante acerca de la naturaleza de la representación, de modo que la objeción persistiría. Pe­ro ello representa simplemente una observación pedestre de que existe una vaguedad lamentable en la representación si se la compara con su

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2. El giro lingüístico: teoría literaria y teoría histórica

contrapane más sofisticada, es decir, con la descripción. Pero hacer esta objeción seria subestimar la representación y sus complejidades: la re­presentación es mucho más que una mera estación intermedia, tentativa e imperfecta, entre un encuentro no estructurado con la realidad y las certezas de la descripción verdadera.

Concedamos, por un momento, que un texto sobre el Renacimiento «refiere» al pasado. Deberíamos preguntarnos entonces a qué pasado refiere el texto exactamente. Y aquí aparecerán los desacuerdos. Di­ferentes textos esctitos por diferentes historiadores «referirán» a cosas diferentes. El Renacimiento de Burckhardt difiere del Renacimiento de Michelet, Baron, Huizinga, Burdach, Goetz, Brandi o el que Wolfflin tiene en mente. 13 Y estas diferencias no son meramente incertidumbres ocasionadas por la carencia de precisión característica de la escritura histórica. Puesto que es en estas diferencias y en estas incertidumbres d?n~~ se articula todo el pensamiento histórico y toda la comprensión htstonca. No podríamos tener discusión histórica ni progreso alguno en la comprensión histórica si todos supieran qué fue el Renacimiento y a qué se refiere (o no) el término. Indudablemente, existe un determina­do periodo histórico, una determinada civilización en determinado país con los que todos nosotros asociamos la frase «el Renacimiento» cuando la escuchamos. Pero aunque ésta es una condición necesaria, no es una condición suficiente para establecer referencia.

Para subrayar eso y evitar confusiones deberíamos utilizar un tér­mino alternativo y evitar el de «referencia» cuando discutamos la rela­ción entre la palabra «Renacimiento» y la parte de la realidad del pa­sado con la cual la asociamos. Propongo usar, en cambio, el término «~e~ a~~rca de >~ [ «being about»], que podría dar lugar a la siguiente dtstmcwn termmológica. A pesar de que tanto la descripción como la representación están en relación con la realidad, se dirá que una des­cripción refiere a la realidad por medio de su término-sujeto, mientras que una representación (como un todo) es acerca de la realidad. y mien­tras que l~ referencia se establece objetivamente, es decir, por un objeto en la reahdad que es denotado por el término-sujeto de la descripción, 4<Ser acerca de» es esencialmente inestable y difícil de establecer obje-

13Para una exposición brilla me de estas direrencias, véase 1-lendrik Schulte Nordholt. He! beell der Rcnaissancc. Amsterdam: n/d, 1948.

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tivamente, porque es definido de modo diferente por las descripciones contenidas en el texto de cada representación. Esto no implica que de­bamos estar desesperados respecto de las representaciones y lamentar la ausencia de las certezas de la descripción y de la referencia. Puesto que «ser acerca de» nos da el «espacio lógico» en el que son posibles el pen­samiento y el debate históricos; donde la «referencia» toma el lugar del «ser acerca de» la comprensión histórica languidece y la ciencia toma el mando. La discusión sobre qué serie de descripciones (incorporadas en una represen tación) representarán mejor una parte de la realidad es reemplazada entonces por la discusión sobre qué predicados son fieles

a la realidad. Esto puede aclarar por qué el giro lingüístico, como fue discutido

en la sección precedente, es tan esencial para una correcta comprensión de la esoitura histórica. Hice referencia allí a la noción de Qui.ne de «ascenso semántico», que fue definida como un discurso en el cual el nivel del «hablar» y el del <<hablar acerca de» empiezan a entremezclarse. Como hemos visto, es en la fusión de estos dos niveles donde se anuncia la ind iferenciación de la «compulsión del lenguaje» y «la compulsión de la experiencia» que tanto interesa a los defensores del giro lingüístico. Y es precisamente en la fusión del «hablar» y el «hablar acerca de>> donde deberían ubicarse la comprensión y el debate históricos. Puesto que, por un lado, el texto histórico contiene el nivel del «hablan> (i.e. el nivel en el cual el historiador describe el pasado en términos de enunciados individuales acerca de los eventos históricos, estado de las cosas, enlaces casuales, etc.). Pero, por el otro, también comprende el nivel donde tiene lugar la discusión acerca de qué fragmento del lenguaje (i.e., qué texto histórico) representa mejor o se corresponde mejor con algún fragmento de la realidad pasada. Este es el nivel del «hablar acerca del hablar» y es donde podemos preguntarnos, por ejemplo, qué definición deberíamos dar de los conceptos «Renacimiento» o «revolución» para llegar a una óptima comprensión de cierta parte del pasado.l

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l-+Es en este punto que podemos discernir una similitud entre el modo en que una representactón histórica se relaciona con el pasado y las •oraciones r,. de Tarski. D~ acuerdo con la convención T, un enunciado como <da nieve es blanca• es verdadero SI

la nieve es blanca. A grandes rasgos, la idea es que una oración T (tal como <<"la nieve es blanca" si la nieve es blanca») es una oración formulada en metalenguaje que consigna una oración en lenguaje-objeto (tal como «la nieve es blanca») como es el caso, si la ora-

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2. El giro lingü!slico: teoría literaria y teor!a histórica

Antes de seguir, será útil responder a una objeción obvia. Podría su­gerirse ahora que con todo esto he convertido un problema meramente práctico en uno teórico. El problema práctico es que «cosas» tales como el Renacimiento o la Revolución Francesa no son tan fáciles de iden­tificar como, por ejemplo, la Estatua de la Libertad o la Torre Eiffel. No obstante, se trata de una diferencia de grado pero no de principio. Y aquí se desprendería que no hay ninguna necesidad de introducir sutiles distinciones lógicas cuando pasamos de la descripciones de la Estatua de la Libertad a las representaciones del Renacimiento, por ejemplo. Puesto que descripciones y representaciones son similares desde un punto de vista lógico; y es sólo porque el Renacimiento constituye un objeto más complejo en el inventario mundial que la Estatua de la libertad, que pre­ferimos la palabra «representación» en el p rimer caso y «descripción» en el segundo. Además, para que la objeción desaparezca, pensemos en la representación pictórica; por ejemplo, en la imagen o fotografía del gato negro que mencionamos anteriormente. ¿No es el representado, el gato negro, un objetivo dado para que podamos evaluar la suficiencia de su representación pictórica de la mis ma forma en que decidimos acer­ca de la verdad o falsedad de una descripción del estilo de «Este gato es negro»? En ambos casos, ¿no se trata meramente de identificar co­rrectamente el objeto de la descripción o representación y de establecer, luego, si lo dicho acerca del objeto en cuestión se corresponde o no con lo que vemos?

clón.en lenguaje-objeto es verdadera. La oración T. por lo tanto, es en primer lugar, una oractón formulada en metalenguaje sobre lo que hace a una oración en lenguaje-objeto verdadera respecto del mundo. Y, en segundo lugar, las oraciones T siempre cumplen c~ta functón para oraciones individuales formuladas en lenguaje-objeto (tal como «la meve es blanca»). Ahora bten, ambas cosas tamb1én se aplican a la representación . Por­que las representaciones siempre nos IJevan al nivel del «hablar acerca del hablar», por lo tanto, al nivel del mctal<!nguaJc lijando la rdac1ón cntr.: d ltmguajc-ohjcto y d mun­do; y lo hacen de la misma forma que las oraciones T. Además, las representaciones están siempre relaciOnadas con un único representado Esta observación no carece de tmerés si recordamos que la.representación pertenece al dommio del lenguaje ordmario m~s que al de los lcngua.~cs lonnahzados ll imikka ha alirmado rccientt!mcntc ser cap:tz de formular una teoría de la verdad para los lenguajes ordinarios evitando cualquier ilpelac1ón (tarsklana) al metalenguaje. Pero si mi análisis de la representación en este c.lpltulo es correcto. no es probable que tal teoría amitarskiana de la verdad sea exitosa. Véase jaakko Himikka. <<Post-Tarskian Truth». En: Synthese: An InternaLional journal (or lplstemology, McthoJolo?J', and Philosophy ojSClcnce, n.0 126: (2001). ·

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No diré que no hay verdad en esta opinión: en la próxima sec­ción explicaré cuándo es correcto e incorrecto considerar c1enos tipos de enunciados que sugieren una especie de escala móvil entre la des­cripción y la representación. Pero, por el momento, deseo señalar que incluso en el caso de la represen.tación pictórica la cuestión puede ser más complicada que en el de la fowgrafía del gato negro.

Pensemos en la pintura de retratos. Cuando el pintor pinta un re­trato, tendemos a creer que la realidad representada nos es objetiva o intersubjetivamente dada (exactamente como cuando un fo tógrafo to­ma una fotografía del gato negro), ya que la persona que posa repre­senta una presencia física para el pintor, y puede parecer que no podría existir ningún desacuerdo acerca de su exacta naturaleza. La persona que posa debe parecer la misma a cualquier pintor, y a cualquiera que la observe con cuidado. Pero observamos, luego, que si una persona es retratada por diferentes pintores, cada pintor dará un retrato o represen­tación diferente de la persona que posa. Nuestra reacción inicial a esta situación será que algunos retratos son más fieles y se aproximan más a una descripción precisa que otras. Una intuición, por cierto, que podría ele modo muy contraintuitivo otorgarle a la fotografía el honor de ser el criterio último de la excelencia artística, lo cual constituye una ad­vertencia sobre la conclusión anterior. Sabemos bien que no juzgamos a los relratos (exclusivamente) sobre la base de su fidelidad fotográfica. Un buen retrato debería, antes que nada, mostrarnos la personalidad del representado.

No obstante, esta personalidad es tan poco un objetivo dado como la naturaleza del Renacimiento o ele la Revolución Francesa (i.e. , los ejem­plos ele representación histórica que consideramos hace un momento) . De este modo , en ambos casos, en el retrato y en la escritura históri­ca, nos enfrentamos a un movimiento descendente desde una superficie (intersubjetiva) hacia estratos más profundos de la realidad.15 Nuestra valoración del retrato podría empezar por el criterio de exactitud fo-

1 ~Esto puede servir de respuesta a la objeción hecha por Zammito de que existe una <~simetría emre representación pictórica y representación histórica que no es suficiente­mente valorada en mi propuesta de utilizar la representación pictórica como un medio para clarificar la naturaleza ele la representación histórica Véase john Zammito. ~An­i<t:rsrnit's Posmodernist Historiography». En: H15Lory une/ Theory. vol. 37, n ." 3: (1998), pág. 341 .

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2. El giro lingüístico: teoría literaria y teoría histórica

tográfica, pero desde allf avanzar a un nivel más profundo, dándonos acceso a la personalidad del representado. Y lo mismo vale para la es­critura histórica. En tanto, una descripción (o suma de descripciones), el texto histórico debería ser inobjetable. Esta es la «superficie», por así decirlo. Pero un texto histórico que nos dé descripciones correctas del pasado no es suficiente: el texto debe darnos también la «personalidad» del período (o de un aspecto de él). Y, como con la fotografía, tan pronto como hayamos traspasado la superficie de lo que es dado intersubjetiva­mente, tan pronto como hayamos , de este modo, penetrado en un nivel más profundo de la realidad, no hay señales obvias (y dadas intersub­jetivamente) acerca de dónde debemos detenernos o, por el contrario, dónde se nos invita a avanzar aún más profundamente . Sin embargo, en algún lugar tendremos que detenernos: tanto en la pintura como en his­toriografía, en determinado momento seguir penetrando nos reportará menos en vez de más. Y, una vez más, ésta es una limitación que sólo tiene su origen y ámbito de acción en el nivel de la representación: la realidad en sí misma no nos brinda criterios para este tipo de consisten­cia representativa, ni tampoco nos indica cómo aplicarlos.

La implicancia crucial de todo esto es la siguiente. Debemos ser muy cautelosos ante la intuición común de que la representación es una variante de la descripción; conclusión que sugiere que lo representado es intersubjetivamente dado exactamente a todos nosotros del mismo modo, con sólo mirar en la dirección correcta. La intuición es correcta solamente respecto de lo <<superfidal». Pero en cuanto pene~ramos más profundamente, la realidad se vuelve opaca y multiestratificada; los es­tratos se pierden en la oscuridad a medida que profundizamos, desde la superficie de esa realidad pública o cuasi-intersu~jeriva. Y este no es un pronunciamiento ontológico acerca de la naturaleza de la realidad, sino acerca de cómo la representación nos hace percibirla . La representación hace que la realidad misma se despliegue en esta infinidad de estratos diferentes; y la realidad se adapta en consecuencia. Este enfoque de la naturaleza de la representación puede ser explicado si reconocemos que toda representación tiene que satisfacer ciertas reglas, criterios 0

estándares de escala , coherencia y consistencia; y todas estas reglas y demás viven exclusivamente en el mundo de la representación y no en el de lo representado. Sólo las representaciones pueden ser «coheren­tes» o «consistenteS>>; tiene tan poco sentido hablar de una «realidad

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coherente» como de una «realidad verdadera». Pero en el nivel de la representación, estas reglas y demás son indispensables. Por ejemplo, el pintor figurativo de un paisaje no puede pintar en gran detalle la corteza de árboles y al mismo Liempo reducir lo accesorio en el primer plano a una mera mancha sugerente. Y como Haskell Fa in ya ha observado hace unos treinta años, algo similar es válido para la escritura de la historia. 16

La representación misma está unida a ciertos estratos, por así decirlo; las posibilidades son, en consecuencia, limitadas.

Una vez más, esto no tiene nada que ver con la verdad. Puesto que una pintura o un texto histórico que ignore estas reglas, criterios y estándares de coherencia y consistencia rep resentativa no nos invita a sostener creencias erróneas acerca de la realidad. Un historiador que comience infom1ando correctamente a sus lectores acerca del PNB de Gran Bretaña en 1867 y continúe luego contándonos acerca de los pro­cesos men tales de Charles Darwin en 1863 no atenta contra el requisito de contarnos la verdad acerca del pasado; lo acusaremos, en cambio, de presentarnos una narrativa histórica incoherente. Y una teoría histórica que sea insensible a esta dimensión de la escritura de la historia y sugi­riera que todos los problemas teóricos de la escritura histórica pueden, en ú ltima instancia, expresarse de otra fonna como problemas acerca de la verdad, es tan inú til y errónea como un esteta sosteniendo que la pre­cisión fotográfica es todo lo que necesitamos para valorar los méritos de la representación pictórica de la realidad que podemos ver en-nuestros museos.

El resultado de estas consideraciones es que existe en la represen­tación una correspondencia entre lo representado y su representación que no tiene una contrapartida o un equivalente en la descripción. La

descripción no conoce estas limitaciones de coherencia y consistencia que entran inevitablemente en escena tan pronto como pasamos de la simple descripción a las complejidades de la representación. Hay, así, al­go particularmente «idealista» acerca de la representación, en el sentido de que el modo en que decidimos conceptualizar la realidad en el nivel de la representación (de la realidad) determina qué es lo que encontra­remos en el nivel de lo representado (i.e., en el de la realidad misma).

16H . Fain. Between Philosophy ancl Hístory: The Resurrection of Speculatíve Philosophy of Histvry within the Analy tic Tradition . Princeton: Princeton University Press, 1973.

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2. El giro lingüislico: teoría literaria y teoría histórica

Esto no deberla ser tomado, sin embargo, en el sentido de que el pensa­miento o la representación de hecho «hace» o «crea» la realidad como

' ' a decir verdad , algunos deconstructivistas extremos o narrativistas acos-tumbran decir, sino sólo en el sentido de que una decisión en el primer nivel determinará qué encontraremos en el segundo.

No obstante, la sugerencia del idealismo es fortalecida por el hecho de que la realidad (o lo representado) seguirá siendo caótica mientras no se haya tomado esta decisión y no haya sido elegido ningún nivel de representación para ordenar este caos. En este sentido, y sólo en este sentido, puede ser defendida la afirmación pseudoidealista de que la representación determina lo representado. Dicho de otro modo, los contornos de la realidad, aunque no la realidad en sf misma, sólo pueden ser definidos si son representados por una representación. El forzar una decisión sobre si estos contornos tienen su origen en la realidad o en la mente es tan inútil y engañoso como la pregunta acerca de si América existía antes de que la gente comenzara a usar el nombre propio «Amé­rica». En cierto sentido sí, pero en otro no; y deberíamos conformarnos con esta ambigüedad.

Finalmente, el giro lingüístico no sólo debe asociarse con el postu­lado acerca de la distinción entre verdades analíticas y sintéticas, sino también con un método filosófico. El método fi losófico en cuestión es que muchos, sino todos los problemas filosóficos, pueden ser resueltos, o más bien disueltos, mediante un análisis cuidadoso del lenguaje en que se formularon estos problemas. En una palabra, el lenguaje pue­de engañarnos, y es tarea del filósofo del lenguaje mostramos dónde el lenguaje nos ha desviado del camino. Desde este punto de vista me­todológico, el giro lingüístico tiene otra lección que enseñarnos acerca de la diferencia entre descripción y representación y entre «referencia» y «ser acerca de». Desde un punto de vista gramatical, no hay ningu­na diferencia entre el enunciado «Este gato es negro» y el enunciado «El Renacimiento es el nacimiento de la mentalidad moderna». Y eso ha llevado a muchos filósofos (empiristas) a creer erróneamente que la lógica de estos dos enunciados también es idéntica. No obstante , a di­ferencia de lo que la similitud gramatical sugiere, la lógica del segundo enunciado es mucho más compleja si la analizamos apropiadamente. El enunciado es ambiguo y, además, cada uno de sus dos sentidos tiene diferentes estratos de sentido. Permítanme aclarar esto.

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Con respecto a la ambigüedad, el enunciado puede, en primer lu­gar, no referir a ninguna representación del Renacimiento en particular, sino simplemente expresar lo que es visto , en mayor o menor medida, como el común denominador de lo que la gente asociará habitualmente con la frase «el Renacimiento». Supongamos -como es razonable ha­cer- que existe tal común denominador. En tal caso, el término-sujeto del enunciado referirá a este común denominador y la pregunta de si el enunciado describe correctamente este común denominador decidirá su verdad o falsedad. En segundo lugar, este común denominador es, por supuesto, una representación de un fragmento del pasado (aunque, probablemente, una bastante truncada). Así puede decirse sin ningún problema que «es acerca de» el pasado (en el sentido en que estuve utilizando este término). Pero esto no es todo. Si realmente existe tal común denominador y, por lo tanto, hay una superposición sustantiva en cómo todos los hablantes usarán la palabra Renacimiento (y eso po­dría ser resumido en la opinión de que el Renacimiento dio origen a la modernidad), el enunciado será verdadero analíticamente, puesto que simplemente expresa lo que ya es, de por sí, una parte (aceptada) del signHicado de la frase «el Renacimiento» . Es aquí, entonces, donde el enunciado diferirá de una verdad sintética como la de «Este gato es ne­gro», a pesar de las similitudes gramaticales entre ambos. Pero , por otro lado, compartirá ahora con la verdad sintética la capacidad de «referir» a la realidad. Dado que si todos los hablantes relacionan la misma (serie de) palabra(s) con el mismo aspecto de la realidad, entonces el aspecto en cuestión se concretará en la cosa a la que podemos «referir» por me­dio de esta (serie de) palabra(s)Y De este modo, aquí «ser acerca de» se volverá gradualmente «referencia» , pero incluso esto no convierte al enunciado en uno descriptivo. Porque mientras las descripciones sean verdaderas o falsas sintéticamente, esto es verdadero o falso analítica-

17 Para un análisis de esta exposición de la ontología histórica y «acerca de lo que está~ en la realidad histórica, véase AnkersmiL, Narrative Logic. A Semantic Analysis of the Historians Languagc, págs. 155-169; para un breve resumen de la idea véase también Chris Lorenz. «Can History Be True?» En: !iistol)' and Theory, vol. 37, n.o 3: (1998),

pág. 311.

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2. El giro lingüíslico : teoría literaria y teoría histórica

mente, dependiendo de si ha expresado correctamente o no el (común denominador del 1 de los) significado(s) de la frase «el Renacimiento». 18

En segundo lugar, el enunciado «El Renacimiemo es el nacimien­to de la modernidad>, puede ser el resumen en una oración de alguna representación específica del Renacimiento. El ca rácter apodíctico del enunciado reflejará o expresará entonces el acuerdo del hablan te con esta representación específica. En este sentido, el enunciado expresa lo que Russell enigmáticamente denominó la «actitud proposicional» del hablante, esto es, su creencia en que la representación del Renacimiento en cuestión es sensata , creíble o plausible. Suponiendo que el hablante sabe de qué está hablando, el enunciado será verdadero analíticamente

1

puesto que, en este caso, lo atribuido al Renacimiento será verdadero sobre la base del significado que la representación en cuestión propone otorgarle a la frase «el Renacimiento». De ello se desprende, natural­mente, que en este caso el término-sujeto del enunciado no «refiere a»; ni siquiera es «acerca de» (alguna parte de) la realidad (pasada). Pero la actitud proposicional del hablante es tal que él cree que la represen­tación en cuestión es sensata, creíble o plausible (y puede o no tener buenas razones para esta creencia, pero no es esta la cuestión en este punto). O , dicho de otro modo, él cree que la representación en cues­tión es la mejor forma de vincular el lenguaje (un texto) a (una parte o aspecto específico de la) realidad (histórica). Desde esta perspectiva , el enunciado debe situarse en el n ivel del «hablar acerca del hablar» : es un pronunciamiento (implícito) sobre cómo deberíamos hablar acer­ca de la realidad, sobre cuál porción del lenguaje se corresponde mejor con qué parte de la realidad. Pero, por supuesto, todo esto sólo puede justificarse sobre la base de qué se dice acerca del pasado en el nivel del «hablan>, esto es, en el nivel de qué afirman acerca del pasado las descripciones individuales que contiene la representación en cuestión. De este modo , el enunciado en cuestión comprende tanto el «ser acer­ca de» (i.e., el nivel representacional que debe identificarse con el texto htstórico específico al cual el término-sujeto del enunciado «refiere») y

18Para obviar la objeción de que rni utihzación aquí de la distinción entre verdad Mlntética y analítica sea contradictoria con el ataque de Quine a lo que denomina «el primer dogma del empirismo», recuerdo al lector que Quine no estaba discutiendo el •l¡¡nlficado dt! los términos <<verdad analrtica>> y <<verdad sin tética>>, sino 1:! afirmación r.mpirista de que cada verdad es (reductible a) una u otra.

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«referencia» (tanto en la medida en que el término-sujeto del enunciado «refiere» a una representación, como en cuanto que la referencia se hace a la realidad pasada por el medio del término-sujeto de la descripción comprendida en la representación).

Ahora bien, todas estas distinciones, sutiles pero necesarias, se pier­den completamente cuando uno engloba brutalmente (con los empi­ristas) descripción (y «referencia») y representación (y «ser acerca de») únicamente sobre la base de las similitudes gramaticales de enunciados como «Este gato es negro» y «El Renacimiento es el nacimiento de la modernidad». Todo lo que hace fascinante a la escritura de la historia -y, además, todo lo que esta disciplina tiene que enseñar todavía a la filosofía del lenguaje contemporánea- se pierde entonces de vista. Esto será elaborado con más detalle en la próxima sección.

Más aún debe uno evitar el otro extremo y proyectar en las descrip­ciones lo que pertenece exclusivamente a la naturaleza de la represen­tación , como lo hizo recientemente Berkhofer.19 Puesto que entonces incluso los enunciados descriptivos más simples son presentados como si tuvieran la misma indeterminación respecto de la realidad pasada que la que hemos postulado para el nivel de la representación. Y el resul­tado, por lo general, es un escepticismo tan insondable como absurdo. Pero, como debe haber dejado claro lo anterior, deberíamos adoptar un prudente término medio entre, por un lado, el intento empirista de co­locar todas las representaciones históricas sobre el lecho de Procusto de la descripción, y, por otro, las exageraciones derrideanas. Ciertamente, el empirista tiene razón en gran parte de lo que encuentra .objetable (e incluso ridículo) en el culto orgiástico a la palabra del deconstructivismo de Derrida. Ciertamente, el deconstructivista tiene razón cuando sostie­ne, contra los empiristas, que el lenguaje tiene su propia contribución que hacer a la comprensión histórica. Ambos tienen razón, en cierta medida, pero al mismo tiempo ambos están equivocados. Deberíamos entonces invertir nuestra energía intelectual en explorar el juste milieu entre el Escila y Caribdis del empirismo y el deconstructivismo derri­diano. Y esto lo podemos hacer, otorgándoles tanto a la descripción (y «referencia») como a la representación (y «ser acerca de») lo que les co-

19Roben B~rkhofer. Beyond the Grcat Story: History as Text andas Discourse. Boston: Belknap Press of Harvard. University Prcss, 1995.

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2. El giro lingüístico: teoría. literaria y teoría histórica

rresponde, y, al mismo tiempo, reconociendo las limitaciones de cada una. Pero, desafortunadamente, la teoría histórica contemporánea tiene una obstinada propensión al extremismo que impide, efectivamente, un compromiso inteligente y provechoso.

Quisiera concluir esta sección subrayando que la indeterminación que se ha postulado para la relación entre el lenguaje histórico y la reali­dad histórica no nos obliga, en lo más mínimo, a cortar todo vinculo entre ambos. En los enunciados descriptivos individuales de una re­presentación, la referencia se hace a acontecimientos pasados, etc.; una representación, como un todo, «es acerca de» una parte específica de la realidad pasada. Pero «ser acerca de» debe distinguirse de «referencia» , puesto que la indeterminación en la relación entre lenguaje y realidad, característica de la representación, está ausente en el caso de la referen­cia. Y ambas deberían distinguirse de la correspondencia formal entre una representación histórica específica (lenguaje) y lo que ella repre­senta (realidad), que será investigado más profundamente en la sección final de este capítulo. Por último, debería sobre todo evitarse confundir «indeterminación» con «arbitrariedad », pues toda discusión histórica -la posibilidad misma de una discusión racional acerca de cómo vincu­lar el lenguaje histórico y la realidad histórica - presupone y requiere el «espacio lógico» que abre esta indeterminación.

Con tra los empiris tas

En su excelente estudio de la teoría histórica contemporánea, Muns­low distingue tres tipos de aproximación al conocimiento histórico : el reconstruccionista, el construccionista y el deconstruccionista. El pri­mero sostiene una «creencia fundacional en el empirismo y en el signifi­cado histórico»; el construccionismo refiere a un enfoque sociocientífico de la historia; mientras que el deconstruccionista «acepta que el conte­nido de la historia, como el de la literatura, viene definido tanto por la naturaleza del lenguaje empleado para describir e interpretar dicho contenido como por la investigación de las fuentes documentales» 2 0

Resultará obvio que la principal diferencia entre estos grupos de teóricos es el grado en el que sostienen (una variante de) empirismo puro. Los

20Alun Munslow. Dccvnstnlcling History. Nueva York: Routledge, 1997, págs. 18-19 .

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deconstruccionistas (al menos, los más sensatos) reconocen que tanto la compulsión de la experiencia como la compulsión del lenguaje tie­nen un papel en la comprensión histórica, mientras los empiristas (sean construccionistas o reconstruccionistas) aceptan sólo la compulsión de la experiencia. Esta situación implica que la carga de la prueba cae so­b re Jos empiristas; ellos deberían demostrar que todos los casos en los que los deconstruccionistas apelen a la compulsión del lenguaje pueden ser, en última instancia, reductibles a la compulsión de la experiencia. Por ende, en vez de acusar ruidosamente a Jos deconstruccionistas de un irracionalismo irresponsable (mediante el cual los empiristas tratan de ocultar su pobreza teórica) los empiristas hartan mejor en aclarar de qué modo las muchas diferencias teóricas y p rácticas entre la historia y las ciencias pueden explicarse sin poner en riesgo su empirismo.

Un ejemplo contundente del prejuicio empirista es la afi rmación de Richard Evans con la que concluye su denuncia de lo que indiscrimina­damente engloba como teoría histórica «posmoderna». Luego de nom­brar a unos pocos autores posmodernos (yo mismo he sido incluido en esa lista) y después de dar brevísima síntesis de sus respE'ctivas opinio­nes, continúa asi: «Miraré humildemente el pasado y diré a pesar de todos ellos: realmen te ocurrió, y si somos escrupulosos y cuidadosos y autocríticas, podemos realmente descubrir cómo ocurrió y alcanzar algunas conclusiones defendib les aunque siempre provisionales, sobre lo que significó».21 Uno recuerda en este punto la anécdota del «recha­zo» del idealismo de Berkeley por Samuel johnson, quien pateó una p iedra y declaró que esa era la prueba irrefutable de que la realidad ob­jetiva existe. Pero más impactan te en esta afirmación final de su libro es esa peculiar mezcla de soberbia y modestia. Por un lado, se postula arrogantemente que la verdad sobre el pasado es alcanzable (si uno es cuidadoso y autocn tico), pero, por otro, se declara, en la misma oración, que, modestamente, la verdad es inalcanzable, con la concesión casuai y aparentemente inocua de que uno siem pre arribará a «conclusiones provisorias». Evans es extrañamente insensible a la fuerte oposición en­tre su confianza en nuestra capacidad de «descubrir cómo ocurrió» el pasado y nuestra incapacidad para llegar a «conclusiones finales sobre lo que significó» -¡y wdo esto en una misma oración!- . Aparentemen-______ , _______ _

21Richard john Evans. In Dejen ce uf History. Londres: Granta, 1997, p~g. 253.

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2. El giro lingü ístico: teor!a literaria y teoría histórica

te él nunca se s intió compelido a considerar el intrigante problema de estas disputas interminables en la escritura histórica sobre «cosas» tan pec uliares como el Renacimiento o la Revolución Francesa, que nunca pasan de «conclusiones provisorias».

Lo que el profesor Evans p robablemente nunca entendió en su breve y superficial incursión en el extraño país de la teoría histórica es que aquí radica la inspiración de buena parte, sino de toda la teoría histórica. Porque lo que precisamente ha fasci.nado siempre a los más serios e inteligentes teóricos de la historia es lo siguiente: ¿cómo es posible que conozcamos cada vez más sobre el pasado al tiempo que la escritura histórica es una «discusión sin fin», como la llamó Pie ter Geyl? Esto es lo que los empiristas nunca explicaron satisfactoriameme, y ni inten taron hacerlo.

La mezcla de arrogancia y modestia del profesor Evans también pue­de ser encontrada en los ataques empiristas más sofisticados contra la posición que he defendido aquí. Aunque el profesor Zammito no se considere a sí mismo un empirista, dado que habla con tanta simpatía sobre la hermenéutica, el argumento que esgrime contra mi posición cuando comenta la siguiente cita de un texto de Car1o Ginzbu rg es un argumento empirista:

«En vez de considerar la evidencia como una ventana abierta, los es­cépticos contemporáneos la ven como un muro que, por definición , impide todo acceso a la realidad. Esta extrema actitud amipositivista, que considera todo supuesto referencial como una naiveté teórica, re­sulta ser una especie de positivismo invertido. La naiveté teórica y la sofisticación teórica comparten un supuesto común bastante simplis­ta: ambas dan por sentada la relación entre evidencia y realidad»22

Debo confesar que no logro entender por qué los escépticos con­temporáneos, tal como los describe Ginzburg, deberían ser culpados de «positivismo invertido»; pero tal vez no entiendo bien qué entiende él con esta limitación. Más allá de esto, me parece una declaración un tanto desconcertante; no me resulta claro qué tendría que ver con el debate entre «posmodernos» y empi ristas. En definitiva, Ginzburg es­tá hablando de la relación entre realidad histórica y evidencia histórica.

22 Zammito, «Ankersmits Posrnodernist Historiography» , pág. 34 3.

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No recuerdo ninguna discusión ocasionada por la teoría histórica «pos­moderna» donde esto haya o debería haber sido un punto de debate. las discusiones siempre se concentran en la relación entre el lenguaje histórico (o el texto Lout court) y la realidad pasada.

Pero quizá Ginzburg desea reprender a los posmodernos por haber soslayado la cuestión de la prueba. Si es así, ¿quién estaría dispuesto a discutir con él? Cualquiera puede ser criticado por no discutir lo que ellos no discuten (aunque seguir esta estrategia puede fácilmente trans­formar el debate intelectual en un tedioso e improductivo dialogue des sourds). Pero si la intención de Ginzburg es criticar a los posmodernos por encuadrar irresponsablemente la relación entre lenguaje y realidad histórica dentro de algo distinto de la relación entre evidencia y reali­dad histórica, entonces no puedo estar de acuerdo con él. Porque esta última cuestión es en gran medida irrelevante para lo anterior. Sólo podría revestir cierta relevancia sobre el supuesto de que la evidencia histórica dicta qué representación debería proponer el historiador so­bre el pasado. Sólo a partir de ese supuesto se desprendería que nada interesante ocurre en el trayecto desde la evidencia al texto, mientras que lo que realmente importa sucede en el trayecto entre la realidad pasada y la evidencia histó1ica. Esto nos obligaría a postular una com­pleta fusión de los niveles de la evidencia y la representación. Pero eso constituiría un empirismo tan absolutamente primitivo que apenas me atrevería a atribuírselo a alguna persona en sus cabales. Ello justifica­ría, por ejemplo, las especulaciones sobre la posibilidad de que algún programa de computadora redujera la escritura histórica a una simple digitación de botones luego de que toda la evidencia haya sido cargada en la computadora. Todo esto es demasiado absurdo como para merecer mayor discusión.

Sin embargo, es comprensible por qué los empiristas podrían sen­tirse seducidos por esta idea. Pues si con ojos de empirista uno ve en la escritura histórica solamente descripción y no representación, puede parecer que la evidencia (que puede ser empleada para justificar des­cripciones verdaderas del pasado) es todo lo que constituye la escritura histórica. Entonces uno puede caer en la tentación de creer que la clase de relación existente entre la descripción verdadera y lo que se descri­be es la matriz lógica de la relación entre toda la escritura histórica y el pasado. Afirmaciones como las de Zammito son esperables: «resta una

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2. El giro lingüístico: teoría literaria y teoría histórica

referencialidad respecto de la cual la práctica histórica busca ser traspa­rente» o «mientras que por un lado es cierto que la textualidad siempre transmuta su referente, no se deduce de ello que lo destruye».23 Y el resultado es la misma mezcla de arrogancia y modestia que notáramos en las declaraciones de Evans. Puesto que, por un lado, existe una su­misión pasiva a lo que la evidencia puede enseñamos sobre el pasado, mientras que, por otro, se postula o se sugiere arrogantemente que la verdad final y absoluta puede ser alcanzada a partir de dicha evidencia.

Como hemos visto, Ginzburg acusó al «posmodernismo» de un in­trigante «positivismo invertido». La misma crítica ha sido formulada contra White y contra mí por Chris Lorenz: «Cuando observamos el gi­ro metafórico en la escritura narrativa de la historia en oposición a esta clase de positivismo, podemos observar una característica interesante: el tipo de nanativismo defendido por White y Ankersmit representa la simple negación o el simple inversión de la visión positivista tradicio­nal». 24 Esto procede de una sección en el ensayo de lorenz titulada «El narrativismo como positivismo invertido». luego, en la misma sección, dice: «el empirismo también aparece en la representación de la investi­gación histórica ofrecida por White y Ankersmit».25 Para empezar, me desconcertó ser criticado de esta forma por un empirista profeso o teó­rico de la historia positivista. Aparentemente, el filósofo de la historia empirista es un oponente extremadamente difícil de contentar, porque incluso si uno está de acuerdo con él, no debe esperarse que ello lo ha­ga feliz; antes bien, uno será hecho a un lado con un comentario de mal genio. Yo mismo albergo una actitud más cálida hacia mis colegas de discusión. Por eso, cuando lorenz, tras haber explicado largamente cómo y por qué la metáfora atenta contra sus criterios empiristas, co­mienza a alabar la importancia de la metáfora al final ele su ensayo, no puedo menos que alegrarme abiertamente y sin avergonzarme por ese acercamiento entre él y yo.26

El positivismo invertido del narrativismo es explicado por lorenz del siguiente modo:

23Zammito, «Ankersmits Posmodernist Historiography», pág. 343. 24 Lorenz, «Can History Be True?», pág. 313. 23 Ibld., pág. 316. 26 Ib1d. , pág. 329.

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Esta oposición entre el lenguaje literal y el metafórico - presupues­to en el positivismo- es mantenida en el narrativismo «metafórico» de una manera invertida: los enunciados descriptivos son tratados como mera información que apenas merece la atención del fi lósofo y el lenguaje metafórico es elevado a cosa real. Consecuentemente, la epistemología y la estética también intercambian sus lugares en la filosofía de la histo ri a: la epistemología -hasta entonces considera­da la base de la filosofía analítica de la historia- es descartada y la estética ocupa su lugar27

Hay una gran cuota de retórica en esta cita. Nótese la considera­ción despectiva: «mera información que apenas merece la atención del filósofo» que es atribuida a los narrativistas, su p resunta apoteosis del lenguaje metafórico al ser «elevado a cosa real» y su descarte de la epis­temología. Y además de todo esto, está, por supuesto, todo lo deplorable que los empiristas asociarán inmediatamente con la «estética» (narrati­vista) y que nosotros estamos implícitamente invitados a proyectar en la posición «posmoderna» . El resultado de esta retórica es presentar al filósofo de la historia «metafórico» o «narrativista» como un intelectual salvaje que arroja por la borda todo el mobiliario filosófico tan cuidado­samente construido y cuidado por los empiristas.

Pero no hay necesidad de tal retórica. Mi interés en el narrativismo (no me atrevería a hablar por Hayden White) no liene absolutamente nada que ver con un menosprecio de la investigación histórica, esto es, el proceso de obtención de información fáctica sobre el pasado (y su expresión en descripciones verdaderas), con explicaciones causales a un nivel elemental, etc. Al contrario, estoy profundamente impresionado por los increíbles logros de los arqueólogos, filólogos e historiadores de las ciencias y por cuánto han ampliado nuestro conocimiento del pasa­do en una medida que generaciones anteriores de historiadores habrían creído totalmente impensable. Sin embargo, la popularidad actual del narrativismo no tiene nada que ver con una mirada despreciativa de la investigación histórica, pero sí mucho que ver con el estado de la teoría histórica de hace unos treinta años. En aquellos días los teóricos de la historia estaban interesados principalmente en tópicos tales como el mo­delo de cobertura legal, la explicación teleológica de la acción h umana, etc. A pesar de que la discusión de estos temas ha sido indudablemente

27Lorenz. <<Can Histo ry Be True?», págs. 3 13-314.

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2. El giro lingüístico: teoría literaria y teoría histórica

útil y es una parte valiosa e indispe nsable de la teoría histórica, algu­n os teóricos sintieron , no obstante, que algo importante de la escritura histórica era dejado de lado, esto es, la cuestión de cómo los hechos históricos son integrados en el texto histórico. Entonces estos teóricos narrativistas trataron de remediar esta lamentable unilateralidad: por consiguiente, su esfuerzo debería ser visto como un complemento más que como un reemplazo de lo que ya se venía haciendo. Esto puede ex­plicar qué hay de erróneo en la visión de l orenz sobre el narrativismo como «positivismo invertido». Él atribuye al n arrativismo una lógica «O - O» que describe así:

La referida lógica «o - o» puede ser observada en acción en el modo en que la narrativa se analiza en el narrativismo metafórico: o bien la narrativa de los historiadores es un simple subproducto de la inves­tigación, tal como la visión positivista tradicional la consideraría, o bien ella no tiene nada que ver con la investigación. O bien las narrati­vas de los historiadores están empíricamente fundamentadas - como consideraría la visión positivista «tradicional» - o bien las narrativas históricas no tienen ningún fundamento empírico y son productos de la imaginación literaria28

Ah ora bien , este cuadro de una lógica «O- o» existe sólo en la mente de l orenz porque los narrativistas abogaban an tes bien por una lógica «y - y» . Los narrativistas reconocían , en primer lugar, que la narrativa del h istoriador tenía sus cimientos en los resultados de la investigación histórica . Observaban, luego, que estos resultados tenían que ser inte­grados de un m odo u otro en un texto histórico, y entonces empezaron a preguntarse cómo se realizaba esto y de qué manera la realidad histó­rica podría guiar (y corregir) el procedimiento. Así es como dieron con el giro lingüístico, con su noción de «ascenso sem ántico » que puede ser empleada para conceptualizar el problema de qué parte de la realidad se corresponde mejor con qué parte del lenguaje. Por otra parte, eran conscientes de que éste era un problema diferente de (y no reductible a) la clase de dificultades que encuentra el historiador en la investigación histórica. Y así es cómo vieron en la escritura histórica un «y - y» (de la investigación histórica y de la integración de los resultad os de la inves-

28lbíd ' pág. 314.

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tigación histórica en el texto histórico) en lugar de la lógica «o- o» de Lorenz (entre ambas cosas).

Si uno se pregunta cómo Lorenz podría percibir una lógica «y - y» como «O - o» la respuesta no es difícil de encontrar. La clave está en su aseveración de que «en ambos niveles [i.e., el de la investigación h is­tórica y el de la integración narrativa] el establecimiento de verdad o falsedad depende de convenciones falibles e intersubjetivas; la diferen­cia entre enunciados individuales y narrativas completas es, por lo tanto, una diferencia de grado y no de tipo». 29 Sin duda, si uno sostiene que no hay diferencia real entre a y b (como hace Lorenz en relación con [l] el nivel de los enunciados individuales y [2] el de las narrativas completas) es un problema de lógica elemental que «a y b» puedan ser intercam­biados por «O a o b». Porque la conjunción «X y X» tiene el mismo valor de verdad que la disyunción «O x o X>>. Hasta aquí una explicación de la errónea interpretación que hace Lorenz de la posición narrativista.

Pero queda pendiente la cuestión de la plausibilidad de su propia vi­sión acerca de que debería haber una continuidad entre estos dos nive­les y que no hay una «diferencia de tipo» entre la investigación histórica y la integración narrativa. Por supuesto, podría apelar ahora a lo di­cho anteriormente acerca de la distinción entre descripción (el nivel del enunciado individual) y representación (el nivel de las narraüvas com­pletas) a fin de cuestionar esa cominuidad. Sin embargo, para probar mi posición me concentraré, en cambio, en otra inconsistencia del relato de Lorenz. En la última parte de su argumentación Lorenz se pregunta por los criterios a los que deberíamos recurrir para evaluar la credibilidad, verdad o plausib ilidad de lo que un historiador ha escrito sobre el pasa­do . Su respuesta es: «Con este objetivo, la epistemología ha desarrollado criterios de rastreo de la verdad -para decirlo con la pertinente frase de Carroll- tales como alcance, poder explicativo, exhaustividad, etc., y esos son los criterios que realmente importan cuando queremos evaluar propuestas de conocimiento rivales». 30 Para una comprensión correcta de esta cita es importante observar que Lorenz recomienda no confundir la verdad en sí con los criterios de «rastreo de la verdad» tales como al­cance y demás. Porque en una nota (refiriéndose a Ways ofWorldmaking

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2~Lorenz, <<Can History Be True? >>, pág. 325. 301b!d.

2. El giro lingüís tico: teoría literaria y teoría histórica

de Goodman) Lorenz explicitamente adopta la opinión de que la verdad por sf sola es de poca utilidad en la ciencia y en la historia («la verdad , lejos de ser un amo solemne y severo, es un sirviente dócil y obedien­te»). Por lo tanto, no la verdad, sino el alcance, el poder explicativo, la exhaustividad y demás constituyen aquello que deberíamos tener en cuenta si deseamos comprender la racionalidad del debate histórico.

Este pasaje y cita me desconcertaron tanto como el fragmento refe­rido al principio de esta discusión del empirismo histórico de Lorenz. Porque en mi libro sobre la lógica narrativa había argumentado de mo­do similar que el alcance y no la verdad es el criterio correcto para la plausibilidad de la narrativa histórica31 -pero Lorenz no lo menciona aquí, aunque si lo hace en otra parte- .32 Por lo tanto, al igual que en el caso del papel de la metáfora en la escritura histórica, parece haber en ese punto más acuerdo entre Lorenz y yo de lo que el mismo Lorenz está dispuesto a reconocer; a tal punto que, si se me permite parafrasear a la acusación de Lorenz con.tra el narrativismo como un «positivismo invertido», me sentina tentado a caracterizar su propia posición como un <marrativismo invertido».

o necesito aclarar CL:ánto me alegra que Lorenz haga suyo el cri­terio de alcance de los narrativistas. Pero el narrativismo y su criterio de alcance tienen sus límites; en la investigación histórica, la verdad, y no el alcance, resulta decisiva. Ningún historiador sensato apelaría al alcance, al poder explicativo, o la exhaustividad en una discusión sobre el año en que nació Erasmo, o sobre cuáles eran las tasas de interés a largo plazo en los Estados Unidos en 1887, por ejemplo. Enunciados sobre cuestiones como estas son simplememe verdaderos o falsos y el alcance y demás no juegan ningún papel aquí (por muy difícil que, a veces, resulte en la práctica establecer la verdad o la falsedad en estos casos). Así, paradójicamente, la posición empirista de Lorenz necesi­ta una inyección extra de ~mpirismo. La paradoja se presenta desde el momento en que los empiristas sólo admiten Ltn criterio de plausibilidad histórica -como declara explícitamente Lorenz en el pasaje que acabo

31 Ankersmit, Narrative Logic. A Semantic Analysis oj che Historian's Language

págs. 220-248. · 32E , n otra parte, Lorenz presenta a sus leclores una exposición adecuada de cómo yo

hab1a ar~umemado el cnteno de alcance. Véase Lorenz. Konstruktion der ve,gangerheit: E1ne Euifuhltlllg m d1e Gcsc/Hchtsthcuric, págs. l39-H7.

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de citar-. Entonces, cuando se vean confrontados con el hecho de que la escritura histórica comprende tanLo la descripción (la verdad) como la rep resentación (el alcance) tendrán que decidir en qué dirección avan­zar, restándole importancia a la otra opción. Lorenz ha de~idido avanzar en dirección a la representación tamo como se lo permite su empirismo (y en mi opinión, incluso más allá). Ha ido r.an lejos que los narrativis­tas (como yo) empezamos a preocuparnos por lo poco que ha quedado del componente descriptivo en su argumentación e insistimos en que él debería dar más espacio a la verdad (empir ista) de lo que actualmente tiende a darle.

Como veremos en un momento, McCullagh optó por el otro extre­mo del dilema empirista: redujo toda representación a desctipción y ver­dad. Deberíamos tener presente, ante todo, que el dilema es puramente un producto de la ideología empirismo y que, en contraste con esta ideología, tanto (l) descripción (<<hablar») como representación («hablar acerca de hablan)) son partes del esfuerzo del h istoriador por abordar el pasado, y (2) nunca deberíamos caer en la tentación de descartar una

cosa por la otra. La esencia de la crítica empirista de McCullagh, como la expresó en

su reciente The Truth of History, puede encontrarse en el siguiente pasaje:

Un filósofo de la historia, F R. Ankersmit, ha sostenid<1 reiterada­mente que las descripciones generales del pasado no p ueden ser ver­daderas, porque no refieren a nada real en el mundo. Él p iensa que determinados acontecimientos particulares son reales, pero las ge­neralizaciones son sólo construcciones conceptuales creadas por los hiswriadores, sin referencia a nada real. •3

Ahora bien, yo nunca dije tal cosa y no es casual que McCullagh no cite ningún escrito mío donde se encuentren aseveraciones tan extrava­gantes. Sin embargo, es fácil ver cómo se genera semejante cati catura de mi posición , pues McCullagh continúa:

33Chriswpher Behan McCullagh. The 1hllh of Hist01y. Londres: Routledge. 1998, pág. 64. No haré ningún comentario sobre la propensión de McCullagh a sustituir la argumentación por la invectiva y por la fingid;¡ o (probablemente) real incapacidad de comprender mis argumentos. Sin embargo. debo confesar que me ha resultado una experiencia muy extraña descubrir semejante aversión por los argumentos ractonales y desapasionados en los escritos de alguien que en otra ocasión exaltó la «verdad» y la «imparcialidad» con palabras tan grandilocuemes.

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2 . El giro lingüísLico: teoria literaria y teoría histórica

En su libro Narrative Logic (1983), Ankersmit expuso por primera vez sus rawnes para negar que los términos generales refieren a al­go en el mundo. En el capitulo 5 de ese libro presenta el siguiente análisis del empleo de dtchos términos. Los histonadores estudian la evidencia disponible y derivan de allí el conocimiento de varios he­chos del pasado; observando esws hechos adquieren una idea de uno o más patrones en ellos, totalidades conceptuales a las que se refieren a veces mediante términos generales; luego describen estos patrones en su escritura. <,Por ejemplo, términos como "Renacirniento", "Ilu­minismo", "cap italismo europeo de la temprana edad moderna" o "la declinación de la J.glesia·• son de hecho nombres asignados a "imáge­nes'' del pasado propuestos por los historiadores en su esfuerzo por aprehender el pasado,¡ (p. 99) 3·f

Dejo de lado la sugerencia de McCullagh de que primero se dis­ciernen en el pasado cienos patrones (menos aün «una idea» de tales patrones), los cuales son luego «descriptos» con términos tales como «el Renacimiei1t0».35 Porque, como siempre he insistido, tanto en el libro mencionado por McCullagh como en otros, la palabra «descrip­ción» sólo puede ser usada significativamente en relación con el pasado propiamente dicho y no respecto de los patrones que el historiador decide o, en realidad , se propone proyectar sobre ese pasado. Esta distinción es absolutamente crucial en mi argumento pues refleja la diferencia entre descripción y representación ya mencionada. Seguramente no es casual que McCullagh no pueda recon~cer la diferencia, dado que no cabe en su marco empirista, donde sólo hay sitio para la descripción (verdadera).

Es aun más impactante el hecho de que McCullagh describa térmi­nos como <<el Renacimiento» como «términos generales» . En verdad, si términos corno «el Renacimiento» o «el Iluminismo» fueran << térmi­nos generales» como «ser grande», «hablar vigorosamente», «juicio)), «ejecución», y demás (estos son los ejemplos de términos generales que brinda McCullagh) entonces la visión que McCullagh me atribuye resul­taría claramente absurda. Ya que quién querría negar que tales términos

341bfd., pág. 65. 35Estnctamente hablando. esto es un galimatías fi losMico: los historiadores des­

criben el pasado, no «patrones,>. aunque pueden describir el pasado meditlnte el dis­cernimiento de patrones en el. Lo que nos permite alcanzar algo no es idéntico a lo alcanzado propiamente dicho. un auto puede permitirnos hacer un viaje. pero los autos en s! mismos no son viajes.

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generales nos ayudan a describir la realidad (pasada), yo me resistir ía a la opinión de que ellos «refieren» a la realidad , a pesar de que pueden ser verdaderos respecto de la realidad.36 Pero nunca defendí semejante afirmación tan profundamente equivocada del estatus de dichos térmi­nos. En cambio, los he descripto siempre y uniformemente como los nomlJI'es propios de las así llamadas sustancias narrativas (i.e., de las vi­siones o representaciones del pasado o, como hemos visto en la sección anterior, de un denominador común que puede discernirse en una can­tidad de representaciones a graneles rasgos comparables) que refieren a aquellas sustancias narrativas o representaciones del pasado. Por lo tan­to, no existen sólo dos niveles, uno, el del pasado propiamente dicho y otro, en el cual el pasado es descripto en términos de propiedades que son atribuidas a objetos en el pasado, denominadas y referidas mediante los nombres propios mencionados en estas descripciones. Tal es según McCullagh la concepción empirista y descriptivista del lenguaje históri­co y de su relación con el pasado. Deberíamos adoptar, en cambio, un modelo de tres niveles para dar cuenta de cómo la realidad histórica y el lenguaje del historiador se relacionan entre sf. Primero, está el pasa­do propiamente dicho; luego tenemos el nivel de las descripciones de McCullagh; y tercero, el de la representación (histórica). Y toda vez que la descripción y las representaciones son lógicamente diferentes (véa­se la sección anterior), deberíamos resistir el esfuerzo descriptivista por reducir toda representación a descripción.

Permítanme desarrollar esto último. Cambiar el modelo de los dos niveles por el de tres implica que los nombres propios pueden encon­trarse tanto en el segundo como en el tercer nivel: un nombre propio puede referirse a un objeto en el pasado (segundo nivel) y a una repre­sentación del pasado (tercer nivel). Desafortunadamente, puede hacer ambas cosas mediante el empleo del mismo nombre propio. Percibire­mos cuán indispensable es reconocer la presencia de un tercer nivel si notamos la equivalencia de (l) «Napoleón era una persona dueña de sí

3~Para no crear más confusiones, aclararé que no estoy pensando en este punto en otra cosa que, lo que de común acuerdo se dice sobre que. en un enunciado (o descripción) verdadero, sólo el término-sujeto y no el término-predicado es referido. A menos que uno sostenga la visión comraintuitiva de que, aparte de los objetos verdes o rojos, la realidad contiene cosas tales como «<o verde» o <do rojo». Esto es, por supuesto, aquello que los escoh\sticos medievales denominaban «realismo».

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2. El giro lingüístico: teoría literaria y Leoría hisLórica

misma» (dicho por alguien que acaba de leer las memorias de Caulain­court), y (2) «el Napoleón de Caulaincourt era una persona dueña de sí misma». «Napoleón» en el enunciado (l) es imercambiable con «el Napoleón de Caulaincourt» en el enunciado (2). En ambos se hace refe­rencia a una cierta representación de Napoleón (i.e ., la de Caulaincourt) y no a la persona de carne y hueso que vivió entre 1769 y 1821 y fue em­perador de Francia. Tendemos a olvidar este significado del enunciado (l) por su equívoca similitud con un enunciado tal como: «LEmpéreur n'était pas naturallement violent. Personne ne se ma1trisait comme lui quand ille voulait. [El emperador no era violento por naturaleza. Na­die era tan amo de sí mismo como él cuando así lo deseaba] »Y Aquí Caulaincoun se refiere indudablemente a Napoleón mismo y no a una representación de él (aunque sea una parte de tal representación) . A cau­sa de las similitudes gramaticales de (l) y (3) tendemos a concluir que ambos enunciados también son lógicamente equivalentes. Sin embargo, los enunciados acerca del pasado (segundo nivel) deben distinguirse de los enunciados sobre representaciones del pasado (tercer nivel). Me per­mito recordarle al lector mi advertencia en la sección anterior respecto de que en la escritura de la historia las disparidades más extraordina­riamente lógicas pueden esconderse bajo similitudes gramaticales. Ello puede ilustrarse más contundentememe con las consideraciones ante­riores, puesto que observamos aquí cómo incluso los enunciados pue­den moverse del nivel de la descripción - enunciado (3) - al nivel de la representación - enunciados (l) y (2)-. Los enunciados pueden ya estar influidos por la lógica de la representación.

Lo que ha sucedido es lo siguiente: en el libro al ql.(.e se refiere Mc­Cullagh, yo abordaba la representación histórica (como acabo de de­finirla) . Dado que el diccionario filosófico Je McCullagh no incluye esta noción, sino meras variantes de la descripción, se ha visto forzado a buscar la equivalencia más aproximada dentro de su vocabulario: así fue que dio con la noción de «término general». Probablemente sintió que debe haber algo de «general>> en nociones tales como «el Renacimiento>> o «el Iluminismo», toda vez que ellas pueden ser relacionadas con algu­nas características más o menos «generales» de los períodos históricos

37 Armand-Louis-Augusun De Caulai ncourt y .Jean Hanoteau. De Moscou ci París avec l'Empércur. Parfs: Union générale d'éditions Saint-Amand, 1963, pág. 174.

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correspondientes. Esto explica por qué se «olvidó\> convenientemente de que siempre y uniformemente he caracteJizado tales términos como nombres propios (de las representaciones) y no como términos gene­rales. Luego pasó observar (correctamente) que los ténninos generales pueden ser empleados para formular descripciones verdaderas del pa·· sado y entonces concluyó que mi afirmación de que tales términos no se refieren a la realidad histórica debe ser erróneo. Pero esto ignora la esencia de mi análisis y ciertamente no constituye un argumento con­

u·ario. Ampliemos nuestra perspectiva y consideremos la discusión de Mc-

Cullagh del carácter único del Renacimiento o del Iluminismo. Su argu­memo consiste en que no sólo podemos hablar de «el Renacimiento» o «el Iluminismo» sino también de «el renacimiento carolingio» e incluso de «renacimientos» en plural como u n término clasificatorio general. La posición de McCullagh consiste en que, desde un punto de vista lógi­co, el término «Renacimiento» funciona, en buena med1da, del mismo

modo que términos como «perro» o «silla»:

Ankersmit parece no haber reconocido jamás que diferentes instan­cias de términos generales son siempre úmcas en detalle, pero que dlo no les imptde ser clastf1cadas. Acepta que realmente existen las sillas y lus perros. Pero unas y otros difieren muchísimo entre sí. En verdad es diffcil pensar en las caractetisucas generales de todas las sillas .. . Prectsamente eso mismo es cierto para los conceptos genera­les empleados para caracterizar d pasado !i.c., conceptos tales como «Renacimiento". «Iluminismo», etcétera] . 38

A modo de ejemplo, McCullagh menciona en este contexto a The Rcnaissancc of the Tweijth Century (192 7)39 de Haskins y sostiene que este libro demuestra que la historia conoce d1feremes períodos que pue­den ser <<clasificados» como renacimientos, asi como diferentes perros pueden ser clasificados como tales a pesar de sus diferencias, a veces impresionantes. Luego concluye que «no hay duda de que algunos tér­minos clasit[caLOr' )S son bastante vagos, y su vaguedad puede a veces llevar a los historiadores a objetar su aplicabilidad». 40

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18McCullagh . The Truth of H1s10ry, pág. 68. 39McCull:lgh r~f1.:rt: errLín.:am~nlt: daño 1 q57 como su f.:cha de publicación ~0McCullagh. The Truth ¡if Hist(>ly, pág. 68 .

2 El giro lingufslico: teoria literaria y teoría histórica

Ahora bien, Huizinga ya había criticado el uso que Haskins hizo del término «Renacimiento» para caracterizar el pensamiento del siglo XII.

El pensamiento del siglo Xll, dice Etienne Gilson, puede parecernos más cercano al del Renacimiento que al pensamiento del siglo XIII.

El siglo XII es una centuria de preparación para el siglo XIII. Eso es. Si esto nos puede parecer contradictorio, el error es nuestro, pues es­tamos habituados a considerar el Renacimiento como la culminación del desarrollo de toda la Edad Media. Pero a fin de aprehender d siglo Xll, no debería comparárselo con el Renacimiento sino con el siglo Xlll.<H

En suma, Huizinga critica el uso que Haskins hizo del término «Re­nacimiento)) para el siglo XII porque estaba inspirado en una concepción teleológica del pasado que nos hace olvidar el carácter único de las di­ferentes épocas históricas. Haskins conocía el renacimiento italiano del siglo XV y decidió entonces que podían encontrarse renacimientos alií donde lo ocurrido pareciera preparar el camino para este Renacimiento. Es com o decir que los años de colegio secundario de una persona for­maran parte de sus estudios universitarios en tanto lo prepararon para Jo que vendría -negándole por lo tanto a aquellos años un e status propio­. De este modo, Huizinga insiste en que uno debería resistir la tentación de descubrir renacimientos e 1luminismos por doquier, luego de que historiadores caracterizaran ciertos períodos como «el Renacimiento» o «el Iluminismo», o al menos uno debería tener mucho cuidado al res­pecto. Es de esperar que un enfoque tal con funda más que lo que aclara, dado que el significado exacto de esos términos siempre tiene que ser estipulado por quien los emplea y no forma parte del uso normal del lenguaje.

Para mi sorpresa, el propio McCullagh presenta un ejemplo contun­dente de esta inestabilidad sistemática dd significado de los términos 0

conceptos históricos, ejemplo que me parece absolutamente devastador de su propia tesis. Puesto que él discute un libro de George Holmes sobre el Renacimiento florentino tüulado The Florentine Enlightenment. ¡Aquí se refiere al Renacimiento con el «término clasificatorio» « lh.imi­nismo>}! Me gustaría preguntarle al profesor McCullagh qué diría él si viviera en una comunidad lingüística donde una misma cosa pudiera

~ 1johan Huizinga. «Abaelard» . En: Verzamclde Werhen . nld, 1949, págs. 4-120.

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ser caracterizada por algunos como un perro y por otros, como una si­lla. ¿No le resultaría un poco extraño o, al menos, inusual y necesitado de aclaración? ¿De este modo, no hacen sus propios ejemplos perfec­tamente claro que conceptos clasificatorios tales como «perro» y «silla» obedecen a una lógica diferente de la que rige a conceptos históricos típicos como «Renacimiento» o «Iluminismo», que requieren un trata­miento especial por parte del lógico?

Creo que la teoría de McCullagh sobre los conceptos históricos -cla­sificatorios o no- está viciada por una falta de comprensión acerca de cómo el lenguaje y la realidad se relacionan en la escritura histórica. Parece tener dos teorías al respecto. Se refiere primero a la bien cono­cida teoría de los juegos del lenguaje de Wittgenstein, la cual postula que no se puede ofrecer ninguna condición suficiente y necesaria para el correcto empleo de las palabras. Y de allí procede a defender la teoría de que «hay criterios para la aplicación de la mayoría de los términos generales» 42 - esto es, precisamente la teoría que Wittgenstein desea­ba desacreditar con su teoría de los juegos del lenguaje -. Ahora bien, no voy a importunar a McCullagh con esta inconsistencia, pero le pre­guntaré, en cambio, qué autoridad tenemos para la correcta aplicación de las palabras a la realidad. La respuesta del último Wittgenstein fue, básicamente, que «el signiftcado está en el uso» y todo el escándalo de su teoría consistía en sostener que no hay criterios para justiGcar el uso. Sólo existe el uso, y eso es todo. Pero ¿qué hay del uso de términos como «el Renacimiento» o «el Iluminismo»? ¿Existe tal empleo generalmente aceptado, como en el caso de términos como «perro» o «silla»? Aparen­temente no, si encontramos que algunos historiadores van a caracterizar un período como «el Renacimiento (florentino)» y otros, como Holmes, como «el Iluminismo (florentino)». Y habrá incluso historiadores, con una tendencia a acordar, que argumentarán en favor de ambos térmi­nos (pues ¿no fue acaso el renacimiento un período de iluminismo?), haciéndonos imaginar, pues, una comunidad formada de tres categorías de hablantes en el cual la primera categoría llama «perro >> a una deter­minada cosa, la segunda categoría la llama «Silla» y luego una tercera categoría dice que es tanto un perro como una silla. Es de esperar que la comunicación verbal sea todo un desafío para esta gente y que de?an

~ 2 McCullagh, The Truth of History, págs. 67-68.

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2. El giro lingüístico: teoría literaria y teoría histórica

dedicarle una cantidad desproporcionada de tiempo y energía a diluci­dar el significado de las palabras. Tal es, y no casualmente, el caso de la escritura histórica.

Por supuesto, tenemos efectivamente esa autoridad: es el debate histórico tal como ha evolucionado gradualmente en la historia de la escritura histórica. Pero en el curso de este debate el disenso nunca se resuelve apelando al significado de las palabras. Uno no le dice a Has­kins: «Bueno , todos sabemos lo que significa la palabra "Renacimiento" y usted la ha empleado (in)correctamente a esa parte del pasado» ni discutiríamos que Holmes ignora lamentablemente el significado de las palabras «Renacimiento» e «Iluminismo» a causa del uso que hace de ellas. En cambio, los h istoriadores esperarán silenciosamente y verán qué hace un colega con estas palabras en su libro o artículo. Es de­cir que, al introducir o emplear estos términos de un modo novedoso e inesperado , los historiadores se preguntarán si este nuevo uso pue­de advertimos sobre algún aspecto del pasado que no habíamos notado ames y si puede hacemos ver conexiones nuevas para nosotros. Cues­tiones como estas son decisivas, y no preguntarnos si un término ha sido empleado correctamente (o no). El debate histórico es una disputa semántica, pero no sobre el significado exacto de las palabras, sino sobre el pasado.

Precisamente, los historiadores han resuelto la disputa en base a los diferentes signi6.cados asignados a términos como «el Renacimiento» o «el Iluminismo». O, para decirlo provocativamente, no es la coincidencia sino la diferencia en el significado la que gravita en la práctica del debate histórico. Por ello estos conceptos son, y tienen que ser, «esencialmen­te discutidos», como dijera Gallie hace ya medio siglo.43 Y quien se fía (como McCullagh) de lo que hay en común entre los diferentes usos de los conceptos históricos, queda atado a todo aquello que es peso muerto e irrelevante en la práctica histórica. Si han de existir realmente

H «Además intentaré mostrar que hay disputas centradas en los conceptos que aca­bo de mencionar que son perfectamente genuinas; que a pesar de no poder resolverse por argumentos de ningún tipo, son sin embargo sustenwclas por argumentos y evidencia respetable. Esto es lo que quiero decir cuando afirm0 que hay conceptos que son esen­cialmente discutidos, conceptos cuyo empleo inevitablemente comporta interminables disputas sobre los usos correctos por parte de sus usuariOS>> (el énfasis es mfo) . Véase W B. Gallie. «Essentially Contested ConceptS>>. En: Philosophy and the His toricc!l Unclers­tanding. Nueva York: Chatto & Windus, 1968, pág. 158.

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teorfas de la historia capaces de «asesinar a la historia» (para utilizar la fraseología alarmista de Windschuule) -lo cual, sin embargo, es bastan­te improbable- los peligros provendrán de los empiristas doctrinarios como McCullagh (y el mismo Windschuttle) más que de sus liberales oponentes narrativistas.

Una última observación: McCullagh libra su batalla bajo el pabellón de la verdad histórica. Para él «la verdad» es el fin más alto y sublime de toda la escritura histórica. Está habituado a lanzar la verdad histó­rica como una granada de mano argumentaliva contra quien él sospe­che (correcta o incorrectamente) de abrigar simpatías relativistas u otras igualmente enfermizas. Ahora bien, la verdad es sumamente importan­te, sin dudas, y todo empieza, pero no termina en ella (allí es donde disiento con McCullagh). Es así en el caso de las ciencias. Se pueden llenar bibliotecas enteras con observaciones verdaderas sobre la realidad física sin jamás añadir ni una jota a nuestra comprensión de ella. En el desarrollo científico de los últimos doscientos años no ha sido decisiva la verdad sino el talento para identificar aquellas verdades que realmente cuentan y que pueden profundizar nuestra comprensión de la natura­leza de la realidad física, Esto es lo que distingue a importantes teorías nuevas de aquellas que no lo son, y a los grandes científicos de sus co­legas mediocres. Y lo mismo ocurre con la historia. Bien puede ocurrir que el historiador que ofrezca una visión pobre del Renacimiento no pe­que contra el mandamiento de decir la verdad y nada más que la verdad. Incluso es posible que todas las verdades reveladas por él nunca antes hayan sido percibidas y, sin embargo, sus colegas pueden desechar su trabajo por no aportar nada significativo a nuestra comprensión del pa­sado. En nuestro itinerario a través del pasado la verdad siempre debería

· ser nuestra compañera pero nunca nuestra guía, por la sencilla razón de que no pod1ia jamás ser nuestra guía, como no lo es en las ciencias.44

++Dado que los enunciados como estos tienden a ser malimerpretados continua­mente por mis lectores, me apresuro a agregar que esto no implica en. lo nuis mínimo un rechazo de la racionalidad de la escritura histórica ni de la discusión histónca. Por el contrario, pknso quo:: soy incluso un cro::yemo:: más firmo:: ~n la racionalidad de la disci­plina histórica que mis detractores empiristas, toda vez que elles, al fin y al cabo, están frecuentemente obligados a realizar concesiones casi rituales al relativismo para explicar los puntos en los cuales los hechos acerca de la escritura histórica están en desacuerdo con sus orgull0sas Jhrmacion~s empiristas (me po::rmito recordarlo:: ::~llt!cwr mis com~n­tarios sobre el libro de Evans o sobre la opinión de Lorenz de que, en cierta medida, el

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2. El giro lingüfstico: teoría literaria y teoría histórica

Una de las ventajas del giro lingüístico es que n0s permite compren­der esto. Hemos visto que, de acuerdo con el giro lingüístico, no siem­pre pod remos distinguir entre la «compulsión del lenguaje» y la «com­pulsión de la experiencia». Esto implica que frecuentemente podemos sostener creencias verdaderas sobre el pasado -lo enfatizo: creencias verdaderas- que tuvieron su origen en el lenguaje empleado o propues­to por el historiador más que en los hechos empfricos determinados. Una vez más, la verdad no está en juego aquí: el historiador que emplea un leguaje empobrecido, convencional y poco imaginativo no puede ser culpado de faltar a la verdad a causa de ello . Sus verdades son simple­mente poco interesantes, son verdades triviales con las que no querria­mos perder el tiempo. En suma, el giro lingüístico nos enseña que en el lenguaje, más específicamente en los conceptos, el vocabulario y las metáforas que utilizamos, podemos encontrar nuestra guía para evitar las verdades irrelevantes y para ponemos en la senda de aquellas verda­des que profundizarán nuestra comprensión. Como Gallie ya enfatizara (véase nota 44), reconocer las limitaciones de la verdad no implica en lo más mínimo que somos ahora instrumentos involuntarios del prejui­cio, la arbitrariedad y la irracionalidad. Puede demostrarse que el doble requisito de alcance - maximización y de originalidad puede explicar y justificar qué es lo decisivo en el debate histórico (dicho sea de paso, es un requisito sorprendentemente similar al que teóricos tales como Karl Popper desarrollaran para Las ciencias). La racionalidad del debate histórico puede ser explicada en términos de estos dos requisitos, y La verdad no juegJ ningún papel aquí. 45

Teoría literaria y teoría histórica

Comencé este capítulo mencionando el hecho bien conocido de que Metahistory (1973) de Hayden White cambió por completo la teoría

historiador está a merced de valores políticos o éticos, voluntariamente o no) . Mi po­sición en ningún punto me obliga a hacer tales concesiones derrotistas. Mi tesis tan sólo plamea que no deberíamos apelar a la verdad para explicar y justificar la racionalidad histórica.

45Para este punto véas~ el próximo caprtulo de este libro y el último capitulo de mi Narralive logic. Para evitar malentendidos: la verdad es, por supuesto, un requisito no negociable y una cvnditio sine qua 11011 en el nivel de la descripción.

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histórica existente. Las viejas cuestiones perdieron buena parte de su urgencia anterior y desde entonces nuevas p reguntas requirieron aten­ción . Intenté explicar la naturaleza de este cambio en términ os del giro lingüístico. Así lo hice porque el giro lingüístico es la mejor clave para acceder a la naturaleza de estos cambios en la teoría histórica recien­te. Pero debería agregar que, al proceder de este modo, mi exposición no concuerda con la forma en que estos cambios realmente se produ­jeron. En Metahistory nunca se hace referencia al giro lingüístico - y si no me equivoco- tampoco White le ha p restado atención en sus es­critos posteriores. La explicación consiste en que White encontró su principal fuente de inspiración no en la filosofía del lenguaje sino en la teoría literaria . En Metahistory y en sus últimas obras, Nonhrop Fre­ye, Auerbach , Barthes, j akobson, etc., son los teóricos a los que White hace referencia más frecuentemente mientras que está menos interesa­d o en los filósofos, hayan o no aceptado el giro lingüístico . Incluso un autor como Richard Rorty, cuyas opiniones se encuentran tan próximas a las de White, nunca parece haber despertado su interés. Y esto no es cierto sólo para White, sino para muchos de los más recientes teó­ricos de la historia, como Kellner, LaCapra, Gosman, Rigney, Shiner, Carrard y Linda Orr, hayan seguido o no a White, o hayan llegado in­dependientemente a con clusiones similares. Y aunque deberíamos estar profundamente agradecidos por todo lo que h an logrado en sus escritos, desafortunadamente no nos faltan razones para deplorar su fracaso en vincular su empresa con lo que aconteció en la fi losofía contemporánea. Esto puede explicar la total ind iferencia o incluso el desprecio absoluto de los filósofos (del lenguaje) por la teoría histórica contemporánea.

Esto plantea la cu estión de la relación entre el giro lingüístico y la teoría literaria; y, más específicamente, la cuestión de si ambos han lle­gado más o m enos a lo mismo -como la mayoría de los teóricos de la historia parece creer sin jamás fundamentar sus creencias- o si hay algunas diferencias que deberiamos tener en cuenta.

Obviamente, existen imp ortantes similitudes. Tanto el giro lingüfs­tico como la teoría literaria ponen énfasis en que el lenguaje no es un mero «espejo de la naturaleza» y que todo nuestro conocimiento y todas nuestras representaciones lingüísLicas de la realidad llevan las marcas del medium lingüístico en el que son form ulados. Uno podría llamar a esto

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2. El giro lingüístico: teoría literaria y teoría histórica

«kantianismo lingüístico»46 que es compartido tamo por el giro lingüís­tico como por la teoría literaria, el lenguaje funciona en ambos casos como la imaginación kantiana y las categorías kamianas de la compren ­sión. Empero, existen diferencias no menos importantes entre ambos. Es difícil, por supuesto, generalizar sobre una disciplina tan compleja como la teoria literaria, pero más allá de lo que uno piense del forma­lismo, del estructuralismo, del deconstructivismo, de las teorias de la respuesta del lector, de la teoría psicoanalítica, o de la crítica marxista,47

el texto literario siempre es el objeto de investigación, y por ende, la realidad investigada. Esto es, de hecho, menos trivial y menos inocuo de lo que puede parecer a primera vista. Porque implica que la teoría li teraria no problematiza realmente la brecha entre lenguaje y realidad como lo hacen la epistemología y la filosofía del lenguaje en general. De aquí se desprende que para un teórico literario no hay absolutamente nada revolucionario ni siqu iera interesante en la afirmación d e que un texto es una <<cosa» o un «objeto», que es parte de la realidad (empí­rica). Para el teó1ico literario tal aseveración no es más llamativa ele lo que puede resultarle a un biólogo que se le diga que las flores y las bac­terias son parte de la realidad. Así, el teórico literario habla libremente del lenguaje como si fuera una parte más de la realidad al igual que las flores y las bacterias; y no percibirá mayores problemas teóricos y filosó­ficos al hacerlo que los que enfrema el biólogo al Lratar con sus bacterias y sus flores (aunque, por supuesto, descubrirá toda clase de problemas fascinantes en la realidad textual o lingüística investigada por él).

Pero esto le resultará muy diferente al filósofo , para quien en la bre­cha entre realidad y lenguaje se originan todos los secretos de referencia, significado y verdad . El teórico literario «naturaliza» el lenguaje, mien­tras que el fi lósofo del lenguaje siempre «semantizará» el lenguaje y la relación del lenguaje con el mundo+8 Para el filósofo existe , por un la-

.. ~Franl< Ankersmit. History and Tropology: The Rise and Fall of Metaphor. California: University of Califomia Press, 1994.

.¡; Estas son las categotias en las que Richter sttbdividió a la teoría literaria contem­poránea en su libro The Critica! Tradition, 2da. ed., Boston, 1998. Curiosamente, los teóricos narrativistas de la historia han prestado escasa atención a la c<narratología». Una excepctón es Kalle Pihlainen. Resisti!1g Hist01y: the Ethics of Narrati ve Representa/ion. Finlandia: University of Turku, 1999.

-ld Para una exposición excelente del problema de hasta qué punto el lenguaje pue­de ser visto como una parte más del mundo, véase Anhur Coleman Danto. «Historical

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do, la realidad y, por otro, el lenguaje. Cruzar la brecha entre ambos significa cubrir el trayecto donde pueden situarse todos los tópicos de investigación. Por lo tanto el filósofo descartará inmediatamente la pro­puesta de que el lenguaje es un objeto o una cosa -porque entonces no habrfa ninguna diferencia entre el comienzo y el final del trayecto que se investiga-. Es cierto que algunos filósofos49 dicen que el len­guaje es una cosa, pero cuando lo dicen, son conscientes de que están proponiendo una tesis muy provocativa y revolucionaria. Pueden argu­mentar con los pragmatistas, por ejemplo, que el lenguaje es sólo un instrumento más que nos permite darle sentido al mundo y como tal, es similar a los microscopios, mapas o relojes cuyas interacciones causales con el mundo no dejan lugar a dudas sobre su estatus ontológico que no tiene nada de extraordinario. O pueden sostener, como he venido haciéndolo aquí , que a pesar de que los enunciados pertenecen al domi­nio del lenguaje, puede decirse correctamente que los textos pertenecen a la realidad. Pero aunque el tipo anterior de argumento pragmatista pueda naturalizar la semántica y reducir las cuestiones fi losóficas sobre la relación entre el lenguaje y el mundo a ciencia cognitiva, esta opción no estará abierta para nosotros cuando adoptemos el último argumento. Porque entonces, todos estos difíciles problemas semánticos de referen­cia, verdad y significado (que acompañan a la brecha entre realidad y lenguaje) reaparecerán cuando pasemos del nivel del enunciado al del texto (histórico) complejo. 50 Estas, obviamente, son las cuestiones que hemos investigado en las secciones precedentes de este capítulo. En su­ma, la aseveración de que el lenguaje es una cosa resulta para el filósofo

Language and Historical Reallty». En: Narmtion ai1Ci Knowledge. Nueva York: Columbia University Press, 1985, especialmente págs 305-310. Danta nos recuerda que el prag­matismo y el lenguaje fil0sófico ordinari0 tienden además a «naturalizar" el lenguaje y, por lo tanto, se acercan más al modo en que la teorfa literaria nos exige lldiar con el lenguaje. Debería señalarse, finalmente, que la naturalización del lenguaje del histo­riador que ha sido defendida en este capitulo tiene lugar dentro de una semántica del lenguaje histórico. Pues he intentado dejar en claro cómo y por qué la representación trasciende a la matriz de la semántica de la descripción o del enunciado verdadero. Esto sólo podrla ser realizado tomando a la semántica como punto de partida.

~9Para este punto y para una elaboración mayor véase la nota anterior. Anhur Cole­man Dam a. Tire TrcmsjiguraLi<m <1[ the Ccmmlllllplac<.'. Cambridge: Cambridge Universny Press , 1983, Cap. 7.

~°Como he intemado demostrar en «The Use of Language in the Writing of Histmy». en Ankersmit, History and Tropology: Thc Wse and Fall of Metaphor, págs. 75-97.

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2. El giro lingüístico: teoría literaria y teoría histórica

un enunciado mucho más problemático - y que necesita mucha más aclaración y restricciones- que para el teórico literario.

Por supuesto, los problemas que convocan el interés profesional del filósofo podrían reaparecer cuando nos preguntemos por la relación en­tre el texto (en tanto objeto de investigación del teórico literario) y el lenguaje empleado por el filóso fo para expresar los resultados de su in­vestigación. Pero este trayecto no es recorrido por la investigación del teórico literario, quien indaga textos y no problemas epistemológicos de cómo su lenguaje se relaciona con la realidad (textual) estudiada por él.

En consecuencia, mientras que acuerdan en que el lenguaje no es un medio transparente en su relación con la realidad, el filósofo , al de­fender el giro lingüístico, tiene en mente algo diferente que el teórico literario. Para los teóricos literarios , el reconocimiento de este hecho corresponde a la identificación de una nueva, y hasta aquí inadvertida parte de la realidad empírica - esto es, el texto (literario)- que pue­de, luego, ser investigada empíricamente como cualquier otro aspecto de la realidad. Para los filósofos, sin embargo, la opacidad del lenguaje tiene sus implicancias sobre cómo el lenguaje (co)determina las creen­cias verdaderas que tenemos sobre la realidad (más específicamente, el hecho de que no siempre podemos aiscernir entre «la compulsión del lenguaje» y «la compulsión de la experiencia»). Para los teóricos lite­rarios este enfoque no tiene relevancia, la tendría sólo si comenzaran a pensar filosóficamente sobre cómo el lenguaje que usan se relaciona con el lenguaje y los textos que investigan. Pero ¿por qué habrían de estar interesados en esto? De modo similar, cabría preguntarse ¿por qué deberían los físicos estar interesados en problemas epistemológicos? El problema es irrelevante para el tipo de investigación que realizan. En­tonces se. desprende que, de hecho, uno puede ser un teórico literario sin jamás tener necesidad de adoptar el giro l.ingüístico (y viceversa).

Se deduce de las consideraciones precedentes que hay ciertamente un campo común en las implicancias que para la teoría histórica deben tener el giro lingüístico y la teoría literaria. Y desde esta perspectiva es comprensible que los teóricos de la h istoria no se preocuparan de­masiado por las diferencias potenciales entre estas implicancias. Pero, como debemos reconocer ahora, debería esperarse que existan tales di­ferencias, y la claridad conceptual nos exige escrutarlas cuidadosamente. Pues esto puede permitirnos decir algo sobre qué es bueno y qué es malo

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en la teoría histórica contemporánea, en tanto que abreva su inspiración en la teoría literaria.

La diferencia crucial consiste en que el giro lingüístico coloca en la agenda la transición desde la realidad al lenguaje. Este no es el caso de la teoría literaria, dado que ( l ) trata exclusivamente con el lenguaje o con textos, y (2) la teoría literaria no formula una visión específica sobre la relación epistemológica entre sus propias teorías y su objeto de inves­tigación. Uno tiende a olvidarse de este último tema porque la teoría literaria siempre discute cómo deberíamos leer e interpretar los textos, lo que parece involucrar a la relación epistemológica entre lector y tex­to, pero esto es engañoso. Pues debemos distinguir entre aquello que sucede en la relación entre el lector de un texto literario y dicho texto, por un lado, y lo que ocurre entre el texto teórico de la teoría literaria y aquellos aspectos de la literatura discutidos en el texto teórico, por otro lado. Sólo en este último nivel se discutirán las cuestiones episte­mológicas que podemos encontrar cuando investigamos los problemas interpretativos o epistemológicos encontrados en el primer nivel.

Para decirlo en una sola frase: en verdad, la teoría literaria es una teoría sobre textos pero no sobre sus propios textos. Tomemos por ejem­plo al deconstructivismo: se recomienda al lector deconstruir el texto literario que lea, pero no que deconstruya el deconstructivismo. Y aun si uno intentara aplicar el deconstructivismo a su propio texto -como, sin duda, lo han intentado algunos autores como Derrida y Rorty, quien ve en la (con)fusión de niveles su principal contribución a la teoría­se enfrentaría con una regresión infinita, puesto que entonces para ser consistentes deberíamos hacer lo mismo con los resultados de la de­construcción del texto deconstructivista, y así ad infinitum. Se deduce que uno debería desconfiar de que tales intentos (como el de Rony51

)

produzcan una fusión de filosofía y teoría literaria. Porque tales intentos inevitablemente caerán en una regresión infinita, como la que esperaría­mos cuando intentamos resolver problemas filosóficos con medios no filosóficos.

Debe haber quedado claro ya lo que los teóricos de la historia pue­den y no pueden esperar de la temia literaria. Puede resultamos útil

51 Richard Ron y. Conlíngency, /ron y and Solidal"ity. Cambridge: Cambridge UniversiLy Press, 1989.

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2. El giro lingüístico: teoría literaria y teoría histórica

leer y entender correctamente el texto histórico; nos hará conscientes de que el texto histórico es una «máquina» altamente compleja para ge­nerar significado textual , y de muchas complejidades que no habíamos visto hasta ahora . Puede informarnos sobre los signifi cados ocultos de un texto, los cuales no han sido formulados intencionalmente por el autor y en muchos casos, no son percibidos por sus lectores. La impor­tancia de estos significados ocultos no puede ser razonablemente puesta en duda. Pensemos por ejemplo en las afinidades entre la novela rea­lista o naturalista del siglo XIX y el estilo realista de buena parte de la escritura histórica hasta el presente, q ue han sido señaladas por autores como Roland Barthes, Hayden White, Hans Kellner, Lionel Gossman 0

Ann Rigney.52 En este punto , el descubrimiento de significados ocultos constituye la identificación de nada menos que un estilo histórico. En la teoría literaria, la identificación de estilo es una de las claves más im­portantes de los secretos del texto . No es diferente (en la historia de) escritura h istórica, puesto que un análisis de la historia de esos estilos históricos puede mostrarnos las características más generales del modo en que diferentes épocas concibieron su pasado. Pensemos en cómo White distinguió el estilo irónico de la escritura histórica del Iluminis­mo, el estilo metafórico y organicista de la escritura histórica romántica y el estilo metonímico de su contraparte contemporánea de inspiración sociociemífica. Y puede ser, incluso, como el modelo tropológico de White sugiere, que exista una lógica estilística oculta que conduce de un estilo a otro. Por lo tanto, nadie que pretenda escribir la h istoria de la escritura histórica puede permitirse ignorar las lecciones de la teoría lite­raria. Y, en efecto, a partir de Metahistory de White, la historiograffa, esto es, la historia de la escritura histórica ha experimentado una metamor­fosis completa. De hecho, surgió un tipo de historiografía enteramente nueva y fascinante, y no cabe duda de que es esta una contribución a la disciplina histórica que las futuras generaciones no abandonarán nunéa.

52 Roland Barthes. Michelet par lui meme. París: Éditions de Seuil, 1954; Hayden Whne. Troptcs of Drscourse: Essays in Cultural Criticism. Ballimore: The johns Hopkins Umverstty Press, 1978; Hans Kellner. Language and Historical Representa/ion. Madison: UniversiLy of Wisconsin Press , 1989; Lionel Gossman. Between Literature and History. Cambndge: Cambndge Umversity Press, 1990; Ann Rigney. The Rhetoric of Historical Representatron: Three Narralive Histories ojthe French Revolution. Cambridge: Cambridge University Press, 1990.

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En efecto, los libros escriws por los autores mencionados no se p:u ecen virtualmente en ningún aspecto a los libros de un Fueter, un Meinecke, un Srbik, o un lggers, aunque ciertamente no desearla implicar que la obra de estos historiadores de la escritura histórica ha sido sustituida por «la nueva historiografía». En el futuro necesitaremos ambas variantes de historiografía.

Pero la teorfa literaria resulta mucho menos útil cuando tenemos que abordar el problema central de la temia histórica, esto es, el problema de cómo el historiador da cuenta de la realidad pasada o la representa. Es una teoría acerca de dónde deberíamos buscar el significado de los textos, pero no acerca de cómo un texto puede representar una realidad distinta de sf mismo, y acerca de la relación entre texto y realidad. Cier­tamente la cuestión del significado de un texto es parte del problema de esa relación. ¿Cómo podríamos decir algo sensato sobre esa relación si no supiéramos lo que estábamos leyendo cuando leímos un texto? De este modo , podemos suponer que, a fin de determinar la relevancia de la teoria literaria para la teoría histórica, será necesario , en pl·itner lu­gar, examinar cómo los problemas de significado y los problemas de la representación histórica interfieren entre sí en la práctica de la escritura histó1ica.

Para tratar esta cuestión preliminar, tomemos como ejemplo el deba­te histórico sobre el Renacimiento. No necesito decir que, si los historia­dores del Renacimiento han de tener un debate enriquecedor, una con­dición mínima para ello es que debería haber suficiente consenso acerca del significado de las diferentes obras que han sido escritas al respecto. Igualmente resulta obvio aclarar que la teoría literaria pretende ser capaz de lidiar con este problema. Resulta menos evidente cómo operaria esto en la práctica. Supongamos que un teórico literario deconstruclivista interviene en el debate sobre el Renacimiento y sostiene que el signifi ca­do del libro de X sobre el Renacimiento difiere respecto del significado que uno o más participantes del debate han creído siempre válido. Por ejemplo, el deconstructivista podría tomar como punto de partida el fa­moso cuadro de Burckhardt sobre el modo en que en el Renacimiento se corrió el velo que cubría ambas panes de la conciencia hl..!mana durante la Edad Media. Entonces el deconstructivista podría argüir plausible­mente que para el ser humano ello no resultó, en medida alguna, aquel beneficio emancipador que Burckhardt deseaba ver en ello; sino que, en

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2. El giro lingüístico: Leoría literaria y teoría histórica

realidad , significó una pérdida tremenda y un empobrecimiento terrible del yo, comparable con el trauma que cada sujeto experimenta cuan­do pasa de una identificación solipsista con el mundo (i.e., la madre) a ser un individuo miserable e insignificante separado de , y opuesto a, todo el mundo exterior. VistO desde la perspectiva del mundo externo, uno pierde el mundo entero al convenirse en uno mismo; y visto desde la perspectiva del sujeto, el descubrimiento renacentista del yo fue el primer paso en dirección a la desnudez del posterior yo trascendental cartesiano y kantiano . Sólo el organicismo del romanticismo restituiría al individuo una pequeña pane de los tesoros perdidos durante el Re­nacimiento. Resulta poco sorprendente que a los autores románticos les gustara tanto idealizar la Edad Media. 53 Avanzando más en esta linea, el deconstructivista podría continuar y ver en los aparentes triunfos del Renacimiento una pobre compensación para la pérdida de todos sus so­portes tradicionales y confiables. ¿El individuo libre y emancipado del Renacimiento no era también un penoso solitario en un mundo hostil que continuamente tenía que juntar energías para mantener a raya a los innombrables peligros que lo amenazaban? ¿No era acaso éste el men­saje de la afirmación de Maquiavelo sobre la eterna pugna entre la diosa Fortuna y la virtii.? El deconstructivista concluiría diciendo que siempre hemos percibido la mitad del texto de Burckhardt y que existe un ma­tiz más oscuro en dicho texto, y que, para comprender enteramente el sorprendente genio de Burckhardt, debemos reconocer la presencia de ambos significados en su texto, en lugar de quedarnos solamente con el significado superficial.

Bueno, este es tan sólo un ejemplo de las cosas desconcertantes que los teóricos literarios pueden hacer con los textos históricos. 54 y no cabe duda de que enfoques como estos sobre los significados ocultos del texto histórico podrían complicar inmensamente el debate históri·· co. Podría inferirse que necesitamos consultar primero a los teóricos literarios antes de entablar un debate histórico serio. Las implicancias obviamente desalentadoras de esta complicación del debate histórico habrán de contribuir al disgusto de los historiadores por la teoría litera-

53 Y las amhigü~!d::~des en su posición, ¿no reflejan ~ntonc~s la propia rd~ción muy ambigua. de Burckhardt con el romanticismo?

54Los análisis de Gossman sobre Thierry y Michelet en su Betw(en Literatwe a11d Hiswry son incomparables.

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ría y a su convicción de que la introducción de los teóricos literarios en la práctica de la historia bien podría constituir «el asesinato de la his­toria» (Windschuule, otra vez). Y esto podría explicar además por qué los historiadores tienden a ser tan obstinadamente dogmáticos respec­to de la intención del autor: 55 parece ser el único freno confiable ante la posibilidad de una disolución del debate histórico en la bruma de la ambigüedad textual radical. Por lo tanto, mientras que el abandono de la intención del autor le da al teórico literario su pan de cada día en el mundo académico, parece privar al historiador del suyo.

Pero ¿realmente es tan grave la situación como temen Los historiado­res? No por casualidad elegí al deconstructivismo para mi ejemplo de lo que podría hacerle la teorfa literaria a la historia y a la teoría histórica. Porque incluso el deconstructivismo con su supuesta fascinación por la subversión , por la irracionalidad y por la inconsistencia - que lo hace tan odiado y tan temido por historiadores como Windschuttle y Evans­no es una amenaza real. Como mi ejemplo puede haber dejado en claro, hay dos caras de la «intervención deconstructivista». En primer lugar, ellos descubren significados hasta aquí insospechados en los textos de los historiadores y al hacerlo nos hacen más conscientes de lo que hay de interesante en el texto. ¿Qué podría tener de malo esto? En segun­do lugar, al obrar así, los deconstructivistas proponen nuevos modos de observar el pasado sin pronunciarse, empero, sobre la plausibilidad de estas nuevas visiones del pasado desde la perspectiva de los historiado­res profesionales. Esto les corresponde a ellos, y así el resultado neto parece ser de ganancia más que de pérdida.

Sin embargo, Los miedos de los historiadores no son completamen­te infundados. Pues mientras que en el ejemplo recién mencionado se respeta cuidadosamente La disti nción entre significado lingüístico y sig­nificado histórico, o sea, entre lo que debemos al lenguaje y lo que le debemos al mundo -para que el lenguaje no se convierta en un rival

55 Estos historiadores han encontrado un poderoso aliado en los escritos de Mark Be­vir. Véase Mark Bevir. The Logic of the Hrstory of Ideas. Cambridge: Cambridge University Press, 1999, para una discusión más extensa de las miradas atemporales de Bevrr, véase Rethinking His!OI)', 3 de diciembre de 2000.

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2. El giro linguístico: teoria literaria y teorfa histórica

de la experiencia en el propio ámbito de esta última- 56 no obstante, en otras s ituaciones esta d iferencia puede no respetarse. la tropología de White nos brinda un buen ejemplo. Dado que, por un lado, es un sis­tema puramente formal derivado de propuestas relevantes que White había hallado en los escritos de Vico, Frye, Pepper y Mannheim, a pri­mera vista parecería estar exento de implicaciones materiales. Pero si observamos de cerca, esta impresión inicial parece estar equivocada. De acuerdo con la grilla tropológica, el relato del historiador siempre será inevitablemente una comedia, o una tragedia, o un romance, o una sáti­ra, etc. Seguramente, estas son todas las formas narrativas pero todavía quedan formas con un contenido más o menos específico , como al pro­pio White le gustaba enfatizar al hablar del «contenido de la forma» (no por casualidad, el título de uno de sus libros). Sin dudas, de aquí brotan las mayores resistencias de los historiadores contra el sistema de Whi­te (las más legítimas seguramente). Los historiadores se sienten ahora como pintores a quienes se les dice - adrede o no - que son impresio­nistas, expresionistas, fauvistas o cubistas, y que cada esfuerzo de su parte por escapar a estas cuatro formas de la representación está conde­nado al fracaso. Comprensiblemente los historiadores tienden a ver a la tropología como un sistema que les brinda cuatro filosofías especulativas de la historia que dictan gran parte de lo que ellos desearían decir so­bre el pasado. Ellos percibieron el hecho de que se les permitiera elegir entre cuatro diferentes filosofías especulativas como una magra mejo­ra respecto de las pretensiones exclusivistas de la tradicional filosofía especulativa de la historia. En contraste con la libertad deconstructivis­ta White colocó al historiador en un mundo cerrado Je formas fijas.

' Si el sistema de White hubiera sido más flexible de modo que pudie-ra adaptarse a cada contenido histórico concebible, sin duda no habría provocado semejante ira entre los historiadores. Y el problema se hizo más grave aún porque White nunca ofreció ninguna clase de deducción trascendental para su lista de formas tropológicas. Su tropología es «a prendrc ou a laissen>.

El giro lingüístico, tal como ha s ido expuesto, nos mostrará la sali­da de esta situación. Puesto que como no podemos discernir entre la

56Utilizo itáhcas en esta frase para destacar eltmperialismo lingulstico drsculido aquí desde la relación emre los postulados del lenguaJe y los de la experiencia como fueron expuestos por el giro lingüfstico.

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compulsión del lenguaje y la de la experiencia, nunca podrtamos estar justificados al decir que las limitaciones formales violentan la evidencia histórica. Por lo tanto, la lección que podemos aprender de las dificulta­des ocasionadas por la tropología de White es que el formalismo debería siempre evitar impostar formas con un contenido más o menos fijo so­bre la riqueza potencial de la escritura histórica. Cuando esto ocurre, los postulados del giro lingüistico han sido ilegítimamente transgredi­dos. Así, el lenguaje ya no sería meramente una fuente potencial de verdad irreductible a lo que muestra la realidad, sino que empezaría a interferir con la compulsión de la experiencia. Comenzaría a dictar qué es lo que la experiencia puede o no descubrir en realidad siendo recep­tiva a ciertos contenidos ofrecidos por la experiencia, y hostil a otros - del mismo modo en que el formalismo cubista es propenso a la línea recta y el ángulo recto, y hostil al círculo o a la elipse-.

Podría objetarse ahora que el requisito es imposible, que se opone a la propia naturaleza del formalismo. Pues el formalismo siempre impone ciertas formas sobre la realidad (o sobre el modo en que la percibimos); por lo tanto, un formalismo que respeta completamente la libertad del historiador para representar parece ser una contradictio in tenninis. Co­mo si uno comenzara por dejar a cada historiador en total libertad para obrar como mejor le pareciere, y luego solemnemente confiriera a cada narrativa el honor de ejempliftcar una cierta forma que se ajusta a esta narrativa y a ninguna otra. Sin dudas, es la Liebeswd del formalismo.

Pero en la escritura de la historia no hay nada raro u objetable acerca de este tipo anárquico de formalismo. Para dejarlo en claro, me gustaría referirme a mi ejemplo de cómo debe aplicarse el giro lingüístico a la escritura histórica. Observamos ya de qué manera una forma lingüísti­ca, esto es, el significado de un concepto como el de «Renacimiento», era concebida por el historiador a fin de dar forma y sentido a una parte específica del pasado. Aquí encontramos que una perfecta correspon­dencia entre forma y contenido y su perfección es demostrable a priori. Pues la forma está definida aquí exclusivamente por su contenido, y cada contenido diferente daría lugar automáticamente a una forma distinta. Pero ¿por qué seguir utilizando el tétmino «forma» para describir es­te contenido específico? ¿Qué añade a la posesión de mero contenido? ¿Por qué tendríamos necesidad de esta noción? ¿Es algo más que la «rueda que puede girar sin que nada se mueva con ella» de Wittgens-

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2. El giro l.ingüfstico: teoría literaria y teoría histórica

tein y por lo tanto no es parte de la máquina? La respuesta es un «no» rotundo, dado que sólo la forma puede dar coherencia a lo que hasta en­lOnces era mero contenido; sólo gracias a ella una masa caótica de datos sobre el pasado está organizada en un todo reconocible. Sólo si se la dota de forma como se pretende aquí, el contenido de la escritura puede ser procesado en la práctica de la investigación y del debate históricos. La «piel de la forma» formal es, y debe ser, infinitamente delgada dado que no debe agregar nada a aquello que contiene,57 pero no obstante, debe ser suficientemente fuerte para cumplir la tarea que de ella se espera. Por lo tanto, deberíamos estar agradecidos a White por habernos advertido de esta «piel» formal, pero su piel tropológica es demasiado «gruesa» y demasiado «curtida», por así decirlo, para adaptarse fácilmente a cada contenido puntual.

A fin de captar la naturaleza de este problema, recuerdo la afirma­ción de que no hay representado sin su representación. Si aplicamos esa observación a este contexto, reconoceremos que esta simetría entre representación y lo que representa tendría que se; (re)formulada en tér­minos de forma. O, para ser más precisos, las formas denotan aquellos aspectos de (una) realidad representada, que corresponden a la natura­leza de una cierta representación tal como la denota un determinado concepto histórico. Para expresarlo en una sola fórmula: los concep­tos son las contrapartes lingüísticas de las formas en la realidad. Pero estas formas no anteceden lógica ni temporalmente a la representación. Al dar cuenta de la realidad en términos de representación (estética), la representación proyecta sus propias formas sobre la realidad, dotándola así de la propiedad de ser una realidad representada. Y la paradoja con­siste en que, por un lado, la representación no añade (o mejor dicho, no debería añadir) nada a la realidad, ni siquiera a nuestro conocimiento de ella, mientras que, por otro lado, añade todo aquello que necesitamos para poder encontrar nuestro camino en el mundo. Es por lo tanto en la interacción entre concepto y forma donde lenguaje y realidad se acer­can, y es por ello que la representación nos acerca más al mundo que la descripción. Tendemos a olvidar esto porque las representaciones son frecuentemente composiciones de descripciones -lo que parece confe-

57 Y ~s aquí dond~ «pkl» difier~ d~ la «pid mñs gru~sa» dd formalismo d~ la tr..1po­

log!a de White, y donde esta «piel» tiene un contenido material propio.

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rirle una prioridad lógica a estas últimas - . Pero tan sólo tenemos que pensar en la pintura para darnos cuenta que la representación sin des­cripción es posible. Y en este contexto, no es menos instructivo observar que la representación está íntimamente relacionada con (las formas que nos permiten) «encontrar nuestro camino en el mundo». La representa­ción es práctica. La descripción es teórica y abstracta. Los animales y los bebés, que no tienen (todavía) el uso del lenguaje, si tienen la capaci­dad de reconocer formas en la realidad y, por lo tanto, de representarla, a pesar de no ser capaces aún de describirla. O, para decirlo de otro modo cuando ascendemos con la escritura histórica del nivel de la des­cripci~n al de la representación retrocedemos, de hecho, a un nivel más elemental en nuestro encuentro con el mundo.

Los peligros de la teoría literaria para la teoría

histórica

Al tomar mi punto de partida en el giro lingüístico he intentado es­bozar un inventario de lo que podemos esperar de la teoría literaria para una mejor comprensión de la escritura histórica. El giro lingüístico es un instrumento extremadamente útil para hacer esto, pues al igual que la teoría literaria, problematiza las concepciones tradicionales de la rela­ción entre lenguaje y realidad. El giro lingüístico logra esto al alertarnos de que el uso del lenguaje no está restringido a nuestro hablar acerca de la realidad sino que a veces también recurre subrepticia e inadvertida­mente a un hablar acerca de este hablar sobre la realidad. El lenguaje se vuelve en tonces una especie de «epistemología instantánea», esto es, un postulado epistemológico respecto de cómo, en un caso especifico, lenguaje y realidad deberían relacionarse. La gramática no nos advierte cuándo ocurre este cambio, y esto explica (en parte) por qué los empi­ristas tienden a ignorar esta dimensión de nuestro(s) uso(s) del lenguaje.

Si estamos listos para reconocer en la escritura histórica esta dimen­sión de «epistemología instantánea», la pregunta sobre qué podemos es­perar de la teoría literaria no resulta difícil de responder. Pues ninguna parte de la teoría literaria aborda el problema de la brecha epistemológi­ca entre el lenguaje y el mundo. La teoría literaria es una investigación del lenguaje literario, y aunque opera transformando el lenguaje en una

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2. El giro lingüístico: teoría literaria y teoría histórica

parte del mundo, esto no debería induc\rnos a pensar que puede ense­ñamos algo de valor sobre cómo el lenguaje (histórico) se relaciona con el mundo . Pues en la medida en que este problema (podría) reaparecer en la teoría literaria, lo haría únicamente bajo la apariencia del problema de cómo sus propios resultados se relacionan con su objeto de investi­gación (i.e., el texto literario). Y este problema (epistemológico) no es investigado por la teoría literaria ni es relevante en modo alguno para sus propósitos.

Se desprende de aquí que la teoría literaria puede ser un instrumen­to muy útil para analizar textos históricos, y como tal es correctamente considerada en la actualidad la principal ciencia auxiliar del historiógra­fo . Quien quiera escribir la historia de la escritura histórica ya no puede permitirse ignorar la teoría literaria. Pero la teoría literaria es comple­tamente inútil como teoría de la historia, ya que no ha dicho ni podría tener nada interesante que decir sobre. la cuestión de cómo el h istoria­dor logra representar el pasado. Es cierto que algunos teóricos de la historia han derivado de la teoría literaria, implícita o explícitamente, postulados acerca de la relación entre el pasado y sus representaciones textuales. Pero, como hemos visto al discutir a White, esto desemboca en filosofías especulativas de la historia. La explicación consiste en que este empleo de la teoría literaria arrastrará un contenido material a las formas que el historiador observa en la realidad pasada, añadiendo así a nuestra visión del pasado elementos cuya introducción sólo puede ser justificada sobre la base de postulados propuestos por la teoría literaria de preferencia, pero no en base a lo que el pasado realmente ha sido.

En suma, restrinjamos los usos de la teoría literaria a la escritura de la historia de la escritura histórica - donde resulta inmensamente valiosa - y no la admitamos en el campo muy diferente de la teoría histórica.

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3. Historia y teoría política*

La teoría politica es la disciplina que se concentra en el orden po­lítico en el cual vivimos nosotros, los seres humanos. Puede intentar justificar o atacar este orden medüinte una argumentación filosófica o histórica, o puede tomar cualquier otro enfoque. Por tanto, la natura­leza de la disciplina es dificil de definir. Ésta es la razón por la cual, para una discusión semejante a la presente, es altamente recomendable tener en cuenta la historia de la teoría política: la historia de una noción a menudo nos presenta los mejores medios para captar su naturaleza. Esta historia la encontraremos en los libros de texto sobre historia del pensamiento político desde «Platón a la OTAN»,1 tal como uno de ellos está de hecho intitulado. 2

El índice de estos libros de texto muestra que existe aparentemen­te bastante acuerdo acerca de quiénes fueron los fil ósofos políticos más

·Traducción de Maria Inés La Greca. 1Traduzco el título original en inglés «From Plato to Naw~ (N. del T.). 2 Se puede pensar aquí en, por ejemplo, George Holland Sabine. A History of Política!

Theory. Londres: Dryden Press, 1968; Maree! Prélol. Histoire des idées politiques. París: Dalloz, 1970; Walter Theimer. Geschichte der politischcn Ideen. Bern: Lehnen, 1995; La­rry Arnhan . Political Questions. Nueva York: Waveland Press, 1987; Leo Strauss y joseph Cropsey. History of Política! Theory. Chicago: University of Chicago Press, 1963; L. Mac­farlan. Modern Political The01y. Oxford: Oxford University Press, 1970; john Plamenatz. Man and Society. Londres: Longman Group United Kingdom, 1963; D. D. Rafael. Pro­blems of Politicctl Philosophy. Londres: Palgrave Macmillan, 1976; ]. S. McClelland. A History of Western Policical Thought. Londres: Routledge, 1996; Brian Rcadhead . from Plato to Nato. Londres: BBC Books, 1984, todas las traducciones en este libro son pro­pias, a menos que sean citadas a partir de bibliografla secundaria o de otro modo.

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importantes en el período anterior a 1800. Ya sea que se. haga con:enzar la teoría política clásica con el polilico Pericles, el htston ador Herodoto, o el arquitecto Hipodamo de Mileto , todos los libros de texto pre~en­tan a Platón, Aristóteles, Cicerón y quizás a Polibio, como los teóncos clásicos más importantes. El acuerdo es aún unánime para el período entre la Edad Media y el siglo XIX, que bien podría verse como la edad de oro en la historia del pensamiento político. Todos los libros de texto manejan aproximadamente el mismo conjunto de teóricos, autores ta­les como Maquiavelo , Bodin, Altusio, Grocio, Hobbes, Spinoza, Locke, Montesquieu , Hume, Bentham y Kant. .

Sin embargo, mucho menos consenso existe entre los escn tores de libros de texto con respecto a quiénes son los más importantes teóricos del período posterior a 1800; no hay un canon universal~ente ac~~ta­do para este período postclásico en la historia del pensa~tento palm eo. Seguramente, Hegel y Marx nunca dejarán de ser dtscut:dos. _Pero fuera de estos nombres tan obvios, los historiadores de la teon a palmea hacen su propio camino a través de las vicisitudes de la teo~ía política de los_ si­glos xrx y xx. De este modo, el libro de George Sabme (cmcuenta anos después, probablemente aún el mejor y más amphamente usado hbro de texto) no discute a Tocqueville, mientras que otros a menudo ven en Tocqueville al analista más perspicuo de la democracia (de principios del siglo XIX). Ulrich Steinvorth no discute a los utihtaristas c_om~ ~entham, j ames, y j ohn Stuart Mill; quizá demasiado ingleses para_ el. S1 nene, po~ otra parte, un extenso capítulo sobre Weber, qUien comu~mente no esta en la lista de los diez mejores para los escritores anglosaJones de hbros de textos. Y la misma falta de claridad existe respecto de la importancia histórica de gente como Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud, Benedet­to Croce, Maurice Barres, Ferdinand Tonnies, Vilfredo Pareto, joseph A. Schumpeter, Friedrich von Hayek o Hannah Arendt. Incluso movi­mientos enteros cuya importancia histórica no puede ser jamás dudada, como el nacionalismo, son tratados en algunos libros de texto y no en

otros. Varias explicaciones pueden darse de este estado de la cuestión, pero

me limitaré aquí a la explicación convencional, ya que es también la me­jor introducción a este capítulo. La explicación procede en dos pasos. Se señala, en primer lugar, que la historia comienza a jugar un rol cada vez más prominente en el pensamiento político a comienzos del siglo XIX.

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3. Historia y teoría política

Ciertamente, el pensamiento político más fructífero en el período ante­rior fue también inspirado por prohlemas históricos concretos (piensen en el LeviatáYI de Hobbes como una reacción a la revolución puritana, o en Locke como reaccionando a la autocracia de jacobo ll), pero estos problemas políticos muy concretos y temporalmente específicos fueron siempre traducidos inmediatamente al idioma ahistórico de la filosofía iusnaturalista. La teoría polftica del siglo XIX, por otra parte, se negó consistentemente a abandonar e ignorar la dimensión histórica de los asuntos políticos investigados por ella: siempre respetó el contexto his­tórico concreto de la clase de asuntos políticos con los cuales intentaba lidiar. Sólo se necesita pensar aquí en teóricos como Hegel, Marx, Com­te, Spencer, Tocqueville o Weber. La historia ya no era meramente el contexto, sino que se volvió la esencia misma del pensamiento político.

El segundo paso corresponde a la tensión o, incluso, la franca ani­mosidad del apriorismo de la fi losofía en general y del pensamiento po­lítico en particular, por una parte, y el respeto de la complejidad refrac­taria de lo dado implicada por el enfoque histórico, por la otra. Por esta animosidad, la desorientación del pensamiento político postclásico es fácil de explicar: un pensamiento político historizado es aparentemen­te una contradictio in adiectis. Dado que cualquier enunciado puede ser derivado de una contradicción lógica, de una disciplina con una con­tradicción en su mismo corazón puede esperarse que se mueva en casi cualquier dirección. No hace falta decir que este ha sido el trasfondo de la crisis del historicismo ocasionada por la supuesta incompatibilidad de los valores atemporales y el cambio histórico.

La cuestión ha sido formulada muy sucintamente por el teórico po­lítico germanoamericano Leo Strauss, cuyas ideas ejercen aún bastante influencia en el pensamiento político contemporáneo3 En su Natural Right and History (1950), Strauss argumentó cómo la historia y el his­torismo pueden resultar incluso en la muerte de la teoría política y de toda especulación política. «No puede haber derecho natural» escribe, «Si no hay principios inmutables de justicia, pero la historia muestra que todos los principios de la justicia son mutables» . 4 Para Strauss -como

3Sobr~ la obra e infl uencia de Strauss, v¿ase Thomas Pangle. The Rebirth of Classiwl Rationa/ism. Chicago: University Of Chicago Press, 1990.

4Leo Strauss. Natural Right and Hislory. Chicago: University Of Chicago Press, 1950, pág. 9.

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para los neo kantianos que se enredaron en la crisis del historicismo­la teoría pohtica es precisamente esta búsqueda de las verdades morales y políticas inmutables. La filoso fía iusnaturalista, que afirmaba deri­var tales verdades polfticas inmutables de la naturaleza del individuo humano, era por tanto, para Strauss, el único modelo confiable para todo pensamiento polftico. La historia, en esta concepción, tenía que ser eliminada del pensamiento político. lncluso Hegel , quien intentó trascender la historia y el cambio histórico presentando la historia como moviéndose hacia un momento de verdad absoluta y transhistórica, fue rechazado por Strauss. la objeción de Strauss fue que Hegel no ofrece una legitimación de estas verdades morales y políticas transhistóricas o absolutas, que se presentan a sí mismas al final de la historia, que es in­dependiente de la historia misma: «Uno no puede simplemente asumir que vive o piensa en el momento absoluto [i.e., el fin de la historia de Hegel); uno debe mostrar, de algún modo, cómo el momento absoluto puede ser reconocido como tal» .5 En la medida en que no tengamos criterios ahistóricos de qué es moral y políticamente correcto, estaremos imposibilitados de llegar a una evaluación moral y política de lo que po­dríamos encontrar, con Hegel, al final de la historia. En suma, la verdad en la historia y en la teoría política son incompatibles, y fundar la teoría política en la historia es como construir en arenas movedizas. 6

Este, entonces, será el tópico de este capítulo. Primero, ¿está Strauss en lo correcto cuando sostiene que una teoría política histórica o histo­ricista es una contradicción en los términos? Y, segundo, será mejor que concentremos nuestro pensamiento acerca de este asunto en la relación entre historia y filosofía iusnaturalista. Porque si Strauss tiene razón, el conflicto entre historia y teoría política se manifestará más claramen­te allí. Y eso significa que tendremos que concentrarnos en el período anterior a 1800.

5Strauss, Natural Right and History, pág. 29. 6En el capítulo 2 de Frank Ankersrnit. Historical Rcpresenration. California: Stan­

fo rd University Press , 2002, muestro lo erróneo de este argumento y cómo evitar el relativismo en una teoría política que toma a la historia corno su pumo de partida.

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3. Historia y teoría política

Historia y filosofía iusnaturalista

. Si querernos comprender la relación entre historia y fi losofía polf­uca para este petíodo será necesario, antes que nada, obtener claridad acerca de su estatus como disciplinas o formas de conocimiento. Res­pecto de la historia, se debe comenzar con el erudito Cognitio historica: Die Geschichte als Namengeberin der Jrühneuzeitlíchen Empirie (Conoci­miento histórico: Concepciones en la modernidad temprana acerca de la historia como conocimiento empírico) de Amo Seifert, que demuestra que durante este período la palabra «historia» podía tener dos significa­dos. En primer lugar, podía referir a los acontecimientos de la historia humana y al relato del historiador de estos acontecimientos. Este es ob­viamente el modo en que nosotros usamos la palabra y cómo era usada en la antigüedad griega y romana también. Debe añadirse, sin embargo, que cuando la palabra era usada en este sentido corriente en los siglos XVI y XVII, se la asedaba primariamente con la historia clásica. Llevó un tiempo antes de que la palabra fuera generalmente usada para la historia de las naciones, guerras o personas ilustres de períodos anteriores. En segundo lugar, la palabra podía referir al «conocimiento experiencia!» q~e se podría tener en cualquier dominio de la experiencia y conoci­mtento humanos. Este uso concuerda con el significado original de la palabra griega historein, <<investigación», «indagación», o «información » en gene_ral. Aún hoy se habla a veces de «historia natural» en lugar de «btologta» - y este es un legado del uso de la palabra «historia» inten­cionado aquí- . Es característico cómo Kant escribía todavía acerca de la física experimental: «La física experimental es histórica dado que tiene que ver con hechos singulares. Sólo gracias a leyes generales se vuel­ve verdaderamente racional. La historia nos presenta meramente con el material para el conocimiento racionah>. 7 Hasta Kant, el conocimiento histórico fue primariamente una cognitio singulantm , un conocimiento de hechos individuales, y asf tenía el carácter de todo «Conocer precien­tífico que pennanece cerca de la realidad misma» a Los acontecimien tos históricos en nuestro sentido de la palabra eran sólo una subclase de

7 Citado en Arno Seifert. Cognitio historica: Die Geschichte als Namengeberin derfriih­

ncuz!illichen Empitie .. Berl!n: Dunckcr & Humblot, 1976, págs. 185-186. Fue un «vorwissenschafthche, w1rkhchkeitsnahe Sacherkenntnis». Véase ibid.,

págs. 10-29.

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la totalidad de este conocimiento. El resultado fue que las propiedades más generales de esta clase de conocimiento tendieron a pegársele a la

historia en nuestro sentido de la palabra? . . . Por tanto, a primera vista, podría observarse aquí una annc~pae~ón

de la disünción neokantiana entre las ciencias históncas tdeogra~cas Y las ciencias naturales nomotéticas. Pero esto implicaría la proyecCión ele una noción moderna de la relación entre lo individual y lo general a una concepción más antigua de la relación entre lo que es histórico Y lo que es científico. La diferencia es que, en la visión moderna, el conoCI~·uen­to de lo individual -aunque careciera de generalidad- puede aun ser conocimiento cierto. Piensen en afirmaciones como «El gato yace en la alfombra». Como Seifert deja en claro, el uso temprano - moderno de la noción de historia se expresa por el hecho de que, en el período en cuestión comúnmente se creía que «conocimiento histórico» era cono­cimiento sólo «probable». A lo cual debería agregarse inmedia~~mente que la palabra «probable» no debe ser relacionada con 1~ noc10n mo­derna de lo que es «estadísticamente

1probable». En cambw, esta _es una

instancia del uso aristotélico de la palabra «probable», donde u ene la connotación de creencias que son inevitable e irrevocableme~te no con­fiables, inciertas e incompletas. O, como Notker Hammerstem. dtce «El conocimiento incompleto de experiencias extrañas es el domm1? de lo probable» .10 Algunos autores del siglo xvu, ta.les como Voss10, mcluso fueron tan lejos como para negarle a «lo h1stór~co» ~o s~{o el estatus de una ciencia sino también el de un ane o una dtsc1phna.

9Ejemplos de esto, ac\em;ís de lo que se ha dicho recién, son la historia como na­rralio rci gesta, vera narratio, cognilio quod est, sensata cognitio, cognrtw ahorum sensrbus,

nudafacta notitia, y cognitio ex datis, respectivamente. to «WahrscheinlichkeiL heisst wenn ich fremde Emprindungen unv,1lk0mmen ~rken­

ne». Citado en Seifen, Cognitio historica: Die Geschichte als Namengebenn der fruhneu-

zeitlichen Empirie, pág. 159. . 11 Aunque la teoría histórica (historicc, en la terminología de Voss10) tuvo el estalUs

de ciencia: «Como hemos estado diciendo, aunque la escritura de la htstona no es m una ciencia ni un ane, y por tanto. no es siquiera una disciplina, ver las cosas htstoJ­ricameme es un ane , dado que involucra una apelación a los universales», citado en ibld .. 20. Wickenden atribuye a Vossio una concepción de la hrstona que es muc~o más cercana a concepciones contem poráneas. Véase Nicholas \A/1ckenden . G. ). Vossrus ancl thc Hwnanist Conception of History. 1993, págs. 66-72 )'págs. 82-88. De~rlam~~ te~er en cuenta, sin embargo, que Wickenden trata ele acercar a Vossio lo mas pos1 e a as

concepciones contemporáneas de teoría histórica.

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3. Historia y teoría política

En suma, en el sentido discutido aquí, «historia» abre un dominio de una insuperable incertidumbre epistemológica, donde nos podemos mover sólo a tientas y donde un contacto exitoso con la realidad , en la forma de conocimiento o en cualquier otra forma, nunca puede ser ase­gurado. El conocimiento probable pertenece al dominio de las doxai, de lo que es mera opinión pública y donde pueden coexistir pacíficamente en el debate abierto y público una visión y su opuesta sin la posibilidad de identificar cuál es la correcta y cuál es la equivocada. Se sigue de esto que el único camino hacia la verdad histórica que le queda al historiador es afirmar en su obra doxai que son parte del stock de conocimiento de cualquiera. Un libro como Essai. sur mes mowrs de Voltaire, que presenta un panorama nuevo y fascinante del pasado pero sin mencionar hechos históricos nuevos, desconocidos y por tanto dudosos podría entonces merecer un respeto mucho mayor que las obras de los érudits cartesia­nos. Mientras que desde el historicismo la presentación de hechos his­tóricos nuevos es bienvenida, quizás incluso vista como la esencia de la escritura histórica, el paradigma aristotélico de conocimiento histórico le exige al h istoriador que capitalice lo que ya es conocimiento común. Desde esta perspectiva deberíamos admirar no sólo el genio de Gibbon sino más aún su coraje por introducir audazmente en su Decline ancl Fall tantos hechos históricos que eran desconocidos para su audiencia. Y podría decirse que la mixtura revolucionaria de Gibbon de una concep­ción del hecho histórico aristotélica y cartesiana sólo fue aceptable para su audiencia, y sólo pudo volverse tan inmensamente exitosa gracias a la fluidez retórica majestuosa de su prosa . Su retórica transformó nuevos hechos en doxai; y sin el apoyo indispensable de su retórica hubiera sido un mero lastimoso pedante a los ojos de sus lectores .

Sin embargo, la filosofía - y lo mismo es cierto de la filosofía moral y política- era considerada como una disciplina que nos presenta co­nocimiento cierto, como las ciencias. Así a menudo la física era llamada «la fi losofía de la naturaleza». Se sigue de esto que la historia no pod ría ser de ninguna ayuda para nosotros si estamos buscando una ciencia de la sociedad. Tal ciencia de la sociedad - como la que la filosofía ius­naturalista intentó desarrollar - sólo podría tener sus fundamentos en las certezas indubitables que serian asociadas posteriormente con aque­llas alcanzadas por el yo cognitivo cartesiano. Tal era la sugerencia de

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Grocio - que no era cartesiano, por supuesto- en los prolegómenos metodológicos a su De iure belli ac pacis:

Ha sido mi primera preocupación relacionar las cosas que tienen que ver con la ley natural con nociones que son tan ciertas, que nadie podrta posiblemente negarlas, a menos que se ejerciera violencia a sí mismo. Los principios de la ley natural son , si acaso la mente los percibe correctamente, casi tan obvios y autoevidentes como las cosas que percibimos con nuestros sentidos. 12

Y en otra parte él incluso equipara el argumento en matemática con el argumento en la fi losoffa iusnaturalista. 13 Por tanto, aunque Grocio no era de ninguna manera hostil al argumento histórico (se podria pensar en cómo usó [o, mejor dicho, abusó de] la historia en su De antiquitate reipublicae Batavicae para probar que la soberanía de Holanda siempre había pertenecido a los Estados Generales y no a sus gobernantes y sus herederos [tales como Felipe 1l de España), la historia no tenía ningún rol para jugar en la filosofía iusnaturalista). Similarmente, la mayoría de las teorías contractuales que fueron propuestas a partir de Grocio en los siglos xvu y xvm redujeron a la historia al acontecimiento decisivo de la fundación prehistórica de la sociedad. Un siglo y medio después lo mismo seguía siendo cierto con Rousseau. Aun cuando se acuerde con Lionel Gossman, o con Horowitz en su libro seminal sobre Rousseau de hace unos diez años, 14 en que la historia es m?.s prominente en el

12 «Primum mihi cura haec fuit , ut eorum quae ad ius naturae pertincnt probatio­nes referrem ad notiones quasdam tam certas, ut eas negare nemo possit, nisi sibi viro inferat. Principia enim eius iuris, si modo animum recte advertas, per se patent atque evidentia sum, ferme ad modum eorum quae sensibus externis percipimus~. Hugo Gro­do. De iure bdli ac pacis. Amsterdam: n!d, 1720, pág. x..xii.

13 «Ya que enfatizo que ha sido mi intención abstraerme de los hechos singulares cuando escribo acerca de la ley así como la matemática invesuga figuras sin considerar objetos reales>>; ibld., pág. XA'V.

¡.¡lionel Gossman. French Society and Culture: A Background for Eighteenth-Century Uteratl!re. Englewood ClifTs: Premice-1-lall, 1974; Asher Horowitz. Rousscau, Nature, ancl History. Toronto: University of Toronw Press, 1986; es característico de la actitud ambivalente de Rousseau hacia la historia el extraño lugar del concrato social en su obra como totalidad. Mientras que los dos DisCLII"sos explican cómo el curso de la historia efectiva ha distorsionado la naturaleza humana, el contrato social completamente a o ami historicista no tiene otro propósito que legitimar (un grado extremo de) la socializa­ción baJO ciertas condiciones bien definidas. Por tanto, se necesita la historia para una

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pensamiento polftico de Rousseau de lo que la academia contemporánea sobre Rousseau estuvo alguna vez preparada para reconocer, se debe aün conceder que la historia permaneció para Rousseau como una categoría abstracta, nunca abarcantlo la completitud y el detalle concreto de, por ejemplo, la historia de una nación.

Contra este trasfondo, la posición de Hegel es de específico interés. Hegel quebró esta jerarquía disciplinar tradicional de la historia y la filo­sofía con su esfuerzo de desarrollar una philosophia de la historia. Quiso traer la luz de la verdad filosófica al dominio de lo que era meramente <1probable», el dominio de la verdad histórica; o, como él mismo lo d~jo, <<El enfoque filosófico no tiene otro propósito que remover lo meramen­te contingente del conocimiento histórico». Y él esperaba lograr este propósito atribuyendo a la razón fi losófica un rol en la historia misma. <<La única idea que la filosofía de la historia introduce», escribe Hegel en sus lecciones sobre filosofía de la historia , «es la simple idea de la Razón, que la Razón gobierna el mundo y que la historia es un proceso racio­nal».l5 Y la razón basta dado que es activa en el pasado mismo y por tanto se reconocerá y se volverá consciente de sí misma si es aplicada a lo que es, de hecho, su propio pasado.

Como es bien conocido, los historiadores historicistas acusaron a Hegel de «descubrir» en el pasado verdades históricas o políticas que no eran otras más que las que él mismo había ya escondido allí. Para gente como Ranke o Humboldt, la Verdad acerca del pasado sólo podía ser descubierta por medio de una investigación de los hechos históricos y no por medio ele especulación filosófica ociosa. 16 De hecho , esta afir­mación muy conocida y aparentemente tan humilde es una afirmación decisiva si se la ubica contra el trasfondo de esta h istoria de la relación entre disciplinas que hemos estado discutiendo aquí. Porque equivale a una completa revolución de esta jerarquía: al hecho h istórico se le atri-

comprensión correcta de la sociedad existente, mientras que todos los «obstáculos» de la historia tienen que ser eliminados si deseamos damos cuenta de la «transparencia» societatia de lo bueno de la sociedad. Por supuesto, estoy utilizando aqu! las metáforas propuestas enjean Starobinski.]ean-ja,ques Rousseau: La transparencc etl'obstacle. París: Gallimard, 1971.

15Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Die Vernunft in der Geschichte. Vol. l. Hamburgo:

Akademie-Verl, 1955, págs. 28-29. 16

Leopold von Ranke. The Theory cmd Practice of History . Ed. por G. C. !gger5 y K. von Moltke. lndianapolis: !rvington Pub. , 1973, págs. 25-51.

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buye ahora la certeza absoluta que se le había atribuido previamente a la filosofía; la filosofía era ahora degradada al dominio de lo meramente «probable». La filosofía de la historia de Hegel encarna, por tanto, un momento crucial en la historia de la relación entre las dos disciplinas en cuestión: el rango de la historia había sido siempre desmedidamente menor que el de la filosofía; luego, Hegel elevó la historia al estatus de la filosofía y por un breve momento las dos se sostuvieron mutuamente en un precario equilibrio en su filosofía de la historia. Pero luego de Hegel sus roles fueron invertidos; la filosofía fue reducida al humilde estatus anterior de la historia, mientras que la historia se volvió la base segura para la filosofía, especialmente para la filosofía política. Dentro de tal escenario el sistema de Hegel podría ser visto como el resultado, exponente o ejemplificación de este movimiento de las disciplinas más que su causa. Probablemente, por tanto, uno estaría mejor aconsejado de ver en este movimiento de las disciplinas una clase de long durée en la historia intelectual que puede generar desarrollos en la «superficie» -tales como la filosofía de la historia de Hegel- más que ser dependien­tes de ellos. Esta es, por supuesto, la manera en que nos habría exigido que veamos el asunto el Foucault de Les mots et les choses.

Maquiavelo

Sin embargo, el anterior retrato a la Strauss de un conflicto irrecon­ciliable entre la historia y la filosofía iusnaturalista es demasiado simple, y debe ser corregido teniendo en cuenta la influencia profunda y pe­netrante de Maquiavelo en casi toda la fi losofía iusnaturalista. No hace falta decir que Maquiavelo ha exigido siempre al político y al teórico político que sean conscientes del contexto histórico concreto en el cual toda acción política tiene que tener lugar. En el prefacio a Discursos so­bre la primera década de Tito U vio, él afirma que «el conocimiento de las h istorias» es la fuente p rimaria de todo insight político útil , y el libro demuestra ampliamente qué insight político puede ganarse de Ab urbe condita de Livio. En otra parte, Maquiavelo escribe que «es una cosa sencilla para quienquiera que examine las cosas pasadas diligentemen-

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te prever cosas futuras en toda república», 17 una clara identificación de la historia y la experiencia enseñada por ella como la única base sólida para un pensamiento y una acción politicos exitosos .

Todo esto está claro, entonces. Pero está obviamente menos claro de qué manera el uso de la historia de Maquiavelo necesariamente entra en conflicto con la filosofía iusnaturalista, si lo hace. Maquiavelo mismo nunca lidió con esa cuestión. Por supuesto, si no fuera anacrónico e inú­til, se podría ahora iniciar una relectura de Maquiavelo para descubrir en sus escritos una teoría acerca de la h istoria que pueda ser contrastada significativamente con la filosofía iusnaturalista como se desarrollaría en los siglos XVII y XVIll. fero si deseamos saber acerca de la naturaleza del conflicto entre el maquiavelismo y la filosofía iusnaturalista, será mucho mejor que observemos cómo este conflicto se desarrolló de hecho histó­ricamente. Dicho de otro modo, será mucho mejor que observemos lo que se hizo con la herencia de Maquiavelo entre, groseramente, 1600 y 1800, y cómo teóricos posteriores mediaron entre la filosofía iusnatura­lista y la insistencia de Maquiavelo acerca de la necesidad de la historia. Este es un tópico vasto sobre el cual se han escrito ya bibliotecas com­pletas. Para mantener el tema dentro de proporciones manejables - y esto me obliga inevitablemente a ignorar muchos detalles importantes_ será útil distinguir dos variantes del maquiavelismo.

Arcana imperii

La primera variante permaneció más cerca del impacto inmediato que los escritos de Maquiavelo tuvieron sobre sus contemporáneos; no se hizo ningún intento de amortiguar el escándalo moral causado por las recomendaciones de Maquiavelo al príncipe. Por el contrario, den­tro de esta tradición, como la describió recientemente Peter Donaldson en un estudio profundamente interesante, se argumenta que el príncipe debe Vtvtr y actuar en un mundo diferente del nuestro y que nuestro escándalo moral meramente demuestra lo poco que entendemos este mundo diferente. El mundo del príncipe es un secreto, para nosotros los ciudadanos comunes, y todas las posibil idades del pensamiento po-

¡;Nicolás Maquiavelo. Discourses on Livy. Trad. por llarv~y Mansfi~ld y :\athan Tar­cov. Ch1cago: University of Chicago Press, 1996, págs. 83-84 .

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lftico barroco se aplicaron en esta tradición para tratar de explicar estos secretos del gobierno o del prínc ipe.

Estos secretos eran conocidos baj o el nombre de arcana imperii , un término q ue deriva del verbo lalino arcere, que significa <<silenciar» o «prohibir el acceso a», 18 y podría ser traducido m ejor, como fue ya su ge­rido por Emst Kantorowicz, como «el misterio del Estado». 19 La noción de arcana imperii tien e una tradición extensa y venerable que llega hasta Tácito, qu ien usó el término, y h asta lo que Aristóteles describió como sophismata o k1ypthía del gobierno. Aunque la noción jugó un rol duran­te la Edad Media,20 fue intensam ente discutida nuevam ente en los siglos XV I y XVII. La explicación es que los escritos de Maquiavelo dieron un contenido nuevo y mucho más d ram ático a la noción de los arcana; el abierto reconocimiento de Maquiavelo de que el p ríncipe podría verse forzado a hacer el mal - que él debe entrare nel malo, necessitato en su renombrada formulación - ahora se volvió el contenido paradigmático de los arcana. j ean Bodin ya había reconocido esto cuando observó en su Methodus ad facilem historiarum cognitionem (1566) que Maquiavelo

fue el primero en volver a escribir sobre los arcana: «lu ego de alrededor de 1200 años durante los cuales el barbarismo sepultó todo».2 1

Las afirmaciones más sorprendentes y, para nuestro presente propó­sito, más iluminadoras en relación con los arcana imperii fueron hechas por Gabriel Naudé y por Louis Machon. Naudé (1 600-1653) expuso su concepción de los arcana en su Con.s iderations sur les coups d'état (1639). Enfatizó que estos coups d'état -su tén n ino para las accion es del prín­cipe relacionadas con los arcana- son prácticas no sólo admitidamente lamentables, sino generalmente aceptadas, práclicas tales como la ma­tanza de prisioneros d e guerra cuando son demasiados, espionaje o el mal comportamiento personal d el príncipe. Todo esto, dice, puede ser racionalizado y legitimado por adelantado . Esto es diferente, s in embar­

go , con los coups que son definidos por Naudé como:

18Peter Donaldson. Machiavelli and Myste1y ofState. Cambridge: Cambridge Univer­sity Press, 1992, pág. 10, 123 y 200.

19Ernest Kantorowicz. <<Mysteries of State: An Absolutist Concept and its Medieval Origins». En: Han,ard Theological Review. vol. 48, n.0 1: (1955) , págs. 65-93.

20 Ibíd. 21 Citado en Oonaldson, Machiavelli and Mystcry uf Sta te, pág. 114.

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acciones audaces y extraordinarias que los príncipes están forzados a ejecutar en circunstancias difíciles y desesperadas, que van en contra de la ley común e incluso en contra de cualquier forma de justicia y donde el interés del individuo es sacrificado para el bien común. Para distinguirlas apropiadamente de máximas de acción deberíamos añadir que, en estas últimas, las causas, razones, manifiesws, decla­raciones y lOdo lo que podría legitimar una acción, siempre preceden la acción y cómo uno se dispone hacia ella. Mientras que en el coup d'état se ve el rayo antes de que se escuche su gemido en las nubes, golpea antes de que la llama brille, sus maitines son rezados antes de que las campanas suenen, la ejecución precede la sentencia, ro .. do es hecho a la ]udaique, recibe el golpe quien pensó que lo daba. muere quien se pensó bastante a salvo, se sufre lo que nunca se es­peraba, todo esto es hecho a la noche, en la oscuridad, en la niebla y la tiniebla, la diosa Laverna !la diosa de los ladrones] preside.

<< Haz que la gente se equivoque para que yo parezca justo y san­to/Cubre mis pecados con la noche y mis fraudes con una nube» . 22

Este coup es una disrupción repentina de, o una in fracción sobre, el orden político y social natu ral; los efectos preceden a sus causas; todo

ocurre en la tiniebla y la oscuridad y defrauda nuestras expectativas na­turales. De este m odo, los coups d'étal curiosamente parecen anticipar en el dominio de la historia y la política las especulaciones de los filóso­fos del siglo XV !Il acerca de lo sublime. Sólo necesitamos recordar aquí cómo Kant relacionaba lo sublime a lo que trasciende la aplicación de la imaginación de las categorías del entendimiento. Porque de un mod o similar el coup cl'état transgrede todas nuestras expectativas morales; el mundo moral en el que vivimos es hecho polvo, aun cuando un gran bien colectivo puede haber sido servido por el comportamiento inmoral del príncipe.23 Com o lo sublime trasciende la oposición aparen temente

22 Fran¡;ois Charles-Dauben. <dntrodución». En: Considérations politiques sur le coups d'étllt. Ed. por Gabriel Naudé. Hildesheim: Georg Olrns Verlag. 1993, págs. 65-66. Los v~rsos al final s,,n de 1-loracio, Epistolas. 1.16.60.

23La asociación con lo sublime es más apropiada aun en la medida en que Naudé

compara sus coups cl'état con fenómenos naturales como la aparición de cometas, oleadas de tOimenta, terremotos, o las erupciones de volcanes que son comúnmente conside­rados mani festaciones protot!picas de lo sublime. Véase Gabriel Naudé. Consiclérations pulitiques sur le wups d'état. Hildesheim: Georg Olms Verlag, 1993, pág. 78.

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insuperable entre dolor y placer o deleiLe ,24 del mismo modo los ar­cana trascienden la oposición enlre lo moral y lo inmoral. Esta es la paradoja moral sublime ante la cual nadie puede ser insensible cuando Maquiavelo proclama que es mejor ser temido a ser amado, o que «la experiencia muestra que los príncipes que han logrado grandes cosas han sido aquellos que han dado su palabra a la ligera».25 La prudencia a veces requiere in moralidad, y el bienestar de la sociedad a veces puede ser logrado únicamente por medio del crimen; o , como Naudé lo dice:

Estos coups d'état son como una espada que uno puede usar o abusar, como la lanza de Télefo que puede herir y curar, como la Di.ana de Éfeso que tenia dos caras, una triste y otra alegre, en breve como esos medallones construidos por los herejes que llevan la cara de un papa y un diablo bajo el mismo contorno y lineamiento, o como esos cuadros que representan la vida o la muerte dependiendo de qué lado uno los mire. 26

Tales alternancias entre el bien y el mal, tales reversiones repentinas entre las más grandes demandas de la ética y la religión, no parecen ser permisibles para los seres humanos comunes y corrientes. Del mismo modo que nosotros los seres humanos comunes y corrientes somos in-

. capaces de ver un conejo y un pato en un mismo momento en el dibujo de jastrow-Wittgenstein, sólo un dios o un príncipe puede ser capaz de captar y ponderar la paradoja sublime de «la moralidad de la inmo­ralidad». Y no debe sorprendernos por tanto que Naudé relacione los arcana con el topos de la acción del príncipe como una imitatio dei:

Naudé no rehúye la idea de que la imitatio dei hace al prlncipe partíci­pe, con la deidad, en las paradojas y las complejidades de la relación entre el bien y el mal; en cambio, su uso del imaginario del mis­terio y el secretismo de culto la refuerza. El príncipe naudeano es un gobernante sagrado, >' su uso de los arcana y de los métodos de Maquiavelo son parte del misterio del Estado27

1~Véase, por ejemplo, Edmund Burke. A Philosophical Enquiry into th~ Origin of Our Ideas of che Sublime and the Beauciful. Oxford: R. y J. Dodsley, 1990, págs. 121-122.

15Nicolás Maquiavelo. Th~ Prince. Trad. por Quemin Skinner. Oxford: Oxford Uni­versity Press, 1961 , pág. 99.

26Naudé, Considérations politiques sur le coups cl 'état, pág. 76. liDonaldson, Machiavelli and Mystery of State, pág. 174.

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Mientras que Naudé todavía ve un conflicto entre la moral y lo que la Biblia nos enseña, por un lado, y los coups d'état del príncipe, louis Macha n (1600-ca. 1672) va un paso más allá y presenta la Biblia a sus lectores horrorizados como la fuente más importante para los secretos del Estado. 28 Esto no era sin precedentes, ya que había sido señalado, por ejemplo tanto por Naudé como por Antonio Mirandola (en su libro de 1630 sobre la razón de Estado), que hay algo maquiavélico en la de­cisión de Dios de permitir que Cristo sufra en la Cruz para la salvación de la humanidad. Vemos aquí, de paso, cómo la razón, no permitién­dose ya ser nublada por la especulación teológica, se vuelve sensible a la inmoralidad sublime de Dios. 29 En la tradición de la imitatio deí, esto condujo a veces al argumento perverso de que el príncipe merece nuestra alabanza moral cuando comete crímenes maquiavélicos porque entonces parece estar preparado para sacrificar su propia salvación por la de su pueblo.

Pero Machan va mucho más lejos y descubre en la Biblia un gran número de maquiavelismos , tales como «El engaño del faraón por Moi­sés, el saqueo de los Israelitas de las joyas egipcias, la trampa m ilitar en la campaña de Canaán, la simulación de Abraham de que Sarah era su hermana, no su mujer; ]osé simulando no conocer a sus hermanos, jacob engañando a Laban y Esaú, etc.».30 E incluso de Cristo puede decirse que ha sido culpable de engaño cuando escondía su naturaleza divina bajo la apariencia humana.

l a idea crucial aquí es que el príncipe -y en el caso de Machon aun Dios Mism o - tiene que actuar en un mundo imperfecto, impredeci­ble e inescrutable, y que esto requiere acciones que entran en conflicto con la perfección moral. La intuición provocadora de pensamiento es que la perfeccfón moral sólo es posible en y para un mundo perfecto; la moralidad está inevitablemente contaminada, por decirlo así, por la imperfección del mundo en el que sus reglas deben aplicarse. Más espe-

26Por supuesto. Maquiavelo ya habla descub ierto algunos maquiavelismos en el An­tiguo Testamento; véase, por ejemplo, Maquiavelo, Discourses on Livy , Caps. 4, 9 y 26; o The Prince, Cap. 26.

29 Para la relación de Naudé con los libertins érudits y sus especulaciones teológicas subidas de tono, véase el enorme pero decepcionante René Pimard. Le Ltbertinage érudit dans la premiere moilié clu XV/Tme siécle. Parls: n!d, 1943, pág. 156 y ss.

30 Donaldson , Maciliavelli and Mystcry ofState, pág. 197.

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cificamente, dado que nuestro conocimiento del mundo es imperfecto, o, para ponerlo en las correctas palabras maquiavélicas, dado que la mi­tad de lo que pasa en el mundo está en las manos de la diosa Fortuna, la acción maquiavélica justa, prudente o correcLa nos parecerá a menudo como una irrupción desde afuera en el dominio cognitivo y moral que es conocido y familiar para nosotros. De allí el carácter peculiarmen­te sublime de los arcana que observamos hace un momento, o, como Naudé lo dice con una muy ingeniosa metáfora:

Haré notar de paso que se puede trazar un buen paralelo entre el Río Ntlo y los secretos del Estado ya que, tal como la gente que vive cerca de su poder extrae de él miles de mercancías sin tener ningún conocimiento de su origen, es necesatio que la gente admire los felices efectos de estos golpes maestros, sin, no obstante, entender nada de sus causas y orígenes diversos3 1

De allí también la sorprendente discrepancia que podemos a me­nudo discernir entre las inmensas revoluciones politicas y los medios insignificantes que el príncipe ha empleado ingeniosamente para efec­tuarlasY Causa y efecto parecen permanentemente fuera de tono en las acciones del p1íncipe.

También se sigue que las acciones del príncipe comúnmente serán misteriosas para el vulgo, para la gente común que son sus súbditos. Esta es la razón por la que los arcana son un secreto; no tanto porque son mantenidos en secreto, sino porque el contexto en el cual el prín­cipe tiene que actuar es desconocido e inaccesible para la gente común. Esto fue un problema para autores como Naudé o Machan, ya que ellos mismos eran tal gente común. Maquiavelo fue sensible a este problema ya cuando trató de explicar en la carta dedicatoria de El Príncipe por qué él, como un ciudadano común, creía que era capaz de decir algo de valor para los príncipes. Naudé resolvió el problema de un modo bas­tante peculiar. Luego de haber escrito el libro para su amo, el cardenal Nicolás Bagni , solo doce copias de él (no por coincidencia el número de los Apóstoles) fueron hechas por el imprentero. Aunque el libro fue reimpreso a lo largo de los siglos XVI y XV II, incluso las ediciones de

31 Naudé, Considérations politiques sur le coups d'étal, pág. -fO. 32 F. Meinecke. Idee der StamtráSOil in der neueren Geschichte. Frankfun: Staastráson

und Vernunft, 1976, pág. 237.

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estas reimpresiones fueron restringidas, de manera que aún hoy el libro es muy difícil de obtener. Y seguramente tiene sentido asegurarse que un libro acerca de los misterios secretos del Estado no pueda caer en las manos de cualquiera. Aunque publicado pósrumamente, Maquiavelo no pareció haber tenido tales reparos con El Príncipe y Discursos de Livio . Esta es la razón por la que algunos escritores de los siglos XVI y XVII,

tales como el cardenal Reginald Pole, argumentaron plausiblemente que Maquiavelo debió, de hecho, haber sido un enemigo de los príncipes y los tiranos dado que aparentemente había pretendido traicionar sus horribles secretos ante sus súbditos.33

Un final repentino e inesperado llegó a esta corriente de trawdos so­bre los arcana imperii en algún momento alrededor de los 1660s. Lo que sobrevivió, tendía ahora a moverse desde las acciones del príncipe a las de las esferas de la vida social en general. De esta transición uno puede pensar en The Hero (1637) de Baltasar Gracián, cuyo maquiavelismo ha sido señalado a menudo,3-+ el cual de hecho se lee como una clase de mezcla de El Príncipe de Maquiavelo y The Courtier de Castiglione, o co­mo la colección de máximas cínicas compuestas por La Rochefoucauld (1665) o las memorías del Cardinal de Retz (1 717). El maquiavelismo se desplazó así desde el dominio de la política al de la interacción social y «la presentación del sí mismo en la vida cotidiana», para usar la frase del título del renombrado libro de Erving Goffman. Durante este trán­sito logró infectar con su cinismo la concepción del individuo humano como es presentada en las fi losofías iusnaturalistas modernas.35 De este

BOtra manera de lidiar con este problema ha sido propuesta famosamente por Leo Strauss y sus seguidores. Strauss argumenta que el texto de Maquiavelo es un secreto que refleja el secretismo de los arcana imperii mismos. Como el amigo o padre de nuevos modos y órdenes, él es a menudo necesariamente el enemigo de los viejos modos y órdenes, y por tanto el enemigo de sus lectores que no tendrían que aprender de él si no fueran adherentes a los viejos modos y órdenes. La acción de Maquiavelo es una clase de guerra. Algunas de las cosas que dice sobre estrategia y táctica en la guerra común aplican estrategia y tácticas en lo que podríamos llamar su guerra espiritual. Véase L Strauss, ThOLlghts on Machiavelli, Lond,m, 1958, 35. Para una defensa de uno de los discípult,s más fieles a Strauss, contra sus muchos detractores, véase !-Iarvey Mansfield. Macltiavelli's Virtuc. Chicago: University Of Chicago Press, 1996, Cap. 9.

3.¡Yéase, por ejemplo, Bahasar Gracián. Obras completas. Trad. por A. Del Hoyo. Madrid: Espasa Calpe, 1967.

35 Aquí es donde estas filoso lbs 1usn:uur:distas modernas difi~ren t:mto de sus va­riantes contemporáneas, que, ya sean liberales o comunitaristas, tienden a tomar una

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modo mucha de la filosofía iusnaturalista moderna tiene sus fundamen­tos en el maquiavelismo, que es en otros aspectos tan completamente

diferente de ella.36

Considérations politiques sur les coups d'état de Naudé no es de menor interés aquí, ya que al final de este libro, verdaderamente asombroso , Naudé enumera las tareas del consejero del príncipe (probablemente teniéndose a si mismo en mente cuando escribía esto). Y entonces se nos presenta una pintura completamente distinta, ya que al consejero se le exige que observe todos los deberes cristianos tradicionales, tales como ser justo y honesto , amar a Dios y a sus pares seres humanos, e incluso desear plustost le bien que le mal a ses ennemis («el bien antes que el mal a sus enemigos»). El anticlímax es no menos sorprendente que el final de Don Giovanni de Mozart, cuando el cuarteto de gente honesta canta alegremente el destino terrible de los falsos villanos, en el punto en el que nos hemos apenas recuperado de la confrontación sublime de Don Giovanni con la estatua del Commendatore. Toda la maldad y la inmoralidad maquiavélicas están aparentemente reservadas por Naudé exclusivamente para el príncipe: n i a aquellos que están más cerca de él se les permite nunca entrar al reino oscuro y sublime de los arcana imperii. Por tan to , el desarrollo a partir de Naudé mencionado al final del párrafo anterior podría ser visto como una «democratización» del maquiavelismo para la cual Naudé mismo no estaba aún preparado.

Pero lo irónico es que el final del asombroso libro de Naudé podría ser interpretado de manera diferente a su vez, esto es, como su última peroratio más que como su anticlímax. Porque la observancia de la mo­ralidad cristiana, ¿no está en función del interés maquiavélico del propio consejero? La vida política de los consejeros maquiavélicos bien podía esperarse que fuera desesperadamente breve. Si esta interpretación tiene sentido , se seguiría que Naudé no estaba menos al tanto del a menudo sorprendente paralelismo del maquiavelismo y la decencia moral que los teóricos que discutiremos en la próxima sección. Y esta interpretación

visión del individuo humano mucho más optimista (o demandan normativameme tal

visión). 36La contribución crucial del pensamiento polltico holandés del siglo XVI I a esta

<maturalización >> del maquiavelismo en la filosofla iusnaturalista es mostrada en Hans Bloom. Momlity and Causality in Politics: The Rise of Nawmlism in Dulch SeventeenLh­CcnLwy Pvlitical Thought. Ridderkerk: Riclderprint. 1995.

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3. Historia y teoría política

será más probablemente la correcta ya que Naudé fue bastante capaz de objetivar la ética y de reconocer qué objelivos egoístas maquiavélicos pueden ser servidos por la observancia de la ética cristiana.37 Ya que uno de los últimos requerimientos que el consejero del príncipe debería ser capaz de satisfacer es «que debería vivir en el mundo como si estu­viera fuera de él; y debajo del cielo como si estuviera encima de él».38

Obviamente, esto pone al consejero en una posición sublime que está «más allá del bien y del mal» y que le permitirá calcular los costos y los beneficios de la observancia de la ética cristiana. Si es visto desde esta perspectiva, el libro asombroso de Naudé no sólo es la culminación del maquiavelismo sino a la vez su trascendencia.

Raison d' état

Para entender la desaparición de los arcana imperii de la escena po­lítica, es necesario reconocer en primer lugar las dos tradiciones del maquiavelismo a las que me referí anteriormente. La primera tradición es la de los arcana imperii que acabo de describir. Pero una segunda forma, más relaj ada, de maquiavelismo ya había aparecido alrededor del 1600 con Giovanni Botero, Traiano Boccalini y Scipione Ammira­to en Italia, y con Christoph Besold, Christoph von Forstner, johann Elias Kessler, y especialmente, Am old Clapmarius en Alemania (quien aún utilizaba el término arcana) . Esta segunda forma de maquiavelismo estaba destinada a tener un futuro más largo y mucho más productivo, ya que apuntaba a la realización de los intereses del Estado por medios permisibles o, al menos, aceptables. Rechazaba lo que Tácito denominó los jlaF,itia, donde los intereses personales del príncipe, en lugar de ser, o no siendo necesariamente, los intereses del Estado, son la fuente de las polfticas maquiavélicas. Sólo por los intereses del Estado, sólo por «razones de Estado», se le permitía al estadista una cierta cantidad de maquiavelismo, esta es la razón por la cual se habla de la escuela de la raison d'état. Aunque la transición desde la tradición de los arcana im­perii a la de la escuela de la raison d'état tuvo lugar casi silenciosamente

1 ¡Sólo menos que un siglo más tarde Bernard de Mandeville shocl<earía al mundo (de nuevo) al señalar qué deberes cristianos pueden ser paradójicamente servidos por medio del egoísmo y del egocentrismo.

18Naudé, Cvnsidérativns pvli tiques sur le cvups d'l!ccrc, pág. 202.

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(si se la compara con la cantidad de ruido que provocaron los escri­tos de Maquiavelo), aunque no se asocien con ella grandes y famosos nombres, la transición fue de gran importancia para la perspectiva de la relación entre historia y teoría política, ya que resultó en lo que uno podría llamar una desublimación de la tradición de los arcana imperii y -como veremos en un momento- creó las bases para una integración de la historia y la filosofía iusnaturalista.

Aquí es paradigmático Herman Conring (1606-1681), quien estaba fascinado por el sistema de Hobbes, lo introdujo en Alemania, y luego trató de reconciliarlo con los requerimientos de la raison d'étaL Conring intentó tal reconcihación al afirmar que lo que es «justo» (ütstum) desde el punto de vista de la filosofía iusnaturalista no está necesariamente en conflicto con lo que es «respetable» (honestum) hacer desde el punto de vista de la raison d'état. Precisamente el sistema de Hobbes lo habilita­ba a efectuar tal reconciliación, ya que la autopreservación era el fun­damento (maquiavélico) del argumento de Hobbes. Conring señalaba, entonces, que podemos servir mejor el propósito de la autopreservadón al comportarnos de una manera predictible y moralmente responsable. Por tanto, es en nuestro propio autointerés maquiavélico no cometer los Jlagitia y evitar las recomendaciones de Maquiavelo más radicales por contraproducentes. Y lo mismo es verdad para los estados: un Estado que respeta los requerimientos de los pacta sunt servanda y que no está al acecho de sus vecinos en cuan to surge una ocasión apropiada para ello, sobrevivirá más fácilmente en la bellum omnium contra omnes hob­besiana de los estados europeos que alguno que se comportara como un gángster mafioso. En suma, una gran parte de la trayectoria de la acción polftica puede ser transitada conjuntamente por el discípulo de la filosofía iusnaturalista y el adepto a la doctrina de la raison d'état. Sin embargo, en algún punto de esta trayectoria se separarán. Conring es­taba muy al tanto de esto y trató de identificar el punto en que la raison d'état se convertía en los Jlagitia. En la medida que tuvo éxito en hacer esto, podemos acordar con Stolleis:

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que Conring definió los límites clásicos de wison d'état. Esto vuel­ve d aro nuevamente que para Conring raison d'état es un concepto normativo que respeta los requenmientos de la ética y de la filoso­fla iusnaturalista. Estos límites son necesarios para prevenir que el príncipe pudiera estar tentado de abusar de la raison d'état - ultimam

3. Historia y teoría polrtica

subdirorum fmem (el objetivo último de los súbditos de un Estado) y salutem et egregium publicwn (el bien común)- como una excusa para la injusticia y el engaño. 39

Existen dudas, sin embargo, acerca de si Conring realmente tuvo éxito en identificar estos límites ele la raison d'état, ya que en sus análisis tendía a limitarse a donde las normas éticas y el interés del Estado es­taban aún en armonía mu tua, pero evitaba cuidadosamente el domino donde los dos entraban en conflicto. Y obviamente aquí es donde las dificultades reales se presentarán.

Con la noción de raison d'état, la historia fue introducida en la fi loso­fía iusnaturalista alemana. Para Conring - y aquí él es un fiel discípulo de Maquiavelo- la historia es la mejor guía para el estadista para saber cómo servir mejor a su país ele acuerdo con los requerimientos de la raison d'état. Solo necesita comparar su propia situación a la de los esta­distas del pasado; tal comparación le indicará su propio curso de acción. La historia es un compendio de experiencia pasada que el estadista de­bería asimilar para refinar su conocimiento de la teoría y la práctica de la política.40 «Est enim illa historia reapse quasi civilis ipsa philosoph ia sed in exemplis»,41 la historia es una filosofía del Estado presentada en la forma de ejemplos. Podemos observar ya aquí una anticipación de la fusión de la filosofía y la historia que ocurriría en Hegel, y debe agregar­se que el Hegel de la «astucia de la razón» era tan optimista acerca de la posibilidad de evadir el choque entre la raison d'état y los flagitia como lo era Conring.

Conring ha sido alabado como «el fundador de la historia de la ley alemana», como «el padre de la estadística o descripciones del Estado», y como «el maestro de la raison d'état». 42 Estas calificaciones indican las tres maneras en que este fi lósofo iusnaturalista alemán ha sevido la cau­sa de la historia . Ames que nada, Conring contribuyó más al estudio de la historia de la ley alemana que cualquiera de sus contemporáneos; los estudiantes que siguieron sus cursos y que se volverían luego 'servidores

39Michael Stolleis. «Machiavellismus und Staatsrason». En: Hermann Conring (1606-

1681): Beitrage zu Leben und Werh. Berlín: Duncker & Humblot, L983, pág. L81. :Notker Hammerstein. Die Histoire bei Conring. Ed. por Michael Stolleis, pág. 223.

!bid., pág. 221. 42lbid., pág. 219.

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públicos debían, en esta concepción, conocer muy bien las institucio­nes alemanas y su h istoria jurídica. Pero de no menor importancia es su reputación de haber sido el padre de la estadística. La estadística era una disciplina en la que h istoria y política se encontraron en el siglo XVlll y fue desarrollada en ese siglo por gente como Gottfried Achenwall y Au­gust Ludwich von Schloezer (e incluso Federico ll mismo) sobre la base de sugerencias de escritores anteriores tales como Christian Thomasius y, especialmente, Conring. Cuando oímos la palabra «estadística» inme­diatamente pensamos en cuadros y cifras, mientras que en realidad el término deriva de la palabra «estado» como es usada en raison d'état. 43

La estadística es el aparato cognitivo que sirve a la política de la raison d'état . Para Achenwall y Shloezer, la estadística ofrecía una descripción precisa, a menudo incluso cuantificada, del Estado, información acer­ca de su organización constitucional y jurídica, acerca de la riqueza del país, las preferencias religiosas de su población, sus oficios e industrias, su extensión exacta y su naturaleza geográfica, etc. Es sólo sobre la ba­se de tales datos que el estadista podría ser un buen maquiavelista en la tradición de la raison d'état. Y este conocimiento estadístico era his­tórico en dos sentidos corrientes de la palabra ames del siglo XIX: era histórico por ofrecer una descripción precisa de un hecho singular com­puesto (Seifert), y era histórico en el sentido más tradicional de que sería necesaria la historia para obtener e interpretar correctamente los datos relevantes. Como tal, la estadística tuvo una posición intermediaria en­tra la historia y la política. O, como Archenwalllo dice , «La estadística es una clase de historia estancada y la historia una estadística avanzan­do continuamente».44 En suma, la estadística es de gran valor para la política porque los resultados de su investigación pueden ser utilizados para un propósito político, por ejemplo, cómo el interés del Estado pue­de ser mejor promovido, si es necesario, o incluso preferentemente, al costo de otras naciones. La raison d'état exige al estadista y al príncipe que obtengan lo mejor de sus rivales y de otros estados por medios que

13 Arie Tht:odorus van Deursen. Geschiedenis en toekomstvenvachting. n!d: Kampen, 1971, pág. 9.

HDeursen, Geschieclenis en wehomstverwachting; véase también Arno Seifen. «Staa­tenkunde: Eine neue Disziplin und ihr wissenschaftstheorelischer Ort». En: Statisti/¡ u mi Staat.sbeschreibung in der Neuzeil. Ed. por N. Rassem y J. Stagl. Paderborn: Schoningh, 1980.

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3. Historia y teoría política

no sean contraproducentes, como sería a menudo el caso si se aplicaran las lecciones más ofensivas de Maquiavelo. Este es el modo, entonces, en que en el curso del desarrollo de la filosofía política del siglo xvn y XVIII se co~struyó un puente entre la ley natural y Maquiavelo: la ley natural definía qué reglas morales y políticas se deberían adoptar en la transacción con otros mientras que no sirviera a ningún propósito ra­cional correr el riesgo de su hostilidad; la historia enseñaba al político bajo qué circunstancias este riesgo debería, sin embargo, correrse. La ley natural y la historia se equilibraban mutuamente de este modo; y cada una debería ser siempre tomada como el trasfondo para el uso apropia­do de la otra. La ley natural funcionaba como un freno a la aplicación contraproducente de las lecciones de Maquiavelo, mientras que el cono­cimiento histórico de la historia del Estado, de su naturaleza, y de sus intereses políticos y económicos mostraría al político cuándo la aplica­ción de la filosofía iusnaturalista afectaría al bien común. De este modo el pensamiento de la raison d'état intentó reconciliar las ensei'ianzas de la filosofía iusnaturalista con las de la historia.

Pero es aun más importante en el presente contexto, como lo ha sugerido ya Friederich Meinecke en su impresionante Idee der Staatss­riison in der neueren Geschichte (1924; La idea de razón de Estado en la historia tempranomoderna), cómo la tradición de la raison d'état contri­buyó al nacimiento del historicismo y, por tanto, a la escritura histórica moderna. Los dos se vinculan mediante una conciencia de la naturale­za individual específica de un Estado, nación o institución. La acción política tal como era dictada por la raison d'état le exige al estadista un reconocimiento de los hechos históricos, estadísticos, bajo los cuales tiene.que actuar. Y la demanda historicista de que la acción de los agen­tes h1stóncos debe ser entendida contra el trasfondo de las realidades históricas existentes está basada en un argumento similar. «No la elec­ción libre sino la necesidad de las cosas gobierna el movimiento de los estados»; así Ranke se hace eco de la insistencia de Maquiavelo en la ne­cesidad.45 La doctrina maquiavélica de que las circunstancias históricas objetivas exigen que el estadista actúe de cierta manera subyace tanto al pensamiento de la raison d'état como al historicismo. Meinecke ofrece diversos ejemplos de cómo esto resultó en una comprensión maquiavé-

''Citado en Meinecke, Idee der Staaslriisvn in dcr neuercn Geschiclue, pág. 455.

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lica del pasado en la escritura de Rankc. Y comenta que Ranke tendía a conciliar las varias violaciones de tratados en el pasado con una cierta «dialéctica elástica» que no se deshacía completamente de las respon­sabilidades morales personales del agente histórico pero, sin embargo, daba prioridad a la fuerza explicativa de las circunstancias y de la polí­tica de poder -esto es- la filosofía de la raison d'état que yacía tras la ruptura de los tratados.46

Es probable que Ranke fuera consciente de su cercanía con Maquia­velo. En primer lugar, podemos pensar aquí en su discurso inaugural de 1836, en el que argumentó que: «es la tarea de la Historia revelar la naturaleza del Estado sobre la base de acontecimientos del pasado; es la tarea de la política desarrollar la mente de intuición que ha sido así ganada)).47 Con Maquiavelo reconoce que la necesidad histórica es la brújula más confiable del estadista. En segundo lugar, deberíamos considerar el extraf1amente elusivo comentario a Maquiavelo que Ranke escribió al fmal de su larga carrera como historiador, en el cual inten­tó reconciliar un rechazo indignado de la disimulación de Maquiavelo con un perdón de ella, considerando cuán difícil sería unir Italia. Ranke tenía un profundo respeto por la perspicacia mundana de Maquiavelo e intentó mitigar el desagradable mensaje de Maquiavelo enfatizando cuán cerca había permanecido Maquiavelo, de hecho, de un filósofo tan generalmente respetado como Aristóteles. 48 Todos los problemas y asumos a asociar con el relativismo inherente en la escritura histórica son presagiados en esta curiosa pieza de autodeconstrucción.

Comencé este capítulo con una exposición del argumento de Strauss acerca de la incompatibilidad del derecho natural y la historia; espero que lo anterior haya quizás aclarado lo erróneo de este enfoque tradi­cional. Desde un punto de vista histórico, deberiamos darnos cuenta de que esta oposición nunca existió en realidad. La filosofía iusnaturalis­ta, más allá de su apriorismo, nunca fue insensible a las demandas de la historia. Es verdad que varios teóricos del siglo XVII, especialmente, quisieron argumentar more geometrico y trascender las vicisitudes de la

~6Meinecke, idee der Staastriíson in der neueren Geschichte, pág. 453. ~7 Leopold von Ranke. «Abhandlungen und Versuche». En: Sammtliche Werhe.

Vol. 24. Leipzig: n/d, 187+, págs. 288-289. ;sLeopold von Ranke. «Anhang über Machiavelli>>. En: Siimmtliche Werhe. Vol. 34.

Leipzig: n/d, 1874, págs. 151-l H.

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3. Historia y teoría polltica

historia - mencioné a Grocio en este contexto- pero sus argumentos demostraron siempre ser, finalmente, sorprendentemente hospitalarios a las consideraciones históricas . En efecto, más nos acercamos al siglo XIX, más se satura la filosofía natural ele historia. Piensen en Coring, en La fábula de las abejas de Bemard de Mandeville y en la desacralización de la filosofía iusnaturalista por la historia en el curso del siglo xvm, culminando en la Ilustración escocesa. Podríamos, entonces, ver la filo­sofía iusnaturalista de los siglos XVII y xvm como un experimento muy interesante que intentó excluir la historia del pensamiento poHtico. Pero el experimento de una fi losofía iusnaturalista pura y ahistórica fracasó , así como en la filosofía política contemporánea, la realidad histórica se niega a permanecer oculta detrás del «velo de la ignorancia» de Rawls.

En segundo lugar, y más importantemente, cuando la historia hizo su entrada por la puena trasera en la filosofía política lo hizo bajo la apariencia del maquiavelismo. Por tanto, no fue simplemente una cier­ta clase de conciencia histórica neutral, inocua o edificante la que en ese momento hizo su entrada; en cambio, fue la historia en su forma más amenazante e inmoral. La historia se hizo sentir donde realmente más duele, y la oposición convencional neokantiana y straussiana entre derecho natural e historia puede aún recordamos el shock que así se efectuó.

En tercer lugar, hemos visto que el maquiavelismo se manifestó en una variante más virulenta y una más benigna. La variante más viru­lenta fue la tradición de los arcana imperii, que perdió su atracüvo en la segunda mitad del. siglo XVII y desapareció del ámbito público hacia el privado. Y dado que el secretismo era su sello, es apropiado que haya desaparecido así, ya que los secretos privados no pueden tener efecto duradero en el ámbito público. La otra variante, más benigna, del ma­quiavelismo fue verdaderamente benigna porque nos dio toda clase de disciplinas sociopolíticas que reúnen conocimiento que puede ser usado para el interés público y que podrian prooover el bienestar público.

Pero, como hemos visto con Meinecke, también nos dio la escritura histórica moderna «historicista». Y no vacilaria en alribuir a la historia ciena ptioridad, si se la compara con las disciplinas sociopolíticas a las que me acabo de referir, ya que lo que distingue a la historia de esas disciplinas es su accesibilidad pública. Si hay algo que aprender de la histmia de las dos vatiantes de maquiavelismo, es que el secretismo es

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un gran mal en formas del conocimiento que tienen una función públi­ca. Y no puede dudarse de que varias de esas disciplinas sociopolíticas tienden más que la historia hacia la abstracción, el distanciamiento y el secretismo. El debate público es, en gran medida, una discusión acerca de qué es lo bueno y lo malo para una sociedad democrática. Gracias a su incompatibilidad con lo secreto, la historia ofrece una plataforma me­jor para tal discusión que cualquier otra disciplina. Sin embargo, nunca nos dará certeza; la historia siempre nos dará meras opiniones, doxai que son sólo «probables» en el sentido aristotélico. La certeza en este dominio puede ser lograda sólo al precio de abandonar la publicidad por el secretismo; por consiguiente, el buen maquiavelismo por el mal maquiavelismo. Y la paradoja es que el buen maquiavelismo implica permitir abiertamente alguna extensión de mal: el mayor mal inevita­blemente será el resultado cuando querramos expulsar inexorablemente todo mal de nuestro mundo. De este modo, parte de la sublimidad de los arcana imperii siempre estará con nosotros.

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4. Enunciados, textos y cuadros*

«Il y a, dans toute réalité, dans tout fait qui s'accomplit, deux cho­ses distinctes, deux choses, pour ainsi dire, concentriques: l'essence meme du fait, et sa formule. On peut connattre le fait par l'une ou par l'autre. Connaitre par la seconde, c'est savoir; connaitre par la premiere, c'est voir. Savoir, c'est connaítre la formule, laquelle est toujours plus générale que le fait: savoir, c'est done classer. Voir, c'est pénétrer, a travers l'enveloppe formulaire, dans l'intimité du fait, par conséquem dans son individualité: ce n'est pas classer, c'est nommer. run des actes appartient a l'intelligence, l'autre est exclusif a !'ame. Lintelligence ne connaít que des abstractions et des formes: !'ame voit eles etres et des substances: l'intelligence sait, !'ame voit . N'est­ce pas dire assez que c'est !'ame qui est poete? Et pour autant que !'historien complet est poete aussi, ne peut-on pas dire que pour lui, comme pour le poete, savoir c'est voir?». 1

Introducción

Este ensayo se encuentra en el cruce de caminos de dos controver­sias que, a primera vista, parecen independientes la una de la otra. La primera está vinculada con la relación entre palabra e imagen, y de allí que surja la pregunta en torno de si hay una diferencia fundamental entre la descripción verbal y la pictórica en tanto representación de la realidad. ¿Se encuentran la palabra y la imagen regidas por dos formas

' Traducción de Nicolás Lavagnino. 1Aiexandre Rodolphe Vinet. Méla11ges lilléraires . Lausanne: Payot, 1955 , pág. 158.

Frank Ankersmit

esencialmente d iferentes de lógica representacional, o está Goodman en lo correcto al sostener que «la línea divisoria entre textos e imágenes, cuadros y pán afos es trazada por una historia de las diferencias prác­ticas en el uso de diferentes tipos de marcas simbólicas, no por una brecha metafísica» ?2 La segunda controversia investigada aquí requie­re una explicación un tanto más extensa. Su tema es el estudio de la historia. Tanto la forma en que intuitivamente hablamos acerca del es­tudio de la historia comq nuestra reflexión teórica acerca de este tópico muestran una fuerte inclinación al uso de metáforas visuales: nos gusta hablar de «imágenes del pasado», del «punto de vista» desde el cual el historiador «mira» el pasado, de las «distorsiones» de la realidad his­tórica que una «perspectiva» incorrecta puede generar. Frente a estas metáforas visuales y ópticas, la filosofía de la historia de nuestros días se ha acostumbrado a vincular el estudio de la hist01ia con la novela y la literatura. Como la novela, el texto histórico es, en primer lugar, un texto y por lo tanto, se arguye, la metáfora de la «imagen» de la realidad histórica presentada por el historiador es una caracterización incorrecta de la relación entre representación y lo que es representado. La filosofía de las artes visuales no es, entonces , aquella hacia la cual la fi losofía de la historia debe mirar, sino la teoría literaria. Así, en la introducción de su famoso Metahistoria, el manifiesta de la aproximación literaria a la representación histórica del pasado, Hayden White realiza la siguiente declaración programática: «Consideraré la obra histórica como lo que manifiestamente es: es decir, una estructura verbal en forma de discurso de prosa narrativa».3 En esa obra, y en sus trabajos posteriores \Vhite procedió a desarrollar un fuerte argumento a favor de su concepción lite­raria del texto histórico. El éxito de las concepciones de White suponen que la concepción pictórica del texto debe ser relegado a un segundo plano como una metáfora ingenua y engañosa.

Por la razón subsiguiente mi propósito en este ensayo consiste en crear un cortocircuito entre estas dos controversias. Cuando la fil o­sofía de la historia ha apelado en el pasado a las metáforas visuales y

2De este modo Mitchell resume los descubrimientos de Goodman. Véase Tho­mas Mitche\1 . lconology: lmage, Text, Ideology. Chicago: Chicago University Press, 1986, pág. 69.

3Hayden White. Meluhisloria: La imaginación 11islórica en la Europa del siglo XIX. Mé­xico OF: FCE, 1992, pág. 14.

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4. enunciados, textos y cuadros

pictó ricas, su preocupación era la cuestión de la verdad y la fiabilidad o adecuación del texto histórico. La interpretación pictórica del texto histórico se encuentra así estrechamente conectada con las pretensio­nes cogn itivas del estudio de la historia y la justificación epistemológica de aquellas pretensiones constantemente estimula el uso de metáforas visuales y pictóricas. Por otro lado, la objeción general al en foque lite­rario, textual, del estudio de la historia, es que deja de lado la cuestión de la verdad y fiabilidad del mismo. En la práctica pareciera ser que el historiador y el filósofo de la historia no pueden recurrir a la literatura y la teoría literaria en pos de una respuesta a la pregunta acerca de qué es la historia «verdadera» . Es significativo que los teóricos literarios ra­ramente vinculan la cuestión del realismo en la novela con los objetivos del historiador, a pesar de que uno podría esperar que aquel vínculo constituya un terreno común entre la literatura y el estudio de la his­toria.4 Aquí, entonces, radica la razón de mi deseo de cortocircuitar las dos controversias mencionadas. Consideremos el estudio de la historia. Es verdad que siempre se nos manifiesta en la forma de un texto, y es por este hecho que nos inclinamos a acordar con la aproximación de White al estudio de la historia. Pero por el otro lado el historiador desea con­tamos la verdad acerca del pasado, y entonces el texto asume la forma de una «imagen» Jel pasado , de la m isma manera en que la pintura fi­gurativa pretende ser una representación correcta de un paisaje o de una persona modelando para un retrato. Y de esto se puede concluir que es en el estudio de la historia donde mejor podemos examinar la relación entre imagen y texto , desde el momen to que el texto histórico total in­cO!·pora tanto elementos pictóricos como texn.1ales. Concentrándonos en el texto histórico, podemos estudiar cada una de las controversias a la luz de la otra.

La conclusión de mi argumento será la siguiente. Con respecto al texto histórico debemos distinguir entre el nivel de los enunciados ais-

"Asf, el autorizado texto de Stephan Kohl. Realismus: Theorie und Gcschichte. Mu­nich: Berger, 1977; no mench.~na ~n absolulo un sólo fi lósofo d~ la historia promin~nl~. Una excepción a esta regla -la falla de interés en el estudio de la historia entre los críticos literarios - es el ensayo de Roland Ban hes en lOrno del efecto de realidad en el texto histórico. También se encuentra la breve nota sobre el historicismo por parte de Erich Auerbach. Mfmesis: la representación de la realidad en la literaltmt occitlenwl. Trad. por l. Yillanueva )'E Ímaz. México DF· FCE, 1950, págs. 415-419.

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lados y el nivel del texto en su totalidad. Al nivel del texto en su tota­lidad uno encuentra la existencia de un paralelismo sorprendente entre texto e imagen. Este es consecuentemente un argumento fuerte a favor de la interpretación pictórica del estudio de la historia. Por el otro la­do, cuando el estudio de la historia y la novela, más específicamente la novela histórica, se encuentran, esto ocurre al nivel de los enunciados aislados. Y desde el momento que el problema del texto histórico ver­dadero obviamente acontece al nivel del texto histórico global y no en aquel del enunciado aislado, debemos expresar nuestra preferencia por la aproximación pictórica por sobre la literaria respecto del estudio de la historia, aun si esta preferencia en absoluto involucra un rechazo de lo que teóricos como White han dicho acerca del texto histórico como tal.

Semejanza

En el Cratilo Platón discute la relación entre representaciones de la realidad y las palabras o los nombres que representan objetos en la reali­dad. Argumenta que las palabras deberían semejarse a las cosas que nombran, como lo hacen las imágenes. Introduce en ese punto la idea de «rectitud de los nombres». Donde el nombre expresa el carácter ge­neral de una cosa, aun si no cubre todos los rasgos adicionales del objeto en cuestión, uno está tratando con «el nombre exacto por naturaleza» ele esa cosa. 5 En este punto Platón está especialmente preocupado por la fonética . De esta manera dice que la letra «r» en el verbo «rhetn» (fluir) o en el sustantivo «rhoe» (corriente) representa el fenómeno mismo del fluir o de la corriente. El nombre aquf es una mimesis de aquello que de­nota, de la misma manera que las pinturas son imitaciones de las cosas, aunque de una manera diferente.6 Las consideraciones de Platón aquí - como veremos expresa una opinión diferente en otra parte- parecen así lograr un acercamiento entre palabra e imagen, desde el ~omento en que tanto las palabras como las pinturas son, en esta linea de razona­miento, imitaciones de la realidad representada. Sin embargo, si segui­mos el argumento de Platón , nos encontramos aquí con una dificultad.

'lCralilo , 425c. N. de T.: se toma la traducción de]. L. Calvo en Platón. Diálogos JI.

Trad. por]. L. Calvo. Madrid: Gredos. 1983. 6Jbíd., pág. -f26d.

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4. enunciados, textos y cuadros

Y esto debido a que no deberíamos perder de vista el rol del medio en el cual la semejanza es expresada. De esta manera podría decirse que el medio del lenguaje y aquel de la pintura son tan diferentes que, a pesar de la naturaleza mimética tanto de la palabra como de la imagen, no podemos realmente hablar de aproximación entre ambas. Precisamente la diferencia en el medio crea un abismo infranqueable entre palabra e imagen.

Encontramos este tipo de argumento en Laocoonte de Lessing. Para Lessing la pintura y la poesía, imagen y palabra, son irreconciliablemen­te diferentes debido a que cada uno tiene una afinidad con una parte o aspecto de la realidad enteramente distinta:

si es verdad que la pintura se vale para sus imitaciones de medios o signos del todo diferentes que los de la poesla, puesto que los suyos son formas y colores cuyo dominio es el espacio, y los de la poesía sonidos articulados cuyo dominio es el tiempo; si es indiscutible que los signos deben tener con el objeto la relación conveniente con el significado, es evidente que los signos dispuestos los unos al lado de los otros en el espacio no pueden sino representar objetos o sus par­tes que existen unos aliado de otros; y asimismo que los signos que se suceden en el tiempo no pueden expresar sino objetos sucesivos u objetos de partes sucesivas. 7

En otras palabras, la pintura ofrece una coordinación de objetos en su representación del mundo y es por lo tanto adecuada en términos stü generis para representar los aspectos espaciales de la realidad. En con­traste, el lenguaje, la prosa y la poesía no pueden ser evaluados en una única instancia; la lectura es un proceso temporal y el lenguaje es por lo tanto adecuado para la representación de procesos temporales. Al mis­mo tiempo Lessing reconoce que hay cierta continuidad entre palabra e imagen. Las pinturas históricas pueden sugerir un cierto dramatismo y la literatura admite el género de la así llamada «poesla ecfrástica», en el cual todo rastro de temporalidad ha sido eliminado.8 Pueden encon­trarse también registros de pictoricidad en los experimentos tipográficos con la forma poética. Pero estos casos involucran formas híbridas que no van en detrimento de la «relación satisfactoria» entre palabra y tiem­po, por un lado, e imagen y espacio, por el otro. Tales perspectivas

:Gotthold E. Lessing. Laocoonte. Buenos Aires: Orbis, 1985, pág. 149. Mitchell, Iwnolvgy: Image, Text, Ideology, pág. 99.

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fueron defendidas en la estética kantiana y neokantiana durante el si­glo XX por autores como, por ejemplo , Ersnt Cassirer y Susanne Langer. Las Anschauungsformcn [formas de la intuición] del tiempo y el espacio tienen, cada una, su natural afinidad con la imagen o la palabra, res­pectivamente. La paradoja que se encuentra constantemente es, por lo tanto, la siguiente: precisamente la intuición de que tanto la imagen como la palabra constituyen una mimesis de la realidad conduce a un abismo infranqueable entre palabra e imagen.

Obviamente es posible imaginar una variante empirista de este argu­mento kantiano trascendentalista, una variante en la cual la distinción entre palabra e imagen corresponde a aquella que se da en tre percep­ción auditiva y visual. Esta variante empirista es poco probable que ofrezca nuevas perspectivas pero nos presenta una complicación intere­sante tan pronto nos damos cuenta que las palabras pueden ser tanto oídas como vistas. Para ponerlo de otro modo, la palabra puede pre­sentársenos en una forma que no difiere esencialmente de aquella que adopta una pintura. Por supuesto, este es el caso, sobre todo, de la escritura pictográfica, como opuesta a la fonética. En el pictograma la palabra y la imagen se aproximan recíprocamente . La etimología confir­ma esto. De esta manera en muchos idiomas las palabras para escribir y p intar son etimológicamente afines. El término gótico «meljan», que significa «escribir», es afín con el alemán contemporáneo «malen». Más aún, el alemán «schreiben» («escribir») es probablemente una deriva­ción temprana del latín «scribere», el cual a su vez tiene la misma raíz que el inglés «to carve» (tallar) o el alemán «kerben», esto es, con la palabra que denota la técnica de esculpir una imagen en piedra o made­ra.9 Seguidamente, se acuerda en general que la escritura se desarrolló a partir de la pintura. La historia de este desarrollo es instructiva. La escritura temprana universalmente fue ideográfica, esto es, un sistema de imágenes más o menos estilizadas de situaciones o estados de co­sas, o pictografía en un sentido más estrecho aún, en el cual palabras separadas son representadas por imágenes igualmente aisladas. 10 Un as­pecto interesante aquí es que en ambos casos, ideografía y pictografía, la escritura es hasta cierto punto independiente dd lengmje. Es posible

9 Hans Jensen. Sign, Symbol and Scripl: An Account of Man's effnrts lo Write. Londres: Plllnam's Sons, 1970, pág. 32.

10lbld., págs. 40-·H.

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4. enunciados, textos y cuadros

imaginar un lector ingenioso descifrando un mensaje expresado ideo­gráficamente o en un pictograma, aun cuando no pueda hablar el idio­ma de la persona que formuló el mensaje. En este semido la escritura más temprana fue más universalista que sus descendientes más tardíos y pragmáticos. Pero virtualmente en todas panes la pictografía cedió su lugar a escritura fonética. Por medio de una fase intermedia, en la cual los elementos de las palabras aún son representados por imágenes, como en los jeroglíficos, una etapa final se alcanza cuando la escritura no representa más la idea de una emisión lingüística, sino meramente su valor fonético. La audacia intelectual de esta primigenia forma d e iconoclasia no puede ser sobreestimada: cuán paradójico resulta que la escritura con la que se intentaba transmitir ideas fuera despojada de todo vestigio de ideación o concepción y transpuesta al interior de un sistema que meramente reproduce sonidos. Se optó por un sistema en el cual la idea fue representada apelando a un medio que ya no «semeja» la idea o concepción en absoluto y que meramente representa la forma externa completamente arbitraria de esa misma idea. Pero precisamente en esta absurdidad subyace el secreto del poder de la escritura fonética. «El uso creciente de imágenes simplificadas tuvo también como conse­cuencia», esetibeJensen, «que de la multitud de variantes se privilegió y consideró, como la más adecuada, y de este modo la más generalmente utilizada, la forma convencional» (el énfasis es de jensen).11 La escritura fonética no es gobernada por la semejanza entre la imagen y lo descrito, entre la representación y lo representado, sino por la convención.

Por supuesto, algo similar puede decirse acerca de la palara misma. Como se ha mencionado antes, Platón afirma en el Cratilo que la pala­bra es idealmente una imagen de aquello que denota. Pero en el mismo diálogo también afirma la tesis opuesta dd carácter puramente conven­cional de la relación entre las dos teorías. De esta manera, hacia el final del diálogo Platón escribe:

Tamo las letras semejantes como las desemejantes tienen significado, con tal que las sancionen costumbre y convención. . . Ya no sería correcto decir que el medio de manifestar es la semejanza, sino más bien la costumbre. 12

lllbid., pág. 51. 12 Platón , Diólogvs Il, 453a.

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La segunda tesis platónica suena altamente plausible y cualquiera que reflexiona por primera vez en torno del problema de la relación en­tre palabra e imagen se verá inclinado a acordar con ella. ¿No es cierto, acaso, que la imagen muestra una semejanza natural con aquello respec­to de lo cual se muestra, mientras que la palabra (y la escritura fonética) se encuentra vinculada con las cosas en la realidad por convenciones esencialmente arbitrarias? Pero el problema es más complicado. Platón mismo nos coloca una dificultad cuando aborda el tema de los números.

Porque, mi nobilísimo amigo, refirámonos al número si quieres, ¿có­mo piensas que podrías aplicar a cada número nombres semejantes, si no permites que tu consenso y convención tengan soberanía sobre la exactitud de los nombres?13

¿Pero son los nombres de los números meramente convencionales, como Platón sugiere aquí? Permítasenos acordar aquí con, por ejemplo, Frege y Russell, respecto de que los números denotan ciertas entida­des abstractas. En este caso es claro que precisamente las convenciones de conteo en los lenguajes naturales nos ofrecen una indicación de la naturaleza de aquello que es denotado por el nombre de un número. El holandés tiene una convención por medio de la cual el nombre del número veinticinco, en contraste con el cincuenta y dos, es construido como «cinco - y - veinte» -una convención que el holandés comparte con el alemán y respecto de la cual difiere del inglés - y en ambos ca­sos las convenciones determinan la identidad de la entidad denotada. Podría objetarse que estas convenciones no nos ofrecen ninguna pers­pectiva o precisión respecto de la naturaleza de los números, sino que meramente nos ayudan a identificar los números. Y obviamente este argumento requiere adicionalmente la aceptación de los números como entidades abstractas - y este es ciertamente un motivo de controversia-

Un ejemplo más apropiado para socavar el valor de la distinción en­tre semejanza y convención puede hallarse en el sistema para nombrar las sustancias químicas. De este modo las industrias u san un solvente cuyo nombre es xileno; este nombre no ofrece una p ercepción o cap­tación alguna al interior del nombre de la molécula. Tal perspectiva es

13Platón, Diálogos II , 453a.

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4. enunciados, texlele, y 1 111111t 11

provista por el nombre de 1 -2 -dimetil benceno: el químico qut• t''ltlll 1!1

este nombre por primera vez puede directamente reconstruir lllllllllu ,,

leza de la molécula. Gracias a una serie de convenciones Sl'llH\111 h 1

que determinan la referencia de los elementos del nombre qulllllro y 1

un cierto número de convenciones sintácticas que determinan l11 ltllll

binación de esos elementos, este nombre es en efecto un pi<:lO~I ¡tllllt ,

un modelo verbal, verdaderamente una imagen verbal de la molt.'ullnt 11

cuestión. Precisamente debido a esas convenciones hay una scn1 •j ¡u¡ 11

entre palabra y realidad que intuitivamente reservamos para la 11 hu lt)ll

entre imagen y realidad . Convención y semejanza (como modelo dt• l1 relación entre representación y lo que es representado) son pat udiHIIIIl

paralelos, no opuestos. El sistema de los nombres químicos hol'! [llllll

en el lugar de Fausto, cuando urge a Mefistófeles a que le dé su lltlltllu, ,

por cuanto:

bei euch, ihr Herrn, kann man das Wesen/Gewóhnlich aus cien N11

men lessen. H

Los códigos verbales en química corren en paralelo con las pwph dades de las entidades que nombran, y de este modo dan cuenta dt 1111.1

transparencia del lenguaje vis - a- vis la realidad la cual inicialmctllt• hu biéramos considerado privilegio exclusivo de la imagen. La distllH 1!) 11

entre la intensionalídad y la extensionalidad de las expresiones lln¡.¡,\\1 ricas desaparece, desde el momento en que la forma en que la rc,dld ul es representada por la emisión lingüística es una copia de las rclado111 '• existentes en la realidad -tal y como la imagen realista intentn ~~ 1 1111 1

copia de relaciones reales -. Uno recuerda aquí la caracterizactt)ll d1 Foucault de la episteme renacentista:

El lenguaje forma parte de la gran distribución de similitudes y sl~ naturas. En consecuencia, debe ser estudiado, él también como llllll

cosa natural. Sus elementos tienen, como los animales, las pl:lll\11'> o las estrellas, sus leyes de afinidad y de conveniencia, sus anal o¡.tl.l~

14En vuestro caso, señor, se puede llegar a la esencia conociendo el nomhlt' (N dt T.: en alemán en el original: la traducción castellana versa as!: «compadre, en 111 , '"'1 el nombre sirve de mucho y por él se conocen las cualidades que acompm1nu ul '1"' lo lleva»). johann Wolfgang Goethe. Fausto. Barcelona: Librerfa Española de l. 1 ó111 l864, pág. H.

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obligadas. Ramus dividió su gramática en dos partes. La primera es­taba consagrada a la etimología,lo que no quiere decir que se buscara el sentido original de las palabras, sino más bien las «propiedades» intrínsecas de las letras, de las sílabas, en fin, de las palabras com­pletas. La segunda parte trataba la sintaxis: su propósito era enseñar «la construcción de las palabras entre sí por sus propiedades» y con­sistía «casi exclusivamente de conveniencia y comunión mutua de las propiedades. como del nombre con el nombre o con el verbo, del adverbio con todas las palabras a las que se adjunta, de la conjunción en el orden de las cosas conjuntaS>>. 15

Hay también una reminiscencia tardía de la episteme renacentista en las especulaciones de Leibniz en torno del «lenguaje universal» el cual sería capaz de generar automáticamente enunciados verdaderos acerca del mundo.16

Es claro, no obstante, que nos encontramos en una pendiente res­baladiza si aceptamos la argumentación precedente contraria a la intui­tiva aunque plausible distinción entre semejanza y convención. Porque lo que se acaba de decir acerca del sistema de denominaciones quími­cas puede en última instancia ser dicho, mutatis rnutandis, acerca de los lenguajes naturales. Después de todo, los lenguajes naturales también son gobernados por series de convenciones sintácticas y semánticas que nos permiten representar la estructura de la realidad en el lenguaje. Y, por supuesto, esta línea de pensamiento fue de hecho argumentada por el Wittgenstein del Tractatus. Para Wittgenstein el enunciado verdade­ro de una imagen de la realidad no implicaba meramente una metáfora desafianLe, sino la base para la capLación correCLa de la relación enlre el lenguaje y la realidad. La distinción entre palabra e imagen perdería así su significado. Desde el momento en que nos hemos involucrado gradualmente en una reductio ad absurdum tenemos todos los motivos para someter la distinción entre semejanza (natural) y convención, en términos de la cual hemos intentado definir la diferencia entre palabra e imagen, a una investigación más apropiada.

1 ~ Michel Foucault. Las palabras y las cosas. Madrid: Siglo X-'<!, 1968, pág. 43. 16Hide lshiguro. Leibniz's philosophy of Logic anci Langttage. Cambridge: Cambridge

University Press, 1991.

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4. enunciados, textos y cuadros

Goodman acerca de palabra e imagen

Cualquiera que estudie la literatura actual acerca de la relación en­tre palabra e imagen con la esperanza de hallar una confirmación de la confianza intuitiva en las diferencias entre amhas dos se llevará una desilusión. La explicación principal para esto es que ha habido una ten­dencia bastante generalizada para reemplazar la perspectiva neokantiana acerca de las diferencias entre palabra e imagen por una aproximación semiótica o semiológica de la imagen . Como resultado de estos desarro­llos, la imagen adquirió un carácLer cuasi-lingúíslico. La obra pionera aquí fue la de Ernst Gombrich. En su Arte e ilusión y más aún en su famoso ensayo «Meditaciones sobre un caballo de juguete» Gombrich cercena los lazos naturalistas que vinculaban la imagen con aquello que era retratado por medio de ella. Gombrich arribó a esa posición porque estaba intentando encontrar una explicación para el hecho de que la historia del arte muestra una asombrosa variedad de estilos, aun cuando cada uno de esos estilos parece aspirar a la representación realista o na­turalista de la realidad. Pero fue sobre todo Nelson Goodman quien en varios escritos -en los cuales no Lemió repetirse a sí mismo-- proveyó al abordaje semiótico con un vasto número de argumentos que lo volvie­ron difícil de refutar. Las concepciones de Goodman constituyen por lo tanto un obvio punto de partida para una investigación más exhaustiva de la relación entre palabra e imagen.

Aunque Goodman no rechaza radicalmente la tesis de la semejanza entre imagen y aquello que es descrito, reduce la semejanza a un fe­nómeno de importancia subsidiaria. En cualquier caso el parecido no puede llevar la carga que los favorecedores de la tesis de la semejanza pretenden que soporte. Para esta trivialización del rol de la semejanza aduce un conjunto de argumentos que se remontan por lo general a la incongruencia entre, por un lado, la semejanza y, por el otro, la relación entre la imagen y lo representado en ella. El argumento procede del siguiente modo. La semejanza es siempre una relación simétrica en el sentido de que si A se parece a B, B se parece también a A. Por contras­te, la relación entre la imagen y lo representado es asimétrica: si A es una imagen de B. B no es una imagen de A. Esta perspectiva puede ser aplicada como sigue: nada se parece más a A que A mismo, y aun así no decimos que A es una imagen de sí mismo. Y, más aún, el cuadro del

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castillo de Marlborough realizado por Constable se parece más a cual­quier otro cuadro de lo que semeja el castillo en sí mismo -cuadros y castillos son, después de todo, tipos de objetos totalmente diferentes­y aun así el cuadro de Constable no es una imagen de otro cuadro, sino del castillo. 17

Por supuesto, el filo de este argumento corta demasiado profundo; hacer a un lado completamente el criterio de semejanza nos impediría explicar adecuadamente por qué el cuadro de Constable es una imagen del castillo de Marlborough y no, por decir algo, del duque de Welling­ton. Sin embargo, Goodman en general no intenta hallar un feliz punto medio en una definición diferente de la noción de semejanza,18 sino en la respuesta que deberíamos dar a la pregunta acerca de qué constitu­ye una representación «realista» de la realidad. Esta parece una buena estrategia. Por un lado la idea de una «representación realista» respeta nuestras intuiciones respecto del tipo de requisitos que una imagen ver­dadera debe satisfacer; por el otro esta idea es menos apta para derivar en conclusiones rápidas y prontas que la tesis de la semejanza en tre ima­gen y lo representado en ella. La neutralidad algo sesgada de la idea de representación realista la vuelve adecuada para una investigación más exhaustiva al interior del problema de la relación entre la representación y lo representado Goodman ofrece tres definiciones de realismo -pero solo una de ellas es relevante aquí - .19 De acuerdo con esa definición , «el realismo no es una cuestión de relaciones constantes o absolutas en­tre un cuadro y su objeto, sino de una relación entre el sistema de repre­sentación que se emplea en el cuadro y el sistema establecido» 2 0 Esto

liNelson Goodman. Los lenguajes del arte. Madrid: Paidós, 2010, pág. 20; véase tam­bién Nelson Goodman. Maneras de hacer mundos. Madrid: Visor, 1990, págs. 130-131.

18Goodman define su umbral de tolerancia con respecto a la semejanza como sigue: «Tengo que hacer una pequeña objeción a la propuesta de Beardsley, para determinar en qué consiste la depicción -o lo que generalmente consideramos como una representa­ción "naturalista" o "realista"- en función de la semejanza entre el cuadro y lo pintado. siempre y cuando tengamos en cuenta que la semejanza es una cuestión variable y rela­tiva, que sigue los hábitos de representación en la misma medida que los dirige>>. Véase Nelson Goodman. De la mente y otras materias. Madrid: Visor, 1995, pág. 13 1.

19Goodman también relaciona realismo a la repn:sentación de objetos no ficcionales y, seguidamente, a la originalidad de la representación, lo que supone una <mueva>> perspectiva. Véase ibíd., págs. 195-200.

20Goodman, Los lenguajes del arte, pág. 48.

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4. enunciados, textos y cuadros

es , caracterizamos una imagen como «realista»: creemos que ofrece una representación confiable y correcta de la realidad si el pintor representa la realidad de una forma a la qLte estamos acostumbrados -cualquiera és­ta sea-. Para ponerlo en términos de la palabra «semejanza»: estamos tratando con una representación realista si la obra de arte concernida representa la realidad de un modo que semeja la forma que las obras de arte que nos resultan familiares representan la realidad. La repre­sentación realista es la representación que se adecua a las convenciones pictóricas existentes. Y éste es el punto principal. Porque si el realismo de la representación pictórica es, de hecho, una cuestión de convención, no nos encontramos lejos de aquellas convenciones semánticas y sintác­ticas que relacionan el enunciado verdadero con la realidad. En ambos casos , palabra e imagen, por lo tanto, podemos descansar sólo en con­venciones; la imagen no se encuentra menos ligada a las convenciones que la palabra, y ahora podemos entender por qué Goodman dio a su opus famosum el título de Los lenguajes del arte y por qué sustenta una aproximación semiótica a la representación artística de la realidad .

Sin embargo, Goodman llama la atención sobre dos diferencias entre palabra e imagen. Primero, señala que, a diferencia de la representación verbal, la representación pictórica es tal que para cada distinción que es realizada en el sistema de notación utilizado por el artista, es posible rea­lizar una distinción que sea aún más pequeña y sutil. En la p intura, por ejemplo, hay una perfecta contimtidad de contorno, color y forma: «pic­tum non facit saltum», para parafrasear a Leibniz. Esta continuidad no existe en la representación verbal, o al menos encontramos siempre que hay un cierto límite inferior debido al cual el sistema verbal de represen­tación siempre encuentra los dos «requisitos sintácticos de disyunción y de diferenciación finita» 2 1 Este característico poder de articulación en el sistema verbal todavía puede apreciarse al nivel de las palabras ais­ladas. Piénsese, por ejemplo, en las palabras «mat» [alfombra], «cat» [gato], «rat» [rata] o «bat» [murciélago] : las convenciones sintácticas para la formación de palabras a parti r de letras no deja espacio para la existencia de un área fronteriza sombría entre «Cat» y «mat» que uno pueda eventualmente subdividir: verdaderamente es una u otra la que se aplica aquí. Algo similar ocurre con las letras mismas: las letras «a»

21 lbíd., pág. 131.

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y «d» por ejemplo son tales que no hay símbolos que sean capaces de funcionar a guisa de transición entre ellas. Existe una suen e de espacio nocional o vacío alrededor de esas letras que vuelve posible una com­pleta diferenciación. Goodman caracteriza la continuidad que posee la notación pictórica, en contraste con esta noción verbal, con la palabra «densidad».22

Goodman ubica la segunda diferencia entre palabra e imagen en la así llamada «repleción» del sistema de notación pictórica. Su punto aquí es el siguiente. Compárese la línea en un electrocardiograma con la, tal vez, idéntica línea que el artista japonés Hokusai (1760-1849) utilizó para retratar los contornos del monte Fujiyama. De ambas notaciones puede decirse que son «densas»: hay una completa continuidad entre los elementos de la representación. Pero la diferencia reside en que todos los tipos de detalle de la línea, como ser el color, la densidad, intensidad o dimensiones, son irrelevantes en el caso del electrocardiograma, pero forma una parte esencial de la representación en el cuadro de Hokusai. 23

En el caso de la notación verbal hay, obviamente, aún menos «plenitud» o «repleción >> que en el caso del electrocardiograma: una y la misma letra puede ser escrita de maneras enteramente diferentes. En suma, no la «semejanza>>, sino la «densidad» y la «repleción» marcan la (no muy fundamental) diferencia entre palabra e imagen. O, en las palabras de Goodman:

Todo esto supone una herejía descarada. Las descripciones no se diferencian de las figuraciones porque sean más arbitrarias, sino por­que pertenecen a un esquema articulado y no a uno denso; las pala­bras son más convencionales que los cuadros sólo si la convencionali­dad se construye en términos de diferenciación y no de artificialidad. Nada de esto depende de la estructura interna de un símbolo; lo que en algunos sistemas sirve para describir, en otros puede servir para figurar. La semejanza desaparece como criterio de la representación y la similitud estructural como requisito de un lenguaje de notación o de cualquier otro tipo. La tan cacareada distinción entre los íconos y los demás signos se vuelve transitoria y trivial; de este modo, la herejía da paso a la iconoclasia.24

22Goodman, Los lenguajes del arte , pág. 130 y ss. 23 !bíd .. pág. 208. Hlbíd .. págs. 209-210.

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4. enunciados, textos y cuadros

En efecto, la herejía contra la ortodoxia de la tesis de la semejanza conduce a la iconoclasia que concede a la imagen un estatus que no se sitúa en contraste o separadamente al de la palabra.

Finalmente, aun si Goodrnan está dispuesto a dejar lugar para la diferenciación entre palabra e imagen en términos de «densidad» y <<re­pleción», no es muy específico acerca de los tipos de expresiones lin­gúísticas en que esta diferencia se manifiesta. En la última cita trans­cripta anteriormente menciona «descripciones»; en otra parte contrasta «enunciados» e «imágenes», y esto sugiere que está considerando prin­cipalmente al enunciado verdadero como la contraparte de la imagen.25

Un punto interesante aquí es el siguiente. En De la mente y otras mate­rias Goodman expresamente compara la imagen con el relato narrativo de un desarrollo en el tiempo. Pero aquí, también, ha vuelto la espalda al relato, por así decirlo: su preocupación e interés es en última instan­cia con ei enunciado. Porque la cuestión que Goodman se plantea es la de si el relato narrativo de una secuencia temporal puede ser dividido o analizado - y la de cómo hacerlo - en términos de sus componentes independientes de una manera tal que cuando esos componentes inde­pendientes son dispuestos en un nuevo orden , un «relato retorcido», la secuencia original puede no obstante ser reconstruida a partir de ellos. El modelo del texto que tiene en mente aquí es evidentemente el del relato narrativo de una serie de enunciados en el cual cada uno de esos enunciados describe el estado de un objeto en un momento dado en el tiempo, sin que esta serie de enunciados coagule en una totalidad que resulta ser más que la suma de sus enunciados por separado. Precisa­mente esta aproximación al relato o el texto sugiere cuán lejos está el enunciado en la argumentación de Goodman de funcionar como el pa­radigma de la palabra, mientras que al texto en general no se le otorga un estatus distinto e independiente respecto del enunciado.26

2'Yéase por ejemplo la reacción de Goodman a las objeciones de Rudner en Good­man. De la mente y otras materias, pág. 150 y ss.

2~Ibíd. , págs. 156-1 67.

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Todo esto conduce al corazón de mi argumento. Porque el hecho interesante es que, a diferencia de Goodman, si concedemos al texto una autonomía con respecto al enunciado, el texto , también, resulta poseedor de «densidad» y «repleción», la cual Goodman consideraba características de la imagen. Esto es, las diferencias que Goodman ob­servó entre imagen y enunciado desaparecen cuando el contraste no es con el enunciado sino con el texto. Y esto, a su vez, podría implicar que las metáforas visuales y ópticas que tan seguido encontramos en la teo­ría histórica nos muestran, después de todo, una perspectiva apropiada de la naturaleza del texto histórico. Esta radicalización de la aproxima­ción semiológica de Goodman a la imagen conduce, en la práctica, a la «pictorización» del texto .

Pero antes de que la equivalencia de la imagen y el texto histórico desde el punto de vista de los criterios de «densidad» y «repleción» pue­dan mostrarse, es necesario dedicar algunos señalamientos a la estruc­tura lógica del texto histórico. En otra parte he aseverado que podemos acceder a esta estructura lógica sólo si postulamos una nueva entidad lógica, a la cual he denominado ~~sustancia narrativa». La sustancia na­rrativa encarna el significado narrativo -como distinto del descriptivo ­ele Jos enunciados aislados que constituyen el texto histórico. Obtene­mos un acceso a la sustancia narrativa si leemos los enunciados p , q, r, etc. que comprenden el texto histórico como «N es p», -~N es q», «N es r», etc., donde N es el nombre de la sustancia narrativa presentada en el texto en cuestión y los enunciados «N es p», «N es q», «N es r», etc. ex­presan el significado narrativo de los enunciados descriptivos p, q, r, etc. N, la sustancia narrativa del texto, es individuada por los enunciados p, q, r, etc. que componen el texLo, y esLo significa que los enunciados «N es p», «N es q », «N es r», etc. son analíticamente verdaderos.

Este proceso de identificación de las sustancias narrativas también puede ser descrita como el proceso de individuación de puntos en un universo narrativo, un universo que es definido por todas las posibles permutaciones de enunciados posibles acerca de la realidad histórica. Más aún , puede mostrarse que la concepción de puntos aislados, indi­viduales en este universo narrativo, puede satisfacerse sólo si hacemos corresponder los enunciados descriptivos que componen los textos his-

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4. enunciados, textos y cuadros

tóricos con las dimensiones de ese universo. En otras palabras, el punto en el universo narrativo que corresponde a la sustancia narrativa N tiene la dimensión psi y sólo si la sustancia narrativa N contiene al enunciado descriptivo p.27

Es posible ahora mostrar que este universo narrativo es «denso» en el sentido invocado por Goodman. Pero antes un señalamiento pre­liminar. Cuando Goodman menciona la «densidad» de la denotación pictórica, está pensando en los componentes de la pintura como signos de la realidad representada. La continuidad de contorno, color y forma referida por él se manifiesta a sí misma en la presentación de los variados componentes de una y la misma pintura. Pero desde el momento en que la sustancia narrativa como un signo de (una parte de) la realidad his­tórica, es expresada solamente en el texto histórico total, la cuestión de la «densidad» del sistema de signos históricos no es una cuestión de la relación entre los elementos variados de uno y el mismo texto histórico, sino una cuestión de la naturaleza del universo narrativo tal como fue definido precedentemente. El equivalente historiográfico de los signos pictóricos que conforman la imagen es formado por los textos históricos integrales.

Enfocando ahora la atención en el universo nalTativo , podemos ade­lantar los siguientes dos argumentos en pos de la «densidad» de ese uni­verso . El primer argumento procede así. Debemos anoticiarnos de que a pesar de que podemos hablar de puntos distintos en el universo narrati ­vo, no podemos dar sustancia a la noción de distancia en ese universo. La explicación para esto es que el espacio en el cual la distancia entre dos (o más) sustancias narrativas debería ser mensurada es codependien­te de otras sustancias narrativas. Y la indeterminación de la naturaleza y el número de esas otras sustancias narrativas conduce a la indeter­minación fundamental de todas las d istancias en el universo narrativo. Esta combinación de diferencia y no obstante indeterminable distancia corresponde a la falta de «articulación» y «disyunción» que Goodman

27Yéase Frank Ankersmil. Narralive Logic. A Semanlic Analysis of the Hislorian~ Lan­

guage. Martinus Nijhoff Philosophy Library: Den Haag, 1983, págs. 131-150; y también Frank Ankersmil. «Rcply LO Professor Zagorin». En : Hisiory and Theory, n.0 29: (1990), págs . 279-280.

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atribuye a la representación pictóri¿a de la realidad.28 Un segundo argu­mento con el mismo resultado es el siguiente. Si debemos ser capaces de comparar sustancias narrativas - y este es el punto principal del debate histórico - esta comparación requiere una tipificación extensional de las sustancias narrativas. Esto es, la comparación constantemente requiere nuestra habilidad para identificar conjuntos ele sustancias narrativas y para distingui rlas a unas de las otras. Sin esta tipificación extensional, somos capaces de comparar, por ejemplo, una sustancia narrativa acer­ca de la Revolución Industrial con otra acerca del desarrollo tecnológico al final del s iglo xvm y al principio del siglo XlX. Porque claramente la sustancia narrativa acerca de la Revolución Industrial realizará enun­ciados acerca de ese desarrollo tecnológico. El prob lema que surge en conexión con esta tipificación extensional es que para cada sustancia narrativa N 1 y cada sustancia narrativa N2 que pertenezcan a conjuntos diferentes, podemos considerar una sustancia narrativa N3 cercana a am­bas, una sustancia narrativa que tiene más en común con Nl y N2 de lo que N l y N2 tienen en común entre sí, y en la pertenencia al conjunto o agrupación de narrativas respecto de la cual solo podemos decidir ~in te­ner ningún criterio objetivo para establecer esa penenenc1a al conJunto. y uno también debe estar ?.noticiado de que cada enunciado contenido tanto en N 1 como en N2 es un lfmite potencial entre dos agrupaciones a las cuales pertenecen N l y N2 respectivamente. En el caso de los cua­dros la siLuación es menos dramática debido a que los componentes de la representación siempre advienen en unidades más o menos coheren­tes y compactas: unidades tales como figuras, árboles, barcos, etc . Las figuras no tienen hojas y los barcos no tienen raíces. Pero en el caso de las sustancias narrativas todo, esto es , cada enunciado separado, puede señalar un límite. Y de esto podemos desprender la conclusión de que la «densidad» sintáctica que Goodman observa en la imagen está aún más presente en el texto histórico que en la imagen misma.29

Esto nos conduce al criterio de «repleción». Un símbolo se encuen­tra «repleto» en el sentido de Goodman, si no posee propiedades de las cuales pueda decirse a priori que no realizan contribución alguna a la representación -como es el caso, por ejemplo - del grosor de la línea

28Ankersmit, Narracivr Logic. A Semanlic Analysis of the Hiswrian's Language, pág. 146.

29 Jbid ., pág. 159.

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del electrocardiograma o las más o menos arbitrarias formas de las le­tras. Y de vuelta, el texto histórico satisface este criterio aún más que la imagen. Si observamos las cada vez más pequeñas superfiCies de la imagen inevitablemente alcanzaremos el punto más allá del cual la con­tribución del elemento reconocido a la totalidad de la representación deviene indetenninada -más allá de ese límite la imagen ya no satisface el criterio de repleción o plenitud- . Pero en el caso del texto histórico debemos leer los enunciados de ese texto como enunciados que atri­buyen a esos enunciados como predicados a la sustancia narrativa en cuestión. Ninguno de los enunciados que constituyen el texto es, por lo tanto, irrelevante a la representación que realiza el texto del pasado, tal como se expresa en la sustancia narrativa concernida. Finalmente, debido a que la relación entre enunciados y sustancia narrativa no es sintética sino analítica, uno no puede esperar una satisfacción más aca­bada del criterio de «repleción» que la que ofrece el texto histórico.

Abandonaré por un momento a Goodman e intentaré ser más preci­so acerca del paralelismo entre cuadros y textos. Imaginemos con Flint Schier en su excelente Deeper into Pictu res que estamos observando un cuadro de Marlon Brando que lo muestra como hosco. Hay una diferen­cia crucial entre el enunciado «Brando es hosco» y la imagen en cues­tión. Porque podemos dividir el enunciado en el término sujeto que reftere a Brando, y un elemento que Frege ha denominado «expresión no saturada» - «es hosco»- que predica una cualidad. Y esto no resulta factible de ser realizado en el caso de la imagen. Como dice Schier:

Obviamente no podemos descomponer una representación de Bran­do como hosco en un aparte que denota apenas Brando (como «Bran­do») y una expresión que atribuye a los sujetos valores de verdad (como «es hosco»). la cual es una función de tomar objetos como argumentos y dar el valor de verdad o falsedad para el mismo, de-pendiendo de si el objeto es hosco o no lo es.30 ·

Pero podemos decir lo mismo del texto histórico, en la medida en que presenta una sustancia narrativa; esto es, para el texto histórico en su integridad. Supongamos que estamos tratando con un texto histórico

3°Flin t Schier. Deeper into Pictures. ( ;¡mbridge: Cambridge Universily Press, 1986, pág. 118.

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acerca de la Guerra Fría. No descubrimos la sustancia narrativa presen­tada en el texto chequeando en cuáles enunciados descriptivos aparece el término «Guerra Fría». En efecto, es concebible que nos encontre­mos ante una sustancia narrativa sobre la Guerra Fría aun si el término «Guerra Fría» no aparece como término sujeto en ningún enunciado descriptivo. De esta manera el trabajo de Augustin Thierry puede ser visto como una contribución a la historia de la lucha de clases, a pesar de que esta sustancia narrativa no es mencionada expressis verbis en su obra. La explicación para esto es que la sustancia narrativa es estableci­da sólo cuando los enunciados relevantes p , q , r, etc., son leídos como «N es p», «N es q», «N es r», etc. , donde N es el nombre de la sustancia narrativa acerca de la Guerra Fría. Y por esta misma razón la sustancia narrativa, como la imagen de Erando, no puede ser dividida entre una parte que refiere y una parte que asigna un predicado. La sustancia na­rrativa siempre comprende o abarca ambas. Porque la referencia a una sustancia narrativa se establece solo por atribución de predicados a una sustancia narrativa y viceversa. La analiticidad de enunciados del tipo «N es p», donde N es el nombre de una sustancia narrativa y no la sus­tancia narrativa misma, conftrma esto: debido a que de esa analiticidad podemos decir con Leibniz que el predicado es parte de la noción mis­ma del sujeto. 31 Y la conclusión de todo esto es que la estructura lógica del texto histórico y aquella de la imagen es, por lo tamo, la misma, en la medida en que difieren en la misma forma de aquella del enunciado. Tanto el texto histórico como la imagen resisten la diferenciación en­tre sujeto y predicado que puede siempre alcanzarse en todo enunciado

bien formado. Podemos explorar esta similaridad entre texto e imagen más aún.

Retorno ahora a uno de los ejemplos de Goodman. Supongamos, di­ce Goodman, que observamos un cuadro de un «auto, amarillo, viejo, grande y arruinado» y nos preguntamos, aún ignorantes de la diferencia entre cuadros y enunciados, cuál es el enunciado verdadero que corres­ponde a esta imagen. De acuerdo con Goodman, la imagen es indeter­minada al menos con respecto a los siguientes cuatro enunciados: (l) «el auto viejo , grande y arruinado es amarillo»; (2) «el auto amarillo ,

31 Ankersmit , NamtLive Logic. A Semanlic Analysis of lile Historian 's Language, págs. 1+0-1 S 5.

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grande y arruinado es viejo»; (3) «el auto amarillo, viejo y arminado es grande» ; (4) «el auto amarillo, viejo y grande está arruinado» . Y, como ames, la conclusión de Goodman es aquí, también, «que una imagen no es ningún enunciado».32 En vistas del hecho de que una sustancia na­rrativa también admite la derivación (analítica) de cada enunciado de los cuales está compuesta, nos hallamos exactamente en la misma situación.

Sin embargo, un interesante problema surge aquf. El ejemplo de Goodman ilustra más dramáticamente la coalescencia de sujeto y pre­dicado que hemos observado en los casos tanto de la imagen como del texto. Porque cualquier cosa que es parte del término sujeto, puede tam­bién ser parte del término predicado, y viceversa; y cualquier fijación que cualquiera pueda querer buscar aquí, se sostiene arbitrariamente. Ciertamente esta es la regla para los cuadros, y aquí, de hecho, reside la equivalencia lógica de las imágenes y los textos históricos que acaba­mos de apreciar. Sin embargo un problema aparece ahora. Porque, a diferencia del cuadro en el ejemplo de Goodman, la representación de Brando justifica un tipo particular de enunciado -el enunciado «Brando es hosco»-. En ciertas circunstancias la imagen puede aparentemente desviarse de la regla general de la asimetría entre imagen y enuncia­do. Y lo mismo puede decirse del equivalente verbal de la imagen -el texto histórico integral - . La sustancia narrativa expresada por el tex­to histórico en general compele una preferencia por cierta categoría de enunciado acerca de la parte del pasado con la cual el texto en cues­tión se encuentra concernido. Un texto , por ejemplo, de la Guerra Fría, efectúa también una polarización entre los enunciados significativos y los no significativos que pueden realizarse acerca de las relaciones entre el Este y el Oeste con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Todo esto parece contradecirse con la tesis precedente acerca de la incompa­tibilidad entre el enunciado, por un lado, y el texto y los cuadros por el otro. ¿Cómo puede explicarse esta desviación?

Una explicación inicial se sugiere en el ensayo de]. G. Bennett «De­piction and convention». 33 El ejemplo esta vez es una tarjeta postal muy atractiva de lo que la postal misma indica que es Diddle Beach. Pero ha­biendo decidido pasar nuestras vacaciones veraniegas en Diddle Beach,

32Goodman. Maneras de hacer mundos, pág. 131. 33j ohn Benneu . «Depiction and Convemion •. En: The Monis!, n.0 LVlll: (1974),

págs. 259-269.

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encontramos al arribar allí que la postal ofrece una impresión en absolu­to fiable del balneario en cuestión. De acuerdo con Bennett , esto p rueba la importancia del nombre o Lílt~lo de una imagen o pimura. Y prosigue:

Creo que hemos hallado algo que puede ser verdadero o falso: .la combinación de una imagen y una etiqueta. Nuestro eJemplo sugte­re que en este caso la imagen es análoga al predicado y la etiqueta anátoga al nombre. Combinando el predicado y la euqueta obtene-

.6 34 mos algo que puede ser verdadero o falso como una oraCl n .

Ahora es posible explicar la diferencia entre el cuadro de Goodman del auto amarillo y la representación de Brando de Schier. La imagen del auto amarillo de Goodman no es acompañada por una «etiqueta» y esto origina la indeterminación de la imagen respecto de los ~aria~os enun­ciados desCJiptivos. Esto hubiera sido distinto si se hubtera dtcho ba.Jo la imagen: el auto arruinado. En ese caso la imagen habría tenido como equivalente al siguiente enunciado: «el auto. arruinado .es amanllo, Vl~JO y grande». Lo cierto es que la representactón en el eJemplo de S~h1er no es acompañada tampoco por una etiqueta , pero podemos plauslble­mente asumir que esa etiqueta es provista por la persona que observa el cuadro. Vemos la imagen, inmediatamente reconocemos a Brando, y damos a la imagen la «etiqueta» «Brando». No reco~ocemos el auto viejo , y por lo tanto la referencia - y por lo tanto la «ettqueta» r.equen ­da _ no se nos muestra disponible. Dos objeciones pueden reahzarse a esta explicación. Primero, supongamos que la imagen de Schier no nos muestra a Brando sino a una persona con quien tenemos tan poca fami ­liaridad como con el auto viejo de Goodman. En ese caso no hay razón para asumir que la imagen de Schier nos predispone con. mayor fuerza para con el enunciado «Brando es hosco» que lo que esta tmagen con el enunciado «la persona aquí mostrada es hosca». Wollerstorff nota ~tro problema en la sugerencia de Schier. La propuesta de B~nnett reqmere la aceptación de una concepción del lenguaje que permlle a l~s e_uque­tas funcionar como términos sujetos en los enunciados y a las 1magenes como predicados. Bennett de hecho intenta desarrollar una teoría lin­güística que deja espacio para tales expresiones lingüísticas inusuales. Pero el resultado es un lenguaje que ya no tiene mucho en común con

J~Citado en Nicholas Wolterstorff. Worl¡s and Worlds of Art. Oxford: Clarendon Uni­

versity Press, 1980, pág. 2 71.

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4. enunciados, textos y cuadros

lo que habitualmente consideramos que es. Así, uno no puede concebir enunciados falsos en el «lenguaje» de Bennett. Supongamos, por ejem­plo, que adjuntamos la «etiqueta>> Brando a la postal de Diddle Beach. Esto no produce un enunciado falso, es decir, un enunciado cuya ne­gación sea verdadera, sino algo que como mucho podemos caracterizar como «carente de sentido» , «disparate» o «sin aplicación». De allí que la propuesta de Bennett de concebir a la imagen como una serie de pre­dicados que pueden ser atribuidos a una etiqueta no puede ayudarnos más.35

Para una explicación difereme propongo distinguir entre la repre­sentación de cualidades y la representación de aspectos por parte de la imagen. El cuadro de Goodman puede decirse representa un cierto número de cualidades del auto representado: vejez, amarillez, carácter ruinoso. Pero la imagen de Schier nos muestra a Brando bajo cieno as­pecto: el cuadro nos muestra a Brando como hosco. La diferencia crucial entre los dos tipos de imágenes es que los aspectos siempre se relacio­nan con las cualidades de la imagen en sí misma y no de aquello que es representado. Porque es una cualidad de la imagen de Brando que nos representa a Brando como hosco; en efecto es ciertamente posible que Brando no fuera hosco en absoluto cuando la representación fue reali­zada. Las cualidades que están en juego en el cuadro de Goodman no son cualidades de la imagen sino de aquello que es representado. Cier­tamente es verdad que en el caso del auto viejo de Goodman podemos decidir, también, cualidades de lo retratado solo por medio de las cuali­dades de la imagen. Pero las cualidades de la imagen se desvanecen ellas mismas con respecto a lo representado. La imagen es transparente con respecto a lo representado. Pero en el caso de la representación de un as­pecto, la imagen se insinúa a sí misma entre nosotros y lo representado. La imagen despliega su opacidad.

Y aquí encontramos la razón por la cual la imagen de Schier predis­pone a un enunciado en particular («Brando es hosco»), mientras que la de Goodman es indiferente con respecto a los distintos enunciados. Los componentes de la imagen de Goodman retienen una independencia relativa enr.re sí debido a que esos componentes no son representados desde una perspectiva o aspecto que los integra. La imagen, por lo tan-

1 ~ lbíd ., págs. 276-277.

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to, no nos compele a privilegiar determinado enunciado. Pero en el caso de la imagen de Brando tal integración tiene lugar. Porque a pesar de que algunos elementos de la representación contribuyen más que otros, el punto nodal reside en que es una cualidad de la imagen como totali­dad la de representar a Brando como hosco. Y es esta cualidad específica de la imagen la que nos predispone a realizar un enunciado particular: «Brando es hosco». Debemos por lo tanto distinguir entre «represen­tar que» y «representar como». En el primer caso el acento recae en las cualidades de lo representado y en el segundo caso en aquellos del cuadro. Y esta diferencia claramente no se relaciona con una que otra diferencia categorial entre las cualidades de la «amarillez», por un lado , y la «hosquedad» por el otro. No debemos concebir la amarillez del au­to de Goodman como una cualidad primaria y la hosquedad de Brando como una cualidad secundaria, en un sentido aproximado al de Loc­ke .36 No se trata de diferencias en objetos y sus cualidades potenciales, sino de la diferencia entre la transparencia y la opacidad de la imagen, la cual explica las fom1as variadas por medio de la cuales esas cualidades funcionan en los cuadros. No obstante, sí parece probable que algunas cualidades de los objetos representados resulten más apropiadas para el «representar que» - que para el «representar como» - . Es como si la re­presentación de ciertas cualidades (la hosquedad) requiriera un esfuerzo por parte de la imagen en su totalidad, mientras que otras cualidades (co­mo la amarillez) se contentan modestamente a sí mismas con tan solo una parte de la imagen. Pero no hay reglas rígidas de fácil aplicación aquí. Así, en «Visión después del sermón» Gauguin representa el pasto como si fuera rojo y aquí, también , se implica a la totalidad de la obra de arte en la cual tales inversiones devienen posibles y adquieren su plausi­bilidad estética. El hecho de que, desde el fin del siglo XIX, inversiones como la de Gauguin hayan sido la regla antes que la excepción puede justifi car la conclusión de que «representar como» - y la totalidad de la obra de arte ha triunfado sobre el «representar que» - y sus componen­tes. Pero tal vez en nuestra era postmoderna, con su preferencia por la «estética del fragmento» -el término deriva de Friedrich von Schlegel­el péndulo está yendo en la dirección opuesta nuevamente.

36john Locke. Ensayo sobre el entendi111ie11LO humano. México DF: FCE, 1999,

pág. 119.

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Y todo esto tiene su contraparte en el texto histórico. De modo si­milar al «representar- como» el texto histórico también da lugar a una interacción entre elementos descriptivos (aquí : los enunciados verda­deros que son efectuados acerca del pasado) y esta interacción también es relevante para una dimensión de la obra histórica que no puede ser meramente reducida a esas partes descriptivas y sus pretensiones de ver­dad. La sustancia narrativa en la cual esa interacción tiene lugar es una «representación - como», una representación del pasado bajo un par­ticular aspecto que es establecido por la sustancia narrativa. Y como en el caso de la <<representación-como» en la imagen, la mostración bajo cierto aspecw particular, está lejos de ser exclusivamente cuestión de perspectiva, de ver el pasado desde un ángulo que como tal es in­dependiente de la realidad del pasado en sí misma. Porque así como una cualidad determinada de la realidad representada corresponde real­mente al «representar - como» en la imagen -piénsese en la hosquedad de Brando - también se aplica lo mismo con verdad al «representar­como» en la escritura de la historia. Lo interesante acerca del «repre­sentar- como» en el texto histórico integral es que una interpretación del texto nominalista y una realista resultan complementarias. Porque en primer lugar, la cualidad sugerida por el «representar-como» es, de hecho , solo una cualidad del texto, como la interpretación nominalis­ta prescribe. Pero, en segundo lugar, el texto claramente predica una cualidad de la realidad histórica en sí misma. Es verdad que la cuali­dad en cuestión es definida tan solo por medio del texto histórico en su totalidad, esto es, por la sustancia narrativa que presenta, pero esto en absoluto supone que se trata de una mera «proyección» sobre la reali­dad histórica , debido a que sin duda hay una concordancia entre texto y realidad aquí. Y de allí el realismo del texto histórico.

Forma y contenido

«Comencé abandonando la teoría pictórica del lenguaje y culminé adoptando la teoría lingüística de las imágenes», de este modo Good­man describe su trayecto intelectual.37 En efecto, en la medida en que palabra e imagen son comparables, Goodman está menos a favor de una

37 Citado en Mitchell, lcvnology: lmagc, Texl, ldeolvgy, pág. 66.

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aproximación pictórica de la palabra que de una aproximación lingüís­tica o semiótica de la imagen. La explicación por esta preferencia reside mayormente en que Goodman asocia la palabra con el enunciado o con textos o componentes textuales que pueden abordarse de modo más adecuado como conjunciones de enul"'.ciados. El convencionalismo del ataque de Goodman a la tesis de la semejanza y de sus apreciaciones sobre el significado de la obra de ane realista en efecto requiere a la ora­ción o frase y no al texto como la contraparte verbal de la obra de arte. Y el resultado es una «teoría lingüística de la imagen». Pero cuando nos damos cuenta de que no es el enunciado sino el texto el equivalente más obvio de la imagen, la cuestión de «la teoría pictórica del lenguaje» es puesta bajo una luz enteramente diferente. Deseo por lo tanto retornar a algunas cuestiones que hemos discutido precedentemente acerca de la relación entre lo representado y la representación verbal o p ictórica.

En la discusión de esta relación el punto de partida fue la intuición de sentido comün de que, a diferencia de los enunciados, los cuadros se parecen a aquello que representan. La crírica de Goodman de la tesis de la semejanza es que la similitud es un fenómeno derivado, no indepen­diente, la semejanza acontece en el caso de la adaptación a los códigos pictóricos, los sistemas de representación que habitualmente ~mpleamos

en la representación de la realidad. En la literatura hay un acuerdo ge­neral en la efectividad del ataque de Goodman a la tesis ingenua de la semejanza. Pero también hay una creencia generalizada de que precisa­mente el éxito de ese ataque debería estimularnos a investigar con más detenimiento en lo que podemos (legítimamente) estar queriendo decir cuando hablarnos acerca de la semejanza entre la imagen y lo repre­sentado, en lugar de simplemente acordar con los señalamientos más extremistas de Goodman respecto de que la semejanza no juega papel alguno en absoluto en la representación pictórica. El siguiente párrafo de Schier es representativo:

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La teoría primitiva de la semejanza de la referencia icónica está con­denada, desde el momento en que de esa teoría se desprende, dadas las premisas de Goodman, que cada !cono lo es en Yinud de algún otro ... Si bien es extremadamente rígido y de mente literal por parte de Goodman el hecho de señalar esto, no puede negarse que está en lo correctO. Goodman utiliza el punto para llevarnos a pensar seriamente acerca de la semejanza, de manera que apreciemos qué

4. enunciados, textos y cuadros

es lo que está involucrado en la aserción ele que una imagen semeja aquello que representa. 18

Este es, en efecto, el desafío al cual los teóricos de nuestros días es­tán _intentando encontrar una salida. De este modo la explicación de Sch1er en torno de la «semejanza» es que las mismas «habilidades de reconocimiento» son activadas tanto por la imagen como por aquello que es representado, una explicación insatisfactoria que nos recuerda la «virtus dormitiva» por medio de la cual Moliere explica el efecto sopo­rífero del opio. 39 Richard Wollheim arguye respecto de esta conexión que nosotros vemos la imagen «como» lo representado o que nosotros vemos lo representado «en» la imagen.40 Siguiendo las sugerencias de Gornbrich en «Meditaciones sobre un caballo de juguete» , Walton ve a la i~agen como un «puntal», esto e..c;, como «una verdad generativa 0

ficcwnal, cosas que, en virtud de su naturaleza o existencia, vuelven fic­cionales a las proposiciones».41 Todas estas propuestas pueden ser vistas como rectificaciones de la teoría ingenua de la semejanza que evitan las flaquezas de la teoría considerada por Goodman.

Este no es lugar para emitir un juicio sobre tales teorías. La cuestión que reclama nuestra atención en el contexto del argumento es cómo la idea de semejanza puede ser explicada con más precisión para el estudio de la historia (tal corno Schier, Wollheim y Walton hicieron para las artes VISuales), de una forma tal que produzca una teoría que sea relevante tanto para el estudio corno para la teoría de la historia. Al igual que los autores antes mencionados tomaré corno punto de partida la crítica de Goodman de la teoría ingenua de la semejanza. Añadiré, sin embargo, que en un cierto sentido mi trayecto será el opuesto de aquel seguido en la teoría del arte ; rara vez se ha sostenido en la filosofía de la historia que el texto histórico semeja o debería parecerse al pasado, com~ podría hasta cierto punto aseverarse respecto de la obra de arte. Por lo tanto intentaré defender una posición contraintuitiva más que intuitiva . Con

Jds h. o · p· e ter, eeper 11110 1ctures, pág. 183. 39 lbid., pág. 186 y SS.

+Ocompárese la primera y la segunda edición de Richard Wollheim. El arte y sus objetos. Barcelona: Seix Barra!, 1972, y 198-t.

HKendaU Walton. Mimesis as Mahe-Believe: On the Foundalion of the Representational Ares. Cambndge: Harvard Umversity Press, 1990, pág. 37.

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todo, el resultado será que una cierta variante de la tesis de la semejanza puede ser sostenida para el estudio de la historia también.

Para Goodman la semejanza es el cumplido que hacemos a la repre­sentación realista. Y estamos lidiando con una representación realista si los códigos convencionales y un sistema convencional de representa­ción son utilizados. Ahora bien, aquí surge un problema para el estudio de la historia. En la sección precedente consideramos el texto histórico (y la imagen) enfocando el texto como totalidad antes que sus partes constituyentes. Sin embargo es difícil elaborar esquemas y códigos re­presentativos para la totalidad del texto histórico. Es verdad que ciertos estilos historiográficos fueron desarrollados a lo largo del tiempo, y por analogía con los estilos provenientes de la historia de las artes visuales, uno podría esperar encontrar los esquemas y códigos representativos deseados aquí. Pero la dificultad es que el debate histórico siempre se enfoca en estudios históricos individuales -¿es el estudio sobre la Edad Media de Le Goff mejor que el de Genicot, y si es así, por qué?-. No hay esquemas y códigos representativos aquí, y si los hay, probablemente se­rán incluidos en el debate acerca de cuál de los dos estudios históricos es el relato más «realista» del Medioevo, o acerca de la cuestión, en nuestra nueva terminología, de cuál de esos dos estudios se «parece» más a la Edad Media. La conclusión inevitable parece ser que en el estudio de la historia y en la teoría de la historia no hay lugar para los códigos y esque­mas representativos de Goodman; de este modo la comparación entre el realismo de las arte visuales por un lado, y el estudio de la historia por el otro parece conducir a un callejón sin salida.

Pero hay una solución sorprendentemente simple para este proble­ma si preguntamos qué es lo que un esquema o código representativo realmente es. Un código nos permite dar la forma correcta a un conte­nido. Los códigos de escritura nos enseñan cuál es la forma ortográfica correcta de la palabra en la frase; los códigos de habla y expresión nos indican cuáles son las formas semánticas y sintácticas que debemos dar al contenido de nuestros pensamientos cuando deseamos expresarlos, y de igual modo el arte de un cierto período tiene sus propios códigos representativos respecto de cómo el modelo o el paisaje a ser retratado debe ser representado en pos de obtener el máximo «efecto de realidad». En suma, el código de representación establece qué forma coincide con

qué contenido.

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4. enunciados, textos y cuadros

Pueden hacerse dos cosas con este simple hecho. Primero, si el có­digo de representación es de hecho una cuestión de la forma correcta para el contenido correcto, debido a la relación entre forma y conteni­do , estamos considerando el código de una forma que puede también ser aplicada ciertamente a la obra histórica individual. junto a los re­tóricos del siglo XVIII podemos exigir para la obra histórica individual que su forma y su contenido concuerden, desde el momento en que la concordancia misma de forma y contenido no implica la apelación a un código universalista. Un segundo paso consiste en interpretar la con­cordancia de forma y contenido de la obra histórica «realista» como una semejanza de forma y contenido. Obviamente este segundo paso sólo es legítimo si hay consideraciones independientes de este argumento que conceden plausibilidad a la noción de que en la obra histórica realis­ta la forma semeja el contenido. Y esto es lo que deseo mostrar en la parte conclusiva de mi argumento. En lo que sigue daré tres ejemplos historiográficos que demuestran que en absoluto resulta problemático o arriesgado hablar de semejanza de forma y contenido en el texto his­tórico. Y para evitar la impresión de que estoy manipulando al lector, elegiré tres ejemplos de tres períodos totalmente diferentes en la historia de la historiografía.

Mi primer ejemplo es la Historiarum Florentinarum Libri XII de Leo­nardo Bruni, de 1416. Bruni (1369-1 444) centra su historia en la ínti­ma relación entre la libertad política y el debate público, retórico. «Para Bruni», escribe Struever,

El motivo central de la historia florentina es la formación del espa­cio público; el propósito de los cambios en el gobierno consistía en «establecer y asegurar la continuidad de la existencia de un espacio donde la libertad como virtuosidad pueda aparecer», la creación de una esfera de buena fe, donde puede debatirse sin el temor a la inti­midación o la restricción, y en la cual los hombres hablen y actúen en real <dibenas» . .¡2

Dos aspectos formales de la historiograffa de Bruni corresponden a esta definición del contenido de la historia de Florencia. El primer as­pecto formal lo encontramos en los discursos que Bruni coloca en las

.¡2Nancy Struever. The langtwge of History in the Renaissance. Chicago: Chicago Uni­

versity Press, 1971, pág. 118.

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bocas de los principales actores en su relato. Pero esta es una caracterís­tica estilística de gran parte de la historiografía humanista de los siglos xv y XVI. El siguiente aspecto es por lo tanto más importante. La pre­sencia o ausencia del debate público , retórico, permite también a Bruni dividir la historia de Florencia en períodos de libertad política y en pe­ríodos caracterizados por la falta de libertad polftica. De una manera sorprendente Bruni tiene éxito en armonizar la forma y el contenido de su historiografía. Porque ciertamente la periodización que él utiliza es una de las p rincipales características formales del texro h istórico, y de allí que podamos apreciar que la forma elegida (periodización ) sugiere un contenido en concordancia con el contenido realmente presentado

en la obra histórica . Mi seg~nda ilustración es el análisis de Tocqueville sobre la demo­

cracia en su La democracia en América (1835 y 1839). En otra parte he argumentado que la forma de esta obra está determinada por la acepta­ción por parte de Tocqueville de la paradoja como tropo y su rechazo de la metáfora. Ahora bien, la metáfora en el texto metafórico siempre supone o genera cierto punto de vista desde el cual parte de la realidad histórica es considerada. Por contraste, la paradoja exige la destrucción de tales nodos de significado. También mostré que para Tocqueville la democracia -a diferencia del benevolente despotismo en el cual la democracia constantemente amenaza devaluarse- se caracteriza por la ausencia de un centro político claramente delimitado. Deberíamos dar­nos cuenta aquí que Tocqueville nunca hubiera sido capaz de formu­lar esta perspectiva acerca de la naturaleza de la democracia si hubiera privilegiado a la metáfora por sobre la paradoja. Sin importar lo que Tocqueville hubiera querido decir sobre la democracia, cualquier inten­to para expresar esta carencia de centralidad de la democracia hubiera sido frustrado por el carácter centrípeto de la metáfora. La forma del análisis de Tocqueville tal como se expresa en su elección de la parado­ja como tropo concuerda con el contenido de sus apreciaciones sobre la

democracia.43

Mi último ejemplo es El mediterráneo y el mu11do mediteiTáneo en la época de Felipe II, de Braudel, el libro que muchos consideran la obra

43Véase Frank Ankersmit. «Tocqueville and the Sublimity of Democracy». En: Toc­queville Review, n.~ 14 : (1993) , págs. 173-201: Frank AnkersmiL. «Tocqueville and Lhe Sublimity of Democracy». En: Iucqucvillc Rc:view, n.0 15: (1993), págs. 193··218.

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4. enunciados, textos y cuadros

maestra histórica de este siglo. En su «anatomía» del mismo Hans Kell­ner fonnula las siguientes preguntas:

¿Cuál es el género de este texto? ¿Por qué es molcle<~.do en su forma actual? ¿Qué es lo que dtee la forma misma? Esto, creo yo, es el problema preciso respecto del cual diversos intentos por aprehender el carácter del libro se han ido a pique, y el área que mejor nos revela la naturaleza de la obra. H

La respuesta de Kellner a sus propias formulaciones es que el libro de Braudel es una sátira menipea, esto es, un libro que despliega una enorme erudición en una forma cuasi-enciclopédica y con una desenfre­nada profusión de hechos y detalles. Otra característica de este género es su preferencia por la catacresis y el oxímoron. 45 El efecto de la sátira menipea es que nos muestra la realidad como un mosaico de u nidades autónomas y autocontenidas. Y este efecto estilfstico también concuerda con el contenido de lo que el texto de Braudel dice acerca de la realidad económica del mundo mediterráneo durante el siglo XVI. Como ocu­rrió en la historiografía de Bruni y en la de Tocqueville, aquí también el estilo, la sátira menipea, sugiere un contenido en concordancia con el contenido efectivo del texto.

Dos cuestiones merecen nuestra atención en estos tres casos de se­mejan za de forma y contenido. Primero, los aspectos formales relevantes no pueden ser sistematizados al interior de cierto repertorio fijo y clara­mente definido de formas históricas. En el caso de Bruni la forma es la manera en la cual el pasado descri to es dividido en períodos; en el de Tocqueville estamos ante uno de los tropos que Hayden White considera como uno de los vehículos de la forma histórica por excelencia; y en el de Braudel el carácter enciclopédico del texto histórico encama la mime­sis de la realidad histórica descrita. Como exhibe esta variedad, la forma histórica no es una selección a partir de un catálogo fijo y predetermina­do de formas históricas. En cada obra maestra histórica la forma puede tener un carácter diferente y manifestarse a sí misma por medio de di­ferentes características presentes en el texto. Ciertamente es verdad que una forma histórica una vez descubierta puede conducir a la imitación

4~Hans I<cllner. <<Disorderiy Conduct: Braudcl's Mcdilerranean Satin:•. En: Langua,~e c.lllcl 1-listoncal Rep,.esentation . Madison: Wisconsin University Press, 1989, pág. 161.

4~!bíd., pág. 166 y SS.

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Frank Ankersmit

y por lo tanto al desarrollo y despliegue de un estilo h istórico. Pero es importante darse cuenta que la relación entre forma y contenido tal co­mo es definida en esta sección es de una índole tal que podemos hablar de concordancia de forma y contenido en la obra histórica individual, esto es, sin que surja ninguna cuestión atinente a un estilo perteneciente a varias obras históricas. La semejanza de forma y contenido implicada aquí en absoluto requiere la adaptación a un «código» particular o a un particular «esquema de representación».

En segundo lugar debemos darnos cuenta de que una semejanza de forma y contenido es dependiente de una relativa y recíproca inde­pendencia de forma y contenido. En otras palabras, el texto histórico debe ser construido de tal forma que cierta polarización acontezca entre forma y contenido. Por ejemplo, en el análisis de Tocqueville sobre la democracia, la característica formal del texto -la afinidad del texto con la paradoja - es claramente distinguible e independiente de lo que el contenido del texto dice acerca del origen y la naturaleza de r\ demo­cracia. Si estamos de acuerdo con la perspectiva común respecto de la continuidad entre forma y contenido,46 esto significa que los rasgos dis­tintivos de la obra maestra histórica (y claramente podemos considerar como tales los trabajos de Bruni, Tocqueville y Braudel) es que evita el área transicional entre forma y contenido tanto como sea posible. Pero si existe tal independencia de forma y contenido, mientras que al mis­mo tiempo podemos discernir una semejanza emre forma y conten ido, como en las obras de Bruni, Tocqueville y Braudel, entonces podemos correctamente afirmar que el historiador ha encontrado la forma correcta para el contenido presentado. Si, por el otro lado, el historiador queda atascado en el área transicional entre forma y contenido, no podemos caracterizar la obra de esa manera. En este último caso estamos ante lo que me gustaría denominar el texto histórico «ideológico»: la forma del texto predomina aquí por sobre el contenido, y la independencia requerida de forma y contenido no ha sido lograda, de manera tal que la realidad histórica y el contenido del texto han sucumbido a la presión de una idea preconcebida. Como White ha notado, la forma narrativa es responsable de tal subordinación del contenido a la forma:

.¡6Véase por ejemplo, Goodman, Manaas de hacer mundos, págs. 24-27.

164

4. enunciados, textos y cuadros

l a historiografía es, por su misma naturaleza, la práctica representa­cional que mejor se adecua a la producción de ciudadanos «respetuo­sos de la ley». Esto no se debe a que pueda versar sobre patriotismo, nacionalismo o formas de moralización explícita, sino porque en su orientación a la narrativización como práctica representacional pre­dilecta, se adecua especialmente bien a la producción de nociones de continuidad, integridad, cierre e individualidad que cada sociedad «civilizada» desea ver encarnadas en sí misma, en oposición a una forma ele vida meramente «natural ».47

En otras palabras , si la historiografía utiliza la forma de la narraLi­vidad , fácilmente sugiere un contenido ideológico, como ha indicado White. Pero su «ideologización» de la realidad histórica puede también tener un carácter enterameme diferente, tal como lo muestra Fogel en su estudio sobre la influencia en el crecimiento económico por parte de la construcción de los ferrocarriles en Estados Unidos durante el si­glo XIX. La forma de análisis contrafáctico de Fogel transforma aquí el contenido de realidad histórica en una realidad la cual es rápidamente asumida ex hypothesi que nunca efectivamente aconteció. Es difícil con­cebir un ejemplo más impactante del predominio de la forma por sobre el contenido.

Si el historiador respeta la mutua independencia de forma y conte­nido, y por otra parte la forma semeja el contenido, podemos ver en esto un criterio para la verdad o la posible objetividad del estudio histórico en cuestión. Y tenemos aquí entonces un criterio para la verdad del texto histórico como una totaiidad, que no puede ser reducido a la verdad de los enunciados singulares descriptivos que constituyen el texto históri­co. Para este tipo de verdad histórica Buffon utilizó el término «el tono del texto», al cual describió del siguiente modo:

El tono del texto no es nada más que la concordancia entre el estilo y la naturaleza del tópico del que trata el texto; nunca debe ser for­zado; debe desenvolverse naturalmente a partir de la naturaleza del tópico y depende del nivel de generalidad desde el cual el tópico es considerado. 48

~; Haydcn Whitc. El conlenido de la forma . Barcelona: Paidós, 1992, pág. 87. -~~G. L., conde de Buffon , «Discurso sobre el esLilo», en Alexandre Rodolphe VineL.

Chrcstomath ie. Par!s: Lausana, 1978, pág. 157 .

165

Franl< AnkersmiL

La diferencia entre el texto h istórico verdadero y el ideológico puede también ser especificada de otra manera. Y esto nos devue lve a la teoría de la representación pictórica de la realidad de Goodman. De acuerdo con Goodman la obra de arte se sitúa en una encrucijada. Por un lado la obra de arte refiere a una realidad representada; pero por la otra la obra de arte es capaz de expresar ciertas emociones, humores, atmósfe­ras, etc. y Goodman considera que aquello que la obra de arte expresa reside «en el otro lado» de lo que la obra de arte denota o refiere. Lo que la obra de arte expresa es «ejemplificado», como Goodman dice, por la obra de arte.49 Un nombre refiere o denota aquello a lo cual el nom­bre pertenece; por contraste «la ejemplificación es una referencia que va desde lo denotado de vuelta a la etiqueta».50 De esta manera la muestra del sastre ejemplifica la tela de la cual es una muestra; la muestra no refiere a la tela, sino que la tela refiere a la muestra, desde el momento que la muestra es un ejemplo de aquella. Lo denotado genera, en este caso, su denotación, y no al revés. Y la diferencia entre el texto histórico verdadero y el ideológico puede ser caracterizada en los mismos térmi­nos. La forma del texto de Tocqueville en tomo de la democracia es una ejempliftcación del contenido de ese texto, tal y como una muestra es una ejemplificación de una tela. Y esto debido a que la forma del tex­to de Tocqueville es un ejemplo del carácter centrífugo que Tocqueville atribuye a la democracia en el contenido de su texto. La autonomía de la realidad histórica, el contenido del texto, no es afectada aquí por la for­ma del texto; en el texto ideológico la forma siempre recrea el contenido en una re-producción de sí mismo. En suma, la mutua independencia de forma y contenido y la semejanza de forma y contenido son posi­bles sólo sí la forma no determina el contenido sino que lo ejemplifica. La noción de Goodman de «ejemplificación» nos permite, por lo tan­to, e.specificar la noción de semejan za de forma y contenido en el texto histórico verdadero.

.¡9Goodman. Los lenguajes ele/ arte, pág. 88.

50 !bíd., pág. 70.

166

4. enunciados. textos y cuadros

Conclusión

Precedentemente hemos indagado en la equivalencia entre texto e imagen y en la diferencia entre ambas respecto del enunciado. Podemos delinear las siguiemes conclusiones a partir de esto. Primero, tenemos un nuevo argumento en apoyo de la distinción entre el estudio de la historia y la hist01iografía; el primero corresponde a lo que podemos decir acerca del pasado en términos de enunciados singulares aislado, y la última al texto h istórico en su integridad. A causa de la distinción formal entre el enunciado y el texto y la distinción entre el significado descriptivo y el narrativo basado en aquella, la distinción formal entre investigación histórica e historiografía es inexpugnable.

Pero lo que sigue es más importante aún. Desde la crítica del mo­delo científico de la investigación histórica los filósofos de la historia se han interesado en el terreno común entre la investigación histórica y las artes. En particular han enfocado la literatura. En vistas del carácter textual común de la literatura y la h istmia, este es un paso obvio. Y si la indagación se adentra en las formas textuales y retóricas de los argu­mentos históricos -compárese lo precedentemente dicho acerca de la obra de Tocqueville y la de Braudel- esta aproximación literaria al texto histórico es ciertamente valiosa y ha enriquecido nuestra comprensión de la naturaleza de la investigación histórica.

Pero la equivalencia comprobada entre el texto y la imagen sugiere un << renversement des alliances», en la cual no la literatura sino las artes visuales funcionan como un modelo o metáfora del estudio de la his­toria. Tal reorientación, se admite, puede parecer prematura a primera vista, ya que ¿no es a(aso cierto que tanto la investigación histórica co­mo la novela poseen un carácter textual y por lo tanto, la equivalencia entre texto e imagen se aplica tanto a la novela como a la investigación histórica? Pero deberíamos considerar que, desde el punto de vista de lo que podríamos denominar << una genealogía de los géneros», parece defendible que el texto histórico es una protoforrna de la novela, y no a la inversa. Seré el primero en admitir que un género literario como la épica es ciertamente anterior que el estudio de la historia y que, re­montándonos al menos hasta la Poética de Aristóteles, la teoría presenta a la literatura como siendo más original que la investigación histórica . Sin embargo, es sólo después de que ha sido creada una concepción de

167

Frank Ankersmit

la descripción (proto)histórica de un evento efectivamente acontecido -no importa cuán simple el evento y cuán primitiva esa concepción del relato (proto)histórico puedan ser - que es posible variar esta concep­ción de un relato (proto)histórico en la representación literaria de una realidad ficcional. Lógicamente, por lo tanto, el texto histórico, y no el género literario, es el que ofrece el UrphCinomen [fenómeno originario] del texto (y es sorprendente que la interacción entre la teoría literaria y la histórica ha sido siempre tan unilateral). Y si esta genealogía de géneros es esencialmente correcta, parece aconsejable minimizar la relevancia de la teoría literaria para una mejor comprensión de la investigación histó­rica. Después de todo, desde este punto de vista,la teoría litera1ia es una reOexión en torno de una evolución que comenzó solo despttés de que la investigación histórica y la literatura en sus variadas formas emprendie­ron sus caminos por separado, y es poco lo que puede esperarse de esa reOexión para la comprensión de la representación histórica de la reali­dad. La proliferación de subespecies al interior de la especie antropoide no incrementa nuestra comprensión de los homínidos, y viceversa una vez que la ramificación de los antropoides y los homínidos ha tenido lugar en el curso de la evolución.

Sin embargo puede ahora objetarse que , sobre la base de la natu­raleza textual tanto de la investigación histórica como de la literatura y la novela, las analogías entre investigación histórica y literatura son más obvias que aquellas entre investigación histórica y artes visuales . Para responder a esta objeción proseguiré brevemente mi metáfora evolucio­nista. Al interior de mi genealogía de géneros la novela histórica podría ser vista como el «eslabón perdido» entre la investigación histórica y

la literatura, y cualquier comparación sign ificativa entre ambas deberá concentrarse por lo tanto en la relación entre investigación histórica y novela histórica. Y, de hecho, si la relación es reorganizada de esta ma­nera, se revelaría que la investigación histórica es más cercana a las artes visuales que a la literatura -en este caso, la novela histórica-.

Puede argumentarse que la novela histórica es una aplicación de la visión histórica ganada por el historiador respecto de un contexto histó­rico particular, concreto. 51 Por ejemplo, en la ingeniosa novela histólica

51 Ankersmil, Ncr.rrcrlive Logic. A Sema11Uc Analysis of the Historian s Lcrnguage, págs. 19-27.

168

4. enunciados, textos y cuadros

El nueve de Termidor, de Aldanov -pseudónimo de Max Landau - 52 el protagonista julius Stahl viaja de San Petersburgo a París vía Londres, donde atestigua la caída del reino de terror de Robespierre. Una parti­cular evaluación histórica de la Revolución Francesa y un conocimiento exhaustivo de la misma son aplicados aquf por el au tor. El resultado de este proceso de aplicación se halla en las experiencias de Stahl como son relatadas en la novela. La diferencia entre el estudio de la histo­ria y la novela histórica puede, por lo tanto, ser expresada como sigue. El estudio de la historia integra el conocimiento histórico expresado en enunciados históricos descriptivos al interior de una determinada ima­gen del pasado; la novela histórica aplica esa visión histórica obtenida en el estudio de la historia, en tren de generar enunciados ficcionales acerca del pasado. La investigación histórica es «inductiva» y por lo tanto trabaja del enunciado a la imagen; la novela histórica es «deducti­va» y va de la imagen al enunciado. Teniendo en mente la equivalencia entre imagen y texto (considerando a este último como una totalidad integrada de enunciados), nos encontramos entonces con que las artes visuales y el estudio de la historia tienen más en común que el estudio de la historia y la novela (histórica). El estudio de la historia es más una «representación» que una «verbalización» del pasado.

Admito que esta genealogía de géneros, que deriva en la prioridad lógica de la investigación histórica por sobre la literatura, parece alejada de las formas modernas y nos recuerda los modos apriorísticos en los que en el siglo XV!!! se acostumbraba teorizar respecto de variados as­pectos de la cultura y la sociedad. Pero aun si diferimos nuestro juicio acerca de la genealogía de géneros, espero que este ensayo pueda jus­tificar un mayor interés a una aproximación a la investigación histórica que incluya a las artes visuales de lo que ha sido el caso en la teoría de la historia hasta el momento. Las incontables metáforas visuales y óp­ticas en el estudio y la teoría de la historia contienen una lección que deberíamos tomar muy en selio.

52 M. Al da nov. Dioses de la muerte (Nueve de Termidor). Buenos Aires: Ed . del Mirador , 1946.

169

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En inglés

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En castellano

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Frank Anl<ersmiL

En coedición

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Frank R. Ankersmit and Henk Te Velde, Trust: Cement Of Democracy? Cement Of Democracy (Groningen Studies in Cultural Change, V ll) 2004.

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Índice de autores

Ímaz, E. , 173

Aldanov, M ., 169, 173 Ankersmit, Frank, 1, 2, 4- 6,

8-10, 12, 21 , 34, 36, 41 , 60,61 , 70,81,93, 94, 110, 149, 150, 152,162,168,173

Arnhart, Larry, 107, 173 Auerbach, Erich, 135, 173

Barthes, Roland, 97, 173 Bennett,]ohn, 153, 173 Berkhofer, Robert, 72, 173 Bevir, Mark, 100, 174 Bloom, Hans, 124, 174 Brimon, Crane, 54, 174 Burke, Edmund, 120, 174

Calvo,]. L., 176 Charles-Daubert, Franc;ois,

119, 174 Cropsey, joseph, 107, 177 Crowell, Steven, 39, 174

Damo, Arthur Coleman , 20, 23,93, 94,174

De Caulaincourt, Armand­Louis-Augustin, 85, 174

Del Hoyo, A., 175 Deursen, Arie Theodorus van ,

128, 174 Donaldson, Peler, 118, 120,

121 , 174

Evans, Richard j ohn, 74, 174

Fain, H., 68, 174 Foucault, Michel, 142, 174 Friedlander, Saul, 36, 174

Gallie, W B., 89, 174 Goethe, j ohann Wolfgang, 141,

174 Goodman, Nelson, 144-147,

153, 164,166, 174 Gorman, J eff, 7, 17 4 Gossman, Lionel, 97, 114, 174,

175 Gracián , Baltasar, 123, 175 Grocio, Hugo, 114, 175

Hammerstein, Notker, 127, 175

Hanoteau, jean, 85, 174 Hegel, Georg Wilhelm

Friedrich, 115, 175 Hintikka, jaakko , 65, 175

fndice de autores

Horowitz, Asher, 114, 175 Howard , Michael, 44, 175 Huizinga, j ohan, 87, 175 Hume, David , 51 , 175

Iggers, G. C. , 176 lshiguro, Hide, 142, 175

j ensen, Hans, 138, 139, 175

Kantorowicz, Ernest, 118, 175 Kellner, Hans, 97, 163, 173,

175 Kohl, Stephan, 135, 175

lessing, Gotthold E., 137, 175 locke,john, 156, 175 lorenz, Chris, 7, 56, 70,

77-81,175

Macfarlan, l., 107, 175 Mansfield, Harvey, 123, 175 Maquiavelo, Nicolás, 45, 117,

120, 121, 175, 176 McClelland,j. S., 107,176 McCullagh, Christopher Behan,

7, 82,83,86,88, 176 Meinecke, E, 122, 129, 130,

176 Mitchell, Thomas, 134, 137,

157, 176 Moskalewicz, Marcin, 5, 6, 13,

176 Munslow, Alun, 73, 176

Naudé, Gabriel, 119, 120, 122, 125, 174,176

Nordholt, Hendril< Schulte, 63, 176

180

Pangle, Thomas, 109, 176 Pihlainen, Kalle, 93, 176 Pimard, René, 121, 176 Plamenatz,john, 107,176 Pb~n. 136, 139, 140, 176 Popper, Karl Raimund, 41 , 17 6 Prélot, Maree! , 107, 176

Quine, Willard Van Orman , 52, 176

Rafael, D. D. , 107, 176 Ranke, leopold von, 115, 130,

176 Rassem, N., 1 77 Readhead, Brian, 107, 176 Rigney, Ann, 97, 176 Rony, Richard, 50, 53, 96, 177 Roth, Michael, 12, 177

Sabine, George Holland , 107, 177

Schier, Flin t, 151, 159, 177 Seifert, Amo, 111 , 112, 128,

177 Skinner, Quentin, 176 Skocpol, Theda, 56,177 Stagl,]. , 177 Starobinski, j ean, 115, 177 Stolleis, Michael, 127, 175, 177 Strauss, l eo, 107, 109, 110,

177 Struever, Nancy, 161, 177

Tarcov, Nathan, 175 Theimer, Walter, 107, 177

Villanueva, l., 1 73

VineL, Alexandre Rodolphe, 133, 165, ] 77

Von Moltke, K, 176

Wagner, Fritz, 15, 177 Walsh, William Henry, 19, 177 Walton, Kendall, 159, 177 White, Hayden, 97 , 134, 165,

177,178 Wickenden, Nicholas, 112,

178 Wollheim, Richard, 159, 178 Wolterstorff, icholas, 154,

155 , 178

Zammito,john, 7, 66, 75 , 77, 178

Índice de autores

181

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